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Oye las últimas cuerdas estrepitosas de Las pruebas de Job y el telón, una cortina de densa luz purpúrea surge del suelo del escenario. Aplausos. Llamadas a escena para los cantantes. El director en la escena ahora, inclinándose, sonriendo. El director del coro, incluso. Cascadas de vítores. A su alrededor giran los centelleantes candelabros móviles del Teatro de la Ópera de Haifa. Alguien le grita al oído incomprensibles palabras jubilosas: la lengua es el hebreo, Staunt se da cuenta. Dice, sí, sí, muchísimas gracias. Quieren que se ponga de pie para aceptar los aplausos. Edith está sentada a su lado con las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes. Su mente produce la fecha: el 9 de septiembre de 1999.

—Déjales verte —Edith susurra en medio del tumulto.

Una mano le golpea el hombro. Unos ojos fogosos brillan en los suyos: Mannheim, el crítico.

—¡La ópera del siglo!, —grita.

Staunt hace un esfuerzo y se levanta. Están gritando su nombre. ¡Staunt! ¡Staunt! ¡Staunt! El público es suyo. Dos mil israelíes enloquecidos, suyos para mandar. ¿Qué va a decirles? ¡Sieg! ¡Heil! ¡Sieg! ¡Heil! ¡Heil Hitler! Le atraganta su propio horroroso chiste no expresado. Al fin no puede hacer más que saludar con la mano y sonreír tontamente y caerse en la silla. Edith le toca el brazo con cariño. Su novia radiante. Su noche de triunfo. Escribir siquiera una ópera en estos días es una tarea extraordinaria; gozar de un estreno como éste es la perfección. Ahora el público pide la repetición. El director en su lugar. El telón se esfuma. Job está solo en el escenario: es su escena final; la orgullosa voz de bajo gritando: «He aquí que soy vil», y la voz del Señor contestándole por mil altavoces, llenando el mundo entero con el sonido: «Atavíate ahora de majestad y de alteza.» Staunt llora al oír su propia música. Si vivo cien años, nunca me olvidaré de esta noche, se dice.

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