– ¡Simone, la lavanda te está esperando!
¡Piiiii! ¡Piiiii!
– ¡Simone! ¡Simone!
No sé qué me despertó antes, si la bocina del nuevo automóvil de Bernard o mi padre llamándome desde la cocina. Levanté la cabeza de la almohada y fruncí el ceño. El olor a algodón reseco invadía la habitación. Los rayos del sol de la mañana que se filtraban a través de los postigos de las ventanas eran blancos por el calor.
– ¡Simone, la lavanda te está esperando!
Percibí la alegría en la voz de mi padre. La bocina del coche de Bernard también sonaba alegre. Me senté y por la ventana vi el automóvil color granate, con la capota bajada, que se aproximaba por el camino bordeado por los pinos. Bernard lucía una gran sonrisa al volante. Los radios de las llantas hacían juego con el blanco brillante de su traje y su sombrero de panamá. Me pregunté si elegiría su atuendo para que conjuntara con los vehículos que conducía. El año anterior, cuando la moda eran los coches británicos, le habíamos visto llegar ataviado con un traje negro y un sombrero de hongo. Aparcó en el patio, cerca de la glicinia, y echó la vista atrás. A lo lejos, por el camino, traqueteaba una camioneta. El conductor era un hombre de tez oscura y los pasajeros tenían la piel tan tostada como la de las berenjenas.
Me deslicé fuera de la cama y recorrí a toda prisa la habitación en busca de mi vestido de trabajo. Ninguna de mis prendas estaba en el armario: todas ellas se hallaban desparramadas bajo la cama o sobresalían de los cajones de la cómoda. Me cepillé el pelo y traté de recordar dónde había dejado el vestido.
– ¡Simone! -me llamó mi padre de nuevo-. ¡Me gustaría verte aparecer antes de que se acabe 1922!
– ¡Ya voy, papá!
– ¡Oh! ¿Acaso he perturbado el sueño de nuestra Bella Durmiente?
Sonreí. Me lo imaginé sentado a la mesa de la cocina, con una taza de café en una mano y en la otra un trozo de salchicha pinchado en el extremo de un tenedor. Seguramente tenía el bastón de paseo apoyado sobre la pierna y su ojo bueno miraba con paciencia hacia el rellano de la escalera en busca de alguna señal de vida por mi parte.
Localicé el vestido colgado detrás de la puerta y recordé que lo había colocado allí la noche anterior. Deslicé los brazos por el interior de la prenda y logré ajustármela sin engancharme mi larga melena en ninguno de los broches,
La bocina del automóvil de Bernard volvió a sonar. Pensé que era extraño que nadie le hubiera invitado a entrar y miré por la ventana para ver qué sucedía. Pero no era él el que estaba tocando la bocina, sino un niño que se había subido al estribo del coche. Tenía los ojos tan redondos como ciruelas. Una mujer que llevaba el pelo recogido bajo un pañuelo lo apartó de un tirón del automóvil y le riñó. Pero su disgusto era simulado. El muchacho sonrió y su madre le cubrió la frente de besos. Mientras tanto, los tres pasajeros masculinos de la camioneta estaban descargando baúles y sacos. Contemplé como el más alto de los tres bajaba una guitarra, acunando el instrumento entre sus brazos con la misma delicadeza con la que una madre sostiene a su bebé.
Tío Gerome, con el sombrero de trabajo ladeado sobre sus cabellos grises, entabló una conversación con el conductor. Por la manera en la que las puntas del bigote de mi tío se torcían hacia abajo, supe que estaban hablando de dinero. Señaló hacia el bosque y el conductor se encogió de hombros. Continuaron gesticulando durante algunos minutos más antes de que el conductor asintiera con la cabeza. Tío Gerome se llevó la mano al bolsillo y sacó una bolsita, contó todas y cada una de las monedas y fue colocándolas en la palma de la mano del hombre. Satisfecho, el conductor le estrechó la mano y les hizo un gesto de despedida a los demás antes de volver a montarse en la camioneta y ponerla en marcha. Tío Gerome se sacó una libreta del bolsillo y un lápiz de detrás de la oreja y garabateó la cantidad que acababa de pagar en su libro de cuentas, el mismo libro en el que tenía anotado cuánto dinero le debía mi padre.
Besé el crucifijo que se encontraba junto a la puerta y me apresuré a bajar las escaleras. En medio del pasillo, me acordé de mi amuleto de la buena suerte. Corrí de vuelta a mi habitación, cogí la bolsita de lavanda de la cómoda y me la escondí en el bolsillo.
Mi padre estaba exactamente donde yo me lo había imaginado, sosteniendo el café y la salchicha. Bernard se había sentado junto a él, meciendo una copa de vino entre las manos. Bernard luchó con mi padre en las trincheras durante la guerra. Eran dos hombres que jamás se habrían conocido de no haber sido por aquellas circunstancias y ahora compartían una fiel amistad. Mi padre recibió a Bernard con los brazos abiertos en nuestra familia, porque sabía que la suya propia había rechazado a su nuevo amigo. El pelo rubio de Bernard parecía aún más claro que la última vez que lo había visto. Olfateó el vino antes de bebérselo, igual que olía todo en la vida antes de hacer nada. La primera vez que nos hizo una visita, lo encontré en el patio, olisqueando el aire, como un perro sabueso.
– Dime, Simone, ¿hay un riachuelo colina abajo, cerca de aquellos enebros? -me preguntó.
Estaba en lo cierto, aunque no se veían los enebros desde donde nos encontrábamos y el riachuelo no era más que un hilo de agua.
Mi madre y tía Yvette se movían de aquí para allá por la cocina limpiando los restos del desayuno: salchichas, queso de cabra, huevos cocidos y pan con aceite. Tía Yvette se metió la mano en el bolsillo del delantal en busca de sus gafas y se las puso para comprobar si había algo que mereciera la pena guardar sobre la mesa revuelta.
– ¿Y yo qué? -protesté, cogiendo un trozo de pan de un plato antes de que mi madre lo retirara.
Me sonrió. Llevaba su oscura cabellera peinada en un moño alto. Mi padre le decía que era su españolita, por el tostado tono de su piel, que yo había heredado de ella. La piel de mi madre era más clara que la de los trabajadores que acababan de llegar, pero mucho más oscura que la de los Fleurier, que, aparte de mí, siempre habían sido de pelo claro y ojos azules. Las cejas blancas y la piel sin pigmentación de tía Yvette estaban en el otro extremo de la escala: ella era la sal y mi madre la pimienta.
Mi padre se echó las manos a la cabeza y simuló una expresión dolida:
– Ah, ¡siempre pensando antes en la comida que en los hombres de tu vida! -me dijo.
Lo besé en ambas mejillas y también en la cicatriz donde debiera haber estado su ojo izquierdo. Después me incliné y también le di un beso a Bernard.
– Ten cuidado con el traje de Bernard -me advirtió tía Yvette.
– No hay de qué preocuparse -repuso Bernard. Después se volvió hacia mí y me dijo-: ¡Cómo has crecido, Simone! ¿Cuántos años tienes ya?
– Cumpliré catorce el mes que viene.
Me senté junto a mi padre y me aparté el pelo hacia los hombros. Mi madre y mi tía se intercambiaron una sonrisa. Mi padre empujó su plato hacia mí.
– He cogido doble ración esta mañana -me dijo-. Una para mí y otra para ti.
Le di otro beso.
Había un cuenco con romero seco sobre la mesa y espolvoreé un poco sobre el pan.
– ¿Por qué no me habéis despertado antes?
Tía Yvette me acarició los hombros.
– Hemos pensado que era importante que durmieras.
Le olían las muñecas a rosas y supe que se había probado el perfume que Bernard siempre traía consigo de Grasse. Tía Yvette y Bernard eran los únicos que ejercían una influencia civilizada en nuestras vidas: aunque tío Gerome era el hacendado más rico de nuestra región, no habríamos sabido lo que era un bidet o un croissant si no hubiera sido por ellos.
Mi madre sirvió una copa de vino para mi padre y rellenó la de Bernard, que estaba a la mitad. Cuando se volvió hacia el armario, le echó una mirada a mis alpargatas.
– Bernard tiene razón -me dijo-. ¡Estás creciendo tan rápido! Cuando venga el buhonero el mes que viene, tenemos que comprarte unas buenas botas. Te vas a desgastar los dedos de los pies si sigues poniéndote eso.
Nos sonreímos mutuamente. Yo no contaba con el don de mi madre de leerle la mente a los demás, pero cuando la miraba a la cara -con su expresión tranquila, reservada y orgullosa- siempre percibía el amor que sentía por mí, su única hija.
– El año que viene no sabrá qué hacer con todos los pares de zapatos que tendrá -declaró mi padre.
El y Bernard brindaron.
Tío Gerome escuchó las últimas palabras de mi padre al entrar por la puerta.
– No, si no nos ponemos a trabajar con la lavanda inmediatamente -sentenció.
– Ah, sí -exclamó Bernard, poniéndose en pie-. Yo mejor me marcho. Tengo que visitar otras dos fincas más antes de la tarde.
– ¿Les llevo a los gitanos un poco de comida? -pregunté-. Seguramente estarán hambrientos, después de su viaje.
Mi padre me revolvió el pelo, aunque me lo acababa de peinar.
– No son gitanos, Simone, son temporeros españoles. Y, al contrario que tú, se levantan temprano. Ya han comido.
Miré a mi madre, que asintió con la cabeza. De todos modos, me metí un trozo de pan en el bolsillo. Mi madre me había contado que los gitanos lo hacían para que les diera buena suerte.
En el exterior, los trabajadores esperaban con sus hoces y rastrillos. Tía Yvette se ajustó el sombrero, se bajó las mangas y se puso los guantes para el sol. Chocolat, su cocker spaniel, se deslizó por el césped, seguido por mi gato barcino, Olly, del que lo único que se veía por encima de la hierba eran las orejas anaranjadas y la cola.
– ¡Venid aquí, chicos! -les llamé.
Las dos bolas de pelo corretearon hacia mí. Olly se frotó contra mis piernas. Lo había rescatado de una trampa para pájaros cuando no era más que una cría. Tío Gerome me dijo que podía quedármelo si era capaz de cazar ratones y no teníamos que alimentarlo. Pero tanto mis padres como tía Yvette y yo misma le dábamos de comer, dejando caer trocitos de queso y carne bajo la mesa siempre que nos pasaba entre los pies. Como consecuencia, Olly se había puesto gordo como un melón y no era demasiado bueno cazando ratones.
– Volveré mañana para la destilación, Pierre -le anunció Bernard a mi padre.
Nos dio un beso a mi madre, a mi tía y a mí.
– Buena suerte con la cosecha -nos deseó, montándose en el coche.
Le dijo adiós con la mano a mi tío, aunque este no tenía demasiado tiempo para nuestro agente de ventas. Tan pronto como Bernard desapareció detrás de los almendros, tío Gerome comenzó a imitar sus refinados andares. Todos lo ignoramos. Fue Bernard el que corrió entre las balas y el barro hasta el hospital militar cargando con mi padre. Había estallado un obús en la trinchera, que acabó con la vida de su superior y de todos los que se encontraban a diez metros. Y ahora, de no ser por la devoción de Bernard por mi padre, y no precisamente gracias a tío Gerome, nuestra parte de la familia estaría arruinada.
Cruzamos el angosto riachuelo. Los campos de lavanda se extendían como océanos púrpura ante nosotros. Justo antes de la cosecha era cuando el color de la planta resultaba más llamativo y su aroma más penetrante. El calor del verano acentuaba la suntuosidad de su fragancia y la intensidad de su color, pues los brotes malvas de la primavera se habían convertido en ramilletes de florecillas violeta. Me entristecía pensar que en pocos días los campos quedarían reducidos a terrones de arbustos mutilados.
Mi padre se inclinó sobre su bastón y fue asignando una zona de campo a cada uno de los trabajadores mientras tío Gerome traía el carro y la mula. Cada uno de los temporeros recogió un braguero que les dio mi padre, lo ataron por los extremos y lo convirtieron en una especie de bolsa-cinturón en la que podían acumular los tallos de lavanda que fueran cortando.
El niño que se había subido antes al estribo del coche de Bernard fue a sentarse bajo un árbol. Cogí a Olly y llamé a Chocolat.
– ¿Te gustaría acariciarlos? -le pregunté, colocándole a Olly al lado.
Alargó la mano y les acarició la cabeza. Chocolat lamió los dedos del niño y Olly recostó la cabeza sobre su regazo. El chico se echó a reír y me sonrió. Me señalé el pecho y le dije: «Simone», pero él no entendió a lo que yo me estaba refiriendo o bien era demasiado tímido para decirme su nombre. Miré sus enormes ojos y decidí llamarlo Goya, porque pensé que parecía tener una gran sensibilidad, como la de un artista.
Me senté junto a él y contemplamos a los trabajadores distribuyéndose por los campos. Yo no sabía hablar español, así que no podía preguntarle a Goya cómo se llamaban realmente los trabajadores, por lo que yo misma los bauticé con los pocos nombres españoles que conocía. A uno desgarbado lo llamé Rafael. Era el más joven y tenía un recio mentón, cejas rectas y buena dentadura. Era atractivo y se pavoneaba como si lo supiera todo sobre la cosecha de lavanda, pero a menudo se volvía para mirar a Rosa -el nombre que le había puesto a la madre de Goya- para ver cómo lo estaba haciendo ella. Al hombre fornido lo llamé Fernández. Podría haber sido el hermano gemelo de tío Gerome. Ambos hombres cargaban contra las matas de lavanda como un toro embiste contra el torero. El otro español era el padre de Goya, un gigante con aspecto amable que iba por su cuenta y trabajaba sin grandes aspavientos. Era el que había descargado con tanto cariño la guitarra. Lo llamé José.
Tía Yvette atravesó la extensión de matas de lavanda para dirigirse hacia nosotros.
– Será mejor que empecemos a preparar la comida -anunció.
Me levanté y me sacudí la hierba del vestido.
– ¿Tú crees que querrá venir? -le pregunté, señalando a Goya.
Chocolat se había acurrucado contra el hombro del chico y Olly se había dormido en su regazo. Goya observó fijamente los mechones de cabello plateado que sobresalían del sombrero de mi tía. Yo estaba tan habituada a su aspecto que olvidaba que la gente se sorprendía la primera vez que veía a una mujer albina.
– Se cree que eres un hada -le dije.
Tía Yvette sonrió a Goya y le acarició la cabeza.
– Parece contento aquí, creo que a su madre le gusta tenerlo a la vista.
Al atardecer, tomamos la cena en el patio que separaba nuestras dos casas y permanecimos allí hasta mucho después de que cayera la noche. El aire tenía una consistencia espesa por la fragancia de la lavanda. Lo inhalé y noté su sabor en el fondo de la garganta.
Mi madre cosía una de las camisas de mi padre, iluminando la labor con una lámpara a prueba de viento. Por alguna razón que solo ella conocía, siempre remendaba la ropa con hilo rojo, como si los rotos y descosidos fueran heridas en la tela. Mi madre tenía las manos llenas de cortes, pero los recolectores nunca se preocupaban por las pequeñas heridas. El aceite de lavanda servía de desinfectante natural y aquellos cortes se curaban en cuestión de días.
Tía Yvette y yo leíamos Los miserables. La escuela de la aldea había cerrado hacía dos años, cuando se amplió la vía del ferrocarril y mucha gente se mudó a las ciudades, y sin el interés que mi tía sentía por mi educación, yo habría terminado siendo tan analfabeta como el resto de mi familia. Tío Gerome lograba leer los libros de contabilidad y las instrucciones del fertilizante, pero mi madre no sabía leer ni una palabra, aunque sus conocimientos sobre hierbas y plantas eran tan extensos como los de cualquier farmacéutico. Mi padre era el único capaz de leer el periódico. Se marchó a luchar en la Gran Guerra a causa de lo que había leído en él.
– Los borrachos seguían cantando su canción -leí yo en voz alta-, y la niña, bajo la mesa, cantaba la suya…
– ¡Bof! -se burló tío Gerome, hurgándose entre los dientes con la punta de un cuchillo-. ¡Qué a gusto están unas que yo me sé leyendo libros inútiles, especialmente cuando no se rompen el espinazo en el campo todo el día!
Las manos de mi madre pararon de remendar en seco y cruzó una mirada conmigo. Los músculos del cuello se le pusieron en tensión. Mi tía y yo nos acercamos a ella, recogiendo el borde de la tela y simulando que la estábamos admirando. Aunque ninguno podíamos enfrentarnos a tío Gerome, siempre nos apoyábamos cuando se burlaba de alguno de nosotros. Tía Yvette no podía trabajar en el campo por las características de su piel. Una hora bajo el sol meridional le habría provocado quemaduras de tercer grado. Provenía del pueblo de Sault, y la superstición que existía en torno a los albinos era la única razón por la que una mujer atractiva e inteligente como ella había terminado casándose con tío Gerome. Él era lo bastante perspicaz como para darse cuenta de que, aunque mi tía no podía colaborar en el campo, lo compensaba con creces como cocinera y ama de casa, pero nunca le oí reconociéndole ningún mérito. En cuanto a mí, sencillamente yo no servía para cosechar. Me llamaban «el Flamenco», porque mis flacas piernas eran el doble de largas que el resto de mi cuerpo, e incluso mi padre, que tenía solo un ojo y cojeaba de una pierna, podía recoger la cosecha de un campo entero más rápido que yo.
Unas risas surgieron del granero. Me pregunté de dónde sacaban los españoles la energía para tanta jovialidad después de un día entero en el campo. El sonido de la guitarra flotó a través del patio. Me imaginé a José rasgueando el instrumento, con la mirada cargada de pasión. Los otros jaleaban dando palmas y entonando una especie de cante flamenco.
Tía Yvette levantó la mirada y después volvió a centrarse en la novela. Tío Gerome cogió un manta y se la enrolló alrededor de la cabeza, para dejar patente que le disgustaba aquella música. Mi padre miró hacia el cielo, ensimismado en sus propios pensamientos. Mi madre seguía concentrada en su labor, como si estuviera sorda ante aquellos sonidos festivos. Aunque estaba sentada, mantenía de cintura para arriba una postura tan erguida que la hacía parecer una estatua. Miré bajo la mesa. Mi madre se había quitado los zapatos y marcaba con uno de los pies un sensual ritmo, arriba y abajo, como si la extremidad estuviera bailando por su cuenta. Su disimulo me recordó que mi madre era una mujer llena de secretos.
Aunque las fotografías del abuelo y la abuela Fleurier presidían nuestra chimenea, no había ninguna foto de mis abuelos maternos en ningún otro lugar de la casa. Cuando yo era niña, mi madre me enseñó la cabaña en la que habían vivido, al pie de una colina. Se trataba de una sencilla estructura de piedra y madera que se mantuvo en pie hasta que un incendio forestal, avivado por un fuerte viento mistral, barrió el desfiladero aquel mismo año. Florette, la encargada de correos de la aldea, me contó que mi abuela era tan famosa por sus remedios medicinales que incluso la esposa del alcalde y el viejo párroco solían recurrir a ella cuando fallaban la medicina convencional o las oraciones. Me dijo que un buen día mis abuelos, que entonces ya eran una pareja de mediana edad, aparecieron en la aldea con mi madre. La encantadora niña, a la que llamaron Marguerite, ya tenía tres años la primera vez que los habitantes de la aldea la vieron. Aunque ellos aseguraban que la niña era suya, muchos pensaban que a mi madre la habían abandonado los gitanos.
El misterio en torno a sus orígenes y los rumores de que poseía dones de curandera no sentaron bien en la estricta familia católica de los Fleurier, que se opusieron a que mi madre se casara con el hijo predilecto. Sin embargo, nadie pudo negar que fue mi madre la que cuidó de mi padre cuando todos los médicos de campaña ya le habían desahuciado.
Los españoles continuaron cantando mucho después de que tío Gerome y tía Yvette regresaran a su casa, y de que mis padres y yo nos fuéramos a la cama. Me tumbé despierta, contemplando las vigas del techo y notando como me corría el sudor por los espacios entre las costillas. La luz de la luna a través de los cipreses creaba sombras que parecían olas sobre la pared de mi habitación. Me imaginé que aquellas siluetas eran los bailaores moviéndose al ritmo de la música.
Debí de quedarme dormida, porque me senté sobresaltada poco tiempo después y me di cuenta de que la música se había detenido. Oí que Chocolat ladraba. Me deslicé fuera de la cama y miré por la ventana hacia el patio. Una suave brisa había refrescado el ambiente y la luz plateada de la luna caía sobre las tejas del tejado y sobre los edificios. Contemplé el muro que se encontraba al final del jardín y parpadeé. Había un corro de gente bailando allí. Se deslizaban en silencio, sin tocar música ni cantar, moviendo los brazos sobre sus cabezas y taconeando al son de un ritmo que no se oía. Agucé la mirada en la oscuridad y reconocí a José bailando con Goya sobre sus hombros: la sonrisa de dientes blancos del muchacho parecía una cicatriz sobre su oscura tez. Yo misma elevé los talones del suelo. Sentí la necesidad de correr escaleras abajo y unirme a ellos. Me agarré al marco de la ventana, sin saber si los bailarines eran realmente los españoles o espíritus malignos disfrazados para atraerme hacia la muerte. Las ancianas de la aldea contaban historias así.
Se me paró el corazón durante un instante.
Además de Goya, había otros cinco bailarines: tres hombres y dos mujeres. Me quedé boquiabierta cuando vislumbré la larga melena oscura y las delicadas extremidades de la segunda mujer. Bajo su piel ardía un fuego incandescente y casi saltaban chispas de los pies cada vez que tocaban el suelo. El vestido que llevaba flotaba a su alrededor como una corriente de agua. Era mi madre. Abrí la boca para llamarla, pero en su lugar me sorprendí a mí misma trastabillando hacia la cama, rendida de nuevo por el sueño.
Cuando abrí los ojos, estaban despuntando las primeras luces del día en el cielo. Tenía la garganta seca. Me froté la cara con las palmas de las manos, sin saber si lo que había visto había sido real o un sueño.
Me puse el vestido, bajé de puntillas las escaleras y pasé frente a la habitación de mis padres. Mi madre y mi padre estaban dormidos. Puede que yo no hubiera heredado los poderes de mi madre, pero sí tenía su curiosidad. Me deslicé hasta el final del patio, cerca del muro donde crecían los almendros. Con el verano, la hierba era alta y apacible. Miré bajo los árboles y plantas en busca de algún rastro que hubieran podido dejar los intrusos, pero no encontré nada. No había coronas de hierbas trenzadas, fragmentos de hueso o amuletos de piedra. No había ni rastro de ningún objeto mágico. Me encogí de hombros y me di la vuelta para marcharme, pero entonces vi un destello por el rabillo del ojo. Alargué la mano y toqué la rama más baja de uno de los árboles. Enredado entre las hojas, había un solitario hilo rojo.
La pálida piel de mi tía y mis largas piernas no nos dispensaron del trabajo ligado a la destilación. Mi padre y tío Gerome, con los rostros contorsionados por el esfuerzo, sacaron del alambique con la ayuda de un cabrestante un humeante cilindro de tallos de lavanda comprimidos. Mi madre y yo nos apresuramos a deshacer el montículo de tallos con nuestros rastrillos y los extendimos sobre esteras antes de ponerlos al sol para que se secaran.
– No hay tiempo que perder -nos indicó mi padre-. Con el nuevo alambique podemos utilizar esos tallos como combustible en cuanto estén secos.
Mi madre y yo les dimos la vuelta a los tallos cortados de lavanda para evitar que fermentaran mientras tía Yvette ayudaba a los hombres a introducir a presión la siguiente carga en el alambique. Cuando se llenó del todo, mi padre me pidió que saltara sobre él para comprimir los tallos y «¡traernos buena suerte!».
– Está demasiado delgaducha como para hacerlo bien -se burló tío Gerome, pero aun así estiró los brazos para ayudarme a meterme en el alambique-. Ten cuidado con las paredes -me advirtió-: Están ardiendo.
Tradicionalmente, se dice que la lavanda levanta el ánimo: me pregunté si el delicioso aroma que flotaba en el aire sería capaz de mejorar incluso el carácter de tío Gerome.
Pisé firmemente la lavanda, sin preocuparme por los arañazos en las piernas o por el calor. Si funcionaba el plan de mi padre y Bernard de cosechar y destilar lavanda de manera comercial, mi padre podría reclamar su parte de la finca. Con cada una de mis pisadas, me imaginaba que estaba contribuyendo a que él pudiera dar un paso más hacia su sueño.
Después de que tío Gerome me ayudara a salir del alambique y cerrara herméticamente la tapa, mi padre bajó por la escalerilla hasta el piso inferior. Escuché como avivaba el fuego.
– Ya se ve, desde la primera carga, que el aceite es bueno -aseguró, sonriendo abiertamente, cuando regresó.
Tío Gerome se frotó el bigote.
– Sea bueno o no, ya veremos si se vende bien.
A mediodía, después de la cuarta carga, mi padre ordenó que hiciéramos un descanso. Nos echamos sobre la paja húmeda o nos sentamos en cuclillas. Mi madre humedeció trozos de paño y nos los pusimos sobre nuestros ardientes rostros y palmas de las manos.
En el exterior sonó un motor y salimos al patio a recibir a Bernard. En el asiento del copiloto venía monsieur Poulet, el alcalde de la aldea y dueño del café local. En el asiento de atrás estaba la hermana de monsieur Poulet, Odile, con su marido, Jules Fournier.
– Bonjour! Bonjour! -saludó monsieur Poulet, bajándose del automóvil y secándose el sudor de la cara con un pañuelo.
Se había puesto el traje negro que reservaba para los actos oficiales.
Le quedaba demasiado pequeño y le apretaba mucho los hombros, confiriéndole el aspecto de una camisa colgada de la cuerda de tender.
Odile y Jules también se bajaron del coche y todos volvimos al interior de la destilería. Monsieur Poulet y los Fournier examinaron detenidamente el alambique, que era mucho más grande que los que se habían estado utilizando en la región durante años. Aunque ellos no eran agricultores, tenían interés en que nuestro negocio gozara de éxito. Dado que tanta gente estaba abandonando Pays de Sault para marcharse a las ciudades, esperaban que la lavanda volviera a crear negocio en nuestra aldea.
– Voy a por una botella de vino -anunció tía Yvette, encaminándose hacia la casa.
Bernard se ofreció a ayudarla con los vasos. Los observé andando por el sendero, con las cabezas juntas. Bernard comentó algo y tía Yvette se echó a reír. Mi padre me había explicado que Bernard era una buena persona y que no estaba interesado en las mujeres del modo habitual, pero era tan amable con tía Yvette que a veces me preguntaba si no estaría enamorado de ella. Le eché una mirada a tío Gerome, pero estaba demasiado ocupado fanfarroneando sobre la capacidad del nuevo alambique como para darse cuenta de nada.
– Este es el tipo de alambique que utilizan las grandes destilerías de Grasse -explicaba-. Es más eficiente que los portátiles que hemos estado usando hasta ahora.
Por su manera de hablar, cualquiera hubiera pensado que el alambique había sido idea suya. Pero él era meramente el inversor, no el artífice: había proporcionado el dinero para aquel caro alambique y se llevaría la mitad de los beneficios. No obstante, mi padre y Bernard habían calculado que si conseguían tres buenas cosechas consecutivas de lavanda lograrían pagar el alambique en dos años y la finca en otros tres.
Odile olfateó el aire y se acercó a mí sigilosamente.
– El aceite huele muy bien -me susurró-. Espero que nos haga a todos ricos y que tu padre por fin pueda pagar sus deudas.
Asentí sin decir nada. Conocía demasiado bien la deshonra de la situación en la que se encontraba mi familia. La finca se había dividido entre los dos hermanos a la muerte de mi abuelo. Cuando mi padre se marchó a la guerra, tío Gerome le prestó dinero a mi madre para mantener nuestra parte. Pero cuando mi padre regresó mutilado y la escasa pensión de veterano de guerra no fue suficiente para pagar las deudas, tío Gerome reclamó la mitad de su hermano. Cuando mi padre se recuperó, tío Gerome le dijo que podía volver a comprarle a plazos su parte de la finca con un interés anual. Era vergonzoso semejante comportamiento con la familia, cuando incluso el más pobre de la aldea nos había dejado cestas de verdura a la puerta de casa durante la enfermedad de mi padre. Pero ante mi padre no se podía pronunciar ni una sola palabra contra su hermano mayor.
– Si hubierais visto cómo le trataban nuestros padres, lo entenderíais -nos decía siempre-. No logro acordarme de ninguna situación en la que alguno de los dos le dedicara una sola palabra de amabilidad. Para nuestro padre, Gerome guardaba demasiado parecido con su propio progenitor. Desde que mi hermano era un muchacho, lo único que tenía que hacer para recibir una buena tunda era mirar a nuestro padre. Legalmente, la finca entera tendría que haber sido suya, pero por alguna razón nuestros padres siempre me favorecían a mí. No os preocupéis, le compraremos nuestra parte.
– ¿Quién más os va a traer su lavanda para que la destiléis? -le preguntó Jules a mi padre.
– Los Bousquet, los Négre y los Tourbillon -contestó él.
– Y los demás también vendrán cuando vean lo rentable que es -vaticinó tío Gerome, levantando la barbilla, como si se estuviera imaginando a sí mismo como un próspero hombre de negocios de la destilación.
Monsieur Poulet arqueó las cejas. Quizá creyó que tío Gerome aspiraba a ser el nuevo alcalde.
La expresión de mi madre se transformó cuando frunció el ceño y adiviné lo que estaba pensando. Era la primera vez que tío Gerome hacía comentarios positivos sobre el éxito del proyecto. Y, sin embargo, él se quedaría con la mitad de los beneficios y mi padre sería el que correría con todos los riesgos. Nuestra finca se había reconvertido prácticamente por entero al cultivo de lavanda, mientras que tío Gerome todavía plantaba avena y patatas en la suya.
– Como no funcione, voy a acabar teniendo que alimentaros a todos -nos advertía.
Cuando se terminó la temporada de cosecha de lavanda, el conductor regresó para llevar a los temporeros a otra finca. Permanecí en el patio mientras los españoles metían sus pertenencias en la camioneta. Se trataba del mismo proceso que la mañana en la que llegaron, pero a la inversa. Rafael subía los sacos y baúles, entregándoselos a Fernández y José, que los apilaban en la parte delantera de la camioneta, dejando sitio para que pudieran sentarse en el fondo y mantener así la carga equilibrada. Cuando hubieron metido todo, José cogió la guitarra y rasgueó una melodía mientras el conductor se terminaba el vino que mi tía le había servido en una copa alta.
Goya bailaba alrededor de las piernas de su madre. Cogí la bolsita de lavanda que había guardado en el bolsillo durante la cosecha y se la di a él. Pareció entender que era un regalo que le daría buena suerte y se sacó un trozo de cuerda de su propio bolsillo y lo ató al lazo de la bolsita. Cuando lo auparon a la camioneta para que se sentara con su madre, vi que llevaba la bolsita colgada del cuello.
Si a tío Gerome todavía le quedaban dudas sobre la rentabilidad del aceite de lavanda, se le disiparon unos días más tarde cuando, gracias a la recomendación de Bernard, una empresa de Grasse compró todo el que habíamos producido.
– Realmente, es el aceite de mejor calidad que he visto en años -comentó Bernard, poniendo la factura de la venta sobre la mesa de la cocina.
Mi madre, mi padre, mi tía y yo nos quedamos boquiabiertos cuando vimos la cantidad garabateada al final del documento. Desgraciadamente, tío Gerome había salido al campo y no tuvimos el placer de presenciar su asombro.
– ¡Papá! -exclamé, echándole los brazos al cuello-. Pronto recuperaremos la finca, ¡y después seremos ricos!
– ¡Dios mío! -se quejó Bernard, tapándose las orejas-. No sabía que Simone tuviera una voz tan chillona.
– ¿No lo sabías? -replicó mi madre, con la risa bailándole en los ojos-. La noche que nació, su abuela sentenció que tenía una extraordinaria capacidad pulmonar y pronosticó que acabaría siendo cantante.
Todo el mundo se echó a reír. Bajo la timidez de mi madre se escondía un picaro sentido del humor. Y para devolverle un poco de su propia medicina, me subí sobre una silla y canté Á la claire fontaine con todas mis fuerzas.
Todos los meses, mi padre viajaba a Sault para comprar objetos que no se podían conseguir en nuestra aldea y para vender algunos de nuestros productos. Mi padre lograba conducir bien el carro y la mula en la finca, a pesar de que le faltaba un ojo, pero la carretera a Sault era de resbaladiza piedra caliza y recorría los precipicios de las gargantas del Nesque. Cualquier fallo de perspectiva podía ser fatídico. En octubre, tío Gerome andaba atareado con su rebaño de ovejas, así que nuestro vecino, Jean Grimaud, accedió a acompañar a mi padre. Necesitaba comprar arneses y cuerda en el pueblo.
La bruma mañanera se estaba deshaciendo cuando ayudé a mi padre a cargar en el carro las almendras que vendería en la ciudad. Jean nos saludó desde el camino y contemplamos su enorme silueta avanzando hacia nosotros.
– Si Jean fuera un árbol, sería un roble -sentenciaba siempre mi padre.
De hecho, los brazos de Jean eran más anchos que las piernas de la mayoría de la gente y sus manos eran tan grandes que estaba convencida de que podría aplastar cualquier roca entre ellas si quisiera.
Jean señaló el cielo.
– ¿No crees que quizá haya tormenta?
Mi padre contempló unas pocas nubes tenues que flotaban sobre nuestras cabezas.
– En todo caso, creo que lo que va a hacer es calor. Pero nunca se sabe, en esta época del año.
Acaricié a la mula mientras mi madre y mi tía le daban a mi padre una lista de productos que hacía falta comprar para la casa. Tía Yvette señaló algo en la lista y le susurró unas palabras al oído a mi padre. Me volví hacia las colinas, simulando que no me había dado cuenta. Pero sabía de lo que estaban hablando, había escuchado una conversación entre tía Yvette y mi madre la noche anterior. Mi tía quería comprar tela para hacerme un buen vestido para ir a la iglesia y para cuando viajara a la ciudad. Sabía que quería que mi vida fuera diferente de la suya.
– Un hombre que realmente ama a una mujer la respeta -me decía a menudo-. Tú eres inteligente. No te cases nunca con alguien inferior a ti. Y no te cases con un agricultor, si puedes evitarlo.
Aunque mi padre siempre decía que yo podría elegir marido cuando lo creyera adecuado, sospechaba que tía Yvette tenía en mente para mí a los hijos del médico o de los notarios de Sault. No me interesaban en absoluto los chicos, pero sí me producía interés tener un nuevo vestido.
Tío Gerome apareció en el patio embutido en sus calzas de piel y con la escopeta de caza sobre el hombro.
– Ten cuidado por el camino -le advirtió a mi padre-. Las lluvias lo han destruido parcialmente.
– Avanzaremos despacio -le prometió mi padre-. Si pensamos que no podemos volver antes del anochecer, nos quedaremos allí a pasar la noche.
El otoño en la Provenza era tan hermoso como la primavera y el verano. Me imaginé a mi padre y a Jean recorriendo los bosques de pinos verde jade y las parras vírgenes con su rojo encendido. Me hubiera gustado ir con ellos, pero no había suficiente espacio. Los dos nos dijeron adiós con la mano y vimos como el carro se alejaba por la carretera traqueteando y bamboleándose. La voz de mi padre resonaba en el aire:
Aquellas montañas, las altas montañas
que dominan los cielos,
se ciernen para ocultarla
de mis anhelantes ojos
Mi madre y mi tía se encaminaron hacia la cocina de tía Yvette, que utilizábamos más que la nuestra, porque era más grande y tenía un horno de leña. Las seguí mientras cantaba la última estrofa de la canción de mi padre:
Las montañas se apartan y la veo claramente, pronto estaré con ella cuando mi barco se aproxime.
Pensé en lo que nos había contado mi madre sobre la predicción de mi abuela de que yo sería cantante. Si eso llegara a ser cierto, el único del que podía haber heredado mi talento era mi padre. Su voz era pura como la de un ángel. Bernard contaba que cuando estaban hundidos hasta la rodilla en el fango de las trincheras con el olor a muerte a su alrededor, los hombres solían pedirle a mi padre que cantara.
– Era lo único que nos daba esperanza -rememoraba Bernard.
Me quité las botas y empujé la puerta de la cocina. Mi madre y mi tía estaban colocando cuencos de porcelana en la encimera. Había una cesta de patatas cerca de la mesa, y me senté y comencé a pelarlas. Mi madre ralló un trozo de queso mientras mi tía picaba ajo. Íbamos a preparar mi plato favorito, el aligot: puré de patatas, queso, nata, ajo y pimienta, todo ello mezclado para formar una sabrosa pasta.
Mientras tío Gerome estuviera cazando fuera, éramos libres de ser nosotras mismas. Al tiempo que cocinábamos, mi tía nos contaba historias que había leído en libros y revistas, y mi madre nos relataba leyendas populares. Mi favorita era la historia de un párroco que estaba tan senil que una mañana apareció en la iglesia totalmente desnudo. Yo les cantaba canciones y ellas me aplaudían. Me fascinaba la cocina de mi tía, con su mezcla de pulcritud y desorden. La madera estaba impregnada de los aromas del aceite de oliva y el ajo. Cacharros de hierro fundido y sartenes de cobre de todos los tamaños colgaban de vigas encima del hogar, que había ennegrecido tras años de uso. Una mesa de convento ocupaba el centro de la habitación y sus bancos estaban cubiertos de cojines que expedían nubes de harina cada vez que alguien se sentaba sobre uno de ellos. Cualquier hueco libre de las baldas y encimeras estaba lleno de morteros y almireces, jarras de agua y cestas de mimbre forradas de muselina.
Tal y como mi padre había predicho, cuando llegó el mediodía hacía calor y nos sentamos en el patio a disfrutar de nuestro pequeño festín. Pero por la tarde, cuando fui a buscar agua al pozo, las nubes comenzaron a proyectar lúgubres sombras sobre el valle.
– Menos mal que se han puesto ropa impermeable -observó tía Yvette mientras les echaba las mondaduras de las patatas a las gallinas-. A estas horas, ya deben de estar de vuelta. Si la tormenta estalla, se van a mojar bastante.
Comenzó a lloviznar ligeramente, pero las nubes en dirección a Sault eran mucho más siniestras. Me senté junto a la ventana de la cocina, deseando que mi padre y Jean tuvieran un buen viaje de regreso. Había caído un repentino aguacero el día que yo fui con mi padre y tío Gerome a la Feria de la Lavanda en agosto, y una de las ruedas de nuestro carro se había quedado atascada en el barro. Tardamos tres horas en sacarla y ponernos de nuevo en marcha.
El destello de un rayo centelleó en el cielo. El estruendo del trueno que resonó a continuación me sobresaltó.
– Apártate de la ventana -me ordenó tía Yvette, acercándose para cerrar los postigos-. Por mucho que mires el camino, no van a llegar antes.
Hice lo que me decía y me senté a la mesa. Mi madre estaba hundida en su asiento, contemplando algo fijamente. Miré hacia atrás y vi que el reloj que había encima de la chimenea se había parado. Mi madre tenía el rostro blanco como una sábana.
– ¿Estás bien, Maman?
No me oyó. A veces pensaba que era como una gata, desapareciendo en las sombras, capaz de ver sin ser vista, y reapareciendo de la oscuridad cuando lo deseaba.
– Maman? -susurré.
Quería que hablara, que me ofreciera alguna palabra de aliento, pero estaba callada como la luna.
Durante la cena, tío Gerome pinchó la verdura y cortó la carne furiosamente.
– Lo más seguro es que hayan decidido quedarse en la ciudad -murmuró entre dientes.
Tía Yvette me convenció de que tío Gerome tenía razón, y de que los dos hombres probablemente habrían decidido pasar la noche en el establo del carretero o en el cobertizo del herrero. Me hizo la cama en una de las habitaciones de la planta de arriba para que no tuviera que correr bajo la lluvia hasta nuestra casa. Mi madre y tío Gerome se sentaron junto al fuego. Por la manera en la que tío Gerome hacía rechinar los dientes, me pareció que no acababa de creerse su propia suposición.
Me tumbé en la cama, escuchando la lluvia sobre las tejas, y canturreé suavemente para mí misma. Debí de quedarme dormida poco después, porque lo siguiente que oí fueron los violentos golpes en la puerta de la cocina. Salté de la cama y corrí a mirar por la ventana. La mula estaba allí, bajo la lluvia, pero no había ni rastro del carro. Oí voces abajo y me vestí a toda prisa.
Jean Grimaud estaba junto a la puerta, chorreando agua sobre las baldosas de la entrada. Tenía un profundo corte en la frente y la sangre le caía sobre los ojos. Tío Gerome tenía el rostro gris como la piedra.
– ¡Habla! -le espetó a Jean-. ¡Dinos algo!
Jean miró a mi madre con ojos atormentados. Cuando abrió la boca para hablar y no salió de ella ningún sonido, lo supe. No había nada que decir. Mi padre ya no estaba entre nosotros.
– ¡No hay más que hablar! -bramó tío Gerome, golpeando la palma de la mano contra la mesa de la cocina-. Simone se va a trabajar para tía Augustine a Marsella.
Mi madre, tía Yvette y yo nos sobresaltamos por la intensidad de su enfado. ¿Aquel era realmente el mismo hombre al que la semana anterior, junto a la tumba de mi padre, se le había desfigurado el rostro por el dolor? Parecía haberse recuperado de la conmoción de la muerte de su hermano del mismo modo que cualquier otro hombre hubiera superado una gripe. Durante los dos últimos días, había estado inmerso en los libros de contabilidad, cuadrando números.
– No necesito dos amas de casa -sentenció, volviéndose hacia el fuego y atizándolo con un palo.
La llama creció y murió, dejando a oscuras la habitación.
– Si Simone no puede hacer el trabajo de la finca, necesita ganarse la vida en otra parte. Ya no es una niña, y yo ya tengo bastantes bocas que alimentar. Quizá si Pierre no hubiera dejado tantas deudas…
Tío Gerome recitó cuánto costaba cultivar la lavanda, el precio del alambique, el dinero que debíamos de la finca… Mi madre y yo nos intercambiamos una mirada. Tío Gerome iba a obtener beneficios del proyecto que se había concebido gracias a la imaginación de mi padre. ¿Qué importaban ahora aquellos gastos?
Me vino una imagen a la cabeza. No era algo que hubiera presenciado, sino una escena que me había atormentado durante una semana: mi padre, tumbado boca arriba sobre un saliente de piedra en las gargantas del Nesque. Él y Jean habían esperado en Sault a que pasara la tormenta de la tarde, antes de dirigir a la mula pendiente abajo. Tras superar los tramos más difíciles, habían parado para darle un descanso a la bestia y para comer un poco de pan. Pero tan pronto como Jean desenganchó al animal y lo condujo a una pequeña zona cubierta de hierba, oyó un crujido a sus espaldas. Un pedregal, que se había soltado por la lluvia, cayó colina abajo. La rama de un árbol derribó a Jean y a la mula hacia un lado. Mi padre y el carro cayeron por el precipicio.
– Bernard contribuirá -repuso tía Yvette-. Aunque mandes a Simone a Marsella, por lo menos deja que reciba una educación allí. No la envíes para que sea una especie de esclava de tu tía.
Aquella fue la primera vez que veía a tía Yvette plantándole cara a mi tío y temí por ella. Aunque nunca nos había pegado a ninguna de nosotras, no podía evitar preguntarme si las cosas cambiarían ahora que mi padre ya no estaba. Como cabeza de ambas familias, tío Gerome gozaba de una clara posición de poder y nosotras no teníamos nada que hacer contra él. Sin embargo, su única reacción ante la oposición de mi tía fue sonreír despectivamente.
– La educación supone un desperdicio aún mayor en las mujeres que en los hombres. Y en cuanto a Bernard, no te engañes pensando que tiene dinero. Todo lo que ha ganado en su vida ya se lo ha gastado en coches y en sus correrías por la Costa Azul.
Aquella noche, mi madre y yo nos acostamos abrazadas, como habíamos hecho todos los días desde la noche del accidente. Escuchamos el aullido del mistral. El viento había comenzado como una tenue corriente bajo la puerta, para convertirse en un intermitente aullido fantasmal que doblaba los cipreses y gemía por los campos. Ambas habíamos llorado tanto desde la muerte de mi padre que pensé que nos quedaríamos ciegas de las lágrimas. Miré de reojo la silueta del Cristo crucificado junto a la puerta y me di la vuelta. Resultaba cruel que mi padre hubiera sobrevivido a las heridas de metralla para que la naturaleza hubiera terminado con él de aquella manera.
«Todo sucedió tan rápido que ni siquiera debió de darse cuenta de lo que estaba pasando», fue el único consuelo que el párroco pudo ofrecernos.
Efectivamente, todo había sucedido tan rápido que aún no podía creer que fuera cierto. Veía a mi padre por todas partes: su silueta agachada junto al pozo o sentado en su silla, esperándome para que me uniera a él en el desayuno. Durante unos pocos segundos felices, me convencía de que su muerte solo había sido una pesadilla, hasta que la imagen se desvanecía y me percataba de que no había visto nada más que la sombra de un árbol o el perfil de una escoba.
Mi madre, siempre reservada, se refugió aún más en su silencio. Creo que se preguntaba por qué le habían fallado sus poderes, por qué no había sido capaz de prever la muerte de mi padre para advertirle. Sin embargo, ella misma decía que había cosas que no debíamos saber, cosas que no podían preverse o evitarse. Le toqué el brazo: su piel estaba fría como el hielo; cerré los ojos y traté de contener más lágrimas dolorosas, temiendo el día en que la perdiera a ella también.
Por lo menos, mi madre tenía a tía Yvette. ¿Quién era aquella tía Augustine? Mi padre nunca la había mencionado. Lo único que nos contó tío Gerome fue que era la hermana de su padre y que se había casado con un marinero, que poco después murió en el mar. Tía Augustine regentaba una casa de huéspedes, pero ahora que era mayor y padecía de artritis, necesitaba una sirvienta que también cocinara. A cambio, me alimentaría, pero no me pagaría. Me pregunté de dónde habría salido la generosidad y la bondad de mi padre. Todos los demás Fleurier parecían ser descendientes directos de Judas: preparados para vender a sus familiares por treinta monedas de plata.
Bernard vino una semana después para llevarme a Carpentras, desde donde cogería un tren a Marsella. Tía Yvette lloró y me dio un beso.
– No te preocupes por Olly -me susurró-. Yo cuidaré de él.
Casi no podía mirar a mi gato, que estaba orinando sobre los neumáticos del coche de Bernard, y menos a mi madre. Se quedó unto a la puerta de la cocina haciendo una mueca con los ojos llenos de tristeza. Me clavé las uñas en las palmas de las manos. Me prometí a mí misma que, por el bien de mi madre, no lloraría.
Lo único que tenía para llevarme conmigo era un hatillo de ropa dentro de un pañuelo. Se lo entregué a Bernard, que lo metió en el coche. Mi madre avanzó y me apretó la mano. Algo punzante me pinchó la palma. Cuando apartó los dedos, vi que me había dado un medallón y unas cuantas monedas. Me eché ambas cosas disimuladamente en el bolsillo y le di un beso a mi madre. Nos quedamos largo rato fundidas en un abrazo, pero ninguna de las dos fue capaz de decir nada.
Bernard abrió la portezuela del coche y me ayudó a sentarme en el asiento del copiloto. Tío Gerome estaba de pie en el patio observándonos. Su expresión era seria, pero había algo extraño en su postura. Tenía los hombros encorvados y la boca torcida en una mueca, como si estuviera sufriendo un profundo dolor. ¿Guardaba algún demonio en su interior que le hacía comportarse de un modo tan rencoroso? ¿Quizá deseaba poder ser un hombre más como mi padre y menos como él mismo? Echó por tierra aquella impresión en cuanto me gritó:
– ¡Trabaja duro, Simone! Tía Augustine no tolerará ninguna tontería y yo no te aceptaré de vuelta si ella te echa.
La estación de Carpentras parecía un mercado ambulante. Los pasajeros de primera y segunda clase se subían al tren civilizadamente, pero los de tercera se peleaban por los asientos y los lugares para colocar sus gallinas y conejos y todo el resto de bártulos que planeaban llevarse consigo. Mientras sorteaba un cerdo, pensé que aquello era como el arca de Noé.
Bernard le mostró a uno de los revisores mi billete.
– Viaja sola -le explicó-. Nunca antes ha montado en tren. Si le pago la diferencia de tarifa, ¿puede ponerla en uno de los vagones de segunda clase con alguna señorita?
El revisor asintió con la cabeza.
– Tendrá que viajar en tercera clase hasta Sorgues -replicó-. Pero después puedo conseguirle un asiento en segunda hasta Marsella.
¿Por qué Bernard pensaba más en mi comodidad y seguridad que mi propio tío, que se contentaba con enviarme en tercera clase con quién sabe qué gente?
Bernard le pasó disimuladamente algo de dinero al revisor y el hombre me ayudó a subir la escalerilla y a sentarme en un asiento en la parte delantera del vagón. Sonó el silbido del tren, y el cerdo chilló y las gallinas cloquearon. Bernard me dijo adiós con la mano desde el andén.
– Encontraré un modo de ayudarte, Simone -me aseguró a través de la ventanilla abierta-. La próxima vez que consiga algo de dinero extra te lo enviaré.
Una nube de hollín y humo inundó el ambiente. El tren inició la marcha. No aparté la mirada de Bernard hasta que salimos de la estación. Cuando me senté, recordé el medallón que mi madre me había dado. Me lo saqué del bolsillo y lo abrí. Contenía una fotografía de mis padres el día de su boda. Yo tenía cinco años cuando mi padre se marchó a la guerra y apenas podía recordar su aspecto antes de las heridas. El atractivo y atento rostro que me contemplaba desde la fotografía hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Miré por la ventanilla y vi pasar granjas y bosques a gran velocidad. Después de un rato, vencida por la pena, el calor del vagón y el efluvio de cuerpos sin asear, me quedé dormida. El tren traqueteaba sobre las vías a un ritmo constante, frenando tan gradualmente que yo apenas lo percibía.
Llegamos a Marsella a última hora de la tarde. El viaje en tercera clase me resultó más agradable, a pesar del ruido y el olor de los animales, que el tiempo que pasé en segunda. Cuando llegamos a Sorgues, el revisor me acompañó al tren ómnibus que se dirigía a Marsella, y le dijo al revisor allí que me diera un asiento en un compartimento. Me puso con dos mujeres que volvían de París.
– Está sola -les explicó el revisor-. Por favor, vigílenla.
No pude evitar contemplar el atuendo de aquellas mujeres. Sus vestidos eran de seda con escotes en forma de pico en lugar de redondeados. Más que ceñirse a sus cinturas, sus cinturones eran sueltos y caían a la altura de las caderas. Llevaban unas faldas tan cortas que podía verles las espinillas cuando cruzaban las piernas. Sin embargo, sus sombreros eran simples y flexibles, y me recordaban a las flores de las enredaderas. Cuando les pregunté si podían contarme algo sobre Marsella, fingieron que no me entendían. Después, las vi poniendo los ojos en blanco cuando saqué la salchicha de ajo que tía Yvette me había envuelto para la comida.
– Esperemos que no nos pegue los piojos -le susurró una mujer a la otra.
Me miré el regazo, con las mejillas ardiendo de vergüenza. Puede que fuera pobre, pero me había lavado cuidadosamente y me había puesto mi mejor vestido para el viaje. No obstante, olvidé la grosería de aquellas mujeres cuando el tren entró en la Gare Saint Charles: nunca antes había visto una muchedumbre tan grande reunida en un mismo lugar. Seguramente allí habría tanta gente como toda la población de mi región, yendo de aquí para allá por la estación. Contemplé a varias mujeres que pasaban de un lado para otro, identificando su equipaje; vendedores ambulantes que ofrecían flores y cigarrillos; marineros que cargaban fardos de lona sobre los hombros; y niños y perros sentados sobre maletas. Pero lo que más me sorprendió fue el tumulto de idiomas que se escuchaba en torno a mí cuando bajé al andén. Los acentos del español y el italiano me resultaban familiares, pero no los de los griegos, armenios y turcos. Abrí el mapa que tío Gerome me había dado y traté de imaginar cuánto tiempo tardaría en andar hasta el Vieux Port, donde vivía tía Augustine. No faltaba mucho para la puesta de sol y no me apetecía vagabundear por una ciudad desconocida en plena noche.
– Está demasiado lejos para ir andando -me informó un marinero que llevaba un cigarrillo colgado de la comisura de la boca cuando le enseñé el mapa-. Será mejor que cojas un taxi.
– Pero no tengo dinero para un taxi -repliqué.
Se acercó más a mí y sonrió con unos dientes que parecían los de un tiburón. Podía oler el hedor a whisky de su aliento. Me recorrió un escalofrío y me escabullí entre la multitud. Había una mujer junto a la entrada de la estación que vendía miniaturas de la iglesia de Notre Dame de la Garde, la basílica abovedada cuya torre del campanario tenía en su parte superior una estatua dorada de la Virgen. Sabía que, en principio, la madre de Cristo guardaba a todos aquellos que se perdieran en el mar. Si hubiera tenido dinero, habría comprado una de aquellas miniaturas con la esperanza de que también me guardara a mí.
– Coge el tranvía -me dijo la mujer cuando le pregunté cómo llegar al Vieux Port.
Me abrí paso hasta el lugar en el exterior de la estación en el que la mujer me había indicado que tenía que esperar. Un ruido tan fuerte como un trueno me sobresaltó y, cuando levanté la mirada, vi el tranvía desplazándose a toda velocidad hacia la parada. En los laterales y la parte frontal y trasera se aferraban docenas de chiquillos descalzos con las caritas sucias. El tranvía se detuvo y los muchachos se apearon de un salto. Le entregué al revisor las monedas que mi madre me había dado y tomé asiento detrás del conductor. Más gente se apiñó en el interior del vehículo y otros niños -y también algunos adultos- se asieron de los laterales. Posteriormente, me enteré de que así se podía viajar gratis. El tranvía arrancó, cogiendo velocidad gradualmente y balanceándose de un lado a otro. Yo me aferré con fuerza a la ventanilla con una mano y al borde de mi asiento con *a otra. Marsella era un lugar diferente a todos los que había visto antes y estaba segura de que no habría podido imaginármelo ni en un millón de años. Era un mosaico de espléndidos edificios con tejados de azulejos y elegantes balcones, junto a casas de desgastados postigos de madera y manchas de humedad que cubrían sus paredes. Era como si un terremoto hubiera mezclado un rompecabezas de diferentes pueblos y ciudades.
El tranvía no tenía luna en el parabrisas delantero y una ráfaga de aire fresco me recorrió el cuero cabelludo y las mejillas. Era de agradecer que la ventilación fuera buena porque el hombre sentado junto a mí apestaba a cebolla y a tabaco rancio.
– ¿Acabas de llegar? -me preguntó, observando la expresión preocupada que se me pintó en el rostro cuando el tranvía chirrió y dobló a toda velocidad una esquina.
Asentí con la cabeza.
– Bueno -me dijo, echándome su asqueroso aliento en la cara-, pues bienvenida a Marsella: hogar de ladrones, asesinos y putas.
Me alegré de llegar finalmente al Vieux Port. Me temblaban las piernas como si hubiera pasado meses en el mar. Me colgué el hatillo de ropa al hombro. Los últimos rayos de sol brillaban sobre el Mediterráneo y el cielo era de color aguamarina. Nunca antes había visto el mar y aquella imagen, con las gaviotas graznando sobre mi cabeza, me produjo un cosquilleo en los dedos de los pies.
Anduve por el Quai des Belges, pasé por delante de africanos que vendían especias color dorado y ocre y baratijas de cobre. Sabía que existían negros por los libros que tía Yvette me había dado para leer, pero nunca los había visto con mis propios ojos. Me fascinaban sus uñas blancas y las palmas de sus manos claras, pero recordé cómo me habían tratado las mujeres del tren y procuré no quedarme mirándoles fijamente esta vez. Continué recorriendo el puerto hasta el Quai de Rive Neuve. Los cafés y los bistrós estaban abriendo sus puertas para la noche y el ambiente olía a sardinas asadas, a tomillo y a tomate. El aroma me produjo hambre y melancolía al mismo tiempo. Mi madre y mi tía ahora estarían preparando la cena, y me paré durante un momento para imaginármelas poniendo la mesa. Apenas las había dejado esa misma mañana y ya eran para mí como los personajes que pueblan los sueños. Una vez más, se me llenaron de lágrimas los ojos, tanto que casi no podía ver el laberinto de callejuelas estrechas por el que iba andando. Las alcantarillas estaban llenas de raspas de pescado y los adoquines apestaban a desechos humanos. Una rata salió correteando de una grieta para darse un festín en la basura.
– ¡No pases por aquí! -me gritó una áspera voz femenina-. ¡Esta es mi esquina!
Me volví para ver a una mujer acechando desde una puerta. En la penumbra solo alcancé a vislumbrar sus raídas medias y el brillo rojizo de la brasa de un cigarrillo. Aceleré el paso.
La Rue Sainte, donde se encontraba la casa de huéspedes de tía Augustine, tenía la misma mezcla de arquitectura ecléctica que el resto de la ciudad. Estaba compuesta de varias casas señoriales, construidas en los días prósperos de Marsella como ciudad marítima, y terrazas achaparradas. La casa de mi tía era una de las últimas y estaba unida a otra que despedía una mezcla de olor a incienso y detergente. Tres mujeres ligeras de ropa se asomaban inclinándose por una de las ventanas, pero por suerte ninguna me gritó nada.
Me acerqué a la puerta, levanté la aldaba y la dejé caer tímidamente con un ruido sordo. Miré hacia arriba y vi las ventanas incrustadas de salitre, pero no había ninguna luz en ellas.
– ¡Inténtalo otra vez! -me sugirió una de las mujeres-. Está medio sorda.
No me atreví a levantar la vista hacia la mujer, pero seguí su consejo. Cogí la aldaba y la hice oscilar con fuerza. Golpeó la madera con una sacudida tan enérgica que temblaron los marcos de las ventanas y resonó por toda la calle. Las mujeres se echaron a reír.
Esta vez escuché una puerta que se abría en el interior de la casa y unos pasos que bajaban pesadamente las escaleras. El pestillo chasqueó y se abrió la puerta. Apareció ante mí una anciana. Su rostro únicamente estaba compuesto por ángulos, con una nariz ganchuda y una barbilla tan puntiaguda que hubiera podido utilizarla de azadón para cultivar un jardín con ella.
– ¡No hace falta armar tanto jaleo! -me espetó, frunciendo el ceño-. ¡No estoy sorda!
Di un paso atrás y casi me tropecé.
– ¿Tía Augustine?
La mujer me examinó de pies a cabeza y pareció llegar a una conclusión desagradable.
– Sí, soy tu tía abuela Augustine -me dijo, cruzando sus gruesos brazos sobre el pecho-. Límpiate las botas antes de entrar.
La seguí por el recibidor, que tenía una alfombra raída, dos sillas y un piano polvoriento, hasta el salón. Una mesa, un armario de cristal y un aparador se apiñaban en aquella estancia. Cuadros de hazañas marinas desentonaban con el papel pintado a rayas. La única luz natural provenía de la ventana de la cocina contigua. Había una lámpara de pantalla con flecos que pendía sobre la mesa y supuse que tía Augustine la iba a encender para nosotras. Pero no lo hizo y nos sentamos a la mesa en la penumbra.
– ¿Quieres té? -me ofreció, señalando la tetera y unas tazas mal emparejadas que había junto a ella.
– Sí, por favor.
Tenía la garganta seca y se me hizo la boca agua solo de pensar en una tisana balsámica. Casi podía sentir la suave camomila recorriéndome la garganta o un toque refrescante de romero humedeciéndome la lengua.
Tía Augustine cogió el asa de la tetera con sus dedos nudosos y sirvió el té.
– Toma -me dijo, empujando una taza y un plato hacia mí.
Observé el líquido oscuro. No despedía ningún aroma y cuando lo probé, descubrí que estaba frío y sabía a agua sucia. Debía de haber sobrado de la mañana o incluso de días anteriores. Me bebí el té porque tenía sed, pero los ojos me escocieron por las lágrimas. ¿No podría haberme preparado tía Augustine una tetera nueva? Parte de mí había albergado la esperanza de que la tía fuera más como mi padre y menos como tío Gerome.
Tía Augustine se acomodó en su asiento y se arrancó un pelo de la barbilla. Yo me senté erguida con los hombros rectos, decidida a darle otra oportunidad. Seguramente la tía comprendía que ambas pertenecíamos a los Fleurier, por nuestras venas corría la misma sangre. Pero antes de que pudiera abrir la boca, anunció:
– Tres comidas diarias. Y controla lo que comes: tú no eres un huésped.
Señaló un trozo de papel clavado en el marco de la puerta.
– Los demás ponen sus nombres ahí para que sepas si se quedan a comer. Monsieur Roulin siempre está aquí y la de arriba no está nunca. Y de todas maneras yo jamás sentaría a la mesa a alguien así.
– ¿La de arriba? -le pregunté.
Tía Augustine levantó la mirada hacia el techo y yo la imité, para ver qué estaba mirando. Pero aunque yo solo veía telarañas, me dio la impresión, por el ceño fruncido pintado en su rostro, de que se estaba refiriendo a algo maligno. El siniestro sonido de «la de arriba» aún resonaba en el aire.
– Bueno -exclamó tía Augustine, quitándome bruscamente la taza vacía y colocándola boca abajo sobre el plato-, te voy a enseñar tu habitación. Quiero que estés en pie mañana a las cinco para ir a la lonja de pescado.
No había comido nada desde la salchicha en el tren, pero me sentía demasiado atemorizada como para confesar que tenía hambre.
Mi habitación se encontraba en la parte trasera del edificio, directamente al lado de la cocina. La puerta estaba combada y, cuando la empujé para abrirla, el borde arañó el suelo. Se veía claramente una marca en forma de semicírculo que trazaba el movimiento habitual de la puerta. Me dio un vuelco el corazón al ver las paredes de cemento. El único mobiliario que había era una silla de aspecto desvencijado en una esquina, un armario y una cama, cuyo edredón tenía manchas de moho. A través de la mugre de la ventana enrejada, vi el cobertizo del inodoro y un jardín de especias que necesitaba una buena limpieza.
– Volveré dentro de una hora para explicarte tus quehaceres -anunció tía Augustine, cerrando la puerta tras ella.
No se comportaba en absoluto como si fuera pariente mía. No era más que mi jefa.
En el dorso de la puerta había una lista de tareas. El papel en el que estaba garabateada había amarilleado con el tiempo. «Limpiar las baldosas con aceite de linaza y cera de abejas. Sacudir la ropa de cama. Fregar el suelo…»
Me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde que alguien había hecho aquellas cosas o que una sirvienta había ocupado aquella lóbrega habitación. Me dejé caer en la silla, contemplé la estancia y las lágrimas me cayeron por las mejillas cuando comparé la calidez de mi padre con la frialdad de mi tía abuela. Eché un vistazo al colchón hundido. La sencilla cama que tenía en casa de repente parecía un diván digno de una reina. Cerré los ojos y me imaginé a mí misma tumbándome en ella, pegando las rodillas al pecho y haciéndome un ovillo hasta desaparecer.
La primera comida que tuve que preparar fue el almuerzo del día siguiente. La cocina era tan deprimente como mi habitación. Las baldosas y las paredes enfriaban el ambiente, cosa que empeoraba debido a que una corriente de aire entraba por el vidrio roto de una ventana. Tía Augustine se apretujó en una silla de mimbre para supervisarme mientras sumergía sus hinchados pies en un barreño de agua tibia. Le eché unas gotas de aceite de lavanda y le expliqué que aquello ayudaría a relajarle la inflamación. El aroma flotó por el ambiente, contraponiéndose al hedor a paño enmohecido de la cocina. Me imaginé los campos de lavanda ondeando por la brisa y el murmullo de sus múltiples capas color púrpura bajo la moteada luz del sol. Casi podía oír a mi padre cantando suavemente Se canto, y estaba a punto de unirme a él para tararear el estribillo cuando tía Augustine rompió el encantamiento:
– ¡Presta atención, niña!
Cogí una de las sartenes de su gancho. El mango estaba grasiento y el fondo tenía una costra de comida. Le pasé un paño mientras tía Augustine no miraba. Poco antes, me había resultado insoportable cuando me envió al sótano a por vino. La puerta de la bodega se abrió con un crujido y lo único que alcancé a ver fue una telaraña con una negra araña colgando de ella. La quité con una escoba y avancé lentamente hacia el interior de aquel espacio sofocante, con solo una luz como guía. El sótano apestaba a barro y había heces de rata en el suelo. Se me puso la piel de gallina y me asusté al imaginarme que pudieran morderme. Me aterrorizaba solo de pensar en ello, porque Marsella era famosa por sus enfermedades, un peligro típico de cualquier ciudad portuaria desde los tiempos de la peste negra. Cogí las dos primeras botellas polvorientas que me encontré, sin pararme a comprobar cuál era su contenido.
Saqué agua de la bomba que se encontraba en el exterior, junto a la puerta de la cocina, y después eché un vistazo a la cesta de las verduras en la encimera. Me sorprendió la calidad de aquellos productos. Los tomates aún tenían una piel tersa y roja, aunque era bastante tarde para que estuvieran de temporada; las berenjenas me parecieron consistentes cuando las sostuve entre las manos; los puerros eran frescos y las aceitunas negras tenían un aspecto suculento. En aquella sucia cocina, la fragancia de aquellos productos de buena calidad era tan bien recibida como un oasis en mitad del desierto.
Tía Augustine percibió mi admiración.
– Siempre se ha comido bien aquí. Yo era famosa por ello. Aunque, por supuesto, ya no soy tan buena cocinera como antes -me dijo, levantando sus manos ganchudas.
La observé con detenimiento, tratando de encontrar a la mujer que había tras aquel rostro adusto, la fogosa joven que desobedeció a sus padres y se escapó con un marinero. Detuve la mirada en sus anchos hombros y en la barbilla hombruna, pero en sus ojos solo percibí amargura.
Una vez que hube reunido los ingredientes, tía Augustine me gritó las instrucciones por encima del ruido de las ollas humeantes y el siseo de las sartenes. A cada paso, tenía que llevarle la comida para que la inspeccionara: el pescado, para mostrarle que le había quitado la piel correctamente; las patatas, para demostrar que había hecho bien el puré; las aceitunas, para que comprobara que las había picado bien, a pesar de que el cuchillo estaba poco afilado; incluso tuvo que confirmar que había machacado el ajo siguiendo sus indicaciones.
A medida que progresaba la preparación de la comida, el rostro de tía Augustine se fue sonrojando. Al principio, pensé que se debía a que yo no estaba haciendo nada a derechas. «Saca eso, has cortado esas hojas como una verdadera paleta. Demasiado aceite, ve y redúcelo, por Dios santo. ¿Cuánta menta le has puesto a eso? ¿Te has creído que te estaba pidiendo que prepararas un enjuague bucal?» Me daba la sensación de que eran demasiadas quejas, sobre todo viniendo de una mujer que ni siquiera se tomaba la molestia de servir el té recién hecho. Pero a medida que aumentaba la temperatura de la estancia y sus instrucciones cada vez eran más frenéticas, vi que el color en sus mejillas provenía de la pasión interna que yo había tratado de encontrar en ella antes. Era como un director de orquesta dirigiendo con la batuta las notas del pescado frito, la mantequilla y el romero para crear una sinfonía gastronómica. Además, los vapores aromáticos parecieron sacar a los inquilinos de sus habitaciones. Escuché voces y pasos que bajaban las escaleras casi treinta minutos antes de la hora fijada para el almuerzo.
A la mesa puesta, nos sentamos cinco comensales en total. Además de tía Augustine y de mí misma, estaban Ghislaine, una mujer de mediana edad que trabajaba de pescadera, y los dos huéspedes varones: monsieur Roulin, un marinero jubilado, y monsieur Bellot, un profesor principiante en un instituto para chicos. Monsieur Roulin tenía un hueco donde deberían haber estado sus dos incisivos, apenas contaba con un par de mechones de pelo sobre la parte posterior de un cuello moteado de manchas oscuras y le faltaba el antebrazo izquierdo, amputado desde el codo. Agitaba el extremo fruncido del muñón mientras hablaba con una voz que sonaba como una máquina a la que le hiciera falta que la engrasaran.
– Es agradable tener a una joven señorita a la mesa. Su piel es tan oscura como la de una frambuesa, pero aun así, es bonita.
Sonreí educadamente, comprendiendo por mi posición en la esquina más baja de la mesa, cerca de la puerta de la cocina, que yo no era más que una sirvienta y que no debía inmiscuirme en la conversación.
Monsieur Bellot se estiraba del lóbulo de la oreja y no decía nada aparte de «por favor» y «gracias». Durante la comida, de la que monsieur Roulin comentó que era la mejor que había tomado en meses, monsieur Bellot mostró una expresión perpleja, soñadora y luego seria, como si estuviera manteniendo un animado diálogo interno. Todas las cosas de las que carecía monsieur Roulin, parecían estar duplicadas en monsieur Bellot: sus dientes eran enormes, como los de un asno, su pelo formaba un matojo despeinado alrededor de la cabeza y sus extremidades eran tan largas que no tenía necesidad de estirarse para coger la jarra de agua que se encontraba en mi extremo de la mesa.
Ghislaine estaba sentada a mi lado. Me sorprendía que alguien que trabajaba en la lonja de pescado pudiera oler tan bien. Su piel despedía un aroma suave a melocotones frescos y el pelo le olía como el suntuoso aceite de oliva que se utilizaba para producir jabón de Marsella. Guiñó los ojos a modo de sonrisa cuando monsieur Roulin me sorprendió mirándole el muñón y exclamó:
– ¡Fue un tiburón tan grande como un transatlántico junto a la costa de Madagascar!
Percibí por las risas y el intercambio de miradas de los otros comensales que aquella historia no era cierta. El ángulo de amputación era demasiado limpio, por lo que debía de ser la consecuencia de un accidente con una máquina o de una operación quirúrgica realizada por un médico. No le miré el muñón con repugnancia, sino con interés. La cicatriz retorcida del ojo de mi padre me había enseñado que las desfiguraciones externas no lograban acabar con los corazones que albergaban bondad.
Después de que lavara los platos, tía Augustine me puso a hacer el resto de mis tareas diarias, que incluían vaciar el cubo con tapa de la planta superior en el inodoro del patio. A continuación, pasó el dedo por el aparador del comedor y examinó la marca de polvo que se le había quedado en la punta.
– Quita el polvo desde la planta de abajo hacia arriba -me dijo, como si yo tuviera la culpa del estado descuidado en el que se encontraba la casa-. Haz la habitación de monsieur Bellot primero, después barre el suelo de la habitación de Ghislaine cuando se marche al trabajo. La habitación de monsieur Roulin la limpia su hija. Y no te preocupes por el cuarto piso. Esa no quiere que «mangoneen» entre sus cosas.
¿Esa? Otro misterioso comentario sobre la mujer que se alojaba en el cuarto piso, cuya mera mención causaba la incomodidad de tía Augustine, aunque no le importara cobrarle el dinero del alquiler.
– Yo descanso durante las tardes, pero volveré a bajar para supervisar la cena -me anunció tía Augustine, agarrándose al pasamanos y avanzando lentamente escaleras arriba.
El suelo de la cocina parecía arenoso bajo mis pies cuando fui a buscar la escoba. Me horroricé solo de pensar en cocinar otra comida en un lugar tan insalubre. A pesar de que tía Augustine me había ordenado que empezara quitando el polvo, primero limpié la cocina. Llené un cubo con agua, la calenté en la estufa y fregué la mesa y las encimeras con agua jabonosa, fantaseando con la misteriosa huésped de la planta de arriba mientras trabajaba. Al principio me imaginé una arrugada anciana de la edad de mi tía, postrada en la cama con un rostro hundido y enfermizo. Era una antigua rival, en amores o en gastronomía, que había caído en desgracia y tía Augustine la estaba dejando debilitarse entre la suciedad y la inanición. A medida que progresaba con la limpieza del suelo, el rostro de la anciana se suavizó y las arrugas desaparecieron. Una de sus piernas se atrofió y se transformó en una mujer tullida proveniente de una acaudalada familia que se avergonzaba de la aflicción de la mujer, y pagaban a tía Augustine para que la alojara. Sentí un cosquilleo de curiosidad. Quizá era una pariente -una Fleurier desconocida- que tía Augustine mantenía escondida y que se negaba a reconocer como sangre de su sangre.
Estaba tan absorta en aquellas descabaladas historias y en el sonido, ¡chhh!, ¡chhh!, ¡chhh!, que producía el cepillo con el que estaba frotando las baldosas, que al principio no me di cuenta del crujido de una puerta al abrirse y el golpe que produjo al cerrarse. Después, oí que alguien tarareaba. Paré en seco lo que estaba haciendo y levanté la vista. La voz era clara y saltaba de nota en nota como una mariposa yendo de flor en flor. Estaba cantando el tipo de tonadilla repetitiva que tocaría un acordeonista en una feria. Al ritmo del tarareo, escuché pasos saltando escaleras abajo. Clac, clic, clac, clic. Pertenecían a una mujer, pero eran demasiado ligeros como para ser de tía Augustine o de Ghislaine. Las pisadas alcanzaron el rellano y percibí el tintineo de joyas y un repiqueteo parecido al del arroz cuando se agita dentro de un bote.
Me levanté y me alisé el pelo y la falda. Tenía el delantal y el dobladillo del vestido chorreando, pero no pude resistir la tentación de aprovechar la oportunidad de ver quién era. Me escurrí el agua del delantal, me froté los zapatos con el trapo que había estado utilizando para limpiar y corrí hacia la puerta principal. Pero mientras cruzaba el comedor, se me enganchó el tacón del zapato en la alfombra. Me tropecé y me caí contra el aparador, desperdigando las tazas y los platos, aunque afortunadamente no se rompió ninguno. Me recompuse y recoloqué la porcelana, pero alcancé el recibidor un segundo tarde. Lo único que logré vislumbrar fue un vestido bordado de color marfil deslizándose por la puerta. Un toque de aceite de ylang-ylang flotaba en el ambiente.
En diciembre, la brisa del océano era áspera y enrojecía la piel, como los dedos de mis manos de restregar las capas de polvo y suciedad de los estantes, los armarios y las tablas del suelo de la casa de tía Augustine. Tenía calambres en los músculos y dolor en los hombros de arrastrar los pesados muebles para llegar a las esquinas llenas de polvo y para limpiar las telarañas que llevaban años colgando de las esquinas. Ghislaine asentía para demostrar su aprobación por el brillo del recibidor y el resplandor de las baldosas del cuarto de baño, que todavía apestaban a la lejía que había utilizado para acabar con el moho alojado en la lechada. Tía Augustine simplemente levantó la barbilla y comentó:
– A los pomos de las puertas les falta lustre y aún puedo ver una capa de suciedad en el baño.
Me arremangué las deshilachadas mangas de mi vestido de invierno y me arrodillé a frotar, pulir y enjabonar todo otra vez, demasiado atemorizada como para decirle a mi tía que había zonas de su casa que estaban tan destartaladas que por mucho que las frotara y las limpiara, no lograría adecentarlas.
El dolor por la muerte de mi padre se me iba pasando lentamente, pero se debía más a lo exhausta que me sentía por aquel duro trabajo que a que realmente lo estuviera aceptando. Por las noches me acurrucaba bajo la fina sábana de mi cama, escuchando los silbidos del radiador que expedía un calor errático al aire. Me apestaba el pelo a sal y se me quedaba el aceite de linaza entre las puntas de los dedos. Me raspaba la mugre que se me metía bajo las uñas y me peinaba para reducir la suciedad del pelo todas las noches, pero el baño que me permitían darme una vez a la semana no me libraba de aquellos olores. Parecían habérseme filtrado a través de los poros de la piel.
«Tiene que haber algo más allá de esto», me decía a mí misma. Los pocos minutos antes de quedarme dormida eran el único momento que tenía para pensar y hacer planes. Tía Augustine decía que alojarme le costaba «un ojo de la cara» y que por eso no podía pagarme un sueldo. Ni siquiera tenía dinero para jabón o para mandar cartas a mi familia. Se me ocurrió que no estaba en modo alguno obligada a quedarme con tía Augustine, excepto porque mi madre y mi tía me habían suplicado que tratara de hacerlo lo mejor posible.
– He oído que pueden sucederles cosas terribles a las muchachas que están solas en Marsella -me había advertido tía Yvette-. Espera hasta que Bernard pueda enviarte algo de dinero.
Anhelaba la belleza, pero era monotonía lo único que me rodeaba. Lo primero que veía todas las mañanas al levantarme eran los barrotes de la ventana, las grietas que recorrían las paredes y las manchas de las tablas del suelo. En la finca abría los ojos por la mañana para contemplar los campos y para que la brisa aromatizada por la glicinia y la lavanda me acariciara hasta despertarme. En casa de tía Augustine el hedor a agua de mar ascendía desde el suelo, así que a veces soñaba que estaba atrapada en el camarote de un barco. En la finca me despreocupaba de las labores domésticas, porque la belleza natural no se malograba por unas pocas prendas desordenadas o una cama mal hecha. Pero en Marsella lo que me rodeaba era tan desagradable que me convertí en una maniática del orden, aunque mis intentos por embellecer aquella casa cayeron siempre en saco roto. No parecía importar lo mucho que yo ordenara y limpiara, los muebles seguían teniendo un aspecto desvencijado y, debido a la insistencia de tía Augustine de tener cerrados los postigos de las ventanas incluso en invierno, todo era depresivamente oscuro. Ghislaine se mostraba respetuosa ante mis esfuerzos, pero incluso aunque monsieur Bellot mirara a su alrededor admirado por la limpieza, no se abstenía de caminar con las botas embarradas por las alfombras, ni monsieur Roulin dejaba de escupir los huesos de las aceitunas en los escalones que yo acababa de fregar un momento antes.
Durante todas las semanas que llevaba viviendo con tía Augustine, no había logrado ver a la misteriosa huésped del cuarto piso. A menudo percibía su olor; un toque de pachulí en el baño; un dulce soplo de incienso leñoso filtrándose bajo su puerta… E incluso a veces la oía: unos pies taconeando por las tablas del suelo cuando limpiaba la habitación de tía Augustine; una voz apenas perceptible canturreando de un gramófono Je ne peux pas vivre sans amour… Sin embargo, nunca la vi. Parecía tener un horario propio. Cuando nos sentábamos a comer, escuchaba el gemido de los grifos del baño. Mientras lavaba los platos en la cocina, sus furtivos pasos se escabullían escaleras abajo y se evaporaban con un portazo de la puerta de entrada. A veces, si todavía estaba despierta durante las primeras horas de la madrugada, oía un coche pararse en el exterior de la casa y un coro de voces entusiasmadas. La risa de la desconocida resonaba por encima de las demás. Era una risa ligera, despreocupada, que me provocaba un cosquilleo en la piel como una brisa primaveral.
Ghislaine me proporcionó toda la información de la que disponía: el nombre de la inquilina era Camille Casal, tenía veinte años y trabajaba como corista en un teatro de variedades local. Sin embargo, fracasé tantas veces intentando alcanzar a verla que finalmente lo dejé por imposible.
Al año siguiente la primavera llegó pronto, y para finales de marzo ya se percibía la calidez en el aire. Examiné el huerto de plantas y verduras, desenredé lasramas de las tomateras y arranqué las malas hierbas rastreras que asfixiaban a los cogollos de las lechugas. Tenía ramitas de hinojo, romero y tomillo gravemente deshidratadas, pero probablemente salvables. Si las hojas acababan siendo demasiado duras como para ser comestibles, podía secarlas y rellenar con ellas bolsitas aromáticas. Saqué una oxidada pala de entre las garras de la clemátide, que había trepado la valla desde el jardín trasero al nuestro, y me atreví a entrar de nuevo en el sótano en busca de un rastrillo. Después de la cena, cuando el ambiente era más fresco, rastrillaba la tierra endurecida y la mezclaba con restos de verdura para enriquecer el terreno. Ghislaine me trajo semillas de cilantro, albahaca y menta. Las sembré en montículos elevados mientras me imaginaba lo que se habría reído mi padre al ver a su Flamenco trabajando la tierra. Todas las mañanas regaba mi jardín y me acordaba de uno de mis refranes favoritos: «Cosas buenas les suceden a los que siembran y esperan con paciencia».
A finales de abril parecía que todos mis días transcurrían en una depresiva monotonía, pues lo único que hacía era limpiar, barrer, cavar y dormir, hasta una tarde en la que me encontraba colgando las cortinas del salón después de haberlas aireado. Andaba desesperándome al ver que el tejido estaba lleno de manchas descoloridas y de agujeros producidos por las polillas, cuando escuché un ladrido y, después, un grito agudo de tía Augustine. Me caí del taburete en el que estaba subida y aterricé con el trasero, provocando un ruido sordo.
– ¿¡De quién es este monstruo!?
La criatura a la que se refería tía Augustine volvió a ladrar. Me levanté, enderecé el taburete y después corrí al rellano para averiguar qué sucedía. Alguien se estaba riendo. El sonido de aquella risa me produjo un cosquilleo en la piel y supe al instante de quién se trataba.
– ¡Maldita vieja gruñona! Es mi cachorro -dijo Camille-, monsieur Gosling me lo ha regalado por haber conseguido cinco bises.
– ¡Por enseñar el coño y las tetas! -le espetó tía Augustine, gritando por encima de los ladridos-. ¡Te dije que no admitía mascotas!
Me sonrojé al escuchar a una mujer mayor utilizar aquel vocabulario. Sin embargo, el bochorno que me produjo no acabó con mi curiosidad. Preparada para enfrentarme a la ira de mi tía por espiar conversaciones ajenas, avancé escaleras arriba.
– Es tan pequeño que es más una planta que un perro. Se está usted portando como una auténtica bruja, solo porque la ha asustado.
– ¡No quiero desorden!
– ¡Pues parecía usted bastante feliz de vivir en el más absoluto caos hasta que llegó su sobrina!
Tras aquellas palabras, se creó un silencio y yo me detuve en el rellano del primer piso, aguzando el oído para escuchar qué vendría después. Se me ocurrió que Camille era muy osada por hablarle a tía Augustine así y que mi tía a su vez era muy codiciosa por alojar a una persona a la que tanto odiaba. Un día que la tía había dejado su libro de contabilidad abierto sobre su escritorio me enteré de que Camille pagaba el doble de alquiler que los demás, aunque no comía nunca en casa.
– No hará ningún ruido mientras yo no estoy -dijo Camille-. Esa muchacha suya puede sacarlo de paseo por las noches. Después, se dormirá.
– ¡Ella no va a hacer tal cosa! Ya está lo suficientemente ocupada -replicó tía Augustine.
– Estoy segura de que sí lo hará… si le pago. Y está claro que usted se quedará con la mitad de lo que le dé a ella.
La conversación se detuvo de nuevo. Supuse que tía Augustine estaba replanteándose todo el asunto. Prefería el dinero a que la casa estuviera limpia. ¿Pero iba a ceder ante una persona a la que despreciaba tanto? Me moría de ganas ante la idea de que me pagaran por hacer algo, aunque tía Augustine se quedara con la mitad. Me parecía que ganar algo de dinero no podía más que presagiar el principio de cosas mejores. Contuve la respiración y me deslicé hacia el siguiente tramo de escaleras. Pero el sonido de pasos dirigiéndose hacia mí hizo que me detuviera en seco. No era la torpe manera de andar de tía Augustine, sino el contoneo de una leona. Mi primer instinto fue darme la vuelta y echarme a correr. Pero en vez de eso, descubrí que mis pies se habían quedado totalmente inmóviles, como si fueran de plomo. Lo único que pude hacer fue mirármelos. Los pasos se pararon frente a mí.
– ¡Aquí estás!
Levanté la mirada. Durante un momento, pensé que estaba sufriendo una alucinación. Inclinada sobre la balaustrada del rellano superior se encontraba la mujer más hermosa que había visto jamás. El cabello rubio le caía formando ondas desde la coronilla, sus ojos eran de color azul cristalino y su nariz parecía esculpida como las de aquellas estatuas del Palais Longchamp que me paré a contemplar un día durante uno de mis paseos. Era como una rosa, ataviada con un vestido de color menta claro con un corsé de pétalos color escarlata. Entre sus estilizados dedos sostenía un animal cerca de su propio cuello. Por el tamaño, pensé que parecía una rata de pelaje color miel, pero cuando se volvió hacia mí y parpadeó con sus ojos saltones y sacó una pequeña lengua rosa, me di cuenta de que era el perro más minúsculo que había visto nunca.
Camille bajó hasta donde yo me encontraba y me colocó entre los brazos al animalillo, que no paraba de retorcerse.
– Se llama Bonbon. Es un chihuahua. Lo cual supongo que significa que cuesta una fortuna.
El perrito me lamió la cara y meneó su cola en forma de pluma con tanto vigor que le tembló todo el cuerpecillo. Acaricié su pelaje aterciopelado y le dejé mordisquearme los dedos, olvidándome por un momento de que Camille me estaba observando.
– ¡Mira tú! -comentó-, ya le gustas más que yo.
Levanté la mirada hacia ella.
– ¿Quiere usted que lo lleve de paseo?
– ¡Dios santo, sí! -respondió, acariciándose la barbilla y estudiándome de pies a cabeza-. No soy buena con los animales.
Acuné a Bonbon entre mis brazos, dándole la vuelta para hacerle cosquillas en la barriga. Fue cuando me di cuenta de que Bonbon no era macho, sino hembra.
Tía Augustine se quedaba con la mitad de los cincuenta céntimos que Camille Casal me pagaba por pasear a Bonbon durante una hora. Pero no me importaba, porque me daba la oportunidad de salir de aquella lóbrega casa. Cada vez que ponía un pie en la calle y Bonbon brincaba delante de mí, llevándome por las retorcidas callejuelas hacia los muelles, sentía que empezaba a vivir de nuevo. Escuchábamos a los voceadores de los restaurantes loando las virtudes de sus platos y a los gitanos tocando el violín. Bonbon y yo paseábamos por el bulevar principal de Marsella, la Canebière, parándonos para oler las rosas que llenaban los cubos de la puerta de la floristería o a contemplar embobadas el escaparate de la chocolaterie, donde mirábamos cómo empaquetaban los bombones en cajas adornadas con lazos dorados. Independientemente de si nos cruzábamos con hombres que bebían una copa de apéritif en las terrazas de los cafés o con mujeres ataviadas con sombreros y perlas que paladeaban sus cafés crèmes, todos ellos arqueaban las cejas de asombro al ver a una niña con un vestido desgastado paseando a un perro que llevaba un collar con strass.
Una tarde que Bonbon y yo regresábamos a casa, nos topamos con las prostitutas del edificio contiguo, que estaban en el umbral de su puerta, esperando a que llegaran los clientes de esa noche. Cuando me vieron con Bonbon prorrumpieron en chillidos.
– ¿Qué es eso que llevas al final de la correa? ¿'Una rata? -comentó la que estaba más cerca de nosotras, echándose a reír.
Aunque tía Augustine me había prohibido hablar con nuestras vecinas, no pude evitar sonreírles a aquellas mujeres. Cogí a Bonbon y se la tendí. Le rascaron bajo el morro y le acariciaron el lomo.
– Es muy mona. Mira qué orejas: ¡son más grandes que ella misma! -comentaron.
Solo cuando me encontré cerca de ellas, me di cuenta de que aquellas mujeres eran mucho mayores de lo que aparentaban a cierta distancia. Se les veían las arrugas y la piel llena de manchas bajo varias capas de maquillaje y colorete, y la esencia de agua de rosas que se desprendía de su cabello y sus ropas no lograba disimular el olor rancio de su piel. Aunque todas parecían felices y sonrientes, me sentí triste por ellas. Cuando las miré a los ojos, percibí que sus vidas debían de estar llenas de sueños rotos y oportunidades frustradas.
En cuanto Bonbon llegó al umbral de la casa de tía Augustine dejó caer el rabo, y yo sentí que si hubiera tenido uno también lo hubiera dejado caer en ese momento. Me agaché, le rasqué alrededor del collar y le hice cosquillas en las orejas.
– Puede que la tenga como huésped -escuché diciendo a tía Augustine mientras entraba por la puerta principal-, pero no voy a permitir que una mujer como esa se dedique a vagar por la casa o a traer hombres aquí.
Cerré la puerta lo más sigilosamente que pude. Las garras de Bonbon arañaron el suelo y se dejó caer, mirándome con sus inteligentes ojillos. La recogí del suelo, me la metí en el bolsillo y me deslicé hacia la cocina para escuchar qué más estaba diciendo tía Augustine. Había un espejo inclinado en un estante del salón y en él se reflejaba mi tía sentada a la mesa de la cocina con los pies metidos en un cubo. Ghislaine estaba limpiando unos mejillones y arrojaba las cáscaras dentro de una cesta. Tía Augustine bajó la voz y tuve que aguzar el oído para poder escucharla.
– Y no llevaba puesto apenas nada de ropa, ¡nada! -siseó-. Las mujeres se pegan un trozo de tela con cola de maquillaje y los hombres se ponen relleno…, bueno…, ya sabe usted dónde.
Me tapé la mano con la boca para contener una risita. ¿Cómo sabía tía Augustine todo aquello?
Ghislaine esperó hasta haber terminado de limpiar el último mejillón para contestar.
– No creo que Simone vaya a pervertirse solo por pasear al perro de Camille.
Aunque Marsella me había asustado al principio, acabé por cogerle cariño a la ciudad durante mis paseos con Bonbon. El Vieux Port tenía un aspecto muy pintoresco bajo la luz crepuscular provenzal. A aquella hora del día no había ni rastro del ajetreo de gente yendo de aquí para allá que tenía lugar al alba cuando abría la lonja de pescado. Las personas que paseaban por la tarde lo hacían tranquilamente y sin prisa. Los voceadores de los restaurantes pregonaban sus menús a voz en grito, atrayendo a los viandantes a sus establecimientos, que despedían especiados aromas a ajo y a guiso de pescado. Los gitanos se reunían en los muelles vendiendo cestas de mimbre y quincalla, o tentando a los transeúntes para leerles la mano o predecirles su fortuna. Ghislaine me había contado que estaban llegando de toda Europa para el festival anual de Les Saintes Maries de la Mer y que se pasarían la mayor parte del verano en el sur de Francia. El aire se animaba con la música de violines y canciones. Los vestidos rojos y amarillos de las bailarinas me recordaron a las flores silvestres que salpicaban las faldas de las colinas en Pays de Sault y pensé que ahora que tenía un poco de dinero podía responder a la carta de tía Yvette para contarles a ella y a mi madre qué tal me estaba yendo.
Pasé frente a un puesto que tenía lo que tomé por aves desplumadas colgadas entre dos postes. La carne olía a animal de caza y le pregunté al vendedor qué era. Se rascó la cabeza y trató de dibujar con el dedo la criatura en el aire antes de recordar cómo se llamaba en francés: le hérisson, el erizo. Retrocedí y eché a correr. Aquellos cuerpos me recordaban a Bonbon demasiado para mi gusto.
Una gaviota chilló sobre mi cabeza. Seguí su trayectoria por el cielo y la vi aterrizar en el puerto. Al mismo tiempo, divisé a Camille junto a un carro de fruta en la esquina de la Rue Breteuil. Llevaba un ramo de lirios envueltos en papel de periódico en una mano y le señaló unas uvas al frutero con la otra. Su cabello rubio relucía entre todos los rostros oscuros como una farola en un callejón oscuro. Llevaba puesto el vestido verde con un chal indio cubriéndole los hombros y el pelo peinado hacia atrás y recogido con un lazo. Tras recibir su compra, miró en la dirección en la que yo me encontraba. Pero, si me vio, no hizo ningún gesto que lo demostrara y se volvió en dirección a la Canebière.
«Debe de ir de camino al teatro», pensé. Bonbon se revolvió entre mis brazos y la puse en el suelo. Se fue correteando entre el mar de piernas, apresurándose hacia Camille y arrastrándome detrás de ella. Era un comportamiento muy extraño por parte de Bonbon, pues me tenía mucho más cariño a mí que a su dueña. Pensé que quizá entendía la curiosidad que me producía Camille y me estaba dando la oportunidad de hablar con ella fuera de casa.
Normalmente, la Canebière estaba siempre llena de gente, pero aquella noche se encontraba especialmente atestada por la afluencia de gitanos. Por una vez, agradecí mi altura tan poco femenina, que me permitía localizar la coronilla rubia de Camille moviéndose entre el mar de cabezas frente a nosotras. Dobló la esquina en una avenida bordeada de plátanos, y Bonbon y yo la seguimos. La calle estaba llena de estilosas mujeres que iban del brazo de sus sofisticados acompañantes. Los vendedores ambulantes de comida alineaban sus puestos contra las alcantarillas, y las rajas de melón y los melocotones aromatizaban el ambiente. Bonbon siguió correteando, ignorando los enjoyados caniches y fox terriers que movían la cola a su paso y le dedicaban miradas anhelantes. «¿Habrá estado aquí antes? -me pregunté-. ¿Se estará acordando del camino a casa?».
Me parecía poco correcto estar siguiendo a Camille, pero no ponía acercarme a ella lo suficiente como para llamar su atención. En cada esquina esperaba que se volviera y me viera, pero nunca lo hizo. Seguía adelante, concentrada en llegar a su destino. Después de un rato, dobló la esquina de una estrecha callejuela cuyas casas bloqueaban los últimos rayos de sol. Los adoquines apestaban a alcohol y a vómito. Las fachadas de las casas -las que no estaban cubiertas de medra- tenían la pintura desconchada. Las prostitutas, mucho más esqueléticas que nuestras vecinas, miraban desde el umbral de las puertas, haciéndoles señas a los grupos de marineros que merodeaban por la calle. Cogí a Bonbon en brazos y miré a mis espaldas, sin querer continuar hacia las calles laterales, pero atemorizada de volver atrás.
Camille desapareció en una esquina y eché a correr para seguirle el paso. Me encontré en una plaza con una fuente en el centro. Al otro extremo había un enorme edificio de piedra con cuatro columnas y paneles esculpidos con ninfas danzarinas a cada lado de las puertas dobles. El cartel superior rezaba: «Le Chat Espiègle». El edificio era impresionante por su tamaño, pero destartalado en los detalles. Las columnas estaban agrietadas y cubiertas de manchas, y los relieves, que probablemente en su día fueron blancos, habían ennegrecido y estaban tiznados de mugre. Alcancé la fuente a tiempo para ver a Camille entrando en un callejón en el lateral del edificio. Salí corriendo tras ella y estaba a punto de llamarla cuando subió deprisa un tramo de escaleras y desapareció tras una puerta. Dudé un momento, preguntándome si debía seguirla. Subí los escalones y giré el pomo, pero la puerta estaba cerrada. A través de una ventana abierta del segundo piso se escapaba el débil sonido de unas notas al piano y el eco de un taconeo. Bonbon puso las orejas en tensión y yo me paré a escuchar.
De repente, resonaron unos pasos sobre los adoquines de la calle, así que bajé de un salto los escalones y me escondí detrás de unas cajas de basura. Lo hice justo a tiempo, antes de que me sorprendiera una procesión de mujeres que se aproximaban a nosotras. Eran jóvenes y esbeltas, con el pelo corto y caras bonitas. Me acomodé contra una pila de periódicos arrugados y de botellas vacías. El aire apestaba a ginebra y a pescado. Bonbon bajó las orejas y apretó su cabecilla contra mi pecho.
Una chica pelirroja subió las escaleras dando zancadas y golpeó la puerta con los nudillos. Las otras se apoyaron sobre la barandilla o se sentaron. Llevaban modernos vestidos, con el corte justo por debajo de la rodilla, pero incluso desde donde yo me encontraba agazapada podía ver que estaban hechos de encaje acartonado y baratas cuentas descoloridas.
Una chica con el pelo rubio oxigenado sacó un peine del bolso y se lo pasó por el flequillo.
– Tengo hambre -se quejó, doblándose hacia delante y cubriéndose el estómago con una mano.
– Eso es lo que pasa cuando no comes -replicó la muchacha que estaba a su lado.
Su acento era poco natural y, aunque sus facciones eran elegantes, hablaba un francés barriobajero.
– No puedo comer -respondió la primera chica, mirando por encima del hombro a la pelirroja, que estaba llamando a la puerta otra vez-. Tengo que pagar mañana el alquiler.
– Mon Dieu! ¡Qué calor hace! -se quejó una muchacha morena, secándose el sudor de la frente con un pañuelo-. Me estoy marchitando como una flor.
– Ahora hace un poco menos -le respondió la chica hambrienta-. Era peor esta tarde. El maquillaje se me caía a chorros por el sudor. No encienden los ventiladores durante los ensayos.
La pelirroja se volvió.
– Marcel me dejó caer durante el baile arabesco.
– ¡Ya lo vi! -exclamó otra chica-. ¡Y caíste en medio del charco de sudor que había a sus pies!
– ¡Menos mal que no me ahogué! -bramó la pelirroja, estallando en carcajadas.
Las otras muchachas se echaron a reír.
El cerrojo chasqueó y todas se pusieron de un salto en fila, como a fuerza de costumbre. La puerta se abrió de golpe.
– ¡Bonsoir, Albert! -corearon una por una antes de desaparecer en la oscuridad.
Bonbon se revolvió y me lamió los dedos. Estaba a punto de ponerme en pie cuando escuché más pasos sobre los adoquines de la calle y me volví a esconder. Espié entre las pilas de basura para ver a una mujer con aspecto de matrona dirigiéndose hacia nosotras con un montón de cajas de sombreros en las manos. Las cajas eran tan altas que tenía que mirar por un lado para saber por dónde iba. La seguían de cerca dos hombres muy morenos que llevaban estuches de instrumentos musicales bajo el brazo. El trío se paró delante de la puerta y uno de los hombres llamó. Como había sucedido con las chicas, tuvieron que esperar unos minutos antes de que se abriera y desaparecieran en el interior. Aunque me dolían las pantorrillas y los pies y Bonbon se estaba revolviendo entre mis brazos, me sentía hipnotizada por la procesión de gente que pasaba ante mis ojos. En comparación con mi vida de extenuante trabajo, todos ellos resultaban muy misteriosos.
La puerta se abrió y pegué un salto. Salió un hombre, que echó un vistazo al callejón. Estaba segura de que me vería, pero se paró poco antes de descubrir mi escondrijo. A pesar del calor, llevaba puesto un abrigo sobretodo que le llegaba hasta los tobillos y tenía el cuello de la camisa subido. El hombre dejó la puerta abierta, fijándola con un ladrillo, y se reclinó sobre la barandilla durante un momento antes de rebuscarse en el abrigo y liarse un cigarro. Noté que el tobillo derecho me ardía de estar en cuclillas y moví un poco el pie para aliviar el calambre. Golpeé con el zapato una botella de vino, que se fue rodando hasta chocar contra un cubo de basura con un tintineo. El hombre giró sobre sus talones y me miró a los ojos. A mí se me cortó la respiración.
– ¡Vaya! ¡Hola! -saludó, rascándose la barba de varios días que le cubría la barbilla.
– ¡Hola! -contesté, poniéndome en pie y estirándome el vestido. Después, incapaz de pensar en una buena razón para justificar que me estuviera escondiendo en la basura, exclamé-: ¡Buenas noches!
Y salí corriendo del callejón.
Intrigada por lo que había presenciado y a falta de otra diversión, regresé al teatro la noche siguiente. Pero cuando llegué al callejón estaba desierto. Pensé que quizá Le Chat Espiègle no ofrecía espectáculo los sábados por la noche y corrí a la taquilla, donde me aseguraron que sí que había y me señalaron los precios de las entradas. Volví al callejón. Escuché que alguien afinaba un violín, lo que me convenció de que disfrutaría de nuevo de la llegada de los artistas. Encontré una caja vacía entre la basura y la coloqué bajo el toldo de la tienda de objetos usados que se encontraba frente a la puerta de artistas. Me senté en la caja con Bonbon sobre el regazo, me cogí las rodillas con las manos y observé con expectación la esquina. No tuve que esperar mucho hasta que aparecieron las coristas, riéndose y desfilando como patitos de camino al estanque. La chica pelirroja fue la que primero me vio:
– Bonsoir! -exclamó, sin sorprenderse ni lo más mínimo de ver a una niña sentada en una caja con un perro sobre las rodillas.
Las otras me saludaron con la cabeza o me sonrieron al pasar. Llamaron a la puerta, se abrió y desaparecieron en la oscuridad.
Un poco más tarde, tres hombres y dos mujeres aparecieron detrás de la esquina. Me sorprendió su forma de marchar al andar, sus fornidas espaldas y sus barbillas levantadas. Los brazos de los hombres eran tan anchos como troncos de árboles, mientras que las extremidades de las mujeres eran nervudas y sus rostros estaban en tensión. Dos de los hombres cargaban con un baúl. Cuando se aproximaron, vi las palabras «La Familia Zo-Zo» pintadas en un lateral, junto a una imagen de seis trapecistas balanceándose en la cuerda floja. La cuerda se encontraba sobre un río atestado de cocodrilos y en el fondo se veían montañas y árboles de aspecto prehistórico. Había seis acróbatas en la imagen, pero solo cinco personas formaban el grupo. Me pregunté qué le habría sucedido al sexto componente.
Una de las mujeres llamó a la puerta. Se abrió y esta vez vislumbré la silueta del portero acechando en las sombras. Después de que entraran los acróbatas, salió al rellano.
– Pensé que era usted -me dijo-. Llega pronto. Normalmente no dejamos entrar a los admiradores hasta después de la actuación. Y solo pueden entrar los que han pagado por ver el espectáculo.
El corazón me palpitó con fuerza. Me dio la terrible sensación de que me iba a echar. Tartamudeé que lo único que quería era ver la llegada de los artistas y que no tenía dinero para presenciar el espectáculo, pero que, si lo tuviera, sin duda pagaría por entrar en una sala con tanta categoría. Los ojos del portero brillaron y las comisuras de su boca formaron un amago de sonrisa.
Un hombre que llevaba un traje muy usado con las rodillas desbastadas y una camisa blanca que más bien presentaba una tonalidad grisácea se dirigió hacia nosotros. Su mirada estaba fija sobre un pedazo de papel arrugado que sostenía en la mano. Llevaba la otra mano metida en el bolsillo.
– Bonsoir, Georges -le saludó el portero.
El hombre se detuvo durante un instante y levantó la mirada, pero no contestó al saludo. Murmuró algo para sus adentros y subió las escaleras. El portero alzó la voz y repitió:
– ¡Bonsoir, Georges!
Puesto que el otro hombre seguía sin responder, el portero bloqueó el callejón poniéndose en medio y cruzó los brazos sobre el pecho.
– Ya demuestra bastante mala educación al no saludarme a mí -le espetó-. Pero podría hacer el favor de al menos decirles «bonsoir» a la joven señorita y a su perro, que se encuentran allí. Le estaban esperando.
El hombre contempló al portero y después se volvió sobre sus talones y me lanzó una mirada aterradora. Bonbon retrocedió y se echó a ladrar.
El hombre arrugó el entrecejo como si se acabara de despertar de un sueño.
– Bonsoir -dijo gravemente, saludando con la cabeza antes de pasar junto al portero y sumirse en la oscuridad.
Su rostro lleno de picaduras y aquellos ojos hundidos me provocaron una sensación macabra. Me pregunté si sería uno de aquellos magos sobre los que había leído, que practicaban la magia negra y cortaban a bonitas mujeres en dos con una sierra.
El portero contempló al hombre mientras desaparecía.
– Ese es el humorista -aclaró sonriendo.
Resonaron unos tacones sobre los adoquines de la acera, ¡clic, clac, clic, clac! Los tres levantamos la mirada. Camille venía caminando por el callejón, con las piernas desnudas a causa del calor. Llevaba un vestido rojo y se había peinado el pelo hacia un lado con una peineta. Justo detrás de la oreja se había colocado una orquídea. Cogía uvas del racimo que llevaba en la mano y se las comía de una en una, masticando cada una de ellas con aire pensativo mientras miraba al infinito. Detrás de ella, resonaron unos pasos más pesados. Advertí a un hombre con sombrero de copa y frac que dobló la esquina con un voluminoso ramo de rosas bajo el brazo. Me estaba preguntando qué tipo de espectáculo haría, cuando el hombre emitió un gemido de dolor:
– ¡ Caaaamiiiilleee!
Sentí escalofríos al oírlo. Pero si aquel hombre estaba esperando que Camille reaccionara, no lo logró. Ella siguió acercándose tranquilamente con los ojos fijos en la puerta de artistas, sin ni siquiera verme a mí. El rostro del hombre enrojeció y se mordió el labio. Tenía aproximadamente treinta años, pero sus abultadas mejillas y su exigua barbilla le conferían el aspecto de un bebé.
– ¡¡¡Camille!!! -suplicó, corriendo hacia ella.
Camille frunció el entrecejo y se volvió para encararse con su perseguidor.
– ¿No puedes dejarme en paz ni un minuto? -rezongó.
El hombre se paró en seco, tragó saliva y avanzó un paso más.
– Pero me lo prometiste…
– Me estás aburriendo. Lárgate ya -le espetó ella, elevando el tono de voz.
El hombre se puso tenso. Le dedicó una mirada al portero, que lo contempló con ojos compasivos.
– Nos encontraremos después del espectáculo, ¿verdad?
– ¿Para qué? -le contestó Camille, encogiéndose de hombros-. ¿Para que me des otro perro? Ya he regalado el primero.
Bonbon levantó las orejas. Asumí que aquel hombre debía de ser monsieur Gosling, el admirador que le había regalado a Bonbon a Camille después de haber conseguido cinco bises. Parecía fuera de lugar en aquel entorno.
– Escúchame bien -le espetó Camille, clavándole la punta del dedo en el pecho-. No dejo que me traten como a un juguete. No tengo tiempo para nadie que no vaya en serio.
Lo apartó de su camino y ya había subido la mitad de las escaleras cuando monsieur Gosling dejó escapar otro gemido y cayó de rodillas al suelo. Pensé que se iba a desmayar o que se iba a arrastrar tras ella. Sacó el ramo de rosas que llevaba bajo el brazo. No me cupo la menor duda de que aquel no era el momento adecuado para ofrecérselo a Camille, cuya boca se curvó en una sonrisa cruel. Daba la sensación de que estaba a punto de lanzarle otro comentario mordaz, cuando se paró en seco y contempló las flores. Vio algo en ellas que le hizo cambiar de opinión. Se le dulcificó la expresión como un capullo abriéndose para recibir la lluvia.
– ¡Monsieur Gosling! -ronroneó, pasándose los dedos por el cuello antes de hundir la mano en los pétalos y sacar algo de entre ellos.
Brilló a la luz del sol. Era un brazalete de diamantes.
La confianza de monsieur Gosling aumentó cuando vio que Camille estaba disfrutando. El tono de ella pasó de ser gélido a un murmullo provocativo cuando le dijo:
– Así está mejor.
Y lo besó en la mejilla. Él era como un cachorrillo que había complacido a su dueña por haber orinado en el lugar adecuado.
– ¿Después del espectáculo…? -comenzó a decir, tratando de adoptar un tono varonil y exigente, pero, aun así, seguía sonando dubitativo.
– De acuerdo, después del espectáculo… -respondió Camille antes de escabullirse junto al portero hacia la oscuridad.
El portero puso los ojos en blanco. Monsieur Gosling bajó brincando las escaleras, pero se sobresaltó cuando me vio, o más bien cuando vio a Bonbon.
– ¿Ese es…? Debo preguntarle… ¿Ese es? -tartamudeó, acercándose a mí.
– Sí -le contesté-. Este es el cachorro que le regaló a mademoiselle Casal. Yo lo paseo todos los días.
Abrió mucho los ojos y se echó a reír, mostrando unos dientes torcidos. Yo hubiera salido huyendo de no haber estado el portero allí también. Monsieur Gosling palmoteo y miró hacia el cielo, sonriendo de oreja a oreja.
– ¡Después de todo, me quiere! -gritó, lo bastante alto como para que lo oyera toda Marsella-. ¡Ella me quiere!
No pude ir al teatro la noche siguiente. Tenía a Bonbon en la puerta, lista para salir, cuando tía Augustine me llamó desde las escaleras para decirme que tenía que llevarle una nota urgente a su abogado.
– Puedes combinar ambos paseos -me sugirió.
«En realidad no», pensé yo, sabiendo que no podría ir hasta el despacho de su abogado en la Rue Paradis y después dirigirme al teatro.
Al día siguiente, mientras estaba ajustándole la correa a Bonbon para nuestro paseo, tía Augustine me llamó para decirme que quería que le llevara una carta al farmacéutico. Esperaba que no fuera a hacer una costumbre de aquellos paseos que eran una combinación entre sacar a la perrita y hacerle sus recados. Después de dejar la carta en la farmacia, corrí hasta llegar a Le Chat Espiègle. Cuando alcancé el callejón, me dio un salto de alegría el corazón al ver que mi cajón estaba preparado para mí, junto con una jarra de agua para Bonbon. Tomé asiento y me eché un poco de agua en la palma de la mano para que Bonbon la lamiera. Sin embargo, después de esperar un cuarto de hora, nadie había llegado aún. Me apoyé contra el muro, tratando de contener la decepción. Me había presentado treinta minutos más tarde de la hora a la que había llegado las dos primeras noches y me los había perdido a todos. Cuando estaba a punto de levantarme y marcharme, la puerta de artistas se abrió de un golpe y me habló desde el interior una voz familiar:
– Pensé que no iba usted a venir.
Levanté la mirada y vi al portero sonriéndome.
– ¿Me los he perdido?
Asintió y me dio un vuelco el corazón.
– Siendo así, mademoiselle -me dijo-, le sugiero que pase usted adentro y contemple el espectáculo entre bastidores.
Pegué un salto, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Me temblaron tanto las piernas que apenas pude moverme.
– ¡Vamos! -me animó el portero entre risas.
No necesitaba más invitación que aquella. Corrí escaleras arriba me interné a través de la puerta por donde había visto pasar a los demás antes que yo. Al principio, me sentí aturdida por el contraste entre la luminosidad exterior y la oscuridad del interior, pero tras unos segundos se me acostumbraron los ojos y vi que estaba en el hueco de una escalera atestado de sillones y paneles pintados con decorados de un baño turco.
– Me llamo Albert -me dijo el portero-. ¿Y usted es…?
– Simone. Y esta es Bonbon -le respondí, levantando a Bonbon delante de él.
– Encantado de conocerlas a las dos -me contestó, haciéndome un gesto para que le siguiera escaleras arriba y a través de un estrecho pasillo-. Pues ahora, Simone y Bonbon, es muy importante que ambas se estén muy calladas, porque si no la dirección del teatro se enfadará.
Apartó una cortina y me señaló un taburete situado bajo unas escaleras. Avancé entre más paneles de decorados, una lámpara de araña que se encontraba sobre un sofá roto y un cubo de arena, y después me acomodé en el espacio que había y coloqué a Bonbon sobre mi regazo. Me picaba la nariz por el olor a polvo y pintura, pero no me importó. Albert se presionó el dedo índice contra los labios y yo asentí, dándole a entender que mantendría mi promesa de estar callada. Él sonrió y desapareció.
Eché un vistazo a través de una rendija de la cortina y tuve que entrecerrar los ojos a causa de las deslumbrantes luces que brillaban como cuatro soles hacia mí. Descubrí que estaba en las cajas más cercanas al telón de fondo, que se trataba de una imagen de una estampida de búfalos a través de una llanura. En la distancia, un vagón de tren serpenteaba paralelo a un río. Desde donde me encontraba, también veía el escenario y el foso de la orquesta, y, más allá, las tres primeras filas de asientos. En el centro del escenario había un imponente tótem de madera que tenía unos primitivos rostros esculpidos a ambos lados. La orquesta estaba afinando los instrumentos y un hombre de piernas larguiruchas y un bigote con las puntas engominadas en forma de caracolillo se movía rápidamente de un lado para otro, gritándole a alguien que se encontraba en los bastidores frontales que cerrara el telón.
– ¡El público está a punto de entrar! -chilló, pasándose los dedos por su engominado cabello-. ¿Qué quieres decir con que la cuerda está enredada?
Como respuesta, se escucharon varios gruñidos y un sonido de desgarro. Ambas partes del telón fueron saliendo bruscamente desde los bastidores, pero se detuvieron súbitamente dejando un metro de distancia entre ambas. Se oyeron más gruñidos desde el bastidor frontal, seguidos por una ristra de palabrotas.
El hombre alto contempló un punto fijo en el telón de fondo durante un instante antes de exclamar entre suspiros:
– ¿Qué quieres decir con que no se cierran más? Te dije que debías comprobarlas durante el ensayo. Ahora es demasiado tarde como para engrasar los raíles.
Se oyó un ruido sordo y el decorado se tambaleó. Bonbon aulló, pero por suerte el ruido había sido tan fuerte que su eco ahogó el aullido. Le acaricié el lomo y miré por la rendija. El tótem se había caído hacia un lado. Dos hombres que llevaban monos de trabajo y martillos en los bolsillos traseros se apresuraron a salir al escenario para enderezarlo, fijando una sujeción en la base. Al hombre del bigote con florituras se le salieron los ojos de las órbitas y apretó los puños a ambos lados del cuerpo. Parecía a punto de explotar, pero cuando el tótem estuvo bien sujeto y los dos tramoyistas volvieron a los bastidores, dejó escapar una exhalación lenta y sibilante, levantó los brazos en el aire y gritó:
– ¡El espectáculo debe continuar!
El escenario se quedó a oscuras y yo me pregunté qué pasaría a continuación. Distinguí una fila de luces alrededor del foso de la orquesta y un círculo de luz producido por un foco que se encontraba en el bastidor frontal.
Después de un rato se oyeron unas voces. El sonido fue creciendo en intensidad. Moví la nariz intranquila. Observé a través de la rendija más allá del telón y percibí las siluetas de una fila de gente que se movía por los pasillos del patio de butacas e iba ocupando sus asientos. Unos minutos más tarde, una voz masculina resonó por toda la sala y el murmullo de las conversaciones se detuvo bruscamente.
– Señoras y caballeros, bienvenidos a Le Chat Espiègle…
Me recorrió un escalofrío por toda la columna vertebral hasta el final de las piernas. Bonbon se apretó contra mí y levantó las orejas. Un foco de luz se encendió en el escenario, delante del telón. El público aplaudió. La vibración del aplauso sacudió las tablas del suelo bajo mis pies e hizo que la lámpara de araña tintineara. La orquesta arrancó con una melodía romántica y un hombre ataviado con una camisa de rayas y una boina se metió bajo el foco. Se volvió y pude ver su perfil. Llevaba el rostro cubierto de maquillaje blanco, y los ojos y la boca pintados de negro. Levantó la mano y simuló que estaba oliendo una flor. Tras contemplarla con admiración, se la ofreció a unos transeúntes imaginarios. Ya había visto antes mimos en la feria de Sault, pero este era más convincente. Cada vez que recibía una negativa al ofrecimiento de su flor, dejaba caer los hombros e inclinaba la cabeza de tal manera que me transmitía perfectamente su desilusión. No podía ver sus expresiones faciales, pero el público estallaba en carcajadas y pateaba el suelo por su actuación, que terminó cuando uno de los transeúntes invisibles aceptó la flor y el mimo se fue dando saltitos hacia el patio de butacas.
Los instrumentos de percusión iniciaron una explosión de tambores y cascabeles. El telón se abrió por completo y la luz inundó el escenario. Oí una estampida por la escalera que se encontraba sobre mi cabeza y el escenario se llenó de coristas vestidas como indias americanas. Llevaban medias de color tostado que resplandecían bajo las luces y el pelo peinado en largas trenzas, que oscilaban a ambos lados de sus rostros mientras saltaban y hacían cabriolas alrededor del tótem, entonando un grito de guerra. El público se puso en pie y las vitoreó. Algunos silbaron y otros las abuchearon. Gracias a que las luces ahora eran más potentes, podía ver mejor que antes al público. Casi todos eran hombres embutidos en trajes y sombreros oscuros o marineros, pero también había alguna que otra vistosa mujer vestida de lentejuelas y plumas, y media docena de hombres que parecían bastante fuera de lugar, ataviados como monsieur Gosling. En el escenario, el baile se volvió más frenético. Los guerreros indios llegaron en canoa, pero las indias les superaban en número y los derribaron para robarles los mocasines.
Después, tan rápido como habían aparecido, las chicas se marcharon como hormigas antes de una tormenta, corriendo hacia los bastidores o escaleras arriba. El sonido amortiguado de sus voces resonó a mi alrededor. Las luces se apagaron de nuevo. Bonbon tembló entre mis brazos. El corazón me palpitaba con fuerza en el pecho. Contemplar el espectáculo era como ser abatido por un rayo. Me quemaba la piel y me latían las sienes. Nunca antes había experimentado algo así.
Espié de nuevo a través del telón y parpadeé. Unos seres fantasmales se movían desordenadamente por el escenario. Levantaron algo sobre el telón de fondo que se desenrolló con un ruido sordo como el de una vela desplegándose al viento. Empujaron el tótem hacia los bastidores y en su lugar colocaron tres objetos que parecían árboles. Unos minutos más tarde, las tenebrosas siluetas se retiraron, como asesinos escabullándose entre las sombras. Me di cuenta de que se escuchaba una voz apagada y comprendí que otro número estaba teniendo lugar delante del telón. Los hombros redondeados y la postura adusta me resultaban familiares y supuse que era el humorista huraño. No alcanzaba a oír lo que estaba diciendo porque proyectaba su voz hacia el público, pero fuera lo que fuera no les gustaba. Le estaban abucheando y golpeaban los puños contra los laterales de sus asientos.
– ¡Saquen a las chicas! -gritó una voz hosca por encima de la algarabía.
No me enteré de si el humorista había terminado su número o no, pero instantes después el arpa comenzó una melodía cantarína. Se le unió una flauta, que arrastraba las notas como si se tratara de una serpiente. Una luz dorada inundó el escenario. El público se quedó boquiabierto y yo también. El decorado estaba ambientado en el antiguo Egipto con un telón de fondo de arena, pirámides y palmeras. Las coristas estaban de pie o arrodilladas delante de una escalera que desaparecía por el techo. Vestían túnicas blancas atadas a un hombro con un broche dorado y todas ellas tenían un aspecto muy similar, con pelucas de color ébano y los ojos alargados con una gruesa raya negra. Los eunucos se encontraban de pie a ambos lados del escenario, agitando abanicos de plumas de pavo real. Las coristas cantaron y sus voces recibieron respuesta de otra voz que provenía ce más arriba.
Unos pies enjoyados con tobilleras plateadas aparecieron en lo cito de la escalera y comenzaron a descender. Después, les siguieron unas estilizadas piernas y un torso. Cuando la mujer surgió por completo, se impuso un silencio ahogado entre el público. Llevaba cubiertas las caderas con una gasa de muselina que se le cerraba a la cintura con una hebilla en forma de cobra. Toda ella relucía por las joyas que la adornaban de pies a cabeza. Brillaban en los lóbulos de sus orejas y en sus muñecas, y en la parte superior de cada brazo tenía un brazalete dorado. Sobre el pecho le colgaban tiras de cuentas que apenas escondían sus senos turgentes. Fue avanzando paso a paso, deslizándose escalera abajo. Gracias a aquella elegante manera de andar logré reconocerla. Era Camille. Había pasado de ser una hermosa mujer a transformarse en un exótico objeto de deseo. De repente, comprendí la obsesión de monsieur Gosling.
Camille alcanzó el final de las escaleras y se movió hacia las candilejas, donde comenzó a hacer ondas con los brazos y a contonear las caderas al ritmo de la música. Un hombre de la primera fila se tapó la boca con la mano sin poder apartar los ojos de ella. El resto del público no se movió ni lo más mínimo. Se quedaron inmóviles, agarrados a sus asientos. Camille movió sensualmente los hombros y las caderas y giró en círculo. Alcancé a ver un instante el brillo de sus ojos, su expresión altiva. Todos los demás artistas que la acompañaban en escena se desvanecieron, se volvieron insignificantes. La voz de Camille era fina pero su presencia sobre el escenario resultaba formidable. Un barco de velas púrpuras apareció deslizándose desde los bastidores y se detuvo a los pies de la escalera. Flanqueada por las coristas, Camille se subió a él. Se volvió y le dedicó al público un último y descarado contoneo de caderas antes de desaparecer como por arte de magia. Las luces se apagaron. El baile había terminado. El público se puso en pie y aclamó, su aplauso fue tan ensordecedor como un trueno. Apreté a Bonbon contra mí, ambas estábamos temblando.
Tras varios bises, en ninguno de los cuales apareció Camille de nuevo, me di cuenta de que se me estaba haciendo tarde y que tendría que perderme el segundo acto. Me levanté para irme a casa.
Albert estaba fumando en el rellano y le di las gracias por haberme dejado ver el espectáculo, pero apenas oí mis propias palabras, pues todavía resonaba en mis oídos el vivido recuerdo de la música y del aplauso del público. Caminé por la Canebière como en sueños y las patitas de Bonbon repiquetearon sobre los adoquines delante de mí. Me imaginaba el número de Camille una y otra vez; me había impresionado más que ninguna otra cosa que hubiera visto antes. No era lascivo ni vulgar como lo había descrito tía Augustine. Era fascinante. Y en comparación con aquello, mi vida parecía aún más deprimente.
Llegué a la puerta principal cuando se estaba poniendo el sol y levanté el pestillo. Pero la chica que había dejado la casa aquella tarde no era la misma que regresaba. Entonces supe que tenía que lograr subirme al escenario o mi vida no valdría nada.
Le Chat Espiègle no era precisamente un teatro de variedades de primera categoría con un gran presupuesto de producción ni un público entre el que se contaran duques y príncipes. Pero para mí se trataba de un lugar mágico. Pensaba que las luces y la música, aquellos trajes brillantes y las coristas eran el colmo del glamour y el entusiasmo. Aunque es cierto que no tenía nada con lo que compararlo. Para mí no existían los telones raídos, los asientos desgastados ni los rostros prácticamente famélicos de los artistas. Vivía anhelando aquellas noches en las que Bonbon y yo íbamos hasta el teatro y Albert nos colaba en nuestro lugar secreto entre bastidores.
A veces, algunas actuaciones se pasaban del segundo acto al primero de la representación y una vez asistí a la matiné del domingo cuando a tía Augustine le dio una migraña y me ordenó que no la molestara ni hiciera ningún ruido en la casa. De esa manera, tuve la oportunidad de ver los números de otros intérpretes. Los artistas y el empresario teatral, monsieur Dargent, me descubrían de vez en cuando, pero no decían nada. Incluso Camille hacía caso omiso de mi presencia: permanecía distante sin delatarme a tía Augustine y seguía pagándome por pasear a Bonbon.
El mimo se llamaba Gerard Chalou. Aunque solo podía verle la espalda durante su representación, me solía tropezar con él entre bastidores mientras practicaba la postura de los hombros contra una pared o se tumbaba boca arriba y contraía y relajaba los músculos del abdomen. A veces calentaba en la caja en la que yo me sentaba y a menudo se pasaba cuatro o cinco minutos moviendo solamente los ojos.
– Son los que lo comunican todo -aclaró, ante mi expresión sorprendida-. También hay que calentarlos.
Una vez, durante el intermedio, Chalou nos ofreció a Albert y a mí una representación de su número sobre un caniche maleducado. Para enfatizar los momentos cómicos, se quedaba congelado en algunas posturas. Escudriñé sus labios y el pecho en busca de algún indicio que demostrara que estaba respirando, pero no encontré ninguno. Madeleine y Rosalie, dos coristas que aparecían desnudas en el espectáculo excepto por sus cache-sexes tachonados de joyas, le rogaron a Gerard que les enseñara aquella técnica especial de «inmovilización».
– Podéis practicar corriendo -les indicó-. Y después, quedaos quietas en una postura. No debéis mover ni un músculo. Pero tampoco puede parecer que estáis muertas. A través de la mirada, tenéis que transmitir vida.
Madeleine y Rosalie trotaron por la habitación como caballos. Cuando Gerard gritó: «¡Quietas!», se pararon en seco, tratando de no tambalearse sobre los tacones de aguja que llevaban y sosteniendo sus boas de plumas tras ellas, como si fueran alas. Pero por mucho que lo intentaran, cada vez que lo hacían, algo siempre las delataba. Un pendiente tintineaba contra su tocado; una pulsera que se deslizaba brazo abajo; o sus pechos, que continuaban rebotando. Aunque se suponía que aparecían desnudas, sus «trajes» solían ser más pesados que los de las coristas que aparecían vestidas.
Monsieur Dargent, que pasaba por allí, contempló sus intentos con interés.
– No nos servirá, ni aunque logren congelarse -comentó-. No, si para ello tienen que correr tanto.
Albert me explicó que, según la ley, las coristas desnudas podían aparecer en el programa siempre y cuando lo único que hicieran fuera desfilar y posar. Si bailaban o se movían demasiado, se las consideraría bailarinas eróticas al desnudo y la policía cerraría el espectáculo.
Claude Conter, el mago, era maravilloso. Tenía una piel luminosa y unos ojos claros de prestidigitador místico. Cuando caminaba por el escenario, su capa brillaba y chispeaba como cargada de electricidad. Yo lo contemplaba mientras daba tres toques con su varita sobre una jaula y retiraba el pañuelo color púrpura que la cubría. El canario que estaba dentro había desaparecido. El público aplaudía. Claude levantaba las palmas de las manos y se las mostraba a los cautivados espectadores.
– Ya lo ven, nada por aquí, nada por allá.
Cuando la Familia Zo-Zo aparecía, todos entre bastidores se asomaban a mirar y sus caras maquilladas, junto a la mía sin maquillar, se volvían hacia los focos mientras Alfredo, Enrico, Peppino, Vincenzo, Violetta y Luisa se empolvaban las manos y subían por la escalera de cuerda para tomar posiciones en las plataformas.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -murmuraba madame Tarasova, la encargada de vestuario, llevándose un pañuelo a la boca.
Violetta y Luisa saltaban para alcanzar sus columpios y oscilaban como aves enjoyadas, moviéndose adelante y atrás para coger velocidad. La Familia Zo-Zo realizaba su actuación sin red y el crujido del trapecio cada vez que soportaba el peso de sus cuerpos añadía emoción al espectáculo. A menudo, el público emitía gritos ahogados y a veces también chillaban. En los momentos en que la presión me resultaba demasiado grande, me veía obligada a bajar la vista hacia los músicos que se encontraban en el foso de la orquesta. No había música durante ese número: un redoble inadecuado podía ser fatídico. El director de la orquesta cerraba los ojos firmemente. Los violinistas permanecían sentados con las cabezas gachas, como monjes durante la hora de rezo. Únicamente los de la sección de viento eran lo bastante valientes como para seguir mirando. A mí se me cortaba la respiración un segundo antes del cambio de trapecios y se me subía el corazón a la garganta. De repente, ambas mujeres giraban y daban volteretas por el aire como delfines plateados. Sentía algo en el estómago que me hacía creer que se estaban cayendo, que se iban a estrellar contra los mortíferos bordes del escenario. Pero con una palmada se agarraran de las manos de sus compañeros justo en el último segundo y el público se quedaba boquiabierto durante un instante. Los espectadores a los que no les temblaban las piernas se ponían en pie para aclamarlos con admiración. Y de algún modo, a partir de aquel momento, me convencía de que los integrantes de la Familia Zo-Zo estarían seguros aunque las piruetas y las volteretas se volvieran cada vez más complicadas a medida que avanzaba la actuación.
Aunque contemplé aquel número varias veces, siempre que terminaba y la orquesta tocaba una melodía triunfante se me empañaba la vista por las lágrimas que me llenaban los ojos. Aquella actuación me provocaba sentimientos encontrados, mezcla de belleza y repulsión. Me parecía muy hermoso porque aquel número era un símbolo de confianza sin trampa ni cartón y me resultaba repulsivo por los fragmentos de las conversaciones que después escuchaba entre bastidores.
– Bueno, esta vez no les ha pasado nada -murmuraban con un suspiro.
Cuando todos los integrantes de la Familia Zo-Zo descendían al escenario para saludar, la exhalación colectiva de alivio que compartían los otros artistas contenía un deje de insatisfacción: la misma decepción que sienten los espectadores de un suicidio cuando el protagonista decide no saltar.
Pero mi mayor miedo era que tía Augustine descubriera adónde iba cada noche y me prohibiera pasear a Bonbon para siempre. No se me daba bien mentir y aquella doble vida que llevaba comenzó a pasarme factura. Me daba miedo llegar tarde a casa, y cuando se acercaba la hora del paseo nunca sabía hasta el último minuto si tía Augustine me mandaría a hacer algún recado y acabaría quedándose en nada mi expectación por ir al teatro, acumulada durante todo el día. Si alguna vez quería trabajar en el mundo del espectáculo, tendría que dejar primero la casa de tía Augustine.
En ese sentido, Albert vino al rescate.
– Madame Tarasova necesita ayuda con el vestuario -me dijo-. Ve a verla.
Me pellizqué la muñeca para asegurarme de que no era un sueño y me interné en los pasillos entre bastidores donde la encargada de vestuario estaba amontonando vestidos en un estante.
– Bonsoir, madame -la saludé-. Albert me ha dicho que necesitaba usted ayuda. Y yo necesito trabajo.
Madame Tarasova era una emigrada rusa que siempre llevaba un vestido de pana suelto y un pañuelo ajustado al cuello por un broche. Me sonrió y arrulló a Bonbon.
– Qué perrita tan mona -comentó, acariciándole el morro a Bonbon-. Tendremos que asegurarnos de no ponérsela a alguien en la cabeza en lugar de una peluca.
Ambas nos echamos a reír.
Una chica rubia, unos pocos años mayor que yo, apareció con arios vestidos colgados de unas perchas. Me saludó con la cabeza y colgó los trajes tras una cortina.
– Esta es mi hija, Vera -aclaró madame Tarasova, sacando varias agujas de un alfiletero y prendiéndolas en mi blusa. Me echó un carrete de hilo y unas tijeras en el bolsillo-. ¿Sabes coser?
Le dije que cosía bien porque en la finca de mi familia esa era una de las cosas que sí podía hacer.
Madame Tarasova asintió con la cabeza.
– Necesito que hagas los remiendos rápidamente -me dijo, haciéndome un gesto para que la siguiera escaleras arriba-, y que me ayudes a arreglar los trajes. Los tocados son demasiado incómodos como para que las chicas suban corriendo las escaleras con ellos puestos, así que se los recogemos a medida que van saliendo del escenario, los limpiamos y los empaquetamos en la planta de abajo. Si mañana vienes más temprano, puedes ayudar a Vera a colocárselos para el primer acto.
Nos detuvimos delante de una puerta que tenía el número seis rentado. Se oía un murmullo de voces femeninas al otro lado. Madame Tarasova empujó la puerta y una caótica escena apareció ante nosotras. Las coristas estaban sentadas en taburetes unas al lado de atrás en la atestada habitación. El aire apestaba a eau de cologne, brillantina y sudor. Madame Tarasova me cogió a Bonbon de los brazos y la colocó sobre una sombrerera en una silla para que pudiera verlo todo a salvo de pisotones. La chica pelirroja que ya había visto antes me reconoció.
– ¡Hola de nuevo! -me saludó mientras se aplicaba sombra púrpura sobre los párpados-. ¿Qué? ¿Ayudando a mamá Tarasova?
Entonces me di cuenta de por qué su acento francés me había sonado tan raro: era inglesa.
– Cuando las chicas están en escena -me explicó madame Tarasova, levantando la voz por encima del alboroto-, tú y Vera tendréis que venir aquí arriba y arreglar el camerino.
Se detuvo para ayudar a una chica a atarse las tiras de su vestido de india y sacudió la cabeza en señal de desaprobación cuando vio un traje tirado en el suelo.
– Son buenas chicas, pero a veces se olvidan de colgar sus trajes. ¿Verdad, Marión?
La muchacha le dedicó una gran sonrisa y continuó poniéndose colorete en las mejillas.
Sonó una campana.
– ¡Diez minutos para el espectáculo! -advirtió madame Tarasova.
El ritmo del camerino se aceleró. Las chicas tiraron al suelo sus kimonos y se embutieron en los trajes. Madame Tarasova y yo corrimos tras ellas, ayudándolas a colocarse las medias y a alisar sus pelucas.
– ¡Mira! -me dijo una chica de piel pálida, a la que reconocí como la que se había quejado de tener hambre la primera noche que había observado a los artistas llegar al teatro. Se estaba señalando un desgarrón bajo la manga de su blusón.
– Yo lo arreglaré -le aseguré.
Se quitó de un tirón el traje y me lo entregó. Traté de ignorar que estaba ante mí, mostrándome los pechos al aire y una espesa mata de vello púbico, y enhebré la aguja. No me daba vergüenza, pero no estaba acostumbrada a ver a mujeres exhibiendo su desnudez de una forma tan despreocupada.
Oí un aplauso y volvió a sonar la campana. Ayudé a la chica a ponerse el traje de nuevo y la contemplé mientras salía corriendo tras las demás escaleras abajo. Madame Tarasova las siguió. El ruido de las pisadas de las coristas y de los gritos de guerra que proferían mientras corrían por las escaleras hizo que el suelo vibrara y que las paredes se sacudieran.
– ¡Simone! -exclamó madame Tarasova por encima de su hombro-. Ven mañana por la noche. Mañana iré a administración y firmaré para que te pongan en nómina.
Supuse que aquello significaba que me había contratado.
Madame Tarasova me indicó que podía vivir entre bastidores hasta que encontrara una habitación en la que alojarme. Monsieur Dargent había dejado que ella y Vera se quedaran allí cuando acababan de llegar a Marsella después de huir de Rusia y entonces comprendí por qué le eran tan leales, cuando podrían haber encontrado un trabajo mejor en cualquier parte. El día después de que me contrataran, no pude esperar para recoger mis cosas y comunicarle a tía Augustine que me marchaba. Hasta que no recogí mis pertenencias e hice un hatillo con mi ropa no me di cuenta de la presencia de Bonbon junto a la puerta, con las orejas gachas.
La cogí en brazos. Se me había olvidado que, si me marchaba, ya no volvería a verla. Subí las escaleras hasta la habitación de Camille y llamé a la puerta. Camille la abrió, ataviada con un kimono. Su hermoso rostro tenía un aspecto etéreo sin el maquillaje de teatro.
– Me marcho -le anuncié-. He conseguido trabajo en Le Chat Espiègle.
– Lo sé -me contestó.
– Pero puedo seguir cuidando de Bonbon si la traes al teatro contigo. Lo haré gratis.
– Llévatela -respondió Camille, bostezando-. ¿Qué voy a hacer yo con un chucho?
Bonbon aguzó las orejas y movió el rabo. Debió de percibir que la felicidad me embargaba. Era un buen principio para mi nueva vida: mi pequeña compañera podía quedarse conmigo.
Tía Augustine estaba sentada en el salón, leyendo el periódico. Ya le había enviado una carta a tía Yvette aquella mañana, contándole a ella y a mi madre que me marchaba de casa y que había conseguido trabajo como costurera en un teatro de variedades. Quise darles la noticia a ellas yo primero, porque a saber qué mentiras le contaría la anciana a mi familia si no lo hacía. No se me ocurría ni una sola virtud a su favor que me hiciera sentir lástima por abandonarla. No había demostrado ni un ápice de bondad por mí. En lugar de «darme un techo donde vivir» tras la muerte de mi padre, no había hecho más que explotarme.
El rostro de tía Augustine enrojeció y comenzó a expulsar el aire por las ventanas de la nariz como un toro enfurecido cuando le dije que me marchaba.
– ¡Tú! ¡Pequeña desagradecida casquivana! -me gritó-. ¿Te has quedado embarazada?
– No -le respondí-. He conseguido otro trabajo.
Tía Augustine se quedó aturdida durante un instante, pero se recuperó rápidamente.
– ¿Dónde? -preguntó, y entonces su mirada recayó sobre Bonbon, que estaba sentada junto a mi hatillo-. ¡Ah! ¡Así que te has unido a esa zorra de arriba! ¿Verdad? -me espetó-. Bueno, pues déjame que te diga algo: ella tendrá trabajo mientras sea bonita y joven, pero acabará como esas mujeres de ahí al lado. -Señaló con la cabeza en dirección a nuestras vecinas-. ¡Pero tú! -exclamó, echándose a reír-. ¡Tú ni siquiera eres lo bastante bonita para eso ahora!
Aquel insulto me dolió porque llevaba algo de razón: yo no era tan agraciada como Camille. Habría dado cualquier cosa por tener su cabello rubio hipnótico y felino, pero en su lugar, yo era una jirafa de ojos oscuros. Antes de que tía Augustine pudiera continuar echándome en cara cosas que lograran desanimarme, recogí a Bonbon y mi equipaje y salí por la puerta. Al fin y al cabo, ¿acaso me hacía falta belleza para trabajar de costurera?
Tía Augustine corrió a la puerta detrás de mí y las vecinas se asomaron al balcón para ver de dónde venía toda aquella conmoción.
– ¡Simone! -gritó tía Augustine. Me volví para verla señalando a las prostitutas-. ¡Eso es lo que les pasa a las chicas del montón sin talento que prueban suerte en el teatro! ¡Mira, Simone! ¡Ahí está tu futuro, contemplándote!
Me metí a Bonbon bajo el brazo, me colgué el hatillo de ropa al hombro y fijé la mirada decididamente en dirección a Le Chat Espiègle.
Unas semanas después de que empezara a trabajar en el departamento de vestuario de Le Chat Espiègle, cerró otro teatro de la vecindad llamado El Marinero Tuerto, y monsieur Dargent les compró algunos de los decorados y trajes a los acreedores. Creó un nuevo espectáculo titulado En el mar. El primer acto contaba la historia de tres marineros que naufragaban en una isla llena de bellezas hawaianas.
Los trajes eran más sencillos que los del espectáculo anterior, así que a veces podía aprovechar unos instantes para ver la representación entre bastidores. Comencé a entender la diferencia entre Camille y las coristas. Las chicas cantaban y movían las piernas porque no querían morirse de hambre. Bailar en el teatro era mejor que estar en la calle y el público les tenía más respeto, aunque solo fuera un poco. Además, aquello estaba un escalón por encima de trabajar en una lavandería, en una panadería o como servicio doméstico, donde la dureza de sus tareas acabaría desgastando su mayor baza: la belleza de la juventud. En el teatro podían mantenerla más tiempo con la esperanza de que alguna noche les saliera un adinerado pretendiente entre los hombres que rondaban la puerta de artistas después del espectáculo. Todas las coristas sabían que a Madeleine, tras una relación amorosa con el heredero de la fortuna de una empresa de transporte, el padre del joven la había obligado a abortar, y que el año anterior dos de las chicas habían tenido que abandonar el teatro tras contraer enfermedades venéreas. Era un aspecto de la vida teatral que no había anticipado y que me escandalizó. No había oído hablar de la Bella Otero, ni de Liane de Pougy o Gaby Deslys: artistas que eran amantes de reyes y príncipes. Aunque las coristas a veces recibían joyas y ropa por sus favores, madame Tarasova rápidamente puntualizaba que nadie en Le Chat Espiègle había conseguido marcharse repentinamente para acabar en un matrimonio de ensueño con un príncipe, ni siquiera con el director de una empresa de aceite de oliva, por lo que hacía lo que podía por educar a las chicas sobre los beneficios del uso de les capotes anglaises, fundas de goma que los hombres se colocaban sobre el pene para evitar la concepción y las enfermedades. Pero ante aquel consejo las chicas hacían oídos sordos, pues quedarse embarazada aún era un método viable de atrapar marido.
Sin embargo, Camille era diferente. Desde su mirada hasta el balanceo de sus caderas, todo en ella expelía magia bajo la luz de los focos hacia los ávidos espectadores. El público la aclamaba y la aplauda, como si estuviera tratando de conseguir los productos más frescos del mercado, mientras que ella permanecía distante, envuelta en su misteriosa belleza. Cuando Camille salía del escenario, se llevaba su encantamiento con ella y dejaba al público anhelando su sensualidad. Puede que el interés de Camille por actuar fuera el mismo que el de las otras chicas, pero estaba claro que ella nunca pasaría hambre.
A veces, cuando el camerino se quedaba vacío, me dedicaba a hacer mohines y a pasar ante el espejo, tratando de imitar a Camille. Me imaginaba abriéndome la capa y dejándola caer al suelo para revelar la gloria de mi «jardín del Edén». Pero tenía tanto éxito como la noche imitando al día, como el alba intentando ser el crepúsculo.
Una noche, al volver de arreglar el camerino, encontré a madame Tarasova desplomada en una silla y a Vera junto a ella, abanicándola con una partitura. Madame Tarasova tenía las mejillas sonrojadas y los brazos caídos a ambos lados del cuerpo.
– ¿Qué sucede? -pregunté.
La encargada de vestuario me miró.
– No lo soporto más -gimoteó-. Estoy agotada.
Me sorprendió escuchar a madame Tarasova confesar una cosa así. Su energía ilimitada siempre la había hecho parecer indestructible. Incluso cuando Vera y yo ya no podíamos más, madame Tarasova seguía adelante.
– Pues entonces, siéntese hasta que se encuentre mejor -le dije-. Vera y yo podemos ocuparnos de las chicas esta noche.
Madame Tarasova y Vera intercambiaron una mirada y se echaron a reír. Madame Tarasova se incorporó:
– No estoy agotada por el trabajo -me explicó-. Es esa maldita canción. -Se golpeó las rodillas con las manos y cantó con un sonsonete afectado-: ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!
Esa canción era el tema principal del primer acto. Cuando monsieur Dargent compró los trajes y el atrezo de El Marinero Tuerto, se gastó lo que quedaba de presupuesto en contratar a un compositor, por lo que tuvo que escribir él mismo la letra de las canciones. El número hawaiano no era precisamente un éxito. Con frecuencia, los espectadores les gritaban a las chicas: «¡Callaos de una vez!», y el día del estreno a alguien le disgustó tanto que arrojó una bolsa de cemento al escenario, derribando una palmera, cosa que provocó que las chicas se dejaran llevar por el pánico.
No podía parar de reír de la imitación de madame Tarasova, incluso cuando se detuvo. Entonces, me invadió un infantil sentimiento de alegría de vivir. Cogí una de las flores de hibisco sobrantes, me la puse detrás de la oreja y revoloteé por la habitación, contoneando las caderas, fingiendo que bailaba el huía. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», canté, elevando la voz como una cantante de café concierto.
Madame Tarasova y Vera se echaron a reír y aplaudieron.
– ¡Belle-Joie! -exclamó madame Tarasova-. ¡Para, por favor! ¡Vas a conseguir que me explote la faja!
Belle-Joie era como ella me llamaba. Me decía que me llamaba así porque yo la hacía feliz.
Alentada por su diversión, elevé aún más la voz y bailé todavía con más furia, golpeando una rodilla contra la otra y dejando caer el labio inferior para hacer una mueca. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», entoné, girando por toda la habitación y moviendo las caderas violentamente.
Volví la mirada hacia madame Tarasova y Vera, pero ya no se estaban riendo. El rostro de Vera se había puesto púrpura como una uva y estaba mirando fijamente algo a mis espaldas. Me di media vuelta para ver a monsieur Dargent de pie en el umbral de la puerta. Detuve en seco el baile y dejé caer las manos. Él no sonreía. Sus ojos se estrecharon hasta formar dos líneas y se estiró de los extremos del bigote.
– Buenas noches, monsieur Dargent -dije mientras se me doblaban las rodillas.
Pensé que me iba a desmayar en aquel mismo instante.
Monsieur Dargent no me contestó. Simplemente gruñó y se marchó.
Bonbon y yo éramos la viva estampa de la desolación cuando la tarde siguiente fuimos desde Le Panier -donde tenía alquilada una habitación- hasta el teatro. Caminé arrastrando los pies, incapaz de levantar la mirada para ver hacia dónde me dirigía mientras Bonbon, que percibía mi estado de ánimo, correteaba a mi alrededor con la cola gacha como una bandera a media asta. Nuestro aire de desdicha llamó la atención de unos niños que jugaban en la calle y se quedaron contemplándonos con la boca abierta. Incluso los marineros y los borrachos se apartaban de nuestro camino, con miedo a que les contagiáramos nuestra amargura. Estaba segura de que, cuando llegara al teatro, monsieur Dargent me despediría. Era hijo de un respetable médico y se había enfrentado a sus padres para convertirse en empresario teatral. Todo el mundo me había advertido de que era muy susceptible y que no le gustaba que se burlaran de él, así que me había ganado a pulso aquel desastre, brincando por el camerino y burlándome de su coreografía. Si me despedía, Bonbon y yo íbamos a tener problemas. Aun así, apenas me daba el sueldo para pagar el alquiler. La habitación que había encontrado en Le Panier no era excesivamente mejor que la que me había dado tía Augustine, pero hasta entonces me había sentido tan feliz en el teatro que no me importaba. Y aunque se encontraba en un barrio muy sórdido, había músicos callejeros y artistas en todas las esquinas.
Encontré a madame Tarasova y a Vera trabajando, preparando los tocados para el primer acto. Me saludaron como si no hubiera ningún problema. No tuve otra opción que ir a arreglar el camerino. Por el camino me crucé con monsieur Dargent, que bajaba corriendo las escaleras. Me quedé helada en el sitio, pero ni siquiera se fijó en mí. Pasó a toda velocidad gritando instrucciones a un tramoyista y desapareció escaleras abajo en dirección al escenario. Me encogí de hombros; ¿quizá la susceptible era yo? Parecía que iba a sobrevivir para enfrentarme a otro nuevo día en Le Chat Espiègle.
Unas cuantas noches después, al llegar al teatro, me encontré la puerta de artistas abierta, pero ni rastro de Albert. No era propio de él dejar la puerta sin cerrar cuando no se encontraba en su puesto. Un escalofrío me recorrió el cuello y la espalda, y sentí que algo malo sucedía. Bonbon levantó las orejas. Al mirar hacia la oscuridad, percibí unos sonidos apagados que provenían del hueco de las escaleras. Agucé el oído, pero eran demasiado débiles como para distinguirlos. Podían ser cualquier cosa: desde el sonido del agua recorriendo las cañerías, hasta gritos ahogados de auxilio. Había habido un tiroteo en una sala de variedades en Belsunce el día anterior y se rumoreaba que la mafia marsellesa se estaba empezando a interesar por los teatros.
– ¿Albert? -llamé.
No hubo respuesta. Dudé, preguntándome si sería más sensato ir a la entrada principal y ver a la taquillera, pero me dominaron los nervios, que me impulsaron a internarme escaleras arriba.
No había ni rastro de los tramoyistas o los electricistas que normalmente se afanaban entre los decorados. Mis pasos hicieron crujir las tablas del suelo. Los ruidos que había escuchado al entrar provenían del piso superior: eran voces. Me vino a la mente la imagen de monsieur Dargent y las coristas atadas a sillas. La descarté. No éramos tan influyentes y nuestros beneficios no eran suficientes como para que nadie deseara robarnos. Subí de puntillas las escaleras.
Esta vez, la voz suplicante de monsieur Dargent llenó el aire.
– ¡No puedes hacerme esto! ¡El espectáculo empieza en tres cuartos de hora!
– Sí puedo, y, de hecho, lo voy a hacer -le contestó una voz de mujer-. Míreme a los ojos. ¡Puede usted subirse al escenario y cantar esa estúpida canción hawaiana que se ha inventado y así comprobará lo que se siente cuando al público le dé por arrojarle fruta!
Algo repiqueteó contra el suelo y escuché pasos que venían hacia mí. La corista inglesa, Anne, bajó corriendo las escaleras con una abultada maleta bajo el brazo. Tenía una mancha oscura bajo el ojo derecho y una hinchazón cerca de la nariz. Cuando llegó al rellano, se volvió hacia mí y murmuró:
– ¡Adiós, Simone! Buena suerte. Me vuelvo a Londres.
La contemplé mientras alcanzaba el final de las escaleras y salía corriendo por la puerta. Me dio pena que se marchara; ella era mi corista favorita.
– Las cosas iban bien hasta que le dio a usted por introducir ese estúpido número -dijo otra mujer, alzando la voz-. Nos va a llevar a la ruina. ¡El público lo odia!
Subí las escaleras hasta el tercer piso y me sorprendí al encontrar a todo el reparto y al equipo técnico, excepto Camille, reunidos allí, las coristas estaban todas cariacontecidas. Monsieur Dargent se reclinaba sobre la puerta del camerino de las coristas, con una mano apoyada firmemente en la cadera y el ceño tembloroso, tratando de hacer un esfuerzo de autocontrol. Albert miró por encima del hombro hacia donde yo me encontraba y me hizo un gesto para que me acercara. Nunca lo había visto tan serio.
– Puede que tengamos que cancelar el espectáculo -me susurró-. La corista principal acaba de despedirse. Estamos registrando pérdidas: al público no le gusta el primer acto.
Crucé la mirada con madame Tarasova, que sostenía una guirnalda de flores entre las manos y estaba jugueteando con una de ellas. Me dirigió una sonrisa nerviosa.
– Podemos conseguir trabajo en el Alcazar -comentó la corista hambrienta, que se llamaba Claire-. Además, las chicas están constantemente recibiendo ofertas de París.
Sacudió su huesudo puño y se volvió hacia las otras coristas, tratando de lograr su apoyo. Un par de chicas asintieron con valentía, pero me di cuenta de que Claudine y Marie fruncían los labios. Ambas tenían hijos a su cargo y su opinión era más realista. El Alcazar era el teatro de variedades más importante de Marsella. Nadie en Le Chat Espiègle era lo bastante bueno como para trabajar allí.
– Lo que necesitamos -intervino el director de iluminación- es un número gracioso, humorístico. Como el ventrílocuo del último espectáculo. El público se lo pasó bien. Se divirtió y se relajó.
– No puedo conseguir al ventrílocuo -repuso monsieur Dargent, con ojos suplicantes-. Se lo ha llevado un hotel de Vichy.
– Nada salvará el primer acto -gruñó Claire-. ¡Es una birria!
Un murmullo de asentimiento recorrió la estancia.
– ¡Un número de humor lo salvaría! -gritó el director de iluminación por encima de las voces.
Monsieur Dargent elevó los ojos al cielo como si estuviera rezando. Después bajó la mirada y estudió uno por uno a todos los artistas. Me pregunté si se estaría sintiendo como Julio César, a punto de ser traicionado por sus amigos. ¿Acaso no le había dado a toda aquella gente una oportunidad en el mundo del espectáculo? Madame Tarasova siempre decía que monsieur Dargent tenía un don para localizar el talento, que no solo era bueno dirigiendo el negocio. Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un cigarrillo. Trató de encenderlo, pero le temblaba la mano y el cigarrillo se le cayó al suelo. Se agachó para recogerlo y, mientras se incorporaba, se percató de mi presencia. Una expresión extraña se le pasó por el rostro.
Se me atragantó la respiración en la garganta. «Oh, Dios mío -pensé-. Acaba de recordar la parodia que hice del número de apertura. Ahora está del suficiente mal humor como para despedirme». Traté de ocultarme detrás de Albert, pero la habitación estaba tan atestada de gente que, para mi desgracia, acabaron empujándome hacia delante, acercándome a monsieur Dargent.
– ¿Humor? -murmuró monsieur Dargent, dando golpecitos en el suelo con el pie-. ¡Humor!
Chasqueó los dedos y todos los presentes se sobresaltaron. Se acercó corriendo hacia mí, me cogió por los hombros y apretó su rostro contra el mío.
Yo estaba aterrorizada. ¿Qué diablos pretendía hacer?
– ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! -canturreó, mirándome a los ojos.
Madame Tarasova lo entendió antes que ninguno de los demás.
– ¡Tenemos media hora! -exclamó.
– ¡Rápido! ¡Quitadle la ropa! -gritó monsieur Dargent, empujándome hacia uno de los taburetes, junto a un espejo tocador. Nadie se atrevió a preguntarle. Su voz había adquirido un tono impositivo tan napoleónico que todo el mundo se puso en marcha.
Madame Tarasova me cogió a Bonbon de los brazos y la puso sobre una silla. Albert echó a los demás artistas antes de apresurarse a volver a su puesto junto a la puerta.
– ¡Vaya a buscarle a Simone un traje de la planta de abajo! -le gritó madame Tarasova-. El de Anne servirá: ella ya no va a utilizarlo más.
Madame Tarasova me quitó de un tirón el vestido mientras Vera me sacaba los zapatos. Marie me coloreó el rostro con un lápiz de maquillaje teatral.
– No necesitamos maquillarle el resto del cuerpo -comentó Claudine mientras me peinaba hacia atrás el pelo-. Tiene la piel bronceaba como una nuez.
Finalmente, comprendí lo que pretendían hacer. Sentí deseos de echarme a reír y de ponerme a gritar al mismo tiempo. Si no hubiera sido por la sensación de vértigo que me abrumaba a medida que todos ellos me arrancaban prendas de ropa y me impregnaban de lociones aceitosas, me hubiera sentido más avergonzada. El único hombre que quedaba en la habitación era monsieur Dargent, que estaba tan absorto tomando notas en la partitura que no pareció percatarse de que estaban dejando completamente desnuda a la ayudante de vestuario. Alguien me quitó la camisola y me metió los pechos en un sujetador hecho con cocos con la misma delicadeza con la que un verdulero habría empaquetado sus productos en el mercado.
– ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! -canturreaba monsieur Dargent para sí mismo.
– ¿No podría dejar esto para mañana? -le preguntó madame Tarasova-. ¡Ni siquiera ha tenido tiempo de ensayar!
– No -respondió él, negando con la cabeza-. Hemos perdido a nuestra corista principal. Tenemos que salvar el espectáculo ahora o nunca.
Me temblaban tanto las piernas que apenas podía tenerme en pie cuando madame Tarasova me ajustó la falda. Todavía no acababa de entender lo que monsieur Dargent quería que hiciera.
Sonó la campana de llamada a escena.
– ¡Diez minutos para el espectáculo! -advirtió Vera.
Madame Tarasova me ajustó la peluca y Vera la sujetó con horquillas. Me contemplé en el espejo con horror. Tenía el rostro maquillado de vivos colores: sobre los ojos me habían puesto unos arcos verdes y me habían pintado los labios de rojo rubí. Mis pestañas estaban tan rígidas por el rímel que parecían dos ciempiés mellizos.
– Ahora -me dijo monsieur Dargent, inclinándose hacia mí-, cuando te haga una señal, quiero que salgas por el bastidor izquierdo y bailes y cantes sobre el montículo exactamente igual que la otra noche en el camerino. Quiero que imites a las coristas. Tú vas a ser nuestra humorista.
Tragué saliva para deshacer el nudo que se me había formado en la garganta, pero no desapareció. Las coristas se alinearon en las escaleras, esperando que les dieran el pie para entrar en escena. La música de introducción al espectáculo era una pequeña melodía carnavalesca con acordeones y guitarras que me puso los nervios de punta. Madame Tarasova y Vera me acompañaron al bastidor izquierdo. El lugar desde el que yo presenciaba anteriormente las representaciones estaba despejado y desde él partían unos escalones de madera que llevaban al escenario, hacia el montículo sobre el que supuestamente yo tenía que bailar.
– Espera en lo alto de las escaleras -me dijo madame Tarasova mientras le daba los últimos toques a mi peluca-. ¡Buena suerte!
El tono de su voz y la manera en la que me dio unas palmaditas en el hombro me hicieron sentir como si estuvieran a punto de echarme a los leones. Por supuesto, iba a hacer lo que teme cualquier artista, aunque entonces no tenía la menor idea de cómo llamarlo. Sentí el frío en mi interior.
Subí las escaleras y esperé en el último peldaño a la siguiente señal. Eché un vistazo al telón de fondo, decorado con volcanes humeantes y nubes bajas. A mis pies, donde iban a bailar las coristas, unas palmeras de goma y un tanque de agua sugerían la existencia de una laguna azul. Monsieur Dargent apareció en el bastidor contrario. Se estaba mordiendo el labio inferior y se mesaba el pelo de la nuca, cosa que no me inspiró ni la más mínima confianza.
Se abrió el telón. Los focos parpadearon. Un redoble de tambor tronó por toda la sala y la orquesta arrancó a tocar el tema musical del primer acto. Las chicas se apresuraron a entrar en el escenario. – ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!»
Se me cerró la garganta. Se me formaron gotas de sudor sobre el labio superior, pero me asustaba limpiarlas por miedo a correr el maquillaje. Se me quitó cualquier anhelo que hubiera podido sentir anteriormente por trabajar en el teatro. Las chicas bailaban alrededor de la laguna, contoneando las caderas. Claudine y Marie rasgueaban unos ukeleles. La situación resultaba surrealista. Monsieur Dargent ni siquiera sabía cómo me llamaba, pero el éxito del espectáculo de aquella noche dependía de mí. Apenas irnos momentos antes, lo que más me preocupaba en el mundo era poder pagar el alquiler y ahora estaba a punto de aparecer en escena por primera vez en mi vida, con cocos tapándome los pechos y una peluca que se me podía caer de la cabeza en cualquier momento. Muchos ce los asientos del patio de butacas estaban vacíos, pero había los suficientes ocupados como para que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. Los rostros de los espectadores me parecieron amenazantes en la oscuridad. Me di cuenta de que las chicas de la última fila del coro ya habían salido y de que monsieur Dargent me estaba señalando.
– ¡Ahora! -dijo, moviendo los labios.
Levanté una de mis temblorosas piernas sobre la plataforma y entré tropezando en el escenario. Me sobresaltó el potente brillo de los focos. Me quedé allí, aturdida, sin saber muy bien qué hacer.
Un hombre de voz grave se echó a reír, profiriendo fuertes carcajadas. Una mujer emitió una risa aguda. Me ardía la piel. Estaba segura de que me había puesto totalmente colorada. Otro hombre se unió a las risas, pero en su tono había algo más que burla. ¿Anticipación? De algún modo, aquella risa me relajó y me despertó de mi estado de estupor. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», gorjeé, imitando a las coristas. Al principio, me sorprendí de que aquella voz fuera mía; se propagó más allá del foso de la orquesta y volvió hacia mí en forma de eco, mucho más potente que las agudas voces del resto de las chicas. Más espectadores se echaron a reír y alguien empezó a aplaudir.
– ¡Aloja, mademoiselle! -gritó alguien-. ¿Y qué viene ahora?
Me atreví a mirar hacia el público. Dos hombres sentados en la primera fila me contemplaban con interés. Les sonreí y les hice un mohín. El auditorio enloqueció. Yo no bailaba con elegancia, pero cuanto más aplaudía y jaleaba el público más se me relajaba el cuerpo y me sacudía con más ímpetu. Mi timidez se desvaneció y me moví fácil y alegremente, flexionando las piernas y pestañeando, y dejando que mis extremidades hicieran lo que la música les sugería. Me recorrió un escalofrío por la piel. Todos los rostros estaban fijos en mí.
Antes del espectáculo había sido todo tal caos que nadie me había explicado cómo terminar el baile. Giré en círculo y cuando volví a mirar hacia el frente las coristas habían abandonado el escenario. Levanté los brazos en el aire y adopté la pose de una estatua, algo que parecía incongruente con mi actuación, pero era un gesto que Camille hacía en su número egipcio y que a mí me había impresionado de manera especial. Cayó el telón y el público rompió a aplaudir. Corrí fuera del escenario, casi incapaz de respirar.
Monsieur Dargent, madame Tarasova, Albert y los otros estaban esperándome entre bastidores. Albert me levantó, me sentó sobre su hombro y desfiló de aquí para allá conmigo encima. Monsieur Dargent sonrió de oreja a oreja. Madame Tarasova se me acercó y me cogió de las mejillas.
– ¿Sabes que lo que acabas de hacer es lo que cualquier artista desearía? ¡Los has encandilado, Belle-Joie! ¡Los has encandilado por completo!
Durante mi primer ensayo en Le Chat Espiègle me sentí como una impostora. Como parte de mi contrato, tenía que practicar con las coristas cada tarde a las dos en el sótano bajo el escenario, excepto los jueves y domingos, que había matinés en las que actuar. La estancia estaba normalmente cerrada, por lo que me senté en las escaleras llenas de polvo junto con las otras chicas hasta que madame Baroux, la profesora de ballet, llegó con madame Dauphin, la pianista acompañante. Cuando lo hizo, las chicas se enderezaron de sus encorvadas posturas y se arremolinaron junto a la puerta, y yo las seguí. Solo Claire y Ginette se aproximaron arrastrando los pies con la misma apatía que los asistentes a una comitiva funeraria, pero si madame Baroux se dio cuenta no lo demostró.
– Bonjour, señoritas -canturreó, apoyándose en su bastón.
Se sacó una llave que llevaba colgada de una cuerda alrededor del cuello y la introdujo en la cerradura de la puerta.
– Bonjour, madame Baroux -contestaron las chicas, y sus voces sonaron como las de las alumnas de un colegio de monjas.
La mirada de madame Baroux se posó sobre mí y me saludó con la cabeza. Asumí que monsieur Dargent le había explicado quién era. A las coristas se les exigía ensayar todos los días para mantener su flexibilidad, pero esa no era la intención de monsieur Dargent con respecto a mí. Quería que yo entendiera lo que las chicas hacían para que pudiera imitarlas en el escenario. Además, pretendía que adquiriera los fundamentos básicos del baile por si acaso era necesario que participara en el siguiente espectáculo o que sustituyera a las que se pusieran enfermas. Tenía que ganarme el sueldo.
Después de recibir varios empujones, cortesía de madame Dauphin, la puerta se abrió con un crujido y nos introdujimos en la habitación tras madame Baroux. Madame Dauphin se sentó al piano y levantó la abollada tapa. Calentó los dedos sobre las teclas con una melodía que me hizo pensar en mariposas revoloteando entre la hierba alta. Sus desarreglados rizos y su vestido de flores eran la antítesis de madame Baroux, que llevaba el pelo recogido con peinetas y mantenía su individualidad escondida bajo una blusa blanca almidonada y un chal de ganchillo típicos de una mujer francesa de mediana edad.
– ¡Estiramientos! -anunció madame Baroux, golpeando el suelo de parqué con su bastón.
Las chicas se echaron al suelo, transformándose en un mar de miembros extendidos, contorsionando todas a la vez sus figuras enfrente de los espejos que se alineaban a lo largo de las paredes del sótano. Yo me dejé caer al suelo también. La arenilla del parqué se me pegó a las palmas de las manos, así que me las froté contra los lados de mi propia túnica antes de estudiar qué estaba haciendo la chica que tenía delante, Jeanne.
– Es así -me susurró Jeanne, alargando la pierna y acercando el pecho hacia la rodilla estirada.
Hizo una mueca y se le pusieron las mejillas coloradas. Seguí su ejemplo y, para mi sorpresa, logré imitar la postura sin demasiado esfuerzo. Ya me estaba felicitando mentalmente cuando noté que madame Baroux me daba un golpecito con el bastón en la zona lumbar.
– Mantén la espalda recta. Eres bailarina, no contorsionista. Todos tus movimientos deben fluir grácilmente desde tu eje vertical.
Aunque las chicas eran coristas y no bailarinas, la mayoría de ellas tenía experiencia con el baile clásico. Yo me sentía perdida entre ellas. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué diablos era el eje vertical?
– Sí, madame -respondí, corrigiendo la postura todo lo que pude.
Sin embargo, cuando levanté la vista, madame Baroux ya había pasado de largo.
– No es que le haga precisamente falta mucha elegancia en su número -escuché que alguien murmuraba desde la primera fila.
Levanté la mirada por encima del mar de cintas del pelo, medias y enaguas para ver quién había sido. ¿Claire? ¿Paulette? ¿Ginette? Puede que yo hubiera salvado el espectáculo, pero aquello no significaba que no sintieran rencor porque a una ayudante de vestuario le hubieran dado un papel principal.
– ¡A la barra, señoritas! -exclamó madame Baroux.
Levanté la vista y vi que las demás se habían colocado en posición de espera junto a una barandilla de madera que recorría una de las paredes. Troté tras ellas y ocupé mi lugar en la fila. Madame Baroux me dedicó una mueca que apenas podía confundirse con una sonrisa.
– Arabesca -anunció.
Contemplé a la chica que tenía al lado y extendí la pierna hacia atrás, imitándola. Madame Baroux se movió a lo largo de la fila, echando hombros para atrás y levantando caderas. Agarré la astillada barra e imaginé que mi columna vertebral estaba formada de canicas alineadas desde el cuello hasta el sacro. Mantuve la pierna firme, ignorando la quemazón que sentía en la parte interior de los muslos. Pero madame Baroux pasó a mi lado sin dedicarme ni una sola mirada. No se trataba de que mi postura fuera perfecta, sino que ni siquiera le merecía la pena molestarse en corregirme.
– Con esa pinta, parece un bebé -le susurró Ginette a Madeleine lo bastante alto como para que yo pudiera oírlo.
Comparé sus brillantes mallas con mi blusa de percal, elaborada a partir de un paño que me había traído de la finca.
– Bueno, la han puesto en el espectáculo para hacer reír al público -le contestó Madeleine entre risitas.
Me mordí el labio y me esforcé en no llorar. ¿Acaso no era precisamente aquello lo que había deseado: estar en el teatro? Y aun así, nunca antes me había sentido más torpe, fea o sola.
La tensión entre las chicas y yo llegó a su punto crítico un tiempo después. Estábamos apiñadas en el camerino, preparándonos para la actuación. Me habían asignado un lugar en la esquina trasera, en un hueco entre una ventana cegada y una palmera marchita. Había hecho calor durante el día y aunque se habían abierto de par en par todas las ventanas que no estaban rotas, no corría nada de brisa. Nuestros trajes tendrían que haber pasado por la lavandería, pero madame Tarasova estaba demasiado ocupada y alguien, probablemente Marión, no se había lavado los pies después del ensayo. El aire apestaba a una mezcla de colonia, piel sudorosa y zapatos húmedos que revolvía el estómago. Solamente funcionaban tres de las diez bombillas de mi espejo. «En realidad da lo mismo», pensé, mirando con desaprobación las manchas de color sobre mis párpados. No se me daba bien maquillarme, aunque madame Tarasova había hecho lo posible por enseñarme. Estaba tratando de aplicarme el maquillaje a la mandíbula, cuando Claudine acercó una banqueta y se sentó junto a mí.
– El espectáculo va bien gracias a ti, Simone. He oído a monsieur Dargent decir que se han compensado las pérdidas -comentó.
Cogí el lápiz de ojos y asentí. Claudine me gustaba, pero no me fiaba de Claire, que se sentaba justo detrás de mí. Había ocupado el puesto de Anne en el coro y no ocultaba que pensaba que yo sobraba en el camerino. Independientemente de lo cuidadosa que yo fuera, cada vez que movía mi banqueta hacia atrás siempre me chocaba contra su espalda.
– ¡Ten cuidado! -me espetaba-. ¡Si me rompes las medias, tendrás que pagar una multa!
Por supuesto, en esa ocasión se dio media vuelta y le rugió a Claudine:
– El primer acto es terrible. ¡Habría que recortarlo inmediatamente!
– ¿Por qué? -preguntó Claudine, girando su banqueta para enfrentarse a Claire-. Un nuevo acto significaría semanas de ensayos sin sueldo.
Marie levantó la mirada desde su espejo.
– En todo caso, ahora ya no es necesario -comentó-. Simone ha salvado el espectáculo. La audiencia va en aumento y ayer por la noche hicimos lleno absoluto.
Me agaché para ajustarme las tobilleras y evitar la mirada de las demás. Todas habían sido simpáticas conmigo mientras trabajaba en vestuario, pero cuando conseguí un papel en el espectáculo cambiaron las cosas. La opinión de las chicas sobre mí estaba dividida. Claudine, Marie, Jeanne y Marión, que consideraban que su papel en el coro era un empleo como otro cualquiera, estaban contentas de que yo me uniera a su número, porque aquello significaba que no tendrían que separarse de sus hijos para ensayar un nuevo acto. Pero algunas de las otras chicas, como Claire, Paulette, Ginette y Madeleine, tenían ambiciones. Querían ser estrellas y yo representaba una amenaza para sus objetivos.
Claire arrugó la nariz.
– ¡Bah! -resopló, desairando a Marie con un gesto de la mano-. La audiencia está aumentando porque las celebraciones del Día de la Bastilla se han terminado y la gente necesita algo que hacer.
Algunas de las otras chicas murmuraron palabras de asentimiento.
– Creo que deberíamos hablar con monsieur Dargent después del espectáculo -propuso Paulette, echándose su bata manchada de maquillaje encima de los hombros-. El público viene porque quieren ver a chicas guapas bailando. Simone nos pone a todas en ridículo.
– Ya hablaste con monsieur Dargent la semana pasada -le contestó Claudine, riéndose entre dientes-. Y arregló el problema contratando a Simone. -Me dio unas palmaditas en el hombro y me sonrió abiertamente. Sabía que tenía buenas intenciones, pero deseé que no continuara hablando-. Y además -prosiguió-, está tan contento con Simone que está pensando en poner su nombre en los carteles de publicidad del espectáculo.
El murmullo de voces en la habitación se detuvo. Todas las miradas se volvieron hacia Claudine. Nadie me miraba a mí.
– Es verdad -comentó Marie mientras se ponía colorete en las mejillas-. Ayer mismo le oí hablando con la taquillera sobre el tema. La gente ha estado preguntando si este era el espectáculo «de la chica graciosa».
Paulette se dio la vuelta hacia su espejo y se pasó bruscamente el repillo por el pelo. Madeleine y Ginette intercambiaron una mirada.
– Si la ponen en cartel, yo me marcho -sentenció Claire, encogiendo sus huesudos hombros-. No es más que una ayudante de vestuario. No durará mucho sobre el escenario. No basta con comportarse como una idiota. También hay que saber bailar.
– Además, tampoco es que sea ninguna belleza -añadió Madeleine, elevando la nariz en el aire.
Me levanté y corrí por la puerta, pisando zapatillas y bolsos. Cuando me encontré a salvo en el vestíbulo, apoyé la frente sobre el dorso de la muñeca y me recliné sobre la barandilla. Las groserías de las coristas eran como un mazazo para mi autoestima. Quizá tenían razón y yo no estaba hecha para el teatro.
Pero mi humor cambió en el momento en que sonó la campana de llamada a escena. Corrí escaleras abajo para colocarme en mi puesto entre bastidores. Podía sentir al público antes de verlo: el ambiente era eléctrico. Las voces de los hombres y mujeres que estaban entrando en la sala zumbaban y crepitaban como chispas de electricidad estática antes de una tormenta. Presioné con la mano la pared trasera para conectarme con aquella corriente. El propio edificio parecía estar palpitando. Aquella noche iba a haber un lleno absoluto.
Resonó el eco de un redoble de tambor por toda la sala. La orquesta arrancó con la música del número de introducción y mis pies golpearon el suelo al ritmo de los ukeleles. Ya no necesitaba que monsieur Dargent me diera el pie, pues me sabía de memoria cuándo debía entrar. Al final de la segunda estrofa, salté al escenario bajo los focos. La multitud rugió y estalló en aplausos.
– ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!
Mi voz se elevó por encima de las de las chicas incluso más de lo habitual. Había conseguido fortalecerla practicando todas las noches. Era capaz de forzar aún más el sonido sin desafinar. Claire trató de alcanzarme con su estridente voz de soprano, pero no podía mantener el tono y bailar al mismo tiempo. Recorrí con la mirada al público, que era un océano de rostros paralizados. Me olvidé de las hoscas recomendaciones de madame Baroux sobre mantener el «eje vertical» y contoneé las caderas y oscilé las piernas en todas las direcciones. El público rugió y aplaudió. Sus risas llegaron hasta el escenario como una ola rompiendo en la playa. En un instante, toda la primera fila se puso en pie y me vitoreó: «¡Bravo, mademoiselle Fleurier! ¡Bravo!».
¿Se sabían mi nombre? Sentí mariposas en el fondo del estómago. La vibración me recorrió desde el pecho hasta las puntas de los dedos.
– ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! -canté, con toda la fuerza que podía extraer de los pulmones.
– ¡En solo dos semanas ya eres todo un éxito! -exclamó madame Tarasova cuando salí del escenario-. Has entrado en el mundo del espectáculo como pez en el agua. ¡Tienes talento innato!
– Te echamos de menos aquí abajo -me dijo Vera, quitándome la peluca.
– Me cambio y bajo ahora mismo, ¿vale? -le contesté, volviéndome hacia las escaleras-. Monsieur Dargent quiere que os ayude hasta que prepare más números para mí en el siguiente espectáculo.
Corrí escaleras arriba al camerino, pero me paré en seco cuando vi el desorden en el exterior de la puerta. Me quedé aturdida durante un momento, contemplando las brochas y lápices de maquillaje tirados en el suelo. Había un bote de colorete volcado de lado, una pastilla de rímel aplastada que formaba una pasta grasienta contra las tablas del suelo y el polvo de arroz espolvoreaba todo como si fuera nieve. Había un tocador con el espejo rajado apoyado contra la pared. Contemplé con la boca abierta aquel espectáculo de destrucción durante unos segundos antes de percatarme de que aquellos objetos eran míos.
Me agaché para recoger los cosméticos cuando me di cuenta de que el kimono decorado con rosas que había heredado de Anne estaña enganchado en la puerta. Tiré de él, pero estaba tan atascado que no podría moverlo a menos que le pidiera a alguna de las chicas que me ayudara. Alguien soltó una risita y vi sombras moverse por la rendija de luz que salía por debajo de la puerta. Me imaginé a Claire y a sus cómplices espiándome por la cerradura, felicitándose a sí mismas por su inteligencia. Dejé la bata: opté por volver después a por ella antes que darles la satisfacción de tener que rogarles que me la devolvieran.
Recogí el bote de colorete y limpié el resto del desorden lo mejor que pude, pasando el extremo de mi falda de hojas por el borde de los envases. Madame Tarasova había logrado componer mi colección de cosméticos de los objetos perdidos que había ido reuniendo a lo largo de los años. Me alivió ver que el envase de polvos de maquíllale estaba medio lleno. Dejé el rímel: se había echado a perder y no merecía la pena tratar de recuperarlo. Si me quejaba a monsieur Dargent, se les descontaría el dinero del sueldo a las responsables por comportamiento problemático. Pero, si lo hacía, las intimidaciones empeorarían. Y ya había más coristas que estaban en mi contra que a mi favor.
Recogí la colección de cosméticos arruinados y miré al otro lado de la esquina. Al final del vestíbulo, cerca de los servicios, había un nicho. El hedor a orina de los retretes era insoportable, pero el nicho estaba limpio y tenía un tragaluz de cristal esmerilado y luz eléctrica. Arrastré el tocador y el espejo hasta allí, y ordené lo que había quedado de mi maquillaje sobre la mesa.
– Muy bien, Simone, me alegra verte haciendo nuevas amigas.
Miré hacia el espejo rajado para ver a Camille junto a mí, vestida con una túnica para su número de Helena de Troya.
– Bienvenida al mundo del espectáculo -continuó.
Mantuve la vista hacia el espejo. No quería que me viera llorar.
Me puso la mano en el hombro y entrecerró los ojos.
– ¿Quién te ha enseñado a maquillarte?
– Madame Tarasova me ha enseñado algunas cosas y he copiado a las demás.
– Tu cara parece un mapamundi.
Me llevé la mano a la mejilla. Sabía que por mucho que lo hubiera intentado, no había conseguido adquirir el arte de mezclar los colores. Me alegré de que el público no pudiera verme de cerca.
– Vamos -me dijo Camille, moviendo la cabeza en dirección a su camerino-. Tengo quince minutos. Te enseñaré cómo hacerlo correctamente.
El camerino de Camille era un revoltijo de bellos objetos al lado de otros horrorosos. Había una silla de mimbre coja junto a una cómoda de madera pulida de palo de rosa, y una alfombra persa, entrecruzada con una mugrienta de algodón, cubría el suelo combado. Varios mantones de Manila tapaban el sofá cama, mientras que el tocador estaba atestado de botellas de perfume sin tapón. Moví nerviosamente la nariz ante el olor de la habitación: una mezcolanza de incienso, polvo y jabón de baño.
Camille me sentó en un taburete cubierto de satén y me limpió las manchas de maquillaje que se me acumulaban alrededor de la barbilla y las aletas de la nariz. Era fácil detectar los fallos en su espejo perfectamente iluminado. El lápiz de ojos desviaba mis pestañas hacia diferentes ángulos en cada uno de los dos párpados y mi boca se curvaba hacia un extremo. Si hubiera sido un poco más oscura de piel y hubiera tenido las sombras de los ojos un poco más claras, habría parecido uno de esos cantantes estadounidenses que se «oscurecían» la piel para cantar jazz.
– Mira -me dijo Camille, recogiéndome el pelo hacia atrás y sujetándolo con un pañuelo, para después limpiarme la cara-, tienes que maquillarte por encima del nacimiento del pelo y detrás de las orejas para que no haya bordes. Y aunque tienes la piel color oliva, necesitas utilizar algo más oscuro. Todo el maquillaje se deshace bajo los focos.
Levanté la mirada hacia Camille. El carboncillo que delineaba sus ojos intensificaba su color azul. El maquillaje se fundía con el color de su piel y el rojo de sus labios era suave. Aquellos colores realzaban su tono natural. Tenía un aspecto tan perfecto como el de la encerada pieza de un frutero. Me revolví en el taburete con timidez. ¿Por qué no podía yo tener un aspecto así?
Camille abrió la tapadera abatible de su estuche de maquillaje y rebuscó entre los contenidos.
– Aquí está -exclamó, sacando un bote que contenía una crema ce color perla. Abrió la tapa y extendió la sustancia bajo mis cejas y las pestañas de los párpados inferiores-. Destaca siempre tus cualidades y minimiza tus defectos -me explicó mientras me limpiaba los dos círculos de colorete que yo me había puesto en las mejillas para sustituirlos por dos toques de color extendidos por los pómulos-. Los seres humanos no somos más que animales con ropa -comentó-. Cuando esas chicas la toman con alguien, o bien están tratando de eliminar a la bestia más débil del rebaño o pretenden asustar a un nuevo miembro al que consideran una amenaza.
Toqué con la punta de los dedos una violeta apoyada en un platillo sobre el tocador.
– ¿Eres de Marsella? -le pregunté.
Camille era rubia y tenía facciones delicadas como si fuera del norte. Nadie en Le Chat Espiègle sabía demasiado sobre ella. Tenía reputación de no contar nada sobre ella misma y nunca hablaba de lo que había hecho antes de entrar en el teatro.
Camille dejó escapar un suspiro exasperado.
– Eres una metomentodo -replicó-. Ahora mira hacia arriba para que pueda limpiarte esos pegotes de las pestañas.
Hice lo que me dijo y ella me peinó las pestañas con un cepillito minúsculo.
– ¿Qué te parece? -preguntó, girándome la cara hacia el espejo. Parecía una muñeca en el escaparate de una tienda, con largas pestañas y boquita de piñón.
– Gracias -le dije, agradeciéndole a Camille no tanto el maquillaje sino los cinco minutos de amabilidad que me había dedicado; sola a mi corta edad, los necesitaba.
Camille asintió.
– No seas un animal débil, Simone -me advirtió-. Mi madre lo era. Por eso dejó que mi padre le pegara hasta que acabó por matarla.
Me pregunté si Camille confiaba en mí. Quizá estaba cansada de ricos pretendientes y de los tipejos que rondaban la puerta de artistas aullando tras ella cada noche después del espectáculo.
Camille debió de contarle a monsieur Dargent lo que había sucedido, porque a la noche siguiente me trasladaron al camerino número tres. La estancia estaba ocupada por Fabienne Boyer, la pechugona chántense del espectáculo, y las acróbatas Violetta y Luisa Zo-Zo. Estaba dividido desde el centro por una fila de pantallas orientales y una ventana de celosía, y teníamos que cuidarnos de no pegar portazos porque, si no, toda aquella endeble estructura se venía abajo. Fabienne ocupaba un lado de la pared y las hermanas Zo-Zo y yo la otra. En las raras ocasiones en las que todas coincidíamos cambiándonos en el camerino, el ambiente era agradable. Violetta y Luisa a veces se ponían solemnes antes de su número, pero después se volvían habladoras, y Bonbon podía sentarse en su propia cesta junto a la puerta siempre que no estuviera con madame Tarasova en la zona de vestuario.
– ¡El público de hoy es fantástico! [1]-anunciaron las hermanas Zo-Zo, entrando de repente en el camerino.
Las ronchas en las palmas de sus manos y en el dorso de sus piernas me ponían nerviosa, pero las quemaduras de la cuerda no les solían molestar. Se secaron el sudor con toallas y se frotaron la piel con aceite de oliva y ungüento de lavanda.
– Gracias a la temporada turística es por lo que tenemos tanta audiencia -nos explicó Fabienne a través de la celosía.
La división del camerino había sido idea suya, pero no a causa de que fuera altiva, sino por consideración hacia nosotras, pues recibía muchas visitas. Las pantallas no aislaban el sonido, y las hermanas Zo-Zo y yo teníamos que contener la risa cuando Fabienne practicaba sus ejercicios de calentamiento: «Maaaa… Meeee… Miiii… Moooo… Muuuu…».
La única cualidad que su chillona voz poseía era que lograba mantenerse bastante tiempo en una nota sin desafinar, pero nadie venía a ver a Fabienne por sus capacidades como cantante. Era su rostro vivaracho y su fabulosa figura lo que incitaba a las multitudes. Las flappers de pecho plano habían sido el último grito en moda femenina, pero a los hombres se les caía la baba ante un cuerpo de 97-70-100. Su tocador siempre estaba cubierto de ramos de flores.
Aunque la conversación de los admiradores de Fabienne siempre era discreta -«Mademoiselle Boyer, al aparecer usted en escena, mi corazón se llena de alegría, es usted magnífica»-, había algo presuntuoso en aquellos hombres que me ponía la piel de gallina. Le daban las buenas noches a Fabienne, le besaban la mano y caminaban con aire arrogante hacia la puerta, girándose para hacer una última reverencia, siempre con un brillo en los ojos que me recordaba a la mirada de un lobo. Unos minutos más tarde, Fabienne fingía un bostezo y anunciaba que tenía que irse a casa.
– Pronto vendrán a visitarte a ti, Simone -me dijo Fabienne una noche, rociando en el aire su perfume de lilas.
Era su manera educada de camuflar el olor a sudor con un toque de cebolla que las chicas Zo-Zo traían después de actuar.
Le agradecí a Fabienne sus palabras de ánimo, aunque la atención de los hombres no era lo primero que tenía en mente. Y no es que fuera una mojigata. Había nacido en una finca y, a diferencia de las historias que las coristas inglesas nos contaban, mis padres nunca me habían prohibido salir al campo cuando los animales se apareaban. Desde siempre, había conocido los «secretos de la vida». Pero me producía terror la historia sobre que a Madeleine la hubieran obligado a abortar o la idea de ver mi destino vinculado a los caprichos de un hombre. Si aquel era el precio por estar con el sexo opuesto, yo no quería pagarlo.
Sin embargo, un deseo que era más fuerte que el sexo recorría mis venas. Cada noche, ansiaba el sonido del aplauso del público y no me sentía saciada hasta que no había recibido como mínimo dos bises. Estaba a punto de cumplir quince años y ya sabía lo que quería ser en la vida: y no era precisamente corista cómica de segunda fila. Si no podía lograr convertirme en una gran belleza del escenario, al menos quería llegar a alcanzar la fama como cantante.
Durante la antepenúltima noche del espectáculo En el mar, cuando salí del escenario me encontré a Camille espiando a hurtadillas tras una palmera artificial en el hueco de las escaleras.
– Reúnete conmigo en mi camerino -me dijo mientras recogía el borde de su túnica y desaparecía como una diosa que acabara de emitir una orden.
Ascendí penosamente las escaleras, casi chocándome con Claude el mago, que estaba tratando de bajar con la jaula de su pájaro balanceándose en una mano y su mesa de cartas bajo el otro brazo. Esperé en mi camerino hasta que escuché a Camille canturreando por el pasillo y el sonido del pestillo de su puerta. No tenía ni la menor idea de por qué nos estábamos comportando de una manera tan discreta.
– Pasa -me dijo, haciéndome un gesto para que entrara cuando llamé a la puerta.
La cerró a mis espaldas y yo me paré en seco. Durante un momento, pensé que me encontraba en el camerino de otra persona. El habitual desorden de Camille no se veía por ninguna parte: no había ropa interior sobre las sillas ni plumas ni zapatos tirados por el suelo, tampoco collares de perlas ni pañuelos sobresaliendo de los cajones del tocador. La única prenda de ropa visible era un vestido color carmesí colgado de la puerta del armario.
– Has recogido -comenté, fijándome en la maleta junto al tocador:
Camille se volvió hacia donde yo miraba.
– Ah, eso -respondió-. Siempre me gusta empaquetar mis cosas al final de cada temporada. Luego lo sacaré todo de nuevo el día del estreno de la nueva representación.
Asentí. Cada artista tenía su propio ritual supersticioso. El mío era besar el medallón que contenía la fotografía de mis padres antes de salir a escena. Fabienne se persignaba antes de su número y las hermanas Zo-Zo chocaban las manos y pisoteaban el suelo. Albert me contó que el empresario teatral Samuel el Magnífico se presentaba todas las noches de estreno con un sombrero apolillado y una barba de dos días. Pensaba que acicalarse para la ocasión traería mala suerte a la compañía. Nuestras vidas eran tan precarias que necesitábamos algún tipo de ritual para mantener cierta sensación de estabilidad.
La voz apagada del cantante masculino, Marcel Sorel, penetró por la pared. Estaba hablando con monsieur Dargent.
– En el próximo espectáculo quiero el último número del primer acto -le dijo.
– ¿Por qué? -preguntó monsieur Dargent-. ¿Tienes algún compromiso con otro teatro? Ya sabes que eso sería romper tu contrato.
Camille bajó la voz.
– Escucha, Simone, monsieur Gosling me ha pedido que te pregunte si quieres venir con nosotros a cenar mañana por la noche.
– ¿Yo?
– Sí -respondió-. Está encantado con tu número y quiere conocerte.
– ¿A mí?
– Cenaremos en el Nevers.
Camille pretendía tentarme, pero sus palabras tuvieron exactamente el efecto contrario de lo que ella anticipaba. Nevers era uno de los restaurantes más exclusivos de Marsella. Me imaginé a las mujeres de vestidos elegantes que había visto en los establecimientos de la Canebière cuando solía pasear a Bonbon por allí.
– ¿Qué pasa, Simone? -preguntó-. Si quieres tener éxito, no solo basta con actuar sobre el escenario. También tienes que relacionarte con la gente adecuada. Gente que pueda ayudarte.
Aunque me costaba creer que monsieur Gosling pudiera tener interés en mí, era mi ropa lo que me preocupaba. No tenía ningún vestido lo bastante bueno como para ir a la iglesia, menos aún al Nevers. Me miré los pies y Camille sacudió hacia atrás la cabeza y se echó a reír.
– ¿Ese es el problema? -Se dirigió a su armario y cogió el vestido color carmesí-. Puedes quedarte con este. En todo caso, ya me he cansado de él. Y tengo los zapatos a juego. Puedes darlos de sí, si te quedan pequeños.
Recordé el vestido que tía Yvette había querido confeccionar para mí. La tela había caído junto con mi padre por el precipicio de las gargantas del Nesque. A pesar de mi entusiasmo por el teatro, no pasaba ni un solo día sin que me acordara de él o pensara en mi madre, tía Yvette o Bernard. Me preocupaba por que el cultivo de lavanda tuviera éxito y por cómo estaría sobrellevando mi madre el control de tío Gerome. Camille confundió mi tristeza con tozudez.
– ¿Qué pasa ahora? -preguntó, colocándome el vestido sobre el brazo-. Nevers. Un bonito vestido. Cena por invitación del heredero de una de las fortunas de la industria jabonera más grande de Marsella.
– ¿Por qué te comportas de una manera tan reservada con respecto a todo esto? -le pregunté.
Camille arqueó una ceja.
– Porque se me ha ocurrido que ya has provocado suficientes envidias por estos lares.
Sus palabras no me sonaron convincentes, pero le debía un favor por haber sido amable conmigo cuando las coristas me echaron de su camerino, así que accedí a acudir a la cena.
La noche siguiente, Camille saludó al portero del Nevers con la mano y con un movimiento del hombro, y se detuvo en la entrada entre dos jardineras de helechos. Yo me paré detrás de ella, sintiéndome más como una ladrona que como una dienta. Me había lavado el pelo y la cara a conciencia, pero incluso a pesar de llevar el vestido de Camille, no me sentía a la altura de aquel ambiente. La luz de las lámparas de gas se reflejaba en las copas de cristal y la cubertería de plata. Las mujeres con joyas adornándoles el cabello ocupaban sus asientos frente a hombres con gardenias en los ojales. Al principio, pensé que debíamos de estar esperando al maître, pero aun después de que nos hubiera recibido, Camille permaneció de pie el tiempo suficiente como para captar la mirada de todos los hombres del restaurante. Cuando se hubo asegurado de que contaba con la atención de todos ellos, le hizo un gesto con la cabeza al maître y entró pavoneándose hasta la mesa en la que monsieur Gosling nos esperaba fumando. Apagó el cigarrillo y se puso de pie de un salto.
– Esta es mademoiselle Fleurier -anunció Camille, acomodándose en una silla que el maître le había ofrecido.
Monsieur Gosling me besó la mano y se volvió hacia Camille.
– ¿Cómo ha ido la representación de esta noche, ma chérie? Siento habérmela perdido, pero tenía preparativos que hacer.
Camille le dedicó una sonrisa y apoyó los dedos de la mano sobre la muñeca de él. Mostraba más interés en él que la primera noche que los había visto en el exterior de Le Chat Espiègle.
– Simone ha hecho una gran actuación esta noche -comentó.
– ¿De verdad? -dijo monsieur Gosling, girándose hacia mí-. No he visto nunca el primer acto. Nunca logro llegar tan pronto al espectáculo.
Le eché una mirada a Camille, pero si se dio cuenta de que monsieur Gosling acababa de contradecirla, no lo demostró.
– Este es un sitio muy bonito, ¿verdad, Simone? -comentó.
Un camarero nos trajo un apéritif de vino blanco y cassis. Camille encendió un cigarrillo y se lo pasó a monsieur Gosling.
– Deberíamos tomar bullabesa -afirmó él antes de embarcarse en una perorata sobre aquel plato típico marsellés y sobre como absolutamente nadie se ponía de acuerdo sobre su preparación-. Nuestro cocinero insiste en que el secreto está en el vino blanco -explicó-. Pero mi abuela se echa las manos a la cabeza con solo oírlo.
Camille apoyó la barbilla en la mano, aparentando estar fascinada con el discurso de monsieur Gosling, mientras que yo hacía lo posible por no bostezar. ¿Qué estaba haciendo yo allí, atrapada entre el borde de la mesa y un busto de Julio César? Quizá Camille quería contar con mi presencia para hacer más soportable el tiempo que tenía que pasar con monsieur Gosling.
Sentí alivio cuando el camarero trajo la bullabesa, aunque no era lo que yo me esperaba. Examiné la mezcla de marisco flotando en un charco de salsa anaranjada. Por la descripción de monsieur Gosling, me había imaginado que sería una sopa o un caldo, pero aquel plato no era ninguna de las dos cosas. Aparte de la pescadilla y los mejillones, no era capaz de reconocer el resto del pescado y del marisco, incluso aunque todos conservaran todavía la cabeza. Pero cuando olfateé el aroma a pescado, azafrán, aceite de oliva y ajo, me sonaron las tripas por la anticipación. Levanté el cuchillo y el tenedor y corté un trozo de pescado.
Un camarero pasó a mi lado y arqueó las cejas. Me di cuenta de que yo era la única que estaba inclinada sobre mi plato, mientras que Camille y monsieur Gosling tenían las espaldas rectas pegadas al respaldo de la silla y sus rostros alejados de sus respectivas sopas. Me puse recta bruscamente y el trozo de pescado lleno de salsa que tenía pinchado en el tenedor se cayó sobre el mantel. Traté de limpiarlo, pero la mancha ocre se extendió aún más y también ensucié la servilleta. Miré de reojo a Camille y a monsieur Gosling, pero no se habían dado cuenta de nada. Ambos estaban perdidos en la mirada del otro.
– Tengo buenas noticias, Simone -anunció Camille cuando el camarero trajo el queso y la fruta-. Mañana monsieur Gosling y yo nos vamos a París.
– ¿A París? -Casi me atraganté con la galleta salada que me estaba comiendo.
– Monsieur Gosling me va a poner un apartamento y me va a comprar un armario de alta costura en París -me explicó Camille sonriendo francamente-. Voy a ser la estrella principal de Eldorado.
– Pero ¿y qué pasa con el espectáculo de Le Chat Espiègle? -le pregunté-. Los ensayos empiezan mañana.
Gracias a los beneficios cosechados con En el mar, monsieur Dargent había planeado un espectáculo aún más espléndido para la siguiente temporada. Sabía que se había gastado una fortuna en los relucientes trajes en los que estaban trabajando madame Tarasova y Vera. También suponía que contaba con que Camille Casal lo protagonizaría.
La sonrisa de Camille se desvaneció durante un instante. Se frotó los brazos.
– ¿Cómo podría decírselo? -preguntó-. El me dio mi primera oportunidad. Pero es París… -Su mirada se iluminó de nuevo-. Allí es adónde una va si quiere ser una estrella. El Adriana, el Folies Bergère, el Casino de París, Eldorado. No me puedo quedar en Marsella, Simone. Pero cada vez que he querido decírselo a monsieur Dargent, no he encontrado el suficiente arrojo como para hacerlo.
Sentí la comezón de una duda incesante sobre la veracidad de las palabras de Camille, pero la ignoré. No podía ofenderme el hecho de que quisiera marcharse a París. Era el lugar al que todo el mundo aseguraba que había que ir si querías ser una verdadera estrella. Pero me preocupaba lo que la marcha de Camille pudiera significar para el resto de nosotros. Monsieur Dargent tendría que cancelar el espectáculo.
– Encontrará a otra persona -aseguró Camille-. Créeme, se le da muy bien eso.
Alargó la mano para coger su bolso, sacó un sobre y lo empujó hacia mí.
– Te confío esto, Simone. En él, le cuento a monsieur Dargent todo lo que siento en el fondo de mi corazón y le ruego que me perdone. Cuando reciba esta carta mía, seguro que lo entenderá.
Suspiré exhalando de alivio. Por lo menos, Camille sí que había tenido en cuenta los sentimientos de monsieur Dargent.
– Tú se la darás, ¿verdad, Simone? Pero esperarás hasta mañana, -;a que sí?
– Sí, por supuesto -le respondí.
Tendría que haber sabido que algo no iba bien. La señal inequívoca fue lo mucho que me apretaban los dedos de los pies y me rozaban los tobillos los zapatos que Camille me había dado y la mirada en los ojos de Fabienne cuando me la crucé en las escaleras de Le Chat Espiègle.
– No viniste a la fiesta del reparto ayer por la noche -me dijo mientras estudiaba mi vestido.
Me pregunté si se habría dado cuenta de que era de Camille.
– ¿La fiesta del reparto?
– Al final de cada temporada siempre se celebra una fiesta. Todo el mundo acudió, salvo Camille y tú.
Yo no sabía nada sobre la fiesta. ¿Por qué no la mencionaría Camille?
– Bueno, la próxima vez, haz un esfuerzo por asistir -comentó Fabienne con desdén-. No queda bien que te largues por ahí con Camille e ignores a los demás.
Hacía calor en el interior del teatro. Las paredes de Le Chat Espiègle absorbían y retenían aquel calor de una manera espectacular. Me sequé las gotas de sudor del cuello. Era la primera vez que me percataba de las manchas del papel pintado en las paredes del vestíbulo a causa de las humedades. Toda la destartalada estructura estaba plagada de grietas y la alfombra apestaba a moho. La taquillera permanecía sentada en su cabina, sellando entradas para el espectáculo de la siguiente temporada. Tenía un ventilador en su jaula de metal sobre el armario, pero se encontraba apagado.
– Ese estúpido cacharro me vuela las entradas si lo enciendo -se quejó.
Le pregunté dónde estaba monsieur Dargent y señaló con la cabeza hacia el auditorio.
– Está con el director de escena, planificando el nuevo espectáculo.
Las puertas del patio de butacas se abrieron de par en par. Un murmullo de voces masculinas flotó en la oscuridad. Uno de los focos del escenario se dirigía hacia la puerta y tuve que entrecerrar los ojos para ver el interior de la sala. Monsieur Dargent estaba inclinado sobre el escenario diciéndole a monsieur Vaimber algo sobre la iluminación. El ruido de mis pisadas resonó sobre las tablas del suelo.
Monsieur Dargent se interrumpió en medio de una frase y levantó la mirada. Sus ojos se posaron sobre los míos y se relajó. Tuve la impresión de que estaba esperando a otra persona.
– ¿Sí? ¿Qué sucede?
– Mademoiselle Casal desea que le entregue esto -le dije, tendiéndole el sobre.
Monsieur Dargent me contempló durante un momento y frunció el entrecejo.
– Tráelo aquí -me ordenó.
La expresión de incomodidad volvió a aparecer en su mirada.
Caminé arrastrando los pies por el pasillo hacia él. Monsieur Vaimber se volvió para ver qué sucedía.
– ¿Cuándo te ha dado esto? -me preguntó monsieur Dargent, arrancándome la carta de las manos.
Apreté los dedos de los pies.
– Ayer por la noche.
– ¿Dónde?
– En el Nevers.
Monsieur Dargent le echó una mirada a monsieur Vaimber, después metió el dedo en la solapa del sobre y lo rasgó. Lo observé mientras desdoblaba el papel y lo leía. No podía tener más que unas pocas líneas por la rapidez con la que acabó de hacerlo.
– ¿Qué dice? -preguntó monsieur Vaimber.
Monsieur Dargent me tendió bruscamente el papel.
– ¡Léeselo! -me ordenó.
Cogí la carta y la contemplé durante unos segundos hasta que conseguí creerme lo que decía, o, más bien, lo poco que decía:
Me marcho en busca de algo más grande y mejor.
Au revoir
C.
– Tiene que haber algo más -aseguré-. Me prometió que le daría una explicación completa.
Le cogí el sobre de las manos y rebusqué en su interior. Pero no había nada.
Monsieur Dargent bufó:
– Camille llevaba un tiempo tratando de rescindir su contrato. Le dije que podía marcharse después de la siguiente temporada y me prometió que se quedaría. Esto es una catástrofe. No tengo estrella.
Monsieur Vaimber me miró por encima del hombro.
– Parece que tú lo sabías todo, ¿no?
– ¡No! -repliqué, apretando los puños-. No hasta ayer por la noche. Fue entonces cuando me enteré de que se marchaba a París.
– Tendrías que haber acudido a mí anoche mismo -me recriminó monsieur Dargent-. Y no haber esperado hasta el mediodía del día siguiente. ¿Sabes lo que esto significa? ¡Significa que no tenemos espectáculo!
A pesar de su advertencia de que sin una estrella no habría ningún espectáculo, monsieur Dargent no canceló el ensayo de la tarde. En su lugar, esperó a que todo el mundo se reuniera en el auditorio antes de subirse al escenario, pasándose las manos por el cabello, y anunció que Camille Casal había abandonado el reparto. Las coristas prorrumpieron en un grito ahogado, interrumpido abruptamente por Claire, que cruzó los brazos sobre el pecho y se rio por lo bajo.
– ¿Te parece divertido, Claire? -le preguntó monsieur Dargent.
Ella se encogió de hombros.
– Camille no era tan magnífica. Puede usted encontrar a cualquier otra persona que haga lo mismo que ella.
A monsieur Dargent se le desencajó el rostro. Ataviado con sus trajes blancos y sus camisas de colores, normalmente tenía aspecto de dandi, aunque un poco desharrapado. Pero en esta ocasión, con el pelo encrespado formando dos conos a ambos lados de la cabeza porque no paraba de mesárselo, parecía más bien un dandi enloquecido.
– La única solución, aparte de cancelar el espectáculo, es atraer a alguien «con un nombre» de otro espectáculo. Y para eso necesito dinero. ¿Te parecerá igual de gracioso cuando tenga que exprimir los sueldos de todo el mundo para conseguir ese dinero?
Claire se puso seria. Un murmullo recorrió el reparto.
– No puede usted hacer eso -replicó Madeleine-. ¡Tenemos contratos!
– Por lo que parece, eso no significa mucho -le espetó monsieur Dargent, que parecía más dolido que enfadado esta vez-. ¿Qué prefieres: tener contrato o un empleo?
Aunque monsieur Dargent no mencionó mi relación con la traición de Camille, noté la mirada que los demás le dedicaban a mi vestido. No tardarían mucho en comprender lo que había sucedido. La idea de que sus ya penosos sueldos tendrían que reducirse agrió el ambiente, que ya estaba lo suficientemente viciado por la peste a benceno de los trajes recién lavados y de la pintura que los encargados de la escenografía estaban utilizando para crear los decorados del siguiente espectáculo.
Contemplé como monsieur Dargent salía furioso del auditorio. Me sentía enojada con Camille por haberme utilizado como a un monigote, pero me enfurecía aún más el habérselo permitido. ¿Por qué me había invitado al Nevers? Podría haber dejado el sobre en su camerino. ¿O le preocupaba que alguien pudiera encontrarlo antes de que ella se hubiera marchado a París? La partida de Camille no podía haber sucedido en un momento peor para mí, porque necesitaba a monsieur Dargent y al resto del reparto de mi lado. Fiel a su palabra, monsieur Dargent me había concedido más números en el nuevo espectáculo que estaba basado en la historia de Sherezade. Aparecía en cinco de las siete actuaciones del coro, e incluso tenía un papel vagamente glamuroso en una pantomima como odalisca tumbada en el palacio del sah Shahriar. Tenía bastantes números como para no tener que trabajar además en el vestuario, y monsieur Dargent había contratado a una costurera mulata para que me sustituyera. Pero lo que yo realmente deseaba era pedirle un papel de cantante.
– ¡Simone! -me llamó Gilíes, el coreógrafo-. Únete a las coristas en el escenario y yo te acompañaré para que ensayes los pasos de tu número.
Me aproximé al escenario. Gilíes era la pareja de baile de Camille en un pas de deux de En el mar. Tenía diecinueve años y la piel tan tersa como el chocolate. Todas las chicas se derretían por él, aunque él prefería la compañía de los componentes masculinos del reparto.
El número de introducción estaba ambientado en un harén. Las coristas realizaban «el baile de los siete velos» -o más bien la reinterpretación de Gilíes del mismo-: iban dejando caer cada velo y finalmente aparecían ataviadas con unos transparentes pantalones de estilo árabe y unos sujetadores satinados y tachonados de joyas.
Mi papel cómico consistía en contonearme con ellas al principio, pero siempre había un velo que no lograba desenredar. Claude había utilizado sus habilidades mágicas para crear el accesorio necesario: un perno de seda escondido en el tronco de una palmera con un extremo enrollado a mi cuerpo, lo cual daba la sensación de que cuanto más tiraba del velo, más tela aparecía. Monsieur Dargent pensó que la idea era tan divertida que había incluido en el guión que yo apareciera en varias escenas más adelante, entre otras, una íntima entre Sherezade y el sah, aún tratando de desengancharme el velo.
– Al principio, parecerás una corista normal, Simone -me indicaba Gilíes-. Pero después… con una mirada y un pequeño mohín, darás la señal de que no todo va bien…
Gilíes se contoneaba y se giraba siguiendo los pasos del número, parándose de vez en cuando para indicarme algo importante:
– Si giras los hombros a la vez que sacudes los brazos es más sensual.
Adquiría un aspecto femenino cuando bailaba, a pesar de que su pecho desnudo y su espalda revelaban una anatomía musculosa.
– Vale, ahora lo intentas tú y yo te miro -me dijo, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
Le hizo un gesto con la cabeza a madame Dauphin, que comenzó a tocar una melodía oriental en el minúsculo piano de ensayos.
Nos movimos al son de la música mientras Gilíes revoloteaba entre nosotras, dándonos instrucciones y corrigiendo nuestras poses. Me imaginé cómo sonaría la música cuando la tocaran los instrumentos de viento y de percusión de una orquesta arábiga y dejé que mi cuerpo fluyera al compás del ritmo y el desarrollo que la música sugería.
– Muy bonito -me susurró Gilíes al oído-. Tienes talento innato para el baile.
«Ojalá madame Baroux le oyera decir eso», pensé.
Las puertas del vestíbulo se abrieron de un golpe, provocando una sacudida que se propagó por toda la sala e hizo que se desprendiera un trozo de yeso del techo. Madame Dauphin se quedó congelada en un acorde y las coristas se detuvieron en mitad de un giro. La silueta de monsieur Dargent se recortó como la de un fantasma contra la luz del día que provenía del vestíbulo. Incluso desde donde yo me encontraba, pude ver que tenía el rostro congestionado.
– ¡Escándalo! -gritó y su voz hizo eco por toda la sala. Levantó un periódico que llevaba en el puño cerrado-. ¡ESCÁNDALO!
Claire me fulminó con la mirada. Puede que yo hubiera transmitido las malas noticias de Camille, pero no tenía nada que ver con ningún escándalo. Y, sin embargo, un incesante mal presagio en el estómago me indicó que aunque algo horrible no me sucediera a mí, sin duda le iba a suceder a otra persona.
– ¡Simone Fleurier! -gritó monsieur Dargent-. ¡Da un paso al frente para que pueda verte!
Me quedé clavada en el sitio al oír mi nombre, pero los demás se apartaron a los lados, como si monsieur Dargent estuviera mirándome al final de un pasillo de gente, como Moisés contemplando las aguas abiertas del mar Rojo.
– ¿Has visto esto? -me preguntó, blandiendo una copia de Le Petit Provençal.
Le dije que no con la cabeza. Desdobló el periódico para que pudiera ver los titulares de la portada:
Heredero de fortuna jabonera huye con estrella de teatro
y roba las joyas de la familia
Amantes ayudados por corista cómica
– ¡Yo no he hecho tal cosa! -protesté.
– ¡Chitón! -me hizo callar monsieur Dargent y comenzó a leer el artículo con voz teatral:
Además de retirar el dinero de su fideicomiso, monsieur Gosling robó un collar de diamantes, un brazalete y una diadema pertenecientes a la colección de joyas de su madre, declarando en su carta de despedida que destruiría estas joyas familiares si sus parientes trataban de detenerlo. Parece ser que el heredero de la fortuna jabonera marsellesa pretende invertir todos sus recursos en ayudar a mademoiselle Casal a relanzar su carrera en París. Según los comensales del exclusivo restaurante Nevers, la pareja no actuaba en solitario. Una jovencita, supuestamente la corista cómica de Le Chat Espiègle, Simone Fleurier, presuntamente podría haber ayudado a la pareja en su fuga. Han representado la versión marsellesa de Romeo y Julieta por desafiar a la familia Gosling para encontrar el amor verdadero entre los brazos del ser amado.
Las risas estallaron por todo el auditorio. Sentí un nudo en la garganta y no podría haber pronunciado palabra incluso aunque se me hubiera ocurrido algo que decir. ¿La versión marsellesa de Romeo y Julieta? ¡Pero si Camille estaba utilizando a monsieur Gosling!
– ¡Despida a Simone! -chilló Claire-. ¡Antes de que arruine el resto del espectáculo!
– ¡Ya era hora! -asintió Paulette-. ¡No ha sido más que un incordio desde el principio!
Monsieur Dargent frunció el entrecejo.
– ¿Despedirla? ¿Estáis locas? ¡Esto es un ESCÁNDALO! ¿Y sabéis lo que significa «escándalo»? ¡PUBLICIDAD!
Una cosa es ver tu nombre en cartel porque te lo bayas ganado por tu talento y otra muy diferente es estar en él porque te hayas visto involucrada en un escándalo. Cada vez que veía mi nombre en la cartelera de Le Chat Espiègle me sentía avergonzada. Monsieur Dargent había creado un nuevo papel para mí: representaba a la sirvienta que ayudaba a la hermana pequeña de Sherezade a fugarse con el hermano pequeño del sah. Los personajes, encarnados por Fabienne y Gilíes, arriesgaban sus vidas por amor ante la misoginia y la tiranía a las que había dado rienda suelta el sah en palacio y recurrían a la sirvienta para que les ayudara a escapar. «Igual que cuando ayudó a "la versión marsellesa de Romeo y Julieta" en la vida real», rezaba la publicidad. Me entrevistó Le Petit Provençal y, con monsieur Dargent retorciéndome el brazo, sustenté la historia de que había ayudado en la fuga amorosa de Camille.
Mi inmerecido cartel me convenció aún más de que debía pedirle a monsieur Dargent un papel de cantante. Después del primer ensayo de la escena de pantomima con Gilíes y Fabienne, lo intercepté antes de que abandonara el auditorio.
– ¿Puedo hablar con usted? -susurré, mirando a mis espaldas.
Fabienne y Gilíes aún estaban sobre el escenario, discutiendo algunos cambios en las acotaciones de su escena. Paulette y Madeleine se encontraban cerca de los bastidores, con las cabezas juntas, cotilleando. No eran necesarias en aquella escena, pero se habían quedado merodeando por allí después del ensayo del coro. Paulette levantó la vista y me fulminó con la mirada. Me volví hacia monsieur Dargent.
Hubiera preferido esperar hasta que todo el mundo se marchara, pero el espectáculo iba a pasar a fase de producción, por lo que tenía que hablar con él cuanto antes.
– ¿Qué sucede? -me preguntó.
– ¿Ya ha encontrado a una Sherezade?
Se metió las notas bajo el brazo y jugueteó con su corbata.
– Voy a Niza mañana para ver a alguien. ¿Por qué? ¿Sabes algo de Camille?
Inspiré hondo.
– No, me gustaría hacer una prueba para el papel.
Monsieur Dargent negó con la cabeza.
– No tengo suplentes para este espectáculo. No puedo permitírmelos. Y todo el mundo está totalmente ocupado.
– Me refiero a que quiero hacer yo ese papel.
Monsieur Dargent frunció el ceño y se rascó la nariz con el dedo. Confiaba en que por lo menos me concediera la oportunidad de hacer la prueba. No esperaba que me diera el papel de Sherezade, pero pretendía demostrarle lo que era capaz de hacer y quizá conseguir algún número en el que pudiera cantar un solo. Esperaba que si le gustaba mi voz me cediera el papel de Fabienne y la dejara a ella ser Sherezade, pero me había vuelto lo bastante astuta como para saber que si le pedía directamente el papel de Fabienne lo único que conseguiría sería causar problemas.
Monsieur Dargent se metió la mano en el bolsillo y sacó su reloj, al que le echó una mirada.
– Ve a buscar a madame Dauphin -me ordenó-. Elige un par de canciones y volveré a las cuatro para escucharlas.
Me sequé el sudor de las manos en la túnica.
– ¡Gracias, monsieur Dargent! -exclamé-. ¡Se lo agradezco mucho!
La noticia de que le había pedido a monsieur Dargent el papel principal se extendió como la pólvora entre el reparto en cuestión de minutos. De camino a ver a madame Dauphin, pasé por delante del camerino de las coristas y escuché a Claire diciéndoles a las demás:
– Simone se está dando demasiada importancia. Me encantaría ponerla en su sitio.
Odiaba la maledicencia de la vida entre bastidores. Después de que me incluyeran en el cartel del espectáculo, incluso Jeanne había dejado de hablarme. Esa era la envidia y la inseguridad que dominaba nuestras vidas. Solo Marie, con sus mejillas sonrosadas y su encanto efusivo, seguía siendo agradable conmigo.
– Buena suerte -me deseó, saliendo disimuladamente al pasillo cuando me vio dirigiéndome escaleras abajo-. No puedo quedarme después del ensayo para verte, pero sé que lo harás bien.
Madame Dauphin me estaba esperando en la habitación bajo el escenario. Abrió una cartera y la volcó, dejando caer un montón de partituras en el suelo.
– Elige la que quieras -me dijo-. Cualquiera que creas que vayas a cantar bien.
Me incliné para examinar el montón.
– No sé leer música -repliqué, espantando un escarabajo que había caído junto con el revoltijo de papeles-. ¿Puede usted ayudarme a elegir?
– ¿Ah, no? -exclamó madame Dauphin, mirándome con ojos entornados por encima de sus quevedos.
No dejé que su tono de desaprobación me desanimara. Era consciente de que Fabienne y Marcel tampoco sabían leer música y se aprendían todo de oído. Madame Dauphin cogió la carpeta de la tapa del piano y hojeó las partituras.
– Entonces, elegiré algo de la obra -anunció, pasando las páginas de la partitura de Sherezade-. Lo intentaremos con dos números. Uno más optimista y otro lento, para que puedas demostrar tu registro.
Escuché el primer número y me uní tan pronto como comprendí la melodía. Mi voz resonó en el sótano vacío. Sonaba clara y hermosa. Pero madame Dauphin no me felicitó; de hecho, mostró un rostro totalmente inexpresivo durante todo el ensayo.
«¿Qué importa? -me dije a mí misma-, no voy a dejar que me desmoralice».
Me sentí muy satisfecha de mi actuación y, tras una hora, me marché para acudir al ensayo del coro con Gilíes, convencida de que lograría impresionar a monsieur Dargent con mi audición. Traté de no desconcentrarme mientras Gilíes nos indicaba los pasos del número del harén, hasta que se quedó contento con la facilidad con la que contoneábamos las caderas y ondulábamos el vientre.
– ¡Estás tan rígida como un cadáver! -le espetó a Claire, que arrugó la nariz y le hizo una mueca tan pronto como Gilíes le dio la espalda.
A las cuatro en punto terminó el ensayo del baile y monsieur Dargent se aproximó por la sala con monsieur Vaimber. Ambos se sentaron en unas butacas de la segunda fila. Madame Dauphin se giró y les saludó con la cabeza. Hojeó su cuaderno de partituras que estaba sobre la tapa del piano y lo abrió por la primera canción que habíamos ensayado aquella tarde. Monsieur Dargent sacó el reloj del bolsillo y se lo colocó sobre la rodilla. Miré a mi alrededor. Para mi desgracia, las demás chicas no dieron muestras de marcharse. Madeleine, Ginette y Paulette tomaron asiento unas filas más atrás de monsieur Dargent y se pusieron a cuchichear, tapándose la boca con la mano. Me pregunté por qué monsieur Dargent no las echaba. Quizá quería ver cómo actuaba con público.
– Cuando estés lista, Simone -me dijo.
Ni siquiera aquella primera noche en la que me habían empujado a salir al escenario para hacer el número hawaiano me había sentido tan nerviosa como en ese momento. Entonces no tenía nada que perder. Ahora había más cosas en juego: si fracasaba en la audición, probablemente no me dejarían volver a intentarlo.
Madame Dauphin arrancó con la introducción de la canción sin esperar a ver si yo estaba lista. Comenzó a tocarla una octava más alta de como la habíamos practicado y no tuve más opción que comenzar a cantar:
Depende de mí: no tengo miedo, depende de mí: lo cautivaré, depende de mí: puedo hacerlo…
En aquella clave inadecuada, mi voz sonaba tirante. Traté de subir el tono. Había planeado darle a la canción un toque cálido y dulce. En su lugar, estaba cantando como un pajarillo chillón. Pero a monsieur Dargent no pareció desagradarle. Se inclinó hacia delante, estudiándome. «Si logro superar esto -pensé-, puede que me deje cantarla en el tono adecuado».
Madeleine y Paulette se hundieron aún más en sus asientos y se echaron a reír. Traté por todos los medios de no dejar que me intimidaran. Monsieur Vaimber estaba mirando al techo. Pero aquella no era una mala señal: si no le estuviese gustando, me habría hecho parar antes. Mi cuerpo se relajó y sentí que aumentaba mi confianza.
Otras muchachas han perdido la cabeza: pero yo no, yo soy más lista.
Puede que él sea el gobernante, pero yo soy una mujer.
De repente, revoloteó la cortina del bastidor que se encontraba más cerca de mí. Pensé que había sido una corriente de aire y perdí la concentración durante un momento, cuando vi a Claire merodeando por un hueco del telón. Yo podía verla perfectamente, pero estaba oculta para los que se encontraban en el patio de butacas.
– No lo conseguirás -murmuró, lo bastante alto como para que yo pudiera escucharla-. Eres horrible y estás tan delgaducha como una raspa de pescado.
La irritación me invadió, pero decidí continuar. Si me detenía, Claire podría meterse en apuros, pero también acabaría con mi audición. Monsieur Vaimber era un purista en lo relacionado a continuar cantando pasara lo que pasara. «Los artistas tienen que saber mantener la concentración tanto con un público hostil como con uno amable», solía decir. En Le Chat Espiègle sin duda había experiencia con los públicos hostiles. Hacia el final de la temporada, cuando En el mar conseguía llenos absolutos, el éxito del espectáculo no impedía que los alborotadores lanzaran a las coristas colillas y programas enrollados a modo de armas arrojadizas. Pero monsieur Vaimber siempre dejaba claro que teníamos que continuar, independientemente de las pitadas y los abucheos.
Una sensación de quemazón me abrasó la garganta y me empezaron a llorar los ojos. Traté de parpadear para ver qué me los estaba irritando. Un vapor picante inundó el ambiente. Percibí una imagen borrosa de Claire vertiendo el contenido de una botella en el suelo. Fluyó hasta mis pies formando un reguero aceitoso. En medio de aquel calor, ese olor resultaba pestilente: era amoniaco. Me llevé la mano a la garganta y perdí el compás. Traté de exhalar suficiente aire como para terminar el estribillo, pero no podía respirar. Mi voz sonó desafinada. Monsieur Vaimber sacudió la cabeza de un lado a otro y monsieur Dargent frunció el ceño. Intenté no rendirme, pero fue inútil. La sangre me latía tan fuerte en los oídos que apenas podía escuchar la música.
Estaba a punto de echarme a llorar cuando alcancé el último acorde. Pero antes de que pudiera recuperar el aliento, madame Dauphin ya había empezado la siguiente canción. Monsieur Dargent levantó la mano.
– Creo que ya es suficiente por hoy -sentenció.
– Pero monsieur Dargent -tartamudeé, tragando saliva-. No es justo… Puedo hacerlo mejor. Es solo que…
– Una cosa es empezar bien, pero también tienes que ser capaz de terminar la canción correctamente -me interrumpió-. Si no, ¿cómo ibas a cantar todas las canciones del espectáculo?
No había crueldad en su tono, pero no le hizo falta añadir nada más.
A la mañana siguiente, me levanté y descubrí que el cielo se había encapotado. El agua gorgoteaba por las alcantarillas. La lluvia, que alternaba entre chaparrones y lloviznas, salpicaba las casas y convertía las calles en canales embarrados que olían a humedad. Las lluvias primaverales fueron tan breves que apenas se habían hecho notar y el verano había sido seco. No había visto una lluvia como aquella desde el día de la muerte de mi padre y durante un momento pensé que estaba en la finca, de nuevo en casa. Un rayo de luz tenue cayó sobre Bonbon, que todavía dormía sobre mi pierna. Pasé la mano por su pelaje aterciopelado. A causa de los largos ensayos y veladas, me había acostumbrado a levantarme tarde, pero aquel día no podía dormir más. Aparté las sábanas y las mantas y escuché el agua goteando por las tejas del tejado. Pensé en la carta que había recibido de tía Yvette cuando regresé del teatro tras mi desastrosa audición.
Querida Simone:
Me he inquietado mucho al saber que ahora trabajas en un teatro… Sé que eres una muchacha de buen corazón, pero he oído cosas malas sobre ese tipo de sitios y estoy preocupada por ti… Bernard irá a verte lo antes posible. Cree que puede encontrarte trabajo en una fábrica de Grasse.
PD: Además, adjunto a esta carta un mensaje de tu madre.
Estaba convencida de que el trabajo que Bernard había sugerido se trataba de una ocupación fácil y limpia -probablemente relacionada con la industria del perfume-, pero la carta de tía Yvette no podría haber llegado en peor momento. Necesitaba que tuviera confianza en mí, porque yo misma la había perdido.
El mensaje adjunto de mi madre era un dibujo que ella misma había realizado de un gato negro. Sonreí ante aquella imagen y los ojos me escocieron por las lágrimas. Era su manera de decirme: «Buena suerte». Siempre me había sentido más unida a mi padre que a mi madre, aunque los quería a los dos. Pero ahora que mi padre ya no estaba, los misteriosos mensajes de mi madre eran para mí más importantes que nunca.
– No has heredado mis dones, Simone -me había dicho una vez mi madre mientras contemplaba el fuego-. Eres demasiado lógica. Pero, ¡Dios mío!, ¡qué cualidades tan maravillosas posees! ¡Y qué llama tan magnífica arderá cuando estés lista para hacer uso de ellas!
Apreté los ojos con fuerza y me pregunté qué estratagema tendría que utilizar para mantener el tipo en Le Chat Espiègle y continuar con el resto del espectáculo. ¿Qué esperanza tenía de conseguir una vida mejor si nunca iba a ser nada más que una corista, levantando la pierna para ganar setenta francos a la semana que únicamente me daban para pagar el alquiler de una sola habitación con un grifo de agua fría compartido y un retrete al final del pasillo?
– Pero hubieras logrado hacer una buena audición de no ser por Claire -susurró Marie mientras esperábamos entre bastidores para el ensayo del baile del harén aquella tarde-. Ella es la que ha arruinado tu oportunidad. Todavía deberías mantener la confianza en ti misma.
– No -le respondí, negando con la cabeza-. Si fuese realmente buena, habría sido capaz de ignorarla.
– Eres demasiado dura contigo misma -replicó Marie, tocándome el hombro-. Espera un poco. Todavía eres joven. Seguro que se te presentará otra oportunidad.
Fingí una sonrisa alegre y moví las caderas y los brazos como si no me importara otra cosa en el mundo, aunque el ensayo fue una tortura. Cuando Gilíes daba instrucciones, evitaba mirarme directamente o se me quedaba mirando demasiado tiempo. En una ocasión, vi como se estremecía cuando nuestras miradas se cruzaron. La compasión en sus ojos me dolió más que si sencillamente me hubiera ignorado. Mientras practicaba mi número en solitario, las demás chicas se sentaron en la primera fila a contemplarme. Claire fingió que bostezaba hasta que se aseguró de que había captado mi atención y entonces sonrió. La ignoré. No significaba nada para mí. Pero aquella actitud insensible habría sido mucho más útil un día antes, durante la audición.
Monsieur Vaimber supervisó los ensayos mientras monsieur Dargent estuvo fuera, en Niza, para negociar el contrato de la nueva estrella. Una tarde, días después de mi audición, monsieur Vaimber nos hizo representar el número final. Todo el reparto estaba en escena, incluyendo a la Familia Zo-Zo, que iban a ser aves gigantes revoloteando por encima de Sherezade y el sah mientras se declaraban su amor mutuo. La pareja se elevaría como por arte de magia sobre una alfombra mágica, gracias a una tramoya montada con cuerdas y espejos diseñada por Claude. La escena terminaría con un frenético baile de las coristas, una canción de Fabienne y yo finalmente me desengancharía el velo rebelde. Madame Baroux hacía las veces de Sherezade. La mayor parte del tiempo posaba como un accesorio del atrezo más que como una verdadera artista, pero durante la escena final hizo el esfuerzo, a pesar de que no se separaba de su bastón, de bajar por las escaleras del ensayo contoneando sus largas y delgadas piernas, con su eje vertical tan perfectamente erguido que casi se podía ver la «cuerda imaginaria» de la que tanto hablaba, prolongándose desde su coronilla hasta el techo. De repente, la puerta del auditorio se abrió con un enérgico portazo contra la pared. Todos nos volvimos para ver a monsieur Dargent de pie en el pasillo del patio de butacas, acompañado de una mujer de pelo rubio intenso.
– Señoras y caballeros, reúnanse a mi alrededor -nos llamó monsieur Dargent, haciéndonos un gesto con la mano para que nos acercáramos.
Nos secamos el sudor de la cara y el cuello con pañuelos y toallas y nos movimos lentamente hacia el borde del escenario.
– Tengo el placer de presentarles a mademoiselle Zephora Farcy: la nueva estrella de nuestro espectáculo.
Monsieur Dargent cogió la mano de la mujer con un gesto de exagerada cortesía.
Al reparto le costó unos segundos recobrarse de la sorpresa y saludarla. La piel de la frente de Zephora era tan suave que no podía tener más de treinta años, pero su orondo pecho y sus rollizos antebrazos le daban un aspecto de matrona, tanto, que podría haber sido la madre o la abuela de cualquiera. Sus senos eran como dos enormes bolsas de arena cayendo desde el pecho y su cinturón apenas lograba contener un voluminoso vientre.
– Debe de ser una buena cantante -susurró Gerard.
Las luces del escenario iluminaron el suave vello de las mejillas de Zephora, que me hizo pensar en los dientes de león. Bordeados por unos labios rojísimos, sus dientes, algo torcidos, resultaban sensuales y brillaban sus ojos ligeramente estrábicos. La sonrisa que les dedicó a monsieur Vaimber y a los demás hombres de la habitación rebosaba encanto femenino, pero el rostro se le volvió pétreo y su boca se curvó en una mueca de desagrado cuando posó la mirada sobre las demás.
– Está claro que no es ninguna Camille -le murmuró Fabienne a Marcel, pero él no la oyó.
Por el modo en el que le brillaba la mirada, daba la sensación de que estaba tan embelesado con la nueva estrella como monsieur Dargent.
«Pues casi mejor que le guste -pensé yo-. Él representa el papel del sah, así que tendrá que besarla».
Haciendo caso omiso de nuestras expresiones de asombro, monsieur Dargent dio una palmada y anunció que mademoiselle Farcy acababa de terminar la temporada en el Teatro Madame Lamare en Niza y antes de aquello había actuado en el Scala de París.
Madeleine y Paulette intercambiaron una mirada. La mención de París hacía más comprensible por qué monsieur Dargent había elegido a Zephora para sustituir a Camille. Haber actuado en la capital le daba muchos puntos. Lo único que monsieur Dargent tenía que hacer para atraer al público era mencionar que contaba con una «estrella de París». En principio, no importaría si era buena o no.
Más tarde, ese mismo día, ensayamos una escena del segundo acto en la que aparecíamos Zephora, Marcel, Fabienne y yo. Todos los demás que no estaban en la escena se quedaron merodeando entre bastidores, curiosos por ver actuar a la nueva integrante del reparto.
– ¿Qué está haciendo aquí cuando podría estar en París? -le preguntó Claude a Luisa-. Algo me huele a chamusquina.
– La presencia de las coristas ya no será necesaria en esta escena -indicó monsieur Dargent desde su asiento en la primera fila del patio de butacas.
– ¿Cómo? -exclamó Claire.
– Mademoiselle Farcy no baila, así que ya no os necesitamos en escena. El baile de Simone será suficiente.
A las demás chicas no les importó. Se encogieron de hombros y abandonaron el escenario. Solo se quedó Claire, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo. Aquel era el número en el que daba una voltereta lateral y bailaba desde el fondo hasta el borde del escenario: era prácticamente un solo. Se mordió el labio y levantó la barbilla. Por un momento, pensé que iba a echarse a llorar. Pero dejó caer los hombros y pareció pensárselo mejor. Después de todo, tenía un alquiler que pagar y su sueldo no iba a verse afectado por aquello, solo su ego. Me lanzó una mirada centelleante y abandonó bruscamente el escenario. Escuché sus fuertes pisadas escaleras arriba en dirección al camerino. ¿De qué le habían servido todas sus tretas? Yo sabía bailar y Fabienne también. Si cualquiera de las dos hubiera conseguido el papel de Sherezade, ella podría haber hecho su número.
Zephora permaneció impasible mientras las coristas se marchaban. Se sentó en un banco, leyendo la partitura, ignorándonos a los demás.
Marcel la contempló con curiosidad antes de acercarse sigilosamente a ella.
– Bonjour, mademoiselle Farcy -la saludó, haciendo una reverencia-. No nos han presentado correctamente. Soy Marcel Sorel, el actor principal. Es un placer conocerla.
Zephora levantó la mirada hacia él, pero no sonrió.
– Creo que deberíamos ceñirnos al guión, ¿no es así? -comentó.
Marcel se quedó con la boca abierta, sin saber si Zephora lo había desairado o no. Ella cogió la partitura y no volvió a dar muestras de percatarse de la existencia de Marcel. Él se retiró arrastrando los pies, como un perro apaleado.
Por la manera tan altiva en la que me había mirado, supe que era mejor no acercarme a Zephora directamente. Acaté todas las instrucciones de monsieur Dargent. Sin embargo, sí que tuve que leer parte del guión con ella, y me sorprendió escuchar su aguda voz y su apagada vocalización. Hasta entonces, había sentido vergüenza por compartir el escenario con una artista cuyo papel había intentado conseguir, empeño en el que había fracasado tan miserablemente. Pero cualquier sentimiento de superioridad que yo pudiera tener se desvaneció cuando Zephora cantó. Marcel y Fabienne demostraron su respeto quedándose sobrecogidos y boquiabiertos.
Zephora contaba con una voz dotada de autoridad. Tenía un toque metálico y su trémolo era tan exagerado que el suelo vibraba cada vez que pronunciaba una erre, pero cuando cantaba te atraía hacia ella, como un pez atrapado por la caña de pescar. E incluso aunque la carne de sus caderas se bamboleaba cada vez que pasaba el peso de su cuerpo de un pie al otro, irradiaba más carisma que obesidad. Zephora era como un panal rezumando miel. Supe que iba a cosechar un gran éxito entre los espectadores masculinos. Y teniendo en cuenta que aproximadamente el noventa por ciento de la gente que venía a ver los espectáculos de Le Chat Espiègle eran hombres, eso era lo que realmente importaba.
Al día siguiente, tenía una cita con madame Tarasova para que me arreglara mi traje.
– ¿A qué viene esa cara tan sombría? -me preguntó, levantando la vista de la máquina de coser.
Llevaba el pelo peinado en una trenza enroscada alrededor de la coronilla con un estilo que le sentaba mejor que su habitual moño apretado. No deseaba hablar sobre mi fracaso en la audición, así que intenté cambiar de tema felicitándola por su nuevo peinado. Pero madame Tarasova comprendió mi táctica y persistió:
– Bueno, entonces -me preguntó, arqueando las cejas-, ¿quién se ha muerto?
Vera estaba colgando unos trajes en una barra elevada con ayuda de una vara.
– Está disgustada por su audición -comentó.
Madame Tarasova me espetó:
– Ha sido tu primera audición y fuiste lo bastante insensata como para presentarte sin haberte preparado. Puede que seas capaz de ponerte en pie y cantar en una boda, pero en el escenario no es lo mismo. Tienes que practicar una y otra vez.
Se levantó de la máquina de coser y se puso la cinta métrica alrededor del cuello.
– ¿Por qué no ajustamos para ti el traje que Camille tenía que ponerse? -propuso-. La nueva protagonista va a necesitar uno nuevo de una talla completamente distinta.
– ¿Qué debería haber hecho en la audición? -le pregunté a madame Tarasova cuando se agachó para medirme las piernas.
– Yo era encargada de vestuario en la ópera de San Petersburgo -me contó-. Créeme, los buenos artistas practican durante horas para que lo que hacen parezca fácil. No solo te pones en pie sobre el escenario y te conviertes automáticamente en una estrella, aunque parezca que ellos sí lo consigan.
Vera me ató un pañuelo al pelo.
– Tú serías una Sherezade mucho mejor que Zephora si entrenaras la voz -me dijo.
– ¿Tú crees? -le pregunté, notando que mejoraba mi ánimo.
– Tienes un buen tono -me respondió-, pero no has entrenado la voz. No podrías cantar un espectáculo entero de ninguna manera.
Cogió aire y cantó una estrofa de una de las canciones de Sherezade, manteniendo la última nota antes de dejar que se extinguiera. El sonido era uniforme y muy hermoso.
Vera se echó a reír ante mi asombro.
– Yo también planeaba ser cantante, pero los bolcheviques tenían otros designios para mí.
– Podrías ayudar a Simone con su voz -propuso madame Tarasova mientras deslizaba la cinta métrica alrededor de mi cintura-. Aunque al final acabará por necesitar lecciones de verdad.
– Podemos practicar con el piano del sótano -asintió Vera-. Utilizaríamos las canciones de Sherezade antes de que los demás vengan a ensayar.
Me reproché a mí misma el haberme dejado derrotar tan fácilmente. El problema no era yo; era mi falta de experiencia. Y parecía que madame Tarasova y Vera pensaban que, si me esforzaba, lograría ser una buena cantante.
Sherezade resultó ser el espectáculo de más éxito en Le Chat Espiègle. Hacia el final de la segunda semana había corrido la voz y la multitud formaba colas desde las taquillas por todo el vestíbulo y a lo largo de la plaza para conseguir asiento. Los espectadores no se desalentaron ni siquiera cuando los cielos se abrieron para dejar caer un torrente de lluvia. Sencillamente, abrieron sus paraguas y siguieron charlando bajo ellos mientras esperaban para comprar una entrada. Además de nuestra clientela habitual de marineros y obreros, la publicidad también atrajo a funcionarios de aduana, maestros, médicos, peluqueros, trabajadores del ayuntamiento y otros respetables integrantes de la sociedad marsellesa. Monsieur Dargent estaba radiante gracias a su primer éxito de verdad. El aspecto demacrado que había caracterizado su rostro desde la marcha de Camille se desvaneció en cuestión de días. Nos daba palmadas en la espalda, nos pellizcaba las mejillas y se aficionó a fumar puros como un verdadero empresario teatral.
Sin embargo, el éxito del espectáculo no puso freno al mal ambiente. Si algo hizo, fue empeorarlo. Gerard se apostaba entre bastidores frotándose sus peludos nudillos y murmurando sobre los defectos de todos los demás. Y aunque se había vuelto a incluir en el espectáculo el baile con voltereta de Claire, no dejó de fruncirle el ceño a monsieur Dargent o de bufarme a mí. Había rumores de que Paulette había sustituido el pegamento para postizos de Madeleine por miel, por lo que esta última había perdido su cache-sexe durante la representación del miércoles por la noche y monsieur Vaimber tuvo que sacarla de un tirón del escenario. En represalia, Madeleine echó arena en la crema desmaquillante de Paulette, y a partir de entonces Paulette lució varios rasguños en las mejillas y la barbilla. Y, sin embargo, todos aquellos egos compitiendo por la atención del público lograban mejorar el rendimiento del reparto.
Zephora seguía comportándose de manera distante y su frialdad incluso empezó a afectar a monsieur Dargent. Antes y después de cada espectáculo, se retiraba a su camerino y se negaba a recibir visitas. Una noche, monsieur Dargent le rogó que se asomara para ver a los admiradores que la esperaban en la entrada de artistas y lo único que recibió fue una cortante respuesta:
– ¡Déjeme en paz! ¡Estoy demasiado cansada!
En su lugar, nos enviaron a Fabienne y a mí abajo para entablar conversación con los impacientes admiradores de Zephora, aunque yo no tenía ni idea de cómo hablar con aquella multitud de hombres balbuceantes que se encontraban junto a la puerta. Fabienne, que se consideraba una experta en recibir piropos, me ayudó.
– ¡Oh! ¡No la acosen a ella! Es demasiado joven para ustedes. Vengan aquí y hablen conmigo.
Aunque trabajábamos a destajo, Vera no dejaba escapar ni un solo momento para entrenar mi voz. Independientemente de lo tarde que hubiéramos terminado la noche anterior; nos reuníamos todas las mañanas a las once en el sótano. Ella tocaba notas al piano para que yo las cantara, e iba subiendo el tono más y más, todo lo que yo podía seguirla.
– Tienes una encantadora voz de mezzosoprano -me decía-. Y la proyectas bien. No entiendo qué pudo pasar durante la audición. Quizá fueron los nervios.
Vera me explicó que podía superar mi nerviosismo si respiraba correctamente.
– No cojas más aire del que necesitarías para oler una rosa y después deja salir tu voz sobre esa amortiguación de aire -me explicó.
Cantamos todas las canciones de Sherezade y Vera me demostró cómo debía entonarlas correctamente y en qué momentos debía enfatizar la emoción de cada canción.
Me divertían tanto las clases y cantar que, en lugar de sentir celos de Zephora, trataba de aprender de ella. La estudiaba siempre que podía, entre bastidores o durante los ensayos. Aunque su voz tenía características diferentes a la mía, me esforzaba por memorizar cómo expresaba las canciones y la imitaba cuando me encontraba a solas. Luego, cuando me reunía con Vera, adaptábamos las canciones a mi propio estilo.
Durante una matiné, me sorprendió la actuación lánguida que realizó Zephora. Su voz sonaba ronca y, a pesar del maquillaje, tenía unas manchas oscuras bajo los ojos y un tono febril en las mejillas.
– Por favor, llevadme con vos al palacio del sah -le dije yo, dándole el pie para su canción.
Ella se puso rígida. Durante un instante, pensé que se había olvidado del guión y traté de murmurárselo, pero no reaccionó. Fabienne trató de captar la atención de Zephora dándole un pisotón, pero aquello tampoco funcionó. El director de la orquesta levantó los brazos y dirigió a los músicos para que tocaran un par de compases más de la canción antes de volver al principio. Su táctica funcionó: Zephora salió bruscamente de su ensoñación y comenzó a cantar. Fabienne y yo dejamos escapar un suspiro, pero la heroica canción de Zephora que relataba que iba a acudir al palacio del sah para embaucarlo sonó más como un gimoteo lastimero.
– En mi opinión, creo que está tomando opio -comentó Fabienne después en el camerino-. Espero que se reponga para la representación de esta noche. Tiene pinta de que va a ser nuestra noche más importante por el momento.
– Ah -exclamó Luisa suspirando-, no conseguirá nada bueno si toma drogas. Cuando actuábamos en Roma, una de las coristas solía esnifar cocaína. Una noche se quedó dormida sobre las vías del tren.
– ¿Y qué le pasó? -pregunté yo.
– ¡Que la aplastó el tren como a un tomate! -respondió Luisa, cando una palmada.
Fabienne y yo hicimos una mueca de horror. Había oído que en los clubes más lujosos al público le servían la droga en bandeja, y de vez en cuando algunas coristas de Le Chat Espiègle recibían de sus admiradores bolsas de polvo cristalino. Con frecuencia, solía salir al callejón para escapar del calor de nuestro camerino y allí encontraba a grupos de hombres, apiñados o mirando al cielo, con la nariz manchada de polvo blanco. Una vez, durante un descanso, vi a un hombre que gritaba que tenía miles de cucarachas bajo la piel recorriéndole todo el cuerpo. Sus pupilas se habían dilatado al doble del tamaño normal y estaba sudando y temblando. Albert le arrojó un cubo de agua sobre la cabeza y le dijo que se marchara. El hombre le respondió vomitándonos en los zapatos.
Las coristas que tomaban cocaína decían que las hacía sentirse como si estuvieran «en la cima del mundo». Para mí, subir al escenario ya era suficiente emoción.
– Pues Zephora claramente oculta esa tendencia suya -comentó Fabienne mientras se limpiaba el maquillaje con un trapo-. Vamos, que cualquiera lograría ocultarlo con el tamaño de sus muslos.
Corté un melocotón en cuatro trozos. Estaba ácido, pero tenía demasiada hambre como para que me importara. No me interesaba calumniar a Zephora, pero me preocupaba qué ocurriría si se retiraba del espectáculo, como Camille.
– Apuesto a que la echaron de París -dijo Fabienne-. ¿Por qué si no alguien querría actuar en este teatro si tiene la posibilidad de exhibir sus habilidades delante de millonarios en el Scala?
– He oído que habrá unos cuantos periodistas entre el público esta noche -comenté yo, tratando de cambiar de tema-. Espero que hagan buenas críticas de nosotros.
– Y yo espero que haya algún que otro rico entre el público -exclamó Fabienne, echándose a reír mientras se agarraba los pechos y los empujaba hacia arriba-. ¡Y espero que ellos también hagan buenas críticas de mí!
Me senté frente al espejo y contemplé como me temblaba la mano. Me puse el maquillaje, me lo quité y volví a empezar de nuevo. La raya del ojo todavía me salía torcida y siempre hacía el final demasiado ondulado. La sombra de ojos y el rímel parecían heridas sobre mis párpados. Suspiré, cogí el paño que tenía para limpiarme la cara y el lápiz de carboncillo y me dispuse pacientemente a intentarlo de nuevo.
Había recibido un telegrama de Bernard en el que me anunciaba que iba a asistir a la representación de esa noche. En la última carta que había escrito a casa les había contado que estaba trabajando de costurera. No les había dicho nada de que me había subido al escenario. Estaba convencida de que Bernard venía a ver si Le Chat Espiègle era un establecimiento respetable y para calmar los temores de tía Yvette. Menuda sorpresa le esperaba.
– ¿Qué haces aquí tan pronto? -me preguntó madame Tarasova, revoloteando por la estancia con los trajes de las hermanas Zo-Zo.
– No me podía estar quieta en casa -le confesé-. ¡Mire! -Le mostré el temblor de mi mano.
– Es por los nervios, no pasa nada -me aseguró mientras colgara los trajes de un gancho-. Es señal de que esta noche harás una buena actuación.
Me dedicó una sonrisa alentadora antes de salir rápidamente por a puerta. Cerré los ojos. «Inspira y espira. Lentamente. Inspira y espira.» Abrí los ojos. El temblor todavía estaba ahí, pero ahora además me sentía mareada.
– Es inútil -mascullé mientras examinaba mi trapo sucio.
Necesitaba humedecerlo de nuevo si quería limpiarme el rímel que se me había corrido sobre la mejilla. Me eché el kimono sobre los hombros y me dirigí al lavabo.
Cuando pasé por delante del camerino de Zephora escuché un estrépito. La puerta se abrió violentamente y Zephora salió trastabillando, agarrándose el vientre. Dio dos pasos antes de doblarse y caer Je rodillas.
– ¡Zephora! -Corrí hacia ella. Tenía el semblante muy pálido-. Voy a buscar a madame Tarasova! -le dije.
Me agarró del brazo y me clavó las uñas en la piel.
– ¡No! -bufó-. No me hace falta que te entrometas. Estoy bien, es solo… solo algo que padezco de vez en cuando. -Dejó escapar día risotada seca y maliciosa.
Su actitud era más seria que su habitual brusquedad. Se echó a temblar, aunque hacía mucho calor en el teatro. La contemplé, tratando de decidir qué debía hacer. No podía dejarla allí en aquel estado. Corrí al lavabo y humedecí mi trapo con la intención de dárselo a Zephora para que se lo pusiera en la frente. Cuando regresé, estaba tendida en el suelo, con la cara cubierta por una película de sudor
– ¡Oh, Dios mío! -gimió a través de unos agrietados labios.
Me arrodillé y le limpié la cara. Me miró, apretando los dientes. Algo en el interior de sus ojos me asustó.
– Voy a buscar ayuda -le dije.
Madame Tarasova estaba entre bastidores, cepillando los trajes con Vera y Martine, la nueva ayudante de vestuario.
– ¡Algo le pasa a Zephora! -exclamé.
Las tres mujeres me siguieron escaleras arriba, pero Zephora ya no estaba en el pasillo.
– ¡Está allí! -indicó Vera, señalando hacia la puerta abierta del camerino.
De algún modo, Zephora había logrado arrastrarse de vuelta al interior de la habitación y estaba tumbada en el suelo, agarrando las patas de una silla. Madame Tarasova abrió los ojos como platos. Se agachó junto a Zephora. La cantante se giró hacia un lado, agarrándose el vientre con las manos.
– Eso es por alguna cosa que ha comido -comentó Martine, avanzando un paso-. Mi hermano y yo padecimos algo similar nada más llegar a Marsella. Fue terrible.
Madame Tarasova frunció el entrecejo y apretó el vientre de Zephora con la mano. Cuando levantó la vista, había una mirada de alarma pintada en su rostro.
– ¡Rápido! -nos instó-. ¡Ayudadme a traer ese sofá de la pared y a tumbarla en él!
Martine y yo arrastramos el diván hasta el centro de la habitación y madame Tarasova y Vera colocaron a Zephora sobre él. No fue una tarea fácil, pues la cantante pesaba varios kilos más que ambas mujeres y no parecía ser capaz de ejercer ningún tipo de esfuerzo por sí misma. Se acurrucó en el sofá y se metió el puño en la boca para contener otro gemido.
– Zephora -le dijo madame Tarasova, sacudiéndole el hombro-, ¿esto es lo que creo que es?
Los músculos del rostro de Zephora se tensaron y dejó escapar un aullido, ahogado por una ráfaga de música que provenía de la sala de ensayos. El espasmo pasó y Zephora asintió.
– ¡Ya viene!
Vera y yo intercambiamos una mirada. Madame Tarasova siseó sin aliento, preparándose para la acción:
– Vera, ¡ve a buscar un médico! ¡Rápido!
Martine me agarró del brazo.
– ¿Qué sucede? -preguntó-. ¿Es el apéndice?
– No -le contestó madame Tarasova, colocándole a Zephora una almohada bajo la cabeza-. Nuestra estrella está a punto de tener un bebé.
Me quedé en el exterior de la oficina de monsieur Dargent, atándome y desatándome el nudo del kimono. De alguna manera, en mitad del caos que se formó tras el anuncio de madame Tarasova, se decidió que sería yo la que informaría de los acontecimientos sobre el inminente parto de Zephora a monsieur Dargent. Llamé a la puerta.
– ¡Pase! -exclamó él desde el interior.
Me recibió la bruma del humo de cigarrillo. Monsieur Vaimber y otros dos hombres a los que no había visto antes estaban allí sentados con monsieur Dargent. A juzgar por la relajada expresión del rostro de monsieur Dargent, asumí que aquellos hombres no eran acreedores que trataban de recuperar su dinero, ni que tampoco tenían nada que ver con la mafia.
Monsieur Dargent se puso en pie de un salto y me hizo pasar a la habitación.
– Ah, Simone, pasa, pasa -me dijo-. Déjame presentarte a monsieur Ferriol y a monsieur Rey. Han venido desde Niza para ver el espectáculo.
– Enchanté -dijo monsieur Ferriol, levantándose de su asiento y besándome la mano.
Monsieur Rey hizo lo propio.
– Si les gusta el espectáculo, invertirán en él -me susurró monsieur Dargent.
Se me encogió el estómago, pero hice lo que pude por fingir alegría.
– Monsieur Dargent -le dije, sonriendo-. Necesito hablar con usted un momento.
El empresario teatral me dedicó una mirada perpleja, pero no pareció alarmado. Su actitud despreocupada me hizo sentir aún más lástima por él, por lo que estaba a punto de comunicarle. Me siguió hasta el cubículo de la taquillera, que estaba vacío.
– ¡Inversores, Simone! ¿Puedes creerlo? -exclamó, tan pronto como nos encontramos en un lugar en el que nadie pudiera oírle-. Le Chat Espiègle nunca ha tenido inversores antes…, solo a mí.
– Monsieur Dargent, tengo… -apreté los dedos de los pies. ¿Cómo iba a decírselo? Traté de encontrar las palabras correctas, pero no me dio la oportunidad de hablar.
– ¡Ha llegado mi momento! -anunció, apretándome los brazos-. El día que mi padre me echó de casa, auguró que me moriría sin un céntimo, que acabaría en el arroyo. ¿Qué dirá ahora?
– ¡Oh, Dios mío, monsieur Dargent! ¡Tengo que darle una noticia terrible!
Ya estaba hecho: ya lo había dicho. Me miró con recelo y sus labios se estrecharon formando una mueca.
– Zephora va a tener un bebé -exhalé.
Monsieur Dargent abrió los ojos como platos y dio un paso atrás. Al principio, pareció que no me creía; entonces se le iluminó el rostro al comprenderlo.
– No es de extrañar que dejara aquel espectáculo en Niza. Probablemente, se imaginó que lograría salir impune en un teatro más pequeño. Ya he tenido artistas embarazadas antes, pero si engorda más tendré que despedirla.
– No lo entiende usted -repliqué yo-. ¡Va a tener un bebé ahora mismo!
En ese momento, Vera entró corriendo en el vestíbulo con el médico.
– ¿Todavía están en el camerino? -preguntó.
Yo asentí. Vera le indicó al médico que la siguiera.
El rostro de monsieur Dargent empalideció. Sacó su reloj y lo miró.
– Queda una hora para el espectáculo. ¿No puede esperar hasta después?
– Eso no funciona así -le respondí.
Se frotó los ojos cerrados y se desplomó sobre la silla de la taquillera.
– Estamos arruinados -se lamentó, golpeando la mesa con la cabeza.
Monsieur Vaimber entró en el cubículo.
– ¿Por qué están tardando tanto? -susurró entre dientes-. Me he despedido de los caballeros. Regresarán más tarde para presenciar el espectáculo.
Le expliqué la situación y me sentí agradecida de que se tomara las noticias con más calma que monsieur Dargent.
– Tendremos que cancelar la función de esta noche -comentó-. No podemos hacer otra cosa.
– ¡No podemos cancelarla! -gritó monsieur Dargent, mesándose los cabellos con tanta brutalidad que pensé que se los iba a arrancar-. Esos inversores se volverán directamente a Niza. No van a esperar en Marsella hasta que encontremos una sustituía.
– No necesitan ustedes buscar una sustituta.
Nos volvimos para ver a madame Tarasova de pie, detrás de nosotros.
– Tienen aquí mismo a alguien que puede defender el papel perfectamente -declaró, señalándome.
Monsieur Dargent paseó la mirada entre madame Tarasova y yo, y volvió a contemplarla a ella. Luego sacudió la cabeza en señal de negativa.
– No podrá hacerlo.
Madame Tarasova se cruzó de brazos.
– Sí que puede. Vera le ha estado enseñando. Marie puede sustituirla en el papel de sirvienta.
Monsieur Vaimber se sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la frente.
– No hay modo de que podamos incluirla…
– ¿Qué elección les queda? -lo interrumpió madame Tarasova-. O bien corren ustedes el riesgo o dejan que esos inversores se marchen para siempre.
Monsieur Dargent dejó de tirarse del pelo y levantó la mirada.
– ¡De acuerdo! -exclamó, poniéndose temblorosamente en pie-.
¡Muy bien! Ya nos salvó en otra ocasión… ¡Puede que logre hacer ese milagro de nuevo! ¡Contamos con ella!
No creo que pueda llegar a olvidar en toda mi vida aquella noche en Le Chat Espiègle. Ni siquiera cuando me encontraba entre bastidores escuchando a la orquesta tocando la melodía que daba pie a mi primer número podía creerme que estuviera allí. Deseaba un papel de cantante y ahora tenía uno, aunque lo hubiera conseguido sin previo aviso. De nuevo, estaba sintiendo escalofríos.
Monsieur Vaimber esperó conmigo hasta mi entrada. Las gotas de sudor le recorrían la frente y el modo en el que le temblaban las manos no me ayudó en absoluto a calmar mis propios nervios.
– Muy bien -me dijo-. Contamos contigo.
Me preparé y salí a escena. La multitud suspiró y aplaudió. Extendí los brazos y me aplaudieron aún más. Era buena señal que me estuvieran vitoreando, aunque solo fuera por el precioso traje que llevaba puesto, pues acababa de dejar pasar el primer verso sin cantar ni una nota. Por suerte, el director de la orquesta estaba acostumbrado a disimular ese tipo de fallos y dirigió a los músicos para que tocaran la introducción otra vez. Me deslicé hacia el proscenio, rodeada a ambos lados por las coristas que estaban ejecutando su baile del harén. Marie me guiñó un ojo y Jeanne sonrió. Claire me hizo un gesto con la cabeza. ¿De verdad acababa de ver aquello? Quizá se sentía agradecida porque había comprendido que yo me estaba arriesgando para salvarlos a todos ellos.
Los focos emitieron una luz cálida y blanca sobre mi rostro y hombros. Solo podía ver las primeras filas de espectadores sonrientes, pero sentí que Bernard estaba allí, en algún lugar. «Oh, Dios mío», recé, notando como me temblaban las piernas.
Otras muchachas han encontrado su muerte: pero yo no, yo soy más fuerte.
Otras muchachas han perdido la cabeza: pero yo no, yo soy más lista.
Puede que él sea el gobernante, pero yo soy una mujer.
El público volvió a aplaudir. Mi voz resonó por encima del estruendo, clara y fuerte. No tuve problemas en mantener el aliento. Dejaron de temblarme las piernas, me contoneé y di una vuelta, improvisando un baile que casara con la letra.
Algo cayó a mis pies y mi talón chocó contra el objeto. Chas. «Oh, no -pensé-. Ya me están arrojando comida». Miré a mis pies, pero en lugar de un tomate vi una rosa. Me agaché y la recogí. Mientras seguía cantando, me llevé la flor a la nariz, como si estuviera apreciando su fragancia, y después se la pasé a Claire con un gesto dramático. No fallé ni una nota. Los vítores resonaron aún más fuerte.
– ¡Mademoiselle Fleurier! -gritó un hombre desde el público.
Otras voces se le unieron. «Otras muchachas han encontrado su muerte: pero yo no, yo soy más fuerte.» Aquella canción, que apenas unas semanas antes me había provocado tanto dolor, se había convertido en mi grito de guerra. Cuando llegué a la última nota, inquebrantable, y levanté los brazos al aire con valentía como pose final, el clamor del público me indicó que lo había logrado.
El resto de la representación pasó como un torbellino: las dos horas y media se fueron volando como si hubieran sido dos minutos. Cada vez que corría escaleras arriba para cambiarme de traje, Vera me informaba rápidamente sobre las novedades del parto de Zephora.
– El médico dice que no le queda mucho. No lo pasará demasiado mal. Tiene la constitución adecuada.
Procuré sentarme muy quieta mientras Martine fijaba con alfileres a mi cabeza el tocado nupcial.
– El médico ha estado escuchándote entre contracción y contracción -me contó-. Dice que eres muy buena y que una voz como la tuya podría cantar en cualquier parte.
Me levanté para que madame Tarasova y Martine inspeccionaran los corchetes y alfileres de mi vestido. El traje de novia tenía tantas lentejuelas y brillantes que tuve que reunir toda mi concentración para mantenerme en equilibrio. Cuando salí por la puerta, escuché un largo quejido que provenía del camerino de Zephora y, segundos después, el llanto de un bebé.
Martine y yo hicimos todo lo que pudimos para no echarnos a reír.
– Dos personas han nacido esta noche -comentó.
El telón cayó tras el noveno bis. La adrenalina que me había mantenido en pie durante el espectáculo descendió en picado. Me palpitaba con fuerza el corazón y notaba un hormigueo en las plantas de los pies y en las puntas de los dedos de las manos. Marcel me cogió del brazo y me dio un apretón. Se había sorprendido mucho al saber que yo iba a ocupar el puesto de protagonista, pero la sorpresa mejoró su actuación. Me esforcé por mantener el tipo. El resto de los integrantes del reparto se arremolinaron a nuestro alrededor.
– ¡Bien hecho, Simone! -gritó Claude.
– ¡Estás preciosa! -exclamó con entusiasmo Marie.
Monsieur Vaimber y los tramoyistas gritaron «¡Bravo!» desde bastidores e incluso el grupito de Claire se comportó de manera atenta.
– ¡Tienes un aspecto tan diferente! No puedo creer que seas tú -comentó Paulette-. Es increíble lo que un vestido bonito puede hacer.
Monsieur Dargent apareció entre bastidores y los demás le dejaron pasar.
– ¡Simone! -exclamó, abrazándome efusivamente y besándome en las mejillas-. ¿Quién se lo podía imaginar? Te has metido en el papel de estrella como pez en el agua.
Me condujo escaleras arriba hacia mi camerino. El pasillo estaba lleno de admiradores e incondicionales. Mujeres con vestidos de escotes pronunciados se apoyaban del brazo de hombres con bigotillos delgados. Parecían brillar y titilar ante mí como un río bajo la luz del sol. Movían la boca rápidamente, comentando sus sensaciones sobre el espectáculo, pero se quedaron en silencio cuando me vieron.
– ¡Bonsoir, mademoiselle Fleurier! -chilló alguien.
Eso hizo que la algarabía comenzara de nuevo.
– ¡Bravo, mademoiselle Fleurier! -gritaban-. ¡Vaya actuación!
Busqué a Bernard entre el mar de rostros, pero no lo encontré. A pesar de que monsieur Dargent había asegurado que yo me había adaptado al papel de estrella de manera innata, me paralizó que tanta gente me prestara atención. Me hubiera gustado huir de allí, pero no quería decepcionar a monsieur Dargent. Aturdida, firmé autógrafos, besé mejillas y estreché manos, haciendo todo lo posible por mantener una actitud valiente, cuando lo único que deseaba era tumbarme.
– No veo a Bernard -le susurré a monsieur Dargent.
Le había contado antes que un amigo de la familia estaba entre el público para ver la representación.
Me dio unos golpecitos en el brazo.
– Vete a tu camerino y veré si puedo encontrarle.
Monsieur Dargent se volvió hacia los admiradores y dio una palmada:
– Mademoiselle Fleurier necesita un descanso. Mañana por la noche volverá a encontrarse con todos ustedes.
La multitud comenzó a dispersarse. Varias personas gritaron que volverían. Un trío de hombres vestidos con esmóquines y sombreros de copa se quedaron rezagados y el más alto de ellos me miró fijamente. Pero fuera cual fuera el mensaje que trataba de transmitirme, no lo comprendí. Estaba a punto de desmayarme.
Cerré la puerta del camerino y me desplomé de rodillas, demasiado agotada como para quitarme los zapatos o el tocado. Fabienne y las hermanas Zo-Zo todavía estaban abajo y agradecí poder contar con unos minutos de tranquilidad hasta que volvieran. La estancia olía a limón y a menta, y a algo más… ¿A tabaco? Abrí los ojos y me sobresalté al distinguir a un hombre sentado en la silla de mi tocador. Al principio, pensé que era Bernard, pero aquel hombre era unos años mayor, aunque iba vestido impecablemente.
Se puso en pie.
– Siento haberla sorprendido, mademoiselle Fleurier -dijo-. Quería evitar el frenesí de ahí fuera para poder hablar con usted. Soy Michel Etienne.
Lo anunció de tal modo que sugería que yo debía conocerle. Claramente, tenía el aire impositivo de alguien acostumbrado a que le pidieran favores. Pero yo no tenía ni la menor idea de quién era. Tenía una estatura media y constitución enjuta y nervuda, con una tenue mata de pelo rubio que dejaba al descubierto una frente de entradas generosas. Su acento era suave y nasal, y ya lo había oído en alguna otra ocasión en Marsella. Era de París.
– Ha tenido usted un debut impresionante para ser tan joven -comentó-. Si puede venir a París, quizá logre hacer algo por usted.
Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una tarjeta. Me la entregó.
Michel Etienne
Agente teatral
Rue de Saint Dominique, París
Me quedé desconcertada, pero también intrigada.
– ¿París? -murmuré.
Monsieur Etienne me dedicó una sonrisa fugaz y me indicó que le dejara pasar. Me incorporé lentamente y me aparté de su camino. Me saludó con la cabeza y cerró la puerta tras de sí.
¿París? Examiné la tarjeta de color crema y motivos dorados, imaginándome elegantes cafés y ventanas abuhardilladas como las que había visto en las revistas que Bernard solía traerle a tía Yvette. Visualicé las luces refulgiendo sobre el Sena, y el romance y la intriga a la vuelta de la esquina. «Ojalá…», suspiré, guardándome la tarjeta en mi estuche de maquillaje. Solamente el billete a París costaría más de lo que podía ahorrar en seis meses.
Un golpe en la puerta me sobresaltó. La abrí para ver al otro lado la cara sonriente de Bernard.
– ¡Bernard!
Entró corriendo en la habitación y me abrazó efusivamente.
– ¡Qué sorpresa, Simone! -exclamó, echándose a reír-. ¿Qué historia era esa de que trabajabas de costurera? ¡Pero si eres la estrella del espectáculo!
– Sí que fui costurera -aclaré-. Pero cómo conseguí el papel es una larga historia.
– Tu padre estaría muy orgulloso de verte. El público se ha quedado encandilado.
Lo cogí de la mano y lo conduje hasta el sofá en el lado de la habitación que pertenecía a Fabienne. Con la mente todavía acelerada por los acontecimientos de la noche, me costaba concentrarme, pero la alegría de Bernard por el espectáculo me produjo más satisfacción que ninguna otra cosa. Me había preocupado por que pudiera no aprobarlo, pero allí estaba, asegurándome que mi padre se habría sentido orgulloso. Si aquello era cierto, estaba convencida de que mi madre y mi tía también pensarían lo mismo. Estaba a punto de contarle lo que había pasado con el agente de París cuando escudriñé detenidamente su rostro. En su cara se podía apreciar una sonrisa tensa y bajo sus ojos vi unos círculos oscuros.
– ¡Bernard! ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?
– Tengo algo que contarte -me anunció, cogiéndome las manos y bajando la voz-. Ha tenido lugar una desgracia en la finca. Tienes que venir a casa lo antes posible.
Cuando le anuncié a monsieur Dargent que tenía que marcharme porque tío Gerome había sufrido un infarto, recibió la noticia con mucha más tranquilidad de lo que yo había esperado.
– ¿Qué puedo decir? -comentó-. Interviniste en el último minuto en dos de mis espectáculos y nos salvaste. Ahora tengo inversores, gracias a ti. Puedo guardarte el papel durante una semana si vuelves inmediatamente.
Por la descripción de Bernard del estado de tío Gerome, anticipé que no iba a volver a Marsella en tan poco tiempo, así que acepté continuar con el papel de Sherezade durante dos noches más para darle tiempo a Fabienne de prepararlo.
Madame Tarasova celebró una fiesta en mi honor en el vestuario con vino y pasteles rusos. La noticia de la enfermedad de tío Gerome me provocó una gran conmoción y despertó una serie de complicados sentimientos en mi interior. Nunca había querido a mi tío. Era de la opinión de que había estafado a mi familia y me había enviado lejos de casa cuando más necesitaba a mi madre y a mi tía. Y, sin embargo, me sentí obligada a volver a Pays de Sault por emociones más profundas que la mera obligación. Me preocupaban mi madre y mi tía, y comprendía que aquello era lo que mi padre hubiera querido de mí; pero, para mi sorpresa, también sentí pena por mi tío. Recordé la expresión atormentada de su rostro cuando me marché de la finca rumbo a Marsella. Era un hombre destrozado por dentro. Y aun así, cuando contemplé las sonrisas de la gente que había sido amable conmigo en Le Chat Espiègle -madame Tarasova y Vera, Albert, monsieur Dargent y Marie-, la compasión se mezcló con un sentimiento de culpa. Aquella era mi vida ahora. ¿Cómo podía abandonarla, sin más?
– Tu tío ha quedado gravemente incapacitado -me explicó Bernard en el coche, camino de Pays de Sault-. Tu madre y tu tía han estado cuidando de él, pero les está pasando factura.
Bernard conducía el mismo automóvil que cuando llegó para la primera cosecha de lavanda, aunque su traje era menos elegante que el que llevaba entonces. Tenía un toque rústico, tanto que al principio pensé que llevaba puesto el mejor traje de los domingos de mi padre, pero me di cuenta de que no podía ser, porque habíamos enterrado a mi padre precisamente con aquella ropa.
– ¿Qué le pasó exactamente a tío Gerome? -le pregunté.
– Estaba jugando a la pétanque en la aldea. Albert Poulet estaba allí, junto con Jean Grimaud y Pierre Chabert. Cuentan que en un instante estaba de pie, cogiendo impulso, y al momento siguiente se cayó de rodillas. No podía mover las piernas ni hablar.
Llegamos a Pays de Sault la tarde siguiente temprano, después de haber dormido en el coche unas horas durante la noche. Bonbon estaba sobre mi regazo, moviendo los ojos de aquí para allá, contemplando con interés los campos y las montañas. Tan pronto como vi los bosques de pinos y los barrancos a ambos lados del camino, supe la ubicación exacta de nuestra finca como si mi corazón fuera una brújula. Las dos casas solariegas gemelas aparecieron ante mi vista y me mordí el labio para contener las ganas de llorar. Aunque mi padre ya no se encontraba allí, noté su presencia en el sol y en la brisa que agitaba las copas de los árboles.
Bernard detuvo el automóvil en el patio. Un perro ladró. Chocolat, con el pelaje de las orejas y de la cola teñido de naranja por el sol, se acercó a nosotros saltando. Bonbon se revolvió entre mis brazos y ambos perros se tocaron la nariz y se movieron en círculo el uno en torno al otro, agitando sus respectivas colas. Miré a mi alrededor en busca de Olly, pero conociendo sus costumbres, sospeché que estaría en algún sitio echándose la siesta de después de comer.
Enjambres de insectos zumbaban en los árboles. La tierra estaba quemada por el sol y agrietada. Ese verano había sido muy seco. Me resultaba difícil creer que en el pasado la finca y yo hubiéramos compartido el mismo calendario, cuando mi vida cotidiana se regía por el cambio de las estaciones. Durante los últimos meses, mis días habían transcurrido al ritmo de los ensayos, las representaciones y las pruebas de vestuario.
– ¡Simone! -exclamó tía Yvette desde la puerta de la cocina.
Corrí hacia ella y nos abrazamos. Al estrecharla, noté sus huesudas clavículas.
– ¿Estás bien? -le pregunté-. Espero que por trabajar duro no estés olvidándote de comer.
Mi madre apareció en la puerta de la destilería y corrió colina arriba hacia nosotros. Bonbon se separó de Chocolat y correteó hacia ella. Mi madre se paró en seco y contempló a la perrita, después se volvió hacia mí.
– ¡Bonbon! -dije yo.
Mi madre se agachó y le acarició las patas traseras. Bonbon saltó a su regazo y comenzó a lamerle la barbilla.
– Esto no es un perro -comentó-. Es un cachorrillo de zorro.
Mi madre dejó a Bonbon en el suelo y me echó los brazos al cuello. Su cabello me hizo cosquillas en la mejilla cuando la besé.
Tía Yvette entrelazó su brazo con el mío.
– Era la voluntad de Dios que esto sucediera -murmuró-. Era la voluntad de Dios.
Me contemplé las manos, sorprendida de que tía Yvette pudiera sentir pena por un hombre que la había tratado tan mal.
– Vamos -dijo Bernard, conduciéndonos al interior de la casa-, hablemos mientras comemos. Simone y yo nos morimos de hambre.
Tía Yvette desenganchó los pestillos de los postigos de las ventanas de la cocina y los abrió de par en par para que entrara el aire de la tarde. Golpearon las paredes exteriores con un ruido seco y un repiqueteo. Olly apareció en el alféizar de la ventana. Deslicé las manos por su lomo y lo acuné entre mis brazos. Después de haber llevado en brazos a Bonbon, que era tan ligera, Olly me pesaba como un saco de patatas. Ronroneó y se frotó contra mí tan enérgicamente que se desprendieron al aire varios mechones de su pelaje. Le rasqué el vientre y lo dejé sobre las baldosas del suelo. Chocolat y Bonbon se quedaron dormidos junto a la maceta de un geranio: la perrita se acurrucó contra la curva del vientre del perro más grande.
Mi madre nos sirvió higos secos, almendras y galletas de leche en un plato.
– Según el notario, si Gerome no se recupera, ambas fincas te pertenecen a ti -me explicó Bernard, empujando un vaso de vino en mi dirección-. Pero aunque continúe viviendo, nunca volverá a ser el mismo.
Cogí a mi madre de la mano cuando se sentó junto a mí. En una ocasión en la que tío Gerome se dirigió a tía Yvette de un modo especialmente cruel, le pregunté a mi madre por qué no lo embrujaba.
– Soy curandera -me respondió-. Debo hacer lo posible por sanar la vida, no por dañarla. Si Gerome es de esa manera, es que hay un mensaje oculto en su modo de actuar.
Contemplé fijamente a mi madre, que me devolvió una mirada llena de orgullo. Había engordado un poco en Marsella, además de haber aprendido a cuidar de mí misma. La idea de que mi madre admirara mi transición a la madurez me enterneció el corazón, pero también me hizo sentir cohibida. Paseé la mirada por la cocina. El silencio de la casa resultaba desconcertante. No se oía el crujido de las tablas del suelo, ni una tos ni un estornudo. Me pregunté dónde estaría tío Gerome.
– ¿Cómo administraremos la finca? -les pregunté-. Ya sabéis que yo no sirvo para eso.
– Bernard se va a trasladar aquí -aclaró tía Yvette-. Él dirigirá la finca y también hará las veces de intermediario para vender la lavanda en nuestro nombre y en el de los demás aldeanos.
No pude ocultar mi sorpresa y Bernard se puso colorado desde el cuello hasta la punta de las orejas.
– Soy más feliz aquí que en ningún otro lugar -explicó, con cuidado de no mirar en la dirección en donde se encontraba tía Yvette-. Sois como hermanas para mí.
Con un pañuelo anudado al cuello y el pelo engominado hacia atrás, Bernard era la versión cinematográfica que luciría el protagonista de una película ambientada en una finca provenzal, pero no me cabía la menor duda de que lograría hacer de la nuestra un éxito.
Desde la muerte de mi padre, había dejado a un lado su carácter ocioso. Ahora, con la enfermedad de tío Gerome, deseaba meternos bajo su ala y nosotras le queríamos por ello. Además, era inteligente y tenía mucha experiencia sobre los métodos agrícolas modernos, y mi madre le sería de gran ayuda por sus conocimientos sobre las estaciones y las plantas. Cuando pasamos con el coche por la aldea un momento antes, los hombres nos hicieron un gesto con la cabeza a modo de saludo. A pesar de que Bernard no sentía interés por las mujeres, su trabajo duro y la voluntad que demostraba para mejorar la rentabilidad de la producción de lavanda en nuestra zona parecían haberle granjeado amistades. Aun así, me resultaba difícil imaginármelo jugando a la pétanque con los aldeanos o bebiendo licor con Albert Poulet y Jean Grimaud bajo los plátanos de la plaza del pueblo.
– Contrataremos mano de obra para que hagan el trabajo físico -explicó tía Yvette-. Tenemos dinero suficiente como para eso. Necesito ayuda con las comidas porque me lleva mucho tiempo cuidar de tu tío. No puede hacer nada por sí mismo. Es estupendo tenerte de vuelta.
Visualicé el telón de Le Chat Espiègle cerrándose y se me cayó el alma a los pies. En una época pasada, no se me habría ocurrido nada mejor que cocinar junto a mi tía en su magnífica cocina. ¿Qué había cambiado?
Bonbon se despertó, se estiró y saltó sobre el regazo de mi madre.
– Simone ya es una mujer de mundo -comentó mi madre-. Está destinada a hacer grandes cosas.
No comprendí lo que quería decir.
– ¿Puedo ver a tío Gerome? -le pregunté a mi tía.
Tía Yvette dudó.
– No sé si te reconocerá.
– Me gustaría verle de todos modos -repliqué.
Seguí a tía Yvette escaleras arriba al dormitorio al final del pasillo. Empujó la puerta para abrirla y me hizo un gesto para que entrara. Tío Gerome estaba recostado en la cama, sujeto por una montaña de almohadas y cubierto hasta la cintura por una colcha. Las tablas del suelo crujieron bajo mis pies. Miré a mis espaldas, suponiendo que tía Yvette aún se encontraba allí. Pero se había marchado, dejando la puerta entornada. Oí como se reunía con mi madre y Bernard en la cocina.
Me acerqué poco a poco a la cama, esperando que tío Gerome se despertara o mirara hacia donde yo estaba. Pero no se movió. Había un crucifijo sobre la cama y una fotografía de mi padre en la mesilla de noche. Tardé unos segundos en reunir el valor necesario para mirar a tío Gerome a la cara. La llevaba totalmente afeitada, pero, aunque hubiera seguido teniendo bigote, no creo que le hubiera reconocido. Yacía postrado como un cadáver, el color había desaparecido de sus mejillas y tenía la mirada fija en el techo. Los únicos signos de vida en él eran que el pecho le subía y bajaba al respirar y que parpadeaba de vez en cuando. El infarto había afectado al lado izquierdo de su cuerpo. Su boca se torcía hacia abajo en una mueca como si un hilo invisible le tirara de la comisura izquierda. Los músculos alrededor del ojo se habían hundido. La rodilla izquierda se le doblaba hacia el exterior y tenía el puño cerrado junto a ella. Vacilé y las manos se me volvieron de hielo. El parecido con mi padre era extraordinario. Tuve que relajar la respiración antes de dar un paso más hacia él.
– Tío Gerome -susurré.
Dirigió una mirada titubeante en mi dirección, pero no pude interpretar su expresión. Tenía los nervios del cuello rígidos, y los brazos y manos estaban esqueléticos. No tenía ni idea de si sentía alegría u horror por verme, ni tan siquiera si me había reconocido.
Un ruido gutural le subió por la garganta, como si estuviera tratando de hablar. Le habían enrollado una toalla alrededor del cuello para enjugar la baba que le caía desde la boca por la barbilla.
– Tío Gerome -repetí, aunque no tenía idea de qué quería decirle.
El ruido gutural se intensificó. Aquel hombre tumbado en la cama no era feroz, sino frágil. El infarto había sido como una bomba, había detonado en su interior. Por el modo en el que su cuerpo se había contorsionado y retorcido para perder su forma natural, parecía como si lo hubieran vuelto del revés. Quizá lo que estaba viendo allí era su torturada alma, que había brotado a la superficie.
La tarde siguiente visité la tumba de mi padre en el cementerio de la aldea. Era la lápida más nueva entre las tumbas maltratadas por el tiempo y las criptas asimétricas. Un lagarto que tomaba el sol en una piedra cercana salió disparado cuando me puse en cuclillas sobre la hierba seca.
Aspiré el aroma del cementerio -una extraña combinación de moho, romero y tomillo- y pensé en lo cerca que se había quedado mi padre de conseguir su sueño y en lo rápido que nos lo habían arrebatado. Aunque me sentía feliz de volver a ver a mi familia, me desesperaba la idea de quedarme para siempre en la finca. La vida en Le Chat Espiègle lo había cambiado todo, y ver a tío Gerome me había ayudado a comprender que si no aprovechaba las ocasiones que la vida me brindara cuando se me presentaran, quizá no hubiera una nueva oportunidad.
Cerré los ojos, imaginando la sonrisa de mi padre. «París», susurré. «Vete allí -le escuché diciéndome-. Vete y dale una oportunidad a tu sueño».
Abrí los ojos y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista, pero había escuchado claramente la voz de mi padre. Recorrí con el dedo su nombre sobre la lápida -Pierre Gustave Fleurier- y después contemplé las tumbas circundantes, algunas eran modestas y otras eran imponentes. Había acudido al cementerio en busca de una respuesta y eso era precisamente lo que había encontrado.
Contemplé a mi madre mientras cortaba las alcachofas para la cena. Mi tía era la cocinera y la artista en la cocina, pero mi madre era la hechicera. Le cantaba al agua hirviendo sobre el fuego y manipulaba las verduras con esmero y perfeccionismo. Tenía la capacidad de aplicar su magia a las tareas más mundanas.
De vez en cuando, mi madre se volvía y le contaba a Bonbon cosas en patois sobre la finca, sobre la cosecha de lavanda o sobre lo que estaba haciendo.
– Pelo las alcachofas así y las corto lo más uniformemente que puedo, ¿ves? -le decía, enseñándole a Bonbon una rodaja para que la inspeccionara.
Mi madre le hablaba a Bonbon más de lo que yo la había visto hablar con nadie.
– Mamá, Bernard te ha hablado sobre el espectáculo en Marsella, ¿verdad?
Mi madre miró a sus espaldas.
– Me ha contado que eres muy buena.
No había ningún deje de censura en su tono. Por ser una mujer que se había pasado toda la vida en el campo, había muy pocas situaciones en las que mi madre mostrara aprobación o desaprobación. Parecía aceptar todas las cosas por sí mismas.
Le conté cómo había acabado trabajando en el teatro de variedades, le hablé sobre Bonbon y Camille, sobre monsieur Dargent, madame Tarasova y Zephora. Luego le expliqué la historia de Michel Etienne y de su oferta para representarme si iba a París.
– Yo soy como Bernard -le dije, mirándome las manos-, solo que todo lo contrario. No pertenezco a este lugar, sino a la ciudad.
Mi madre señaló con la cabeza los campos de lavanda.
– Sí que perteneces a este lugar, Simone. Este es tu hogar. La tierra de la que procedes. Siempre pertenecerás a este lugar y siempre serás bienvenida. Vete a París, ve y dale una oportunidad a tu sueño. Ha quedado algún dinero de la última cosecha para el billete de tren y para ayudarte con el alquiler de unas cuantas semanas. Pero si no sale bien, quiero que me prometas que regresarás.
Le eché los brazos al cuello y enterré la cara en su hombro. Había pronunciado las mismas palabras que había oído en el cementerio. Mi madre conocía tan bien a mi padre que resultaba extraordinario.
– ¿Pero qué pasa con Bernard y tía Yvette? -le pregunté-. ¿Cómo se las arreglará tía Yvette sin mí?
– Quédate este invierno, si puedes -me contestó mi madre-. Después, habrá muchas chicas buscando trabajo. Contrataremos ayuda para la casa si la necesitamos. No malgastes tu vida en tío Gerome, no le debemos nada.
Aquella noche durante la cena, mi madre anunció que yo me marcharía a París cuando llegara la primavera. Aunque tía Yvette se sorprendió, pronto cambió de opinión cuando Bernard describió mi actuación en Marsella.
– Bueno, en ese caso -comentó tía Yvette, sacudiendo la cabeza y tratando de asimilar la noticia-, tengo alguna ropa de ciudad que no voy a necesitar, así que se la puedo dar a Simone para el viaje.
Besé a mi tía. En cualquier otra situación, habría sentido lástima por ella. Sabía que nunca había deseado vivir en la finca. Pero en aquella época, parecía contentarse con la compañía de Bernard y de mi madre. Sin embargo, sí que sentí una punzada de tristeza por mi madre. Justo cuando nuestra relación se estaba volviendo más íntima, yo me marcharía.
Bonbon dejó escapar un aullido. Mi madre le sonrió y le hizo cosquillas detrás de las orejas.
– Bonbon dice que puedes irte a París con una condición -me dijo, con una mirada traviesa en los ojos.
– ¿Y qué condición es esa? -le pregunté.
– Quiere quedarse. Le gusta vivir aquí.
Todos nos echamos a reír al oír aquella afirmación.