TERCERA PARTE

Capítulo 2 4

Los meses tras mi separación de André fueron sombríos y anodinos. Estaba destrozada. No me sabía a nada la comida que me obligaba a mí misma a ingerir, a veces apenas podía respirar y por la noche me dedicaba a vagar por las habitaciones de mi nuevo apartamento en los Campos Elíseos hasta que me agotaba lo bastante como para poder dormir.

Minot me ofreció un contrato con el Adriana y me dediqué en cuerpo y alma al espectáculo, por miedo a que si paraba de trabajar no sería capaz de salir de la cama. No obstante, en cada representación me encontraba mirando al público con la esperanza de ver a André entre el mar de rostros. Se me aparecían fantasmas de él en mi camerino, sentados en su silla favorita y leyendo un libro, tal y como le gustaba hacer cuando el espectáculo ya estaba organizado. A veces me despertaba con un sobresalto en mitad de la noche, convencida de que había sentido el roce de su piel contra la mía. Pero André no estaba allí; ni en mi camerino ni junto a mí. Lo habían apartado de mi vida como una fotografía arrancada de un periódico. Lo único que quedaba era un enorme e irregular agujero.

Fue monsieur Etienne el que me informó del compromiso de André.

– André me lo ha contado personalmente -me explicó monsieur Etienne-. No quería que te enteraras por la prensa.

Aquellas noticias me traspasaron como una bala. Cuando nos separamos, André y yo habíamos convenido en que seguiríamos con nuestras vidas. Para él, eso significaba casarse. Yo pensaba que había logrado aceptarlo cuando decidí que no podíamos seguir juntos, pero no me esperaba el golpe que me supuso en realidad. Sin embargo, no sentí el compromiso de André como una traición. La decisión de acabar con nuestra relación había sido mía y él únicamente había accedido porque temía que la situación me estuviera haciendo daño.

– Quizá debería marcharse usted de París durante un tiempo -sugirió monsieur Etienne-. Todavía siguen vigentes esas ofertas de Hollywood.

Sabía que lo que quería era protegerme de la prensa francesa. Incluso a pesar de que las tropas de Hitler hubieran invadido la zona desmilitarizada de Renania, violando el Tratado de Versalles y dándole en las narices a Francia, los periódicos crearían muchísima expectación por una boda de la alta sociedad.

Rechacé su sugerencia. Puede que yo misma pensara que quedándome en París los cielos se abrirían un buen día y un milagro volvería a reunimos a André y a mí. Aquella esperanza era tan descabellada como la de un condenado a muerte que contempla la aurora asomarse por el horizonte y todavía cree que es posible que le perdonen en el último minuto. La noche de la boda me desplomé en el escenario, aquejada de una fiebre abrasadora. Mi agente publicitario anunció que padecía neumonía y que iba a regresar con mi familia a Pays de Sault para recuperarme. Sin embargo, no había contraído ninguna enfermedad; sencillamente el mundo se había convertido en un lugar demasiado grande para mí. Había sufrido una crisis nerviosa.

Durante la enfermedad de tío Gerome mi madre se había instalado en casa de tía Yvette, junto con Bernard. Después de la muerte de tío Gerome se había quedado allí. Cuando volví a casa, mi madre comprendió que yo pasaba de desear compañía a necesitar soledad, por lo que me instaló en mi dormitorio de niña en la casa de mi padre. Cada mañana, ella encendía el fuego en la cocina y yo me pasaba el día junto a él, con Kira durmiendo en mi regazo. A veces me dedicaba a leer para distraerme, pero normalmente me limitaba a contemplar las llamas. Tenía la sensación de que estaba hundiéndome en la oscuridad y que, de algún modo, las llamas de la chimenea me proporcionaban algo a lo que aferrarme. Luché contra la pregunta que surgía una y otra vez en mi mente: «¿Qué estará haciendo André ahora?». Sabía dónde estaba y que no era conmigo.

– Cualquier criatura que sufre una conmoción necesita calor -sentenció mi madre, avivando el fuego.

Siempre había hablado muy suavemente, pero durante aquellos días únicamente me susurraba. Su voz estaba cargada de hechizos curativos; deseaba aliviar el dolor que yo albergaba en mi corazón.

A mediodía, tía Yvette avanzaba penosamente luchando contra el viento helador para traerme algo de comer. Un día era queso de leche de oveja con pan tostado y otro eran anchoas con huevos. En una ocasión en la que cayó una tremenda helada, preparó un estofado y Bernard la ayudó a traer la olla hasta la casa de mi padre.

– Kira y tú habéis llegado a pareceros a lo largo de los años -comentó Bernard, colocando la olla sobre la mesa, que despidió un vapor aromatizado a vino tinto y hojas de laurel y que invadió la estancia.

Tía Yvette le dedicó a Bernard una mirada de soslayo. Era el tipo de gesto que una esposa le dirigiría a su marido después de que la pasión se hubiera enfriado, pero quedara entre ellos el amor y el cariño.

– ¿De qué estás hablando, Bernard? -le preguntó, echándose a reír.

Bernard sonrió mientras servía con un cucharón el estofado en un cuenco.

– Ambas son hermosas y elegantes.

Yo podría haber dicho lo mismo sobre tía Yvette y el propio Bernard.

Gracias a la cálida compañía de mi familia comencé a recuperarme, y cuando llegó la primavera sentí que estaba lo bastante bien como para dedicar mis días a pasear por los campos. Contemplaba a los gazapos saltando desde sus madrigueras y a los cabritos dando sus primeros pasos. Mis músculos recuperaron la fuerza y en mi rostro reapareció el color. Pero mi recuperación prácticamente se fue al traste un día que un coche extraño se acercó acelerando por el camino.

Vi desde la ventana de la casa que un hombre de espalda encorvada se apeaba del automóvil, sosteniendo algo bajo su chaqueta. Bernard lo saludó de lejos y se aproximó hacia el muro de piedra, asumiendo que el hombre era un desconocido que se había perdido o un agricultor que pretendía comprar terreno en la zona. Pero, tras un breve intercambio de palabras, Bernard bajó tanto la voz que esta pasó a ser un mero gruñido.

El hombre se retiró, pero cuando lo hizo, me vio en la ventana. Sacó el objeto que llevaba bajo la chaqueta. Era una cámara. Me aparté de la ventana justo antes de que me tomara una fotografía. El hombre gritó:

– ¡La prensa de Marsella quiere saber si mademoiselle Fleurier le enviará un telegrama de felicitación a André Blanchard ahora que la princesa de Letellier está esperando un hijo!

Bernard cogió una piedra y apuntó hacia el reportero, que se retiró a su coche. No estaba en la naturaleza de Bernard mostrarse violento, pero quería protegerme. Su amenaza resultó convincente, porque el reportero echó la chaqueta y la cámara en el interior del coche, pisó el acelerador y pronto no fue más que un punto en la polvorienta carretera.

Tras la visita del reportero, me recluí en el interior de la casa de nuevo, aunque el clima cada vez era más cálido. El primer hijo de André. No me había permitido el lujo de siquiera llegar a imaginarlo.

– He malgastado años de amor -le dije a mi madre un día que trataba de convencerme de que saliera al sol-. Estaba destinada a perder a André.

– Nada se malgasta, Simone -me respondió-. El amor que damos a los demás nunca muere. Solo cambia de forma. Nunca temas dar amor a los que te rodean.

Muy poco después, recibí un telegrama de monsieur Etienne informándome de que había recibido una invitación para cantar en la Exposición Universal de París.

– Es un honor -reconoció Bernard, leyéndoles el telegrama a mi madre y a mi tía-. Simone representará a toda Francia.

Era el mayor honor que podía conferírsele a cualquier artista francés y aquello demostraba lo mucho que había logrado. Pero yo era la cantante más famosa del país gracias a André.

– ¿Qué sucede? -me preguntó mi madre.

Bajé la mirada.

– No puedo enfrentarme a París -respondí.

No me hizo falta mirarla para sentir su consternación.

Aquella era noche de luna llena y el aire tenía el deje cálido del principio del verano. Dejé los postigos de las ventanas abiertos y permití que la luz de la luna me iluminara la piel. Respiré los olores de mi niñez: lavanda y pino; ciprés y cedro. De repente, de entre las sombras, surgió mi madre ataviada con un vestido escarlata. Llevaba en la mano una cesta llena de huevos. Traté de sentarme, pero me pesaban tanto las piernas y los brazos que no pude moverme. Mi madre cogió los huevos y, uno por uno, fue haciendo rodar sus frías cáscaras sobre mí, canturreando en voz baja. Movió los huevos sobre mi frente, a lo largo de los brazos y por el pecho. Sentí como si algo saliera de mi interior, como si se estuviera absorbiendo la oscuridad que me oprimía el corazón. Me frotó las plantas de los pies, me dio la vuelta y me acarició la espalda. Me sentí flotar, animada por una sensación de ligereza y alegría que me había abandonado desde que dejé a André. Me di la vuelta y me hundí en la cama tan suavemente como una pluma meciéndose en el aire. Noté el colchón contra la espalda y pude mover de nuevo las extremidades. Alcancé a ver a mi madre desapareciendo en las sombras y me sumí en un pacífico sueño.

A la mañana siguiente, cuando me desperté y vi el sol brillando sobre mi cama, comprendí que tenía que encontrar las fuerzas para regresar a París y reconstruir mi vida.

El día después de mi actuación en la Exposición Universal, monsieur Etienne, Minot y yo cenamos en uno de los cafés al aire libre en la zona de la exposición mientras degustábamos la comida de las diferentes provincias y escuchábamos una mezcolanza de acentos que zumbaban a nuestro alrededor. Los turistas habían regresado a París y las sonrisas iluminaban una vez más el rostro de los dueños de hoteles y restaurantes, tras años desde la Gran Depresión. Después, paseamos por los pabellones de Estados Unidos y España, y visitamos el jardín formal de fuentes que expulsaban chorros de agua con forma de árbol, seto o flor.

– Miren eso -les dije, señalando los surtidores del centro del Sena que expedían agua como géiseres. Unas luces doradas brillaban en la superficie del río.

– Han utilizado una fina capa de aceite espolvoreado con motas doradas para conseguir ese efecto -nos explicó Minot-. Cuando los focos iluminan el río, el agua brilla como si fuera de oropel. -Es muy bonito -comenté yo-. Y muy típico de París. -¿Entonces está usted contenta de estar de vuelta? -me preguntó monsieur Etienne, haciéndonos un gesto para que nos sentáramos en un banco.

Se metió la mano en la chaqueta y sacó un periódico. Me lo entregó, señalando un artículo de Le Fígaro de esa mañana:

Simone Fleurier, después de haberse ausentado de París durante casi un año, anoche llevó a cabo una actuación triunfal en la Exposición Universal. Ella es, y siempre lo será, nuestra estrella más rutilante; la luz más brillante de la Ciudad de las Luces. Bienvenida a casa, mademoiselle Fleurier. Nos alegra que haya vuelto, para levantarnos el ánimo con su voz vibrante y emocionarnos con su baile.

– ¡Vaya declaración de amor! -exclamé-. Así que París finalmente me ha echado de menos.

– Todos la hemos echado de menos -aseguró Minot. -Está usted más triste -me dijo monsieur Etienne, apretándome la mano-, pero eso no afecta a su actuación. En todo caso, nunca la había oído a usted cantar con tanto sentimiento como anoche.

Percibí la compasión de sus palabras y agradecí que hubiera abordado el tema de André con tanta discreción. Caminamos hacia el Pont d'Iéna y la Torre Eiffel.

– Miren eso -nos dijo Minot.

Cerniéndose sobre nosotros estaba el pabellón alemán, iluminado por reflectores. A la entrada, una enorme torre surgía entre el resto de pabellones. Sobre ella, había una enorme águila dorada que sostenía una esvástica entre sus garras.

Monsieur Etienne chasqueó la lengua.

– Se ve desde cualquier punto de la ciudad. Creo que es de muy mal gusto, teniendo en cuenta lo que ha sucedido en España.

Pensé en el cuadro de Picasso que habíamos visto en el pabellón español. Se llamaba Guernica y mostraba a una mujer llorando por el dolor, sosteniendo entre sus brazos a su niño muerto; un caballo destripado agonizando y una figura cayendo desde un edificio en llamas. Era la oda de Picasso al pueblo vasco, que había sido brutalmente bombardeado por los italianos con aviones proporcionados por los alemanes. Italia, Alemania, Inglaterra, Rusia y Francia habían acordado una política de no intervención en España, pero Alemania e Italia no estaban cumpliendo las reglas del juego.

– Cualquiera habría pensado que Francia se pondría del lado de la democracia -comenté-. Pero nos quedamos al margen y contemplamos como el legítimo gobierno republicano y sus partidarios están siendo masacrados por los fascistas.

– Tenga cuidado, mademoiselle Fleurier -advirtió Minot-, está usted hablando como si fuera judía. ¿No sabe usted que L'Action Française dice que los judíos pretendemos iniciar otra guerra en Europa?

– No pretendo iniciar una guerra -repliqué. Comprendía por qué los franceses no querían involucrarse en España. Mi propio padre había sufrido durante la última guerra y había visto suficientes viudas, huérfanos y hombres desfigurados como para sentir repulsión solo de pensar en más guerra-. Sin embargo, mucha gente dice que Francia se encontrará metida en una guerra de todos modos si continúa acobardándose ante los nazis.

Le dimos la espalda al pabellón alemán y pasamos por debajo de un arco, para volver a pasear junto al Sena.

– El agente de Camille Casal ha venido a verme -comentó Minot, volviendo a temas más triviales-. Desea que mesdemoiselles Fleurier y Casal hagan un espectáculo juntas. Piensa que sería muy original presentar a dos de las mujeres más famosas de París subidas al mismo escenario.

– Es cierto que sería interesante tener a dos rivales juntas -asintió monsieur Etienne-, pero mademoiselle Fleurier es la mayor estrella. Aparecerá primero en cartel.

Monsieur Etienne razonaba como un verdadero agente, pero pensar en actuar junto a Camille me hizo sentir incómoda. No habíamos hablado desde que la vi en Cannes y le conté que André y yo nos íbamos a casar. Entonces había pensado que su advertencia sobre la familia Blanchard estaba motivada por los celos. Ahora comprendí que ella tenía razón.

– Podemos compartir el cartel -dije-, eso tendría más sentido.

– No sea deferente -replicó monsieur Etienne, arqueando las cejas al mirarme-. La fama de Camille Casal lleva de capa caída bastante tiempo. Creo que su agente espera relanzar su carrera aprovechándose del éxito que usted ha cosechado.

Independientemente de si yo era más famosa o no, mi antigua inseguridad por compararme con Camille comenzó a acecharme de nuevo. Cuando estaba en el escenario yo sola, me sentía atractiva. Pero junto a la gloriosa belleza de Camille, corría el riesgo de hundirme. «A pesar de todo -pensé, recordando a Marlene Dietrich en Berlín-, una rubia menuda y una castaña alta podrían ser una combinación interesante».

– Hagámoslo -sentencié-. Yo misma llamaré a Camille.

Camille llegó a nuestro primer ensayo montada en un Rolls-Royce dorado. Acababa de regresar de Hollywood, donde había hecho unas pruebas de cámara para Paramount Pictures.

– A menos que queráis estar sin hacer nada sobre un decorado y mascullar estúpidos diálogos del tipo: «Mírame a los ojos, querido», os sugiero que no os vayáis a trabajar a la industria cinematográfica estadounidense -informó a los actores del espectáculo.

Para mi sorpresa, en lugar de sentirme intimidada por Camille, tal y como había esperado, me alegré de verla de nuevo. Y finalmente entendí por qué: ella representaba un vínculo nostálgico con mi pasado, era el recuerdo de una época en la que no sabía lo que era ser una estrella. Mi mente viajó atrás en el tiempo durante un instante y me acordé de mí misma con un vestido raído, fregando el suelo de la cocina de tía Augustine. Aquel podría haber sido el resto de mi vida. Fue Camille la que me inspiró para ser actriz. De repente, me di cuenta de que gran parte de mi éxito se lo debía a ella.

– Me alegro de verte de nuevo -le dije, besándola en las mejillas.

– Sí, yo también -respondió. Me contempló, pero percibí que no estaba buscando defectos, como hacían el resto de mis rivales cuando me encontraba con ellas-. Lo estás llevando muy bien -comentó.

Sabía que se refería a mi vida sin André. Pero, para mi alivio y admiración, nunca lo mencionó.

Camille y yo protagonizamos el mayor espectáculo del año. Lebaron invirtió cuatro millones de francos en producir Les Femmes y los beneficios durante los dos primeros meses fueron aún mayores. Aunque era un espectáculo de variedades a la vieja usanza más que un musical al estilo estadounidense, los temas principales eran la competitividad y la solidaridad femeninas, desarrollados por los actores y las coristas, y también los payasos y los acróbatas. Camille y yo interpretamos todos nuestros números juntas y dos de las canciones que cantamos se convirtieron en los éxitos del año: Bienvenidos y Una piedra alrededor de mi cuello.

Las críticas arrasaron a nuestros competidores, incluyendo a Mistinguett y a Maurice Chevalier. Un periódico describió el espectáculo como «el triunfo de Simone Fleurier y la vuelta de Camille Casal», aunque no era esta la opinión de Camille:

– Me voy a ir en lo más alto -me confió una noche que estábamos cenando en Maxim's después del espectáculo-. Cuando termine la temporada, me retiraré.

Me sorprendió aquella noticia. Al trabajar juntas en una producción de tanto éxito y al compartir la luz de los focos, sentía que finalmente nos habíamos hecho amigas. En el pasado, Camille no habría confiado en mí. Pero cuando le pregunté por su hija esta vez, me contó que la había sacado del convento y que la iba a alojar con un profesor de piano en Vaucresson para que recibiera «la educación de una señorita». Cuando le pregunté por qué su hija no vivía con ella, Camille me respondió:

– No quiero que la gente sepa que es mi hija. Me gustaría que tuviera la oportunidad de conseguir un buen marido.

Recordé lo que me había dicho hacía tantos años en el apartamento de François: «¡Los hombres no se casan con chicas como nosotras!». Aunque André había querido casarse conmigo, aquella afirmación había resultado ser cierta en mi caso también. Independientemente del éxito que cosecháramos, Camille Casal y yo siempre estaríamos al margen de la sociedad.

– ¡Pero el público te ha recibido tan bien! -protesté, refiriéndome a la decisión de Camille de retirarse-. Podrías hacer cualquier cosa ahora. Graba un disco. Haz otra película.

Negó con la cabeza y me dedicó una de sus lánguidas sonrisas.

– Únicamente me he dedicado a cantar y a bailar para procurarme un adinerado patrocinador de por vida -me dijo-. He coleccionado suficientes baratijas y apartamentos para que me duren hasta que sea vieja, pero nunca he conseguido un hombre rico. Aun así, todavía no ha caído el telón, así que ¿quién sabe lo que nos deparará el futuro?

Una noche, alguien llamó a la puerta de mi camerino. Sucedió durante el descanso, así que probablemente no se trataba del director de escena y tampoco me dio la sensación de que fuera mi ayudante. Me encogí de hombros. En mi camerino seguía sin poderse entrar salvo por «invitación expresa».

Quienquiera que fuera, volvió a llamar.

– ¿Quién es?

No hubo respuesta.

Tiré de la horquilla que me sujetaba el pelo y dejé que se soltaran todos mis cabellos, alisándolos con la punta de los dedos. Si se trataba de uno de los tramoyistas, iba a recibir una buena reprimenda. Me ajusté la bata a la cintura y abrí la puerta de un golpe. Casi se me paró el corazón cuando me encontré cara a cara con André. Me había convencido a mí misma de que le había olvidado, de que había olvidado que alguna vez le había amado. Pero me bastó mirarle una sola vez para saber que no era cierto.

– Lo siento. Sé que no tienes demasiado tiempo -se disculpó-. Pero no he sido capaz de localizarte en todo el día.

Había algo en su aspecto que resultaba lastimoso. Su rostro aún era joven, pero la vitalidad había desaparecido de sus facciones. Se comportaba de manera rígida y artificial.

Le hice un gesto con la cabeza para que pasara al camerino, aunque me latía con fuerza el corazón. Noté, por la incómoda manera en la que paseó la mirada por toda la estancia, que él se sentía tan nervioso como yo por aquel reencuentro. La silla en la que solía sentarse ya no estaba allí, así que le invité a tomar asiento en el sofá. Yo me coloqué en una banqueta frente a él.

Tardó unos segundos en recomponerse antes de preguntarme:

– ¿Sabías que el conde Harry ha fallecido?

No podía creer lo que estaba oyendo. Cuando André regresó de Lyon el año anterior, me había contado que la salud del conde se había deteriorado debido al trastorno de haberse visto forzado a huir de su hogar por segunda vez. Sin embargo, el propio conde nos había escrito una carta para comunicarnos que se estaba recuperando.

– ¡No puedo creérmelo! -exclamé-. Estaba tan lleno de vida…

Levanté la mirada y me percaté por primera vez de la carpeta de cuero que André sostenía bajo el brazo. Me pregunté qué sería.

– Siento comunicártelo en mitad de tu actuación -me dijo-. Pero el funeral es mañana.

Negué con la cabeza.

– Me alegro de que lo hayas hecho.

André se sacó la carpeta de debajo del brazo y la colocó en su regazo. La miró fijamente, como si no quisiera decirme qué contenía. No obstante, la voz del botones que recorría el pasillo lo sacó de su ensoñación.

– Nunca llegué a decirle al conde que ya no estábamos juntos. Pensó que lo estábamos y por eso nos ha legado esto -me explicó André, entregándome la carpeta-. Son las páginas de su diario en las que escribió sobre nosotros cuando estuvimos en Berlín.

Me sorprendió que la carpeta pesara tanto, pues parecía muy delgada.

– ¿Berlín? -susurré.

Ignoraba si tendría fuerzas para recordar aquellos días: el hotel Adlon, Unter den Linden, el Resi… El pasado me invadió un instante para desvanecerse al momento siguiente. Ver a André de nuevo y enterarme de la muerte del conde eran demasiadas emociones.

– Berlín -repetí.

Tenía la boca seca y apenas podía pronunciar palabra. Me daba cuenta de lo incómodo y triste que estaba André. Quería hacerle más fácil aquel encuentro, pero no era capaz. Cada vez que le miraba a la cara, no podía evitar pensar en aquella primera vez que había venido a mi camerino en el Casino de París. Entonces éramos muy jóvenes y estábamos empezando la aventura de conocernos mejor. Ahora nos encontrábamos al borde del abismo.

Una nota de vacilación asomó en la voz de André. -Creo que será mejor que te quedes tú la carpeta -dijo-. No es adecuado que yo la conserve.

Me eché hacia atrás. Era como si me hubiera clavado un cuchillo y ahora lo estuviera removiendo dentro de la herida. Sin embargo, conocía a André y comprendía que no lo estaba haciendo a propósito. Por supuesto que no era adecuado que se quedara él con aquellas páginas: ahora estaba casado. El botones llamó a la puerta. -¡Diez minutos! André se levantó de su asiento. -Lo lamento, Simone -se disculpó.

Me dio la sensación de que no me estaba pidiendo disculpas por haberme comunicado tan repentinamente las noticias sobre el conde Kessler, sino que se refería más bien al rumbo que habían tomado nuestras vidas.

Cuando André se marchó, abrí la carpeta y leí la primera entrada del diario del conde:

He conocido a una joven maravillosa en compañía de André Blanchard. Mademoiselle Fleurier vive cada nueva experiencia con el mismo asombro y entusiasmo que un niño abriendo sus regalos de Navidad. Su espíritu se me contagia y me hace sentir joven de nuevo. Estoy convencido de que logrará grandes cosas: sobre el escenario y en el gran teatro de la vida.

Aquella noche interpreté todos mis números como si estuviera sumida en un trance. Tenía que hacer un esfuerzo por bloquear los recuerdos de Berlín. El conde había fallecido y, de algún modo, André también. Nuestras vidas se habían alejado tanto que era como si estuviéramos viviendo en países diferentes. ¿Realmente el André que había visto aquella noche era el hombre que había logrado forjar mi carrera? ¿Era ese el primer hombre que me había amado? Ahora no pasaba de ser un extraño. Me costó un esfuerzo sobrehumano terminar el espectáculo y, cuando por fin cayó el telón y me retiré a mi camerino, lloré con la misma desesperación que la noche que mi padre murió.

El conde fue enterrado en el cementerio Père Lachaise. Solo había un puñado de asistentes al funeral. ¿Dónde estaban todos aquellos artistas a los que el conde había apoyado? ¿Dónde se había metido toda la gente que le había llamado «amigo» cuando era rico y generoso? André me había contado la noche anterior que el conde no había podido recuperar sus cuadros y el resto de sus tesoros de su casa de Weimar porque las autoridades habían permitido a la población local que saqueara sus pertenencias.

Evité mirar a André a los ojos. La princesa de Letellier estaba con él. Era una mujer de aspecto desamparado con el pelo rubio rizado y una frente ancha. De cuando en cuando, se volvía y acariciaba el brazo de André, como dándole a entender que estaba allí para apoyarle. Hubiera preferido evitarla a ella también, pero cuando me la crucé en el pasillo alargó la mano y me tocó el brazo.

– Lo lamento mucho, mademoiselle Fleurier -me dijo-. Mi marido me ha contado lo mucho que significaba el conde para ustedes dos.

La princesa de Letellier tenía que saber que André quería casarse conmigo, pero se comportó cortésmente. Percibí que su compasión era sincera. No sabía mucho sobre ella excepto que tenía buena educación y que, a diferencia de la mayor parte de la alta sociedad parisina, colaboraba con muchas asociaciones benéficas. André se había casado con una mujer decente. En otras circunstancias, quizá la princesa y yo podríamos haber llegado a ser amigas.

– Adiós, conde Harry -susurré cuando introdujeron el ataúd en el nicho.

Eché las rosas que había llevado y cayeron junto a la docena que ya había sobre el ataúd. Recordé la picara risa del conde y sus brillantes ojillos la noche que me gastó la broma en Eldorado. Aquellos alegres ojos se habían cerrado para siempre y el conde no volvería a reír.

Pensé en la entrada de su diario y en lo que había escrito sobre su primera impresión de mí. El conde había vivido con agallas y, a pesar de su mala salud, lo había hecho plenamente. Yo lo idolatraba demasiado como para incluirme en su misma categoría. Entonces no sabía que pronto se pondría a prueba la fe del conde en mis capacidades para conseguir importantes metas en el gran teatro de la vida.

Capítulo 2 5

Jean Renoir me invitó al estreno de su película La gran ilusión en el Marivaux Cinema en junio de 1937. Monsieur Etienne me acompañó y ambos nos entusiasmamos al ver cómo había evolucionado el cine francés. La trama era sobre tres pilotos durante la Gran Guerra en un campo de prisioneros alemán y su relación con el comandante. Se trataba de una oda de amor entre los soldados franceses y alemanes, que podrían haber sido hermanos de no ser por la guerra.

– Técnicamente es tan buena como las películas estadounidenses -comentó monsieur Etienne cuando se encendieron las luces-. La imagen no se ve borrosa ni el sonido chirría.

Hasta entonces, como director, Renoir había sido capaz de superar las imperfecciones técnicas, pero ahora, sin ellas, su película parecía magia. Como había trabajado con él, sabía que no le gustaba fragmentar las escenas de la manera habitual cortando los primeros planos en planos generales. Prefería grabar a los actores en primer plano y después seguir sus movimientos, pasando sutilmente de un actor a otro en lo que él mismo denominaba «ballet de la cámara». De alguna manera, reflejaba el movimiento natural del ojo. Por supuesto, solamente los que trabajaban con él lo sabían. Para el público, el movimiento resultaba tan perfecto que parecía imperceptible.

Felicité a Renoir en la fiesta.

– Es una historia preciosa, contada con mucha delicadeza.

Levantó la mirada. Ya no tenía el brillo alegre que yo siempre había asociado con él.

– Simone, tú y yo somos viejos amigos, así que a ti sí puedo decírtelo. Desde que empecé a hacer cine, siempre he desarrollado un único tema: nuestra humanidad común. Hice esta película con la esperanza de detener la guerra. Pero ahora veo que el arte no puede ponerle freno a nada. Solo puede documentarlo.

En los salones y cafés de aquella época, se discutía sobre la probabilidad de que Francia se viera arrastrada a entrar en un conflicto bélico contra la Alemania nazi. Pero ¿acaso Francia no era el país más civilizado del mundo? ¿No sabíamos nosotros, de entre todas las naciones, cómo vivir plenamente? Si no podíamos detener una guerra, ¿quién podría?

– ¿Piensa usted entonces que es inevitable? -le pregunté a Renoir.

– Nos gobiernan traidores e imbéciles -me respondió-. Y el resto de nosotros solo podemos desesperarnos contemplando lo que hacen.

Una mañana, cerca de un año después del estreno de la película de Renoir, abrí el periódico y recordé el comentario del director sobre los traidores. El titular anunciaba que había dudas sobre si el nuevo primer ministro, Édouard Daladier, defendería a Polonia y Checoslovaquia en caso de que fueran atacadas por Alemania. Georges Bonnet, un simpatizante de Hitler, había sido nombrado para ocupar el cargo de ministro de Asuntos Exteriores.

Sin embargo, si al resto de París le preocupaba la situación, no lo demostraba. La ciudad bailaba y disfrutaba con más pasión que nunca.

En julio de 1938 el rey Jorge VI y su esposa visitaron Francia durante una gira oficial tan suntuosa que le costó al país veinticuatro millones de francos. Me pidieron que cantara en un espectáculo de gala en donde se alardearía de lo mejor del espíritu francés, seguido de una cena de estado en la que se sirvió langosta a Marinier acompañada de un Château d'Yquem de 1923. Mientras cantaba, me di cuenta de que estaba formando parte de un carísimo ardid publicitario. Toda la pompa y la extravagancia, los desfiles por un París atestado de público que los vitoreaba, la solemne ceremonia en la que colocaron una corona en la Tumba del Soldado Desconocido… Todas aquellas cosas se hicieron para demostrarle a Hitler que Gran Bretaña y Francia eran aliados. ¿Acaso el dictador sería tan insensato como para atacar a Francia, cuando tenía de su parte a una nación tan poderosa?

– Parece que no se dan cuenta de lo que sucede en realidad -comentó un exasperado Minot-. Mientras tiran el dinero en entretener a la realeza, el primer ministro británico está haciendo tratos de contemporización con Hitler.

Puesto que André ya no formaba parte de mi vida y Renoir se había marchado al extranjero, Minot se había convertido en mi acompañante a la hora de discutir sobre política.

«Ni una sola viuda ni un solo huérfano para los checos», anunciaban a los cuatro vientos los titulares de los periódicos en septiembre. Un día tras otro, L'Action Française publicaba en su portada: «¡No! ¡No hay ninguna guerra!», y repetía su afirmación de que eran los judíos quienes querían iniciar una guerra porque no les gustaban las políticas que Hitler había desplegado contra ellos.

Hitler había exigido la cesión de la mayor parte de Checoslovaquia. Quería reclamar los Sudetes, pero estaba claro que muy pronto pretendería hacerse con todo el país.

– ¡Qué idiotas! -exclamó Minot un día que nos encontramos para tomar algo en el Café de Flore-. Incluso aunque a los gobiernos francés y británico no les importe ni lo más mínimo la vergüenza de abandonar así a un aliado, al menos deberían pensar en la ayuda que los checos podrían proporcionarnos si nos atacan a nosotros. Los checos cuentan con las fábricas de armamento más modernas de Europa y tienen una defensa muy bien planeada a lo largo de la frontera con Alemania. Son una de las pocas democracias que quedan en Europa; y no es que estemos precisamente rodeados de naciones amigas.

Tras la conversación con Minot en el Café de Flore, regresé a mi apartamento con el miedo creciendo en mi interior. Paulette había salido esa tarde, así que yo misma puse la cafetera al fuego para preparar café. Había una carta de Bernard sobre el resto de la correspondencia. Cuando la abrí, me enteré de que tía Augustine había fallecido y me había dejado su casa. Me senté a la mesa del comedor contemplando la vista de los Campos Elíseos y tomándome a sorbos el café. Pensaba que tía Augustine me odiaba. ¿Por qué me dejaba su casa? Me la imaginé dividida entre dársela a una sobrina a la que despreciaba o cedérsela al estado. Yo debía de haber sido el menor de ambos males. Por supuesto, la vendería: no podía soportar los míseros recuerdos que me traía aquel lugar.

En la calle más abajo, un chico de los periódicos voceaba los titulares de la tarde. La gente vitoreaba y gritaba el nombre del primer ministro: «¡Daladier!, ¡Daladier!», elogiándolo por su política «ilustrada».

Cerré los ojos y recordé al joven que me increpó durante mi primer día en Berlín.

«¡Derrotaremos a Francia! ¡Acabaremos con ella! ¡Francia dejará de existir! ¡Y con ella, los franceses! ¡Escupiremos sobre sus cenizas como si fuera una puta barata!»

Una sensación heladora me invadió el cuerpo. Casi podía oler el sudor acre y la malevolencia supurando por todos los poros de la piel de aquel joven. Corrí al escritorio de la sala de estar, saqué papel de cartas y comencé a escribir.

Querido Bernard:

La guerra va a llegar a Francia. Quizá no lo percibáis en el sur todavía, pero tan seguro como que estoy respirando, sé que el ejército alemán nos va a invadir. Te envío algo de dinero extra este mes. Por favor, utilízalo para comprar lo que vayas a necesitar a largo plazo para la finca. Con respecto a la casa de tía Augustine, creo que haré uso de ella. Por favor, haz que la reparen y la pinten. Y no hables de esto con nadie más.

Me detuve. Mi intuición se estaba adelantando a mis pensamientos conscientes al hacer planes. Mi familia se encontraba en un lugar que probablemente era de los más seguros de Francia si estallaba la guerra: rodeados de escarpadas montañas y lejos de las principales ciudades, de las fronteras y de la costa. Y desde Marsella se podía llegar por barco hasta África. Si los alemanes invadían desde el norte, el sur sería la mejor vía de escape. Pero no era por mí o por mi familia por quien estaba preocupada en ese momento.

– ¡Simone! -exclamó Odette, echándose a reír mientras se acariciaba su abultado vientre de embarazada-. No hagas un drama de la nada. Alemania no va a invadir Francia. E incluso si los alemanes lo intentaran, está la Línea Maginot para detenerles.

Nos encontrábamos en la cocina de la casa de los padres de Odette en Saint Germain en Laye. Odette y Joseph se iban a quedar allí hasta después de que Odette tuviera al bebé. Un rayo de sol se introdujo juguetonamente por las cortinas de encaje y produjo un resplandor trémulo sobre la mesa. La cocina estaba pintada de amarillo brillante y los muebles eran blancos con adornos azules. Contemplé el vapor de la tetera al fuego elevándose y formando volutas en el aire.

– No creo que ya nadie siga teniendo fe en la Línea Maginot -repliqué-. Los bunkeres se acaban donde empieza la frontera belga.

– Porque Bélgica es nuestro aliado -puntualizó ella, colocando una taza de café y un trozo de tarta de chocolate delante de mí antes de sentarse.

– Los alemanes marcharán sobre ellos, como hicieron en 1914.

Odette me observó con mirada dubitativa.

– Así que ya no eres cantante, ¿no, Simone? -comentó-. Ahora te has metido a estratega militar.

– No entiendo qué tiene que ver esto con la estrategia -respondí-. Es sentido común. Se supone que nosotros, los franceses, somos grandes pensadores, pero nos estamos comportando de una manera increíblemente estúpida.

El rostro de Odette adquirió una expresión seria y se revolvió en su asiento.

– Joseph acaba de abrir su nueva tienda y cuando nazca el bebé yo le ayudaré. El es mi marido. Si él dice que no hay nada de lo que preocuparse, tengo que creerle.

Me contemplé las manos. Quizá yo no fuera más que una artista de teatro, pero Joseph ¿era tan ingenuo que no comprendía las implicaciones para una familia judía si los nazis invadían Francia? Seguramente habría leído en los periódicos sobre las leyes que se estaban aprobando en Alemania… Hace tiempo, yo misma pensaba que la manera en la que los alemanes trataban a los judíos nunca podría reproducirse en Francia, pero ahora me daba cuenta de que eso no era cierto. La circulación de periódicos antisemitas se había multiplicado por tres en los últimos dos años.

Odette sorbió su café y tarareó una melodía en voz baja. Por muy dulce que fuera su carácter, la conocía lo bastante bien como para saber que se volvía muy cabezota ante las confrontaciones. Si quería convencerla de que abandonara París, tenía que hacerlo con tiempo y de manera sutil. El problema era que no tenía ni la menor idea de cuánto tiempo nos quedaba. Odette estaba casada y embarazada. Y yo me iba a enfrentar al fin del mundo sola. Quizá esa era la razón por la que lograba ver las cosas con más claridad. No había mucho más por lo que tuviera que preocuparme.

– ¿Ya habéis decidido qué nombre le pondréis al bebé? -le pregunté, cambiando de tema.

Se le iluminaron los ojos y apareció una sonrisa en su rostro.

– Sí, Michel si es niño y Simone si es niña.

Me sonrojé. Podía percibir el cariño de Odette desde el otro lado de la mesa. Era afortunada por contar con una amiga como ella.

– ¿De verdad? -pregunté.

Odette asintió y me pasó el brazo por los hombros. Era maravilloso que alguien me quisiera así. Casi noté como volvía a la vida mi destrozado corazón.

– Aprecio lo que me está usted diciendo -me aseguró monsieur Etienne cuando fui a visitarle a su despacho-. Y me conmueve su preocupación. Pero Joseph también tiene razón. Los alemanes cuentan con una fuerza aérea de gran calidad, cosa que quedó demostrada en España. Es tan probable que bombardeen nuestros puertos como que nos invadan por tierra. Pero ¿qué sucede si se les corta el paso antes de que siquiera alcancen París? Habremos dejado atrás nuestros hogares y nuestros negocios para nada.

Me apoyé en el respaldo de mi asiento. ¿Acaso me estaba comportando como una neurótica? Odette se encontraba en las afueras de París. Si los alemanes nos bombardearan, estaría más segura allí que en una casa en el centro de Marsella. Por un momento, me vino a la mente el rostro del conde Harry el día que tuvo que exiliarse de Alemania. Recordé la época que pasé en Berlín y el siniestro sentimiento de oscuridad que lo impregnaba todo de decadencia. Parecía que las predicciones de una segunda guerra mundial, más devastadora que la primera, se estaban haciendo realidad. Y yo tenía que hacer todo lo posible para prevenir a mis amigos.

– Mire -le dije, garabateando las direcciones de la casa de Marsella y de la finca en Pays de Sault-, es un sentimiento visceral que tengo. Por favor, guarde estas direcciones por si acaso las necesita. Quién sabe qué puede pasar.

Por suerte para mí, no tuve problemas en convencer a Minot para que cooperara con mi plan de evacuación. Su madre era anciana y tenía que pensar en ella. Lebaron había huido dos meses antes a Estados Unidos, dejando a Minot a cargo del Adriana.

– He comprado un coche y estoy enviando suministros a mi familia en la Provenza -le conté-. Si los alemanes nos invaden, usted y su madre pueden venir conmigo y serán bienvenidos en nuestra casa.

– Es usted muy amable, mademoiselle Fleurier -me respondió-. Enviaré con antelación mis cuadros a la casa de Pays de Sault. No quiero que esos cabezas cuadradas les pongan las manos encima.

Sonreí, imaginando las paredes de las casas de la finca decoradas con cuadros de Picasso y Dalí. «Pobre Minot -pensé-, espero que no pretenda alojarse en un château con cuartos de baño de mármol». Maurice Chevalier y Joséphine Baker tenían casas de campo, como gran parte de los franceses adinerados. Yo siempre había pensado que sería algo que yo misma compraría cuando André y yo nos casáramos. Aquel tipo de residencia había mejorado mucho a lo largo de los años y ya no eran las destartaladas estructuras que solían construirse cuando yo era niña. Pero Pays de Sault seguía siendo una zona silvestre y a mi familia le gustaba la sencillez. Nuestras casas eran más rústicas que elegantes.

– Asegúrese de que los cuadros estén bien empaquetados en cajas -le recomendé-. No querrá que se comben con el calor…

La cooperación de Minot me dispensó algo de tranquilidad. Me preguntaba a mí misma todos los días si mi impulso no sería más que una exageración. Qué vergüenza si, después de toda esa preparación, no pasara nada. Pero sería mucho peor que sucediera y no estuviéramos preparados. No había ni rastro de preocupación en las caras de la gente que acudía a ver mis actuaciones en el teatro y en los clubes nocturnos. París brillaba con más intensidad que nunca, con óperas, obras, desfiles de moda y fiestas espectaculares. El embajador polaco celebró un elegante baile la misma noche que Odette se puso de parto y dio a luz a una niña. El embajador alemán fue invitado al baile y bailamos valses y mazurcas, y terminamos la noche contemplando unos fuegos artificiales serpentear por el aire. ¿No era aquel un signo de que todo iba bien?

Resultó que mi única equivocación fue que mi acceso de pánico se adelantó un año. Dos meses después del baile, Alemania invadió Polonia. Cuando expiró el ultimátum franco-británico a Hitler, se movilizó al ejército francés. La gente caminaba por las calles en estado de incredulidad. ¿Podía ser cierto todo aquello? ¿De verdad estábamos en guerra contra el Tercer Reich?

Minot y su madre se trasladaron conmigo por si nos encontrábamos ante la situación de tener que huir de París en mitad de la noche. Elsa Maxwell envió invitaciones para una fiesta en las que, en lugar de figurar la fórmula RSVP, [3] aparecían las siglas SNHG: «Si no hay guerra». Parecía imposible planear nada.

– ¿Cómo puedo marcharme de vacaciones tranquila? -se quejó mi secretaria-. Mi marido podría ser convocado a filas y tener que unirse a su regimiento.

Pero pasaba un mes tras otro sin que sucediera nada. Los periódicos denominaron esta época como la dróle de guerre, o guerra falsa.

Un jueves por la tarde, después del simulacro de bombardeo aéreo semanal, me encontré con Camille cerca del Ritz. Minot me había organizado una serie de giras a lo largo de la Línea Maginot para entretener a los soldados que se sentían impacientes por el aburrimiento de estar encerrados en bunkeres. Quería ponerme al día de las novedades de Camille, por si tenía intención de abandonar la ciudad para cuando yo regresara de mi gira. Los maniquíes de los escaparates de las boutiques en la Place Vendôme llevaban máscaras de gas con pajaritas atadas al cuello. Se trataba de una broma, pero la mera idea de que nos preparábamos para enfrentarnos a un enemigo capaz de lanzar gas mostaza sobre la población civil no me reconfortó demasiado.

En el café, los chocolates y los pasteles tenían forma de bombas.

– Es bueno ver que no todo el mundo ha perdido el sentido del humor -comentó Camille, abriendo el bolso para pagar al camarero tan pronto como nos trajo las bebidas.

Aquel era el sistema que se utilizaba en París por entonces: los camareros no esperaban a que se acumularan los platos; había que pagar cada bebida según la sirvieran, por si acaso las sirenas comenzaban a sonar y todo el mundo tenía que correr a refugiarse.

– La ciudad resulta extraña sin niños -dije yo-. Los Jardines de Luxemburgo parecen un pueblo fantasma sin ellos. Hoy evacúan a otro grupo más.

– Tendrían que haber echado a esos mocosos hace mucho tiempo -replicó Camille-. Yo estoy disfrutando de la paz en su ausencia.

Era un comentario extraño, viniendo de una madre.

– ¿Y qué hay de ti? -le pregunté-. ¿Cuál es tu plan?

– Bueno, la casa en la Dordoña está ahí si la necesito. Pero, si no, pretendo seguir en mis habitaciones del Ritz.

– No puedes -le respondí-. Imagina lo que te harán los soldados alemanes si toman la ciudad…

Camille arqueó las cejas.

– Yo no les he hecho nada, así que ¿por qué tendrían que hacerme ellos algo a mí? Además, según la condesa de Portes, los franceses van a organizar un comité de bienvenida.

Sentí que se me helaba la piel. La condesa Hélène de Portes era la amante de Paul Reynauld, que acababa de sustituir a Daladier como primer ministro de Francia. Era conocida por sus opiniones de extrema derecha. ¿Reynauld también las compartía con ella?

– Camille -susurré-, por favor, dime que estás bromeando.

– Franceses o alemanes, ¿qué diferencia hay? -murmuró Camille encendiendo un cigarrillo-. Siempre que París siga siendo París.

Su tono indiferente me dejó perpleja. ¿Con quién había estado hablando Camille para llegar a aquella conclusión? La examiné con más detenimiento. Su rostro estaba pálido y se le adivinaban las bolsas bajo los ojos. Había oído que tenía problemas de dinero y corría el rumor de que sus acreedores la querían llevar a juicio. Quizá aquellas cosas fueran para ella más graves que la guerra inminente.

– ¿Has oído lo que los nazis les están haciendo a los judíos? -le pregunté.

Camille hizo un movimiento brusco con la cabeza y me miró a los ojos.

– Tú no eres judía. ¿Cuándo vas a empezar a preocuparte por ti misma?

Hice una mueca ante el modo tan displicente en el que pronunció aquellas palabras. Algunas de las mejores personas con las que habíamos trabajado a lo largo de los años eran judíos. ¿No sentía nada por ellos? Recordé que, cuando la conocí por primera vez y vi cómo trataba a los hombres, pensé que únicamente la motivaba el interés propio. Después, descubrí que tenía una hija. Sin embargo, su comentario sobre los judíos era ignorante y cruel. Aquella no era la Camille que había llegado a conocer mientras trabajaba con ella en Les Femmes. ¿O sí lo era?

Me di cuenta de que era incapaz de precisarlo. Cuando nos separamos después de nuestra cita, me quedó la incómoda impresión de que no conocía ni lo más mínimo a la verdadera Camille Casal.

Capítulo 2 6

Regresé a mi apartamento y frente al edificio encontré un montón de arena apilado sobre la acera. Había una gata escarbando en él, encantada por haber hallado algo blando en lo que poder jugar.

– ¿Para qué es la arena? -le pregunté a madame Goux, la portera.

Levantó los brazos al aire.

– Es una orden de los administradores de la ciudad. Se supone que tenemos que esparcirla en la azotea.

– ¿Por qué?

– Para evitar que los incendios se propaguen desde el tejado hasta las plantas inferiores. ¡Pero no esperarán que yo suba y baje siete tramos de escaleras con cubos de arena!

– Por supuesto que no -le respondí-. Yo la ayudaré. Estoy segura de que los demás vecinos también le ofrecerán su ayuda.

Le habría proporcionado la asistencia de Paulette, pero mi sirvienta ya había regresado a su pueblo en el oeste de Francia.

Madame Goux me contestó en tono de burla:

– Lo que quiero decir es que no lo voy a hacer. No entra dentro de mis atribuciones laborales.

– Estoy segura de que los alemanes serán muy respetuosos con sus atribuciones laborales cuando dejen caer una bomba sobre el edificio -le espeté, antes de darme la vuelta y subir las escaleras.

Me decepcioné al ver que los demás vecinos del edificio no estaban en absoluto dispuestos a ayudar, igual que la portera.

– ¡Qué cosa tan inútil! -exclamó el hombre que vivía en el piso encima del mío-. Los boches[4]no van a ir muy lejos cuando pasen la frontera porque nosotros rechazaremos su avance. El bosque de las Ardenas es impenetrable.

Solamente la vecina que vivía en el piso debajo del mío, una violinista que se llamaba madame Ibert, accedió a ayudarme. Nos cubrimos el cabello con pañuelos y durante las dos horas siguientes arrastramos cubos de arena hasta la azotea. Cada vez que pasábamos junto a madame Goux, sacudía la cabeza y dejaba escapar un bufido: «¡Fffff!». Ella no fue la única que se negó a hacer lo que los administradores pidieron. Los montones de arena fuera de los edificios de nuestra calle estaban intactos y varios niños que no habían sido evacuados se afanaban en construir túneles en ellos para sus camiones de juguete.

– Siento que le vayan a salir ampollas en las manos -le dije a madame Ibert, observándola mientras extendía la arena con una escoba.

Tenía cerca de diez años más que yo y era delgada como un pajarillo, con una mata de pelo castaño ondulado y ojos azul cobalto.

Se irguió y me dedicó una sonrisa atribulada.

– Es un precio pequeño por ayudar a Francia.

– En este edificio viven catorce personas y hay cientos en nuestra calle -comenté-. Y nosotras dos somos las únicas preparadas para luchar.

Cuando cerré los ojos aquella noche, me preocupó que aquella proporción pudiera aplicarse a todo París. Incluso con la guerra a la vuelta de la esquina, parecía que nos faltaba energía como para tomárnoslo en serio. Pensé en André. Su padre ya se había jubilado y André ahora era el responsable del negocio familiar. Me pregunté si se alistaría o si haría algo para contribuir con el esfuerzo bélico. Hablaba alemán tan bien como un nativo y sabía conducir automóviles y pilotar aviones.

Hacía meses que no lo veía y me sorprendió darme cuenta de que ya no sentía el dolor apabullante que me producía antes pensar en él. Incluso me imaginaba hablando tranquilamente con él sin sentirme morir. Cavilé sobre aquel drástico cambio en mis sentimientos y me pregunté qué lo habría provocado. Quizá ahora que la guerra estaba a punto de comenzar, sabía que nos estábamos enfrentando a algo mucho mayor que nuestra historia de amor.

A la mañana siguiente, no tuve reparos en llamar a André a su despacho para enterarme de qué pretendía hacer. Sin embargo, su secretaria me informó de que la familia Blanchard, junto con los directores de sus empresas y sus respectivas familias, se habían trasladado a Suiza hacía un mes. Me decepcionó la decisión de André, pero dado que algunas de las empresas Blanchard eran esenciales para la economía francesa, probablemente se trataba de la opción más correcta.

Unas semanas más tarde, Minot y yo montamos a su madre y a Kira en un tren con rumbo al sur. Las enviamos antes que nosotros por si necesitábamos más espacio en el coche. Bernard iría a recogerlas a Carpentras y las llevaría a la finca. A decir verdad, actuamos justo a tiempo.

A principios de mayo de 1940, el ejército alemán atacó Holanda, Bélgica y Luxemburgo. A pesar de los esfuerzos por bombardear los puentes antes de que llegaran a ellos los alemanes, una por una, todas aquellas naciones fueron cayendo en sus manos. Cualquiera que en París hubiera estado negando la realidad de la guerra, ahora vería día tras día a su alrededor pruebas de que se equivocaba. Miles de refugiados marchaban por las calles provenientes del norte. Me paré en el Boulevard Saint Michel contemplando como pasaban: una hilera de automóviles, carros tirados por caballos y bicicletas cuyos ocupantes, agotados y llorosos, tenían la mirada aterrorizada por haber presenciado los horrores de la guerra. Vi un coche conducido por una mujer embarazadísima, acompañada por una anciana que ocupaba el asiento del copiloto y cuatro niños pequeños con un gato en el asiento trasero.

Corrí de vuelta a casa y reuní las latas y la comida empaquetada que había estado almacenando. Mientras bajaba las escaleras, me encontré con madame Ibert, que salía de su apartamento.

– ¿Qué hace? -me preguntó.

– Le llevo comida a los refugiados -le contesté.

– ¡Espere! -exclamó, introduciendo la llave de su apartamento de nuevo en la cerradura-. Voy con usted.

Nos encaminamos a los Jardines de Luxemburgo, donde muchos de los refugiados se habían detenido a descansar o a que sus caballos pastaran, y les entregamos la comida a las mujeres con niños. Algunas de ellas me reconocieron y me pidieron que les autografiara sus delantales o sus pañuelos. Aquel fue un momento de normalidad en mitad del caos. Madame Ibert y yo volvimos a casa después de que hubiera oscurecido. Me sentía tan exhausta que ni siquiera me quité la ropa antes de desplomarme sobre la cama.

A la mañana siguiente, traté de telefonear a Odette, pero no lo conseguí. Agarré con fuerza la fotografía que me había enviado de la hermosa pequeña Simone e intenté pensar en qué debía hacer. Finalmente, corrí al despacho de monsieur Etienne. Cuando encontré la puerta cerrada, me dirigí a su apartamento. Estaba en casa, haciendo las maletas.

– Vamos a quedarnos con la familia de Joseph en Burdeos -me anunció.

Burdeos todavía era Francia. Me hubiera sentido más tranquila si hubieran abandonado Europa totalmente. Ayudé a monsieur Etienne a empaquetar sus papeles y algunas fotografías en cajas de cartón mientras el corazón se me encogía al recordar mi primer día en París. Resultaba casi ridículo pensar que me había sentido tan intimidada por aquel hombre, al que ahora consideraba un amigo muy querido. Me pregunté qué sería de nosotros. ¿Acaso nos volveríamos a ver?

– Buena suerte, mademoiselle Fleurier -me dijo monsieur Etienne besándome las mejillas.

Siempre me había parecido un hombre muy firme y seguro de sí mismo, pero ese día detecté que sus manos temblaban y percibí la fragilidad que se asomaba en su mirada.

– ¿Nunca me llamará usted Simone, por mi nombre de pila? -le pregunté, quedándome sin habla.

– No -me respondió, sonriendo a través de sus propias lágrimas-. Además, ahora lo único que conseguiría sería confundirla con mi propia sobrina nieta.

Regresé a casa y encontré allí a Minot en estado de pánico.

– ¡Mademoiselle Fleurier! -exclamó-. ¡Tenemos que irnos ya!

Me explicó que se había visto a un paracaidista alemán aterrizando en los Campos Elíseos.

Llamé a un amigo en Le Fígaro para ver si podía confirmarme la noticia.

– Era un globo de observación que se ha desplomado -me contó-. Pero hemos recibido notificaciones de alemanes cayendo del cielo vestidos de curas, monjas e incluso de coristas. Ayer por la noche alguien llamó para anunciar que había visto caer todo un cuerpo de baile.

– ¿Así que París está tranquilo ante la crisis? -comenté.

A pesar de la situación, de algún modo, logramos echarnos a reír.

– ¿Está usted de broma, mademoiselle Fleurier? -me contestó-. Las autoridades no logran que la gente de París coopere. Se comportan como si la guerra fuera una especie de incomodidad, como un apagón o una huelga. El ayuntamiento pone en marcha las sirenas antiaéreas para avisarles y en lugar de correr a refugiarse en sus sótanos, se asoman a la ventana para ver qué pasa.

– Estoy pensando en abandonar París. ¿Cree que soy una neurótica? -le pregunté.

Hubo una pausa. Un hombre gritó algo en el fondo y de repente una multitud de voces comenzó a hablar a la vez en la sala de redacción. El reportero volvió a la línea.

– ¡Mademoiselle Fleurier! -exclamó con una voz estridente-. Acabamos de recibir nuevas noticias. Los alemanes han cruzado la frontera de las Ardenas.

La población tardaría varios días más en digerir aquella noticia, pero era un desastre para la defensa de Francia. Después de todo, la frontera de las Ardenas no era impenetrable: las divisiones de tanques Panzer de Hitler la habían dejado hecha trizas con facilidad. A menos que nuestras fuerzas pudieran detener su marcha, poco más los separaba de una invasión de Francia a gran escala.

Llamé a la puerta de madame Ibert.

– Mi amigo y yo nos marchamos de París mañana por la mañana. ¿Quiere usted venir con nosotros?

– Sí -me contestó, cogiéndome firmemente de las manos-. No tengo familia a la que pueda acudir.

El coche que había comprado para el viaje era un Peugeot. Había seleccionado a propósito un modelo de gama media por si necesitábamos cambiarle alguna pieza por el camino. Además, era el tipo de utilitario familiar que no llamaría la atención. Mi plan parecía muy sensato hasta ese mismo instante, pero cuando Minot y yo fuimos a recoger el coche del garaje descubrimos que habían sacado con un sifón la gasolina del depósito y que habían robado los bidones de reserva guardados en el maletero.

– Merde! -maldije-. ¡Tendría que haber guardado los bidones en el apartamento! ¡Pero me daba tanto miedo que pudiera haber un incendio!

– ¿Y qué vamos a hacer ahora? -preguntó Minot-. ¡Conseguir gasolina es más difícil que comprar trufas!

Minot, madame Ibert y yo nos pasamos la semana y media siguiente dando paseos clandestinos para comprar combustible allá donde podíamos. La gasolina se había racionado durante la «guerra falsa» y ahora era muy difícil conseguir un poco, independientemente de lo que estuviéramos dispuestos a pagar. Todo el mundo guardaba una reserva por si necesitaba escapar. Ninguno de los tres conseguía volver con más de un par de botellas de champán llenas de combustible, a precios totalmente desorbitados.

– Esto nos va a llevar mucho tiempo -murmuró Minot, contemplándome mientras yo vertía con un embudo lo que habíamos recolectado ese día en un bidón de almacenamiento que teníamos en mi cuarto de baño.

El ambiente en París era una combinación de tranquilidad y terror. Mientras algunos veían por todas partes a alemanes cayendo de los cielos o surgiendo de las alcantarillas, había el mismo número de personas comiendo ostras y vinos añejos en los restaurantes. Aunque yo ya no tenía compromisos laborales para cantar, Maurice Chevalier y Joséphine Baker todavía estaban actuando en el Casino de París y los cines proyectaban las últimas películas: Ninotchka, protagonizada por Greta Garbo, y Esmeralda, la zíngara.

Unos días después de descubrir que nos habían robado la gasolina, el cielo de verano se cubrió de un humo espeso.

– ¿Qué puede ser? -le pregunté a Minot-. ¿Una cortina de humo para protegernos de los ataques aéreos?

Madame Ibert, que regresaba del Conservatorio de París donde daba clases, nos informó de qué sucedía en realidad.

– Están quemando las reservas de carburante para que no caigan en manos del enemigo.

También había fogatas más pequeñas, las vi al pasar delante del Ministerio de Asuntos Exteriores de camino a la Gare de Lyon en uno de mis paseos en busca de combustible. Los ministros y sus ayudantes estaban quemando los documentos delicados. Cuando pasé frente al Hotel de Ville, una hoja medio chamuscada revoloteó por el aire y aterrizó a mis pies. En una esquina del papel figuraban las palabras «Alto Secreto».

Mientras que la mayoría de los ocupantes de mi arrondissement ya habían huido, los suburbios de clase obrera estaban llenos de gente. Cuando acudí a comprar gasolina al panadero en Belleville, me sorprendió ver a montones de niños jugando por la calle. Las amas de casa tendían la colada mientras comentaban que aquel verano parecía el más caluroso de la historia. ¿No se habían dado cuenta de que los autobuses públicos habían desaparecido de las calles, pues se estaban empleando para transportar las oficinas de gobierno fuera de París? La alta sociedad parisina y los dirigentes de la ciudad estaban desertando de sus puestos, dejando a la gente de a pie para luchar una guerra que ellos podrían haber evitado.

– Hoy están deteniendo a los ciudadanos alemanes -nos informó madame Ibert cuando regresé al apartamento para añadir mi escasa adquisición a nuestro depósito de gasolina-. Los están metiendo en campos de concentración.

– ¡Qué estupidez! -exclamé, dejándome caer en la silla más cercana-. Mucha de esa gente son judíos que llegaron aquí escapando de Alemania o gente que se oponía a los nazis. Si están atrapados en campos de concentración y nos invaden los alemanes, será como si los estuviéramos ofreciendo en sacrificio.

– Como una oveja dentro del redil -apostilló madame Ibert, meneando la cabeza.

– ¿De verdad creen ustedes que los judíos serán perseguidos aquí igual que se ha hecho en Alemania? -preguntó Minot colocando un vaso de agua en la mesa junto a mí.

Me percaté de que llevaba puesto el delantal de Paulette, pero me sentía demasiado cansada como para burlarme de él.

– Me preocupa que haya tantos judíos franceses que piensen que lo que sucedió en Alemania no puede ocurrir aquí -comentó madame Ibert-. Creen que simplemente pueden cambiarse el nombre y conseguir papeles nuevos y nadie se lo dirá a las autoridades.

Había tenido en mente durante todos aquellos años la historia que Renoir me había contado sobre los jóvenes alemanes obligando a una anciana judía a lamer el pavimento. Comprendí que madame Ibert tenía razón. Al fin y al cabo, ¿no eran aquellos muchachos y aquella anciana vecinos nuestros también?

Al día siguiente, Minot y yo hicimos recuento de nuestras existencias. Teníamos suficiente gasolina como para hacer un viaje a Pays de Sault, solamente si no parábamos en todo el camino hasta llegar al sur, cosa que no parecía probable dada la congestión del tráfico de refugiados en las carreteras. Necesitábamos como mínimo dos bidones más de reserva.

– ¿Deberíamos intentar ir en tren? -le pregunté a Minot-. O quizá usted y madame Ibert puedan marcharse en tren y yo podría seguirles.

Minot insistió en que debíamos irnos todos juntos en coche, en caso de que necesitáramos un automóvil una vez que llegáramos a la finca. Decidimos continuar nuestra búsqueda de gasolina durante algún tiempo más.

Minot se marchó para hacer unos recados y visitar a algunos amigos. Madame Ibert y yo nos sentamos a comer, cuando de repente escuchamos el zumbido de los aviones, seguido unos minutos después por el aullido de las sirenas antiaéreas. Corrimos a la ventana y miramos el cielo. Un enjambre de puntos negros se deslizaba por el aire.

– Deberíamos ir al sótano -le dije, recordando lo que había dicho mi amigo el reportero sobre que los parisinos se quedaban junto a la ventana durante los ataques aéreos.

Descendimos lentamente las escaleras del sótano. La situación resultaba demasiado surrealista como para sentir pánico. Obviamente, todos los habitantes del edificio compartíamos ese sentimiento, porque la única persona que había en el sótano era madame Goux. Estaba pelando patatas y echando las mondaduras en un cubo. Me daba la sensación de que aquel era el lugar en el que habitualmente realizaba esa actividad -así se ahorraba tener que llevarlas escaleras arriba- y su presencia allí no se debía a que se hubiera refugiado en el sótano por seguridad.

Escuchamos el repiqueteo del fuego antiaéreo. Madame Ibert y yo hicimos una mueca.

– Lo único que están haciendo es intentar asustarlas -bramó enfadada madame Goux.

Pronunció aquella frase como si madame Ibert y yo fuéramos de una raza diferente a la suya.

– Había suficientes como para conseguir asustarnos -le dije, recordando las siluetas oscuras en el cielo.

Madame Goux me contempló con aire despectivo.

– ¿Acaso oye usted alguna bomba?

Tuve que admitir que lo único que podía oír en aquel momento era su cuchillo pelando las patatas y el gramófono de monsieur Copeau que reproducía Aux Íles Hawai a todo volumen. Obviamente, el ataque aéreo no iba a arruinarle el placer de escuchar su disco.

Pero no éramos tan estúpidas como para no ser precavidas. Cuando volvieron a sonar las sirenas para indicar que el ataque había terminado, encontramos a un tembloroso Minot esperándonos en el apartamento.

– Un millar de bombas -anunció-. Al menos esa es la estimación. Han impactado contra las fábricas de Renault y de Citroën. Y contra un hospital. Deben de haber muerto más de mil personas.

– ¡Un hospital! -exclamé, intercambiando una mirada de indignación con madame Ibert.

– Ese objetivo puede que no fuera deliberado -respondió Minot.

– Todavía no hemos alcanzado la cantidad de gasolina que nos habíamos propuesto -dijo madame Ibert-, pero ¿puedo sugerirles que nos marchemos ya?

No podía aducir nada en contra. Habíamos convenido que nos marcharíamos de París cuando estuviéramos seguros de que la ciudad iba a ser atacada y ahora parecía que ese momento había llegado.

Minot fue a buscar el coche del garaje mientras madame Ibert y yo bajamos nuestras existencias y nuestras maletas. Nos alivió que madame Goux no se encontrara en la portería, para que no pudiera entrometerse. Le dejé una nota para decirle que me marchaba a visitar a mi familia unos días, que mi apartamento se quedaba cerrado y que bajo ninguna circunstancia podían emplearlo personas no autorizadas -me refería a los alemanes-. Por supuesto, aquella indicación era totalmente inútil. ¿Acaso el ejército de ocupación no aprovecharía la oportunidad de allanar mi apartamento? Además, si iban a lanzar un millar de bombas cada vez que atacaran, quizá no me quedara ningún apartamento al que poder regresar.

Aunque me había estado preparando para la guerra durante casi dos años, perdí mi ventaja al abandonar París al mismo tiempo que la mitad de la ciudad. Las calles estaban bloqueadas con automóviles cargados hasta los topes, así como carros de vendedores ambulantes de café, taxis, camiones de panaderías, coches de caballos y vagonetas de heno.

– Miren qué tráfico hay -siseó Minot entre dientes-. Vamos a gastar toda la gasolina que tenemos antes de lograr pasar por la puerta de Orleans.

Hacía mucho calor en el interior del coche. Las manos me sudaban sobre el volante. Pero en mi interior notaba un frío penetrante, como el de una tumba. Contemplé los sacos de arena alrededor de la Aguja de Cleopatra en la plaza de la Concordia. ¿Seguirían allí todos aquellos monumentos tan familiares cuando regresara a París? Si es que regresaba, claro…

«¿Por qué te marchas?»

Me pasé la mano por la frente, intentando apartar aquel pensamiento de mi mente. Pero no lo conseguí. Traté de razonar conmigo misma: «Porque tengo que poner a salvo a Minot y a madame Ibert».

«Sí, pero ¿y tú? ¿Tú por qué te marchas?»

Mi plan original era sacar a Odette y a su familia de Francia. También era cierto que quería ayudar a Minot y a madame Ibert. Pero la pregunta de por qué yo me marchaba estaba empezando a importunarme. Repasé mis razones: porque los alemanes eran conocidos por su crueldad durante la Gran Guerra y por las historias que mi padre me había contado sobre los soldados alemanes atravesando con sus bayonetas a bebés y violando a mujeres y niñas.

«La luz más brillante de la Ciudad de las Luces.»

Me agarré con fuerza al volante. Aquel no era un título que yo misma me hubiera atribuido, no como Jacques Noir, que había acuñado para sí mismo la expresión: «El humorista más adorado de todo París». El mío era un apelativo que el público de la ciudad me había concedido. Y ahora, cuando París se preparaba para enfrentarse a sus horas más oscuras, su «luz más brillante» huía.

No salimos de París ni nos adentramos en la Carretera Nacional Seis hasta última hora de la tarde. La autopista que se dirigía al sur estaba atestada, pero por lo menos todos íbamos hacia la misma dirección. Al anochecer, pasamos junto a una iglesia cuyo patio contenía filas y filas de tumbas recién cavadas. Apartamos rápidamente la mirada de ellas.

Condujimos durante toda la noche, Minot y yo hicimos turnos para ponernos al volante. Cuando me desperté al amanecer, vi campos.

– ¿Ya casi hemos llegado? -le pregunté a Minot, bostezando.

– ¿Está usted de broma? -me preguntó-. Apenas hemos recorrido un tercio del camino.

El cielo estaba claro y el calor ya asfixiaba el aire. Madame Ibert hizo el desayuno, cortando pan en una tabla sobre su propio regazo. Frente a nosotros había una camioneta con una docena de niños pequeños en su interior, junto con una mujer de mediana edad y una niña adolescente.

– No los había visto antes -comenté.

– Debemos de haberlos alcanzado en algún momento durante la noche -respondió Minot-. El número de matrícula es belga.

– Todos no pueden ser de la mujer -observé, mirando las pequeñas cabecitas moviéndose arriba y abajo.

Algunas eran morenas, otras rubias y otras pelirrojas. Las edades de los niños oscilaban aproximadamente entre los cuatro y los siete años y sus agotados rostros me encogieron el corazón.

– Puede que los hayan evacuado de una escuela -sugirió madame Ibert.

– ¿Seguimos teniendo la bolsa de melocotones? -pregunté.

Madame Ibert tocó por debajo del asiento.

– Hay suficientes para darles uno a cada uno -respondió.

– ¡Oh, no! -exclamó Minot-. ¿Qué vamos a comer si usted y mademoiselle Fleurier se dedican a repartir nuestra comida?

Madame Ibert me entregó la bolsa, junto con dos hogazas de pan, un trozo de queso, un paquete de chocolate y un racimo de uvas.

– Podremos comer todo lo que queramos cuando lleguemos a la finca -le respondí-. Puede que esos niños no hayan tomado nada en varios días.

Íbamos lo bastante despacio como para que Minot no tuviera que detener el coche. Me deslicé fuera del Peugeot y corrí entre los demás automóviles y bicicletas hacia la camioneta.

El rostro de la mujer se iluminó cuando me vio. Extendió el brazo por el lateral para coger lo que yo le ofrecía.

– ¡Muchas gracias! ¡Muchísimas gracias! -me dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

Le pregunté si era la maestra de los niños y me confirmó que así era. Habían huido mientras el ejército alemán arrasaba su pueblo.

– Buena suerte, madame -le deseé.

– Que Dios la bendiga -me gritó mientras yo corría de vuelta a nuestro coche.

Continuamos avanzando lentamente por la autopista, pasando junto a un agricultor que vendía agua a dos francos el vaso y otro que ofrecía gasolina a un precio que era exorbitante incluso para estar en tiempos de guerra.

– Supongo que siempre habrá alguien dispuesto a explotar cualquier situación -murmuró madame Ibert.

Durante la hora siguiente condujimos por campo abierto. Minot nos divirtió con historias de entre bastidores del Adriana, incluyendo cotilleos sobre las estrellas de la escena parisina, y yo traté de animar el ambiente cantando un par de números de Les Femmes, cuando de repente un aullido espeluznante resonó a través del cielo.

– Merde! -exclamó Minot, mirando por el retrovisor-. ¿Qué diablos es eso?

El tráfico se detuvo ante nosotros. La gente salía corriendo de sus coches y huía por los campos hacia un bosquecillo compuesto por unos cuantos árboles. Aquellos que conducían carros se escondieron en los bajos.

La maestra de escuela y su ayudante saltaron de la camioneta, sacando a los niños tras ellas. El conductor salió de la cabina para ayudarlas. Yo me bajé del coche. Desde el campo, un holandés se volvió y gritó: «¡Stukas! ¡Stukas!», pero los franceses, que no comprendían lo que estaba sucediendo, se miraban unos a otros. Entonces fue cuando los vi: dos aviones alemanes se dirigían hacia nosotros.

No obstante, se trataba de aviones del ejército, que buscaban objetivos militares. No bombardearían a refugiados desarmados. Los aviones descendieron de altitud. El corazón se me paró dentro del pecho. Minot y madame Ibert se tumbaron en el suelo del coche.

– ¡Agáchese! -me gritó Minot.

Pero yo tenía los ojos fijos en los niños que estaban intentando llegar hasta el bosquecillo, su maestra y la ayudante tiraban de ellos y los conminaban a seguir. El conductor corría mientras llevaba a dos críos bajo los brazos.

– ¡¡¡No!!! -grité.

Se oyó un repiqueteo, como si una lluvia de piedras estuviera golpeando la carretera. El polvo ascendió en oleadas. Los cuerpecillos se sacudieron y cayeron al suelo. La maestra se quedó helada, moviéndose a izquierda y derecha, tratando de interponerse entre una niña y las balas hasta que tanto ella como la cría cayeron derribadas boca abajo. La ayudante cayó un instante después. El conductor todavía corría delante de ellas, aunque lo retrasaba el peso de los dos niños que llevaba en brazos. Un hombre salió de entre los árboles hacia ellos y agarró a uno de los niños. Prácticamente consiguieron ponerse a cubierto, cuando uno de los aviones se dio media vuelta.

Los derribó a los cuatro con un granizo de balas antes de tomar altura y desaparecer en el cielo siguiendo a su compañero.

Logré que mis piernas me transportaran hasta el borde de la carretera. Nadie más se movió, todos estaban aterrorizados pensando que los aviones podían volver. Contemplé el montón de cuerpos sanguinolentos sobre la hierba. A tan poca altura, los pilotos tenían que saber que sus objetivos eran niños. Les habían dado caza por puro deporte.

– ¡Esos malnacidos! -gritó Minot, corriendo junto a mí y agitando las manos en el aire-. ¡Malditos malnacidos asesinos de niños!

La gente que había huido para refugiarse en el bosquecillo corrió de vuelta por los campos. Se apresuraron a acercarse a los cuerpos, pero quedó claro por sus rostros solemnes que no había supervivientes. Una mujer cayó de rodillas y plañó junto al cuerpo del hombre que había salido a ayudar al conductor de la camioneta. Surgió una discusión entre los supervivientes: unos minutos más tarde, tres hombres volvieron a sus vehículos y sacaron unas palas. Parecía que no había modo de llevar aquellos cuerpos a una iglesia, así que tendrían que enterrarlos allí donde habían caído. Una mujer preguntó si había algún cura entre los refugiados y el mensaje se transmitió por toda la fila de coches. Se adelantó un ciclista, gritando el llamamiento. Un hombre vestido de sotana salió de un coche y se dirigió hacia la escena de la masacre.

Cerca de veinte personas se quedaron atrás para ayudar a enterrar los cuerpos de los niños y sus cuidadores. El resto de los presentes regresó a sus vehículos. No les quedaba nada más que hacer que continuar la marcha. De la conversación que escuché entre dos mujeres que pasaron a mi lado, comprendí que no era la primera vez que los pilotos alemanes habían bombardeado a los refugiados. Entonces entendí por qué muchos coches que había visto cruzando París llevaban colchones firmemente sujetos a las bacas.

– Vamos, mademoiselle Fleurier -me dijo madame Ibert, pasándome el brazo por la cintura-. Es mejor que sigamos adelante. No hay nada más que podamos hacer aquí.

Pensé en la mirada de la maestra cuando le entregué la comida. ¿Quién era aquella mujer que había dado su vida por unos niños que ni siquiera eran sus hijos? ¿Quién era su ayudante, una chica joven, mucho más joven que yo, y que también se había sacrificado? ¿Y el conductor cuyo rostro no llegué a ver? Quería llorar por la pérdida de almas inocentes enfrentadas al mal, pero no surgió ningún sonido de mi garganta. Tuve una arcada, pero no había suficiente comida en el estómago como para que pudiera vomitar nada.

Madame Ibert me frotó la espalda.

– ¿Sabe usted conducir? -le pregunté.

– Sí -me contestó.

Me erguí.

– Minot tiene un mapa para llegar hasta la finca. ¿Puede usted hacer turnos con él para hacerlo?

Asintió.

– Usted descanse en el asiento trasero. Yo puedo conducir -me dijo, volviéndose hacia el coche.

La agarré del brazo.

– Lo que quiero decirle es: ¿puede usted ayudar a Minot a llegar a Sault? Yo regreso a París.

Me mantuvo la mirada fijamente.

– Hay algo que tengo que hacer -le expliqué.

Minot, que había estado escuchando nuestra conversación, se acercó hasta nosotras.

– Mademoiselle Fleurier, está usted conmocionada. Ahora se siente perturbada. Cálmese. No hay nada que ya pueda hacer.

Sin embargo, madame Ibert pareció comprenderlo. Debió de verlo en el fondo de mis ojos. El asesinato de aquellos niños había hecho brotar algo de una semilla que albergaba en mi interior y ahora estaba empezando a crecer. Llegó hasta el coche, sacó una botella de agua y un poco de comida y las puso en una bolsa de paja que me entregó a continuación.

– Tardará como mínimo un día entero en volver andando -me advirtió mientras introducía en la bolsa de paja un cuchillo militar que guardaba en el bolsillo-. Y puede que resulte peligroso.

Minot nos miró a madame Ibert y a mí sacudiendo la cabeza. El círculo de hombres cavando que golpeaban el duro suelo rompió el silencio. Cerré los ojos para evitar pensar en aquel sonido. Cuando los abrí de nuevo, Minot me estaba sosteniendo la mano.

– Envíenos unas líneas tan pronto como pueda. Temo por usted, pero comprendo que no lograré hacerla cambiar de opinión.

Contemplé a Minot y madame Ibert montándose en el coche y arrancando el motor. Después, me volví y comencé a caminar de vuelta por la carretera, en dirección contraria al tráfico. No hubiera sido capaz de precisar en aquellos momentos qué pretendía hacer cuando llegara a París. Lo único que tenía eran mi frágil coraje y la convicción de que no podía huir de las fuerzas oscuras que habían anegado Alemania y que ahora estaban cayendo sobre Francia. Hasta mi último aliento, me opondría a aquel mal sin ceder ante él. Me prepararía para luchar.

Capítulo 2 7

Tardé tres días en regresar a París. Pasé una noche en un campo, hecha un ovillo bajo un árbol con el cuchillo que madame Ibert me había dado junto a mí. La noche siguiente, dormí en un granero. De vez en cuando paraba a la gente por la carretera para avisarla sobre el ataque alemán. Un hombre en bicicleta me contempló con ojos incrédulos, pero me prometió que difundiría el mensaje. Nadie me reconoció. Con aquellas medias andrajosas, el vestido arrugado y el pelo tieso por el polvo, no guardaba precisamente demasiado parecido con la radiante figura que aparecía en los carteles del Adriana o el Casino de París. Me sentía tan cansada, sedienta y hambrienta que empecé a ver manchas ante mis ojos. A la tercera mañana, logré que me llevara una ambulancia de la Cruz Roja, el único vehículo que iba en dirección contraria al tráfico.

La conductora estadounidense me entregó una cantimplora mientras recorría con la mirada mi rostro cubierto de polvo y bañado en sudor. Percibió mi desorientación y me dijo:

– Termínesela. Tengo más agua en la parte trasera y usted está deshidratada. ¿Adónde va? ¿A París?

Asentí.

– Yo voy hacia allí para conseguir más existencias -me explicó-. Según la policía, ha quedado menos de un tercio de la población. Han huido dos millones de personas.

No cruzamos demasiadas palabras después de aquello. Probablemente, ella pensaba que yo volvía a París a recoger a algún niño o algún anciano. De vez en cuando, yo observaba su rostro. Sus penetrantes ojos azules no se apartaban de la carretera. Tenía la mandíbula firmemente apretada, como si se estuviera armando de valor para enfrentarse a la desoladora y peligrosa tarea que la esperaba. «Ella sabe adónde se dirige», pensé. Pero ¿y yo?, ¿qué pretendía hacer yo?

La Ciudad de las Luces estaba oscura como la boca del lobo cuando cruzamos la puerta de Orleans. No había farolas encendidas y las ventanas estaban cegadas. La conductora me dejó cerca del Arco del Triunfo. Era la primera vez que veía aquella rotonda sin tráfico. Unos policías de pie junto a una de las columnas eran los únicos seres vivientes en los alrededores. Le ofrecí a la conductora invitarla a cenar si encontrábamos algo abierto, pero negó sacudiendo la cabeza:

– Debo conseguir las existencias que venía a buscar y dirigirme hacia el norte. No hay tiempo que perder.

Le agradecí que me hubiera llevado y, después, sentí el impulso de preguntarle:

– ¿Por qué está usted aquí? Es usted estadounidense. Su país es neutral.

No pude ver su rostro en la oscuridad, pero el blanco de sus ojos reflejó los destellos de la luna.

– Me he divertido mucho en su país, mademoiselle. Como nunca en mi vida. No sería correcto abandonar Francia ahora que está pasando una mala época.

Le di las gracias otra vez y avancé por los desiertos Campos Elíseos. Los postigos de las ventanas de los edificios de apartamentos estaban cerrados y las persianas de los comercios y galerías estaban echadas. Todas las ventanas que no tenían postigos estaban cegadas con cinta adhesiva y tapadas con cortinas oscuras. El brillo fantasmal de la luna era la única luz, y no se oía nada, excepto el ladrido sordo de los perros en el interior de los edificios. ¿Se había ido todo el mundo? Pensé en la mujer estadounidense que conduciría durante toda la noche para recoger a los soldados heridos. Una extranjera que estaba lista para luchar. ¿Y por qué nosotros no? ¿Dónde se había quedado nuestra fuerza de voluntad?

Mi edificio tenía un aspecto tan sombrío y desolador como los otros de la calle. Llamé al timbre, aunque albergaba pocas esperanzas de que la portera siguiera allí. No había ninguna luz en la portería ni en su apartamento. Tenía los pies cubiertos de ampollas y me horrorizó la mera idea de tener que volver a recorrer todo el camino hasta el Arco del Triunfo para pedirle a uno de los policías que forzara la puerta por mí. Miré las ventanas de mi apartamento, como si esperara que Paulette abriera una de ellas para saludarme. Me pasé los dedos por el cabello enredado en busca de una horquilla. Un instante después, un frío objeto metálico se clavó contra mi garganta. Percibí un olor a sulfuro y algo acre, pero después no me atreví a respirar. El cañón de la pistola se apretó contra mi piel.

– ¿Quién es usted?

Reconocí la voz de la portera. No podía mirarla porque me había obligado a levantar la cabeza con la pistola y tenía demasiado miedo como para moverme.

– Madame Goux -le dije con voz ahogada-. Soy yo. Simone Fleurier.

Aquello no era París. Aquello parecía Chicago.

Madame Goux aflojó la presión y lentamente me quitó la pistola de la garganta. Bajé la mirada. El cañón aún me estaba apuntando y el dedo de madame Goux jugueteaba junto al gatillo. Guiñó los ojos, tratando de comprobar si realmente era yo en la oscuridad. Debió de reconocer algo, porque al momento siguiente dejó caer la pistola a un lado.

Mon Dieu! -exclamó, empujándome hacia el interior del edificio y cerrando la puerta tras ella-. ¿Qué le ha pasado?

Le relaté mi viaje, sin ni siquiera pensar en preguntarle por qué seguía en el edificio y de dónde había sacado la pistola. Pero me detuve en seco cuando encendió una lámpara. Tenía la piel hundida bajo los ojos y mostraba una expresión apática. Nunca había sido una persona cordial ni en sus mejores momentos, y los inquilinos solían bromear sobre la expresión adusta con la que saludaba a la gente, pero ahora estaba mucho más demacrada que de costumbre.

– ¿Qué le ha sucedido a usted? -le pregunté yo a mi vez.

Me fulminó con la mirada y la apartó rápidamente.

– Los boches no solo han bombardeado objetivos militares. También han atacado las casas del suroeste de la ciudad. Mi hermana pequeña y su familia han muerto.

Miré directamente a la luz, tratando de no rememorar de nuevo la imagen de los niños saltando por los aires por el ataque de los aviones alemanes. Y resultaba que seguían muriendo más inocentes.

– Lo siento -le dije, recordando la despreocupación con la que se había sentado en el sótano a pelar patatas durante el ataque aéreo.

Debía de producirle mucho dolor pensar en ello ahora.

No había suficiente electricidad como para poner en marcha el ascensor, así que tuve que subir las escaleras. Sentía retortijones en el estómago y me temblaban las piernas. Para cuando llegué al apartamento, noté como me ardía la piel y me desplomé sobre la cama. Me desperté unas horas más tarde, enroscada en la colcha. Se oían ruidos sordos y explosiones en la distancia, pero no estaba segura de si eran auténticos o me los estaba imaginando. En algún lugar sonaron las sirenas cacofónicas y los tiroteos de fuego antiaéreo cortaron el aire. Estaba segura de que aquellos sonidos sí eran reales, pero no tenía fuerza para bajar al sótano. Le recé a mi padre para que me protegiera. Quería vivir para poder luchar, pero me estaba costando todo mi esfuerzo simplemente respirar.

Mi siguiente recuerdo fue que el sol me daba en la cara y madame Goux me observaba detenidamente.

– Ya no tiene usted fiebre -me dijo, tocándome la frente-. Menos mal que no cerró la puerta al entrar. No me habría enterado de que se encontraba usted enferma. El hospital está lleno de soldados y ningún médico hubiera podido atenderla.

Tragué saliva. Me dio la sensación de que las paredes de mi garganta eran de papel de lija.

– Ha estado usted en cama durante dos días -me informó, aproximándose a la ventana y echando un vistazo al exterior-. Hubiera muerto usted deshidratada si no llego a estar yo aquí. Le he estado dando de beber sorbos de agua con el tubo de mi ducha.

Hice lo que pude por olvidar lo que acababa de decirme y traté de incorporarme. Me entraron náuseas y me derrumbé de nuevo sobre la almohada.

– No podrá levantarse hasta que haya comido algo -me advirtió-. Así que no se le ocurra moverse.

En el exterior, la calle estaba tranquila. Sin embargo, en algún lugar del edificio se oyó el ladrido de un perro, al que le contestó el aullido de otro.

Madame Goux encendió un cigarrillo y dejó escapar un hilo de humo. Junto con la falta de aire del apartamento y el olor rancio de mi ropa, el olor del tabaco me dio arcadas.

– ¿Qué pasa con la guerra? -le pregunté.

Madame Goux arqueó las cejas, como si mi pregunta fuera tan estúpida como alguien inquiriendo por la salud de un paciente terminal.

– El gobierno ha abandonado la ciudad. Italia nos acaba de declarar la guerra.

– ¿Italia?

Traté de incorporarme de nuevo. Aquello era un desastre. Si Italia quería atacar Francia, sin duda comenzaría por el sur. Mi familia estaba lo bastante lejos de la frontera como para no correr peligro durante un tiempo, pero pensé en todos los que se dirigían a Marsella. ¿Cómo lograrían escapar ahora?

Madame Goux apagó el cigarrillo y se sentó en la silla de leopardo, el único mueble que había permanecido conmigo durante todo el tiempo. Cuando André y yo nos separamos, vendimos todo el mobiliario junto con la casa. Contemplé la silla, comprendiendo por primera vez lo incongruente que resultaba que yo, una amante de los animales, hubiera codiciado sus pieles en forma de ropa o tapicería. La especie humana era la más traicionera de todas y ahora estábamos a punto de destruirnos unos a otros.

– ¿Por qué ha regresado? -me preguntó madame Goux.

– Quería luchar -le respondí.

Resultaba una afirmación ridícula viniendo de alguien que ni siquiera se podía incorporar en la cama, pero madame Goux no se rio. Le hablé sobre la conductora estadounidense que me había recogido.

– Tenemos extranjeros luchando por nosotros -le dije.

– Pues si es así -replicó madame Goux con el ceño fruncido-, ella debe de ser la única. El presidente de los Estados Unidos no nos ha enviado más que sus condolencias.

– Pero todavía tenemos a los británicos de nuestro lado -le dije yo.

– ¡Ja! -profirió la portera con tono despectivo-. ¡No se ha enterado usted! Se están retirando del norte. Nos están abandonando.

Cerré los ojos con fuerza. Las náuseas volvieron a ascenderme por la garganta. Todo estaba empeorando por momentos.

Me quedé en la cama hasta la mañana siguiente, cuando no pude soportar más el rancio olor que desprendía mi piel. Todo se volvió de color blanco cuando me puse en pie. Me apoyé contra la pared hasta que se me aclaró la vista y me dirigí tambaleándome hasta el cuarto de baño para lavarme un poco y cepillarme los dientes. Aquellas dos acciones me dejaron tan exhausta que volví dando tumbos a la cama.

Me desperté unas horas más tarde y descubrí que estaba cubierta de motas de hollín. El sol era una esfera abrasadora en mitad del cielo. No me cabía la menor duda de que estaba soñando. ¿Por qué estaba el sol tan rojo y el cielo tan oscuro? Arrastré los pies hasta la ventana y miré al exterior. Varios camiones recorrían hacia abajo la avenida. Hombres desaliñados caminaban dando traspiés por las aceras y a algunos de ellos les sangraban las heridas que tenían en la cara y los brazos. Uno se detuvo y se sentó en el bordillo, apoyó la cabeza entre las manos y se echó a llorar. Le observé con más detenimiento. Llevaba puesto un uniforme de oficial francés.

«Debo de estar soñando -me dije a mí misma-. El ejército francés es el más magnífico y poderoso del mundo».

Madame Goux entró en la habitación con un cuenco de sopa sobre una bandeja. La dejó sobre la mesilla de noche y miró por la ventana por encima de mi hombro. Tenía un aire aún más compungido que la última vez que habíamos hablado.

– Se supone que los soldados no deben retirarse a través de la ciudad -me explicó-. Habían recibido órdenes de rodearla.

La presencia de madame Goux dotó de realidad a la pesadilla en la que me hallaba sumida y se me aclaró la cabeza, pero todavía tardé un momento en comprender lo que acababa de decir.

– ¿Por qué debían rodearla? -pregunté.

– He oído el rumor de que no van a defender París -me contestó.

– ¿No lo van a defender? ¿Eso qué significa?

Chasqueó la lengua y profirió una carcajada triste, sacudiendo la cabeza por su propia incredulidad.

– Pues significa que vamos a ser rehenes del diablo y que no podemos hacer nada por evitarlo.

A la mañana siguiente me levanté sintiéndome más fuerte, gracias a los cuidados de madame Goux. Resultaba irónico que nosotras, que apenas nos habíamos dirigido la palabra durante todos aquellos años en los que yo había residido en el edificio, ahora fuéramos compañeras de la inminente tragedia de París. Salí de la cama, me lavé y me vestí, todo ello a cámara lenta porque aún me sentía muy débil. Sabía que no me encontraba lo suficientemente bien como para encarar el principio de una guerra, porque las guerras son sinónimo de racionamiento y hambruna. Hubiera sido más sensato quedarse en la cama al menos un día más, pero no podía. Quería descubrir por mí misma qué estaba sucediendo en la ciudad.

En el rellano de mi piso me golpeó un hedor pútrido. Descendí las escaleras y la pestilencia fue haciéndose cada vez más insoportable. Era diez veces peor que el olor de la carne podrida. Fuera lo que fuera, también debía de haber molestado a madame Goux, porque había dejado la entrada principal abierta, a pesar de su paranoia por los saqueos. Llamé a la puerta de la portería. Me dijo que entrara y la encontré sentada a la mesa ante el desayuno bebiendo café.

– ¿Qué es ese olor? -le pregunté.

– Toda la ciudad apesta -contestó-. Ya no recogen la basura. No hay camiones de limpieza. Los desperdicios se apilan en las calles. La carne se pudre en las carnicerías y el resto de comida se está echando a perder en las tiendas de ultramarinos.

– Pero da la sensación de que proviene del interior del edificio -repliqué-. ¿Los demás inquilinos le han dejado sus llaves? Puede ser que haya comida pudriéndose en sus casas.

Madame Goux me miró fijamente.

– Creo que puede ser el perro de monsieur Copeau -me contestó-. No lo he oído ladrar durante los dos últimos días.

Al principio, no la entendí. El perro de monsieur Copeau era un gran danés. Según madame Goux, monsieur Copeau se había marchado el mismo día que yo. Entonces recordé los ladridos que había escuchado durante mi enfermedad y lo comprendí.

– ¿Ha dejado aquí a su perro? -le pregunté.

– Todos han abandonado a sus animales, excepto usted.

Repasé mentalmente los apartamentos uno por uno. Madame Ibert no tenía animales; tampoco la familia del piso siguiente, porque la hija padecía de alergia. Monsieur Nitelet, el hombre que vivía sobre mí, sí: un terrier maltés llamado Princesse y un West Highland terrier llamado Charlot, en honor a Charlie Chaplin. Pero aquel olor era de algo descomponiéndose, no de heces de perro.

– ¿Ha dejado usted que se mueran de hambre? -exclamé-. ¿Por qué no los ha liberado?

– No son míos -me contestó-. Les he echado huesos a los más pequeños, pero no podía hacer nada por el otro. Es un perro guardián. Si hubiera abierto la puerta, me habría comido viva.

El apartamento de monsieur Copeau estaba en la planta baja. «Podría haber roto una ventana -pensé-, y haber dejado salir al animal por allí».

Madame Goux me leyó la mente.

– Podría haberle dejado salir, pero entonces la policía le habría disparado de todos modos. Mucha gente ha abandonado a sus perros, y la policía los ha estado sacrificando para evitar que haya un brote de rabia.

Mon Dieu! -exclamé, recordando la hilera de refugiados. Muchas de aquellas familias con todos sus bienes materiales apilados en vagonetas se habían llevado con ellos a sus mascotas. ¿Qué le pasaba a la gente del octavo arrondisement? Sin embargo, ya conocía la respuesta a aquella pregunta. Consideraban a sus animales como accesorios de moda de los que podían deshacerse cuando les estorbaran.

No obstante, había algo extraño en todo aquello. Monsieur Nitelet era un hombre arrogante que podía abandonar fácilmente un animal; sin embargo, cada vez que me había cruzado con el anciano monsieur Copeau y su gran danés, me había dado la sensación de que sentía verdadero afecto por el perro.

– He oído a los de arriba ladrando esta mañana -comentó madame Goux, cogiendo una llave del cajetín y entregándomela-. Parece usted olvidar que he estado muy ocupada porque tenía que llorar a los míos y cuidar de usted.

La llave era la del apartamento de monsieur Nitelet. Era consciente de que mi preocupación por los animales iba más allá de lo que la mayoría de la gente consideraría normal, pero no podía disculparme con madame Goux. Yo no pensaba que Kira fuera un objeto que añadiera calidez a mi apartamento siempre que yo lo necesitara. La consideraba parte de mi familia. Después de todo, la había enviado al sur con la misma preocupación con la que Minot había enviado a su madre.

Las fuerzas que había reunido para ir a enterarme de qué estaba sucediendo con la guerra las gasté en volver a subir las escaleras. Abrí la puerta del apartamento de monsieur Nitelet. No había ningún mueble ni ningún cuadro, excepto un par de sillas apiladas en una esquina. Vi los huesos esparcidos por el suelo. Los dos perros corretearon hacia mí. Estaban delgados y me miraron con ojos asustados, pero aun así movieron el rabo. Para mi sorpresa, también se me acercó sigilosamente un gato con una mancha anaranjada sobre un ojo y otra más pequeña junto a la nariz. No lo había visto antes.

– Monsieur Nitelet se ha llevado todos sus muebles -murmuré-, pero no se ha molestado en preocuparse por vosotros.

Cogí al gato en brazos -que era una gata, según comprobé- y les dije a los dos perros que me siguieran a mi apartamento. No lo dudaron ni un instante y corretearon detrás de mí escaleras abajo. Tenía suficientes latas de sardinas almacenadas; de hecho, eran tantas que no había habido sitio donde meterlas cuando Minot y yo cargamos el coche. Había planeado dejarlas fuera del apartamento por si alguien las necesitaba, pero con las prisas se me había olvidado. Abrí tres latas, vertí el contenido en dos cuencos y llené el otro de agua. En menos de un segundo, las tres bolas de pelo estaban afanándose sobre la comida.

– Si hubierais sido míos -les dije-, yo os habría llevado a vosotros y habría dejado los muebles.

Me até un delantal a la cintura y al encontrar un saco vacío en la despensa, pensé en el perro fallecido del piso de abajo. Yo ya me había sentido lo bastante enferma por la deshidratación. Qué horrible tenía que ser morir de hambre. Hubiera sido más compasivo dejar que la policía le disparara.

Madame Goux me estaba esperando en el portal. Me pregunté dónde íbamos a enterrar un perro tan enorme. Con diez meses, siendo tan solo un cachorro, ya era tan grande como un hombre. El olor resultaba aún más repugnante en el pasillo contiguo a la entrada. Me quité el pañuelo que llevaba al cuello y me lo até sobre la boca.

– ¿Lista? -preguntó madame Goux, introduciendo la llave en la cerradura de la segunda puerta.

Asentí y ella abrió la puerta de un empujón. El hedor nos envolvió como si estuviera vivo, presionando sus apestosas garras contra nuestros rostros y brazos. La bilis me subió por la garganta. Madame Goux corrió a la ventana y abrió las cortinas, pero no logró desenganchar el pestillo de la ventana. Me lancé hacia ella y me hice un corte en un dedo, pero logré abrir la ventana a la fuerza. Entre las dos abrimos de par en par todas las de la habitación y sacamos la cabeza por ellas, para inhalar grandes bocanadas de aire fresco.

Oímos un ladrido detrás de nosotras. Nos volvimos para ver al perro avanzando pesadamente hacia nosotras. Se le veían las costillas por debajo de la piel color beis y tenía los ojos gachos, pero estaba vivo.

– Merde! -exclamó madame Goux-. ¡Tendría que haber traído la pistola!

Sin embargo, el perro no parecía tener intención de atacarnos. Como si quisiera asegurármelo, me apoyó el hocico sobre el muslo. ¿De dónde provenía el olor entonces? Tenía que ser algo más que basura y heces del perro.

– ¿Vio a monsieur Copeau cuando se marchó? -le pregunté a madame Goux.

Ella negó con la cabeza.

– No, sencillamente supuse que se había ido, como todos los demás. ¿Por qué?

Miré hacia el pasillo desde donde el perro había venido. Tenía un aspecto lúgubre y al final había una puerta entornada que conducía a la siguiente habitación.

– ¿Cree usted que el perro lo ha matado? -me preguntó madame Goux.

Negué con la cabeza.

– Lo estaba protegiendo, eso es todo. Sabe que hemos venido a ayudarle.

El perro gimoteó y se volvió hacia el pasillo, mirando a sus espaldas para ver si le seguíamos. Madame Goux y yo avanzamos lentamente tras él. El hedor era tan penetrante que se filtraba a través de nuestra ropa y se nos adhería al pelo. Podía notarlo en el fondo de la garganta.

Empujé la puerta para abrirla. Estaba demasiado oscuro para ver nada. La ventana se hallaba cegada y lo único que entraba era un débil rayo de luz por el lateral de la cortina. Me acerqué a la ventana, esperando no tropezar con el cuerpo de monsieur Copeau. Algo me rozó el brazo y grité. Madame Goux me apartó de un empujón y abrió las cortinas de un manotazo.

El perro profirió un aullido lastimero y madame Goux se persignó. Contemplamos el cuerpo de monsieur Copeau, suspendido de la lámpara como un muñeco colgado de una cuerda. No podía dejar de mirarle, pero no acababa de creerme que aquello que colgaba del techo fuera un ser humano.

La policía no vino a recoger el cuerpo de monsieur Copeau hasta la tarde. Si había dejado una nota, nunca llegamos a encontrarla. Pero la policía nos dijo que aquel era el octavo suicidio que habían recogido en aquella zona esa mañana y que podían imaginarse cuál era la razón. Monsieur Copeau había luchado contra los alemanes durante la Gran Guerra.

Mientras madame Goux limpiaba la habitación de monsieur Copeau, yo quemé mi ropa en el horno de la cocina y después me bañé, frotándome de pies a cabeza. Todavía podía percibir el hedor a descomposición, pero después de lavar al gran danés y restregarlo de arriba abajo con eau de cologne, supe que aquella pestilencia persistía más vívidamente en mi memoria que en ningún otro lugar. Alimenté al danés con albóndigas en lata antes de tumbarme en el sofá. La gata se encaramó a lo alto de un armario. No parecía asustada por el enorme perro, pero aun así guardaba las distancias. Los dos perrillos inspeccionaron a su nuevo amigo, olfateándole la cola y apoyándose contra su lomo. Traté de recordar cómo llamaba monsieur Copeau a su perro. Era algo que sonaba italiano y creía recordar que sonaba un poco kitsch.

Bruno -me dijo madame Goux, entrando por la puerta con una bandeja de pan y queso.

Después de lo que habíamos pasado aquella mañana, me sorprendió sentir apetito como para comer.

Bruno -repetí, acariciándole la cabeza al danés.

– No se encariñe demasiado con él, pues voy a tener que sacrificarlo de un tiro -me advirtió madame Goux, cortando en rebanadas el pan.

Charlot y Princesse aguzaron el oído.

– ¿Por qué? -le pregunté incorporándome-. No tiene la rabia.

Agradecía a madame Goux que me hubiera cuidado mientras estaba enferma, pero en cualquier otro asunto lograba sacarme de mis casillas.

Madame Goux me pasó un plato antes de contestarme.

– Es demasiado grande. No podremos alimentarlo.

– Yo me preocuparé por eso -le respondí-. Nadie va a ponerle la mano encima.

Madame Goux hizo una mueca y profirió un bufido.

– Por supuesto -replicó-, lo mejor que podemos hacer es quedárnoslo para matarlo y comérnoslo más adelante.

Aunque la imagen del cuerpo de monsieur Copeau me había resultado traumática, el horror que me produjo quedó eclipsado por el deseo de averiguar qué estaba sucediendo en París. Salí a la calle a las cuatro en punto. El sol todavía brillaba. Podría haber sido un día soleado de verano como cualquier otro en París, pero no había nada de cotidiano en la ciudad. Nuestra calle estaba desierta y, tal y como madame Goux me había advertido, los montones de basura que se apilaban en las aceras apestaban casi tanto como el apartamento de monsieur Copeau.

Caminé por los Campos Elíseos hacia el Grand Palais, pero no pude encontrar ni un solo quiosco de periódicos abierto. Crucé el puente de Alejandro III hacia la orilla izquierda para probar suerte allí. Me invadió un repentino deseo de volver a visitar la zona en la que había residido cuando llegué por vez primera a París y recorrí el Boulevard Saint Germain. Había un policía de servicio dirigiendo el tráfico de los refugiados. Ya no pasaban coches, solo cientos de bicicletas y carros tirados por bueyes o burros. Algunas personas iban a pie, empujando carretillas y cochecitos en los que se apilaban todas sus pertenencias.

Encontré un quiosco abierto y le pedí a la quiosquera Le Journal.

– Ya no existe Le Journal, mademoiselle -me respondió-. Solo tengo la Edition Parisienne de Guerre.

Debí de parecer sorprendida, por lo que me explicó que el personal voluntario restante de Le Journal, Le Matin y Le Petit Journal se había combinado para crear aquel boletín informativo, La edición parisina de guerra.

Compré el periódico. Como cualquier otra publicación editada en las últimas semanas, no era más que una única hoja impresa por ambas caras. El titular rezaba: «Aguanten. Cueste lo que cueste».

¿Qué podía querer decir aquello? Me senté en un café donde no podían ofrecerme café, sino un té aguado y leí las órdenes que se les daba a los panaderos, a los farmacéuticos y a las tiendas de ultramarinos para que siguieran en activo o, si no, se exponían a que los juzgaran. Se instaba a los trabajadores de las fábricas a no abandonar sus puestos o los acusarían de traición. «Qué buen ejemplo», murmuré, recordando de qué forma sus jefes se habían apresurado a huir y ponerse a salvo en países extranjeros.

Lo interesante de aquel periódico era que no había huecos en blanco allí donde las autoridades habían suprimido información. El departamento de censura debía de haber abandonado también la ciudad.

Caminé hacia el métro Odéon. Era obvio que no demasiados comerciantes estaban prestando atención a las amenazas de las autoridades. La mayoría de las persianas se hallaban echadas y en sus escaparates había carteles que decían: «Cerrado hasta nueva orden». Sí que encontré un sitio abierto y compré algunas latas más de leche condensada y varios frascos de albóndigas. Ahora tenía un apartamento lleno de «huéspedes» de los que debía preocuparme.

Había un corrillo de gente reunida en torno a la entrada del métro. Me paré a mirar qué estaban leyendo. La Prefectura de Policía había colgado un cartel que indicaba que «ante las graves circunstancias que están teniendo lugar en París», la Prefectura de Policía continuaría su labor y que confiaba en las gentes de París para «facilitarles» la tarea.

– ¿Qué significa eso? -preguntó alguien.

Había un policía en las cercanías y una mujer le llamó. Se acercó al grupo y explicó:

– La policía se quedará en la ciudad para mantener el orden y la paz. No vamos a marcharnos bajo ninguna circunstancia.

Sentí lástima por él. Era muy joven -la edad adecuada para ir al ejército- y le temblaba la voz. ¿Quién podía culparle de sentir nervios? ¿Qué le harían los alemanes a un francés en edad de recibir instrucción militar?

Me pregunté si hubiera sido más sensato continuar hacia el sur en lugar de volver a París. Me hubiera encontrado más segura en Pays de Sault y sabía que mi familia debía de estar preocupada por mí. No había ningún modo de enviarles un telegrama, pues todas las oficinas de telégrafos estaban cerradas. Sin embargo, sentía que lo correcto era permanecer en París, y mi madre siempre me había animado a seguir mis instintos. Estaba siendo testigo de un acontecimiento de proporciones descomunales y, por lo menos, le estaba tendiendo la mano a mi querida ciudad mientras exhalaba su último estertor agónico.

Al día siguiente, el 13 de junio, finalmente me resigné a que no había esperanza de que pudiéramos oponer resistencia a los alemanes. Fui temprano al quiosco de periódicos de Montparnasse, pero estaba cerrado. La quiosquera había dejado el último boletín pegado a la puerta:

Notificación

A los residentes de París:

París ha sido declarada CIUDAD ABIERTA,

el gobernador militar insta a la población a abstenerse de realizar

cualquier acto hostil y cuenta con que todo el mundo mantenga

la compostura y la dignidad exigidas en tales circunstancias.

El gobernador de París


Así que el rumor que madame Goux había oído ya era oficial. No íbamos a volar los puentes, ni a bloquear las carreteras, no íbamos a «echarle brea ardiendo al enemigo desde las almenas», por así decirlo. En su lugar, íbamos a dejar que el ejército alemán entrara tranquilamente. ¿Era esto algún tipo de estrategia militar? ¿Una trampa para los alemanes? ¿O realmente se trataba de que el gobierno había cedido nuestra bella ciudad para que los alemanes no la redujeran a cenizas, como habían hecho con Rotterdam?

Cuando regresé al bloque de apartamentos, encontré a madame Goux desplomada sobre la mesa de la portería, roncando sonoramente. Tenía una botella de vino vacía junto a ella. Era un buen vino que alguno de los propietarios de los apartamentos debía de haber dejado atrás. Un hilo de saliva le caía por la barbilla y terminaba por gotear sobre su copia de la Edition Parisienne de Guerre. Ella sí que estaba manteniendo la «compostura y la dignidad» adecuadas y exigidas en tales circunstancias. Si hubiera sabido dónde encontrar otra botella de Château d'Yquem, sin duda yo también me habría unido a ella.

Capítulo 2 8

Abrí los ojos al alba a la mañana siguiente, porque me despertó el ronroneo de un automóvil. El vehículo se detuvo y avanzó al ralentí bajo mi ventana. Aunque llevaba viviendo varios años con vistas a los concurridos Campos Elíseos, ya apenas quedaban automóviles en París y no había autobuses, así que aquel ruido fuera de lo corriente perturbó mi sueño. Miré hacia los pies de la cama. Cuatro pares de ojos me contemplaron. La gata, a la que había bautizado Chérie, estaba hecha un ovillo entre mis muslos. Princesse y Charlot se me habían acurrucado bajo los brazos. Bruno estaba extendido sobre mis tobillos. Todos ellos tenían como mínimo una parte de su cuerpo reposando sobre mí -hocico, patas, panza o cuartos traseros-. Así que cuando yo me revolví en la cama, ellos hicieron lo propio. Éramos como una manada de lobos, preparados para movernos cuando el animal dominante decidiera que existía algún peligro. Resistí el impulso de huir del calor y el olor a sardinas que generaban tantos cuerpecillos peludos, y traté de adivinar qué tipo de vehículo sería el que estaba pasando bajo mi ventana. Sin embargo, el automóvil inició la marcha y el sonido se fue apagando en la distancia.

Unos minutos más tarde, Bruno gruñó. Los animales más pequeños siguieron su ejemplo, levantando la cabeza y poniendo las orejas en tensión. Yo misma agucé el oído para escuchar a qué se debía. Chérie brincó y saltó al suelo, con las pupilas dilatadas y el pelaje de su lomo y la cola en tensión. Yo solo alcancé a oír un débil sonido: se trataba de un estrépito constante. ¡Clop! ¡Clop! ¡Clop! ¡Clop! El ruido se fue haciendo más fuerte, más amenazante. Me senté. Ya sabía lo que era: se trataba de botas retumbando contra el suelo. Miles de botas.

Nos habían instado a que permaneciéramos en casa durante cuarenta y ocho horas después de que los alemanes tomaran la ciudad. Sin embargo, nadie nos había avisado de cuándo debíamos esperar que lo hicieran. Me deslicé entre los animales y corrí a la ventana, abriendo de un golpe las cortinas.

Al principio, lo único que pude ver fueron filas de policías franceses bordeando la avenida, con sus bastones apoyados a un lado. ¿Acaso me había equivocado? ¿Solo había oído a la policía? Pero los policías no se movían y el sonido que yo había escuchado crecía en intensidad. Abrí la ventana de par en par y me asomé. Se me cayó el alma a los pies. Los tanques alemanes, en columna de cuatro en fondo, avanzaban traqueteando Campos Elíseos abajo. Detrás de ellos, marchaban columnas de soldados alemanes hasta donde la vista podía alcanzar.

Cerré la ventana y me puse a toda prisa un vestido y unas sandalias. A pesar de la advertencia de que debíamos permanecer en casa, aquella imagen resultaba tan terrorífica que no pude quedarme encerrada. Tenía que ver la catástrofe con mis propios ojos, porque hasta que no lo hiciera, no sería capaz de creérmela.

Madame Goux debió de pensar lo mismo que yo. Me la encontré cuando llegué al portal, saliendo de su portería, ataviada de pies a cabeza de negro, como una viuda. Fuera, en los Campos Elíseos, encontramos a otras personas que también estaban desobedeciendo el toque de queda. Todos lucían semblantes pálidos y afligidos por el dolor y muchos de ellos lloraban amargamente. Los policías no nos dijeron que nos volviéramos a casa. Quizá se sentían contentos de tener compañía. A uno de ellos, en posición de firmes, como todos los demás, le caían las lágrimas por las mejillas. Pensé en el joven oficial de policía que había visto en Montparnasse. Qué tarea tan horrible tenían aquellos hombres: entregarles la ciudad y sus gentes a los alemanes.

El primero de los tanques rugió cuando pasó junto a nosotros, su color gris resaltaba en contraste con los brillantes rayos de sol de aquella mañana de junio. Le seguía un coche blindado con dos soldados tocados con casco. El pasajero me dedicó una sonrisa. Aparté la mirada, pero la mujer que se encontraba a mi lado estaba claramente emocionada con el desfile militar.

– ¡Miren qué elegantes son los uniformes de los alemanes! -exclamó efusivamente-. ¡Miren qué guapos son! ¡Son como dioses rubios!

Madame Goux le soltó:

– ¡Y algunos de esos dioses rubios han masacrado al pueblo francés!

Los otros transeúntes contemplaron con desprecio a la mujer, apoyando las palabras de madame Goux con sus miradas glaciales. La mujer se encogió de hombros, pero fue lo bastante sensata como para callarse durante el resto del espectáculo. Lo peor era que, habiendo pronunciado aquellas palabras en alto, recalcaba nuestra humillación. El ejército alemán realmente tenía un aspecto elegante. Sus uniformes estaban cuidadosamente planchados y sus botas brillaban, lo cual marcaba el contraste con nuestros propios soldados cuando se habían retirado a través de la ciudad unos días antes, desaliñados, heridos, farfullando desesperadamente. Aun estando allí de pie, presenciando aquel desfile, creía fervientemente que aunque el ejército francés hubiera perdido París, tenía la fuerza suficiente como para detener a los alemanes más al sur. Aquella convicción era lo único que me proporcionaba ánimos para seguir adelante.

Los alemanes marcharon y desfilaron durante la mayor parte del día. Al final de la tarde, paseé hasta Montparnasse para ver si podía averiguar algo más sobre el desarrollo de la guerra. Me puso enferma ver que el Dome y la Rotonde estaban llenos de soldados alemanes. Y lo que era peor: también había muchísimos ciudadanos franceses felices de compartir sus mesas y charlar con los invasores como si fueran una especie de grupo turístico de visita en París. O quizá a la gente le aliviaba que los alemanes se estuvieran comportando de manera comedida. Pagaban sus bebidas, aunque el franco ahora costara una miseria en comparación con la divisa alemana, y no parecían dispuestos a embarcarse en una vorágine de saqueos y violaciones.

Por la noche, madame Goux y yo escuchamos la radio, tratando de averiguar qué sucedía en el sur. Pero todas las estaciones radiofónicas de París habían sido tomadas por alemanes francohablantes, que repetían el mismo mensaje: el ejército alemán no deseaba hacer daño alguno a las gentes de París. Nuestro gobierno nos había abandonado y los judíos nos habían engañado. Cuanto antes firmara Francia la paz con Alemania, antes podrían vencer al verdadero enemigo: los británicos.

– ¿Que no pretenden hacernos daño? -exclamé, apagando la radio-. Mataron a aquellos niños en la carretera. El mayor apenas tenía siete años.

A la mañana siguiente, encontré a los perros alineados junto a la puerta de entrada de mi apartamento. Ya habían recuperado suficientes fuerzas y estaban deseando que los sacaran de paseo. Madame Goux encontró la correa de Bruno en el apartamento de monsieur Copeau, pero la búsqueda por los armarios y cajones de monsieur Nitelet fue en vano, no tenía ningún trozo de cuerda o cinturón lo bastante largo como para usarlo de correa.

– ¿Cree usted que habrá alguna tienda de animales abierta? -le pregunté a madame Goux-. ¿O alguna ferretería?

– Pruebe en la Rue de Rivoli -me sugirió, sarcásticamente-. Todos los tenderos de esa zona parecen estar recibiendo con alfombras rojas a los alemanes.

Me llevé a Bruno a buscar las correas para Princesse y Charlot. Era una criatura imponente; incluso a cuatro patas me llegaba por la cintura.

Los alemanes habían establecido su sede en el hotel Crillon, en la plaza de la Concordia, así que tomé el camino largo, en dirección al Arco del Triunfo. Cuando vi el monumento, las rodillas se me doblaron. Una enorme bandera con la esvástica colgaba de él y era lo bastante grande como para que la viera toda la ciudad. Gritaba a los cuatro vientos el mensaje que yo no estaba dispuesta a escuchar: París ahora pertenecía a los alemanes.

Doblé la esquina por una calle secundaria y me dirigí hacia el Sena. Pegado en la pared de un edificio había un cartel de un soldado alemán. Llevaba a un niño pequeño en brazos mientras dos niñas más le miraban desde abajo con veneración. El pie de foto decía: «Gentes abandonadas: tengan confianza en el soldado alemán».

Pensé en las emisiones de radio que madame Goux y yo habíamos escuchado la noche anterior. Me dije a mí misma que esta guerra habría que lucharla dentro de nuestras cabezas. Éramos gentes abandonadas, traicionadas por nuestro ejército y nuestro gobierno. Y, sin embargo, los soldados alemanes no me inspiraban confianza.

Dos días más tarde, madame Goux llamó a mi puerta.

– El mariscal Pétain va a hablar por la radio esta noche -me informó.

Nuestro gobierno había huido a Burdeos y las últimas noticias que habíamos recibido eran que el mariscal Philippe Pétain, el héroe de guerra francés de Verdún, había sustituido a Paul Reynauld como primer ministro. Aquella noticia había sido acogida con alegría, pero yo me preguntaba qué podía hacer un hombre de ochenta y cuatro años por Francia, aparte de soltar discursos. Al parecer, no me faltaba la razón. Pero el mariscal Pétain trató de arengarnos sobre algo que yo no podía aceptar bajo ningún concepto.

A pesar de la estática, escuchamos la voz temblorosa de Pétain: «Con todo el pesar de mi corazón, les anuncio que hoy deben cesar las hostilidades». Estaba tratando de declarar un armisticio, de firmar la paz con los alemanes.

Madame Goux y yo nos dedicamos una mirada sombría, incapaces de pronunciar palabra. ¿Realmente Francia había sido derrotada en unas cuantas semanas? ¿Pétain nos estaba pidiendo que les facilitáramos las cosas a los alemanes y que cooperáramos con ellos?

– Han cedido París como si fuera un regalo y ahora harán lo mismo con el resto de Francia -bufó madame Goux.

– No puedo comprender cómo puede hacer tal cosa…

– Pues porque él mismo es un maldito fascista de extrema derecha, por eso -me interrumpió la portera, apretando los puños-. Yo no colaboraré con los alemanes. No cooperaré con esa gente.

¿Era aquella la misma mujer que se había negado a extender arena sobre la azotea? Ahora había un fuego encendido en su mirada.

El mensaje de Pétain no caló en mi mente por completo hasta la mañana siguiente. Francia ahora no era más que un satélite nazi. Todo nuestro poderío y nuestros recursos industriales, incluyéndonos a nosotros mismos, estaban a disposición del enemigo. Los alemanes tenían razón al llamarnos gentes abandonadas. Nos habían abandonado, pero yo no iba a colaborar con un régimen que asesinaba a niños y despojaba a la gente de sus derechos civiles sencillamente porque fueran judíos. Pensé en Minot. Probablemente, estaría a salvo en la finca durante un tiempo y solo se encontraba a pocas horas de Marsella en tren por si necesitaba huir del país. Pero ¿qué sería de Odette, monsieur Etienne y sus familias? Deseaba que se dirigieran a Pays de Sault. No importaba que Pétain hubiera declarado que se volcaría en Francia para aliviar el sufrimiento del país. El modo en el que había anunciado la rendición de Francia resultaba sospechosamente apresurado. Si Pétain era un fascista, el pueblo judío no podría esperar protección por su parte.

Había logrado comprar las correas para Princesse y Charlot, así que decidí llevar a los tres perros de paseo. Aquel espléndido día de verano daba la sensación de que madame Goux y yo éramos las únicas que odiábamos al ejército alemán. Según parecía, París se había resignado a la derrota y ahora estaba tratando de «sobrellevarla». Después de todo, tal y como le oí decir a un camarero a su colega cuando pasé junto a un café: «Los alemanes no son tan malos. Quizá lo que hemos oído sobre los nazis no eran más que mentiras de nuestro gobierno».

Sin duda, los soldados que vi por la ciudad no eran lo que yo esperaba. Se trataba de jóvenes de mejillas sonrosadas. Sonreían a los tenderos y a las jovencitas, pero no fraternizaban. Se hacían fotos delante de los monumentos y compraban perfumes y fulares franceses para enviárselos a sus madres. Cedían los asientos a los ancianos y a las mujeres en el métro y hacían cola como todos los demás para comprar las entradas del Louvre. Se estaban ganando a los parisinos gracias a sus buenos modales.

– Les he visto rendir homenaje ante la Tumba del Soldado Desconocido -me confió madame Goux cuando regresé a casa.

Ambas estábamos de acuerdo en que aquellos muchachos no parecían capaces de tirotear a niños o de forzar a ancianas mujeres judías a beber de los charcos.

– Esto no cuadra -rezongué-. Todavía siento que hay algo diabólico; como una tormenta preparándose en la distancia.

– Cuando el mal llega -sentenció madame Goux proféticamente-, suele venir sobre las alas de almas inocentes.

La semana siguiente pasó como un extraño sueño. Aún me estaba recuperando de mi enfermedad y me sentía apática. Salir de la cama me suponía un esfuerzo tan grande que durante varios días me quedé en ella. Madame Goux decayó en su propia depresión, fumando y jugando al solitario durante la mayor parte del día. La única tarea que la mantenía activa era asegurarse de que el bloque de apartamentos pareciera ocupado. Regaba las flores de las jardineras, abría y cerraba las cortinas en momentos diferentes del día, y también me pidió que la ayudara a mover parte de los muebles del piso de monsieur Copeau al de monsieur Nitelet escaleras arriba.

– No quiero que los boches piensen que pueden venir aquí a saquear -me explicó.

Era cierto que el alto mando alemán estaba requisando los mejores hoteles y edificios de apartamentos para su uso personal.

Muchos parisinos que habían huido estaban regresando. Las persianas de los comercios volvieron a levantarse. Había comida en los mercados, los teatros anunciaban su programación y los bancos reanudaban sus negocios con horario comercial reducido. Algunos de los que volvieron eran empresarios, pero la mayoría eran propietarios de pequeños negocios, muchos de ellos judíos. Dependían de París para ganarse su sustento.

Parecía como si los alemanes hubieran planeado la toma de París durante años. Todo se movía con la precisión de un reloj suizo. Pisándole los talones al ejército, vinieron los funcionarios. Recibí una notificación de la Propagandastaffel que me anunciaba que debía presentarme en sus oficinas lo más pronto posible para incluirme en un registro. Todas las canciones de los artistas franceses se someterían a investigación y se inspeccionarían sus antecedentes antes de que pudieran volver a trabajar.

– Pues que no cuenten conmigo -murmuré.

Enrollé la carta formando un cono y la utilicé para vaciar el arenero de Chérie.

El flujo de tráfico de refugiados que regresaba a París desde el sur hizo que me preocupara por monsieur Etienne y Odette. Rezaba para que se mantuvieran alejados de la ciudad por su propio bien. Por alguna razón, nos habían cortado la línea telefónica, por lo que decidí acudir a la oficina de monsieur Etienne personalmente. No había taxis disponibles para los franceses, así que cogí el métro en la orilla izquierda, cosa que no había hecho en años. El primer vagón en el que entré estaba lleno de soldados alemanes, de modo que me cambié a otro distinto en la siguiente parada. Pero en la siguiente estación se subieron muchos más soldados alemanes al tren. Me resigné a tener que viajar con el enemigo. Noté que alguien me estaba observando fijamente, y cuando miré hacia el otro lado del vagón, vi a dos oficiales alemanes situados en diagonal a mí. Estaban mirándome y sonreían. Yo no tenía ni la más mínima intención de flirtear con ellos, así que traté de buscar alguna cosa con la que pudiera parecer atareada. No podía mirar por la ventana, porque aquella línea era subterránea. Había un periódico doblado metido en el lateral de mi asiento. Lo saqué y simulé que leía. Un papelito cayó flotando de entre las páginas sobre mi regazo. El mensaje que llevaba escrito captó mi atención.


A las gentes de París: ¡resistan a los alemanes!


Rápidamente escondí la nota de nuevo tras el pliegue del periódico para que nadie pudiera ver que la estaba leyendo. Ojeé brevemente aquellas palabras escritas a mano. Era la transcripción de un discurso que Charles de Gaulle había pronunciado hacía una semana:

¿Ya está dicha la última palabra? ¿Se ha consumido toda esperanza?

¿Es acaso la derrota definitiva? No. Créanme cuando les digo que nada está perdido para Francia.

Levanté la mirada; uno de los oficiales alemanes todavía me estaba observando. Le susurró algo a su acompañante. Traté de adoptar la expresión más neutra que pude mientras leía el resto del mensaje. El coronel Charles de Gaulle, ahora general De Gaulle, era una de las personas que habían criticado la falta de preparación de Francia ante la guerra. Parecía que había logrado escapar de algún modo a Londres e instaba a todos los soldados franceses que estaban en Gran Bretaña, o que podían llegar hasta allí, a que se pusieran en contacto con él.

La llama de la resistencia francesa no debe extinguirse y, de hecho, no lo hará.

Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me tembló la barbilla. No nos habían olvidado. Existía un líder, alguien que aún creía en Francia. ¿Resistir? Por supuesto que yo resistiría, ¡hasta mi último aliento! Pero ¿cómo? ¿Cómo podría encontrar a esa gente que todavía quería luchar por Francia?

Salí del métro en Solférino, tan optimista por la alegría que casi corrí escaleras arriba. «No nos han olvidado -me dije a mí misma-. Nada está perdido para Francia».

– ¡Mademoiselle Fleurier! -me llamó una voz masculina.

Me detuve, sin saber si había oído mi nombre realmente. El acento era alemán. Me volví. De pie, detrás de mí, estaban los dos oficiales que se habían sentado cerca de mí en el tren. Tenían entre las manos una cámara de fotos.

– Por favor -dijo el más alto de los dos-, nos gustaría tomarnos una fotografía con la famosa mademoiselle Fleurier.

Me maldije a mí misma pensando que, por supuesto, los alemanes sabrían quién era. Me había negado a actuar en Berlín después de enterarme de las historias sobre el maltrato al pueblo judío que me habían contado Renoir y el conde Kessler, pero los alemanes seguramente me conocían por las películas y los discos.

Una multitud de gente se reunió a nuestro alrededor, ansiosa por saber qué estaba pasando. El oficial repitió su petición.

– Por favor, mademoiselle Fleurier. Una foto con usted.

No quería que me tomaran una foto con los soldados alemanes. Dejando a un lado mis opiniones personales, ¿qué sucedería si aparecía en uno de sus periódicos propagandísticos? «Simone Fleurier da la bienvenida a París al oficial Berlekamp y al oficial Pätz.» Utilicé el consabido truco parisino de hacer como que no les entendía, a pesar de que el oficial hablaba francés razonablemente bien. Desgraciadamente, una mujer entre la multitud decidió prestarles su ayuda.

– Quieren hacerse una foto con usted -me aclaró.

El oficial levantó en alto la cámara, con una sonrisa provocativa en los labios. Yo elevé la barbilla.

– ¿Quiere usted una fotografía de Simone Fleurier? -le espeté-. Pues entonces tome una foto de esto.

Le di la espalda y caminé hacia la multitud. Un par de personas profirieron un grito ahogado y el resto permaneció en silencio y se apartó para dejarme pasar. A medida que me aproximaba a la esquina, percibí la presencia de un hombre apoyado en un poste que tenía un boletín de noticias en la mano. Me dirigió una mirada penetrante durante unos segundos antes de darse media vuelta. ¿Había interpretado su mensaje correctamente? Parecía estar diciéndome: «Bravo, mademoiselle Fleurier. Bravo».

Aquel fue un estúpido acto de resistencia que no cambiaría nada y, si las autoridades alemanas se enteraban, lo único que podía reportarme sería problemas. Y, a pesar de todo, me producía satisfacción cada vez que pensaba en ello. Cuando saqué a pasear a los perros unos días más tarde, todavía me sentía animada por el recuerdo de mi pequeño desafío. También me alegré al descubrir que monsieur Etienne no había regresado a París. Quizá él y los demás se habían marchado a la finca después de todo. Desde allí, confiaba en que Bernard los ayudaría a abandonar el país.

Desde la capitulación de Pétain en nuestro nombre, Francia se había dividido en dos zonas. La zona norte, dentro de la cual se encontraba París, estaba gestionada por los alemanes. Alegaban que la necesitaban para iniciar el ataque contra Gran Bretaña. La parte sur se suponía que la iba a administrar Pétain y su gobierno de Vichy. Aunque el sur era técnicamente «la Francia no ocupada», estaba claro que Pétain no era más que una marioneta de Hitler. La correspondencia estaba limitada en la línea de demarcación. No había manera de que pudiera explicarle a Bernard la situación de monsieur Etienne y su familia. Desde París solo podían enviarse formularios en los que se marcaban casillas con respuestas fijas: «Me encuentro perfectamente», «Me va bien», «Estoy regular». Lo único que podía hacer era rezar por que todo fuera bien.

Cogí mi camino habitual hacia el Sena. Me dio un brinco el corazón cuando vi que alguien había garabateado sobre el cartel del soldado alemán con los niños el siguiente mensaje:


¡Cuidado, nazis asesinos! ¡Os vamos a vencer!


– Por supuesto que lo haremos -le susurré a mi alma gemela invisible-. Claro que sí.

Regresé al bloque de apartamentos de buen humor, sintiendo más fuerza de la que había experimentado en semanas. Estaba a punto de correr escaleras arriba con los perros cuando madame Goux surgió de su oficina. Estaba ruborizada y sus pupilas eran dos puntos negros en el centro de sus ojos grises. Al principio pensé que era porque se sentía emocionada por la tarea que le había encomendado de copiar el discurso del general De Gaulle. Pretendía introducir las notas en los boletines de noticias y en otros lugares para que los encontraran los franceses. Pero cuando se me acercó vi que estaba pálida y temblorosa.

– Mademoiselle Fleurier -me susurró con voz ronca-. Hay dos hombres en su apartamento. He tratado de que se quedaran abajo, pero se han negado a esperarla en el portal. No han querido decirme quiénes eran.

Traté de pensar quién podría venir a visitarme, pero no parecía haber ninguna razón por la que nadie que yo conociera no quisiera identificarse ante la portera.

– ¿Son franceses o alemanes? -le pregunté.

– Son franceses, pero tienen un aspecto siniestro -me respondió-. Yo no me fiaría de ellos.

Parecía una visita seria. Pero si se trataba de que los alemanes se sentían disgustados por el trato que les había conferido a sus oficiales o porque no me había registrado en la Propagandastaffel, ¿no habrían enviado a sus propios hombres?

– Voy a dejar a Princesse y a Charlot con usted -le dije a madame Goux-, pero me llevo a Bruno.

La puerta de mi apartamento estaba abierta y cuando me acerqué vi a los dos hombres sentados en el sofá. Uno era bajito y con aspecto paliducho; el otro era mayor y tenía bolsas bajo los ojos y el pelo gris alisado hacia atrás.

Tan pronto como me vio, el más joven de los dos se puso en pie de un salto y avanzó hacia mí. Madame Goux tenía razón: su rostro huesudo tenía un aire despiadado. Miró a Bruno con los ojos entrecerrados.

– Puede usted dejar el perro fuera -me dijo.

Se me aceleró el pulso. No me iban a ordenar qué tenía que hacer dentro de mi propia casa.

– Nunca dejo a Bruno fuera -repliqué, sorprendida de la tranquilidad que percibí en mi propia voz-. Se pone nervioso si se separa de mí.

En la cara del hombre apareció un gesto de irritación. El mayor se puso en pie.

– Está bien -dijo-, pero sosténgalo de la correa.

Algo en el tono clínico de su voz me provocó un estremecimiento. El más joven cerró la puerta detrás de mí. Oí como encajaba el pestillo. El mayor se volvió a sentar en un sillón, pero no apartó los ojos de mí.

– Nos ha enviado la Propagandastaffel para averiguar por qué no se ha registrado usted -anunció el joven, yendo hacia el sofá para sacar unos papeles de un maletín que había apoyado sobre el mueble-. Entonces su portera nos ha explicado que ha estado usted enferma. No importa, le hemos traído todos los impresos necesarios para que los rellene.

Como ninguno de los dos hombres se presentó, me inventé sus nombres. Al joven lo llamé Ratón por la manera en la que su cuerpo se movía con nerviosa energía. Al mayor lo llamé Juez por el modo en el que mantenía la barbilla erguida y los brazos cruzados sobre las rodillas. Emanaba autoridad, aunque se contentaba con escuchar mientras el otro hombre hablaba.

Ratón me tendió bruscamente unos formularios.

– Esperaremos aquí hasta que los firme -me advirtió-. Así le ahorraremos el viaje a la Propagandastaffel.

Percibí que mi futuro podía depender de cómo me comportara con aquellos dos hombres. Sabía que los teatros de variedades y las salas de conciertos volverían a abrirse, pero yo no tenía ni la menor intención de actuar para el ejército de ocupación. ¿Cómo podía expresarlo de modo que no me metieran en prisión?

– No creo que vaya a ser necesario en mi caso -comenté.

El rostro de Ratón adquirió una expresión tensa.

– ¿Cómo que no va a ser necesario? -preguntó-. Todos sus colegas han cooperado. ¿Por qué va a ser usted una excepción?

La animosidad de su voz me heló la sangre. A él, en cambio, parecía hervirle.

Aquel era un momento crucial. Si deseaba llegar a ser útil para aquellos que lucharan por Francia, sabía que tenía que comportarme de un modo más astuto que hacía unos días. Si iba a correr riesgos, tenían que valer para algo.

– No tengo la intención de actuar más -dije-. Me he retirado.

El Juez arqueó las cejas.

– Estoy completamente rendida -les expliqué-, me siento demasiado cansada como para actuar. Y, últimamente, no me he encontrado bien de salud.

– Ya veo -comentó Ratón, asintiendo educadamente, pero sin calidez-. Pero esto no nos ayuda nada con el otro problema que tenemos.

– ¿Qué otro problema? -pregunté.

Ratón cruzó los brazos a la altura del pecho.

– Hemos investigado sus antecedentes. Y lo que hemos encontrado no es nada encomiable. Se ha negado a actuar en Berlín y ha mantenido usted una relación muy cercana con dos antinazis reconocidos.

Supuse que se estaba refiriendo al conde Kessler y a Jean Renoir. ¿De modo que los alemanes me habían estado espiando? Bruno bostezó. Estaba sorprendentemente tranquilo ante el interrogatorio de Ratón; normalmente ladraba si alguien me levantaba la voz. Una vez, durante uno de nuestros paseos, un vendedor de periódicos me tiró un boletín de noticias y gritó el titular. Bruno casi le arrancó el brazo.

Ratón se puso en pie y comenzó a dar vueltas en círculo por la habitación.

– El Deuxième Bureau controla a todos los que cruzan la frontera con frecuencia. Desgraciadamente, cuando huyeron de la ciudad, dejaron atrás algunos archivos delicados. Uno de ellos era el suyo.

Le miré con ojos incrédulos. El Deuxième Bureau formaba parte del servicio secreto francés. ¡Había sido vigilada por mi propio país! Además, habían sido lo bastante estúpidos como para dejar mi archivo atrás cuando huyeron de la ciudad para salvar su propio pellejo.

Ratón completó el círculo de la habitación y se detuvo ante mí. Percibí que estaba disfrutando con cada momento de tensión.

– Ya ve, mademoiselle Fleurier -me dijo, acercando su cara a la mía-, realmente no se encuentra usted en situación de contrariar a nadie. Los franceses necesitan su luz más que nunca. Y los alemanes la necesitan también, para animar a la gente a colaborar.

En la radio, la palabra «colaborar» adquiría un carácter positivo. Para mí en cambio sonaba peor que la maldición más obscena. Pero Ratón había logrado su objetivo: me había desestabilizado.

– No voy a colaborar con la causa nazi -le espeté-, ni voy a animar a nadie a hacerlo. No voy a ponerme del lado de un hatajo de asesinos.

Los hombres intercambiaron una mirada. Yo misma me había buscado el desastre, pero por lo menos ya había puesto sobre la mesa mi opinión. Si me iban a encarcelar, estaba decidida a caer pateando y gritando. Si los franceses iban a recibir algún mensaje de mi parte sobre el colaboracionismo, sería el de luchar a muerte contra él.

– Esa no es una actitud muy cooperadora -comentó el Juez, limpiándose una mota de polvo de sus pantalones.

– ¡Y usted! -le dije, señalándole-, ¡es usted una vergüenza de hombre! ¡Es usted francés! Debería estar luchando por su país, no besando el suelo que pisan los alemanes.

Ratón avanzó hacia mí, pero Bruno gruñó y enseñó los dientes. Ratón pegó un salto hacia atrás.

– ¡Salgan de mi apartamento ahora mismo! -grité-. ¡Los dos!

Me quedé desconcertada, pues ninguno de los dos se movió. ¿Y ahora qué iba a hacer yo? ¿Decirle a madame Goux que sacara su pistola? Entonces, algo extraño sucedió: Ratón y el Juez parecieron transformarse ante mis ojos. El rostro de Ratón se relajó y su actitud se suavizó. Comenzó a dejar de parecer un ratón para adquirir más bien el aspecto de un conejo. El Juez pareció ganar en altura y agilidad. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa, pero era un gesto alegre, algo de lo que no les había creído capaces.

El Juez sacudió la cabeza.

– Es demasiado apasionada y bocazas -le dijo a Ratón-. Ya te advertí de que los artistas son excesivamente impulsivos. ¿Qué pasará si comienza a hablarles así a los alemanes?

Ratón se encogió de hombros.

– Puedo enseñarle a ser más discreta. Lo esencial es que no cabe duda de qué lado está.

El Juez le mostró las palmas de las manos en un gesto de resignación.

– Está bien -concedió-. No tenemos demasiado tiempo ni demasiadas opciones.

Ratón se volvió hacia mí. Su expresión había cambiado tan rápido que me pregunté si mi mente estaría sufriendo algún tipo de alucinación. Me desplomé sobre el sofá.

– Mademoiselle Fleurier-me dijo Ratón, sentándose a mi lado-, no podemos proporcionarle nuestros nombres verdaderos, pero pertenecemos al Deuxième Bureau y no a la Propagandastaffel. Es verdad que su archivo se quedó atrás, pero puedo garantizarle que he modificado la mayor parte y he destruido el resto, aunque probablemente no con el mismo nivel de imaginación que usted utilizó para deshacerse de la notificación de la Propagandastaffel.

¿Así que sabía eso también? ¿Había llegado tan lejos como para revolver entre mis cubos de basura? Cuando afirmaron que no eran de la Propagandastaffel, no me costó ningún trabajo creerles. Pero ¿por qué el Deuxième Bureau no iba a formar parte del gobierno de Vichy?

– Bueno, digamos que hemos desertado -explicó Ratón-. Y que necesitamos su ayuda. Tenemos que salir de Francia para unirnos al general De Gaulle en Inglaterra.

Sentí un cosquilleo sobre la piel al oír el nombre del general. Me había preguntado cómo lograría encontrar a gente que estuviera dispuesta a luchar contra los alemanes. Por lo que parecía, ellos me habían encontrado a mí primero.

– Si esa es su misión, entonces estoy a su servicio -les aseguré-. Me comprometo a colaborar con el general De Gaulle.

Ratón se giró hacia el Juez, que asintió, y volvió la mirada de nuevo hacia mí.

– Necesitamos llegar al sur para abandonar Francia por barco o a través de los Pirineos. Podemos pertrecharnos de papeles falsos y también cambiar nuestra identidad, pero, aun así, nos resultará difícil cruzar la línea de demarcación, especialmente acompañados de nuestros «paquetes». Sin embargo, si viajáramos empleados por alguien que tuviera una buena razón para ir al sur de Francia, como por ejemplo, para actuar allí, sería más fácil.

Le imprimió a la palabra «paquetes» un énfasis especial, pero mi cabeza estaba funcionando demasiado deprisa como para concentrarme en los detalles de lo que me estaba diciendo.

– ¿Quiere usted decir que podría contratarles a ambos como mi representante y mi director artístico, por ejemplo? -sugerí.

Ratón sonrió de oreja a oreja.

– Exacto.

Después de discutirlo, convinimos en que yo organizaría un viaje a Marsella con la perspectiva de buscar locales para representar un espectáculo allí. Tendría que registrarme en la Propagandastaffel y dar la sensación de que cooperaba con los alemanes de otro modo. Pero ahora que iba a trabajar para salvar a Francia, todas aquellas cosas no me importaban. El Juez me explicó que lo organizaría todo para el miércoles siguiente. Lo único que yo tenía que hacer sería obtener el permiso para viajar, cosa que él esperaba que me concedieran, ahora que había sustituido mi archivo por uno más aceptable.

Antes de marcharse, el Juez se volvió hacia mí:

– Mademoiselle Fleurier -me dijo-, tengo que advertirle que los alemanes fusilarán a cualquiera que ayude a la Resistencia. Sin embargo, el gobierno de Vichy tiene un método disuasorio aún más truculento. Decapitan a todos aquellos a los que descubren envueltos en actividades subversivas. Y lo hacen con un hacha.

Estaba poniendo a prueba mi determinación, tratando de calibrar mi nivel de miedo. Más tarde, cuando llegué a conocerle mejor, comprendería que también se estaba asegurando de que yo entendía a qué precio me estaba comprometiendo. No obstante, no me asustó; me notaba la mente despejada y tranquila. Pensé en los grandes momentos de mi vida: mi primera aparición en el escenario, mi primer papel principal en el Adriana, el éxito de mi primera película… Ninguno de ellos se podía comparar a aquello. Esto no era una actuación. Era algo mucho más importante.

– Estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para liberar a Francia -le aseguré-. Incluso aunque signifique sacrificar mi vida. No descansaré ni me daré por vencida hasta que no logremos expulsar por completo al enemigo de nuestro país.

Capítulo 2 9

Ratón y el Juez regresaron el miércoles siguiente por la noche. Me sorprendió ver que habían traído a dos hombres más. Uno de ellos medía aproximadamente uno noventa y tenía una mata de pelo negro cayéndole sobre la frente desde un ligero pico de viuda. El otro era menudo con el pelo rubio tan rizado que parecía cosido a su cuero cabelludo. El alto me dirigió un saludo con la cabeza antes de hundirse en una silla. Tenía un aire de tranquila autoridad y seguridad en sí mismo. El más joven sonrió y se le formaron unas arruguitas en el rabillo de los ojos. Supuse que eran también hombres provenientes del Deuxième Bureau, pero había algo en ellos que no me cuadraba. Llevaban trajes y los sombreros en la mano, pero la manera en la que se movían me llamó la atención. El de la silla se sentó con sus largas piernas abiertas; el otro se mantuvo de pie, con la barbilla metida hacia el cuello.

– Estos son nuestros «paquetes» -susurró Ratón, con cierto tono de orgullo en su voz-. Dos pilotos de la RAF que fueron derribados en Dunkerque. Uno es australiano y otro es escocés. Vamos a llevarlos de vuelta a Inglaterra con nosotros.

«¡Pues claro! -pensé-. No son franceses». Pero si yo había notado la rigidez de su modo de andar y su falta de gesticulación, ¿no lo notarían también los alemanes?

– Mademoiselle Fleurier -exclamó Ratón-, tenemos preocupaciones más serias que esa. El australiano habla bien francés, pero con un ligero acento. El escocés no habla ni una palabra. -Ratón debió de ver la alarma pintada en mi rostro, porque rápidamente añadió-:

Pero tenemos historias de tapadera adecuadas para cada uno de los dos. El australiano ahora será un francés nacido en Argelia y el escocés será un compositor checo, aunque no hable checo. La mayoría de los alemanes tampoco lo hablan.

– Espero que al menos sepa tocar el piano -comenté, tratando de conservar mi sentido del humor.

Si no fuera porque corría peligro de acabar con mi cabeza sobre un cadalso, probablemente habría encontrado la situación extremadamente cómica.

– Sí, de hecho, sí que sabe -replicó Ratón-, y toca maravillosamente bien. Era estudiante en la Real Escuela de Música cuando estalló la guerra.

– ¿Tiene usted miedo, mademoiselle Fleurier? -me preguntó el Juez-. ¿Quiere usted echarse atrás? Es mejor que lo diga ahora si es así.

El australiano me observó fijamente. Tenía un rostro intenso y delgado con unos dulces ojos verdes. Supuse que tenía aproximadamente la misma edad que yo, treinta y pocos, mientras que el escocés era más joven, no podía tener más de veintitrés o veinticuatro.

– No tengo miedo -aseguré-. Estoy decidida a ayudarles a pasar la línea de demarcación.

– Lo mejor será que nos pongamos en marcha si queremos coger el tren -anunció Ratón, señalándose el reloj.

Me puso al corriente rápidamente de los nombres y las historias de tapadera de todo el mundo. El sería Pierrot Vinet, mi representante. El Juez se llamaría Henri Bacque, y sería mi director artístico. El australiano se haría llamar Roger Delpierre, el director de escena, y el escocés ahora sería un compositor checo llamado Eduard Novacek.

Cuando terminamos con las formalidades, señalé a una línea de maletas y cajas de sombreros que estaban junto a la puerta. Íbamos a viajar en primera clase y Ratón me había indicado que tenía que hacer las maletas como las haría cualquier artista famosa. Chérie ya estaba en su jaula, así que abrí la puerta del dormitorio y llamé a los perros. El rostro de Ratón palideció cuando vio aparecer a Princesse, Charlot y Bruno dirigiéndose hacia él.

– ¡Oh, no! -exclamó-. Ellos no pueden venir.

– ¿Por qué no? -le pregunté, agachándome para colocarles las correas.

Ratón arqueó las cejas.

– Nos disponemos a iniciar una peligrosa misión, mademoiselle Fleurier. No podemos andar preocupándonos por un zoológico de animales.

– Bueno, pues aquí no se van a quedar -insistí mientras ataba las correas a los collares de los perros y me volvía a erguir-. Ya les han abandonado antes. Yo no voy a volver a hacerlo.

– ¿No podría pedirle a su portera que cuidara de ellos? -sugirió el Juez-. Hasta que usted regrese.

– No estaré de vuelta hasta dentro de bastante tiempo -le respondí-. Y mi portera es el tipo de mujer que se los comería si los dejara a su cargo.

Tenía otra razón más para llevarme a los animales. Había decidido que si me iba a exponer al peligro de cruzar la frontera, una vez que hubiera logrado que los hombres del Deuxième Bureau y sus «paquetes» estuvieran a salvo, iría a ver qué tal estaba mi familia y a comprobar si los demás habían llegado a la finca. Estaba empezando a tener problemas para conseguir suficiente comida para los animales en París y sabía que los perros y Chérie serían bienvenidos allí.

El escocés se había dedicado a pasear por la sala de estar, examinando mis fotografías y los adornos situados sobre la repisa de la chimenea. Sin embargo, el australiano no había apartado la mirada de mi rostro durante todo ese tiempo.

– Bueno -dijo Ratón, estirándose la chaqueta-, pues como responsable de esta misión le ordeno que deje a estos animales exactamente donde están.

Sentí un picor en la parte de atrás del cuello. Podría haberle dicho a Ratón que, como capitalista de la misión y voluntaria del general De Gaulle, los animales se venían conmigo o él y su misión podían irse al infierno. Pero no quería decirle aquello. Deseaba ayudar a aquellos hombres a llegar a Inglaterra. Quería que el general De Gaulle recuperara Francia para nosotros. Sin embargo, cuando contemplé la expresión confiada de los animales, supe que no podía traicionarles.

– Dejaré mi equipaje -le dije-, pero a ellos debo llevármelos.

– Eso no funcionará -replicó el Juez-. Una artista sin equipaje sí que levantará sospechas.

Aquella negociación no me estaba llevando a ninguna parte y sentí la tentación de recurrir a mis artimañas femeninas. Pero estaba demasiado enfadada como para que de mis ojos salieran unas lágrimas de cocodrilo convincentes. Me parecía inconcebible dejar a los perros y a Chérie en París, donde no podía confiar en que nadie los fuera a cuidar. Y no tenía intención de abandonarlos a su suerte, tal y como habían hecho sus anteriores dueños.

Pero me di cuenta por la manera en la que Ratón había colocado los pies en el suelo de que se estaba aprestando para una fuerte discusión.

Estaba a punto de decirme algo cuando Roger, el australiano, se levantó de la silla.

– Creo que vamos a perder el tren si continuamos con esta discusión -dijo en un francés cuidadosamente acompasado. Durante un instante, me quedé hipnotizada por su voz. Era rica y fluida, como la de un actor sobre el escenario-. Si mademoiselle Fleurier está preparada para arriesgar su vida por cuatro hombres a los que no conoce ni lo más mínimo, creo que le podemos permitir que se lleve a sus animales -continuó.

El rostro de Ratón pasó de blanco a carmesí. Sin embargo, no hubiera podido decir si era por la vergüenza de que le hubieran superado en caballerosidad o porque estuvieran cuestionando su autoridad.

– Vamos, vamos -dijo el Juez-. Cada uno llevará dos maletas de mademoiselle Fleurier.

Ratón, molesto y a regañadientes, fue el primero en salir por la puerta. Roger y yo fuimos a coger la misma maleta. Me sonrió. La expresión de su rostro se transformó: de repente, me pareció más atractivo que hosco. Comprendí que probablemente se habría comportado de un modo totalmente distinto si no fuera un piloto derribado, atrapado en las líneas enemigas. Noté que el corazón me revoloteaba dentro del pecho. Me sorprendió. Solamente había experimentado aquella sensación una vez antes, hacía muchos años. La sangre me coloreó la superficie de la piel y noté que se me ruborizaban las mejillas.

– Yo crecí entre perros. Tenía cuatro -me dijo Roger. Alargó la mano para recoger la jaula de Chérie con el brazo que tenía libre-. Nunca he tenido un gato, pero sospecho que ella me caerá bien.

Su manera de hablar demostraba seguridad en sí mismo, pero su sonrisa era tímida. Se me enterneció el corazón.

– Creo que una persona que es buena con los animales tiene que ser buena en general -le confesé, tratando de recuperar la compostura.

Me estaba comportando como si volviera a tener dieciséis años, ¡y estábamos en mitad de una guerra!

– Estoy de acuerdo -respondió, dejándome paso para que pudiera salir por la puerta primero-. Y creo que una mujer que es leal a sus animales no traicionará a sus amigos -añadió en inglés.

La voz de Roger era cálida y resonaba como un temblor de tierra. «Sería un buen cantante», pensé. El encanto de su voz provocó que yo deseara aprender… el idioma que se hablara en Australia, fuera el que fuera. ¿Australiano, quizá?

Habíamos elegido el día en el que madame Goux normalmente visitaba a su hermano, así que nos quedamos patidifusos cuando la encontramos de pie en el vestíbulo. Llevaba un traje de viaje y tenía una maleta junto a ella. El Juez me dirigió una mirada penetrante y Ratón me propinó un codazo. Por lo visto, iba a tener que empezar a relatar la historia de tapadera antes de lo esperado.

– Buenas noches, madame Goux -la saludé-. Quiero presentarle a mi representante, Pierrot Vinet…

– ¡Y un comino! -me espetó, arqueando las cejas hacia mí de manera acusadora-. Sé quiénes son. Lo he oído a través de la rejilla de la ventilación. No son tan buenos espías como pensaban, ¿eh?

Me sentía demasiado sorprendida como para decir nada. Le había contado que los visitantes de la semana anterior eran de la Propagandastaffel y no había dado muestras de no creerme.

– Madame, ¿puede decirnos cuál es su intención? -le preguntó el Juez.

Su voz adquirió una escalofriante tranquilidad y percibí que se había metido la mano en el bolsillo en busca de un arma. Temía que si madame Goux afirmaba que nos iba a denunciar la matara allí mismo.

– Como ve -le respondió ella, señalando su maleta-, me voy con ustedes.

– ¿Perdone? -le preguntó Ratón.

– Que me voy con ustedes -le repitió madame Goux-. A luchar por Francia.

– ¡Oh! -exclamó el Juez, cambiando a un tono más cortés-. También puede hacerlo desde aquí, madame. Necesitamos un coordinador en París.

– ¡No me venga con esa mandanga! -ladró madame Goux-. Tengo mi documentación en regla. Puede usted comprarme un billete en la estación. Voy con ustedes como asistente personal de mademoiselle Fleurier. ¿No se les ha ocurrido que resultará extraño que una señorita viaje sola con tantos hombres?

A mí no se me había ocurrido, pero probablemente llevaba razón. Miré a Ratón, que se encogió de hombros hacia el Juez.

– Vamos, pues, madame -le dijo el Juez, poniendo los ojos en blanco-. Antes de que todo el resto del círculo social de mademoiselle Fleurier se quiera unir a nosotros.

Llegamos a la estación para encontrarla atestada de soldados alemanes y de funcionarios franceses. Puesto que el vagón de equipaje iba lleno hasta la bandera, el revisor accedió a dejar que los animales viajaran con nosotros, aunque nos advirtió que tendríamos que movernos si los alemanes ponían alguna objeción o si los perros empezaban a ladrar. El hecho de que me hubieran concedido un compartimento en primera clase era claramente una excepción: a los alemanes les daban los mejores asientos primero y después los franceses tenían que colocarse en los sitios que quedaran. Había seis asientos en nuestro compartimento y resultó que llevar a una persona más en el grupo jugó a nuestro favor. Si madame Goux no hubiera venido con nosotros, cualquier soldado alemán o funcionario francés habría ocupado el asiento libre y quizá habría intentado entablar conversación con nosotros.

Ratón y yo nos sentamos el uno frente al otro en los asientos más cercanos a la puerta. Roger se sentó junto a mí, con Charlot descansando sobre los pies, y colocamos a Eduard junto a la ventanilla. El plan era que si la policía entraba a comprobar nuestros billetes, Eduard se haría el dormido y yo hablaría por él.

Era consciente de que las paredes del compartimento eran muy delgadas y de que teníamos a alemanes a ambos lados, pero me sentía fascinada por los dos hombres de la RAF y quería saber más sobre ellos. Especialmente sobre Roger. Me preguntaba cuál sería su verdadero nombre, pero Ratón me había prohibido indagar sobre cualquier detalle de las vidas reales de mis acompañantes, por si me detenían.

– Si la torturan, cuanto menos sepa, mejor será para el resto de nosotros -me había advertido.

Eduard se había quedado realmente dormido, así que le susurré a Roger:

– ¿Nació usted en Argelia?

Si no podía mantener una conversación real con él, seguramente lo que sí que podía era familiarizarme un poco más con su historia de tapadera.

Roger entró en el juego.

– Mis hermanas y yo nos fuimos a vivir con mis abuelos después de que mis padres murieran en un accidente ferroviario. Mi abuelo era un capitán de la marina retirado que viajó a Argelia y no quiso marcharse de allí.

Ratón me miró frunciendo el ceño, y después pareció pensárselo mejor. ¿No había insistido él mismo en que las historias de tapadera tenían que practicarse hasta que fueran perfectas y hasta que se pudiera contestar a cualquier pregunta sin dudarlo ni un instante?

– ¿Y cómo es que está usted en Francia? -le preguntó a Roger.

– Mi tío me invitó a venir aquí para estudiar derecho en la Sorbona. Y me enamoré de París.

– ¿Por qué no lo convocaron para hacer el servicio militar? -le pregunté yo, sabiendo que esa sería la primera pregunta que le harían los alemanes a un hombre de su edad.

– Soy diabético -contestó.

«¡Dios mío! -pensé-. Espero que si lo detienen y los alemanes traen un médico, sea capaz de simularlo».

Traté de identificar qué era verdad y qué no de aquella historia. Adiviné que Roger probablemente sí tenía dos hermanas. También puede que hubiera estudiado derecho, pero no en la Sorbona. ¿Cuál hubiera sido la utilidad de saber derecho francés si pretendía ejercer en Gran Bretaña o en alguno de sus territorios?

No había surgido ninguna complicación cuando el revisor comprobó nuestros billetes y nuestra documentación al embarcar al tren, pero cuando nos detuvimos en la línea de demarcación y cuatro policías franceses entraron en el vagón, el pulso comenzó a latirme con fuerza.

– Bonsoir, mesdames y messieurs -nos saludó uno de los policías, echándole un vistazo a nuestro compartimento-. Sus papeles, por favor.

Tal y como habíamos planeado, Roger le sacó cuidadosamente los papeles del bolsillo a Eduard, los puso sobre los suyos y me los pasó a mí. Yo le entregué nuestros tres visados al policía mientras Ratón hizo lo mismo con los del Juez y los de madame Goux. El policía los examinó mucho más detenidamente de lo que había visto hacer a nadie antes de la guerra. Comparó mi aspecto real con la fotografía de mi pasaporte e hizo lo mismo con las de los demás. Sin embargo, contempló durante un tiempo insoportablemente largo la de Eduard.

– Despiértenlo, por favor -nos ordenó, señalando al escocés con la barbilla.

– ¿Es estrictamente necesario? -le pregunté, apoyando la mano en la muñeca del policía-. Ha contraído la gripe y lleva durmiendo desde París.

Esperaba que mi comentario sobre que Eduard tenía gripe provocara que el policía saliera de nuestro compartimento rápidamente, pero la expresión de su severo rostro no cambió. Comprobé horrorizada que se inclinaba hacia el pasillo y llamaba a otros policías para que acudieran. Observé a Ratón. En apariencia, su rostro y su postura eran tranquilos, pero vi que los nudillos se le habían puesto de color blanco, porque estaba apretando el reposabrazos con todas sus fuerzas.

Llegaron tres policías más, bloqueando el pasillo. Dirigí la mirada hacia los revólveres que llevaban atados al cinturón.

– Observen -les dijo el policía, sosteniendo los papeles de Eduard hacia ellos-. Este documento es detalladamente correcto. Eso es lo que los alemanes quieren ver. Este es el aspecto de un visado auténtico.

Los demás policías observaron el papel y asintieron.

– Los franceses no comprenden lo mucho que retrasan las cosas por no hacerlas con precisión -comentó uno de ellos.

El primer policía nos devolvió los papeles, se tocó la gorra y nos deseó un buen viaje. Tuvimos cuidado de no relajarnos tan pronto como se marchó. Hasta que los policías no se apearon y el tren no inició de nuevo su marcha, no dejamos escapar un suspiro de alivio colectivo.

– Tendremos que avisar al falsificador que utilizas en París -le dijo el Juez a Ratón-. Puede que sea demasiado bueno…

Se suponía que el viaje en tren a Marsella duraba solamente una noche, pero nos habían advertido que, con todos los controles, podía prolongarse entre dos y tres días. En cada parada tenía que sacar a los perros para que hicieran sus necesidades y a Chérie también, cuando le hacía falta. Me daba cuenta de por qué Ratón había puesto objeciones a que me llevara a los animales, pero tenía que mantenerme firme en mi decisión y encontrar un método para arreglármelas. No habíamos podido reservar compartimentos en los coches cama, pero nos resignamos a dormir sentados mientras no nos molestaran. Madame Goux y Ratón cerraron las cortinillas. Coloqué a Bruno cerca de la puerta para que nos advirtiera de si alguien entraba. Princesse se hizo un ovillo sobre mi regazo y Charlot se quedó sobre los pies de Roger. Chérie parecía feliz de dormir en su jaula sobre el portaequipajes.

En un tren atestado de alemanes, no íbamos a arriesgarnos a cenar en el vagón restaurante, por lo que me empezó a sonar el estómago mientras me quedaba dormida y soñaba con policías que inspeccionaban sin fin mis papeles. Debí de dormir durante cerca de una hora cuando el tren disminuyó la velocidad y acabó por detenerse. Oímos gritos en el exterior; las voces eran de alemanes. Me senté erguida. Los demás hicieron lo mismo. El Juez miró a través de las cortinillas.

– Otro control. Esta vez de alemanes.

Unos minutos más tarde, el revisor llamó a la puerta de nuestro compartimento.

– Que salga todo el mundo. Dejen su equipaje dentro del compartimento.

– De acuerdo -susurró Ratón en inglés-, mademoiselle Fleurier y yo nos adelantaremos con los papeles de todos. Los demás, sígannos de cerca.

Dejé a Chérie donde estaba, pero me llevé a los perros.

Nos apeamos del vagón y nos encontramos en un andén invadido por soldados alemanes. Aunque ya habíamos cruzado la línea de demarcación y se suponía que estábamos en la Francia de Vichy, parecía que los alemanes les estaban proporcionando cierta «ayuda» a los policías locales para inspeccionar los papeles de los viajeros. Vi con horror que los mostradores de control estaban divididos por idioma y que había uno para ciudadanos checos. Estábamos acabados.

– Quédese con nosotros -le susurró el Juez a Eduard-. No permita que lo separen. Pase lo que pase, mantenga la calma.

Nos condujeron a la mesa ante la que se sentaba un oficial esperando a inspeccionar los documentos de los pasajeros franceses de primera y segunda clase. Era el hombre vestido con más pulcritud que había visto en mi vida. Sus botas brillaban bajo las tenues luces de la estación como si estuvieran recién pintadas. Las hebillas y botones de su uniforme relucían, uniforme que no tenía ni una sola arruga ni ningún pliegue donde no debiera tenerlo. Aunque sus colegas también iban muy bien vestidos, tenían un aspecto mustio por el calor. Sin embargo, este oficial estaba tan cuidadosamente afeitado y lucía un aspecto tan fresco como si acabara de empezar a trabajar en ese mismo instante. Nos hizo un gesto para que nos aproximáramos. El corazón me latía con tanta fuerza que estaba segura de que el oficial podría oírlo.

– ¿Viaja usted en el tren con todos esos perros? -me preguntó en un perfecto francés-. Es antihigiénico.

Parecía el tipo de hombre al que le resultaría «asqueroso» encontrar un pelo de perro sobre sus pantalones.

– Son perros muy limpios, se lo puedo asegurar. No tienen pulgas ni lombrices -le respondí. En ese mismo momento, Bruno descansó el morro sobre la mesa, con un espeso hilo de baba resbalándole del morro. Lo aparté inmediatamente-. Son parte de mi espectáculo -añadí, procurando que no se notara el temblor de mi voz-. Para mi próxima actuación en Marsella.

– ¿Parte de su espectáculo? -El oficial contempló a Charlot aliviándose contra un poste-. Nunca la he visto actuar con animales.

Jean Renoir me aconsejó una vez que la mejor manera de calmar los nervios era comportarse de la manera contraria a como uno se sentía en ese momento.

– ¿Me ha visto usted actuar? -le pregunté, sacudiendo coqueta la cabeza y sonriéndole-. ¿Dónde fue?

– En París, en 1930. Fui a ver su espectáculo dieciséis veces.

– Bueno -le respondí, echándome a reír-. Supongo que eso significa que le gustó.

– Vamos a Marsella a diseñar un nuevo espectáculo para mademoiselle Fleurier -le explicó Ratón, con tanta labia como cualquier representante parisino-. Tiene usted que venir a verla actuar allí.

El oficial observó de reojo a los dos soldados que estaban detrás de él y les dijo en alemán:

– ¿Pueden creerse que tengo a Simone Fleurier ante mí? Y su representante me ha invitado a asistir a su espectáculo en Marsella.

– Debería usted cachearla -le respondió uno de ellos, pasándose la lengua por los labios-. No tendría que dejar pasar una oportunidad así.

Sentí que me ponía pálida. No llevaba nada encima que pudiera delatar a los demás, pero el mero pensamiento de que me cachearan aquellos hombres me resultó aterrador. Entonces, la imagen de mi madre se me apareció en la mente. La recordé mirando altiva a Guillemette en el Pare de Monceau cuando esta trató de intimidarla. De repente, me vi a mí misma dedicándole la misma mirada al oficial. Se revolvió en su asiento aunque había dado por hecho que yo no entendía el alemán. No obstante, se volvió a los otros y les dijo:

– No puedo cachear a una ciudadana francesa de su categoría sin una buena razón. Además, ¿realmente piensan que a un espía se le ocurriría viajar con semejante zoológico? Quiero decir, mírenlos. Especialmente la anciana. Tiene la cara como el trasero de un asno.

Los dos soldados se echaron a reír y el oficial hojeó nuestros papeles. Los selló y me los entregó.

– La veré en Marsella entonces, mademoiselle Fleurier -me dijo, contemplándome con la admiración de un hombre, no de un militar.

Me metí los papeles en el bolso y me volví hacia el vagón, llamando a los perros para que me siguieran. Los hombres y madame Goux hicieron lo propio, pero no nos dirigimos la palabra hasta que inspeccionaron a todos los pasajeros y los devolvieron a sus asientos. De alguna manera sentí que, aunque viajábamos juntos, cada uno de nosotros estaba realizando también aquel peligroso viaje en solitario.

Gracias a algún tipo de milagro, llegamos a Marsella a tiempo y sin más incidentes. Me resultaba extraño volver a la ciudad en la que había soñado por primera vez en convertirme en una estrella. El olor a sal y los gritos de las gaviotas me recordaron a la casa de tía Augustine. Había recorrido un largo camino desde entonces.

Había reservado una suite de cuatro habitaciones en el hotel de Noailles. Después de que un camarero nos sirviera un desayuno compuesto por tortillas, queso, croissants, melón y champán, taponamos las rejillas de la ventilación y la cerradura, y brindamos por el éxito de la primera parte de nuestra misión.

– ¡Por haber logrado salir de la Francia ocupada! -brindó el Juez.

– Me habría conformado con unos huevos con beicon -comentó Eduard, contemplando el festín que teníamos ante nosotros-. ¡Pero esto es realmente magnífico!

Era la primera vez que le oía hablar y no parecía en absoluto checo. Tenía una voz aguda y cantarina.

– Debía de estar usted deseando decir algo -le comenté-. Yo no creo que hubiera sido capaz de estar tanto tiempo sin decir ni una palabra.

Roger se echó a reír. Incluso Ratón y el Juez se permitieron sonreír. Madame Goux quiso saber de qué estábamos hablando y Ratón le tradujo nuestra conversación.

– Estoy impresionado por su sangre fría, mademoiselle Fleurier -me confesó el Juez, untándose un poco de mantequilla sobre un trozo de pan-. Es usted una mujer extraordinaria.

Me volví hacia Ratón, deseando restregarle lo que el oficial había comentado sobre los animales.

– Finalmente, Bruno, Princesse y Charlot han resultado ser la mejor tapadera.

– De acuerdo -dijo el Juez, echándose a reír-. Brindaremos también por sus animales. Y, sin embargo, no tenía ni idea de que además supiera usted alemán. ¿Dónde ha aprendido?

Le hablé sobre la temporada que pasé en Berlín y sobre las clases que tomé allí. Hice reír a todos de nuevo cuando les relaté las clases del doctor Daniel, que solía hacerme saltar sobre las sillas mientras cantaba «res» agudos.

– Usted también debió de tener unos profesores curiosos en su época, ¿verdad? -le preguntó Roger a Eduard.

El escocés dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa.

– Ninguno se igualaba a ese -replicó-. Al menos, con el piano nadie espera que seas capaz de correr y tocarlo al mismo tiempo.

– Espero poder oírle tocar antes de que se marchen -le dije-. Tengo curiosidad por saber cómo ha terminado un concertista de piano en la RAF.

– Pregúntele al capitán del escuadrón -me contestó, haciendo un gesto hacia Roger-. Yo solo soy un simple oficial. Él es el héroe de guerra. Logró derribar a varios aviones de la Luftwaffe antes de que le dieran a él.

Roger se ruborizó y, al sentirse avergonzado, bajó la guardia.

– He volado bastante en Tasmania -respondió-. Mi abuela me contó que la primera palabra que dije fue «avión»…

Ratón emitió una tos significativa y nos sumimos en un incómodo silencio. Me di cuenta de que se suponía que no debíamos llegar tan lejos. Me resultaba difícil acostumbrarme a tanto misterio. Todavía nos encontrábamos en los albores de la guerra y aún nos sentíamos alegres. La idea de acabar con nuestros huesos en la cárcel y de que nos torturaran, y menos que nos ejecutaran, no parecía real. Pero entonces ninguno de nosotros conocía a nadie que hubiera muerto de aquella manera.

– ¿Cuál es la siguiente fase del plan? -preguntó madame Goux.

Si el Juez me había felicitado por mi frialdad ante el peligro, ella también se merecía un buen cumplido. Madame Goux había demostrado mucha compostura durante todo el viaje y había representado estupendamente su papel de eficiente secretaria.

– Tenemos un contacto en Marsella -nos explicó Ratón-. Cuando hayamos hablado con él, nos marcharemos por mar o cruzaremos los Pirineos para introducirnos en España. Pero me temo que no podré decirle cuál de los dos métodos utilizaremos.

El mar sería más fácil que los Pirineos, que suponían cruzar unas escarpadas montañas, difíciles de sortear. Roger, Eduard y Ratón parecían bastante en forma como para conseguirlo, pero me preocupaba el Juez.

– Por favor, señores, coman y descansen mucho mientras estén aquí -les dije-. No repararé en gastos con ustedes. Tienen que coger fuerzas para su huida.

Roger levantó la copa de champán.

– Me gustaría proponer un brindis por mademoiselle Fleurier -anunció-. Por ser tan comprensiva.

Me di cuenta de que Roger tenía el tipo de energía que había admirado en André. Cuando había trabajo pendiente podía ser una máquina, pero en los momentos personales se ablandaba.

Los demás levantaron sus copas y me aclamaron.

– ¡Gracias! -les dije-. Les conozco desde hace muy poco tiempo y ni siquiera sé quiénes son algunos de ustedes, pero creo que voy a echarles de menos.

Levanté la vista, mirando directamente a Roger a los ojos. Me sostuvo la mirada durante un instante antes de volverse. Estaba sonriendo.

El Juez subrayó la importancia de mantener nuestras historias de tapadera para evitar sospechas. Mientras que él y Roger se reunían con su «contacto» -deduje lo suficiente como para adivinar que en realidad se trataba de dos personas, alguien que ocupaba un alto cargo en la marina francesa y un soldado aliado que había escapado del Fort Saint-Jean-, los demás teníamos que seguir manteniendo las apariencias. Hice que me instalaran un piano en la suite para que Eduard tocara, lo cual también nos proporcionó una excusa para dejar colgado en la puerta el cartel de «No molestar».

Mientras tanto, Ratón y yo fuimos a ver al director artístico del Alcazar.

– Mademoiselle Fleurier, ¡hemos tratado de que viniera a actuar aquí durante años! -exclamó Franck Esposito-. ¡Y por fin ha venido a vernos!

Según parecía, Raimu estaba a punto de realizar un espectáculo en el teatro, pero estaban interesados en que yo hiciera un par de números como artista invitada y hablamos sobre organizar una producción especial para la siguiente temporada. Para mi sorpresa, a pesar de la guerra y su falta de experiencia, Ratón consiguió negociar un buen contrato en mi nombre.

Siempre que podíamos, comíamos todos juntos en restaurantes elegantes de la Canebière, para no llamar la atención por estar siempre recluidos en nuestra suite. Marsella había sido bombardeada por los italianos, pero aparte de aquello, la guerra y los alemanes parecían estar muy lejos. Algo en el carácter duro de los marselleses me decía que opondrían mucha más resistencia que sus compatriotas del norte. Una noche, una española entró en el restaurante donde estábamos cenando vendiendo ramilletes de lavanda. Se parecía tanto a mi madre que me quedé sorprendida. «Extraño a mi familia», pensé. En medio de toda aquella agitación y miedo, deseaba estar con ellos. Sin embargo, durante las últimas semanas, había dado prioridad a mi país. Si lo hubieran sabido, seguramente me habrían implorado que hiciera exactamente lo que había hecho; pero ignoraban dónde me encontraba ni lo que estaba haciendo y me dolía pensar que les podía causar preocupación.

Una semana más tarde, mientras nos hallábamos reunidos en la suite del hotel, el Juez anunció que Ratón, Eduard y él mismo se marcharían esa noche en un tren en dirección a Toulouse.

– ¿Y qué pasa con Roger? -preguntó madame Goux.

– Él se queda -respondió el Juez.

El corazón se me paró un instante. No reuní el arrojo para mirar a Roger. No tenía ni la menor idea de quién era en realidad, pero estar cerca de él se había convertido en algo importante para mí.

– ¿Para qué? -inquirió madame Goux.

– Todavía hay cientos de pilotos derribados en Francia -le explicó Roger, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia la ventana-. También hay prisioneros de guerra fugados que están tratando de venir hacia el sur por su cuenta. A muchos de ellos los vuelven a capturar. Es una pérdida de hombres con experiencia para los Aliados. Mi contacto está preparando una serie de pisos francos desde París por todo el camino hasta el sur para conseguir llevar a esos hombres hasta los Pirineos. Pero necesita colaboración y gente en la que pueda confiar. Me voy a quedar en Francia para ayudarlo con su red.

Me sentí sobrecogida por la valentía de Roger. Los franceses demostraban demasiada cobardía egoísta, y allí había un extranjero preparado para arriesgar su vida por luchar contra el enemigo.

– Yo también quiero contribuir -le aseguré-, en todo lo que pueda.

– Y yo -afirmó madame Goux.

El rostro de Roger se iluminó.

– Ninguna de las dos se puede imaginar lo valiosas que son ustedes para la Resistencia. Pero no quiero pedirles más de lo que ya han hecho, señoras.

– Pida usted -le insté-. ¿Qué podría ser más importante para nosotras que salvar a Francia?

Roger se sentó junto a mí.

– El apartamento de París…, ¿podríamos usarlo?

– Por supuesto -le respondí-, y también tengo una casa en Marsella que he heredado. Está en el Vieux Port. No es nada del otro mundo, pero la he reformado por dentro y no es en absoluto llamativa.

Roger dio una palmada.

– ¡Habla alemán e inglés y tiene una casa en Marsella! ¡Qué descubrimiento es usted para la Resistencia!

Se volvió hacia madame Goux.

– También me tiene usted impresionado, madame. Me gustaría que volviera a París para que pueda mantener vigilado el edificio. Volveremos allí.

– ¡Mañana! -exclamé.

Pensé en el plan para visitar a mi familia una vez que el grupo de huidos se hubiera marchado. Me preocupaba saber si Minot y madame Ibert habían llegado sin percances a la finca y también si Odette y su familia estaban allí. Le expliqué mi situación a Roger, que se entusiasmó por lo que le conté.

– ¡Así que no solo rescata animales abandonados, mademoiselle Fleurier! -exclamó-. ¡También cuenta con experiencia rescatando y escondiendo gente!

Me ardía la cara. ¿Por qué todos los cumplidos que me dedicaba me hacían sentir como una niña pequeña? Un francés jamás habría logrado tal cosa.

– ¿Dónde está Sault? -preguntó, desdoblando un mapa de Francia-. ¿Cómo llegamos hasta allí?

Le mostré la línea que marcaba la vía del tren a Aviñón. Aunque el viaje se prolongaba durante cerca de seis horas con todas las conexiones, pareció emocionado.

– ¿Estaría su familia dispuesta a esconder militares aliados? Se trata de un lugar muy apartado, por si en algún momento necesitamos un sitio en donde puedan quedarse hasta que se calmen las cosas.

– Mi padre luchó contra los alemanes en la Gran Guerra -le conté-. Mi familia no tolerará el colaboracionismo.

Al oír aquello, Roger cambió de planes. Sugirió que madame Goux regresara a París lo antes posible, mientras que él y yo iríamos a ver la finca.

– ¡Ejem! -tosió el Juez, señalándose el reloj.

Les di un beso de despedida a Ratón, al Juez y a Eduard con tanto cariño como si fueran mis propios hermanos.

– Espero que volvamos a encontrarnos en tiempos mejores -les dije.


Capítulo 30

A la mañana siguiente, madame Goux, Roger, los animales y yo cogimos el tren expreso de las ocho hacia el norte. Roger y yo nos quedaríamos en Aviñón, mientras que madame Goux seguiría su camino hacia París con mi equipaje.

Después de que Kira llegara a la finca con la madre de Minot, Bernard me había escrito para decirme que mi madre y mi tía estaban emocionadas con su nueva compañera felina, pues Bonbon acababa de fallecer unos meses antes. ¡Qué sorpresa se llevarían cuando vieran que iban a tener cuatro animales más! Y aun así, alojar animales era menos peligroso que lo que Roger y yo estábamos a punto de pedirles. La guerra estaba disminuyendo mi sensibilidad al miedo. Los nervios antes de subir al escenario que había padecido durante años ahora parecían ridículos frente a la presencia de ánimo necesaria para trabajar con la Resistencia. Me sentía preparada para llegar a donde fuera con el objetivo de liberar a Francia, pero ¿podía pedirle a mi familia que también corriera el mismo tipo de riesgos?

Debido a la reducción de servicios ferroviarios entre el norte y el sur, y puesto que no habíamos reservado con antelación, tuvimos que conformarnos con subir a un atestado vagón de tercera clase. La peste a cebolla de los cuerpos sudorosos que nos rodeaban, los niños gritando por los pasillos y el equipaje amontonado a nuestros pies limitaba la conversación entre nosotros. Los perros y Chérie tuvieron que viajar en el vagón del equipaje, aunque el revisor fue muy amable y prometió asegurarse de que tuvieran suficiente agua.

Cuando el tren frenó hasta detenerse en Aviñón, nos despedimos de madame Goux y nos abrimos paso hasta la puerta de salida. Ya no existía el servicio ferroviario a Carpentras, así que Roger, los animales y yo tuvimos que tomar el autobús. El rubicundo conductor dejó escapar un gruñido cuando vio la cantidad de animales que llevaba conmigo.

– Transportar ganado va en contra de la normativa de la Compagnie Provençale des Transports Automobiles -me espetó.

– Seguramente no está usted hablando de «ganado» refiriéndose a mis animales de pedigrí, ¿verdad? -protesté-. Son parte de mi número artístico.

– ¡Pffff! -resopló, encogiéndose de hombros-. Me da lo mismo, como si mantiene usted relaciones sexuales con ellos. Va en contra de la normativa, excepto que quiera que los coloque en la baca con el resto del equipaje.

Me di cuenta de que no iba a poder embaucar a aquel sureño de aliento a ajo flirteando como lo había hecho con el oficial alemán. ¿Acaso sería capaz de hacerlo cualquier otra mujer? Terna los ojos inyectados en sangre y suciedad acumulada en los pliegues de la frente. Decidí que la solución era pagarle más dinero. Aquella fue una oferta que aceptó ásperamente, cobrándome un billete de adulto por Bruno y billetes infantiles por Princesse y Charlot y una tarifa extra por Chérie, por «sobrepeso».

– Espero que eso signifique que los perros tienen derecho a un asiento cada uno -le dijo Roger, medio en broma-. No puede usted cobrar esos precios y esperar que vayan a ocupar el pasillo.

Llegamos a Carpentras antes del mediodía y tomamos el almuerzo en un café que apestaba a aceite y queso. Sin la brisa marina que lo aliviara, el calor resultaba insoportable. El cabello me caía alrededor de la cara en mechones lacios, y cuando me pasé un pañuelo por las mejillas vi que el maquillaje se me estaba deshaciendo formando una pasta aceitosa. Hubiera deseado que pudiéramos llegar a Pays de Sault sin llamar demasiado la atención, pero desgraciadamente la mujer tras la barra me reconoció y avisó a gritos al personal de cocina de que Simone Fleurier estaba almorzando en su establecimiento. Roger y yo tuvimos que comernos nuestros sándwiches de tomate y jamón bajo la mirada curiosa de la mujer, el cocinero, el pinche de cocina y la camarera. Cuando terminamos, la mujer me pidió que le autografiara el menú del restaurante.

– Y usted -comentó, volviéndose hacia Roger-, ¿quién es usted? ¿También es actor de cine?

Roger negó con la cabeza.

– No, solo soy uno de los agentes de mademoiselle Fleurier.

Tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no reírme por el doble sentido de su afirmación. Cuando íbamos por la calle de camino a coger el autobús, le susurré a Roger:

– Tendría que haberle dicho que habíamos venido a Carpentras a rodar una película sobre el pueblo.

– Conozco los pueblos pequeños, mademoiselle Fleurier -repuso Roger, acercándome la boca a la oreja, cosa que me produjo un cosquilleo por todo el cuerpo-. Si le hubiera dicho tal cosa, no nos habrían dejado en paz ni un minuto. Todo el mundo, desde el alcalde hasta el sepulturero, se habrían matado por conseguir un papel.

El autobús que se dirigía a Sault aquella tarde era un vehículo aún más pequeño que el que habíamos tomado para llegar a Carpentras, pero el conductor fue más amable y no puso objeciones a que llevara los animales. Los saludó a cada uno de ellos a medida que se subían al vehículo. Como el único pasajero aparte de nosotros era un anciano con su acordeón, el conductor nos dijo que nos dejaría cerca de la finca en lugar de llevarnos hasta Sault.

– ¿Así que nació usted aquí? -me preguntó Roger en un susurro, cuando el conductor arrancó el motor-. ¿Entre esta gente?

– Parece que le cuesta a usted creerlo -comenté.

– Un poco. -Amagó una sonrisa-. La veía a usted como la más sofisticada de las parisinas. Pero ahora veo de dónde saca su resolución y fuerza.

Me apoyé en el respaldo de mi asiento y estudié a Roger. ¿Era posible que, mientras que yo estaba tan cautivada por él, él se sintiera tan poco impresionado por mí?

El conductor nos dejó aproximadamente a medio kilómetro de la finca. Roger y yo llevábamos una maleta pequeña cada uno. Él cogió ambas y yo cargué con la jaula de Chérie. Los perros caminaban por su cuenta. El sol aún estaba alto en el cielo, pero por suerte los árboles proporcionaban sombra a la carretera.

– ¿Alguna vez ha vivido usted en Argelia? -le pregunté.

– Nunca he estado allí-me respondió Roger-. Pero los hombres del Deuxième Bureau me hicieron estudiar la zona francesa y las casbas hasta la última tienda de alfombras y el último puesto de periódicos. Así que siento como si realmente hubiera vivido allí.

– ¿Y cómo es que habla usted tan bien francés?

– Mi padre sirvió aquí durante la Gran Guerra. Era médico. Después, se quedó para ayudar con la repatriación de los soldados. Regresó a Australia convertido en un auténtico francófilo, así que contrató a un inmigrante francés para que fuera nuestro tutor. Desde que cumplí ocho años hasta los doce, hablábamos francés en casa.

Me pareció divertida aquella historia.

– Su padre parece un hombre encantador y un poco excéntrico.

– Lo era -respondió Roger-. No le estaba mintiendo cuando le conté que mis padres murieron en un accidente ferroviario y que me criaron mis abuelos. Sin embargo, he seguido hablando francés; esa ha sido mi manera de recordarle.

Caminamos por el campo mientras Bruno nos abría un sendero entre la hierba y Charlot y Princesse correteaban detrás de las mariposas.

– ¿Y qué pasa con Tasmania? -le pregunté tras un momento.

Omití que había averiguado dónde estaba aquel lugar echando un vistazo a hurtadillas en un atlas de una librería de Marsella. Pensaba que era un país diferente de Australia, como Nueva Zelanda, pero cuando leí los comentarios me enteré de que era el estado más al sur de Australia.

Roger me contempló fijamente y arqueó las cejas.

– Estoy segura de que puede usted hablarme sobre Tasmania -le dije-. Así, si me capturan los alemanes, podré darles unos buenos consejos turísticos.

Dejó escapar una gran carcajada, tan cálida e intensa como su tono de voz.

– Supongo que no se trata de información vital, aunque los alemanes puedan albergar la intención de invadir Tasmania.

– ¿Y qué encontrarán si lo hacen? -le pregunté, cambiándome la jaula de Chérie del brazo derecho al izquierdo.

– Bueno, en el noroeste, donde yo crecí, encontrarán grandes zonas de cultivo con tierra volcánica. Al ir hacia el sur por la costa y el interior, se toparán con pueblos mineros y zonas de vegetación virgen que nadie ha pisado jamás. Y en el noreste hallarán las plantaciones de lavanda más grandes del hemisferio sur.

– ¿Plantaciones de lavanda? ¿Como las de aquí en Francia?

– Sí, muy parecidas -respondió, mirando a su alrededor-. Siempre he querido conocer la Provenza. Y ahora aquí estoy, por cortesía de los alemanes.

– Pensé que Australia era un desierto -comenté, tratando de mencionar toda la información que había leído para impresionar a Roger con mis conocimientos de su país.

Negó con la cabeza.

– Hay parte que lo es. Pero no Tasmania.

– Me gustaría ir allí algún día -afirmé con decisión, toda una declaración de intenciones por parte de alguien que acababa de descubrir dónde estaba el país-. ¿Hay allí teatros de variedades?

– En Sídney y en Melbourne, aunque primero tendríamos que terminar la guerra -me contestó sonriendo-. ¿Queda mucho para llegar a su casa?

– No, no queda mucho -le respondí.

Me preguntaba si le estaría importunando por hacerle tantas preguntas. Pero cuando él a su vez me preguntó por mi niñez en la Provenza y por cómo había llegado a ser una estrella en París, supuse que él también estaba disfrutando con la conversación. Me sorprendió que me confesara que me había visto actuar.

– Debió de ser en Londres, ¿no?

– Y en París también. Pero la vi dos veces en Londres -me explicó-. Estaba trabajando para la firma de abogados de mi tío en Inglaterra. Mis abuelos emigraron a Australia y mi padre nació allí. Pero la parte de la familia de mi madre es inglesa cien por cien: son todos pálidos de piel, débiles y muy endogámicos.

– No lo creo -repliqué, echándome a reír-. Mire qué resistencia tan apasionada están ofreciendo los británicos. Además, yo admiro mucho a Churchill.

– ¿En serio? -preguntó Roger-. Es un buen amigo de mi tío.

– Hace que los líderes franceses que nos han metido en esto parezcan muy poca cosa.

– La próxima vez que lo vea le transmitiré lo que usted acaba de decir -me aseguró Roger-. Se alegrará, porque me consta que ha visto todas y cada una de sus películas. Fue mi madre la primera que nos vio cruzando los campos hacia la casa. Les estaba echando las sobras a las gallinas, con el cabello recogido hacia atrás bajo un pañuelo. Cuando llegamos al muro, levantó la barbilla como si estuviera olfateando nuestro olor por el aire y entonces se volvió con la mano haciéndose visera sobre la frente, para darse sombra a los ojos.

– ¡Simone!

Unos segundos más tarde, tía Yvette y Bernard aparecieron en la puerta de la casa. Una de las ventanas en la casa de mi padre estaba abierta, y Minot y madame Ibert se asomaron por ella. Antes de que hubiéramos llegado al patio, todos ellos se acercaron a nosotros. Mi madre se echó a mis brazos.

– No hemos sabido nada de ti durante el último mes -dijo tía Yvette-. Hemos estado muy preocupados.

Le expliqué que las oficinas de correos habían cerrado durante la invasión y pregunté por monsieur Etienne y Odette. Me sentí decepcionada al escuchar que no se habían puesto en contacto con Bernard. Entonces me di cuenta de que todo el mundo estaba mirando a Roger.

– Este es mi amigo Roger Delpierre -les expliqué.

Dejé la presentación ahí. No quería mentirles y decirles que Roger era mi director de escena o mi agente, pero allí de pie, bajo el sol, con tantas cosas de las que hablar, no parecía el momento adecuado para explicarles nuestra misión. Bernard le tendió la mano a Roger y todos le dieron la bienvenida.

– Y estos son Bruno, Princesse y Charlot -les dije, presentando a los perros.

Roger me cogió la jaula de la gata y la levantó en el aire.

– Y esta es Chérie, a la que Simone rescató en París.

Mi madre me contempló fijamente y se agachó para acariciar a los perros. Sentí que me ardían las mejillas. Por alguna razón, Roger me había llamado «Simone», en lugar de «mademoiselle Fleurier». Quizá era porque yo le había presentado como mi amigo, pero el efecto fue que nos puso a un nivel mucho más íntimo.

– Simone es la misma de siempre. Recoge mascotas allá por donde va -comentó tía Yvette.

La cocina de tía Yvette había cambiado tan poco como ella misma a lo largo de los años. A medida que nos fuimos adentrando desordenadamente en ella para resguardarnos del calor exterior en su frescor, sentí como si estuviera volviendo al pasado. Todavía flotaban en el ambiente los familiares aromas a romero y a aceite de oliva, y la multitud de ollas estaban colgadas de las vigas. Qué lejos de allí parecía la guerra. Todo estaba igual que siempre. La madre de Minot estaba sentada a la mesa, comiéndose un cuenco de sopa. A sus ochenta y siete años tenía una mente muy despierta, aunque le tuvieron que recordar quién era yo. Kira se había encaramado a uno de los armarios. Tan pronto como me vio, dejó escapar un maullido y corrió hacia mí. La levanté y frotó el morro contra mi mejilla, ronroneando.

– Esta es Kira, una de mis amigas más antiguas -le expliqué a Rogen.

– Nunca habíamos tenido a tanta gente en la finca -comentó Bernard, haciéndonos un gesto para que nos sentáramos-. Pero, de todos modos, tenemos mucho sitio.

Roger y yo nos intercambiamos una mirada. Bernard se dio cuenta y me dedicó una mirada confundida.

Mientras mi madre y tía Yvette nos preparaban pan y frutos secos, madame Ibert y Minot les llevaron agua a los perros, que estaban fuera. Kira y Chérie se quedaron en la cocina, mirándose la una a la otra. Chérie estaba acostumbrada a los otros animales y no tenía miedo. Conquistó a Kira acercándose poco a poco a ella y olfateándole la nariz. Después de aquello, todo fue bien y se sentaron juntas al lado de la puerta, mirando como revoloteaban los insectos en la hierba, sacudiendo al unísono sus colas de cazadoras.

– No hemos visto ni un solo alemán por aquí -comentó Bernard-. A pesar de lo que ha pasado en el norte.

– Así que las cosas no han cambiado mucho en la aldea, ¿no? -le pregunté.

Bernard negó con la cabeza.

– Excepto que monsieur Poulet ha recibido orden de quitar la estatua de la Marianne y otros símbolos de la República. Están sustituyendo el lema: «Libertad, igualdad, fraternidad» por el nuevo aforismo de Pétain: «Familia, trabajo, país».

– ¿Los sentimientos por aquí se han vuelto en contra de los Aliados desde el bombardeo de Mazalquivir? -le preguntó Roger, cogiendo un higo-. En Marsella sí ha sucedido.

Comprendía que Roger estaba tanteándolo, tratando de ganarse la fidelidad de mi familia. Bernard me contempló en busca de algún gesto de confianza. Sabía que el acento de Roger le había dejado perplejo. No era demasiado pronunciado, pero resultaba imposible no notarlo. Claramente, no provenía ni de París ni de Marsella.

– Muchos de los marineros que murieron probablemente eran de allí -le contestó Bernard cautelosamente-, pero la mayoría de la gente aquí piensa que era de esperar. ¿Qué otra cosa podían hacer los Aliados? Pétain les sacó las castañas del fuego, y los británicos advirtieron a la marina francesa que se verían obligados a destruir la flota si no se entregaban. No podían permitir que los barcos cayeran en manos alemanas.

– ¡Malditos boches! -murmuró madame Meyer.

Roger contempló fijamente a Bernard.

– Su aldea debe de contar con un buen servicio de noticias -observó-. Lo único que llega a Marsella y a París es la propaganda alemana.

Bernard palideció. Comprendí su temor. En los tiempos que corrían, una opinión inadecuada podía ser fatal.

– No pasa nada -le aseguré-. Roger piensa lo mismo que tú.

Bernard me miró con tal confianza que me enterneció el corazón. Se inclinó sobre la mesa.

– Nuestro alcalde ha conseguido montar un aparato de radio. Hemos estado escuchando la BBC.

Sintonizar una cadena de radio «enemiga» era ilegal y estaba penado con la cárcel. Contemplé a mi familia y amigos con orgullo. Habían nacido para ser de la Resistencia.

Mi tía y mi madre sirvieron el vino y se sentaron a la mesa con nosotros. Madame Ibert y Minot entraron para unirse a la discusión. Noté que el pie de Roger me daba un golpecito en el mío. Confiaba en Roger y sabía cómo era mi familia. Ahora era el momento de reunidos a todos.

– Yo respondo de la discreción de mi familia -le dije a Roger-. Y Minot y su madre son judíos. Madame Ibert siente lo mismo que yo con respecto a los nazis. Creo que debería contarles a todos lo que tiene que decir. De todos modos, tendrán que trabajar juntos.

– Soy australiano -anunció Roger, y una vez que todo el mundo se hubo recuperado del asombro, continuó explicándoles cómo llegó a quedarse aislado en Francia y lo que pretendía hacer para construir una red para la Resistencia.

– ¡Y yo que había pensado que era usted el prometido de Simone! -comentó mi madre, con una sonrisa bailándole en los labios.

La sangre se me agolpó en las mejillas. Estaba segura de que debía de estar brillando como un farolillo. Resultaba irónico que mi madre, que apenas solía pronunciar palabra, especialmente en presencia de extraños, se hubiera atrevido a decir algo tan embarazoso. Roger se revolvió en su asiento. Ninguno de los dos nos atrevimos a mirar al otro. Lo único que pude hacer fue dedicarle a mi madre una mirada de reproche.

Bernard salió en mi rescate.

– Si hay cualquier cosa que podamos hacer para ayudar a Francia -declaró-, le aseguro que tendrá nuestro apoyo total para ello.

Roger examinó cuidadosamente cada uno de los rostros de las personas que estaban sentadas a la mesa. No había duda de que había creado un equipo extraordinario en una sola tarde. Tenía a su disposición a una estrella del teatro de variedades, a una violinista, a un comerciante de lavanda, un director de teatro, dos campesinas y una octogenaria.

Roger sonrió y levantó su copa.

– Tenemos una nueva célula en la región de Pays de Sault -sentenció-. Mesdames y messieurs, bienvenidos a la red.

Aunque mi madre y mi tía nos rogaron que nos quedáramos más tiempo, pasar un día más fuera de París podía significar perder un nuevo soldado a manos de los alemanes. Roger y yo se lo agradecimos, pero les explicamos que debíamos regresar a París lo antes posible. Habíamos decidido que madame Ibert viniera con nosotros para que pudiera organizar su apartamento como piso franco.

Les había cogido tanto cariño a Chérie y a los perros que me dio pena dejarlos. Pero vi lo que disfrutaban corriendo por la finca y lo mucho que le gustaban a mi madre. Tenía pensado dejar a Kira también, pero se frotó contra mis piernas y maulló con tanta vehemencia que mi madre sugirió que me la llevara.

– No creo que nuestro trabajo fuera a ser el mismo sin al menos un compañero peludo -afirmó Roger, cargando la jaula gatera en la parte de atrás de la camioneta de Bernard, y subiéndose él mismo después para sentarse con Kira y que madame Ibert y yo pudiéramos viajar en la parte delantera.

– No deberías haberte enfadado conmigo por decir que era tu prometido -me susurró mi madre-. Es amable y no ha apartado la mirada de ti en ningún momento. No quiero que estés sola.

Hice como que no la oía. En otro momento y otro lugar, podría haberme permitido el lujo de enamorarme de Roger. Pero estábamos en guerra, luchando por salvar nuestros países. ¿Cómo podía involucrarme en nada más?

París estaba sombrío cuando regresamos. Los conciliadores muchachos de pueblo de la primera avanzadilla alemana habían sido sustituidos por oficiales más siniestros, y la verdadera naturaleza de la ocupación alemana estaba empezando a salir a la luz. La mayoría de las tiendas cerca de la Gare de Lyon estaban abiertas, pero apenas había comida en los escaparates y las baldas. Es decir, apenas había comida para los franceses. Mientras que los parisinos tenían que hacer cola para que les proporcionaran escasas raciones de pan y carne, vimos a un carnicero llenando un automóvil alemán de multitud de paquetes. La divisa de la ocupación se había fijado en veinte francos por marco. Antes de la guerra era menos de cuatro.

– Qué manera tan sofisticada de saquear -murmuró Roger, leyendo la notificación de racionamiento colocada en el escaparate de una panadería.

Tras leer otras notificaciones, nos enteramos de que los comercios de ropa y calzado también estaban obligados a racionar sus existencias.

No había taxis que nos pudieran llevar hasta el apartamento. Todos los automóviles habían sido requisados para el avance bélico alemán. Sin embargo, había demasiados alemanes en el métro para que nos sintiéramos seguros viajando en él. Tendríamos que caminar todo el trayecto desde la Gare de Lyon hasta los Campos Elíseos.

Nos sentimos consternados cuando llegamos a la plaza de la Bastilla y vimos que las señales de las calles estaban en alemán. La única nota de humor que hizo que nos echáramos a reír fue cuando pasamos junto a una tienda con un retrato de Pétain en el escaparate. Estratégicamente colocado junto a él había un cartel que decía: Vendu. Vendido.

Por suerte, encontramos a madame Goux en la portería de nuestro edificio de apartamentos, y no había ningún alemán residiendo allí.

– Me he dedicado a subir y bajar las escaleras todas las mañanas y las noches -nos contó-. He encendido y apagado las luces y he corrido y descorrido las cortinas. Pero dos puertas más abajo en esta misma calle, los boches han expulsado a los ocupantes de los apartamentos. Les han dado recibos por los muebles -pendientes de devolución en «algún momento del futuro»- y veinticuatro horas para marcharse.

– ¿Dos casas más abajo? -exclamé, mirando a Roger-. ¿No es un poco cerca?

Negó con la cabeza.

– A veces, la mejor manera de engañar al enemigo es trabajar delante de sus narices.

Al día siguiente, madame Ibert, madame Goux y yo nos pusimos manos a la obra para preparar los apartamentos para nuestros «invitados». Desarrollamos toda una serie de señales, incluyendo felpudos fuera de lugar, jarrones vueltos del revés y golpes en las tuberías, para avisarnos de cualquier visita alemana. Roger se mantuvo ocupado estableciendo contactos con los miembros parisinos de la red y dos días más tarde ya teníamos alojados a once pilotos derribados. Con tantos hombres sanos entrando y saliendo de nuestro apartamento, necesitábamos una buena tapadera. Roger logró encontrar dos médicos adscritos a la causa que instalaron sus consultas en el apartamento de monsieur Copeau: un psiquiatra llamado doctor Lecomte y el doctor Capet, que era especialista en enfermedades venéreas. Si había dos cosas por las que los alemanes sentían terror eran las enfermedades mentales y las contagiosas.

Durante aquellos días me desperté sobresaltada varias veces por la noche, segura de que había un alemán de pie junto a mi cama o de que había oído un intruso en el piso de abajo. Me dirigía descalza hasta el piso superior para que quienquiera que estuviera de guardia me asegurara que todo iba bien. A veces, el vigilante de turno me abría la puerta para que pudiera asomar la cabeza y ver que todos los hombres estaban allí, durmiendo pacíficamente. Buscaba con la mirada a Roger entre los cuerpos tendidos. Tenía la costumbre de tumbarse perfectamente quieto, con las manos cruzadas sobre el pecho, como un ángel arropado entre sus alas. Cuando Roger estaba de guardia, le llevaba una botella de vino y nos bebíamos una copa cada uno y charlábamos hasta que llegaba el alba.

– Su madre no es hija de gitanos -me contó Roger una noche-. Es la hija legítima de sus abuelos.

– ¿Cómo lo sabe? -le pregunté.

– Me lo contó el día que fuimos a visitar a su familia. Después de que usted se fuera a la cama, su madre y yo nos quedamos despiertos y charlamos.

– Hmmm -musité.

Le había preguntado a mi madre por la verdad de sus orígenes decenas de veces y siempre había eludido mis preguntas. ¿Qué la había llevado a contarle a un completo extraño cosas que no le había dicho ni a su propia hija?

– Su abuelo era pastor y su abuela era de origen italiano, de Piamonte -me contó Roger, contemplando mi desconcierto con aire divertido-. Su padre conoció a su madre en la feria de Digne.

Sabía la historia de la feria de Digne; mi padre me la había contado. Pero ¿y qué pasaba con el resto de los datos? Nadie había mencionado nunca que mi abuela fuera italiana.

– ¿Cómo sabe usted que le ha contado la verdad? -le pregunté-. A mi madre le encanta tomarle el pelo a la gente con sus historias misteriosas.

Roger alargó la mano y me tocó el cabello.

– Eso explicaría el color de su pelo. Usted misma podría ser italiana, ya sabe.

Sentí un cosquilleo en el cuello. Me volví, preguntándome si pretendía besarme. Pero Roger ya estaba de pie junto a la ventana, contemplando el alba rompiendo en el cielo.

– Nos marcharemos al sur hoy -anunció, frunciendo el ceño-. El tiempo es bastante malo. Quizá así los boches nos dejen en paz.

Roger, madame Ibert y yo hacíamos turnos para acompañar a los hombres al sur con papeles falsos. Como yo era la que más llamaba la atención, normalmente acompañaba a los prisioneros de guerra franceses que habían escapado o a los soldados británicos bilingües, preferentemente los que tenían algún tipo de talento teatral en caso de que hubiera que demostrar sus historias de tapadera. Con tantos hombres distintos pasando por nuestras manos, costaba mucho dinero alimentarlos y conseguirles ropa francesa, billetes de tren y papeles falsos. Dado que padecíamos las limitaciones del racionamiento, solíamos tener que comprar la comida en el mercado negro, donde los productos podían llegar a costar diez o doce veces su precio normal. Madame Ibert y yo nos sentíamos felices dándoles todo lo que podíamos, pero los alemanes habían limitado la cantidad de dinero que los ciudadanos franceses podíamos retirar de nuestras cuentas bancarias mensualmente y, aunque habíamos optado por vender nuestras joyas y parte de nuestros muebles, siempre nos quedábamos cortos de existencias.

Aunque yo no actuaba para los alemanes, sí que hice espectáculos en el Alcazar en Marsella y en otras ciudades de la zona no ocupada. Hice lo posible por mantener mi coartada de estrella extravagante de gustos caros, mientras bebía sucedáneo de café y comía carne de soja siempre que me encontraba a solas para poder ahorrar dinero para la red. Pero por muy duro que trabajara, nunca era suficiente. Hacia noviembre quedó claro que el mayor inconveniente para el éxito de nuestra misión, aparte de los propios alemanes, era la falta de dinero.

A finales de noviembre actué en un teatro de variedades de Lyon. Una noche, después del espectáculo, me puse el abrigo y las botas para salir al frío helador del invierno, me dirigí hacia la puerta de artistas y me sorprendió ver a alguien de pie junto a la escalera. Las luces de las farolas estaban apagadas, pero bajo el azulado brillo del cartel que había sobre la puerta pude ver la silueta de un hombre alto apoyado contra la balaustrada. Estaba exhalando espectrales nubes de vaho. Sentí un cosquilleo en la piel. Lo conocía por su altura y su forma, pero no recordaba de dónde. La puerta de artistas hizo un ruido sordo al cerrarse cuando yo salí y el hombre se volvió. Era André.

– Hola, Simone -me saludó, con la luz brillándole en sus ojos negros-. He visto el espectáculo. Has estado maravillosa.

Me sentí tan sorprendida de verle que hice lo posible por mantener la compostura y murmuré un «gracias», como si estuviera hablando con cualquier admirador en la calle y no con el hombre al que había amado durante años. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿No se suponía que se encontraba en Suiza?

– ¿Puedo invitarte a cenar? -me preguntó-. Esta noche estoy solo y sería agradable tener a alguien con quien hablar.

Cuando mencionó la comida, sentí un retortijón en el estómago. Me había estado alimentando a base de fastuosos almuerzos en los mejores bouchons de Lyon para guardar las apariencias de estrella y me había saltado el resto de las comidas para ahorrar el dinero. Pero era difícil hacer un espectáculo todas las noches y dormir en una habitación de hotel sin calefacción con tan poca comida en el cuerpo. Quizá resultaba inadecuado que aceptara la invitación de un hombre casado y padre de dos niñas, pero estaba tan sola y cansada del trabajo que dejé al margen toda precaución y asentí.

André hizo una señal hacia un automóvil aparcado en la esquina. Era un Citroën conducido por un chófer uniformado. El único francés que podía disfrutar de un privilegio así era aquel que estaba a sueldo de los alemanes. «Dios mío -pensé, sintiendo un vacío en la mente-, André es un traidor».

– Es extraño que nos hayamos encontrado así después de todos estos años -comentó André, ayudándome a salir del coche cuando el chófer lo detuvo delante de un bistró.

Dentro, el restaurante estaba lleno de oficiales franceses y tipos de aspecto sórdido ataviados con trajes llamativos. La comida del menú provenía del mercado negro: alcachofas, salchichas de cerdo curado y quenelles de lucio. Aquella era comida que la mayoría de los franceses no habían podido catar desde hacía meses.

Observé a André mientras le pedía nuestra cena al camarero, tratando de encontrar en el distinguido caballero sentado ante mí al hombre con el que había compartido mi vida durante tantos años. Su rostro seguía siendo bello, como siempre, pero tenía algunos mechones canosos en las sienes. Recordé el dolor que sentí en el corazón aquella última noche en la casa de Neuilly y me di cuenta de que todavía conservaba parte de aquel sentimiento.

– Creo que es la primera vez que actúas en Lyon -comentó André, volviéndose hacia mí.

Charlamos de unas cosas y otras, excepto sobre la guerra y sobre nuestras respectivas vidas privadas. André y yo éramos dos espíritus que se movían en un mundo de tinieblas. La Francia reluciente que habíamos compartido en su momento había desaparecido; el amor que habíamos sentido el uno por el otro seguía siendo un tema demasiado doloroso de abordar.

– ¿Todavía sigues teniendo a Kira} -me preguntó André mientras el camarero rellenaba nuestras copas de vino.

Me eché a reír y le conté que Kira estaba bien, y la conversación entre nosotros empezó a resultar más fácil. La calidez del ambiente del restaurante me descongeló los huesos y el vino de Borgoña comenzó a inundarme la cabeza. Aparté la copa de vino, recordándome a mí misma que debía tener cuidado. En otra época, había mantenido una relación íntima con André, pero aquel había sido otro momento y otro lugar. Ya nadie conocía a nadie: los padres no conocían a sus hijos; los maridos no conocían a sus esposas. Una palabra en falso a André y podía poner en peligro toda la red.

– ¿Así que tus fábricas en Lyon todavía están en activo? -le pregunté-. Con el racionamiento, no pensé que pudiera subsistir el mercado.

– Exporto para los alemanes -me respondió André-. Fabrico uniformes para su ejército.

Su franqueza me sorprendió. Me resultó imposible mantenerle la mirada. ¿Cómo podía tener tan poca vergüenza? El André que yo conocía no habría hecho una cosa así. Volví a mirarle y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Es el único modo que tengo de ayudar a Francia -me dijo. Parecía estar dándole vueltas a algo en la cabeza. Me di cuenta con cierta sorpresa de que estaba dudando de si podía confiar en mí. Debió de decidir que sí, porque bajó la voz y me explicó-: Tras el armisticio, no parecía que hubiera nada que un hombre pudiera hacer para borrar la vergüenza de Francia. Al menos, de esta manera, puedo mantener a mis empleados en sus cargos y evitar que los envíen a campos de trabajo. Los hombres que trabajan para mí tienen familias que alimentar. Las mujeres tienen maridos en campos de prisioneros de guerra e hijos hambrientos en casa. Es lo único que puedo hacer para ayudarles.

El temblor de su voz me llegó al corazón. Una sensación de alivio recorrió mi interior. Era como si fuéramos el André y la Simone de antaño en nuestros días de inocencia, en aquella época en la que nunca dudé de que pudiera confiar en él. Quería rodearle entre mis brazos. No, André no había cambiado. El resto del mundo se había vuelto loco, pero André era el mismo. Los comensales de la mesa contigua dejaron escapar una risotada. Tenían los rostros ruborizados y los ojos vidriosos por la bebida.

Me incliné sobre la mesa.

– André -le susurré-, cógeme de la mano como si estuviéramos manteniendo una conversación íntima. Hay algo que necesito contarte.

Pareció sorprendido, pero hizo lo que le pedía, corriendo su silla para sentarse más cerca de mí. Si le revelaba mi secreto, podría estar condenándome a muerte a mí misma y al resto de los integrantes de la red. Pero sin dinero, no podríamos seguir adelante. Tenía que correr el riesgo. Además, cuando André me cogió de la mano, sentí la misma comodidad y fuerza que había experimentado junto a él hacía años.

– Hay algo que puedes hacer para ayudar -le confié-. Yo no creo que la guerra esté perdida para Francia, que nos hayan derrotado. ¿Has oído hablar de De Gaulle?

André se revolvió en su asiento. Estudió mi rostro y, cuando lo hizo, el brillo volvió a sus ojos.

– Simone -susurró-, ¿te has unido a la Resistencia? -Sí.

– Es muy peligroso. Te ejecutarán si te descubren.

– Así es.

Había dado el salto y no tenía otra opción que continuar. Le expliqué el trabajo que estaba haciendo y el problema que teníamos de dinero. Se mantuvo inmóvil durante tanto tiempo que a lo largo de unos escalofriantes segundos me pregunté si me habría equivocado al confiar en él. En parte, había esperado sentir el cañón de la pistola de un hombre de la Gestapo apretándose contra mi cuello. Entonces, André despertó de su ensoñación y me miró a los ojos.

– No solo os ayudaré con dinero, sino que también puedo proporcionaros ropa -me dijo-. Y si tu contacto piensa que puede darle cualquier otro uso a mis fábricas para esconder a los fugitivos, dile que venga a verme.

André pagó la cuenta. Fuera, le dijo a su chófer que me iba a acompañar caminando hasta mi hotel.

– Debemos tener mucho cuidado a partir de ahora, Simone -me advirtió mientras doblábamos la esquina-. Estoy vigilado. No solo por los franceses y los alemanes, sino también por mi hermana.

– ¿Qué quieres decir?

– Guillemette está en París -me respondió, apartando la vista-, celebrando fiestas para el alto mando alemán. La mayor parte de la alta sociedad parisina hace ese tipo de cosas. Algunas de las mujeres incluso se están acostando con ellos, siempre que eso signifique para ellas que puedan continuar bebiendo champán y comiendo foie gras. Mi esposa y yo nos hemos desvinculado de nuestras familias y nos hemos mudado aquí.

La mención de su esposa supuso un súbito recordatorio de por qué André y yo no podíamos estar juntos. Me acordé de la princesa en el funeral del conde Harry. Entonces ya había percibido que era una mujer excepcional. El hecho de que alguien que gozaba de tantos privilegios sociales fuera capaz de darle la espalda a la alta sociedad parisina hizo que la admirara incluso más. Cogí las manos de André y se las apreté.

– Gracias -le dije-. Lo que te has ofrecido a hacer ayudará a la Resistencia enormemente. Cada vez que envíes otro lote de uniformes a Alemania, sabrás que los beneficios están ayudando a Francia.

Me contempló fijamente. Durante un momento pensé que se iba a inclinar y me iba a besar en los labios. El rostro de Roger se me apareció en la mente y retrocedí un paso. Pero André no avanzó hacia mí. En su lugar, miró por encima de su hombro y dijo:

– No me lo agradezcas, Simone. Soy yo el que se siente agradecido contigo.

Le observé mientras caminaba calle abajo y desaparecía en la oscuridad de la noche.


Capítulo 31

El invierno de 1940 fue el más frío de los que yo recordaba desde hacía años. Los alemanes no estaban dispuestos a utilizar su transporte para traer carbón a París, así que nuestros apartamentos se quedaron sin calefacción, aunque los braseros de carbón de los establecimientos que ellos frecuentaban siempre estaban encendidos. Madame Ibert y yo hicimos lo posible para que los hombres que escondíamos mantuvieran el calor. André nos proporcionó mantas y sobretodos, y nosotras les tejimos calcetines y guantes con el algodón crudo que caía en nuestras manos. Sin embargo, la comida seguía siendo un problema. Incluso en el mercado negro estaba empezando a escasear. Madame Ibert y yo tratamos de cocinar sopas, pero había días en los que lo mejor que podíamos hacer era caldo aguado de pollo. Me alegré de no tener a los perros conmigo. Kira se comía media lata de sardinas al día y se pasaba el resto del tiempo hecha un ovillo en el interior de una sombrerera a rayas dentro de mi armario; esa era su versión de la hibernación. Los demás solíamos irnos a dormir inmediatamente después de la cena. Era la única manera que teníamos de conservar el calor.

– Nos va mejor que a mucha otra gente -afirmó madame Goux, entrando de la calle en un frío día, con cuatro zanahorias mustias dentro de su bolsa de ganchillo-. La gente está quemando sus muebles y forrándose la ropa con periódicos.

– Todavía no hace tanto frío como en Escocia -comentó uno de los hombres que estaba a nuestro cuidado.

Me eché a reír, contenta de que al menos mantuviera su sentido del humor. Con las tensiones bélicas, las condiciones de hacinamiento, el frío y el hambre, corríamos el riesgo de que la gente comenzara a perder los estribos.

En una ocasión, Roger regresó del sur con una peligrosa misión entre manos. El capitán de un barco había accedido a ocultar a una veintena de personas a bordo de su navío, que se dirigía a Portugal. Teníamos alojados exactamente a veinte hombres en aquel momento y el único modo de llegar a tiempo antes de que el barco zarpara era llevarlos al sur a todos juntos. Era suficientemente arriesgado transportar a tantos hombres, ninguno de los cuales hablaba francés, con Madame Ibert, Roger y yo como únicos acompañantes, pero a aquel peligro había que añadirle la razón por la que se nos habían acumulado tantos refugiados bajo un mismo techo. Cuatro pisos francos habían sido desmantelados por agentes dobles y a los miembros de la Resistencia les habían torturado clavándoles espinas en las manos antes de fusilarlos. Tras una semana viviendo bajo aquellas tensas condiciones, tuvimos que abortar nuestro intento de llevarlos a todos al sur en un solo grupo cuando llegamos a la estación y descubrimos que habían colgado las fotografías de algunos de ellos en los tablones de anuncios con recompensas por su captura. El barco tendría que partir sin ellos.

Tener que regresar a un apartamento abarrotado y esperar hasta que pudiéramos conseguirles nuevos papeles y cambiar su aspecto con la ayuda de una de las ayudantes de vestuario del Adriana fue demasiado para algunos de ellos. Comenzaron a pelearse por cosas insignificantes como que alguien roncara o que pasara demasiado tiempo en el baño. Dos hombres se enzarzaron en una pelea por un juego de cartas. Algunos comenzaron a cuestionar el liderazgo de Roger.

– Si pierdo su confianza y su respeto, Simone, casi podemos entregarnos directamente a los alemanes -me dijo.

Roger, por lo que descubrí, era el tipo de persona que pensaba a lo grande. «Imposible» no era una palabra con la que se sintiera fácilmente identificado. Así, era bastante poco habitual verle tan abatido. Se estaba enfrentando a una tarea ingente. Yo ya había percibido signos de agotamiento entre los hombres incluso antes de que nos dispusiéramos a viajar al sur. Sus posturas los delataban: se encorvaban hacia delante, mirando fijamente el suelo, con los brazos cruzados al pecho como si estuvieran tratando de evitar que el corazón les estallara. Pensé en las historias que mi padre me había contado sobre hombres en las trincheras que padecían neurosis a causa de la guerra: temblando y sollozando, se lanzaban directamente contra el fuego enemigo.

La certeza de la muerte era preferible a estar esperándola constantemente.

– Es el cansancio que produce la guerra -le respondí-. Por mucho que les hayan entrenado para ser soldados, no significa que no lo sientan.

Roger asintió.

– Percibo que están listos para rendirse -me confesó.

Nos sumimos en un silencio que duró unos instantes, ambos contemplando la situación. Pensé en André. Yo había tratado de ser fuerte cuando nuestra relación se desmoronó, pero al final todo se me vino encima.

– La gente no puede vivir bajo presión a todas horas; algo se rompe inevitablemente -comenté.

– Tú y yo tenemos que andarnos con cuidado, porque soportamos la presión demasiado bien.

Comprendí a qué se refería Roger. El subidón de adrenalina que sentíamos cuando superábamos los controles alemanes era útil para mantenernos alerta al peligro. Pero lo habíamos hecho ya tantas veces que existía la posibilidad de que nos fuéramos insensibilizando y comenzáramos a cometer errores tontos.

– ¿Crees que es lo que nos está pasando ahora? -le pregunté-. ¿Crees que nos estamos arriesgando demasiado tratando de llevar a todos esos hombres al sur?

Roger negó con la cabeza. Parecía sinceramente confundido.

– No lo sé, Simone. Estoy empezando a dudar de mí mismo.

Me apoyé contra la pared y me fijé en Kira, sentada en el umbral de la puerta, lamiéndose las patas. Por alguna razón, me recordó al globo con forma de gato que me regalaron como inocentada para desearme buena suerte en el Ziegfeld Theatre y tranquilizarme antes de la actuación. De repente, se me despertó la artista que llevaba dentro.

– Tengo una idea -le dije a Roger-. Ayúdame a llevar arriba mi gramófono.

Roger transportó el gramófono al apartamento de monsieur Nitelet, donde se alojaban los hombres, y yo le seguí con un montón de discos entre los brazos. Después de dejar el gramófono sobre una silla, Roger puso un disco de tangos y yo invité a los hombres que sabían bailarlo a acompañarme por turnos. Al principio me resultó difícil convencerlos, pero después de engatusarlos, descubrí a dos bailarines de tango realmente buenos entre el grupo de hombres. Uno de ellos ejecutaba unos movimientos y unos giros tan exuberantes que logró atraer el interés de todo el mundo. Repartí a los hombres en grupos y les di una clase antes de pedirles que se pusieran por parejas.

– No somos maricas -objetó un neozelandés.

– El tango argentino se bailaba originalmente entre hombres -le respondí-, en los días en los que se importaba mano de obra y había falta de mujeres.

A pesar de sus protestas iniciales, los hombres pronto se animaron y comenzaron a bailar entre sí. Tanto los que se dedicaban a sobreactuar como los que estaban tratando de dominar el baile con la misma seriedad que aplicaban a su instrucción militar, quedó claro que se estaban divirtiendo mucho. El neozelandés se emparejó con un australiano, levantando la nariz en el aire y contoneando las caderas.

– Esto no tendría que resultarte extraño, camarada -se burló de él el australiano-. Debes de estar más que acostumbrado a hacer esto mismo con las ovejas.

Sus carcajadas me hicieron reír a mí también y me percaté de que hacía meses que no me había reído con tanta facilidad.

– ¿Me permites? -me preguntó Roger, tendiéndome la mano.

– Por supuesto -le respondí, ruborizándome como una adolescente.

Roger era uno de los hombres más seguros de sí mismos que había conocido jamás, aunque siempre se mostraba reservado ante mí. Pensé que sería demasiado tímido como para sujetarme, pero cuando me sostuvo entre sus brazos, lo hizo de un modo tan apasionado que se me aceleró el pulso. Era un bailarín excelente y me llevaba con mucha seguridad. Y lo que resultaba más sorprendente: comenzó a cantar en español junto con el cantante del disco en un tono maravillosamente melodioso.


Lo verás en el fuego

todo lo que es mentira

y todo lo que es verdad.

Bailemos un tango

para que cuando me marche

pueda verte en mis sueños


Rivarola me había enseñado que al bailar un tango tenía que imaginarme a mí misma como si fuera un elegante gato: hermoso, orgulloso y grácil. Nunca me había sentido de ese modo con él. Pero así era como me sentía entre los brazos de Roger.

– Tú no eres una mujer normal, ¿verdad que no, Simone Fleurier? -me susurró Roger al oído-. No solo eres valiente y hermosa, sino que también eres inteligente. Las cosas no iban nada bien, pero tú has conseguido subirle la moral a todo el mundo.

El ambiente de la habitación había cambiado perceptiblemente. Los hombres sonreían y se daban palmadas en la espalda. Percibí que sus ánimos renovados y su camaradería les harían superar sin incidentes el peligroso viaje que tenían ante así.

– Quería que tuvieran un buen recuerdo de París -le dije.

Roger me levantó la barbilla con la punta de los dedos para que le mirara directamente a los ojos.

– Tú eres mi recuerdo más preciado de París.

Un hormigueo cálido me recorrió los brazos y un cosquilleo agradable me bajó por la columna. Pero no fui capaz de mantenerle la mirada a Roger y la aparté.

– ¡Vamos! -exclamó el soldado australiano, dándole un toque a Roger en la espalda-. Mademoiselle Fleurier es la que ha empezado todo esto, así que al menos quiero una oportunidad para bailar un tango con la moza.

Roger sonrió y nos separamos de mala gana. Aunque todos y cada uno de los momentos que pasábamos juntos eran preciosos, no podía negarme a bailar con un soldado, especialmente cuando existía la posibilidad de que lo mataran al día siguiente.

– Cuando termine la guerra, daré un concierto especial para todos los hombres que se encuentran hoy aquí -le aseguré al australiano.

– Entonces será mejor que procure que no me vuelen la cabeza -me contestó sonriendo francamente, llevándome por la habitación con el ímpetu de un hombre que estuviera tratando de abrir una puerta a la fuerza.

Cuando todos hubieron entrado en calor y se sintieron agotados, Roger y yo clausuramos la velada. Les di un beso a cada uno y les deseé suerte antes de volver a mi frío apartamento de la planta de abajo. Pero aunque mis sábanas parecían de hielo cuando me deslicé entre ellas, noté un calor en mi interior. Cerré los ojos e hice lo posible por no pensar en Roger. Estábamos en guerra. No era momento de enamorarse. Y, aun así, en mitad de los terribles acontecimientos y en la más improbable de las circunstancias, no podía negar que se me había encendido de nuevo una luz que llevaba mucho tiempo extinguida en mi corazón.

Durante las semanas siguientes, conseguimos con éxito que los veinte hombres cruzaran la línea de demarcación y comenzamos a recibir menos soldados en el apartamento y más agentes enviados por Gran Bretaña para informar sobre los movimientos de las tropas enemigas y las instalaciones militares. También acogimos operadores de radio y mis viajes al sur de Francia comenzaron a consistir en esconder un transmisor de radio o unos cascos dentro de mi equipaje.

Una tarde iba caminando por la Rue Royale tras una cita para recoger unos papeles falsos para tres hombres que madame Ibert acompañaría al sur al día siguiente. El aire me cortaba las mejillas y el frío de los adoquines congelados penetraba por las suelas de mis zapatos. Ya no había cuero, e incluso el calzado de más categoría tenía suelas de madera que resonaban con estrépito sobre las calles como si fueran cascos de caballo. El frío me provocaba dolor de estómago y me ponía los nervios de punta. Si el invierno estaba resultando una dura prueba para mí, que era una mujer con dinero que vivía en un apartamento con cortinas, alfombras y moqueta, ¿qué podía suponer para una familia pobre? ¿Y para los niños recién nacidos? Me imaginé la prisión de Fresnes. Ahora estaba vacía de criminales -los alemanes tenían empleados a todos los matones-, pero existía el rumor de que se oían gritos de ayuda y alaridos de agonía que resonaban en medio de la noche provenientes de sus celdas. Los prisioneros eran miembros de la Resistencia que habían sido capturados. Algunos de ellos no eran más que jóvenes estudiantes.

Alguien pronunció mi nombre. Me di la vuelta para ver a una mujer rubia de pie junto a la puerta de Maxim's que me estaba saludando con la mano. Llevaba un vestido azul ceñido a la cintura y una estola de piel. Tardé un instante en reconocerla. Camille Casal.

– Pensé que eras tú -me dijo-. Pasa.

Llevaba el pelo rizado y la cara maquillada con polvos compactos blancos y barra de labios color violeta oscuro. Yo tenía el cerebro tan congelado por el frío que no lograba pensar correctamente, por lo que entré en el establecimiento tal y como ella me había dicho. Maxim's ya no era el opulento lugar de reunión de artistas y actores. Era la guarida hedonista del alto mando alemán y sus colaboracionistas franceses.

– ¡Estás tan delgada! -observó Camille, contemplándome de pies a cabeza.

Apenas la escuché. La calidez y el olor a coñac eran embriagadores. Un delicioso aroma a mantequilla fundida y a pato asado flotaba en el ambiente.

– Justo íbamos a comer -anunció Camille, empujándome hacia el salón comedor-. Tienes que unirte a nosotros.

Me encontré de pie en la estancia que antiguamente había conocido tan bien. Contemplé su techo de vidriera y los murales estilo art nouveau. Aquel había sido un lugar en el que las cortesanas entretenían a sus príncipes, pero ahora estaba lleno de otro tipo de prostitutas. Reconocí a una serie de personas del antiguo círculo de André, incluidas las hijas de varias familias de las altas esferas.

Una mesa de alemanes vestidos de uniforme se puso en pie cuando entramos. Se propinaron varios codazos y sonrieron cuando Camille me presentó. Solo había cinco de ellos, pero la mesa estaba repleta de suficientes fuentes de sopa y foie gras, platos de caviar y verduras en salsa de mantequilla como para alimentar a un regimiento. La mayoría de los oficiales eran jóvenes y de mejillas rosadas, pero el hombre que se levantó en la cabecera de la mesa y se inclinó para besarme la mano era un cincuentón con el pelo negro cubierto de canas grises.

– Coronel Von Loringhoven -dijo Camille, deslizándose a su lado y entrelazando el brazo con el de él.

Mi mirada recayó sobre la insignia de las SS del cuello de su casaca. Apreté con fuerza mi bolso, que contenía los papeles falsos, contra el costado. Las SS eran la fuerza de combate de élite de Hitler. Roger me había contado que habían fusilado a los prisioneros de guerra aliados en Dunkerque, ignorando todas las convenciones seguidas por el ejército alemán normal. Los refugiados del norte aseguraban que las SS habían quemado iglesias y destruido crucifijos a su paso por los pueblos, alegando que Jesucristo era el hijo de una puta judía y que ellos iban a proporcionarle a Francia una nueva religión. ¿Von Loringhoven era coronel? Entonces era uno de los hombres que había dado aquellas órdenes.

– Es muy apuesto, ¿verdad? -me susurró Camille al oído-. Me ha guardado una habitación en el Ritz cuando estaban echando a todos los demás a patadas.

Paseé la mirada entre el coronel Von Loringhoven y Camille, y recordé la conversación que habíamos mantenido en el café durante la «guerra falsa». ¿Realmente estaba tan ciega? Este no era otro play-boy u otro sibarita más. Ni siquiera era un soldado alemán ordinario; aquel era el diablo en persona. ¿Verdaderamente la habitación del Ritz valía su alma? La única excusa que podía proporcionarle era que quizá lo hacía por cuidar de su hija. Me hubiera gustado llevar a un aparte a Camille y ponerla sobre aviso, pero tenía agentes aliados a mi cuidado y debía pensar en salvaguardarlos a ellos primero.

Me volví al coronel Von Loringhoven y le dediqué la sonrisa más encantadora que pude fingir.

– Ha sido un placer conocerle, pero debo marcharme.

Me devolvió la sonrisa, mostrando una fila de dientecillos afilados como los de un lagarto. Cuando me volví y caminé hacia el vestíbulo, sentí sus ojos penetrantes clavándose en mi espalda. Tuve la escalofriante sensación de que no le había engañado en absoluto.

En junio, escuchamos por la radio de la BBC que Alemania había invadido la Unión Soviética. La operadora de radio que estaba con nosotros esa semana celebró la noticia. Era una inglesa bilingüe que había vivido de pequeña en París y había sido enviada por el Ejecutivo de Operaciones Especiales para transmitir información de inteligencia a Inglaterra. Le pregunté por qué el ataque de Alemania a Rusia era tan buena noticia. ¿No significaba otro país más bajo el yugo alemán?

– ¡Ah! -exclamó, con los ojos brillantes-. Usted es francesa, pero lo ha olvidado. Napoleón atacó aquellos parajes inhóspitos y a esas apasionadas gentes y fue su perdición.

Me animé por sus palabras, pero los siguientes informes que recibimos me hicieron sentirme avergonzada de haberme alegrado. En el mal equipado ejército ruso no solo luchaban hasta el último hombre y la última mujer, sino que también estaban dando su vida los civiles rusos. ¿Por qué se había rendido Francia tan fácilmente?

En diciembre, de nuevo congelados en nuestros apartamentos sin calefacción, nos enteramos de que los japoneses habían bombardeado Pearl Harbor y que los Estados Unidos habían entrado en la guerra. «Por fin -pensé-. Por fin».

– Seguramente, con la ayuda de los estadounidenses, ahora podremos ganar la guerra -afirmó madame Goux.

Sin embargo, cualquier esperanza que pudiéramos haber albergado de que llegara rápidamente el final se vino abajo en el verano de 1942. Los alemanes estaban a punto de tomar Stalingrado y, con él, el Cáucaso y sus campos petrolíferos. También tenían presencia en África: Alejandría y El Cairo estaban prácticamente en sus manos. A pesar de la confianza de la operadora de radio de que la exagerada expansión de los alemanes les haría perder fuerza y derrumbarse, ya tenían bajo el punto de mira Irán, Irak y la India. ¿Quién se habría imaginado que una sola nación europea podría expandirse tan rápidamente, como una mancha oscura por el mapamundi? Quizá acabarían extendiendo sus redes también sobre Estados Unidos.

Si había tenido un fuerte presentimiento de estar ante el mal durante mi encuentro con el coronel Von Loringhoven, París y el resto de Francia pronto experimentarían lo mismo que yo. Incluso algunos de los colaboracionistas más interesados comenzaron a preguntarse qué tipo de fuerza malévola habían invitado a introducirse en su país. En julio, los nazis prohibieron que los judíos entraran en los cines, los teatros, los restaurantes, los cafés, los museos y las bibliotecas, e incluso les impidieron que utilizaran las cabinas de los teléfonos públicos. Solo podían viajar en los dos últimos vagones de los trenes del métro y tenían que hacer cola para recibir sus raciones a horas intempestivas. Para identificarlos, les obligaron a colocarse la estrella de David amarilla en los abrigos con la palabra «judío» escrita en el centro.

De camino a una cita en Montmartre, me encontré con madame Baquet, que me había proporcionado mi primer trabajo en el Café des Singes. Llevaba un narciso amarillo adornándole el cabello y una bufanda amarilla al cuello. Su acompañante masculino, al que me presentó como el nuevo número de su club, llevaba una estrella en la chaqueta en la que ponía «músico» bordado en el centro.

– He visto montones de estrellas interesantes en Montmartre esta mañana -me contó madame Baquet-. Budistas…, hindúes… ¡Seres humanos!

Los abracé a ambos antes de continuar mi camino. Esa era la Francia en la que quería creer: irreverente, igualitaria, humana.

No obstante, el alto mando alemán no le veía la gracia a aquella protesta pacífica. Un hombre se paseó Campos Elíseos abajo luciendo sus medallas de guerra junto a la estrella y recibió una paliza de un grupo de soldados de las SS, que luego le pegaron un tiro en la cabeza. La vergüenza de lo que les estaban haciendo a sus amigos y vecinos se extendió como la pólvora entre los habitantes de la ciudad igual que la sangre del hombre se derramó por la acera. Que el asesinato de un veterano de guerra francés se realizara tan abiertamente y a sangre fría no pasó desapercibido para los parisinos.

Unos días más tarde, recibí instrucciones de Roger de cruzar la línea de demarcación y acudir a la finca de mi familia, acompañada solamente por Kira. Había despertado sospechas y parecía probable que pronto tendría que mudarme al sur de manera permanente. Aunque me había registrado en la Propagandastaffel, se estaban preguntando por qué no actuaba en París. Maurice Chevalier, Mistinguett, Tino Rossi y los demás proseguían con sus espectáculos, por lo que parecía que me estaba quedando sin excusas. Aparte de todos los demás problemas, ya no podíamos recibir más operadores de radio en nuestro edificio. En dos ocasiones, las camionetas de rastreo alemanas habían captado una señal en la zona. En una de ellas, nos habían hecho un registro. Madame Goux escondió el receptor introduciéndolo en la jaula gatera y colocando a Kira delante. El operador de radio y yo nos arrancamos la ropa y nos metimos desnudos en la bañera. Fingimos tal indignación cuando los alemanes irrumpieron en el baño que los soldados, mostrando sonrojo, se retiraron rápidamente sin darse cuenta de que no había agua en la bañera.

– ¡Caramba! -exclamó después el operador, echándose a reír, cuando nos estábamos poniendo la ropa-. Aquí estoy, desnudo junto a Simone Fleurier. Ninguno de mis compañeros me creerá cuando lo cuente.

Llegué de vuelta a Pays de Sault cuando la lavanda silvestre estaba floreciendo junto al sendero y entre las grietas de las rocas. Inundaba el aire con su aroma dulce y vivificante. El camino estaba polvoriento y la jaula de Kira me pesaba mucho bajo el brazo. Me paré a descansar varias veces, sentándome sobre mi pequeña maleta y secándome el sudor del cuello con un pañuelo. A dos kilómetros de la finca me di cuenta de que no lograría llegar si tenía que transportar a Kira durante el resto del camino.

– Vas a tener que caminar, amiga mía -le dije, sacándola de la jaula y dejando esta detrás de una piedra.

Suponía que se iba a sentar sobre sus cuartos traseros y que se negaría a moverse. Sin embargo, lo único que hizo fue maullar y ponerse a corretear junto a mí.

– Si llego a saber que serías tan cooperadora -le dije-, me habría deshecho de la jaula hace rato.

Estábamos pasando junto a la antigua finca de los Rucart cuando escuché un vehículo traqueteando detrás de nosotras. Me volví a ver a Minot saludándome con la mano desde el asiento del conductor del Peugeot.

– Bonjour! -me saludó sonriendo y empujando la portezuela para abrirla y que yo pudiera entrar en el vehículo.

Puse a Kira en el asiento y eché la maleta en la parte trasera. Minot llevaba unos pantalones de algodón crudo y una camisa de cuadros en la que se le marcaban unas oscuras manchas de sudor bajo las axilas. Era difícil de creer que aquel hubiera sido en el pasado el engolado director artístico del Adriana. Pero yo misma, embutida en un vestido mugriento y unos zapatos rayados, tampoco me parecía precisamente a la chica que anunciaba el jabón Le Chat.

– ¿Está Roger en la finca? -pregunté.

No lo había visto durante meses, pues había estado ocupado sacando a la gente a través de los Pirineos. En secreto, albergaba el deseo de que al mudarme al sur podría verlo con más frecuencia.

Minot negó con la cabeza.

– Viene mañana con dos agentes a los que va a llevar con los maquis.

Los maquis eran agricultores que se habían echado al monte para luchar contra los gendarmes de Vichy y los alemanes. Realizaban actos de sabotaje y atacaban puestos estratégicos. Estaban recibiendo armas tanto de De Gaulle como de Churchill -que parecían haber tenido algún tipo de desavenencia entre sí- mediante lanzamientos aéreos nocturnos. El número de maquis se había incrementado enormemente durante el mes anterior, cuando los alemanes trataron de obligar a los franceses a ir a Alemania a trabajar en las fábricas de munición y en las granjas. Decenas de miles de hombres jóvenes habían escapado al monte para unirse a aquellos que deseaban luchar.

– Estoy preocupada por usted y su madre -le confesé. Le conté a Minot lo que estaba sucediendo en París-. El gobierno de Vichy es aún más antisemita que los alemanes. Quizá vaya siendo hora de que ustedes dos abandonen el país.

Negó con la cabeza.

– No puedo dejar a mi madre. Es demasiado mayor siquiera para subirse en un barco. Si esta horrible situación empeora, tendremos que ocultarla. Yo me echaré al monte a luchar con los demás.

Pensé en lo que Minot y yo habíamos sido y en cómo estábamos ahora. Hubo una época en la que había creído que ser una estrella y conseguir riqueza lo era todo. Pero ya no pensaba así.

– Estoy orgullosa de usted -le dije.

– Debería estarlo de su aldea -me respondió-. Sospechan que mi madre y yo somos judíos, pero ninguno de ellos nos ha denunciado. Ni siquiera el alcalde.

Cuando llegué a la casa, los perros estaban durmiendo en el jardín. Mi madre y mi tía estaban poniendo la mesa para el almuerzo. Me fijé en las ramitas de ciprés y en las cabezas de ajo colgadas en el dintel de la puerta: eran un amuleto provenzal protector. Bernard estaba sentado a la mesa, charlando con madame Meyer. Abracé a mi madre y a mi tía. Ambas estaban mucho más delgadas que la última vez que las había visto, aunque en el campo parecía haber suficiente comida para todos. Me percaté de que había cinco platos extras sobre la mesa.

– Pensaba que Roger y los otros no llegaban hasta mañana -comenté.

Bernard adquirió una expresión grave. Cogió la escoba que estaba junto al horno y dio tres golpes en el techo. Instantáneamente, escuché el sonido de pisadas correteando. Creía que ya habían llevado al anterior grupo de soldados a Marsella para que esperaran en la casa de tía Augustine. Entonces me di cuenta de que aquellas pisadas eran demasiado ligeras.

Los niños se quedaron parados en la puerta cuando me vieron: dos niñas pelirrojas de entre siete y nueve años, y tres niños de aproximadamente las mismas edades. Me sorprendió la combinación de sus caras inocentes y el terror pintado en sus ojos.

– Los encontramos cuando estábamos instalando a los hombres en Marsella -explicó Bernard.

– Se han llevado a sus padres -susurró tía Yvette-. La vecina de la casa de al lado de la de tía Augustine los tenía escondidos.

– Venid a la mesa -les dijo mi madre a los niños, alargando el brazo-. Esta es Simone.

Los niños se acercaron lentamente, mi madre me dijo sus nombres: Micheline, Lucie, Richard, Claude y Jean. Sus ojos eran como globos en mitad de sus caritas. Me apenaba ver a aquellos niños traumatizados por la desconfianza. Llamé a Kira y la cogí en brazos para que pudieran acariciarla.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Claude, el más pequeño.

– Kira -le respondí-. Es rusa.

– Se parece a Chérie -me dijo Lucie-. Chérie duerme en mi cama.

Los niños acariciaron a Kira y le rascaron el morro, pero les temblaban tanto las manos que me pregunté si podrían sentir algo en absoluto. Es decir, cualquier cosa excepto la fría y aguda sensación del miedo.

Después del almuerzo, los niños regresaron arriba a jugar. Pensé que era extraño que no lo pudieran hacer en la calle. La finca estaba a kilómetros de cualquier otro lugar.

– Las actividades de los maquis suponen que los gendarmes vengan regularmente a comprobar que la gente de la aldea y de las fincas no está escondiendo alijos de armas o a hombres heridos -me explicó Bernard-. Me quedaría con los niños aquí, pero no estoy seguro de cuánto tiempo estarán a salvo. Espero que Roger pueda ofrecernos una solución.

Roger llegó la tarde siguiente con un instructor de armas y una operadora de radio que no parecían tener más de veinte años. Habían saltado en paracaídas sobre Francia la noche anterior. Después de cenar, enviamos al instructor y a la operadora a sus habitaciones para que disfrutaran de una buena noche de descanso en una cama, y Roger y yo salimos a dar un paseo. Estaba tan atractivo como la última vez que lo había visto en París, pero tenía sombras bajo los ojos y las líneas de su frente eran más profundas.

– Necesitas descansar -le dije.

– Y tú también -respondió, cogiéndome una muñeca y examinándola-. Mira qué delgada estás.

Le hablé sobre los niños que Bernard había escondido en la planta de arriba de la casa.

– Lo sé -me dijo Roger, mirando al cielo iluminado por la luna-. Me habló sobre ellos en Marsella.

– ¿Podemos sacarlos de aquí?

Roger se inclinó sobre el costado de la casa.

– Llevamos ya un tiempo consiguiendo que varios refugiados judíos crucen la frontera. Pero esos niños no lograrán cruzar los Pirineos con un solo guía. -Se quedó en silencio durante un momento, dándole vueltas en la cabeza al asunto-. Dentro de unos días vendrá un barco para recoger a los hombres que están en Marsella -me dijo-; será peligroso, pero es la única manera que se me ocurre de que podamos sacar a esos niños del país. -Se volvió hacia mí y su aliento me rozó la mejilla-. Yo iré con ellos, Simone. Tengo que abandonar Francia.

Se me cayó el alma a los pies. Roger se marchaba.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Un doble agente me ha descubierto y debo romper mi relación con la red para no conducirle hasta más gente.

Una sensación de frío me agarrotó las entrañas. ¿Cómo podía ser yo tan egoísta? Si Roger había sido descubierto, entonces se encontraba en grave peligro. No tenía otra opción que marcharse. Durante un momento consideré la posibilidad de preguntarle si podía ir con él, pero yo misma descarté esa idea. Francia me necesitaba y mi familia y amigos se habían expuesto al riesgo porque yo les había persuadido. Tenía que quedarme en el país independientemente de cuáles fueran mis sentimientos personales.

– Te echaré de menos, Simone -me dijo Roger, alargando la mano y pasándomela por el cabello.

Me volví para que no pudiera ver las lágrimas que brillaban en mis mejillas.

Al amanecer de la mañana siguiente, Roger y yo llevamos a los dos agentes para que se reunieran con los maquis locales con los que tendrían que colaborar.

Cuando llegamos al campamento, las primeras personas a las que vimos fueron Jean Grimaud, el amigo de mi padre, y Jules Fournier, el cuñado del alcalde. Solo logré reconocerles por su postura y su mirada, pues a ambos les habían crecido sendas barbas lanosas y sus ropas estaban salpicadas de barro y cubiertas de agujas de pino. Aquella vida durmiendo al raso allá donde pudieran les había dado un aspecto demacrado, pero nos saludaron de buen humor y nos invitaron a compartir su comida compuesta por tortillas de champiñones. Roger y yo rehusamos la invitación; sabíamos que los maquis tenían muchas dificultades a la hora de conseguir alimentos y que sus esposas e hijas corrían muchos riesgos para llevárselos.

Mientras estaban sirviendo la comida, un joven con los ojos como lagos oscuros le entregó un mensaje a Jean proveniente de un grupo de maquis vecino. El chico me resultaba familiar, pero no recordaba de qué lo conocía. Se dio cuenta de mi expresión sorprendida y sonrió.

– ¡Ah, eres tú! -me dijo, con un acento que no era francés-. Nunca he olvidado lo amable que fuiste conmigo. -Se metió la mano en la chaqueta y sacó una bolsita de lavanda, mugrienta y estropeada por el paso de los años y el manoseo-. Ha sido mi amuleto de buena suerte durante todos estos años.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de quién era. Goya, el muchacho que había venido con su familia el primer año que habíamos cosechado lavanda. Me dijo que su nombre verdadero era Juan y charlamos brevemente sobre nuestras vidas durante los años que no nos habíamos visto.

– Mi madre siempre bromeaba con que tú no eras una chica hecha para el trabajo agrícola -me dijo-. Y mira: su predicción era cierta.

Nos quedamos con los maquis la mayor parte del día. Roger intercambió información con ellos y los agentes planearon estrategias para las distribuciones de armas y tomas de contacto con los Aliados. Observé a la operadora mientras montaba su aparato de radio. Roger me había contado que cada operador tenía un código especial para comunicarse con Gran Bretaña e indicar si alguno de los mensajes que estaban transmitiendo era falso. La operadora lo necesitaría si en algún momento se encontraba con el cañón de una pistola alemana apretado contra su cabeza.

«Probablemente también tiene un amante y una familia en su casa», pensé, contemplando la férrea determinación con la que la joven se aplicaba en su tarea. Si ella era tan decidida, yo debía serlo también.

A última hora de la tarde, Roger y yo les deseamos buena suerte a la operadora de radio y al instructor de armas, y les dijimos adiós a los maquis. Llegamos al borde de los campos de mi familia justo cuando el sol se estaba poniendo. Las plantas que cultivaban entonces eran lavandín, el híbrido comercial, pero Bernard había conservado una zona de lavanda silvestre en el campo más cercano a la casa en señal de respeto a mi padre. La suave luz titilaba sobre las florecillas de las plantas. La tristeza que sentía por la inminente partida de Roger me atravesó el corazón como una piedra afilada.

– ¿Podemos sentarnos aquí un momento? -me preguntó Roger.

Asentí y nos sentamos juntos sobre una roca que todavía estaba cálida por la luz del sol. Ambos teníamos las piernas largas y las extendimos ante nosotros sobre el polvo calcáreo.

– Ese era tu nombre en código en la red -me dijo Roger-. «Lavanda silvestre.»

– No sabía que tenía un nombre en código. Nunca lo he utilizado.

Sonrió.

– Bueno, así es como siempre he pensado en ti: tenaz y terca, pero también bastante dulce.

Estaba a punto de decirle que no me gustaba demasiado aquella descripción cuando posó su mano sobre mi hombro.

– Cuando esta guerra termine, Simone, ¿podré volver a por ti?

Me apretaba con la mano suavemente, pero la energía fluía de ella como si fuera una antorcha. Recordé cómo me había sostenido la noche que bailamos el tango y me acerqué más a él.

– Ni siquiera sé si Roger es tu nombre verdadero -repliqué, recorriendo su pico de viuda con la punta del dedo.

Roger deslizó su brazo alrededor de mi cintura.

– Sí que lo es -dijo-. Roger es tan inglés como francés. Pero mi apellido es Clifton, no Delpierre.

Exageró tanto al pronunciar las erres de su apellido falso que me hizo reír. Presioné mi mejilla contra la suya. El sol todavía estaba allí, en el calor de su piel. Aspiré su maravilloso olor, como el del tomillo hirviendo a fuego lento.

– Y cuando vuelva a por ti, Simone, ¿te casarás conmigo?

Se me paró un instante el corazón. ¿Aquello era un sueño o la realidad?

– ¡Sí! -le respondí, sorprendida de lo rápido que había aceptado su proposición de matrimonio.

No necesitaba pensarlo. Me resultaba natural estar con Roger, como si fuéramos dos piezas de un puzle que encajaban entre sí.

Roger me pasó la mano por la espalda. Cuando me tocó, me di cuenta de lo mucho que la guerra me había estropeado el cuerpo, de lo cansada y pesada que me sentía. Pero con cada una de sus caricias mi piel parecía volver a la vida.

– ¿Quién podía imaginárselo? -comentó Roger, echándose a reír-. La mayor estrella de Francia y un aburrido abogado de Tasmania. Solamente la guerra podía formar una pareja tan improbable.

Recordé cómo bailaba el tango y cantaba en español.

– Tú eres todo menos aburrido -repuse-. Además, eres un héroe. Y rezo para que esta guerra no dure para siempre.

– Bueno, tenemos que creer que ya no durará, ahora que vamos a casarnos -me dijo, besándome.

La suavidad de sus labios era divina. Besarle era como presionar la boca contra un melocotón. Podría haber perdido el sentido para siempre entre sus besos, pero me aparté un momento para preguntarle:

– ¿Dónde viviremos? ¿En Londres o en París? ¿O pretendes llevarme a Tasmania?

– Podemos ir a Tasmania en nuestra luna de miel. Pero cuando regresemos quiero vivir aquí.

Me senté erguida y le miré fijamente.

– ¿En la Provenza? ¿O te refieres a Francia?

– Aquí, en la finca -respondió Roger, contemplando el cielo-. Es tan hermoso que no puedo imaginar que nadie pueda querer vivir en otro lugar. Yo sería feliz cultivando lavanda con tu familia y criando a nuestros hijos aquí. Ejercer de abogado me parece algo totalmente patético después de todo lo que he visto. El derecho se basa en el orden. Y yo todo lo que he visto ha sido caos.

Yo adoraba Pays de Sault y también a mi familia, pero nunca me había imaginado volviendo a vivir allí.

– No estoy demasiado hecha para las tareas agrícolas -repliqué-. No tengo remedio.

– ¿Quién ha dicho que tú tengas que dedicarte a la agricultura? -preguntó-. Tú eres artista. Si quieres ir a París o a Marsella, yo te llevaré en avión hasta allí.

Las lágrimas me escocieron en los ojos. Aquel sueño era tan hermoso que no lograba imaginarme siendo tan feliz. Tenía miedo de que, si lo hacía, me arrebataran la felicidad, como había sucedido con André.

Roger acercó sus labios a los míos y me besó de nuevo. Me apreté contra él y tiró de mí hacia el suelo calcáreo.

– No le pongas barreras a la felicidad, Simone -me dijo acariciándome la cara-. Después de que superemos todo esto, estoy seguro de que podremos con cualquier cosa.

La mano de Roger se deslizó por la abertura de mi camisa y describió una curva sobre mis pechos. Cerré los ojos, temblando de deseo.

– Tenaz, terca, pero muy, muy dulce -susurró.

Cuando llegó el amanecer, me deslicé fuera del abrazo de Roger, me puse apresuradamente la ropa y corrí atravesando el patio a casa de mi tía. Mi madre estaba en la cocina, colocando los platos para el desayuno, cuando entré bruscamente por la puerta. Ella pegó un respingo hacia atrás, tirando los cuchillos y los tenedores al suelo con gran estrépito.

– Lo siento -me disculpé.

Con la tensión de las circunstancias, no era demasiado amable sorprender a la gente. Pero mi madre no se molestó.

– Roger me ha pedido que me case con él -anuncié-. Ha prometido que volverá a buscarme cuando termine la guerra.

Mi madre sonrió pero no respondió. Mantuvo sus ojos fijos en mí.

Me acerqué a ella.

– ¿Tú crees que está bien prometerle algo así a una persona en mitad de una guerra? -le pregunté-. Él tiene que volver a Londres. Puede que no volvamos a vernos nunca más.

Mi madre dejó el último plato que tenía entre las manos y me cogió las mías.

– Todavía estamos vivos, Simone. Debemos comportarnos como seres vivos. Prométele que te casarás con él. Él te ama.

La rodeé entre mis brazos y la abracé más fuerte de lo que la había abrazado en muchos años. Mi madre era menuda de estatura, pero vigorosa. Podía sentir la dureza de sus huesos moviéndose bajo los músculos. Me apartó un momento y me miró a los ojos.

– Pero ¿es eso lo que realmente te asusta? ¿La guerra? -me preguntó-. ¿O hay algo más?

Bajo su mirada escrutadora, sentí como si volviera a tener catorce años otra vez. No necesitaba decirle lo que albergaba en mi corazón.

– ¿André? -preguntó, arqueando las cejas.

Asentí. Lo que había sentido cuando lo volví a ver en Lyon había perdurado en mi interior. Aunque estaba casado y con hijos, y ambos estábamos dedicados a la causa, había percibido una sensación de algo inacabado entre nosotros. ¿Podía entregarle honradamente todo mi corazón a Roger si todavía me sentía así?

La mirada de mi madre se dulcificó y me besó la coronilla.

– Os he visto a Roger y a ti juntos -me dijo-. Os habéis enamorado a prueba de fuego. Lo que hay entre vosotros es fuerte. Este hombre nunca te abandonará. Puede que se marche de momento, pero si promete que volverá a por ti, sin duda lo hará.

– ¿Y qué pasa si su familia no me aprueba?

Era poco probable que la familia de Roger perteneciera a una élite similar a la de los Blanchard, pero si su tío era amigo de Churchill, estaba claro que eran gente importante en la sociedad.

Mi madre meneó la cabeza.

– Estoy segura de que se sentirán orgullosos de saber que Roger quiere casarse con alguien tan valiente y honrado. Si tu padre pudiera ver la mujer en que te has convertido, te diría exactamente lo mismo que yo te estoy diciendo. Los dones que tienes los has heredado de él.

Los pasos de tía Yvette sonaron por las escaleras. Ambas nos volvimos para verla entrar en la cocina, atándose un pañuelo a sus cabellos de ángel. Se quedó quieta en el sitio cuando nos vio, adoptando una expresión de sorpresa.

– Roger y Simone van a casarse -le anunció mi madre-. Él volverá a buscarla después de la guerra.

El rostro de tía Yvette se relajó mostrando una amplia sonrisa.


Capítulo 32

La mañana que Roger y yo anunciamos nuestro compromiso, todos nos sentamos a tomar el desayuno más feliz que habíamos disfrutado desde hacía años. Incluso los niños a nuestro cuidado parecieron más animados que el día anterior. Mi madre apoyó la mano sobre el brazo de Roger con tanto cariño como si fuera su propio hijo. Me prometí a mí misma que la próxima vez que ella y yo estuviéramos un tiempo a solas, le iba a preguntar por mis abuelos y si era cierto que su madre era italiana. Quería estar tan orgullosa de mis antepasados como lo estaba de aquella reunión de parientes, amigos e invitados. Tía Yvette y Bernard rememoraron todas y cada una de las historias de mi infancia que se les ocurrieron, tratando de avergonzarme delante de Roger, e incluso le contaron que mi mote solía ser el Flamenco por mis largas piernas. Pero no me importó. Me contentaba con saber que, a pesar de la situación en la que estábamos inmersos, podíamos animarnos simplemente pensando en un futuro mejor.

Tenía una última tarea pendiente en París antes de mudarme al sur permanentemente. Roger necesitaba enviar un código a un miembro de la red. Yo lo memoricé para que, si me registraban, no pudieran encontrarlo. El plan consistía en que me quedaría una noche en París y después cogería el primer tren de vuelta al sur. A Roger y a mí nos quedaría una última noche juntos en la finca antes de que él tuviera que abandonar Francia.

Mientras estaba haciendo la maleta, mi madre me entregó una bolsita de trapo.

– No la abras -me indicó-. Ya sabes lo que es.Noté un objeto puntiagudo y supuse que era un amuleto: una pata de conejo.

– La necesitarás -me dijo-. No puedo cuidar de ti eternamente.

Hacía tiempo que me había deshecho de mis supersticiones provenzales, pero me metí la bolsita en el bolsillo con respeto. Mi madre y yo teníamos diferentes armas, pero luchábamos en el mismo bando.

– La llevaré encima siempre -le dije, besándole las mejillas.

Cuando estaba lista para marcharme, abracé a mi madre y a mi tía, a Minot y a su madre, a Bernard y a cada uno de los niños, y acaricié a los perros y a las gatas antes de salir con Roger por la puerta a la luz del sol. Kira nos acompañó hasta el muro de piedra y después contempló como Roger y yo nos dirigíamos a través de los campos hacia la aldea, donde yo cogería el autobús para volver a la estación de tren.

Cuando llegamos al ayuntamiento del pueblo, Roger y yo nos besamos mientras el conductor tocaba la bocina bondadosamente.

– ¡Vamos, ustedes dos! ¡Que el autobús ahora va con el horario de Vichy!

– Te amo, Simone Fleurier -me dijo Roger, colocándome una ramita de lavanda silvestre en el ojal del vestido.

Desde la parte trasera del autobús le dije adiós con la mano a Roger. Una noche en París, y regresaría con él y mi familia. Ese era el plan. Pero era algo que no se materializó. Jamás tuvo lugar.

Llegué a París entrada la noche y cogí el métro hasta los Campos Elíseos. Incluso para el poco tiempo que había estado fuera, me percaté de que el ánimo de la gente se había hundido aún más que antes de que me marchara, aunque todavía no podía entender la razón. Quizá me sentía demasiado cansada como para darme cuenta de que los dos últimos vagones del tren estaban vacíos.

Madame Goux me abrió la puerta. Tan pronto como entré, se desahogó contándome su historia.

– Se han dedicado a detener a los judíos -me informó-. Ya no solo a los extranjeros, sino a los franceses también. Están enviándolos a campos en Polonia.

– ¿Quién los está deteniendo? -le pregunté, hundiéndome en una silla de la portería.

– La policía de París.

– ¿Así que los nazis están consiguiendo que les hagamos el trabajo sucio? -comenté, echando hacia atrás la cabeza para apoyarla contra la pared.

Para mí, aquella era la noticia más desalentadora de todas. Los alemanes no tenían por qué preocuparse de perder fuerza durante su expansión cuando tenían a tantos franceses actuando como sus esbirros.

Madame Goux chasqueó la lengua.

– Una docena de policías se han unido a nuestra red. Están indignados por lo que ha sucedido en el Vélodrome d'Hiver.

Levanté la vista para mirarla.

– ¿Qué ha pasado?

Madame Goux inhaló aire por la nariz.

– Vi los autobuses dirigiéndose hacia el velódromo cuando iba de paseo. Me uní a una multitud de gente que se reunió cerca de la entrada, para enterarnos de qué estaba pasando. Algunos policías estaban desgarrándoles la ropa a las mujeres, registrándolas en busca de dinero y joyas. Separaron a los hombres de las mujeres y los niños, y después se llevaron a los hombres. Dejaron allí a las mujeres y a los niños sin darles ni comida ni agua durante tres días.

Me cubrí los ojos con la mano.

– ¿Qué pasó después de eso?

– Uno de los policías que se ha unido a nuestra causa ha estado aquí antes -continuó madame Goux-. Nos ha dicho que los alemanes han dado orden de que solo querían a niños lo bastante mayores como para que pudieran trabajar. Así que la policía separó por la fuerza a los niños de sus madres con las culatas de los rifles y con mangueras de agua a presión. Nos ha contado que recordará los gritos de esos niños mientras viva.

Me quité la mano de los ojos. ¿Cómo podía alguien hacer una cosa así? Pensé en los policías que había visto durante los días en los que París se había quedado como ciudad abierta. Lo último que les habían encargado fue que tenían que mantener el orden. Y, sin embargo, ¿no era aquel un buen momento como para cuestionar las instrucciones que hubieran recibido?

– ¿Dónde están esos niños ahora? -pregunté.

– A algunos los ha rescatado la red, pero la mayoría de ellos se han quedado solos para valerse por sí mismos -me explicó-. El policía cree que pronto volverán a perseguirlos.

– Como a animales acorralados -murmuré.

– Se ha enviado una petición a Alemania para que todos los niños acompañen a sus padres en el futuro. Es más humano -dijo madame Goux.

– ¡Más humano! -exclamé yo-. ¡Esa gente está siendo enviada a la muerte!

Cuando en un primer momento se persiguió y se deportó a los judíos extranjeros, la mayoría de nosotros no sabíamos nada sobre los campos de exterminio y los nazis hicieron un buen trabajo de propaganda proyectando documentales en los que los judíos se asentaban en el este. La gente que no era judía incluso recibió postales de sus amigos judíos en las que les aseguraban que todo iba bien. Pero los sistemas de inteligencia de la Resistencia habían logrado recomponer una imagen totalmente diferente. Roger me había contado las presuntas atrocidades que se estaban cometiendo, pero cuando las publicaciones clandestinas como J'accuse y Fraternité sacaron a la luz informes que hablaban sobre un genocidio, la gente los rechazó porque eran demasiado horribles como para creerlos o los consideraron propaganda aliada.

Pensé en los cinco niños que Bernard había salvado en Marsella y los problemas que Roger tendría que superar para ponerlos a salvo. ¿Cómo iba a salvar la Resistencia en París a miles de niños, sin hablar de sus padres? Necesitábamos ayuda. Necesitábamos que los parisinos dejaran de esconderse detrás de la entelequia de que la vida era normal bajo la ocupación nazi.

– ¿Cree usted que podríamos ocultar niños aquí? -le pregunté.

Era una pregunta desgarradora para mí. Me había comprometido a ayudar a los agentes aliados. Si ocultar niños ponía en peligro la seguridad de esos agentes, la red me prohibiría hacerlo.

La expresión de madame Goux cambió.

– Ya tiene usted dos visitantes esperándola arriba. La mujer no ha querido decir quiénes eran, pero creo que necesitan su ayuda.

Suponía que aquellos visitantes eran agentes, así que me sorprendí cuando encontré a una mujer sentada ante mi mesa del comedor con una niña pequeña agarrada entre sus brazos. La mujer se giró cuando me oyó entrar por la puerta. Tenía los mismos ojos aterrorizados que había visto en los niños de la finca. Pero la reconocí al instante.

– ¡Odette! -exclamé.

Se puso en pie y corrió hacia mí. La rodeé entre mis brazos y acaricié la cabeza de la pequeña Simone. La niña era tan bonita como su madre, con una coqueta naricilla y la piel luminosa. Pero agachó la mirada con gesto de cansancio.

– Acostémosla en mi cama -le propuse a Odette-. Después podremos hablar.

La niña bostezó y se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada.

– Dejemos la puerta abierta -dijo Odette, cuando vio que estaba a punto de cerrarla.

Su voz sonaba como si temiera que si perdía de vista a su hija durante un instante se la arrebatarían.

Nos sentamos juntas en el sofá y nos cogimos de las manos.

– ¿Por qué estás en París? -inquirí.

Una mirada enloquecida brilló en los ojos de Odette.

– Tendría que haberte escuchado, Simone. Se han llevado al tío y a Joseph. Y también a mis padres. Han hecho una redada de los judíos en Burdeos. Pensábamos que estábamos a salvo porque el tío encontró un passeur dispuesto a ayudarnos a cruzar la frontera. Se suponía que teníamos que escondernos en la parte trasera de una camioneta de ropa. Pero nunca apareció. Se llevó prácticamente todo nuestro dinero, pero no llegó a presentarse.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y sacudió la cabeza, como si no pudiera creer que hubiera gente capaz de robarles de ese modo a los que están desesperados.

– Al día siguiente detuvieron a todo el mundo -prosiguió-. Simone y yo nos salvamos porque habíamos ido a visitar a una vecina católica. Ella nos escondió en su sótano hasta que terminó la redada. Cuando regresé a nuestra casa habían puesto todo patas arriba y se habían llevado a todo el mundo.

Enterré la cara entre las manos. Durante los dos últimos años había cedido todos los recursos y el tiempo que tenía disponibles a salvar soldados aliados y a esconder agentes británicos. Hacía meses que nos habían asegurado que los estadounidenses terminarían rápidamente la guerra. ¿Dónde estaban todos ellos ahora? ¿Acaso no veían que la situación estaba empeorando?

Fui a la cocina a prepararle a Odette un poco de café de verdad que tenía escondido. Tuve que admitir que mi verdadera decepción no era con los Aliados, sino con el pueblo francés. Passeurs que les robaban el dinero a los judíos desesperados… Policías que pegaban a los niños hasta que se soltaban de las faldas de sus madres…

«Si no viene ayuda de fuera, entonces debemos ayudarnos nosotros mismos», murmuré.

– Odette, ¿tú y la pequeña Simone tenéis papeles falsos o solo los verdaderos? -le pregunté, cuando le puse la taza de café delante.

– Se suponía que el passeur nos iba a proporcionar los papeles falsos -me explicó-. Solo tengo los verdaderos, en los que figura el sello en el que pone «judío».

– ¿Cómo conseguiste llegar a París?

– Me quedaba únicamente el dinero suficiente para un billete para mí y la pequeña -explicó-. Me monté en el tren con nuestros papeles judíos y nadie nos detuvo. -Emitió una risa estridente y nerviosa-. Quizá se imaginaron que si los alemanes no nos habían dado caza en Burdeos nos detendrían en París de todos modos.

Comencé a pensar más despacio. Solamente había recogido papeles falsos de manos de otros miembros de la red, nunca directamente de un falsificador. Los buenos falsificadores eran demasiado preciados para la red como para que los comprometiéramos, así que el contacto con ellos estaba restringido. Durante años, me había limitado a acatar órdenes. No tenía ni la menor idea de cómo lograr por mis propios medios que Odette y su hija cruzaran la línea de demarcación. Pensé en Roger. No había modo de que pudiera ponerme en contacto con él en esos momentos para preguntarle qué podía hacer.

Él había cortado sus lazos con la red. Cuando no apareciera al día siguiente, probablemente se imaginaría que me habían detenido. Esperaba que aquello no le impidiera marcharse. Traté de no pensar en lo decepcionante que sería no poder verle; me sentía demasiado preocupada por monsieur Etienne y Joseph, y me preguntaba qué suerte correrían. Si me hubiera parado a pensarlo, seguramente me habría desmoronado. Tenía que hacer como Roger cuando planeaba una misión. Me convencí de que era una máquina, moviéndome sin parar con un único objetivo en mente: sacar a Odette y a la pequeña Simone del país.

A la mañana siguiente concerté una cita para entregar el código que Roger me había dado. Me senté en un banco de los Jardines de Luxemburgo, cosa que era peligrosa, porque algunas personas me reconocieron y me pidieron un autógrafo. Y lo que fue peor, un oficial alemán intentó flirtear conmigo. Pensé que no se iba a marchar nunca, hasta que le expliqué en alemán que estaba esperando a «mi hombre».

Cuando llegó el contacto, me alegré de que el oficial no se hubiera quedado merodeando para verle. «Mi hombre» tenía tres papadas y una barriga sobre la que se cerraban a presión todos los botones de su camisa. Le di el código. Lo repitió solamente una vez, a la perfección. Estaba a punto de ponerse en pie y marcharse cuando le puse la mano sobre el brazo.

– Necesito papeles -le dije-. Para una mujer y una niña.

– ¿Judías?

Asentí con la cabeza.

– ¿Tiene usted fotografías? ¿Y dinero? -me preguntó.

Le entregué un sobre con los honorarios del falsificador y las fotografías que había recortado de los papeles reales de Odette y la pequeña Simone.

Se lo metió todo inmediatamente en el bolsillo.

– Vuelva aquí dentro de tres días -me indicó.

Durante los tres días siguientes, Odette, la pequeña Simone y yo nos quedamos dentro del apartamento. Odette se dedicaba a dibujar para calmar los nervios mientras yo mantenía a la niña ocupada.

Nunca antes había tenido la oportunidad de conocer a mi tocaya y disfruté tanto como ella haciéndole muñecas de papel y jugando al pilla-pilla por la alfombra. Hacía años, un admirador me había regalado una muñeca de porcelana. Era holandesa y se le abrían y cerraban los ojos. Como no me gustaban especialmente las muñecas, la había guardado dentro de un armario. Ahora fui a buscarla.

– Me gustaría que te la quedaras tú -le dije a la pequeña Simone, entregándole la muñeca, que todavía estaba dentro de su caja.

La niña cogió la muñeca, con el ceño fruncido.

– Tiene que salir de la caja -me informó-. Las niñas pequeñas necesitan aire.

Durante el resto de la tarde, la pequeña Simone solo tuvo ojos para su nueva muñeca, a la que llamó Marie. Odette y yo jugamos a las cartas.

– Simone no ha tenido una infancia muy normal -me susurró Odette-. Temo que crezca pensando que esconderse es lo habitual.

Por la noche, Odette y yo dormimos en mi cama, con la niña apretada entre nosotras. La pequeña cogió la costumbre de agarrarse a mí con su bracito rechoncho. Escuché su suave respiración y me atenazó un sentimiento de tristeza, porque quizá yo nunca llegaría a tener hijos.

La segunda noche, la pequeña Simone preguntó por su padre y por su tío. Esperé a ver qué le contestaba Odette.

– Están en el trabajo, cariño mío -le contestó-. Mientras tanto, tú y yo tenemos que encontrar otro sitio donde vivir, para que ellos se nos puedan unir después.

Odette parecía tan tranquila que casi me imaginé a monsieur Etienne tras la mesa de su despacho, llamando a los teatros, y a Joseph en su tienda. ¿Dónde estarían mis viejos amigos ahora? ¿Qué atroces torturas estarían padeciendo?

Fiel a su palabra, el contacto al que le había comunicado el código me estaba esperando en el mismo banco de los Jardines de Luxemburgo tres días más tarde.

– Estos papeles no son perfectos -me explicó con total naturalidad-. Los alemanes no hacen más que cambiar los requisitos para pillar a la gente. Hay muchos judíos tratando de huir de la ciudad. A la mujer la he convertido en su prima. Pero si las detienen y comprueban sus certificados de nacimiento, estarán acabadas.

– No tengo otra opción -respondí-. Tengo que salvarlas a ella y a la niña.

Me contempló fijamente y asintió. Aunque su actitud era brusca, podía percibir compasión en sus ojos. Me animó poder mirar a la cara de otra persona que aún no había perdido su humanidad.

Dado lo que el contacto me había dicho, me pregunté si no sería más razonable mantener a Odette y a su hija en París, escondiéndolas en mi apartamento o llevándolas a uno de los pisos francos de la red. Me paré en un café para descansar los pies y cavilar sobre el asunto. Como si de un escalofriante presagio se tratara, nada más sentarme escuché la conversación de dos hombres que estaban sentados detrás de mí.

– Están ofreciendo recompensas a cualquiera que denuncie judíos o revele quién los oculta.

– ¿Qué tipo de recompensas? -le preguntó su acompañante.

– Puedes quedarte con sus apartamentos y sus muebles.

Traté de terminarme mi café lo más tranquilamente que pude, pero el corazón me latía con fuerza en el pecho. ¿Era en esto en lo que se habían convertido los seres humanos? ¿Gente codiciosa que denunciaría a una familia para poder sentarse en su sofá y admirar las vistas desde su apartamento? Hice lo que pude por pensar con claridad. Mucha gente del mundo del espectáculo en París conocía a Odette. Cruzar con ella y la pequeña toda la ciudad con papeles falsos sería tan peligroso como tratar de introducirlas en un tren con destino al sur. Pero el último empujón que necesitaba para decidirme a sacarlas de París me lo dio madame Goux cuando llegué a casa.

– Lo han echado por debajo de la puerta -me dijo, dándome un sobre con mi nombre escrito en él.

Lo abrí y encontré un panfleto dentro. Era una notificación de los alemanes sobre la deportación de judíos. La frase: «Aquellos que ayuden a los judíos sufrirán el mismo destino que ellos» había sido rodeada con un círculo rojo.

– ¿Esto es una amenaza? -pregunté-. ¿Nos están espiando?

Cuando pensé sobre ello con detenimiento, me di cuenta de que probablemente provenía de uno de los miembros de la red. Alguien estaba tratando de advertirme.

Odette y yo no tardamos ni un minuto en hacer las maletas y marcharnos directamente a la Gare de Lyon para coger un tren hacia el sur. Por suerte, la estación no estaba más llena que otras veces que había viajado de agentes y soldados. Parecía que el éxodo en masa de los judíos con papeles falsos tratando de escapar de París no tenía lugar esa noche. Aunque no habíamos reservado asientos, logré conseguir plazas en primera clase.

– Disfrute de su viaje -me deseó el vendedor de billetes.

– Estoy segura de que así lo haré -le contesté.

Le sonreí, a pesar de que el corazón me latía a mil por hora.

Este sería mi último viaje de París al sur. En todos los demás viajes que había hecho, había tenido éxito al cruzar la frontera con mis «paquetes». Odette y la pequeña Simone tenían un aspecto menos sospechoso que los hombres que me habían acompañado anteriormente. Recé por que lográramos llegar a Lyon sin percances. André podría ayudarnos una vez que llegáramos allí.

Odette y su hija estaban sentadas en un banco esperándome. Les mostré los billetes. Admiraba a Odette por la tranquilidad con la que se había embarcado en mi plan. Tenía una labor de costura sobre el regazo y se afanaba en ella como si no le importara nada más en el mundo.

– Vámonos -les anuncié.

La pequeña Simone deslizó su mano en el interior de la mía y me dijo:

– Te quiero, tía Simone.

– Yo también te quiero -le respondí, parándome un momento para besarla en las mejillas.

El revisor nos recibió sin sospechas cuando subimos a bordo del tren. Un oficial alemán comprobó nuestros papeles en el pasillo. Miró los míos rápidamente, pero se leyó los de Odette cuidadosamente y comprobó la fotografía.

– ¿Es usted del sur? -le preguntó, observando la ropa de Odette.

Llevaba un traje de color azul marino con solapas blancas que yo le había dado de mi armario. Tenía un aspecto muy parisino, pero esa era precisamente la idea.

– Sí -respondió ella-. Pero he vivido en París la mayor parte de mi vida.

La pequeña Simone le enseñó su muñeca Marie al alemán. Para mi sorpresa, él le sonrió. Le devolvió los papeles a Odette y nos hizo una señal con la mano para que avanzáramos.

Odette y yo tomamos asiento en el compartimento, colocando a la niña junto a la ventana. Estábamos tan aterrorizadas que no nos atrevíamos ni a hablar. Tomé de la mano a Odette y se la apreté. Tenía la piel congelada como el hielo. Cogió su labor y continuó tejiendo aunque le temblaban los dedos. Miré el reloj. Quedaban siete minutos para que el tren partiera. Habría más controles durante el viaje, pero estaba segura de que si lográbamos salir de París todo acabaría por ir bien.

Subieron más pasajeros a bordo del tren. Cada vez que alguien pasaba por el pasillo me daba un vuelco el corazón. Cerré los ojos y me recliné hacia atrás en el asiento, tratando de relajarme. Podía oír el silbido de la locomotora. Ya no faltaba mucho. La puerta de nuestro compartimento se abrió con un repiqueteo. Cuatro oficiales alemanes miraron hacia el interior y entonces se dieron cuenta de que se habían equivocado con los números de sus asientos. Se disculparon y continuaron su camino. Yo apenas me atreví a respirar. Hubiera sido más sencillo viajar en tercera clase, pero debido a mi reputación resultaba imposible. Recé con toda mi alma para que no termináramos rodeadas de alemanes. Me revolví el bolsillo en busca de la pata de conejo que mi madre me había dado, pero me di cuenta de que, con las prisas por salir del apartamento, la había dejado sobre mi cama. Miré el reloj. Solo faltaban cuatro minutos.

Contemplé el andén. Estaba casi vacío. Con un poco de suerte, quizá incluso tendríamos el compartimento para nosotras solas. Me relajé y me levanté para sacar un libro de mi bolsa de viaje que estaba en el portaequipajes sobre mi cabeza. En ese momento se abrió la puerta. Una sombra fría me recorrió la espalda. Me di la vuelta. Al principio pensé que mi aterrorizada mente me había producido una alucinación, pero cuanto más miraba, más reales se hacían aquel pelo negro y aquellos dientes puntiagudos. El coronel Von Loringhoven.

– ¡Mademoiselle Fleurier! -exclamó-. ¡Qué sorpresa! Pensé que iba a tener el compartimento para mí solo.

Sonrió a Odette y a la pequeña Simone. Su sonrisa parecía estirarle la piel del rostro, como si hubiera otra persona debajo tratando de salir. Me sentí orgullosa de la niña porque no gritó, pues esa habría sido mi reacción si hubiera tenido su edad.

– ¿De verdad? -le respondí, recuperándome lo más rápido que pude-. No deseamos importunarle. Podemos cambiarnos si necesita estar usted solo.

Tuve cuidado de imprimir a mis palabras un tono de generosidad más que de condescendencia. Las estrellas nunca cedían sus compartimentos; de hecho, nunca cedíamos nada. Pero en aquellas circunstancias hubiera sido un alivio sentarse en la carbonera en lugar de viajar con Von Loringhoven.

– Eso no será necesario -me contestó-. De hecho, esta es una coincidencia maravillosa. Siempre he deseado que pudiéramos llegar a conocernos mejor.

Paseó su mirada de mi rostro al de Odette y al de su hija; había algo traicionero en aquellos ojos que no me gustó nada. Hice un esfuerzo por simular una sonrisa de satisfacción, y le presenté a Odette y a la pequeña Simone. Le habíamos dicho a la pequeña que si alguien se sentaba con nosotros en el tren tenía que quedarse muy callada y quietecita. Se me enterneció el corazón cuando vi que fruncía los labios firmemente.

– Encantado de conocerla -le dijo el coronel Von Loringhoven a Odette-. No sabía que mademoiselle Fleurier tuviera parientes en París.

Odette no cayó en la trampa.

– Somos parientes lejanas y siempre nos hemos considerado más bien amigas. Solía ir a ver cantar a Simone cuando comenzó su carrera.

Los dedos de Odette ya no temblaban, pero se le formaron gotas de sudor en el nacimiento del pelo. ¿Se daría cuenta Von Loringhoven?

Miré otra vez el reloj. Solo quedaban dos minutos. Una vez que estuviéramos en marcha, podía inventarme cualquier excusa para tomar una cena temprana en el coche restaurante y después podíamos simular que dormíamos. El tren dejó escapar un silbido de vapor.

– Perdónenme un momento -se disculpó el coronel Von Loringhoven, poniéndose en pie.

No proporcionó ninguna explicación sobre adónde iba, pero tan pronto como salió, Odette me miró fijamente. ¿Había averiguado algo el coronel Von Loringhoven? Pero si nos bajábamos del tren en ese momento resultaría sospechoso.

– ¡Mira! -exclamó la pequeña Simone, presionando su carita contra la ventanilla-. Ahí está ese hombre.

Miré por la ventana y vi al coronel hablando con dos soldados alemanes y señalando en nuestra dirección. El silbato sonó y el tren comenzó a avanzar.

– ¡Gracias a Dios! -exclamé y casi me eché a reír.

El coronel Von Loringhoven iba a perder el tren. Sin embargo, uno de los soldados alemanes gritó algo, y el tren se detuvo abruptamente y las ruedas chirriaron sobre las vías.

– ¡Lo sabe! -exclamó Odette entrecortadamente.

– ¡Vamos! -grité, cogiendo en brazos a la niña y saliendo a todo correr por la portezuela del compartimento.

Había maletas en el pasillo, pero me esforcé en sortearlas, arañándome las piernas y rasgándome las medias. Odette se abrió paso detrás de mí. El revisor nos vio venir. Durante un instante pensé que nos iba a bloquear el paso, sin embargo nos dijo:

– No salgan por esta puerta. Vayan por segunda clase.

Corrimos delante de los pasajeros de aspecto sorprendido y saltamos del tren al andén.

– ¡Vamos! -le grité a Odette por encima del hombro-. ¡Corramos hasta la entrada de la estación!

Empujamos al controlador de billetes, que se quedó demasiado sorprendido como para reaccionar. Podía ver la entrada de la estación delante de mí. Odette dejó escapar un chillido. Me volví para verla forcejear con un soldado alemán, que la tiró al suelo.

– ¡Corre! -me gritó.

Durante un espantoso segundo dudé entre pararme y echar a correr.

– ¡Corre! -voceó Odette de nuevo.

No había nada que pudiera hacer para ayudarla. Lo mejor era tratar de salvar a la pequeña Simone. Darle la espalda a Odette me partió el corazón por la mitad como una hoja de papel, pero me puse a la niña a la espalda, me quité los zapatos de un golpe y me dispuse a correr hasta las últimas fuerzas que me quedaran en el cuerpo.

– Maman! Maman! -gritó la pequeña Simone y forcejeó, pero la agarré con firmeza.

Oí a los alemanes a mi espalda gritándome que me detuviera o si no me dispararían. Pero sabía que ni siquiera ellos harían una cosa así en mitad de la estación. La entrada se encontraba a unos metros delante de mí. Sentí que iba a desmayarme, pero estaba decidida a escapar. No había ningún alemán delante de mí.

«¡Vamos a conseguirlo! -les dije a mis temblorosos miembros-. ¡Lo vamos a lograr!».

Un torbellino azul cruzó delante de mis ojos. Un policía francés al que no había visto arremetió contra mí. Chocó contra mi cadera y me hizo caer al suelo. La pequeña Simone se vino abajo hacia delante. Un soldado alemán nos alcanzó y la cogió por el cuello de su abrigo. Pateó y le mordió, pero él la agarró con fuerza. Llegué hasta ella, pero el policía me golpeó con su porra en la nuca. Me caí de rodillas, con el dolor descendiéndome por la columna vertebral, pero logré ponerme en pie de nuevo y tambalearme hacia delante. El policía me propinó otro golpe, pero esta vez por encima de la oreja. Llamé a la pequeña Simone, pero el policía me golpeó una y otra vez en los hombros y la espalda hasta que perdí el conocimiento.

Cuando abrí los ojos, todo estaba oscuro. Me latía la cabeza y sentí un dolor punzante en el hombro. Comprendí que estaba bocabajo sobre algo duro y frío. Una peste a vegetación podrida me llenó la nariz. Desde algún lugar a mis espaldas, percibí el sonido de una gota de agua cayendo al suelo. Traté de sentarme, pero el dolor me abrasó la espalda. Me cedieron los brazos. Volví a perder el conocimiento de nuevo.

Debieron de pasar varias horas hasta que me desperté. Los destellos de las primeras luces de la mañana se me reflejaron sobre el brazo. Levanté la mirada y vi que la luz provenía de una ventana con barrotes. Estaba tumbada sobre un suelo de piedra que se me clavaba en las caderas y las rodillas. No se oía nada más aparte del agua que corría por una de las paredes.

Desafié a la agonía y me levanté sobre los codos, estremeciéndome del dolor que sentía en la espalda y las costillas. Había un colchón de paja frente a la puerta. Por pura fuerza de voluntad, logré ponerme en pie. La cabeza comenzó a darme vueltas y se me nubló la vista. Me tambaleé hacia el camastro y me derrumbé sobre él, cayendo en un profundo sueño.

La tercera vez que me desperté, vi que el sol había desaparecido de la ventana. Sin embargo, podía ver un cuadrado de cielo azul y el aire en la celda era más cálido. Adiviné que ya había llegado la tarde. No tenía apetito, pero notaba la garganta tan seca que me dolía al tragar saliva. No había ningún grifo en la celda. Ni siquiera una jarra de agua. Solo un cubo que despedía un olor pútrido en una esquina. Presioné el rostro contra el colchón enmohecido y lloré por Odette y la pequeña Simone. ¿Estarían aquí también o se las habrían llevado?

La reja de la puerta de la celda se abrió y se asomó un guardia. Un instante después le oí meter la llave en la cerradura. La puerta chirrió al abrirse y golpeó con estruendo la pared.

– ¡Ponte de pie! -me gritó.

Comprendí que protestar no me serviría de nada. Me obligué a ponerme en pie, pero me cedieron las piernas. Tenía tan hinchada la rodilla derecha que no podía juntarlas. En comparación con el resto de dolores que sentía por todo el cuerpo, apenas me había dado cuenta hasta ese momento. El guardia se colocó detrás de mí y me agarró por debajo de los brazos. Otro guardia entró en la celda y me sujetó unas cadenas alrededor de los tobillos.

– ¡Camina! -me ordenó el primer guardia, empujándome hacia delante.

Con todo el peso del cuerpo sobre una sola rodilla y la carga extra de las cadenas, caminar me provocaba un dolor insoportable. Cojeé unos pasos y me caí. El guardia que me había encadenado avanzó hacia mí. Instintivamente me cubrí la cabeza, esperando el golpe de su porra, pero en su lugar me agarró de los hombros y tiró de mí. El otro guardia puso su brazo bajo el mío y me sujetó. Caminé arrastrando los pies junto a él por un corredor oscuro. La única luz provenía de las ventanas con barrotes que había junto al techo. Escuché un grito y después una explosión resonó con estruendo en el aire. Hubo un silencio durante un momento antes de que aquel sonido detonara en el aire de nuevo. Nunca antes lo había oído, pero supe instintivamente qué era: un pelotón de fusilamiento. ¿Eso era lo que iba a suceder? ¿Me iban a fusilar?

– ¿Dónde estoy? -le pregunté al guardia que andaba delante.

– ¡Cállate! ¡No hables!

Me llevaron por otro corredor que terminaba en un tramo de escaleras. Los guardias tuvieron que llevarme en volandas. Al final, me arrastraron hasta una habitación con una única silla y una bombilla que colgaba del techo. El guardia que me estaba sosteniendo me empujó para que me sentara en la silla y me esposó las manos a la espalda. Después, ambos se marcharon sin pronunciar ni una palabra.

– Es una pena ver a una mujer hermosa en tal estado.

Aquella voz cargada de maldad me provocó un escalofrío por todo el cuerpo. Sabía que era el coronel Von Loringhoven, pero no podía verle. Salió de la oscuridad a la luz. Se me paró el corazón durante un instante. Pensé que así era como debían de sentirse los buscadores de perlas cuando vislumbraran una aleta y una cola emergiendo de las oscuras profundidades marinas.

Von Loringhoven se paseó en círculo alrededor de mi silla, estudiándome desde todos los ángulos posibles.

– ¿Puedo ofrecerle algo? -preguntó-. ¿Café? ¿Un cigarrillo? ¿Un poco de hielo para su rodilla?

Miré hacia abajo. Tenía la falda rasgada y se me veía la rodilla, manchada y deforme. Negué con la cabeza. No quería absolutamente nada de Von Loringhoven.

Desapareció en la oscuridad y reapareció con una silla. Arrastró las patas por el suelo y la colocó frente a mí.

– La primera vez que la vi fue en 1930 en París -me dijo, sentándose y sacando una cigarrera de plata del bolsillo-. En el Folies Bergère. «¡Qué voz! -pensé-. ¡Qué voz tan extraordinaria!». Y, por supuesto, era usted tan hermosa…

Se detuvo para sacar un cigarrillo y exhaló una larga nube de humo. La peste a tabaco me irritó la garganta. Hice lo que pude por no toser. Tomara la dirección que tomara aquel interrogatorio, tenía que andarme con cuidado. Era posible que Odette y la pequeña Simone no hubieran sido identificadas como judías y que me hubieran arrestado a mí por alguna otra razón. Después de todo, Roger me había advertido que la Gestapo estaba empezando a sospechar de mis actividades.

Von Loringhoven me dedicó una mirada larga y pensativa, como si estuviera esperando que yo hablara. Roger me había insistido en que lo más importante era mantener el silencio durante al menos veinticuatro horas. Eso daría tiempo a los miembros de la red para enterarse de la detención y esconderse. Estaba decidida a permanecer en silencio todo el tiempo que pudiera.

Una sombra apareció en la luz. Era un hombre que llevaba un abrigo de cuero. Dio un paso adelante como si fuera a saludarme, pero en su lugar me golpeó en la mejilla tan fuerte que me crujió el cuello y vi las estrellas.

– ¡En la cara no! -gruñó Von Loringhoven.

Levanté la mirada a tiempo de ver al hombre golpeándome con el puño de nuevo. Sus nudillos se me clavaron en el pecho. La silla se bamboleó hacia atrás y caí al suelo, aterrizando sobre el hombro dolorido. Aullé de dolor y me retorcí hacia atrás. Traté de convencerme a mí misma de que aquella situación no era real e intenté pensar deprisa. Pero la violencia de aquel matón no formaba parte de nada que yo hubiera conocido o imaginado antes. Corrió hacia mí. Traté de hacerme un ovillo, pero no podía defenderme con los tobillos encadenados y las manos esposadas a la espalda. Estrelló el pie contra mi estómago. Emití un grito sofocado y jadeé para respirar, sintiendo como si la pelvis se me hubiera roto en mil pedazos. Volvió a separar el pie, dispuesto a golpearme de nuevo. Cerré los ojos, segura de que el siguiente golpe me mataría.

– ¡Es suficiente! -ordenó Von Loringhoven.

El torturador puso en pie mi silla conmigo encima y abandonó la habitación.

– Es usted una mujer muy insensata, mademoiselle Fleurier -comentó Von Loringhoven-. Los alemanes y los franceses pueden trabajar tan bien juntos… Y usted podría haber continuado con su vida como de costumbre. Pero quizá ha sido por culpa de las malas compañías que ha estado frecuentando…

Apenas podía oírle porque me pitaban los oídos. El aire dentro de mi garganta producía un sonido desesperado y áspero.

– Ahora -dijo Von Loringhoven-, dígame todo lo que sepa sobre Yves Fichot.

– No conozco a ningún Yves Fichot -jadeé luchando contra el dolor.

– ¿Y sabe algo de Murielle Martin?

Negué con la cabeza.

Von Loringhoven se detuvo. Durante un angustioso momento pensé que iba a volver a llamar al matón de nuevo. Pero le estaba diciendo la verdad: no sabía quiénes eran aquellas personas. No conocía los nombres de la gente precisamente con ese fin. Levanté la cabeza. Era la primera vez que miraba realmente a los ojos al coronel Von Loringhoven. Eran oscuros, pequeños y brillantes. Como los de una serpiente.

Chasqueó la lengua.

– ¿Y qué pasa con su querido amigo, Roger Delpierre?

Se me secó la boca y tragué saliva. En el rostro de Von Loringhoven apareció una sonrisa. Se sentía complacido por haber conseguido una reacción por mi parte.

– ¿Ve usted lo que le digo sobre su insensatez a la hora de elegir amigos? ¿Por qué una mujer glamurosa y con talento como usted se mezclaría con un tipejo como ese? -comentó.

Von Loringhoven se puso en pie y paseó alrededor del círculo de luz. Se detuvo a mi lado derecho y alargó la mano hacia mí, como si me fuera a acariciar la cara. Pero el lateral de mi mejilla estaba manchado de sangre por la caída. Debió de pensárselo dos veces, porque apartó la mano y se la metió en el bolsillo.

– ¿Le dijo a usted Roger Delpierre que la amaba? -me preguntó, soltando una ligera risita-. Les ha dicho lo mismo a todas las mujeres con las que se ha acostado. La ha utilizado para sus propios objetivos. Lo detuvimos hace tres días tratando de escapar de Marsella. Únicamente tuvimos que amenazarle con cortarle las pelotas para que cantara todo lo que sabía sobre usted y sobre la red.

Noté un sabor metálico en la garganta. Tosí y un dolor atroz se me instaló en las costillas. ¿Roger? ¿Roger me había utilizado? La paliza me había insensibilizado. Me obligué a poner un pensamiento detrás de otro, pero el esfuerzo era como uno de esos sueños en los que uno corre y corre pero no llega a ninguna parte.

Von Loringhoven regresó a su asiento, con la petulancia que le otorgaba la certeza de haber logrado que me desmoronara. Algo en su precipitación me hizo sospechar. A medida que me repetía el nombre de Roger en mi interior, me inundaron las imágenes del trabajo que habíamos llevado a cabo juntos. Roger nunca traicionaría a la red por la que había trabajado con tanto esmero, ni siquiera bajo tortura. En una ocasión, me había mostrado la pastilla de cianuro que guardaba en el bolsillo por si lo atrapaban y se sentía en peligro de «revelar secretos de vital importancia». Además, si Von Loringhoven lo había descubierto «todo», ¿por qué no había empleado el verdadero apellido de Roger?

«Está mintiendo -pensé-. Está suponiendo que si pienso que todo está perdido para la red, le diré todo lo que sé». Aquella idea me proporcionó a lo que aferrarme a pesar del dolor abrasador. Tenía que burlar a Von Loringhoven en su propio juego. Traté de emular a Roger cuando se encontraba bajo presión: ralenticé la respiración, tranquilicé mis emociones, traté de centrarme en lo esencial.

– ¿Entonces lo sabe todo sobre Bruno y Kira? -gimoteé-. Los operadores de radio que llevé a Burdeos.

Los ojillos de Von Loringhoven bailotearon sobre mí.

– Sí -respondió-. Delpierre nos lo contó todo sobre ellos.

A pesar de lo atroz de mi situación, sentí ganas de echarme a reír. Lo oculté escondiendo la cabeza contra el hombro y simulando que sollozaba. El gran danés y mi gata tenían muchos talentos, pero hacer funcionar un aparato de radio no era uno de ellos. Y hacía años que yo no había puesto los pies en Burdeos.

Von Loringhoven alargó la mano y me dio unas palmaditas en el brazo.

– Quizá su visita aquí la anime a hacer elecciones más sensatas en el futuro -me dijo.

La voz del coronel me produjo picor en la piel. No me cabía la menor duda de que estaba en presencia del hombre más malvado que había conocido nunca, pero su tono casi era paternal.

Von Loringhoven llamó a los guardias, que me arrastraron de vuelta a mi celda. Más tarde, me dieron un poco de sopa aguada y unos trozos de pan duro. De nuevo a solas, tuve tiempo de pensar en lo que había sucedido. Von Loringhoven no me había hecho demasiadas preguntas sobre la red y ninguna sobre Odette y la pequeña Simone. Ni siquiera las había mencionado. Era cierto que me habían pegado, pero había oído que la Gestapo le quemaba los pies a la gente, les cortaba los dedos de las manos o de los pies y les sacaban los ojos. En comparación con aquellas torturas, yo me había librado con poco. Me pregunté si eso sería una buena señal o si me retendrían hasta que encontraran al agente Bruno y a la agente Kira en Burdeos… Podía entender por qué incluso los más valientes acababan por hablar en los interrogatorios. La incertidumbre y la espera debilitaban tanto o más que las palizas.

Cuando escuché al guardia abriendo la puerta de la celda a la mañana siguiente, el temor me inundó. ¿La paliza de hoy sería peor que la que había recibido ayer?

Levanté la mirada y vi a Camille Casal contemplándome. El guardia trajo una silla y le limpió el polvo con un pañuelo antes de permitir que Camille se sentara en ella. Se alisó la falda de seda sobre las piernas y le hizo un gesto con la cabeza al guardia para indicarle que podía marcharse. Tardé un momento en recuperarme de la sorpresa que me produjo su presencia allí. Sin embargo, adiviné por qué la habían enviado. Esperaban que, como ella era una «vieja amiga», pudiera sonsacarme más información.

– Estás perdiendo el tiempo, Camille -le advertí-. No sé nada sobre la red. Nunca me contaron nada.

Aquello no era estrictamente cierto; después de todo, conocía a madame Ibert y a madame Goux, a los médicos, a André y a mi familia en Pays de Sault. Pero estaba lista para morir antes que delatar a ninguno de ellos.

Camille se revolvió en su asiento y se echó su chaqueta sobre los hombros, como si acabara de darse cuenta del frío que hacía en mi celda. Yo estaba tan entumecida que apenas podía sentir nada.

– Tu actitud hacia los alemanes es lo que te ha traído hasta aquí, Simone -me dijo-. Ya saben que tú no eres más que un vínculo menor del movimiento de la Resistencia. Se han aprovechado de ti porque tú te has enamorado.

Su afirmación me dejó atónita. Me senté en el camastro de paja y me apoyé contra la pared. ¿Era posible que los nazis realmente desconocieran el alcance de mi implicación en la red? Quizá el doble agente había estado jugando con ellos, protegiendo su apuesta por ambos bandos.

– Primero te negaste a actuar en París -continuó Camille y su voz resonó por toda la celda-. Te mostraste difícil con la Propagandastaffel, desairaste la hospitalidad del coronel Von Loringhoven en Maxim's y después te negaste a compartir con él un compartimento de tren.

Mi lenta, hambrienta y sedienta mente trató de seguirle el ritmo a la luz de los nuevos acontecimientos. ¿Estaba en prisión porque había herido los sentimientos de un nazi?

– ¿Por qué estoy aquí? -le pregunté.

– Para que te enfrentes a tus propias responsabilidades -me respondió Camille, como si le estuviera reprendiendo a un niño rebelde-. Eres una artista muy famosa.

Percibí que estaba hablando tan alto para que la oyera el guardia del corredor. Pero ya había confirmado lo que yo estaba pensando: no me habían encarcelado por mi implicación con la red ni porque hubiera tratado de sacar a escondidas a dos judías de París. Eso no hizo que su afirmación me sorprendiera menos.

– ¿Qué es lo que quieres, Camille?

Camille bajó la voz.

– Quiero ayudarte. Al coronel Von Loringhoven le gustaría hacer algo especial para contentar al general Oberg y que coincida con los desfiles de la victoria a finales de este mes. Ha sugerido que celebrar un concierto de la esquiva Simone Fleurier sería muy adecuado. «Cuando el mundo piensa en París, se imaginan la Torre Eiffel, la gastronomía, el amor y a Simone Fleurier», dijo. Te necesitan para poner de su parte a la gente.

Se me hizo un nudo en el estómago. Querían utilizarme del mismo modo que habían utilizado a Pétain, para hacerle más agradable al pueblo francés sus despreciables políticas. Karl Oberg era el responsable de las SS en París. Bajo su mando estaba Theodor Danneker, el oficial de las SS que supervisaba la deportación de los judíos. Yo me había negado a cantar para los alemanes desde que ocuparon París y no tenía intención de hacerlo ahora. Oberg y Danneker eran tan diabólicos como los pilotos que habían masacrado a aquellos niños belgas. Eran asesinos despiadados. ¿Qué mensaje estaría enviando si cantara para ellos?

– ¡¡¡No!!! -exclamé.

Podían torturarme para sacarme nombres, pero de ninguna manera iban a obligarme a cantar.

Los ojos de Camille se estrecharon y me agarró con fuerza del brazo.

– Ya te lo he dicho, estoy intentando ayudarte. No pareces entender la situación, Simone. Si te niegas, te fusilarán.

– Entonces tendrán que fusilarme -le respondí.

El tono de convicción de mi voz me sorprendió tanto como a Camille. No era valentía lo que me hizo decir aquello. Era el pensamiento de vivir habiendo hecho algo tan cobarde sin ninguna buena razón excepto la de salvar mi propio pellejo.

Camille se levantó de la silla y se paseó por la habitación.

– Oh, ¡ya estás otra vez! ¡Eres tan santurrona, Simone! Siempre lo has sido. Mírate, ahí sentada con el pelo enredado y la ropa sucia. Mira en lo que te has convertido. ¡Mira adónde te ha llevado tu mojigatería!

– Pues mírate tú, Camille Casal -le recriminé-. Mira en lo que te has convertido tú: ¡eres una puta de los nazis!

Nos miramos fijamente la una a la otra. Se me ocurrió que era extraño que Camille y yo hubiéramos llegado hasta ese punto: dos rivales con lealtades opuestas enfrentándose en una celda de una prisión. ¿Quién habría predicho tal cosa en la época en la que se nos consideraba solamente rivales sobre el escenario? No obstante, ya nada era normal.

Camille apretó los puños, pero le temblaron las manos.

– Quizá no me juzgarías tan duramente si te dijera que el padre de mi hija era judío -susurró-. Y, de momento, nadie lo sabe.

A medida que escuchaba a Camille, me di cuenta de algo. Los alemanes no podían fusilarme. Si estaban perdiendo el apoyo del pueblo francés, ¿de qué les serviría ejecutar a un respetado icono nacional como yo? Aunque Maurice Chevalier estaba actuando en París, había evitado actuar en Alemania, a pesar de las repetidas veces que se lo habían pedido. Y, además, su esposa era judía. Empecé a comprender la fuerza de mi poder de negociación.

Me puse en pie lo mejor que pude, cojeé hasta la silla de Camille y me senté en ella.

– La mujer y la niña que detuvieron conmigo…

– Han sido enviadas a Drancy. Las deportarán a Polonia.

Se me cayó el alma a los pies. Así que habían descubierto a Odette y a la pequeña Simone. Drancy era un campo de detención francés que tenía muy mala reputación por su crueldad. Rememoré el agónico instante en el que atraparon a Odette en la estación. Tuve que decidir si debía dejarla a su suerte o si podía servir a otra causa. Eso ya lo había hecho una vez. ¿Podía abandonarla de nuevo? Cerré los ojos. Me encontraba de pie junto al borde del abismo. Tenía la posibilidad de salvar a mi amiga y a su hija, pero eso supondría traicionar a mi país para ello.

– ¿Pueden salvarse? -le pregunté a Camille.

– No -respondió, cruzándose de brazos-. Las órdenes vienen directamente de Alemania.

Abrí los ojos y la miré.

– ¿Pueden salvarse si accedo a cantar?

Camille me sostuvo la mirada durante el tiempo suficiente como para que yo supiera que ahora sí nos estábamos entendiendo.


Capítulo 33

Al día siguiente de la visita de Camille una guardia me trajo un cuenco de sopa acuosa, una toalla y un vestido limpio. Más tarde, vino un médico a mi celda. Me lavó los cortes y diagnosticó que tenía varias costillas contusionadas y la rodilla dislocada. Me la colocó con un chasquido en su sitio, infligiéndome tanto dolor que si hubiera sido un agente de la Gestapo estaba segura de que le habría confesado lo que me hubiera pedido. Cuando el médico se marchó, los guardias me llevaron ante el coronel Von Loringhoven.

– Ya me he enterado de que ha entrado usted en razón -comentó.

– He hecho un trato -le recordé.

Puede que me hubiera convencido para cantar, pero quería que tuviera presente que no lo hacía por voluntad propia.

Ignoró mi comentario y leyó una lista de condiciones. Iba a cantar en el Adriana, que, por lo que sabía, ahora lo dirigía un colaboracionista francés. Tenía que ponerme un vestido de noche negro y no podía bailar ni cantar nada «subido de tono». Aunque hubiera aceptado bailar, cosa que no había hecho, me habría sido imposible con la rodilla herida. Para mi sorpresa, me dejó escoger mis propias canciones, aunque tendría que autorizármelas la Propagandastaffel.

– Pueden acompañarla artistas de cabaré, pero no puede aparecer ninguna corista desnuda ni humoristas -concluyó Von Loringhoven.

Por lo que parecía, Karl Oberg carecía de sentido del humor.

– ¿Y mis amigas?

– Hemos sacado a la mujer y la niña de Drancy. Las mantendremos en otro lugar hasta que usted haya finalizado su actuación a mi entera satisfacción.

– Quiero que las libere antes de que yo cante -insistí.

– No está usted en posición de negociar -me contestó Von Loringhoven, adquiriendo un tono de voz más agudo-. Después de su actuación, las llevarán a Marsella y las embarcarán hacia Sudamérica. Francamente, para mí no representa ninguna diferencia, mademoiselle Fleurier. Muy pronto, Alemania dominará el mundo. Así que solamente les está dando un poco de tiempo a sus amigas.

Von Loringhoven tenía la misma actitud que los alemanes que habían permitido a Odette y la pequeña Simone viajar desde Burdeos hasta París. Pero yo ya había decidido que un poco de tiempo era suficiente por ahora.

– Llamaré a un conductor para que la lleve a casa -me anunció, poniéndose en pie delante de su mesa-. Pero déjeme que le haga una última advertencia: debe usted fingir que va a cantar por voluntad propia. Si le dice a alguien que ha hecho usted un trato conmigo, sus amigas morirán. Y lo haré al estilo Vichy. Decapitaremos a la madre delante de la niña. Y después, la mataré también a ella.

No tuvo que añadir nada más. Puede que lo hubiera considerado un estúpido, pero, aunque lo fuera, también era peligroso. Cuando lo miré, vi que se había transformado en una bestia, un ser antinatural, sin la lógica o la circunspección normales. Me di cuenta de que sería perfectamente capaz de llevar a cabo su amenaza.

Me llevaron de vuelta a mi bloque de apartamentos en un BMW negro. El agente de la Gestapo que hizo las veces de chófer se pasó todo el viaje bostezando, apestando el ambiente del interior del coche con su aliento a tabaco rancio. Me pregunté si habría estado en pie toda la noche, moliendo a palos a alguien hasta matarlo.

Cuando detuvo el automóvil delante de mi apartamento, me abrió la portezuela del coche, me entregó un bastón y me arrastró hasta la puerta principal.

– Me voy a quedar aquí mismo -me advirtió, señalando el suelo de la acera-. La estaré vigilando. Veré quién entra y quién sale.

– Observó mi rodilla, dejó escapar una carcajada y me echó de nuevo su repugnante aliento en la cara-. ¡Pero usted no va a ir a ninguna parte con esa rodilla así!

Abrió el pestillo de la puerta y me empujó hacia el interior. El portal estaba a oscuras. Encendí la luz.

– ¿Madame Goux? -la llamé suavemente, pero no recibí respuesta.

Empujé la puerta del apartamento de monsieur Copeau. La secretaria y los médicos no estaban allí. Los muebles estaban vueltos del revés y había papeles esparcidos por todo el suelo.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó una voz a mis espaldas.

Me volví para ver a madame Goux. Tenía los ojos amoratados y la nariz rota e hinchada.

– ¿Qué le han hecho? -Cojeé hacia ella y la agarré de los hombros. Tenía quemaduras de cigarrillo en la cara y en el cuello.

Se encogió de hombros.

– ¿Qué es lo que le han hecho a usted? Tiene un aspecto terrible.

Le conté el interrogatorio al que me habían sometido y le pregunté por los demás, aunque me daba miedo saber si todavía estaban vivos o si los habían matado.

– Los médicos se marcharon a tiempo. Madame Ibert recibió un aviso y se fue al sur, a la finca de su familia. Trató de enviarme un mensaje, pero yo caí directamente en la trampa. No obstante, no me han sacado ni una palabra. Simulé que era una anciana imbécil.

Tenía una quemadura cerca del ojo, que le estaba llorando. Le pasé el brazo por los hombros. No se me escapó la ironía de que antes de la guerra no soportaba a madame Goux. Y, ahora, me hubiera sentido desolada si algo le hubiera pasado.

– Necesitarán algo más que esto para acabar conmigo -me aseguró, ayudándome a montarme en el ascensor, que, por algún tipo de milagro, había vuelto a funcionar.

Unos días después de regresar a mi apartamento, escuché la voz apagada de un hombre hablando con madame Goux en el vestíbulo. La portera me había ordenado que no me pusiera en pie hasta que mi rodilla estuviera mejor, por lo que me encontraba tumbada en el sofá con la pierna apoyada sobre unos cojines. Traté de aguzar el oído para escuchar, intentando distinguir quién era aquel hombre.

– Solo vengo para quedarme un momento -dijo-. No quiero importunar. Les he dicho que yo iba a representarla para el espectáculo.

El concierto de las SS era una gran noticia por todo París. La Propagandastaffel no había perdido ni un minuto en hacer carteles publicitarios: «La luz más brillante de la ciudad canta para el Nuevo París». Lo que yo aún ignoraba, y posteriormente agradecí que madame Goux no me hubiera contado, era que extendida detrás de mi fotografía había una enorme bandera con la esvástica.

– Suba -le indicó madame Goux al visitante-. Necesita que alguien le levante un poco el ánimo.

Todavía tardé un instante en comprender que aquella voz era la de André. Nuestro trabajo en la Resistencia apenas nos había puesto en contacto directo más que en unas pocas ocasiones. La mayor parte de las veces nos comunicábamos a través de mensajeros. Si nos hubieran visto juntos, habrían comenzado los rumores que quizá habrían levantado las sospechas de Guillemette. El sonido de los pasos de André se fue acercando. Me alisé el cabello y me recoloqué el camisón. La puerta de mi apartamento estaba entornada por si acaso necesitaba llamar a madame Goux, pero André llamó de todos modos.

– Pasa -le dije.

– ¡Simone! -exclamó, apresurándose hacia mí-. Me alegra ver que estás viva. ¡He envejecido diez años de golpe preocupándome por ti!

Me quedé perpleja al verle aparecer. Con aquel traje verde azulado y la corbata roja, estaba muy guapo y elegante. Su cabello había adquirido un tono ligeramente más gris que la última vez que nos habíamos visto. Le aseguré que cada día tenía mejor aspecto. Me contempló con una mirada escrutadora y supe que estaba buscando una explicación de por qué había accedido a cantar para los nazis. Me dolía el corazón al imaginarme qué pensaría la gente de la red al enterarse de que los iba a traicionar. No me atrevía a pensar en cómo se sentiría Roger si lo descubría. Podía confiarle a André mi vida, pero el lema de nuestra red era: «Cuanto menos sepan los demás, mejor». Ninguno de nosotros podía asegurar al cien por cien lo que revelaría o no bajo tortura. Y después de la amenaza de Von Loringhoven sobre que iba a decapitar a Odette y a la pequeña Simone no podía correr el riesgo de confiarle a nadie mis razones.

– Sírvete algo de beber -le ofrecí, señalándole el mueble bar-. Y sírveme a mí un agua con gas.

Como yo pretendía, André me dio la espalda para dirigirse al mueble bar y coger los vasos del armario. Me alivió no tener que continuar mirándole a los ojos, teniendo en cuenta que me estaba sintiendo tan mancillada. Podía verle mientras preparaba las bebidas en el espejo que había colgado en la pared opuesta. Contemplar la línea de sus hombros y sus erguidas y anchas espaldas me provocó un dolor nostálgico que me sorprendió. Ahora que estaba prometida a Roger, había supuesto que aquellas sensaciones no volverían a producirse.

– ¿Cómo están tu esposa y tus hijas? -le pregunté, atónita por haber sacado el tema con tanta naturalidad.

Amaba a Roger con todo mi corazón y nunca lo traicionaría. ¿Por qué sentía la misma culpabilidad que experimentaría una esposa que estaba siéndole infiel a su marido?

– Todas están bien, gracias por preguntar -me respondió André, entregándome el agua y volviendo a su asiento-. Y ahora dime, ¿puedo hacer algo por ti?

– ¿Puedes averiguar qué ha sucedido con Roger Delpierre? -le pregunté-. Quiero saber si es verdad que lo han detenido.

André me observó fijamente pero no dijo nada.

– Sabes el hombre al que me refiero, ¿verdad? El primero que entró en contacto contigo cuando te uniste a la red.

– Sí -respondió André-, lo recuerdo.

Miró fijamente su bebida durante tanto tiempo que yo recordé la noche en el hotel Adlon cuando me contó su relación con su padre. En un momento dado André y yo habíamos bromeado sobre mis clases de idiomas y al momento siguiente se había puesto de un humor muy lóbrego. André levantó la mirada. Volvía a observarme con ojos escrutadores, pero esta vez la pregunta que bailaba en ellos era diferente. Paseó la mirada por mi cuello y mi silueta. Me desconcerté al ver entonces lo que no había presenciado en todos aquellos años desde que se casó con la princesa de Letellier. Un relámpago me atravesó el corazón. André Blanchard todavía me amaba.

Tras una semana, se me pasó la hinchazón alrededor de la rodilla y recuperé un poco las fuerzas. Me di cuenta de que, si iba a actuar para «satisfacer» las expectativas de Von Loringhoven, necesitaba ensayar. Le envié una nota al director artístico del Adriana para decirle que tenía un piano en mi apartamento y que comenzaría a ensayar tan pronto como él me contratara a un pianista. Como no me tenía que probar ningún vestuario y preferí actuar sola, no me veía obligada a presentarme en el teatro hasta el ensayo final. Recibí su respuesta esa misma tarde, junto con un ramo de rosas tan enorme que el agente de la Gestapo tuvo dificultad para meterlo por la puerta. La nota decía:


Querida mademoiselle Fleurier:

Será un enorme placer que cante en el Adriana para celebrar la

unión entre Francia y Alemania en la Nueva Europa.

Máxime Gaveau


Rompí la nota por la mitad. Yo había trabajado con Martin Meyer, Michel Gyarmathy y Erté. ¿Quién era aquel advenedizo llamado Máxime Gaveau? Eché las flores en el fregadero de la cocina y después recordé que el agente de la Gestapo podría volver a mi apartamento, así que, en su lugar, las metí en un cubo.

La verdad era que la nota de Gaveau me había demostrado la gravedad de lo que estaba a punto de hacer. No podía desairarle cuando yo también había accedido a colaborar con los alemanes. Puede que él estuviera colaborando por su propia ambición egoísta, pero yo estaba prestando mi nombre público y mi rostro para legitimar el Tercer Reich. Y lo que era aún peor, como posdata a la nota, Gaveau me informaba de que mi actuación iba a ser retransmitida por Radio France, así que no solo se enterarían de mi traición los miembros de la Resistencia de París, sino los de todo el país.

Más tarde, aquel mismo día, madame Goux me llamó desde la planta de abajo para decirme que André estaba subiendo las escaleras para verme. Me dio un salto el corazón al pensar que podía traerme buenas noticias sobre Roger. Cojeé hasta la puerta y la abrí de un golpe. Sin embargo, la sombría expresión de André me golpeó como un puñetazo en el estómago.

– Será mejor que te sientes -me dijo-. Te serviré algo de beber.

Durante un segundo no pude moverme.

– No me tengas sobre ascuas -le dije.

André me agarró de los hombros.

– Roger Delpierre fue detenido en Marsella. Pero no habló. Así que lo fusilaron.

Miré a André fijamente. Como mucho, estaba esperando escuchar que Roger había sido detenido. Nunca había considerado la posibilidad de que pudiera estar muerto. Se me doblaron las rodillas. André me ayudó a llegar hasta el sofá. ¿Roger? ¿Fusilado? El aroma de la lavanda me envolvió durante un instante; sentí las caricias de Roger en mis muslos. «No le pongas barreras a la felicidad, Simone.»

André me cogió las manos. Sentí como si estuviera cayendo por un oscuro túnel. Recordé el primer viaje que Roger y yo habíamos hecho al sur junto con Ratón, el Juez y los demás. Todos nosotros habíamos estado juntos en aquella peligrosa misión, pero cada uno se había enfrentado a sus propios terrores personales a ser atrapados y ejecutados. Esa era la soledad que estaba sintiendo en aquel instante. André podía sostenerme todo lo firmemente que quisiera, pero no podría salvarme de que me hundiera en aquella pesadilla.

– Lo siento -me dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

Sabía que, a pesar de la punzada de celos que había sentido la semana anterior, estaba siendo sincero.

– ¿Ha podido haber algún error? -le pregunté.

– Roger Delpierre era el responsable de la red -me respondió-. He comprobado la historia con dos contactos diferentes. A juzgar por lo que todo el mundo sabe, la noticia es cierta.

Pensé en Roger dormido, con los brazos cruzados sobre el pecho como las alas de un ángel, y traté de recuperar el control de mí misma. Roger era un verdadero militar, me habría dicho que todavía había una guerra que luchar y que era mi deber ser fuerte, independientemente del sacrificio. Me volví hacia André.

– ¿Y los niños y los soldados aliados que iban con Roger? ¿También los han atrapado?

André negó con la cabeza.

– Lo detuvieron a él solo. En un bar. Parece ser que actuó como señuelo para que los demás pudieran escapar.

Me sequé los ojos, pero fui incapaz de contener las lágrimas. Esto era lo que hacía la guerra. Nos arrebataba a las buenas personas. Uno de los pilotos a los que había acompañado para cruzar la línea me contó que había perdido a tantos amigos que no quería sentir cariño por nadie nunca más.

André me sirvió una bebida y después llamó a madame Goux, que estaba en el piso de abajo.

– Simone -me dijo, inclinándose para darme un beso en la mejilla-. Ahora tengo que irme, pero volveré a verte mañana. Lo mejor que puedo hacer para honrar la memoria de Delpierre es acabar lo que él empezó. Derrotar a los alemanes y ganar esta guerra.

Durante los días siguientes yací en mi dormitorio escuchando el sonido de mis pulmones, que luchaban por conseguir aire. André había dicho que la mejor manera de honrar la memoria de Roger era acabar lo que él había empezado. Pero yo había accedido a cantar para el alto mando de las SS. ¿Podía ser peor mi traición a Roger? En algún lugar entre el público estaría el hombre que había dado la orden de su ejecución. ¿De qué servía ganar esta guerra si yo había perdido a Roger? Había abierto unas puertas de mi corazón que yo creía cerradas para siempre. Después de amarle y perderle, ¿qué tipo de vida me quedaría por vivir? Miré fijamente el techo, las paredes, los muebles… Pero ninguno de ellos tenía respuestas para mí.

– Maman! -grité en mitad de la noche.

Dado que yo me encontraba bajo arresto domiciliario, le pedí a André que le contara a mi familia lo que había sucedido. Le rogué que les indicara, por su propia seguridad y por la de los agentes a su cargo, que no se pusieran en contacto conmigo.

– Diles a mi madre, a tía Yvette, a Bernard, a madame Ibert y a los Meyer que no pasa ni un solo día sin que piense en ellos.

Yo era un barco naufragando, haciendo aguas. Esta vez no había ninguna posibilidad de retirarme a la finca en busca de consuelo. Tenía que seguir navegando. Tenía que cantar por las vidas de Odette y la pequeña Simone.

Cuando madame Goux anunció que había llegado el pianista del Adriana para el ensayo, me quedé totalmente estupefacta al ver aparecer a monsieur Dargent por la puerta de la sala de estar.

No había cambiado ni lo más mínimo desde la última vez que lo vi en Le Chat Espiègle, hacía dieciséis años. Llevaba un traje blanco con un clavel rosa en el ojal y su bigotillo curvilíneo tan rígido y negro como siempre.

– ¡Monsieur Dargent!

– ¡Mire en lo que se ha convertido usted! -exclamó, alzando las manos-. ¡La muchacha extraña que bailaba como una salvaje!

– Traté de ponerme en contacto con usted un par de veces -le dije-, para agradecerle que me diera mi primera oportunidad. Pero nunca he logrado seguirle la pista.

Profirió una de sus risas estertóreas.

– He estado viajando -me explicó, tapándose la boca con la mano-, ¡huyendo de los acreedores!

Algo en sus maneras me hizo sentir incómoda. Le conduje hasta la sala de estar.

– ¿Así que es usted el pianista que me acompañará en los ensayos?

– No -replicó-. Soy el nuevo director del Adriana. Ahora me hago llamar Máxime Gaveau.

Se inclinó en una reverencia mientras hacía una floritura con la mano.

Se me hundió el alma a los pies. Era un vulgar colaboracionista. El titular legítimo de aquel cargo era Minot y aún podría ocuparlo de no ser por los nazis. Pero me recordé a mí misma que no le haría ningún favor a la Resistencia si demostraba mi ira.

Monsieur Dargent se enderezó de nuevo y me entregó unas partituras.

– Estas son las canciones de sus espectáculos anteriores. He pensado que podríamos hacer una retrospectiva. Además, también he encargado que le escriban algunos números nuevos; tienen que ser aprobados primero por la Propagandastaffel. Eso nos proporcionará unos días para ensayarlos antes del espectáculo.

No me alegré al oír aquello. Ya era bastante humillante tener que actuar para el alto mando enemigo, pero nunca había tenido la intención de cantar propaganda alemana.

Cuando el paquete de canciones llegó varios días más tarde, lo abrí con sombría aprensión. Leí detenidamente las letras de cada canción. Para mi alivio, parecían bastante inofensivas. Sin embargo, una de ellas me llamó la atención porque era muy misteriosa:


Cuando mi amor se enfríe

te dejaré por el calor de África.

Mirarás hacia el este y también hacia el centro,

pero no me encontrarás en la oscuridad de África,

a menos que me traigas la luz de tu antorcha


Con el paso de los años había aprendido a leer música, por lo que toqué la melodía en el piano con un solo dedo. Era una tonadilla suave. Los alemanes no permitían nada de jazz, lo llamaban «música de negros». Los versos me resultaban evocadores. Traté de cantarla, intentando averiguar dónde debía poner más énfasis y dónde debía mantener el tono. Cogí una pluma y cambié el verso que decía: «A menos que me traigas la luz de tu antorcha» por «A menos que me traigas tu luz».

Monsieur Dargent vino a ensayar conmigo al día siguiente. Hojeó las partituras y frunció el ceño cuando vio la canción sobre África.

– Mademoiselle Fleurier, ¿no le dije que no cambiara ni una sola letra?

– No.

– ¿No le dije que la Propagandastaffel las había aprobado?

No lograba entender por qué se estaba poniendo tan frenético. Nada de lo que yo había alterado representaba ninguna diferencia en el significado de la canción. No recordaba que monsieur Dargent fuera tan puntilloso.

– Seguramente, la Propagandastaffel no podrá oponerse a estos pequeños cambios, ¿verdad? -le dije-. He cambiado la letra para que corresponda con la manera en la que quiero cantar la canción.

La expresión de su rostro se ensombreció. No logré interpretar aquello, pero parecía más de preocupación que de enfado. No añadió nada más, pero cuando se marchó tras el ensayo apenas le oí despedirse.

La reacción de monsieur Dargent me perturbó tanto que ensayé las canciones esa misma noche por mi cuenta, asegurándome de que no cambiaba ni una coma. Con el concierto a la vuelta de la esquina, y con las vidas de Odette y la pequeña Simone pendiendo de un hilo, no tenía ni la menor intención de oponerme a los nazis o, en su defecto, a los colaboracionistas.

Mi último ensayo en el Adriana tuvo lugar uno de esos lúgubres días en los que el cielo de París se cubre de nubes y lo tiñe todo de un fúnebre gris. Recorrí con la mirada el aterciopelado telón y el mobiliario art decó, los espejos y las puertas metálicas. La primera vez que canté allí, había temblado de pies a cabeza por los nervios. Entonces pensaba que lo más importante en el mundo era ser una estrella. Ahora no podía concentrarme en nada excepto en cuánto deseaba que se terminara la tortura de aquella noche lo más rápido posible. Y si me hubiera preguntado a mí misma si me sentía satisfecha por haberme hecho famosa, me habría contestado que hubiera deseado ser cualquier otra persona antes que Simone Fleurier, «la mujer más sensacional del mundo». Mi estrellato era un arma que los alemanes iban a utilizar contra Francia.

Me quedé en el teatro el tiempo justo para ensayar mis canciones. Monsieur Dargent me mostró el programa, pero no me interesaba qué iban a hacer los artistas en el resto de los números. Había unos trapecistas austríacos, «de fama mundial», según monsieur Dargent; una cantante de ópera, «la mejor de Alemania»; y una tropa de cantantes y bailarines de cabaré provenientes de Berlín. Era irónico que yo, con mi bronceado aspecto mediterráneo, fuera a protagonizar un espectáculo entre tantos perfectos especímenes de raza aria. Sin embargo, aquella era la incongruencia de la fama en Europa: yo era más conocida -y más venerada- que cualquiera de ellos.

Antes de la actuación de aquella noche me senté en el camerino para escuchar el crujido de los suelos de la oficina de monsieur Dargent, que se encontraba en la planta de arriba, y el ruido de la orquesta, que estaba afinando abajo. No había ninguna Kira para hacer las veces de mi amuleto de buena suerte, ni tampoco había ningún Minot para enviarme una botella de champán. Estaba sola. Sentarme en el camerino de la estrella protagonista me trajo recuerdos de Bonjour, Paris! C'est moi! Había sido el espectáculo más deslumbrante jamás visto en París. Los escenarios y el vestuario eran suntuosos y todas las coristas eran rubias, para que yo, tal y como Minot lo había formulado, «destacara entre ellas como una magnífica perla negra». Ahora, la perla negra actuaría delante de la bandera nazi. Apoyé la cabeza entre los brazos y me pregunté dónde estarían Odette y la pequeña Simone. ¿Sabrían que mañana iban a ser libres? Guardaría para siempre el recuerdo de los ojos verdes de Roger y de su determinación inquebrantable en lo más hondo de mi corazón. Pero esta noche tenía que procurar mantener su recuerdo en la esquina más recóndita de mi mente para poder pasar por lo que estaba a punto de hacer.

Sonó un golpe en mi puerta. Sabía que no se trataba de la ayudante de vestuario: solo iba a ponerme un vestido negro, así que no me hacía falta ayuda.

– ¿Quién es?

– Soy yo, Gaveau -respondió monsieur Dargent-. Necesito hablar con usted.

Todavía no me había puesto el vestido ni me había peinado. Me envolví un kimono sobre la ropa interior y abrí la puerta. Monsieur Dargent me empujó para abrirse paso y se sentó en el taburete de mi mesa de maquillaje. Le temblaban las manos y tenía el semblante pálido. Me pregunté por qué estaría tan agitado. No podía ser porque hubiera algo incorrecto en mi actuación, excepto porque a los alemanes pudiera no gustarles. Solamente había unas pocas canciones nuevas, no iba a bailar, no habría cambios de escenario, de atrezo o de vestuario. Ni siquiera iba a hacer mi entrada como de costumbre, descendiendo una escalinata, ni tendría que mantener el equilibrio sosteniendo sobre el cuello un complejo tocado. Y si la grabación de Radio France salía mal, aquello no era responsabilidad ni mía ni suya.

– ¿Qué sucede? -le pregunté, sirviéndole un vaso de agua de una jarra que tenía sobre mi mesa.

¿Quizá monsieur Dargent sentía que aquello le venía grande? Esa era su primera gran producción en el teatro desde hacía años y, por mucho que le tuviera cariño, sabía que no era ningún Minot.

– El otro día no tenía permiso para explicarle la situación -me dijo, bebiendo un sorbo de agua-. Pero ahora sí. Cantó usted las canciones perfectamente durante el ensayo, pero estoy preocupado por que se le ocurra cambiar algo durante la representación. Tengo que repetirle que debe cantar la canción de África tal y como está escrita.

Me incliné sobre el tocador. Estaba dándole demasiada importancia a la precisión de la letra, que en mi opinión no era tan importante como la música para cualquiera salvo para el letrista. Además, iba a cantar yo sola, así que tampoco corría el riesgo de retrasar a los cantantes que me acompañaran si cambiaba alguna palabra aquí o allá.

Monsieur Dargent se percató de que yo había fruncido el ceño y dejó escapar un suspiro.

– Podría usted arruinarlo todo -continuó-. Por eso, hemos decidido que es mejor contarle qué sucede. Las letras de esa canción son de vital importancia para el esfuerzo bélico.

Me puse rígida. Ahora todo tenía sentido. Recordé la letra, tratando de descifrar qué querría decir. No era lo suficientemente específica para ser ningún tipo de propaganda. Cuando me concentré en ella, me sonó a algo parecido a una descripción de ubicaciones estratégicas. O quizá un código.

– ¿El esfuerzo bélico de quién? -le pregunté-. No tengo intención de ayudar a los alemanes de ningún modo.

A monsieur Dargent le brillaron los ojos.

– ¿De qué habla? -susurró-. Usted y yo estamos en el mismo bando. Cuando cante la letra de la canción de África, estará informando a la Resistencia de que los Aliados y la Francia Libre de De Gaulle están a punto de atacar. La Resistencia debe estar preparada, porque cuando los Aliados ataquen, los alemanes ocuparán también el sur de Francia. A través de Radio France, se transmitirá el mensaje mediante los operadores de radio a los maquis.

Le contemplé con recelo. Él era un colaboracionista. Me resultaba más fácil creer que cualquier mensaje que la canción contuviera lo hubieran introducido en ella los alemanes para confundir a la Resistencia, no para ayudarla.

– Me está usted utilizando -le espeté.

– Mon Dieu! ¿Por quién me toma? -maldijo monsieur Dargent, poniéndose en pie-. Usted y yo trabajamos para la misma red. -Se terminó el agua de un trago y negó con la cabeza con expresión de indignación-. Clifton ya me advirtió que me lo pondría usted difícil.

Me recorrió un escalofrío por la espalda. Al principio, no estaba segura de haberle oído correctamente.

– ¿Quién? ¿Quién ha dicho eso? -le pregunté ansiosamente.

Traté de mantenerme tranquila, pero no funcionó. Me temblaron las manos. Quizá Clifton era un apellido británico muy común.

Monsieur Dargent tragó saliva tan bruscamente que su nuez de Adán se le deslizó abajo y arriba.

– Se suponía que no debía decírselo. Se me ha escapado.

Corrí hacia monsieur Dargent y lo agarré por los brazos.

– ¿El capitán Roger Clifton? ¿Nombre código: Delpierre?

Monsieur Dargent cerró los ojos con fuerza. Yo le clavé los dedos en la piel.

– ¿El capitán Roger Clifton? ¿Nombre código: Delpierre? -repetí con voz aguda.

Monsieur Dargent me apartó de un empujón.

– Él me dijo que sería usted muy terca, mademoiselle Fleurier. Y tenía razón. Pero tanto para su propia seguridad como para la de él, será mejor que no le diga nada más.

Sentí una comezón bajo la piel. Durante toda mi vida no había habido más que una sola persona que se había referido a mí como «terca». Repentinamente, salí de un golpe de las tinieblas a la luz del sol. Me eché sobre monsieur Dargent de nuevo.

– ¡Roger está vivo! -exclamé-. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cómo logró escapar de los nazis?

– Nunca le llegaron a atrapar -concedió monsieur Dargent-. Se enteró de que la habían capturado y volvió a París a por usted. El agente doble difundió el rumor de su detención y ejecución para confundir a la red.

– ¿Todavía está en París?

Monsieur Dargent negó con la cabeza.

– Se marcha esta noche a Londres en avión.

El director de escena alemán llamó a la puerta.

– ¡Diez minutos para la llamada a escena!

¿Solo diez minutos? No me había puesto el vestido ni me había peinado. Pero Roger era más importante que la actuación en ese momento. Estaba a punto de preguntarle a monsieur Dargent si podía hacerle llegar un mensaje a Roger antes de que se marchara de París, pero él levanto una mano.

– Ya está bien, mademoiselle Fleurier. Dese prisa y vístase. Que disguste usted a los alemanes no nos llevará a ninguna parte.

Me volví hacia el espejo. La felicidad bulló en mi interior. ¡Roger estaba vivo! Absorbí todas las sensaciones de mi cuerpo, desde el cosquilleo de los dedos de los pies hasta la sangre que corría veloz por mis venas. Deseaba levantar los brazos bien alto y pregonar las buenas noticias a todo aquel que quisiera escucharlas, aunque, por supuesto, no podía hacer tal cosa. Roger estaba vivo y me había hecho un regalo: ¡iba a ayudar a la Resistencia, no a traicionarla!

– Bonjour, Paris! -entoné y saludé con la mano, introduciéndome en el escenario por uno de los bastidores.

Los alemanes aplaudieron. Más allá de los focos, podía ver las filas de negros uniformes de las SS que se expandían por todos lados hasta los palcos, como cientos de arañas que esperaban en sus agujeros. Pero por muy repulsivo que fuera mi público y a pesar de lo que representaran, no podía contener la luz que brillaba en mi interior. Me recorría las piernas y la columna vertebral. La alegría que me producía era tan cálida que pensé que en cualquier momento acabaría por arder.

«¡Soy yo! Esta noche, de entre todas las noches, las estrellas saldrán y brillarán. Brillarán para que las vea todo París.»

El técnico de grabación de Radio France estaba sentado en el foso de la orquesta. Le dediqué una sonrisa, la más amplia que le había dedicado nunca a un colaboracionista. Él y yo éramos camaradas esa noche. Él no lo sabía, pero ambos les estábamos cantando las buenas noticias a la Resistencia.

A los alemanes les estaba gustando tanto lo que veían que volvieron a aplaudir. A pesar del dolor que aún sentía en las costillas por la paliza de la Gestapo, mi voz nunca había sonado tan potente. Mi alma cantaba junto a ella. Aquella era la cumbre de mi vida; uno de esos momentos en los que el telón se abre y uno de repente sabe que lo que está haciendo es para lo que ha nacido, que está cumpliendo su objetivo en este mundo. En ese momento, sí que me sentí feliz por ser Simone Fleurier y me emocionó que los Aliados pudieran hacer uso de mí.

El coronel Von Loringhoven estaba sentado en un palco junto a Karl Oberg y Camille. La orquesta comenzó a tocar La bouteille est vide y yo dirigí mi voz hacia ellos.


Cuanto más consigues,

más quieres;

quieres más y más,

y luego todo se va


Karl Oberg sonrió y profirió una carcajada autosuficiente. Von Loringhoven le miró de reojo y luego volvió a mirarme a mí. Se acomodó en su asiento, satisfecho consigo mismo. «Sonreíd, sonreíd mientras podáis -pensé-. Muy pronto se os terminará la suerte».


¡La! ¡La! ¡Bum! Aquí viene Jean

en su nuevo Voisin.

¡La! ¡La! ¡Bum! Y pregunta: «¿Qué haces?».

¿Qué le puedo decir?

¡La! ¡La! ¡Bum! ¿Que estoy tendiendo la ropa?


Tenía ganas de echarme a reír por la comicidad de todo el asunto. Durante la canción del Voisin me sentí tan aturdida que tuve que recordarme a mí misma que no debía parecer tan complacida porque quizá eso levantaría las sospechas de Von Loringhoven. Canté mis canciones de tango con toda la carga trágica y la congoja que se merecían, pero la única manera en la que pude sonar auténtica fue pensando en lo que había ocasionado principalmente que comenzara mi trabajo en la red: la masacre de los niños belgas.

Sin embargo, el gran final fue el momento más importante de todos.


Cuando mi amor se enfríe

te dejaré por el calor de África.

Mirarás hacia el este y también hacia el centro,

pero no me encontrarás en la oscuridad de África,

a menos que me traigas la luz de tu antorcha


Canté aquellas palabras con todo mi corazón. Los encandilados soldados de las SS que me contemplaban boquiabiertos debían de estar convencidos de que la estaba interpretando para ellos, pero cuando miré hacia el público ni siquiera los vi. Estaba cantando para Roger, para Odette y la pequeña Simone, para mi familia, para monsieur Etienne y Joseph, para el general De Gaulle, para Minot y Ratón y el Juez, para André y todos los miembros de la Resistencia. Cantaba por mi padre y por Francia. No me permití a mí misma pensar en los hombres que tenía delante, muchos de los cuales habían torturado y ejecutado a miembros de la Resistencia.

Aunque odiaba a aquellos hombres de las SS con todo mi ser, ellos me adoraban. Cuando terminé la canción, el público se puso en pie para aplaudirme. Hice una elegante reverencia y me deslicé entre bastidores.

– ¡Bravo! -gritaban-. ¡Otra! ¡Otra!

Monsieur Dargent estaba de pie entre bambalinas. Intercambiamos una sonrisa. El público jaleó y aplaudió con más fuerza.

– ¡Vamos! -me animó monsieur Dargent-. Es usted la artista. Dele a su público lo que desea.

Corrí de vuelta al escenario y me detuve frente al fondo del que colgaba una enorme esvástica. Canté la canción de África toda entera de nuevo.

El público aún gritaba para que siguiera cantando cuando el telón cayó después del quinto bis. Si hubiera caído muerta allí mismo, lo habría hecho siendo la mujer más feliz del universo.


Capítulo 34

En noviembre, los Aliados atacaron los enclaves del Eje en el norte de África. La operación fue todo un éxito, y dio a las fuerzas una base para rescatar no solo a Francia sino también a Italia. Cuando André nos comunicó las noticias, madame Goux y yo nos abrazamos, presionando la una contra la otra nuestras húmedas mejillas llenas de lágrimas y riéndonos de la alegría. En medio del manto de oscuridad que había cubierto nuestras vidas, una llama de esperanza volvía a brillar. Por supuesto, entonces no éramos conscientes de que los Aliados tardarían otros dos años más en entrar en Francia y que la vida se iba a poner aún más difícil antes de mejorar.

Tal y como monsieur Dargent había predicho, los alemanes se apresuraron a pasar la línea de demarcación y ocuparon el sur de Francia para «defendernos» contra el enemigo. A medida que aumentaba la moral entre los miembros de la Resistencia y que Gran Bretaña y De Gaulle redoblaban sus esfuerzos para armar a los maquis como preparación para una invasión aliada, la represión de los alemanes se volvió más brutal. Se formó la Milicia: un ejército francés a las órdenes de la Gestapo formado por los peores elementos de la sociedad, entre los que se incluían delincuentes que habían intercambiado su condena de prisión por la posibilidad de perseguir a los miembros de la Resistencia.

Se empezó a sospechar de André y de su esposa y, para evitar comprometer la seguridad de la red, André tuvo que cortar lazos con la organización, aunque todavía realizaba muchos pagos mediante su hermana Veronique, que vivía en Marsella. Puesto que André ya no podía actuar como informante intermediario, dejé de recibir noticias de Pays de Sault. Sin embargo, André sí tenía acceso a una radio en una de sus fábricas, y por la BBC supimos que los rusos habían avanzado, obligando a los alemanes a replegarse hacia Berlín. Puesto que la gente dentro de los países que conquistaban se había mostrado dispuesta a cooperar con ellos, los nazis esperaban que sus países satélites se organizaran en gran parte de manera autónoma. Aunque no se habían equivocado en muchos aspectos, no habían contado con la pasión de la Resistencia no solo en Francia, sino en Austria, en Dinamarca, en Polonia, en Bélgica, en Holanda, en Checoslovaquia, en Italia, en Noruega e incluso en la propia Alemania. El conde Kessler se habría sentido orgulloso de los jóvenes alemanes y alemanas que estaban luchando con valentía en el mismísimo ojo del huracán. Incluso aunque desgraciadamente fueran pocos, los rebeldes clandestinos estaban listos para luchar hasta la muerte, una prueba de que a veces la pasión podía tener más peso que el poder.

Durante el último año de la guerra, me despertaba cada mañana por el chisporroteo escalofriante de los tiroteos. Por cada soldado alemán al que mataba la Resistencia en París, se llevaban a diez prisioneros franceses, muchos de ellos de la Resistencia también, al Bois de Boulogne y se les fusilaba allí. Aunque los miembros de la Resistencia siempre habían sabido que podían pagar su patriotismo con sus propias vidas, el terror se apoderó de París cuando los alemanes comenzaron a quedarse sin miembros de la Resistencia encarcelados y empezaron a detener a civiles.

Todos los días, cuando madame Goux iba a comprar nuestras raciones de comida acompañada por un agente de la Gestapo, leía las notificaciones de los fallecidos pegadas en la pared de la panadería. Así fue como nos enteramos de la ejecución de madame Baquet, la propietaria del Café des Singes. Madame Baquet estaba esperando en el Hotel de Ville para renovar sus papeles de trabajo cuando los agentes de la Gestapo entraron a la carrera, empeñados en vengarse por un acto de sabotaje llevado a cabo por la Resistencia. Ya habían vaciado la comisaría local de prostitutas, ancianos indigentes y maridos borrachos, pero aun así no tenían suficientes personas para llenar su cupo de fusilamientos. Por eso, detuvieron a los civiles que estaban en el vestíbulo: un estudiante, dos amas de casa, un médico, una bibliotecaria, un abogado y madame Baquet. A la mañana siguiente, aquel corrillo de gentes aterrorizadas fue conducido entre la moteada luz de los árboles del bosque. Nunca volví a poner el pie en el Bois de Boulogne después de enterarme de aquel incidente, pero se rumoreaba que las marcas de los balazos todavía se veían en los troncos de los árboles circundantes muchos años después.

En verano de 1944 la marea ya no pudo contenerse durante más tiempo. André logró traerme a escondidas un transmisor de radio desmontado, burlando a los guardias apostados en el exterior de mi apartamento, y juntos escuchamos la voz bronca de De Gaulle anunciando: «Este será el año de su liberación». Por fin algo estaba sucediendo.

París comenzó a tener el aspecto de una ciudad en guerra. Los camiones alemanes salieron a toda prisa de la ciudad y pocos días más tarde regresaron cargados de soldados heridos. André y yo nos encontramos de nuevo para escuchar la BBC, pero esta vez la señal estaba bloqueada. La comida empezó a escasear, no había leche ni carne en ninguna tienda. El abastecimiento de gas y electricidad estaba restringido a ciertos momentos del día. El métro dejó de funcionar. Fue monsieur Dargent quien nos comunicó la emocionante noticia de que los Aliados habían desembarcado en Normandía y de que estaban haciendo retroceder al ejército alemán.

Hacia agosto quedó claro que los alemanes estaban perdiendo la guerra. Dejaron de ser la orgullosa fuerza militar que había entrado en París. Como la mayoría de los soldados estaban siendo evacuados, los que se quedaron atrás para proteger la retaguardia se movían de aquí para allá en grupos, aterrorizados por lo que pudiera sucederles si se separaban de su unidad. Sus funcionarios y sus organizaciones auxiliares formadas por mujeres fueron evacuados en autobuses. Madame Goux me relató la historia de un autobús cargado de alemanas, esposas de militares, que decían adiós con la mano, con lágrimas en los ojos, a los parisinos que pasaban por la acera, que a su vez se preguntaban qué sucedía. El gesto de despedida de madame Goux fue llenarse la boca con toda la saliva que pudo y proyectarla hacia el parabrisas del autobús. No obstante, el detalle más significativo de aquella historia era que el soldado alemán que la acompañaba no le había dicho ni una palabra.

En mitad del mes de agosto, surgieron rumores de que los Aliados habían desembarcado en el sur y que, con la ayuda de los maquis, estaban persiguiendo a los alemanes y a la Milicia para que salieran de sus reductos. Los policías parisinos, aprovechando la ocasión para limpiar cuatro años de vergüenza, se quitaron los uniformes, pero se quedaron con sus armas. El número de integrantes de la Resistencia activa aumentó enormemente. Puede que a los policías les hubieran encargado la tarea de entregar París al ejército alemán en 1940, pero ahora estaban ansiosos por mostrarle la puerta de salida al enemigo.

Madame Goux y yo nos abrazamos con fuerza en mi apartamento mientras escuchábamos el intercambio de tiroteos entre los alemanes y la Resistencia. Mantuvimos una vela encendida, aunque no era fácil conseguirlas, y rezamos por París y por los hombres y mujeres que estaban muriendo. Los franceses tomaron las calles, no solo en nuestro vecindario, sino también en la orilla izquierda y en los suburbios. Construyeron barricadas para detener a los alemanes que escapaban o que patrullaban la ciudad en tanques. Madame Goux y yo rasgamos unas sábanas para hacer vendas para la Cruz Roja y los soldados alemanes que nos vigilaban ahora que la Gestapo había huido nos permitieron llevarlas al hospital. Obligadas por la Convención de Ginebra, las enfermeras de la Cruz Roja estaban atendiendo tanto a los miembros de la Resistencia como a los alemanes.

Entonces, una calurosa noche de agosto mientras yo estaba tomando un baño, cesó el fragor de la batalla. El silencio tras tanta violencia resultaba desconcertante. Un momento después, comenzaron a sonar las campanas de Notre Dame. Me sequé y me envolví en un kimono. Corrí a la ventana y abrí los postigos de un golpe. Las campanas de Saint Séverin se unieron a las de Notre Dame y yo me asomé a la noche, preguntándome qué habría sucedido. Las luces de los edificios cercanos al Sena se encendieron, parpadearon y volvieron a apagarse. De repente, las campanas de Saint Jacques, de Saint Eustache y de Saint Gervais comenzaron a resonar en mitad de la noche.

Corrí escaleras abajo para encontrar a madame Goux de pie en el portal, con el rostro demacrado y los ojos abiertos como platos.

– ¿Qué significan esas campanas? -me preguntó.

Fue entonces cuando me percaté de que los dos soldados alemanes que nos vigilaban habían desaparecido. Bajé corriendo el tramo de escaleras que me faltaba para llegar abajo y rodeé entre mis brazos a madame Goux. Sabía que nunca jamás olvidaría aquel momento. El abrazo que intercambiamos me hizo daño en las costillas, pero me inflamó el corazón.

– ¡Significa que los Aliados han ganado la guerra! -exclamé-. ¡París es libre!

Durante la primera ola de euforia parecía que nuestra alegría duraría eternamente. Las banderas tricolor ondeaban en las ventanas y las puertas, algunas de ellas habían sido elaboradas precipitadamente con cualquier cosa que estuviera a mano: un mantel blanco, una chaqueta roja, una camisa azul… A pesar de los restos de cristales que se amontonaban en las calles y de las balas perdidas disparadas por los soldados alemanes que aún no habían recibido aviso de su capitulación, no podíamos quedarnos en casa durante más tiempo. El aire estival se llenó de la conmovedora melodía de la Marsellesa, que en su momento se había prohibido, pero que ahora se cantaba en cada esquina.

Caminé por todas las calles de París, igual que cuando llegué por primera vez en los años veinte, pero a medida que pasaba por delante de los cafés y de los grupos de gente que se arremolinaba alrededor de los monumentos o de los tanques aliados plagados de flores, fui cayendo en la cuenta de que nuestra felicidad era una especie de farsa. ¿Cómo podría París ser la misma? Había agujeros de bala en muchas de las fachadas de los edificios y las flores colocadas en las calles y en las aceras estaban allí para conmemorar el lugar en el que algún miembro de la Resistencia había dado su vida por Francia. «Aquí murió Jean Sauvaire, que luchó con valentía por su país.»

Sin embargo, lamentablemente había habido muy pocas personas que se hubieran resistido a la invasión. ¿Qué sucedía con aquellos que se habían quedado de brazos cruzados, o peor, que habían colaborado con los alemanes activamente? Ya había oído que a las mujeres que habían tenido amantes alemanes les rapaban la cabeza y las hacían pasear así por las calles, y se habían encontrado los cuerpos de algunos colaboracionistas flotando cabeza abajo en las aguas del Sena.

Se esperaba que el general De Gaulle hiciera su primera comparecencia oficial en París unos días después de que los Aliados hubieran entrado en la ciudad. Nos enteramos por la policía que patrullaba en los alrededores del Arco del Triunfo de que el general desfilaría esa tarde por los Campos Elíseos. Me sentía impaciente por ver al hombre que no había sido más que una voz incorpórea durante todos aquellos años de guerra, una voz que me había inspirado tanto que me había sentido dispuesta a arriesgar mi vida por su llamamiento.

Como el comedor y el balcón de mi apartamento daban a la avenida, invité a André y a monsieur Dargent a que se nos unieran para el almuerzo. Madame Goux y yo nos esforzamos por preparar el mayor festín que pudimos: tomates, un poco de lechuga mustia, pan y queso de cabra. Colocamos la mesa cerca de las puertas del balcón y la engalanamos con servilletas rojas, blancas y azules. Después de poner el champán en hielo, miré el reloj y constaté con sorpresa que André y monsieur Dargent llegaban media hora tarde. Me sorprendió especialmente por parte de André, que normalmente era tan puntual.

– ¡Mire esto! -exclamó madame Goux, llamándome desde el balcón.

Desplegó una bandera tricolor que había logrado tejer de alguna manera durante los últimos días. Me eché a reír al ver aquella bandera de lana, cuyas esquinas se rizaban sobre sí mismas.

Estaba a punto de ofrecerle algo de beber cuando oímos unos violentos golpes en la puerta que nos sobresaltaron a ambas. Corrí hacia el recibidor y pregunté:

– ¿Quién es?

Sin embargo, el visitante respondió golpeando brutalmente de nuevo la puerta. Estaba claro que no podían ser ni André ni monsieur Dargent.

– Yo abriré -dijo madame Goux, quitando el pestillo antes de que pudiera detenerla.

Abrió la puerta y tres hombres armados se apresuraron a entrar: uno de ellos blandía una metralleta como si estuviera esperando encontrar un apartamento lleno de alemanes. Iban sin afeitar y despedían un olor a sudor rancio, pero llevaban pintado el orgullo en sus duras facciones. Contemplé los brazaletes de las FFI que llevaban sobre las mangas de las camisas. Eran hombres de De Gaulle, pertenecientes a las Fuerzas Francesas del Interior.

– Pasen -les dije, suponiendo que debían de estar buscando lugares estratégicos en los que colocarse para detectar a posibles francotiradores sobre los Campos Elíseos. Algunas personas habían considerado prematuro que De Gaulle desfilara al aire libre cuando todavía había grupos insurgentes resistiendo en la ciudad. Sin embargo, el general había insistido en dar la enhorabuena a los ciudadanos de París por su contribución en la liberación.

– Por favor, utilicen los balcones o ventanas que necesiten. Y sírvanse la comida que quieran. No tenemos mucha, pero están ustedes invitados.

Un destello de sorpresa se pintó en el rostro del soldado que estaba más cerca de mí.

– ¿Mademoiselle Fleurier? -ladró.

– Sí, soy yo.

Me desconcertó la ferocidad de su voz.

– Por orden de la policía de París, queda usted detenida -anunció-. Tiene usted que acompañarnos inmediatamente.

Me quedé inmóvil. Me sentí demasiado estupefacta como para asimilar sus órdenes. El soldado me miró fijamente desde arriba, como si yo le estuviera desafiando.

– Se la acusa de colaboracionismo y por esa razón tiene que acompañarnos a la comisaría.

Observé a madame Goux, cuya expresión boquiabierta demostraba que estaba tan sorprendida como yo.

– Está usted de broma, ¿verdad? -exclamó-. Mademoiselle Fleurier no es una colaboracionista. Ella ha formado parte de la Resistencia. Ha estado oponiéndose a los alemanes desde el momento en que ocuparon París. ¿Por qué si no la iban a tener bajo arresto domiciliario?

El soldado se encogió de hombros.

– Eso no es lo que dicen nuestros informes. Pero si es así, entonces podrá aclararlo todo en la comisaría.

Noté la cabeza ligera. Traté de pensar con claridad. Lo mejor que podía hacer era cooperar. No podían encontrarme culpable de colaboracionismo aunque hubieran logrado acusarme de ello, ¿verdad? Tenía que aclarar las cosas.

Cogí mi bolso del aparador y apoyé la mano sobre el brazo de madame Goux.

– No se preocupe -la tranquilicé-. Tiene que tratarse de algún error. Continúe con la celebración junto con los demás cuando lleguen. Estoy segura de que todo se aclarará y estaré de vuelta para tomar el té de la tarde con ustedes.

La comisaría a la que me llevaron aquellos hombres tenía el aspecto del andén de una estación ferroviaria. Los soldados marchaban arriba y abajo por el vestíbulo con pistolas a un lado mientras la policía comprobaba los papeles de los detenidos de ojos legañosos, muchos de los cuales parecían haber sido arrancados de entre las sábanas. Me condujeron a una fila de sillas y me hicieron sentarme junto a una anciana que llevaba puesto un camisón y unas pantuflas. Miré a mi alrededor la zona de espera y vi que Jacques Noir estaba sentado frente a mí, con la cabeza entre las manos. ¿Acaso me iban a confundir a mí con alguien como él? Noir había traspasado barreras: incluso había actuado ante Hitler en Berlín. Miré la hora de mi reloj. Si todo este malentendido se aclaraba rápidamente, podría volver a tiempo para ver el desfile.

Después de verificar mis papeles, me condujeron a una celda. Estaba llena a reventar con el grupo de mujeres más heterogéneo que había visto en mi vida. Al menos la mitad de ellas eran prostitutas, mientras que el resto tenían aspecto de tenderas y de amas de casa, excepto tres mujeres vestidas muy elegantes que se habían acurrucado juntas en un camastro.

– ¿Qué crees que van a hacernos? -gimoteó una de las mujeres, mesándose sus tirabuzones pelirrojos-. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué van a hacer con nosotras?

Me resultaba muy familiar y traté de ubicarla. Entonces me di cuenta de que era una de las mujeres contra las que había competido en el Concours d'élégance automobile, una antigua amiga de André. Él me había contado cuáles habían sido los tejemanejes que había llevado a cabo aquella mujer durante la guerra. Había encontrado un perverso placer en denunciar a miembros de la Resistencia y a judíos, incluida su propia ama de llaves. No lo hacía por la recompensa, nunca reclamaba el dinero. Lo hacía porque lo consideraba un juego divertido.

– Espero que te fusilen -le dijo una de las prostitutas-. A ver si nos dejas en paz de una vez.

Yo esperaba que la fusilaran por lo que había hecho y me sorprendió la vehemencia con la que me hirvió la sangre al pensar en ello. No me creía capaz de sentir tanto odio. Miré el reloj: eran casi las tres. El general De Gaulle ya habría emprendido su desfile.

Algo más tarde, un soldado abrió la puerta y dijo mi nombre. Por el modo en el que el resto de las mujeres tembló, bien podría estar llamándome para ponerme delante de un pelotón de fusilamiento. El soldado me condujo dos pisos más arriba hasta una sala de interrogatorios. Contemplé a un teniente de mandíbula firme sentado ante una mesa.

– Tome asiento -me indicó.

Hice lo que me dijo y el teniente leyó la lista de acusaciones contra mí. Sentí un cosquilleo en la piel ante las palabras: «Pasar información de la inteligencia al enemigo» y «traición». Aquellos eran cargos graves, mucho más que mero colaboracionismo, y estaban castigados con la muerte.

– ¿Quién me ha denunciado? -pregunté-. Ha tenido que haber algún error.

Me dedicó una mirada que indicaba que había estado escuchando aquellas palabras durante todo el día y que, por una vez, deseaba ver a alguien admitiendo su culpabilidad.

– No puedo darle nombres, pero usted actuó para los alemanes y los informes del Deuxième Bureau apoyan los cargos de traición.

Merde! Los informes que Ratón había «modificado». Pero ¿quién me había denunciado? ¿Una rival celosa intentando anotarse un punto?

– Yo trabajé para una red -le aseguré al teniente, tratando de sonar lo más tranquila y objetiva que pude, aunque su actitud había mermado mi confianza-. Acompañé a militares aliados y a soldados franceses a cruzar la línea de demarcación. Ayudada por mi portera, madame Goux, y mi vecina, madame Ibert.

– ¿Y dónde están ellas ahora? -me preguntó, anotando sus nombres en un trozo de papel.

Le contesté que madame Goux se encontraba en mi apartamento y que madame Ibert estaba en el sur.

– Todavía no podemos ponernos en contacto con el sur, pero haré que interroguen a madame Goux. ¿Cuál era el nombre de su contacto dentro de la red?

– Roger Clifton… Es decir, Roger Delpierre.

Detesté escuchar como me temblaba la voz. Comencé a comprender que quizá no sería tan fácil demostrar mi inocencia como yo había creído. Había asumido que Roger se habría puesto en contacto con el Ejecutivo de Operaciones Especiales o bien se habría unido a las Fuerzas Aéreas Británicas cuando regresó a Londres. Pero no le había visto ni había sabido nada de él durante casi dos años. La guerra había terminado en Francia, pero no era así en todas partes. Puede que pasaran meses hasta que Roger pudiera llegar hasta mí. Y con De Gaulle y Churchill luchando desde campos distintos, puede que las FH no supieran ni quién era.

El teniente me contempló evaluándome.

– ¿La línea Garrow-O'Leary? ¡Eso sí que es una buena reivindicación, mademoiselle Fleurier! Además de su portera, ¿conoce usted a algún otro francés que ocupe algún cargo de responsabilidad y que pueda responder por usted?

– Me introduje en la red después de que me lo pidieran dos miembros del Deuxième Bureau.

– ¿Y cómo se llaman?

Estaba a punto de decirle que Ratón y el Juez, cuando me di cuenta de que aquellos no eran sus verdaderos nombres. No tenía ni la menor idea de cómo se llamaban en realidad. Traté de explicárselo al teniente. Dejó escapar un suspiro y se reclinó en su silla.

– Si no sabe sus nombres, ¿hay alguien más?

– Sí -respondí-. André Blanchard.

El teniente me contempló fijamente.

– André Blanchard ha sido detenido y se le han imputado cargos muy graves. Suministró uniformes al ejército alemán mientras su cuñado fabricaba armas.

– André es un patriota -repliqué-. Dio dinero y ropa a la red. Sin su ayuda, no habríamos sido capaces de salvar a todos los militares a los que ayudamos.

Mi voz sonó mucho más convincente sobre la inocencia de André que sobre la mía propia. Aquello pareció impresionar al teniente.

– El tendrá derecho a un juicio justo, igual que usted -declaró, poniéndose en pie y abriendo la puerta.

Llamó a un soldado y se volvió hacia mí.

– Lo que me parece más increíble -comentó, frotándose las manos- es que durante la guerra nunca fuimos en París más de unos cientos de personas involucradas en la Resistencia. Pero en los dos últimos días, solamente en esta comisaría, hemos entrevistado a más de quinientos colaboracionistas reconocidos que han insistido en que ellos realmente trabajaban para la Resistencia. ¿Cómo puede ser eso posible?

Me llevaron a la prisión Cherche-Midi, el mismo lugar en el que me habían internado los alemanes. Aunque en esta ocasión no me dieron una paliza y sí me proporcionaron agua y comida adecuadas, me sentía mucho más aterrorizada que cuando me encarceló el enemigo. Esta vez era inocente y la gente que me estaba reteniendo era francesa. La nueva administración parecía decidida a perseguir y castigar a los colaboracionistas antes de que pudieran escapar. Cuando oí el repiqueteo de las balas a la mañana siguiente, me pregunté cuánto tiempo dedicaría la policía a reunir pruebas para apoyar la acusación de los cargos que pesaban sobre mí.

Después de un desayuno compuesto por pan y sucedáneo de café, un guardia me condujo al patio donde las internas hacían ejercicio. Había cerca de diez mujeres más aparte de mí allí, y al verlas se me revolvió el estómago. Les habían afeitado la cabeza y les habían tatuado esvásticas por todo el cuerpo.

Una muchacha temblorosa no llevaba puesta más que una camisola. Trató de cubrir su desnudez haciéndose un ovillo en una esquina. Yo todavía llevaba la ropa del día anterior, así que le di mi bufanda para que se hiciera una falda con ella. Me contempló y comprobé que no tenía más de quince años. Acostarse con el enemigo no era nada honroso, pero no me parecía el peor crimen del colaboracionismo. Para muchas mujeres, esa había sido la única manera de alimentar a sus hijos. Empresarios, como Félix y Guillemette, que habían ayudado a los esfuerzos bélicos de los alemanes, eran mucho peores. ¿Y qué pasaba con los políticos que habían abandonado la ciudad en primer lugar?

Había un soldado haciendo guardia a la entrada del patio. Me volví hacia él.

– ¿Para esto es para lo que he arriesgado mi vida? -le grité, señalando a la muchacha-. ¿Es esta mi amada Francia? Si lo es, ¡entonces es que no somos mejores que los nazis!

– ¡Cállese! -me advirtió.

Pero no me iba a acallar tan fácilmente.

– ¿Por qué están estas mujeres aquí? -voceé-. ¿Es porque no pueden ustedes ponerles la mano encima a los verdaderos colaboracionistas?

Noté que me estaba poniendo verdaderamente frenética y, a pesar de la pistola que sostenía en la mano, el soldado pareció alarmado. Otro de sus camaradas corrió hacia mí y me retorció el brazo a la espalda.

– Si no aprecias el aire libre, entonces te devolveremos adentro.

Me arrastró del pelo hasta mi celda. Por primera vez, se me ocurrió que lo que les había sucedido a aquellas mujeres podía pasarme a mí también. Simone Fleurier, afeitada y humillada, desfilando por las calles de París por haber cometido el crimen del colaboracionismo. El soldado le gritó al guardia que abriera la puerta de mi celda y me empujó hacia el interior. Di un traspié sobre la rodilla mala, que no se me había llegado a curar del todo. El soldado me recogió y me echó sobre el camastro de paja. Entonces, una vez hubo calmado su ira, se irguió y me dijo:

– Nosotros no les hemos hecho eso a esas mujeres. Fue la turba. Detestamos ese comportamiento y lo hemos declarado ilegal. Pero esas mujeres han sido denunciadas por otros y debemos investigar sus crímenes.

– Quizá los que están denunciándolas tienen ellos mismos mucho que esconder -repliqué.

Me miró fijamente, juzgándome.

– Puede que sí -admitió, antes de darse media vuelta y cerrar la puerta de la celda dando un portazo tras de sí.

Apoyé la cabeza en las rodillas. Y yo que pensaba que la guerra había terminado. Qué equivocada estaba.

Todavía seguía en prisión una semana más tarde cuando recibí un mensaje del guardia informándome de que mi juicio tendría lugar en unos días. Le pregunté si habían entrevistado a madame Goux; si le habían tomado declaración a monsieur Dargent; si habían encontrado a los médicos que habían utilizado los apartamentos de nuestro edificio. El guardia no me dijo nada, pero pude contestar a todas aquellas preguntas por mí misma. Si habían tomado aquellas declaraciones, no habían sido lo suficientemente sólidas como para que me exculparan del cargo de traición.

El día de mi juicio, hice lo que pude por asearme. No logré hacer nada con el vestido, que estaba arrugado y polvoriento. Pero me refresqué con un trapo y un poco de agua y me lavé los dientes con el dedo. Quizá si hubiera comprendido lo que estaba sucediendo en el mundo exterior mi difícil situación habría estado más clara. Tal y como me había señalado el teniente, la Resistencia en París había contado con muy pocos miembros activos y, sin embargo, desde la liberación, más de 120 000 personas habían solicitado el reconocimiento oficial por su labor en la Resistencia.

Septembrisards, así es como oí que un soldado de las FFI los llamaba. Los septembrinos de la Resistencia, que se unieron a ella cuando vieron que los alemanes iban a perder la guerra. Los verdaderos miembros de la Resistencia se mostraban reacios a pronunciarse porque les avergonzaba toda aquella situación. Pero ¿dónde me dejaba eso a mí?

El día del juicio, unas horas antes de lo que suponía que acudirían a sacarme de la celda, llegó el guardia y abrió la puerta de un empellón.

– Vite! Vite! -exclamó, entregándome mi bolso, que había sido confiscado cuando me encarcelaron-. ¡Rápido! ¡Rápido! Póngase presentable.

Si no me hubiera quedado tan sorprendida por su repentina preocupación por mi aseo personal, me habría preguntado qué importaba que me empolvara el cutis y me pintara los labios, con la ropa tan sucia que llevaba. Pero hice lo que me dijo. Me eché eau de cologne detrás de las orejas y me impregné un poco en las muñecas. Solo cuando me empujó hacia el exterior de la celda, se me ocurrió qué era lo que podía estar pasando. El juicio de Simone Fleurier sería todo un acontecimiento. Si parecía que me habían maltratado, la simpatía de la opinión pública se decantaría a mi favor. Sin embargo, para mi sorpresa, no me sacaron de la prisión ni me llevaron apresuradamente a los tribunales escoltada por la policía, como yo me había imaginado. En su lugar, me condujeron al piso de abajo, a la oficina del superintendente de Cherche-Midi.

El guardia se detuvo en el pasillo, que estaba flanqueado de soldados de las FFI en posición de firmes.

– ¡Aquí presento a mademoiselle Fleurier! -anunció.

Uno de los soldados llamó a la puerta del superintendente y le indicaron que entrara. Se apartó a un lado y me hizo pasar a la habitación. El superintendente era un hombre mayor de cabeza pelada que estaba hojeando unos papeles ante su escritorio y lucía una expresión de preocupación. Había otro hombre junto a la ventana. La luz que entraba por ella recortaba su silueta. Era el hombre más alto y más desgarbado que había visto en mi vida. Se acercó a mí.

– Mademoiselle Fleurier -me dijo-, discúlpeme, porque apenas me acabo de enterar ahora de la difícil situación en la que se encontraba. La liberaremos inmediatamente.

Me recorrió un hormigueo por la espalda. Nunca antes había visto a aquel hombre, pero conocía su voz. Era aquella voz la que me había llamado a filas cuatro años antes, la que me había insistido en que nunca aceptara la derrota. Era el general De Gaulle.

– Cuando estaba en Londres, me enteré de sus valerosos servicios para contribuir a que sus compatriotas se unieran a la Francia Libre -me explicó-. Me inspiró enormemente el hecho de que no todas las luces de París se hubieran apagado, sino que hubiera una de ellas que siguiera brillando intensamente.

¿El gran De Gaulle había encontrado inspiración en mí? Me olvidé de mi aspecto desaliñado y le agradecí su cumplido como si fuéramos dos invitados a una fiesta a los que acabaran de presentar en un salón elegante. Por su parte, parecía tan absorbido por la victoria que aparentemente no se fijó en mis sucias ropas o en mi sorpresa. En su lugar, le hizo un gesto con la cabeza al superintendente, que nos ofreció unas sillas al general y a mí, y se afanó en servirnos el té con tanta prisa como una sirvienta complaciente.

– Es un gran honor para mí poder hacerle entrega de esto -anunció De Gaulle, dándome una cajita. La abrí y en su interior encontré una Cruz de Lorena dorada: el símbolo de De Gaulle en la Resistencia-. Le concederemos otros honores -añadió-. Pero tendrá que conformarse con este obsequio por el momento.

La expresión «sentir el corazón henchido de orgullo» de repente tomó sentido para mí, porque fue eso exactamente lo que me sucedió. Se me hinchó el pecho. El mundo parecía abrirse ante mí. Aquel fue el momento de más orgullo de toda mi vida.

El general dejó su taza sobre la mesa y se levantó de la silla.

– Espero que cuando las cosas se calmen, mi esposa y yo podamos reunimos con usted de nuevo, mademoiselle Fleurier. Pero ahora tengo ciertos asuntos urgentes de los que debo encargarme.

Me puse en pie y contemplé como el superintendente corría hacia la puerta para abrírsela al general. Antes de marcharse, De Gaulle se volvió hacia mí.

– El gobierno de Vichy también me inculpó a mí por traición, cuando mi objetivo era servir a la verdadera Francia -me confesó-. Espero que se tome usted este terrible malentendido como otra medalla de honor más.

Asentí, aunque si cualquier otra persona que no hubiera sido el general me hubiera sugerido algo así, le habría saltado a la yugular.

– Vive la France! -me saludó.

Sin pensarlo, me puse firme y le devolví el saludo.

– Vive la France!

Resultaba insólito que un militar saludara así a un civil y seguramente aquel exhausto De Gaulle se había dejado llevar por un impulso. Pero comprendí lo que sentía; era un hombre que respetaba a los luchadores por encima de todo.

Tras mi liberación, lo primero que hice fue averiguar qué le había sucedido a André. Ahora que De Gaulle había reconocido mis esfuerzos oficialmente, mi declaración ganaría peso. Por lo visto, llegué justo a tiempo. El juicio de André estaba programado para el día siguiente. Por alguna razón, le permitían comunicarse con su propio abogado, mientras que a mí no me habían concedido tal permiso. Pasé por mi apartamento para darme un baño y cambiarme de ropa, y después fui directamente al despacho de su abogado para prestar declaración.

Monsieur Villeret era un hombre elegante de unos sesenta años que conocía a André desde que era niño.

– No se imagina la alegría que me da volver a verla -me saludó, ofreciéndome un asiento-. A André lo han acusado de colaboracionismo y traición. Ahora dudo que siquiera lo lleven a juicio.

– ¿Cuándo podremos lograr que lo liberen?

– Probablemente hasta pasado mañana, no. Las ejecuciones son rápidas, pero las liberaciones son mucho más lentas.

– Le haré una visita esta misma tarde para decírselo -le anuncié-. Para que usted pueda comenzar a ocuparse de su liberación.

– ¿Sabía usted que Camille Casal también está encerrada en la prisión de Fresnes? -me preguntó monsieur Villeret.

Algo en su tono me resultó extraño, pero supuse que simplemente me estaba comunicando el destino de alguien con quien había coprotagonizado una gran producción teatral. Camille había mostrado de manera pública su fraternización con el alto mando nazi. Aunque era improbable que la ejecutaran, había mucho en su contra como para que pudiera librarse completamente de que la encarcelaran. Me pregunté si mi declaración podría afectar positivamente a su causa. Sin embargo, gracias a su conexión con Von Loringhoven me habían permitido cantar la canción de África para la Resistencia y salvar a Odette y a la pequeña Simone.

– Quizá pueda declarar en su favor -comenté.

Monsieur Villeret pareció sorprendido. Arqueó las cejas.

– ¿Es usted consciente de que fue ella quien la denunció a las FFI?

Me quedé tan horrorizada durante un momento que me olvidé de dónde estaba. Mi mente se puso a cien por hora intentando encontrar alguna excusa para la conducta de Camille, pero no logré hallar ninguna.

– ¿Ella me denunció a mí? ¿Por qué haría tal cosa?

– Ella siempre ha estado en contra de usted, mademoiselle Fleurier.

– Eso no es cierto -repliqué, negando con la cabeza-. Así es únicamente como lo ha retratado la prensa.

– No está al tanto, ¿verdad? -comentó monsieur Villeret, frunciendo el entrecejo. Se reclinó hacia atrás y suspiró, como si estuviera valorando las consecuencias de lo que me iba a decir a continuación-. ¿Puedo confiar en su discreción?

Todavía me sentía demasiado mareada por la revelación de que Camille me hubiera denunciado como para asimilar su pregunta. Debió de hacerlo para protegerse a sí misma o a su hija. ¿Quizá había pensado que yo la denunciaría a ella primero?

Volví a mirar a monsieur Villeret. Sacó una caja de un armario y la colocó sobre su escritorio con la gravedad que el director de una funeraria emplearía para manipular una urna.

– Cuando detuvieron a André, revisé los archivos de su padre para reunir apoyos para defender su inocencia -me contó- y me encontré con una serie de antiguas cartas que provenían de la correspondencia entre monsieur Blanchard y Camille Casal. Ella le estaba chantajeando.

Las paredes de la habitación se me volvieron borrosas. No tenía ni la menor idea de que Camille conociera al padre de André.

– ¿Le estaba chantajeando? ¿Cuándo? -En 1936.

Ese fue el año en el que André cumplió los treinta años; el año en el que se suponía que íbamos a casarnos.

– ¿Quería dinero?

Monsieur Villeret negó con la cabeza.

– Quería arruinarle a usted su felicidad. Pretendía que monsieur Blanchard no dejara que André se casara con usted.

Pensé que aquella sugerencia resultaba totalmente ridícula. Incluso aunque Camille hubiera sido tan malévola, no lograba entender por qué habría tenido tal poder sobre monsieur Blanchard. Al contrario de lo que había predicho su esposa sobre que nos sobreviviría a todos, el anciano había sucumbido a la demencia poco después de jubilarse y ahora vivía bajo los cuidados de una enfermera. No obstante, allá por 1936, era una persona arrogante y chulesca. Incluso una mujer tan manipuladora con los hombres como Camille no hubiera logrado manejarlo tan fácilmente.

– ¿Por qué alguien con la fama y la belleza de Camille querría herirme de ese modo? -le pregunté.

Pero tan pronto como pronuncié aquella pregunta en voz alta, la verdad de lo que monsieur Villeret estaba insinuando me golpeó de lleno. Recordé la reacción de Camille cuando le conté la propuesta de matrimonio de André en Cannes. Y nadie había podido dar explicación al repentino cambio de opinión de monsieur Blanchard cuando ya había accedido a permitir que André se casara conmigo.

– Era el resentimiento lo que la movía -me explicó monsieur Villeret-. Todo eran maquinaciones de una mente celosa. Había unos trapos sucios en la historia de la familia Blanchard. Ella se enteró por medio de alguien que ocupaba un alto cargo en el ejército y decidió usarlo contra usted.

No podía apartar la vista del rostro de monsieur Villeret.

– Laurent Blanchard no murió siendo un héroe en Verdún -me aclaró-. Aquello fue una tapadera del gobierno en vista de la importancia de la familia Blanchard para Francia. Laurent Blanchard incitó a sus hombres a amotinarse. Otro oficial le disparó mientras huía de la batalla.

Se me cortó la respiración en la garganta.

– ¿Le fusilaron por traición?

– No, le dispararon sin haberlo juzgado -repuso monsieur Villeret-. Y encubrieron lo que hizo.

Me levanté de la silla y noté que las piernas me fallaban bajo el peso de mi cuerpo, así que fui trastabillando hasta la ventana. Fuera, en la calle, unos soldados estadounidenses supervisaban el derrumbe de un edificio calcinado. Habían atado cuerdas alrededor de la estructura y los soldados tiraban de ellas. ¿Camille había destruido mi felicidad con André porque estaba celosa?

A través del aturdimiento producido por la confusión que me embotaba la mente, escuché que monsieur Villeret me preguntaba:

– ¿Cree usted que debería contárselo a André?

Varios grupos de espectadores se reunieron en la calle para contemplar a los estadounidenses tirando abajo el inestable edificio. Al principio, me pareció que la madera no cedería. Pero tras unos minutos de decididos tirones por parte de los soldados, la estructura se derrumbó. La multitud aplaudió.

Me volví hacia monsieur Villeret, apenas capaz de verle a través de las lágrimas. Si el abogado le relataba a André la historia de Camille, también tendría que contarle la de Laurent. Recordé la imagen del hombre de ojos soñadores de la salita de madame Blanchard. Sospeché que Laurent no había traicionado a sus compatriotas, sino que había sido como muchos de los jóvenes oficiales que mi padre me había descrito: hombres inteligentes que no veían la utilidad de enviar a miles de soldados a una carnicería solo porque un general lo ordenara. Pero ninguno de nosotros llegaríamos a saberlo nunca con certeza. La acusación de traición y cobardía podría manchar la figura de Laurent si se llegaban a conocer las verdaderas circunstancias de su muerte.

Evoqué aquella fría mañana en Neuilly, cuando André y yo rompimos para siempre. ¿Qué utilidad tendría que lo supiera ahora? ¿Qué ventaja habría en que saliera todo a la luz? Pensé en la princesa de Letellier y en las hijas de André, en madame Blanchard y en Veronique. André y yo tendríamos que haber puesto nuestra felicidad por encima de todo entonces, todos aquellos años antes. Ahora le haríamos daño a demasiada gente. Parte de mí amaría a André para siempre y él probablemente seguía amándome, pero yo pertenecía a Roger.

– No -le dije a monsieur Villeret-. No debemos decírselo jamás.

Llevé a la prisión de Fresnes un paquete con ropa limpia, sábanas y mantas, jabón y comida para André. Lo trajeron hasta mí vestido con el mono de la cárcel y con cadenas alrededor de los tobillos. Me quedé horrorizada por su aspecto demacrado.

– ¡Simone! -exclamó, iluminándosele la cara-. ¿Te han dejado salir? ¿Estás bien?

Sentí que mi propia sonrisa resultaba forzada. Todo lo que monsieur Villeret me había contado pesaba sobre mi conciencia. Le pregunté al guardia si podía hablar con André a solas. Observó la Cruz de Lorena que yo llevaba en la solapa, asintió y se marchó.

– No te juzgarán, André. Te liberarán tan pronto como tu abogado rellene el papeleo correspondiente.

André exhaló un suspiro de alivio y presionó los dedos contra la reja de la ventana que nos separaba. No pude encontrar el valor de levantar la mano para tocarle. Delante de mí tenía al hombre al que había amado con todo mi corazón. Nunca haría nada para herirle a él, ni a su esposa ni a sus hijas.

– ¿Simone? ¿Qué sucede?

– Serámejor que le comunique a tu esposa que te van a liberar -le dijeDebe de estar preocupada. ¿Tienes algún mensaje para ella?

André bajó la cabeza. Sentí como si algo estuviera cambiando entre nosotros. Como dos placas tectónicas realineándose entre sí para alcanzar una posición más estable. Levantó la mirada de nuevo y me miró a los ojos.

– Solo que… la quiero, y a las niñas también -me dijo.

Ambos sonreímos.

– Y tú, Simone -preguntó-, ¿cuáles son tus planes ahora?

– Me marcharé al sur con mi familia y esperaré a que Roger regrese.

André frunció el entrecejo cuando mencioné el nombre de Roger, pero esta vez se trataba de preocupación más que de celos.

– Monsieur Villeret ha estado tratando de rastrear el paradero de Roger Delpierre. Era cierto que él fue el contacto para que tú cantaras tu canción en el Adriana, pero lo capturaron antes de que pudiera regresar a Londres. Lo enviaron a un campo de concentración. Nadie sabe dónde está ahora.

Me dio un vuelco el corazón. Seguramente, aquello no podía ser posible. No podía perder a Roger por segunda vez.

– ¡No! -exclamé, apretando los puños.

André acercó su rostro a la reja.

– Tú le amas, ¿verdad, Simone?

Asentí, apartándome las lágrimas con el borde de la mano.

– Quería volver a por mí después de la guerra.

– Simone, no llores -me consoló André-. Tan pronto como salga de aquí te ayudaré en todo lo que pueda.

Cuando me encaminaba hacia la salida de la cárcel, el guardia que me acompañaba me preguntó si podía esperar en el pasillo un momento. Desapareció en un despacho y yo me apoyé contra la pared. Había un grupo de hombres sentados en bancos, con los rostros ensangrentados y amoratados. Paseé hasta la ventana y miré al exterior. Un grupo de mujeres se encontraba en el patio. Yo apenas estaba un piso más arriba, por lo que podía ver claramente sus rostros. Ninguna de ellas llevaba el uniforme de la prisión; iban vestidas con ropas de civiles y tenían un aspecto sucio y desaliñado. Pero no eran mujeres de clase obrera: todas ellas llevaban los vestidos hechos a medida y los zapatos de tacón alto típicos de la alta sociedad parisina. Algunas llevaban afeitada la cabeza.

Mi mirada recayó sobre una mujer rubia de pie en la esquina del patio, fumando. Sus duros ojos azules parecían ajenos al miedo y al caos que la rodeaban. Me acerqué más a la ventana. Sin maquillaje, el rostro de Camille tenía un aspecto estropeado y demacrado. La recordé deslizándose al entrar en el escenario del Casino de París y contemplando al público, majestuosa, con su vestido ceñido al cuerpo y la capa, que dejaba caer hasta el suelo. En su momento, me había sentido cautivada por su belleza, pero la podredumbre que corroía sus entrañas ahora estaba empezando a aflorar. Recordé la expresión de serena mofa en los ojos de Camille cuando miraba al público y comprendí que ella nunca había padecido de miedo escénico: había practicado con antelación cada mohín y cada batida de pestañas con precisión militar. Camille nunca compartía nada de sí misma, al igual que la amistad que me había demostrado, que no tenía fundamento ni era en absoluto real. Había hecho lo peor que podía para herirme. Pero yo también tenía parte de culpa. Había un proverbio provenzal que decía: «Quienes son tan necios como para mantener una serpiente por acompañante acabarán recibiendo un mordisco más tarde o más temprano».

Camille levantó la vista y me miró a los ojos. Me contempló sin rastro de duda ni miedo. Comprendió entonces que yo había descubierto lo que me había hecho y no le importaba ni lo más mínimo.

– ¿A quién está mirando? -me preguntó el guardia, saliendo del despacho. Miró por encima de mi hombro y profirió un ruido de burla-. ¿Camille Casal? ¿Su antigua rival? Ahora ya no tiene un aspecto tan glamuroso, ¿verdad que no?

– Nunca fue mi rival -repliqué, recordando lo que monsieur Etienne siempre me decía-. Yo siempre canté y bailé mejor que ella.

– Y siempre ha sido usted más guapa también -comentó el guardia, separándome de la ventana y conduciéndome pasillo abajo-. Camille Casal es una arpía despiadada. Yo asistí a su interrogatorio. ¿Sabía que tuvo un bebé? Era una niña. La abandonó en un convento y nunca regresó a por ella.

Me detuve en seco y miré al guardia fijamente. Tenía las mejillas sonrosadas y una oronda barriga, señales de que se trataba de un hombre felizmente casado.

– ¿Dónde está ahora la muchacha? -le pregunté-. Ya debe de ser toda una jovencita.

El guardia negó con la cabeza.

– No llegó a crecer. La niña murió de fiebre cuando tenía cinco años. Camille Casal ya era una estrella, pero no cedió ni un céntimo para que le compraran las medicinas a la cría. La enterraron en una fosa común.

El guardia me abrió la puerta de la prisión y salí a la luz del sol. Me quedé de pie en la acera durante largo rato, tratando de asimilar todo de lo que me había enterado esa mañana. Repasé en mi mente todas las cosas que Camille me había contado a lo largo de los años sobre la manutención de su hija. Ninguna de ellas había sido cierta. Se me quedó grabada en la memoria la imagen del rostro de Camille observándome directamente desde el patio. Había sido una desvergonzada hasta el final. Me había utilizado para volver a los escenarios de París con Les Femmes, sabiendo que era ella la culpable de haber destruido mi felicidad con André. No era de extrañar que nunca se molestara en mencionarle.

Se me formó un nudo en la garganta y comencé a toser. Me dejé caer hasta sentarme en los adoquines de la acera y me tapé los ojos. Quería regresar y escupirle a Camille a la cara, arrancarle su arrogante carne con mis propias uñas. No podía imaginarme poniéndome en pie otra vez por miedo a que, si lo hacía, la mataría, pero sentí un hormigueo en el corazón y se me pasó la ira. Si me enfrentaba a Camille ahora, ¿eso qué cambiaría? Había arruinado mi pasado, pero no la dejaría inmiscuirse en mi futuro.

Lentamente, se me fue aclarando la cabeza y mi corazón recuperó un ritmo normal. Me puse en pie y me arreglé el abrigo. Taparía el recuerdo de Camille del mismo modo que un perro cubre sus excrementos. Había terminado con ella para siempre. No tenía intención de asistir a su juicio; no había nada que pudiera hacer para condenar a Camille más de lo que se había ganado con sus propios actos. En lo que tenía que pensar ahora era en el futuro, y ese futuro eran Roger y mi familia en la finca.


Capítulo 35

Escribí al general De Gaulle para ver si desde su oficina podían hacer algo para investigar el paradero de Roger. Le proporcioné instrucciones a madame Goux para hacer averiguaciones mediante la Cruz Roja sobre él en mi nombre, así como sobre monsieur Etienne y Joseph, y mientras tratamos de enterarnos de todo lo que pudimos a través de nuestros contactos de la red. Von Loringhoven se negó a dar la confirmación de que Odette y la pequeña Simone hubieran abandonado realmente el país y lo más que pude hacer fue desear que Odette me escribiera. Monsieur Dargent venía a mi apartamento todos los días para ayudarme en mi búsqueda. Los periódicos clandestinos ahora se publicaban legalmente y allí fue donde vi por primera vez una borrosa fotografía de los cuerpos esqueléticos amontonados en fosas comunes en lo que entonces se denominó «campos de la muerte».

– Tenga fe, Simone -me animaba monsieur Dargent-. Cueste lo que cueste, los encontraremos.

Además de buscar información sobre Roger y mis amigos, anhelaba ver a mi familia. No había tenido ningún contacto con ellos desde que les dejé para regresar a París, y después de todas las penurias por las que habíamos pasado, mi familia, madame Ibert y los Meyer eran las personas con las que más deseaba celebrar el final de la guerra. Para dificultar el avance de los alemanes y apoyar a las tropas aliadas, los maquis habían volado puentes, enterrado vías del tren y cortado líneas telefónicas. Como consecuencia, resultaba casi imposible comunicarse con la gente del sur. Pero tan pronto como se restableció el más mínimo servicio ferroviario lo aproveché. Todavía mantenía la esperanza de que quizá Roger hubiera regresado a Francia a través del sur y hubiera ido directamente a la finca.

Llegué a Carpentras en tres días y desde allí cogí una camioneta. El conductor, que era de Sault, me contó que la Milicia y los alemanes que estaban de retirada habían sido particularmente despiadados durante los últimos días de la guerra. Casi cincuenta miembros de la Resistencia de Sault habían sido enviados a campos de concentración. Volví a pensar en Roger y me estremecí.

El conductor me dejó a kilómetro y medio de la finca. Estábamos a principios de otoño y el campo tenía un aspecto pacífico en comparación con el caos de París. Recordé lo feliz que se había puesto mi familia cuando Roger y yo anunciamos nuestra intención de casarnos y cómo la noticia nos había levantado el ánimo en la más oscura de las épocas. Traté de recrear aquel sentimiento de esperanza mientras caminaba por los campos de trigo y de lavanda que debían haber sido cosechados hacía meses. Me imaginé cómo sería la vida una vez que Roger y yo nos casáramos. Me vi a mí misma cuidando de un hermoso jardín de rosas y flores silvestres en macetas; un grupo de niñitos corriendo a los pies de mi madre y tía Yvette mientras ellas preparaban el almuerzo en la cocina; y Bernard y Roger el uno junto al otro, inspeccionando los exuberantes campos de color púrpura.

Durante el último medio kilómetro antes de llegar a la finca, me sentí tan eufórica al pensar en volver a ver a mi familia que eché a correr. Alcancé a ver parte de la casa de mi tía a través de los árboles. No había nadie en el patio ni en los campos. No salía ni un hilo de humo por la chimenea. Doblé el recodo del camino y entonces vi la casa totalmente. Me paré en seco y las piernas casi cedieron bajo mi peso.

– ¡¡¡No!!!

La planta baja de la casa estaba intacta, pero el piso superior no era más que una desoladora cáscara. Oscuras manchas de quemaduras marcaban como cicatrices los agujeros donde antes había ventanas. Me volví para ver el lugar vacío junto a la casa de mi tía donde debía estar la de mi padre. No quedaba nada excepto un montículo de piedras ennegrecidas.

– Maman! -grité-. Maman! ¡Tía Yvette! ¡Bernard!

Mi voz resonó entre los árboles, haciendo eco como un disparo al aire. Pero no recibí respuesta.

Me lancé hacia las ruinas de la casa, con el corazón latiéndome con fuerza dentro del pecho.

– ¡Minot! ¡Madame Ibert! -grité.

Hice un gran esfuerzo por pensar, luchando contra el zumbido que me ensordecía los oídos. No me cabía la menor duda de que aquellos daños los habían infligido los alemanes o la Milicia. Pero ¿dónde estaba todo el mundo? Intenté no pensar en lo peor. Era posible que hubieran escapado antes de que todo esto sucediera.

Traté de abrir la puerta de la casa. Estaba atrancada. La golpeé con el hombro y le propiné varios puntapiés hasta que cedió y se abrió con un crujido. La cocina no había sufrido ningún daño y estaba allí, como un cuadro surrealista frente a la ruina del resto del edificio. La mesa estaba puesta para seis personas. ¿Habrían puesto la mesa aunque se estuvieran preparando para escapar? Empujé la puerta de la despensa. Estaba llena de comida en conserva, latas y sacos de grano. Si los alemanes hubieran pasado por aquí, ¿no lo habrían saqueado todo? Las diversas posibilidades se me entremezclaban en la mente. Abrí los postigos y miré hacia el exterior. ¿Podía haber comenzado un incendio en la casa de mi padre hasta propagarse al piso superior de la casa de tía Yvette? ¿Eso explicaría los daños? Le di varias vueltas al asunto en la cabeza. Algo se movió entre la hierba. Una cosa peluda pasó como una ráfaga. Contemplé fijamente las verdes briznas, tratando de discernir qué era. ¿Un conejo? Dos ojos me miraron parpadeando. No, no era un conejo. Era un gato.

Corrí al exterior y estreché a Kira entre mis brazos. Podía notar como su esternón sobresalía entre el pelaje enmarañado y que estaba cubierta de espinas. Maulló débilmente, enseñándome los incisivos, que estaban rotos. La acuné contra mi pecho y la llevé hasta la casa. Recordé que había visto unos botes de anchoas en la despensa, así que la dejé sobre la mesa y aplasté el contenido de uno de ellos en un plato. Iría a buscarle agua tan pronto como comprobara que el pozo no estaba envenenado.

– ¿Qué te ha pasado? -le pregunté, acariciándole suavemente la cabeza con el dedo.

Un pensamiento desazonador me pasó por la mente. Si mi familia había recibido con suficiente antelación la noticia de que debían huir de los alemanes, ¿por qué habían dejado a Kira atrás? ¿Quizá se había escondido y no habían logrado encontrarla? Pero no me lo pude creer. Kira era una gata doméstica y apenas se apartaba de mi madre. Me quedé de pie en la puerta y llamé por su nombre a los perros y a Chérie. No obstante, tal y como me había imaginado, Kira estaba sola.

Me desplomé sobre una silla. Tardaría una hora en caminar hasta la aldea, pero no había otra cosa que pudiera hacer. Quizá mi familia estaba allí. Contemplé a Kira mientras lamía las anchoas, agachada sobre los cuartos traseros. Tenía dieciocho años, era muy mayor para ser una gata. Me pregunté cómo habría logrado sobrevivir sin que nadie la alimentara.

– ¿Hola? -exclamó una voz de hombre.

Corrí a la ventana para ver la silueta entrecana de Jean Grimaud que se aproximaba por la carretera. Se me ocurrió otra idea de repente. Quizá todos habían huido para unirse a los maquis. Pero ¿qué habían hecho con madame Meyer?

– ¡Jean! -grité, corriendo hacia el patio.

– Estaba en Carpentras -me dijo, haciendo una mueca-. Me enteré de que venías hacia aquí.

– ¿Dónde están? -le pregunté.

Jean tragó saliva y se miró las manos. Y entonces lo supe. La verdad saltaba a la vista en todo lo que me rodeaba, y aun así me había negado a reconocerla. Me sentí como si alguien me hubiera golpeado el corazón con una azada. Me puse de cuclillas en el suelo. Quería que me tragara la tierra calcárea, deseaba hundirme en ella como un cadáver, para no tener que enfrentarme a las terribles noticias que Jean me iba a comunicar.

Jean se agachó junto a mí.

– Lo siento -se disculpó, con los ojos llenos de lágrimas.

Pobre Jean Grimaud. Por segunda vez en su vida, tenía que ser él el que me informara de las malas noticias.

– ¿Qué ha pasado?

Jean me pasó el brazo por los hombros.

– Encontraron las granadas que Bernard nos estaba guardando después de que nos las lanzaran los Aliados -me explicó-. Tres de nosotros veníamos de camino a la finca cuando vimos que los alemanes ya estaban aquí. Nos escondimos entre los árboles. No pudimos hacer nada para salvarlos. Nos superaban en número.

Me atraganté por las lágrimas.

– ¿Dónde se los llevaron?

– Los mataron aquí mismo.

Presioné el rostro contra el brazo de Jean.

– ¿A todos?

Jean me abrazó con más fuerza. Levanté la mirada y él asintió.

– Debes sentirte orgullosa de ellos, Simone -me aseguró-. Murieron como santos. Se arrodillaron y se cogieron de las manos. Los alemanes los fusilaron.

– Maman!

La sangre me martilleaba en los oídos. Me apreté los puños contra la cabeza. A pesar del peligro al que había expuesto a mi familia y amigos, nunca pensé ni por un momento que les pasaría nada malo. Mientras la batalla en París arreciaba, me sentía reconfortada al pensar que ellos vivían en una zona lejana del país. Apenas pude oír a Jean cuando me contó que el primer soldado alemán al que le ordenaron realizar la ejecución no tuvo arrestos para dispararle a madame Meyer, así que su superior lo mató a él y realizó la ejecución él mismo. Me sentía demasiado horrorizada como para asimilar nada más.

– Iré contigo andando hasta la aldea -me dijo Jean-. Puedes quedarte con Odile. Tiene a tus perros y a una de tus gatas. No pudimos encontrar a la otra.

– No -repuse, limpiándome la cara polvorienta, marcada por las lágrimas-. Ella esperó aquí mismo a que yo regresara.

No regresé con Jean a la aldea. Le dije que quería pasar la noche en la cocina de mi tía. No discutió, solo me dijo que volvería al día siguiente. Antes de que Jean se marchara, le pedí que me mostrara dónde habían fusilado a mi familia, a Minot y a su madre, y a madame Ibert. Me señaló un lugar cerca de la puerta de la destilería. Bajo la luz moteada de la tarde, no pude ver ninguna marca en la madera, similar a los agujeros que la gente contaba que se veían en los árboles del Bois de Boulogne.

_ Les dispararon desde atrás -me explicó Jean-. En la nuca.

Jean me dejó a solas después de darme un beso en cada mejilla, pero yo apenas los sentí. Me senté sobre una piedra, contemplando el lugar en el que habían muerto mi familia y amigos. Kira se frotó contra mis piernas antes de acomodarse junto a mí. Era difícil imaginar que ningún tipo de acto violento hubiera podido acontecer en aquel lugar. Cuando empezó a desaparecer el sol, una brisa corrió entre los árboles y todo se quedó en calma. Recordé la primera cosecha de lavanda. Escuché a mi padre cantando, vi a mi madre secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, a tía Yvette estirándose las mangas para protegerse del sol abrasador…

Alguien se echó a reír y me volví antes de darme cuenta de que me había imaginado aquel sonido. Minot brindando conmigo, alzando su copa de champán tras mi primera actuación en el Adriana. «Felicidades por el magnífico espectáculo.» Pensé en su madre, acariciando a Kira mientras esperaba a que partiera su tren en París. Después recordé a madame Ibert, extendiendo la arena con una pala en el ático de nuestro edificio en París.

No podía creer que todo hubiera terminado, que nunca más volvería a ver sus rostros, a los que tanto quería. Cuando finalmente el sol desapareció y cayó la noche, el entumecimiento que sentía dio paso a una oleada de profundo dolor. «¿Algún día podréis perdonarme?», gemí al silencio de la noche.

Jean me había contado que los aldeanos habían enterrado a mi familia y amigos en el cementerio, pero cuando llegó el alba me di cuenta de que todavía tendría que dejar pasar un tiempo hasta que lograra encontrar el valor de visitar sus tumbas. Me quedé atrapada en un sueño, aprisionada entre una realidad que no quería afrontar y los recuerdos felices de la vida en la finca. No tenía intención de volver a París.

Había verdura en el jardín y el agua del pozo estaba intacta. Lavé la cocina y preparé un dormitorio en la habitación principal, aunque había un agujero en el tejado. Fregué los suelos y las paredes con agua de lavanda, luchando por acabar con el hedor a humo. Me entretuve ocupándome de Kira, la alimenté con huevos, anchoas, sardinas y carne enlatada, con la esperanza de que lograría engordarla. Pero un día dejó de comer. Cuando me desperté a la mañana siguiente, no estaba dormida junto a mí. Busqué por la casa y el patio. No era típico de ella deambular más allá, pero no conseguí encontrarla por ninguna parte. Corrí por los campos, aterrorizada pensando que un águila podría haberla cogido fácilmente como presa. Caminé entre la lavanda y la vi tumbada sobre un costado. Estaba jadeando. Cuando la miré a los ojos, supe que no vería despuntar el día.

– Gracias, amiga mía -le susurré, tumbándome junto a ella y acariciándole el pelaje-. Has esperado por mí, ¿verdad? No querías que descubriera lo que había sucedido aquí yo sola.

Kira alargó la patita y me tocó la barbilla, como le gustaba hacer cada mañana.

Enterré a Kira junto a las tumbas de Olly, Chocolat y Bonbon. Durante toda mi vida, la gente se había reído de mí por el cariño que sentía por mis mascotas, pero después de sobrevivir a una guerra había acabado por preferir los animales a la gente.

Por la tarde, caminé hasta la aldea. Jean estaba hablando con Odile y Jules Fournier junto a la fuente. Odile fue la primera que me vio aproximándome y corrió hacia mí. Notaba la garganta tan llena de lágrimas que no logré pronunciar palabra. Me envolvió entre sus brazos. Odile era una mujer menuda, mucho más baja que yo, y aun así sentí la fuerza de su abrazo. En realidad me estaba sosteniendo, pues la pena había consumido mis fuerzas.

– Tengo aquí a tus animales -me dijo-. ¿Te gustaría verlos?

Bruno, Princesse, Charlot y Chérie estaban tomando el sol en el patio del bar como estrellas de cine en la Riviera. Se pusieron de pie de un salto en cuanto me vieron y comenzaron a competir por mi atención. Los acaricié, les froté el pelaje y les hice carantoñas a todos ellos, aunque no podía dejar de pensar en Kira.

– Les he ido cogiendo cariño -comentó Odile-. Son una buena compañía.

– ¿Te importaría cuidar de ellos un poco más? -le pregunté, cogiendo en brazos a Chérie.

Apenas me sentía capaz de cuidar de mí misma, por no mencionar a los animales.

Odile le acarició la cabeza a Chérie y a mí, la mejilla.

– Ven a buscarlos cuando estés preparada.

Me pidió que me sentara a la mesa y me trajo un vaso de pastis, aunque en nuestra aldea no era una bebida que solieran consumir las mujeres. Era tan fuerte que logró relajar el potente latido de mi corazón. Jean entró en compañía de Jules. Agradecí que ninguno de ellos me hiciera hablar. Les escuché charlando sobre el cambio de temporada y los nuevos cultivos. Ninguno de nosotros quería hablar de la guerra, pero resultaba imposible evitarlo. Lo había cambiado todo. Yo no era la única persona que había sufrido. Diez familias de nuestra minúscula aldea habían perdido un padre, un hijo o una hija.

– Al menos aquí no ha habido colaboracionistas, como en otras aldeas -declaró Jean con orgullo-. Aquí todos hemos luchado por una misma causa.

– Los colaboracionistas se están librando del castigo con mucha facilidad -se quejó Jules-. Incluso han conmutado la pena de muerte de Pétain por una cadena perpetua.

– Depende de cuánto dinero tengas -comentó Odile, frotándose los dedos de una mano-. Si eres rico y famoso o te necesitan de alguna otra manera, seguro que te perdonarán. Pero ten cuidado si eres pobre. Te fusilarán para que «sirvas de ejemplo a otros».

– No -repuso monsieur Poulet desde la barra-, De Gaulle ha convertido Francia en toda una nación de miembros de la Resistencia. Es la imagen que quiere proyectar ante el mundo para poder llevar la cabeza bien alta cuando se codea con otros líderes aliados.

Pensé amargamente en De Gaulle, recordando cómo lo había idolatrado. Ningún héroe es perfecto.

Esa fue la primera tarde en la que rompí mi aislamiento. Después de aquello, iba caminando hasta la aldea todas las mañanas para enviar telegramas desde la oficina de correos a París y Marsella y cartas a Londres. Estaba agotando todas las vías de comunicación que se me ocurrían para tratar de averiguar qué le había sucedido a Roger. Todos los días tomaba el almuerzo con Odile antes de volver a casa. Fue ella la que me contó que la diseñadora de moda Coco Chanel no había sido acusada de colaboracionismo, aunque ella y su amante alemán habían tratado de convencer a Churchill de que firmara un tratado de paz con Hitler. Quizá si mi familia no hubiera sido asesinada, no me habría sentido tan resentida contra ella. Su colaboracionismo no le había proporcionado la felicidad, pero sí le había reportado riqueza. Pero ¿por qué tenía que haber muerto mi familia tratando de defender un país en el que tantos egoístas no estaban recibiendo el castigo que merecían?

Al día siguiente, regresé a la oficina de correos para enviar más cartas.

– Hay algo para ti -me dijo la encargada-. Parece oficial.

«¡Oficial!», pensé, y una alarma comenzó a sonarme dentro de la cabeza. Aquello no era bueno. Lo que estaba esperando era una carta escrita a mano por Roger diciéndome que estaba bien. Abrí el sobre y vi que era un artículo que madame Goux había recortado de Le Fígaro. Camille Casal había sido acusada de colaboracionismo. Su castigo consistiría en no poder actuar en Francia durante cinco años. Recordé su rostro frío devolviéndome la mirada aquel día que fui a la prisión de Fresnes. Ella no iba a padecer su colaboracionismo al mismo nivel al que yo había sufrido mi apoyo a la Resistencia.

– ¿Son buenas noticias? -me preguntó la encargada de correos.

Negué con la cabeza.

– No es ninguna noticia -le respondí-, ninguna en absoluto.

Unas semanas más tarde, recibí otra carta de madame Goux en la que me informaba de que la Cruz Roja no había podido localizar a Roger. Pero sí había recibido noticias de Odette. Ella y la pequeña Simone habían llegado a Sudamérica y estaba esperando para trasladarse a Australia, donde habían sido aceptadas en calidad de refugiadas. Sin embargo, aún no se sabía nada de monsieur Etienne o de Joseph. Madame Goux preguntaba por mi familia y por madame Ibert, y me di cuenta entonces de que no se había enterado de lo que había sucedido. Yo no se lo había contado a nadie en París.

Caminé por los campos otoñales, aliviada de saber de Odette y la pequeña Simone, pero todavía preocupada por los demás. ¿Australia? No se me escapó la ironía del asunto.

«¿Plantaciones de lavanda? ¿Como las de aquí en Francia?» «Sí, muy parecidas.»

Traté de imaginarme el país de Roger según me lo había descrito él. Visualicé una costa escarpada y tierras salvajes de siglos de antigüedad, un lugar no afectado por la amargura de la guerra. Sin noticias de Roger y con la revelación de cada vez más atrocidades apareciendo diariamente en los periódicos, se me encogió el corazón al pensar en la nefasta posibilidad de que él, monsieur Etienne y Joseph pudieran estar muertos. Ya había perdido a mi familia, ¿por qué no a ellos también?

Para cuando llegué a la casa de mi tía, soplaba el mistral. Encendí un fuego en la cocina pero no fue suficiente como para hacerme entrar en calor. ¿Qué haría allí durante el invierno? Pensé en toda la gente del mundo que estaba intentando rastrear el paradero de sus seres queridos. Si regresaba a París, podría ayudar a la Cruz Roja con las búsquedas. Acaso André y yo podríamos juntar lo que quedaba de nuestras fortunas para ayudar a los huérfanos de guerra…

Entonces se me ocurrió otra posibilidad: quizá debía marcharme a Australia. Con mi familia muerta y la esperanza de encontrar a Roger con vida menguando con cada día que pasaba, ¿qué había en Francia que me retuviera? No podía imaginarme a mí misma volviendo a cantar o a actuar en el cine, excepto para entretener a los soldados heridos o a la gente de los campos de refugiados. O podía rehacer mi vida en un nuevo país con Odette y la pequeña Simone. Pero tan pronto como sentí la ilusión de aquella idea, volví a notar como se me encogía el corazón. Tratar de empezar una nueva vida era demasiado doloroso. Sería más fácil quedarse aquí, en mi burbuja.

El mistral aulló con más fuerza. Vacié mi bolsa de viaje en el suelo, en busca de otro jersey. Algo repiqueteó sobre las baldosas del suelo. Vi la bolsita que mi madre me había dado con la pata de conejo dentro. «La necesitarás. No puedo cuidar de ti eternamente.»

«Tendrías que habértela quedado tú, Maman», pensé.

Recogí la bolsita y abrí el cordón que la cerraba. El hueso me resultaba ligero sobre la mano. Mi madre no me había dicho de qué parte del animal provenía, pero adiviné por la forma que era una pata. Algo me llamó la atención. Moví la lámpara y coloqué la pata bajo ella para que la iluminara la luz. Grabadas en el borde había unas palabras con una letra temblorosa e informe. Tuve que guiñar los ojos para leerlas: «Á ma fille bien aimée pour qu'enfin brille sa lumière». Para mi hija querida cuya luz brille por fin.

Contemplé fijamente aquellas palabras, sabiendo que era mi madre la que las había escrito. Pero ¿cómo?, ¿cuándo había aprendido mi madre a escribir?, ¿o siempre había sabido?

Me escocieron los ojos por las lágrimas al recordar a aquella mujer que toda la vida había sido un misterio para mí, y que ahora lo sería para siempre. «Para mi hija querida cuya luz brille por fin.» Al menos podía estar segura de una cosa: de lo mucho que me había querido mi madre.

Cuando el fuego se extinguió, me acurruqué bajo las mantas, mirando el cielo iluminado por la luna a través del agujero que había en el techo. En algún momento de las primeras horas de la mañana el viento murió. Me desperté por los rayos de la luna que me brillaban en la cara. Me levanté de la cama, atraída por el resplandor, y me envolví las mantas alrededor de los hombros.

Fui arrastrando los pies hasta la cocina y vi que la puerta de fuera se había soltado de sus bisagras. Se abrió de par en par hacia el patio. Los árboles formaban mágicas siluetas bajo la luz plateada. Se oyó una lechuza desde el bosquecillo. Caminé hacia el patio con la ligereza volátil de una ensoñación. El aire era fresco y me provocaba chispas de electricidad en la piel. Una sombra cayó como una cortina cuando una nube tapó la luna.

Me dirigí hacia el camino y proseguí andando. Había sombras moviéndose en el lugar en el que había visto bailar a los gitanos tantos años antes. Al principio, no logré distinguir de qué se trataba y tuve que entrecerrar los ojos como una ciega para ver en la oscuridad. Entonces, la nube se apartó de la luna, que volvió a brillar; y las vi: las siluetas de dos hombres y cuatro mujeres, la mayor de ellas se apoyaba sobre un bastón. Una de las mujeres estaba delante de los demás, con un vestido escarlata hinchado a su alrededor y los cabellos flotando sobre sus hombros como una bandera en el mástil de un barco. Levantó una mano hacia mí.

No tenía miedo, pero se me aceleró la respiración. Las lágrimas me cegaron la vista. «Maman?»

Presioné el suelo con los pies dominada por la añoranza y el deseo. Quería correr hacia ella, que me estrechara entre sus brazos. Quería estar donde ella se encontraba y no sola bajo la luz de la luna. Pero la gravedad pesaba sobre mi cuerpo y no conseguía mover los pies. Pasó otra nube sobre la luna y percibí que algo había cambiado en la atmósfera. Los otros comenzaron a moverse lentamente hacia delante con sus rostros brillando en la oscuridad. Los contemplé uno a uno. Tía Yvette y Bernard con sus cabellos rubios angelicales; la sonrisa de Minot; los elegantes ojos de madame Ibert; las mejillas regordetas de madame Meyer… Comprendí por qué habían venido tan claramente como si me lo hubieran dicho. Deseaban decirme adiós.

Me volví hacia mi madre. Me habló sin mover los labios. «Nada se malgasta, Simone. El amor que damos a los demás nunca muere. Solo cambia de forma.»

Me percaté de que Kira me estaba contemplando con sus vividos ojillos y sentí que volvía a sumirme en la inconsciencia del sueño. Antes de hundirme definitivamente en la oscuridad, escuché que mi madre me susurraba: «Nunca temas dar amor a los que te rodean». Aquellas palabras fueron a parar a mi dolorido corazón con tanta suavidad como un beso.

«¡Simone, la lavanda te está esperando!»

Abrí los ojos. El sol atravesaba el agujero del techo, llenando la habitación de luz. Miré el cielo azul, a la espera de que me embargara el monótono dolor que me encogía el corazón todas las mañanas. Pero no sucedió. En su lugar, me inundó una sensación diferente. Me pregunté cómo era posible que estuviera sintiendo aquellos destellos de alegría que encendían mi alma, cuando no había nada en el mundo por lo que mereciera la pena vivir.

El viento había desaparecido y el aire era fresco y limpio. Inspiré profundamente; noté el olor a humedad y a pino, el aroma del otoño en la Provenza. Escuché un pájaro cantando en un árbol cercano, tratando de averiguar qué tipo de ave era. Después, percibí otro sonido, como una especie de murmullo. Me senté bruscamente, aguzando el oído. El débil zumbido de un automóvil resonó en el aire. ¿Era la camioneta que se dirigía a Sault? El sonido se hizo más fuerte. Miré a mi alrededor por la habitación, en busca de mi vestido. Había ropa colgada de la cómoda que había rescatado de uno de los dormitorios, pero nada que pudiera ponerme. ¿Dónde estaba mi vestido? Lo localicé colgado detrás de la puerta, donde lo había puesto la noche anterior. Me lo metí por la cabeza y deslicé los pies en el interior de los zapatos antes de correr al exterior de la casa.

Todavía no podía ver el coche, pero estaba segura de que se aproximaba hacia la finca. Entonces, apareció a través de los árboles del bosquecillo. Un polvoriento Citroën al que le faltaba la rejilla. «¿Quién será?», me pregunté. La mayoría de los automóviles en la aldea empleaban carbón como combustible, pero aquel era un coche de gasolina. El vehículo se detuvo en el patio. No lograba ver al conductor por el reflejo del cristal. La portezuela se abrió y de él salió André.

– ¡André! -Se me conmovió el corazón al verle. «Se ha enterado de lo que ha pasado -pensé-. Se ha enterado y mi querido amigo ha venido a consolarme». André dijo mi nombre como respuesta a mi saludo, pero no añadió nada más. Rodeó la parte delantera del coche y abrió la puerta del copiloto. De ella salió una pierna estirada, después otra. A continuación, un bastón. Todo comenzó a transcurrir a cámara lenta. André se inclinó para ayudar al hombre vestido con el uniforme de la RAF a salir del coche.

– ¿Roger? -susurré.

Ambos se volvieron hacia mí. Contemplé al hombre del uniforme de la RAF, tratando de encontrar algún rastro de mi amante en aquella figura demacrada. Le habían afeitado la cabeza y lucía una cicatriz irregular sobre la oreja izquierda. No, no era Roger. Seguramente sería otro militar aliado, quizá algún amigo de Roger que había acudido a traerme las malas noticias personalmente.

El soldado se colocó el bastón en la mano derecha y avanzó cojeando por el montículo. André se quedó junto al coche. Me di cuenta de que al aviador le provocaba un gran dolor caminar por lo mucho que apretaba la mandíbula. Debería haberme acercado para facilitarle la tarea, pero me quedé clavada donde estaba. No me sentía capaz de asumir las noticias que me iba a comunicar.

El mensajero levantó la mirada hacia mí.

– ¿Dónde están todos los animales? -me preguntó-. Esperaba que a estas alturas ya hubieras montado tu propio zoológico.

En su rostro se pintó una sonrisa y entonces vi más allá de los estragos de la guerra. Los destellos de alegría que había sentido aquella mañana prendieron una llama dentro de mi alma.

– ¡¡¡Roger!!!

Corrí hacia él sin que mis pies apenas tocaran el suelo y le eché los brazos alrededor de la cintura. Roger me apretó contra su pecho y se inclinó para besarme. Sus labios eran suaves, cálidos, y estaban vivos. Le besé una y otra vez, como si él fuera la última bocanada de oxígeno del mundo. Las lágrimas me caían por las mejillas y se mezclaban con nuestros besos. El sabor de las lágrimas era el de las posibilidades, del regreso del amor y de la risa.

Nos separamos un momento, abrazándonos con la mirada mientras tanto. Debía haberle preguntado qué le había sucedido, cómo había escapado del campo de concentración, pero no encontraba las palabras. Lo único que sabía era que se había muerto, y que yo misma también había estado muerta, y que ahora habíamos regresado al mundo de los vivos. Se nos había concedido otra oportunidad.

Escuché el sonido de un motor y me volví a tiempo de ver a André diciéndome adiós por la ventanilla del Citroën. Su sonrisa era amable, pero vi que sus ojos se estaban despidiendo de mí. Pensé que el corazón me iba a explotar. Le contemplé mientras el coche doblaba un recodo del camino y desaparecía por la carretera.

– Gracias a André, tenemos esta nueva oportunidad -dije-. Te ha traído hasta mí.

– Es tan tenaz como tú -respondió Roger-. Buscó en todos y cada uno de los hospitales hasta que me encontró.

Cerré los ojos, dominada por la sensación de estar volando. Verdes colinas y bosques surgieron ante mí. Olas que rompían en prístinas arenas níveas de playas vírgenes. Me sentí como un explorador que llegaba a una tierra mística. Era hermoso, como si mi alma se hubiera liberado de las ataduras terrenales y pudiera ver el pasado, el presente y el futuro. Había dolor y tristeza y terror, pero sobre todo había bondad y amor.

– Creo que estoy sufriendo una alucinación -dije, abriendo los ojos-. Me parece que he visto Tasmania.

Roger se echó a reír y deslizó los brazos por mi cintura.

Contemplé su cara sonriente y descubrí que yo también estaba sonriendo. Caminamos juntos hacia los restos de la casa. Fuera lo que fuera a lo que tuviera que enfrentarme, ya no lo haría sola. Mi australiano había regresado. Tal y como había prometido.

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