1791

1

Berthe hubiera preferido que Rinaldi se tomara su sopa de col en la trascocina. O, mejor aún, en el patio de la cocina.

– Pero, Berthe, está nevando.

– Es un gitano. Ellos no sienten el tiempo como nosotros. -Suspiró cansinamente, ¿es que Sophie nunca comprendería algo tan simple?-. No son como nosotros.

Pero Sophie había insistido, de modo que allí estaba el buhonero, cómodamente instalado en su limpia y calentita cocina, mojando pan de centeno en su sopa, la nieve todavía en los pliegues de su fardo y goteando en su suelo recién fregado. Y Sophie estaba sentada a la mesa con él. Cualquier día lo invitaría a comer con su padre. En eso había resultado esa revolución, un montón de parisinos metiendo ideas en la cabeza de la gente respetable. En Castelnau, a las Hermanas de la Pequeña Flor les habían confiscado el convento y disuelto la orden; y ¿qué iba a ser de ella ahora que ya no podía contar con acabar sus días con ellas, echando una mano de vez en cuando en la cocina, con las voces de las monjas sonando en sus oídos hasta el último instante?

– Berthe, creo que las escaleras necesitan una barrida. Tal vez…

Ella resopló y salió enfadada de la cocina, guardándose de no cerrar la puerta detrás de ella. Así oiría gritar a Sophie cuando ese tipo la atacara y podría acudir en su auxilio.

– La he ofendido -dijo Sophie-, pero mete demasiado ruido si se queda.

– Una cocinera delgada es una desgracia para una casa -observó Rinaldi, sentencioso-. Aunque esta sopa está llena de sabor.

Ella captó la indirecta y volvió a llenarle el cuenco.

– ¿Dónde has estado estos meses?

– En el norte -respondió él, concentrándose en untar pan- y en el este. -Lo que, de hecho, abarcaba la mayor parte del país. A Rinaldi no le gustaba divulgar sus itinerarios; tenía el miedo del proscrito a revelar demasiada información. Buscó algo con que distraer la atención de Sophie-. Tengo unos guantes impregnados de esencia de rosas. Del más fino cuero. -Sus ojos brillantes y negros como el carbón buscaron los de ella, y la punta de la lengua le asomó por la comisura de los labios-. Exactamente como los que regala a la reina por cajas su amante sueco.

– Me serían tan útiles como imagino que le son a ella últimamente. No creo que tenga más ocasiones que yo de alternar en sociedad.

– Una joven como usted se sorprendería -dijo él enigmáticamente- de las cosas que pasan en el palacio de las Tullerías, -Golpeó la mesa con su pequeña mano morena para subrayar sus palabras y siseó-: Fiestas.

– ¿Has estado en París, Rinaldi?

Él se concentró de inmediato en su sopa, inclinando la cabeza sobre el cuenco. Sophie se compadeció de su incomodidad y dijo:

– Mi rosal de China está prosperando. Y he conseguido sacar de él casi veinte plantas nuevas.

– Ya ve el buen negocio que hizo. Sabía que esa rosa le supondría una fortuna.

– Cuando me felicitas por mi sagacidad sé más allá de toda duda que la transacción ha sido ventajosa para ti.

Él sonrió.

– Conozco a un caballero que cultiva rosas en su finca cerca de Poitiers. Está muy interesado en comprar plantas. Le he dicho que le escriba a usted.

– Gracias. -Sophie sonrió radiante y él pensó, no por primera vez, que ella era una de esas mujeres que no esperaba que la encontraran atractiva y, por tanto, la gente no solía hacerlo.

– ¿No sería buena idea cruzar esa rosa de China con una de las variedades antiguas? -dijo sin levantar la vista del plato-. El resultado podría suponer mucho dinero.

– ¿No hace frío? -dijo Sophie mirando por la ventana-. Toda esa nieve.

Yo tenía razón, por supuesto, pensó Rinaldi. Vació lo que quedaba de vino en lo que quedaba de sopa y cogió el cuenco para beber de él.

Una forma negra y baja abrió la puerta de un empujón, cruzó corriendo la habitación y, saltando sobre las rodillas del buhonero, le lamió la cara con afectuosa liberalidad.

– Sabía que estabas aquí-dijo Mathilde detrás de él- porque Berthe ha sacado toda la cubertería de plata y la está contando.

Bellina! Che bellina! Tan hermosa como la aurora. -Rinaldi alargó una pata de mono y le pellizcó la mejilla, conducta que ella no habría tolerado en nadie más. Llevándose una mano al bolsillo, él sacó una peladilla rosa y la metió en la boca de Mathilde.

– Gracias, Rinaldi. -Ella se puso la peladilla junto a la mejilla y dijo, apenas más claramente-: Brutus se ha roto un diente. Del lado derecho, al fondo.

Rinaldi deslizó los dedos dentro de la boca del perro para separarle las mandíbulas y echó un vistazo.

– No es nada. Tiene las encías sanas, que es lo importante. -Rascó a Brutus detrás de las orejas y lo dejó en el suelo.

– Temía que tuvieran que arrancárselos, como a Berthe. Sophie le dio lavanda y clavo, pero ella dijo que el dolor era terrible, de modo que fue a que se los arrancaran todos a la feria de Michaelmas. Confiamos en que su carácter mejore en primavera.

– Hojas de roble en agua de lluvia -dijo Rinaldi-, ese es el remedio para el dolor de muelas. O sangre de dragón y mirra… un remedio que se utilizaba mucho en Oriente con asombrosos resultados. Da la casualidad que tengo aquí…

– No te molestes -se apresuró a decir Sophie. Si abriera ese fardo en presencia de Matty y…

Él la miró con reproche.

– El caballero de Poitiers compró un frasco. -Hizo una pausa para dejar que surtiera efecto ese recordatorio de que tenía motivos para estarle agradecida; la conciencia de Sophie era un instrumento sensible que Rinaldi hacía tiempo dominaba-. Además, estas cosas son educativas. También tengo una encantadora tacita, de la más fina porcelana, con un retrato del general Lafayette. O un trapo de cocina con la Declaración de los Derechos Humanos estampada.

– No creo que necesitemos una encantadora tacita. O más trapos de cocina.

Pero Mathilde ya estaba peleándose con las hebillas del fardo y Rinaldi se levantó.

– Algún que otro objeto patriótico podría ser útil algún día en una casa como esta.

– ¿De veras?

Él se encogió de hombros.

– Yo me cuido de llevar todo el tiempo la escarapela tricolor en el sombrero. -Con un elegante ademán, desenrolló un lazo magenta y lo enrolló con ternura alrededor de la cabeza de Mathilde-. Un regalo para mi pequeña dama, per la piú bella, un regalo de Rinaldi.

Le gustaba su hermana. Pero adoraba a Mathilde. Y ahora Sophie se sentiría obligada a comprarle algo de su fardo.

2

Jacques informó a Joseph que Saint-Pierre se encontraba en Castelnau -tal como él había esperado- y Sophie en el jardín.

– Ha salido a su madre, a quien siempre se le dieron bien las flores, aunque es una lástima que no sea ni la mitad de hermosa.

La puerta del patio se hallaba abierta. Ella estaba de pie, contemplando el cielo. Él arrastró las botas y carraspeó para no sobresaltarla.

Ella abrió los ojos y le sonrió.

– Creía que nunca acabaría el invierno.

El viento del este perseguía jirones de nubes por el pálido cielo. Pero el sol brillaba con firmeza y allí, cerca del muro, el calor que se había acumulado podría haberse confundido con mayo si no fuera por el olor a hierba y hojas, el olor verde húmedo de principios de primavera.

Él se desabrochó su chaqueta nueva, amarillo limón.

– ¿Ha caído enfermo alguien del pueblo?

– No, no exactamente, quiero decir… -Se ajustó los anteojos-. Pasaba por aquí -mintió- y se me ocurrió ir a ver al viejo Laval, al que tanto le ha costado quitarse esa tos…

– Le oí el otro día maldecir a voz en cuello a su nieta porque su sopa sabía a orina de vaca. Me pareció sano.

– Ya veo, sí, por supuesto, ahora está totalmente recuperado, ni rastro de la tos, ya no. -Desesperado, señaló la planta más cercana-. Estas flores… ¿cómo se llaman?

Ella arrancó una espiga de color malva y se la ofreció. Él la olió.

– ¿Espliego?

Ella asintió, riendo.

– Conozco las rojas del patio -dijo él-. Geranios. La gente las pone en los alféizares de las ventanas.

– ¿Tiene alguna ventana a la que le dé el sol?

Él tuvo que pensar.

– Es posible.

– Podría plantarle un esqueje en una maceta.

– ¿Lo haría?

– Por supuesto. Uno escarlata, si quiere. O rosas y blancos, como los que tiene Berthe detrás de la casa.

– Mis favoritos son los de color escarlata -aseguró él, que nunca se había parado a pensarlo.

– No lo olvidaré.

– Nunca he… ¿Y si se me muere?

A punto de decir: «No es uno de sus pacientes», Sophie se contuvo. Había algo abrumadamente serio en esos anteojos.

– Los geranios son muy resistentes -lo tranquilizó. Al reparar en su chaleco que era evidentemente nuevo, y el fular rígido del almidón y de un azul deslumbrante, pensó que la gente siempre necesitaría médicos, porque siempre necesitaría esperanza… o la ilusión de esta.

– ¿Entramos? -preguntó ella-. Debe de tener sed…

Él meneó los hombros, disfrutando de su amabilidad.

– Prefiero quedarme aquí. -Y añadió, con mucho atrevimiento-: Con usted.

Los pájaros picoteaban la tierra húmeda, y los rosales echaban sus primeras hojas tiernas. ¿Cuándo había conocido una felicidad tan grande? Lo único que acudió a su mente fue cierta ocasión en que la disección del brazo izquierdo de un cadáver había ido particularmente bien y la carne se había separado limpiamente bajo el bisturí, pero no le pareció muy apropiada.

Una corriente de aire trajo del huerto un puñado de flores blancas que se arremolinaron. Un pétalo húmedo se pegó a la nuca de Sophie. Podría alargar una mano y retirar, con mucha delicadeza, ese pétalo, y ella no se enteraría de que la había tocado, pensó.

Sobre sus cabezas, unos pajarillos marrones armaban bullicio.

– Un granjero me dijo que si entras en un cobertizo de noche con una linterna bajo el abrigo, tapando parcialmente la luz, los gorriones vuelan hacia ella y se te posan en los hombros. Dijo que podías atraparlos a docenas, que es lo que necesitarías para preparar un plato.

– No me gustan mucho las aves, ninguna ave, ni siquiera las que parecen existir solo para ser comidas, como los gansos. Hay algo en las patas de un ave muerta… Y las pequeñas, cuando piensas en su trino y en cómo cae la luz en su plumaje… No es muy distinto de comer flores -dijo Sophie-, y ya puede imaginar lo que diría la gente si sorprendieran a alguien haciendo eso.

– Cuando era estudiante, mis amigos me hicieron un pastel de carne de gato para mi cumpleaños y hasta que no me lo hube comido me estuvieron diciendo que era conejo.

– ¿Y…?

– No sabía nada mal… no muy distinto del conejo, de hecho. Le he tomado el gusto y ahora siempre como gato en mi cumpleaños.

Ella lo miró de reojo.

– Y los domingos un plato de chuletas de perro. -Él levantaba la barbilla al reír. Los gorriones se desperdigaron hacia los rincones más apartados del jardín.

– ¿Se ha encontrado alguna vez preguntándose por el día de su muerte? -preguntó ella-. Es extraño, los meses pasan y nada señala cuál será el último día.

Joseph sabía que los aldeanos apreciaban a Sophie y la compadecían porque no tenía marido. Pero, como había dicho una mujer, no era culpa de los hombres que fuera más alta que la mayoría de ellos y tuviera esa forma tan peculiar de expresarse.

Estaban llegando a la puerta que había en el seto de brezo.

– ¿Qué hay al otro lado?

– Solo unos parterres donde cultivo rosas para venderlas. Y el parque, árboles y demás. -Ella miró alrededor-. Si quiere puedo ir a buscar su geranio ahora, no tardo nada.

Pero era demasiado tarde. Él ya había abierto la puerta y caminaba a través de hileras de pequeños y esqueléticos arbustos. La tierra oscura descendía hasta otro seto; más allá, una franja de prado se abría al vasto y engañoso cielo azul pálido; al final estaban los abedules y el río.

– No hay nada que ver, como puede comprobar -dijo Sophie a su lado. Frunciendo el entrecejo, y sosteniéndose ya sobre un pie ya sobre el otro, como una de esas aves grises que se veían acechando la orilla del río.

Él se había agachado para examinar un retazo de color en la planta más próxima; dos hebras de algodón, una morada y otra malva, se retorcían alrededor de un tallo. También en el arbusto siguiente, y en el siguiente, y el siguiente.

– Los rosales blancos son populares porque crecen con fuerza en los muros que miran al norte. Pero tengo suerte si vendo más de dos docenas al año. -Sophie permanecía junto a la puerta, con una mano en el pestillo.

Él daba vueltas, mirando con ojos miopes cuando los anteojos se le resbalaban por la nariz.

– Pero cultiva muchas.

– Experimento con variedades nuevas -se apresuró a decir ella-. La mayoría no llegan a nada. Pero necesitas tener una gran cantidad donde escoger, ¿comprende?

Él se volvió hacia ella, entusiasmado.

– Un trabajo científico.

– En gran medida es una cuestión de suerte -replicó Sophie con firmeza, repitiéndoselo como lo hacía veinte veces al día-. Todos los esfuerzos de un año entero pueden quedar destruidos por una helada. Difícilmente puedo contar con tener éxito.

– ¿Y el algodón?

– Las dos hebras representan las plantas progenitoras, cada una de distinto color. Es una forma de marcar los orígenes de las plantas. -Sophie se apartó el mechón que le había caído en la cara-. Será mejor que nos vayamos. Aquí hace más viento.

A la memoria de Joseph acudió una conversación del verano anterior con terrible precisión: el estadounidense, repantingado durante el almuerzo, pidiéndole a Sophie que pusiera su nombre a una rosa. El resentimiento se hinchó en el interior de Joseph como un sapo en primavera. Sugeriría encantado el nombre apropiado: Ampulosidad Concentrada. O Necio Fragante. Con instintos asesinos en su corazón, miró furioso los rosales.

Sophie pensó en el profesor Kólreuter, a quien imaginaba robusto, con aroma a menta, un tanto severo. El profesor era uno de sus preferidos: la visitaba a menudo por la noche, y aunque era mayor y todas las expresiones cariñosas las decía en alemán, sus dedos gruesos y rosados manejaban el estigma con asombrosa delicadeza. No es que tuviera algún parecido con el doctor Morel. De nuevo a salvo al otro lado del seto, se le ocurrió pensar que tal vez hubiera una nueva ley -había tantas, últimamente- que exigía que todo el que cultivara rosas para la venta se registrara en una autoridad central con oficina en París. Habría permisos y una cuota que pagar, sin duda. El médico estaría al corriente de ello -lo asociaba vagamente con el progreso-, lo que explicaría por qué la censuraba con la mirada.

– He descuidado el papeleo -admitió ella-. Pero solo son unas pocas ventas en Castelnau, eso es todo. Estoy segura de que se puede arreglar.

Él abrió la boca para pedirle que se casara con él…

– ¡Sophie, Sophie! -Mathilde bajó corriendo por el sendero y se detuvo delante de ellos-. Berthe ha echado pato en conserva en las lentejas.

Había quedado acordado que no habría carne en los almuerzos, por lo menos cuando su padre no estaba en casa. Berthe se había dejado convencer, pero de vez en cuando arremetía.

– ¿Es demasiado tarde para pedir una tortilla?

Mathilde lo consideró.

– Murmuraba cuando me marché.

– Es demasiado tarde. Será mejor que hable con ella. Tal vez me deje hacerte una.

– ¿Con cebolletas?

– Con cebolletas.

Colgándose del brazo de Sophie, Mathilde dijo:

– Hay una carta para ti. De Stephen.

– ¿Le gustan las lentejas, doctor Morel? Comerá con nosotras, ¿verdad?

Pero él sabía que era imposible.

3

Al oír los disparos de mosquete, cogió su maletín de cuero negro y echó a correr. Había dejado atrás el sombrero y la chaqueta, junto con la mujer que había venido a verle quejándose de dolores en el pecho. Él ya había examinado el bulto, olido el aliento, oído la letanía de sus síntomas; la mujer moriría del tumor y no había nada que él pudiera hacer.

Llevaba semanas, meses, esperando ese ruido. En las reuniones, los Patriotas habían protestado furiosos contra el gobierno municipal antipatriótico de Castelnau. Caussade aún no había cumplido las instrucciones de París de vender las propiedades de la Orden de la Pequeña Flor, embargadas desde antes de Navidad. Peor que esas dilatorias era el hecho de que el alcalde estaba armando a una compañía reclutada entre los campesinos que trabajaban sus tierras y dirigida por sus compinches aristócratas. Llevaban una escarapela negra rematada con una cruz blanca y afirmaban estar librando una guerra santa contra la infiltración en el poder por parte de los no creyentes, o peor aún, los protestantes.

La misma Asamblea les había entregado su arma más potente, el decreto que sometía a todos los sacerdotes, como buenos ciudadanos, a la Constitución y les exigía jurar lealtad a la nación y sus leyes. Se hizo circular una petición exigiendo que la fe católica fuera reconocida como religión oficial del Estado; para cólera de los revolucionarios, recogió casi más de dos mil firmas.

Ricard, que siempre conservaba la serenidad en casi todos los debates, por acalorados que fueran, perdió la calma ante semejante prueba de «fanatismo religiosos». Expuso a voz en cuello su convicción de que el fervor católico entre los pobres y los analfabetos, «explotado por los aristócratas para sus fines retrógrados», acabaría con la revolución. La razón dictaba que el clero se sometiera a la Constitución. ¿No era mucho más lógico que jurar lealtad a «ese cura italiano con ínfulas, ese presumido romano» que amenazaba ahora con excomulgar a los obispos y sacerdotes que prestaban juramento?

En la reunión se decidió que un destacamento de guardias locales empezara a hacer un inventario del contenido del convento, con miras a venderlo sin más demora.

Era uno de esos perfectos días de abril, de cielo despejado y azul. La gente tenía las ventanas abiertas. Joseph corría dejando atrás los olores de las comidas del mediodía y recordó que a los seguidores de Caussade se les conocía con el mote burlón de «devoradores de cebollas».

El puente estaba atestado de gente. Se abrió paso a empellones, gritando:

– ¡Paso! ¡Soy médico! ¡Dejadme pasar!

Una mujer gruesa con una blusa estampada con flores rojas, exclamó:

– ¡No hace falta empujar! -Y le dio un codazo en las costillas. Él siguió andando tambaleante.

En la cabeza del puente, una docena de «devoradores de cebollas» bloqueaban el acceso a la otra orilla.

– Soy médico -dijo él al más próximo-. Dejadme pasar.

– Nadie puede cruzar el puente. Orden del alcalde y el consejo municipal.

– Hay gente muriendo en esas calles. Sus amigos y vecinos podrían estar entre ellos.

El hombre acercó su horquilla a la nariz de Joseph.

– Lo dudo. Y nadie puede cruzar el puente.

De pronto Joseph vio una cara conocida.

– ¡Pierre Berger! Te alegraste mucho de verme cuando tu hijo se cayó del cobertizo. ¡Déjame pasar!

Berger se frotó un pie contra el otro.

– Tal vez, sargento… -empezó.

Un chico que se había subido al parapeto escogió ese momento para arrojar un nabo al sombrero del sargento y dio a Berger en pleno pecho. Se alzaron gritos de los hombres que Joseph tenía delante y una ovación de la multitud a sus espaldas.

Luego se oyó un disparo y el chico gritó. Momentos más tarde lo oyeron caer ruidosamente al agua.

Los oficiales se acercaron a caballo a la hilera irregular de guardias.

– ¿Problemas? -inquirió el que había disparado. Despreocupado, con una sonrisa. Levantó el arma en dirección a Joseph sin molestarse en mirarlo.

De no haber sido por la multitud a sus espaldas, habría huido. Habría suplicado, si hubiera encontrado las palabras.

Fue Berger quien habló, frotándose el pecho.

– Es el doctor Morel. Pide que le dejemos pasar por si hace falta un médico.

Esta vez el oficial miró a Joseph y lo escudriñó largamente: pelo grueso, peinado hacia delante, lentes, camisa arrugada, un maletín de cuero aferrado con ambas manos, botas grandes y sucias. Volvió a sonreír y, haciendo un gesto con su arma, puso el caballo de lado.

– Faltaría más. Dejadlo pasar. ¿Por qué no?

Joseph advirtió que al otro lado del puente ya no se oían disparos.

4

Un niño pequeño estaba sentado en un parterre, con sus rollizas piernas estiradas ante él. Su niñera flirteaba en la despensa y la balaustrada lo ocultaba de su madre, de modo que aprovechaba la oportunidad, que no había tenido hasta entonces, de llevar a cabo un experimento en torno al sabor de las margaritas.

Las niñas, en el jardín, gritaban y se perseguían unas a otras. En la terraza, un bebé dormía en una cuna de mimbre a la sombra. En una bandeja de plata había café, nata, azúcar y una fuente azul y blanca de fresones rojos.

Claire miraba cómo su cuñada los amontonaba en un plato y los cubría de azúcar y nata, mientras reflexionaba en lo que acababa de decirle.

– ¿Crees que es prudente… -preguntó- tan inmediatamente después…?

Anne siguió llevándose cucharadas de fruta a su pequeña boca rosa, incrustada como un grueso fruto en la cremosa extensión de su cara.

– Cuanto antes tenga un varón antes terminará -dijo.

– ¡No hay derecho! -La voz alta e indignada de un niño se oyó a través del aire dorado. Espera diez años, pensó Claire, y te enterarás de todo a lo que no hay derecho.

Hubert salió a la terraza a grandes zancadas y arrojó una hoja de papel a la mesa.

– Otra vez Duval. La última vez fue robo de leña. Esta vez han dejado pacer a su ganado en la finca. Han derribado las cercas y los aparceros protestan porque llevan los rebaños a través de sus campos. Duval ha presentado una queja al magistrado, pero ya no sirve de nada. Tendré que ir personalmente. -Se sirvió una taza de café y empezó a pasearse.

– Siempre estás a la carrera -comentó Anne, limpiándose la nata de los labios-. ¿Por qué no dejas que tu administrador se encargue de ello? ¿No está para eso?

Él pasó por alto la pregunta; hacía tiempo que habían tomado la costumbre de dirigirse solo comentarios críticos.

– Pero Sophie y Mathilde llegan mañana -dijo Claire.

– ¿Estás insinuando que les consternará mi ausencia? -Un pensamiento lo asaltó y volvió la cabeza hacia ella-. ¿No traerán ese perro consigo?

– No, Hubert, Mathilde sabe que no permitirás que Brutus entre en tu casa.

Él la miró con recelo.

– Pero dijiste que ella nunca querría ir a donde él no sea bien recibido. -Luego, esperanzado-: ¿No habrá muerto?

– ¿Sabes, querida? -dijo Anne-, creo que prefiero el chocolate al café, después de todo.

– Padre insistió en que viniera Matty.

Claire fue a la cocina, donde habló con una criada. Al regresar se detuvo junto a la cuna y se inclinó para mirar dentro. El bebé suspiró e hizo ruiditos entre sueños.

– ¡Una niña adorable, Anne! Esos hoyuelos… Y nunca he visto unas pestañas más largas.

– Sí, ha salido a la familia de Sébastien.

Hubert había acercado una silla y se servía un plato de fresones.

– Nunca hubiera creído a tu padre capaz de insistir en nada. A esa niña la han criado como a una salvaje. Deberían meterla en un convento e inculcarle un poco de disciplina.

– Olvidas que ya no hay conventos. Ni monjas para inculcarle nada. Padre creyó más prudente que las niñas se marcharan de Castelnau hasta que las cosas se calmasen. Aunque, según Sophie, todo ha vuelto más o menos a la normalidad.

Él resopló.

– Caussade ha huido, casi todos sus concejales están en prisión y hay tropas procedentes de todas partes ocupando la ciudad. ¿A eso llamas normalidad?

Una mujer de pelo cano apareció con una jarra de chocolate, cucharas, boles, más nata. Claire frunció el entrecejo.

– ¿Dónde está Marie?

– Le ha dado un vahído.

– No sé qué tiene esa chica… ha estado bastante rara últimamente. Si las cosas no mejoran tendré que dejarla marchar. Las criadas enfermizas son insufribles.

– A mí me parece una criatura bastante agradable -dijo Hubert, concentrado en servirse jugo de fresones.

– ¿Queda alguna de esas exquisitas tartaletas de vainilla de ayer? -preguntó Anne.

Pero Claire miraba a Hubert, que tenía los ojos clavados en su plato. Al cabo de unos momentos, dijo:

– Invitaré también a Stephen. Ha terminado mi retrato y dice que le encantaría entregarlo en persona. Es una lástima que no estés.

Bueno, eso ha sido osado, pensó Anne.

Hubert se volvió hacia su hermana.

– ¡Por el amor de Dios! ¿No sabes hacer otra cosa que comer y traer mocosos al mundo?

Eran como dos pájaros, pensó Claire, Anne sentada sobre su nido y Hubert un gorrión belicoso.

Vencido por la magnitud de su misión, su hijo lanzó de pronto un espantoso bramido desde el parterre.

Mientras todo eso sucedía, una niña de ojos hinchados y rojos permanecía sentada en la cama que compartía con su prima en una estrecha habitación en lo alto de la casa. Trataba de imaginar cómo iba a ser su vida.

5

La polinización tiene lugar de manera natural cuando las rosas crecen al aire libre, porque las abejas polinizan las flores. Pero si desean cruzarla de una manera controlada, si su ambición es traer una rosa al mundo, sumarla a sus múltiples fenómenos, he aquí lo que deben hacer.

La base de todo cultivo es la selección. Deben empezar escogiendo las características que desean reproducir: el olor a almizcle de esa variedad de flores lilas, el tono rosáceo apergaminado tal vez, o la asombrosa forma doble de aquella otra. Las rosas seleccionadas por estas características serán sus progenitores: el masculino o polen y el femenino o vaina. Su objetivo será combinar las mejores características de sus progenitores en sus descendientes.

Se escoge un capullo joven -uno en que apenas se vea el color- del rosal que han seleccionado como progenitor femenino y, con mucha delicadeza, se retiran todos los pétalos. Eso permitirá acceder a las anteras inmaduras, que deberán cortarse para impedir que la planta se polinice a sí misma. Las abejas suelen pasar de largo ante una flor que carece de anteras portadoras de polen, pero para asegurarse de que ningún polen no deseado genera una semilla en la planta femenina, sería prudente cubrir con una pequeña bolsa el capullo desnudo y sujetarla con firmeza. En unos días el estigma estará maduro, ligeramente pegajoso. En ese estado está listo para recibir el polen.

Mientras madura el estigma, se arrancan varios capullos recién abiertos del progenitor masculino. Con cuidado, se cortan las anteras y se ponen a secar sobre una hoja de papel. A continuación, se introduce el polen seco en un receptáculo limpio: una cajita o un frasco de cristal. Cuidado con la humedad: si la caja o el frasco no están perfectamente secos, el polen se cubrirá de moho.

Ya se puede añadir el polen. Utilizando un pincel fino, se recoge el polen seco y se espolvorea sobre el estigma maduro. Si el polen germina, crecerá como un largo tubo a través del estilo hasta el ovario de la planta femenina; con el tiempo se formarán unas cápsulas conocidas como vainas.

Hay que asegurarse de que la planta madre está bien alimentada y regada en cuanto empiece a formarse una vaina. Al cabo de cuatro o cinco meses, esta se volverá naranja y ligeramente suave al tacto. Eso significa que está madura. Entonces se abre la vaina, se retiran todas las semillas y se secan sobre un papel al sol. Hay que tomar precauciones contra los ratones, que son extraordinariamente aficionados a las semillas de rosas.

Se plantan las semillas en una bandeja poco profunda que contenga una mezcla ligera de propagación, se riega la tierra y se deja la bandeja en un lugar fresco unas cuatro o seis semanas. Este período de enfriamiento hará que la mayoría de las semillas germinen cuando más adelante se traslade la bandeja a un lugar cálido.

En pocas semanas florecerán las plantas. Sin embargo, hay que esperar una segunda floración para analizarlas con más exactitud. Habrá que estar preparados para las considerables diferencias que encontrarán en los cruces resultantes: las rosas, como las personas, tienen tendencia a desconcertar, y pocas veces son fieles a su variedad. Habrá que desechar la mayoría de las plantas, pero las que parezcan cumplir sus especificaciones deberán ser etiquetadas y plantadas en una maceta para un posterior análisis.

Hay que repetir el proceso cientos, si no miles de veces, para tener alguna posibilidad de producir la rosa que solo florece en la imaginación.

Como puede verse, el final de la primavera es un momento crucial para los cultivadores de rosas. Por eso se entiende que Sophie trabajara hasta tarde con tijeras, pinceles y bolsas de muselina. Que estuviera muerta de cansancio pero que durmiera mal, con las rosas irrumpiendo en una confusión de sueños.

6

Quiere a sus hijas, pero sin ellas los días transcurren mansamente: la navegación no requiere esfuerzo en aguas tranquilas. Hace todas las comidas en su estudio, contiguo a su dormitorio. Su vieja bata marrón, la que Marguerite le bordó con soles amarillos el primer año de casados, le cae alrededor en sedosos pliegues. Come tanto como le place, sin que Sophie esté mirando su plato con el entrecejo fruncido, bajo las órdenes del necio de Ducroix.

Piensa en Sophie. Teme que esté adquiriendo manías de solterona. Debería dedicar algo de tiempo a buscarle marido. Debería escribir a Claire, pedirle consejo, conseguir su ayuda.

En lugar de ello, da paseos por los verdes senderos de verano. Ha desempolvado para tales excursiones su antiguo sombrero de fieltro negro, única reliquia de sus tiempos en los tribunales de Toulouse. El ala ancha, donde las polillas se han dado un festín, está tan agujereada que parece un encaje. Deja pasar el aire, que sopla ligeramente alrededor de su cara.

Al otro lado del pueblo hay un campo que no parece distinto de los que lo rodean. Sin embargo, es el favorito de las alondras. Su canto sale a raudales del cielo azul, día tras día, solo en ese lugar.

Por la noche, el silencio lo envuelve como un ala. Cuando llega el sueño, él se acurruca en su blandura.

Una lechuza llama desde el haya que hay junto a la ventana y él despierta sobresaltado. Advierte que se ha salpicado una de las mangas con el jugo de la carne. Este creciente deseo de soledad que lo lleva a no cumplir con viejos amigos, con antiguos colegas, con sus hijas; la dificultad con que finge interesarse en los asuntos del mundo, ¿cuándo empezaron? ¿A la muerte de su mujer? ¿Cuando Claire se marchó a Toulouse? ¿Cuándo se casó con ese necio insoportable?

Lo han elegido para la nueva judicatura, pero incluso su trabajo, antes una pasión, ya no llama precisamente su atención. Recuerda que creía que la ley existía para civilizar a los hombres. Y lo sigue creyendo, solo que no consigue que le importe mucho.

Es consciente de su afición a los pequeños rituales, a los mimos que dedica a su persona. Me estoy haciendo viejo, piensa horrorizado. Y durante un largo minuto tiene verdadera dificultad para respirar.

Pero ¿es posible, cuando el pasado le olfatea los talones, cuando la niñez le hace compañía como su sombra? El corro de niños lo sujeta en un oscuro pasillo de mármol, clavándole sus huesudos dedos en los brazos. Todavía se sabe de memoria el catecismo para los cortesanos con que lo atormentaban mientras le apretaban una fría navaja contra el cuello: «¿Cuántas clases de nobleza hay?». Y él tenía que responder: dos, la nobleza de espada y la nobleza de toga. «¿Cuál es la más reconocida?» La de espada, porque solo se adquiere después de arriesgar la vida muchas veces…

El reloj de la repisa de la chimenea da la hora. Pronto Jacques llegará con su digestif y algo que comer, algo… pequeño y delicioso.

Segrega saliva anticipadamente.

Se inclina una vez más sobre sus libros y papeles. Cuando la puerta se abre, dice:

– ¿Sabías que antaño las grandes aves se servían enteras, con todas sus plumas? Para los grandes banquetes era habitual arrancar la piel del ave sin rasgarla, tarea endiabladamente peliaguda, diría yo. Se asaba el ave a fuego lento y, una vez hecha, volvía a envolverse en su piel y se llevaba a la mesa. Me cuesta creer que eso mejorara el sabor ya dudoso, imagino, de los cisnes, cigüeñas y garzas.

– Repugnantes criaturas grandes. ¿Por qué querrían comerlas pudiendo saborear un bonito y delicioso zorzal?

– Eres un producto ejemplar de nuestros tiempos, Jacques. Hasta hace un par de siglos que las grandes aves de rapiña no cayeron en desgracia y la gente empezó a comer becadas, currucas, zorzales, alondras y hortelanos. En mi opinión, la sustitución de las aves grandes y decorativas por las pequeñas y sabrosas señala el cambio de la preocupación de nuestros antepasados por el aspecto de un plato a nuestra preocupación por su sabor.

– Berthe se toma muchas molestias con la masa. No creo que le gustara oírle decir lo contrario.

– Ya lo creo, ya lo creo; los crujientes esfuerzos de Berthe son deliciosos. Pero ella no añade colorantes incomestibles como lapislázuli en polvo u hojas de estaño, y cuánto mejor. Eso es lo que habría hecho su bisabuela, con el único objeto de conseguir un plato visualmente asombroso. Hoy día discriminamos entre la salsa marrón y la blanca o entre las grosellas rojas y las verdes porque apreciamos por encima de todo su distinto sabor, y el placer visual que puedan proporcionarnos es una consideración secundaria. Me atrevería a sugerir que la importancia que hoy se da al gusto en un sentido literal corre parejo con nuestros debates sobre arte y literatura en la creciente preocupación por el buen o mal gusto en lo figurativo. Escucha esto…

Revuelve entre el desorden de su escritorio, da la vuelta a un pisapapeles de latón, esparce un fajo de papeles, encuentra el volumen que busca…

– Aquí tienes a Voltaire: «Del mismo modo que el mal gusto en el sentido físico consiste en recrearse únicamente en un exceso de condimentos o en condimentos demasiado fuertes, el mal gusto en las artes está en recrearse únicamente en el ornamento afectado y no responder a la belleza natural». -Satisfecho, levanta la mirada hacia Jacques-. ¿Qué te parece?

– No veo cómo puede saber eso acerca de la bisabuela de Berthe cuando la abandonaron en el porche de la iglesia del pueblo siendo un bebé… Me lo dijo ella misma.

Por un instante, Saint-Pierre se queda atónito. Luego ríe y cierra el libro.

– Los historiadores se olvidan de lo que interesa a la gente -dice-, por eso la mayor parte de la historia es un tostón.

Por toda respuesta, Jacques deja en el escritorio un plato con un dibujo rosa y dorado, un superviviente de la vajilla de Sévres.

Blancmange -anuncia-, Blancmange blanca con salsa de frambuesas roja.

Saint-Pierre se inclina hacia delante.

Se lleva a los labios una temblorosa cucharada.

Abre la boca.

Cierra los ojos.

7

El chico que hacía recados a Joseph le trajo la noticia de que Luzac había sido elegido alcalde y Ricard tenía un cargo en el ayuntamiento. Después de días lloviznando, la combinación de la buena noticia y el sol de junio fue irresistible. Por una vez, la sala de espera estaba vacía. ¿Por qué no?, pensó, y cerró con llave la puerta antes de cambiar de opinión.

Se sentía alegre y lleno de buena voluntad; exactamente igual que aquella ocasión en que había salido a dar una vuelta en barca en lugar de quedarse estudiando para un examen. ¿Cómo se llamaba ese estudiante suizo con la mancha de nacimiento roja en el cuello que se había caído al agua y después casi murió de fiebres?

Un gato rayado que dormitaba en un muro al sol ronroneó cuando le hizo cosquillas en las orejas. Pensaba en una chica que olía a violetas y cebollas, cómo había apagado de un soplo la vela de su mesilla de noche. Silbó de forma poco melodiosa y un canario en un balcón le devolvió el silbido.

La charcutería de Ricard estaba en una de las pocas calles respetables de Lacapelle, un vecindario donde vivían y hacían compras los artesanos y comerciantes. Joseph pasó por delante de una ferretería y una confitería, ambas cerradas porque era mediodía, descanso que duraba hasta las tres y media. Dos niñas, con vestidos idénticos, jugaban con un aro en la calle. En sus miembros sólidos y el color de su tez y su pelo no vio rastro de Lisette; aunque tal vez los cabellos color zanahoria de la más pequeña tenían tendencia a ensortijarse. Les sonrió y ellas se quedaron mirándole con los ojos azul mate de su padre. La charcutería también seguía cerrada. Pero la joven sentada en el escalón, vigilando con apatía a las niñas mientras desvainaba guisantes en un cuenco de esmalte azul, le aseguró que la familia hacía rato que había terminado de comer y fue a buscar a su señora. Fue Ricard, sin embargo, quien apareció en el callejón cubierto que corría paralelo a la tienda, llenando el estrecho espacio con sus anchos hombros. Recibió la enhorabuena de Joseph con una amplia sonrisa e insistiendo en que pasara y brindara por la ocasión.

Dentro, el olor a guiso era abrumador. Se hizo aún más intenso cuando siguió a Ricard por un estrecho pasillo de baldosas verdes y blancas hasta la trastienda. Pero la habitación en sí era bastante agradable: había un jarrón verde con flores amarillas en la mesa, cubierta con un hule marrón oscuro; las paredes estaban empapeladas, como se había puesto de moda recientemente, a rayas amarillas y verdes. En una esquina relucía un busto de yeso… ¿de Casio?, uno de esos republicanos de la Antigüedad que volvían a estar de moda. El entarimado del suelo, el hule y el aparador de nogal brillaban. Si la familia había almorzado allí, no había rastro de comida: ni una miga o mancha en la mesa.

Ricard le contaba con despreocupado orgullo que la mayor parte de la comida que vendían en la tienda la producían ellos. Se acercó cojeando a otra puerta abierta y se hizo a un lado para que Joseph echara un vistazo dentro. La pared del fondo de la enorme cocina estaba ocupada por un enorme fogón de hierro forjado. Vio tenedores de mango largo, cuchillos, una colección de sartenes, una palangana llena hasta el borde de un líquido oscuro, la superficie de una mesa enorme cubierta de marcas, un tarro de grasa dorada, baldosas del color de la sangre seca, dos cubos junto a la puerta que daba al patio. Un muchacho alto con fuerte acné estaba de pie ante la mesa metiendo mantequilla salpicada de perejil en el caparazón de un caracol.

Ricard cortaba en lonchas una salchicha seca de grano grueso y las dejaba en un plato. La había hecho él, dijo, con cerdo, beicon, sal y pimienta verde, todo embutido a mano en la piel de la salchicha; Joseph tenía que probarla. También tenía un jamón cocinado au foin especialidad de la casa: solo la parte superior de la pata de cerdo, que se dejaba cuatro días en salmuera, se envolvía en una mezcla de pipirigallo seco y clavo, y se cocinaba en un courtbouillon. Era el mejor jamón de todo Castelnau, podía asegurárselo.

La cocina estaba todo lo impecable que podía estar un lugar, y por la puerta del patio entraba aire fresco. Sin embargo, el calor era terrible y el olor insoportable. Joseph entonces creyó entender por qué Lisette estaba tan delgada; él mismo perdería el apetito si se sentara cada día a comer con ese olor en las fosas nasales. No era de extrañar que fregase las habitaciones como quien elimina el rastro de un crimen. Murmuró las palabras de admiración que se esperaban de él y, aceptando el plato que le ofrecía, se alegró cuando por fin se cerró la puerta de ese lugar infernal.

El carnicero sacó dos vasos y una botella de un líquido incoloro del aparador. Licor de ciruela, dijo, hecho por su madre, que vivía con su hija casada en un pueblo una legua al sur. Tenía la camisa arremangada, dejando al descubierto unos antebrazos musculosos que terminaban en manos delgadas y bien moldeadas, como si se hubiera despertado con prisas y puesto en las muñecas el par que no debía.

Entrechocaron los vasos y bebieron por la Revolución. Joseph bebió de un trago el licor y jugueteó con sus lentes mientras Ricard volvía a llenarle el vaso. Pero el carnicero solo comentó que tenían bastantes motivos para estar de celebración.

– No hace ni dos meses que yo estaba en prisión y Castelnau pertenecía a Caussade.

Bebieron cada uno a la salud del otro. Esta vez Joseph lo hizo circunspecto, luego señaló con el vaso la cicatriz roja que su amigo tenía sobre el ojo izquierdo.

– ¿Estás totalmente recuperado? ¿No tienes dolores de cabeza? -Preguntó seguro de la respuesta, pero queriendo oírla de todos modos.

Ricard se llevó una mano a la cicatriz.

– Me olvido de que está ahí. -Sacando la pipa y el tabaco, sonrió a Joseph-. Por lo que tengo que estarte agradecido.

– Olvídalo -dijo, encantado-, era una herida poco profunda. Se habría cerrado de todos modos. -Movió en sentido circular el contenido de su copa-. Lo de Luzac sí que fue por poco. El hueso se hizo añicos, y si la gangrena se hubiera extendido… -Comió algo de jamón; era realmente delicioso.

Al cabo de un rato, Ricard dijo:

– Luzac habrá perdido en brazos, pero ha logrado enriquecerse en otros sentidos. -Y ante la mirada de incomprensión de Joseph-: ¿No lo sabes? Ha comprado las granjas y todas las tierras que pertenecían al convento. ¿Por qué crees que recriminaba furioso a Caussade que pospusiera la venta?

– Bueno… porque es contrarrevolucionario.

– La gente como Luzac solo ve la Revolución como una oportunidad única para hacer negocios. También está comprando las tierras de Caussade.

– Pero yo creía que Luzac estaba de nuestra parte -soltó Joseph. Se bebió su licor de ciruela desafiante cuando Ricard sonrió.

El carnicero se inclinó hacia delante.

– Tienes toda la razón, y no está bien que me ría. Es el licor, ¿sabes?, no tengo cabeza para él, y menos al mediodía.

Siguió un rato de silencio. Luego Joseph dijo:

– Todo era más sencillo hace dos años, ¿verdad? -Preguntándose si eso también era ingenuo, se arriesgó a mirar los ojos azules de Ricard.

– Sí, pero el ochenta y nueve solo fue el comienzo. Cuando las cosas se ponen difíciles es fácil que un hombre se extravíe. Si el objetivo a conseguir merece la pena, la lucha tiene que ser forzosamente larga y complicada. -Ricard hablaba a menudo en voz baja, incluyéndote en la intimidad de sus pensamientos.

Una tabla del suelo crujió en el piso de arriba.

– Mi mujer está indispuesta -dijo el carnicero.

Joseph había dado por hecho que había salido. Pero debería haber preguntado por ella, de todos modos. Siempre metía la pata en cosas tan sencillas como esa. Se pasó la lengua por los labios.

– Si puedo hacer algo…

– Gracias, pero… -Ricard hizo un ademán-. Las molestias propias de las mujeres. -Y al cabo de un momento añadió-: He oído decir que te van mejor las cosas profesionalmente. Luzac me dice que su nuera no habla más que de lo listo que es el nuevo médico que le quitó la tos y te está recomendando a todas sus amistades.

– Un diagnóstico afortunado. -Joseph hizo un dibujo invisible en el hule-. A veces creo que me paso el día diciendo a la gente lo que quiere oír: prescribiendo carne picada en las casas ricas, cebolla en las pobres, oraciones a los devotos, brandy a los pecadores.

– Si eso es cierto, y estoy seguro de que estás subestimando tu talento, no tienes de qué avergonzarte. No hay arte más grande que leer el pensamiento de los hombres.

En todo el intrincado mundo, ¿quién más se molestaba en hablarle así?

Comió trozo tras trozo de excelente salchicha, observando el fragante humo azulado de la pipa que se elevaba en espiral en un rayo de luz, y todo volvió a estar bien.

– Dime -dijo el carnicero-, ¿qué piensas de Saint-Pierre? ¿Crees que está cuerdo?

– ¿Saint-Pierre? Por supuesto que sí. Estuvo en el tribunal, ¿recuerdas? Sentenció a muerte a ese oficial por matar al chico del puente. -Joseph se agitó al pensar en su ruidosa caída al agua, la pistola apuntándolo, los ojos castaño claro mirándolo de arriba abajo-. Asistí al juicio, tuve que testificar. Por supuesto que Saint-Pierre está cuerdo.

– Yo también lo creo -dijo Ricard con calma-. Pero tú tienes buen ojo para la gente. Y en realidad estaba pensando en su familia.

– ¿Sophie? ¿Mathilde? Son… niñas -dijo desconcertado. Luego comprendió-: ¿Monferrant?

– Encontraron cartas suyas entre los papeles de Caussade. ¿Le has oído hablar alguna vez de nuestro ex alcalde?

– No le conozco… solo a su mujer. -Se quitó los anteojos, los miró como si no los reconociera y volvió a ponérselos-. Me dio la impresión de que ella no le tenía mucho afecto. ¿Son cartas comprometedoras?

– No particularmente. Expresiones de apoyo, promesas de ayuda… lo de siempre. -Una vez más, la voz de Ricard se había vuelto suave y acariciadora-. Pero nos conviene que tengas trato con la gente de Montsignac… para que nos informes de todo lo que tengamos que saber.

Se oyeron pasos en el pasillo. Las hijas de Ricard entraron trotando, la mayor con un gatito blanco y sedoso en las manos. Las siguió el impresor apuesto y moreno del club.

– Papá, hay un hombre -dijo la más pequeña.

Mercier saludó a Joseph con una inclinación de la cabeza y entregó a Ricard el periódico de formato grande que traía.

– ¿Se han enterado? -Sus ojos negros mordían-. El ciudadano Capet y su prostituta austríaca han sido arrestados en Varennes, tratando de huir del país.

La niña mayor se plantó frente a Joseph y dejó el gatito en su regazo.

– Me llamo Julie y este es Azúcar.

Unas garras diminutas se clavaron en los muslos de Joseph y el gatito se balanceó en sus rodillas, asustado.

8

Finales de octubre y el cielo nacarado de primera hora de la mañana.

Sophie procuraba andar por el centro del sendero, esquivando el rocío que seguía aferrado a la larga hierba. Tenía la mente ocupada en parte por el recado que se disponía a hacer, en parte por el vestido verde y amarillo que llevaba por segunda vez. Se lo había dado Clarie, que había decidido que el color no le favorecía; siempre se encargaba los vestidos con generosos dobladillos que podían alargarse para Sophie. Pero ¿este no dejaba ver las botas demasiado? ¿Era demasiado tarde para acortarlo para Mathilde?

El sendero se curvaba hacia la izquierda y la torre de la iglesia apareció ante ella. En primer plano, un caballo gris pacía en la zanja verde. Cerca, un hombre desplomado en la húmeda hierba.

– ¿Doctor Morel?

Él se puso de pie como si no recordara muy bien cómo hacerlo. Ella advirtió que no se había afeitado y que tenía el cabello mojado, y se le ocurrió que tal vez estaba borracho. El sol, que salió detrás de una nube, puso la parte superior de sus orejas de un tono naranja rosado.

– Félix Morin ha muerto -dijo.

– ¿Félix? Pero si yo iba a su casa -dijo ella, como si eso lo hiciera imposible.

Él miró la cesta que ella sostenía.

– Puede ahorrarse el jabón… ¿o era una botella de brandy? Lo que sea, ya no lo necesitará.

Ella no le había creído capaz de ser tan brusco. Sus modales, así como la noticia, la impresionaron tanto que soltó una perogrullada.

– Pasan cosas tan horribles…

Él se quedó mirándole las botas. Preguntó con brusquedad:

– ¿Me acompaña? -Y dio media vuelta antes de que Sophie pudiera responder.

Ella dejó la cesta detrás del seto y corrió tras él; lo alcanzó cuando se adentraba en un sendero que cruzaba los campos marrones y pelados. Por unos instantes anduvieron en silencio, Sophie esforzándose por seguirle el ritmo, mientras las puntas de sus botas se ennegrecían por la hierba.

Rodearon un grupo de jóvenes robles y salieron a la soleada falda de una colina, donde el sendero corría paralelo a una estrecha cañada verde oscuro. Como un río de hierba, pensó ella, deteniéndose para recuperar el aliento.

Él se detuvo cuando ella lo hizo.

– Casi no hay una casa en Lacapelle donde no haya muerto un niño en las pasadas semanas. Con el primer frío aparece la fiebre y se propaga como el fuego. Los he visto morir noche tras noche. Félix fue a visitar a sus primos de la ciudad y volvió con tos. Hace dos días se quejó de dolor de garganta. Su padre me llamó anoche… esta madrugada. En cuanto vi al niño supe que llegaba demasiado tarde. Toda la parte posterior de la garganta era como terciopelo blanco. La enfermedad había invadido la laringe. De todos modos, tensé la piel de encima de la tráquea, tenía que intentarlo. Pero me temblaba demasiado la mano para hacer la incisión. Él dejó de respirar. Su padre maldijo y me gritó que salvara a su hijo. De modo que efectué un corte en la tráquea del niño e inserté el tubo. Le alivió un poco, durante un par de horas. Pero las falsas membranas siguieron formándose, cada vez más profundas, hasta donde no llegaba el tubo. De pronto se atragantó y murió. Saqué el tubo y salí. El cielo empezaba a palidecer. Recorrí la calle hasta el pozo y metí la cabeza en un cubo de agua. Cuando volví, Morin estaba sentado en una silla con el niño en su regazo. La lámpara seguía encendida.

Se quitó los anteojos y Sophie vio sus grandes ojos grises, del color del río en invierno.

– Tenía seis años. -Se cubrió la cara con las manos.

Ella le cogió los anteojos, se los limpió con la manga y dijo con toda la ternura de que fue capaz:

– Está agotado. Tiene que dormir y comer algo. Por favor, venga a casa conmigo.

Él dejó caer las manos. Luego se acercó un paso más a ella. No puede ser… Debo de estar imaginándolo… me está mirando como si… Sophie se apresuró a decir:

– Los Morin tienen más hijos, y Agnes todavía es joven, tendrán otros. Es terrible pero pasará, ya lo verá. -Se refería a su angustia, así como a todo lo demás.

Él le arrebató los anteojos y se los puso bruscamente. La mañana se llenó al instante de espeso e implacable vidrio.

– Eso es muy típico de los de su clase -dijo-. Supongo que le conviene creer que en el fondo a los pobres nos les importan mucho sus hijos. Les tranquiliza la conciencia respecto a las condiciones en que viven… y mueren.

– No he dicho eso -protestó ella-. No creí… pero no era mi intención… No…

Ese vestido… qué color tan vil. Como pus, pensó Joseph. Pasó por su lado sin decir palabra y regresó, a paso rápido, al pueblo.

9

Su mirada amarilla nunca se aparta del rostro de ella. Con la cabeza ladeada, escucha con atención.

– «¡Cuánto habéis cambiado vos, y solo vos, en estos dos meses! -entona Mathilde-. ¡Dónde están vuestra languidez, vuestro disgusto, vuestra expresión de desaliento! Las Gracias han vuelto a ocupar sus puestos; todos vuestros encantos os han sido devueltos; la rosa recién abierta no está más fresca y radiante…», etcétera… Este trozo es bueno: «¡Oh, cuan infinitamente más amable os mostrabais cuando no erais tan hermosa! ¡Cuánto echo de menos esa lastimosa palidez, precioso aval de la felicidad del amante, y detesto esa briosa salud que habéis recuperado a expensas de mi reposo!».

El libro se le resbala del regazo y cae en la alfombra. Brutus se acerca despacio, meneando la cola. Ella recoge el libro y sigue leyendo, y él se sube de un salto a sus rodillas.

– «¡Cuánto detesto esa briosa salud!» -dice ella, rascándole detrás de las orejas.

El perro le lame la barbilla.

– «Esos ojos brillantes, esa tez radiante…» Pero ahora tienes que bajarte… -Brutus se acurruca rápidamente en su regazo-. ¡Abajo he dicho!

Él suspira y cierra los ojos.

– «Estoy cansado de sufrir en vano…» -Ella cambia de postura, como si fuera a ponerse en pie.

Aterrizando pesadamente a los pies de ella, Brutus la mira con profundo reproche; al ver que no surte efecto, se prepara y sube de un salto a la cama, da tres vueltas y, escondiendo el morro debajo de la cola, se queda dormido.

La llave está guardada en la caja de madera labrada, junto con sus lazos, el broche con una piedra azul que era de su madre, una cucharita de plata, una concha a rayas lilas de erizo de mar (regalo de Rinaldi) y un trozo de roca grisácea (que él había jurado que había formado parte de la Bastilla). Abre el escritorio y saca su diario.


Jueves

Tarde lluviosa. Otra vez pato para comer, con este son tres días seguidos.


Viernes

Mañana lluviosa. Sophie acortó el vestido amarillo de Claire para mí. El color me recuerda a cuando Brutus vomitó en el sofá. Pero ella dijo que estoy creciendo deprisa y que necesito un vestido nuevo para cuando hace fresco.


Sábado

No me acuerdo.


Domingo

El doctor Ducroix e Isabelle vinieron a comer. Me puse el vestido nuevo; ningún éxito. Ahora que el rey ha aceptado la Constitución, padre y el doctor Ducroix creen que la Revolución ya no es necesaria y que deberían darla por terminada. Sophie dice que qué se ha conseguido cuando los niños siguen muriendo por falta de agua potable. Lamentaré no tener la Revolución cuando sea mayor. Pato asado.


Lunes

Brutus estuvo cojeando, tenía una espina en la pata. Llovió.


Martes

Carta de Claire. Alguien ha enseñado a Olivier a decir «Vive la Revolution». Hubert está interrogando a los criados.


Miércoles

Sophie estuvo distraída. Le gané fácilmente al ajedrez.


Jueves

¡¡¡¡Nieva!!!!


Viernes

Estoy resfriada y Sophie no me deja salir. Leo La nueva Eloísa a Brutus. Peor de lo que me había imaginado.

10

Berthe había desollado y destripado la liebre antes de llevarse a la cama una de sus jaquecas, provocada, gruñó, por el reflejo de la luz en la nieve. Sophie troceó el animal muerto, dividiendo el cuarto trasero, y dejó la cabeza a un lado para hacer caldo. Cubrió la carne con harina, pimienta y sal, derritió grasa de carne de vaca en una sartén y, cuando empezó a chisporrotear, añadió una cebolla cortada en dados y dos dientes de ajo cortados finos.

Mathilde tenía un resfriado y fiebre. Era inútil intentar bajársela haciéndole sudar, se negaba a estarse quieta en la cama y apartaba las mantas de una patada.

Sophie echó la carne a la sartén, junto con las hierbas secas -perejil, mejorana, salvia, tomillo-, dos hojas de laurel y un trozo de macis. Había salido al amanecer con Jacques para quitar la nieve de los toldos de lona que protegían sus plantas en invierno, y no había logrado volver a entrar en calor en todo el día.

Si ella había hablado sin pensar, el doctor Morel había sido injusto, atribuyendo el peor sentido a palabras que, aunque torpes, habían sido dichas con la intención de reconfortar.

Puso la carne dorada en una vasija alta de barro, junto con dos tazas de vino tinto y caldo de carne de vaca espesado con la sangre de la liebre. Por último, metió un pedazo de muselina en el cuello de la vasija y lo enrolló alrededor de la boca.

Eso es muy típico de los de su clase. Oh, qué injusto, qué injusto era meterla en el mismo saco que los Hubert y Caussade.

Una cazuela de agua ya estaba hirviendo. Sumergió la vasija en ella.

Ellos habían dado la bienvenida a 1789. Aun cuando a padre le gustaría enrollar pulcramente la Revolución, atarla con un lazo y ponerla a buen recaudo. Era su mente de abogado: le gustaba el orden, era intransigente con los cabos sueltos.

Stephen se equivocaba al afirmar que había una conexión entre los artistas y los revolucionarios: su manera de ver el mundo era antitética. El arte insistía en la particularidad: lo único que importaba era esta mujer, ese cielo, aquellos árboles. No podía compararse eso con «su clase».

Se moría por decir todo eso y más. Se había planteado escribir a Joseph. Hasta se había visualizado esperándolo cuando fuera a visitar a un paciente al pueblo; veía la escena con detalle: su caballo gris trotando por el sendero entre setos, ella saliendo por casualidad del bosque con una cesta de castañas, con la chaqueta verde que solo tenía dos inviernos. Lo imaginaba disculpándose con humildad mientras ella se mostraba serena e indulgente, y exhibía solo una pizca de hauteur.

La liebre estaría lista en tres horas, y la comerían con zanahorias y col hervida. Nunca habían cerrado la puerta a nadie que tuviera hambre. ¿Qué derecho tenía él a juzgarlos? ¿Y a equivocarse?


Lisette deshizo el fardo envuelto en tela. La liebre cayó rígida y fría sobre la superficie de mármol.

– Me pagan a menudo en especie -explicó Joseph-. Y en esta época del año… Estamos a jueves y ya he recibido una liebre, medio ganso y los cuartos traseros de un conejo. Pensé en vosotros, pensé que tal vez os apetecería un poco de caza para cenar.

Ella tenía el cuerpo liso y rectangular como un naipe.

– Gracias -dijo-. Eres muy generoso. Paul te lo agradecerá. -Su marido estaba fuera, le había dicho, atendiendo un asunto oficial. Se habían visto obligados a tomar a un segundo aprendiz, porque el ayuntamiento le ocupaba casi todo su tiempo.

La manga del vestido cayó ligeramente hacia atrás mientras pinchaba el animal muerto y él señaló la marca que tenía encima de la muñeca.

– ¿Qué te ha pasado?

Ella se llevó la mano a la espalda, como una niña.

– Nada. Un accidente en la cocina.

Ella siempre se había avergonzado de sus defectos, pensó él, era una de esas personas que equiparaba la imperfección con la debilidad.

Se abrió la puerta de la calle. En unos segundos, Lisette había envuelto la liebre y la había escondido, había cogido un trapo impoluto y limpiado el mostrador ya impecable.

Mientras atendía a la cliente, él vagó por la tienda mirando los productos en venta: terrinas, rillettes, jamones, tarros de mostaza, hileras de salchichas frescas y secas, una lengua rosada sobre un lecho de helecho, huevos de gallina en gelatina, pastel de foie gras, manitas de cerdo, costillas de cerdo, chuletas de ternera, galantinas, alcaparras, pepinillos, coles rellenas, coliflores cocidas, una fuente de cerdo en conserva, una cazuela de grasa de cerdo, un plato de caracoles. Todo parecía fresco y saludable, y estaba presentado con primor; sin embargo, al recordar el olor de la oscura cocina se volvió rápidamente.

La mujer que compraba morcilla negra tenía el pelo castaño y liso, y llevaba un chal de color rojizo. La espió por el espejo. Había algo en su manera de ladear la cabeza…

«En lo único en que podía pensar era en mi fracaso a la hora de salvar al niño, y mi brusquedad brotó de una sensación de impotencia al comprender que la profesión a la que he consagrado mi vida no puede, en la mayoría de los casos, hacer nada para aliviar el sufrimiento al que se enfrenta a diario. No siento sino la más profunda admiración y respeto por usted.» Se llevó una mano al pecho y palpó la carta que llevaba en el bolsillo de la camisa.

Advirtió cierto alboroto a sus espaldas y se volvió. La cliente debía de haber discutido la cuenta; Lisette hizo un gesto de negación y señaló la breve columna de números, aclarando algo. La mujer del chal rojo se disculpó con gracia y, reuniendo sus paquetes, sonrió a los dos y volvió a disculparse antes de salir a la tarde cada vez más oscura.

– Aquí no saben sumar -dijo Lisette-. Yo no sabré leer, pero entiendo de números, sé sumar mentalmente. -Tenía las mejillas encendidas y los ojos castaños brillantes por su victoria.

Una noche de invierno en que la familia de Joseph se había sentado a cenar, habían oído un arañazo en la puerta. Su padre abrió y allí estaba Lisette. Encogida en el umbral, no dijo nada, se limitó a mirar fijamente a los niños sentados alrededor de la mesa. Su padre cerró la puerta y volvió a su sopa. «Una vez que empiezas…», había dicho.

«No siento sino la más profunda admiración y respeto por usted.»

Pero ¿qué sabía él de Sophie, después de todo? Tal vez le había hablado sin querer con severidad, pero ¿acaso ella no lo había provocado? Con esos aires caritativos que a duras penas podían ocultar su profunda indiferencia hacia ese niño, sus padres, el modo en que miles de personas vivían y morían.

Las calles estaban llenas de chicas como Lisette.

11

En el quai des Grands Augustins, un hombre vendía castañas asadas. El negocio andaba flojo: hacía tanto frío que nadie quería detenerse en su puesto.

La carta que Stephen sostenía tenía fecha del 9 de septiembre. Había llegado sin problemas dos semanas antes de Navidad.

Se dijo que había intentado ir. Había querido partir en marzo, en mayo.

George escribía que el final había sido repentino y sereno: «Cuando Hatty entró en la habitación de mamá por la mañana no pudo despertarla. Mandamos llamar a Belleville, pero no había nada que él pudiera hacer, y ella no volvió a recuperar el conocimiento».

Había querido ir.

No podía dejar de pensar en su pelo, que le llegaba hasta los muslos cuando lo llevaba sin trenzar. Él se sentaba en su regazo y ella dejaba que el pelo le cayera alrededor, una cortina dorada y ondulada que lo protegía. El lo acariciaba y el pelo brillaba bajo su mano, cerraba los ojos e inhalaba una tibia fragancia a carne. «Ella nunca se quejaba, de modo que no tenemos ni idea de cuánto sufrió.»

El padre de Stephen, John Fletcher, había sido un arquitecto de cierto renombre, único hijo de una antigua familia de Virginia conocida en toda la colonia por la solidez de sus inversiones y la excentricidad de sus ocupaciones: la arquitectura, por ejemplo. En su juventud poseyó un talento innegable, un encanto sin límites, un perfil clásico y una fortuna personal. La buena sociedad se aseguró de que las invitaciones que recibía de damas con hijas casaderas llenaran tres repisas de chimeneas y pasaran a una mesa de alas abatibles.

Un día un empresario llamado Edward Clay fue a ver al arquitecto con la intención de contratar sus servicios; Clay iba a casarse el año siguiente y deseaba empezar su vida de casado en una mansión diseñada por el hombre cuya estrella parecía resuelta a brillar más que el firmamento. Fletcher declinó la oferta; acababa de contratar a un secretario para rechazar encargos, y no tenía necesidad de los altos honorarios que Clay le había ofrecido como incentivo. Pero declinó encantadora y evasivamente, como era su estilo, porque detestaba no complacer; de modo que Clay se quedó con la impresión de que todavía era posible hacer cambiar de parecer al joven, y acometió tal tarea, insistiendo en que asistiera a una cena íntima para treinta organizada en honor de su futura esposa. Así fue como el arquitecto se encontró a sí mismo sentado a la derecha de una joven de diecisiete años con hilos de oro por cabellos. Ella le sonrió, y sus vidas dieron un viraje y colisionaron. A primera hora del siguiente día, Fletcher aceptaba la oferta de Clay. Después de lo cual fue necesario llamar a mademoiselle Caroline Gallier para informarle del hecho; y, antes de que ella volviera al sur con sus tíos, fue imprescindible solicitar su opinión sobre toda clase de urgencias arquitectónicas, desde las dimensiones de los salones octogonales hasta la selección de los materiales para los cimientos. El escándalo que inevitablemente siguió tuvo repercusiones en el comercio, la agricultura, la navegación y -cómo no- la arquitectura, y animó las sobremesas de dos continentes. John Fletcher y su esposa yacieron en su lecho envueltos en el brillante desorden de los cabellos de ella, riendo entre besos.

«Haced lo que os dicte vuestro corazón -aconsejaba ella años después a sus hijos cuando titubeaban entre varias opciones-. Haced lo que os dicte vuestro corazón y sed felices.»

Así, en lugar de regresar a casa Stephen había pasado el verano en Italia. En Toulouse, después de dos semanas deliciosas, Claire había expresado en alto sus escrúpulos; él se había dejado convencer. El virtuoso drama del amor al que había renunciado lo sostuvo a través de todo lo que siguió: frescos, ruiseñores, diarrea, campanarios, ópera, cardenales, rateros, mármol, limoneros, claroscuro, tumbas, vistas, malos entendidos, luz de la luna, quema-duras del sol, querubín, caseras, mortadela, cipreses, retrasos, alcantarillas, grutas, martirios, trípticos, terracota. Daba solitarios paseos a lo largo de viejos ríos y experimentaba con la melancolía.

Cuando volvió a París le esperaba la carta de su madre. Decía que lamentaba que hubiera cambiado de planes puesto que deseaba volverlo a ver. Ni una palabra de su enfermedad, por supuesto. Le decía que temía por su seguridad, que había perdido a su marido en una revolución y no quería perder a su hijo en otra.

Llevaba dos días muerta cuando él había leído la carta con una sonrisa y la había dejado a un lado. ¿La había contestado siquiera?

«Estamos perturbados por los alarmantes informes que nos llegan de los esclavos que se están rebelando en Saint-Domingue y esperamos fervientemente que los disturbios no lleguen hasta aquí.» Y más adelante: «¿Cuándo regresarás para hacerte cargo de la plantación?».

Él había querido ir. Arrojarse a los brazos de su madre, explicarles a todos que no podía hacer lo que esperaban de él, que sus ambiciones no eran los frágiles sueños de un niño, sino las resueltas intenciones de un hombre que no iba a dejarse disuadir. La semana anterior sin ir más lejos se había encontrado a sí mismo frente a la oficina de transporte, y de no haber sido porque llegaba tarde a una cita con Chalier para almorzar, habría preguntado por un camarote para el Año Nuevo.

El amor siempre era urgente. ¿Cómo podía haber creído posible posponerlo, dejarlo de lado en un estante y tomarlo de vez en cuando para quitarle el polvo?

Entre las grandes ideas redentoras que habían revolucionado su siglo estaba la creencia en que todo el mundo tenía derecho a la felicidad. La gente era en esencia buena, y todos, no solo una minoría privilegiada, tenían derecho a sacar provecho de la vida. Stephen creía sin duda en tales cosas. Piénsenlo bien antes de tacharlo de necio y equivocado.

La oscuridad había invadido la habitación a su espalda mientras el cielo invernal se teñía de rosa y malva sobre el Sena. Se apartó de la ventana, encendió velas y, sentándose a la mesa, empezó a escribir: «Amor mío, sé que acordamos que era mejor no volver a vernos».

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