—Y mientras estamos entrando ya en esa parte de la noche, Henry, me permito el privilegio de hacer algo de análisis también. ¿Sabes lo que te pasa de veras? ¿Lo que está mal en tu música, tu alma, todo? No sufres. Nunca te ha tocado el dolor, o si lo ha hecho, no lo has asumido. Mira, tienes cuarenta años y nunca has conocido más que el éxito, se toca tu música en todas partes, un logro increíble para un compositor vivo, y podrías aparentar treinta años. O incluso veintisiete. El tiempo no te araña. Yo no recomiendo el sufrimiento, no, pero sí digo que templa el alma del artista; añade una riqueza de textura que —perdóname, Henry— a ti te falta. Sabes que podrías vivir hasta muy viejo, viendo como no pareces envejecer, y algún día, cuando tengas noventa y siete o ciento cinco o más, te darás cuenta de que nunca has coincidido con la realidad, que te has mantenido aislado, que en un sentido nunca has vivido siquiera, ni has creado nada, ni... perdóname, Henry. Lo desdigo todo, aunque todavía sonríes. Ni siquiera un amigo debiera decir esas cosas. Ni siquiera un amigo.