1789

Una despejada tarde de verano de 1789, unos labriegos que trabajaban en los campos de Montsignac, un pueblo de Gascuña, vieron caer del cielo a un hombre.

El globo había sobrevolado unas crestas boscosas hasta llegar a ese valle. Los labriegos, irguiéndose uno tras otro, se protegieron los ojos del resplandor del sol contra un fondo de seda azul y carmesí. Suntuoso y amenazador, el objeto pendió del cielo como un signo de Dios o del diablo.

A continuación se produjo un gran estruendo seguido de fuego, y un hombre cayó en picado a tierra.

Era el 14 de julio. El mundo estaba a punto de cambiar.

1

Stephen abrió los ojos y se enamoró.

Era justo y natural que pasara eso: como tantos de su generación, él creía en el coup de foudre, el relámpago que revela el estado de las cosas entre un hombre y una mujer.

– Un ángel -suspiró, sin importarle quién pudiera oírle.

Ella volvió la cara quedando fuera de su campo de visión. Se oyó un enérgico arañazo.

Él estaba recostado sobre cojines en un sofá color carmesí labrado con conchas. La luz entraba oblicuamente, salpicada de motas, y había fragancia de rosas. Recorrió con la mirada las viejas vigas, donde había rastros de flores pintadas, azules y rojas, y las paredes sin empapelar. Pero, como siempre, en lo que realmente reparó fue en los cuadros: el grande que tenía ante sí mostraba a una doncella con una cesta de fruta, y los demás no eran mejores. Había imaginado que en Francia sería diferente.

Un criado de avanzada edad, alto y delgado como un clavo, le sirvió de una licorera que había en una bandeja de plata. Él bebió un sorbo (¿era brandy?) de algo que le hizo atragantarse y miró alrededor en busca de la joven.

Ella estaba sentada junto a la ventana, la cabeza inclinada sobre una pequeña prenda de vestir que cosía. Pero una niña de unos ocho años, de rostro solemne y abrumada por el peso de unos rizos oscuros, se plantó ante él.

– ¿Estás malherido? Si sobrevives, ¿me dejarás montar en tu globo?

– Mathilde, alguien que ha sufrido un accidente no está debidamente preparado para oír tu conversación. -Stephen volvió la cabeza y vio a un hombre fornido con un chaleco amarillo mostaza, de pie frente a la chimenea-. Auguro a nuestro invitado una recuperación más rápida si te retiras de su proximidad. Y te llevas contigo a Brutus.

Impasible, la niña siguió mirando a Stephen con expectante curiosidad.

– Adoro a los niños -dijo él sonriendo-. Son tan… inocentes y al mismo tiempo tan perceptivos en su comprensión del mundo.

– Oh, no… otro discípulo de Rousseau -dijo la niña con indisimulada decepción-. Yo no soy así en absoluto.

Mientras hablaba, en el otro extremo de la estancia apareció algo. Stephen vio una forma negra y achaparrada, un morro aplastado, una formidable y protuberante quijada que dejaba a la vista una hilera de colmillos amarillos. Rápida y sigilosamente, la aparición se acercó a él con paso suave y le hundió el frío morro entre las piernas.

Los nudillos de Stephen se pusieron blancos alrededor de su vaso.

Una mujer alta, cuya presencia no había advertido previamente, exclamó:

¡Brutus!

El animal retiró ligeramente el morro y estornudó, esparciendo gotitas alrededor. Sus ojos amarillo ámbar miraban con fijeza y no trataban de negar la mala opinión que tenía del intruso.

– No te preocupes -dijo la niña con amabilidad-. No muerde a mucha gente últimamente. Antes era mucho peor.

– Confío en que la inteligencia le resulte reconfortante. -El hombre corpulento cruzó la habitación, obligando al perro a ceder terreno a regañadientes. Stephen se encontró a sí mismo levantando la vista hacia unas amplias cejas grises y unos ojos castaños y perspicaces que parecían sujetar una enorme nariz ganchuda-. Jean-Baptiste de Saint-Pierre -dijo, tendiéndole la mano-. Bienvenido a Montsignac.

– Stephen Fletcher. -Intentó ponerse de pie pero Saint-Pierre no se lo permitió, indicándole por señas que volviera a recostarse en los cojines.

Unos ojos castaños y amarillos reanudaron el pausado examen de su persona. Finalmente:

– ¿Inglés?

– Estadounidense.

– ¿De veras? Entonces sin duda puede opinar sobre los pavos.

Stephen acababa de decidir que un pavo debía ser algo totalmente distinto en Francia cuando su anfitrión añadió:

– Pero habla usted muy bien nuestro idioma.

Él lo identificó como una pregunta.

– Me temo que exagera. Pero mi madre era francesa, y desde la muerte de mi padre hemos vivido con su familia.

La explicación pareció satisfacer a Saint-Pierre.

– Bien, señor Fletcher, no parece haber sufrido daños graves como consecuencia de su inesperado descenso entre nosotros.

Llevaba fuera de casa el tiempo suficiente como para saber que se estaba burlando ligeramente de él. En el Viejo Mundo las conversaciones requerían ejercicio, una serie de saltos entre las palabras y su posible significado. Eso era algo con lo que no había contado.

– No. Quiero decir… -Cambió de postura para experimentar y se arrepintió-. Mi tobillo… -Bebió más brandy y preguntó-: ¿Qué ocurrió?

– Los relatos no coinciden. Basándome en las pruebas disponibles, he llegado a la conclusión de que usted saltó de un globo que había estallado en llamas. Por fortuna, aterrizó en uno de mis almiares. Lo trajeron aquí unos aldeanos. Hemos enviado a alguien a buscar al médico, pero la ciudad queda a varios kilómetros.

Una de las jóvenes -no el ángel, sino la alta- dijo:

– Padre, si el caballero se ha dañado el tobillo, se le hinchará. Convendría que se quitara la bota.

A lo que el criado avanzó con un crujido.

– Insensato -comentó a nadie en particular, entre cordones de botas.

– Permítame que le presente a mis hijas, señor Fletcher -dijo Saint-Pierre-: Mathilde, a quien ya ha conocido. Luego está Sophie -ella inclinó la cabeza con timidez-, y Claire, la mayor.

El ángel lo miró a los ojos y sonrió. No un ángel, después de todo, pensó Stephen, sino la Madona en persona, con ese vestido azul. (Aunque quizá no tanto con el modo en que se le adhería al cuerpo.)

– Madame la marquesa de Monferrant -murmuró Saint-Pierre con la cabeza, ladeada, observando imparcial.

Inadvertidamente el dorso de la mano de Stephen golpeó la licorera, arrojándola al suelo. El perro se abalanzó sobre él y cerró las fauces alrededor de su espinilla.

2

Jean-Baptiste Saint-Pierre tenía veinticuatro años cuando Jean Jacques Rousseau publicó El contrato social. El filósofo era una figura controvertida, hasta radical; a Saint-Pierre el libro le pareció fastidioso e ingenuo aunque apasionadamente razonado. Sus gustos se inclinaban más hacia el cínico ingenio de Voltaire, cuyo Cándido había adquirido en la edición suiza anónima original de 1760 y conservaba desde entonces en su mesilla de noche.

Sin embargo, cuando el tiempo hubo aplacado los fastidios del sentimentalismo y la excesiva retórica, Saint-Pierre descubrió que los argumentos de Rousseau se hallaban alojados cual perlas dentro de él. El ginebrino pedía justicia social, predicaba la bondad innata de la naturaleza, alegaba que el contenido sustancial estaba por encima del estilo frívolo. Saint-Pierre se quedó entusiasmado con todo ello. Lo que no es de extrañar: todos somos, de forma innata, pensadores egoístas y perezosos, y las filosofías que defendemos son inevitablemente las que mejor concuerdan con nuestras necesidades e inclinaciones. Saint-Pierre, pese a su agudeza intelectual, no era una excepción.

Era heredero de una de las grandes familias sureñas de la noblesse de robe, la nobleza judicial, distinta de la militar. Pero si había nacido bien arropado en el privilegio aristocrático, la vida lo había instruido sobre la endeblez de tal envoltura. Los problemas de su familia habían empezado con el padre de Jean-Baptiste, que a los veintidós años había renunciado a la Toulouse que lo había visto nacer por el brillo de la capital. Por supuesto, era un joven rico, ambicioso, de notable brillantez. Las provincias se le habían quedado pequeñas como un traje raído.

Tenía contactos sociales, en el séquito real, y legales, en los tribunales supremos del soberano. Así fue como obtuvo una sinecura menor -Guardián de Esto y lo Otro Reales- en el Versalles de Luis XV, y también un cargo en el tribunal de apelación de París. Un año después contraía matrimonio con la hija del presidente del tribunal. Su futuro se desplegaba ante él cual alfombra de oro.

Entonces descubrió dos cosas de sí mismo: tenía afición y talento, o eso creía, para el juego, y estaba enamorado, desesperada e irreversiblemente, de una mujer que no era su esposa. Acudía de noche a las mesas de juego con una bolsita de oro en cada mano, y se marchaba silbando al amanecer con los bolsillos vacíos. Le parecía necesario gastar cada vez más en Versalles, para estar cerca de la belleza de cabello castaño que sostenía en su regordeta mano su corazón, como un tembloroso pájaro cantor. En las ocasiones en que la suerte lo acompañaba le compraba esmeraldas, que era lo que ella más amaba en el mundo.

Su hijo asociaba París con ruidos (su madre llorando y tosiendo, voces enojadas) y Versalles con olores (su padre tenía una serie de pequeñas habitaciones mal ventiladas cerca de los aposentos privados reales). Jean-Baptiste vivía para los veranos que pasaba con los padres de su padre en su hacienda de Montsignac, en Gascuña; días largos, irreflexivos, solitarios, jugando en bosques y senderos llenos de flores. Había perros, prados, viñedos, trinos de pájaros, la verde extensión del río. Era el preferido de su abuela, el orgullo de su abuelo. Allí no había ninguna madre con los ojos enrojecidos farfullando detrás de un pañuelo, ni ningún padre con la cara colorada gritando que tenía que hacerse, que la tierra tenía que ser vendida y que, de todos modos, solo era una medida provisional. Ningún niño de expresión severa se mofaba de él -sus picos picoteando, pee, pee, pee- a causa de que el padre de Jean-Baptiste solo fuese un magistrado de provincias con ínfulas y no un verdadero cortesano (a diferencia del padre del niño) ni un comandante militar (a diferencia del padre del niño), y estaba terriblemente endeudado (al igual que el padre del niño, pero eso no es lo mismo cuando se es cortesano y comandante militar).

Su madre llegó tosiendo a una muerte prematura. Su padre lloró de remordimientos, estrechando a su hijo contra su pecho. A través del abrazo, el hijo vio a su padre coger un brazalete de piedras rojas y verdes del tocador de la fallecida y metérselo en el bolsillo.

Un rumor, apenas un murmullo, había empezado a circular en relación con un juez cuyo fallo podía comprarse. El soborno de por sí estaba a la orden del día; el escándalo radicaba en que trascendiera. El presidente del tribunal creyó oportuno que su yerno renunciara a la judicatura para dedicarse enteramente a sus deberes reales. Naturalmente, la resolución del presidente era inapelable.

El muchacho aguantó la década que siguió. París era un lugar triste y vacío. Estudiaba mucho -tenía el hábito de la erudición adquirido sin esfuerzo por los niños solitarios-, y su disciplina se vio respaldada por una mente muy aguda: por lo menos en eso su padre no le había fallado. Tan pronto le fuera posible, emprendería el viaje en sentido contrario, dando la espalda a la capital para matricularse en la escuela de derecho de Toulouse.

El año que Jean-Baptiste leyó a Rousseau fue el año que murió su padre. La mujer de cabello castaño, viuda durante los pasados dieciocho meses, había aceptado la petición de mano de un lejano y adinerado primo, desdeñando así definitivamente a su antiguo amante. Decían que Saint-Pierre había muerto de pena, solo en su maloliente cuartucho del gélido palacio.

El hijo hizo lo que pudo, con ayuda del dinero de su madre. Las deudas absorbieron su herencia y se hincharon, cada día nuevos acreedores presentaban sus pagarés con las iniciales de su padre garabateadas. Él se alegraba de pagar, se alegraba de poder redimir la bancarrota moral de su infancia. Se veía a sí mismo como un honnête homme, un hombre honrado. A una edad temprana había decidido ser la antítesis del cortesano adulador, el marido infiel, el juez que acepta sobornos y roba a los muertos. Cedió haciendas hipotecadas con la mayor despreocupación; Montsignac, que todavía pertenecía a su abuelo, estaba a salvo y era la única parcela de su patrimonio que le importaba.

Optó por vestir ropas sencillas y ligeramente gastadas que jamás habrían sido toleradas en Versalles. Se sentía bastante orgulloso de ser un negado para el baile.

De manera casi natural apareció un cargo en el parlement de Toulouse para el brillante estudiante de derecho. Saint-Pierre se dijo que lo había obtenido con su propio esfuerzo, aunque sabía muy bien que su linaje había pesado otro tanto en su contratación para el tribunal supremo, donde su abuelo había renunciado a su puesto en favor de su nieto. Lo esencial, razonó Jean-Baptiste, era que él se tomara en serio su trabajo y juzgara los casos que le llegaban con imparcialidad, asegurándose cuidadosamente de utilizar su cargo en favor de la gente corriente y mostrándose escrupuloso en su rechazo de los privilegios.

Porque de ese modo se está condicionado por las influencias a las que más se opondría.

Pero tal vez el lector se haya forjado una impresión equivocada de Saint-Pierre. No era ningún mojigato. Tenía la risa fácil, encontraba el lado absurdo de la mayoría de las cosas y tenía una manera de expresarse ligeramente maliciosa. Como los buenos gascones, conocía los placeres de la mesa. Sereno como un juez, dice el refrán, y Saint-Pierre se preocupaba de estarlo, pese a su debilidad por el armagnac y los vinos de Burdeos. Pero la comida era una fuente de inofensivo placer. Chupeteaba los pequeños huesos de los hortelanos asados, se relamía sobre cacerolas de sabrosas salchichas de Toulouse, devoraba patés, soufflés, tortillas, tartas de limón, ostras de Marennes, mirlos corsos, manitas de cerdo rellenas de pistachos, filet mignon con trufas, esos quesos pequeños y redondos de cabra envueltos en ceniza de leña. Tenía especial debilidad por el foie gras de hígado de perdiz de patas rojas. Se permitía pequeñas sutilezas gastronómicas, como insistir en que nunca se debía destripar la becada, sino colgarla por las patas hasta que las plumas caían y las entrañas se licuaban y goteaban del pico.

Si siempre había sido alto, ahora había engordado. Eso también era motivo de orgullo; en Versalles se cuidaba la figura.

La joven con quien se casó era de una familia, aunque perfectamente respetable, ni rica ni bien relacionada; no podía decirse que su matrimonio hubiera sido inspirado por la codicia, el esnobismo o el anhelo de ascender. Claro que a nadie se le ocurrió mirar más allá del motivo evidente de su elección: Marguerite, la novia de dieciocho años, hacía que las cabezas se volvieran a su paso. Junto con la habitual cubertería, mantelería y mobiliario, trajo consigo un séquito de desilusionados solteros que merodeaban afligidos alrededor de la casa, importunándola a ella con sus miradas y asegurándole a Saint-Pierre que era un «tipo con suerte».

Sin embargo la joven, que podía haber escogido entre todo Toulouse, estaba enamorada de su marido, que la hacía reír; y el joven que a menudo despertaba con la cara húmeda después de soñar con su madre llorando, estaba profundamente enamorado de su mujer. Los matrimonios por amor, unidos por el afecto antes que por el deber o la ganancia material, estaban a la mode, y los Saint-Pierre, con sus dos encantadoras hijitas, eran el mismísimo modelo de felicidad doméstica.

Había desgracias, por supuesto -su hijo vivió tres días, a la hermana de Marguerite se la llevó la viruela-, y la preocupación por el dinero nunca se alejaba demasiado. La judicatura, pese a todo su prestigio, no era una carrera lucrativa. Se esperaba que los magistrados completaran sus modestos ingresos, en teoría con sus fortunas personales, en realidad a través de una variedad de prácticas corruptas. Saint-Pierre hizo una virtud de medios tan limitados; había, sin embargo, ciertas apariencias que guardar. Como Rousseau, podría haber dicho que, aunque vivía de modo austero, sus fondos se agotaban de manera imperceptible: sus hijas necesitaban… su mujer tenía que… su cargo obligaba a…

Pasaban los veranos en Montsignac, donde la gran casa permanecía vacía desde la muerte de su abuelo. Marguerite se sentaba a coser en la terraza, trabajaba en su jardín, y se había familiarizado con el pueblo y sus habitantes. La delicada Claire, la predilecta de su padre, se aferraba a las faldas de su madre, de modo que era Sophie la que acompañaba a Saint-Pierre en sus caminatas por el campo, correteando para seguir sus zancadas, memorizando los nombres de los pájaros y las plantas recitados al azar, llenándose los bolsillos de hojas, frutos silvestres, el nido de un gorrión, un guijarro de forma rara. Al volver de esas excursiones salía a su encuentro Claire, que siempre corría a dar la bienvenida a su padre. Él la cogía por las muñecas y la hacía girar por el aire mientras ella gritaba de alegría; la besaba y se la subía a los hombros. Sophie, un poco apartada, sostenía el polvoriento bajo de su vestido.

Un invierno, cuando llevaban casados menos de doce años, Marguerite empezó a toser. Saint-Pierre reconoció ese sonido al instante. Como su madre, ahora su mujer volvía la cara cuando trataba de besarla.

De modo que, al final, también había tenido eso en común con su padre.

Hipotecó Montsignac sin vacilar y llamó a médicos de Montpellier, Padua, Edimburgo, Viena, hasta de París. Según los remedios que estos recetaban con confianza, él vigilaba que Marguerite se tragase la cucharada de sangre de buey o se sometiese temblorosa a la aplicación de sanguijuelas. El cubría su menudo y blanco cuerpo con más y más edredones para que eliminara la enfermedad con la transpiración, acallando sus protestas. Insistió en que pasara el invierno en Italia con su madre, aunque ella lloró y tosió y no quería ir.

Marguerite estaba fuera cuando la abuela materna de Saint-Pierre murió en París. En secreto, él había deseado que ocurriera, esperando con remordimientos el dinero que sin duda iba a heredar; aunque se habían visto pocas veces, ya que él nunca iba a París y ella rara vez abandonaba la ciudad, él era su único nieto. Se había presentado con una extraordinariamente fea pero innegablemente valiosa vajilla de Sèvres con ocasión de su boda, y nunca se olvidaba de su santo.

Tal como resultaron las cosas, la anciana no le dejó más que los libros de leyes de su marido. El yerno parisino envió a Saint-Pierre una breve carta informándole del hecho y preguntándole qué medidas se proponía adoptar para tomar posesión de los volúmenes. Saint-Pierre le contestó pidiendo que se vendieran; podía imaginar la expresión de desdén con que sería recibida la implícita confesión de penuria. Bueno, le traía sin cuidado su buena opinión. Que Montsignac pasara a manos de sus acreedores era impensable. Se sentó en su biblioteca detrás de un escritorio donde las deudas caían como hojas de otoño y supo lo que tenía que hacer.

Antes de que Marguerite regresara de Italia había tomado una decisión y la había puesto en marcha. El alquiler de la costosa casa de la ciudad había sido suspendido en primavera y su contenido, vendido en subasta; los Saint-Pierre se trasladaban a Montsignac, donde el aire puro del campo sería mucho más beneficioso para los pulmones de Marguerite que el tufo y la suciedad de la ciudad.

Agotada por el largo viaje de regreso, su esposa se tendió en un sofá y trató de darle sentido.

– Pero ¿de qué vamos a vivir? ¿Qué harás? Tu trabajo…

– Todo está resuelto -dijo él, no sin una pizca de orgullo por su inventiva-. Quedará una vacante en el tribunal de apelación de Castelnau al final de las sesiones y yo la ocuparé.

¡Del parlement de Toulouse al tribunal de apelación de Castelnau!

– ¡Podrías haber sido presidente! -murmuró ella, horrorizada.

Él se sentó a su lado y le cogió las manos.

– Querida -dijo con ternura-, no tenemos elección. Y siempre hemos sido dichosos en Montsignac, lo sabes.

Todo eso está muy bien para el verano, pensó ella.

3

El primo de Stephen había visto el primer globo de los Montgolfier elevarse por encima de Versalles en 1783. Estaba pintado de azul brillante y decorado con flores de lis doradas. En la cesta iban una oveja, un gallo y un pato. Permanecieron en el aire ochenta minutos.

Charles decidió en el acto dedicarse a la aerostación.

– ¿Qué fue de la oveja y las aves? -preguntó Mathilde.

– Creo que salieron ilesas. Sorprendidas, sin duda. No pudo ser una experiencia agradable. El fuego que producía el aire caliente para el globo era alimentado con paja, lana, zapatos viejos y carne podrida. Charles dice que el tufo era increíble. Imagínate cómo debió de ser para los pasajeros.

– Espero que no se los comieran después de pasar todo eso.

– Los archivos corren un discreto velo sobre su destino final.

– ¡Qué falta de consideración por tu parte estropear el globo de tu primo! Puede que nunca se me presente otra oportunidad de conquistar los cielos.

Stephen contempló los fragmentos que había en el patio.

– Encargaré uno nuevo tan pronto como vuelva a Burdeos. Y podría enseñarte a construir uno en miniatura. Todo lo que se necesita es una vejiga de buey y cola de pescado.

– ¿Lo has leído en un periódico ilustrado?

– Pero ¿qué salió mal? -preguntó Sophie, que se paseaba alrededor de los restos, levantando de vez en cuando con la punta del zapato una anilla de madera chamuscada o un trozo de alambre del que todavía colgaba un trozo de mimbre. Era consciente de que él tenía el pelo de un dorado pálido. No amarillo (lo había comprobado), sino con un brillo como el del metal al sol. Era más alto que ella, cosa que rara vez ocurría. Y tenía los ojos verde azulados, como imaginaba que era el mar. Todo el mundo sabía que los estadounidenses eran inventivos y perfectos; amaban la libertad y para ellos no suponía nada viajar grandes distancias. Era difícil no quedarse mirándolo.

Como todo en esa casa, la camisa que Stephen había tomado prestada olía a rosas. También era varias tallas demasiado grande para él. Apoyado en su bastón, agitó los brazos para sentir la brisa y esperó a que las hermanas sonrieran.

– Estaba haciendo descender el globo, llevaba horas en el aire y los prados que hay junto al río me parecieron acogedores. Recuerdo que tiré de la cuerda que abre la válvula y deja salir el aire. Luego se produjo la explosión. Debí de saltar de la cesta… y allí desperté, tendido en su sofá.

– Un palmo más en un sentido u otro -dijo Mathilde, no sin pesar- y habrías yacido en un mar de sangre.

– ¿Aterrizar siempre es lo más difícil?

Él reconoció que había ocurrido otra catástrofe en el primer vuelo que hizo solo, preguntándose por qué Sophie dirigía sus comentarios al suelo o a un punto más allá de su hombro.

– Pero seguí las instrucciones de Charles con precisión. Había subido con él dos veces, y pensé que no había nada comparable a esa emoción… salvo sobrevolar la tierra en soledad, contemplar la naturaleza sin distraerte con conversaciones frívolas… Es sublime. -Cerró los ojos y, por un instante, flotó por encima de un mundo creado para su deleite.

– Pero has dicho que el tufo era horrible.

Abrió los ojos.

– No, no, este es… era el último modelo, un globo lleno de aire inflamable. Totalmente limpio y científico.

– Los aldeanos querían matarte a palos -le contó Mathilde, deslizando una mano en la de él-. Te tomaron por una criatura del diablo.

– Menos mal que su globo no prendió fuego a la cebada -dijo Sophie-, o seguramente te habrían matado. Las últimas cosechas han ido mal y cuentan con esta.

Tenía la costumbre, según advirtió él, de sostenerse sobre un pie, con el otro enlazado alrededor del tobillo. Le parecía encantadora y deliciosamente extraña, como todas las jóvenes francesas que había conocido. Si bien ni por asomo tan hermosa como sus hermanas.

– Algunos de los hombres más osados han venido a casa esta mañana para ver si habías desaparecido o cambiado de forma… o nos habías arrastrado a todos hasta los fuegos del infierno que te engendraron. -Mathilde saltaba alrededor de él en un sentido, luego en el otro.

– Ojalá hubiera salvado mi cuaderno de bocetos. -Echando la cabeza atrás, miró el cielo con los ojos entrecerrados-. Posibilidades ilimitadas. Eso era lo que trataba de dibujar.

Estaba de espaldas a la casa, pero al reconocer unos pasos ligeros sobre la grava se ocupó al instante de su pipa. Era una adquisición reciente que todavía no podía contarse entre sus habilidades. Aun así, creía que le hacía importante; y necesitaba algo para señalar su nueva vida.

Mathilde dijo a la recién llegada:

– En realidad no es aeronauta, sino artista. No me extraña que Brutus recelara de él.

– No sé cómo soporta estar en las proximidades de ese horrible perro. -Claire estaba de pie cerca de él y sonrió-. Es muy osado de su parte.

– No me hizo daño en realidad -dijo él con atrevimiento, moviendo la pipa con resolución al agitar las anchas mangas de la camisa.

– No tenía intención de hacerte daño. Solo quería que supieras que te había calado.

– Matty, ¿has terminado tus lecciones de hoy? -preguntó Sophie.

– La aerostación es científica. Sin duda querréis que mi educación avance al ritmo de los tiempos.

– ¿De veras es artista? -Claire llevaba un vestido de algodón amarillo con una faja azul, así como piedras azules en las orejas y alrededor del cuello.

– En septiembre tendré un estudio en París -dijo-, y entonces lo seré.

Una niñera se acercaba por el camino. El bebé que llevaba dormía a ratos y lloraba a menudo. Había bajado con él al pueblo, señalándole todo aquello que podía interesarle -unos petirrojos revoloteando sobre un seto, un campo de avena rosado, un joven asombrosamente bien parecido con quien había sido preciso cruzar unas palabras- y de regreso el niño se había quedado por fin dormido.

Claire la llamó.

– No ha visto a mi hijo Olivier, ¿verdad, señor Fletcher? ¿No es un bebé gordo y precioso?

– Por favor… llámeme Stephen.

Ella permaneció allí, con su vestido del color del sol, arrullando al niño. El pensó en campos, tejados, viñedos, hojas, agua y chapiteles, ángulos de visión que en otro tiempo habían sido imposibles.

Una mariposa naranja pasó revoloteando. Brutus cerró las fauces sobre ella.

El precioso y gordo bebé abrió los ojos.

Abrió la boca.

Se abrazó el cuerpo y empezó a berrear.

Sophie y la niñera se miraron.

4

En 1789 Gascuña era una inmensa y poco manejable provincia del sudoeste de Francia, extendida entre el Atlántico y los Pirineos, que se lanzaba por el norte casi hasta Limoges y tendía una codiciosa mano hacia el este hasta Rodez. Comprendía una gran diversidad de distritos fiscales, territorios feudales, sistemas judiciales, diócesis y oscuras subdivisiones militares impuestas originalmente para conveniencia de los romanos. Pocas de esas fronteras pueden delimitarse con certeza; menos aún son las que siguen coincidiendo y casi ninguna puede trazarse con exactitud en un mapa. En 1789 Gascuña, como la misma Francia, era una amalgama de territorios no unificados: estaba lista para la racionalización, centralización, innovación; esperaba a ser tomada por el futuro.

En lo más profundo de su verde y apacible corazón, dos personas se abren paso por una ladera.

– ¿Qué piensas de Fletcher?

Sophie se agacha para coger un puñado de la dulce y silvestre hierbabuena que han estado pisoteando.

– ¿Un entusiasta?

Su padre sonríe.

– El entusiasmo parece gobernar los tiempos, si son ciertas la mitad de las noticias que nos llegan de París.

Ella recuerda una ocasión cuando tenía cinco años, tal vez seis. Los Saint-Pierre estaban almorzando y Sophie llevaba una tarta de manzana del aparador a la mesa. El plato de barro pesaba y todavía estaba caliente del horno; a duras penas logró salvar la distancia sin que se le cayera. Sabía que tenía que ponerlo en el salvamanteles de peltre delante de su madre, pero estaba al otro lado de la mesa. De modo que dejó el plato a salvo en la esquina más próxima y lo deslizó por la madera encerada.

– ¡Cuidado! -exclamó Claire-. Vas a estropear la mesa. Mira lo que está haciendo Sophie.

Pero su padre dijo:

– Bien hecho, Sophie. -Y a su mujer-: ¿Lo has visto? Ha reflexionado sobre el problema y en lugar de intentar llevar el plato hasta ti, para que seguramente se le caiga, ha utilizado su ingenio y discurrido un método más inteligente. -Sentó a Sophie en su regazo, le dio de comer la tarta de manzana con nata de su plato, la felicitó.

Ahora tiene veintidós años y sigue hambrienta de su aprobación. Tal vez él se la calla. O la reparte cucharada dulce tras cucharada.

Mastica una hoja de hierbabuena, notando su textura ligeramente áspera en la boca.

Regado por siete ríos, este rincón de Gascuña está intensamente cultivado y resulta absolutamente seductor. Pequeños campos cercados por setos vivos forman un mosaico que recrea la vista y revela las pequeñas dimensiones de la propiedad media. Los bosques de robles y castaños, hayas y avellanos, abundan y proporcionan combustible, madera para herramientas, tierras de pastoreo. Hay temblorosos álamos junto a aquel riachuelo, y cipreses a lo largo de estos riscos. Los viñedos producen grandes cantidades de vinos que no son excepcionales, pero el orgullo de la región afirma que nada puede rivalizar con el suave y oscuro brandy conocido como armagnac que le ha dado fama. Todo el mundo tiene un ciruelo.

Los Pirineos no se ven ahora que es verano y hace buen tiempo; y, de todos modos, quedan a unos cien kilómetros al sur. Aquí el paisaje nunca pierde de vista las proporciones humanas. Su topografía es lo bastante diversa para impedir la monotonía, lo bastante suave para evitar la grandiosidad. Sus modestas cumbres proporcionan amplias vistas. Es pródiga en luz.

Sophie y Saint-Pierre rodean un prado que asciende al encuentro de una extensión de cielo despejado. A Sophie le gusta tumbarse allí, con la hierba haciéndole cosquillas en la mejilla, mirando fijamente el cielo hasta que tiene que aferrarse con las manos al suelo para impedir que se le caiga encima. No lo sabe, pero esta costumbre suya se comenta en el pueblo. Es una de sus peculiaridades, como ser alta y no tener marido.

Debido a los años que lleva domesticado, el campo está veteado de senderos. La mayoría de la gente tiene que ir a pie a todas partes. Claro que no todos los caminos llevan a alguna parte: un forastero podría seguir confiado un sendero verde que cruza campos y discurre entre sotos, y descubrir que desaparece en la orilla de un pantano o se funde con el espacio en el escarpado flanco de una colina. Los modelos de asentamiento y cultivo han cambiado con los siglos, de modo que un sendero revelador muere en un caserón que no es más que un rosal silvestre, se desvanece en un olvidado huerto abandonado hace mucho a los pájaros.

Pero Sophie y su padre han tomado un sendero muy frecuentado, ya que va a dar a la carretera que lleva a Castelnau. Esa carretera -y, de hecho, este estrecho sendero cercado- era recorrida en otro tiempo por peregrinos que se dirigían a España. Ahora, la peregrinación ha pasado de moda; en el Siglo de la Razón ya no hay mucha gente cuya fe la mueva a subir y bajar montañas hasta la santa ciudad de Santiago. Se están olvidando muchos de los viejos y frondosos senderos de peregrinos, ocupados por terratenientes codiciosos para ampliar sus propiedades o asfixiados por zarzas y árboles jóvenes, o por caer en desuso.

A ambos lados del sendero florecen convólvulos rosas, arvejas moradas y zuzones amarillos que no logran conmover a Sophie, poco sentimental con las malas hierbas. Proliferan las amapolas escarlata. Entre los setos hay collejas azules, dedaleras color crema, madreselvas que se enroscan en el sentido de las agujas del reloj alrededor de brionias y zarzas perrunas.

– Así llamadas -dice Saint-Pierre, alargando una mano para derribar con su bastón un grupo de pétalos marrones y finos como el papel- porque se creía que su raíz curaba las mordeduras de un perro rabioso. -Sophie era niña cuando oyó por primera vez ese aspecto de la cultura tradicional; su padre lo repetía indefectiblemente cada verano.

Pasan de largo un pequeño prado triangular verde intenso, un rincón secreto guardado por altos saúcos y espinos. Una vaca del color del barro baja la cabeza y muge con tristeza. Aún no ha venido nadie a ordeñarla.

– Voy a necesitar un poco más de dinero -dice Sophie-, para comprar comida y pagar al médico.

Su padre hace un ruidito que podría ser de conformidad, de protesta o de ambas cosas. Más tarde, dice:

– Me gusta ese joven que ha venido en lugar de Ducroix… ¿Se llamaba Morel? No es un viejo estúpido y quisquilloso.

– Solo lo dices porque el doctor Ducroix te aconseja que comas menos. Y porque te gana al ajedrez.

– Por supuesto -admite él serenamente-. ¿Qué más pruebas de la iniquidad del hombre requiere el tribunal?

Han llegado al lugar próximo a la cresta donde un endrino les bloquea el paso y deben girar a izquierda o derecha para continuar. Siempre se entretienen un rato allí antes de tomar el camino que se aleja de Castelnau y se interna en el bosque; una oportunidad para que Saint-Pierre recupere el aliento sin que lo parezca.

– El entusiasmo puede ser algo positivo -dice ahora, apoyándose en su bastón-. Pero más vale guardarse de los entusiastas. Tienen buenas intenciones y eso siempre los lleva a cometer excesos.

Sophie lo mira de reojo, tratando de decidir a qué se refiere. Pero él mira hacia el otro lado, donde las últimas sombras de la tarde trepan por las colinas; de todos modos, piensa ella, prefiero no saberlo.

5

Cuando no encuentras a Sophie por ninguna parte, está entre sus rosas.

Stephen no llevaba ni diez días en Montsignac y ya lo había aprendido. Sin embargo, primero estaba Mathilde, tumbada en la hierba leyendo. Miró alrededor enseguida. Brutus no estaba a la vista, lo que lo llenó de un alivio impregnado de inquietud. Otra cosa que había aprendido era que convenía tener en todo momento una idea del paradero de Brutus.

Se entretuvo. Hierba, flores, hojas, sol: ¿quién podía resistir la combinación?

– Cada vez que cruzo esa puerta… es como cruzar el umbral del Edén.

– No encontrarás aquí a tu ángel. La naturaleza tiene un efecto funesto sobre el calzado.

– ¿Qué estás leyendo? -preguntó él, afectuoso. Tenía sus ideas acerca de los niños. Como todas las nociones adquiridas sin esfuerzo, no eran fáciles de desalojar.

Ella le pasó el libro: «No llevaba más ropa que un chaleco de marinero, un par de calzones de hilo abiertos hasta las rodillas y una camisa de hilo azul; nada que pudiera dar una pista de qué país provenía. En los bolsillos no tenía más que dos monedas y una pipa; esto último era para mí mucho más valioso que lo primero».

– Cuando era pequeño quería ser Robinson Crusoe.

– La historia es bastante buena -dijo Mathilde-, pero sería mejor si no hubiera puesto tanta filosofía.

– Mi hermano y yo jugábamos a ser náufragos. Él era mayor, así que yo siempre hacía de Viernes.

– Yo voy a ser exploradora. Como Bougainville, pero no me molestaré con los trópicos. Navegaré hacia el norte. -Montañas de hielo teñidas de malva, luces danzando en el cielo nocturno, marineros de pelo cano que habían perdido los dedos. Monstruos blancos y sin ojos que guardaban cavernas insondables donde se estrellaban las olas. Ella de pie en el puente del barco, envuelta en pieles.

Stephen fue a buscar a Sophie.

El jardín no era grande, pero los senderos curvos y la ingeniosa distribución de las plantas creaban la ilusión de espacios frondosos. Todo ello había sido obra de Marguerite de Saint-Pierre, porque los jardines, como todo lo demás, eran testimonio de la reacción contra la formalidad que había dominado todo el siglo. Marguerite sencillamente no podía soportar los parterres. Le ponían enferma los arbustos artísticamente recortados. Por fortuna, los abuelos de Saint-Pierre, gente anticuada que vivía aislada en el campo, nunca habían sucumbido a los peores excesos de la simetría y los tejos heráldicos. Aun así, desde los primeros años de su matrimonio Marguerite se había paseado por Montsignac pensando que había mucho por hacer. Mandó traer catálogos, hizo largas listas de plantas, llenó página tras página de su cuaderno de bocetos de diseños de jardín. Hablaba, con los ojos brillantes, de grutas, cascadas y algo llamado Meandro Serpenteante. Describía alamedas que salían de la casa según un diseño de patte d'oie. Mencionaba una ermita. Saint-Pierre no quería sino complacerla, pero la imitación de la naturaleza parecía llevar el camino de arruinarlos. «Querida -había dicho por fin-, esto no es Inglaterra.»

De modo que los limeros angustiosamente simétricos sobrevivieron y se abandonaron los planes de crear un parque natural. Sin embargo, no todo se perdió. Un buen general aprovecha toda oportunidad que se le presenta. Marguerite concentró sus esfuerzos en el viejo jardín que había junto a la casa, donde los claveles, malvas locas, tulipanes y crestas de gallo habían sido ordenados en parterres rectangulares bordeados de boj, y la grava siempre estaba recién rastrillada. Las hierbas y plantas que se mecían en los prados no tardaron en transformar esos solemnes parterres, y la grava cedió paso a senderos cubiertos de hierba que se convertían en barro en invierno, pero que eran innegablemente más naturales. Plantas estratégicamente colocadas suavizaron las líneas rectas convirtiéndolas en masas irregulares de follaje. De la noche a la mañana desaparecieron las alfombras de siemprevivas, un seto de alheña fue sustituido por otro de escaramujo. Las trepadoras y enredaderas treparon y se enredaron por todas partes. Por fortuna, había un árbol de Judas rindiéndose al fatal abrazo de la hiedra: daba la nota adecuada de melancolía.

Marguerite tenía destreza, determinación, capacidad para trabajar duro. Su jardín era un lugar de lo más agradable. Los amigos que venían a verlos desde Toulouse se reconocían encantados, solicitaban plantas y consejos. Paseando tras ellos, lo único que podía pensar ella era que no había realizado sus ambiciones. Peor aún: la culpa era solo suya.

La dificultad estaba en su debilidad por las plantas aromáticas. Ni los lirios de los valles ni las violetas blancas silvestres lograban satisfacer su anhelo, que exigía flores cultivadas. Permitió que los jacintos, alhelíes y fresias importunaran a los perifollos y malvas. Plantó jeringuilla. No podían faltar los guisantes de olor. Escribió pidiendo que le mandaran fragantes lirios de Virginia, diciéndose que todas las plantas americanas eran en el fondo silvestres. Descubrió, tras una breve y feroz lucha interior, que era incapaz de renunciar a las rosas: se amotinaban en rincones soleados, trepaban por las paredes del patio, competían con el jazmín y la madreselva de cuello amarillo por la posesión de una pérgola. «Pero son unas flores bonitas», decía Saint-Pierre, desconcertado ante tanto trastorno. «No son naturales», respondía ella con tristeza.

Sentada en la hierba, Sophie escuchaba a sus padres y comía rosas.

El verano que cumplió cuatro años, su padre le contó la historia del emperador Heliogábalo, en cuyos banquetes hacía llover tal cantidad de pétalos de rosas sobre los invitados que casi todos morían asfixiados. «¿Qué quiere decir asfixiado?», había preguntado ella. Y Saint-Pierre, lamentando ya su impulso didáctico y deseando evitar la brutalidad, había respondido con evasivas, diciéndole que para los romanos la rosa simbolizaba la vida eterna por su asociación con los dioses. Poco después encontraron a Sophie tumbada boca arriba en una resguardada esquina bajo una gruesa capa de pétalos de rosa. «Soy un romano -informó a su madre-. Me estoy asfixiando en una rosa.»

Con constancia y determinación, en los años que siguieron a la muerte de Marguerite las rosas habían invadido el jardín. Se sacrificó un grupo de avellanos porque los rosales engordaban con la luz del sol.

– Venderemos la leña -dijo Sophie, aunque nadie le había preguntado-. Pensad en el dinero que nos dará este invierno.

Los arbustos que hacían de pantalla, como los viburnos y las varas de oro silvestres, fueron sustituidos por espalderas a fin de acomodar más rosales trepadores. Las plantas delicadas o exigentes, abandonadas a sus propios medios, languidecieron y murieron sin que nadie reparara en ellas; los rosales acaparaban toda la atención de Sophie.

Los que crecían en su jardín, los resistentes y longevos rosales del siglo XVIII, soportaban mucho mejor el abandono que sus actuales descendientes. Pero ningún jardinero se libra del trabajo arduo y la poda. En el gris y deprimente mes de diciembre, Sophie cortaba los largos vástagos laterales con la crueldad que caracteriza el verdadero deseo. Las ramitas muertas las retiraba en primavera, y podaba con cuidado las ramas floridas en verano, una vez terminada la estación. Alrededor de los arbustos plantaba ajo para aumentar su resistencia a las enfermedades, y el mantillo refrescaba sus raíces y reducía al mínimo las malas hierbas cuando lo esparcía generosamente sobre los capullos. Para el riego acudía a Jacques, su viejo criado, y a un voluminoso y pesado artefacto de hierro llamado carretilla de agua, arduo por partida doble. Había que vigilar a la vieja yegua de Saint-Pierre a la espera de sus tibios excrementos, que Sophie dejaba reposar en un apestoso barril hasta que juzgaba que la mezcla era lo bastante fétida. Iba por los pueblos y aldeas en busca de plantas nuevas, llamaba con descaro a puertas de desconocidos para pedirles esquejes cuando un ramillete que colgaba de una terraza despertaba su interés, y se la había visto robar cuando la petición era rechazada.

– Cuando se trata de rosas -decía Mathilde con admiración-, Sophie se vuelve descarada.

Cruel, osada, descarada; las rosas le brindaban a Sophie la oportunidad de ser todas esas cosas.

¿Cómo pensar en ella? Una joven lo bastante culta para tener curiosidad, pero ni mucho menos con la suficiente formación para satisfacerla; una mujer sin belleza ni riqueza y, por tanto, con pocas posibilidades de contraer matrimonio. ¿Cómo pensar en su época? Las inimaginables, ineludibles y tediosas tareas como hacer jabón y coser prendas de vestir y mantelerías, el aburrimiento de las noches de invierno en que unas pocas y costosas velas proyectaban una luz tan tenue que lo más sencillo (y calentito) era irse a la cama. ¿Cómo pensar en su mundo? En todas partes, horizontes que se ampliaban -el oxígeno había sido aislado, el Pacífico cartografiado, la monarquía absoluta en decadencia-, pero la ciencia y la historia llegaban a Montsignac en forma de anécdotas y rumores que fácilmente parecían insignificantes al lado de un escándalo del pueblo o los daños causados por una helada prematura.

Puede comprenderse por qué Sophie necesitaba las rosas.

Acostada en la cama con los ojos cerrados, se acariciaba la piel desnuda con una suave flor blanca.

En junio, cuando nadie la veía, seguía comiendo pétalos de rosa.

Pero a finales de julio la floración más importante había terminado, de modo que Stephen reparó en algunas rosas rezagadas de color rosado en un arbusto de hojas verde grisáceo. Arrancó una, y cuando encontró a Sophie al otro lado de un brezo, se acercó a ella y se la puso en el cabello.

Ella se volvió del mismo color que la flor.

Él se quedó cautivado por la transparencia -la sinceridad, como lo llamó para sí- de su reacción. Era consecuencia de vivir en las proximidades de la naturaleza. A los pies de Sophie había una cesta con un rollo de cordel y un cuchillo de hoja delgada y curva; a su lado, en una palangana de agua, varias ramitas verdes.

– Qué afortunada es -dijo él- por trabajar al aire libre, en compañía de los pájaros… Siempre he querido ser jardinero.

– Bueno -dijo ella con incredulidad-, ¿lo ha probado alguna vez?

– He paseado a menudo por jardines.

Ella se irguió para descansar la espalda. Se inclinó una vez más sobre un macizo de plantas jóvenes, dispuestas en hileras, y él se acuclilló a su lado.

– ¿Es un rosal?

– Un rizoma crecido a partir de unos esquejes de brezo que saqué de los setos hace dos inviernos. Estoy injertando un rosal en él. -Ella hizo un corte en forma de T en el tallo del brezo a un par de centímetros del suelo, empuñando con despreocupada precisión el cuchillo de aspecto letal. A continuación utilizó otro cuchillo, de hoja redondeada y embotada, para sujetar hacia atrás los dos pliegues de corteza en la intersección de los cortes.

Al verle alargar la mano hacia la palangana, él le pasó una de las ramitas. Inclinando la cabeza en señal de agradecimiento, ella cortó un trocito, empezando justo por encima de una yema y terminando justo debajo.

– Mire. -Con el aliento desplazó el pequeño fragmento verde que hacía equilibrios sobre la hoja de su cuchillo. Le dio la vuelta con cuidado y le mostró el diminuto trozo de madera más clara del otro lado-. Esto hay que quitarlo.

Él siguió observando fascinado cómo ella arrancaba el trozo de madera más clara dejando intacto el escudo de corteza que lo rodeaba.

– Y ahora se introduce la yema en el espacio dejado por los dos trozos de corteza en el rizoma, así -él estiró el cuello para verlo-, y se ata con el cordel.

– Deje que la ayude.

Sus manos se rozaron.

– Con firmeza -dijo ella-, pero no demasiado fuerte.

La pequeña yema quedó sujeta, y él se desplomó en la hierba.

– Qué trabajo más agotador.

Sophie cortó el extremo de cordel que colgaba y se irguió sonriendo.

– Es fácil con la práctica. Y el método más seguro de reproducción. Tendré dos docenas de plantas nuevas en primavera.

– ¿Es muy bonito ese rosal? -Él observaba el rostro de Sophie. Cuando sonreía, el molde de sus facciones, serio por naturaleza, se rompía y se la veía… casi guapa, pensó.

– Venga a verlo -respondió ella.

Lo condujo por unos senderos y allí estaba: un pequeño arbusto de tallo liso, hojas ovaladas y oscuras, ligeramente brillantes, y abundantes flores rojas. Era un espectáculo precioso -las flores color cereza, las hojas verde intenso- y así se lo dijo. Sin embargo, por la forma en que ella bajó la mirada, se dio cuenta de que la había decepcionado.

– ¿Es muy poco común? -aventuró, deseando complacerla.

– Para ser alguien que ama la naturaleza no sabe mucho de ella, ¿no? -Él giró sobre los talones, sobresaltado. Mathilde, emergiendo de detrás de un matorral, sonreía para sí. Se había inventado un juego que llamaba Salvajes y que consistía en desplazarse por el jardín sin ser vista. Se le daba muy bien-. Los rosales no suelen florecer a finales de verano. Este viene de China, de los semilleros de Fati, cerca de Cantón. Sophie dio a Ri-naldi el brazalete de plata de mamá a cambio del rosal, pero padre y Claire no deben enterarse.

– ¡Matty!

– Pero hay otras rosas -objetó él-, como la que tiene Sophie en el pelo.

– Una quatre-saisons -replicó Mathilde con altivez-, también conocida como Damasco de Otoño. Una excepción a la regla. Suele tener una segunda floración, pero no puede contarse con ella. -Y añadió con tardía lealtad-: Aunque las de Sophie nunca fallan. Rinaldi dice que podría plantar una col y saldría una rosa de ella.

– ¿Rinaldi…?

– El buhonero que me vendió el rosal rojo. Pero de joven fue marinero. En su último viaje, hace muchos años ya, llegó hasta China, donde vio rosales como este, cientos de ellos, creciendo en macetas. En los climas cálidos florecen todo el año. -En la voz de Sophie había una nota soñadora-. Rinaldi comprendió el valor que tenía un rosal que florece continuamente y compró todos los que pudo.

– Los trajo aquí plantados en tazas de té -intervino Mathilde-, tan pequeños eran.

– La mayoría de las plantas no sobrevivieron el viaje, y vendió las que sí lo hicieron. Pero se guardó dos arbustos, que plantó en una parcela que compró con el dinero que había ganado. Se proponía sentar la cabeza, tomar una mujer y criar hijos, tener una cabra y vivir el resto de sus días cultivando su huerto. Pero Rinaldi nació trotamundos. -Sophie se encogió de hombros-. Se cansó, naturalmente.

Stephen había cogido una de las flores rojas y la estaba oliendo.

– Lo primero que todo el mundo hace con una rosa es olerla -dijo Mathilde-. ¿Te has dado cuenta?

– Los niños poseen una mente tan increíblemente inquisidora… -dijo él con una amplia sonrisa.

– Eso no lo han dicho los niños, lo he dicho yo. Estoy sumamente adelantada para mi edad.

Stephen seguía sosteniendo la flor junto a su cara.

– Tenemos la música para entrenar el oído, el arte para entrenar la vista y educamos el paladar con manjares y vino. ¿No os parece que tenemos vergonzosamente abandonado el olfato?

– Tal vez por eso tienen en nosotros un efecto tan poderoso los olores -replicó Sophie-. No hemos sido educados fuera de nuestra respuesta instintiva a ellos.

– Es imposible describir una fragancia -dijo él-. Esta es delicada. Y distinta de la que esperaba. No huele como… como una rosa.

– Lo sé. -Sophie se sostuvo sobre un pie y frunció el entrecejo.

Stephen le puso una mano en el brazo. Ella bajó la vista hacia sus dedos, de grandes nudillos y largas articulaciones. Tenía un pequeño arañazo en la muñeca, entre el vello rubio.

– He venido a verla porque… en fin, mi tobillo está del todo curado, como sabe, y no quisiera seguir abusando de su amabilidad…

Se marcha, pensó Sophie, que había estado preparándose para ese momento. Ahora había llegado. Se sostuvo sobre el otro pie.

– … pero quería saber si puedo pasar unas semanas más con ustedes. Prometo no estorbar y hacer largos paseos con mi cuaderno de bocetos…

– Y un ángel, tal vez -dijo Mathilde, en voz muy baja, a una abeja.

Ese mirlo… ¿Había estado en la pared del patio todo el tiempo, silbando de ese modo?

6

A1 volver andando del pueblo por el frondoso sendero que llevaba a su casa, a Sophie le había salido al encuentro Mathilde.

– ¡Ha llegado! Pensé que estábamos a salvo otra semana.

– ¿Has encerrado a Brutus?

Vive la liberté.

Sophie apretó el paso.

En el patio había caballos, un carruaje, criados con librea. En el salón, Claire y Stephen se habían sentado lejos el uno del otro. Sophie advirtió que su hermana llevaba uno de sus vestidos más bonitos, de muselina con un estampado de ramitos de rosas; la clase de vestido que una esposa se pondría para recibir a un marido al que no ha visto en seis semanas. De haber sabido que iba a verlo.

Hubert se paseaba por la estancia, hablando y toqueteando cosas. El cabello le raleaba, pero había conservado su color; estaba tan orgulloso de su oscuro brillo que rara vez llevaba peluca. Sophie se había dicho a menudo que un hombre de tez encendida y cabello oscuro no podía evitar parecer enojado; infelizmente para su teoría, su cuñado siempre lo estaba.

– Qué inesperado placer. Pensábamos que la semana que viene… -Al inclinarse para besarlo, retrocedió ante su horrible aliento.

Todo -el pasearse, el toqueteo, el retroceder- era bastante habitual.

– No os habéis enterado de nada, naturalmente, aislados en este atrasado lugar. -La seguridad en sí mismo y las acusaciones eran endémicas en la conversación de Hubert-. Esos cretinos de París se han superado a sí mismos. Se han quedado toda la noche levantados en la Asamblea Nacional y han llegado a la conclusión de que su deber patriótico es suprimir todos los derechos feudales. Por supuesto, la mitad de esos diputados no tienen nada de su propiedad, lo que hace más vivo su deseo de rebajarnos a todos a su nivel.

La mirada de Stephen iba de Claire a Sophie; una explicación no habría estado de más. Hubert tenía la firme intención de proporcionarle una.

– Los privilegios de los que nuestras familias se han valido durante siglos. Sus legítimas fuentes de ingresos. -Empezó a enumerarlas con los dedos-: Los peajes y pontazgos, los censos, los derechos pagados por el uso del hogar, los impuestos sobre la venta de mercancías en ferias, el pago en especie, el pago en dinero. -Sus antepasados habían dado la vida por Francia, primogénito tras primogénito, durante generaciones. Se mordió el interior de la mejilla, abrumado por la injusticia de todo ello.

– ¿No se olvida de algunos de los privilegios más controvertidos, mi querido Monferrant? -preguntó Saint-Pierre desde el umbral. El primer año de matrimonio de Claire, en pro de la justicia, se había sentado a hacer una lista de las buenas cualidades de Hubert. Después de «tiene excelente mesa», reflexionó un rato y se le ocurrió «directo».

Hubert arremetió con la punta de la bota contra un trozo gastado de alfombra. Los hombres como su suegro estaban hundiendo el país. Una esposa hermosa y consciente de la diferencia de su rango era una cosa; el problema era la familia.

Saint-Pierre seleccionó una silla que pudiera acomodar su mole y se volvió hacia Stephen. Se llevó los dedos entrelazados al montículo de su tripa. Sus hijas se miraron con los ojos en blanco: su padre, el magistrado.

– Considere el caso del mainmorte: exige que el campesino obtenga el permiso de su señor para vender su propia tierra. También le prohíbe legarla a alguien que no sea un pariente directo que haya vivido bajo su techo. Y luego están los antiguos derechos de caza que permiten al aristócrata criar aves rapaces que comen a su antojo los cultivos de los campesinos. Cuando las cosechas son malas, como el año pasado, es lo que más resquemores suscita.

– Comprensiblemente -aventuró Stephen.

Hubert empezó a balancearse sobre los talones.

– Su comprensión de la situación deja mucho que desear. Esta primavera se han producido ataques a la propiedad por toda Francia. En mis propias fincas han matado brutalmente conejos y faisanes, incendiado cobertizos y conducido al ganado por los cultivos. A uno de mis guardabosques lo golpearon con una barra de hierro y se salvó de milagro. -Miró a Stephen con desagrado: un extranjero con opiniones-: Supongo que se parece a la barbarie del Nuevo Mundo, pero le aseguro que aquí tenemos una actitud muy distinta.

– Comprender no es lo mismo que disculpar -replicó Stephen. Le habría gustado que Claire reconociera su coraje con un gesto, pero tenía la mirada clavada en la chimenea vacía-. Naturalmente, nadie tiene derecho a realizar tales actos de violencia con impunidad.

– La impunidad no hace al caso -precisó Saint-Pierre con suavidad-. Mi yerno hizo colgar a los cabecillas tras un juicio sumario.

– Si no hubiera actuado con decisión nos habrían cortado el cuello en nuestros propios lechos. Que es el peligro que estamos corriendo ahora… y esos petimetres de París animan a nuestros asesinos a continuar.

– Mi querido Monferrant, está confundiendo la causa con el efecto. Las revueltas de primavera las provocaron ciertos elementos de la aristocracia que insistieron en la rígida aplicación de sus derechos. La abolición del privilegio aristocrático debería ser recibida con satisfacción, no con más violencia.

– Se engaña al igual que los demás si cree que hemos visto el final. Mañana por la mañana acompañaré a mi mujer y mi hijo de nuevo a Toulouse. Ya hay bandas de delincuentes en libertad, asesinando y saqueando todo a su paso. Hoy día el campo es tan peligroso como París… hasta para los que viven como campesinos. -Hubert se balanceaba, sonriéndoles a todos. Se puso de puntillas y cacareó, y se sirvió más armagnac.

En el silencio, el tictac del reloj dorado de la repisa de la chimenea resultaba insoportable. Nunca daba la hora correctamente sino a impulsos impredecibles, tan pronto varias veces en una hora como ni una sola durante días; había pertenecido a Marguerite, de modo que Saint-Pierre le daba cuerda con ternura y no quería oír hablar de tirarlo. ¿Desde cuándo el amor estaba supeditado a la utilidad?

Cuando el magistrado habló, se dirigió de nuevo a Stephen.

– La causa feudal no es un asunto que el marqués se tome a la ligera. Hace dos años contrató a un abogado para que investigara privilegios caídos en desuso hacía mucho. Verá usted, tenía la impresión de que París estaba haciendo demasiadas concesiones a advenedizos que exigían reformas, y se dijo que correspondía a personas como él resucitar las antiguas obligaciones antes de que desapareciera todo rastro de ellas.

»Pues bien, el abogado se pasó meses con la nariz metida en varios archivos y cobró un dineral por las molestias. Y ¿sabe qué descubrió? Nada menos que Monferrant, aquí presente, poseía el derecho inalienable de salir a cazar con sus campesinos en invierno y, una vez en los bosques, instarlos a hacer de vientre para poder así calentarse los pies con su inmundicia.

La risa de Stephen se oyó en la cocina, donde Mathilde y Brutus habían buscado consuelo en el pan de jengibre. Sophie no pudo evitar sonreír. Claire miró por la ventana, impertérrita.

– El derecho a calentarse los pies. Es una lástima, Monferrant, que haya desaparecido para siempre el derecho a calentarse los pies.

7

1.

¿Cómo pudo casarse con él? Es poco atractivo en todos los sentidos. Y viejo… debe de tener por lo menos treinta y cinco años. Es rico y tiene títulos, por supuesto, pero ella me ha dado a entender que estas cosas cuentan tan poco para ella como para mí.

¿Podría ser por sus hermanas? Tal vez los contactos que él tiene le permitan concertarles matrimonios adecuados… y salta a la vista que Sophie ya no es ninguna jovencita y necesita un marido. Sí, eso sería muy propio de ella, haber sacrificado su propia felicidad a la de sus hermanas.

Está claro que a un hombre así jamás podría interesarle el arte.


2.

Nadie me ha mirado nunca como él mira a Claire.

Pero ella es guapa. No hay comparación posible.

Me pregunto si se quedará después de que ellos se marchen a Toulouse. Le iría bien a Matty. Le hace reír y eso es bueno para ella, porque es demasiado seria para su edad. Hay en él una ligereza de espíritu de la que nosotros carecemos.

Es joven, por supuesto, aún no ha cumplido los veintidós años. Seis meses enteros menos que yo.

Debería peinarme de esa manera que me enseñó Claire.


3.

En el lado de la cabeza, justo debajo de las orejas… allí es donde mejor huele. Un olor cálido, como a pan recién hecho.

Cuando ha estado en el río huele diferente, como a barro. Pero al cabo de unas horas vuelve su olor. Y sus patas siempre huelen a hierba… hasta por las mañanas, después de haber pasado toda la noche dentro de casa.

Solo muerde a la gente que no le gusta cómo huele, y no le parece justo que le castiguen por ello.

No le gusta cómo huele Hubert. ¿A quién le gusta?

8

Aquella mañana el cielo sobre Castelnau estaba cubierto de nubes color crema iluminadas a lo largo de los pliegues como satén arrugado. Joseph cruzó la calle para saludar a Sophie, alzando el sombrero, y advirtió que durante varios segundos ella lo miraba sin reconocerlo.

Y él que apenas había pensado en nada más desde que la había conocido.

Se quitó los anteojos para limpiarlos, pero se acordó a tiempo de que su pañuelo no estaba del todo presentable. Ella sonrió y alargó la mano.

– Doctor Morel, buenos días.

– Confío en que el caballero estadounidense, ¿el señor Fletcher?, esté totalmente recuperado. -Procurando no quedarse mirándola, tratando de no reparar en que su cabello era castaño claro y moreno, más otro color intermedio entre ambos.

– Oh, sí, gracias. Fue una suerte que se encontrara en la granja de los Coste. Estoy segura de que la prontitud de su respuesta ahorró al señor Fletcher muchas molestias. Le está… todos le estamos sumamente agradecidos.

– No hay de qué. -Arrastró sus largas y polvorientas botas-. Espero que el doctor Ducroix tuviera ocasión de examinar personalmente al paciente.

– Sí, confirmó su diagnóstico y volvió a la semana siguiente para observar los progresos del señor Fletcher. Pero no había motivos para preocuparse… el tobillo sanó rápidamente.

– Bien, bien. -Buscaba la manera de prolongar el encuentro-. Excelente noticia. -Debe de pensar que estoy loco-. ¿Y… y está disfrutando el señor Fletcher de su estancia en nuestro país?

¿De dónde salían estas tonterías?

– Regresó con sus primos de Burdeos hace unas semanas. Ahora estará en París.

Bien, bien. Excelente noticia. El estadounidense era exactamente la clase de idiota encantador que las mujeres encontraban irresistible.

– París -dijo-, allí es donde deberíamos estar todos.

Ella volvió a sonreír.

– Entonces usted no es distinto de los demás jóvenes.

¿Se burlaba de él? Eso sería una buena señal, una señal excelente.

– ¿Y a usted? -preguntó con osadía-. ¿No le gustaría estar allí, donde se hace la historia?

– Eso suena muy serio.

– ¿No se toma en serio lo que está ocurriendo? -Él movió la cabeza y la luz destelló en sus anteojos.

– No era mi intención… -Ella apoyó el peso de su cuerpo en el otro pie y se dio cuenta de que él la había desconcertado-. Ahora se pensará usted que soy frívola y conservadora, como se supone que son las jóvenes damas bien educadas. La historia… la veo como algo distante y aburrido, imposible de desentrañar, como la filosofía alemana. Consecuencia de mis textos escolares, tal vez. O más probablemente, de mis aptitudes como escolar. Siempre he preferido las novelas.

Él oyó «aburrido», «imposible», «alemana». Palabras terribles.

– Pero es precisamente una cuestión de imaginación -dijo-. De ser el primero en evocar el mundo de manera diferente. -Se maldijo a sí mismo mientras hablaba, por ser un estúpido pomposo. Urgía poner inmediato fin a esa conversación-. Me dirigía a ver a un pariente, de modo que… -Alargó una mano.

– Debe pasarse por Montsignac cuando le sea posible. Sé que complacería a mi padre.

– Me encantaría… Bien, bien…

Con la lengua contra el paladar, observó cómo ella se alejaba. No teniendo, en realidad, nada que hacer, Joseph acabó merodeando por los muelles. Los meses de febrero y octubre señalaban la temporada alta del río, cuando los comerciantes enviaban sus mercancías corriente abajo hasta el Garona, y de ahí a Burdeos, y era tal la abundancia de embarcaciones que se podía cruzar a la otra orilla saltando de una a otra. Ya en septiembre, los muelles eran un hormiguero de estibadores descargando rollos de telas y fardos de pieles de carretas, y llevándolos a bordo de barcos colocados en doble o triple fila a lo largo de las orillas.

Unos oficinistas con sombreros de copa atendían con excesivo celo sus libros de cuentas. Un barquero cerró el paso a dos niños que conducían un caballo de tiro soltando de vez en cuando ingeniosas maldiciones.

Joseph subió las escaleras que llevaban a la relativa tranquilidad del único puente de Castelnau. Este comunicaba el centro respetable de la ciudad, donde se había encontrado con Sophie, con su barrio natal de Lacapelle. Sus apiñadas casas de madera albergaban a los pobres: obreros que fabricaban los tejidos que habían dado fama a Castelnau, barqueros, estibadores, toneleros y carpinteros relacionados con el comercio del río, y los marginados de siempre: buhoneros, mozos de cuadra, ladrones, viudas, los viejos, los desesperados, chatarreros y escarbadores de todo tipo. Desde que había regresado a la ciudad ese verano se había alojado en la orilla derecha, a la que en otro tiempo pocas veces había tenido motivos para dirigirse.

Pensó en el río como un vínculo entre las dos mitades de su vida, una encarnación de ladrillo y argamasa del cambio que había experimentado. Su madre había lavado la ropa sucia de las imponentes casas que daban al río en el lado noble de la ciudad. En esas mansiones vivían los ricos comerciantes de harina y tejidos de Castelnau, como el clan Nicolet, que monopolizaba la fabricación de un resistente tejido de algodón con el sello real que vestía a todo el ejército francés. El padre de Joseph había cardado algodón en el taller de los Nicolet de Castelnau, que empleaba a más de trescientas personas, sin contar los tejedores; casi todo el tejido era hecho por las mujeres y los niños en el campo, donde las regulaciones del gremio eran difíciles cuando no imposibles de cumplir.

Joseph tenía siete años cuando la tragedia se abatió sobre los Nicolet. Robert Nicolet, único heredero de la inmensa fortuna familiar, se ahogó en un accidente de barco junto con sus dos hijos menores. Una noche de luna, poco tiempo después, su esposa se puso su traje de novia y se tiró del puente. La encontraron al día siguiente en el recodo del río, entre las rocas y las raíces de un sauce llorón, con un casquete de hojas amarillas pegado al cabello.

El anciano señor Nicolet empezó a vagar por su mansión con una bata de seda azul, abriendo puertas al azar, recorriendo tambaleante pasillos de cuya existencia nunca había sabido. A veces hablaba en voz alta, palabras o frases inconexas que no requerían respuesta. En esta condición se encontró con Joseph, que jugaba con una caja de cigarros vacía en el frío suelo de la trascocina. Su madre, que había estado chismorreando con una doncella, balbuceó excusas y se apresuró a coger a su hijo en brazos y quitarlo de en medio. Pero el anciano caballero se detuvo y bajó la vista hacia la asustada cara del niño; no dijo nada, pero alargó una mano cubierta de manchas de la edad y, con delicadeza, con la yema de los dedos, acarició la mejilla del niño.

Joseph no volvió a verlo y pronto olvidó el encuentro. Pero cuando el viejo empresario murió dieciocho meses después, se supo que su testamento disponía que el hijo de Jeanne Morel fuera enviado a la escuela. Con el tiempo, si el muchacho demostraba aptitudes, estudiaría «para médico, para que aprendiera así a aliviar el sufrimiento con que tan generosamente está dotado el mundo».

Desde que había regresado a Castelnau, Joseph había descubierto que a menudo sus pasos lo conducían al río. No hubiera sabido decir qué le había movido a regresar después de terminar sus estudios. Sus padres habían muerto y sus dos hermanas se habían casado y marchado; habría sido más fácil, y sin duda más prudente, permanecer en Montpellier y explotar los contactos hechos en la universidad. La decisión de regresar, tomada impulsivamente con la vaga intención de honrar a su benefactor, se cernía ahora sobre su hombro como un pájaro de mal agüero. La idea de que tal vez había cometido un error irrevocable era nueva y temible.

Al principio no había reconocido la sombría infelicidad que lo acompañaba a todas partes. ¿Cómo iba a sentirse solo cuando nunca lo había estado? En Montpellier siempre había alguien llamando a su puerta. Añoraba aquellas simpáticas noches de invierno compitiendo para ver quién bebía más en las tabernas, con la facilidad con que se traba amistad cuando la juventud y un esfuerzo común nivelan el accidentado paisaje de las diferencias. Echaba de menos la garrigue, las colinas que olían a hierba detrás de la ciudad, adonde tan a menudo había ido a pasear para aliviar la resaca; en una ocasión había encontrado una aldea en ruinas, abandonada a frágiles flores silvestres y pájaros cuyos diminutos cuerpos describían bucles, dando incansables puntadas al aire. Al entrar en habitaciones donde dominaba la enfermedad, al comer solo, al tratar de imponer un orden en la sucesión de sus días amorfos, anhelaba aquella vida que le sentaba como una camisa suavizada por el uso.

De pie en el puente, se preguntó si había regresado por lo que alcanzaba a ver desde ese lugar estratégico: el parapeto bajo sus pies, esa mansión que se caía a pedazos corriente arriba, el taller donde había trabajado su padre, los barcos de las lavanderas donde su madre había restregado la pesada mantelería de los Nicolet.

La gente necesitaba el pasado, pensó, y por un instante todo le pareció tan claro como el paisaje que se iluminaba de golpe a lo largo del río. Necesita saber de dónde viene.

Eso le trajo a la memoria lo que había dicho a Sophie acerca de la historia, y la vergüenza le embargó. Él solo era un médico, debería dejar las declaraciones a otros y limitarse a hablar de las cosas que sabía. «Para aliviar el sufrimiento con que tan generosamente está dotado el mundo.»

9

Frío y soleado tras una semana de lluvia.

Mathilde paseaba por un sendero donde gruesos escaramujos de flores naranjas se ensartaban como cuentas a través del seto. Brutus, corriendo delante de ella, miraba a menudo hacia atrás para observar su avance, o se detenía para hundir el morro en unos hongos marrones y planos. De pronto echó a correr y desapareció en un campo.

Por todas partes había pequeños caracoles de translúcidos caparazones amarillos. En un charco que cruzaba el camino vio reflejadas las hojas sobre su cabeza; lo cruzó empapándose las botas y los calcetines de algodón gris.

En París, la muchedumbre la seguía sin vacilar mientras ella la conducía sin miedo por las calles de una ciudad llena de casas altas, aún más altas y más suntuosas que las casas de Toulouse. Marchaban a la luz de las antorchas, cantando. Al llegar ante las intrincadas puertas de hierro, un hombre la sentó sobre sus hombros y ella se dirigió a la confusión de caras llenas de adoración: «¡Ciudadanos! Es nuestro deber patriótico liberar a estas almas desafortunadas sometidas a la tortura, víctimas de tiranías indescriptibles». Se llevó el puño al corazón. «Vive la liberté! Vive la France!» La multitud la aclamó y avanzó con decisión, valerosa bajo el traqueteo del fuego de los mosquetes. Los muros temblaron ante su violento ataque, los barrotes se fundieron ante el calor de su pasión. Los desdichados prisioneros, vestidos con harapos y grilletes todavía en los tobillos, se arrodillaron ante ella y le besaron la mano. A lo lejos vio… ¿podía ser la cabeza de Hubert clavada en una pica? Tarareando una melodía, saltó sobre surcos que le llegaban a la rodilla.

Brutus se materializó un poco más adelante con las patas en un estado lamentable.

Tomaron una curva donde crecía un manzano silvestre; allí, al otro lado del prado, se levantaba el palomar. Construido de piedras grises planas y medio cubierto de vigas de roble, seguía perteneciendo a la familia, aunque la tierra que lo rodeaba hacía tiempo que se había vendido. El colombine, es decir, las capas de excrementos que cubrían el suelo del palomar, enriquecía a los Saint-Pierre doblemente, fertilizando su menguante propiedad y llenándoles los bolsillos al venderlo a los campesinos, quienes tenían prohibido el privilegio aristocrático de criar palomas.

Mathilde estaba de cara al sol, de modo que cuando Brutus empezó a ladrar no vio nada. Pero al echar a correr hacia el sonido, distinguió la oscuridad en forma de arco donde colgaba la puerta de madera.

Casi pisó la primera paloma que yacía en el umbral. Había muchas más dentro, montoncitos de plumas inmóviles. Se quedó paralizada junto a la puerta, con los dedos de los pies doblados dentro de las botas. Algunos pájaros tenían el cuello retorcido, pero la mayoría habían sido degollados. Unas plumas pequeñísimas se levantaron con una corriente de aire, arremolinándose en un rayo de sol.

Brutus había sido engullido por las sombras. Lo oía corretear. Por lo demás, solo se oía a otros pájaros llamando desde los bosques.


Saint-Pierre sirvió a Sophie una copita de floc, el licor de la región hecho con una hierba.

– No nos hicieron nada en la primavera, cuando su cólera era aún mayor al no tener una salida legal. Es una forma de expresar su victoria: nos informan de que la balanza se ha inclinado por fin a su favor.

– ¿No crees que deberíamos preocuparnos?

– De ningún modo. No se llevaron los pájaros para comérselos, sino que nos los dejaron allí para que los encontráramos. Un gesto profundamente simbólico, ¿no te parece? Toma, querida -ofreciéndole el plato-, prueba estas excelentes nueces.

Por un instante, la cólera invadió a Sophie: No has preguntado ni una sola vez por Matty. Deja de comer y escucha.

– Por lo que me has dicho, también dejaron el colombine intacto -decía él-. Eso indica que son de la ciudad. Seguramente una pandilla de jóvenes de Castelnau en busca de diversión. -Examinando imparcial las pruebas, desapasionado, razonable.

A veces estoy a favor de la sinrazón, pensó Sophie.

Pero dijo, razonablemente:

– Jacques ha estado haciendo averiguaciones en el pueblo. Esa tarde de hace tres días, cuando dejó de llover, varias personas vieron a un grupo de mujeres forasteras armadas con estacas salir de los bosques y cruzar los campos en dirección al palomar. Cantaban y parecían, en palabras de Jacques, ebrias.

– Ahí lo tienes, entonces. En Castelnau no se habla más que de las mujeres del mercado que se amotinaron y obligaron a los reyes a abandonar Versalles y los acompañaron hasta París. Hemos de demostrar que estamos a la altura de los desafíos hechos por meros parisinos: este es el drama de la vida de provincias.

– Pierre Coste dijo a Jacques que las mujeres lo habían llamado ciudadano e invitado a que se uniera a ellas. Por supuesto, está ansioso por dejar claro que él no tuvo nada que ver con las palomas, de modo que según él eran veinte o treinta mujeres altas y con voz chillona que saltaba a la vista que no andaban en nada bueno. Otros sostienen que no eran más de doce, aunque todos coinciden en que eran bulliciosas y estaban furiosas.

– ¿Mujeres altas con voz potente? -Saint-Pierre partió nueces meditabundo-. Hace diez años hubo en Beaujolais un caso del que se habló mucho. Un grupo de hombres se engalanaron con sombreros y faldas blancas y largas que parecían atavío de mujer, y atacaron a los agrimensores que medían los campos de un nuevo terrateniente. Cuando se llevaron a cabo interrogatorios, tanto los hombres como las mujeres afirmaron no saber nada de lo ocurrido, insistiendo en que los agresores debían de haber sido duendecillos que bajaban de las montañas para hacer sus diabluras entre los humanos.

– Pero ¿por qué vestidos de mujeres?

Él se encogió de hombros.

– En muchas partes del país, todo el peso de la ley recae sobre los hombres.

Ella habló despacio, considerando sus palabras.

– Es el simbolismo lo que no me gusta. También nos convierte en símbolos.

Pero Saint-Pierre había apurado su segunda copa de Zocy su interés se había desplazado a otra parte.

– ¿No se está retrasando Berthe con la comida? ¿Acaso hemos de alimentarnos de nueces?

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