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Cada lunes, miércoles y viernes, Martín Bollinger vino a verle normalmente a media tarde, una hora o más después de comer. Por lo general, Staunt recibía a su Guía en el apartamento, aunque a veces, cuando hacía fresco, paseaban juntos por el jardín. Sus conversaciones pasaban invariablemente por tres fases bien definidas. Primero, Bollinger mostraba un vivo interés en las actividades diarias de Staunt. ¿Qué libros lees? ¿Escuchas música? ¿Hay algunas personas interesantes entre los que Parten con quienes puedas hablar? ¿Te cuida bien el personal? ¿Te visitan bastante los parientes? ¿Has sentido ganas de componer? ¿Hay alguien a quien te gustaría ver? ¿Piensas viajar siquiera algo? Y así sucesivamente, más y más, las mismas preguntas surgían con frecuencia.

Cuando terminaban las preguntas, Bollinger se deslizaba hacia la segunda fase: una conversación en tono sosegado y otoñal, un recuerdo de días desaparecidos. A veces hablaba como si Staunt ya se hubiera Ido; mencionaba las composiciones de Staunt del mismo modo que podría referirse a las de algún antiguo maestro. Las sinfonías, decía Bollinger, qué testimonio, qué poderosa estructura acumulativa, nada semejante a ellas desde Mahler, seguramente. Los cuartetos, evidentemente parecidos a los de Beethoven, pero enteramente contemporáneos, verdaderas expresiones del compositor y de su tiempo. Staunt asentía con la cabeza aceptando solemne los juicios de Bollinger con una objetividad somnolienta y curiosa. De la misma manera hablaban de amigos que tenían en común, observándolos como libros terminados, como cubos en vez de personas vivas en evolución. Staunt vio que Bollinger le ayudaba a distanciarse de la vida que había vivido. Ya se sentía lejos de esa vida. Después de varias semanas en la Casa de Despedida había llegado a verse más como alguien que hubiera estudiado con cuidado la biografía de Henry Staunt que como el Staunt vivo y real, el habitante del cuerpo de Staunt. En la tercera fase de cada reunión Bollinger se dirigía con franqueza hacia asuntos directamente relacionados con la Ida de Staunt. Constantemente obligaba a Staunt a analizar sus motivos, y evitaba la engañosa suavidad con que todo el mundo parecía tratarle. El Guía perseguía la verdad. ¿De veras quieres Ir, Henry? De ser así, ¿has empezado a pensar en la fecha de tu Ida? ¿Te quedarás en el mundo cinco semanas más? ¿Tres meses? ¿Seis? No, nadie te quiere apresurar. Quédate un año si quieres. Sólo me pregunto si has examinado aún de forma realista lo que significa Ir. Si comprendes tu propósito al pedirla. Indaga detrás del eufemismo, Henry. Ir es morir. El fin de todo. Para ti el fin del universo. ¿Eso es lo que quieres, Henry? ¿Lo es? ¿Lo es? ¿Lo es? No trato de hacerlo más difícil para ti. Trato de hacerlo más puro. Una Ida verdaderamente espiritual, la más rara que hay. Pero sólo si estás preparado. ¿Te das cuenta de que puedes retirarte de todo el asunto en cualquier momento? No es cobarde apartarte de la Ida. Mira, Hallam: Ir no es suicidarse, es una renuncia dulce, reservada propiamente sólo para los que entiendan sus motivos por completo. Cualquiera puede matarse en un ataque de melancolía. Una Ida propia requiere fuerza espiritual. Algunas personas entran a una Casa de Despedida dos o aún tres veces antes de que puedan dar ese último paso. Sí, pasan por el rito completo de Despedida, casi hasta el fin, y luego dicen que quieren irse a casa, y les mandamos a casa. Nunca insistimos. No nos interesa echar a víctimas del mundo. Sólo voluntarios con los ojos abiertos. ¿Has leído más en Hallam, Henry? Nuestro filósofo de la muerte. Mira dentro de ti antes de saltar. Pregúntate: ¿Es esto lo que quiero?

—Lo que quiero es Irme —contestaba Staunt. Pero no podía decirle a Bollinger cuánto tiempo pasaría realmente antes de que se encontrara listo para despedirse.

Parecía haber un diseño en este pas de deux trisemanal de conversación con su Guía. Parecía que Bollinger le estaba manipulando con paciencia, sinuosamente, hacia alguna especie de estallido apocalíptico de penetración gozosa, un momento radiante de comprensión en el que él podría decir, sintiéndose digno de Hallam: «Ahora yo Iré.» Pero las maniobras no parecían tener éxito. Muchas veces Staunt se separaba de Bollinger confundido y deprimido, menos seguro que nunca de su deseo de Ir.

Ya desde la cuarta semana pasaba la mayor parte de su tiempo leyendo. La música se había hecho sosa para él. Su familia después de la primera ronda de visitas obligatorias había dejado de venir; no volverían a la Casa de Despedida hasta que les informaran que él estaba en la fase final de su Ida y preparado para la ceremonia de Despedida. Había dicho todo lo que le interesaba decir a sus amigos. El centro de recreo le aburría y la compañía de los otros que Partían le dejaba frío. Por lo tanto, leía. Al comienzo lo hacía por deber, mecánicamente, recurriendo a la lectura como una tarea con la que mejorar su mente durante sus horas finales. Como un viejo faraón intentando mejorar su apariencia antes de que le entregaran en manos de sus momificadores. Staunt pensaba pulir su alma con la filosofía mientras aún tenía la oportunidad. Con ese espíritu seguía laboriosamente la lectura de Hobbes, cuyas ideas políticas le habían encendido cuando tenía diecinueve años y que ahora le parecía un filósofo simplemente agrio y huraño: Quizá pueda parecer extraño a alguno, que no haya sopesado bien estas cosas que la naturaleza debiera disociar a los hombres y hacerles aptos para invadirse y destruirse; y quizá puede desear por eso, al no confiar en esta inferencia hecha de pasiones que se confirme el asunto por la experiencia. Déjele, por lo tanto, contemplarse: cuando hace un viaje, se arma y procura ir bien acompañado, y cuando se duerme, cierra con llave las puertas; incluso cuando está en casa cierra con llave los armarios; y esto aún sabiendo que hay leyes y agentes públicos armados para vengar todo daño que se le pudiera hacer; qué opinión tiene de sus compañeros-subditos cuando cabalga armado; de sus compañeros-subditos cuando cierra con llave las puertas; y de sus hijos y criados cuando cierra con llave los armarios. ¿No acusa tanto a la humanidad con sus acciones como yo con mis palabras? Al haber pasado su juventud en un mundo tenso y sombrío de paz que era realmente guerra, Staunt había encontrado que era fácil aceptar las oscuras enseñanzas de Hobbes. Ahora no estaba tan seguro de que la condición natural del hombre fuera un estado de conflicto, todo el mundo en guerra con cada uno. Algo había cambiado en el mundo, parecía. O en Staunt. Guardó el libro de Hobbes, disgustado.

Casi tenía miedo de dirigirse a Montaigne, temiendo que ese otro gran guía de su juventud se hubiera agriado también a lo largo de las décadas. Pero, no. Al instante el viejo encanto le cautivó: No puedo aceptar la manera en que fijamos el curso de nuestras vidas. He observado que los sabios la tienen por mucho más corta de lo que normalmente se supone. «¡Qué!», dijo Catón el Joven a los que le prevenían de matarse, «¿estoy en la edad de ser reprendido por entregar la vida demasiado pronto?» Y tenía sólo cuarenta y ocho años de edad. Pensaba que esa edad era madura y bien avanzada, considerando cuan pocos la alcanzaban. Sí. Sí. Y: Cuando acabe la vida, está toda allí. El provecho de vivir no está en su duración sino en el empleo que le damos: muchos hombres que han vivido poco, han vivido largo tiempo; atiende a esto mientras estés aquí. Está en tu voluntad, no en la cantidad de años, hacer lo mejor posible de la vida. ¿Pensabas que nunca ibas a llegar al sitio hacia donde ibas sin cesar? Pero no hay camino que no tenga fin. Y si la sociedad te ofrece algún consuelo, ¿no va el mundo por el mismo camino que tú? Sí. Perfecto. Staunt leyó hasta muy tarde por la noche, pidió una botella de Cháteau d'Yquem de las bodegas bien provistas de la Casa de Despedida, brindó solemnemente por el viejo Montaigne con su propio vino fino y siguió leyendo hasta la madrugada. No hay camino que no tenga fin.

Cuando terminó con Montaigne empezó a leer a Ben Jonson, primero las obras familiares Volpone y La mujer silenciosa y El caso es alterado, luego los dramas negros y explosivos de los años tardíos, La feria de Bartholomew y La nueva posada y El Diablo es asno. Staunt siempre había sentido una afinidad para con los isabelinos, sobre todo con Jonson, ese hombre chisporroteante, chirriante, centelleante, cuyos tempestuosos dramas irregulares y grandes ardían con una intensidad de pesadilla que a Shakespeare, al poeta mayor, le parecía faltar. Como siempre se había prometido que haría, Staunt se hundió en Jonson, hasta que el sonido y el ritmo de los versos producían eco y se repetían en eco como truenos en su cerebro sobrecargado, y la textura de la mente de Jonson parecía incrustarse en la suya. La dama magnética, Los deleites de Cynthia, La conspiración de Catilina, ningún drama era demasiado oscuro, demasiado hermético para Staunt en su glotonería. Una tarde durante esos días se encontró haciendo una cosa inesperada. Del terminal de información pidió una copia impresa de las últimas páginas del primer acto de La nueva posada, con tres centímetros en blanco entre las líneas. En la cabeza de la página escribió con cuidado: La nueva posada, una ópera de Henry Staunt, del drama de Ben Jonson. Luego; mirando el largo discurso de Lovel, «Oh, ahí cuelga una historia, mi señor», Staunt empezó a escribir a lápiz las notaciones musicales bajo las palabras, con indiferencia al principio, luego con serio fervor repentino mientras se le ocurrían los contornos propios de la línea vocal. Al cabo de minutos había transformado el discurso en aria, e incluso, había garabateado en el margen unas notas preliminares en cuanto a la orquestación. El estilo de la música era extraño para él, una melodía parca, delgada y angular, de una complejidad espinosa y un sabor extrañamente arcaico. Era el tipo de música que pudiera haber escrito Alban Berg durante una larga visita al siglo XVII. No tenía mucho parecido con la música normal de Staunt. Mi estilo tardío, pensó. Probablemente era imposible cantar el aria. No importaba: así la evocó la musa. Fue la primera vez en años que Staunt componía sostenidamente. Miró asombrado el aria terminada, maravillado de que la música pudiera fluir de él así, surgiendo espontáneamente de la repleta fuente interior.

Por un instante sintió la tentación de meter lo que había compuesto en el sintetizador y recibir a cambio una orquestación aproximada. Oír el sonido de aquello con el barítono montando tensamente por encima de las cuerdas que bajan en picado, oírlo le podría llevar a componer la siguiente página de la partitura, y la siguiente y la siguiente. Se resistió. El mundo ya tenía bastantes óperas que nadie escuchaba. Meneando la cabeza, sonriendo tristemente, puso fecha a la página, la firmó con iniciales de la manera acostumbrada, anotó un número de opus —adivinándolo porque estaba lejos de sus manuscritos— y doblando la hoja la guardó entre sus papeles. Pero la música seguía desplegándose en su mente.

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