1793

1

E1 hospital había sido construido en el siglo XIV para albergar a las víctimas de la peste bubónica. Siempre había acogido a los indigentes y sin hogar. Naturalmente. ¿Por qué morir en un hospital si podías permitirte hacerlo en casa? Nadie, ni paciente ni médico, había tenido la menor esperanza de cura.

Se había fijado una triste mañana de enero para que el nuevo subdirector realizara su visita de inspección. El edificio principal estaba compuesto por tres largas salas construidas alrededor de los tres lados de un rectángulo que había sido el jardín; antiguos senderos de ladrillo dividían lo que ahora era una zona baldía de cristales rotos, escombros y lánguidas malas hierbas. Alrededor de ese espacio abierto había un pasillo cubierto, y en el cuarto lado estaban el dispensario, la clínica para pacientes externos, el depósito de cadáveres y demás. En otros edificios exteriores se hallaban las cocinas, un refectorio, la lavandería, el almacén de leña. A un lado del patio principal, cerca de la verja, había una capilla (en desuso).

Habían colocado un segundo escritorio en una esquina bastante oscura de la oficina del director, contigua al dispensario. El doctor Ducroix confiaba en que Morel no tuviera inconveniente en compartir la oficina. Estaba lejos de ser lo ideal, por supuesto, pero andaban muy escasos de espacio.

– En absoluto. -Joseph estaba deseoso de complacer, no queriendo que el resentimiento por su nombramiento interfiera en la ejecución de sus planes. Aunque en las maneras de Ducroix no se detectaba resentimiento alguno: su enhorabuena parecía sincera, su acogida enteramente cordial. Un tipo agradable, Ducroix, y bastante competente. Pero ¡energía!, ¡entusiasmo! Un hombre necesitaba sin duda estas cualidades para obtener resultados, pensó Joseph, limpiándose los anteojos mientras el director se explayaba sobre las disposiciones para una cena que la junta directiva del hospital iba a dar en honor del nuevo miembro.

Por fin se encaminaron a la primera sala.

– Dígame, Morel, ¿cuándo fue la última vez que nos visitó? Las salas, quiero decir.

– Hará nueve meses.

Ducroix abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarle pasar.

La sala había sido diseñada para veinticuatro camas, y dos pacientes por cama era el poco higiénico criterio habitual. En esos momentos la ocupaban unas ochenta o noventa pacientes; sentados contra las paredes, o tumbados en el suelo en fardos de telas y sacos de paja, o sobre las mismas baldosas. Aquí y allá, telas de saco colgadas de cuerdas servían de particiones improvisadas. Cinco o seis niños mugrientos se perseguían, abriéndose paso entre los pacientes con loable agilidad mientras eran pródigamente maldecidos. Un perro con una cola en forma de signo de interrogación se acercó a los recién llegados y les olisqueó las botas.

Cerca, una mujer gemía; Joseph levantó una grasienta esquina de una tela de saco y dejó a la vista a una pareja copulando. Al retroceder de un salto, volcó un bacín. El perro se acercó trotando, meneando la cola, para investigar el contenido.

– Como le decía, andamos algo justos de espacio -murmuró Ducroix.


En la oficina del director, Joseph aceptó un vaso del armagnac del director y se secó la frente.

– No está tan mal cuando hace buen tiempo. -El tono de Ducroix era de disculpa-. Muchos acampan en el jardín. Una escena bastante alegre en ocasiones.

– Pero la situación es imposible. No tenía ni idea de que las condiciones se hubieran deteriorado hasta ese extremo. ¿Y dice que la guerra…?

Ducroix se encogió de hombros.

– Es una de las razones del hacinamiento. Ya ha visto a los soldados. Bueno, sería más exacto llamarlos mendigos, pobres diablos, sus días de combate han terminado para siempre. Por cierto, ¿se ha fijado en la madre Clothilde? En la segunda sala, tomando el pulso a ese hombre.

Joseph recordó a la anciana vestida de marrón a quien había tomado por pariente del paciente.

– ¿Esa era la madre Clothilde? No la he reconocido.

– Cuando disolvieron la orden, regresó con su familia. Es bastante rica, ¿sabe? Hizo dinero con la construcción de barcos. Pero ella volvió al cabo de unas semanas; me dijo que echaba de menos a sus pacientes y pidió seguir trabajando aquí como voluntaria laica. Tres de sus monjas han hecho lo mismo. Son ellas las que mantienen todo en marcha.

– Había previsto que las salas tuvieran distintas funciones: dos médicas, una para cirugía.

– Eso sería lo ideal.

– Y nuevos edificios, tipo pabellón, para permitir una buena ventilación.

– Sí, creo que todavía tengo los planos que dibujó.

– Pero…

– Pero no hay dinero, por supuesto. Nunca se ha esperado que los fondos municipales que recibimos cubran los costos, y hace tiempo que se agotaron las donaciones a las Hermanas de la Caridad. Aunque la madre Clothilde sigue presionando en ciertos ámbitos (una mujer notable, Morel, y no tiene ningún escrúpulo en prometer la salvación eterna a cambio de un legado) y de vez en cuando recibimos algún regalo, a duras penas bastan para cubrir nuestras necesidades. Dos veces a la semana las hermanas salen a mendigar comida.

Joseph se sentó ante el escritorio del director y ocultó la cabeza entre las manos.

– ¡Y todos esos bebés!

– El índice de natalidad siempre aumenta cuando hay una guerra… hay que atender a los soldados. Tenemos un promedio de dos niños expósitos a la semana. Solían dejarlos fuera de las iglesias; ahora los encuentran fuera del ayuntamiento. El progreso, supongo. -Ducroix dejó el vaso en la mesa-. Por fortuna, la mayoría de ellos no sobreviven.

Joseph se recobró.

– Debo…, debemos tomar medidas. El primer paso es separar a los enfermos de los indigentes. -Cogió una hoja y empezó a tomar notas-. Precisamos fondos para albergar a los veteranos en otra parte y costear su mantenimiento. Lo trataré con las autoridades inmediatamente.

– Hemos estado rechazando los casos de fiebres, o deshaciéndonos de ellos si se daban aquí. No hay nada como la fiebre para extenderse de los enfermos a los sanos y matarlos a todos.

– Tenía pensado reservar una de las salas médicas para los casos de fiebre, pero no podemos permitirnos el espacio. -Joseph garabateó con furia-. Una sala para fiebres. ¿No podríamos transformar la clínica para eso?

– ¿Y qué sería de los pacientes externos?

– Ya improvisaremos algo para ellos en la capilla. No me mire así, solo es un edificio. Necesitará un par de cambios, eso es todo… no puede costar mucho.

El director arqueó las cejas.

– Ventilación -continuó Joseph-. Si no podemos tener nuevos edificios, debemos tener ventanas… ventanas que se abran, en todas las salas. Siempre he dicho que esos paneles fijos en lo alto de las paredes no sirven de nada. El tufo es indescriptible. ¿Conoce mis opiniones sobre el efluvio?

– Con cierto detalle.

– Practicaremos varias ventanas… No veo que eso vaya a arruinar el tesoro municipal. Lo trataré enseguida con Ricard.

– Ah, nuestro nuevo alcalde. Bueno, difícilmente puede mostrar menos interés que su predecesor en nuestros problemas.

Joseph dejó de escribir.

– Debemos dar ejemplo. -Se quitó los anteojos y los agitó en la cara de Ducroix-. Como sabe, mi cargo supone un estipendio considerable: pediré que el dinero sea desviado al hospital.

Hubo una larga pausa. El subdirector miró expectante al director, que miró con ojos soñadores un grabado que mostraba a un lord corriendo desnudo por las calles de una ciudad asolada por la peste, con un plato de azufre ardiendo en la cabeza.

Finalmente dio un pequeño respingo y sacó el reloj del bolsillo.

– Lo que me temía: ya casi son y media. ¿Adonde se va el tiempo? Bien, Morel, ha sido de lo más instructivo y espero saber más de usted. Pero me temo que ahora debo excusarme… -Se levantó y le tendió la mano-. No le parecerá tan mal -añadió con tono tranquilizador- cuando se haya acostumbrado a esto.

Joseph buscó en vano una forma educada de decir que eso era exactamente lo que se temía.

2

– El artista -explicó Stephen atusándose sin arte alguno los cabellos- es en el fondo una persona solitaria. A fin de describir con sutileza y perspicacia la sociedad debe permanecer aislado de ella, como el médico guarda las distancias con sus pacientes para observar mejor sus síntomas.

El público parecía abatido.

– Este distanciamiento interior no debe confundirse con una renuncia a la vida propiamente dicha. Al contrario, el artista debe sumergirse en la confusión del mundo, zambullirse en sus profundidades y permitir que sus corrientes lo lleven a donde quieran si su obra ha de encender una chispa en el alma de su prójimo, hablarle al corazón con pasión.

El público se animó.

Era un mes de febrero frío. El hielo cubría ramitas, asía barandillas, apresaba fuentes. Decían que en los campos los pájaros caían del cielo, congelados en mitad de vuelo; que si seguía así se helaría el mismo río.

Dadas las circunstancias, la asistencia a la conferencia de Stephen en la Sociedad para la Apreciación del Arte era halagadoramente considerable.

– Míralas -susurró Claire-, mira a esas ancianas de triple papada y a sus hijas adornadas con diamantes.

Saltaba a la vista que la apreciación del arte se manifestaba sobre todo entre la población femenina de Castelnau.

– Rechaza sus invitaciones, da clases a unos pocos alumnos selectos y se pasa la mitad del tiempo en Montsignac. El distanciamiento del artista… es irresistible -replicó Sophie.

Una señora que sostenía un perrito contra su generoso pecho se volvió y las hizo callar con brusquedad.

– Los inspiradores cambios que han sacudido este país han abierto el camino del arte en direcciones totalmente nuevas. En lo que se refiere a la evolución de mi propia obra, he abandonado la esterilidad del clasicismo por un estilo que trata de expresar la emoción en el color, la textura y la elección del tema. ¿Qué precisamos, la estética anticuada que aconseja el respeto y la veneración al pasado, o la revolucionaria, que nos apremia a abrazar asombrados y embelesados el futuro?

Los murmullos entusiastas revelaron el triunfo del asombro y el embeleso.

Sophie cerró los ojos para observar mejor sus síntomas. Me besó el 9 de junio del año 1792. Ahora tengo ocho meses más, y si volviera a hacerlo mañana, estoy segura de que separaría los labios y le cogería la mano y se la pondría en…

– Sophie, ¿estás bien? Tu respiración es irregular.

– El paisajismo ha sido tradicionalmente considerado un género inferior. La opinión conservadora sostiene que el mundo antiguo es el único tema apropiado para el arte serio: ganamos estatura, y somos iluminados y ennoblecidos mediante la contemplación de héroes y hechos heroicos. Según los tradicionalistas, un paisaje, por mucho que recree la vista, no es un tema edificante. -Llegado a este punto, Stephen buscó la mirada castaña y sin pestañear de una joven asombrosamente hermosa sentada en la primera fila y centró en ella su atención-. Pero al enfrentarnos a las sublimes armonías de la naturaleza, ¿acaso no nos vemos impulsados hacia la nobleza? La belleza simple y sin afectación del mundo natural ¿no provoca en el pecho del hombre un anhelo proporcional de bondad y verdad?

La joven de la primera fila se ruborizó, bajó la mirada y mitigó sus emociones dando una patadita al teniente que había logrado sentarse a su lado a fuerza de crueles pisotones. Este interpretó el gesto como una señal auspiciosa y se puso de inmediato a componer mentalmente una declaración amorosa.


Se sirvieron refrescos en la sala contigua, en cuyas paredes de paneles grises colgaban ejemplos representativos de la obra del artista. El artista en persona, atentamente escuchado por sus más resueltos admiradores, iba de lienzo en lienzo hablando del «color puro» y el «simbolismo pictórico».

Claire saludó a conocidos sin perder de vista el avance de Stephen. Sophie contempló los cuadros.

Una serie de paisajes de montaña mostraban tormentas rugiendo en cielos purpúreos y tristes hojas arremolinándose en extensiones de colores rotos. Un lago rizado de crestas blancas retrocedía hasta unos picos nevados, y por encima de una cascada y un castillo en ruinas se elevaban unas rocas escarpadas.

– Lo sublime es muy distinto de lo bello -advirtió Stephen. Nadie le llevó la contraria.

Una naturaleza muerta mostraba un jarrón de peltre, una copa llena a medias de vino y unas velas que se reflejaban en un espejo. Otro mostraba un recipiente lleno de rosas. Sophie se acercó más a ellas, frunciendo el entrecejo: esos pétalos color ciruela que se volvían carmesí solo podían ser de la rose des Maures. La forma de las flores resistió su inspección; pero, en su opinión, Stephen no había logrado plasmar el delicado e intenso tono de los capullos a medio abrir.

Había toda una pared de cuadros y bocetos del paisaje que rodeaba Montsignac. Sophie vio un campo de cebada, un camino por el que un niño llevaba a un grupo de gansos, los tejados marrón rojizo del pueblo amontonándose a través de un hueco entre los árboles. Un claro en un bosque otoñal. Un molino de agua, un puente, el río de color verde. Un sendero sobre el que se entrelazaban las ramas de frondosos olmos. Luz plateada, ramas peladas, un barco, un pescador con una chaqueta azul y una cesta a su lado. La gente se detenía frente a esos cuadros en doble y triple hilera, apartándose a codazos para dejar claro que el Arte no podía engañarlos. «Ese lugar de las hayas, donde el arroyo se junta con el río… pasamos por delante para ir a casa de tu madre.» «Ese prado de allá, con la puerta colgando de un gozne, seguro que es de mi tío, lo reconocería donde fuera.»

El teniente escuchaba y hacía crujir los nudillos en señal de desesperación. La chica guapa no había mirado ni una sola vez en su dirección después de la conferencia, y ahora la entreveía en medio del grupo que rodeaba al extranjero. A regañadientes, volvió su atención a los lienzos más próximos.

– Basura verde -comentó sombrío a la joven alta que estaba a su lado.

Al presidente de la sociedad, un financiero de nariz aguileña especializado en naturalezas muertas de perdices muertas, no le faltaba coraje. Había vacilado a la hora de aceptar la obra que estaba suscitando comentarios en el fondo de la sala. Pero Fletcher se había mostrado encantador y persuasivo, y para cuando se hubieron acabado la primera licorera y buena parte de la segunda, el financiero había experimentado en las venas un chisporroteo de insurrección: ¡maldita sea, eran artistas! De modo que habían colgado el cuadro… en la esquina donde con más mezquindad caía lo que quedaba de luz de la tarde. Pero aun así.

Mostraba un interior: exiguo, sucio, inadecuado, iluminado solo por el fuego de la chimenea. A un lado de esta había un violinista con la cara en la penumbra, al igual que casi toda la habitación. En primer plano, donde la luz volvía rosa y dorada la piel, una mujer amamantaba a un niño. A sus pies jugaba un golfillo, peleándose por un hueso con un perro feo y de aspecto feroz. Predominaban los marrones y negros, con algún que otro alarido de color, dos veces más estridente por la oscuridad que lo rodeaba: un pañuelo amarillo, una blusa verde esmeralda.

La señora pechugona dijo que el cuadro le provocaba náuseas, y dejó el perro en los sobresaltados brazos del teniente antes de empezar con los vapores. El perrito no dejó de ladrar malhumorado todo el tiempo que estuvieron reanimando a su ama con un abanico y agua de colonia, deteniéndose solo para que vomitara su almuerzo -pechuga de pato picada con puré de castaña- en una charretera trenzada de dorado.

– ¡Es tan provinciano! -susurró Claire-. Hoy día todo el mundo enseña los pechos en los cuadros. Simbolizan la eterna fecundidad de la Naturaleza. Algo perfectamente respetable.

La esposa del presidente comentaba que no atinaba a comprender por qué iban todos en harapos. Sabía que los Saint-Pierre andaban justos de dinero, pero no podían haber llegado a tanto.

– La verdad -dijo Claire-, creo que algunas personas nunca han oído hablar de la imaginación.

El artista y su corro, intuyendo que ocurría algo, se encaminaban hacia la conmoción. Con encomiable presencia de ánimo, el presidente situó a su esposa frente al lienzo -su amplio contorno fue un golpe de suerte-, le dio instrucciones de que no se moviera bajo ningún concepto y, cogiendo a Stephen del brazo, lo llevó en sentido contrario, dándole las gracias por sus palabras profundamente iluminadoras y felicitándole por el éxito de la exposición. Pero ahora debían pensar en volver a casa, el tiempo, ya se sabe, y estaba seguro de que todo el mundo necesitaba tiempo y… soledad, para asimilar tanta originalidad. Satisfecho, aunque algo sorprendido, Stephen se encontró estrechando la mano presidencial mientras un lacayo lo esperaba con su abrigo listo.

La chica guapa había estado susurrando algo a su madre, quien se adelantó para invitarlos a todos a su salón. Vivía a un par de calles, y si el señor Fletcher consentía en continuar con su explicación del Arte… Temía no haber asimilado todo lo que había dicho, pero su hija hacía maravillas con vainas.

Sophie, de espaldas a la habitación, observó cómo la luz del día se refugiaba detrás de los tejados.

En algún recoveco umbrío de su mente siempre lo había sabido. Vamos, si la otra semana ella misma había comentado lo rubia que era la niña. Y luego la atención que le prestaba Stephen, cómo estaba siempre allí, dando vueltas alrededor del bebé, volviendo la cabeza en cuanto lloraba. Lo atribuí a algo que él había leído de Rousseau, pensó Sophie, apoyando la frente en el frío cristal: cuando alguien es sincero todo el tiempo, ¿cómo se sabe cuándo habla en serio?

Cuando apartó la mano, advirtió que la manija de la ventana le había dejado una pequeña marca roja en la palma. Lo único que había sentido era una jaula ósea cerrándose en torno a su corazón.

3

Y entonces, inesperadamente, llegó el deshielo, y lo peor del invierno se derritió en cuestión de unos días. Siguieron dos semanas de lluvia, violentos aguaceros a todas horas que sorprendían invariablemente a Stephen fuera de casa y desprevenido, las heladas gotas bajándole vengativas por el cuello, calles enteras desapareciendo en la lejanía, la perspectiva disolviéndose en la lluvia.

En el café, empujado por los otros hombres que lo abarrotaban, captó un destello de luz en unas lentes. Sirviéndose de su altura y de los codos, se abrió paso hasta la mesa donde estaba sentado el médico, encorvado sobre un vaso; la idea de que alguien prefiriera beber solo únicamente se le hubiera ocurrido a Stephen, de ocurrírsele, en firme conjunción con gente de una clase muy distinta.

Morel lo saludó sin entusiasmo; claro que era un tipo raro, brusco y torpe, aunque de buen corazón, pero, sin embargo, Stephen comprendía a qué se refería Claire cuando decía que le costaba tratarlo aun gozando de perfecta salud. Pero Morel se animó cuando Stephen pidió una botella de vino y llenó los dos vasos.

– Un tiempo de perros.

– ¿Bueno para el negocio?

– Mueren durante todo el año.

– ¿Cómo lo soporta?

– Tiene sus buenos momentos, no crea.

– Sophie dice que ahora que hemos perdido la fe en la religión, la medicina es la única depositarla de nuestras esperanzas irracionales.

– ¿De veras dice eso?

– Alegremente.

– Debe dejarlo sin ganas de nada.

– ¿La ve mucho?

– ¿A quién? ¿A Sophie? Bueno, casi cada día. ¿Por qué lo pregunta?

– Por nada. -Morel volvió a llenar los vasos-. Ducroix me dice que su hermana no ha estado bien.

– No. -Había un charquito de vino oscuro cerca del vaso. Stephen mojó el dedo índice y empezó a dibujar en la mesa-. No fue un parto fácil. Todavía no ha recuperado las fuerzas. -Una flor de cinco pétalos, un triángulo isósceles-. Es mucho menos robusta que sus hermanas.

– Las delicadas son las más resistentes. Lo he visto muchas veces.

– ¿De veras? -Stephen dibujó un óvalo y lo adornó con tirabuzones, pero dejó la cara en blanco-. Caroline… Supongo que no la ha visto… una niña de extraordinaria belleza. Y muy adelantada para su edad. Sostiene ella sola la cabeza.

Un hombre se detuvo en su mesa y saludó al doctor con efusión, estrechándole la mano. Morel y él cambiaron unas palabras. El desconocido inclinó la cabeza y se alejó.

– Adoro a los niños -dijo Stephen y suspiró-. ¿Tiene pensado casarse, Morel?

– No. ¿Y usted?

Stephen sacudió la cabeza.

– ¿Por qué no?

Stephen levantó la vista y encontró los anteojos apuntados de forma inflexible hacia él. En ese instante estuvo seguro de que Morel lo sabía. Tal vez todos lo sabían; él no servía para disimular. La sola idea de tener a alguien con quien desahogarse sin reservas le provocó alivio. Claire no lo había entendido, lo importante era que Morel inspiraba confianza.

– No voy a preguntarle cómo lo ha sabido. Pero ¿no es evidente por qué no?

– ¿Acaso es un obstáculo hoy día? -Morel se había quitado los anteojos y los limpiaba. Le hacía parecer mucho más joven… y débil como si fuera fácil destruirlo, pensó Stephen.

No hacía falta preguntar a Claire para saber su opinión sobre las nuevas leyes de divorcio.

– Imagino demasiado bien lo que diría. No la culpo en absoluto, uno reacciona ante tales cuestiones con el corazón. Los sentimientos no siempre están al día con los decretos revolucionarios.

Un hombre sentado cerca miró en su dirección.

Morel se inclinó hacia delante.

– Baje la voz y tenga cuidado con lo que dice. Toda prudencia es poca para los extranjeros. Hasta para los norteamericanos.

– Suelo olvidarlo. Sophie me acusa de considerar su revolución como una consecuencia menor de la nuestra.

– Deben de tener mucho que decirse.

– Bueno, en Sophie hay más de lo que uno ve. Al principio no lo aprecié. Estaba… en fin, distraído.

Tenía una sonrisa boba y encantadora que desarmaba por completo. Bastaba con verla para comprender que estaba enamorado, pensó Joseph. Pobre diablo. Se sirvió el resto del vino en su vaso. Le produjo una macabra satisfacción oír a Fletcher admitir que Sophie se consideraba demasiado buena para él. Resentido, la imaginó viviendo el resto de sus días sola, una polvorienta reliquia de un mundo que ya no contaba. Se imaginó visitándola: él se mostraría cortés, ella se quedaría junto a la ventana y lo observaría marchar pensativa. Ojalá…

– Nunca la hubiera creído capaz de sacrificar la felicidad de dos personas por un principio anticuado. Aunque supongo que no cabe sorprenderse de que una aristócrata se aferré a las diferencias sociales. Es de esperar.

Ligeramente sorprendido, Stephen se dio cuenta de que Morel estaba muy borracho.

– Antes que una preocupación por las distinciones, revela delicadeza de sentimientos -protestó él. ¿Qué sabía ese hombre de Claire, de todos modos?

Pero Morel, tratando de llamar la atención de un camarero, parecía haber perdido todo interés en el tema.

– ¿Otra botella?

Stephen puso una mano sobre su vaso medio lleno.

El camarero retiró la botella vacía y trajo a Morel su armagnac. Había dejado de llover.

El hombre del gorro rojo que los había saludado al entrar levantó una mano hacia ellos al marcharse.

– ¿Un paciente? -De buena gana Stephen hubiera seguido el gorro rojo, pero no le pareció bien dejar solo a Morel.

– ¿No ha estado en la ejecución de esta mañana? -Y ante la mirada perpleja de Stephen añadió-: Ese era el verdugo. Un tipo bastante agradable.

– ¿Asiste a menudo a ejecuciones?

– Lo hacía de joven. Hubo un tiempo en que fue una especie de moda entre los estudiantes de medicina. Pero, en este caso, me pidieron que fuera. Para que diera mi opinión profesional sobre la nueva guillotina. Tengo que redactar un informe.

– Entiendo. ¿Y qué le ha parecido?

– Eficiente.

– ¿Más humana que la horca?

– Oh, sí. Solo un silbido y un ruido sordo.

– ¿A quién…?

– Un molinero condenado por acaparar harina. Giraud, el verdugo, se olvidó de enseñar la cabeza. Después estuvo hablando mucho rato conmigo sobre el asunto. Se pregunta si la guillotina no le quita su dignidad: un profesional como él reducido a tirar de una cuerda como un campanero de pueblo. Traté de hacerle ver que podía enorgullecerse de tener la hoja perfectamente afilada a todas horas.

– ¿Mucha gente?

– Bastante, teniendo en cuenta el tiempo. La curiosidad por la nueva máquina, ya sabe. Y los acaparadores siempre atraen a la gente, por supuesto. Aunque ya no es lo mismo, ya no los ves retorciéndose y pataleando en la horca.

– Dicen que el rey tuvo una buena muerte.

– Deje que le diga algo, Fletcher -los anteojos destellaron-: No existe ninguna buena muerte. Existe la muerte y punto.

– Le entiendo.

Joseph apuró el armagnac.

– Un silbido y… -dejó el vaso en la mesa con un golpe seco- ¡zas! -Stephen lo observó algo consternado-. ¿Sabe en lo que no puedo dejar de pensar, Fletcher? -Los anteojos avanzaron bruscamente-. En lo rápida que es. Les permitirá matar a muchísima gente.

4

– ¿Has leído Le Citoyen de esta semana?

– No lo recibimos. Louis lo desaprueba. ¿Por qué?

– Hay un nuevo club para mujeres. Quieren que los dos sexos participen en igualdad de condiciones en la vida política. Puede inscribirse cualquier mujer mayor de dieciocho años. No hay que pagar nada para hacerse socia.

– Verás, he de tener en cuenta las opiniones de Louis.

– ¿Las pálidas y adustas hijas de la república cosiendo para los soldados?

– Ese sería sin duda el enfoque adecuado. ¿Aprueban el vestido de amazona?

– Creo que esa clase de cosas solo se da en París.

– Nuestros modistos están tan al día como cualquiera. ¿Más té?

Sophie rehusó con la cabeza.

– Me gustaría… no sé, hacer algo útil. -Con tres de sus largas zancadas se plantó junto a la ventana por la que entraba furtivamente la primavera en el salón de Isabelle. En la calle de abajo, un hombre salía de la farmacia-. Allí está ese abogado, Chalabre. Debe de ser el único hombre de Castelnau con menos de cuarenta años que todavía lleva peluca. Mi padre dice que no es de fiar.

– El mío dice que el tuyo exagera las cosas.

– Él tiene que saberlo, ya que padre se queda casi todas las noches en casa de él para ahorrarse ir hasta Montsignac. Y cuando viene a casa, se encierra con carpetas llenas de declaraciones. Apenas lo hemos visto las últimas semanas.

– ¿Por qué es tan complicado?

– Un sospechoso a quien esperaba interrogar se ha alistado como voluntario y ahora se encuentra en alguna parte de los Países Bajos. A otro lo han encontrado en el fondo del río. Dos testigos dicen que estaba borracho y tropezó, pero una carta anónima afirma que lo atacaron y lo arrojaron al agua. Tiene un cardenal en la frente, pero los médicos no están seguros de si se produjo antes o después de que se ahogara.

– ¡Médicos! -exclamó Isabelle con el aire de quien podría decir mucho más.

– Y al sacerdote que sobrevivió a la matanza lo encontraron muerto en la prisión el mes pasado. Al parecer lo envenenaron. Todavía están tomando declaración a los celadores y demás prisioneros. -Sophie volvió al sofá y cogió su taza-. Pero ¿sabes?, mi padre está en su elemento. Ha recuperado esa mirada exaltada que creíamos que solo ciertos budines podían todavía suscitar.

– Come otra galleta.

– ¿Cómo haces para tener azúcar? -preguntó Sophie con envidia-. Ha escaseado desde las rebeliones de los esclavos en las colonias. -«La mitad de las injusticias del mundo tienen sus orígenes en el azúcar», decía a menudo su padre. Eso no impedía que se quejara cuando no había.

– El hijo menor de Louis tiene un contacto. No hacemos preguntas.

Sophie tomó otra galleta. Después de la tercera, preguntó:

– ¿Ves mucho a Joseph Morel?

– No. ¿Por qué? -Isabelle parecía alerta.

– Le envié un geranio una vez. Me preguntaba qué había sido de él.

– Los hombres siempre los riegan demasiado. -Isabelle siguió observándola-. Las relaciones entre él y mi padre han sido bastante tensas desde su nombramiento. Lleva años dándole la lata con sus proyectos de ventilación y Dios sabe qué más, y ahora es difícil persuadirlo de que los abandone. Mi padre dice que son una sarta de tonterías, y que por lo mismo podrías sacarlos a todos fuera para que murieran del frío y terminar de una vez. Pero claro, él no aprueba las innovaciones de ninguna clase.

Sophie se toqueteó la manga, en la que se había soltado un hilo.

Isabelle la observó y bebió té. Aquellas habitaciones encima de la farmacia, oscuras y atestadas, no eran a lo que estaba acostumbrada. Pero olían a resinas, bálsamos, hierbas, flores, frutas, cortezas, hongos, raíces, aceites, bebidas alcohólicas, antimonio, vinagres, purgantes, opiatos, miel, mercurio, elixires, sales, jarabes sencillos y compuestos. En Navidad Louis se le había aparecido con un bezoar, una calcificación que se encontraba en el aparato digestivo de los rumiantes y la gente ignorante le atribuía propiedades de antídoto; lo había hecho engastar y colgar de una cadena de oro para que lo llevase alrededor del cuello. Su vida conyugal era como los cajones con marquetería de nogal que cubrían una pared de la farmacia: se abrían uno por uno, introduciendo el dedo en el hueco de debajo del tirador de latón, hasta que se aprendía cuáles era mejor dejar cerrados.

Sophie se levantó de un brinco y rodeó dos veces el sofá. Luego volvió a sentarse.

– Siempre tienes tus rosas -dijo Isabelle.

– A veces las rosas no bastan -repuso la hereje.

– Es el cambio de estación. Yo también me sentía así.

– ¿Y ahora? ¿Eres feliz?

– Por supuesto. Todo será distinto cuando tengamos hijos -dijo Isabelle.

– Si me meto en política -dijo Sophie- tal vez no pase tanto tiempo pensando en… otras cosas.

– Hablaré esta noche con Louis -dijo Isabelle, pensando: Pobre Sophie, primero el americano y ahora Joseph-. Pero ¿sabes?, él único remedio efectivo es beber muchos refrescos y esperar que pase.

5

Mientras hacía cola para enseñar sus papeles en el puesto de control del este, Joseph vio un cabello castaño ensortijado que le resultó familiar y llamó a Lisette. Esta llevaba una cesta cubierta con un trapo y le explicó que había ido a ver a su madre, que estaba achacosa.

– No le pasa nada serio, solo está cansada de vivir.

Un hombre con una mugrienta chaqueta otrora azul y la cara medio oculta bajo una barba poblada, se abría paso hacia ellos apoyándose en muletas. Tenía una pierna amputada por encima de la rodilla y tendía con torpeza un sombrero a la gente de la cola.

– Limosna para un viejo soldado.

Joseph meneó la cabeza; pero Lisette sacó el monedero y echó una moneda en el sombrero.

Vive la république! -dijo el mendigo y les clavó sus ojos sin brillo e inyectados en sangre-. Vive la Révolution! -Siguió arrastrándose.

Una mujer con un gorro adornado con lazos verdes empezó a reprender a Lisette.

– Con eso solo los alienta. Mi marido dice que la mayoría de los mendigos que vemos por aquí haciéndose pasar por veteranos se han cortado ellos mismos las piernas y los brazos para vendérselos a los carniceros.

– ¿Y qué? -replicó Lisette-. Tienen que comer, ¿no?

– ¿Comer? Esa es buena. Se lo gastan todo en bebida y en mujeres de mala vida.

– Los mendigos tienen tanto derecho a divertirse como cualquiera.

La mujer bufó de indignación y se volvió para susurrar algo a su compañera.

Lisette miró a Joseph, puso los ojos bizcos y sacó la lengua. Luego le dio un ataque de risa y se llevó una mano a la boca.

Él le cogió la cesta y se asombró de lo que pesaba.

– Zanahorias -dijo ella-, huevos, vino y miel. Entre la tienda y el huerto de mi hermana nos las arreglamos. No sé cómo lo hacen los demás. Paul dice que solo es cuestión de tiempo el que controlen los precios, pero eso no acabará con la escasez, ¿no?

Un guardia echó un vistazo indiferente a sus papeles y los dejó pasar con un ademán. Caminaron por calles en las que la luz empezaba a retirarse. Los primeros trabajadores se desperdigaban, deteniéndose en portales, como retrasando el momento de volver a casa. Los niños se despedían a gritos, se pellizcaban, se guardaban en el bolsillo un guijarro, un trozo de lazo, un silbato, volvían corriendo para hacer cambios urgentes en los planes del día siguiente.

Lisette preguntó a Joseph dónde había estado, y él le habló del granjero que tosía sangre mientras su mujer lloraba y decía que a su hijo lo habían llamado a filas y qué iban a hacer, qué iban a hacer.

– Pero el caso es que solo necesitan que estés con ellos. Mi madre sabe que se está muriendo y no le importaría llamar al abbé Michel para los últimos ritos. Pero desapareció en enero. Los médicos son como los sacerdotes: gente a la que llamas, no porque esperas que te salven, sino porque necesitas tener la sensación de que han hecho todo lo posible.

Un callejón, un estrecho pasadizo que olía a alcantarilla, se abría a su izquierda entre dos casas de madera. En la esquina de la calle había una joven escuálida de unos dieciséis años, piel blanca cremosa y pelo castaño rojizo. Los recorrió con ojos inexpresivos que volvió a clavar en Joseph antes de apartarlos de nuevo.

Lisette lo miró de reojo y rió.

– Siempre está por aquí -dijo él, despreciándose por ruborizarse.

– Últimamente hay tantas… Paul se indigna, dice que es una enfermedad social que no tiene cabida en la Francia republicana. Pero es lo mismo que los mendigos, ¿no? Tienen hambre y no conocen otra manera de conseguir comida.

Cuando se separaron, ella insistió en darle un tarro de miel, cerrándole los dedos alrededor del mismo cuando él puso reparos. Luego se quedó ante él, sosteniendo la cesta con ambas manos. Un hombre que pasaba los miró, pero siguió andando rápidamente cuando ellos lo miraron.

– Todo el mundo tiene miedo, ¿verdad? -dijo Lisette-. Como ese hombre. Mi hermana tiene una amiga… alguien la denunció por decir que no le extrañaba que desertara ese general, y que esperaba que su hijo tuviera suficiente cabeza para hacer lo mismo. Vinieron a buscarla. Tuve que pedir a Paul que interviniera.

– Ha sido una mala primavera.

– Paul dice que la Revolución necesita hombres como tú. Me ha explicado tus proyectos de limpiar las calles. Eso estaría bien… toda esta porquería es repugnante.

Ella tenía una manera de mirar, seria y suplicante, que hizo que Joseph cambiara el peso del cuerpo de un pie al otro.

– Pero tú también tienes miedo, ¿verdad? -dijo-. Por eso bebes.

– ¿Es lo que Ricard…? -Se interrumpió. El cielo seguía lleno de luz azul, pero la noche había invadido las calles. Las ventanas se volvían amarillas, una a una.

Lisette se cambió la cesta de brazo y le tendió una mano.

– Deberías casarte, Joseph.

6

Mayo, y los castaños están repletos de flores. El hombre que aguarda ante la verja a que anochezca levanta la mirada hacia las ramas y recuerda un jardín. De todas las cosas que ha perdido, le parece que esa es la más difícil de soportar. Piensa que cuando la vida quiere castigar a un hombre, le exige que escoja; no es que él tenga un claro recuerdo de haberlo hecho. Pero allí está él, ese pueblo, esas flores. Recorre con los dedos el tronco de un árbol, de la casa llegan ladridos furiosos.

La carta de Anne identifica a su portador como «un amigo». Claire y Sophie lo reciben en el despacho de su padre, donde él se presenta a sí mismo como Pierre a secas y declina el ofrecimiento de algo de comer, aunque acepta con presteza una copa de vino. Mientras Claire sigue dándole las gracias, él se acerca a la ventana, la cierra y corre las cortinas púrpuras, y se sorprende a sí mismo reparando en el cordón de seda deshilachado y en el terciopelo gastado. Una de las maneras en que ha cambiado es esta recién descubierta atención al detalle; una lástima, piensa, que haya hecho falta una revolución para hacerle fijarse en las cosas. Cuando ellas terminan de leer la carta y lo miran, él no vacila en decir la mentira habitual.

– El final de un soldado. Una muerte valiente.

Él las no apartan la mirada de su cara. Él mira a una y otra, y vuelve a mentir.

– No recuperó el conocimiento. Puedo asegurarles que no sufrió.

– ¿Y mi marido? ¿Estaba con Sébastien cuando…? -Habla con un tono desapasionado, dolorosamente sereno. Pero está pálida y le tiemblan las manos. ¿Quién hubiera imaginado, piensa él, que la mujer de Monferrant sería tan hermosa? ¿O que le importaría tanto su marido?

Asiente.

– Regresé a Inglaterra poco después. Dejé a su marido con vida y con la moral alta.

– Entiendo. -Ella da vueltas a la carta en sus manos, que siguen temblando-. ¿Y eso fue…?

– En diciembre.

– ¿Dónde está ahora el regimiento?

Él se encoge de hombros.

– No les está permitido decirlo. -Sophie vuelve a llenarle la copa y sirve una para Claire. Él repara en las manos de Sophie, lo distintas que son de los pálidos y tersos dedos de su hermana. Ella es la que lleva la casa, piensa, siempre hay alguien como ella en todas las familias.

– Me preguntaba si mi marido… -dice Claire- con el levantamiento monárquico de la Vendée… Corren tantos rumores de oficiales emigrantes que vuelven clandestinamente a Francia para alentar la insurrección.

– No debería creer todo lo que oye -dice él secamente, y bebe un sorbo de vino. Luego repara en el recipiente de plata lleno de pequeñas rosas que hay en el borde del escritorio-: Roses de Meaux. -Mira a ambas mujeres-. ¿Las primeras de la temporada?

Sophie asiente.

– Son tempranas -dice él-. Claro que están mucho más al sur. -Alarga un dedo para tocar un pétalo-. Como pequeñas borlas.

– ¿Quiere una?

Él arranca un capullo medio abierto, que se coloca con cuidado en el ojal. Coge su copa y brinda por Sophie.

– Gracias.

– ¿Y Anne? -pregunta ella-. No dice nada de si ella y los niños están bien. Hace meses que no tenemos noticias.

Él hace un gesto de negación.

– Me pasó la nota un conocido mutuo.

– Hemos oído historias sobre emigrantes. Familias enteras mendigando por las calles.

– Oh, sí -dice él-, y la comida horrible y el tiempo indescriptible. Y las poco agraciadas chicas inglesas, ansiosas de que las corrompan.

Claire baja los ojos hacia su copa. Pero Sophie le sostiene la mirada y él sonríe, porque tiene una teoría que ha comprobado a lo largo de los años, y es que la pasión corre con más fiereza en las mujeres poco agraciadas que en las hermosas.

– ¿Por qué ha venido aquí? -pregunta ella.

Él deja la copa vacía y ella no hace ademán de volverla a llenar.

– ¿Sabe? -dice-, pese a todas las privaciones, al menos el honor lo tenemos intacto.

– Si le parece que el honor es compatible con la traición.

– ¿Traición? -El arquea una ceja-. ¿Y asesinar a su rey… cómo llama a eso?

– ¿Por qué ha venido aquí? -repite ella.

– Necesitamos dinero -dice él-. Joyas, oro, lo que tengan.

Está mirando a Claire. Ella se lleva una mano con anillos a la garganta, en la que últimamente siempre cuelga una gruesa cadenilla de oro.

– No tenemos dinero -dice Sophie-, y ahora creo que debería marcharse.

Él no le hace caso y habla a su hermana.

– Su marido arriesga la vida cada día por nuestra causa.

– Su causa -replica Sophie-, no la nuestra. Nosotros creemos en la Revolución.

– Siempre me divierte oír a la gente utilizar ese término como si significara algo nuevo, un cambio -dice él-. Si supiera usted de astronomía, sabría que describe el curso fijo que traza una estrella por el cielo. -Levanta una mano y cuenta con los dedos-: El ejército francés ha sido derrotado en Holanda, Bélgica, Renania. Dumoriez se ha pasado a los austríacos. La Vendée está en manos monárquicas. Hay revueltas en Lyon. Guerra con las principales potencias europeas. -Vuelve a sonreír-. Cuando habla tan confiadamente de revoluciones, no olvide que las ruedas, por su misma naturaleza, siguen rodando.

Claire está llorosa. Sophie le coge la mano.

– Hay reveses, por supuesto -dice-. La gente comete errores cuando trata de poner en práctica lo inimaginable. Pero al menos lo están intentando.

Él se limita a coger con parsimonia la licorera y a servirse más vino. Lo bebe a sorbos, recostándose en su silla y adelantando las caderas, notando que ellas se dan cuenta de que el vino no es lo único que podría tomar.

– Esperamos… a nuestro padre en cualquier momento.

– Oh, sí -dice él-. Lo sé todo de su padre, mademoiselle de Saint-Pierre. -Luego, porque ya ha logrado asustarla, medio se ablanda-: No tiene por qué alarmarse. No voy a llevarme nada que no quieran darme.

Fuera, en la oscuridad, se oye un grito; Claire se levanta de un brinco.

– Solo es la lechuza -dice Sophie.

Pero su hermana se ha quitado los anillos. Una piedra blanca, otra azul, piedras azules y blancas juntas. Luego se detiene y tiende la mano hacia él.

– Tome. Hágalo usted. -Y tras un breve tirón, el anillo de oro se desliza por su nudillo y acaba en la palma de él-. Aquí tiene. Llévese todo.

Él se guarda en el bolsillo los anillos, el brazalete. Le mira el cuello.

– No -dice ella-. Esto no.

Él asiente y se levanta.

– Gracias, señora marquesa. Su marido se sentiría orgulloso de usted.

Claire se cubre la cara con sus dedos sin anillos.

– No molesten a su criado, por favor -dice él-. Conozco el camino. -Cruza la sala hasta la ventana, descorre la cortina, abre el pestillo.

– ¿De veras que Hubert está bien? -Sophie se acerca a él-. Si ha mentido solo para conseguir las joyas…

Él se vuelve y le acaricia la mejilla con un dedo.

– Algún día volveré por ti.

A la mañana siguiente ella encuentra una pequeña rosa fuera de la ventana, donde ha caído inadvertidamente y ha sido pisoteada en la grava.

7

La ausencia de lluvias aquella primavera había llevado a la introducción del máximum en el precio del grano. Esto, a su vez, agravó la escasez, provocó revueltas, alentó la oratoria, llenó archivos de triplicados de licencias, avisos de requisiciones, escrituras, cartas de denuncia.

¿Cómo conciliar el progreso con la libertad? ¿Cómo mejorar el mundo sin saber controlarlo? Ese era el interrogante de la época.

Joseph no le dedicó ni un minuto, abriéndose paso por la ciudad silbando bajo un cielo despejado que ese año había empezado a dar por hecho.

En el solar que había a un lado de la plaza del mercado central estaban excavando los cimientos de las letrinas públicas. El progreso podía medirse en ladrillos y argamasa, pensó, eso era algo grande.

– Repugnante -dijo una mujer, contemplando las obras.

– Indecente -coincidió su compañera-. Pero ¿qué se puede esperar hoy día?

– Escandaloso. Lo próximo que harán será invitarnos a asistir a la meada inaugural.

– Vergonzoso. El alcalde y los concejales seguramente han hecho un curso de entrenamiento.

Animadas, empezaron a intercambiar alegres insultos con los obreros, que aprovecharon la oportunidad para dejar la pica y enzarzarse en una batalla verbal.

– Buenas tardes -dijo una voz a su lado.

– ¡Ciudadana Saint-Pierre! ¿Qué te trae por aquí?

– Espero a Berthe -explicó Mathilde-. Pero debe de estar atascada en alguna cola.

Él miró los húmedos rizos que luchaban por escapar del gorro de algodón.

– ¿Me harías el honor de tomarte una limonada conmigo mientras esperas?

Encontraron una mesa a la sombra de un toldo y ella le dijo que había venido a Castelnau para comprar un regalo a Sophie, cuyo cumpleaños era dentro de tres días.

– Le gustan las flores, así que consideré comprarle Agua de Heliotropos, pero es escandalosamente cara. Y las peladillas son impensables este año, han triplicado su precio. ¿No te parece triste que a mi edad me vea abrumada por preocupaciones financieras? Debería ser una época de despreocupado alborozo.

– Tienen muy buena repostería aquí. ¿Puedo ofrecerte algún pastelillo?

Ella escogió, frunciendo el entrecejo. Él levantó el vaso y brindó por ella.

– ¿Has solucionado el problema a tu satisfacción?

Ella sacó del bolsillo un pequeño paquete y desenvolvió el papel de seda: un par de peines, cada uno con una rosa labrada.

– Tenían un precio razonable en un puesto del mercado. Cuento con que se rompan enseguida, pero la alternativa era bordar un trozo de algodón y llamarlo pañuelo… y nadie se merece eso.

– Estoy seguro de que tu consideración será apreciada.

Ella bebió limonada contemplando la polvorienta plaza.

– Me preocupa Sophie. Ya no es tan joven. Y si un hombre no puede conseguir una mujer hermosa y rica, requiere al menos juventud.

Colocaron un plato de pasteles ante ellos. La conversación se interrumpió durante un rato. Mathilde se recostó por fin.

– Ha sido estupendo. Gracias. -Se quitó con la lengua una miga de pastel de la comisura del labio y añadió, un tanto innecesariamente-: Mi apetito está reñido con mi aspecto.

– En cuanto a tu hermana… -empezó él. Pero se interrumpió y se toqueteó los anteojos.

– Está desprendiéndose de Stephen. Al menos ya no se propone no mirarlo. Y sé que tiene buena opinión de ti. Pero no la tiene de sí misma. Necesita que la alienten.

– Yo no soy rico -dijo él- y nací en Lacapelle. Si Fletcher no le pareció bastante bueno…

– Qué idea tan peculiar. Sophie no es así. Hasta Claire ya no está segura de qué pensar sobre los extranjeros. Aunque los norteamericanos son un caso aparte, ¿verdad? No tan extraños como exóticos. Como las alfombras persas. Y ayuda el hecho de que tiene dinero y buena apariencia.

Una bandada de esperanzados gorriones se había posado cerca de sus pies. Joseph lanzó las migas en su dirección y observó cómo se las disputaban. Estaba repasando una conversación en que había creído que Fletcher le decía que…

– Probablemente he sido un necio -dijo por fin.

– No me sorprendería. Sin embargo, pareces competente así como bondadoso, cosa que no abunda. Todo el mundo está hablando de lo bien que has resuelto el tema de la basura. El olor es bastante soportable ahora, a pesar del calor.

– La carreta pasa dos veces a la semana -dijo él. Sirvió el resto de la limonada en el vaso de ella sin dejar de sonreír.

– Y el doctor Ducroix dice que has transformado el hospital. Lo dice bastante a menudo, como si aún no hubiera decidido si estar complacido o no.

– El ayuntamiento ha alquilado un local aparte para los veteranos, y con los fondos confiscados por el tribunal revolucionario hemos abierto un orfanato. Sigue habiendo problemas básicos, como la falta de personal. -Ofreció esa información de forma mecánica, con la mente en otra parte. ¿Qué tenía pensado hacer esa tarde? ¿Cuándo podría poner en marcha ese programa de dar aliento? Se vio a sí mismo cabalgando hasta Montsignac con los bolsillos abultados de peladillas.

– Haces honor a la Revolución -dijo Mathilde-. Y tienes un gusto excelente en pastelillos.

Pero él no escuchaba.

– En cuanto a tu hermana, ¿de verdad crees…?

Ella asintió.

– Dentro de un par de meses. Cuando termine la temporada de las rosas. Una cosa…

– ¿Sí?

– Tendrás más posibilidades si te quitas esos anteojos.

8

Admitiendo aborrecer la grande y tenebrosa oficina del alcalde, Ricard los hizo pasar a un pequeño salón contiguo. Era un espacio más íntimo, explicó, daba pie al intercambio de ideas, y también más igualitario; siempre había desaprobado la costumbre de Luzac de arrellanarse detrás de su escritorio mientras los demás tenían que encaramarse por su oficina. Allí había una mesa ovalada no demasiado grande, en torno a la cual podían sentarse como iguales y entablar una discusión sincera.

El recién inaugurado Comité Central expresó la admiración que se esperaba de él por el techo, con sus escenas pintadas de fêtes cbampêtres en paneles dorados, y las altas ventanas orientadas hacia el sur que se abrían a un balcón y una frondosa plaza. Ricard se movía a saltitos alrededor, llamando la atención sobre los azules y rojos de la alfombra, señalando los armarios de esquinas lacadas, recorriendo con mano reverente una exquisita estatuilla de bronce de Hércules.

– La revolución en mobiliario casero -murmuró Mercier cerrando bien las persianas cuando el alcalde les dio la espalda.

Cuando por fin se acomodaron alrededor de la mesa, Joseph se preguntó si los demás eran tan conscientes como él de la ausencia de Luzac: el quinto hombre, cuya exclusión del comité daba una idea de hasta qué punto se habían separado sus caminos desde el pasado otoño. A pesar de las precauciones de Mercier, les llegaba el débil canto de las cigarras. En la mente de Joseph apareció la cara de lechuza de Luzac, pálida y persistente, las garras ferozmente aferradas a las vigas. Aceptando solo un vaso de agua, vio la sonrisa de complicidad del impresor.

Ricard abrió la reunión con una declaración formal del objetivo del Comité Central. Este era fundamentalmente un organismo consultivo, dijo, cuyos «expertos», cuidadosamente seleccionados, harían recomendaciones al ayuntamiento acerca de la mejor manera de poner en marcha y salvaguardar la política revolucionaria. Chalabre representaba la seguridad, Mercier la imprenta y la opinión pública, Joseph el vaguísimo dominio del bienestar público.

– ¿Qué significa eso exactamente? -preguntó Mercier. Medio inclinando la cabeza hacia Joseph, sentado al otro lado de la mesa, añadió-: Sin faltar al respeto, por supuesto.

– El ciudadano Morel -respondió Ricard fríamente- nos asesorará sobre cuestiones de sanidad e higiene y los asuntos prácticos relacionados, todos ellos vitales para el bienestar público. Hubiera dicho que todos estábamos al corriente de su obra en el hospital, así como de sus logros en la recogida de la basura y la construcción de letrinas.

– Ah, sí -dijo Mercier-, basura y excrementos. ¡Contemplad a un revolucionario trabajando!

– ¿Podemos pasar al siguiente punto? -Chalabre había sacado una cajita de pastillas de limón y escogió una. Se disponía a guardárselas en el bolsillo cuando se cruzó con la mirada del alcalde, por lo que la puso en el centro de la mesa.

Ese verano corría el rumor de que la Revolución se estaba desmoronando a marchas forzadas. En las reuniones de la Convención, los representantes elegidos por el pueblo se insultaban a gritos: «¡Pajarraco vil! ¡Sapo chiflado!». Una banda de parisienses armados, ejerciendo su derecho parisiense de arreglar el país, puso fin a la interminable contienda irrumpiendo en la Convención y saliendo con los representantes cuyas opiniones en temas como la abolición de la propiedad privada no coincidían con las suyas.

En Castelnau, las autoridades municipales habían recibido notificación de la inminente visita del ciudadano Brunel, enviado desde París para cerciorarse de que la Revolución progresaba por toda Francia.

– Naturalmente, no tengo la menor intención de dar al compañero Brunel motivos para intervenir en nuestros asuntos -dijo Ricard-. La misma existencia de este comité debería bastar para convencerlo de que en Castelnau somos capaces de prever los problemas y solucionarlos.

¿Cuántas veces habían oído a Ricard denunciar el orgullo de las provincias? «Soy francés -le gustaba decir-, eso es todo lo que cuenta.» Sin embargo, el resentimiento hacia París también se retorcía dentro de él. Solo que, en su caso, adoptaba la forma de determinación para superar el entusiasmo revolucionario de la capital y con adelanto cuando fuera posible. Era como desear a una mujer que no te hacía caso pero que de vez en cuando te utilizaba para sus fines, pensó Joseph; ella decidía el rumbo de tu vida, independientemente de que decidieras perseverar o alejarte.

– Admito que estaba equivocado. -Mercier, inclinando la silla hacia atrás, sonrió al alcalde y recorrió la mesa con la mirada-. Dije al ciudadano Ricard que su consejo nunca aprobaría este comité.

– No erró por mucho -replicó Ricard-. Nuestro amigo Luzac no perdió tiempo en expresar sus reparos. Empezó diciendo que ni usted ni Morel son miembros elegidos del consejo.

– ¿Y? -dijo Mercier.

Fue Chalabre quien respondió.

– Piensen en los sucesos acaecidos recientemente en París. Nuestros concejales temen el fervor con que se exigen en Castelnau ciertas opciones entre ciudadanos a los que no les preocupan, por así decir, las delicadezas sociales. Yo mismo quedé conmovido ante la elocuencia con que nuestro alcalde describió el comité como una influencia mediadora entre el club y el consejo… Después de todo, nosotros sabemos qué cuchara utilizar en los banquetes.

Ricard esperó a que cesaran las risitas burlonas.

– Sin embargo, he recibido una protesta formal. -Dio golpecitos a una carta que tenía ante sí-. Firmada por Luzac y otros tres concejales. «Libertad, igualdad y soberanía del pueblo», el preámbulo habitual… -Recorrió la hoja con la mirada.

– ¿«Un ardiente deseo de servir a la Revolución»? -aventuró Mercier.

– Exacto, exacto… Aquí está la parte crucial: «Tememos que la existencia del Comité Central fomente las divisiones políticas que sacuden el corazón de la unidad republicana. Lamentamos profundamente que el consejo, en un momento de fervor equivocado aunque sincero, haya votado a favor de su creación».

– Déjeme ver esa carta -dijo Chalabre.

Ricard se la tendió.

– Veo que Chauvet es uno de los firmantes. Se abstuvo de votar en la reunión del consejo, si no recuerdo mal. Pero desde entonces le han persuadido para que cambie de parecer. Bueno, estoy casi seguro de que tengo en mis archivos una carta acusando a uno de sus granjeros de guardarse una parte de su cosecha. -El abogado se llevó a la boca uno de los pequeños caramelos amarillos y miró alrededor-. Eso servirá, ¿no les parece?

Mercier se encogió de hombros.

– Es Luzac quien está detrás de esto… ¿Por qué molestarnos con alguien más?

– Nuestro amigo sigue disfrutando de cierto prestigio en Castelnau -dijo Ricard-. La gente lo recuerda como -hizo una mueca- un héroe, el hombre que desafió a Caussade. Chauvet es aristócrata, no hace tanto que sus administradores colgaban a los campesinos que no pagaban con puntualidad sus rentas.

– Así y todo. -Mercier miró a Chalabre-. ¿En qué etapa está la investigación de la famosa matanza?

El abogado frunció el entrecejo.

– Eso es un asunto totalmente distinto.

– Les dije que no lo dejaran en manos de ese viejo necio. Se asustaron innecesariamente en otoño. Escúchenme ahora: todo el mundo sabe que Luzac estuvo implicado. Presenten pruebas concluyentes y tendrán una razón judicial, si creen que la necesitan, para arrestarlo.

Ricard miró a Joseph.

– Si Luzac es culpable… -Se le resbalaron los anteojos de la nariz-. Solo usted parecía tener alguna duda al respecto.

– No queríamos sacar conclusiones precipitadas. E hicimos bien en no arriesgarnos a desbaratar las elecciones por el destino de un puñado de curas.

– Había un muchacho -dijo Joseph-, y ese constructor de barcos, entre otros.

– Precisamente -interrumpió Mercier-. Ciudadanos inocentes, gente modesta. ¿Qué más necesitan? Hagan que el arresto coincida con la visita de Brunel.

Joseph pensó en Luzac, esa patética criatura.

– Saint-Pierre está realizando una investigación. Si aún no ha encontrado pruebas…

Mercier rió.

– ¿No se la hemos encomendado precisamente para eso? -dijo, asintiendo hacia Chalabre.

– Guárdese las agudezas para sus editoriales -replicó el abogado-. A los necios que compran su periódico probablemente les diviertan.


Cuando los otros dos se hubieron marchado, Joseph se quedó atrás. La atmósfera de la habitación estaba cargada. Ricard abrió las persianas y acercó dos sillas al balcón, donde las estrellas habían perforado el cielo azul oscuro.

– No entiendo por qué estoy en este comité -dijo Joseph.

– No deberías dejar que Mercier te aguijoneara.

– No es eso. Pero este asunto de Luzac… -Las palabras le brotaban atolondradas como polillas-. Vosotros tres no me necesitáis -dijo.

– Yo sí. Necesito un hombre en quien confiar plenamente.

Joseph volvió la cabeza. Ricard miraba la maraña de hojas oscuras.

– Necesito a alguien que no vaya a traicionarme.

– Mercier -se sintió obligado a decir Joseph-. Chalabre. -Todo el tiempo encantado de haber sido elegido.

– Hombres ambiciosos. No vacilarían en sacrificarme a mí… o el uno al otro, o a alguien más… si les conviniera.

Las cigarras, que se habían sumido en uno de sus inexplicables silencios, cantaron una vez más.

– Entiendo por qué te horroriza condenar a Luzac. -Ricard sacó su pipa-. Admiro tu lealtad. Pero no podemos permitir que siga oponiéndose a nosotros a cada momento. Y no soy aprensivo. No es compatible con mi cargo.

– Ni con el mío. De todos modos creo que en este caso lo soy.

– Oh, sin duda. Pero solo porque te inquietan las repercusiones que pueda tener en los demás, no porque temas por ti. El interés propio no entra en tus cálculos. Por eso confío en ti.

Joseph pensó que «inquietar» no era la palabra adecuada. Pero Ricard ya había cambiado de tema.

– Ese norteamericano… Fletcher. Chalabre me dice que ha dejado su alojamiento en la ciudad para instalarse en Montignac. ¿Sabes qué hay detrás de eso?

Una semana atrás la noticia hubiera paralizado a Joseph. Ahora sonrió.

– Está enamorado de la hija mayor de Saint-Pierre.

– ¿No sigue casada con Monferrant?

– Él está en el exilio, ¿recuerdas? Luchando en alguna parte contra nuestros ejércitos.

– Su marido podrá ser un traidor, pero sigue siendo su marido -replicó el alcalde-. La miseria moral siempre es inexcusable. Y típica de esa clase.

Joseph estuvo a punto de decir algo sobre Sophie, queriendo saborear su nombre. Queriendo también sincerarse, explicar por qué la Revolución ya no le parecía tan importante, por qué necesitaba tiempo para cosas corrientes, la sonrisa de una mujer, la vida atrayéndolo como un huerto acogedor.

– Ese norteamericano tiene familia en Burdeos -siguió Ricard-. La mitad de los diputados que arrestaron en París eran de allí. El comité debería vigilar de cerca a alguien vinculado a ese lugar.

– Fletcher es un artista -dijo Joseph, consciente de su magnanimidad-. No representa ninguna amenaza para nadie. Para la Revolución, quiero decir.

– Su asociación con Saint-Pierre es inquietante. De hecho, toda esa familia… La otra joven ha empezado a frecuentar a las llamadas Mujeres Republicanas.

– Se llama Sophie.

– No tengo paciencia con sus peticiones de igualdad. Como si no hubiera en juego… ideales, una Revolución. ¿Sabes?, han escrito al ayuntamiento pidiendo fondos para abrir un hospital de partos para madres solteras. ¿Por qué no autorizamos la prostitución, ya puestos?

– No todas las madres solteras son prostitutas.

– Una distinción literal, no moral. De todos modos, ¿de dónde sacan tiempo esas mujeres? ¿Quién se ocupa de sus maridos?

Joseph sonrió hacia la oscuridad.

– No todas tienen maridos. -Y no pudo resistir añadir-: Ella cultiva rosas, ¿sabes?

Un humo con olor a clavo se disipaba por encima del balcón.

– Prométeme que me apoyarás hasta las próximas elecciones. -La voz de Ricard se suavizó aún más-. Para entonces estará arreglado, de un modo u otro.

9

Naturalmente, hay rosas. Es imposible huir de ellas en esa casa, en esa estación. Los cortinajes de la cama están descorridos y Stephen reconoce el jarrón que hay en una de las mesas de la habitación, pero en la penumbra no distingue el color de las flores, solo que no son blancas.

– ¿En qué estás pensando? -La pregunta del amante.

– En rosas -responde él con sinceridad.

Ella le pellizca.

– Es tan malo como hablar con Sophie.

Él le acaricia la mejilla. Apoyándose en un codo, desliza la palma por su húmeda piel. En la mesilla de noche de ella siempre hay un ejemplar de Pablo y Virginia, encuadernado en tafilete azul oscuro; atisba las letras doradas del lomo. Fue el primer regalo que hizo a Claire. Se refieren a él como su libro. Cuando hablan de vivir juntos evocan una casa de bambú en un bosquecillo de bananos, rebaños de cabras y bandadas de periquitos. Tendrán un perrito llamado Fidéle -«Lo opuesto a Brutus», coinciden- y plantarán un cocotero por cada hijo. Esta evocación de la inocencia es necesaria para los dos. Pero últimamente él sueña con que está atrapado en la vegetación, y le gustaría llegar al otro lado de las montañas, pero unos zarcillos verde pálido se enroscan alrededor de su cuerpo y el camino que tiene ante sí está lleno de follaje.

– En Burdeos estaríamos a salvo -dice él.

– Ya no tengo miedo, ahora que estás aquí siempre. Si ese hombre regresa, Sophie y yo ya no estaremos solas.

– No son los de su bando los que me preocupan. En Burdeos es distinto… han cerrado los clubes jacobinos y arrestado a sus líderes.

– Entonces vete -dice ella, apartándose ligeramente-, vete si tienes miedo.

Él quiere sujetarla por las muñecas y obligarla a defender la lógica enloquecedora que le permite ser infiel a su marido al mismo tiempo que le exige permanecer en Montsignac hasta que llegue el momento en que él regrese para reclamarla. Es como si el adulterio la atara a Monferrant con más firmeza que los votos que ha dejado a un lado con aparente despreocupación. Una idea perversa del honor que le impide dar por terminado el matrimonio mientras no tiene escrúpulos en aprovecharse cada día -por las noches- de la ausencia de su marido. El cálculo del deseo, inescrutable, operando según sus propias reglas.

Él quiere preguntarle qué ocurrirá cuando regrese Monferrant. Si regresa. Cuánto tiempo está dispuesta a esperar al marido que nunca menciona.

Y la niña. El bebé que se chupetea los pies, ríe al sol y abre y cierra las manos hacia él al otro lado de la habitación. Mi hija, piensa con fiereza. Claire no puede esperar que yo… Se lo diré a Monferrant, si es necesario.

Pero ¿seguro que no lo será? ¿Seguro que ella le quiere a él tanto como él la quiere a ella?

Al mismo tiempo, aun mientras se enrosca el pelo de ella en los dedos y cambia de postura para sentirla contra su cuerpo, piensa en cómo era todo antes de conocerla y ve una serie de arcos abriéndose al infinito, piensa en globos y en el aire asombroso.

Casi no ha pintado desde que se instaló en Montsignac.

Acalla el pánico con la resolución de que en adelante madrugará y trabajará hasta tarde. Hablaré con Sophie, aceleraré los preparativos para transformar el cobertizo en un estudio. Le han encargado dos retratos para otoño, cuadros convencionales, pero necesita disciplina; conseguirá más encargos, solo es cuestión de mostrarse agradable con la gente. Iré a París pronto, pasaré dos semanas allí, mirando cuadros. Escribiré a Charles, y cuando esté de permiso iremos juntos al sur, a las montañas. O recorreremos la costa, como planeamos en Navidad.

Le besa los párpados.

Piensa en gaviotas.

Ella tiene uno de esos bonitos y pequeños armarios con elaboradas incrustaciones en las puertas, que se abren dejando ver unos cajones; sin duda, la marquetería oculta un compartimiento secreto. A ella le gustan los objetos que invitan a la intimidad y crean privacidad; le presta dividir su habitación con un biombo chino, un tapiz de seda, un nicho empapelado. En su vida también hace un corte: su matrimonio, el futuro, esos temas son territorio prohibido y acordonado, donde no tolera que nadie entre.

Claire sabe que América no es como la isla donde Pablo y Virginia se aman castamente, en armonía con la naturaleza. Pero a lo largo de la borrosa frontera entre el sueño y la vigilia, todos los edenes convergen.

– Dime -dice, tratando de evitar que se tuerzan las cosas-, ¿cómo es el Nuevo Mundo? -Viendo mariposas del tamaño de la palma de su mano, olas bordeadas de encaje junto a la cinta de la orilla.

– Más amplio -responde él.

Los ojos de ella se abren de golpe. Él habla con apremio en la fragante oscuridad.

– Debemos ser sinceros. Debemos hablar de… todo.

Ella le desliza una mano por debajo de la camisa.

10

Como era de esperar, nadie hablaba de otra cosa que del asesinato de Marat cometido por una joven llamada Charlotte Corday.

– Dicen que es tan guapa -dijo la mujer sentada al otro lado de Isabelle- que ningún hombre que la ve puede evitar enamorarse de ella.

– Sospecho que el tribunal será inmune.

– Dicen -bajando la voz- que tuvo un hijo suyo. Que lo estranguló en el parto.

Otra mujer se volvió.

– Bobadas. Es una virgen criada por monjas. Seguramente le empujaron a hacerlo.

– Si hubiera sido una joven respetable, ¿no habría esperado a que él saliera del baño y se vistiera? Eso demuestra que es inmoral.

– Dicen que le gustan los gatos.

– Era un cuchillo de cocina corriente, ¿sabes? Con una hoja de doce centímetros.

Una campana llamó al orden a las catorce Mujeres Republicanas. Se reunían una vez cada quince días en una habitación de techo bajo encima de una panadería. Hasta hacía poco la habitación había servido para almacenar harina, y todavía había sacos amontonados en una esquina. Un polvo blanco y fino se posaba en los pliegues de las faldas de las mujeres, y escapaba en fantasmagóricas ráfagas cuando se sacudían el pelo por la noche.

Su presidenta, una mujer dinámica y eficiente llamada Suzanne Lambert, no perdió tiempo en frivolidades; casada con un actor, había adquirido la implacabilidad de ir al grano.

– Queridas amigas, ayer recibí una carta del Comité Central informándome que tenemos hasta finales de mes para disolver nuestra asociación. A partir de esa fecha, las Mujeres Republicanas estarán formalmente proscritas. Si continuamos reuniéndonos desafiando la orden, seremos arrestadas y juzgadas. -Hizo una pausa. El hablar teatral, pese a todas sus desventajas, era útil a la hora de pronunciar un discurso. Cuando se hubo apaciguado el revuelo, prosiguió-: Creo que es razonable deducir que nos han declarado a todas culpables del crimen cometido por Charlotte Corday. Sin embargo, la razón que alega el comité es que las asociaciones como la nuestra «promueven la desunión y la discordia a costa del interés nacional».

Una mujer sentada en primera fila preguntó si el comité tenía autoridad para disolver la asociación. Mademoiselle Lambert se encogió de hombros.

– La culpa de todo la tiene esa chica -siseó la vecina de Isabelle-. No han parado de preguntarle los nombres de sus cómplices, y ella sigue insistiendo en que las mujeres son capaces de actuar de manera independiente.

– La carta concluye recordándonos que los jacobinos han votado recientemente la admisión de mujeres en sus reuniones en calidad de observadoras, no de miembros, por supuesto. Se nos insta a aprovechar la oportunidad de «henchirnos de orgullo ante la oratoria y astucia política» de nuestros maridos. -Mademoiselle Lambert sonrió sombría-. Estoy segura de que todas reconocéis ese estilo de editorial. La nota nostálgica tal vez puede atribuirse a un incidente que no encontraréis en Le Citoyen: Anne Mercier ha dejado a su marido y está tramitando el divorcio.

– No me sorprende -susurró Isabelle a Sophie-, él debió de henchirse demasiadas veces para que ella siguiera fingiendo que no se daba cuenta.


La mujer del panadero tenía una opinión poco favorable de los hombres. Informada del destino de las Mujeres Republicanas, envió arriba sus condolencias junto con una bandeja de merengues de canela recién hechos. Ella no tenía paciencia para la política, pero ¿qué daño hacían esas jóvenes? El panadero, a quien había sido dirigida la pregunta, se cortó otro trozo de queso. Él, por su parte, estaba harto de toparse con mujeres desconocidas por las escaleras; ¿y si a una de ellas le daba por asesinarlo en el baño? Veía la escena: él, todo enjabonado, en una situación de terrible desventaja, mientras una vieja bruja vestida de escarlata se le echaba encima con un hacha. Masticó sin parar con la vista clavada en el plato, felicitándose por haber escapado por los pelos.

11

Era diciembre, piensa Saint-Pierre, dos o tres días antes de Navidad. Recuerda haber abierto una ventana y que una línea de nieve se desplomó hacia dentro, sobre la repisa; pero eso podría haber sido en otra ocasión. Él había permanecido junto a su abuela, apoyado contra esa misma mesa, mientras ella le enseñaba a hacer cruchade. Medio siglo después, él sigue ansiando su tibia y dulce suavidad.

Sus hijas mayores arrugaban la nariz al ver la cruchade, pero a su nieto le encantaba y Mathilde no era del todo inmune. Un plato para niños y ancianos. Un plato de invierno, poco apropiado para pleno verano. Pero Berthe, por supuesto, lo habría servido si se lo hubiera pedido. No lo había hecho, por tres razones: disfrutaba preparándolo él, creía que su versión era superior a la de Berthe y no quería verse obligado a compartirlo.

La mezcla de harina de maíz, leche y un poco de mantequilla se ha cocido despacio, hasta adquirir la consistencia adecuada. La saca, la extiende sobre un trapo de cocina y sopla para que se enfríe antes.

La casa por la noche suspira y se mueve hasta asentarse con un crujido. Por la ventana de la cocina ve una luna blanca sesgada.

Habiendo abandonado a Mathilde en pos de los olores procedentes de la cocina, Brutus bosteza -tiene el paladar rosa con pintas negras, una imagen desagradable- y se instala en el sitio donde Saint-Pierre seguro que tropezará con él. Cuando eso ocurre, aguanta los reproches sin inmutarse y hasta es capaz de lamer la mano vengadora de Saint-Pierre, y se tumba clavando su mirada amarilla en la mesa. En las baldosas se forma gradualmente un pequeño charco de esperanzada baba.

No logra dar con el armagnac, de modo que se sirve un vaso del licor de ciruela de Berthe. No puede resistir partir una esquina de la cruchade en proceso de solidificarse. Arquea las cejas con anticipación.

Se ha presentado un testigo. Afirma que Luzac le pagó para que silenciara a un hombre llamado Durand. El tal Durand iba por las tabernas jactándose de trabajar para el alcalde y haber tenido un papel instrumental en las matanzas de la prisión, de modo que al testigo no le sorprendió que Luzac quisiera quitarlo de en medio. Esperó a que Durand bajara tambaleándose por los muelles una brumosa noche de noviembre, con la intención de abrirle la cabeza con una barra de hierro. Con la asombrosa suerte del borracho, Durand se tambaleó en el momento crucial y el golpe apenas le rozó la cabeza; pero resbaló en la piedra mojada, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al rio.

A la pregunta de por qué había decidido romper de pronto el silencio, el testigo, un cardador sin empleo llamado Mazel, replicó virtuoso que su conciencia no le había dado descanso desde que habían sacado del río el cadáver de Durand. Además, añadió levantando la mirada a través de pequeñas y gruesas pestañas, Luzac le había dicho sin rodeos que sospechaba que Durand estaba involucrado en actividades contrarrevolucionarias. Dado que él mismo era el enemigo jurado de tantos traidores, no había tenido escrúpulos acerca del destino de Durand. Por aquel entonces creía, como el resto de Castelnau, que Luzac era un buen republicano y revolucionario. «¿Quién era yo, pobre ignorante, para poner en tela de juicio lo que decía él?»

No era una historia inverosímil. Sin embargo, a Saint-Pierre le preocupaban varios aspectos, y repasó con Chalabre sus objeciones. Para empezar estaba la reputación del testigo: Mazel había estado varias veces en la cárcel por diversos delitos menores desde su adolescencia, la policía lo conocía como ladrón y embustero. ¿Podía tener algún valor su palabra? Más aún, Mazel era como una rata enclenque; ¿por qué iba a escogerlo Luzac para deshacerse de Durand, que había sido alto y robusto? Y si por descabellada casualidad Mazel decía la verdad, ¿dónde estaba el dinero? El cardador era incapaz de enseñar un solo sou de la pequeña fortuna que supuestamente había recibido, afirmando que había perdido casi todo jugando a las cartas y despilfarrado el resto en bebida y mujeres. Sin embargo, el hombre al que Saint-Pierre había enviado para hacer averiguaciones en ciertos establecimientos, informó que todos los conocidos de Mazel habían negado que este hubiera dado muestras de haber dispuesto recientemente de dinero.

Chalabre oyó con cortesía los recelos de Saint-Pierre, asintiendo con la cabeza.

– Sí, sí, ciudadano Saint-Pierre, le felicito por la perspicacia de sus observaciones. No dudo que una investigación más rigurosa descubrirá que Mazel ha tergiversado los hechos por malicia o estupidez, una criatura así es incapaz de contar con franqueza lo ocurrido. Tal vez tiene un cómplice, tal vez ha escondido el dinero para evitar tener que entregarlo. Pero estas son cuestiones que pueden esperar hasta el juicio, ¿no le cree?

– Y lo más peculiar del asunto: ¿por qué Mazel está confesando un delito tan serio como este? Esa bobada de que le remuerde la conciencia salta a la vista que es mentira.

– Estoy de acuerdo en que es sorprendente. Pero todo el mundo sabe que nuestro ex alcalde y su círculo han expresado su apoyo a los diputados que fueron arrestados en París el mes pasado, lo que equivale a decir a traidores. Y ellos no han ocultado sus deseos de cerrar nuestro club, ahora que ya no es su asociación de caballeros. De acuerdo, Mazel es un personaje absolutamente desagradable en casi todos los sentidos, pero ello no implica necesariamente que sea un mal patriota. Podría sentirse traicionado por hombres como Luzac.

Saint-Pierre no se molestó en ocultar su escepticismo.

– No debería desestimar el desdén que sienten los ciudadanos corrientes hacia los enemigos del Estado -dijo el abogado con remilgo-. Si no actuamos sobre la base de esta prueba, ¿no podrían considerarnos culpables de traicionar la Revolución?

Ni siquiera un estúpido habría pasado eso por alto.

– Además -continuó Chalabre con un tono más suave, como si hubiera visto el miedo en los ojos del magistrado-, en una ocasión me confesó usted que sospechaba que había habido participación oficial en las matanzas de la prisión. ¿Quién más podría haber sido responsable?

De modo que Saint-Pierre había aprobado la orden de arrestar a Luzac.

Tampoco logra dar con el azúcar -la verdad, ¿dónde guarda Berthe esas cosas?-, pero un tarro de mermelada de albaricoque del verano anterior servirá igual de bien. De hecho, lo prefiere con mermelada. Con la punta del cuchillo dibuja una rejilla en forma de rombo sobre la superficie de la cruchade; luego la corta a lo largo de las líneas.

Lo que no ha dicho a Chalabre es que su informante le contó que había hablado con una prostituta que le aseguró que Mazel se había convertido en espía de la policía. La semana anterior, sin ir más lejos, lo había sorprendido hablando con dos hombres que trabajaban para el fiscal; de modo que no podía entender por qué lo habían detenido, pero ¿para qué servía la policía si no para hacer la vida más difícil a los ciudadanos honrados?

Empieza a freír. La mantequilla sisea, y él se está quedando un poco sordo, porque no oye la puerta abrirse y se sobresalta, dejando caer la cuchara, cuando a sus espaldas una voz le dice:

– No es que pensara que fuera un intruso. Pero en este país se toman la comida tan en serio que no podía estar seguro. Por lo que sé, podría ser una costumbre entrar en las casas solo para cocinar…

Stephen se aferra a una silla pero se golpea el codo contra una esquina de la mesa al caer al suelo. Con la cabeza ladeada, Brutus lo contempla ensayando posibilidades; luego vuelve a acomodarse, dando la espalda al recién llegado.

– Saliva -dice Stephen con amargura, sujetándose el codo y levantándose hasta sentarse en una silla-. Saliva fría. Repugnante. Tres veces en dos semanas. Chucho del demonio.

Saint-Pierre, empuñando una espumadera, levanta los rombos dorados y los deja en un plato.

– Se está haciendo viejo. Babea más y muerde menos.

– Trataré de verlo de ese modo.

– ¿Sabe? -dice Saint-Pierre pensativo-, fue en esas mismas Navidades cuando lo noté por primera vez: cuando alguien entra de fuera, donde hace frío, hasta que la puerta se cierra no sientes la corriente.

Frotándose las contusiones, Stephen considera ese comentario y acaba llegando a la conclusión de que en su superficie no hay grietas donde esperar razonablemente encontrar un punto de apoyo. Observa cómo una espesa capa de albaricoque se extiende sobre la cruchade.

– El cielo de esta noche, por encima del horizonte al ponerse el sol -comenta-. Exactamente el mismo tono de naranja.

– Es un plato tradicional de la región. -Saint-Pierre le tiende la fuente-. No gusta a todo el mundo -dice esperanzado-. Pruebe un trocito.

– Delicioso.

Saint-Pierre suspira.

12

En París habían decidido antedatar el futuro, que se consideró iniciado con la proclamación de la República, una e indivisible, en otoño de 1792. De modo que doce meses después, el primer nuevo calendario proclamaba que ya era el año II. Era como si hubieran trazado una línea debajo del pasado, sumado sus logros y descubierto que el total era poco impresionante, pensó Joseph. Como si ya hubieran malgastado demasiado tiempo y no tuvieran más que perder.

Saint-Pierre siguió con la mirada la de Joseph. Vendémiaire, el mes de la vendange o vendimia. La ilustración del calendario mostraba a una joven escultural con los brazos llenos de racimos de uva y hojas de parra alrededor de su frente. Sus redondos pechos al descubierto insinuaban una voluptuosidad en picante contraste con su mirada acusadora.

– Por lo menos no es san Marcos.

– ¿Perdón?

– El patrón de los viñedos.

– Ah. -Joseph limpiaba sus anteojos-. Sí, sin duda es diferente.

– Ustedes los hombres de la Revolución son poetas. Los nombres que han invocado: brumario, el mes brumoso, pradial, el mes de los prados.

– Es el culto a la naturaleza. Liberado de las supersticiones cristianas de que está cargado el viejo calendario. Los republicanos vivirán en armonía con los ritmos del mundo natural.

– Que les concede al parecer un solo día de descanso cada diez días. ¿Está seguro de que quieren que los liberen de los domingos?

– Las unidades decimales son más lógicas.

– Solo por un arbitrario capricho de la aritmética. ¿Y si contáramos en unidades de nueve o de doce?

Joseph notó, con algo parecido a la desesperación, que la conversación se le estaba yendo de las manos.

El oficinista que estaba sentado en un cuchitril fuera de la oficina de Saint-Pierre entró tímidamente después de llamar y entregó al magistrado uno, dos, cuatro documentos que requerían su firma urgente.

Con un esfuerzo, Joseph logró no mirar a la mujer del calendario. Todas las superficies de la atestada oficina -el escritorio, los armarios, las sillas, el suelo- estaban inundadas de cajas llenas de escrituras y fajo sobre fajo de documentos atados con una cinta escarlata. Había una estrecha ventana, adornada con telarañas, que miraba al este. Reparó en el olor a lacre, y en una fila de hormigas que salían en una línea oblicua de detrás de una estantería.

Antes de que la puerta se hubiera cerrado de nuevo detrás del oficinista, informó del motivo de su visita.

Tras un largo silencio, durante el cual Joseph miró con fijeza a las hormigas, el magistrado dijo:

– ¿Y Sophie? ¿Sabe…?

– Me pareció correcto hablar antes con usted. -Joseph se censuró al instante por presuntuoso y torpe; sin embargo, había creído que era lo que el honor exigía cuando noche tras noche había vagado por las calles con los postigos cerrados y observado abatido cómo el escrúpulo aniquilaba el deseo-. El comité… usted tal vez no apruebe…

– Muy puntilloso de su parte -dijo Saint-Pierre. Bastante secamente, pensó Joseph; pero le faltó valor para levantar la mirada hacia la cara del magistrado.

– Me regaló un geranio -murmuró él.

– Luzac va a ser juzgado por el tribunal revolucionario en lugar de en mi sala de tribunal. Chalabre me informó ayer que habían cambiado los cargos y que ahora lo acusaban de sedición, ya que los asesinatos de la prisión significaban un intento de volver a la opinión pública contra la Revolución.

– Lo sé.

– Sé que lo sabe. Por orden del Comité Central. Dígame, Morel, cuando el comité decidió pasar al tribunal el caso de Luzac, ¿estaba al corriente de que él había contraacusado a nuestro alcalde de complicidad en la matanza?

Seguro del terreno que pisaba, Joseph levantó por una vez la mirada.

– Luzac dirá cualquier cosa con tal de salvarse, ¿no? Ricard es un orador y detesta a los curas, los discursos que pronuncia en el club son coloridos. Más allá… -Se encogió de hombros.

– Luzac alega que las muertes fueron enteramente idea de Ricard. Afirma que Durand, el tipo que sacaron del río, se reunió con ambos para recibir instrucciones. Más tarde, cuando hubo un gran revuelo por la matanza, Ricard lo arregló todo para que Durand fuera asesinado… por quién, Luzac no lo sabe. Dice que Durand tenía un cómplice, que se creía que se había alistado como voluntario y había sido dado por desaparecido en acción desde entonces, y a quien, en realidad, silenciaron antes de que yo pudiera interrogarlo. Niega conocer a Mazel e insiste en que las pruebas son una sarta de mentiras que se han inventado Ricard, o Chalabre o ambos.

– Bueno, el juicio demostrará la verdad o la falsedad de sus alegaciones.

– Mi estimado Morel, el tribunal revolucionario demuestra exactamente lo que se propone demostrar. Como bien sabe.

Joseph se miró fijamente las manos, que tenía sobre las rodillas.

– Pero probablemente no se ha enterado de la noticia con que me ha recibido hoy mi secretario: han encontrado a Mazel ahorcado en su celda esta mañana. Presa de los remordimientos durante la noche, según el director de la prisión. -Saint-Pierre hizo una pausa-. Es curioso que haya ocurrido la noche siguiente a que lo trasladasen, de forma inexplicable, a una celda individual.

Esta vez la sequedad fue inconfundible.

– Di mi palabra a Ricard de apoyarlo hasta finales del próximo verano -dijo, y sonó como una súplica-. No tengo más que un voto y ellos son tres.

– Todos le consideran a usted un buen hombre, un hombre honorable. Usted es la razón por la que el consejo aprobó el comité. ¿Lo sabía?

Abatido, él negó con la cabeza.

– Del mismo modo que yo fui el motivo de que se pusiera freno al escándalo desatado por la matanza. A la sociedad le gusta personificar en alguien su conciencia. Así como a sus cabezas de turco. La ley se inventó para evitarlo y declarar correcta o equivocada la expresión de una voluntad colectiva que resuena más allá de la responsabilidad individual. Tanto usted como yo deberíamos haberlo recordado. -Saint-Pierre se inclinó hacia delante-. Me han dejado claro que ya no me necesitan, Morel. ¿Cuánto tiempo cree que van a seguir necesitándolo a usted?

– Se equivoca con respecto a Ricard -insistió él-. Él también es un buen hombre, totalmente entregado. Quiere una vida mejor para sus hijos, para todos. Es posible que sea… -¿cuál era la palabra?- riguroso, pero le aseguro que siempre actúa en beneficio de la Revolución.

– Qué aterrador.

Al cabo de un momento, Joseph dijo:

– Le debo mucho, ¿comprende?

– Estaba escribiendo mi carta de dimisión cuando ha entrado. Y dado que, por el bien de mis hijas, no deseo mostrarme provocador, la razón que aduzco son problemas de salud. -El magistrado sonrió-. ¿Cuántos hombres han dimitido de cargos públicos los pasados doce meses alegando mala salud? Como médico, debe de haber observado la epidemia.

Joseph abrió la boca, pero Saint-Pierre se le adelantó.

– En cuanto a Sophie, hace tiempo que mis hijas hacen lo que les place. Sophie es adulta, y bastante capaz de decidir por sí misma sobre su matrimonio, como estoy seguro de que se da cuenta. Pero como hombre escrupuloso ha acudido antes a mí, cortesía que le agradezco. Así pues, le pediría que antes de seguir adelante, considerara lo siguiente: Sophie es aristócrata, su hermana está casada con un emigrante y su padre no ha estado a la altura de los requerimientos de la Revolución. Si se casa con ella, ¿no les daría el pretexto que andan buscando?

– Hace cinco minutos ha insinuado que no necesitan ningún pretexto, que era solo cuestión de tiempo el que… se volvieran contra mí.

– Desde luego. -La voz de Saint-Pierre era muy cortés-. Pero, verá, era la seguridad de Sophie lo que tenía ahora en mente.

– Me aseguraría de que no le pasara nada… la protegería -protestó él.

El magistrado no respondió.

Se oyeron unos pasos correr por el pasillo. La fila de hormigas había empezado a doblarse sobre sí misma.

– ¿Qué debo hacer? -preguntó Joseph.

13

Su padre piensa qué propio es de Sophie abordar los problemas sin vacilar, no porque los reciba de buen grado sino para quitarlos de en medio lo antes posible. En las ascensiones ella siempre lo adelanta varios metros, subiendo con zancadas resueltas mientras que él lo hace sin prisas, disfrutando de la vista, reparando en un ramillete de campanillas moradas, esquivando un escarabajo marrón. Tiene que tener en cuenta a su corazón; además, no logra quitarse la costumbre de creer que dispone de todo el tiempo del mundo, amplias curvas en un río verde y lento que serpentea hasta perderse en la distancia.

Se pregunta si todos los niños comparten la ilusión de que son los demás quienes se hacen viejos. Pero sabe que alcanzará y hasta adelantará a Sophie en la bajada, donde avanza sin detenerse mientras ella lo hace de lado, temiendo resbalar. Y qué puede deducirse de ello, se pregunta; tal vez sencillamente que tiene una lamentable tendencia a examinar la evidencia en busca de explicaciones alternativas que encajen con los hechos.

Trata de explicar una versión de eso a Sophie, que lo espera en lo alto de la cresta al abrigo de un espino.

– No me fío de la gente que no contempla las distintas alternativas -dice ella, mientras él se sienta en la hierba-. Se jactan de ser prácticos cuando lo que son en realidad es poco imaginativos.

– Bueno, también existe el exceso de imaginación.

– Que Stephen no te oiga decir eso.

Él observa cómo se retuerce para liberarse de la bolsa que ha insistido en llevar en bandolera. Hubo un tiempo en que había creído que ella y Fletcher… e inmediatamente su mente da un brinco, como una liebre asustada, porque no se atreve a pensar en lo que sabe que está ocurriendo, y ¿qué será de Claire…? ¿Qué puede esperarle salvo tristeza?

Sophie le ofrece un racimo de pequeñas uvas doradas, creyendo saber por qué está tan sombrío.

– Tendrás tiempo para terminar tu libro -dice-, y daremos un paseo cada día. Y si vendemos esos dos campos habrá suficiente dinero, aunque Matty siga creciendo con rapidez.

– En tiempos de mi abuelo -dice él, recorriendo el valle con la mirada- todo lo que alcanzas a ver era nuestro. -Un comentario suscitado no por el pesar, sino por la ligera perplejidad ante la erosión de las certezas por parte del tiempo.

Sophie escupe una pepita -¡zup!- en el centro de un grupo de ortigas amarillentas.

Y llega la pregunta:

– ¿Qué piensas de Joseph Morel?

Ella mira con el entrecejo fruncido una uva y la lanza ladera abajo, donde graznan unos grajos invisibles.

– Hace mucho que no lo veo. No creo que sus obligaciones oficiales lo hayan alentado a modificar la opinión que tiene de las personas como nosotros.

– Tal vez su presencia en el comité salve a todos de lo peor de su entusiasmo.

Era lo que había argumentado Morel, sosteniendo que por lo menos Ricard le preguntaba su opinión y a menudo lograba persuadirlo de que adoptara su forma de pensar: «Somos amigos, ¿comprende?». Había mencionado un fondo municipal para ayudar a los pobres, el albergue de los veteranos de guerra indigentes y las mejoras en la sanidad pública; había hablado con optimismo de un hospital de partos que proporcionaría a las mujeres obreras el descanso en una cama que tanto necesitaban. Bajo la mirada escéptica de Saint-Pierre había admitido que, en lo que se refería a las «situaciones políticas» y las medidas tomadas para encargarse de ellas, su influencia era mínima. «Pero le he prometido apoyarle hasta el final del próximo verano.»

Sophie se pone de pie con un solo y suave movimiento. Saint-Pierre piensa: Nunca volveré a trepar a un árbol, nunca volveré abajar corriendo una colina, nunca volveré a montar de un salto un caballo o a bajar de dos en dos los escalones.

Octubre ha sido una sucesión de días pálidos y despejados. Las mangas recogidas de Sophie dejan al descubierto unos antebrazos dorados aún por el sol. Ella se aparta un mechón de los ojos y se acerca a las gruesas moras que perforan el seto, cuya arquitectura está emergiendo una vez más de la confusión del verano. Saint-Pierre observa, consciente de que no ha respondido a su pregunta. Y ya no está seguro de si ha hecho bien en pedir cautela, recomendar paciencia, aconsejar prudencia hasta… ¿hasta qué? ¿Cómo puede acabar todo esto?

Morel ha prometido no hablar con Sophie hasta terminar su etapa en el comité. Lo ha prometido de mala gana, mirándose los pies, deseando haber acudido directamente a ella en vez de a su padre. Así y todo, le ha dado su palabra.

A Morel no le queda mucho tiempo de vida, de eso Saint-Pierre está seguro. El médico está enfermo de dudas, una enfermedad terminal en tiempos de revolución. No tolerarán por mucho más tiempo sus escrúpulos sintomáticos. ¿Qué supondría que se casara con Sophie, aparte de dolor? Y algo peor tal vez.

Pero el tibio aliento del recelo le susurra al oído, insinuando que, de la mano de su instinto para alejarla del peligro, va el deseo de mantenerla cerca, a su lado, aliviando sus días. ¿Otro viejo estúpido y egoísta, piensa, en eso me he convertido?

Cuando la bolsa de Sophie está llena vuelve a sentarse a su lado. Saint-Pierre, deseando permanecer el mayor tiempo posible comiendo uvas al sol otoñal, empieza a hablar de los restaurantes. Desaprueba -cómo no- esa moda pasajera parisina. Claro que no censura a los dueños, cocineros anteriormente empleados en cocinas aristocráticas que se han encontrado sin empleo y han abierto esos establecimientos adonde acuden en tropel a comer los diputados de provincias.

– Esos pobres diablos no han probado una comida casera en años -dice Saint-Pierre con sincera lástima-. Nada bueno se saca de merodear por París.

Pero, por una vez, Sophie no está prestando atención.

– Padre -dice-, hay algo que quiero hacer.

14

En el puesto de control, el primer guardia había llamado a otro guardia para que examinara los papeles de Sophie, y le habían pedido que vaciara la bolsa y los bolsillos. Se quedaron un rato estudiando las cifras que ella había garabateado detrás del recibo de una tienda.


1 fanega de harina 158

1 fanega de cebada 22

1 fanega de copos de avena 22

1 libra de sal 96

2 litros de aceite 110

12 mechas de lámpara 24

1 libra de jabón de Marsella 23

1 ana de tela 86

2 pares de medias 64

1 sombrero pasable 220

827


– Es una gran cantidad de comestibles secos. -El segundo guardia, el mayor de los dos, acercó la cara a la de ella-. ¿Estás acaparando provisiones?

– Por supuesto que no. Somos ocho en casa, sin contar dos niños, un perro y dos caballos.

Detrás de ella, una mujer que arrastraba a un niño ceñudo rió entre dientes, compasiva.

– Típico de los hombres. No tienen ni idea de lo que supone dar de comer a una familia.

– ¿Cuál es el propósito de tu visita a Castelnau?

– Tengo cita con el doctor Joseph Morel -dijo Sophie, esperando que no le pidieran que lo demostrara.

El primer guardia recorría la lista con un dedo, moviendo los labios.

– Has sumado mal. Son 825, no 827. -Le tendió el papel para que lo comprobara.

El segundo guardia se dio unos golpecitos en la sien y puso los ojos en blanco.

– Mujeres. Son unas negadas para los números.

– Todo el mundo puede cometer un error. -La defensora de Sophie alzó la voz y se cruzó de brazos-. Con lo caro que está todo es imposible llevar la cuenta. -Esperó un momento a ver si aceptaban el desafío. Al ver que no era así, estiró el cuello para escudriñar la lista-. Querida -volviéndose hacia Sophie-, te están cobrando demasiado por las mechas. Si vas a la tienda de mi hermana, no te pedirá más que dieciocho livres la docena. La encontrarás en la rué de la Convention, es imposible no verla. Dile que te envío yo.

– Gracias.

– ¿Es este el sombrero por el que has pagado tanto? Es perverso -fulminando a los guardias con la mirada- lo que cierta gente cree que puede sacar durante una revolución.


El portero del hospital le indicó dónde estaba el despacho del director. Ella había calculado su visita para el mediodía, sabiendo que el doctor Ducroix llegaba a esa hora a casa de Isabelle para almorzar.

Se había dejado los chanclos puestos hasta llegar a la verja, pero en el patio debía de haber barro de la lluvia reciente. Justo antes de llamar, bajó la vista y vio que sus zapatos rojos nuevos estaban sucios. Al instante el coraje la abandonó; pero era demasiado tarde, ya había llamado a la puerta y oído su voz.

Joseph se levantó para saludarla, parpadeó rápidamente, le ofreció una silla, se disculpó por la ausencia de Ducroix -asumió que era a su colega a quien ella quería ver-, le dijo que si se apresuraba tal vez lograra alcanzar a Ducroix, que se había marchado hacía apenas cinco minutos.

– Bien puedo preguntárselo a usted -dijo ella, aceptando la silla que le ofrecía y retirando de esta un platito en el que había habido leche.

Él le libró del platito y volvió a disculparse, murmurando algo sobre gatitos y haciendo un vago ademán hacia las salas. Luego dijo, sin mirarla a ella sino al montón de papeles que había encima del escritorio.

– ¿En qué puedo ayudarla?

Sophie tembló. Empezó a disculparse por molestarle, por no haber concertado una cita, sabía lo ocupado que estaba y no debería robarle tiempo…

Él la interrumpió en voz baja.

– Estoy enteramente a su disposición.

– Mi hermana… la pequeña, me comentó que tal vez les interesara ayuda para cuidar a los enfermos. Me tendrían que enseñar qué hacer. Tengo un poco de experiencia, asistí a mi madre durante su enfermedad… -Desesperada, llamó en su auxilio al profesor Kólreuter, quien dio brincos por un paisaje ordenado con precisión geométrica, y unas flores curiosas florecieron al primer roce.

De pronto, Joseph se quitó los anteojos.

– Podría disponer de dos días a la semana -dijo ella-. Pero entiendo perfectamente que podría no ser conveniente…

– ¿Cuándo podría empezar?

– ¿La semana que viene?

– Excelente. -Luego la cara de Joseph se ensombreció-. Pero debe ver las salas antes de comprometerse. Y debo advertirle que las condiciones son menos que higiénicas. La gente que trabaja aquí a menudo está pálida y cae enferma con frecuencia.

– Usted tiene muy buen aspecto -dijo ella.

Él manipuló sus anteojos con tal fuerza que cayeron al suelo. Al agacharse para recogerlos, su voz se elevó:

– Pero yo tengo una constitución fuerte y acostumbrada al contacto con la enfermedad.

– Dos días a la semana… no me parece un riesgo excesivo.

Buscando de rodillas los anteojos, él se golpeó el codo contra el escritorio pero ni siquiera notó el dolor.

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