1794

1

Erase una vez un jorobado que era el hazmerreír de todos. Un día paseaba por el bosque llorando por su destino cuando se encontró con tres brujas bailando en un corro. «Lunes, martes, miércoles», cantaba cada una por turnos. El jorobado observó un rato y luego se unió al corro. «Lunes, martes, miércoles», cantaron cada una de las brujas, y el jorobado añadió: «Jueves. Lunes, martes, miércoles», y volvió a entonar: «Jueves». A las brujas les pareció estupendo y rieron con ganas. Llevaban bailando y cantando desde el principio de los tiempos y estaban deseosas de novedad. De modo que le asestaron un golpe en su joroba, y él rodó hasta unos matorrales. Por primera vez en su vida el hombre podía erguirse; y, gritando de alegría, se marchó corriendo y volvió a su pueblo, donde se casó con la chica más guapa y disfrutaron de una larga, dichosa y próspera vida. Pero una vez al mes, la noche de luna llena, tenía que volver al claro del bosque y bailar y cantar con las brujas, porque así lo había prometido y era un hombre de palabra.

»Al poco tiempo llegó al pueblo un segundo jorobado, proscrito y trotamundos, y oyó contar la historia de cómo el primer jorobado se había curado milagrosamente. Y empezó a suplicar al primero, que ahora era leñador, que le dijera cómo se había librado de su joroba. Pero el leñador se limitaba a sonreír y menear la cabeza. Había prometido a las brujas que nunca revelaría lo ocurrido esa noche en el claro, y era un hombre de palabra, cerrando con besos la boca de su bonita mujer si alguna vez le hacía demasiadas preguntas.

»Pero el jorobado era un tipo persistente, y esperó su oportunidad, vigilando de cerca. De este modo, la noche de luna llena, vio al leñador salir de puntillas de su casa sigilosamente y echar a andar por el sendero que llevaba al bosque. El jorobado lo siguió a una distancia prudencial, manteniéndose en la penumbra y procurando no pisar ninguna ramita. Al poco rato oyó voces que lo guiaron hasta el claro iluminado por la luna. Asomándose por detrás de un roble, observó a los bailarines: «Lunes, martes, miércoles», decía cada bruja por turno, y el leñador se unió al corro, cantando «Jueves» con su voz clara y fuerte. «Lunes, martes, miércoles y jueves, lunes, martes, miércoles y jueves». Y así, cogidos de la mano, bailaron y cantaron a la luz de la luna.

»Ahora bien, el jorobado no era estúpido. Esperó el momento oportuno y observó de cerca, y se dijo: Aja, un hombre no necesita la luz de la luna para ver con claridad lo que está pasando aquí. De modo que cuando cantaron «Lunes, martes, miércoles y jueves», él se acercó al claro y añadió: «Viernes». «Lunes, martes, miércoles, jueves», continuó la canción, y el jorobado se unió al corro, cogiéndoles las manos y cantando «Viernes».

»De pronto las brujas se encolerizaron y golpearon al jorobado entre los hombros. Y la joroba del leñador salió volando de los matorrales y se aferró a la espalda del jorobado, de tal modo que ahora tenía dos jorobas en lugar de una, y huyó de allí corriendo y chillando, y nunca más volvieron a verlo.»

– ¿Eso es todo?

– Sí.

– Pero es terrible -protestó él-. El segundo tipo solo trataba de controlar su destino. Si cuentas esa historia a los niños, su iniciativa debería verse sin duda premiada. Si no, ¿dónde está la moraleja?

– Podrías verlo como una alegoría de lo que pasa a los artistas que carecen de originalidad.

– Eso jamás estaría permitido en América.

Olivier abrazó el cuello de Sophie, táctica que solía funcionarle.

– Cuéntame otra vez esa historia.

2

Desde noviembre, ella había trabajado en el hospital el cuarto y noveno días de cada décade de diez días. Le daban de comer gratis al mediodía y también le proporcionaban dos delantales azules, recién lavados. A diferencia de las hermanas enfermeras, ella no tenía autorización para utilizar leña, carbón, sal, velas o ropa blanca; pero apartaban una toalla y una pastilla de jabón para su uso personal por la madre Clothilde, que se reunía con ella para lavarse las manos cada hora, e inmediatamente si entraban en contacto con un paciente de dudosa reputación moral.

La asignaron a una de las salas, donde servía a los pacientes sopa, pan, vino, según las prescripciones de los médicos, los afeitaba y se cercioraba de que se les procurara ropa de cama limpia, vendajes limpios y otras necesidades. Supervisaba a la criada remunerada de la sala, y era responsable del almacén de leña del hospital y de registrar los ingresos. La madre Clothilde -ni siquiera el doctor Morel podía dirigirse a ella como ciudadana- le dio instrucciones sobre cómo tomar el pulso para determinar su fuerza, firmeza y ritmo (regular o errático, lánguido o acelerado). Se esperaba de ella que moliera polvos y mezclara jarabes en el dispensario bajo la supervisión del boticario de visita. Siempre se quedaban cortos de tintura de láudano: dos onzas de opio en una pinta de vino mezclada con una onza de azafrán y una pizca de canela molida. Sophie debía dejar hervir el líquido al baño María, colarlo y embotellarlo. Ayudaba a vendar heridas, preparaba cataplasmas de linaza y las aplicaba a los abscesos para drenar la sustancia nociva. Aunque no se le pedía que practicara sangrías, servicio que proporcionaba un aprendiz de cirujano, se esperaba de ella que demostrara competencia y serenidad en el manejo de las sanguijuelas.

Las ampollas eran un tema controvertido. Hacía tiempo que se había aceptado que el dolor provocado de manera artificial era beneficioso para los pacientes porque los distraía de sus síntomas originales y desplazaban la enfermedad. El tradicional agente irritante era un emplasto de cantáridas, resina borgoñona, polvos de euforbio, levadura, cera y semillas de mostaza. Se perforaban las ampollas y se mantenían abiertas para dejar salir el veneno. Pero el doctor Morel se mostraba escéptico acerca del valor terapéutico del tratamiento. Si tenía que recurrirse a él, prefería calentar tazas pequeñas y ponerlas verticales en el cráneo o espalda del paciente hasta producir el efecto deseado. Todo el mundo había tomado partido y tenía una opinión al respecto.

El director y el subdirector hacían sus rondas por la mañana y la tarde, respectivamente. Cada ronda se suponía que debía durar menos de una hora, una media de treinta segundos por enfermo. Pero Joseph se entretenía a la cabecera de las camas de sus pacientes, tomando notas. Sophie observaba que, si bien escuchaba con cortesía las descripciones que los pacientes hacían de sus males, nunca confiaba únicamente en sus versiones, como hacía Ducroix, para hacer un diagnóstico. Los exámenes de Joseph siempre se prolongaban más, porque daba golpecitos en pechos, olía heridas, examinaba lenguas, bajaba párpados, escuchaba respiraciones. Había que guardar la orina, deposiciones, expectoraciones y vómito de cada paciente hasta que el subdirector los examinase.

Cuando terminó su ronda y vino a sentarse con ella, como siempre hacía, junto al escritorio situado en un hueco del extremo de la sala, ella le preguntó por qué prestaba tanta atención a los síntomas físicos de los pacientes.

– Porque la medicina es una ciencia -respondió él-, y los conocimientos científicos están basados en fenómenos observables. Por ejemplo: la presencia de una sustancia aceitosa y transparente en una expectoración viscosa es una señal inconfundible de purulencia. Tales casos suelen ser mortales.

– ¿Y si la descripción del paciente contradice lo que observa?

– Entonces el paciente está equivocado. La gente a menudo exagera o está confusa acerca de sus síntomas.

Se había puesto los anteojos para examinar el registro de ingresos. «Han traído a un hombre a las nueve y media -había escrito ella-. Estaba inconsciente y no ha podido decirnos cómo se llamaba. Ha muerto a las diez y diez. Aparentaba veinticinco años.»

Él contuvo su desesperación.

Ella reflexionaba con ceño lo que él acababa de decir.

– Pero ¿quién le dice a usted que no hay errores de interpretación en las conclusiones que saca de sus observaciones?

Él consideró ese nuevo punto de vista.

– Ese podría ser perfectamente el caso -dijo por fin-, pero no podría seguir haciendo este trabajo si lo creyera.

– ¿Lo ve? La razón sirve siempre que la ciencia se limite a explicar el mundo. Pero actuar en él, cambiar las cosas, los esfuerzos humanos… eso requiere fe.

Sophie ya había reparado en la delicadeza del doctor Morel. Lo había observado escuchar sentado las divagaciones de una anciana, alisando con sus manos de dedos ásperos la colcha de la cama. Había comprobado por sí misma que cuando levantaba la barbilla y reía, uno no podía evitar sonreír. Ahora se volvió para mirarlo mientras hablaba. Y algo en su cara…

El universo de cuerda se desintegró en piñones y muelles. Y volvió a armarse de manera diferente.


La jornada de Sophie empezaba a las ocho y terminaba a las seis y media. Su desarrollo seguía un orden estricto: distribuir leña, lavar con esponja la cara y las manos de los enfermos, actualizar el registro, la criada fregando la sala, las rondas de los médicos y cirujanos, los labios de la madre Clothilde moviéndose en silencio antes de la comida que comían sentados a una mesa que los años habían alisado a fuerza de frotar. Sin embargo, al ir a casa de Isabelle, donde pasaba la noche, Sophie solo era consciente del tiempo como manchas de sombra y luz, el cansancio embotando los bordes bien definidos del día.

Lo más duro era el olor. Las prometidas ventanas aún no se habían materializado; entretanto, Joseph había dado órdenes de dejar abiertas todo el tiempo las puertas a ambos lados de la sala. También había hecho respetar la antigua pero nunca cumplida norma de un solo paciente por cama. La necesidad era tal, sin embargo, que también se instalaron catres de paja. Los pacientes que dormían en ellos se quejaban amargamente de las corrientes de aire a ras de suelo, y los no discapacitados se obstinaban en subirse a las camas más próximas, provocando un nuevo clamor de lamentos y maldiciones en sus ocupantes originales. Al final, las puertas se dejaban escasamente entreabiertas. El hedor a sudor, orina, vómito, diarrea, vendajes sucios, vinagre y brebajes recetados por los médicos iba in crescendo hasta que, al final del día, Sophie tenía que salir de la sala cada cuarto de hora para tomar una bocanada de aire a hurtadillas en el pasillo.

Una mañana borrascosa de principios de primavera que no esperaban a Sophie, esta se presentó en la oficina del doctor Ducroix pidiendo autorización para limpiar el terreno baldío rodeado por el edificio principal. Había traído plantas de Montsignac, explicó, estaban en un carro que esperaba en la puerta. Sería un terrible desperdicio no utilizarlas ahora que estaban aquí. Y ahora que se acercaba el buen tiempo, tal vez alentaran a los pacientes convalecientes a pasar tiempo fuera respirando aire puro, que sin duda beneficiaría su salud y agradaría al doctor Morel. Tal vez arrancar unas cuantas malas hierbas no fuera tan impensable.

Detrás de las cocinas había una amplia franja donde se cultivaban zanahorias, nabos, coles, judías, guisantes y hierbas medicinales para uso del hospital. Ese era el dominio de un individuo artrítico llamado Taine, medio ciego, más de medio sordo y encorvado como un sauce que ahuyentaba frenético a todo el que entraba sin autorización. Nadie, ni siquiera la madre Clothilde, recordaba cuándo había entrado a formar parte del hospital ni conocía sus antecedentes. Cuando alguien se dirigía a él, soltaba una especie de ladrido y daba golpes al aire con un bastón de endrino.

El pasado invierno le había provocado una tos que detuvo en seco su andar pesado, días enteros en que el dolor lo dejaba postrado en su camastro en el húmedo cobertizo que llamaba hogar. En tan debilitado estado, había bajado la guardia. Llamaron a un chico que rondaba por el hospital haciendo las tareas que nadie quería hacer a cambio de cama y comida, para que se ocupara del huerto, donde demostró una aptitud preternatural para interpretar las palabras de Taine. La supuesta niñez de Luc había empezado en una granja; entendía el trabajo, el tiempo, el despertar de la tierra. Taine no le daba más palizas de las necesarias. A este mismo chico de orejas grandes lo pusieron a ayudar a Sophie. Bajo el régimen de Joseph, ya se había retirado toda la basura y casi todos los escombros del viejo jardín que había entre las salas. Trabajando juntos, Sophie y Luc arrancaron malas hierbas, quitaron piedras, removieron la tierra, rompieron terrones, rastrillaron, descubrieron un billetero de cuero rojo mohoso (vacío excepto por un botón triangular de hueso). Ella arrancó un puñado de tierra para enseñarle al chico lo oscura y margosa que era allí donde la habían removido.

– Lombrices -dijo él, ansioso por impresionar, mostrando algo rosa translúcido que se retorcía.

Los rosales, espliego y romero aguardaban, con las raíces envueltas en trapos húmedos. Abrieron una fracción de un saco poco invitador que Sophie guardaba cerca, de manera protectora, y que estaba lleno de boñigas descompuestas. Estas debían utilizarse exclusivamente como capa superficial de abono para las rosas, ordenó ella, y no desperdiciarse en simples hierbas. Y bajo ningún concepto debía enterarse Taine de su existencia, o las querría para sus hortalizas. Disfrutando de su papel, Luc se deshizo en juramentos de discreción.

Bordearon de hierbas un sendero. Plantaron dos parterres de rosales dispuestos en triángulos, extendiendo las raíces hacia fuera, cubriéndolas de tierra y sujetando cada arbusto en su sitio apisonando la tierra de alrededor. Una vez firme la planta a base de pisotones, se ponía alrededor el resto de la tierra a paladas.

– Damascos -dijo Sophie-. Flores dobles de color rojo rosado con sesenta pétalos cada una. Incomparable por su aroma.

La mañana se agotó. Estiraron los brazos, felicitándose mutuamente por lo mucho que habían trabajado. Ella tuvo que marcharse con más de la mitad de las plantas por plantar, pero prometió volver al día siguiente. Luc, esclavizado, se quedó en la puerta moviendo la mano en señal de despedida.

Cuando poco después llegó Joseph, le informaron de lo que habían hecho y salió a verlo por sí mismo. La tarde había oscurecido, el viento era más frío. Arrancó una ramita de romero y paseó llenándose los pulmones del olor a tierra. Caían las primeras gotas de lluvia cuando empezó a separar los fragantes brotes que tenía en la mano, arrancándolos del tallo como tantas promesas no deseadas.

3

La casa estaba al final de la calle. A un lado tenía una pocilga adosada, y detrás un jardín con un estercolero y una huerta. Una de dos casas, las únicas del pueblo que seguían perteneciendo a los Saint-Pierre, había permanecido vacía durante el invierno desde la muerte del anterior inquilino, y la lluvia había entrado a través del tejado que no había sido reparado por falta de dinero.

Stephen había acudido discretamente al rescate; a cambio de toda esa agua caliente, dijo.

– Mira, Jacques. Un manzano.

– Las manzanas están muy bien para los jóvenes con dientes resistentes. Lo que a mí me gusta son las peras jugosas y dulces, y no veo ningún peral. Ni un ciruelo.

– Sabes que puedes venir al huerto cuando quieras y coger toda la fruta que te plazca.

– Hay unos buenos escalones y una subida. Si tengo otra mala caída será mi fin. No creo que aguante más allá de Navidad, de todos modos. Me atrevería a decir que nadie lamentará mi muerte.

– Te traeré peras cada día cuando sea la época -se defendió Mathilde.

– ¿Cuánto creen que aguantarán esas nuevas tejas? Habrá goteras con la primera tormenta de verano, y seguro que pillo una de esas toses de las que uno nunca se recupera. -Con una uña curvada de color ocre arrancó un trozo de corcho y después otro. Parecía más que nunca una vieja rama sin hojas.

– Stephen ha ido a buscarte un cochinillo de la granja de los Coste. Iba a ser una sorpresa.

– ¿Para qué quiero un cerdo? Me estarán devorando los gusanos antes de que llegue el momento de matarlo.

Mathilde rodeó corriendo la casa hasta la parte de atrás, donde había un montón de malas hierbas al lado de la huerta y Sophie descansaba sobre la pala, con el pelo cayéndole hacia el suelo.

– Quiero que Jaques se quede con nosotros. ¿Por qué no puede quedarse?

– Sabes por qué. No querrías que se cayera otra vez por las escaleras, ¿verdad?

– Es una casa horrible. No tiene ventanas y huele mal.

– Es mejor que la casa de beneficencia de Castelnau. -Sophie cavó sombría, sin querer pensar en Jacques, solo por primera vez en setenta y seis años.

Él había insistido en llamar al notario para redactar su testamento. Quería que todas sus posesiones, es decir, dos camisas, unos pantalones, dos calzones, un chaleco, dos pañuelos, tres pares de medias, dos gorros (uno de lana, otro de algodón), un par de zapatillas y un grabado enmarcado del martirio de santa Ágata, fueran vendidas en subasta. Lo recaudado, junto con las nueve livres que representaban sus ahorros, debía ser enviado «a los negros de África». A la pregunta de si tenía en mente unos negros en particular, respondió: «Los más negros».

– Estará triste todo el tiempo -lloró Mathilde-, sabes que lo estará.

– Le conoce todo el pueblo.

– Le caen mal casi todos.

– Berthe le traerá cada día la comida, y todos vendremos a verle. No estará tan mal -dijo Sophie, obligándose a creerlo.

– ¿Crees que le gustaría tener mi retrato de Brutus?

Un cochinillo salpicado de barro y con una cuerda alrededor del cuello bajó trotando por la calle, chapoteando a través de los charcos.

Stephen, luchando por sostener en equilibrio a Caroline en la parte interior del codo de su otro brazo, se detuvo en seco ante la escena de un anciano abrazado a un árbol: una lluvia de flores blancas contra un cielo azul, dos pétalos finos como el papel pegados a una cara arrugada.

4

Esperaban a Joseph en la oficina del director, como sabía que harían. No tuvieron necesidad de preguntar; su fracaso se hizo patente antes de que entrara en la habitación, por la forma en que sus pasos se arrastraron hasta la puerta.

La madre Clothilde se santiguó, y él no tuvo coraje para reprenderla.

Había llegado hacía unas horas y encontrado un gran revuelo en el hospital. Una de las criadas, una mujer corta de entendederas llamada Bette Roussel que trabajaba en la lavandería, había asistido a las ejecuciones del día anterior. Entre los destinados a la guillotina había un cura; cuando la cabeza de este cayó, la sangre brotó a borbotones y salpicó el suelo. Más tarde, cuando el espectáculo hubo terminado, vieron furtivamente a Bette recogiendo la gravilla manchada de sangre. La habían arrestado en el acto acusada de conspiración.

Tan pronto Joseph se enteró de lo ocurrido, fue a ver a Ricard.

Encima del escritorio de Ducroix, en un vaso, había tres rosas de color rosa emborronado de rojo. Joseph se apoyó contra la pared junto a la puerta.

– He hecho la ronda por ti -dijo Ducroix-. El viejo del bocio ha muerto.

– Bette apenas es capaz de distinguir una funda de almohada de un mantel. El abbé Maury era su confesor, asistió a su padre en su lecho de muerte. ¿Cómo va a comprender por qué la Revolución ha creído pertinente ejecutarlo? ¿Se ha llegado al punto en que la gente ya no distingue la simpleza de la sedición?

Con los labios apretados, la madre Clothilde salió de la habitación recogiéndose la falda como si Joseph fuera un charco de algo desagradable en el suelo.

– Le he dicho todo eso y más -dijo él a Ducroix-. Ricard me ha enviado a Chalabre, quien me ha dicho que no podía hacer una excepción por mí. ¿Qué pensaría la gente si el Comité Central se ponía por encima de la ley?


Después de que Ducroix se hubo marchado, se quedó sentado ante su escritorio mientras la luz se desplazaba por las paredes. Las últimas horas de la tarde siempre le resultaban insoportables, independientemente de lo que hubiera traído el día, cercándolo como una enfermedad incipiente.

En el jardín, los pájaros llamaban. Pensó en las manos rojas y mojadas de Bette, tan parecidas a las de su madre. Pensó en Luzac, declarando enérgicamente que era inocente hasta el final, diciendo a la multitud que había sacrificado de buen grado un brazo por la Revolución, sin comprender que solo iban a contentarse con su cabeza.

Por hacer algo, abrió el registro central y empezó a leer. Las afecciones de piel estaban, como siempre, bien representadas: tiña (7 casos), sarna (4), abscesos malignos (11), llagas ulceradas (22), escorbuto (9), erisipela (34). 3 casos de parálisis, 44 de dolor de garganta, una inflamación de testículos. Varios catarros. Las habituales enfermedades pulmonares, incluidos 9 casos de tisis. Vómitos con y sin dolores de estómago. Malestar al orinar. Disentería. Reumatismos (28 casos). Fiebres: continua, intermitente, exantemática, baja. Hernia, hidropesía, insolación.

Al acabar el mes trasladaría la información a un gráfico que registraba la incidencia de las enfermedades individuales sobre el calendario. Sabía de antemano que las fiebres tendían a aumentar marcadamente en verano, apoyando su teoría de que eran un subproducto de las emanaciones nocivas que se manifestaban en su máxima virulencia con el calor. A la inversa, los índices de mortalidad, registrados en otro gráfico, descendían en esa época del año; el número más elevado de decesos era consecuencia de afecciones de pecho, y era en los meses de frío cuando hacían estragos.

Llevaba un meticuloso registro, sacando información del caos. Nada tenía sentido si se veía aisladamente, fuera de su contexto. Era preciso discernir las pautas.

Poco antes ese año, París había decretado que en adelante todos los sospechosos políticos serían trasladados a la capital para ser juzgados allí. Castelnau había protestado enérgicamente. La pluma de Mercier se había superado a sí misma: «Entre el pueblo y sus enemigos no puede haber más que la espada. Solo cuando la ven caer rápidamente los mismos ciudadanos que han identificado la traición en el corazón de sus vecinos, podemos estar seguros de mantener en Castelnau el ardor revolucionario al rojo vivo». Ya fuera aturdida por la elocuencia de Mercier o sofocada por sus propios enredos burocráticos, la Convención se había ablandado: Castelnau conservó su tribunal. La victoria se celebró con hogueras y la distribución de un poema compuesto por un oficial municipal inferior. Empezaba: «¡Oh, Castelnau! Todos los que hemos mamado de tus abundantes pechos…».

Las ejecuciones tenían lugar ahora cada cuatro días, los crímenes contra la Revolución representaban un promedio de cinco muertes cada vez.

«Errores de interpretación.» Él ya no estaba seguro de tener la fe para restarles importancia.

Fuera, una vaga conmoción -arañazos, golpes, crujidos, voces susurradas- señalaba que los pacientes que habían sido sacados al jardín para disfrutar del sol y el aire puro estaban siendo llevados de vuelta a sus salas. Cogió una hoja de papel y se puso a escribir.

Cuando hubo terminado, la habitación había sido ocupada por la oscuridad. Oyó el ruido metálico de un objeto -¿un cuchillo, una sartén, una bandeja de latón?- al caer en el pasillo. Se disponía a encender la lámpara cuando pensó: ¿Para qué? La semioscuridad gris que se filtraba por la ventana duraría fácilmente el tiempo que hiciera falta.

Buscaba a tientas la botella en el armario que había junto al escritorio de Ducroix cuando alguien llamó a la puerta. No había oído pasos. Venían sin hacer ruido, al caer la noche, era entonces cuando llamaban a la puerta, mostraban sus órdenes, registraban la casa y te llevaban con ellos. Paralizado de miedo, el corazón le dio un vuelco enloquecido.

Ella estaba allí, sosteniéndose sobre un pie, vestida con ropa de calle.

– No quería irme sin asegurarme de que está bien.

Él alargó una mano, la hizo entrar en la habitación y cerró la puerta.

– Sophie -dijo sin soltarle la muñeca-, tengo intención de dimitir del Comité. He escrito una carta a Ricard.

– Estoy segura de que la decisión que ha tomado es correcta. Y sin duda valiente.

– ¿Significa eso que le parece necia?

– Oh, no -dijo ella muy seria-, en ese caso le hubiera dicho que tenía valor.

Y entonces él empezó a besarla.

5

Habiendo amanecido temprano, Joseph caminó por calles donde las sombras seguían frías, hasta que salió a los muelles y el calor le rodeó los hombros como un brazo amigo. Un niño y dos viejos pescaban en el río deslumbrante por el sol. Unas aves blancas, torpes puntadas sobre una tela azul, llenaban el aire de graznidos quejumbrosos.

Ça ira! -bramó él cruzando a grandes zancadas el puente-. Ça ira!

El centinela que se mondaba los dientes lo siguió con la mirada agriamente, preguntándose qué motivos tenía ese tipo para cantar.

Estaban montando el mercado en la plaza del final de su calle, y una mujer que no podía dejar de bostezar le vendió un enorme ramo de lilas blancas, que dejó en la jarra junto a la palangana. El aroma inundó su habitación, alguien bajó con estrépito las escaleras, le faltaba un botón de la camisa.

6

En todo Castelnau, el decreto del comité de cerrar con candado las iglesias se topó con una furiosa resistencia. Los obreros textiles amenazaron con ir a la huelga; los estibadores y barqueros la declararon. De todas partes llegaron cartas protestando por la violación del derecho de un ciudadano a escoger el lugar y la forma de su culto. La injusticia, que coincidió con el buen tiempo primaveral, llenó las calles de un torrente de manifestaciones: carreteros, prestamistas, vinateros, zapateros, verduleras, viajeros, barberos, afiladores de cuchillos, herreros, canteros, sastres, exterminadores de ratas, encuadernadores de libros, adivinos, flautistas, cantantes de baladas, vendedores de violetas, contrabandistas de armagnac. Vecinos que hacía años que no se hablaban se apiñaban en rellanos.

Cuando en la reunión del club llegó la hora de las preguntas, un ebanista preguntó a bocajarro si París había decretado el cierre de las iglesias; el alcalde tuvo que admitir que la decisión había sido iniciativa suya. Los candados fueron retirados a la mañana siguiente por los mismos cerrajeros que los habían colocado. En una reunión de emergencia del comité, Mercier trató de restar importancia al fiasco.

– Un pueblo dominado por el clero se aferra a sus rituales. Con el tiempo entrarán en razón.

– Y hasta que lo hagan -dijo Joseph- podemos guillotinarlos.

Nadie se abalanzó sobre él. Pero no le hubiera importado, ya no.

– Si los conservadores se alían con los trabajadores… -No hizo falta que Chalabre terminara la frase.

Fue a Ricard, por supuesto, a quien se le ocurrió la contraestrategia: dado que los ataques directos a la Iglesia se habían limitado a hacer el juego al enemigo, ¿por qué no proporcionar una alternativa al cristianismo? Tenía pensado una serie de celebraciones basadas en el nuevo calendario que, gradual e imperceptiblemente, reemplazarían las viejas fiestas litúrgicas y de santos proporcionando a los trabajadores las mismas oportunidades para descansar y divertirse. Un Festival de la Juventud en primavera, un Festival del Matrimonio en verano, un Festival de la Agricultura en otoño.

Joseph había querido hablar con Ricard antes de entregarle formalmente la dimisión. Pero el alcalde se marchó apresuradamente del comité mientras seguían deliberando, porque llegaba tarde a una reunión con los dirigentes de los trabajadores del río que estaban en huelga. Y ya habían pasado cuatro días.

Diciéndose que Ricard lo comprendería, dejó el sobre en su escritorio y siguió a Mercier escaleras abajo.


Por un golpe de buena suerte, acababa de llegar al ayuntamiento la estatua de Rousseau que habían encargado el año pasado. El Festival de la Libertad, la primera de las nuevas fiestas, se organizó apresuradamente en torno a ella.

Floreal era el mes de las flores. En la plaza, frente al Templo de la Razón -antaño conocido como la catedral de Saint-Denis-, había montones de rosas blancas y rojas. Ramas frondosas y guirnaldas de caléndulas adornaban los edificios que la rodeaban, y a ambos lados de la rué de la Liberté había gente vestida de blanco: a la derecha los hombres con sus hijos varones, a la izquierda las mujeres y las niñas, todos con ramos de flores y cestas de fruta.

A lo largo de un lado de la plaza se habían colocado hileras de bancos reservados para los dignatarios. Al ocupar su asiento Joseph se vio obligado a pasar por detrás del alcalde. Vaciló… y Ricard, volviéndose hacia él, lo saludó con la afabilidad de costumbre.

El alivio y la gratitud se manifestaron como un torrente de perogrulladas: un día perfecto, la ciudad estaba espléndida, había que felicitar a todo el mundo, esperaba que el alcalde estuviera bien. Y dónde estaba Lisette, hacía mucho que no la veía. Se había despertado con jaqueca, respondió Ricard.

– Nunca le ha sentado bien el calor.

La gente se abría paso a lo largo de la fila a sus espaldas. Ricard le tendió la mano; él se la estrechó y siguió andando.

Un batallón de chicos se acercó marchando bajo una pancarta en la que se leía: «Nos puso a Emilio como modelo». Tendría que memorizarlo para Matty. En el coro apiñado en el ángulo adyacente a la plaza distinguió a dos niñas resplandecientes en seda blanca y fajines azules, cogidas de la mano, el cabello pelirrojo brillando al sol.

Sol, música, una patriótica mañana de banderas ondeando.

Las voces inmaculadas de los niños.

Pensó en lo fácil que era rechazarlo todo calificándolo de sentimiento barato, emoción orquestada. Pero lo vio como la inexorable marcha humana hacia la hermandad, un tambaleante impulso de alcanzar la bondad, y se sintió profundamente conmovido.

Habían plantado un roble en el centro de la plaza. A su sombra, la estatua cubierta por un velo esperaba en su pedestal. Dejaban de oírse las canciones cuando Ricard y un grupo de concejales abandonaron sus asientos para subir a la tarima que se había levantado al lado de la estatua. El alcalde llevaba un sombrero con plumas, y su abrigo verde era del mismo tono que las hojas del roble. Joseph vio a una de las niñas dar un codazo a su hermana, señalando con la cabeza a su padre, que se alzaba sobre los otros hombres conforme subía los escalones de la tarima.

Debería haber ido a verlo, pensó. Debería haberle explicado sus razones. Pero el pesar se escurrió como un pez por delante de él y desapareció sin dejar ninguna onda en el agua. Últimamente, aunque rebosaba de una vaga y risueña benevolencia, las demás personas no le parecían ni interesantes ni relevantes. «Sophie», decía a menudo en alto, sobresaltando a la gente a su alrededor, «Sophie». El tiempo que pasaba lejos de ella transcurría en un estado de ensoñación alerta.

La voz de Ricard se extendió sobre la silenciosa plaza. El roble representaba la resurrección de la libertad en Francia, dijo, era el árbol genealógico de la gran familia de los hombres libres que un día heredarían el mundo. El roble crecería y resistiría durante generaciones. Los niños reunidos hoy bajo sus ramas volverían dentro de unos años con sus propios hijos y nietos, y les hablarían con orgullo de los heroicos días en que los hombres rompieron las cadenas y nació la libertad.

A la izquierda de Joseph hubo un movimiento. Miró de soslayo y vio a una mujer secándose los ojos con un pañuelo con fragancia de lavanda. Evidentemente, él no era el único que se había dejado conmover. De pronto la mujer estornudó con violencia, tres veces. Fiebre del heno, reconoció él, y sonrió.

Un momento después oyó el disparo. La colocación de la multitud cambió al instante, como si una mano invisible hubiera pasado por encima de un tablero.

Vio a Ricard tumbado en la tarima, su sombrero con plumas describiendo una espiral para acabar cayendo al pie del roble.

7

Stephen debía de estar pintando en el bosque, y a su padre -Sophie asomó la cabeza en su despacho, preguntó a Berthe- no le habían visto desde el desayuno. Pero encontró a Claire leyendo una novela en el sofá, e hizo salir a Mathilde de un desván cuando un estornudo ahogado la traicionó.

– ¿Tienes que jugar ahí arriba? Tienes una telaraña en el pelo.

Pero Sophie parecía ausente.

– No estábamos jugando. -Mathilde salió de la cesta después de Brutus, y se abrió paso entre trastos viejos estratégicamente colocados-. Estábamos comprobando si todavía cabemos.

Sophie recogió a Claire al salir.

– La verdad, Sophie, justo cuando Adolfo está a punto de descubrir el joyero con las cartas que sir Percy escribió a Emiglia.

Era finales de primavera, y el jardín era un derroche de rosas. Hasta Claire parecía dispuesta a entretenerse. Pero Sophie se dirigió con presteza hasta un parterre al otro lado del seto, donde se detuvo y señaló.

– Una rosa del Boticario -dijo Mathilde al ver los dos capullos carmesí. Luego, acercándose más-: ¿No?

– Fíjate en ese rojo. Y las hojas, con ese débil brillo.

– La verdad, Sophie… ¿nos has arrastrado hasta aquí para jugar a las adivinanzas con tus rosas? El médico no tolerará tu obsesión con los sutiles matices de la botánica, una vez estés casada. Un marido espera ser el centro de la atención de su esposa.

– Ya lo sé… Es una de esas rosas de China. Tiene las hojas iguales.

– Huélela. -Y cuando Mathilde obedeció-: ¿Lo ves? No tiene nada que ver con una rosa de China. Y los capullos son más alargados y más oscuros.

– Deja de hacerte la misteriosa, Sophie, sabes que no lo soporto. Dinos qué quieres decirnos o me vuelvo dentro.

Sophie había empezado a sonreír y ahora no podía parar. Acarició las orejas de Brutus y se echó a reír.

– Llevo años cruzando las Damasco de Otoño con las rosas de China. Nunca había ocurrido nada parecido.

– Pero estas flores son de color carmesí. Más oscuras que las rosas de China -protestó Mathilde- y totalmente distintas de esas Damasco rosa.

– El año pasado me salieron flores blancas. Y he tenido todos los tonos de rosa. Pero siempre han predominado las rojas. Solo que nunca pensé que conseguiría una tan oscura y con ese aroma. -La irregularidad, pensó Sophie, rascando la barriga de Brutus, inclinándose para besar la mano del profesor Kólreuter.

– ¿Podrás venderla? ¿Como las rosas de China?

– Si sobrevive. Si consigo que se reproduzca.

– ¿Habrá suficientes para regalar? ¿O serán como las medias de invierno?

Claire examinaba el fenómeno.

– Debo reconocer que tienen un color asombroso. Qué lástima que no te cases hasta septiembre… podrías haberlas puesto en tu ramo.

Eso hizo que Sophie volviera a sonreír.

– Si es descendiente de esas dos rosas… -Mathilde razonaba en alto-. ¿Volverá a florecer en otoño?

– No puedo contar con ello -mintió Sophie sin pudor.

– Oh, Sophie… serás famosa.

– Si es nueva, ¿no tienes que bautizarla? -preguntó Claire-. ¿Cómo vas a llamarla?

¿Brutus? -Propuso Mathilde, esperanzada.

– Hummm… Seguramente no.

– Prométeme que no le pondrás un nombre horrible, como Inocencia.

– ¿Qué tal Carbunco?

Sus hermanas rieron. Brutus estaba tumbado sobre un caracol muerto, con las patas en el aire, y se retorcía alegremente. Claire empezó a narrar las vicisitudes de Emiglia, pero no paraba de olvidarse de detalles que más tarde resultaban cruciales. Mathilde se tumbó a su lado, concentrándose.

– Pero ¿por qué su vieja niñera no le dice quién es realmente su padre? ¿De qué color era el gato?

Sophie pensó en lo fortuita que era la vida, a merced de la casualidad y de oportunidades al azar. Cerró los ojos; había pétalos amontonados, de color carmesí, y los saboreó con la lengua.

8

Paseaban juntos en amigable silencio por las calles a última hora de la tarde. La gente se apartaba para dejarlos pasar y susurraba algo. De vez en cuando un hombre se adelantaba para estrechar la mano a Ricard o darle una palmada en el hombro.

Joseph pensó: Nada ha cambiado.

En el mercado de cereales habían colgado farolas de las vigas del techo, y un violinista afinaba su instrumento. Dos hombres montaban unas mesas de caballete. Un grupo de niños pasaron como un remolino por su lado, comiendo turrón.

– Al final salió tan bien como cualquier acto organizado en París, ¿no crees? -Ricard se había detenido y llenaba su pipa con su parsimonia habitual-. A pesar de la interrupción.

La bala había descascarillado la mano izquierda de Rousseau, rebotado y acabado alojada en el tronco del roble. Al aspirante a asesino, un pastelero sin empleo, lo habían reducido en cuestión de segundos. La mayoría de los congregados, salvo los que se hallaban en las proximidades del incidente, no había entendido lo ocurrido, asumiendo que el disparo formaba parte de las festividades. Unos cuantos hasta se habían arrodillado, creyendo que su alcalde les hacía la señal para que la familia de los hombres libres se postrara con él ante la estatua del filósofo.

– Sé que prometí apoyarte hasta las elecciones. -Las palabras de Joseph brotaron en un tumulto ininteligible-. Lo siento.

Ricard se sirvió de la pipa para rechazar la disculpa. Un oso pasó a cuatro patas por su lado, conducido por una cadena atada al collar de hierro que le ceñía el cuello.

– No lo soporto -dijo Joseph-. ¿Sabes cómo les enseñan a bailar? Ponen al cachorro en un cubo de brasas encendidas y tocan música mientras él da saltitos sobre unas patas y otras desesperado de dolor.

Oyeron una ovación en el parque, donde tenían lugar unas carreras de cerdos. Una niña, alentada por unos padres llenos de admiración, se acercó corriendo al alcalde para darle un clavel rojo. Ricard le dio una palmadita en la cabeza y se metió la flor en el ojal.

En la esquina de una calle había una bodega y un grupo de bebedores entre los barriles sacados a la calle. Hubiera revolución o no, los señores disfrutaban de delicados vinos importados de otras provincias mientras sus empleados bebían a grandes tragos el gros rouge de la región, haciendo gárgaras antes de tragarlo para aumentar su efecto. Una capa de serrín fresco cubría la distancia establecida por la ley a partir de la entrada de la tienda; había sido iniciativa de Joseph, y absorbía casi todo el olor al tiempo que facilitaba el trabajo a los que limpiaban la calle. Se preguntó, con tímido orgullo, si Ricard se había fijado.

Al llegar al ayuntamiento, el alcalde se detuvo.

– ¿Por qué no subes más tarde? Habrá una vista excelente de los fuegos artificiales. Tal vez esté Mercier… si logra separarse del burdel que está patrocinando.

Eso era una calumnia flagrante. Mercier, encendido por los dramáticos sucesos del momento, estaría sin duda ante su escritorio denunciando la traición, insinuando conspiración, exigiendo castigo. Antes del amanecer habría sacado un panfleto. Joseph sabía todo eso, pero ¿cómo iba a resistir una invitación a la complicidad?

– Voy a ir a Montsignac -respondió, sin embargo-, para cenar con los Saint-Pierre.

– ¿Has empezado a verlos de nuevo? -preguntó Ricard con despreocupación. Y, antes de que Joseph respondiese, añadió-: Chalabre me ha enviado una nota. El pastelero ha admitido que su cuñado fue ayudante de cámara de Luzac.

– ¿Crees que hay alguna conexión?

– Estoy convencido. No descansarán hasta que hayan destruido la Revolución y consolidado los intereses de su clase. Sé que crees que tomamos medidas excesivas, pero cometes la clásica equivocación de creer que todo el mundo es como tú. No nos las estamos viendo con hombres de buena voluntad.

Joseph cambió el peso del cuerpo de un pie al otro, como el oso.

– El diagnóstico no es sino el primer paso; lo importante es curar la enfermedad. Fuiste tú quien me lo enseñó, doctor.

Un grupo de hombres y mujeres se acercaba riendo por la calle. El alcalde esperó a que hubieran pasado.

– Un cirujano debe manejar su bisturí sin piedad.

– Por eso la gente se resiste a la cirugía.

– Esto es lo que echo de menos -dijo Ricard-, poder hablar libremente. No debemos permitir que nuestras diferencias se interpongan en nuestra amistad.

– Por supuesto que no. -Joseph se aferró agradecido a la prueba que tenía próxima-: Hace días que quiero decírtelo. Me caso en otoño.

9

Estaban tumbados boca arriba con las cabezas juntas, una rubia y la otra morena, entre la larga hierba a orillas del río. Las sombras de las hojas dibujaban estampados en sus rostros; respiraban acompasadamente.

Él se despertó sobresaltado.

– Roncas muy melodiosamente, Matty.

– Llevo horas aquí tumbada soportando el estruendo que metes tú. Soy demasiado educada para decir nada.

– Recuérdame que te ahogue cuando me levante.

Los insectos pululaban en la hierba. Brutus dobló las patas y ladró cansinamente.

– Me pregunto si sabe qué es soñar.

– ¿Acaso lo sabes tú?

Stephen miró de soslayo y vio montones de hojas sueltas junto a la orilla. Recorrió con un dedo una ramita de tono purpúreo brillante: hojas en forma de lanza aferradas con firmeza al tallo, pétalos dispuestos en verticilo. Le dejó los dedos ligeramente pegajosos.

– ¿Te has comido el último trozo de tarta?

– Por supuesto.

– Por supuesto.

Había hojas de alisos y abedules, e intersticios agitados de azul.

– Charles dice en su carta que llevó a su general en su globo para que echara un vistazo al campo de batalla de Fleurus. Está convencido de que fue decisivo en el resultado.

– Nunca me has llevado en globo como prometiste que harías. Y el mes que viene cumpliré trece años y la niñez no será sino un sueño lejano.

– Cuando Charles vuelva a casa. Lo prometo.

Una rata de agua trazó una raya de burbujas en la superficie del agua.

Pero a él se le cerraban los párpados.

Sin amarras, flotó con la tarde.

10

– Voy con vosotros -dijo Mathilde en respuesta a la pregunta de Joseph.

A lo que Stephen le dio una patada por debajo de la mesa; y Saint-Pierre se apresuró a decir:

– Vamos, Matty, ¿tienes miedo de que te dé otra paliza al ajedrez?

De modo que allí estaba él, a solas con Sophie. Las hojas, la hierba, el cielo cada vez más oscuro, todo ello confería una ilusión de frescor al aire aletargado del jardín.

Ella se daba palmadas en los brazos.

– ¿Por qué me pican a mí y a ti no?

– Tal vez porque tienes la piel más fina. O la sangre más dulce. Tal vez hasta los mosquitos se enamoran de ti.

Sophie no dijo nada durante un rato. Luego le cogió la mano.

– Has estado callado durante la cena. ¿Pasa algo?

Las ranas cantaban burlonas en el río.

La pregunta llevaba semanas envenenándolo. Esa tarde era una espesa flema que le dañaba los pulmones, una bilis negra que le subía por la garganta.

– ¿Fletcher fue…? -logró decir-. ¿Tú…? -Temiendo su desdén, despreciándose, temiendo mirarla.

– Por un tiempo -dijo Sophie, deteniéndose-, pero ya no.

Al cabo de un rato él señaló el cielo.

– Mira, una estrella fugaz.

– Eso es lo que nos hace falta -dijo ella, pellizcándole el brazo-, un telescopio y una torre. Nos sentaríamos allá arriba, noche tras noche, a lo largo de todas las estaciones. Nuestras cartas lunares llenarían setecientas hojas de letra muy pequeña cuando se publicaran, y serían universalmente reconocidas.

– ¿Un interés común?

– Exacto. Así evitaríamos tener que hablarnos.

Él acercó la cara a la suya, contrayendo las facciones.

– Pero ¿seremos rigurosos?

– Nos tomarán por alemanes.

Gott in Himmel. ¿Qué hay de los hijos?

– Precisaremos varios. Con nombres como Hipatia y Aldebarán. Comprobarán nuestros cálculos y te llamarán la atención por tus errores.

Ella lo había llevado por senderos tortuosos hasta el huerto. Flotaba un olor dulzón a fermentación; algo pequeño y asustado pasó con un crujido por encima de sus cabezas. Él se apoyó contra un cerezo y levantó la vista hacia sus frutos redondos.

– En cuanto a Fletcher… -La atrajo hacia sí-. Perdóname.

– No te preocupes -dijo ella-. De hecho… hay algo que quiero preguntarte.

– ¿Sí?

– ¿Por qué lo primero que haces cuando me ves es quitarte rápidamente los anteojos?

– ¿Crees que estoy mejor con ellos puestos?

Con la cabeza ladeada, ella consideró la pregunta.

– Bueno, no.

– Sophie -dijo él-, ¿siempre me asombrarás?

11

Decían que nunca había habido un verano igual, de cielo blanco roto y viento furioso. Joseph paseaba por una avenida de plátanos y la sombra lo envolvía mejor que un abrigo. Ya no había diferencia entre respirar y jadear. Como un nadador, uno avanzaba con esfuerzo, arrostrando la húmeda resistencia.

Pensó en champán, cada sorbo una helada explosión en su garganta. Se preguntó qué hacía Sophie y calculó que en menos de ocho horas volvería a verla.

Las calles de grava tenían una mirada dura y blanca que uno se veía obligado a evitar. Los carros cruzaban traqueteando la ciudad un día sí otro no, y en cada casa, junto a la puerta principal, había una pulcra lista de los nombres de sus moradores. Allá donde uno miraba se leía la consigna Egalité oh la mort: florecía en las paredes, aparecía tallada en los troncos de los árboles. Las denuncias se multiplicaban como moscas. El terror era una de esas enfermedades de la que nadie hablaba; tocaba a sus víctimas en el hombro, se manifestaba en un puñado de pústulas rosadas.

Todo ello le llegaba en voz baja, el rumor de un conflicto lejano. El verano giraba en torno a Sophie. Nunca se había atrevido a imaginar tal felicidad.

Al cruzar una arcada, lo deslumbraron unos orificios de luz y casi tropezó con un gato que abrió la boca en silencio, una flor rosa y limpia haciendo eclosión en las sombras.

El patio del hospital era una temblorosa extensión. El portero estaba pálido como la cera y tenía profundas ojeras. Aun así, en su rostro embotado por falta de sueño osciló algo que podría haber sido animación; miró furtivamente a Joseph, se pasó una lengua pastosa por sus labios agrietados, como si estuviera a punto de decir algo; luego bajó la mirada y sus facciones se embotaron una vez más.

Todas esas impresiones permanecieron allí un instante y luego se marcharon. Hacía demasiado calor para seguirlas.

Entró en la agradable penumbra de su despacho, donde un hombre de cabellos rojo fuego se levantó para saludarlo.

No se veían desde el día del festival, y el cambio en Ricard se hizo evidente al instante. Siempre sería colosal; aun así, se le veía reducido, más delgado y encorvado, con la cara fláccida. El pelo le había crecido y le caía sobre el cuello de la camisa, más oscuro donde el sudor lo había pegado al cráneo. Solo sus ojos eran los mismos, de ese azul pálido y despejado como el cielo lavado por la lluvia.

Se dieron la mano; Joseph fue consciente de su palma húmeda en los fríos y secos dedos de Ricard.

– Me perdonarás si me salto los preámbulos. -El alcalde hizo una pausa y Joseph estuvo seguro de saber lo que iba a escuchar, llevaba esperándolo desde que había presentado su dimisión.

– Tú… mejor dicho, el comité desea relevarme de mis obligaciones aquí.

Ricard lo miró como un padre miraría a un niño cuyo balbuceo revela una despreocupación por el mundo de los adultos tan divertida como irritante.

– No, escucha… -Volvió a interrumpirse-. Siento parecer brusco, pero no tengo mucho tiempo. -Aferrándose al respaldo de su silla-. Si fuera la porquería de siempre no te molestaría. Pero hay gente involucrada… otros elementos. En fin, no tiene sentido hablar en clave: Chalabre ha estado removiendo cosas contra mí, indagando entre los restos de la facción de Luzac y algún que otro necio que me odia porque la Revolución no le ha llenado los bolsillos o cumplido las pequeñas ambiciones que lo atormentan.

– ¿Chalabre?

– Lo sé, al principio no podía creerlo. Pero los abogados… son sinvergüenzas natos, y Chalabre tiene su propia ambición. Y además es de su clase, por supuesto. Está perfectamente situado para urdir y organizar un golpe, con su red de informadores y el tribunal para respaldar sus argumentos.

Sobre el escritorio de Joseph, en una botella de agua, flotaban unas rodajas de limón. Ricard se llenó un vaso, bebió, volvió a llenar el vaso.

– Escucha, ¿te acuerdas de ese pastelero, Gillet, que trató de matarme? Chalabre enseguida señaló que tenía conexiones con Luzac. Lo que no me dijo es que su mujer contrataba a Gillet para que la ayudara en la cocina cuando recibía en su casa. El hombre frecuentaba la casa de Chalabre. -Golpeando con el dedo el escritorio para subrayar cada palabra.

– Chalabre seguramente no tiene la menor idea de quién hacía los pasteles que su mujer ofrecía en sus fiestas.

Ricard sacudió la cabeza.

– Siempre tuve la impresión de que podría traicionarnos.

– No falta gente que aclamaría a Chalabre camino de la guillotina. ¿Es de fiar tu información?

– Fue Mercier quien me lo dijo.

– ¡Mercier! Cada vez que le pica una pulga sospecha una conspiración. -Los bordes de la conversación se deshilachaban, amenazando con urdir un dolor de cabeza. Aquí estoy, pensó Joseph, hablando de pasteles y traición en medio de una ola de calor.

Ricard clavó en él sus ojos azules.

– ¿Has hablado con Chalabre?

– El día después de mi dimisión del comité me envió una nota informándome que iba a cambiar de médico. Hace meses que no le veo.

El alcalde se recostó en su silla y se pasó una mano por la cara.

– Lo siento. Yo…

– No te preocupes -dijo él.

– La razón de mi visita es la siguiente: conozco al presidente de los jacobinos de Cahors y le he escrito pidiéndole tantos hombres como pueda prestarme. Chalabre no se atreverá a dar un paso si se halla en inferioridad numérica. ¿Llevarás la carta por mí?

Una mosca azul entró bamboleándose por la ventana, describió un ebrio arco sobre sus cabezas y cayó con un ruido seco sobre el escritorio. Zumbó dos veces y se quedó inmóvil.

– No tengo a nadie más en quien confiar, Joseph.

Era la primera vez que Ricard lo llamaba por su nombre.

– Por supuesto. -Alargó la mano para coger el sobre-. Saldré mañana por la mañana.

– No; lo antes posible. Es urgente, no hay tiempo que perder.

Joseph giraba el sobre que tenía en las manos.

– Me esperan en Montsignac esta noche.

– Hay algo más -dijo Ricard en voz baja. Las manos de Joseph se paralizaron al instante.

– Han detenido a Monferrant cerca de París en compañía de un espía inglés. Seguramente ya los han ejecutado. Están preparando una orden de arresto para su mujer.

– ¿Su mujer? -repitió él estúpidamente.

– Envíale una nota… Me encargaré de que hoy no ocurra nada. ¿Tienes a alguien que pueda llevarla?

El chico de las cocinas. Joseph asintió, tragó saliva y logró preguntar:

– ¿El resto de la familia…?

Ricard ya estaba de pie.

– Es a la mujer de Monferrant a la que quieren. En cuanto se quite de en medio, echarán mano de la propiedad que él le ha transferido.

– Nunca podré agradecértelo suficientemente.

– Es lo menos que puedo hacer. Me reservo una expresión más apropiada de mi gratitud para otra ocasión.

De pronto Joseph echó la cabeza atrás y estornudó. Se había levantado una repentina brisa y con ella un hedor…

– Con este calor -dijo-, esos carros abiertos…

– Es la vaca muerta que han sacado esta mañana del río. -El tono de Ricard era incisivo. Pero al llegar a la puerta se detuvo, recorrió la habitación con mirada indiferente, sin interés. Por fin miró a Joseph a la cara y dijo-: Todo ha ido mal desde que dimitiste.

Se estrecharon la mano. Luego la puerta se cerró.

Tapándose la nariz, Joseph escribió frenéticamente. Tenía la boca seca, pero Ricard había vaciado la botella de agua. ¿Y si no hubiera accedido a llevar la carta?, pensó. ¿Qué habría pasado entonces?

12

Shophie leyó: «Tu cuñado ha sido arrestado en París y condenado como traidor. Mañana arrestarán a tu hermana. Debe partir enseguida, sin demora. No temas, nadie más corre peligro».

Primera hora de la tarde. Todos habían estado durmiendo y tenían la lengua pastosa, los ojos legañosos.

En el terrible silencio, Saint-Pierre preguntó:

– ¿Por qué no ha venido Morel en persona?

– Dice que se ha visto obligado a marcharse de Castelnau para atender un asunto urgente que le llevará unos días, no más de tres, confía. -Debía de tener mucha prisa, porque la nota garabateada no llevaba ni saludo ni firma.

– ¿Adonde puedo ir? -murmuró Claire-. Los niños…

– Iremos a Burdeos. Por el río. -Stephen habló con calma, sin vacilar. La secuencia de rápidas imágenes siempre había estado allí, esperando a ser reclamadas-. Cruzaremos los campos hasta estar río abajo de Castelnau y buscaremos un bote que nos lleve. Estaremos a salvo… solo controlan las carreteras.

Lo miraron con fijeza. En su cabello desordenado se reflejaba la poca luz que había en la habitación con los postigos cerrados. Uno de sus puños estaba salpicado de añil.

Él pensó: Esta tarde contiene el resto de mi vida. El pasado retrocedió como un promontorio verde; él se separó de él, por encima de las olas, confiando en el horizonte.

– No hay tiempo que perder -les recordó-. Deberíamos seguir el consejo de Morel y partir enseguida.

– Los niños…

– Están arriba, dormidos. -Sophie cogió la mano de su hermana, ayudándole a levantarse-. Ven conmigo… te necesitarán. Te prepararé una bolsa con tus cosas.

– Solo lo imprescindible -dijo Stephen.

Clarie se dirigió a él como si estuvieran solos en la habitación.

– No tienes por qué hacerlo. Si te encuentran conmigo, ayudándonos…

– No van a encontrar a nadie. Me ocuparé de los caballos. -Y salió.

Metiendo las prendas de tamaño inverosímil de los niños en una bolsa bordada con aves negras, Sophie pensó por fin en Hubert y se estremeció.

Pero Joseph, insistía su corazón egoísta, ¿dónde está Joseph?

La forma en que bajaba la vista al entrar en una habitación llena de gente, sus manos.

13

Sé que estarás ansiosa por conocer todos los detalles de mi viaje. Así pues, aunque espero verte antes de mañana al amanecer y satisfacer plenamente tu curiosidad, he decidido poner por escrito algunas impresiones del viaje, para que sepas que estás presente en mis pensamientos esta tarde, como lo estás de hecho a cada instante de cada día.

»La belleza del paisaje al norte del Garona es tan asombrosa y tan variada que solo trataré de describirla someramente. Conforme dejas Cahors, la montaña de roca se eleva tan empinada que temes que pueda caer sobre la ciudad. Pero las tierras altas te ofrecen una perspectiva excelente y profunda de crestas, valles y suaves lomas. Hacia última hora de la mañana cabalgaba por un paisaje verde, si bien escarpado, todo colina y valle. Había bosques de castaños colgantes, valles profundos por donde corría rápido el río centelleante, pequeños y bonitos pueblos aferrados a los acantilados que se elevaban por encima. Por aquí se cultivan mucho los nogales, así como centeno y trigo, y por supuesto viñedos. Alrededor de la una me encontré cruzando una avenida de moreras; los deliciosos frutos eran de color purpúreo rojizo, los más dulces que jamás he probado.

»Las casas aumentan la belleza del paisaje: blancas, cuadradas, con sus tejados bastante planos y solo unas pocas ventanas. Me dicen que muchos de los campesinos son dueños de su propia tierra. De todos modos, a pesar del aire de bienestar general, he visto mujeres raquíticas y descalzas a un lado de la carretera, agachándose para llenar sus delantales de hierbajos para sus vacas, el sol cayendo implacable sobre ellas. De modo que debo concluir que, incluso donde el campo es más rico, siempre hay quienes, por las circunstancias de su nacimiento, se ven excluidos de compartir la prosperidad que los rodea. Llevamos cinco años de Revolución, tal vez sean precisos quinientos para ver cierta mejora en la miseria de esas vidas.

»Por la tarde, un campo ondulado, calcáreo, se extendía muy blanco y deslumbrante bajo el sol. Habría temido por los cascos de mi yegua, pero la carretera era excelente, de granito fino, firme y llana, afortunadamente libre de piedras. No se ven los Pirineos, por supuesto. Imagino la estupefacción del forastero que ha viajado día tras día hacia el sur en una estación como esta, sin sospechar jamás la existencia de las montañas… hasta que una buena mañana se despierta y ve que la bruma se ha disipado, se avecinan lluvias… ¡y delante de sus narices hay enormes picos nevados!

»Sé que te preguntarás qué he estado comiendo en estos lugares extraños -¡al menos tu padre seguro que lo hace!-, así que permite que te asegure que acabo de terminar una cena satisfactoria que consistía en sopa de acedera, paloma, guisantes verdes, mollejas de ternera, galletas, nectarinas, una botella de buen vino tinto y una copita de licor de nuez, todo por noventa y cuatro sous. Esta es la cena que sirven en el Soleil d'Or, no muy lejos de Moissac, donde he tomado una habitación para pasar la noche. La posada está extraordinariamente limpia, y la habitación encalada y no con los habituales tapices mugrientos colgando donde se reproducen las arañas y las polillas sin que nadie las moleste. La muchacha que me ha atendido tenía un aspecto igualmente limpio y pulcro; el casero, por otra parte, era un mugriento anciano con bigotes de villano, una peluca aterradora (donde seguro que corrieron a refugiarse las arañas y las polillas cuando quemaron los tapices a mediados del pasado siglo) y mirada estrábica. La muchacha es su sobrina, y es tan lista y atractiva como desaliñado y corto de entendederas es su tío. Durante la cena ella ha contado una historia de lo más entretenida.»

Aquí se detuvo y, después de reflexionar, tachó la última frase y media.

«Pero veo que he olvidado decir algo de Cahors. Bueno, no me extraña, ya que me pareció, de hecho, un lugar poco atractivo, las calles ni anchas ni rectas, sino apretujadas, mal construidas, sucias, malolientes. Todo lo contrario de Castelnau, con sus bonitas casas y hermosos paseos. La posada en que me alojé se llamaba Poisson Rouge, un escuálido establecimiento con cuatro camas en cada habitación y en las paredes por lo menos ocho tipos de papel pintado de colores que se mataban. (Un paréntesis para recordarnos a los dos que cuando estemos casados -esta frase me gusta tanto que la escribiré una segunda vez-, cuando estemos casados, debemos ir sin falta a Montpellier, una ciudad que seguramente te resultará encantadora en todos los sentidos.)

»Pero volviendo a Cahors (cosa que espero de todo corazón no tener que hacer), me vi obligado a quedarme más tiempo del que tenía previsto, ya que la persona a la que tenía que ver no pudo recibirme inmediatamente. Sin embargo, una vez que esta se vio libre de sus obligaciones, el asunto que me había llevado allí fue rápidamente despachado; para alivio mío, ya que no quería pasar más que una noche en la Poisson Rouge, aun cuando no te tuviera a ti como incentivo para volver corriendo a casa. Pero aquí debería señalar, en caso de que te parezca solo desagradable y criticón, que el vino que ha dado fama a la ciudad es verdaderamente excelente. El verdadero vin de Gréve, como lo llaman, viene de los viñedos de las colinas rocosas justo al sur de Cahors, y recibe su nombre por el suelo de grava de la región. Bebí una botella de seis años que me costó solo dieciocho sous, un precio muy moderado para un vino tan espléndido, con tanto cuerpo. Pero tendrás ocasión de juzgarlo por ti misma, ya que tengo dos botellas más en la bolsa y las beberemos juntos mañana por la noche.

»Sophie, he visto tantas cosas que me gustaría describirte: los bories, cabañas cónicas construidas con piedras grises y planas, muy comunes en estos parajes; o un campo de hierba lleno de florecitas doradas, brillantes como monedas, y otras de color purpúreo y puntiagudas que tú reconocerías enseguida. Pero al leer lo que he escrito veo que pasa revista de lo extraño, raro y absurdo, presentando una cortina de humo de exotismo cuando, como todos los relatos de viajes, todo el interés que pueda tener está únicamente en cuánto revela del corazón del viajero. Que en este caso, querida mía, tiene cabida para poca cosa más que el anhelo y el amor por ti. Apenas me atrevo a imaginar lo tristes y horribles que deben de haber sido estos días para tu familia, y hubiera hecho cualquier cosa por estar a tu lado en estos momentos tan difíciles. Pero no ha podido ser, como comprenderás mañana, cuando te revele la razón de mi viaje. De modo que cuando leas estas líneas, me habrás perdonado, espero, por lo que parece la más pura deserción; y confío en que la primera separación que hemos tenido que soportar sea también la última.»

14

El juez, con fular blanco y toga negra, se sentó en una ocasión al lado de Saint-Pierre en una cena oficial y terminó la velada desplomándose de bruces sobre un soufflé de chocolate. Una década después, Saint-Pierre todavía recuerda la profunda decepción que sintió al tener que conformarse con una Charlotte de manzana.

Repara en que alguien ha olvidado quitar el polvo al busto de Marat que hay sobre un pedestal cerca de la puerta: de la nariz a la oreja del mártir se extienden unos hilos plateados, y la araña, pequeña y marrón, se acurruca como un lunar en la comisura de la boca. Esta evidencia de la falibilidad humana, esta pequeña imperfección en el buen funcionamiento del sistema, tranquiliza a Saint-Pierre. La eficiencia está a la orden del día. Hasta ahora él no ha comprendido cómo esta se vuelve contra los prisioneros: si las cosas ocurren lo bastante deprisa, parecen inevitables. Te arrestan; veinticuatro horas más tarde te juzgan y luego… Pero Saint-Pierre cierra los ojos. La sala del tribunal está atestada y mal ventilada, lo que tal vez explique las dificultades que tiene para respirar.

Morel les envió una carta, eso lo recuerda con claridad: la luz del sol listada y entrando oblicuamente en una habitación con los postigos cerrados. Las tardes no están hechas para las despedidas, piensa, hay algo en el duro ángulo amarillo de la luz que vuelve los gestos rígidos y excesivamente ensayados. Los niños, despertados bruscamente y sometidos a besos, estaban adormilados y predispuestos a quejarse. Sabe que estuvo torpe, estrechando a Claire con tanta fuerza contra su pecho que al final esta luchó por liberarse. Aquella noche la había pasado caminando: en el huerto bochornoso junto al río interminable. Imaginó centinelas apostados a intervalos a lo largo de la carretera para detenerla; faroles levantados a lo largo de la orilla, un alto gritado al bote que se desliza por aguas oscuras.

¿Por qué no está él allí con ella? ¿Cómo puede habérsela confiado a Fletcher?

La sala del tribunal se tambalea.

Lombard, el fiscal con cara de pera, está leyendo en alto el primer cargo mientras se pasa un dedo por el cuello de la toga. A un violinista le ha denunciado uno de sus alumnos por «difamación antipatriótica»: ha descrito la música compuesta para el Festival del Matrimonio como «aullidos sensibleros» y confesado que se pasaba todas esas fiestas nacionales en la cama con las orejas tapadas y las cortinas echadas.

En pro de la justicia expeditiva, el tribunal tiene prohibido llamar a testigos. A los abogados defensores se les considera también innecesarios: los hombres del jurado son buenos ciudadanos, perfectamente capaces de mirar en su corazón y llegar al veredicto correcto sin necesidad de ser confundidos y desorientados por astucias legales. Para reducir aún más la complejidad de la tarea del tribunal, todos los prisioneros son absueltos o condenados a muerte.

El violinista está entre la mayoría desafortunada. «El verdugo me hará un favor, ciudadanos… Se acabarán los aullidos.» Esta salida recibe aplausos de la galería, llena a rebosar como siempre; el desafío enérgico que no supone ninguna amenaza al confort de uno siempre se recibe con aprobación. Además, el violinista tiene los ojos marrón achocolatado y un torrente de rizos oscuros. Una o dos mujeres ya están buscando a tientas sus pañuelos.

Habían contando con que registraran la casa, pero tras la partida de Claire eso les había parecido una mera intrusión desagradable. La nota de Joseph había sido doblada y guardada en el escritorio de Sophie, no habiéndosele ocurrido a Saint-Pierre que sus papeles privados podían tener interés para la policía. Hasta que el agente bajó al piso de abajo blandiendo la hoja de papel.

El dolor le sube por los brazos, pero desaparece al instante. Lo deja sin aliento y lúcido. Se considera culpable de negligencia, egoísmo, complacencia. Hasta un estúpido como Monferrant podía ver lo que se avecinaba. Un momento después recuerda qué ha sido de Hubert.

El calor lo rodea y estrecha en sus brazos. Por unos instantes voluptuosos, Saint-Pierre se plantea ceder a su abrazo.

Junto a la puerta de su celda, dos guardias han estado jugando al ajedrez con un juego de piezas a las que les faltan las cabezas de los reyes y las reinas. Durante la cena -judías en grasa de pella, pan, varios pedazos grisáceos que debían de ser carne-, un prisionero se llevó a la mejilla un plato de hojalata e hizo, con perfectas tonalidades, el sonido de un cuerno de caza; esperaba desviar a los sabuesos, dijo, y hasta los guardias rieron.

A una prostituta que se ha jactado de cobrar a los jacobinos dos veces más que a los demás clientes se le acusa de «moral depravada, y de empañar la pureza y energía de la Revolución». Culpable.

A un jornalero lo han denunciado por negarse a trabajar los domingos y afirmar que es un día sagrado, «corrompiendo la conciencia pública». Culpable.

Una costurera ha «minado los intereses nacionales» al expresar su pesimismo acerca del resultado de la batalla de Fleurus; que el ejército revolucionario triunfara demuestra, según Lombard, que las intenciones de la costurera eran enteramente maliciosas. Pero ella cuenta con una baza: tan pronto leen sus cargos anuncia que está embarazada. Esto da lugar a una larga digresión, mientras el fiscal explica que la sospechosa se hallaba fuera de casa atendiendo a un pariente enfermo cuando las autoridades fueron informadas de su traición, de ahí que se demoraran en arrestarla. A su regreso se enteró de lo ocurrido, ante lo cual Lombard cree sinceramente que se apresuró a concebir el niño. Ruega al jurado que no tenga en cuenta tan fastidiosa circunstancia que no es sino una prueba más de la perfidia de la prisionera. Pero la suerte no abandona a la costurera. En todo caso, se le tendría que perdonar la vida hasta después del parto; los miembros del jurado se miran el corazón y, hallando en él magnanimidad indistinguible de sentimentalismo, la absuelven. El juez reprende a la policía por hacer perder al tribunal tiempo y recursos.

Lombard se pone más colorado aún y se abanica con una carpeta.

Todo el mundo sabe que el tribunal nunca ha absuelto a un aristócrata. Sophie habla deprisa y sin vacilar.

– Mi hermana es únicamente culpable de haber contraído un matrimonio desafortunado. Cuando me enteré de que su marido había sido detenido, la insté para que huyera, ¿cómo no iba a hacerlo?, es mi hermana. Mi padre no tuvo nada que ver con las medidas que tomé.

– Tonterías -dijo Saint-Pierre enseguida-. Yo soy el único y enteramente responsable.

– El prisionero no hablará a menos que se dirijan a él -dice Lombard con elegancia. Se coloca bien la toga, consulta sus papeles, se lo toma con calma; no todos los días cae en sus manos un magistrado-. El chico que entregó la nota tenía instrucciones de no dársela a nadie más que a su hija. De todos modos, ella ya ha admitido su culpabilidad.

Preguntan a Sophie por el paradero de su hermana.

– Tenía intención de ir al sur, hacia las montañas. Tal vez España.

¿Quién escribió la nota que los previno?

Ella baja la vista hacia la balaustrada.

– El jurado tendrá en cuenta el hecho de que la prisionera se niega a colaborar con el tribunal. De todos modos, el muchacho ya ha proporcionado la información necesaria.

Saint-Pierre ignora a Lombard y se dirige al juez, quien hace ostentación de tomar notas, evitando así tener que mirar al prisionero.

– La acusación es «ayudar a la contrarrevolución». Pero ¿dónde está la hermana o el padre que habría actuado de otro modo? -Sus atormentadores lo sujetan en el suelo de mármol, esperando a que hable. Si encuentra las palabras adecuadas lo redimirán, de eso está seguro; pero ya tienen las manos alrededor de su cuello, una hoja fría apretada contra su piel-. Fallamos a menudo a nuestros hijos -se oye decir en alto-, pero nada, ni siquiera una revolución, puede impedir que los queramos.

Sophie, de pie a su lado, se ha quedado muy quieta.

– ¿Les parece que el amor es un delito de traición?

El violinista aplaude.

Uno de los miembros del jurado carraspea y escupe.

– La alianza suprema de todo ciudadano es con su país -dice Lombard irritado-. Un patriota habría alertado a las autoridades de la huida de su hija, prueba irrefutable, si se me permite recordar al jurado, de la culpabilidad de esta. De todos modos, no es la primera vez que el prisionero intenta desviar el curso de la justicia. Al investigar las actividades de Etienne Luzac, condenado por crímenes contra la Revolución y ejecutado el 22 Vendémiare del año II, el prisionero dio largas al asunto hasta el punto de que el fiscal se vio obligado a cerrar la investigación y remitir el caso a este tribunal, el cual estableció rápidamente la culpabilidad de Luzac.

– ¡No me nombraron para investigar a Luzac! -grita él, provocado por la tergiversación de la evidencia-. Mi cometido era determinar quién había iniciado la matanza que tuvo lugar en el antiguo convento, pregunta que permanece sin respuesta, puesto que las pruebas presentadas en el juicio de Luzac eran un montón de contradicciones.

Lombard se seca la frente, brillante de satisfacción de sí mismo. El juez tose, saca el reloj y se queda mirándolo.

De pronto las paredes empiezan a cercarlos. Saint-Pierre trata de rechazarlas, pero tiene las manos atadas ante sí y… el aire rojo

15

Sin embargo, después de que Joseph cruzara el río en remolcador, las condiciones de la carretera empeoraron; y se hallaba aún a medio día de distancia de Castelnau cuando su yegua quedó coja. El retraso que supuso tal contratiempo fue más largo de lo que podría haber previsto. Al herrero del pueblo más cercano lo habían llamado a filas y la forja había revertido a su padre, un anciano crónicamente combativo que, en cuanto hubo comprendido que Joseph estaba ansioso por reanudar su viaje, le había anunciado que ya había pasado la hora de su comida del mediodía, y bajo ningún concepto iba a retrasarla aún más, o privarse de la siesta que la seguía, ya que estas cosas eran su derecho de hombre libre y con sentido común, por muy mal acostumbrados que estuvieran los forasteros -mirando a Joseph con desagrado-, ya que era bien sabido lo zoquetes y fornicadores que eran todos sin excepción. Esperó un momento con la barbilla levantada, en la que seguían saliendo agresivamente unos pocos pelos grises e hirsutos; y se retiró arrastrando los pies y de mal talante al ver que el extraño no mordía el anzuelo. Y Joseph tuvo que esperar más de tres horas, y pasó el rato lo mejor que supo en la taberna de al lado, jugueteando con un plato de huevos poco apetitosos sin lograr entablar conversación con el dueño parcialmente sordo.

Era como esos sueños en los que todo sale mal y con enloquecedora lentitud.

De modo que por encima del horizonte ya se había abierto paso con dificultad la luna, pálida y lenta, como si hubiera dormido mal, y el crepúsculo estaba muy avanzado cuando llegó a Castelnau y dio un rodeo para tomar la carretera de Montsignac. Encontró la casa sumida en la oscuridad, con los postigos cerrados y silenciosa; vaciló un rato ante la verja, porque solo eran pasadas las diez y le costaba creer que se hubieran retirado todos tan temprano una calurosa noche de verano. Pero la yegua, con avena y paja en la mente, piafaba en la grava y protestaba; se le ocurrió que los Saint-Pierre tal vez habían estado deseando acostarse tras la agitación de los pasados días. De modo que, tras echar una última mirada penetrante a la ventana de ella -por muy fijamente que la mirara, no logró convencerse de que al otro lado de los postigos había una tenue y trémula luz amarilla-, volvió grupas.

La ansiedad lo tiró de la manga a lo largo de los senderos oscuros como boca de lobo. Lo atribuyó al hecho de encontrarse en el campo de noche, con setos respirando a cada lado. Las ramas se entrelazaban sobre su cabeza, oscureciendo el cielo; y allá donde las hojas dejaban que la luna se escabullera, las sombras formaban charcos aún más oscuros.

De pronto recordó que llevaba fuera tres noches, lo que significaba que Sophie estaría en el hospital al día siguiente. Iría allí después de desayunar y la sorprendería. Inclinándose sobre la yegua, aferró un puñado de sus crines negras y ásperas.

– Más deprisa -le susurró a su tembloroso oído-, más deprisa.


Una vez guardada la yegua en el establo, se dio cuenta de que tenía un hambre canina, ya que no comía desde el mediodía, si empujar un revoltijo glutinoso por un plato con un trozo de pan de centeno podía considerarse comer.

Las calles estaban llenas de gente: abanicándose en los portales, paseando, riendo fuera de las tabernas. En mitad de una plaza, una mujer cantaba en italiano algo cadencioso y altisonante, de una ópera sin duda. La voz lo siguió por la calle que llevaba al río, donde habría un café y, con suerte, brisa del río; tarareó varios compases en voz baja.

Más adelante, en la esquina, el Victoire cubría de rectángulos de luz ámbar los adoquines. Un hombre que caminaba con prisas lo miró; y se reconocieron a la vez.

– ¡Morel! -Los dedos de Chalabre le aferraron el brazo, sintió su aliento a pepinillo en la cara, se vio empujado contra una pared, hacia la sombra-. ¿Por qué ha vuelto?

El ajetreo del café quedaba a unos metros escasos; el corazón de Joseph latió con más fuerza aún. Si su ausencia había sido advertida, eso solo podía significar que seguían sus movimientos.

– Un asunto de familia -logró decir-. He tenido que ausentarme unos días.

Los dedos se le hincaron con más firmeza en la carne. La gente moría de insolación, de modo que Chalabre iba, naturalmente, bien abrigado con una chaqueta de corte impecable y diseño irreprochable. La tela gris plateada parecía suave y cara.

– Le estuve buscando. En cuanto cogieron al chico. Encontraron su nota, por supuesto, cuando los arrestaron. Tenemos que hablar, Morel, nos asesinará a todos si no lo detenemos. Ha estado divulgando rumores sobre mí…

A Joseph nunca le habían gustado los pepinillos y se le revolvió el estómago vacío.

– ¿Los arrestaron? ¿A quién arrestaron junto con la marquesa?

– ¿La esposa de Monferrant? Pero si ella y el norteamericano… ¿No ha estado usted ayudándolos a escapar?

– ¿Quién? -gritó, y se aferró a una solapa plateada y resbaladiza como la piel de un pez.

La voz de Chalabre siguió sin parar.

15

Los centinelas que montaban guardia fuera de la charcutería tenían las chaquetas desabrochadas y los sombreros echados hacia atrás. Al reconocer a Joseph, el de más edad se puso a quejarse del calor, su rodilla mala, la jornada tan larga, el sueldo inadecuado.

Cuando se abrió la puerta, el aire viciado y el olor a comida lo engulleron.

Oyó una exclamación y la siguió a través del oscuro pasillo, donde los azulejos estaban frescos contra la mejilla. En el comedor había un mantel rojo brillante sobre la mesa, la ventana estaba abierta y el olor era mucho peor.

Se aferró al respaldo de una silla.

Ricard, en mangas de camisa, cogió la licorera al tiempo que chasqueaba con la lengua en señal de desaprobación.

– Di a ese tipo instrucciones de no decirte nada y enviarte directamente aquí. Le he tenido apostado en tu casa desde… Un asunto terrible.

El vaso chocó contra los dientes de Joseph.

– Chalabre debió de hacerme seguir hasta el hospital y se enteró de nuestra conversación. Te dije que tiene espías en todas partes.

Él cerró los ojos.

– ¿Y… tu viaje? -La voz de Ricard era indecisa.

Él siguió bebiendo.

– Un asunto terrible. Trágico.

Él se palpó la camisa, sacó la nota que le habían entregado en Cahors y se la pasó deslazándola por la mesa. Ricard rompió el sello y desdobló el papel. Movió rápidamente los ojos de un lado a otro.

Joseph miró su vaso. ¿Por qué estaba vacío?

El alcalde apartó una silla -un chirrido sobre las tablas de madera- y se sentó.

– Me ocuparé de todo, por supuesto. Tendrás que permanecer escondido unos días. Pero solo hasta que lleguen los refuerzos.

El mantel no era rojo, sino marrón. Sobre él había pan, una tabla, un cuchillo, medio queso amarillo cremoso rezumando en un plato de flores. Dos velas. Un recipiente lleno de ciruelas. Una pipa. Le Citoyen de esa mañana abierto, boca abajo. Reparó en la fecha: 8 termidor.

– He hablado con Chalabre -dijo él.

Ricard volvió a clavar la mirada en la carta. Sus ojos eran ahora de un azul transparente, impasible. Sacó el tabaco de un bolsillo sin dejar de mirar a Joseph a la cara.

– Sé que fuiste tú quien ordenó los arrestos.

– Joseph…

Su nombre otra vez. No pudo evitar reírse.

– No debes creer nada de lo que ese hombre… -Los dedos de Ricard se cernían alrededor de su boca.

– Si Chalabre hubiera estado detrás de ello, no habría esperado a que la hermana escapara. Habría enviado a los agentes a la casa ese mismo día. Querías que Claire escapara para tener algo de que acusar a Sophie.

– Joseph, yo…

¿Por qué lo hiciste?

La voz a su espalda fue tan inesperada como la lluvia.

– La gente que no ve las cosas como mi marido siempre recibe su castigo -dijo Lisette. Debajo de su chal verde llevaba un vestido de color marfil; sus pies pequeños estaban descalzos-. ¿De verdad creíste que no te castigaría a ti?

– No seas necia -dijo Ricard-. Es el calor, Morel.

Pero Joseph miraba fijamente a Lisette.

Ella salió de las sombras y entró en la habitación.

El alcalde empujó su silla hacia atrás -¡ese ruido!- y se levantó con su habitual parsimonia.

Ella movía los brazos hacia un lado y otro para que Joseph los viera.

– Cuando era joven me acosté con hombres a cambio de dinero. Pero no se lo dije a Paul hasta que estuvimos casados. -El chal se le resbaló y cayó al suelo. Y, alargando una mano por delante de Joseph, cogió el cuchillo.

– Se hace ella misma esas heridas, doctor. He tratado de hacerle entrar en razón, de suplicarle. -Ricard se acercaba desde el otro lado de la mesa con una mano alargada, esos bonitos y esbeltos dedos.

Pero Joseph llegó antes a ella.

El constante esfuerzo de Lisette por limpiar su vida a base de frotar: ¿por qué había visto orgullo donde debería haber reconocido miedo?

Ella no ofreció resistencia cuando él le arrebató el cuchillo.

Había un estudiante inclinado sobre un cadáver rosa grisáceo, cada detalle barnizado de la memoria sellado y brillante. Luego giró la muñeca y el cuchillo se deslizó dulcemente entre los huesos.

16

A las ocho de la mañana el sol cae en el patio como una espada.

La noche anterior escribieron con tiza un número en su puerta, de modo que sabía que los pasos se detendrían allí esa mañana. La correspondencia de los prisioneros pasa por el alcaide de la prisión, así que no ha escrito a Joseph. Pero ha dado al guardia una carta para su padre, que aún no ha vuelto en sí, y otra para Mathilde. Ha escrito que siempre los querrá. Les pide que la recuerden.

Uno de los inconvenientes de la muerte anunciada públicamente es su predisposición a la trivialidad.

Los hombres ya están esperando en el carro. Ve al violinista, con los rizos muy cortos. Y, detrás de él, una cara morena y arrugada, unos ojos de mono, llenos de vida…

– ¡Rinaldi!

La tímida sonrisa de siempre. Es ahora cuando ella se echa a llorar.

Al buhonero le gustaría cogerle la mano, pero las tiene atadas a la espalda, de modo que lo único que puede hacer, mientras el carro se pone en camino, es permanecer lo más cerca posible de ella, apoya la cara en su hombro, doblan una esquina y se está fresco a la sombra de los plátanos, luego el carro vuelve a salir entre crujidos al sol y ya han llegado.

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