1790

1

Su sobrino hizo pompas de saliva desde su rodilla y rió.

– Cada vez se parece más a ti -dijo. Y pensando: Menos mal, se vio obligada a preguntar-: ¿Cómo está Hubert?

Desde que el niño había nacido, Claire rara vez se molestaba en fingir interés por su marido. La cara que puso estaba compuesta a partes iguales de indiferencia hacia Hubert e irritación con Sophie por fingir lo contrario.

– ¿Cómo voy a saberlo? Apenas lo vi en París. Él y Sébastien se pasaban la vida conferenciando con miembros comprensivos de la Asamblea. Un grupo de ellos consiguió una audiencia con Lafayette y le sugirieron que él y su Guardia Nacional debían apoyar la causa de los aristócratas. Solo que la llaman la causa del rey, naturalmente, cuando se acuerdan.

– ¿Y…?

– Todo lo que Hubert me dijo cuando le pregunté fue que me prohibía hablar de ese pedante. -Claire sonrió-. Pero Anne se enteró por Sébastien que no habían dicho ni tres palabras cuando el general les ordenó que se marchasen antes de que los hiciera detener por traición. Y mientras salían en tropel, les preguntó por qué no llevaban su nueva escarapela tricolor y los obligó a hacer cola para que un guardia se las colocara. -Miró a Sophie y se echaron a reír-. ¿Te lo imaginas? ¡Hubert obligado a llevar una escarapela tricolor!

El niño, poco acostumbrado a la alegría, empezó a lloriquear. Su tía trató de calmarlo estrechándolo contra su cuello, pero Claire tocó un timbre e hizo que se lo diera a su niñera.

– No, Sophie, no lo entiendes… No hay que mimar a los niños.

Eso era otra cosa desde que había nacido Olivier, pensó Sophie. A la lista de todo lo que no podía comprender como mujer soltera había que sumar todo lo que estaba fuera de su alcance como mujer sin hijos.

Claire, después de haber dejado en claro lo que pensaba, se sintió como de costumbre movida a la conciliación.

– Me alegro de que hayas podido venir enseguida. No tenía ninguna razón de ser el empeño de Hubert en que me marchara de París un mes antes de lo previsto. Está convencido de que el populacho se volverá contra nosotros, prenderá fuego al faubourg y nos cortará el cuello… es como una obsesión para él. Alarmó a Sébastien lo suficiente para que Anne se marchara a casa de su suegra en Blois. Yo quería que se quedara aquí conmigo y alegamos que cuantos más fuéramos, más seguros estaríamos, pero la pobre vuelve a estar delicada y Sébastien pensó que el viaje a Toulouse la agotaría. Cuenta con que esta vez sea un heredero, así que el bienestar de ella es de extrema importancia.

Hay que ver, pensó Sophie. No hay nada como el matrimonio para volverte cínico.

– Según padre -dijo-, ahora todo es cuestión de palabrería mientras discuten la Constitución. ¿Seguro que no hay peligro real?

Claire puso los ojos en blanco.

– Solo de aburrimiento. No te puedes creer lo tedioso que se ha vuelto París. Hasta el teatro… Todas las obras nuevas tratan de la caída de tiranos y la soberanía del pueblo, y tienen títulos como El triunfo de la libertad o La mujer del patriota. ¿Te lo imaginas? Por supuesto, también ha habido manifestaciones y demás. Protestas por el precio del pan.

Hastiado desdén; esa era la actitud que madame la marquesa trataba de adoptar ante la revolución.

– También ha habido manifestaciones en Castelnau. Los fabricantes de pelucas protestan porque se les ha arrebatado su forma de ganarse la vida desde que el pelo natural se ha convertido en un signo de patriotismo.

– El protagonista de una obra de teatro que vimos llevaba el pelo muy corto y peinado sobre la frente en un flequillo.

– ¿Qué tal le quedaba?

– Fatal. Se parecía a uno de esos horribles bustos romanos. No te creerías las modas, Sophie. Trajes rectos y blancos. Zapatos atados con lazos rojo, blanco y azul en lugar de las hebillas de plata. Supongo que solo es cuestión de tiempo el que los veamos en provincias.

– Bueno, no debe de haber sido muy doloroso marcharse de allí.

– Claro que siempre tienes cerca a gente divertida. -Claire cogió su bordado y frunció el entrecejo sobre las alas añil de una mariposa. Creaba sus propios diseños, desdeñando los que se vendían dibujados ya sobre raso. Los insectos eran su especialidad: pesadas abejas, peludas orugas. A los once años había pedido empezar a coser su trousseau.

Sophie bebía té a sorbos. Al cabo de un rato, dijo:

– ¿Ha tenido padre noticias de Stephen?

– No.

Por separado, contemplaron los efectos de unos ojos azul verdosos, una sonrisa indolente.

Sophie estaba resuelta a no perder la serenidad.

– ¿Has visto a Stephen, entonces?

– Sí, los De la Motte organizaron una recepción en su honor. Louis de la Motte combatió en la guerra norteamericana con el padre de Stephen… -Claire dejó la aguja y miró a su hermana a los ojos-. Quiere hacerme un retrato.

Sophie miró la pared de encima de la chimenea, dominada por un retrato de Claire y Hubert -ella sentada, él con una mano posesiva en su hombro- sobre un fondo de árboles, colinas y ciervos: la finca de Lupiac, de Hubert, extrañamente dotada a medio fondo de varias columnas rotas que sugerían un templo griego en ruinas.

– Oh, sí, sí. -Claire restó importancia al retrato con un ademán-. Pero ese será totalmente distinto: Stephen está a favor del nuevo estilo natural, al aire libre pero sin posar, no artificial. Va a ser totalmente natural, ¿comprendes? Y también le gustaría hacerme un estudio estilo Rafael o… o… uno de esos italianos, con Olivier.

– ¿Una Madona con hijo?

– Exacto. Está rechazando encargos de todo París, ¿sabes? Está muy solicitado… -Sophie no dijo nada-… así que es un gran cumplido. Tiene contactos con la Asamblea, gracias a sus primos, y es probable que le encarguen un cuadro para conmemorar el aniversario de la toma de la Bastilla o el juramento del Juego de la Pelota, no estoy segura. Tendrá que suavizar su estilo para adecuarse al gusto oficial, que es terriblemente conservador. Tiene pensado hacer una gran obra alegórica…

¿El triunfo de la libertad, tal vez?

– Exacto. -Luego tuvo el detalle de reírse; después de todo, era hermana de Sophie-. Te estás burlando de mí, para variar. Pero es cierto que tiene mucho talento, todo el mundo lo dice, y quiere pintarme en Montsignac, en tu jardín. Va a escribir a padre para preguntarle si puede pasar el mes de junio con nosotros.

En invierno, hasta en el más pequeño de los tres salones de Claire había corrientes de aire. Una doncella que había entrado para recoger la bandeja recibió instrucciones de atizar el fuego.

– ¿No te parece una idea espléndida?

Sophie miró la estrecha espalda de la joven arrodillada ante las llamas. Así es todo en la vida de Claire, pensó, todo puede arreglarse.

– Estoy segura de que padre accederá -dijo, respondiendo la pregunta no formulada.

– Sé por qué titubeas, Sophie. Pero él se ha ofrecido, con mucha delicadeza, por supuesto, a pagar por el alojamiento. Comprende… en fin, la situación. En este sentido no hay que preocuparse.

– Es un alivio saberlo.

– Te preocupas demasiado. Stephen también lo ha notado.

Han hablado de mí, pensó. Eso era espantoso.

– Esa pequeña arruga entre tus ojos se hace más profunda por momentos. Debo enseñarte la nueva crema de albaricoque que me compré en París, todo el mundo cree ciegamente en ella. Y tengo unos encajes y un par de guantes de noche para ti.

Ella hizo un esfuerzo.

– ¿Ningún traje recto y blanco? ¿Ni siquiera una faja tricolor?

– Dios nos libre. Por cierto, debemos repasar tu vestuario y escoger un vestido para mañana por la noche. Estamos invitadas a comer en casa de los Linguet. Estará el hermano de Marianne, el teniente… ella lo ha mencionado especialmente. Se quedó prendado de ti el año pasado, ¿te acuerdas?

Dios nos libre, pensó Sophie.

2

La primavera llegó, y le recordó lo solo que estaba. Los médicos con consulta fija, como Ducroix, podían permitirse escoger a sus pacientes; él no. El invierno lo había visto recorrer penosamente las embarradas calles hasta las granjas y aldeas de la periferia (no podía permitirse tener un caballo, aunque alquilaba uno de los establos cuando se trataba de un caso urgente) o cruzar el puente hasta Lacapelle, donde no podían ser muy exigentes con sus médicos. Recorría una y otra vez el conocido plano de sus calles, los sucios callejones y las exiguas casas donde la enfermedad se acurrucaba entre los pobres como un amante, compartiendo su lecho, aferrándolos mientras dormían. Había allí un olor característico, un dulzón y persistente hedor compuesto de río, sopa de col, tinte, excremento, alquitrán, serrín, sudor, el barro dejado atrás por la indefectible riada anual. Al desnudarse por la noche, lo imaginaba adherido a su ropa y olía las prendas que se había quitado, asqueado solo a medias. El olor de su niñez, esperando siempre para reclamarlo. Cada día cruzaba el puente y volvía a entrar en su dominio.

Tenía alquilada una habitación en el segundo piso de la viuda de un cerrajero. Habría sido más práctico haberse alojado al otro lado del río, en Lacapelle, donde ejercía de médico. Pero allí no dormiría.

Conforme los días se hacían más largos y el tiempo más benigno, la soledad lo sacaba de su estrecha habitación por las noches y lo llevaba hasta los confines de la ciudad, donde los jardines se fundían con los campos, y el mundo se extendía ante él en una oscuridad insondable. A menudo lo acosaban prostitutas durante esas excursiones. Pero le asustaban las infecciones de las que sabía eran portadoras y se apresuraba a dar media vuelta antes de que el deseo pudiera más que el miedo.

Había hecho dos visitas a Montsignac. En ambas ocasiones ella no había estado. De todos modos, parecía imposible desde el principio. Por empobrecidos y afables que fueran los Saint-Pierre, no dejaban de ser los Saint-Pierre.

Tomó la costumbre de detenerse en las tabernas que medraban en las afueras de la ciudad, locales bulliciosos frecuentados por tenderos y artesanos -carniceros, panaderos, fabricantes de velas y palmatorias- así como por unos cuantos porteros, criados y jornaleros. Lo saludaban con la cabeza, le invitaban a beber con ellos o lo dejaban tranquilo si lo prefería; su conversación pasaba por encima de él envolviéndolo, calmando su desazón.

Esa primavera solo se hablaba de las recientes elecciones municipales en las que el vicomte de Caussade había salido nombrado alcalde, junto con un consejo formado por aristócratas, administradores de élite y clérigos de rango superior. Lacapelle había votado por los revolucionarios; pero el resto de Castelnau, o al menos la parte de su población masculina que tenía derecho a voto, había preferido las promesas del vizconde de empleo para todos, fin de la carestía de alimentos y eliminación de los indeseables; en pocas palabras, la restauración del orden establecido.

Joseph tenía veintitrés años. Leía latín y griego, había estudiado matemáticas, física y química. Comprendía los más sutiles matices de la obra innovadora de Lavoisier sobre la combustión y su relación con la respiración. Habría podido decir el número de huesos de una mano humana. Practicaba la percusión de pecho, una moderna técnica de diagnóstico desarrollada en Viena, donde se había observado que un pecho sano producía un ruido como de tambor cuando se le daban golpecitos con el dedo, mientras que un ruido amortiguado o agudo delataba la presencia de una enfermedad pulmonar.

Pero tenía veintitrés años.

Por ejemplo: le sorprendía que la clientela más humilde de las tabernas no estuviera ni mucho menos unida en cuestiones políticas. Las discusiones entre los partidarios de Caussade y los que habían votado a los revolucionarios eran frecuentes y apasionadas. Una noche en que los debates y los ánimos habían sido particularmente acalorados, él expresó su sorpresa ante el apoyo que era capaz de obtener Caussade entre gente cuyos intereses difícilmente podía decirse que coincidieran con los de la minoría privilegiada que él representaba.

El hombre sentado a su lado suspiró.

– ¿Qué esperaba? Estos necios no ven más allá de sus narices. Están henchidos de orgullo provincial, de modo que Caussade les dice que la Revolución está siendo dirigida por parisinos. Odian a los protestantes, de modo que les asegura que la Revolución está siendo planeada y organizada por herejes que se han propuesto hacer triunfar su fe.

Con repentina brusquedad, el compañero de Joseph golpeó la mesa con su jarra y bramó por encima del estruendo de voces:

– ¿Tanto os han llenado la cabeza de mentiras vuestros curas que no queda espacio para el cerebro? El vizconde y sus compinches no se preocuparon por vosotros antes del ochenta y nueve y menos lo harán ahora, por mucho que os sonrían y os estrechen la mano el día de las elecciones.

En el silencio subsiguiente, todas las caras se volvieron hacia él, que miró a Joseph.

– En fin, ¿nos vamos?

Los siguieron murmullos de indignación.


Recorrieron calles resbaladizas por la lluvia. Joseph había cruzado unas palabras con Paul Ricard en anteriores ocasiones; le había oído expresar su desdén hacia el vizconde en el período previo a las elecciones; había visto cómo los otros hombres lo escuchaban, inclinando la cabeza mientras él hablaba.

Sabía que Ricard era carnicero de profesión y tenía una tienda en Lacapelle. Era una figura imponente, alto, fornido, ancho de hombros, con una melena pelirroja. Para un hombre de su tamaño, tenía un andar ligero, pero cojeaba levemente. La gente decía que era consecuencia de un accidente sufrido de niño, cuando un carruaje lo arrolló en una callejuela.

Joseph trataba de recordar quién le había contado ese incidente cuando Ricard dijo:

– Todo el mundo habla de usted en Lacapelle, doctor. Dicen que no es demasiado orgulloso para entrar en la casa más humilde. Antoinette Bergis, la trapera, dice que le debe la vida; y muchos como ella afirman que no cobra a los pacientes que no tienen medios para pagarle. Un buen hombre; no hay mejor reputación.

Él se sintió intensamente conmovido, pero sintió que no merecía el elogio. ¿Habría trabajado con esa gente de haber podido escoger? ¿Había virtud en la necesidad?

– Dicen que usted creció aquí.

¿Quién le había hablado por última vez con tanta amabilidad? Al principio no pudo responder. Luego habló, habló sin parar. De sus padres, de un hombre al que había visto una vez golpear a un burro, de una fría trascocina, la manga de una bata de seda azul, dos niños que acudían a él en sus sueños con estrellas de mar en lugar de manos, tratando de arrastrarlo hacia abajo, hasta su reino, una joven que había conocido en Montpellier, algo que había dicho su profesor de anatomía, su lúgubre habitación. La urdimbre y la trama de su pasado, el embrollado futuro.

Habían llegado al puente. Antes de separarse, Ricard le puso una mano en el hombro.

– Hemos creado entre varios un club para hablar de política. Debería venir. Creo que le parecerá interesante.

Una vez más empezó a llover.

3

La sábana tenía casi doscientos años y se había quedado muy fina con el uso. Había que cortarla en dos trozos, darles la vuelta de modo que los extremos quedaran en el centro y luego coserlos. Eso explicaba por qué Sophie estaba sentada junto a una ventana abierta una tarde de principios de mayo, dando puntadas furiosas y poco entusiastas.

Furiosas porque era uno de esos días en que el ansia era intensa.

Lo llamaba el ansia en un esfuerzo por ridiculizarlo, disminuir su poder sobre ella. Lo identificaba con una sensación a un tiempo de la mente y el cuerpo, un anhelo de… espacio, pensó Sophie, junto con un paradójico deseo de proximidad, de sentir en su piel una mano que no fuera la suya.

El ansia podía adoptar la forma de desasosiego que la sacaba de casa, que convertía en disciplina el estarse quieta sentada, que la hacía tararear y bailotear por su cuarto, volviéndose hacia un lado y hacia el otro frente al espejo, juzgándose con frialdad. O podía manifestarse como un estupor que le recorría poco a poco las venas, infundiéndole lasitud en la sangre, haciendo que le pesaran los miembros, distorsionando el tiempo de tal manera que los minutos transcurrieran con languidez y se desbordaran ollas, se marchitaran rosas junto a un jarrón, quedaran sin sumar columnas de números.

El ansia se apoderaba de ella y la sacudía en sus garras. Luego se aburría y la dejaba caer para regresar, furtivamente, en cuanto se descuidaba.

Remedios (todos de dudosa eficacia):

Ejercicio al aire libre: paseos enérgicos, cavar en el jardín

Ejercicio dentro de casa: cambiar los muebles de sitio, perseguir escaleras arriba y abajo a Matty que grita

Ejercitar la mente: jugar al ajedrez, leer libros que no sean novelas, trabajar la encyclopédie (había leído hasta el final del cartesianismo, p. 726, vol. II; tenía por delante 33 volúmenes en cuarto y 200 páginas y pico)

Comer muchos dulces, deprisa

Ese día, dos horas de caminata a paso vivo (con colinas) y un cuarto de libra de cerezas en conserva solo le habían proporcionado de momento un moderado alivio.

Faltan veintisiete días para que llegue Stephen, pensó Sophie, lo que equivale a solo dos días de colada. Luego se corrigió: faltan veintisiete días para que se muestre cortés conmigo e invite a Claire a dar un paseo hasta el río.

La experiencia no había dado motivos a Sophie para sentirse optimista. Y luego estaban los proverbios, fábulas y supersticiones que desaconsejaban el disfrutar de antemano la felicidad.

En lo alto de las escaleras se oyó un fuerte estrépito.

Me pregunto si han sido los últimos platos de la vajilla buena, pensó.

Hasta donde le alcanzaba la memoria, incluso cuando era niña, de la forma misteriosa en que quedan decididas las cosas en las familias sin que se tome ninguna decisión, había quedado sobreentendido que podía contarse con ella. Cuando se mataba el cerdo antes de carnaval, anunciando el anual ajetreo de trinchar, cortar y preservar, y hacía falta que alguien vigilara la grasa mientras se derretía. Cuando había que llevar un paquete a las granjas vecinas para los intercambios rituales de morcillas, rillettes y mondongo. Cuando se sacudían las ciruelas de los árboles en verano, se secaban en el horno del panadero, se les quitaba el hueso y se rellenaban de pasta de pasas. Cuando había que atar las endibias dos semanas antes de recogerlas, y luego escaldar las hojas. Claire era la mayor; las sábanas, las ciruelas, los platos de distintas vajillas, esas responsabilidades podrían haber recaído sobre sus hombros. Pero estos eran tan esbeltos, tan blancos, formaban una tierna línea tan elocuente… se encogían y las obligaciones caían en otra parte.Al otro lado del muro del huerto, el peral pedía a gritos una buena sacudida.

Sophie pensó en un día no muy distinto de ese, el aire azul y el olor a espino, y su madre trajinando en la cocina, preparando la comida porque Berthe llegaba con retraso del mercado. Había que desplumar un pollo. Sophie estaba de pie en el fregadero, pelando cebollas. En el otro extremo de la casa, Claire entonaba la escala musical.

Pero signor Bertelli dijo que yo era la que tenía la voz más dulce, protestó Sophie, también me acuerdo de eso. Claire no me habló en una semana. Sí, pero ¿a quién ha cogido él por la cintura y tratado de besar detrás de la puerta del salón? A ti no, se dijo Sophie.

Luego llegó el terrible verano en que nació Matty y murió su madre. Saint-Pierre se echaba la culpa de ambas cosas, y no se podía contar con él. Con los ojos enrojecidos las niñas iban de una a otra habitación oscura. De la noche a la mañana la casa había perdido su olor a lecho de enfermo. La carta de la madrina de Claire, una viuda adinerada y sin hijos, permaneció sin abrir días enteros; Claire rompió por fin el sello y le contestó enseguida diciendo que llegaría a Toulouse dentro de quince días. A los catorce años, Sophie heredó un jardín, una colección de recetas, un bebé con cólico.

Yo no pedí ser la responsable, pensó, sus puntadas cada vez más rebeldes, nunca quise ser sensata.

Luego, porque había heredado el escrupuloso hábito de su padre de sopesar las distintas posibilidades, admitió: bueno, tal vez sí lo hice. En cierto modo. Tal vez me alegraba que me escogieran para lo que fuera, hasta para pelar cebollas. Una conclusión que tan pronto como la formuló le resultó terriblemente familiar como una verdad sabida desde siempre.

Su mente huyó en busca de consuelo.

Cuando Marguerite estaba en su primera fase de entusiasmo por todo lo relacionado con los jardines y seguía dándose por hecho que siempre habría dinero, había pedido que le enviaran de París los últimos libros y publicaciones que tuvieran que ver con sus proyectos. Entre ellos había obras serias de botánica que se proponía leer. Pero estaban llenas de frases desalentadoras, aun en frances: «Estas fibras, sin embargo, nunca se entrecruzan, y, aun cuando se juntan, no forman nudos, sino una anastomosis entre unas y otras; de ahí esta estructura semejante a una red, tan distinta de una red de verdad».

No mucho después de la muerte de su madre, Sophie había encontrado en el dormitorio de esta los viejos volúmenes amontonados sobre un escritorio, con casi todas las páginas por cortar. Como seguía desconsolada, todo lo relacionado con su madre le era querido. Abrió un libro y empezó a leer.

Hay que reconocer que los motivos que la hicieron volver a esas publicaciones los meses que siguieron no siempre fueron sentimentales ni enteramente científicos. Ciertos pasajes del gran Linneo, por ejemplo, tenían que provocar forzosamente sensaciones perturbadoras si bien no desagradables: «Cierto día, hacia el mediodía, al ver el estigma totalmente húmedo, retiré con unas finas tenazas una antera y la froté ligeramente sobre una de las partes extendidas de los estigmas. La espiga de flores permaneció ocho o diez días, y en la flor de la que había retirado previamente la antera se formó un fruto…». O la obra de Joseph Gottlieb Kólreuter, profesor de historia natural en la Universidad de Karls-ruhe: «Los nudosos estigmas de color rojo oscuro, que hasta entonces se habían mantenido bastante secos, empezaron desde sus largas, delgadas y puntiagudas papilas a secretar la humedad femenina y adquirieron un brillo, como si los hubieran cubierto de barniz o empapado de fino aceite».

Con el tiempo Sophie acumuló una considerable cantidad de conocimientos botánicos. En esta, como en las demás ciencias, su siglo había hecho avances importantes. La sexualidad de las plantas había sido reivindicada, al igual que el papel que desempeñaban los insectos en la polinización (atribuida anteriormente al viento). Los botánicos de toda Europa habían llevado a cabo numerosos experimentos de polinización artificial e hibridación de las plantas para llegar a tales conclusiones. Naturalmente, eso no impidió que sus hallazgos recibieran ataques. Los moralistas argüyeron que escribir sobre la promiscuidad de las flores era fomentar la depravación. Más dolorosas fueron las acusaciones de colegas científicos cuestionando la validez de los experimentos. Kólreuter bufaba de cólera contra los «escépticos contumaces» que tan prontamente sostenían, contra lo que veían con sus propios ojos, que el luminoso mediodía era la oscura medianoche. Pero el escepticismo es esencial a la investigación científica, en la que está en juego el conocimiento en sí. Los jardineros, atentos por encima de todo a los resultados prácticos, no estaban tan interesados en lo que los experimentos de los botánicos habían demostrado como en lo que tenían que ofrecer.

Sophie advirtió que el profesor Kólreuter, al visitar los jardines de otras personas de Westfalia en primavera con un fino pincel que utilizaba para trasladar polen de una planta a otra, efectuó varios cruces exitosos entre especies de clavelinas chinas. Al cruzar una flor doble con una sencilla, observó que los cruces resultantes presentaban por lo general múltiples pétalos; lo que significaba no solo que era posible trasladar características de unas especies a otras, sino también que ciertas características, como la duplicidad, eran más fuertes que otras. Ese germen de pensamiento genético reapareció en otros experimentos en los que el profesor estudiaba el efecto de cruzar flores de distintos colores. El rojo cruzado con el blanco producía un morado pálido, el blanco cruzado con el morado daba un tono blanquecino veteado de violeta, el amarillo y el rojo cruzados resultaban en un intenso amarillo anaranjado.

A través de todos sus experimentos, el profesor Kólreuter detectó un grado de irregularidad mucho mayor en las plantas híbridas que en las originadas de forma natural. Esa era una forma académica de decir que no había modo de saber qué iba a resultar. Por otra parte, el profesor Richard Bradley, de la Universidad de Cambridge, al narrar sus incursiones en la polinización manual de los tulipanes, concluyó con esta emocionante promesa: «Una persona curiosa podría, basándose en estos conocimientos, producir variedades de plantas de las que no se ha oído hablar aún».

¿Soy lo bastante curiosa?, se preguntó Sophie, analizando sus secretos. ¿Y si no estoy a la altura de semejante irregularidad?

Pero ¿qué tenía que perder?

Porque de lo contrario solo había esa interminable costura, y el pensamiento insoportable que acechaba los bordes de sus días: ¿será siempre así mi vida?

4

Avergonzado, confesó no tener las veinticuatro livres que costaba la cuota anual del club. Cobraba cincuenta sous por visita a domicilio, el precio de dos libras de carne de vaca o de cinco misas. Ricard le ofreció enseguida el dinero, rechazando con un ademán los reparos de Joseph. En su opinión, dijo, las cuotas de socio eran ridículamente altas, «concebidas para excluir a los franceses corrientes».

Los Amigos de la Constitución, como se llamaban a sí mismos los Patriotas, se reunían una vez a la semana en casa de su presidente, Étienne Luzac, un hombrecillo rechoncho de andares saltarines que, desde la desaparición del imperio Nicolet, dirigía la mayor parte del negocio textil de Castelnau. Dos lacayos -sin librea, para manifestar el rechazo de Luzac a los distintivos de la servidumbre personal- servían copas y refrescos a los doscientos hombres reunidos en la enorme sala de recepción: ricos comerciantes, abogados, banqueros, dos magistrados, un marqués que había renunciado a su título y ahora daba palmaditas en la espalda al recién llegado al tiempo que le encajaba una escarapela tricolor en el ojal. Por todas partes se veía el uniforme de la Guardia Nacional: tirante sobre la alta tripa de Luzac, amoldándose a los elegantes miembros del ex marqués.

Era asimismo de notar, dada la eminente compañía, la deferencia con que todo el mundo trataba a Ricard. Después de presentar a Joseph a un joven moreno de facciones angulosas, el carnicero se movió de un corro a otro; su mole le hacía fácilmente reconocible en la sala. Cuando le enseñaron un fajo de papeles, asintió en señal de aprobación. Unos hombres, cuya indumentaria y maneras indicaban que estaban por encima de él socialmente, parecían estar pidiéndole su opinión; Ricard se encogió de hombros, dijo algo que hizo reír a sus interlocutores y siguió andando.

El hombre moreno, un impresor llamado Mercier, no perdió tiempo en interrogar a Joseph. ¿Cuánto hacía que conocía a Ricard? ¿Dónde le había conocido? ¿Por qué quería unirse a los Patriotas? ¿Conocía a alguien más allí? ¿Cuánto hacía que vivía en Castelnau? ¿Qué opinión le merecía Luzac? Los ojos negros y entrecerrados del impresor recorrían la habitación constantemente. La única información personal que ofreció fue que hacía años que conocía a Ricard, mirando a Joseph fijamente como para grabárselo en la memoria. Poco después, llamó a un conocido que se hallaba en el otro extremo de la sala y se acercó a saludarlo. Joseph se quedó donde estaba, no muy lejos de la puerta, donde los lacayos eran fácilmente interceptados.

Se abrió la reunión. La formalidad de la misma fue otra sorpresa para Joseph, quien puso las manos en las rechonchas del ciudadano Luzac y juró lealtad a la Nación, la Ley y al Rey. Prometió hacer todo lo que estuviera en su poder para defender la Constitución aprobada por la Asamblea Nacional y aceptada por Su Majestad. Luzac habló de la importancia que tenía el que se reunieran todos los que buscaban la razón y la justicia, y rogó a Joseph que permaneciera alerta en todo momento en nombre de la libertad, la igualdad y los derechos del hombre. Hubo aclamaciones. La cara de Luzac brillaba de sudor, emoción y por el excelente vino que servían sus lacayos.

Las actas de la reunión anterior fueron leídas en alto por Ricard, que era uno de los dos secretarios del club. Otro miembro resumió la correspondencia recibida en el transcurso de la semana, la mayoría de clubes revolucionarios de otras ciudades. Un banquero que acababa de regresar de la capital informó de la reunión a que había asistido en un convento jacobino abandonado de la rué Saint-Honoré; su pedante informe sobre la rutinaria discusión en la oficina central de París fue recibido con silenciosa reverencia.

Se invitó a los asistentes a hacer preguntas.

Joseph se armó de coraje y preguntó si no podía reducirse la cuota de socio para acoger a aquellos que amaban la razón y la justicia y cuyos recursos eran limitados. Luzac se tiró de sus charreteras amarillas y replicó que esa cuestión ya había sido discutida y descartada en una reunión previa.

– Nuestros gastos son considerables, ciudadano, tan considerables como tendrá ocasión de apreciar. Mantener relaciones con nuestros hermanos de todo el país es necesario pero costoso. Y estamos suscritos a por lo menos dieciséis periódicos solo de París.

– ¿Por qué? -preguntó Joseph, y vio a Ricard disimular una sonrisa.

Fue el ex marqués quien respondió, mientras Luzac, ceñudo, tamborileaba con los dedos en sus muslos.

– Información, estimado hermano, información. El primer deber de un ciudadano es mantenerse informado. Los periódicos de París nos mantienen al corriente de los acontecimientos que tienen lugar en la capital, en especial de las deliberaciones de la Asamblea. En cuanto a la prensa reaccionaria, es esencial para ponernos en guardia frente a las estrategias contrarrevolucionarias. Una valiosísima ventana abierta a la mente del viejo Caussade, ¿no lo comprende?

Joseph lo comprendía, pero persistió. Si no era posible reducir la cuota anual, ¿por qué no la hacían mensual? Discusión, reparos. Finalmente quedó decidido por votación no unánime que las cuotas serían mensuales.

Joseph miró a Ricard en busca de reconocimiento, pero este ya estaba de pie con su propia propuesta: se necesitaban voluntarios para leer en alto y explicar los periódicos y panfletos seleccionados a los trabajadores analfabetos de la ciudad, «llevando la Revolución al pueblo». Esta vez la aprobación fue general. Ricard sonrió y se sentó.

Un hombre que estaba de pie no muy lejos de Joseph tomó la palabra. Propuso que se permitiera a las mujeres hacerse miembros. Las ciudadanas habían desempeñado un papel significativo en la Revolución; no necesitaba recordar a sus hermanos a las mujeres del mercado que habían marchado sobre Versalles el pasado octubre. Las mujeres estaban a cargo de los niños, desempeñaban un papel decisivo en la inculcación de los ideales patrióticos en los ciudadanos del futuro. Además, ya habían llegado noticias de París de clubes que admitían mujeres, como la Sociedad Fraterna de Patriotas de Ambos Sexos; desde un punto de vista práctico, ¿no corrían los Amigos de la Constitución el riesgo de ceder terreno a organizaciones rivales si seguían cerrando las puertas de entrada a las mujeres?

Joseph asentía -los argumentos le parecían de sentido común, irrefutables- al tiempo que advertía que estaba agradablemente achispado.

La voz de Ricard hendió la algarabía.

– Si la Sociedad Fraternal desea admitir mujeres, es muy libre de hacerlo. Pero una cosa es un club y otra muy distinta una colección de faldas. Dejemos que hagan frufrú en otra parte.

Entre carcajadas, la propuesta fue derrotada por abrumadora mayoría.

Al cierre de la reunión formal, los lacayos volvieron a la sala. Más vino. Canciones. Más vino.

Ricard estaba allí, haciéndole señas.

Se marchaban cuando el ex marqués se subió de un salto a una mesa y dirigió el coro:

Ah! Ça ira! Ça ira! Ça ira!

Les aristocrates, on les pendra!

Las estrellas cruzan a medio galope los cielos negros aterciopelados. Le llega la música de las esferas.

Canta con ella: Ah! Ça ira! Ça ira! Ça ira!

Ricard lo tranquiliza.

– Calma, calma.

Una niebla baja se ha levantado sobre el río y empieza a deslizarse por encima del parapeto hasta la calle. Están sentados en lo alto de las escaleras. Sus pies y espinillas han desaparecido, envueltos en la niebla. Él los señala a Ricard, riendo. Este asiente, sigue llenando su pipa.

Al cabo de un rato las cosas se apaciguan.

Joseph bosteza ruidosamente.

– ¡El dolor de cabeza que le espera mañana, doctor! Tiene suerte de que Luzac tenga un gusto tan impecable en vino o el pronóstico sería peor.

Lo dice alegremente, pero Joseph cree detectar desaprobación. Repara en que su compañero parece totalmente sobrio. Aunque con esa mole por cuerpo, Ricard podría beber más que nadie sin que se le notara en absoluto. ¿Hay algún carnicero delgado?, se pregunta. Recordando la carne prieta, los densos huesos.

– Me alegra que se haya sentido tan a gusto en el club. También puede resultarle útil, ¿sabe? Cuando nuestros amigos burgueses se sientan indispuestos, o a sus mujeres les dé por criticar a sus médicos, puede que se planteen mandarle llamar.

– Puede. -Él más bien lo duda.

– Me he encargado de elogiarle profesionalmente cuando he podido…

– Es muy amable de su parte -dice él, conmovido.

– … de modo que, en futuras ocasiones, sería aconsejable mantener la cabeza despejada. -La cazoleta de la pipa brilla al cobrar vida-. Un médico aficionado a la bebida no puede decirse que inspire confianza.

Él abre la boca para protestar. Pero Ricard se le adelanta, poniéndose de pie y ofreciéndole una mano para ayudarle a levantarse.

– Es tarde. Necesita dormir. Y yo tengo que estar en pie a las cinco.

En el puente, el carnicero le estrecha la mano y la sostiene entre las suyas.

– Muy hábil de su parte proponer una cuota mensual. Bien jugado, amigo mío.

El vaga entre las sombras hasta que en la otra orilla aparece la lucecita naranja. Luego levanta una mano que sabe que Ricard no puede ver.

5

Junio engendra rosas.

Rosas de color carmesí cuando son capullo y que al abrirse revelan pétalos del más pálido rosa.

Rosas de toda la gama de blancos: marfil, crema, pergamino, tiza, nieve, leche, perla, hueso.

Rosas con flores globulares que se balancean, del tamaño de una taza de té.

Rosas purpúreas veteadas de frambuesa y lila pizarra.

Rosas purpúreas que se decoloran en un violeta grisáceo.

La rosa Alba, la primera rosa blanca, es de un blanco puro, muy limpio. Puede ser sencilla (es decir, de cinco pétalos), semidoble o doble. En el jardín de Sophie se encuentra de las tres formas. El arbusto crece con fuerza tanto al sol como a la sombra; es un espectáculo espléndido cuando se le permite trepar por las paredes y rara vez es presa de moho. Las flores despiden un aroma embriagador, sobre todo por la noche o después de llover.

La rosa del Boticario tiene los pétalos de color rojo pálido y las anteras amarillo brillante. En Provins, al sudeste de París, prospera toda una industria en torno a esta rosa: aceites, esencias, conservas, polvos, jarabes. Famosa por la intensidad de su fragancia, es alabada por el pueblo, la medicina y la historia, venerada por sus propiedades curativas, sedantes y afrodisíacas.

Estas rosas se abren del todo y sus pétalos se curvan hacia atrás.

También hay rosas curvadas hacia dentro cuyo centro está dividido en cuatro partes, como una corona.

La Celsiana es una rosa de especial elegancia, sostiene Sophie. Las ramas se arquean bajo el peso de sedosas flores de tono rosa cálido que crecen apiñadas. Sus capullos son de un rojo rosáceo, un contraste muy vivo con las flores abiertas.

Las rosas Conditorium brotan sueltas, como alborotadas, despiden un aroma maravilloso y son de un color magenta que se intensifica volviéndose purpúreo según avanza la estación. Son las flores que Sophie tiene en la mesilla de noche, a través de cuya fragancia ella huye durante las largas noches de verano, acostada en la cama con las persianas entornadas.

Una rosa de pétalos finos como el papel, de un rosa intenso veteado de morado y lila.

Rosas a rayas rojas y blancas.

Pequeñas rosas de tono rosa oscuro.

La rosa de Provenza o de Berza tiene cientos de pétalos. Crece como arbusto de ramas caídas, cargadas de flores que se balancean. Sus hojas son grandes, toscas, profundamente serradas.

Hay rosas arrugadas.

Rosas rosadas como un rubor, con manchas rojas.

El rosal Robert le Diable puede acabar siendo un estorbo en el jardín. Se trata de un arbusto decididamente lánguido, por lo que es preciso arrimarlo a otros, y es muy espinoso. Pero florece tarde, proporcionando una nota de color al final de la estación, y sus pétalos violetas están salpicados de color guinda y escarlata. Más tarde se decolora en un gris paloma muy suave. Sophie tiene debilidad por él.

La rosa de Azufre es la única rosa amarilla que conocen los jardineros europeos y, por consiguiente, muy preciada. Sophie, perversamente, no la tiene en gran concepto. Sus grandes flores dobles de color amarillo pueden ser bonitas, pero no es una planta resistente, sucumbe fácilmente a las heladas o la enfermedad.

Luego están las rosas de Damasco de Verano y Otoño. Tupidos y resistentes arbustos de hojas aterciopeladas verde pálido y flores muy aromáticas. Al contemplarlas Sophie ve patios, ruiseñores, agua fría corriendo por azulejos azul celeste. Cuenta la leyenda que cuando Saladino recuperó Jerusalén de los cruzados, mandó traer quinientos camellos cargados de rosas de Damasco para purificar la mezquita de Omar, que había servido de iglesia al infiel.

Hay rosas que crecen en grupos y rosas solitarias en el extremo de cañas arqueadas.

Rosas de tallo corto y cubierto de musgo.

Rosas tipo borla.

Rosas de una blancura irreprochable, dobladas en torno a un diminuto ojo verde.

Los gruesos pétalos de color purpúreo rojizo de la rosa de la Toscana, una variedad muy antigua, evocan el intenso brillo del terciopelo; de hecho, también se la conoce como rosa de Terciopelo. Un púrpura más intenso se extiende por las flores a medida que envejecen. Al arbusto le salen sierpes, de modo que hay que podarlo drásticamente en verano.

Hay rosas lilas salpicadas de rosa.

Rosas que huelen a canela. A mirra, limón, bálsamo, almizcle.

Rosas que huelen a rosas.

Muchas rosas. Uno hubiera creído que satisfarían a cualquiera.

Pero Sophie, tensa como un gato, merodea por el jardín atestado de rosas y solo ve lo que no hay en él:

Rosas de color rojo oscuro.

Rosas imposibles.

En la Europa del siglo XVIII, las rosas carmesíes no existían. Las había púrpura, por supuesto, y rosáceas, y de un rosa fuerte y suntuoso revestido de tonos ciruela y morado.

Ninguna le sirve.

Regado, alimentado, mimado, protegido contra las heladas y nutrido de sol, el deseo ha echado raíces en Sophie y le están saliendo gruesos capullos.

No pensaré en él, piensa Sophie, comiendo pétalos de rosa. No pensaré en él sentado con una pierna estirada, observando a Claire por encima de su libro, no pensaré en su olor a limpio, ni en esa cicatriz curvada de su antebrazo, me centraré en las rosas.

6

– ¡Espera!

Esperó, babeando exageradamente, la mirada clavada en Mathilde. Cuando ella bajó la mano, se precipitó con un repiqueteo de garras hacia el bol que ella había dejado en el suelo.

– A la hora de comer es el único momento que obedece. Es más interesante cuando se comporta libremente.

– Pocos te darían la razón en eso. Pero ese es el destino de todas las mentes originales. -Stephen, a distancia prudencial, se palpaba el bolsillo en busca de su pipa cuando recordó que había renunciado a ella por considerarla perjudicial y se había pasado a los puros-. Me recuerda a uno de esos terribles ídolos rechonchos ante los que se postran los hombres que hacen espantosas promesas.

Observando a su ídolo con afecto, Mathilde optó por pasar por alto el comentario.

– ¿Qué le das de comer? ¿Los corazones palpitantes de sus víctimas? ¿Los hígados aún tibios?

– Hoy cola de buey con un poco de grasa extra, mezclada con zanahorias cortadas muy finas…

– No sé por qué, pero no asocio a Brutus con verduras.

– Las zanahorias previenen el reumatismo, como todo el mundo sabe.

Brutus, limpiando el cazo a lametones, lo empujaba por el patio. El metal chirriaba de forma desagradable sobre la piedra. Al llegar a los pies de Stephen, tras cerciorarse de que el cazo estaba realmente vacío, levantó la mirada lamiéndose su hocico negro y caído. Stephen retrocedió rápidamente hasta los escalones de la cocina.

– Deberías ofrecer a la Asamblea los servicios de Brutus. Un vistazo al animal comiendo bastaría para hacer entrar en razón al contrarrevolucionario más duro. ¿Te has dado cuenta de que tiene partículas verdes en la lengua? Aunque no sé por qué, te prevengo de la presencia de lo que podría ser una enfermedad mortal.

– Bobo. -Ella rió-. Mezclo perejil con su comida para que tenga el aliento fresco. Lo que hace que todo él huela bien. ¿No has notado lo bien que huele?

– No.

– Menos cuando se encuentra un animal muerto y se revuelca encima. Pero eso no cuenta.

– Por supuesto que no.

– Entonces huele mejor que Hubert.

Rieron por lo bajo, como conspiradores.

– Rinaldi me dijo qué debía darle de comer. Y no se equivocó. Brutus nunca se pone enfermo.

– ¿Rinaldi?

– El buhonero. Te hablamos de él el verano pasado.

– Ah, el hombre de las rosas que ha viajado por Oriente. ¿También entiende de perros?

– De toda clase de animales. Creo que vivió con gitanos… es posible que él mismo tenga sangre gitana. Me regaló a Brutus.

– Me he preguntado muchas veces de quién fue la idea.

– Apenas era un cachorro. Rinaldi lo oyó gemir en el bosque. Preguntamos por los pueblos y pusimos letreros por Castelnau, pero nadie se presentó para reclamarlo.

– Qué raro.

Ella se apoyó contra las rodillas de Stephen y sonrió.

– ¿Sigues loco por Claire? Supongo que debes de estarlo o no habrías venido.

Él rió y le tiró de un mechón.

Lo cierto era que había estado a punto de quedarse en París. Había tenido un enorme atelier orientado al norte y con vistas al Sena, donde se presentaba toda clase de gente para decirle cosas agradables sobre su obra e invitarle a cenar, a conciertos o al teatro. En un café del Palais Royal había una joven de hoyuelos, ojos azules y carácter afable que le complacía. Los castaños habían florecido en los parques y a lo largo de las avenidas. En la Asamblease estaban decidiendo grandes cuestiones; en cada esquina un chico vendía periódicos, gritando hasta desgañitarse. Él trasnochaba bebiendo, charlando y discutiendo; al volver andando a casa una fría mañana de mayo había visto el sol elevarse por encima de Notre Dame. Había descubierto un sastre excelente y adquirido una nueva chaqueta a juego con el color de sus ojos. En el obligatorio peregrinaje a Ermenonville, a sesenta y cinco kilómetros de París, todos los componentes de su grupo habían llorado de emoción ante la tumba de Rousseau. Todos sus amigos le habían insistido en que pasara el verano en sus fincas. Hasta le habían ofrecido una cuarta parte de una cantante particularmente atractiva. Él había rehusado, por supuesto; el amor debía intercambiarse libremente, no podía comprarse ni venderse. Claro que todo era parte de la brillante aventura en la que se había embarcado su vida.

Una docena de veces se había propuesto escribir alegando un encargo urgente, una repentina pero persistente indisposición.

Pero al despertar una tarde lluviosa, hizo el voto de vivir de manera distinta, sin distracciones, consagrado a su obra. Recordó la paz de Montsignac, el río que corría más allá del jardín, las habitaciones llenas de luz. Pensó en dibujar los bosques, las meriendas en los prados, imaginó a las hermanas riendo juntas y las sonrisas que tendrían para él.

Y cuando volvió a ver a Claire, se dijo que todas las demás -las jóvenes de los cafés, las modelos que frecuentaban su estudio, las elegantes e ingeniosas damas que bromeaban con él en los salones- solo habían sido maneras agradables de pasar el rato.

Hay semanas en que rayas, manchas y hasta trozos enteros de cielo azul inducen a salir de casa sin abrigo, de modo que el viento, al soplar por una esquina, se mete por el cuello y uno se da cuenta de que el sol, que hace un minuto brillaba con firmeza, ha sido engullido entero por las nubes; pero luego, sin previo aviso, llega el verano y se nota la diferencia.

Brutus, feliz y saciado, se revolcó a los pies de Mathilde dejando a la vista su barriga espantosamente moteada.

– Tripa de rana -canturreó ella en voz baja, con infinita ternura-, huevas de perro.

7

El almuerzo consistió en sopa de ajo y hierbas, riñones de vaca con cebolla frita, fricando de pato, una fuente de alcachofas marinadas, guisantes, un pequeño solomillo asado rociado de tuétano derretido y con una guarnición de tubérculos, ensalada de achicoria y lengua de buey. El postre -tarta de limón, galletas, cerezas, fresas y compota de ciruela- aguardaba en el aparador.

– ¡Mirad esas zanahorias! -exclamó Mathilde-. ¡Y los nabos! Los han cortado en forma de flores y estrellas, de algo que podría haber sido un barco o un sombrero.

– Berthe pensó que atraerían al forastero de temperamento artístico -dijo Jacques.

– ¡Qué delicia! Transmita mi más sincero agradecimiento a Berthe.

– Cuando yo era joven -comentó Saint-Pierre- estaba de moda servir el pollo al estilo murciélago. Se trataba de atar el ave con las alas estiradas sobre el estómago y las patas dobladas debajo, y a continuación golpearlo hasta romper los huesos grandes. Se servía a la parrilla con una salsa de hierbas.

– ¿Es cierto que en el Nuevo Mundo cada día comen patatas? -Claire arrugó la nariz-. No me las imagino imponiéndose en Francia, por mucho que digan que su sabor es comparable al de las trufas y las castañas.

– ¡Pero si son deliciosas, correctamente preparadas con mantequilla y sal! Y dicen que nutritivas. ¿No es cierto, Morel?

– Si el ciudadano Parmentier es de fiar, así es. -Sentado a la derecha de Sophie, a Joseph le costaba no distraerse con el escote de su vestido-. De cualquier modo, él defiende la patata como pienso para animales. Y como cultivo barato y que llena adecuadamente el estómago de los pobres.

– Bueno, supongo que ellos comerán cualquier cosa.

– No tan de buena gana como imaginas. En Borgoña se ha extendido el rumor de que las patatas producen lepra, de modo que nadie se atreve a plantarlas. Cuando la superstición revuelve el puchero, el apetito no siempre es la mejor salsa.

– Cuando sea mayor no pienso comer más que verdura.

– «Con leche, huevos, ensalada, queso, pan moreno y vino corriente me doy por suficientemente agasajado» -citó Stephen-. De modo que, en cuestiones dietéticas, eres una rousseauniana ortodoxa.

– Esto no tiene nada que ver con él y su nauseabundo Emilio. Es cruel comer animales… Uno hubiera creído que cualquiera lo ve. Pero Sophie se niega a hacerme caso. Reprime a menudo la libre expresión de mi naturaleza.

– ¿Coincide usted con Rousseau en que los hombres que comen carne son más proclives a la violencia que los que la evitan? -Sophie iba peinada de manera distinta, los tirabuzones le caían con suavidad alrededor de la cara. Él se había cortado el pelo muy corto y se lo había peinado hacia delante al nuevo estilo revolucionario. ¿Lo había notado ella?

– Bueno, en lo que se refiere a las pruebas científicas… Pero, como recordarán, para apoyar su afirmación cita la barbarie de los ingleses locos por el roast beef… un argumento bastante contundente, ¿no les parece?

Con las risas de los comensales, la opresión que Joseph sentía en el pecho disminuyó. ¿Qué importaba si su mejor abrigo tenía las mangas gastadas? Se ajustó los anteojos, sintiéndose cada vez más osado.

– Tal vez la preferencia de Rousseau por la dieta vegetariana sea una metáfora inconsciente de su creencia en que la desigualdad que existe en nuestra sociedad permite a los ricos canibalizar a los pobres.

En el silencio que siguió, Sophie ladeó la cabeza y miró a Joseph. Lo miró de verdad, como si lo viera por primera vez, pensó él, notando que se ruborizaba. Ella desvió la cara.

– Un tema fascinante, la conexión entre el cambio social y las modas culinarias. -Saint-Pierre se limpió la boca con una servilleta-. Hace doscientos o trescientos años en este país, las especias orientales como el jengibre, la pimienta de malagueta, la galanga y demás, se utilizaban a diario en las cocinas aristocráticas. Luego, el siglo pasado, nuestros cocineros empezaron a criticar los platos con especias que se seguían sirviendo en el resto de Europa. Nuestras hierbas autóctonas hicieron furor. Ahora comemos comida sazonada con perifollo, tomillo, estragón, cebollinas, albahaca… hierbas tan accesibles al campesino como a su señor. Se podría sostener que cuando disminuyen las diferencias entre la cocina de los pobres y la de los ricos, es inevitable una revolución.

– Mi padre está escribiendo un tratado sobre la historia de la cocina francesa -explicó Sophie. En uno de los ojos, el izquierdo, tenía una mota dorada en su iris marrón oscuro. Y en mitad de la frente, una pequeña arruga vertical. A Joseph esas imperfecciones se le antojaban una clase superior de perfección. Volvió a apurar su copa.

– Últimamente he estado pensando en los pasteles de carne. ¿Por qué han caído en desgracia? En la Edad Media se cubría todo de masa. En los banquetes, los grandes trozos de carne siempre se servían dentro de una costra de masa, y en la mesa de un pobre todo acababa convertido en pastel: los lirones, los tejones.

– Nosotros también contamos entre los pobres -dijo Mathilde a Joseph-. Más que nunca ahora, que los tribunales se han declarado en vacaciones indefinidas y los magistrados se ven obligados a vivir de sus fortunas. Como mi padre no tiene ninguna, pronto estaremos comiendo exclusivamente patatas. No me quejaré. Mostraré alegre fortaleza ante la adversidad.

– Confío en que podamos ahorrárnoslo. -Pero la expresión de Saint-Pierre era sombría.

– El viejo sistema será reemplazado por jueces y tribunales que habrán sido elegidos por votación -dijo Joseph-. Será más justo. La justicia no debe estar corrupta… -Y se apresuró a añadir-: Naturalmente, no era mi intención…

Saint-Pierre restó importancia al comentario con un ademán.

– Tiene toda la razón. Hace un siglo que los tribunales están pidiendo una reforma.

– El tiempo no ha vuelto a ser el mismo desde que esa gente empezó a hacer cosas con cometas durante las tormentas de rayos.-Jacques salió de la habitación indignado, acompañado de un estruendo de platos que no presagiaba nada bueno.

– Se está volviendo imposible -comentó Claire a Sophie-. Tú no lo notas porque te has acostumbrado.

– ¿Se presentará a las elecciones, señor?

A Joseph no le pasó por alto el «señor». Pero ¿qué podía esperarse de un forastero? El mismo había sido incapaz de dirigirse a Saint-Pierre como ciudadano, de modo que no lo había llamado de ninguna manera. Últimamente había estas pequeñas dudas, pequeños obstáculos alrededor de los cuales discurría la conversación.

– No tengo elección. Dicen que recuperaremos el poder adquisitivo de nuestros sueldos deduciéndolos de nuestros impuestos, pero… -Saint-Pierre se encogió de hombros-. Mientras tanto, preferiría no poner a prueba la fortaleza de Mathilde.

En el centro de la mesa había un recipiente lleno de rosas. Stephen arrancó una, torciendo el arreglo y esparciendo pétalos.

– Son sorprendentes los colores que hay en una sola flor. Fíjense… rosa oscuro teñido de burdeos y morado. Y en el centro un tono más pálido. ¿Cómo se llama, Sophie?

Rosa burgundica. Pero la llamamos rosa de San Francisco.

– Afortunado san Francisco. ¿Qué hay que hacer para ser inmortalizado en una rosa, lo sabe? ¿Requiere ser amable con los animales? ¿Hasta con Brutus?

– Ser amable con las cultivadoras de rosas sería lo más práctico.

– De modo que es su favor, Sophie, el que debo ganar. ¿Qué me pediría?

– Oh -respondió ella alegremente-, lo habitual. Una aguja de oro de un pajar, una hoja del árbol que crece en la cima de una montaña de cristal, un puente que vaya hasta la luna. Solo lo imposible.

– En tal caso, tengo alguna posibilidad. ¿Acaso no es ese el cometido de los artistas y los revolucionarios, la búsqueda de lo imposible? -Y, con un elegante ademán, Stephen le ofreció la rosa.

Ella giró la flor entre los dedos y acabó poniéndosela en su escote de encaje. Mantuvo la cabeza baja. Saltaba a la vista su satisfacción. Si pudiera estrangularlo, pensó Joseph. Cuánto me gustaría verle adquirir ese tono rosa oscuro teñido de burdeos. Y morado.

¿Por qué hasta las mujeres más excelentes…?

– La verdad, Sophie -dijo Claire-, ese tono de rosa desentona con tu vestido.

8

Iba a salir para Burdeos a primera hora del día siguiente. Hasta entonces habían hablado mucho de arte -es decir, él había hablado y ella escuchado- y se habían mirado a los ojos. Habían leído en alto Pablo y Virginia, una novela que los dos adoraban. En una ocasión, sus manos se habían rozado. Era precisa una aclaración, pensó Stephen. Él creía en el escrutinio y expresión de los sentimientos, ¿cómo si no podía alcanzarse la sinceridad? Por eso había invitado a Claire a pasear por el jardín antes de cenar. Como de costumbre, ella había accedido; como de costumbre, a él le había faltado el coraje. Habló de arte. Le aseguró que tan pronto regresara a París se dedicaría exclusivamente a su retrato.

– Pero después de Burdeos le espera su excursión por Suiza. Pasarán meses antes de que lo tenga listo.

– No me llevará tanto, con todos los bocetos. Aunque a duras penas hacen justicia. -Por encima del patio colgaban grupos de rosas blancas y alborotadas, fantasmales a la media luz. Al alargar a la vez la mano, se rozaron. Ella apartó la suya enseguida.

– Lo echaré de menos.

Stephen tuvo que inclinar la cabeza para oírla. En el lado del cuello tenía un lunar de nacimiento que él anhelaba besar.

– Pensaré en usted cada día -prometió.

Ella sopló las rosas. Los pétalos flotaron alrededor de ellos.

– Eso dice. Pero le distraerán las lecheras de ojos azules y rizos dorados. -Había muchas referencias de ese estilo (bromeando, poniendo a prueba) a las otras mujeres que se cruzaran en su camino.

– Eso espero. -Su pronta aquiescencia a las aventuras que ella inventaba era imprescindible para la carga eléctrica que había entre ambos-. Tengo entendido que los establos de las vacas son perfectos para los escarceos.

Ella se echó a reír, pero se apartó cuando él trató de verle la cara.

– Entretanto yo estaré en Blois -dijo-, donde habrá varios niños, muchos perros, oraciones antes del desayuno y mucho tiempo dedicado a exclamar adonde vamos a ir a parar. -Entonces fue capaz de mirarlo.

Este es el momento en que debería terminar todo, pensó él. Ahora, mientras todo sigue siendo posible. En lugar de ello, dijo:

– Sé que no tengo derecho a preguntar…

Pero, por supuesto, ella quería que lo hiciera.


9

La caligrafía de Stephen, muy espaciada e innovadoramente puntuada, serpenteaba sobre dos hojas de papel.

– Solo ha escrito por una cara. -Mathilde nunca había visto semejante despilfarro-. Supongo que eso denota un artístico desprecio hacia las preocupaciones mundanas.

– Denota que es rico -dijo Sophie.

Él les informaba de que las posadas de Suiza eran extremadamente limpias y la comida extremadamente mala. Tenía dificultades para entender lo que le decía la gente. Las montañas eran todo cuanto había osado esperar: «Cada día me despierto sintiéndome muy pequeño ante la Naturaleza en su más sublime manifestación: una magnífica y severa doncella». Había nadado en sus lagos, encajados cual joyas azules en estrechos valles, con sus aguas «heladas pero intensamente estimulantes. Siento mi alma purificada, como un niño puesto en un mundo recién creado».

– Leeré este último trozo a Jacques -dijo Mathilde-. Sigue protestando por la cantidad de agua caliente que Stephen le hacía traer. Dice que es antinatural que alguien se bañe tres veces a la semana, por mucho que venga de un lugar donde los salvajes caminan haciendo el pino.

– Creo que se ha confundido de salvajes.

– ¿Crees que viajaremos algún día? Rinaldi dice que en la palma de mi mano está escrito un largo viaje por mar. Espero que tenga razón; me muero por ver el océano. Y hacerme tatuar el brazo como él, para demostrar que he estado en el Pacífico. No puedo decir que me tiente Suiza… toda esa gente sintiéndose sublime en sus lagos.

– Tal vez vayamos un día a París. Si no se tardara siete días en un coche de cuatro caballos, piensa en el gasto. Y padre pondría mala cara en cuanto se lo insinuáramos, y no pronosticaría más que mal tiempo y bajeza moral.

– ¿Qué me dices de la victoria de las virtudes republicanas? -A Mathilde le encantaba leer los periódicos. El fárrago de noticias locales y extranjeras, ensayos, canciones (letra y música), adivinanzas, enigmas, reseñas, escándalos, insinuaciones y debates casaba muy bien con sus gustos eclécticos.

– Es cierto. Y para recordárnoslo, Stephen te ha enviado un regalo.

La muerte de la tiranía -leyó Mathilde. Estudió el dibujo: Brutus a tiza, coronado con laurel y levantando una pata trasera sobre un cadáver cuyas facciones tenían un asombroso parecido con su cuñado.

– No se parece mucho a Brutus, ¿verdad?

– Tal vez no es lo bastante magnífico y severo.

– ¿Crees que Stephen ha cogido antipatía a Hubert por ser Hubert o porque está casado con Claire?

Sophie, que se había preguntado lo mismo, no respondió. Pero tras una breve lucha consigo misma, deslizó otra hoja de papel sobre la mesa.

– También ha enviado esto.

Sophie, de memoria. Oh, Sophie, eres exactamente tú.

– Me ha hecho la nariz más pequeña y los ojos más grandes. -Pero Sophie se mordía el labio para no sonreír.

– Podría haberse esforzado un poco más con Brutus. Las orejas son completamente distintas. Pero el tuyo es lo bastante bueno para enmarcarlo.

– Por supuesto. -Sophie recogió el dibujo y lo enrolló-. Las mujeres poco agraciadas se ven obligadas a tener en un lugar destacado un retrato en el que salen mejor de lo que son en realidad.

– ¿No irás a tirarlo?

Ella negó con la cabeza.

– Pero, Matty… no hay necesidad de que… padre lo vea.

– No te preocupes -dijo su hermana con amabilidad-. No diré nada a Claire.

10

La mujer lo detuvo en una calle de Lacapelle, poniéndole una mano en la manga.

– Joseph. -La cara angular enmarcada en cabello castaño y ensortijado no carecía de atractivo. Pero no tenía la menor idea de quién era.

La vergüenza hizo reír a la mujer.

– No me reconoces. -Soltó una risita, llevándose a los labios unos dedos huesudos, de uñas cortas. Con ese gesto, los años se desvanecieron.

– Lisette Mounier.

Se quedaron sonriendo mientras la gente se desviaba bruscamente, suspirando o maldiciendo. Él retrocedió hasta un portal cercano y tiró de ella.

– Lisette Ricard. -Cuando él se quedó mirándola, añadió-: Paul no te ha dicho nada, veo. Le dije que te conocí hace mucho tiempo, antes de que te fueras a estudiar para médico.

– Sabía que estaba casado, por supuesto. -Joseph jugueteó con sus anteojos. Ella tenía un hueco en el lado izquierdo de la boca, donde le faltaba un diente. Ella siguió su mirada y se llevó una mano rápidamente a los labios. Él se apresuró a decir-: Tienes buen aspecto.

Y era cierto; estaba muy delgada, con la piel tirante, pero iba limpia y respetablemente vestida. En las orejas llevaba unos pequeños pendientes de oro y un bonito broche le sujetaba el chal. Ricard debía de haber sido un excelente partido para una joven como ella, cuyo padre era un techador alcohólico y mugriento, rápido con los puños si una mujer o un niño andaba cerca. Joseph le tenía miedo y cruzaba la calle o se metía en un callejón si lo veía acercarse.

Le preguntó por la familia.

– Mi madre vive con mi hermana, ¿te acuerdas de Marie?, en las afueras de la ciudad. El marido de Marie tiene un campo, les va bien. Los chicos… -Se encogió de hombros-. Hemos perdido el contacto. Guillaume está en la marina, creo.

– ¿Y tu padre?

– Murió poco después de que te fueras. Se cayó de un tejado. Debía de estar más borracho que de costumbre.

– Lo siento.

– Yo le odiaba -dijo ella con inesperada vehemencia. También había conservado esa forma de acalorarse sin previo aviso.

– ¿Cuánto tiempo llevas casada?

– Cinco años. Tengo dos hijas. Nuestro hijo murió.

Debía de tener dieciséis años escasos cuando se casó, prácticamente una niña. Sin embargo, tenía un aspecto ligeramente reseco que le hacía aparentar más años. Lo veía por todas partes en esas calles: el inconfundible sello del hambre, generaciones enteras.

– Supongo que tú has estado demasiado ocupado con tus libros para buscar una mujer.

– Algo parecido. -Él recordaba vividamente el beso que le había dado en la fría y húmeda habitación donde vivían los Mounier, mientras unos niños se revolcaban alrededor y ella trataba de revolver la sopa. ¿Tenía siete años? ¿Ocho?

– ¿Y ahora?

– No es que ahora abunde el interés femenino por un médico sin dinero y con poco porvenir.

– Oh, no lo sé -dijo ella muy seria-, las mujeres pueden ser muy tontas. -Luego se agitó y se toqueteó el chal-. Debo irme. Tengo una chica que nos echa una mano en la tienda y la casa, y se supone que tiene que vigilar a los niños, pero… -con un movimiento de la cabeza- ya sabes cómo son estas chicas. Tengo que hacer casi toda la compra personalmente, por miedo de lo que pueda traerme. El otro día le vendieron boñigas de caballo molidas como café… ¿te lo imaginas?

Su orgullo era patente: ¡tener a una chica de la que quejarse!

– Te ha ido bien, Lisette -dijo él-. Paul es un hombre excepcional.

Los ojos castaño claro de ella eran exactamente del mismo color que su cabello. Escudriñaron la cara de Joseph como tratando de descifrar un secreto grabado en ella. Puso su ligera mano en la de él como un pequeño y frío animal.

11

La portera entregó a Stephen su correo con una sonrisa en la que la insinuación y la zalamería pugnaban por imponerse.

– ¡Tanta correspondencia, monsieur! Monsieur ha trabajado sin descanso en las vacaciones.

Una vez en su estudio, se tendió en el diván sin quitarse las botas y se quedó dormido, rodeado de las cartas de Claire.

Le había pedido que le escribiera y ella así lo había hecho, casi a diario. Anne, su cuñada, seguía pachucha después de dar a luz a su cuarta hija, esperaba que estuviera disfrutando en Suiza, ¿se parecían a él sus primos?, estaba leyendo una novela ambientada en Persia, había habido una violenta tormenta, ¿a cuántas lecheras había conocido? En pocas palabras, notas encantadoras y vacías. Lo que quería decirle solo podía medirse por su cantidad. Y la tinta violeta que había elegido.

Su amigo Chalier irrumpió en la habitación, exigiéndole que le contara todas las «diabluras» que había hecho, luego lanzándose, sin más, a describir la Fiesta de la Federación que había señalado el primer aniversario de la toma de la Bastilla. Chalier, en calidad de guardia nacional, había jurado lealtad a la nación, sus leyes y el rey en una ceremonia organizada por Lafayette.

– ¡Qué multitud, Fletcher! Ciento cincuenta ciudadanos de todas las clases sociales, e innumerables mujeres. Vi a una duquesa en una carretilla de caoba empujada por sus hijas, a cual más hermosa, todas con guirnaldas de rosas. Lafayette montaba su corcel blanco. Levantamos el brazo derecho, así… -comprobando la pose en el espejo- y cuando el general hubo leído el juramento, todos gritamos: Je le jure! Todos al unísono: Je le jure! Nuestra compañía estaba tan cerca del pabellón real que podría haber arrancado las plumas de avestruz del sombrero de la reina. -Chalier apartó una pila de libros, miró detrás de una maceta de latón abollada en la que había plantada una higuera, abrió y cerró armarios-. ¿No tienes vino? ¿Dónde están tus modales?

– ¿Llovió todo el día, como dijeron los periódicos?

– Diluvió. Una conspiración aristocrática, eso está claro. Pero nada logró desmoralizarnos. Bailamos a la luz de las antorchas alrededor de la Bastilla hasta el amanecer. Me pasé borracho una semana por lo menos. -Chalier hablaba distraído. Había encontrado varias notas y las leía con interés: «Mlle. Thouars, rué de Petit-Pont, 23 bis, llenita, alta, ropajes para posar; Mlle. Coren-tin, passage du Maure, 6, joven m. guapa, de asombrosas proporciones».

– Hice un boceto de la escena para los periódicos. -Stephen, buscando debajo del diván, salió triunfal. Le pasó la botella, abrió un portafolio y empezó a hojear el contenido-. En Suiza no había nada que hacer por las noches aparte de dibujar y beber licor de cereza. Hice bocetos de memoria de casi todo el mundo. Las chicas de allí eran tan feas que dibujar al natural era impensable. Y las montañas ofrecen tantas posibilidades. Aquí tienes… ¿qué te parece?

Chalier se acarició el bigote.

– No entiendo de arte, pero sé lo que vi, y las nubes no se separaron de ese modo por encima de la cabeza de Lafayette.

– Se trata de una licencia artística, bobo. El rayo de sol simboliza el triunfo de la libertad al perforar con sus rayos las oscuras nubes de la opresión. Incluso los elementos apoyan al pueblo de Francia contra la tiranía, ¿comprendes?

– Ya, pero en realidad no escampó, ¿sabes? Yo acabé calado hasta los huesos. -Revolviendo entre los dibujos, Chalier se detuvo-. ¿Mentías sobre las chicas?

Esa manera que tenía Claire de ladear ligeramente la cabeza, la había plasmado como rigidez. Stephen frunció el entrecejo y miró alrededor en busca de un trozo de tiza. Repartidos en varias superficies había un busto de yeso, aceite secante, una palmatoria, un cuaderno, una botella de queroseno, otra de aceite de linaza, varios trapos, barniz, una paleta limpia, varias sucias, un cuchillo, jabón suave para limpiar pinceles, una naranja seca y arrugada que se había cubierto de un exquisito moho verde azulado -lo examinó con admiración-, un plato descascarillado, un jarrón oriental, un puñado de monedas y dos trozos de carbón.

– Naturalmente, hacen falta ciertos retoques antes de que empiece el cuadro.

– Entiendo, entiendo… tu marquesa provinciana. Bueno, es hermosa, eso te lo aseguro, a no ser que sea otra licencia artística. Pero ¿es virtuosa?

– Por supuesto.

– Lástima. Solo hay una manera de tratar un capricho pasajero. -Chalier creía un deber aconsejar en tales cuestiones. ¿Acaso no tenía Stephen seis meses menos que él, y era estadounidense? Estudió la cabeza de su amigo, inclinada sobre la mesa-. Fletcher -dijo con severidad-, te das cuenta de que es un capricho pasajero, ¿verdad?

– El caso es… -Stephen se quedó muy quieto un instante-. Cuando la veo, estoy totalmente seguro de mis sentimientos, y si ella no estuviera casada, todo sería muy sencillo. Pero tiene un marido y un hijo, y cuando estoy lejos de ella… -Se quedó mirando fijamente su vaso, y una esquirla de conocimiento sobre sí mismo se insertó en el silencio-. Tal vez es la que más me gusta cuando estoy con ella -dijo por fin- y las demás me gustan más cuando estoy con ellas. Lo que sea más fácil, ¿comprendes?

– Perfectamente. -Chalier hizo un giro ante el espejo, admirando su admirable figura-. Yo tampoco he estado ocioso, ¿sabes? He ido a la Ópera cada noche de esta semana y he descubierto a una bailarina a la que debes conocer. Yo ya lo he hecho… y nos espera a los dos a cenar esta noche. Este vino es repugnante, Fletcher, hasta para un extranjero. ¿No tienes nada más?

– Lo siento pero no.

– Date prisa, entonces… Pediremos que nos traigan champán a nuestro palco y llegaremos a tiempo para el último acto.

Mientras se ponía la chaqueta, Stephen volvió a mirar su boceto de Lafayette prestando juramento.

– Tengo medio pensado convertirlo en un cuadro y presentárselo al general. Podría suponerme encargos, ¿no crees?

– ¿Por qué no le presentas un boceto íntimo de tu marquesa en su lugar? Sé con cuál me quedaría yo.

El ruido de botas despertó a la portera en su cuarto. Acostada en la cama, tapada hasta la barbilla a pesar de la benignidad del tiempo, escuchó cómo el estrépito de la escalera hacía añicos la suave noche de septiembre.

12

Habían nacido un triste día de noviembre, un día brumoso de sol bajo y rojo. Cuando Sophie las vio apenas tenían diecisiete horas, y dormían en el grueso colchón de plumas al lado de su madre, que había insistido en tomar ponche caliente para celebrar el nacimiento. Leche tibia con azúcar era lo que se acostumbraba tomar por una hija, o incluso dos, pero la bonita joven recostada contra el cabezal ahuecó sus rizos castaños e informó a Sophie que no iba a pasar por eso, ah no. En cuanto llegaron los primeros dolores de parto le dijo a Henri que le tuviera el ponche listo, y que quedara claro que a ella nunca le había gustado la leche, todo el mundo sabía que provocaba enfermedades.

Su suegra -desdentada, reumática, jorobada sin remedio a los cincuenta y tres años- trajo el ponche a las dos jóvenes sin decir una palabra. De todos modos, estaba claro lo que pensaba. Se sentó lo más lejos posible de la cama, lo que no era muy lejos, e hizo crujir sus nudillos en señal de desaprobación.

Sophie, después de darle una moneda de plata para cada una de las criaturas, admiró sus espesas pestañas castaño dorado. Alargó un dedo vacilante para acariciar sus caritas arrugadas y estuvo de acuerdo en que eran perfectas. Luego felicitó a su madre por la hazaña.

– La comadrona ha dicho que eran las primeras mellizas que traía al mundo. -Debajo de las sábanas, Jeanne palpaba el envoltorio de las monedas, tratando de adivinar su valor antes de dejarlas en la almohada-. Viene de mi familia, por supuesto; tengo dos tíos gemelos y la madre de mi padre era gemela.

Su padre tenía una posada en un pueblo al otro lado de Castelnau. No habían sido pocos los que habían dado muestras de desaprobación ante la decisión de Henri, el joven más apuesto de Montsignac, de casarse con una desconocida.

– ¡Lo sabía! -exclamó su suegra desde el taburete junto a la lumbre-. Nunca ha habido nada parecido en nuestra familia.

– ¿Habéis decidido cómo llamarlas?

– Antoinette y Victorine.

Llegó un resoplido de la chimenea.

– ¿Por qué no iba a llamarlas como mis padres? Henri estuvo de acuerdo, después de todo lo que han hecho para ayudarnos. Si no fuera por ellos -Jeanne alzó la voz-, no habríamos podido dar de comer a bocas inútiles.

– ¿Inútil yo? Cuando ella se pasa horas chismorreando en el río y yo me rompo la crisma en ese supuesto campo, bueno solo para piedras y malas hierbas, eso sí que es inútil, y ya verás si no me dan todos la razón, vergüenza me daría a mí tener algo así en mi dote.

– Aunque quién va a bautizar a los angelitos, no tengo ni idea. -Jeanne miró de soslayo a su visitante y la punta de su lengua asomó entre los labios-. ¿Se ha enterado de lo del padre Valcour? ¿No es escandaloso? Eso jamás habría ocurrido en mi pueblo.

En su última misa, el padre Valcour había informado a sus boquiabiertos feligreses que la Iglesia no era sino un instrumento para apuntalar el privilegio y divulgar la ignorancia, y que, por lo que a él respectaba, la dejaba y se proponía casarse a la primera oportunidad con la viuda que llevaba cuarenta años limpiándole la casa y preparándole las comidas.

– ¡A sus edades! Es repugnante. Los dos tienen más de sesenta años. -Jeanne se inclinó sobre Sophie-. Claro que hacía años que todos lo sospechábamos.

– Creo que ha sido muy valiente por parte del padre Valcour -dijo Sophie, para quien dieciocho siglos de dogma se habían reducido a dos artículos de fe: severidad hacia los monjes y obispos, a quienes se les consideraba disolutos y cosas peores, y respeto a los párrocos trabajadores que vivían inmersos en los problemas cotidianos-. ¿No te parece conmovedor que se hayan querido en secreto todo este tiempo?

A punto de resoplar, Jeanne cambió de parecer y se enroscó un rizo alrededor del índice.

– Por supuesto, una joven dama como usted no puede imaginarse… pero las que tenemos marido sabemos que los hombres solo van detrás de una cosa. -Echó un vistazo a la chimenea y susurró-: No lo creerá, pero aun estando yo de ocho meses… Por supuesto, no le dejé, pero eso demuestra cómo son, ¿no? -Se recostó de nuevo contra el cabezal y sonrió. Henri estaba loco por ella, algo que no podía esperar que la pobre mademoiselle de Saint-Pierre, de nariz aguileña y pecho plano, comprendiera.

– Debes de estar agotada -dijo Sophie-, después de todo lo que has pasado.

– ¡Agotada! -susurró la anciana-. Yo he tenido once hijos, y no dos a la vez como un animal, y siempre estaba de vuelta en los campos una hora después de dar a luz.

– Sí, pero yo no soy un feo espantapájaros con un marido inútil que recurre a la caridad para dar de comer a los mocosos que traigo al mundo año tras año. -En otro tono, Jeanne añadió-: Por favor, no se vaya aún, quisiera saber qué piensa de la tierra.

– Yo no entiendo de eso, pero estoy segura de que tus padres tenían buena intención cuando os compraron a ti y a Henri ese campo.

Un cacareo procedente de la chimenea.

– No, no. -Hizo señas a Sophie de que se acercara-. La tierra que era de los curas. ¿Cuándo nos darán la parte que nos toca?

– No creo que funcione así.

– ¿No? -Jeanne frunció el entrecejo-. Pero todo el mundo dice que el gobierno está quitando a la Iglesia las tierras para distribuirlas a la gente como nosotros. Eso es la Revolución, ¿no?

– Están vendiendo las propiedades y las tierras confiscadas a los mejores postores.

– Pero eso no es justo.

Sophie se encogió de hombros.

En cuanto se quedaron a solas, Jeanne se volvió hacia la andana.

– No me creo una palabra. Seguro que los Saint-Pierre están tratando también de hacerse con todo. No te puedes fiar de los aristócratas, lo sabe todo el mundo. Y mira esto, ¿quieres? -Había desenvuelto las monedas y las mordía una a una-. Esto es todo los que nos da, la muy tacaña… No me sorprendería que no valieran nada.

Su suegra escupió al fuego.

13

El viento y las lluvias moldeaban el otoño haciéndolo invierno cuando Joseph tomó una resolución: no olvidaría que era un hombre de ciencia. Los cumpleaños lo perturbaban, pidiéndole cuentas. El final de ese año amenazaba con sus cálculos y pronto haría dieciocho meses que había regresado a Castelnau.

Solo lo separaban dos estaciones de su primer cuarto de siglo. Tenía que hacer algo antes de que la juventud se le escurriera del todo de las manos. Uno creía tener la vida atrapada, pero un día abría los dedos y descubría que había estado aferrando el vacío.

En Montpellier había conocido la firmeza de propósito. Sus días habían estado enfocados hacia el futuro, que consistía en un conjunto de objetivos alcanzables: conocimientos asimilados, habilidades adquiridas, exámenes aprobados. De pronto todo se acabó y el presente lo abrumó en forma de exigencias, emergencias, síntomas que requerían su atención, toda su atención, inmediatamente, ya.

«Para aliviar el dolor…» Pero ¿por qué eso se había reducido a curar un brazo roto o tratar a ancianos con gota? De estudiante había soñado con descubrir una cura para la viruela o identificar los orígenes de la malaria. Un día volvería a la facultad para hablar ante hileras de caras vueltas hacia arriba, llenas de admiración. En sus libros de texto, una enfermedad llevaría su nombre: Síndrome de Morel, «así llamado porque fue el joven y brillante doctor Joseph Morel quien aisló la causa de este mal hasta entonces incurable y mortal. Morel a continuación desarrolló el tratamiento que ha permitido contener la enfermedad y salvar incontables vidas».

Sonrió al recordar las majaderías que había soltado entonces con sus amigos.

Rebañó el plato con un trozo de pan y apartó los platos vacíos. Tenía que recuperar ese sentido del futuro, intacto y sin una arruga, que esperaba a ser doblado en la forma que él quisiera.

Así, de manera natural, se volvió hacia el pasado. Volvería a ser estudiante y observaría, tomaría notas, analizaría, haría hipótesis.

Ahora, a no ser que lo reclamara un caso o lo esperaran en una reunión, se quedaba en casa después de cenar. En su habitación hacía frío. La leña era cara y de todos modos nunca había sabido lo que era una habitación bien caldeada. Con el abrigo sobre los hombros y sentado a la mesa, escribía, escribía sin parar, mientras el año tocaba a trompicones a su fin y la lluvia resbalaba por su ventana.

Estaba absorto en los malos olores.

Desde los primeros tiempos, una influyente escuela de pensamiento médico había sostenido que la enfermedad era consecuencia de un trastorno entre el hombre y su entorno. El mismo Hipócrates había instado a los médicos a estudiar el entorno en que se manifestaban las enfermedades. El estudiante de medicina debía estudiar el clima y las condiciones atmosféricas, la situación, el suelo, todas las características de una localidad dada que influían en sus enfermedades. No porque fuera posible modificar el ambiente: la tradición hipocrática tenía una visión fatalista del entorno, como un factor que había que tener en cuenta al diagnosticar casos individuales, no como algo susceptible en sí mismo de tratamiento.

En el siglo de Joseph – la Edad de los Remedios-, el centro de interés de la medicina se había trasladado de la etiología a la terapia, del estudio de las causas de la enfermedad a la búsqueda de curas. Los avances en la ciencia y la tecnología habían posibilitado influir en el ambiente. Por ejemplo, hacía tiempo se había observado la asociación entre los pantanos y la enfermedad, pero fue la ingeniería hidráulica del siglo XVIII la que hizo posible drenar las zonas pantanosas del país. Era posible tomar medidas. O eso le habían enseñado.

«Si un desconocido permanece más tiempo de la cuenta en lugares cenagosos, es seguro que caerá enfermo. La virulencia de las aguas estancadas se manifiesta en sus olores nocivos: un indicio claro de la presencia de miasmas portadores de enfermedades.

»Ha quedado demostrado que las emanaciones son producto de la materia vegetal y animal en putrefacción presente en los pantanos. Allí donde se han drenado tales lugares, se ha registrado el correspondiente descenso en fiebres intermitentes, índices de mortalidad e insalubridad general.»

Se sirvió el resto de vino.

«Si el aire viciado por la putrefacción es, de todas las causas de enfermedades, la más fatal, la purificación del mismo debería ser la primera de las preocupaciones del médico. Sin embargo, los terrenos cenagosos no son el único lugar donde pueden detectarse olores putrefactos. También en los ambientes urbanos el hedor es una indicación clara de que se trata de un entorno plagado de enfermedades.»

Se había prometido cambiar las cosas. Abandonaría el mundo habiéndolo mejorado.

«Anoto de paso varios de los medios con que las autoridades municipales podrían intentar remediar esta situación: la periódica recogida de la basura de nuestras calles y su eliminación, enterrándola o arrojándola al mar; la construcción de letrinas públicas; el traslado de las fábricas contaminantes y los pozos de residuos cuyos miasmas no lleguen a asentamientos humanos; o, cuando esto último no sea práctico, el tratamiento de tales lugares con medios químicos, como la aplicación de vinagres fuertes.»

Ya había enviado al ayuntamiento una carta expresando estas opiniones con cierto detalle, y ofreciéndose a asesorar la puesta en práctica de tales medidas de higiene pública en Castelnau. «La riqueza de un estado radica en la salud de sus ciudadanos», había concluido, bastante satisfecho con la fórmula. No había recibido respuesta.

– ¿Qué esperaba si no había nada en ella para Caussade? -dijo Ricard, a quien se había confiado.

Pero Joseph no se había dado por vencido. Se citó con su colega Ducroix, que dirigía el hospital municipal: una institución atestada de gente y, en opinión de Joseph, totalmente antihigiénica, donde los enfermos y los moribundos se amontonaban indistintamente en las mismas salas para sofocarse mutuamente con sus hediondas emanaciones. Si lograba persuadir a Ducroix de que aprobara su propuesta, observaría sus efectos en los pacientes, tomaría cuidadosa nota de ellos y pondría por escrito sus hallazgos en un artículo para la Real Academia de Medicina.

Alguien estornudó en la escalera. Levantó la cabeza y oyó el andar pesado de un hombre.

Una y otra vez en el margen había escrito: «Sophie Morel. Sophie Morel». Tachó los garabatos y se concentró en la ciencia.

«Cuando el lugar que se está examinando es cerrado, nos hallamos en presencia de una paradoja: los edificios protegen al hombre de los elementos, pero, en su interior, el aire a menudo está viciado y es portador de enfermedades. Sostendría que la ventilación es el método más eficaz para combatir los olores nocivos que persisten en los espacios cerrados. Viviendas, salas de reuniones, hospitales, prisiones, barcos… cualquier lugar donde se reúne gente en un espacio cerrado se beneficiará de una ventilación regular. A esta se le puede sumar hervir vinagre, quemar azufre o alquitrán, o cualquier otro método químico que sirva para absorber o disminuir el hedor a podrido. En circunstancias extremas abogaría por la instalación de un equipo mecánico diseñado para forzar la entrada de aire puro en el lugar mefítico: en una prisión, por ejemplo, donde tal vez no son viables otras formas de ventilación.»

Hizo una pausa, dándose golpecitos en los dientes con la pluma. Le respondió un golpeteo en la puerta. Tac tac tac tac. La criada de su casera, seguramente, que venía más tarde de lo habitual a recoger los platos sucios.

Pero no era ella.

– Tú no eres Clémence.

– Claro que no. -La joven cerró la puerta y echó la llave, aparentemente impertérrita ante la estupidez de la observación de Joseph-. Soy su sobrina. Voy a quedarme un par de días con mi tía para hacer un alto en mi viaje. Me dirijo a Albi, donde me espera un empleo -orgullosamente- ayudando a mi primo en su panadería. Tal vez hasta me case con él. Pase lo que pase, la gente siempre necesita pan.

– Así es. -Él la miró boquiabierto, la tez clara, las mejillas redondas, los ojos brillantes y pequeños. Era menuda pero… (bajó la vista) no, no dirías que tenía mala figura.

– Te he visto en la calle. Mi tía dice que eres buena persona y tienes debilidad por las pastinacas asadas. -Dejó la jarra delante de él-. He robado vino para nosotros. La vieja bruja no lo echará de menos.

Tenía una risa muy bonita.

– ¿Qué estás haciendo? -Se había apretado contra la mesa. Desprendía un aroma muy fuerte a violetas (debía de haber sacrificado medio frasco) y, detrás de él, su verdadero aroma, dulzón, mohoso, débilmente cubierto por el olor a cebolla frita.

Él tragó saliva.

– Estaba escribiendo sobre la necesidad de… ventilación.

– Ah, sí. -Ella empezó a desabrocharse el vestido.

El viento se había vuelto a levantar. Bajaba por la chimenea, arrojaba puñados de lluvia despiadada contra la ventana, se colaba por el marco mal encajado. De pie ante él, la joven tenía la carne de gallina.

Había que tomar medidas.

Él las tomó.

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