Robert Silverberg La ida

1

En la temprana primavera del año 2095, cuando iba a cumplir ciento treinta y seis años, Henry Staunt decidió de repente que había llegado el momento de su Ida. Notificaría a la Oficina de Realización, conseguiría un Guía compatible, tomaría un apartamento en una de las mejores Casas de Despedida. Con la estación más agradable del año a punto de desplegarse, el momento escogido sería ideal: podría decir sus adioses y hacer sus renuncias durante estos frescos meses verdes y se habría quitado decentemente de en medio antes de que se abriera el brillante ojo del verano.

Ésta fue la primera vez que había considerado la Ida seriamente, y se sintió algo sorprendido de que se le acercara la noción tan de repente. ¿Por qué —se preguntó— estaba dispuesto a terminarla esta mañana, cuando claramente no lo había estado la semana pasada, el mes pasado, el año pasado? ¿Qué invisible divisoria había cruzado sin saberlo, qué imperceptible valle de decisión? Tal vez éste era sólo un efímero humor de las primeras horas de la mañana, tal vez al mediodía se encontraría ansioso de vivir cien años más, a pesar de todo. ¿Eh? No, no era probable. Estaba consciente de la resolución dura y firme, incrustada, encajada, reluciente como una bala bruñida en el centro del alma. Arréglate para Ir, Henry. Nada equívoco en eso. Un tono de certidumbre. De finalidad. Aún, pensaba, no debemos apresurarnos a hacer esto. Primero déjame entender mis propios motivos al tomar la decisión. Una muerte no meditada no vale su petición.

Había oído que era útil, cuando venían a la mente pensamientos de Ir, consultar ese libro de Hallam, el manual de morir, la anatomía de la renuncia del mundo. Muy bien. Staunt tocó un esmaltado y luminoso botón de control y la pantalla frente a la ventana brotó en colores.

—¿Señor? —le preguntó la máquina de la biblioteca.

Staunt dijo:

—El libro de Hallam. Ese sobre la muerte.

¿El giro de la rueda: la partida como consuelo, señor?

—Sí.

Al instante la portadilla estuvo en la pantalla. Staunt cogió la varilla de exploración y la apretó aquí, acá y acá, al azar, haciendo aparecer esta página y aquélla. Admiraba la claridad de la imagen. La letra era destacada y elegante, los márgenes eran amplios; sólo después de varios momentos empezó a prestar atención al texto:

«... esencial que la decisión, cuando se hace, esté hecha por las razones apropiadas. Aunque tarde o temprano todos tenemos que hacer girar la rueda, abandonando el mundo a los que esperan un lugar en él, nadie debe irse con resentimiento, pensando que se le ha empujado de la esfera mundial demasiado pronto. Es la tarea del hombre civilizado encaminarse con la plenitud del tiempo a aceptar el conocimiento de que se ha cumplido su vida; no debe emprender la Ida nadie que no esté completamente preparado; y el lograr ese estado de preparación debe ser el objetivo de nuestra vida entera. Con demasiada frecuencia nos engañamos al pensar que estamos verdaderamente preparados, cuando de hecho no hemos llegado siquiera a la preparación y escogemos Irnos por motivos indignos o superficiales. ¡Qué trágico es llegar al verdadero momento de la Despedida y darse cuenta de que uno se ha engañado, de que los motivos son falsos y de que realmente no está ni en lo más mínimo preparado para Ir!

Hay muchas razones impropias para escoger la Ida, pero todas se pueden clasificar como expresiones del deseo de escaparse. El que experimenta frustración emocional o dificultades en el trabajo, o un deterioro de la salud, o la fatiga intensa o desilusiones de algún tipo, puede, en un momento de oscuro capricho, pedir plaza en una Casa de Despedida; pero su verdadera intención es trivial, eso es, la de castigar al mundo cruel escapándose de él. Nunca se debe considerar la Ida como una manera de ajustar cuentas. Hay que señalar otra vez que Ir es algo más que el simple suicidio. Ir no es un acto malhumorado, irracional ni vengativo. Es un acto positivo, un acto de renuncia voluntaria, un acto profundamente moral; uno no lo emprende sin seriedad, meramente para escaparse. Uno no dice: te detesto, vil mundo, y por eso me despido, y en buena hora me libré. Uno dice: te amo, bello mundo, pero he vivido tus placeres al máximo y ahora me aparto para que otros puedan conocer los mismos placeres.

Por lo tanto, cuando uno considera la Ida por primera vez debe esforzarse en descubrir si ha alcanzado la verdadera preparación; eso es, la auténtica voluntad de dejar a un lado el mundo para el bien de otros; o si sencillamente busca satisfacer el ego mediante el gesto del suicidio...»

Había mucho más en esa línea. Lo leería en otra ocasión. Apagó la pantalla.

Así. Encontrar el motivo por el que querer Ir. Caminando lentamente por los frescos y amplios cuartos de su vieja casa del suburbio, Staunt buscaba sus razones. ¿La salud? Perfecta. Era alto, delgado, todavía fuerte, con los propios dientes y una cabellera espesa de pelo blanco bien cortado. No había sufrido ninguna intervención quirúrgica mayor desde el transplante de páncreas hacía setenta años. Todos los años se hacía afinar las arterias, ajustar la vista y mejorar el metabolismo, pero a su edad esas eran cosas de rutina; básicamente era un hombre muy saludable. Con el cuidado médico apropiado —y todo el mundo hoy gozaba de la forma apropiada de cuidado médico— su cuerpo seguiría funcionando serenamente durante décadas.

Entonces ¿qué? ¿Problemas emocionales? Difícilmente. Tenía sus amigos; tenía su familia; su vida nunca había sido más serena que era ahora. ¿El trabajo? Pues raramente trabajaba ya; algunos bosquejos, algunos proyectos de composiciones futuras, pero sabía que nunca llegaría a terminarlas. No importaba. Tenía sólo buenas impresiones cuando pensaba en su trabajo. ¿Preocupaciones con el estado del mundo? No, el mundo estaba en excelente forma. Raras veces había estado mejor.

El aburrimiento, tal vez. Poco a poco se había cansado de su vida tranquila: estaba cansado de estar contento, cansado de su hermoso ambiente, de los vacíos movimientos de la vida. Podría ser eso. Se acercó a la ventana de vidrio grueso y transparente de la sala y miraba curiosamente el panorama que le había ofrecido tanto placer durante tantos años. El césped, todavía pálido del invierno declinaba llana y serenamente hacia el arroyuelo, donde se apiñaba el simplocarpo bajo. Los cerezos silvestres mostraban los primeros toques de color; las flores del azafrán no acababan de abrirse; los pesados botones de los narcisos estarían estallando ya el sábado. Todo estaba bien afuera. Precioso. Como lo era siempre en estas fechas del año. Aún no se sentía emocionado. No le entristecía pensar que probablemente no vería otra primavera. Ahí está el corazón del asunto, pensó Staunt: debo de estar listo para la Ida, porque no me interesa quedarme. Es así de simple. He hecho todo lo que me interesa hacer, he visto todo lo que me interesa ver; ahora, mejor que siga camino. La rueda tiene que girar. Otros esperan para ocupar mi sitio. Tomo la parte que es mucho, mucho mejor, etcétera, etcétera.

—Póngame con la Oficina de Realización —dijo a su teléfono.

Una suave cara femenina apareció en la pequeña pantalla.

Staunt sonrió.

—Yo soy Henry Staunt y creo que estoy listo para Ir. ¿Me mandaría un Guía a casa tan pronto como pueda?

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