1792

1

Aquel atardecer había habido una fiesta para celebrar que Marianne Linguet cumplía cuarenta y cinco años. Sentada ante el espejo, Claire se felicitó por haber evitado el color que había llevado la mitad de las mujeres invitadas a la fiesta, boue de París: no favorecía al color de su tez. En su lugar había escogido un vestido suelto de un delicado rosa champiñón. Cuando, cediendo a los ruegos de su anfitriona, se levantó para cantar, fue consciente de cómo la miraban los hombres y cómo observaban las mujeres a los hombres.

Bostezó, y deseó que la chica, que era nueva y lenta, se diera prisa y terminara de cepillarle el cabello.

Marianne había llevado unos pendientes de diamantes, regalo de su marido. «No hay mejor joya para una cara que envejece, querida… no es que la suya vaya a necesitar ornamento alguno cuando tenga dos veces mi edad.» ¿Era eso cierto? Claire examinó su reflejo, llevándose una mano a la mejilla. Últimamente le había parecido detectar…

Hubert entró y pidió a la doncella que los dejara solos.

– ¿No puede esperar hasta mañana? -Claire cogió el cepillo y lo pasó por sus rizos.

Él se movía por la habitación, cogiendo objetos y volviendo a dejarlos en su sitio. Manoseando la cinta de terciopelo que ella había llevado en el cabello, dijo con naturalidad:

– Dentro de quince días nos marchamos a Inglaterra.

Ella se volvió para darle la cara. Él abrió el tarro chino azul y blanco que ella tenía en la repisa de la chimenea y miró dentro. Cuando volvió a dejarlo en su sitio, no lo tapó.

– Está todo arreglado. -Sonrió; tenía motivos para regocijarse-. Sébastien y Anne también se vienen, pero ellos viajarán por su cuenta, por supuesto. Ya han llegado los permisos. Tú eres la mujer del ciudadano Laurent, un fabricante de tejidos que se dirige a Lancashire para estudiar los últimos avances en maquinaria. No está mal, ¿no te parece? -Coraje, discernimiento, autoridad: el linaje siempre se notaba, en cualquier situación. Se estudió en el espejo y levantó la barbilla.

– No me había dado cuenta de que estabas tan bebido.

Él siguió tambaleándose alrededor de ella. Pero al menos había dejado de sonreír.

– Es un disparate… Sabes qué les sucede a los emigres. Lo perderemos todo: esta casa, las fincas.

Él se encogió de hombros y siguió andando.

– Que encuentren un pretexto y nos lo arrebaten todo es cuestión de tiempo. En cuanto a las fincas… ya he hablado con Duval. Es un buen hombre. Hemos preparado los papeles: le regalo La Brousse y Lupiac a cambio de sus fieles servicios, lo que debería bastar para protegerlas de las garras de la Revolución hasta que regresemos. Esto no durará, ya lo verás. En un par de meses habrá guerra, los austríacos dejarán de dar largas. Todo insulto dirigido a la reina es un insulto al linaje de los Habsburgo.

– Hasta ahora no han dado muchas muestras de ofenderse.

– Ya lo verás. Declararán la guerra antes del verano y la Revolución habrá terminado para final de año. Ya lo verás.

– Es absurdo. ¿Adonde vamos a ir? ¿Cómo vamos a vivir?

– La tía de Sébastien está casada con un inglés. Te esperan. -Él cogió el collar de perlas que ella había llevado esa noche y lo sostuvo fuera de su alcance-. No te olvides de meterlo en la maleta… con todo lo demás.

Ella retrocedió ante su aliento cuando él se inclinó sobre ella.

Él malinterpretó el gesto.

– Oh, no tienes por qué preocuparte. Está todo arreglado. Una suma considerable ha hallado el modo de cruzar el Canal, lo suficiente para tus caprichos hasta que volvamos.

– ¿Me lo dices ahora, quince días antes de la fecha en que esperas que deje todo? ¿Cuánto tiempo llevas planeándolo?

– Desde el verano -respondió él, orgulloso-. Desde Varennes. Sébastien y yo nos pusimos a pensar. ¿Por qué crees que he pasado tanto tiempo en Blois últimamente?

– Y supongo que los dos os proponéis alistaros en las filas monárquicas.

– La mayoría de los oficiales de nuestro regimiento ya está al otro lado de la frontera. El ejército de Conde es profesional. -Se vio a sí mismo a lomos de un caballo engualdrapado, dando y recibiendo órdenes-. Los primeros disparos de nuestros cañones anunciarán los estertores de la Revolución. París caerá en Navidad como muy tarde. Ya lo verás.

– Deja de hablar así.

– Debimos hacerlo en el ochenta y nueve. -Él introdujo un dedo en una de las cremas de Claire y, frotándose el dorso de la mano, olió el resultado.

– Han decretado sentencia de muerte para todos los emigrados.

– Cuando regreses a Francia habrá sentencia de muerte para todos los revolucionarios. Ya lo verás.

– No puedo… No pienso… Olivier es tan delicado… Inglaterra es un lugar húmedo, el peor lugar para él.

– Tonterías. De todos modos, vamos a ir… Está todo arreglado.

– ¿Qué hay de mi padre, de mis hermanas? ¿Qué será de ellos?

– No les ocurrirá nada que no les hubiera ocurrido de habernos quedado.

– No pienso… No puedo… El viaje será excesivo para mí.

Él se echó a reír.

– Estamos hablando de Inglaterra, no de las antípodas.

– Sería una temeridad. No me siento bien. -Ella se levantó-. Estoy embarazada.

Él se quedó mirándola. Muy quieto.

– Ya sabes lo mala que me puse con Olivier. -Su voz sonó desafiante, pero no miró a Hubert.

– ¿Cuánto hace que lo sabes?

– Días. Una semana. Al principio no estaba segura.

– ¿Cuándo…?

Por unos instantes ella vaciló. Luego le dijo la verdad.

Lo observó hacer cálculos. Juntó las manos ante sí y esperó a que él hablara.

Hubert abrió la boca. Pero casi de inmediato volvió a cerrarla.

2

Tarde de un domingo de abril.

Sophie y su amiga Isabelle Ducroix están paseando por el parque, la grava crujía suavemente bajo sus pies. Los olmos se han vuelto de un verde delicado. Se suceden en largas y agradables avenidas hacia la fuente y más allá de la escalinata y la balaustrada de mármol que ofrece bonitas vistas del campo que rodea Castelnau. Las palomas se acicalan en pacientes estatuas. Hay niñeras con bebés, y una mujer vendiendo limonada. Un anciano se ha quedado inexplicablemente inmóvil en mitad de un sendero, con las manos cruzadas sobre su bastón. Familias enteras se están aireando. Niños pequeños se persiguen unos a otros, dando gritos ensordecedores. Un soldado se inclina hacia una joven y le susurra algo. Por toda la ciudad, por todo el país en realidad, los soldados están haciendo promesas temerarias; Francia acaba de declarar la guerra a Austria.

Isabelle lleva unos zapatos de rayas rojas, blancas y azules, con elegante tacón bajo, y una falda de algodón blanco estampada con ramilletes de amapolas y azulinas. Sophie, vestida de anticuado verde, es todo admiración.

Dos jóvenes parados bajo los árboles se dan golpes con el codo.

– No me importaría meterme a esa en el ojal -declara uno de ellos.

– O en los pantalones -replica el otro.

Las jóvenes (aunque a Isabelle, a los treinta y cuatro años, difícilmente se la puede describir como tal) miran al frente impertérritas. Una vez a salvo, se miran y sonríen.

– La semana pasada, en esa mercería -dice Isabelle-, la de la rué Royale…

– Querrás decir la rué Nationale.

– Por supuesto, la rué Nationale. El nuevo dependiente me llamó madame. No se lo pensó dos veces. Supongo que hace tiempo que dejé de pasar por mademoiselle, pero los demás saben fingir.

– Podrías haberle amenazado con denunciarlo por no dirigirse a ti como ciudadana. -Y, mientras se internan en un sendero perpendicular al primero, añade-: ¡Mira eso!

Una niña sentada en mitad del sendero se deja enterrar por su hermano, un niño gordo de rizos pelirrojos. Arrodillado a su lado, este arroja generosas palas de tierra y gravilla sobre las piernas de su hermana. Las puntas de los zapatitos blancos, veteados de marrón, sobresalen en la polvorienta tierra; ella los contempla con interés, agitando las manos y arrullando.

– Siempre me han dado lástima los críos feos -dice Isabelle-. Sé lo que les espera. Como un cerdito, el pobrecillo.

Una mujer corpulenta llega con un revuelo de seda lila y exclamaciones. Pone de pie al cerdito y le da una bofetada, coge al bebé en brazos, trata en vano de sacudirle el polvo, regaña a los dos niños.

Sophie e Isabelle siguen andando.

– ¿Cómo está Claire?

Sophie suspira.

– Como con Olivier, pero peor. -Prevé meses de bandejas y críticas.

– Debe de estar preocupada por Hubert -dice Isabelle, tanteando.

– Supongo -dice Sophie sin convicción-. Ayer llegó de Toulouse una carreta con sus muebles. Dos de las sillas de madera y raso estaban estropeadas. Jacques las escondió en el ático. No nos hemos atrevido a decírselo a Claire, adora esas sillas.

– ¿No deberíamos estar tejiendo ropa interior para nuestros soldados? -pregunta Isabelle.

– Cualquier prenda tejida por mí constituiría un acto antipatriótico.

– Dicen que solo es cuestión de tiempo antes de que Prusia acuda en auxilio de los austríacos. -Isabelle mira a Sophie desde debajo de su sombrilla-. ¿Te alegrarás si los monárquicos ganan la guerra y todo vuelve a ser como antes?

– Nada puede volver a ser como antes -dice Sophie-. De todos modos, hay muchas cosas que no han cambiado… Ahora muere de hambre casi tanta gente como en el ochenta y nueve.

– Ni la Asamblea puede decidir las cosechas.

– Pero podría controlar la distribución del grano o fijar el precio de la harina.

– Lo siguiente que harás es sujetarte las faldas y saquear las tiendas de comestibles.

– ¿Por qué no? Debemos esforzarnos por ser modernas -dice Sophie, agachándose para pasar una mano por la fuente-. Es lo que se espera de las mujeres sin marido.

Isabelle no dice nada.

Una paloma está bebiendo de la pila: no hunde el pico muchas veces y muy deprisa, como los demás pájaros, sino que lo mantiene en el chorro de agua. Mira con los ojos en blanco a Sophie y arroja cuentas iridiscentes en su dirección.

Una escalinata ancha y poco empinada las lleva a la balaustrada desde donde se ve a Castelnau descender en declive: primero tilos, chimeneas, muros, luego árboles en sus arpegios de verde, con las ramas todavía visibles entre las hojas. Hacia el sudeste, al otro lado del río, apenas se distingue la torre de la iglesia de Montsignac.

Isabelle, baja, delgada, poco agraciada, pone una mano junto a la de Sophie en el mármol.

– Tengo algo que decirte. -Tiene las uñas bonitas, óvalos rosa pálido con pequeñas medialunas brillantes-. Estoy prometida.

– No es posible -dice Sophie antes de poder detenerse.

– Se llama Louis Peronne. No le conoces. Un primo… bueno, una de esas personas a las que llamas primo aunque no lo es en realidad. Un farmacéutico. Padre hubiera preferido un hombre de profesión liberal, pero no tengo lo que se dice mucho donde escoger. Louis es viudo. Con dos hijos, los dos casados y viviendo en Cahors. Él es de aquí, volvió hace ocho meses, al morir su mujer. -Isabelle habla sin parar-. Tiene cincuenta y seis años.

– Es una noticia maravillosa. Espero que te haga inmensamente feliz, estoy segura de que lo hará. -Sophie recorre con un dedo el dorso de la mano de su amiga, le da palmaditas en la muñeca. Qué calor está haciendo, más propio de julio que de abril.

– Me gustaría tener hijos -dice Isabelle-, antes de que sea demasiado tarde.

– Sí.

– Él parece amable.

Ella se inclina para darle un beso.

– Tendrá que responder ante mí si no lo es.

Cerca de ellas, un hombre está dando instrucciones a su hijo.

– Cuando se contempla una vista, hay que buscar la simetría y admirarla.

El niño, de unos ocho años, tiene exactamente la misma cara seria de su padre. Mira fijamente las estatuas, los senderos, la gente, los pájaros, la luz que cae de refilón, los olmos de hojas nuevas.

– ¿Es eso? ¿Allá, junto al agua?

De este modo el momento se endereza, y Sophie e Isabelle se miran y sonríen.

– Yo quería casarme lo antes posible -dice Isabelle-. Ya he esperado bastante. Pero Louis tendrá un nieto pronto y su nuera no quiere viajar con el calor, así que hemos decidido que en septiembre. Imagínate, Sophie, seré abuela antes que madre.

Vuelven a adentrarse en el parque, donde el soldado pasea cogido del brazo de su novia, en cuyo brillante pelo la luz cae como miel. Sophie aparta la mirada. Ahora soy la única, piensa.

– Tengo una confesión que hacerte -dice Isabelle, acercándose-. Debes prometerme que no te reirás. -La buena de Isabelle, que quiere regalarle la confesión de una pequeña locura-. Llevo todo el otoño y el invierno fantaseando… bueno, me he sorprendido pensando en Joseph Morel. A veces antes de desayunar. Cuando tuve esa fiebre, ¿te acuerdas?, él vino casi cada día a verme y yo… ¿Sospechabas algo?

Sophie hizo un gesto de negación.

– Continuamente buscaba pretextos para mencionar su nombre. Estaba segura de que te darías cuenta. -Unos gorriones extáticos baten las alas al pie de un árbol, gorjeando con fuerza-. No es que… Sabía que me miraba como a una paciente más. Era… no sé, una especie de locura. -Coge a Sophie del brazo-. Es totalmente distinto con Louis. Con Louis -dice con firmeza- no hay nada de todo eso. -Luego, porque su amiga calla-: ¿Crees que fui muy tonta?

– No, no, en absoluto -responde Sophie.


Antes de tener a Brutus, había tenido miedo a la oscuridad. Su hermana le dejaba una vela encendida en su habitación por las noches, y luego se preocupaba. Una imagen borrosa en los lindes de su memoria mostraba a Sophie entrando de puntillas en su habitación para asegurarse de que no ardían las cortinas de la cama; el cabello le caía suelto sobre los hombros, envueltos en algo azul.

Sophie insistía en que las polillas habían atacado el chal indio y se había desprendido de él hacía demasiado tiempo para que Mathilde, que entonces solo era un bebé, lo recordara. En cualquier caso ella nunca se lo había puesto, decía Sophie, era de Claire, se lo había enviado su padrino de Pondicherry. Matty había oído mil veces que este siempre enviaba a Claire un regalo para su santo hasta que, cuando ella tenía doce años, llegó una caja de sándalo con una nota dentro, escrita con su puntiaguda y casi indescifrable letra, anunciando que había conocido a un sadbu, un hombre santo errante, y se proponía cerrar su almacén y partir en peregrinación a una cueva que se elevaba por encima del mundo en las nieves del norte, en el otro extremo de ese país. Y que era la última vez que alguien tendría noticias de él.

Pero Mathilde estaba segura de haber visto el chal azul… Solo que, cuando trataba de mirar la imagen, esta se negaba a quedarse quieta. De todos modos, estaba segura.

A su lado, Brutus cambió de postura y gimió. Ella puso una mano en su tibio flanco, notando cómo subía y bajaba.

A veces la asustaba, despertándola con un ladrido o bajando de un salto de la cama para gruñir furioso a la ventana. Cuando eso ocurría, ella se obligaba a levantarse y mirar fuera para escudriñar la colección de formas que había en el jardín, de color negro aterciopelado o iluminadas por el resplandor amarillo limón de la luna.

Por lo general, al cabo de unos minutos la cola y las orejas de Brutus se relajaban, y volvía a instalarse en mitad de la cama, de modo que ella tenía que apartarlo para meterse. Pero a veces arañaba la puerta y, cuando ella le abría, salía sin hacer ruido y no volvía hasta mucho rato después de que ella se hubiera deslizado de nuevo bajo la colcha, de modo que no siempre lograba esperarlo despierta.

Ratas, se decía, o lechuzas. O algún gato del pueblo. Había que subir a las montañas para encontrar lobos, no había ninguno por los alrededores, ella ya no era ninguna niña para asustarse de las historias que Berthe contaba junto a la lumbre en invierno.

Pero en una noche sin luna, imaginaba, y a una hora muy avanzada y de mucha quietud, no serían ratas, ni lechuzas, ni gatos. Ni siquiera lobos.

Brutus le avisaría, por supuesto, mucho antes de que entraran en el patio, tal vez hasta en el preciso momento en que se internaran por el sendero. Ella miraría por la ventana y, al ver la antorcha, sabría qué hacer.

En una esquina de su habitación había una puerta baja de paneles oscuros. Se abría no al esperado armario, sino a un tramo de escalones empinados que conducían a uno de los grandes desvanes. Por ahí se proponía escapar, cogiendo la vela de su mesilla de noche y deteniéndose solo para cerrar con llave la puerta a sus espaldas; ya había puesto la llave del otro lado, para estar preparada. Brutus y ella estarían a salvo en el desván antes de que ellos aporrearan la puerta principal. Mucho antes de que ellos irrumpieran en el piso de abajo.

¿La buscarían? Se inclinaba a pensar que lo harían: contarían y sabrían que faltaba una. Los dos desvanes estaban aún más atestados últimamente con las pertenencias de Claire, lo cual le convenía. Había baúles, un armario, un escritorio con una pata rota, muchas sillas y mesas amontonadas unas sobre otras, dos pantallas de chimenea, un sofá cubierto con una funda para protegerlo del polvo, cuadros apilados boca abajo sobre el suelo de tablas de madera.

¿O sería más fácil huir si se quedaba en las escaleras y salía a hurtadillas de su habitación en cuanto ellos ocuparan el resto de la casa? Las escaleras eran bajas y estrechas, y aun cuando tiraran la puerta abajo, les costaría subirlas, tendrían que encorvarse y puede que no se molestaran en hacerlo.

Pero por alguna razón creía que lo harían.

Se tapó la cabeza con la almohada. Mejor el desván del fondo. Había considerado uno de los baúles, pero le daba miedo no poder respirar. Además, las tapas pesaban mucho. ¿Y si dejaba caer una en sus prisas por abrirla y la oían? Pero había una gran cesta, vieja y con el mimbre deshaciéndose por un lado, pero todavía resistente. Dentro había encontrado estatuillas de porcelana envueltas en una vieja cortina, así como una bandeja de madera y un par de candelabros de latón. Se había deshecho de todo menos de la cortina, y había llenado a medias la cesta con más cortinas, un mantel y un viejo edredón que soltaba plumas. La arrastró hasta una esquina lejos de la ventana, donde reinaba la oscuridad y el tejado caía en declive. Una alfombra enrollada -llevada allí con gran esfuerzo-, dos sillas volcadas, un atril para partituras y una jaula haciendo equilibrios sobre un escabel dificultaban el acceso a la cesta. A no ser que hubieras practicado.

Antes de meterse con Brutus en la cesta y cubrirse con el edredón, cruzaría el desván y abriría la puerta. Así creerían que había escapado por ahí, bajando a todo correr por las escaleras traseras y saliendo sin que la vieran para desaparecer en la noche.

¿Y después? No bajaría enseguida, dejándose engañar por la calma que reinaría en la casa. Podrían haber dejado un guardia fuera de la puerta del desván o en el pasillo al pie de las escaleras. Se quedaría donde estaba toda la noche y el día siguiente si era necesario; había metido en la cesta una botella de agua y una bolsa de nueces.

Cuando estuviera totalmente segura de que no había peligro, bajarían con sigilo las escaleras. No mirarían en ninguna de las habitaciones. Saldrían por la puerta de la cocina y echarían a correr. Vivirían como proscritos en el bosque. Brutus atraparía conejos, y ella comería bayas y frutos secos, y robaría racimos de uva cuando maduraran en los viñedos. En invierno encontrarían una cabaña de leñador; se llevaría consigo el edredón para no pasar frío, y haría un fuego con ramitas y piñas.

Tal vez llegasen hasta el mar.

Rinaldi los encontraría un día. Viajarían juntos, los tres, a tierras lejanas, donde los hombres tenían la piel como seda amarilla y las rosas florecían todo el año.

A Claire, Oliver, Jacques y Berthe los sacrificaría encogiéndose de hombros; no podía salvar a toda la familia. Con su padre tuvo sus dudas, pero él dormía arriba, no podía correr, era grande y no cabría en la cesta.

Quedaba Sophie. Su habitación era la contigua, así que tendría tiempo para avisarle. Pero su hermana estaría adormilada, y cuando por fin entendiera, querría despertar a los demás, y para entonces…

Cuando Mathilde llegaba a este punto de sus cavilaciones, se retorcía bajo las mantas. Pero no había nada que ella pudiera hacer: siendo la más pequeña de las tres hermanas, de modo que era la que se salvaría. Así ocurría en todas las historias.

Brutus se levantó y arqueó la espalda, desprendiendo una ráfaga de su olor -a bayas y hierba, indefiniblemente cálido-, y volvió a instalarse con la cabeza en la barriga de Mathilde.

Se quedó dormida antes de que él empezara a roncar.

3

Fue un parto de nalgas, aunque esa no fue la única complicación. La comadrona mandó llamarlo poco después de la medianoche. A las cinco se desplomaba en su cama exhausto, eufórico, con la mujer y el bebé dormidos a tres calles de la suya.

Los golpes en la puerta lo despertaron de un sueño en el que encontraba por la calle un cisne con las entrañas derramándose en el barro. Esas entrañas eran blandas y brillantes, y no estaban enredadas sino que formaban ramales diferenciados de un rosa malva, nacarado; del extremo de cada uno colgaba un pequeño naipe de marfil, y él se inclinaba ansioso sobre ellos, porque si lograba…

Abrió la puerta a Ricard, que tuvo que agacharse para entrar.

– ¿Remoloneando en la cama el día del Señor? ¿No es pecado?

– ¿Qué ha pasado? -Parte de él seguía en las redes de su sueño (los colores brillantes, el mensaje de los naipes) mientras buscaba su chaqueta.

– Una emergencia, doctor: son pasadas las once y corremos el peligro de perdernos la trucha.

Él echó agua en una palangana, se la arrojó a la cara y se frotó los ojos.

Ricard le dio palmadas en el hombro.

– Deprisa, deprisa.

La porcelana repiqueteó en el lavamanos.

Los domingos por la tarde solía ir a la antigua casa consistorial donde se reunían voluntarios del club para leer en voz alta los periódicos o los decretos de la Asamblea a los ciudadanos patrióticos congregados. Se lo recordó a Ricard mientras deambulaban por la orilla del río en busca de un lugar donde instalarse.

– Estamos en junio -llegó la réplica-, deja que otro lerdo haga el trabajo.

¡Ricard, cuyo lenguaje era tan remilgado como el de una solterona y que ponía mala cara cuando otros hombres maldecían! Pero era evidente que el carnicero estaba de muy buen humor, silbando al dejar atrás las últimas casas diseminadas y pequeños mercados, y al cruzar campos de trigo que le llegaban al hombro y prados llenos de caltas hasta una curva del río bañada por el sol.

Se instalaron cerca de una hilera de álamos, no muy lejos de unos sauces que bajaban hasta el agua.

– Es aquí donde viven los peces, en las orillas con sombra… -Ricard levantó el pulgar- pero en cuanto se despierta la cachipolla, salen al sol y se hinchan.

Se quitaron las botas y los calcetines, se enrollaron los pantalones y se metieron en el limpio río, verde amarronado. Algo hizo cosquillas en los dedos de Joseph; bajó la vista y vio unas formas diminutas que se movían rápidamente en todas direcciones, y, adheridas a sus pantorrillas, perlas plateadas, una en cada vello que flotaba. Sus pies, sobre la arena dorada oscura, eran grandes peces blancos comiendo panza arriba.

Ricard, a unos metros corriente abajo, pescó la primera trucha: un remolino de burbujas, mucha confusión, un retorcimiento marrón plateado. Cuando fueron a comer tenían cuatro peces, de los cuales uno lo había capturado Joseph. Antes de envolverlos en hojas y dejar la cesta donde el agua no era tan profunda, recorrió con un orgulloso dedo su fría espalda verde jaspeada, las manchas rosadas en sus gruesos costados.

– Has atrapado el más grande de todos… casi un cuarto de kilo -aplaudió Ricard, sosteniéndolo en la palma para calcular el peso.

Comieron pan, salchichas de ajo («una mezcla de carne de cerdo y vaca, ligeramente ahumada»), un pote de rillettes y quesos de cabra espolvoreados de tomillo que se habían fundido a pesar de haber estado a la sombra. Compartieron una botella de un vino ácido, verde amarillento. Ricard se apoyó contra un álamo y fumó su pipa.

Joseph, deambulando descalzo por la orilla, decidió que había pasado demasiado tiempo encerrado en habitaciones en las que la luz del sol no entraba o lo hacía con mezquindad, en rombos pálidos y desganados que brillaban brevemente en el suelo, en una lúgubre pared. Encontró un ciruelo y volvió con la camisa llena de frutos dorados. Echó la cabeza atrás y el jugo le bajó por la garganta.

Luego, tendido de espaldas, se quitó las lentes y se quedó mirando el borrón verde plateado. Tal vez durmió un rato.

Ricard le enseñó un lugar corriente arriba donde el lecho del río estaba más profundo. Después de desnudarse quedándose solo con sus calzones que le llegaban a la rodilla, el carnicero se metió con un grito y los brazos al aire, salpicando agua alrededor. Joseph, que no sabía nadar, se tumbó sobre los codos en la zona menos profunda, donde el agua estaba deliciosamente tibia, y observó cómo Ricard cruzaba ruidosamente el río. La pierna mala de este no parecía ser un impedimento en el agua; se puso de espaldas y saludó a Joseph con la mano, flotando al sol.

Joseph se sorprendió tarareando esa nueva canción que llamaba a los franceses a las armas. Las piedras del lecho del río eran del color de su trucha. Observó a Ricard, en mitad de la corriente, escupiendo agua. Había libélulas semejantes a luz esmaltada.

Se puso boca abajo y movió los miembros con cuidado. Cerrando las mandíbulas y conteniendo la respiración, sumergió la cabeza y la sacó resoplando. El carnicero le arrojó agua a la cara a manotazos. Él trató de vengarse, pero Ricard se sumergió y se alejó buceando; a continuación salió del agua chorreando, perlado de luz, leonado, imponente, magnífico.

Comieron la última salchicha y terminaron las ciruelas.

Ricard le dijo que había crecido en el campo, y que no había ido a vivir a Castelnau hasta los nueve años, cuando entró de aprendiz con un tío suyo. Llenando de tabaco la cazoleta de la pipa, habló, no como habría esperado Joseph, de grandes privaciones, hambre o explotación, sino de las delicias de su niñez en el campo. Él y sus hermanos recorrían el campo persiguiéndose por los bosques, buscando nidos, poniendo trampas ilegales a los conejos. Aprendió a nadar y pescar. A los seis años lo enviaban todo el día a los campos para vigilar los cultivos, y aprendió él solo a identificar los pájaros, sus distintos cantos. Eran cinco hermanos y su padre era jornalero sin tierra propia. Sin embargo, Ricard fumaba su pipa y solo hablaba, con una ligera sonrisa, de las avellanas que cogían en otoño, de los grajos en lo alto de los olmos, del topo que había capturado junto a un arroyo, de sus enormes patas rosas y su morro afilado. El topo llegó a confiar en él, iba hacia él balanceándose y chillando; también comía gusanos de sus manos.

Las sombras cambiaron de posición, se alargaron.

Una gallina de agua pasó empujada por la corriente.

La piel de Joseph olía diferente: a agua de río, a barro.

Después, cuando todo terminó y durante el resto de su vida, recordaría ese día que había empezado con un sueño.

Sus colores eran dorado y verde.

Sabía a jugo de ciruela lamido de la muñeca.

La voz de un amigo le describía en detalle la felicidad.

4

Stephen apareció con una rosa en la mano. Sus pétalos purpúreos tenían motas de color malva. Ella la identificó al instante: Belle de Crécy. Él era incapaz de poner un pie en el jardín sin arrancar una rosa. Cada vez que eso ocurría, ella se sentía, como todos los jardineros, medio halagada medio resentida.

– Hace tiempo que quiero preguntártelo -dijo él-. ¿Qué ha sido de tus rosales chinos?

Las rosas del Maestro de Escuela eran unas flores dobles y excepcionalmente largas, de un tono rosa intenso que se fundía en lila. Sophie siguió arrancando las flores marchitas, cortando limpiamente tallo tras tallo con su cuchillo dentado, llena de absurda felicidad. Él no se había olvidado.

– El año pasado vendí una docena. Y el mismo cultivador se llevó el doble esta primavera. Dice que tiene compradores que las piden desde lugares tan lejanos como Inglaterra y Holanda. -Y añadió-: Aunque supongo que la guerra pondrá fin a todo eso.

Se decía a sí misma que él solo estaba allí para hacer tiempo. Claire, aduciendo mareo o jaqueca, se había negado a bajar. Por mí solo se interesa cuando no tiene nada mejor que hacer, se dijo, luchando por no perder la calma.

Él le acarició la barbilla con la suave flor purpúrea.

– He decidido venirme a vivir a Castelnau en septiembre.

– No lo hagas… -dijo ella-. Quiero decir… eso con esa rosa. -Le temblaba el pulso. Enfundó el cuchillo y lo dejó caer en su cesta llena de pétalos marrones.

Él suspiró.

– No te enfades conmigo, Sophie. Todo el mundo está enfadado conmigo. Mi hermano me recrimina en sus cartas, Charles me aconseja que vuelva a casa. Claire no quiere hablarme. La semana pasada, poco antes de que me marchara de París, dos soldados me detuvieron en la calle insistiendo en que era un espía… ¿Te lo he contado?

– Sí, dos veces.

– Podrían haberme matado allí mismo, lo sé. Delante de mi propio estudio. De no haber sido por mi portera, que salió y gritó que se lo diría a sus madres. Este tipo de cosas no sucederían aquí. Vuestra familia es conocida en Castelnau. Y mi relación con ella.

– ¿Por qué no Burdeos, en ese caso? -preguntó Sophie. Había decidido, hacía meses, que lo que sentía era soportable siempre que él no supiera que lo sentía.

Él arrojó la rosa a la cesta.

– Porque mi tío se pondrá a buscar horarios de barcos y me hablará del deber, mientras que mi tía se sentirá obligada a buscarme una esposa. Tiene innumerables ahijadas a las que le gustaría ver colocadas.

– ¿Y?

– Al menos tres chicas desgarbadas que ríen tontamente cada vez que me ven. Cada una menos agraciada que la anterior.

– Comprendo que eso sería muy duro.

– Sophie, nunca lo hubiera dicho, pero eres cruel.

– Pero ¿qué harás en Castelnau?

– Trabajaré duro. -Él tenía mirada ausente. Sophie notó que corría el inminente riesgo de quedarse mirándolo embobada-. Podría dar clases de dibujo. Conocería a gente, participaría en la vida de la ciudad. Sería totalmente distinto de París.

– Sí.

– Y estaría cerca de… Montsignac.

– Entiendo.

– Me encantaría dar clases a Matty.

– ¿Has visto cómo dibuja?

– Con orientación, no hay nadie que no pueda mejorar.

Un rosal que se había salido de la esquina donde había sido plantado, arqueando las largas cañas hacia la luz, se le enganchó en la camisa.

– Estate quieto. -Con el ceño fruncido, ella soltó la espina.

– Querida Sophie… sé que siempre serás buena conmigo. -Y antes de que ella pudiera volverse, la besó.

Porque Claire no quería responder la pregunta que lo atormentaba.

Porque lo sabía, de todos modos.

Porque, oscuramente, percibía que el equilibrio de poder entre ellos estaba cambiando, y buscaba el modo de reafirmarse.

Porque siempre era agradable dar satisfacción cuando no requería ningún esfuerzo.

Porque Sophie estaba allí.

Por la luz del sol, las rosas.

En realidad, fue el más leve de los besos.

Cuando ella se apartó y lo miró, él empezó a hablar de una obra de teatro que había visto en París.

La rosa que Sophie aún tenía en las manos era una variedad que contaba al menos tres siglos de antigüedad: un arbusto vigoroso, de muchas ramas y forma poco cuidada, de floración prolongada y flores de agradable fragancia y muchos pétalos. Estas tenían un centro intrincado, y al abrirse eran de un color rosa cálido si bien suave; más adelante los pétalos se doblaban hacia atrás y se tornaban de un delicado rosa cremoso, pero en el corazón de la flor siempre perduraba el tono más intenso.

En francés esa rosa se conoce como Cuisse de nymphe émue. Por su color característico, como el de la sangre bajo la piel blanca cremosa, que sugería (¿por qué no?) el tenue calor que asciende por el interior del muslo de una ninfa en estado de excitación sexual. Un concepto típicamente francés: erudito, erótico, excesivo.

Los ingleses se inclinan por una metáfora más decorosa y la llaman Maiden's Blush, Rubor de Doncella.

5

En la habitación del piso de arriba del Café de la Victoire, sentados alrededor de una mesa, redactaban el borrador de la carta que se proponían enviar al rey. De vez en cuando un cliente que disponía de tiempo inquiría el origen del nombre del café. Nadie lo sabía con seguridad, y menos aún Bonnefoy, el taciturno dueño que solo hablaba cuando la conversación era inevitable. Aun así, mientras los prusianos avanzaban ese verano con constancia prusiana, el Victoire hacía su agosto; como si una magia compasiva pudiera dar marcha atrás a las vicisitudes del ejército revolucionario. O tal vez sencillamente porque hacía calor, o porque la hija mayor de Bonnefoy era exageradamente guapa, o porque con una guerra en marcha y la patrie declarada oficialmente en peligro, la gente buscaba distracción. El teatro municipal también estaba haciendo sus buenas taquillas.

Fue Mercier quien insistió en cerrar la ventana, a pesar del calor. Aficionado a los secretos, adoraba el tufillo de la conspiración. Joseph, sudando en mangas de camisa, se preguntó irritado por qué Ricard consentía tal disparate; la ventana daba a una caída de cinco metros, una franja de patio hedionda e infestada de ratas, y un muro de ladrillo. Además, no podía decirse que su acción fuera clandestina: la carta se leería en alto y sería formalmente aprobada en la reunión de la noche siguiente. Pero el carnicero dirigió un gesto de asentimiento hacia Mercier y cerró él mismo la ventana.

Era asimismo Mercier quien tenía la hoja de papel ante él y garabateaba: «Tus deberes son nuestros derechos. Tomaremos las medidas que sean necesarias para proteger las libertades por las que hemos luchado; no toleraremos ninguna oposición; castigaremos a todo traidor, sea quien sea».

Tes devoirs. Tus deberes. Joseph sabía que era pueril el placer que le producía el uso del tratamiento familiar para dirigirse al rey, pero no pudo evitar sonreír. Dio vueltas a la frase en la boca, saboreándola como si fuera un dulce: Tes devoirs.

– ¿Decías algo? -Mercier no se molestó en disimular su impaciencia. Siempre había esa sensación de que en cualquier momento el aire entre ambos podía tensarse y partirse.

– ¿«Las libertades por las que hemos luchado»? Yo pondría «obtenido».

Los demás asintieron en señal de aprobación. Mercier se encogió de hombros, tachó su frase y la sustituyó por la sugerencia de Joseph.

Luzac, sentado frente a Mercier, estiró el cuello para leer qué había escrito.

– ¿No sonaría mejor «los derechos de tu pueblo»? Eso es lo que yo pondría: «Tus deberes son los derechos de tu pueblo».

– ¿De veras? Eso es interesante. Pero la cuestión es que nosotros no somos su pueblo, no le pertenecemos, por mucho que quiera creérselo él o -aquí Ricard insertó una pausa infinitesimal- los elementos reaccionarios.

La cara redonda y pálida de Luzac se volvió más redonda y más pálida. Tamborileó con los dedos en la mesa.

– Estoy de acuerdo. No lo cambio. -Mercier leyó otra vez la carta-. Pero, tal vez, «eliminar» en lugar de «castigar», ¿no les parece? -Su pluma se apresuró a hacer la corrección.

Redactar un borrador era un proceso inevitablemente largo y pesado. Aguijoneado tal vez por esa reflexión, el abogado Chalabre habló por primera vez.

– Deberíamos dejar totalmente claro que estamos acusando al rey directa y personalmente. Yo pondría algo como: «Con tus acciones estás paralizando la Constitución».

Tes actions. Joseph disimuló una sonrisa con el pretexto de secarse la boca.

– Excelente. -Mercier continuó, leyendo en alto mientras escribía-: «Nosotros, los ciudadanos patrióticos de Castelnau, haremos todo lo que esté en nuestra mano para resistir tal sabotaje».

– «Tu sabotaje» -corrigió Chalabre.

– «Tu traicionero sabotaje. -Joseph continuó-: Hemos…», no, «el pueblo de Francia ha echado por tierra tus planes; no vacilaremos en… derrocarte».

– «Derrocarte» no tiene fuerza -dijo Luzac-. Nos hace parecer tímidos. ¿Qué tal… «erradicarte»?

Ricard, llenando su pipa, miró a Joseph y sonrió. ¡Luzac, el radical!

– Destruir -dijo Mercier, escribiendo con furia-. «No vacilaremos en destruirte.» -Había incorporado un periódico, Le Citoyen, a su negocio de impresor y ahora dedicaba la mayor parte de su tiempo a él. Castelnau devoraba sus incendiarios editoriales y los artículos que escribía bajo una variedad de seudónimos. Partiendo de la más seca de las declaraciones de la Asamblea, transformaba la política en una estremecedora e ineluctable pasión: examínate el corazón y descubrirás allí instalada la Revolución.

Chalabre comía pepinillos, por los que sentía debilidad.

– Esto servirá -dijo lamiéndose los dedos como un gato-, servirá pero que muy bien.

Obeso y carente de atractivo, Luis XVI vagaba por su palacio-prisión como un animal torpe y lento mientras debajo de sus ventanas los castaños echaban tímidas hojas verdes. Vetó la sentencia de muerte de la Asamblea contra los emigrados monárquicos que se sospechaba que conspiraban contra la patria. Vetó el decreto que exigía a los curas jurar lealtad a la Constitución, o ya verían; luego se opuso a la devastación de todo cura cuya desobediencia fuera señalada por veinte feligreses. Para agravar tales estupideces, vetó la propuesta de su ministro de la guerra de montar en París un campamento armado de varios miles de revolucionarios procedentes de las provincias para defender la capital del ataque enemigo.

Como los demás clubes de provincias, los Patriotas de Castelnau se veían obligados a desahogar en tinta su cólera. Ese verano llegaron cartas de toda Francia, tensas de justificada indignación, temblando de frustrada determinación.

Los parisinos no perdieron tiempo en invadir las Tullerías. Obligaron a Luis el Falso -el Paso en Falso, en la memorable frase acuñada por Mercier- a ponerse un gorro rojo y beber a la salud del pueblo soberano. Un estilo de vida se desvaneció al deslizarse por el redondo y blanco cuello real. Chalabre abrió su navaja y cortó un pepinillo. A continuación puso el plato en el centro de la mesa. Nadie lo probó. Iba a ir a París y llevaría consigo la carta. Pensaron en multitudes, hombres chocando unos con otros en enormes pasillos y hablando con urgencia, con las cabezas juntas. No podían evitar odiar al abogado un poco.

Un gato maulló en el patio y sobresaltó a Mercier, que emborronó la copia pasada a limpio de la carta.

– Servirá perfectamente de momento -dijo Ricard en voz baja-. Pero no deberíamos engañarnos a nosotros mismos creyendo que va a lograr algo. Mientras el rey viva, será un foco de sentimiento contrarrevolucionario.

No miraba a nadie en particular, pero Luzac empezó a tamborilear de nuevo con los dedos.

– No haga eso… es muy irritante -bufó Mercier.

Joseph reparó en las ojeras del impresor y se preguntó cuánto dormía.

Luzac apoyó despacio la mano izquierda en la mesa. Lo observaron, esperando a ver qué tenía que decir. Luego se sorprendieron apartando la mirada de la otra manga, sujeta al muñón de su hombro. El alcalde sonrió. Habían circulado por Castelnau cartas protestando por la invasión del palacio y el maltrato de la familia real. Sabía que Ricard sospechaba que él estaba detrás de al menos una de ella. Pero él había dado su brazo derecho por la Revolución; ¿quién de los presentes podía decir lo mismo? Sus pálidos y gruesos dedos se cernieron sobre el plato de pepinillos en vinagre.

Tras llamar, entró la hija de Bonnefoy. Sonrió a todos, puso los vasos sucios en una bandeja y les preguntó si querían algo. Inclinándose sobre Mercier, limpió la mesa frente a él.

Joseph trató de no quedarse mirando, pero se quedó hipnotizado por una gota de sudor que se deslizaba por el exquisito escote y se metía en la blusa. Sin pensar, se quitó los anteojos y volvió a ponérselos rápidamente.

Mercier dijo algo a la joven, que había rodeado la mesa y volvía a estar muy cerca de él, y ella sacudió la cabeza, riendo. Él deslizó una mano hasta sus nalgas y todo el cuerpo de ella se volvió hacia él, abriéndose invitadora como una flor.

Ella debía de tener… ¿quince? ¿Dieciséis años? Su piel aún no había perdido la cualidad de absorber y reflejar simultáneamente la luz. Joseph se obligó a apartar la mirada y concentrarse en volver a llenar su vaso.

En la puerta, ella se volvió por última vez y envió un beso a Mercier. El impresor le dijo adiós con la mano; su rostro de facciones angulosas estaba distendido en una sonrisa.

No era la primera vez que Joseph había presenciado el efecto que tenían en las mujeres los ojos azabache y el pelo negro y desordenado de Mercier. Buena planta: ¿dónde estaba la revolución que iba a enmendar la injusticia de semejante lotería?

Ricard habló con tono desapasionado, inexpresivo.

– Bueno, si todos estamos satisfechos… es hora de volver a casa al lado de nuestras mujeres.

Chalabre y Luzac murmuraron algo, asintieron y empezaron a recoger sus cosas. El abogado pescó el último pepinillo, lo comió de dos bocados y se limpió los dedos en una servilleta.

Mercier y Ricard se miraron, uno a cada lado de la mesa. Al cabo de un momento el impresor bajó la mirada y juntó sus papeles.

– Creo que comeré algo antes de volver a la imprenta -dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Joseph recordó que la mujer de Mercier había dado a luz a su primer hijo hacía cuatro o cinco meses. ¿No le había dicho alguien, quizá Ricard, que volvía a estar embarazada?

El carnicero se levantó.

– Trabaja demasiado -dijo a Mercier-. No va a ganar nada arruinando su salud. Debería cuidarse… ¿Qué haríamos sin Le Citoyen para expresar nuestras opiniones?

Mercier se encogió de hombros. Pero levantó la mirada, satisfecho.

– Siempre hay tanto que hacer. La edición de la próxima semana ni siquiera está medio lista.

– Lo que me recuerda… -Ricard se acercó a la ventana y se detuvo con la mano en el pestillo-. ¿No me dijo que nuestro amigo aquí presente se había ofrecido para escribir algo para usted? Sobre la higiene y la enfermedad, ¿no es así, doctor?

Joseph había estado contando monedas para sumarlas al montón de la mesa. Se puso colorado y murmuró una frase ininteligible, se le cayó una moneda y se agachó agradecido debajo de la mesa para recogerla. En un momento del invierno había sugerido el artículo a Mercier, quien había fruncido el entrecejo y dicho: «Ya le avisaré». Y en eso había quedado todo, o eso había creído él. Pero era evidente que el impresor se lo había mencionado a Ricard; burlándose, sin duda, de la osadía de Joseph al pretender…

– Un tema que viene al caso, ¿no le parece? La clase de material que Le Citoyen necesita para demostrar que está bien versado en las preocupaciones cotidianas. Consejos prácticos junto con el debate sobre la relación entre la enfermedad y las condiciones de vida antihigiénicas. Debería acompañarlo de un editorial denunciando a los terratenientes que rehuyen sus responsabilidades.

Joseph se guardó la moneda en el bolsillo y, cogiendo su maletín, permaneció con la cabeza gacha. Por fortuna, Chalabre y Luzac ya estaban en mitad de las escaleras. Se acercó con sigilo a la puerta.

Ricard abrió la ventana de par en par, estiró los brazos hacia la cálida noche y se volvió de nuevo hacia el impresor.

– Supongo que no tendrá inconveniente.

Toda la atención de Mercier parecía concentrada en la hoja de papel que rompía en trozos cada vez más pequeños. Sin levantar la mirada, replicó:

– Será preciso revisarlo, por supuesto, eso debe quedar claro.

– Me refería a la ventana -dijo Ricard, y salió de la habitación.

6

Su habitación, en una esquina, tiene dos ventanas: una mira al patio y al parque, la otra está orientada al este, al pueblo, a campos de rastrojos donde han soltado los gansos para que coman, a colinas, próximas y lejanas. Allí, debajo de la vista más amplia, está sentada Sophie. Lleva sentada… ¿es posible que media hora?

Se obliga a poner boca abajo el retrato a lápiz y lo desliza debajo del catálogo de Poitiers, que está abierto en su escritorio. Por fin es posible valorar, ordenar, clasificar las rosas.

El cultivador hace propaganda de treinta y ocho variedades. La más barata, una Rosa Mundi entre rosa y roja, por ejemplo, cuesta veinticuatro sous. La más cara, a doce livres, es un nuevo rosal descrito como Moss Provins: «Égalité. Hermoso, de flores de color rojo rosado, muy dobles, dispuesto en arbusto. Follaje ordenado orientado hacia arriba. Intenso aroma. Crecimiento abierto. Hasta una vara y media de altura». Un rosal que combina las espectaculares flores típicas de los rosales Moss con el follaje vertical de su antepasado Provins… Pero a ese precio, Égalité está más que fuera del alcance de Sophie. De todos modos, seguro que coge moho, como todos los Moss, y «crecimiento abierto» es otra manera de decir que hace falta sujetarlo.

¡Doce libres! Se pregunta cuánto está cobrando Tassin por sus rosas de China, demasiado escasas para aparecer en su catálogo. Ella le había cobrado treinta livres la docena y se había felicitado por su sagacidad. Debí pedir consejo a Rinaldi, piensa sombría. Tal como están las cosas, ya no me queda nada. Y enseguida, porque está preocupada por el dinero, considera gastar más a modo de consolación: una Blanche de Belgique tiene un precio muy razonable de dos livres…

– ¿Qué estás haciendo? -Claire, con la espalda arqueada, entra sin llamar. Se echa con exagerado cuidado en la cama, suspira y, al cabo de un ratito, vuelve a suspirar.

Sophie se dice que no va a levantarse de un brinco, ir a buscar cojines, colocar bien las almohadas.

– Sophie -dice Claire débilmente-, mi espalda… ¿Te importaría…?

Sophie se levanta de un brinco, va a buscar cojines, coloca bien las almohadas. Reconocer un hábito no es lo mismo que modificarlo; la aquiescencia llega únicamente a un precio más alto.

A modo de gracias, Claire repite su pregunta.

– ¿Qué estás haciendo?

– Hojear un catálogo de rosas. ¿Cómo estás hoy?

– Como siempre… hinchada, cansada, fea. -Y con sinceridad-: Aburrida.

– ¿Quieres que te lea algo? O podemos coger una prenda que remendar y charlar.

– Oh, ¿lo harías? Pero un libro no… todas esas historias de virtud alegremente premiada o trágicamente castigada.

– No tiene que ser una novela. A veces la Encyclopédie puede…

– Debería hacer un esfuerzo para acabar de bordar ese chaleco. No es que crea realmente que vaya a haber un final… No logro recordar cómo era la vida antes de este niño. Mi costura está en la habitación. O en el piso de abajo. ¿Podrías…?

Cuando Sophie vuelve, su hermana tiene el entrecejo fruncido.

– ¿Es Olivier llorando? ¿Lo has visto hoy?

Sophie escucha.

– Es alguien llevando cerdos por el sendero. Angélique ha sacado a Olivier de paseo. Hasta el río, creo.

– ¿Llevaba su camisa abrigada? Hice bien en no dejarle ir a ese horrible país, ¿verdad? La pobre Anne.

La última carta de Anne traía la noticia de que su bebé recién nacido, el tan anhelado hijo, había muerto de fiebres. Están apenados, por supuesto, por esa pequeña y lejana tragedia, pero no sorprendidos. Inglaterra es humedad, miasmas, niebla, la enfermedad que te invade el cuerpo con cada bocanada de aire que inhalas; lo raro es que alguien logre sobrevivir. ¡Y la comida…!

De Hubert o Sébastien, combatiendo con las fuerzas contrarrevolucionarias, no se ha sabido nada. Pero la carta de Anne decía que, según un conocido francés «que vive como un indigente en una propiedad vecina, donde está empleado como mozo de huerto», habían destinado a su regimiento a Verdún.

Pero eso fue hacía meses, a principios de verano. A partir de entonces la guerra se había recrudecido. La traición hizo caer Verdún en manos de los incontenibles prusianos. La artillería francesa bombardeaba la ciudad cada día, desesperada por recuperarla. El pánico se extendía hacia el oeste por la carretera que lleva a París. Pollos, abuelas y aparadores fueron subidos a carros, todo el mundo sabía qué ocurriría si el pueblo caía en manos del enemigo; las arterias que conducían a la ciudad estaban coaguladas de miedo.

Claire nunca menciona la guerra salvo para quejarse, como todos los demás, de la escasez, los inconvenientes, los precios. Si se pregunta qué ha sido de Hubert -bajo sitio en la guarnición de Verdún, avanzando con dificultad por un campo donde el aire es del color de la herrumbre, yaciendo en alguna colina boscosa con hojas chamuscadas sobre su cabeza-, si Claire piensa en todas esas cosas, no lo dice. Inclina su cabeza morena sobre una pequeña prenda blanca donde unas diminutas y exquisitas puntadas describen un arabesco verde salvia.

Sin motivo aparente, el hilo de Sophie se enreda.

Claire se pone a hablar de su modista de Toulouse, que afirma saber interpretar los sueños.

– Dijo a Marianne que soñar con serpientes significaba una muerte en la familia, y dos días después murió el jilguero de su madre. ¿O era una anguila? No me acuerdo.

Últimamente, conforme la tierra se inclina alejándose del sol, el ansia ha sido soñadora, plagada de introspección. Sophie se sorprende volviendo una y otra vez al retrato que le dibujó Stephen, como si examinándose como él la veía, pudiera por fin aprender… ¿qué? ¿La sintaxis de la dignidad? ¿La gramática del consuelo?

Ha absorbido una gran cantidad de literatura amorosa y reconoce que no presenta ninguno de los síntomas convencionales. No es en Stephen en lo primero que piensa al despertarse o en lo último que piensa al cerrar los ojos. Si él se marchara para siempre, sabe que ella no moriría ni enloquecería de pena. Durante largos períodos de tiempo no piensa en él en absoluto. Lo encuentra encantador, afectuoso, deseoso de complacer; a pesar de todo ello, reconoce que es demasiado volátil e indulgente consigo mismo.

Es bien parecido, por supuesto.

La gente que no lo es puede reaccionar ante la belleza física con envidia, asombro o desdén, pero nunca con indiferencia.

Un anhelo inarticulado de perfección, que viene de muy antiguo.

Ella sabe, sin necesidad de volver la cabeza, cuándo ha entrado en una habitación o salido de ella. Es consciente del subir y bajar de su pecho al respirar, percibe el movimiento de sus pestañas. De su cuerpo al de él se extienden diez mil filamentos invisibles.

Él alarga una mano para coger un vaso, un libro, una manzana.

Ella se inclina hacia el vacío.

– Sophie, me gustaría que dejaras de pensar en esas rosas. -Claire está sosteniendo dos madejas de seda-: ¿Cuál?

– La violeta.

– ¿De veras? Oh, no, yo prefiero la azul.

7

Una nueva ley había suprimido la necesidad de sacerdotes, iglesias, sacramentos. En lo sucesivo el matrimonio era un contrato civil. Bastaba con colgar fuera del ayuntamiento un aviso: «Se anuncia el enlace matrimonial de Monsieur Louis Peronne (viudo) y Mademoiselle Isabelle Ducroix (soltera) que desean vivir juntos en matrimonio legal y que hoy se presentarán en las oficinas municipales para reiterar su promesa y hacer que sus intenciones sean legalizadas por las leyes del Estado».

La sala, como todas las salas municipales, olía a cera para muebles, tinta y sudor. Estaba dominada por una estatua enorme de Himeneo blandiendo una corona de flores y una antorcha. Cogidos de la mano, los novios se subieron a una tarima donde un funcionario inferior con un fajín tricolor les informó que el matrimonio se asemejaba a una conversación entre dos personas, y que confiaba en que la suya fuera larga y dichosa, sin ninguna pausa.

Qué agotador parece, pensó Sophie. Se fijó en el hijo menor del novio, pero este frunció el entrecejo y desvió la mirada.

El oficial, un joven serio que se había quedado levantado hasta tarde discurriendo esas cosas, decía a la pareja que el amor de un hombre por su esposa era análogo al amor del Estado por sus ciudadanos. Tras una pausa para que se asimilara la solemnidad del símil, formuló la tradicional pregunta a la pareja de novios, quienes afirmaron al unísono sus intenciones. Eran marido y mujer.

La siguiente pareja se acercó. El joven oficial hojeó sus notas. «Dúo. Pareado. Ríos que confluían.» Escribía poesía los fines de semana, y sabía que él era más que la suma de sus deberes municipales; sin embargo, se esforzaba por cumplirlos como corresponde a alguien sensible a la belleza inherente a todas las cosas.

Había amanecido encapotado y lloviznado toda la mañana, pero cuando la procesión nupcial salió a la plaza, el sol tuvo la atención de aparecer por detrás de nubes de un blanco sucio y el pequeño grupo de mirones bajo los plátanos amarillentos vitoreó. Costaba acostumbrarse a las novias vestidas con ropa de diario y un sombrero en lugar de flores naranjas en el cabello. Pero al menos hacía sol, manteniendo la tradición.

– No son lo que se dice unos críos, ¿eh? -comentó una mujer.

– Esperemos que ella no se lo encuentre oxidado. No parece que a él se le dé muy bien forzar cerraduras.


Joseph saludó con la cabeza a Sophie desde el otro extremo de la estancia, donde estaba de pie de espaldas a la pared.

– Esto es ridículo -dijo ella para sí, y dejó la copa, decidida a aclarar las cosas.

Pero primero estaba Isabelle.

– ¡Queridísima Sophie! Todo el mundo ha admirado mi ramo. Ven a hablarles de tus rosales chinos que florecen en otoño.

Ella arrostró ola tras ola de conversación: el tiempo (impropio), los extranjeros (antinatural), París (insoportable), el coste de la vida (incalificable), adonde iban a ir a parar (inimaginable). Para cuando llegó hasta Joseph, él ya no estaba solo.

– Sophie estaba allí -dijo Stephen-, lo ha visto todo. El amor en unas pocas frases legales. ¿Se le ha permitido besar a la novia o se han estrechado la mano como socios al cierre de un negocio?

– Bueno, el matrimonio es una especie de transacción, ¿no? Las mujeres ganan seguridad, los hombres fidelidad, y a ambos se les garantiza respetabilidad. Tal vez el nuevo sistema sea más sincero: deja el mecanismo al descubierto. -Dirigió el último comentario a Joseph con una sonrisa. Él se quedó mirándola (¡esos anteojos!) sin decir nada.

– No lo crees así, sé que no. -Stephen seleccionó una tartaleta del plato que pasaba-. ¿ Qué me dices de la chispa entre dos almas… -y con la boca llena de queso y jamón- qué me dices del amor?

– ¿Amor? ¿No estábamos hablando de matrimonio?

– Ahora te las das de sofisticada, y no pienso permitirlo. El cinismo está muy bien en París, pero me niego a entretenerlo en Castelnau. No tiene cabida en mi nueva vida de aquí.

– ¿Significa eso que se ha venido a vivir a Castelnau? -Joseph se ajustó los anteojos-. ¿Se ha instalado aquí?

Stephen asintió, masticó, tragó, habló.

– Ayer hizo dos semanas. ¿No es amable por parte de Isabelle invitarme a su boda? Ya he encontrado cuatro alumnos, y me han invitado a hablar ante la Sociedad para la Apreciación del Arte. -Con la cabeza ladeada, contempló a Joseph-. Me pregunto, Morel, si se ha planteado alguna vez tomar lecciones de dibujo. Con sus conocimientos de la anatomía humana…

– ¿Y bien? ¿Cuál es el veredicto sobre Peronne? -Mathilde, materializándose entre ellos, cogió una tartaleta-. Le he pedido su opinión sobre los avisos que exponen las Leyes de Divorcio y me ha dicho que no se había fijado en ellos. Lo que interpreto como su manera de decirme que no le parece un tema apropiado para una joven del sexo débil.

Joseph, poco acostumbrado a Mathilde, rió tras su copa.

Ella se volvió hacia él.

– ¿Qué piensa usted de las nuevas leyes?

– Son convenientes. La municipalidad proporciona el veneno así como el antídoto.

– ¿Es así como ve el matrimonio? -replicó Sophie-. ¿Cómo un veneno?

Él bajó la mirada hacia su copa vacía.

– Veneno o prisión, a menudo da la impresión de serlo. Aunque debe de haber excepciones.

– ¡Por supuesto que las hay! -Stephen, agitado, se mesó el cabello. Un tipo raro, Morel, más gris de lo que recordaba. Buscó una explicación y afortunadamente encontró una-. Naturalmente, como médico debe de estar expuesto a muchas cosas desagradables.

– Me pregunto si Claire se divorciará de Hubert -dijo Mathilde. En el silencio de cristal que recibió tal observación, ella miró a Joseph-. ¿Por qué ya no viene a vernos? ¿Se debe a que Hubert está luchando en el bando enemigo? Nosotros tampoco lo aprobamos, ¿sabe? Aunque, si le soy sincera, no podemos decir que le echemos de menos.

Joseph se había puesto rojo ladrillo.

– Stephen, Joseph, no deben monopolizar a la joven más guapa de la sala. -Radiante de felicidad, asió a Sophie del brazo con la mano que lucía su nueva y brillante sortija-. El sobrino de Louis está aquí y se muere por conocerte.

– Estábamos hablando de tu marido -dijo Mathilde-, preguntándonos si es lo bastante bueno para ti.

Antes de que Isabelle pudiera llevársela, Sophie se volvió hacia Joseph.

– Por favor, háganos una visita.

Él sonrió y miró el interior de su copa. El corazón solo era un músculo, se negaba a concederle demasiada importancia. Pero el vino del doctor Ducroix era excelente. Tenía intención de beber bastante antes de que terminara la velada.

8

La noche en que Isabelle acude a los besos de su farmacéutico tiene lugar la matanza.

El antiguo convento -que ahora sirve de cárcel provisional- lleva semanas llenándose de manera inquietante. Las órdenes de arresto han sido expedidas por un tribunal presidido por el abogado Chalabre. Este se ha creado con el objetivo específico de juzgar a los traidores, es decir, a todos los que han perpetrado crímenes contra la nación asediada. A los sacerdotes obstinados y difíciles que persisten en negarse a prestar el juramento civil los han sacado a rastras de los seminarios, colegios y parroquias donde trataban sospechosamente de pasar inadvertidos. Han censurado eficientemente la prensa monárquica, y cercado a sus impresores y periodistas. Han detenido a los parientes, amigos, dependientes y conocidos de Caussade y sus seguidores. No es difícil hacerse con sospechosos: un dramaturgo cuyo drama en verso, muy largo y muy malo, sobre la huida de la pareja real a Varennes recibió abucheos y tuvo que suspenderse dos días después de su estreno el pasado invierno; un relojero prusiano; una duquesa nonagenaria; un camarero denunciado por sus agudezas dudosas.

La mañana siguiente a la boda de Isabelle es despejada y de temperatura agradable. Saint-Pierre ha desayunado tarde varios trozos de pan con mermelada de cereza e higos en compañía del doctor Ducroix, en cuya casa ha pasado la noche, quedándose después de que el marido de Isabelle, con delicadeza pero con decisión, la desprendiera del abrazo de su padre.

El otoño siempre ha sido la estación predilecta de Saint-Pierre. Su abuelo le decía que conforme se hiciera mayor esperaría ansioso la primavera, las flores y los brotes verdes. Pero si la primavera promete tanto, ¿cómo no va a defraudar? El otoño en cambio es poco exigente y fiable, sus hojas son como tantas responsabilidades que se desprenden y flotan silenciosamente hacia la tierra.

Se sorprende a sí mismo siguiendo calles que lo llevan al río. ¿Por qué será, se pregunta, que la gente se siente atraída por el agua? Lo ha visto una y otra vez, gente agotada de trabajar duro y pasar hambre, desviándose para ir a los muelles, donde no se cansan de contemplar el río.

Piensa en el niño que pronto nacerá, en Claire, que se ha encerrado en sí misma conforme se acerca el momento y espera, espera.

Claire, su hijita de una perfección inimaginable. Cuando nació quería sostenerla para siempre en sus brazos, protegerla así contra el vendaval que arrojaba las tejas a las calles, siempre a salvo, su hermosa e insondable niña. Para descubrir un día que inadvertidamente se le había escurrido de los brazos.

Por un instante tiene dificultades para respirar, un dolor que desaparece tan deprisa como lo sobresalta.

Su corazón incompetente.

Se apoya contra un muro de color miel y sonríe, porque por una vez Ducroix ha bebido más armagnac que él.

Luego ve los cuerpos.

Ha llegado al lugar donde una puerta en el muro del convento se abre a los muelles. Han traído las carretas allí, donde el agua succiona con codicia la piedra y la madera, y hay menos transeúntes, aunque se ha formado el inevitable corro de curiosos que observan lo que están transportando a pleno sol.

Hay un muchacho de unos quince años al que le han cortado de un hachazo los genitales. Un hombre con un ojo azul brillante y un agujero pegajoso donde debería estar el otro. Una criatura de vello negro y rizado, sin cabeza ni miembros. Una mujer degollada, otra cuya lengua color malva le sale de la boca obscenamente. A varios cadáveres le faltan los brazos, las piernas, las manos… Saint-Pierre se sorprende preguntándose dónde pueden estar y recorriendo con la mirada las carretas donde se amontonan en busca de las partes que faltan, para juntarlas y volver a dejarlos enteros.

Reconoce a medias una cara aplastada que todavía rezuma pulpa: el Oráculo, un hombre maloliente de ojos jaspeados y desorbitados y una mata de pelo enmarañado que pega gritos en el mercado de cereales, haga el tiempo que haga, describiendo con precisión las brujas de pesadilla y las bestias salpicadas de sangre que lo atormentan, agarrándose a la gente hasta que alguien le paga un vaso de ginebra y luego otro y otro.

Huele a río, y por encima de ese olor percibe otro que no le es desconocido. Piensa incongruentemente en médicos y lechos de enfermos antes de ver los barriles que la mujer del gorro rojo está haciendo rodar a través de la puerta, y comprende: están lavando el patio con vinagre, para desinfectarlo.

¿Para quién?, se pregunta. No parece quedar nadie con vida detrás de esos muros.

Hace pequeños movimientos con las manos delante de su pecho, como un bebé.

Un oficial con fajín tricolor está supervisando las operaciones.

– Ciudadano Saint-Pierre -se presenta a sí mismo, añadiendo que es un «oficial de la ley»-. ¿Qué ha ocurrido aquí? -pregunta, y las manos se le disparan y aferran el brazo del hombre-. ¿Qué ha ocurrido? -repite, aunque lo ocurrido es bastante evidente mientras la cuarta y última carreta está siendo descargada.

El oficial es un joven -¡todos son jóvenes!, piensa Saint-Pierre, asiendo con más fuerza el brazo uniformado- que no se exalta fácilmente. Mira al hombre cuya cara tiene un extraño tono grisáceo y reconoce al magistrado en cuya sala ha permanecido bastante a menudo de pie contra una pared, sin llamar la atención. Que él sepa, Saint-Pierre es un buen tipo, amable con los funcionarios inferiores a quienes trata en el curso de sus tareas. De modo que el joven se muestra educado y tranquilo, soltando cortésmente su manga de esa mano con manchas de la edad que se ha adherido a la tela.

– Un incidente -explica-. Varios prisioneros que estaban siendo escoltados aquí anoche fueron atacados por un grupo de hombres armados que más tarde consiguió entrar en la prisión.

– Pero esto… -Saint-Pierre señala los carros, el terrible cargamento-. Son tantos… ¿Quién…?

El oficial no ha recibido órdenes de encubrir los hechos ni ve razón para hacerlo.

– Traidores -dice con paciencia-, eran traidores que urdían un golpe monárquico ahora que nuestros soldados se han marchado al frente.

– Pero has dicho que había una escolta. ¿Y los guardias de la prisión, dónde estaban?

El joven ve que se están yendo los carros.

– Yo no estaba aquí -dice-. Ahora, si me disculpa…

Otro oficial ha salido por la puerta del muro y los dos conferencian, comprobando algo en una lista. Hay una discrepancia, un pequeño problema. El segundo oficial desaparece una vez más en el interior del convento.

– ¿Cuántos muertos? -pregunta Saint-Pierre.

– Ciento ochenta y siete -responde rápidamente el primer oficial. Ha visto el total en la lista de su colega.

– ¿Cuánta gente había encerrada?

El joven también lo sabe.

– Ciento ochenta y nueve. Encontramos a un cura con vida debajo de varios cadáveres y otro tipo se tiró por una ventana. Tendrán que juzgarlos.

– ¿Y los responsables de esto? ¿Los han arrestado?

El oficial mira a Saint-Pierre y siente una oleada de compasión mezclada con irritación. Estos ancianos, con sus preguntas interminables. Nunca se haría nada si dependiera de ellos. Luego ve con alivio que su colega ha regresado y asiente en señal de aprobación. Da a los carros la orden de partir y por un instante saborea la descarga de ansiedad mientras estos se ponen en marcha en medio de crujidos. Le gusta demostrar su capacidad para cumplir con eficiencia y rapidez sus deberes. Ha solicitado un ascenso. Quiere casarse en primavera.

– Pero ¿y los asesinos? -grita Saint-Pierre-. ¿Qué van a hacer para que paguen sus culpas?

El oficial se marcha. Pero de pronto se vuelve para contemplar al anciano de nariz aguileña y abrigo negro y polvoriento, cuyos días es evidente que tocan a su fin, allí en el muelle bañado de sol, con el río a sus espaldas.

– Yo no los llamaría asesinos -dice educado, paciente-. Eran ciudadanos corrientes. En cuanto a pagar sus culpas, estaban ejecutando a traidores.

Se eleva una aclamación del grupo de mirones cuando el último carro pasa traqueteando por delante de ellos. Los oficiales se retiran. Alguien cierra la puerta del muro.

Saint-Pierre se acerca tambaleándose al río.

Una cara tiembla en el agua.

9

La Encyclopédie no estaba considerada una lectura pedagógica porque trataba de toda clase de conocimientos con imparcialidad científica. Así, mientras dedicaba páginas y páginas a cuestiones útiles como la declinación de los verbos o la técnica de moler trigo para hacer harina, profundizaba con la misma y franca minuciosidad en temas irrelevantes. De ahí que, para el núcleo de la educación formal de su hermana menor, Sophie prefiriese echar mano de obras que le resultaban familiares de sus tiempos escolares, como Los verdaderos principios fundamentales de la ortografía, pronunciación y lectura del francés, seguidos de un pequeño tratado sobre puntuación, los principios básicos de la gramática y prosodia francesas, y una selección de lecturas apropiadas para proporcionar nociones fáciles y sencillas de todas las ramas del saber (París, 1763), de Nicolás-Antoine Viard.

No era de extrañar, pues, que Mathilde tomara cartas en el asunto. La casa estaba llena de libros y tisanuros. Podía contarse con Buffon y Jussieu para la historial natural, y con Saint-Simón para los chismorreos. La filosofía estaba ampliamente representada: Montaigne, Erasmo, Diderot, Montesquieu, Voltaire, D'Alembert, Rousseau; casi había usurpado el lugar de la religión, que se reducía a un ejemplar de Sermons de Boussuet. El despacho de su padre aportaba literatura (Moliere, Cervantes, Rabelais, Shakespeare, Ronsard, Dante), ediciones robustas que ya eran viejas cuando él era joven. Los dormitorios de sus hermanas contribuían con novelas, sus frágiles páginas encuadernadas en piel barata de borrego o sencillamente dobladas en documentos de dieciséis páginas y guardadas en cajas. También había curiosidades como la higiene popular (Instrucciones fáciles para el cuidado de la boca y la conservación de la dentadura, de Monsieur Bourdet, dentista, seguidas del arte de cuidar los pies). En cuanto a la Encyclopédie , Mathilde conoció en privado ciertos artículos, dado que, naturalmente, a nadie se le ocurrió tomar precauciones para impedir que lo hiciera.

Pero, por encima de todo, Mathilde se preocupaba de leer los periódicos. Nunca dejaba de leer Le Citoyen, aun cuando trataba superficialmente los asesinatos. Por ejemplo, en la última edición solo aparecía un párrafo acerca del zapatero remendón que había estrangulado a su casera, un resumen de lo más breve y sin un solo adjetivo. Por otra parte, la cobertura política era minuciosa, y a Mathilde le gustaba estar informada de todo.

– La Asamblea ha sido sustituida por la Convención, los patriotas se están llamando a sí mismos jacobinos, y ahora la mitad de los pueblos de los alrededores se están poniendo nuevos nombres. ¿Por qué necesitamos palabras diferentes para todo?

– Porque todo ha cambiado -dijo Stephen, levantando la mirada de su cuaderno de bocetos, sonriendo hacia la cuna al lado de Claire. En un momento tendría que levantarse para inclinarse sobre la niña que dormía y dibujar más de cerca las sábanas que la rodeaban. Anhelaba de todo corazón serle útil, servirle de alguna manera. Claire ya había tenido motivos para señalar que los niños estaban mejor al cuidado de los criados.

– ¿Realmente ha cambiado? -Sophie se irguió, limpiándose el polvo de las manos tras poner otro leño al fuego-. ¿O esperamos que lo hagan poniendo nuevos nombres a todo?

Mathilde consideró esas palabras durante un rato.

– La rué des Droits-de-l'Homme es tan apestosa ahora como cuando se llamaba rué Louis XIV.

– A lo que me niego a acostumbrarme es a estos tratamientos democráticos. -Claire había bajado al salón por primera vez desde el nacimiento de su hija-. ¿Os he hablado del día que esa chica horrible que está casada con Henry Lebrun me abordó por la calle? No paraba de llamarme «tú» y «ciudadana». Estoy segura de que sabía que de esa manera sus palabras sonarían doblemente impertinentes.

– Jeanne no está tan mal en realidad -dijo Sophie-. Solo te preguntó tus síntomas para poder decirte que está esperando su cuarto hijo y solidarizarse contigo de la suerte que le ha tocado a la mujer.

– ¿Tendremos que renunciar al Saint de nuestros nombres? Ya sabéis, como esos pueblos que ahora son Antoine y Denis a secas.

– Me dijo que pensaba llamar al recién nacido Liberté. ¿Os lo imagináis?

– Mejor que Diez de Agosto, como el nieto de la cocinera de Isabelle.

– ¿Por qué Diez de Agosto?

– ¡Oh, Claire! -exclamaron a coro sus hermanas.

– El asalto a las Tullerías -explicó Stephen-. El triunfo del pueblo. -La ternura hacia las criaturas vulnerables lo había invadido hasta el tuétano-. ¿Estás cansada? -preguntó a su modelo-. Dime cuando quieras que pare.

Claire sacudió la cabeza. Con cuidado, para no cambiar de ángulo.

Brutus se sentó frente al fuego y se rascó la oreja, gruñendo. Luego se olfateó la pata y le dio unos lametazos.

Mathilde fue a arrodillarse a los pies de Sophie, que volvió a hacerle las trenzas. Los rizos le salían de la cabeza en todas direcciones, siguiendo estrategias propias. Lazos, trenzas y pasadores los sujetaban durante un rato hasta que abandonaban la lucha. «Cabellos de gitana», decía Rinaldi, acariciándolos con un dedo lleno de admiración.

– ¿Ya has tomado una decisión, Claire? -preguntó Mathilde-. ¿Vas a ponerle mi nombre? Sería lo apropiado, dado que voy a ser la madrina.

Claire bajó la mirada.

En la repisa de la chimenea, el reloj de Marguerite empezó a dar la hora: una, dos, tres… todos contaron en silencio hasta diecisiete, cuando calló.

Volvieron a respirar.

– ¿Claire?-persistió Mathilde.

Stephen estaba concentrado en difuminar una línea con el pulgar.

– Tal vez… Caroline. -Y añadió-: Caroline Marguerite.

– ¿Por qué Caroline? -Mathilde se acercó al fuego, donde Brutus se había enroscado con la cola sobre el morro. El perro entreabrió un ojo amarillo y rojo y levantó a medias una pata flacucha y negra. Acuclillándose junto a él, ella le rascó la barriga-. ¿Es del lado de Hubert?

– Hay mucha gente llamada Caroline -dijo Claire con brusquedad-. No tiene nada de extraordinario. Deja de hacer preguntas, Matty, es agotador.

Brutus y yo nos vamos a dar una vuelta.

Y se marcharon con considerable dignidad.

Olivier estaba sentado en el suelo de su cuarto, que había ido llenando de objetos desconocidos y olores extraños, una mujer gruesa cuyas manazas moteadas lo asustaban.

– ¿Qué estás dibujando? -preguntó Angélique. En cualquier momento el bebé se despertaría y lloraría, y ella bajaría a buscarlo, lo traería de nuevo al cuarto y se lo pasaría a la nodriza, una criatura ordinaria como todas esas mujeres del pueblo, pero bastante dócil.

– El pequeño tiene mucho talento -comentó esta, creyendo su obligación señalar los logros de la familia y, por extensión, su propia preeminencia-, como mi madre. Hay que ver cómo borda. -Sorbió por la nariz y se disponía a limpiársela con el dorso de la mano cuando se acordó y lo hizo con una esquina del delantal.

Angélique se estremeció.

Olivier no paraba de trazar rayas gruesas y negras con un trozo de carbón que había birlado a Stephen. En el centro de la hoja de papel apareció un pequeño agujero que empezó a extenderse hacia fuera, ennegreciendo sistemáticamente todo el papel.

– ¿Qué estás dibujando, tontín mío?

– A mi hermana -respondió Olivier con satisfacción.

10

En la oficina del alcalde hacía frío, y todos conservaron el sobretodo puesto. El arquitecto de mediados de siglo responsable del edificio había evitado para su construcción la obvia elección de arenisca, insistiendo en utilizar en su lugar un mármol moteado de gris que tuvo que importarse de canteras italianas, agotando durante décadas las arcas municipales pero aumentando considerablemente, o eso había sostenido el arquitecto, el prestigio de la ciudad. Estaba ansioso por hacerse un nombre como innovador y partió para París tan pronto hubo terminado su obra maestra, evitando hábilmente de este modo un juicio sumario a manos de los furiosos habitantes de Castelnau, o eso se decía.

Era cierto que en un triste día de octubre, el lúgubre edificio gris provocaba a quienes tenían asuntos que atender allí un escalofrío que su interior surcado por corrientes de aire -y sobrecargado de dorados y espejos enmohecidos- no hacía nada por disipar. Con todo, Luzac siempre era partidario de que se reunieran en el ayuntamiento en lugar de en la Victoire; el terreno ofrecía pequeñas ventajas que no le eran indiferentes. Había hecho esperar a los demás hombres en la antecámara, por ejemplo, mientras un secretario les informaba que el alcalde estaba atendiendo un papeleo importante que requería su inmediata atención. Tras un intervalo apropiado, el secretario los hizo pasar a la oficina de l.uzac, donde este se levantó a medias de detrás de una impresionante extensión de roble brillante y no hizo más esfuerzo por recibirlos, dejando que se acomodaran por la habitación lo mejor que pudieran.

Esa tarde solo eran cuatro. Mercier había alegado varias décimas y un periódico que sacar al día siguiente. Ricard, maniobrando para encajar la mole de su cuerpo en una esbelta silla municipal, comentó que él también tenía sus achaques. Ante lo cual Chalabre movió su silla todo lo lejos del carnicero y todo lo cerca del alicaído fuego que le fue posible.

Joseph, que miraba alrededor con creciente consternación en busca de una jarra o vasos, no pudo evitar sonreír. Chalabre y su mujer gozaban de perfecta salud, pero eran unos hipocondríacos inveterados. Al menos una vez a la semana les hacía una visita profesional a uno u otro.

– La reunión de ayer me pareció lamentable en extremo. -Ricard, sin mirar a nadie en particular, se concentró en su pipa-. La discordia entre nosotros solo fortalece a nuestros adversarios.

Joseph enseguida estalló.

– La discordia es la única opción honrada cuando se asesina a sangre fría a ciudadanos indefensos…

– ¡Sí, ya le oímos anoche! -El semblante pálido de Luzac se alzó desde la barricada de su escritorio-. Estamos aquí para discutir qué medidas debería tomar el municipio para rectificar la… situación.

Luzac sabía, como todos, que el municipio aprobaría las resoluciones que se votaran en el club. Como siempre, el propósito de lo que el alcalde llamaba sus «reuniones informales» era determinar tales resoluciones. Pero había que guardar las apariencias. Además, invocar a la autoridad municipal era una manera de recordar a Joseph que, a diferencia del resto, él no tenía ningún cargo en el ayuntamiento.

Ricard intervino.

– No vamos a ganar nada… -miró a Joseph- repitiendo de nuevo las quejas. El clima caldeado de la reunión era bastante evidente.

La noche anterior, un discurso vehemente tras otro habían denunciado la matanza de los prisioneros. Hubo quienes, Luzac entre ellos, hablaron de conspiraciones monárquicas, purgas necesarias y «las acciones bien intencionadas pero inmoderadas de los ciudadanos patrióticos». Pero la moción, propuesta por Joseph, de condenar las matanzas había sido aprobada por una clara mayoría.

– Me abstuve de votar porque no deseo alentar la discordia-continuó Ricard-. Aun así, hay que hacer algo para disipar los temores de que la Revolución justifica las matanzas indiscriminadas.

– Un momento. -Luzac se echó hacia delante todo lo que se lo permitió su tripa-. La semana anterior al… incidente era usted quien soltaba discursos sobre que nuestras prisiones estaban llenas de conspiradores esperando la oportunidad de levantarse contra virtuosos ciudadanos. ¿Y qué hay del editorial de Mercier pidiendo vengarse de los traidores dentro de nuestras puertas? «El árbol de la Libertad crece con fuerza en sangre impura»… ¿No es así como lo expresó?

– Espero que no esté sugiriendo que somos responsables de lo que ocurrió en el convento. -Ricard miraba a Chalabre.

El abogado se movió.

– Un comité de investigación… eso es lo que aconsejo. Entrevistas a testigos, declaraciones de los supervivientes, registros domiciliarios, interrogatorios de los sospechosos, órdenes, informes, referencias, recomendaciones. -Miró a Ricard, sentado al otro lado de la mesa, y sonrió enseñando sus dientes torcidos hacia dentro-. Solo el papeleo llevará meses.

– Excelente. Excelente, mi querido Chalabre. -La cabeza de Luzac se meneó por encima del escritorio como un ganso de feria esquivando los aros de madera arrojados por los espectadores.

– Atendí al hombre que se tiró de una ventana. -Joseph se había propuesto no levantar la voz, pero allí estaba-. Era constructor de barcos. Tocó un poco de dinero e intentó montar su propio negocio. Cuando no pudo pagar sus deudas, los administradores le confiscaron todo y lo metieron en la cárcel. No era un espía ni un traidor. Trató de alistarse, pero lo rechazaron por demasiado bajo. Era inocente.

– Sí. Por eso vamos a seguir adelante con este asunto. -Ricard sostuvo la mirada de Joseph-. Pero debemos hacerlo debidamente, asegurarnos de que se sigue lo que los abogados llaman el procedimiento debido. No queremos arrestar a quien no lo merece, ¿verdad?

– Oh, no -dijo él-, y tampoco querríamos que nada alterara las elecciones del mes que viene.

Al cabo de un rato, Ricard dijo:

– Si no podemos fiarnos los unos de los otros… -Abrió despacio las manos, como si algo se desprendiera de ellas.

¿Quién no había experimentado pánico en aquellas semanas opresivas en que todas las noticias acerca de la guerra habían sido malas? Joseph recordaba noche tras noche de insomnio, con el miedo bajándole por la columna vertebral mientras trataba de no pensar en el manifiesto de los prusianos y lo que prometía a todos los que no se habían opuesto de forma activa a la Revolución. Miró a Ricard, hundido en su asiento, y deseó decir que por supuesto nadie le responsabilizaba a él de las matanzas.

Pero el rumor se estaba propagando por la ciudad como una epidemia. Se endureció.

– ¿Es cierto que se presentaron aquí, en el ayuntamiento, dos hombres exigiendo que les pagaran lo que les habían prometido por el trabajo de esa noche en la prisión?

– ¡Bobadas! -exclamó Luzac, acariciándose su manga vacía.

Chalabre mantuvo la mirada clavada en las exangües llamas que luchaban por sobrevivir en la enorme chimenea.

– Pero la clase de hombres capaces de hacer tales afirmaciones… Se me ocurre Durand. Y ese amigo suyo de los barcos… ¿Lagarde? ¿Lebrun?

Luzac se humedeció los labios.

– Legrand.

– Eso es. -Chalabre sacó del bolsillo una bufanda de terciopelo y se la enrolló melindrosamente al cuello. Esa era la otra particularidad del abogado; siempre iba impecablemente arreglado, planchado, almidonado. Tenía predilección por los tejidos suntuosos de tonos intensos, y contaba con un sastre excelente. Joseph comprendía que era injusto, además de irrazonable, guardar rencor a un hombre por su elegancia en el vestir; así y todo, reparó en esa bufanda.

– Hace varios años Durand y Legrand estuvieron empleados en uno de mis talleres. -El alcalde empezó a tamborilear con los dedos en el escritorio-. ¡Alborotadores! Por eso me fijé en ellos.

– Y tal vez se vio obligado a despedirlos -dijo Ricard- y ahora están tratando de vengarse difundiendo esos embustes.

– ¡Eso es! -Dio unas palmaditas a su hoja de papel secante-. ¡Exacto!

– En fin, un comité llegaría sin duda a la misma conclusión.

Luzac se reclinó en la silla, desinflado.

Joseph estaba seguro de saber lo que había ocurrido. Con las elecciones tan próximas, el alcalde se habría sentido inquieto por su cargo. Las noticias de las derrotas del ejército revolucionario, el temor general a un levantamiento monárquico, la prisión atestada de sospechosos políticos… todo ello habría tomado forma en su mente como una oportunidad caída del cielo para deshacerse de la mácula del conservadurismo que lo había atormentado todo el verano. Tal vez lo había decidido una nimiedad: un encuentro fortuito, una cara de dudosa reputación reconocida al otro lado de la calle, un antiguo empleado que le había dado un empujón al salir del teatro. Probablemente no había querido más que la muerte ejemplar de unos pocos curas; eso le habría supuesto sin duda votos. Pero habría sido muy propio de Luzac dar instrucciones tan elaboradamente cautelosas que resultaran incomprensibles; muy propio de él escoger a hombres con quienes se podía contar que lo estropearían todo.

Una cosa era segura: él no iba a quedarse de brazos cruzados mientras Ricard y Chalabre permitían que el alcalde se zafara.

– Insisto en que esta investigación sea dirigida por alguien imparcial. No por algún lacayo complaciente.

Chalabre estornudó. Un par de veces. Se sujetó los pliegues de seda dorada y roja contra la nariz y fulminó a todos con la mirada.

– Había pensado en Saint-Pierre -dijo Ricard en voz baja-. No hay ningún indicio de que sea, como dice usted, un lacayo complaciente.

Joseph inclinó la cabeza; sabía que merecía el rapapolvo.

Chalabre levantó la vista del pañuelo cuyo contenido estaba inspeccionando y asintió.

– Lo siento -dijo Joseph-, no era mi intención implicar…

– Todos estamos afectados por el terrible incidente -dijo el carnicero con ligereza-. Es fácil dejar de ver las cosas objetivamente.

Sobre el fondo del cielo incoloro, una mancha escarlata se aproximaba a los tejados del oeste. Joseph pensó en Sophie acercándose a él en la boda, apartándose el pelo de los ojos. En ese preciso momento ella estaría probablemente riendo bobamente por algo que decía el norteamericano.

– Un momento. -Luzac, pasándose la lengua por los labios, hojeaba una pila de archivos. Se necesitaba autocontrol para no intervenir y ayudarle a buscar lo que con tanta torpeza buscaba. Lo observaron, tensos.

El alcalde retiró por fin una hoja de papel, le echó un vistazo y la blandió hacia ellos.

– Una carta de Saint-Pierre, exigiendo que los responsables de los… sucesos paguen por sus culpas.

– No me sorprende. Uno de mis hombres lo denunció armando alboroto fuera del convento mientras retiraron los cadáveres. -Chalabre atizó una vez más el fuego-. ¿Está resuelto entonces? Deberíamos volver a casa. Estas tardes húmedas de otoño son sumamente peligrosas para los pulmones.

– ¿No lo ven? -exclamó Luzac-. Saint-Pierre no es imparcial, está comprometido.

– Oh, no lo creo. -Ricard miró con fijeza al alcalde-. Su oposición a la matanza es precisamente la ventaja que usted necesita. Indica a todos los que están preocupados que usted no tiene nada que temer, nada que ocultar. Me atrevería a decir que prácticamente le garantiza la reelección.

– Pero… -El capullo de rosa que era la boca de Luzac se abrió y se cerró, se abrió y se cerró…-. Pero…

– No se preocupe. Como he dicho, a Saint-Pierre le llevará meses examinar todas las pruebas. Y con el tiempo estas cosas acaban perdiendo importancia. -Chalabre, impaciente por marcharse, fue al grano.

A Joseph le pareció que el comentario del alcalde equivalía a admitir su complicidad y así lo dijo.

– Si los asesinatos fueron aprobados por alguna autoridad, la gente tiene derecho a conocer los hechos antes y no después de las elecciones.

– No sea necio -replicó Chalabre-. ¿Cree que denunciando a Lu… a uno de nosotros lograremos algo aparte de echar por tierra todo aquello por lo que hemos luchado? ¿Quiere realmente que Castelnau se pase al bando de los monárquicos?

La habitación se había llenado de sombras, pero Luzac, que hacía débiles ruidos detrás de su escritorio, no hizo ademán de llamar para pedir luces.

– Además -continuó el abogado con labia-, aquí o caemos todos o ninguno. A los ojos de nuestros adversarios, todos estamos manchados de entusiasmo revolucionario.

– Yo no he hecho nada que no resista un escrutinio. No tengo miedo.

– Pues debería tenerlo. La matanza que tanto le preocupa debería haberle hecho comprender que cuando los hechos se aceleran, el inocente muere junto al culpable. -Y Chalabre volvió a estornudar. Hasta el modo en que se sonaba parecía cínico.

– Me asquea que todos sus argumentos estén motivados por el interés político, en lugar de por el sentimiento por lo ocurrido.

– La política pide realismo, no sentimiento. -Ricard salió de la penumbra y se puso de espaldas cerca del fuego-. Chalabre ha resumido de forma admirable la situación. Nuestro objetivo más apremiante debe ser asegurarnos la victoria en las elecciones. Una vez asegurada, tendremos poco que temer. Entonces lo que falle el ciudadano Saint-Pierre será de interés puramente judicial y no político.

Chalabre, nervioso por la contagiosa proximidad del carnicero, dijo:

– Bien, asunto zanjado. -Y empezó a abrocharse el sobretodo.

– Quedan un par de asuntos. -Ricard miró al abogado, que se echó hacia atrás murmurando-. La cuestión de las cuotas de socio: ¿podemos ponernos de acuerdo de una vez en una escala móvil basada en los ingresos, con el mínimo fijado en treinta sous?

Ricard y Joseph llevaban todo el año haciendo campaña por ello. Habían conseguido reducir la cuota anual y hacerla pagadera mensualmente, pero entre la mayoría adinerada de los jacobinos había un nerviosismo generalizado ante la idea de una cuota móvil: abría el club a la mezcolanza de gente que llenaba las sesiones públicas de los domingos, y una cosa era creer en la igualdad y otra encontrarte fraternizando con tus lacayos. Luzac, personalmente, se había mostrado inamovible y había persuadido a los indecisos para que secundaran su postura.

Todos miraron al alcalde.

El alcalde les sostuvo la mirada, aturdido.

– ¿Es prudente ahora…? -Chalabre se elevó de las profundidades de su bufanda-. Ya les han asustado bastante esas matanzas.

– Cuando las personas se ven excluidas del poder, lo toman por su mano. Al ofrecer a nuestros conciudadanos la posibilidad de hacerse socios del club, seremos capaces de dirigir y controlar sus tendencias más deplorables. -Aunque respondía al abogado, Ricard no apartó la mirada de Luzac.

El alcalde siguió sentado muy quieto contemplándose la mano, con la palma hacia arriba sobre el papel secante, como si no estuviera seguro de dónde salía ese extraño objeto rosa o para qué servía. Cuando el silencio ya pesaba, dijo:

– Como quieran.

Ricard hizo un gesto de asentimiento, como si se tratara de una concesión trivial.

– La otra cuestión que se discutió en el consejo… relacionada con la sanidad pública…

Aguijoneado de ese modo, Luzac empezó a revolver una vez más entre papeles. Sin levantar la mirada, dijo:

– El hospital. Tengo entendido que tiene proyectos para mejorarlo, modernizarlo y demás.

– ¿Doctor? -dijo Ricard con suavidad, y solo entonces comprendió a qué se refería el alcalde.

– Sí… bueno, proyectos tal vez sea demasiado…

– El municipio cree… nuevo cargo… Subdirector… realizando el cambio… informando directamente a… -El discurso monótono y pesado de Luzac cesó sin previo aviso, como un reloj cuyo mecanismo se queda sin cuerda en mitad de un tic.

– Pero ¿qué hay de Ducroix? -preguntó Joseph. El doctor Ducroix había escuchado con bastante educación sus propuestas entusiastas, asentido y sonreído, y no había hecho nada.

– Ducroix está acostumbrado a hacer las cosas de cierta manera -respondió Ricard-. Castelnau necesita a un joven con energía y visión. El consejo ha puesto toda su confianza en sus aptitudes y no creemos que haya ninguna dificultad en convencer a Ducroix y a su junta de que está usted capacitado para el cargo. -Hizo una pausa, pero Joseph no dijo nada-. Es posible que el doctor Ducroix acoja de buen grado la oportunidad de retirarse de la dirección, sabiendo que usted sería un sucesor capaz.

Silencio.

– ¿Y bien? -apremió Ricard, sonriendo-. ¿Qué dice?

¿Qué podía decir? Tenía coraje, ideales y compasión. Ellos eran lo bastante prudentes para no ofrecerle el mundo.

De modo que le ofrecieron la oportunidad de mejorarlo.

11

Sophie leyó la carta a Berthe, que sujetaba una sartén contra el vientre y miraba fijamente una esquina de la mesa de la cocina.


Querida madre:

El sargento Bernard Pelet está escribiendo esta carta por mí y le agradezco el servicio porque sé que estás impaciente por tener noticias mías. Hubiera escrito antes pero no ha habido tiempo ya que hemos estado muy ocupados con la guerra. Hemos visto hermosas acciones y obtenido muchas gloriosas victorias en Valmy y otros lugares. El regimiento está estacionado en un pueblo de las afueras de Worms, una ciudad en la orilla izquierda del Rin, que es un río alemán. Aquí hablan alemán. El vino es muy caro, más de sesenta sous la botella, y solo pueden permitírselo nuestros oficiales. El intendente dice que la cerveza no es bebida para un soldado y ha escrito al general Custine quejándose. Es un buen tipo. No te alarmes, comemos hasta saciarnos ya que hay cerdo y patatas en abundancia. Cuando hace buen tiempo marchamos a lo largo de la orilla del río. Tenemos nuestra propia banda, que toca muy bien. No puedes ir muy lejos sin toparte con cruces y altares, porque los alemanes aún no se han liberado de la superstición. Estamos alojados en una casa limpia y bonita con ventanas. Hay dos camas para los cinco que somos, y yo estoy en la que solo duermen dos porque me hirieron hace poco. No te alarmes, éramos más numerosos que la patrulla prusiana, en una proporción de seis a tres, y los matamos a todos. La bala me atravesó limpiamente el hombro, el cirujano dijo que fue un milagro. A veces me siento un poco débil, pero el sargento dice que es normal ya que he perdido mucha sangre. Mi viejo camarada Henry Bonnet que se alistó conmigo murió lamentablemente el mes pasado durante el ataque a una guarnición, y con él otros muchos buenos compañeros. No te preocupes por mí, la herida ya está casi curada y no me he perdido ninguna acción importante. Las camas están hechas de paja cubiertas con una sábana y un colchón de plumas encima, que es una costumbre alemana muy calentita. Por las noches jugamos a las cartas, y ayer sin ir más lejos gané un bonito cinturón de cuero con una hebilla de latón. Ahora están pasando lista. Ten por seguro mi gran afecto. Te beso con todo mi corazón y te recuerdo cada noche sin falta en mis plegarias.

Tu hijo que te quiere,

Matthiew


Una cazuela se desbordó. Sophie se ocupó de ella después de devolver a Berthe la carta.

– Patatas -dijo Berthe al cabo de un rato. Había dejado la sartén a un lado y examinaba la carta de cerca-. Repugnante. ¿Por qué no comen pan?

– Tal vez es caro, como el vino.

– ¿Pone cuándo la escribió?

Sophie negó con la cabeza.

– No tiene fecha. Pero Custine cruzó el Rin hace cinco semanas, a finales de octubre. Matthiew debió de escribir antes.

Berthe dejó la carta, pero volvió a cogerla inmediatamente.

– Podría haberle ocurrido cualquier cosa a estas alturas.

– No querría que te preocuparas por él.

– Es un buen muchacho. -Berthe había doblado la carta en un pequeño cuadrado. La desdobló, alisando las arrugas sin mirar el papel-. Cuando era niño nunca lloraba, ni siquiera una vez, cuando aprendía a andar y tropezó y se abrió la cabeza. -Desvió la mirada-. Pensé… cuando usted me dijo que había una carta…

– Lo sé -dijo Sophie con ternura.

– ¡Ese Henry Bonnet! Ser soldado era en lo único en que pensaba. Tenía la misma edad que Matthiew pero nadie lo hubiera dicho. Delgado y enfermizo desde el principio.

– Dieciocho años. Pobrecillo.

– ¿Cree que podríamos averiguar dónde está el regimiento y enviarle un poco de vino?

– Podríamos intentarlo. Puede que sea difícil.

– Hace más de veinte meses que no lo veo.

– Lo sé.

– ¿Cree…? -Berthe se aferró al respaldo de una silla-. ¿Sería mucha molestia volverme a leer la carta?

Загрузка...