Llegué a París en febrero de 1924, donde me recibieron un cielo gris y una humedad en el ambiente que no lograron desanimarme. Permanecí de pie en el andén de la Gare de Lyon, contemplando a los mozos de estación que iban de aquí para allá cargando sus carritos con el equipaje de mujeres ataviadas con estolas de zorro plateado y hombres con sombreros y guantes de gamuza. Me ardían las aletas de la nariz por el hollín del tren y me zumbaban los oídos con las emocionadas voces de amantes abrazándose, familias reuniéndose y hombres de negocios estrechándose la mano. No conocía a nadie en la ciudad aparte de a monsieur Etienne, que había contestado a la carta de Bernard para aconsejarme que viniera a París con suficiente dinero como para mantenerme un mes. Pero sentía el corazón henchido por la certeza de que mi vida iba a cambiar para siempre.
Examiné las instrucciones garabateadas que monsieur Etienne me había enviado para indicarme cómo llegar, con el métro, hasta su oficina en la orilla izquierda del Sena. Sin embargo, me descorazoné al ver la cola que serpenteaba frente a las taquillas y las multitudes que entraban y salían dándose empujones. Al menos en el tranvía de Marsella podía ver adónde me dirigía. Necesitaría tiempo para acostumbrarme a la idea de viajar bajo tierra. Abrí el monedero y comprobé los francos que llevaba, aunque sabía perfectamente cuánto dinero tenía, y después busqué la cola de los taxis. París merecía que la viera por primera vez en taxi, aunque tuviera que saltarme cuatro comidas para permitírmelo. Uno de los revisores del tren me indicó que estaban en la salida principal. Mi despilfarro del «primer día en París» no incluía darle propina a un mozo, así que arrastré mi baúl, tirando de las correas, hacia la entrada de la estación. Cuando abandoné la finca para marcharme a Marsella solo llevaba ropa. Pero para París, tía Yvette había insistido en que también me llevara sábanas y otros utensilios domésticos. Quería que ahorrara dinero, pero el dolor en los brazos y los hombros por tener que llevar a rastras el baúl me hizo comprender que ahorrar podía llegar a ser una carga.
Solo había dos hombres y una joven pareja esperando para coger un taxi y no pasó mucho tiempo hasta que uno se paró junto a mí.
– Rue Saint Dominique -le dije al conductor, que se apeó del taxi para ayudarme con el equipaje.
Introdujo mi baúl en el maletero e hizo una mueca.
– ¿Pardon, mademoiselle?
Repetí mi destino y cuando vi que seguía sin entenderme, le mostré la tarjeta en la que venía escrita la dirección.
– Ab, oui -exclamó, tocándose la gorra-. Usted debe de ser del sur. Por eso no la comprendía.
Me pregunté entonces cómo era posible que yo sí le entendiera a él.
El calor en el interior del taxi era como un refugio desde el que podía contemplar el centelleante mundo del exterior. Estiré el cuello todo lo que pude para admirar los vistosos edificios con sus enrejados de hierro forjado y sus tejados inclinados. París era más sombría que Marsella, pero también más elegante. Marsella se me había quedado grabada en la mente por sus tonalidades turquesa y amarillo girasol, mientras que las de París eran más perla y nácar. La ciudad tenía algo de funerario, con aquellos bulevares bordeados de plátanos desnudos y los adoquines brillantes y resbaladizos. De hecho, pasamos por delante de varias tiendas que vendían urnas, tumbas y ángeles de mármol; muchas más que las que había visto jamás en el sur. Pero no había venido a París a morirme, así que enseguida imágenes más optimistas de la ciudad captaron mi atención. Pasamos por delante de calles llenas de tiendas. Un tendero salió de su establecimiento y miró esperanzadamente arriba y abajo de la calle. Se sopló en el hueco de las manos y llamó la atención de un grupo de mujeres con bufandas y abrigos que pasaban por la acera. Ellas le devolvieron el saludo y se detuvieron para inspeccionar los puerros y las patatas. En la tienda contigua, una florista se afanaba en ordenar las flores del escaparate. Los jacintos y las campanillas tenían un aspecto tan vivo y apetecible como el de las zanahorias y las espinacas de la tienda vecina. Me encantó ver a ambos comerciantes concentrados en sus negocios cotidianos, eran como dos rayos de luz en un día nublado.
Mi alegría se duplicó cuando pasamos junto al suntuoso Louvre y, de nuevo, cuando minutos más tarde volvimos a cruzar las aguas pardas del Sena. La emoción me coloreó las mejillas. «Ya estoy aquí -pensé-, por fin estoy aquí».
Los parisinos se habían echado a la calle en la orilla izquierda. Hombres de dos en dos caminaban por las aceras ataviados con trajes azul marino y bufandas color beis, y sus lustrosos zapatos brillaban intensamente. Las mujeres llevaban abrigos con cinturones ajustados a las caderas, cuellos con solapa o encajes en las mangas con ribetes rusos. Yo pensaba que tenía un aspecto elegante con la falda plisada y el abrigo de lana de tía Yvette, pero en comparación con la gente del exterior, mi apariencia era tan monótona como la de una paloma entre pavos reales.
A pesar del frío, en la mesa de la terraza de un café se arremolinaba un grupo de hombres en torno a un brasero, paladeando sus cafés crèmes como si estuvieran bebiendo el coñac más exquisito. La manga vacía de uno de los hombres estaba abotonada a la altura del hombro, las muletas de otro se apoyaban contra su silla. Incluso al camarero que les atendía le faltaba una oreja. Había visto a muchos heridos de guerra en Marsella, pero en París vería a cientos más. A mí me hacían pensar en mi padre; para los demás eran un recordatorio de los horrores de la guerra en un país que deseaba olvidar.
– Rue Saint Dominique -anunció el taxista, aparcando frente a un edificio con enormes ventanas de marcos tallados y un tejado azul inclinado.
No le regateé el precio de la carrera, aunque era el doble de lo que yo había anticipado y, además, le di al taxista una buena propina. «Pronto estaré ganando mucho dinero», me dije para mis adentros mientras salía a la calle e inhalaba por primera vez el aire de París.
La puerta principal era de roble y tenía un aspecto tan macizo como el del ataúd de un presidente. No tenía ninguna aldaba ni campana, así que empujé la puerta con una mano y tiré de mi baúl con la otra. Mis ojos tardaron unos instantes en ajustarse a la penumbra del vestíbulo. En el extremo opuesto del portal estaba la portera, tricotando. A pesar del ruido que hice al arrastrar mi baúl y del golpe que dio la puerta al cerrarse, no levantó la vista de su labor.
– Pardon, madame -saludé mientras me alisaba la falda y el abrigo-. Estoy buscando a monsieur Etienne.
La mujer me dirigió una mirada por encima de sus gafas.
– Apartamento tres, quinto piso -murmuró, antes de concentrarse de nuevo en su labor.
Su contestación había sido tan breve -no me había dicho ni «mademoiselle» ni «bonjour»- que vacilé. Quería preguntarle si le importaba vigilar mi baúl para que no tuviera que arrastrarlo escaleras arriba.
– ¿Puedo dejar esto aquí? -le pregunté.
Esta vez ni siquiera interrumpió el movimiento de las agujas.
– Súbalo con usted -me respondió-. Esto no es un hotel.
Había un ascensor en el vestíbulo con un fragmento de alfombra roja en el suelo. Empujé la puerta metálica y me esforcé por mantenerla abierta mientras arrastraba el baúl tras de mí. Presioné el botón del quinto piso. No sucedió nada. Me daba pavor pedirle ayuda a la portera, así que le propiné al botón un fuerte codazo. El ascensor pegó una sacudida y yo perdí el equilibrio, me caí sobre el baúl y me hice una carrera en las medias. La cabina del ascensor se estremeció, traqueteó y se elevó bruscamente hasta el quinto piso, donde abrí la puerta y arrastré el baúl antes de que la máquina me atrapara de nuevo en su interior.
Solo había tres apartamentos en el piso, así que fue fácil encontrar el despacho de monsieur Etienne. Me quedé junto a la puerta durante unos instantes, estirándome las medias y arreglándome el pelo, antes de pulsar el botón del timbre. Me abrió la puerta una joven de cabello rubio alisado que llevaba un vestido de elegante tela estampada ribeteada con plumas de avestruz. Una fragancia de flor de azahar flotaba a su alrededor.
– Bonjour, mademoiselle -me saludó.
Aquella mujer era tan chic que supuse que debía de ser una de las clientas parisinas que en ese momento salía de la oficina de monsieur Etienne. Me sorprendió que se presentara como mademoiselle Franck, la secretaria de monsieur Etienne.
Me ayudó a introducir el baúl por la puerta y luego me condujo por un corto pasillo hasta la recepción. La estancia no era mucho mayor que el compartimento de un tren, pero estaba decorada con muy buen gusto gracias a dos sillas Luis XVI y cortinas azules con borlas doradas. Tomé asiento junto a la ventana y mademoiselle Franck me entregó un formulario antes de sentarse tras su escritorio, liando comenzó a escribir a máquina, estudié las preguntas. El formulario tenía un espacio para el color de pelo, las tallas de calzado ropa, y demás descripciones físicas; y otro espacio para otros detalles personales como si yo o mis parientes más cercanos padecíamos alguna enfermedad. Cada vez que mademoiselle Franck se detenía a leer lo que estaba mecanografiando, escuchaba la voz de monsieur Etienne que resonaba detrás de una puerta que supuse que conduciría a su despacho.
– Así es como funciona, Henri. Así es como funciona -estaba diciendo.
Rellené el formulario y esperé mientras mademoiselle Franck atendía una llamada telefónica del Scala sobre una audición.
– Sí, tenemos varios magos -dijo-. Puedo enviarle dos esta misma tarde, si lo desea.
Colgó el auricular y unos minutos después, el teléfono sonó de nuevo. Por el modo en el que se le arrebolaron las mejillas y el tono infantil que adquirió su voz, imaginé que aquella llamada no era únicamente profesional.
– Ah, ¿entonces traerás el escritorio esta tarde?, ¿ha quedado bonito? Se quedará encantado.
Estudié las fotografías autografiadas de mujeres ataviadas con plumas y lentejuelas que adornaban las paredes y comencé a sentirme aún más desgarbada. Me prometí a mí misma que en cuanto pudiera permitírmelo me compraría un vestido tan bonito como el de mademoiselle Franck.
Aproximadamente media hora más tarde, monsieur Etienne salió de su despacho. Le entregó una pila de carpetas a mademoiselle Franck y se percató de mi presencia. Me contempló durante un momento antes de dar una palmada y exclamar:
– ¡Ah, sí! La chica de Marsella. ¡Pase, pase!
Seguí a monsieur Etienne al interior de su despacho, que era aún más pequeño que la recepción y no tan elegante. Apartó un montón de papeles de una butaca de cuero y me indicó que me sentara, tomando asiento él a su vez tras un escritorio atestado de carpetas y fotografías. Tenía un aspecto menos imponente que la noche en la que entró en mi camerino de Le Chat Espiègle: llevaba un traje de chaqueta que le hacía parecer más un ocupado contable que un cazatalentos. No obstante, por la mirada de desconcierto que me había dirigido momentos antes en la recepción, probablemente él estaba pensando lo mismo sobre mí. Con aquella ropa, heredada de mi tía, seguramente no tenía el aspecto de una estrella en ciernes.
Monsieur Etienne encendió una lámpara y rebuscó en su escritorio, levantando papeles y revolviendo entre las carpetas. Llamó a mademoiselle Franck para decirle que no lograba encontrar mi ficha y ella le respondió que se encontraba junto al teléfono.
– ¡Ah! -exclamó, cogiendo una carpeta con mi nombre escrito en una esquina. La abrió, hojeó las dos o tres páginas que contenía y me entregó una copia del programa que me había preparado-. Aquí, esto es lo que tengo para usted durante este mes. No le cobraré nada hasta que consiga un contrato, excepto por las fotografías, y después de eso facturaré el veinte por ciento de lo que usted gane.
Miré de reojo el programa. Era una lista de audiciones en diferentes teatros de variedades y clubes nocturnos, junto a los papeles para los que me presentaría. Todos ellos eran puestos de corista o la última actuación de los clubes nocturnos, cuando la mayoría de los clientes ya se habían marchado a casa. Aquello me desalentó inmediatamente.
– Monsieur Etienne -comenté-. No me presento a ningún papel protagonista.
Se aclaró la garganta y volvió a tomar asiento.
– ¿Cuántos años tiene usted, mademoiselle Fleurier? ¿Dieciséis? -me preguntó mientras miraba la ficha que yo acababa de rellenar. Señaló mi fecha de nacimiento con la punta del dedo-. No, todavía tiene quince. Conseguirá papeles protagonistas, pero tendrá que trabajar duro para ello. No es como si hubiera estado actuando en el Alcazar o en el Odéon en Marsella. Si no llega a ser por las críticas de Le Petit Provençal, ni siquiera me habría molestado en ir a verla.
– No he venido a París para ser corista -repliqué, tratando de que no se me notara el temblor en la voz.
¿No era lo suficientemente buena como para presentarme a audiciones que no fueran de corista? ¿No había conseguido ya bastante con Sherezade?
Monsieur Etienne sonrió.
– Mademoiselle Fleurier, en París es mejor ser acomodadora en el Adriana o el Folies Bergère que protagonizar durante diez temporadas el espectáculo de un vodevil cualquiera de tercera clase. A diferencia de muchos hipócritas en esta ciudad, yo soy un agente honrado. No voy a decirle a una chica que se separe de su familia a menos que piense que tiene posibilidades. Pero para que esas posibilidades conviertan en una realidad es necesario trabajar duro y conseguir experiencia.
Estudié su rostro. Tenía un aspecto enjuto y adusto, pero parecía sincero. Percibí que me estaba diciendo la verdad.
Dando por hecho que ya había resuelto el asunto, monsieur Etienne cambió de tema.
– Tengo un apartamento en Montparnasse para usted. Otro de mis clientes que está de gira por Londres acaba de dejarlo libre. Es barato y podrá acudir en métro a todas sus audiciones. Podrá encontrar algo mejor en cuanto empiece a trabajar.
Se levantó, dando a entender que nuestra conversación había terminado, me estrechó la mano y me acompañó a la puerta.
– Indíquele a mademoiselle Franck cuándo puede acudir a hacerse las fotografías -me dijo.
El teléfono de su despacho sonó y se apresuró a cogerlo, saludándome con la mano antes de que mademoiselle Franck cerrara la puerta.
La secretaria abrió su agenda para concertar la cita con el fotógrafo y me escribió la dirección del estudio en una tarjeta.
– Este fotógrafo tiene muy buena reputación, así que no tendrá problemas -me explicó, entregándome la tarjeta. Después, mirando a sus espaldas a la puerta cerrada del despacho de monsieur Etienne, añadió-: Si él dice que tiene usted posibilidades, mademoiselle Fleurier, lo dice de corazón. Lo sé de buena tinta: monsieur Etienne es mi tío.
Me monté en un autobús abarrotado de gente para ir al Boulevard Raspad, la dirección en Montparnasse que monsieur Etienne me había dado. Por suerte, los parisinos eran muy galantes y me ayudaron a subir y bajar del autobús: primero, un hombre de mediana edad me subió el baúl por las escaleras del vehículo y, al final, un par de estudiantes de mejillas sonrosadas lo bajaron bruscamente cuando el autobús se aproximó a mi parada en la intersección entre el Boulevard Raspail y la Rue de Rennes.
– Mademoiselle, nosotros la ayudaremos -me dijeron, levantando el equipaje sobre los hombros e insistiendo en llevármelo hasta la reja de entrada del edificio.
– También podemos subírselo por las escaleras -me ofreció uno de los dos.
Su acompañante asintió con la cabeza, pero me dio demasiada vergüenza pedirles más ayuda, así que mentí y les dije que tenía un amigo en el edificio que me ayudaría.
– Bueno, pues entonces, adiós -me dijeron los estudiantes saludándome con la mano, dándose media vuelta hacia la calle-. ¡Buena suerte en París!
– Merci beaucoup! -les grité-. ¡Son ustedes muy amables!
La reja estaba abierta y se tambaleó sobre sus bisagras cuando la empujé para abrirla. Me limpié el óxido de las manos y arrastré el baúl tras de mí. Las sombras de los edificios circundantes caían sobre el patio, que estaba lleno de zapatos viejos y macetas rotas. Los parterres ajardinados eran una maraña de plantas mustias y enredaderas secas, tan estropeadas que no tenía ni idea de qué eran. Me tapé la nariz para no respirar el hedor a excrementos de perro y a alcantarilla. Sentí la tentación de dejar allí el baúl mientras buscaba la habitación, pero cambié de idea cuando vi los vidrios rotos de las ventanas y la ropa andrajosa colgada de las cuerdas de tender.
Los números de los cuartos estaban pintados con trazos torcidos en cada uno de los edificios que rodeaban el patio. Los apartamentos del siete al catorce se encontraban en la parte posterior. Crucé el paño y entré en el edificio por debajo de un arco. El vestíbulo apenas estaba iluminado y desprendía un olor aún más acre a excrementos de perro y a moho, junto con una penetrante peste a vino agrio. Inspeccioné el hueco de la escalera y me preparé para subir arrastrando el baúl por aquellos estrechos escalones, con la esperanza de que a nadie se le ocurriera bajar en ese momento. Alguien cantaba y me animó escuchar la sonoridad de aquella voz. Pero me abochorné al distinguir la letra de la canción:
Me gusta sentarme a la ventana día tras día
aquí en París, tan hermoso y alegre,
viendo a las chicas pasar por la calle.
Quiero darles un trato especial.
Venid aquí, hermosas,
y enseñadle a papá las tetitas…
La puerta del apartamento número nueve estaba medio podrida y le faltaban unas tiras de madera en la base. Me tanteé el bolsillo del abrigo en busca de la llave que monsieur Etienne me había entregado y abrí la cerradura. La puerta estaba atrancada, así que tuve que cargar mi peso contra ella para que se abriera, por lo que entré trastabillando en la habitación. Lo primero que vi fueron los excrementos de paloma resbalando por la ventana.
La habitación era al mismo tiempo mejor y peor de lo que me esperaba. Era mejor porque en comparación con la sombría habitación que ocupaba en Le Panier, esta contaba con dos grandes ventanales que la inundaban de luz; y era peor porque el frío se filtraba por las paredes. Deseaba tener un sitio acogedor en el que descansar, pero en el interior de aquella habitación hacía más frío que en la calle. Por lo menos, el hedor del patio no llegaba hasta allí; más bien, el aire estaba impregnado por el olor a agua estancada y a alcanfor.
Arrastré el baúl hasta la estructura de hierro de la cama, y la arenilla crujió bajo mis pies. La cama era el único mueble que había, además de un pequeño lavabo. Monsieur Etienne me había dicho que había un retrete en cada planta, pero que el edificio no tenía baño. Si quería bañarme, tendría que caminar tres manzanas hasta los baños públicos y pagar unos pocos francos para ponerme en remojo veinte minutos. Pero yo ya sabía que las mujeres parisinas eran famosas por salir de sus apartamentos limpias y perfectamente acicaladas tras lavarse con poco más que una manopla y un cubo de agua. Lo llamaban «bañarse por partes». Me parecía bien, pero ¿cómo podría calentar el agua? Había un largo conducto de calefacción que recorría la pared desde el techo hasta el suelo entre las dos ventanas. Lo toqué; estaba tibio. Me resigné a que aquella sería la única calefacción que tendría en la habitación y recé para que por las noches le subieran la temperatura.
Me tumbé en la cama, aunque no tenía colchón. Los muelles crujieron bajo mi peso. Me puse de lado y doblé las piernas. Solo llevaba unas horas en París y ya estaba agotada. Rasqué un pegote de polvo de la pared y lo solté en el aire. La mota de polvo giró durante un momento antes de flotar hasta el suelo. La soledad se apoderó de mí. Pensé en mi madre, en tía Yvette y en Bernard. Estaban a kilómetros de distancia de mí en aquellos momentos. Cerré los ojos, todavía sintiendo el movimiento del tren acunándome. Quería echarme solo unos minutos, pero acabé quedándome profundamente dormida.
Me levanté con un dolor agudo en el brazo derecho, donde había hecho presión contra los muelles de la cama. La temperatura de la habitación había descendido varios grados. Me froté los ojos, oscilé las piernas hasta el suelo y dejé escapar un gruñido. El sol se estaba poniendo por detrás de los tejados y las chimeneas. Contaba con haber podido limpiar la habitación y haber comprado un colchón, pero se me había hecho tarde. Mi estómago emitió un sonido de protesta. Decidí que lo mejor que podía hacer era ir a buscar algo de comer.
El tráfico que iba y venía por la calle me hizo recuperar la emoción de estar en París. Paseé por el Boulevard Raspail, aspirando el aroma de las castañas asadas que los castañeros ambulantes vendían en conos de papel. Me paré un momento frente a la estación de métro de Vavin, convencida de poder notar el traqueteo de los trenes que pasaban bajo tierra, antes de encaminarme hasta el Boulevard du Montparnasse, donde los cafés estaban repletos y los clientes se desperdigaban por las terrazas, calentándose con braseros. En el cruce resonaban sus conversaciones y el tintineo de sus copas de vino. Cuando pasé por delante del Café Dome, percibí el olorcillo de mejillones cocidos y mantequilla fundida. Por el aspecto distinguido de los clientes, di por hecho que no podría permitirme tomar allí ni siquiera un café crème.
Seguí andando tranquilamente, con las manos metidas en los bolsillos e imaginándome vívidamente una sopa de calabaza acompañada de media jarra de vino tinto para reactivarme la circulación. La boca se me hizo agua ante la anticipación de la dulzura granulada de i a calabaza, cuando me encontré frente a un café con un menú barato en el ventanal. El interior estaba lleno hasta los topes de estudiantes, que pedían a voz en grito bebidas y raciones de patatas fritas. El aire era caliente, pero no hubiera sabido decir si se debía a la calefacción o a todos aquellos cuerpos que atestaban la sala. Había un montón de boinas y abrigos de lana en las perchas junto a la puerta. Me desabroché el abrigo, pero decidí no quitármelo hasta que no hubiera entrado en calor.
Un camarero con aspecto español me mostró una mesa en la esquina, cerca del puesto de periódicos y revistas. No había sopa de calabaza en el menú, pero me sugirió que pidiera la de cebolla en su lugar y que probara el pâté con el pan. Acepté su consejo y miré a mi alrededor. El piso inferior del café estaba compuesto por una barra de zinc, banquetas y unas pocas mesas. El nivel intermedio tenía mesas corridas y bancos. Estiré el cuello para ver hasta dónde llegaba la segunda planta y me sorprendió descubrir allí un grupo de estudiantes acurrucados con libros y cuadernos de notas extendidos frente a ellos. Me pregunté si podrían concentrarse con todo el ruido de la multitud del primer piso. Quizá se alojaban en edificios tan fríos como el mío y les resultaba más fácil estudiar en un café ruidoso que temblando en el silencio de sus habitaciones.
Llegó mi comida. Aunque tenía mucha hambre, comí despacio, dejando que la calidez de la sopa me llegara hasta los dedos de las manos y de los pies. Me quedé en el café todo el tiempo que pude prolongar la comida, temiendo el momento en el que tuviera que salir de nuevo al aire helador. Había gente abriéndose paso a empujones por la puerta y algunos clientes llegaron a tomar asiento en las escaleras. Pero incluso después de rebañar el plato hasta dejarlo reluciente el camarero no me pidió que cediera la mesa. Decidí que había llegado la hora de marcharse cuando un grupo de tres chicos se sentaron en la mesa contigua y comenzaron a echar miraditas en mi dirección. Puede que yo fuera joven, pero también demasiado seria como para pensar en romances. Tenía otras ideas más importantes en la cabeza.
Mi primera audición era para formar parte del coro del Folies Bergère. Me pasé la mañana repasando una canción de Sherezade y leyendo Le Fígaro. La audición era para el espectáculo de la siguiente temporada: Coeurs en Folie: Corazones a lo loco, en el que iban a actuar las bailarinas de cancán del grupo de John Tiller Girls con trajes del diseñador ruso Erté.
Le Fígaro aseguraba que la cantidad de tela utilizada en el espectáculo se podía extender entre París y Lyon, y que el propietario del teatro, Paul Derval, eran tan supersticioso que los títulos de todos los espectáculos debían contener trece letras. Dejé el periódico a un lado y conté las letras de mi nombre. Catorce. Me pregunté, mientras crecía la ansiedad en mi interior, si aplicaría la misma regla para las coristas.
Me tomé mi tiempo para comprender el funcionamiento del métro. Me llevó varios minutos armarme de valor para aventurarme escaleras abajo hacia la oscuridad de la estación. Finalmente, me uní a la cola de un grupo de estudiantes y les seguí. Compré el billete en la taquilla y me encontré a mí misma en medio de una multitud que me empujaba hacia las profundidades de un túnel. En el andén estudié el mapa y me desconcertó la amalgama de líneas de colores que se entrecruzaban y terminaban en alejados suburbios. Una anciana me explicó que tenía que hacer transbordo en Châtelet para llegar a Cadet.
Contemplé fijamente la negrura del túnel hasta que dos luces como los orificios incandescentes de la nariz de un remoto dragón rompieron la oscuridad y un tren entró traqueteando junto al andén. Me empujaron hacia el interior del vagón y tomé asiento tan cerca como pude de la puerta, aterrorizada por la idea de pasarme de parada y acabar perdida en el laberinto de túneles. Las puertas se cerraron con un estruendo, repiqueteó una campana y el tren arrancó. En otras circunstancias, habría disfrutado de mi primer viaje en aquel métro tan moderno, pero me sentía demasiado preocupada por la audición. En cada parada se subía todavía más gente y finalmente tuve que estirar el cuello para leer los nombres de las estaciones por encima del mar de cabezas y brazos. «Saint Germain des Près. Saint Michel. ¡Châtelet!»
Seguí al gentío fuera del tren y de algún modo logré encontrar el andén de los trenes que se dirigían al norte. El siguiente vagón estaba tan atestado como el primero y esta vez no pude sentarme. Me abrí el cuello del abrigo: con todos aquellos cuerpos pegados unos contra otros, el vagón echaba humo. Pero apenas había espacio para moverse y no hubiera podido quitarme el abrigo ni aunque lo hubiera intentado. Puede que el métro fuera moderno, pero me parecía una manera antinatural de viajar: dar bandazos a ciegas por un túnel me hacía perder por completo el sentido de la orientación. El tren se detuvo en una parada y vi el cartel que ponía Cadet. Me abrí paso hasta la puerta, agradecida de que alguien delante de mí ya la hubiera abierto. De haber sido por mí, me habría quedado pasmada ante las puertas hasta que el tren hubiera vuelto a arrancar, porque no me había dado cuenta de que, aunque se cerraban automáticamente, había que levantar el pestillo para abrirlas.
Emergí de la estación a la luz de la tarde con tanto alivio como un animal escapando de una trampa. La destartalada combinación de cafés, carnicerías, tiendas de ultramarinos y de baratijas, de restaurantes y de bares estaba menos planificada que en Montparnasse. Abrí el bolso para consultar la dirección del Folies Bergère. Aún desorientada por el viaje en métro, eché a andar en la dirección opuesta a la que en realidad debería haber tomado.
Admiré las casas rosas y verdes cubiertas de sencilla hiedra. Aquella zona podría haber tenido el ambiente de una aldea de no ser por los sórdidos tipejos que apestaban a bebida y a cigarrillos merodeando por los soportales. Cuando llegué al transitado Boulevard de Rochechouart, me di cuenta de que me había perdido. Un policía me dio indicaciones para volver a la Rue Richer. Me crucé con varios artistas callejeros por el camino, entre ellos un contorsionista indio que se enredaba sobre sí mismo encima de una alfombrilla para entretener a los clientes de un café cercano. Aunque logró doblar ambas piernas por detrás de la cabeza, escuché sus articulaciones crujiendo y sentí un estremecimiento. Hacía demasiado frío como para realizar aquellas hazañas de flexibilidad.
Llegué a la Rue Richer e inspiré profundamente junto al exterior de las puertas de cristal del Folies Bergère, deslumbrada por la lujosa alfombra, el revestimiento de madera de las paredes y las relucientes lámparas de araña. Un portero con galones dorados en los hombros me informó de que los artistas que se presentaban a la audición tenían que utilizar la puerta lateral en la Rue Saulnier.
Doblé la esquina y se me paró el corazón durante un instante. Había alrededor de cincuenta mujeres pululando junto a la puerta de artistas. La dirección del teatro solo buscaba a tres coristas para sustituir a otras que no habían renovado su contrato tras el espectáculo anterior. ¿Por qué había tantas participantes en la audición? Algunas de las mujeres habían trabado conversación, pero la mayoría estaban sentadas en las escaleras o de pie, solas, repasando la letra de sus canciones, fumando o con la mirada perdida. Me incliné contra una farola y me replanteé mi táctica para la audición. Sabía que conseguir un papel para el coro de uno de los teatros de variedades más prestigiosos del mundo no iba a ser fácil, pero no esperaba que fuera a haber tanta competencia. Había acabado subiéndome al escenario de Le Chat Espiègle por accidente, e incluso entonces conocía de antemano al empresario teatral y a la mayoría de los integrantes del reparto. En París, parecía que iba a tener que trabajar duro y aceptar las cosas sin paños calientes. Mientras me recuperaba de la sorpresa, una chica rubia con ojos dorados miró en mi dirección y bostezó. Estudié a las mujeres que me rodeaban. La mayoría eran rubias y casi todas lucían modernos cortes de pelo. Había pocas chicas muy altas y, claramente, ninguna de ellas tan morena como yo.
Al cabo de un rato, una mujer de mirada seria apareció en el umbral de la puerta.
– Bonjour, señoritas -saludó, dando una palmada-. Desnudos a la izquierda. Coristas a la derecha.
Junto con las otras chicas, le presté atención rápidamente. Nos dividimos lentamente en dos filas. Me alivió ver que la chica de ojos dorados se ponía en la fila de los desnudos, pero aún había otras dieciocho aspirantes para el papel de corista.
– He oído que Raoul nos acompañará durante el baile -comentó una chica de acento ruso a su acompañante francesa-. Es estricto, pero amable.
Su comentario me hizo sentir aún más sola e inexperta. ¿Era la única que no sabía qué sucedía en una verdadera audición?
Después de entregar nuestras partituras, la mujer nos condujo a una estancia para que nos pusiéramos la ropa de ensayo. A medida que nos desvestíamos y volaban por los aires las medias, las camisolas y blusas, el aire se tiñó de un fétido olor a sudor nervioso. Me temblaron los dedos cuando me até las zapatillas de baile, pero me recordé a mí misma que las audiciones formaban parte del camino para convertirse en una verdadera artista.
– Vamos, dense prisa, por aquí -nos urgió la mujer cuando vio que estábamos listas.
Nos apremió para que entráramos en una sala de ensayos con una desgastada tarima y las paredes cubiertas de espejos. Un hombre vestido con mallas y camiseta se encontraba al frente de la habitación, con los brazos cruzados al pecho. La mujer tomó asiento al piano. Cuando todas hubimos entrado en la habitación, el hombre cerró la puerta.
– Me llamo Raoul -anunció con una voz chillona que no casaba con un hombre tan musculoso-. Y quiero que se organicen ustedes en parejas para la parte de baile. Realizarán la audición de dos en dos. Eso agilizará las cosas.
Hicimos lo que nos había indicado. Sabiendo que si me unía a una chica bajita lo único que lograría sería exagerar mi estatura, me emparejé con una muchacha de piernas largas cuyo elegante pelo corto le tapaba la mitad de la cara.
Raoul avanzó a grandes zancadas hasta el centro del grupo.
– A continuación, les mostraré la variación solo dos veces -advirtió, levantando dos dedos de la mano-. Esto forma parte también de su audición, porque si no pueden aprenderse los pasos rápidamente, no hay lugar para ustedes en el Folies Bergère, ¿entendido?
Las pocas caras que habían mostrado una sonrisa hasta ese momento adquirieron la misma expresión alicaída que el resto del grupo. El corazón me latía en el pecho tan fuerte que pensé que no lograría escuchar nada de lo que Raoul dijera. Ejecutó un rápido paso cruzado, que probablemente era la única cosa útil que yo había logrado aprender de madame Baroux, con pose egipcia de brazos y varias patadas al aire como remate. Me sorprendí a mí misma, porque logré memorizar aquellos pasos más rápido que las demás, incluida mi compañera, que arrastraba los pies convirtiendo sus movimientos en un vaivén tembloroso. Me hubiera encantado enseñarle a hacerlo correctamente, pero no teníamos permitido hablar entre nosotras. Por suerte para ella, nos dieron otros diez minutos para practicar por nuestra cuenta, al final de los cuales la mayoría de las chicas habían logrado aprenderse la variación.
Después de practicar el baile, nos llevaron a una sala en la que habían encendido las luces de emergencia del escenario y había un hombre sentado al piano, seleccionando la música de una lista de nombres. Raoul nos condujo a los bastidores y nos indicó que no hiciéramos ruido. A medida que desfilábamos frente a la primera fila, percibí a dos hombres sentados allí y asumí que eran monsieur Derval, el propietario, y monsieur Lemarchand, el productor. Verles allí no calmó mis nervios precisamente. Ambos hombres iban impecablemente vestidos: monsieur Derval llevaba una chaqueta negra con pantalones de raya diplomática y monsieur Lemarchand tenía el aspecto del típico sibarita con un traje cruzado y un pañuelo en el bolsillo de la solapa.
Sentí lástima por las dos chicas a las que llamaron en primer lugar. La primera era una muchacha escultural con el pelo rubio rojizo, que incongruentemente se había emparejado con una mujer bajita y pelirroja que llevaba una escasa camisola. Espié entre los cortinajes para ver la reacción de los jueces. Después de que Raoul presentara a las chicas y monsieur Lemarchand anotara sus nombres, el pianista empezó a tocar la melodía. La chica alta era una bailarina innata: su cuerpo se mecía al son de la música. Su sonrisa no resultaba forzada, pero yo estaba convencida de que no podía estar pasándoselo demasiado bien, dadas las características de aquella audición. Su compañera también era buena bailarina, pero su estilo resultaba más atrevido. Añadía giros de cadera donde no había y levantaba las piernas siempre un poco más de lo que dictaría el recato. Monsieur Derval se dio cuenta, pero la expresión de su rostro no revelaba ni alegría ni disgusto. Monsieur Lemarchand mantenía la mirada fija sobre la otra chica.
Terminaron el baile con una elegante pose final, pero justo antes de quedarse en ella la chica alta se resbaló y casi se cayó del escenario. Recuperó rápidamente el equilibrio, pero no la compostura. A su acompañante la despidieron con un: «Gracias, eso será todo, mademoiselle Duhamel», pero a la chica alta le pidieron que cantara su canción. A pesar de tener la oportunidad de continuar, no logró rehacerse del resbalón. Su voz era buena, pero se le movían los párpados como si tuviera algo metido entre las pestañas y no miraba a los dos hombres. Una muchacha que estaba a mi lado sonrió. Se alegró de que la chica alta estuviera pasando un mal trago, pero a mí me puso nerviosa. Yo actuaba mejor cuando la gente que tenía a mi alrededor daba lo mejor de sí misma.
– Ha sido bonito, pero no para este espectáculo -comentó monsieur Lemarchand.
La chica les dio las gracias a los dos hombres y abandonó el escenario. Sentí como le temblaban las piernas cuando me rozó al salir. Tuve ganas de vomitar.
La siguiente pareja lo hizo mejor. Terminaron el baile con un toque realmente profesional, posando con los vientres cóncavos y las puntas de los pies estiradas, con una mano en la cadera y la otra elevada hacia el techo en una refinada pose final. A monsieur Derval le encantaron. Cuando terminaron sus canciones, les pidieron que se quedaran. Las dos chicas siguientes también eran buenas bailarinas, pero una de ellas estaba dotada de una belleza clásica y una radiante sonrisa, mientras que la otra tenía unas piernas gruesas. La segunda chica era mucho mejor bailarina: se movía al son de la música, mientras que la primera levantaba las piernas de forma mecánica. Sin embargo, le pidieron a la chica más bonita que se quedara y descartaron a la otra.
Se me subió el corazón a la garganta cuando pronunciaron mi nombre. Mi compañera y yo ocupamos nuestro lugar en el escenario, pero el pianista no empezó a tocar porque monsieur Derval y monsieur Lemarchand estaban discutiendo con las cabezas juntas. Nos quedamos allí de pie, con la sonrisa congelada en el rostro y los brazos suspendidos en el aire. La habitación empezó a darme vueltas y los focos me quemaron los ojos. Pensé que, si no me movía pronto, acabaría por desmayarme.
Monsieur Derval le susurró algo a Raoul, que asintió y se volvió hacia nosotras.
– Como la parte cantada es la que está causando más problemas, hemos decidido cambiar el orden. Haremos las canciones primero y el baile después -explicó.
Le hizo un gesto a mi compañera para que avanzara al frente del escenario y ejecutara su canción. Hice todos los esfuerzos que pude por mantenerme inmóvil. Su voz era tan aguda que sonaba infantil, pero en lugar de sentirse horrorizado por aquel ruido ensordecedor, monsieur Derval parecía encantado con ella. Le pidieron a la chica que esperara para realizar el baile.
«Bueno, pues ya está», me dije a mí misma cuando me pidieron que avanzara. Traté de recordar la sensación que había experimentado la última noche que canté en Le Chat Espiègle. Por suerte, proyecté la voz con seguridad y con tanta vitalidad que resonó por toda la sala. Me esforcé por mirar a mi alrededor como si estuviera cantando para un público real y especialmente a los dos hombres. Monsieur Lemarchand me devolvió la sonrisa, pero monsieur Derval no me miraba, sino que estaba concentrado en quitarse un hilo suelto de la manga. Aunque solo nos exigían que cantáramos unos pocos compases para la primera ronda, ninguno de los dos me interrumpió, así que continué cantando el estribillo. Monsieur Derval acabó por levantar lamano únicamente cuando la primera estrofa volvió a repetirse.
– Gracias, mademoiselle Fleurier -me dijo Raoul-. Vuelva al fondo del escenario y la veremos bailar.
Estaba nerviosa por haber cantado, pero me concentré en el baile junto con mi compañera. No tendríamos por qué habernos molestado: monsieur Lemarchand y monsieur Derval no nos estaban mirando. Estaban discutiendo sobre algo, inclinados sobre los respaldos de sus butacas para que no se les oyera, pero escenificaban su conflicto con una serie de gestos de las manos y sacudidas de cabeza. Siguieron discutiendo incluso después de que mi compañera y yo adoptáramos nuestra pose final. Monsieur Lemarchand miró hacia donde yo me encontraba y comprendí que estaban hablando de mí. Mi compañera y yo no tuvimos más remedio que quedarnos congeladas en la misma postura. Raoul se cruzó de brazos y se paseó arriba y abajo por el escenario delante de nosotras, tratando de distraer la atención de la discusión, pero llegaron a mis oídos algunas de las frases que pronunciaron.
Monsieur Lemarchand dijo:
– Es encantadora. Diferente. ¡Vaya voz!
A lo que monsieur Derval le respondió:
– No es lo bastante bonita para el Folies Bergère.
La discusión llegó a su fin y monsieur Derval se volvió hacia nosotras y sonrió.
– Gracias, mademoiselle Fleurier, eso será todo -dijo.
«¡No es lo bastante bonita para el Folies Bergère!» Las voces de los pasajeros del métro sonaban apagadas mientras yo repasaba la audición una y otra vez en mi cabeza, convirtiéndola en una catástrofe mayor de lo que en realidad había sido. Las chicas en mallas se convirtieron en chillonas rayas rosas y negras; la música del piano sonaba metálica y distorsionada; Raoul se convirtió en un gigante al acecho; y los rostros de messieurs Derval y Lemarchand se fundieron en uno solo, con una boca grotesca que me gritaba: «¡No eres lo bastante bonita!».
Tosí y miré por la ventana la oscuridad que pasaba a toda velocidad. ¿No me había advertido tía Augustine de que yo no tenía la apariencia física de Camille, mucho más acorde al teatro de variedades? Un espasmo de hambre se me agarró al vientre y pensé en la gélida habitación que me esperaba en Montparnasse. Después, me imaginé a mi madre y a Bernard sentados a la mesa de la cocina en la finca. A tía Yvette asando patatas al fuego. La luz de las llamas parpadeó en las paredes y se reflejó en las copas de vino sobre la mesa. ¿No sería más fácil regresar?
Me encogí de hombros y deseché aquel pensamiento. Claro que sería más fácil regresar y rodearme de gente que me quería, dormir en una cama caliente y tener el estómago lleno. Pero la chica que se contentaba con pasear por las colinas de Pays de Sault y con soñar con la cosecha de lavanda ya no existía. Yo quería subirme al escenario.
Cuando llegué a Châtelet para hacer el transbordo, ya estaba completamente rendida por mis pensamientos dramáticos y me había convertido en un dechado de estoicismo. Decidí que tenía que olvidarme de la audición del Folies Bergère. ¿No había fracasado en la audición de Le Chat Espiègle y finalmente había conseguido el papel? ¿Y no había elogiado mi voz monsieur Lemarchand, uno de los directores artísticos más grandes de París?
El tren en dirección a Vavin entró en la estación. «Además -pensé mientras tomaba asiento en el vagón intermedio-, no quiero ser un mero pájaro emplumado correteando por el escenario, independientemente de lo prestigioso que monsieur Etienne piense que es». Abrí el bolso y saqué el programa de audiciones. La próxima era al día siguiente por la noche en un club nocturno de Pigalle.
«¡Esta vez sí!», me dije a mí misma, mirando el número de cantantes que había en el espectáculo. Solo eran tres, no dieciséis. ¡Prácticamente era un papel de solista!
A la noche siguiente, me marché a la audición de muy buen humor. Me había pasado la mañana frotando las paredes y el suelo de mi habitación. Después cogí el métro a Ménilmontant para comprar sábanas en un mercado y un fino colchón de algodón sobre el que pondría un segundo colchón cuando tuviera más dinero. Descansé por la tarde, preparándome para la audición y repasando las baladas que había elegido de Sherezade. Pensé que en un local más pequeño preferirían una actuación más intimista.
Eran casi las diez en punto cuando salí del métro en Pigalle. Me asombró ver de qué forma cambiaba por la noche el ambiente de la ciudad en el barrio de ocio de la orilla izquierda. Por las decrépitas callejuelas resonaba una animada música: acordeones, violines y guitarras; voces de sopranos y contraltos; canciones en francés y en inglés. La música atronaba desde los cafés y retumbaba desde los clubes. Los extranjeros abarrotaban las calles: escandinavos, alemanes y británicos. Pero más que todos ellos juntos, había estadounidenses. Un hombre, demasiado joven para el bastón sobre el que se apoyaba, estaba hablando con un grupo de hombres y mujeres ataviados con traje de noche. Comenzaba todas sus frases con una palabra parecida a yawl, mientras que ellos terminaban todas con otra parecida a schure.
«Yawl. Schure», repetí para mis adentros mientras caminaba por el Boulevard de Clichy. Había meretrices por todas partes luciendo ceñidas faldas a pesar del frío. Pasé por delante de un bar con un cartel, «Café des Americains», sobre la puerta. La gente se sentaba en los alféizares y salía a tropel por la puerta. La música resonaba por las ventanas. Me sorprendió la energía y dinamismo de aquella melodía: un piano, una batería, una trompeta y un trombón. Sonaba como una banda de música, pero con menos orden. El cantante comenzó a cantar: «Boo-boobly-boo-boo». No hubiera sabido decir si estaba cantando en un idioma extranjero o simplemente emitiendo sonidos sin sentido, pero me gustaba cómo entonaba la voz y después volvía a cantar la nota más aguda.
El club nocturno que yo estaba buscando se encontraba fuera de la calle principal, por una callejuela que apestaba a orina de gato. Me costó trabajo localizar la puerta, pero cuando lo hice me di cuenta de que no tenía pomo. Llamé y esperé. No sucedió nada. Me pregunté si habría otra entrada desde la calle principal. Lo comprobé, pero no había. Volví a la puerta y esta vez la golpeé con el puño cerrado. Tras un minuto, se abrió y me encontré cara a cara con una mujer con el cabello peinado en un moño en lo alto de la cabeza y una barbilla que se hundía hacia el cuello.
– Estoy aquí para la audición -le dije.
La mujer señaló con el dedo pulgar por encima del hombro. Una nube de tabaco hizo que me escocieran los ojos y tardé unos segundos en detectar las sucias paredes pardas y las botellas alineadas en el mostrador. El club estaba lleno de hombres, solos o en pequeños grupos, apiñados sobre sus bebidas o juegos de cartas. Uno de ellos miró por encima del hombro y me frunció el ceño. Me volví y me encontré frente a lo que adiviné que era el escenario del local: unas cuantas tablas que se sostenían sobre un par de caballetes de aspecto frágil. La hondonada que había en el medio no me inspiraba ninguna confianza.
– ¡Eh, René! -gritó la mujer a un hombre que estaba limpiando vasos tras la barra-. Tu artista está aquí.
El hombre abrió la barra sobre sus goznes y se aproximó hacia nosotras. Hice lo posible por no quedarme mirándole la barriga, que tensaba los botones de su camisa.
– En el sótano -susurró, echándome un aliento avinagrado en la cara-, la audición es allí.
Señaló un tramo de escaleras que descendía hacia una habitación poco iluminada. Si no hubiera estado tan desesperada por conseguir empleo y no me hubiera sentido tan desorientada en París, habría sentido el impulso de marcharme de allí en ese mismo instante. En su lugar, bajé a tientas las escaleras, presionando las manos contra las húmedas paredes. Cuando alcancé el último escalón, vi que toda la habitación tenía barriles alineados a ambos lados. Pensé que había bajado por unas escaleras equivocadas y entonces escuché una voz de hombre a mis espaldas.
– Ah, estás aquí.
Me volví. Sentado a un piano de pared había un anciano, tan polvoriento como el resto de la estancia.
– Deirdre se unirá a nosotros pronto -me dijo, mostrando una sonrisa llena de manchas-. Tú eres la única que se presenta esta noche.
El traslúcido rostro del hombre y sus labios exangües le daban un aspecto irreal: era como un fantasma encerrado en el sótano con su piano. De no ser por el sonido de una mesa cayéndose al suelo y por las voces ce los hombres peleándose en el piso de arriba, que me hicieron volver a _a realidad, no creo que hubiera sido capaz de pronunciar palabra.
– Tengo partituras -le dije, entregándole mis canciones.
Cogió las páginas que le di y las hojeó. Las estaba mirando al revés, pero aquello no pareció importarle.
– Merde! -Escuché el grito del propietario del local gritando en í¿ piso de arriba.
– Muy bonito -comentó el anciano, devolviéndome las partituras-. Pero aquí tenemos nuestras propias canciones. Te cantaré la canción y luego la cantas tú, ¿vale?
Asentí.
El hombre mantuvo los dedos suspendidos sobre las teclas del piano durante un minuto antes de empezar a tocar. El piano estaba desafinado.
El rabo de mi perrito se menea,
tra la la la.
Mi casera me da la lata,
tra la la la.
Ahí está, la Torre Eiffel,
tra la la la.
Ah, París, ¿no es espectacular?
El hombre levantó las manos del teclado.
– ¿Crees que puedes cantarla? -me preguntó, limpiándose la baba de la comisura de la boca-. Vamos a intentarlo. Canta conmigo.
Tocó la melodía otra vez. La canté con él lo mejor que pude mientras me retorcía las manos a la espalda. El desconcierto se reflejaba en el titubeo de mi voz.
– Bonito. Muy bonito -dijo el anciano, sonriendo-. Pero ¿qué te parece si lo haces un poco más alegre? A nuestros clientes les gusta divertirse.
Alguien hizo pedazos una botella en el piso de arriba. Algo pesado cayó al suelo. Se oyeron pisadas en las escaleras. Unos segundos después, la mujer del moño, que asumí que era Deirdre, entró en el sótano.
– ¿Ya está lista? -preguntó.
El anciano asintió.
– Tiene una voz muy bonita. Muy dulce.
Deirdre echó la cabeza hacia atrás y me fulminó con la mirada.
– ¿Vas a llevar eso puesto?
Me llevé la mano al vestido que Camille me había regalado.
– Sí -tartamudeé, estupefacta al descubrir el disgusto con el que contemplaba mi mejor vestido. Era más bonito que el blusón que ella llevaba.
Se metió la mano en la manga y se sacó una tarjeta.
– Si consigues el trabajo, tendrás que ponerte un vestido negro. Aquí está el nombre de nuestro modisto.
Cogí la tarjeta y asentí. Carecía de experiencia como para conocer el chanchullo que se traían entre manos los cafés conciertos de dudosa reputación. Obligaban a las artistas ingenuas con aspiraciones a comprar trajes de modistos que le entregaban al dueño del café una comisión por compra.
– ¿Te sabes nuestra canción? -me preguntó Deirdre.
El anciano dejó escapar una risa espeluznante.
– Sí que se la sabe. Lo bastante bien.
– Pues vamos entonces -dijo Deirdre, haciéndome un gesto para que la siguiera-. Si pasas la audición, podrás quedarte con las propinas que hagas esta noche. Recuerda, solo cuando yo abandone el escenario tú o una de las otras chicas subís. Yo soy la estrella.
– ¿Las otras chicas? -pregunté mientras seguía al enorme trasero de Deirdre escaleras arriba. Había pensado que el club solo tenía tres cantantes.
Deirdre se volvió cuando llegamos al final de las escaleras.
– Si las chicas están ocupadas hablando con los clientes, te subes al escenario y cantas. Y si no, las dejas a ellas, que llegaron antes que tú. ¿Lo captas?
Asentí, aunque no estaba segura de haberlo «captado». Me latía el corazón con tanta violencia que me dieron ganas de vomitar. Caí en la cuenta de que mi audición tendría lugar delante del público.
Deirdre señaló cuatro banquetas que habían colocado sobre el escenario y me indicó que me sentara en una a la izquierda. Hice lo que me dijo, y deslicé el bolso y el abrigo debajo del asiento. Miré al público. Entre los hombres había ahora mujeres que observaban los juegos de cartas o tomaban a sorbos sus bebidas. El hedor a cuerpos sin lavar y a ropa rancia era sofocante. Un hombre con una cicatriz que le recorría todo el lateral de la cara le chilló al camarero para que le llevara una bebida. Cuando se la sirvieron, centró su atención en mí, recorriéndome con la mirada desde los pies hasta el pecho. Contemplé el cuadro de un cerdo que colgaba en la pared posterior para tratar de evitar su mirada. Por suerte para mí, dos chicas más se subieron al escenario y tomaron asiento en las banquetas a mi lado y el hombre de la cicatriz pasó a fijarse en ellas. Una de las chicas tenía el pelo castaño y granos en la barbilla. Sus ojos estaban hinchados, como si hubiera estado llorando. La otra tenía el pelo teñido de rubio y unas cejas negras le resaltaban sobre la frente. El anciano fantasmal salió del sótano y se sentó al piano junto al escenario. Pasó los dedos por las teclas. Por suerte, aquel instrumento sí estaba afinado.
Deirdre se remangó la falda y bamboleó sus enormes pechos. Se me cayó el alma a los pies en cuanto entonó la primera nota. Su voz era un cruce entre la de un papagayo y la de una cabra, y durante la mayor parte de la canción se adelantó un par de compases a la música del piano. Mientras, sacudía las piernas y meneaba las caderas. Nadie le prestaba demasiada atención, excepto el hombre de la cicatriz en la cara, que continuaba lanzando miradas lascivas.
Estalló una discusión en una de las mesas. Un hombre con una mancha en la pechera de la camisa se giró y le gritó a Deirdre:
– ¡Cállate, vaca gorda! ¡Por tu culpa no me entero del juego!
Otro hombre que estaba sentado a una mesa cerca del escenario le escupió un hueso de aceituna a Deirdre. No le dio a ella, pero me rebotó a mí en la barbilla. Me limpié la cara, incapaz de ocultar mi repugnancia. Pero si a Deirdre le preocupaba la falta de respeto que le dedicaban los parroquianos por su papel de estrella del espectáculo, no lo demostró. Continuó cantando tres canciones más, incluida una estridente versión de Valencia, en la que también interpretó una especie de baile de meneos que me recordó a una paloma picoteando la comida del suelo. Después, hizo una reverencia y se bajó del escenario.
Agradecí que las otras chicas aún estuvieran sentadas en las banquetas. La de pelo castaño se levantó y cantó Mon Paris con una voz gutural que no era demasiado mala, excepto porque no lograba sostener el tono. Aquello mantuvo contentos a los tahúres, mientras que el resto del público la ignoraba o le gritaba: «¡Canta más alto!». Incluso el hombre de la cicatriz en la cara dejó de prestarle atención para fijarse en una prostituta callejera de hombros anchos. La chica acabó su canción y se bajó del escenario, sentándose al lado del hombre que había escupido el hueso de aceituna. Él sonrió abiertamente, mostrando un hueco en donde debería haber tenido los incisivos, y le pasó el brazo por los hombros como alguien que estuviera tratando de sujetarle la cabeza a un perro rabioso.
Me volví hacia el escenario y me di cuenta de que la rubia no estaba allí -se había sentado en el regazo de uno de los jugadores de cartas- y de que el pianista me estaba haciendo gestos con la cabeza. Me bajé de la banqueta y me acerqué a la parte delantera del escenario. Me alisé el vestido y me aclaré la garganta. «El rabo de mi perrito se menea, tra la la la.» Estaba tan aterrorizada que se me entumecieron las piernas y los brazos, y canté toda la canción sin moverme del sitio. Pero no me importaba fracasar en esa audición; lo único que quería era marcharme de aquel lugar con vida.
Cuando llegué al final del número, intenté regresar a mi banqueta, pero el pianista volvió a tocar la melodía otra vez y no tuve más opción que cantarla de nuevo. Para mi desgracia, todos los que no estaban jugando a las cartas se callaron y se volvieron a escucharme. «Ahí está, la Torre Eiffel, tra la la la.» Mi voz sonaba como si no fuese mía porque estaba distorsionada por los nervios. Pero en comparación con las otras chicas, no cabía duda de que era buena. El hombre de la cicatriz en la cara aplaudió.
– ¡Cántala otra vez! -me gritó.
Una mesa de gente que estaba compartiendo una botella de vino se unió al aplauso. Uno de los hombres dio un paso adelante y echó unas monedas en el bote que había sobre el piano. El resto de los hombres de su mesa hicieron otro tanto. René levantó la vista de la barra y guiñó un ojo. El pianista me susurró:
– Les gustas. Eres realmente buena.
Durante un momento, todo pareció ir bien. No quería volver a poner un pie en aquel antro, pero esa noche al menos ganaría dinero como para comprarme un vestido nuevo o una alfombra para el suelo. Canté otra vez la cancioncilla, pero esta vez con más atrevimiento, y elevé la voz para que sonara por toda la estancia.
Un hombre con la nariz rota que estaba jugando a las cartas se volvió y gritó:
– ¿Alguien puede hacer que esa puta se calle? ¡No puedo pensar!
– ¡Eso! -dijo su acompañante femenina arrastrando las palabras-. ¡Apesta!
– ¡No tanto como tú, zorra! -le gritó el hombre de la cicatriz en la cara-. ¡Tú sí que apestas a pescado podrido!
Algunos integrantes del público se echaron a reír. El hombre de la nariz rota corrió hacia la barra y agarró al de la cicatriz por el cuello. Pero su víctima era demasiado rápida: antes de que el de la nariz rota pudiera estrangularlo, el de la cicatriz le propinó un puñetazo en el estómago. Después de ese, vinieron más golpes. Los amigos del de la nariz corrieron en su ayuda. El propietario retiró las botellas del mostrador justo a tiempo. Los jugadores de cartas cogieron al hombre de la cicatriz y lo lanzaron por encima de la barra contra el espejo. Sus acólitos respondieron cogiendo sillas y estampándolas en las espaldas de los tahúres.
El pianista me sonrió y continuó tocando mi canción. Me quedé en la parte delantera del escenario por miedo a moverme. Algo puntiagudo me pinchó en el estómago. Miré hacia abajo. El hombre que había escupido el hueso de aceituna me estaba apretando una navaja contra las costillas. Tenía los ojos inyectados en sangre. Miré fijamente su boca cavernosa y sus labios de color rojo rubí. Estaba segura de que me iba a matar sin ninguna otra razón que por entretenerse un rato.
– Vete de aquí, puta -me dijo-. Graznas como un pájaro moribundo y no le gustas a nadie.
Proferí un chillido y traté de bajarme del escenario, pero mis pies no se movían del sitio. El hombre asestó una puñalada imaginaria con la navaja y aquel gesto me impulsó a moverme. Cogí el bolso y el abrigo, salté al suelo y corrí entre la multitud, esquivando las botellas y sillas que volaban por los aires. Salí corriendo por la puerta y continué por el bulevar, casi derribando a la gente, aterrorizada por escapar de allí. Solo me paré a recuperar el aliento una vez que hube alcanzado las intensas luces de la estación de métro.
De vuelta en mi glacial apartamento en Montparnasse, me tiré sobre la cama, me cubrí la cabeza con la almohada y me eché a llorar.
A la mañana siguiente, los acontecimientos de la noche anterior comenzaron a parecer una especie de sueño trastornado. Me imaginaba ante mí una sucesión de rostros grotescos con cicatrices, narices rotas, dentaduras melladas y gruesas papadas, y todavía sentía la afilada navaja presionando contra mi piel. ¿Realmente había ocurrido algo de todo aquello? Me resultaba difícil creer que un agente serio pudiera enviar a nadie a un local así, de tan dudosa reputación, por eso fui caminando hasta la Rue Saint Dominique con la intención de hacérselo saber a monsieur Etienne.
Para mi sorpresa, fue el propio monsieur Etienne, y no mademoiselle Franck, el que contestó a mi impaciente llamada al timbre.
– Bueno, ¿qué es lo que ocurre? -me preguntó, haciéndome pasar a la recepción-. Algo ha sucedido. Lo sé por la expresión de su rostro. Y además, no acudió usted a la audición de ayer por la noche.
– ¡Claro que fui!
Monsieur Etienne arqueó las cejas y me hizo un gesto para que tomara asiento.
– ¿Qué sucede, mademoiselle Fleurier? -me preguntó, cruzándose de brazos-. No se presentó usted a la audición en el Café des Singes ayer por la noche, y yo ya le había hablado de usted a la encargada. Me llamó esta mañana para preguntarme por qué no había aparecido usted.
– ¡Pero si estuve allí! -insistí.
Le describí mi audición, incluyendo las banquetas y que solo nos iban a pagar mediante las propinas. Monsieur Etienne palideció cuando le conté que me habían amenazado con una navaja en las costillas.
– Nunca había oído una cosa semejante -exclamó, mirándome como si estuviera tratando de averiguar si estaba loca-. Nunca enviaría a una dienta mía a un sitio como ese.
Lo interrumpió el sonido de la llave en la cerradura. Mademoiselle Franck entró tranquilamente en la habitación con una pila de correspondencia bajo el brazo. Estaba aún más chic que la primera vez que la había visto: llevaba un vestido de georgette con zapatos de piel de cocodrilo.
– ¿Qué sucede? -preguntó, mirándonos alternativamente a monsieur Etienne y a mí.
Monsieur Etienne repitió lo que yo le había contado sobre la audición de la noche anterior y ella se quedó con la boca abierta.
– Pero, mademoiselle Fleurier -me dijo, haciendo un gesto con la mano, provocando que su fragancia de flor de azahar flotara por el aire-, el lugar que usted describe no se parece en nada al Café des Singes. Monsieur Etienne y yo conocemos a la encargada desde hace años. Regenta un establecimiento con mucha clase. Por eso pensamos que, con su voz, tendría posibilidades allí.
– ¿Encargada? -repetí-. El club nocturno en donde estuve ayer por la noche tenía un encargado y un pianista. A menos que, por supuesto, se esté usted refiriendo a Deirdre.
– ¿Deirdre? -Mademoiselle Franck frunció el entrecejo y se volvió hacia monsieur Etienne-. El nombre de la encargada es madame Baquet.
Rebusqué en mi bolso y saqué el programa de audiciones.
– Miren, aquí es donde fui anoche a las diez en punto. El encargado era un hombre. Se llamaba René.
Mademoiselle Franck me cogió el papel de las manos.
– ¿El número doce? -murmuró, corriendo a su escritorio y consultando su tarjetero.
Encontró lo que estaba buscando y profirió un grito mientras sus mejillas se teñían de carmesí.
– Mais non! -exclamó, levantando en el aire una tarjeta-. El número de la calle del Café des Singes es el veintiuno. Las cifras estaban al revés. ¡Ha sido un error tipográfico!
– El número veintiuno está al otro extremo del Boulevard de Clichy -aclaró monsieur Etienne, pasándose la mano por la frente-. Parece que el sitio al que usted fue era un café concierto.
Nos quedamos allí, los tres, mirándonos unos a otros. El rostro de mademoiselle Franck se ruborizó aún más, incluso se le coloreó el dorso de las manos. Pensé en el pianista fantasmal, en Deirdre llamándose a sí misma «estrella», en la horrorosa clientela y en los ojos enloquecidos del psicópata que me amenazó con la navaja. Allí no era donde tendría que haber estado. Seguramente había hecho la audición de una cantante que no llegó a presentarse. La coincidencia era tan horrible que resultaba graciosa: me eché a reír y no pude parar. Por un momento, mis preocupaciones por el dinero y el frío me parecieron absurdas. Traté de decir algo, pero monsieur Etienne tenía pintada una expresión tan perpleja en el rostro que me hizo doblarme de la risa.
– Ah -resopló monsieur Etienne, estirándose la chaqueta y tratando de restablecer el decoro-, mademoiselle Fleurier ojalá todo el mundo se tomara los errores con tanta afabilidad como usted. -Amagó una sonrisa-. No tengo ni idea de qué decir o de cómo disculparme. ¿Quizá podríamos mi sobrina y yo compensarla invitándola a comer?
Monsieur Etienne y mademoiselle Franck vivían en un apartamento dos edificios más abajo en la Rue Saint Dominique. La sirvienta nos recibió en la puerta.
– Tenemos una invitada para comer, Lucie -le anunció monsieur Etienne-. Espero que esto no le suponga un problema…
La sirvienta negó con la cabeza y alargó la mano para recoger nuestros abrigos y bufandas. Era joven, quizá solo tenía diecinueve años, pero sus codos estaban llenos de bultos y lucía un vientre rechoncho propio de una matrona.
Igual que la recepción de su despacho, el apartamento de monsieur Etienne era elegante pero de tamaño reducido. Nos lavamos las manos por turnos en un baño que era de las dimensiones de un armario, con la grifería de color malva y el papel de las paredes estampado con jacintos. Después pasamos por una sala, donde me miré un momento en un espejo y me desesperó ver lo despeinado que tenía el cabello a causa del viento, y finalmente llegamos al salón, donde las cortinas suavizaban la vista de una pared llena de tuberías.
– Hace calor aquí dentro -comentó monsieur Etienne abriendo la ventana, que emitió un crujido.
Con la estufa, la chimenea y el humeante festín que nos había preparado Lucie en la mesa, hacía bochorno dentro de la habitación, pero a mí me gustaba así. Era la primera vez en varios días que sentía que entraba realmente en calor.
Monsieur Etienne nos indicó que nos sentáramos mientras Lucie nos servía la sopa de una sopera. Había un cuadro detrás de él que me llamó la atención porque no casaba con la decoración formal del resto del apartamento. Representaba a un grupo de parroquianos saliendo del Moulin Rouge. Las líneas no eran rectas, los rostros estaban exagerados y los colores no eran realistas. Entonces no sabía lo bastante de pintura como para comprender demasiado sobre las dimensiones y la perspectiva, pero las personas de aquel cuadro parecían estar en movimiento. Casi podía oírlas charlar sobre el espectáculo que acababan de presenciar. Monsieur Etienne se dio cuenta de que lo estaba mirando.
– Ese es uno de los de Odette -explicó, señalando a mademoiselle Franck-. Sus padres viven en Saint Germain en Laye, que está demasiado lejos como para que acuda todos los días a sus clases de pintura, así que se queda aquí conmigo y me ayuda en el despacho.
– Me gusta -afirmé.
– Le he dicho a Odette que tiene que hablar con un marchante de arte que conozco -dijo monsieur Etienne-. Tiene talento.
Mademoiselle Franck se comió una cucharada de sopa.
– No me importa que mis cuadros no se expongan en galerías -comentó-. Lo único que me gusta es pintarlos.
– La ambición de mi sobrina es casarse -puntualizó monsieur Etienne, con un suspiro.
– Y la de mi tío es impedirlo -replicó mademoiselle Franck.
Ambos se rieron alegremente del otro.
El plato principal era pollo asado. La fragancia ambarina de la salsa de mantequilla se me fundió en la boca. Aquella era mi primera verdadera comida en París.
– ¿Qué pasó en el Folies Bergère? -me preguntó monsieur Etienne cuando Lucie retiró los platos-. Sé que no consiguió usted el papel, pero ¿cómo fue la audición?
Le conté que monsieur Derval había dicho que yo no era lo bastante bonita para el Folies Bergère.
Monsieur Etienne encendió un cigarrillo y se recostó en su asiento.
– No -repuso, tras pensarlo durante un momento-. Usted es una hermosa muchacha con una bonita figura. A monsieur Derval no le entusiasman los estereotipos y usted tiene el toque exótico que le suele gustar incluir entre sus rubias y pelirrojas. Creo que esta vez su decisión ha tenido más que ver con que el espectáculo presentará a coristas inglesas con un aspecto muy particular. La enviaremos a las audiciones del próximo espectáculo y veremos qué pasa. Mientras tanto, tenemos que encontrarle un trabajo, ¿no es así?
– Creo que el Café des Singes será el sitio perfecto para usted -me dijo mademoiselle Franck, pasándome la crema para el café-. Le gustará madame Baquet. A todo el mundo le gusta.
– Está buscando a alguien que pueda cantar en el turno de las dos de la mañana un par de veces por semana -me explicó monsieur Etienne-. Con eso pagará usted el alquiler y podrá mantener ese trabajo incluso cuando consiga algo en el teatro. Muchas chicas lo hacen y ganan mucho dinero. Desgraciadamente, se lo gastan igual de deprisa.
Mademoiselle Franck puso los ojos en blanco.
– Mi tío siempre les dice a sus clientes que tienen que ahorrar un tercio de lo que ganen. A mí me hace lo mismo. Solo que yo no llego a ver ese tercio antes de que él lo ingrese en un banco en Suiza.
Monsieur Etienne se encogió de hombros.
– Si es inteligente, usted hará lo mismo, mademoiselle Fleurier. La juventud, la belleza y la popularidad no duran para siempre. He visto demasiadas buenas mujeres utilizadas por los hombres y maltratadas por la vida acabando sus días en hoteles de mala muerte.
Recordé la primera vez que había visto a monsieur Etienne en mi camerino de Marsella. Entonces me había intimidado, pero ahora me di cuenta de que la opinión que me había formado sobre él no era correcta. Sentado en su comedor no resultaba tan imponente ni arrogante. Mademoiselle Franck tenía suerte de ser su sobrina, pues tenía todo lo que un buen tío debía tener: era sofisticado, sensato y amable.
– ¿Qué tiene pensado cantar para su audición? -me preguntó monsieur Etienne.
Le hablé sobre las baladas de Sherezade y él negó con la cabeza.
– Eso es demasiado teatral para madame Baquet. Querrá algo más personal. ¿Qué más tiene?
Le expliqué que no tenía partituras. Me preguntó cómo había conseguido el papel de Sherezade y cuando le expliqué la historia de Zephora, abrió los ojos como platos por el asombro.
– No me había dado cuenta de que no tenía usted experiencia en audiciones. Odette y yo la acompañaremos a la audición en el Café des Singes cuando volvamos a fijarla. Mientras tanto, ella puede llevarla a comprar partituras. No se preocupe por el dinero. Podemos arreglarlo más tarde, cuando empiece a trabajar.
Comprendí que monsieur Etienne no entablaba amistad con todos sus clientes, era demasiado profesional para eso. Y aun así, cuando me sonrió y me estrechó la mano antes de que mademoiselle Franck y yo nos dirigiéramos a la puerta, noté que sí nos habíamos hecho amigos.
Mademoiselle Franck me llevó a una tienda de música en la Rue de l'Odéon. Compramos dos canciones populares a tres francos cada una, un par de canciones que se cantaban típicamente en los clubes y una de la cesta de descuentos en la parte trasera de la tienda. Hojeé las páginas amarillentas. La canción se titulaba: Es a él a quien amo.
– Puede arreglarla usted como quiera y darle su toque personal -me explicó mademoiselle Franck, entregándole las partituras al dependiente y abriendo su monedero.
Miré la letra de la canción.
Es a él a quien amo,
aunque está lejos.
Es a él a quien amo,
pero debería vivir al día
Había asimilado con mucha facilidad los superficiales números de Sherezade, pero me preguntaba si iba a ser capaz de cantar convincentemente sobre corazones rotos cuando nunca me había enamorado ni desenamorado.
– ¿Cómo de rápido cree usted que puede aprendérselas? -me preguntó mademoiselle Franck cuando salimos a la calle.
– Puedo aprenderme las letras hoy mismo -le respondí-, pero ¿cómo me las voy a apañar con la melodía? No sé leer música.
– La mayoría de nuestros cantantes no saben -replicó mademoiselle Franck, ajustándose la bufanda y poniéndose los guantes-. En el apartamento debajo del nuestro vive un profesor de piano. No nos quejamos por el ruido que hacen sus estudiantes y a cambio él les hace descuento a nuestros clientes para sesiones de práctica. Le reservaré una cita con él si lo desea.
Mademoiselle Franck sugirió que nos tomáramos un chocolate caliente en el café contiguo a la tienda de música. El establecimiento estaba abarrotado de gente y tuvimos que abrirnos paso entre piernas y codos para llegar hasta una mesa cerca del mostrador. Me fijé en el modo en el que los hombres miraban a mademoiselle Franck: no era la manera lujuriosa en la que observaban a Camille, sino que le dirigían miradas de admiración. Era muy bonita a la vista, su manera de andar era bonita, su voz era bonita… Estar con ella me daba ganas de ser bonita yo también.
Aquel café era un lugar modesto, con paredes blancas y suelos pulidos. Los únicos elementos decorativos eran las ornamentadas cúpulas de cristal que cubrían los pasteles y dos lámparas de araña de bronce que colgaban del techo.
– Ambas tienen diferentes diseños grabados en el cristal -observó mademoiselle Franck, mirando con ojos entrecerrados los cristales esmerilados de las lámparas-. La que tenemos encima tiene un dibujo de olivos y la otra es de guirnaldas.
– Tiene usted razón -asentí, impresionada por su ojo para el detalle. Yo no habría notado la diferencia si ella no me lo hubiera indicado.
Pensé en la canción que habíamos comprado. «Es a él a quien amo, aunque está lejos. Es a él a quien amo, pero debería vivir al día.»
– ¿Ha estado usted enamorada alguna vez, mademoiselle Franck? -le pregunté.
Se ruborizó.
– Ahora lo estoy -me respondió, presionando las palmas de las manos contra sus mejillas para enfriarlas-. Se llama Joseph. Trabaja en una tienda de muebles de lujo. Antigüedades, maderas raras, ese tipo de cosas.
Pensé en la conversación telefónica que había escuchado el primer día que estuve en el despacho y le sonreí.
– O sea, que él también tiene cualidades artísticas, como usted, ¿no?
Mademoiselle Franck bajó la mirada, amagando una sonrisa.
– A ambos nos gustan las cosas hermosas, aunque Joseph no tiene dinero. Dice que debemos esperar hasta que abra su propio negocio antes de que podamos casarnos. -Levantó la mirada, frunciendo el ceño con expresión preocupada-. Por eso debe prometerme que no se lo contará a mi tío, mademoiselle Fleurier -me dijo, cogiéndome de la mano-. Joseph es un buen muchacho judío y no hay razones para que mi tío no lo apruebe. Pero a veces se comporta como un esnob y Joseph no es ningún intelectual. Tenemos que esperar hasta que llegue el momento oportuno, o si no mi tío pondrá a mis padres en nuestra contra.
«Esto debe de ser amor verdadero -pensé-: Cuando eres capaz de percibir los defectos de la otra persona, pero la quieres de todas maneras». Yo a mi vez también le apreté la mano.
– No lo mencionaré mientras usted no lo haga -le prometí.
El camarero anotó nuestro pedido y unos minutos más tarde volvió con nuestros chocolates calientes. Aspiré el aroma almendrado que ascendía flotando desde la cremosa superficie y sorbí el líquido aterciopelado con tanto placer como un gato lamiendo un platillo de leche.
– Estoy segura de que lo hará usted muy bien en el Café des Singes -me aseguró mademoiselle Franck, removiendo su chocolate-. Mi tío suele tener buen criterio sobre las posibilidades de triunfo de sus clientes. Le juro que lo hace todo por intuición más que por lógica, aunque él le dirá lo contrario. Él siempre dice que independientemente de lo brillante que alguien parezca ser en la superficie o de lo buena que sea su voz, en el fondo tienen que ser trabajadores y tomarse las cosas con seriedad. En todo caso, así es como la describió a usted.
Sonreí. Nunca me habían descrito como «trabajadora y seria» cuando vivía en la finca. Quizá por fin había encontrado mi vocación.
– El público del Café des Singes es sofisticado -continuó mademoiselle Franck-. Algunos franceses y muchos extranjeros. Pero no turistas. La mayoría son escritores estadounidenses, fotógrafos alemanes y pintores rusos. Esperarán mucho de usted, pero le darán su apoyo a cambio.
Le expliqué que solo había conocido dos tipos de público: los pertenecientes a la alborotadora clase trabajadora marsellesa y el público que había tenido la desgracia de padecer durante la audición de la noche anterior.
– No estoy segura de ser lo bastante refinada como para el Café des Singes -le confesé.
– ¡Oh, pues claro que lo es! -replicó mademoiselle Franck, dejando sobre la mesa el vaso-. Mucho más de lo que usted piensa. Pero me gustaría hacerle una sugerencia, si no le importa.
– No me importa en absoluto -le aseguré.
– Tiene usted unos ojos y unos pómulos preciosos, pero su belleza queda reducida por culpa de su peinado. Creo que debería llevar el pelo corto. Sería mucho más chic y a madame Baquet le encantaría.
No podía pasar por alto un consejo de belleza de alguien tan elegante como mademoiselle Franck.
– Sí, debería -le dije-, pero no tengo aquí a nadie que me lo corte. Mi madre solía arreglarme el pelo en casa.
Mademoiselle Franck negó con la cabeza.
– Tiene usted que acudir a una peluquería profesional. No querrá acabar pareciendo un muchacho. Puedo llevarla a mi salón de belleza, si lo desea. Podemos ir ahora mismo.
Cogimos el métro en Tuileries y, aunque el aire que soplaba era glacial, caminamos por la Place Vendôme porque mademoiselle Franck insistió en que debía verla. La enorme plaza estaba rodeada de edificios con frontones y columnas clásicos. Mademoiselle Franck me dijo las marcas de los automóviles aparcados alrededor de la Columna Vendôme en el centro de la plaza:
– Ese es un Rolls-Royce, ese, un Voisin, y ese otro es un Bugatti. -Después me cogió del brazo y señaló el escaparate de una joyería-. ¡Mire eso! -exclamó.
Casi se me salieron los ojos de las órbitas cuando vi el busto de terciopelo engalanado con diamantes: ¡diamantes de verdad! Diminutos focos se reflejaban en un espejo detrás del busto y aumentaban el efecto ilusorio de las joyas. Junto a la joyería había un modisto. Los maniquíes del escaparate llevaban puestos vestidos de crêpe de Chine con mangas ajustadas y botones dorados.
– Ese de ahí es el hotel Ritz -me explicó mademoiselle Franck, señalando un suntuoso edificio a la izquierda de la plaza.
La opulencia de todo lo que me rodeaba me produjo pánico.
– Mademoiselle Franck, no creo que pueda permitirme un corte de pelo en su peluquería.
– Por favor, llámame Odette -me respondió, entrelazando su brazo con el mío y tirando de mí-. Yo invito al corte de pelo. Quería que vieras Vendôme porque aquí es donde comprarás cuando seas rica y famosa. Cuando actúes en el Casino de París, podrás devolverme el favor.
El salón de belleza de madame Chardin estaba en la Rue Vivienne. Aunque no era la Place Vendôme, solo con ver los adornos dorados y el mostrador de recepción de mármol comprendí por qué monsieur Etienne retenía un tercio del sueldo de Odette. Las dientas no estaban agrupadas, como los hombres en las barberías. Cada mujer se ubicaba en un cubículo individual creado con pantallas de seda japonesa. Alcancé a ver a una dienta con un perro pequinés sobre el regazo y la cabeza llena de rulos. En el cubículo contiguo una chica vestida con un uniforme blanco le estaba haciendo un peinado ahuecado alto a otra mujer.
– ¡Bonjour, mademoiselle Franck! -saludó una mujer que llevaba un vestido marrón con un broche de perlas con forma de pavo real.
Caminó lentamente por el suelo embaldosado y saludó a Odette besándola en las mejillas. La mujer tenía cerca de cuarenta años con el cabello castaño liso dividido por una raya desde la frente y la longitud de su melena aumentaba gradualmente desde la nuca hasta la barbilla.
– Bonjour, madame Chardin -le contestó Odette-. Quiero que haga usted algo maravilloso con el pelo de mi amiga.
Madame Chardin me contempló fijamente. Al lado de Odette, yo debía de tener un aspecto lamentable con mi vestido provinciano y mi abrigo desgastado, pero madame Chardin tuvo la consideración de no demostrarlo.
– Por supuesto -dijo, dando una palmada-. Lo puedo hacer yo misma porque en este momento estoy libre.
Madame Chardin nos condujo hasta un cubículo en el extremo final del salón. Se puso una bata blanca de peluquera y colocó varias botellas y peines en una bandeja. La contemplé con curiosidad. La mayoría de las mujeres de su edad empezaban a adquirir aspecto de matronas, pero gracias a su estilizada figura y su actitud efervescente, madame Chardin mantenía un aire juvenil. Odette tomó asiento mientras madame Chardin me colocaba en una banqueta. Cogió un peine y lo introdujo en mi cabello enredado. En lugar de sorprenderse porque fuera ingobernable, madame Chardin pareció sentir una emoción creciente con cada mechón que me desenredaba. Probablemente no se le solían presentar desafíos como este muy a menudo. Yo debía de ser para madame Chardin lo que África representaba para un explorador.
Cuando terminó de peinarme, me echó el pelo hacia atrás, dejándome la cara despejada, y trazó una silueta en el espejo con el dedo.
– Buenos pómulos -murmuró-. Una boca bonita y una mandíbula fuerte. No nos interesa algo demasiado corto. Lo que necesita es un leve flequillo y algunos rizos para enmarcar el rostro.
– ¡Exacto! -animó Odette, inclinándose hacia delante en su asiento y estrechándose las rodillas.
Madame Chardin seleccionó unas tijeras y cortó mechones de aproximadamente veinticinco centímetros de longitud, echándolos en una cesta a sus pies. Tragué saliva al darme cuenta de lo que me estaba sucediendo. Ni siquiera recordaba haber llevado el pelo corto nunca. Si aquel estilo resultaba ser un desastre, no tenía idea de cuánto tardaría en volver a crecerme.
– Tienes un color intenso -comentó madame Chardin-. Mi marido tuvo una vez un caballo de carreras que…
Tintineó la campanilla del mostrador de recepción y una voz retumbó por todo el establecimiento.
– ¿Puede alguien ocuparse de mi pelo? Tengo prisa.
Nos volvimos para ver a una muchacha que estaba junto al mostrador de recepción. Llevaba un sombrero cloché, un vestido malva con enormes flores tropicales bordadas en él y unos zapatos brocados. Una de las ayudantes de madame Chardin saludó a la mujer y la condujo a un cubículo.
Madame Chardin continuó cortándome el pelo, pero se inclinó hacia nosotras para susurrarnos:
– Me gustan esas chicas estadounidenses. Siempre dicen lo que piensan y se divierten mucho. Pero, oh la la!, ¡no tienen ni la menor idea de cómo vestir!
– Tantos colores sobre una muchacha tan corpulenta no resultan favorecedores -asintió Odette.
– Esperemos que nadie la confunda con un sofá -dijo madame Chardin y guiñó un ojo-. Bueno, yo no aprendí a vestir correctamente hasta que me casé.
– Cuéntele a Simone la historia de mademoiselle Chanel -le instó Odette.
Madame Chardin estiró mi cabello entre sus dedos.
– Cuando mi marido y yo nos mudamos de Biarritz para abrir mi salón aquí, me ponían nerviosa las mujeres parisinas y estaba desesperada por agradarles. Una de mis primeras dientas fue mademoiselle Chanel, la couturière cuya boutique está a la vuelta de la esquina en la Rue Cambon. Fue una de las primeras mujeres que se arregló el pelo para llevarlo corto y acudió a mi salón porque sus dientas de Biarritz le habían dicho que yo era buena.
»Un día, llegó con un humor de perros porque había discutido con unas de sus compradoras. No le gustó el cubículo en el que la emplacé, se quejó de que mis manos estaban demasiado frías, de que la silla estaba demasiado baja y de que le hacía daño en la espalda. Mientras ella se encontraba en el secador, tuve que escabullirme y beber un sorbo de fine á l'eau para lograr que mis manos dejaran de temblar. Cuando volví, estaba despotricando sobre lo horrorosas que eran las estadounidenses vistiéndose y sobre que no se les podía enseñar nada. "Nosotros somos el país de la circunspección -se quejó-. Y ellos exageran en exceso".
»Aquel día, al saber que vendría mademoiselle Chanel, me había puesto mi mejor vestido y creía que tenía un aspecto tres chic. No me puse la bata de peluquera, como normalmente hago, porque quería impresionarla. Con el mal humor que tenía, no se dio cuenta de nada, así que traté de seguirle la corriente y le pregunté: "¿Y cómo vestiría usted a las estadounidenses, mademoiselle Chanel?".
»Se puso en pie de un salto y me quitó las tijeras de las manos, con los ojos echándole chispas. Durante un terrorífico momento pensé que había perdido la cabeza y que me iba a cortar el pescuezo. Dirigió las tijeras hacia mí y le pegó un tijeretazo a los adornos del cuello de mi vestido. Después, antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba haciendo, cortó el encaje de la cintura y los volantes de las mangas. Lo único que me dejó fue el ramillete de gardenias que llevaba en la solapa. Me había arruinado un vestido de cuatro mil francos.
»"Ya está -dijo, haciendo caso omiso de las lágrimas en mis ojos-. Quite siempre de en medio, redúzcalo todo. ¡No añada! Las estadounidenses siempre llevan demasiado de todo".
– ¡Pero qué espanto! -exclamé, incapaz de imaginarme qué aspecto tendría un vestido de cuatro mil francos-. ¡Qué mujer más horrorosa! ¿Le pidió usted que le pagara el vestido?
– Ma chérie -respondió madame Chardin, echándose a reír-, aquella fue la mejor lección que me dieron en mi vida. Los complementos no deben tener otro propósito que resaltar la sencillez.
Miré fijamente a madame Chardin. Estaba hablando un idioma que yo no entendía.
– Yo pensaba que los complementos eran para hacer que las cosas fueran bonitas.
– Mire esto -dijo madame Chardin, dando un paso atrás y abriéndose la bata para mostrarnos su vestido y su elaborado broche-: El corte tiene que ser simple y perfecto. Después se elige algún complemento de manera que destaque, como un diamante o un trozo de terciopelo. Las estadounidenses nunca se deciden entre un par de zapatos rojos, un collar de perlas africanas o una pulsera de jade…, ¡sino que se lo ponen todo junto! Sin embargo, para tener estilo, hay que saber dónde parar. Elija un complemento, ¡solo uno! Ese es el secreto para tener un aspecto chic.
Cuando madame Chardin terminó de cortarme el pelo, calentó un rizador e hizo ondas en los bucles que me salieron a los lados y en las puntas. Contemplé mi reflejo, incapaz de asimilar la transformación. Me sentía aturdida, pero satisfecha. Me imaginé a mí misma bebiendo café crème en la Rotonde. Podía ir a cualquier sitio de París con un peinado así.
– ¡Dios mío! -exclamó Odette-. ¡Estás despampanante! ¡Espera a que te vea mi tío!
En el exterior, el cielo se había encapotado y estaba empezando a caer aguanieve.
– Cogeremos un taxi -dijo Odette, haciendo un gesto con la mano para llamar a uno.
El coche se detuvo y me subí a él después de Odette.
– A las Galerías Lafayette -le dijo Odette al conductor.
– ¿Por qué vamos a las Galerías Lafayette? -le pregunté.
Odette puso los ojos en blanco.
– A buscar el vestido nuevo que necesitas para que vaya a juego con tu peinado.
Si algo quedó claro aquel día fue que Odette y yo éramos tal para cual en cuanto a la falta de sentido práctico. Yo vivía en una habitación sin calefacción y con un fino colchón. Necesitaba una alfombra en el suelo y cortinas en las ventanas para evitar que entrara si frío exterior o pronto me moriría de una pulmonía. Pero, en lugar de eso, pagué todo el dinero que tenía por un vestido negro, sabiendo que si se lo hubiera enseñado a mi madre y a tía Yvette habrían contemplado su corte recto, el cuello de pico, el terciopelo de las mangas y la elegante tela de crêpe de Chine y me habrían preguntado: «¿De quién es el funeral?».
La entrada del Café des Singes era una puerta a nivel del sótano bajo una tienda de camas. Presioné el timbre y esperé a que me respondieran, mirándome el pelo en el reflejo de la placa de cobre. Nadie respondió, así que llamé al timbre de nuevo. Como seguían sin abrirme, giré el pomo de la puerta y me sorprendió comprobar que estaba abierto.
– ¿Hola? -exclamé, empujando la puerta y mirando hacia la oscuridad.
Vacilé junto a la maceta de una palmera y arrugué la nariz: el aire estaba congestionado por un deje de olor a tabaco, menta y anisete. El único foco de luz natural provenía de unos paneles esmerilados a cada lado de la puerta, y el decorado del club de moqueta marrón, sillas de cuero y paredes de planchas de madera conspiraba para absorber la poca iluminación que los paneles de cristal proporcionaban. El club era lo que se denominaba una boîte de nuit: tenía una barra sin banquetas arrinconada en una zona y un espejo recorría la pared de detrás de la barra. En la esquina opuesta a la puerta estaba la plataforma del escenario y un piano. Dispersas frente a ella había un par de mesas para grupos de seis y una docena de mesas para dos. Más allá de las mesas vi una puerta giratoria que supuse que conducía a la cocina. Hablé en aquella dirección:
– ¿Hola?
Había un cartel que informaba a los clientes de que, aunque se pudiera consumir comida y bebida durante las actuaciones, solo se admitían pedidos durante los descansos entre números. Claramente, aquel era un club en el que se respetaba a los músicos. Me pasé la lengua por los labios, contenta y nerviosa a la vez. Monsieur Etienne debía de estar tomándome muy en serio para sugerir que hiciera una audición allí. Esperaba no decepcionarle.
Había un menú sobre una mesa. Le eché un vistazo. «Cassoulet: 15 francos.» Me quedé boquiabierta. Yo había pagado tres francos por una comida completa con pan, cassoulet de cordero y vino en el café para estudiantes. Me alisé el vestido, contenta de que Odette me hubiera hecho comprarlo, y me estremecí al pensar que podría haber acudido con mi viejo vestido a un lugar en el que la gente pagaba quince francos por un solo plato.
Examiné el menú otra vez: «Pâté de foie gras truffé: 25 francos; coq au riesling: 20 francos». Mi estómago emitió un gruñido. Abrí la solapa y vi que había otro menú en el interior. «Menú Américain. Asado de ternera: 15 francos; pollo frito: 16 francos.»
Una voz de mujer bramó en la oscuridad:
– ¿Tienes hambre?
Levanté la vista. La mujer se encontraba junto a la puerta de la cocina, ataviada con una larga falda de tubo adornada con lentejuelas. Se mantenía plantada en el suelo sobre unas piernas firmes, con tacones tan altos como largos eran sus pies. Llevaba el cabello rojizo corto a la altura de unos marcados pómulos y remataba el peinado con una cinta del pelo adornada con cuentas.
– Sí. Quiero decir… ¡No! -tartamudeé, dejando caer el menú.
La mujer me dedicó una sonrisa ladeada.
– Pronto te alimentaremos -me aseguró, con un tono socarrón pero bienintencionado-. Cuando Eugene termine de atiborrarse en la cocina, escucharemos tu canción.
Por su risa áspera y su presencia imponente, supe que tenía que ser madame Baquet. Me dijo que me quitara el abrigo y me sentara en una mesa. Se sentó al lado contrario y la silla crujió bajo su peso.
– ¿Has visto algo que te guste? -me preguntó, señalando el menú.
Aunque era la carta más lujosa que había visto en mi vida, me pudieron los nervios. Lo único que acerté a decirle fue que una tortita estaría bien.
Echó la cabeza hacia atrás y emitió una carcajada que resonó por toda la habitación.
– Tendríamos que ir al otro lado de la calle para conseguir una de esas. ¿Cuántos años tienes? Eres más joven de lo que yo pensaba.
Por un segundo consideré la posibilidad de mentir, pero me lo pensé mejor. Madame Baquet era demasiado perspicaz para eso. Decirle la verdad era lo más adecuado.
– Tengo casi dieciséis -respondí.
– Un bebé, justo lo que yo pensaba. -Emitió con la lengua un sonido parecido a una risa ahogada-. Ha pasado mucho tiempo desde que yo tuve tu edad. Y aun así, monsieur Etienne dice que eres excepcional, y si alguien sabe lo que significa esa palabra está claro que es él.
De la cocina surgió un estruendo de sartenes cayéndose al suelo. Madame Baquet se giró sobre sí misma y gritó:
– ¡Eugene! ¿Vienes ya o solo estás destrozando el establecimiento?
– ¡Ya voy! -contestó una voz de hombre desde detrás de la puerta giratoria.
Sonó el timbre y madame Baquet se levantó para abrir la puerta. Sentí alivio al ver a monsieur Etienne y a Odette, que esperaban en el rellano.
– Bonjour! -les saludó madame Baquet-. Justo estaba charlando con su cantante. Eugene está esforzándose por provocarse una indigestión en la cocina, pero saldrá en un minuto.
Poco después de que monsieur Etienne y Odette me saludaran, la puerta de la cocina se abrió bruscamente sobre sus goznes y un hombre negro entró a toda prisa en la estancia mientras se limpiaba la boca con una servilleta. La arrojó sobre una de las mesas.
– ¡Hola! -saludó, alargando una mano pegajosa y cogiéndome la mía-. Qué señorita tan hermosa es usted. ¡Vaya! ¡Su cara expresa alegría por todos los poros!
Le estrechó la mano a monsieur Etienne y dijo algo que no entendí porque mezcló palabras en inglés con sus frases en francés. Por la claridad cristalina de su voz, supuse que era estadounidense.
– Parlez-vous anglais? -me preguntó, al percibir mi confusión.
Por supuesto yo no hablaba inglés, pero como todos los demás parecían entenderle y yo estaba ansiosa por agradar, le contesté:
– Un poco. Sé decir yawl y schure.
Hice lo que pude por imitar los acentos anglófonos que había oído durante mi primera noche en Pigalle.
Madame Baquet estalló en carcajadas y golpeó con la mano abierta la mesa. Eugene me dedicó una sonrisa picara y puso los ojos en planeo.
– ¡Qué chica tan graciosa, monsieur Etienne! -comentó madame Baquet-. Me gustan lindas y graciosas, y si ha traído su propia música, creo que lo mejor que podemos hacer es oírla cantar.
Seguí a Eugene al piano. Se limpió los dedos en los pantalones y re cogió las partituras.
– ¿Son todas canciones en francés? -preguntó mientras las hojeaba-. Qué bien. Sí, ya tenemos a alguien que canta en inglés, a otra que canta en alemán y a otra que canta en francés. Deberíamos cambiarnos el nombre y ponernos Café des Singes Internationales.
Esta vez sí entendí el chiste y me eché a reír. Estaba empezando a darme cuenta de que en el Café des Singes había muy buen tumor.
Eugene cogió la partitura de Es a él a quien amo. Me alegré de que hubiera elegido aquella porque era la canción que más habíamos practicado el pianista y yo. El pianista había insistido en que para una boîte la proyección de la voz era igual de importante que las capacidades técnicas. Yo había resuelto el problema de no haberme enamorado nunca pensando en mi padre cuando cantaba la canción. Quizá no entendía qué significaba el amor, pero sí comprendía bien el sentimiento de pérdida.
Es a él a quien amo,
aunque está lejos.
Es a él a quien amo,
pero debería vivir al día
Las manos de Eugene recorrieron el teclado. Durante un momento, me quedé hipnotizada por su movimiento: era tan fluido y sus notas tan ágiles y ligeras… Por suerte, recuperé la concentración lo bastante rápido como para no perderme la primera estrofa. Desde el momento en que entoné la primera nota, supe que tenía a madame Baquet de mi parte. Mientras yo cantaba, no se pudo quedar quieta. Se removía en su asiento y daba golpecitos con los pies, contemplándome todo el tiempo con una mirada emocionada y llena de asombro. Cuando terminé la canción, todo el mundo aplaudió. Monsieur Etienne y Odette sonrieron de oreja a oreja, muy orgullosos de mí.
– ¡Cántanos otra! -pidió madame Baquet-. ¡Nos has dejado con ganas de más!
Eugene comenzó a tocar otro número: La bouteille est vide. La botella vacía. Hablaba sobre un hombre al que le gustaba tanto el champán que bebía hasta arruinarse la vida: la cínica letra contradecía la optimista tonadilla. Eugene la tocó más deprisa de lo que yo la había ensayado e hice lo posible por seguirle el ritmo. Madame Baquet la tarareó al principio y después comenzó a cantarla con una voz ronca cuando se aprendió la letra. Pasaba de cantar conmigo a discutir mi contrato con monsieur Etienne y de vuelta a la canción sin transiciones.
– Monsieur Etienne, necesito que redacte un contrato esta misma tarde. No quiero que ningún otro club se quede con esta chica. Puedo empezar por pagarle ochenta francos por dos actuaciones a la semana más propinas. Y le daré una buena comida después de cada espectáculo para engordarla un poco.
Seguí cantando aunque sentí que estaba a punto de desmayarme en el sitio. ¿Ochenta francos por dos actuaciones a la semana más propinas? Calculé que, si vivía frugalmente, me costaría como mínimo cuatrocientos francos al mes el alquiler, las comidas y los billetes de métro. Suponiendo que pudiera doblar lo que madame Baquet me pagara con propinas y descontando la tarifa de intermediación de monsieur Etienne, ¡lograría reunir casi quinientos francos por solo dos noches de trabajo! Continué cantando la canción, mareada por los pensamientos de qué me compraría con el dinero restante, pasando por alto por completo la ironía de la letra o la advertencia que contenía: «Cuanto más consigues, más quieres; quieres más y más, y luego todo se va».
Aunque normalmente no se me exigía llegar al Café des Singes hasta.a. una y media, madame Baquet sugirió que me presentara antes la primera noche.
– Así podrás ver a Florence y a Anke y conocer un poco el local -me dijo.
Cogí un taxi en el Boulevard du Montparnasse, contenta de no tener que tomar el métro solo para ahorrar dinero. Cuando el conductor se detuvo frente al Café des Singes, me sorprendió la diferencia peí ambiente que había visto allí durante el día. El cierre metálico de la tienda de camas estaba echado y los focos parpadeaban alrededor de la entrada del club. Un hombre con un abrigo y un sombrero de terciopelo trabajaba de portero.
– Está tan lleno como una lata de sardinas, mademoiselle -me advirtió, con un acento ruso que pronunciaba las erres casi con más intensidad que el trémolo de Zephora-. ¿Está usted sola?
Le expliqué quién era y me dejó pasar al interior. Lo único que pude ver al principio fueron las espaldas de la gente apiñada en el vestíbulo, que esperaba para conseguir una mesa o simplemente un poco de espacio.
– Disculpe -le dije a un hombre que todavía llevaba puestos el abrigo y los guantes.
Hizo una mueca y yo pensé que se había enojado conmigo, pero me di cuenta de que estaba abriendo hueco con el codo para levantar el brazo y dejarme pasar. El club estaba lleno y la mayoría de los clientes se habían quedado de pie. En el escenario había una mujer menuda que cantaba un número de blues en inglés. Su voz vibraba al igual que su oscurísima piel bajo los focos. Madame Baquet, con un vestido de flecos blancos y una pluma en la cabeza, estaba flirteando con un joven que llevaba un monóculo. Me vio y me saludó con la mano, aunque no podíamos aproximarnos la una a la otra por la multitud. Señaló una banqueta junto al piano y comprendí que tenía que sentarme allí. Me abrí paso en zigzag a través de la gente y dejé escapar un suspiro de victoria cuando alcancé la banqueta y me dejé caer sobre ella. Me sorprendió ver que el pianista, que yo esperaba que fuera Eugene, no era en absoluto él. Era negro y delgado con los mismos ojos protuberantes, pero más joven.
La cantante, que supuse que era Florence, entonaba sus canciones con los párpados firmemente cerrados y con un mohín en los labios, pero acababa cada canción e introducía la siguiente con una radiante sonrisa de dientes blancos. No entendía ni una palabra de lo que decía, pero, cuando cantaba, su voz rebotaba contra las paredes y su vibración me traspasaba.
Cuando terminó su actuación, el público aplaudió y mostró su admiración echándole billetes en el bote de las propinas. La multitud se agolpó contra la barra del bar para pedir la siguiente ronda de bebidas. Pensé que eran franceses cuando escuché el alegre parloteo. Prácticamente todos lo eran. Me pregunté dónde estarían los estadounidenses.
Eugene salió de la cocina con una bandeja en equilibrio sobre el hombro y sirvió platos de pâté de foie gras y cócteles de gambas a una mesa junto al piano. Se percató de mi presencia y me guiñó un ojo.
– Este es mi hermano Charlie -me aclaró, señalando con la barbilla al joven del piano-. Nos turnamos para atender las mesas y tocar. Así descansamos. ¿Quieres algo?
Negué con la cabeza.
– No me gusta comer antes de cantar.
Asintió, acariciándose el estómago.
– Es lo bueno de ser pianista: puedes comer siempre que quieras.
Aunque es cierto que Vera me había dicho que un cantante no debía cantar con el estómago lleno, que no quisiera comer tenía más que ver con los nervios. Me había sentido cómoda cantando en la audición, pero tan pronto como me metí en el taxi de camino al club me sobrevinieron una serie de temblores y sudores. Ver a aquel sofisticado público tan de cerca no ayudaba. ¿Sería lo bastante buena para ellos? ¿Qué esperaban de mí? Claramente, yo no cantaba tan bien como Florence, cuya encantadora voz lograba entonar cualquier nota sin desafinar. Por lo menos, de momento yo aún no podía. Me pregunté si el estómago revuelto, las náuseas y la tirantez que sentía en la garganta desaparecerían cuando me convirtiera en una artista experimentada o si tendría que convivir eternamente con todo aquello.
Madame Baquet interpretó una estrafalaria canción sobre un hombre cuya amante lo sorprende tratando de seducir a su madre y después anunció que los clientes debían pedir sus bebidas y ponerse cómodos porque era hora de que «la fabulosa Anke» subiera al escenario. «Esta es la alemana», pensé.
Un hombre vestido de frac con un sombrero de copa se abrió paso entre la multitud para subir al escenario. El foco le iluminó la espalda. Charlie tocó la primera nota y el hombre se giró sobre sí mismo. Yo parpadeé. Tenía la piel lisa y los ojos azules maquillados con perfilador negro. El cantante era en realidad una mujer. Había adquirido un aspecto masculino peinándose su corto cabello hacia atrás y por el modo en el que se movía por el escenario. Se oyó un murmullo que provenía del público y la mujer comenzó a cantar. Su voz era tan andrógina, discordante y extraña como su aspecto. Apoyó el rostro sobre las manos ahuecadas, moviendo rápidamente unas uñas pintadas de verde que eran como garras. Hice una mueca. Su actuación resultaba perturbadora. Las palabras en alemán que pronunciaba se alargaban interminablemente como arañas: Vernicbtung. Warnung. Todesfall. Tras la tercera canción, sentí una comezón por toda la piel y apenas pude mantenerme quieta en el asiento. Y, sin embargo, el resto del público estaba hechizado: no se oía ni el tintineo de un vaso, ni un murmullo, ni una tos.
Cuando Anke terminó, no saludó ni agradeció los aplausos de sus espectadores. Bajó rápidamente del escenario y se abrió paso a empujones hasta la puerta, como si la hubieran enojado. Cuando no volvió para aceptar sus propinas, el público se puso en pie y aplaudió frenéticamente, y yo me quedé preguntándome qué podría hacer para igualar su actuación.
Hubo una oleada de actividad alrededor de la chica del guardarropa, que estaba metida en una cabina no mucho más grande que un armario. Las mesas se vaciaron, igual que el espacio alrededor de la barra. «Nadie se queda a ver mi actuación», pensé. No me lo podía tomar de manera personal. Yo apenas tenía «un nombre» en París y el público probablemente se apresuraba a asistir a algún otro espectáculo o a juntarse con sus amistades para cenar o beber más copas. Así es como funcionaban las cosas en París. Había tantos restaurantes, teatros de variedades, cafés, bares y espectáculos teatrales, tantas distracciones en una misma ciudad, que quedarse en un solo establecimiento durante toda la noche no era una opción.
Pero tan pronto como el café se vació, comenzó a llenarse otra vez. Los nuevos espectadores corrieron hacia la barra, saludándose a gritos unos a otros y pasándose las bebidas por un mar de manos. Madame Baquet saludó a los recién llegados en inglés y se paró un momento para charlar con una chica ataviada con un vestido púrpura con rosas en la manga y en el escote. Eugene se cambió el sitio con Charlie al piano y calentó el ambiente con unos compases de jazz. Habían llegado los estadounidenses.
Eugene se inclinó a lo largo del piano.
– Esta noche tienes un buen público. Ahí está Scott Fitzgerald, con su esposa, Zelda -me explicó, señalándome con la barbilla a un hombre y una mujer muy juntos que llevaban los brazos entrelazados. Estaban tratando de bailar en el atestado espacio, y caían salpicaduras de whisky desde sus vasos. Las facciones del hombre eran finas y su boca parecía tan delicada que tenía un aspecto casi femenino. El rostro de su acompañante era más severo. Llevaba un vestido de color salmón con tiras plateadas a lo largo de la espalda que se ensanchaban a la altura de las caderas formando una falda acampanada. Me pregunté si un vestido de cuatro mil francos tendría ese aspecto.
– Siempre se codean con la élite -explicó Eugene, sin fallar ni una nota a pesar de estar hablando conmigo mientras tocaba-. Si les gustas, correrán la voz.
Me froté las manos contra el vestido, tratando de alisar unas arrugas imaginarias. El temblor de mis piernas empeoró.
– ¡Comienza el espectáculo! -me dijo Eugene y sonrió.
Para ponerme en pie tuve que intentarlo dos veces. Contemplé las caras radiantes. Por alguna razón, pensaba que la multitud que viniera a cenar estaría menos animada, pero aquellos espectadores eran como un árbol de Navidad con todas las luces encendidas.
Me encaramé a la plataforma y casi perdí el equilibrio. Observé la mesa de seis situada en el extremo más alejado y me pregunté por qué no me había fijado en ellos antes. Todo en ellos -los claveles en los ojales de los hombres, el oscuro carboncillo que perfilaba los ojos de las mujeres, la circunspección con la que paladeaban sus bebidas- los delataba como parisinos. El hombre en el extremo de la mesa me llamó la atención. Su piel tenía un tono dorado que no era común entre los habitantes de ciudad y parecía miel en contraste con el color negro del pelo y los ojos. Estaba sentado junto a una mujer con un lunar en la comisura de la boca. Ella me recordó a un elegante gato siamés, zalamero y de curvas perfectas, con facciones regulares y la piel cremosa. Yo pensaba que tenía buen aspecto con mi vestido, pero en comparación con ella estaba tan desaliñada como un gato callejero.
Los ojos oscuros del hombre se volvieron hacia mí y cruzamos una mirada. El corazón me dio un salto, como si hubiera ido a encender el interruptor de la luz y en su lugar hubiera tocado un cable cargado de electricidad. ¿Le conocía? No, no le había visto nunca antes, y sin embargo algo en mi interior sí que lo reconoció. Me olvidé de dónde estaba, y me hubiera quedado allí de pie para siempre si madame Baquet no se hubiera inclinado junto a la mesa para darles la bienvenida y no se hubiera interpuesto entre el hombre y yo, de manera que dejé de verlo. Aproveché para pararme a pensar sobre algo que el pianista de los ensayos me había recomendado para conquistar a un público inquieto: «Cante como si lo hiciera para sus compatriotas», me dijo. Con esto, se refería a que debía cantarle a una cara amiga entre el público, y gradualmente atraer a los demás también.
¿Aquel hombre de ojos oscuros era mi «cara amiga»? Madame Baquet se deslizó de nuevo entre la multitud y vi que el hombre se inclinaba sobre la mesa para admirar la pulsera que una de sus acompañantes femeninas le estaba mostrando. Quizá mis canciones no fueran lo bastante refinadas para él. Por su parte, los estadounidenses estaban listos para pasárselo bien. ¿Para quién debía cantar? Eugene me miró, esperando mi señal. Tragué saliva, pero no fui capaz de deshacerme del nudo que tenía en la garganta. De repente, vi a Zelda Fitzgerald. Estaba tendida sobre su marido y flirteaba con otro hombre que se encontraba a su lado, con la boquilla del cigarro colgada de los labios. Algo en sus frágiles brazos y en la despiadada expresión de su boca indicaba que no duraría demasiado tiempo en este mundo.
– La bouteille est vide -le indiqué a Eugene-, empezaremos con la canción sobre el champán.
Eugene me presentó y yo inicié la canción con entusiasmo, pero mi esfuerzo fue recibido con indiferencia. Parpadeé a la oscuridad. Nadie me estaba prestando atención, ni siquiera el hombre de ojos oscuros. ¿A quién iba a cantarle para atraer a los demás, si nadie demostraba interés? La mesa de franceses se concentraba en admirar los entrantes variados que les acababan de servir, los estadounidenses estaban encendiéndose mutuamente los cigarrillos y contándose unos a otros sus historias. Madame Baquet iba serpenteando entre ellos, tratando de atraer la atención hacia mí, pero era labor del artista cautivar a su público, no de la dueña del local. Ella solo era responsable de asegurarse de que sus invitados se lo pasaran bien, independientemente de mí. «Por favor, míreme», le rogué en mi interior al hombre de ojos negros. Sin embargo, él continuó comiéndose una alcachofa con fruición. Tenía dificultades para hacer que mi voz se escuchara por encima del parloteo. Podría haber cantado cualquier cosa en cualquier idioma y aun así nadie me habría escuchado. Le eché una mirada a Eugene, pero estaba tan concentrado en su música que no se dio cuenta de que yo tenía problemas.
«Depende de mí.» La letra de la canción de Sherezade apareció como un fogonazo en mi mente. «Depende de mí.» Recordé lo aterrorizada que estaba el día que me vi catapultada al papel protagonista en Le Chat Espiègle por una emergencia.
Comencé a cantar el número de la introducción de Sherezade, dejando que Eugene continuara con la canción del champán. Un escandaloso grupo de estadounidenses podía ahogar la voz de una cantante de club nocturno, pero tendrían más dificultades para competir con la capacidad pulmonar de una artista de teatro de variedades. Cogí aire y les hice saber lo poderosa que podía llegar a ser mi voz. En menos de un instante, cesaron las conversaciones, apartaron a un lado los cuchillos y tenedores, dejaron de tintinear las copas y todas las miradas se volvieron hacia mí.
Al principio, el cambio repentino del jaleo al silencio sepulcral me desconcertó. Eugene, imperturbable ante el hecho de que yo hubiera cambiado a otra canción, continuó tocando la tonadilla del champán.
Durante algunos compases, canté desentonando con la música, pero entonces pensé en madame Baquet, cantando mientras discutía mi contrato con monsieur Etienne, y volví a la canción del champán, como si aquella hubiera sido mi intención en todo momento. Acabé el número con la sensación de que o bien había destruido mis posibilidades en el Café des Singes o bien mi actuación causaría sensación. Se me subió el corazón a la garganta cuando me di cuenta de que el sonido que escuchaba dentro de mis oídos ya no era el latido de mi sangre, sino un aplauso.
– Elle est superbe! -gritó alguien-. ¡Es magnífica!
Completé mi repertorio arropada por la calidez radiante de las sonrisas que el público me dedicaba. Se pusieron en pie después de mi bis para aplaudir aún más y gritar: «¡Bravo!». Mi primera actuación en París no solo fue un éxito: fue un triunfo. Los estadounidenses avanzaron rápidamente para estrecharme la mano y gritarme en su informal francés: «Tu es magnifique!». Introdujeron tantos billetes en nuestro bote de propinas que Eugene tuvo que apretarlos con el puño para hacer hueco. Zelda Fitzgerald dejó caer un anillo de perlas.
– Para la buena suerte -me dijo, tocándome la mejilla con un dedo congelado.
Tuve la sensación de que alguien me estaba observando fijamente y cuando me di la vuelta encontré al hombre de los ojos negros de pie detrás de mí.
– Una actuación memorable, mademoiselle -me dijo sonriendo, y deslizó un fajo de billetes en el bote.
Fue como si alguien hubiera roto una botella de champán contra mi cabeza y tuviera que esforzarme por ver a través de las dulces burbujas. Abrí la boca para hablar, pero perdí la oportunidad porque los estadounidenses que se estaban tomando otra ronda en la barra estallaron en carcajadas, aunque ya casi era la hora del cierre.
– Au revoir-me dijo, todavía sonriéndome-, espero verla actuar de nuevo.
Mis ojos no abandonaron su espalda. Lo observé uniéndose a sus acompañantes, que estaban ocupados recogiendo sus abrigos. Cuando se volvió y me dedicó una última mirada antes de salir por la puerta e internarse en la noche, sentí que acababa de conocer a una persona que algún día cambiaría mi vida.
Gané tres veces más de lo que esperaba con las propinas en el Café des Singes aquella noche. Como no había contado nunca antes con dinero propio, no tenía ni idea de qué podía hacer con él aparte de gastármelo. Al día siguiente, inspirada por la filosofía de Odette, me fui de compras. Recorrí las secciones de ropa, calzado y cosméticos de las Galerías Lafayette, con las piernas temblorosas y la cabeza funcionándome a mil por hora. Pero no eran ni el dinero ni las compras los que me provocaban esas sensaciones. Me deleitaba en recordar la sonrisa del hombre de ojos negros. ¿Era posible que intercambiar unas pocas palabras con un extraño me hiciera sentir tan…? ¿Qué? ¿Viva?
No regresé a mi habitación hasta después de anochecer. Le di una propina al taxista por llevarme las bolsas y las cajas hasta la puerta. Miró con aprensión el desorden de escobas mugrientas, cubos y basura que se amontonaban en el final del rellano. Yo estaba tan ensimismada con mis nuevas adquisiciones que no se me había ocurrido sentir vergüenza por el ruinoso estado del edificio donde vivía. El taxista debía de preguntarse qué hacía viviendo en aquel estercolero alguien que había comprado tantas cosas en las Galerías Lafayette. Lo observé mientras descendía las escaleras, tapándose la nariz para no respirar el olor a moho y a excrementos de perro que apestaba el ambiente.
Dejé mis tesoros sobre la cama. Apenas podía creerme que fuera mío el vestido esmeralda con mangas a la altura de los codos, ni que lo hubiera comprado gracias al dinero que había ganado cantando. Mi adquisición más cara fue un abrigo de tela estampada. Con solo echármelo sobre los hombros, me sentí instantáneamente abrigada. Me probé toda la ropa nueva, incluido un camisón de lino que había comprado para sustituir el mío, que estaba desgastado. Y abrí la caja que contenía un espejo de plata con soporte. Coloqué el espejo sobre la cama y me alejé todo lo que pude, tratando, sin conseguirlo, de verme entera en él.
Pretendía cenar en la crémerie italiana de la Rue Campagne donde había cenado la noche anterior, después de mi espectáculo. La propietaria, una antigua modelo de artistas, servía sopas por unas pocas monedas. Los artistas que no tenían dinero podían pagar colgando sus cuadros en las paredes. Pero cuando pasé por delante de las luces doradas del Café de la Rotonde decidí celebrar mi éxito allí.
El sonido de las risas y el aroma del licor de café me envolvieron en cuanto entré. Dos hombres en la barra me miraron. Un camarero me condujo a una mesa cerca de la puerta, aunque a juzgar por la algarabía que provenía de la estancia posterior del local aquel debía de ser el lugar donde había que estar. Estaba teniendo lugar una bulliciosa discusión, tan animada que logré escuchar algunos fragmentos por encima del sonido del tintineo de las copas y la cubertería.
– ¡Los surrealistas! ¡La revolución! -gritó una voz.
Se oyó una estruendosa risa sardónica.
– ¡Eso ya lo veremos!
Había dos mujeres apoyadas en la pared junto a la puerta que comunicaba con la estancia posterior. Una de ellas hacía nubes de humo con un cigarrillo de boquilla. Llevaba el rostro maquillado como un cuadro: unas brillantes lunas verdes destacaban sobre sus párpados y los labios pintados de rojo sangre resaltaban sobre una piel pálida y una melena negra. Cuando se reía, la punta de la nariz se le afilaba, lo cual hacía que sus facciones fueran aún más llamativas.
– ¡Kiki! ¡Kiki! -exclamó su compañera rubia echándose a reír, llevándose a los ojos un pañuelo de seda china-. ¡Me estás haciendo llorar de la risa!
Pedí un Pernod y paladeé su sabor lechoso con un toque a regaliz mientras trataba de decidirme entre un plato de ostras crudas y uno de mejillones al vapor. Me decanté por los mejillones cocinados en vino blanco. Mientras comía, observé que entraba más gente por la puerta: hombres embutidos en desaliñados trajes con pintura en los puños de las camisas y parejas ataviadas con trajes de noche. Eran franceses, alemanes, españoles, italianos y estadounidenses. Las mujeres estadounidenses encendían sus cigarrillos a pesar de que había un cartel sobre el mostrador que indicaba que las señoritas no tenían permitido fumar en el café. Odette me había contado que muchos de los artistas más famosos de la ciudad se reunían en la Rotonde o en el Dome, al otro lado de la calle, pero yo ignoraba si las caras que estaba viendo eran de gente conocida. Terminé mi comida y pagué la cuenta. Me daba pavor tener que utilizar el helador retrete de mi edificio, así que decidí hacer una visita al aseo de señoras antes de marcharme.
Después de darle una propina a la encargada, me paré a contemplar mi aspecto en el espejo. La iluminación era más potente que en mi apartamento. Saqué el estuche de maquillaje compacto y me apliqué un poco sobre la nariz. Entonces me di cuenta de que había alguien de pie junto a mí.
– ¿Se enfadó cuando se lo dijiste? -preguntó la mujer.
Parecía estar dirigiéndose a su propio reflejo. Di por hecho que estaba bebida.
– ¿Estás enfadada conmigo, Simone, por haberte empujado a hacerlo?
Me di la vuelta inmediatamente. Conocía ese perfil: aquellas mejillas delicadas, aquella nariz perfectamente recta.
– ¿Camille?
Con todo lo que había sucedido desde la última vez que la vi, se me había olvidado la furia que había sentido cuando me engañó. Sin embargo, el recuerdo de su embuste me volvió gradualmente a la cabeza.
– Quizá pueda compensarte -me dijo Camille, todavía sonriéndole al espejo-. ¿Te gustaría unirte a mí y a mis acompañantes para cenar? Entre ellos se encuentran algunos de los hombres más ricos de París.
Aquellos tímidos modales suyos me cogieron por sorpresa y acepté su invitación sin pararme a pensarlo.
Seguí a Camille hasta una mesa en la estancia trasera del café. Tres hombres ataviados con trajes de etiqueta se pusieron en pie. El primero se presentó como David Bentley; era un inglés de físico imponente que hablaba muy bien francés. Los otros dos eran parisinos. Por sus delgados rostros y sus ojos opacos, bien podrían haber sido hermanos. Pero no lo eran: se presentaron como Francois Duvernoy y Antoine Marchais.
Cuando nos sentamos todos a la mesa de nuevo, David Bentley -que insistió en que le llamara Bentley porque aquel era «el nombre que utilizaban sus amigos»- me preguntó de qué conocía a Camille. Le expliqué que habíamos actuado juntas en un espectáculo en Marsella. Me dije para mis adentros que lo correcto sería no mencionar cómo nos había abandonado Camille. Bentley cerró la mano alrededor de la muñeca de Camille y acarició su piel traslúcida con un dedo. Camille llevaba una pulsera de diamantes mucho más grande y mucho más elaborada que la que le había regalado monsieur Gosling. No me hizo falta más que un vistazo al vestido brocado con plata y a la estola de zorro que llevaba para comprender que Camille había sustituido a monsieur Gosling por un hombre más rico.
– Todavía no me has contado cuál fue la reacción de monsieur Dargent cuando me fui -me comentó, deslizando su muñeca fuera del alcance de las exploraciones de Bentley-. O si me has perdonado por empujarte a que les comunicaras la noticia.
Era difícil calibrar su tono, pero percibí que le interesaba más saber qué había dicho monsieur Dargent sobre su partida que descubrir si yo me había sentido ofendida. Le dije que no tenía por qué preocuparse. El escándalo nos había venido bien y el espectáculo había sido un éxito. Frunció los labios y me di cuenta de que aquella no era la respuesta que estaba esperando. Había supuesto que el espectáculo se habría hundido sin ella.
– La temporada habría ido mejor si tú hubieras representado el papel de Sherezade… -comencé a decir, pero me detuve.
El espectáculo había sido un éxito cuando fui yo la que hizo de Sherezade, pero por algún motivo no encontraba el valor suficiente para decirle a Camille que yo había representado su papel. ¿Qué tenía Camille que me hacía comportarme de un modo tan rastrero?
Bentley nos preguntó si queríamos champán.
– Sí -respondió Camille, y después, volviéndose hacia mí, me preguntó-: ¿Qué estás haciendo en París?
– Actúo en el Café des Singes -le respondí-. Pero solo dos noches por semana. Estoy buscando otro trabajo.
Llegó el champán y Bentley le pidió al camarero que nos sirviera una copa a cada uno.
– Estamos aquí para celebrar el éxito de Camille -anunció, empujando una copa hacia mí-. Va a protagonizar un espectáculo en el Casino de París.
– ¡El Casino de París! -exclamé-. ¡Eso es tan importante como el Folies Bergère!
– Mejor -aseguró Bentley, inclinándose hacia mí-. Tienen mejores cantantes y bailarines en el Casino. El Folies Bergère solo trata de dar espectáculo y de enseñar carne.
Sentí pena por él. Estaba enamorado de Camille, pero por la indiferencia con la que ella le hablaba, sospeché que lo sustituiría en cuanto se le presentara alguien más rico, igual que había hecho con monsieur Gosling.
– Brindemos -propuso François, levantando su copa-. Por Camille.
– ¡Por Camille! -repetimos los demás, brindando con las nuestras.
Camille se volvió hacia mí.
– No han encontrado a nadie que cubra mi puesto original en la primera parte del espectáculo -me dijo-. Podría hablar con el encargado para que te conceda una audición. Solo es un número de una canción y un baile, pero no deja de ser el Casino de París.
Agradecí su oferta, pero después de lo que había sucedido en la audición del Folies Bergère no tenía claro que pudiera tener éxito en una similar. Puede que el Casino fuera menos frívolo que el Folies, pero sus estándares de belleza serían exactamente los mismos.
– Es hora de ir a cenar -anunció Antoine, haciéndole un gesto al camarero para que trajera la cuenta-. ¿Qué os parece ir a Le Boeuf sur le Toit? Hay buen jazz.
– No -replicó Francois-, ponen la música demasiado alta. Vamos a Fouquet's.
Bentley negó con la cabeza.
– Lo único que haremos entonces será seguir a todos los que están aquí. Yo propongo que vayamos a la Tour d'Argent.
– Yo ya he comido -comenté, con el tono más agradable que pude.
La Rotonde ya había sido un derroche para mí. Puede que fuera nueva en París, pero estaba lo bastante informada como para saber que estaban mencionando algunos de los restaurantes más caros de la ciudad y, a pesar de mis crecientes aspiraciones de grandeza, aún conocía mis límites.
– Entonces, vuelva a comer -me dijo Francois, echándose a reír mientras me señalaba-. No le sentaría nada mal coger un poco de peso.
– Bentley pagará -me susurró Camille.
– Sigo pensando que deberíamos ir a algún sitio con música -insistió Antoine.
– Le Boeuf sur le Toit está lleno de playboys sudamericanos. Conquistarán a mademoiselle Fleurier y la perderemos, os lo advierto -bromeó Bentley.
Todos estallaron en carcajadas. Yo también sonreí, aunque no cogí la broma.
Nos apiñamos en un taxi: Camille y Bentley en el asiento delantero y yo, en el trasero, entre Antoine y François. La masa que formaban nuestros abrigos, bufandas, gorros y guantes apretados unos junto a otros nos hacían parecer un montón de ropa dentro del camión de una tintorería. El taxi cruzó el Sena hacia la orilla derecha. Pasamos junto al obelisco egipcio de la Place de la Concorde.
– Aquí es donde ejecutaron a Luis XVI -explicó Antoine, golpeando la ventanilla del coche con los nudillos-. Y después a María Antonieta y a Robespierre.
– No parece el tipo de lugar en el que algo así podría haber sucedido -comenté.
Me imaginé una turba revolucionaria reunida sobre el pavimento adoquinado agitando los puños en alto y gritando: «¡Que les corten la cabeza!».
– Está claro que no lo parece -dijo Bentley-. Cuando uno mira las elegantes farolas, es fácil olvidar la sangrienta historia de París.
Llegamos a la Rue Boissy d'Anglas y entramos en fila en Le Boeuf sur le Toit. El club nocturno estaba tan lleno que apenas podíamos movernos. Pensé que nos quedaríamos atorados junto a la puerta para siempre, pero el camarero logró conseguirnos una mesa. El sumiller trajo el champán en un cubo de hielo. La música de jazz resonó en mis oídos. Desde donde estábamos sentados, podíamos ver la banda en el escenario con sus relucientes trombones, clarinetes y saxofones.
– Todo el mundo está aquí hoy -comentó Camille-. Mira, ¡ahí está Coco Chanel!
Seguí la mirada de Camille hasta una mujer de pelo oscuro con una boca ancha y sensual. Llevaba puesto un vestido que se envolvía alrededor de su cuerpo en festones escalonados. No era lo que yo me esperaba tras haber escuchado la descripción de madame Chardin. Su vestido era sencillo y flotaba a su alrededor cada vez que movía el brazo para darle un sorbo a su bebida. Pero llevaba unos gruesos pendientes y un aparatoso collar de perlas barrocas que le daba varias vueltas al cuello.
– Pensé que su teoría consistía en simplificarlo todo al máximo -dije-. Y utilizar solo un accesorio decorativo.
Bentley me miró fijamente.
– Es diseñadora -aclaró, riéndose entre dientes-. Gana dinero marcando tendencias y luego cambiándolas.
– Ahí está tu amigo -le dijo Antoine a Camille, señalando con la cabeza a un hombre de sonrisa torcida.
Camille se volvió hacia mí.
– Maurice Chevalier. Actuó en el Casino de París en la temporada anterior y ganó dos mil francos por noche.
– ¡Dos mil francos! ¿Pero qué es lo que hace? -exclamé.
– Baila por el escenario con un sombrero de paja, cuenta chistes y canta canciones insinuantes. He oído que Hollywood no lo va a dejar escapar.
– ¿Hollywood?
– Estados Unidos. La industria del cine -aclaró Camille, divertida por mi ignorancia.
– Se comenta que es un hombre implacable -dijo Bentley, cortándole la punta a un cigarro con un par de tijerillas doradas-. Abandonó a Mistinguett después de que ella arriesgara su vida por salvarle de un campo de prisioneros de guerra.
Sabía que Mistinguett gozaba del título de «Reina del Teatro de Variedades de París» y era la cantante más famosa de Francia.
– Hay que ser implacable para triunfar -aseguró Camille.
Bentley sonrió, aunque yo no estaba segura de por qué. Le auguré un mal final si realmente estaba enamorado de Camille.
Me volví hacia la pista de baile y contemplé a las parejas que giraban, moviendo los pies animadamente.
– ¿Le gustaría bailar? -me preguntó Francois, dejando a un lado su copa.
– Sí, me gustaría -contesté, tentada más por la música que por el tono de flirteo en su voz-, pero no sé hacerlo con esta música.
– Si sabe usted andar, entonces podrá bailar el foxtrot -replicó, cogiéndome la mano para guiarme hacia la pista.
Apenas había suficiente espacio en ella para que pudiéramos hacernos hueco entre las otras parejas, pero de algún modo Francois logró indicarme los pasos. Era sorprendentemente fácil seguir el ritmo lento-lento-rápido-rápido de aquel baile. Las partes lentas eran largas y elegantes y las partes rápidas eran cortas y animadas. Nos movimos por la pista, chocándonos a veces con algunas parejas que estaban demasiado enamoradas o demasiado achispadas como para darse cuenta. Pasamos junto a un hombre que llevaba un elegante traje y tenía unas prominentes bolsas bajo los ojos.
– Ese es el príncipe de Gales -me susurró Francois al oído-. Su abuelo era un gran amante de esta ciudad y sus mujeres. Se le rompió el corazón cuando tuvo que dejar su vida parisina para ser rey. Me pregunto si el príncipe sentirá lo mismo.
La música cambió de ritmo. La mitad de las parejas huyeron de la pista de baile y fueron sustituidas por otras que corrieron a ocupar el espacio libre.
– No puedo bailar esto -me dijo Francois-. Hay que ser muy buen bailarín.
La gente a nuestro alrededor comenzó a entrechocar los tobillos y a sacudir los brazos como si fueran pájaros al son de un ritmo sincopado. Era el tipo de baile más lleno de energía que había visto en mi vida y me hizo reír porque estaba cargado de joie de vivre. Francois me rogó que le disculpara pero yo me quedé en medio del frenesí. Aquel baile se podía realizar en pareja, pero había media docena de personas bailando solas. Los pasos no me resultaron difíciles. Tenía facilidad para dividir rápidamente las secuencias de baile en pasos y no pude resistir las ganas de unirme a la diversión. Antes de que me diera cuenta, estaba sacudiéndome y entrecruzando las rodillas junto con el resto de la gente. Incluso llegué a improvisar un par de golpes de cadera y de giros de cabeza propios.
Después de un par de números rápidos, los bailarines redujeron la velocidad o abandonaron la pista y la banda volvió a tocar otro foxtrot. Regresé a la mesa justo cuando el camarero llegó con una bandeja de platos.
– No sabíamos qué quería usted comer -comentó Antoine-, así que le hemos pedido pescado en salsa de champán.
El camarero colocó un trozo de bacalao de aspecto suculento ante mí.
– Su charlestón es impresionante, mademoiselle Fleurier -me elogió Bentley-. Todo el mundo en la sala tenía la mirada fija en usted.
– Charlestón…, ¿de modo que así es como se llama? -pregunté.
François arqueó las cejas.
– Proviene de Estados Unidos -aclaró-. ¿No lo había bailado nunca antes?
Negué con la cabeza.
– ¡Doblemente impresionante! -comentó Bentley, echándose a reír-. Yo todavía no le he cogido el truco y eso que he recibido clases. Tiene tanto éxito aquí que es difícil conseguir trabajo de camarero si no sabes bailarlo. Tienen que saber charlestón para enseñarles a los clientes si se lo piden.
Camille se inclinó hacia mí.
– Hay alguien que no te ha quitado los ojos de encima en toda la noche -me susurró.
– ¿Quién?
Se giró hacia una mesa situada en el extremo de la pista de baile. Levanté la vista y vi al joven de los ojos negros mirándome. Sonreí, pero no me devolvió el saludo. Estaba cenando con la misma gente con la que lo había visto en el Café des Singes. La mujer con aspecto de gato siamés le tocó el hombro y le susurró algo al oído. El me dedicó otra mirada y se echó a reír antes de volverse. ¿Acaso se estaban burlando de mí?
– ¿Le conoces? -me preguntó Camille.
– Se me está subiendo el champán a la cabeza -contesté, sintiéndome demasiado tonta como para hablar de mi enamoramiento de las últimas veinticuatro horas. ¿Por qué ni siquiera había tenido la cortesía de devolverme la sonrisa? ¿Acaso no había elogiado mi actuación la noche anterior?
Camille se encogió de hombros y se volvió para decirle algo a Bentley. Me comí el pescado con los ojos fijos en el plato. Obviamente, la gata siamesa ejercía una atracción mayor de la que yo había supuesto sobre el hombre de ojos negros. ¿Y por qué iba a ser de otra manera? Contaba con una mirada seductora enmarcada por unas espesas pestañas oscuras. Su complexión era menuda y tenía unas manos y unos pies minúsculos. Incluso a cierta distancia consiguió hacerme sentir como una gigante. Deseaba dedicarle al objeto de mis fantasías una mirada fulminante que le indicara indiscutiblemente que no volvería a pensar en él. Pero para cuando había reunido el valor suficiente para volverme, me encontré mirando el torso de alguien. Levanté los ojos para hallar allí mismo al hombre de los ojos negros.
– Bonsoir. Espero que se encuentre bien esta noche -le dijo a Antoine. Llevaba a la gata siamesa colgada del brazo, que apoyaba su peso sobre él. Paseó la mirada entre Antoine y yo, y acabó mirándolo a él-. Esperaba que pudiera presentarnos a su amiga. La vimos actuar en el Café des Singes ayer por la noche. Fue una actuación magnífica.
Aquellos ojos negros pertenecían a un llamativo rostro. Tenía unas mejillas angulosas y una nariz bastante grande pero muy recta. Pensé que si fuera un animal sería un dóberman, como los majestuosos canes que guardaban los portales de los Campos Elíseos.
Antoine frunció el entrecejo.
– Mademoiselle Fleurier -me presentó-, estos son mademoiselle Marielle Canier y monsieur André Blanchard.
– Encantado de conocerla -dijo André, cogiéndome la mano para besarla.
Le devolví el cumplido y miré a mademoiselle Canier. Murmuró un saludo mientras me miraba por encima del hombro. Claramente, aquella presentación no había sido idea suya. Volví a notar el hormigueo recorriéndome la piel.
– Nos preguntábamos si podría usted darnos clases de charlestón -preguntó André, con los ojos fijos en mí-. A mademoiselle Canier y a mí nos han invitado a un crucero de jazz y parece que no somos capaces de bailarlo con estilo.
El hormigueo se esfumó como una mecha bajo la lluvia. La mano de mademoiselle Canier se deslizó por el brazo de André y desapareció dentro de la palma de él. Hice lo que pude por ignorar que tenían los dedos entrelazados y deseé ser invisible.
– ¿Por qué no acuden a Ada Bricktop para que les dé clases? -sugirió Francois-. Si es lo bastante buena para el príncipe Eduardo, seguro que lo es para ustedes, ¿no es así? Mademoiselle Fleurier es artista, no instructora de baile.
André se echó a reír. Era una risa franca que provenía de lo más hondo de su pecho. Hizo que sus ojos brillaran y mostró su recta dentadura.
– Eso es cierto. Lo siento, mademoiselle Fleurier. Es solo que cuando usted baila parece como si el mundo le perteneciera.
Percibí un cambio sutil en sus ojos: algo en ellos reflejaba la desilusión que yo misma sentía. Se quedó en suspenso un momento, mirándose los pies, antes de disculparse por interrumpir nuestra comida y guiar a mademoiselle Canier de vuelta a su propia mesa.
– ¿Quién era ese? -le preguntó Camille a Antoine.
Esperó hasta que Bentley se hubiera vuelto para llamar al camarero antes de contestar.
– André Blanchard, heredero de la fortuna Blanchard. Una de las familias que controlan la economía francesa. Pero ni siquiera pienses en ello, Camille. Es el único heredero. Créeme, su padre no le dejará dar un paso en falso.
– ¿Y ella?
– ¿Mademoiselle Canier? Simplemente, es una chica de la alta sociedad. Mimada, consentida y malcriada. Nada especial excepto su aspecto.
Los ojos de Camille se movieron en dirección a la mesa de André antes de volverse hacia mí.
– La que lo enganche será una chica con suerte -comentó.
Fiel a su palabra, Camille me organizó una audición en el Casino de París antes de que finalizara la semana. Ella iba a sustituir a una cantante británica que había roto su contrato para marcharse a hacer una película en Estados Unidos y, debido a que tenían que cubrir el puesto de Camille rápidamente, no era una audición abierta. En aquella ocasión contaba con los rostros amigos de monsieur Etienne y de Odette animándome desde la primera fila. Léon Volterra, el propietario del Casino de París, se sentó junto a ellos. Era un curioso hombrecillo con un guiño travieso en la mirada. Me preguntó si sabía bailar charlestón y le expliqué que había aprendido a bailarlo de forma autodidacta.
– ¡Eso es exactamente lo que queremos! -exclamó, levantando los brazos hacia el techo. Volviéndose a la coreógrafa, una mujer con el aspecto demacrado de una bailarina entrada en años, añadió-: ¡El Casino de París necesita bailarines teatrales, no robots técnicos! ¿No es cierto, madame Piége?
Madame Piége respondió que no podía estar más de acuerdo y le dio unas palmaditas en el brazo. Daba la impresión de que estaba tratando de evitar que añadiera nada más.
– ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! -La voz de monsieur Volterra resonó con estruendo en la oscuridad cuando terminé mi baile y después canté La bouteille est vide. Los encargados de iluminación también aplaudieron desde bastidores. Miré a monsieur Etienne, que me dedicó un movimiento de cabeza satisfecho.
Monsieur Volterra se levantó de su asiento y apoyó los codos en el borde delantero del escenario.
– Venga de nuevo hoy a las dos en punto para los ensayos -me dijo-. Está usted contratada.
Cuando monsieur Etienne, Odette y yo salimos del teatro, apenas logré contener la emoción.
– ¡No puedo creerlo! -exclamé-. ¡El Casino de París!
– ¡Bien hecho! -me dijo monsieur Etienne-. Su voz mejora cada vez que la oigo.
– ¡Y estás tan hermosa! -me elogió Odette, dedicándome una discreta sonrisa.
– Monsieur Volterra es todo un personaje, ¿verdad? -comentó monsieur Etienne, haciéndole un gesto a un taxi-. ¿Sabía usted que no sabe leer?
– ¿No sabe leer? -repetí yo, montándome en el taxi cuando monsieur Etienne me abrió la portezuela-. ¿No me dijo que era uno de los empresarios teatrales de más éxito de París?
Odette y monsieur Etienne se subieron al taxi tras de mí.
– No sabe leer ni una palabra. Su socio le ha enseñado a trazar su firma en los contratos -explicó monsieur Etienne.
– Es difícil de creer, ¿verdad? -comentó Odette-. El hombre que, en un momento u otro, ha sido propietario del Ambassadeurs, del Folies Bergère y ahora del Casino de París no puede escribir ni su propio nombre.
– Era huérfano. Nunca fue a la escuela -aclaró monsieur Etienne.
– ¡Debe de ser muy inteligente! -observé yo.
Monsieur Etienne sonrió.
– Le corre la habilidad empresarial por las venas. Una vez me contó que cuando tenía siete años solía recoger los periódicos de 1a. noche que la gente dejaba olvidados en los bancos del parque y cerca de las salidas de métro. Después, a la mañana siguiente, se colocaba en una esquina anunciando a voz en grito unos titulares inventados, pero muy llamativos. Para cuando sus desprevenidos clientes abrían los periódicos, el granujilla ya había huido como alma que lleva el diablo.
– ¡Dios mío! ¡Espero que no trate de engañarme a mí también! -comenté yo.
Monsieur Etienne asintió.
– ¡Oh, claro que lo hará! -replicó-. Volterra engaña a todo el mundo, grande o pequeño. Es famoso por ello. Pero, por suerte, usted me tiene a mí.
Regresé muy animada al Casino de París aquella misma tarde. Aunque mi nombre no aparecería en los carteles de publicidad, aquello no me impedía fantasear sobre la fama y las buenas críticas. Sin embargo, mis delirios de grandeza se esfumaron en el instante en que entré en el auditorio. Madame Piége y el pianista de ensayos me estaban esperando.
– Tengo entendido que es usted humorista -me dijo madame Piége mientras se le formaban cientos de arrugas en las mejillas al sonreír-. Así que vamos a trabajar sobre eso.
¿Humorista? Un papel cómico no era lo que yo me esperaba. Pensaba que había dejado atrás Marsella. Quería ser sofisticada ahora que estaba en París.
– Mademoiselle Casal la ha puesto por las nubes y monsieur Volterra asegura que tiene usted un sentido innato de la coordinación.
Recordé que Camille no había presenciado mi actuación en Sherezade o en el Café des Singes. Lo único que me había visto hacer era la parodia de las coristas. Comprendí lo que había sucedido: Camille había hablado con monsieur Volterra para que me diera un papel cómico por error. Probablemente, había pensado que yo no era capaz de hacer nada serio.
– Actualmente hago actuaciones muy diferentes, madame Piége -le expliqué-. Ahora canto en un club nocturno.
No obstante, madame Piége no me oyó. Estaba seleccionando unas partituras y le dio una al pianista.
– Vamos a empezar con esta -indicó.
El pianista tocó la melodía y mi cabeza se puso en funcionamiento. Decidí que llamaría a monsieur Etienne inmediatamente después del ensayo y le pediría que le explicara la situación a monsieur Volterra, que a su vez podría proporcionarle nuevas instrucciones a madame Piége sobre mi coreografía. Aquello significaría desperdiciar un ensayo, pero así respetaría los sentimientos de todo el mundo. Monsieur Etienne había insistido firmemente en que él debía encargarse de todas las negociaciones con el Casino de París.
– Me gustó cómo bailó el charlestón -me comentó madame Piége, entregándome una copia de la canción-. Es maravilloso lo rápido que logra aprender las cosas. Eso es un signo de talento.
Suspiré. Tenía la sensación de que, en otras circunstancias, habría disfrutado trabajando con madame Piége. Tomó asiento en la primera fila del patio de butacas y me fue indicando las instrucciones correspondientes mientras yo ensayaba los pasos de baile.
– Contonéese un poco más ahí y dedíquenos una gran sonrisa, ma chérie -me dijo-. Después, continúe arrastrando los pies todo el tiempo que sea necesario, como si hubiera resbalado sobre una cáscara de plátano. -Hice lo que me pedía-. Siga haciendo lo mismo hasta que el público coja el chiste.
Se echó a reír entre dientes, con la diversión bailándole en los ojos. Cuanto más feliz parecía ella, peor me sentía yo. La culpabilidad se estaba empezando a apoderar de mí, porque no tenía ninguna intención de representar aquel número.
Tras el charlestón, madame Piége quería que me paseara contoneándome por el escenario mientras balanceaba un bastón y cantaba una canción que no era graciosa sino más bien simpática, lo cual me hizo odiarla aún más.
¡La! ¡La! ¡Bum! Aquí viene Jean
en su nuevo Voisin.
¡La! ¡La! ¡Bum! Y pregunta: «¿Qué haces?».
¿Qué le puedo decir?
¡La! ¡La! ¡Bum! ¿Que estoy tendiendo la ropa?
– Ahora, cada vez que cante «¡Bum!», golpee el extremo del bastón contra el suelo y tírelo hacia arriba. El tambor le hará un redoble al mismo tiempo. Y cuando coja de nuevo el bastón, el percusionista tocará los platillos -me explicó madame Piége, levantándose de su asiento.
No me sentía capaz de mirarla a los ojos. Se estaba divirtiendo demasiado.
Aunque me aprendí la canción y los pasos de baile en media hora, ensayamos el número durante otras dos horas, suavizando algunos gestos y añadiendo más elementos cómicos. La orquesta se nos unió para que pudiéramos ensayar juntos. Hice lo que pude por seguir animada durante todo el ensayo, aunque se me estaba revolviendo el estómago.
Llegó un mensajero para decirle a madame Piége que las coristas necesitaban que las ayudara a arreglar un error en su coreografía. Se volvió hacia mí.
– Hemos hecho todo lo que necesitábamos con usted, mademoiselle Fleurier. Es usted perfecta. Puede actuar esta misma noche.
– ¿Esta noche?-repetí, con voz ronca.
– Hmmm -musitó monsieur Etienne cuando lo llamé desde la oficina del teatro-, yo también estoy sorprendido. Pensé que Camille Casal no estaba haciendo un número cómico y no esperaba que usted tuviera que hacerlo tampoco. Tenía la impresión de que simplemente iba a cantar la canción que ella interpretaba.
– ¡Quieren que actúe esta misma noche!
– Hmmm -volvió a suspirar monsieur Etienne, quedándose pensativo durante un momento-. En ese caso, no tiene elección. Sencillamente, tendrá que hacerlo. La sustituirán si les resulta problemática.
– ¡Pero detesto ese número! -protesté.
– No tiene usted un nombre lo bastante conocido como para montar un escándalo -replicó monsieur Etienne-. Haga un buen trabajo y veremos qué podemos conseguirle la próxima vez. Solo piense en el dinero que ganará. ¡Es más que en el Café des Singes, únicamente por una canción y un bailecito!
Colgué, sabiendo que tenía razón, pero después de pasar la audición me había sentido eufórica. Ahora, me sentía ridícula. «Cuando sea famosa, voy a montar escándalos por todo y nadie me dirá lo que tengo que hacer», me prometí a mí misma, abrochándome los botones del abrigo y poniéndome el sombrero para dirigirme a casa a descansar antes del espectáculo.
El vestido para mi número del Casino de París estaba cubierto de lunares y tenía volantes alrededor del cuello y del dobladillo de la falda. Las zapatillas de baile blancas lucían unos lazos sobre las correas. Madame Chardin se habría atragantado de la risa si me hubiera visto. En el camerino, que compartía con una domadora de perros y sus dos caniches, le eché un vistazo al programa. Mi número era «de relleno», para darles tiempo a las coristas a que se pusieran un elaborado traje y a los tramoyistas a que hicieran un cambio de decorado.
Cuando salí al escenario y bailé el charlestón, sacudí las piernas y los brazos con entusiasmo, aunque no tuviera ninguna gana. Podía ver al público claramente y, por suerte para mí, todos sonreían. Les respondí con una gran sonrisa, me moví y me contoneé cuando correspondía y canté la canción con la alegría pintada en la cara. Ellos, a su vez, se reían y aplaudían, y salí del escenario convencida de que los parisinos ricos eran más fáciles de contentar que la clase trabajadora marsellesa.
Sin embargo, una vez que entré en bastidores, no había ninguna madame Tarasova, ni ningún monsieur Dargent o Albert para felicitarme por lo bien que lo había hecho. Me crucé con monsieur Volterra en las escaleras y me dio unos golpecitos en el hombro, como si no lograra recordar quién era. Me hubiera gustado quedarme a ver la actuación de Camille en la segunda parte del espectáculo, pero el director de escena me dijo que los artistas de «números menores» tenían prohibido quedarse en el teatro después de que hubiera terminado su actuación, así que me encontré en mi heladora habitación en Montparnasse a las nueve en punto sin tener a nadie con quien hablar. Así fue mi debut en el Casino de París.
El espectáculo en el Casino de París era un éxito y parecía que iba a prolongarse durante todo el verano. A Camille la catapultó al estrellato. Los críticos no paraban de alabarla sin descanso: «Camille Casal tiene una belleza tan vibrante que el espectador siente un hormigueo en la piel en el instante en que ella hace su aparición en el escenario».
Logré ver la actuación de Camille comprando una entrada para una matiné y tomando asiento entre el público después de mi número en el espectáculo. Camille resultaba más sofisticada que en Marsella. En su número había conseguido atenuar sus contoneos y suspiros de carácter obviamente sexual y ahora mantenía una actitud más remota… e incluso más hermosa. El público contuvo la respiración cuando los focos cruzaron el escenario y comenzó a sonar la música de su canción estrella: Quand je reviens. Camille se deslizó a través del telón, ataviada con un vestido ajustado al cuerpo adornado con perlas y lentejuelas que le acariciaban los pechos y las caderas, cubierta con una capa a juego ribeteada de plumas de avestruz. A medida que se aproximaba al público, dejó caer la capa desde los hombros hasta el suelo, como si fuera una cascada de nieve. De pie sobre sus estilizadas piernas, examinó al público y no se movió hasta que todo el mundo quedó impresionado por lo sublime de su aspecto. Cuando se hizo un silencio sepulcral entre los asistentes, comenzó a cantar. Su voz seguía siendo fina, pero tras aquella memorable aparición a nadie pareció importarle.
Mi número no recibió ninguna mención, salvo en un periódico sobre espectáculos poco conocido que decía: «El programa presenta algunos nuevos talentos, entre los que se incluye la vivaz Simone Fleurier, una encantadora morena que baila muy bien y cuya voz claramente tiene personalidad». Sin embargo, no dejé que la falta de atención me amargara. Envié rosas a Camille para felicitarla por su éxito y para agradecerle que me hubiera conseguido la audición.
A pesar de que había comprado cortinas y alfombras, en mi habitación en Montparnasse todavía hacía frío y Odette sugirió que me mudara a un hotel con una calefacción más fiable. Encontré uno en la Rue des Écoles en el Barrio Latino. La encargada era madame Lombard, una viuda de guerra. Comprobó mi edad dos veces en la carta de referencia que monsieur Etienne me había entregado. Yo tenía la edad media de cualquier corista parisina, pero sabía que parecía más joven.
– Venga por aquí -me dijo, devolviéndome la carta de referencia y guiándome por el pasillo.
La habitación de la planta baja estaba amueblada con una cama individual, un escritorio y un perchero del que colgaban unas perchas de alambre torcido. Aunque las cortinas y paredes estaban desgastadas, había una estufa de vapor bajo la ventana y un cuarto de baño compartido en el mismo piso. Lo único que yo necesitaba era un lugar cálido donde dormir y vestirme, y donde colgar mi creciente colección de ropa. El alquiler era solo de doscientos francos más al mes que mi habitación actual, y estaba a punto de aceptarlo cuando madame Lombard mencionó que tenía una habitación más bonita en la planta de arriba.
La segunda habitación tenía un techo abuhardillado que descendía hacia una lucerna que daba a la calle, y además de la cama y la estufa, tenía una cómoda y un armario. A pesar de que el alquiler era el doble del de la habitación de la planta baja -y estaba muy por encima de mi presupuesto-, le dije que me la quedaba.
– Muy bien -me contestó madame Lombard, complacida pero sin sonreír.
Su mirada recayó sobre mis zapatos de piel de cocodrilo y mis medias de seda.
– No está permitido traer hombres en ningún momento. Las visitas hay que recibirlas en la recepción.
– No -tartamudeé. Siempre me sorprendía cuando la gente asumía que, por trabajar en el teatro de variedades, yo era una chica de moral relajada.
Una noche Camille me envió una nota: «Reúnete con nosotros en la parte trasera del teatro después del espectáculo. Bentley nos invita a cenar».
Aunque Camille me había hecho algunos favores, no podía decir que la considerara una amiga demasiado cariñosa. Y, sin embargo, siempre aceptaba sus invitaciones con la sumisa obediencia de una apocada hermana pequeña. Me sentía fascinada por Camille y atraída hacia ella porque me daba cuenta de que poseía algo que yo nunca tendría: el poder de la belleza perfecta. Además de todo aquello, me sentía sola y a la deriva sin mi familia y estaba dispuesta a unirme a cualquiera que me proporcionara compañía.
Llegué al Casino de París cuando Camille, Bentley y François salían por la puerta de artistas. Me sorprendió que Antoine no estuviera con ellos; la última vez que los vi me había quedado con la impresión de que Francois y Antoine iban a todas partes juntos. El chófer de Bentley salió del Rolls-Royce aparcado para abrirnos las portezuelas. A diferencia del taxi, había bastante espacio en la parte trasera.
Bentley había reservado una mesa en Fouquet's en la avenida de los Campos Elíseos. Con solo ver la sonrisa del maître vestido de esmoquin y las mesas, con sus níveos manteles bañados por la luz ambarina de las lámparas de araña, me pareció ridículo haber pensado que la Rotonde era un «restaurante elegante». La cadena de mando para el personal era como la coreografía de un ballet milimétricamente orquestado: la chica del guardarropa se llevó nuestros abrigos; el maître se deslizó entre los demás comensales ataviados con trajes de gala y diamantes para mostrarnos nuestra mesa antes de leernos el menú que incluía ratatouille, terrine de salmón y jabalí silvestre servido con salsa de pimienta; cuando se marchó, el sumiller llegó para apuntar qué bebidas queríamos tomar antes de la cena; el camarero esperaba, porque quería saber si ya habíamos decidido qué íbamos a cenar; después de que hiciéramos nuestra selección, el ayudante de sala avanzó para rellenarnos los vasos de agua y para servirnos unos bollitos de pan; luego volvió el sumiller para recomendarnos los vinos que les irían bien a nuestros platos; cuando hubo terminado, reapareció el camarero con nuevos cubiertos para añadirlos a la impresionante colección de cuchillos, tenedores y cucharas que ya rodeaban nuestros platos y después el sumiller regresó con su ayudante para servirnos el champán. Y, sin embargo, a pesar de toda aquella actividad, aquel restaurante resultaba varios decibelios menos ruidoso que la Rotonde. El resto de los clientes charlaba en voz baja o no pronunciaba palabra.
Contemplé fijamente el nuevo cuchillo que el camarero había colocado junto a mí. Tenía el aspecto de un abrecartas y era tan misterioso para mí como el pequeño tenedor de mi izquierda. Supuse que las dos copas adicionales colocadas a mi derecha eran para el vino tinto y el vino blanco. Me hubiera confundido ver cuatro copas a mi derecha, si dos de ellas no hubieran estado llenas de agua y de champán. La vez que cenamos en Le Boeuf sur le Toit, gracias a que me había dedicado a observar a François y a Antoine, había logrado establecer la diferencia entre el tenedor para ensalada y el tenedor para carne, la cuchara de sopa y la cucharilla de postre, el cuchillo para la mantequilla y el cuchillo para el queso. Pero la exposición de cubertería en Fouquet's resultaba impresionante.
Era consciente de que Francois me estaba observando fijamente. Levanté la vista y le sonreí, decidida a demostrarle que no me encontraba incómoda en un ambiente tan opulento. ¿No había dicho madame Piége que yo era rápida aprendiendo? Su mirada recayó sobre el collar de piedras de imitación que yo llevaba al cuello. Me revolví en la silla y crucé y descrucé las piernas. Por supuesto, aquellas piedras solo eran de oropel; no eran diamantes de verdad como los de la pulsera de Camille. Pero ¿por qué tenía que escrutar de aquel modo mi collar?
Afortunadamente, llegaron los entrantes y Francois se concentró en su plato de caracoles. Al verle extraerlos de sus caparazones con unas tenacillas en miniatura y un tenedor, me alegré de haber pedido foie gras.
– ¿Has visto a Cocteau entre el público esta noche? -le preguntó Camille a Bentley, picoteando de su plato de gambas y comiéndoselas con cuchillo y tenedor.
Me percaté de que Camille se acercaba a su comida con cautela, mientras que Bentley pinchaba y cortaba los embutidos de su plato con elegancia. «Camille está tan fuera de lugar aquí como yo», pensé.
Después del restaurante, fuimos a bailar al Claridge's, bebimos más champán y más tarde fuimos al apartamento de Francois para escuchar sus discos de jazz y tomarnos una última copa. Si me había quedado impresionada por el lujo que ofrecía Fouquet's, la decoración de la vivienda de Francois me dejó estupefacta. Su apartamento se encontraba en la Avenue Foch, cerca del Arco del Triunfo. El edificio de piedra esculpida databa del siglo XIX con balcones de hierro forjado, tejados inclinados y un ascensor dorado que nos llevó hasta la quinta planta. Una sirvienta nos recibió en la puerta y nos condujo a un recibidor tan grande como toda la sala del Dome. Las paredes de color rosa y las lámparas cromadas contrastaban totalmente con la decoración del exterior del edificio. Había un sarcófago de oro en una esquina. «De modo que así es como vive la gente rica», pensé, contemplando la lustrosa réplica de piedra de una esfinge apoyada en una fuente en medio de la estancia y los motivos egipcios en las baldosas del suelo. ¡Y pensar que yo había logrado prosperar en la vida por haber conseguido calefacción y un baño compartido!
Seguí a los demás hasta un salón donde un piano de ébano relucía junto a unos divanes de cuero. Cuadros de tigres y elefantes colgaban de las paredes. Francois abrió unas puertas de cristal que conducían a una terraza con mesas y sillas de madera tallada y cuidados setos plantados en macetas.
– Desde aquí se ve el Bois de Boulogne durante el día -explicó, señalando con el brazo hacia una mancha oscura situada entre el mar de luces.
Había dirigido su comentario a Camille, pero su mirada se movió en mi dirección. ¿Estaba tratando de impresionarme a mí? Deseché aquel pensamiento. Era demasiado rico y yo era demasiado fácil de impresionar como para que aquello supusiera un desafío para él.
– No hace demasiado frío esta noche -comentó Bentley, pasando al lado de Francois y saliendo a la terraza.
Camille le siguió. Yo estaba a punto de salir también cuando Francois apoyó la mano sobre mi hombro y dejó que la puerta de la terraza se cerrara.
– ¿Por qué no me ayuda usted a seleccionar la música?
Abrió de un golpe las puertas de un armario y sacó una balda móvil sobre la que había un gramófono. Colocó la aguja y la música de jazz inundó la habitación. Después dio un paso hacia mí y me sostuvo en posición de foxtrot, con los dedos entrelazados y su pie derecho entre los míos. Empezamos a movernos y Francois me atrajo hacia él. Cuando habíamos bailado en el Claridge's, éramos una pareja más entre una multitud de bailarines. Pero bailar con François en su salón me resultaba incómodamente íntimo.
Aproximó su rostro al mío.
– Ha estado usted distraída toda la noche -me dijo.
Su mano se deslizó por mi omóplato hasta la zona lumbar, que estaba descubierta por el corte del vestido. Me puse rígida y apartó la mano hacia la cintura. El disco terminó, pero Francois no se movió para poner otro nuevo. Sus ojos se fijaron en mis labios y su boca se curvó. Traté de escabullirme, pero me agarró de los hombros y presionó sus labios contra los míos. El beso sucedió tan deprisa que yo me quedé congelada. Me introdujo la lengua en la boca. Me estremecí cuando nuestros dientes entrechocaron, pero no logré moverme hasta que me deslizó la mano por el cuello y me acarició un pecho con la punta de los dedos. Me solté y hui tras la mesa de café.
– Ahora sí lo entiende, ¿verdad? -me dijo-. No es demasiado tarde como para que se marche usted a casa. O se puede quedar y contemplar mis cuadros mientras me cambio de ropa.
Se volvió y abandonó la habitación. Salí a toda prisa por las puertas de la terraza y casi aterricé en el regazo de Bentley. Él y Camille estaban sentados a una mesa, exhalando hacia el cielo nubes de humo de los cigarrillos que se estaban fumando.
– ¿Dónde está Francois? -me preguntó Bentley-. ¿Ya no bailan más?
– Se está cambiando de ropa -respondí.
Me latía con fuerza el corazón e infinidad de pensamientos me pasaban a toda velocidad por la cabeza. ¿Acaso había hecho yo algo para alentar a Francois?
– ¡Pues vaya buen anfitrión! -se quejó Bentley, apagando el cigarrillo sobre un platillo-. ¿Qué está haciendo? ¿Poniéndose el pijama? -Se levantó de su asiento-. Iré a buscar a la sirvienta para que nos prepare unas bebidas. Fue Francois el que sugirió que viniéramos aquí a tomar una última. Como mínimo, podría ofrecernos una copa de oporto.
Cuando Bentley se marchó, Camille contempló mi vestido. Miré hacia abajo y me di cuenta de que, en mi forcejeo con Francois, mi falda se había arrugado a la altura de la cintura y una de las tiras de los hombros se me había caído.
– François está loco por ti -murmuró-. Piensa que eres bellísima.
– ¡Pero si apenas me conoce!
No se me pasó por la cabeza que sencillamente podía marcharme de allí. Por alguna razón, cuando estaba con Camille, pensaba que necesitaba su permiso para hacer cualquier cosa.
Camille exhaló una nube de humo al aire.
– Él es más que rico, ya sabes. Este es su apartamento de la ciudad. También tiene un château en Neuilly. Podría hacer mucho por su carrera.
Mi mente se ralentizó lo suficiente como para examinar a Camille con detenimiento. Sus ojos estaban inyectados en sangre. Habíamos tomado la misma cantidad de vino en la cena y de champán en el Claridge's, pero Camille estaba borracha. Pensé en el momento en que me había encontrado con ella y los demás junto a la puerta de artistas. Quizá habían empezado a beber inmediatamente después del espectáculo.
– Eres virgen, ¿verdad, Simone? -me preguntó Camille, apagando su cigarrillo-. Bueno, pues entonces tendrás que decidir si quieres ser una chica casta o una estrella. No puedes ser ambas cosas.
Miré a mis espaldas; me hubiera sentido más segura si Bentley hubiera estado allí.
– ¿Qué quieres decir?
Camille se inclinó hacia atrás en la silla y me contempló con los ojos entrecerrados.
– ¿Crees que yo habría llegado hasta donde he llegado sin Bentley? ¿O sin monsieur Gosling en su momento? ¿Te crees que las chicas como nosotras podemos llegar a ser algo sin un poco de ayuda?
No contesté; me sentía demasiado sorprendida por el tono de su voz. La manera en la que escupía los nombres de Bentley y de monsieur Gosling sonaba como si le produjeran repugnancia. Sabía que los utilizaba, pero no comprendía qué podía detestar tanto de ellos.
– A mí me descubrió un agente teatral. Vine a París por mi cuenta y ahora canto en dos lugares de prestigio -repliqué-. Y lo he hecho todo sin la ayuda de un hombre.
Camille encendió otro cigarrillo y me miró con seriedad.
– Sí, pero tú solo tienes que preocuparte de ti misma -rezongó-. ¿Crees que haría todo esto únicamente en beneficio propio? Tengo una hija en la que pensar.
Aquella información me dejó aturdida. Miré fijamente a Camille, esperando que me diera algún tipo de explicación.
– Está en un convento. En Aubagne -aclaró. Su voz estaba tan cargada de emoción contenida que a mí también se me formó un nudo en la garganta-. Si no consigo hacer fortuna, ella, por ser hija ilegítima, no tendrá ni la más mínima oportunidad, igual que me ha pasado a mí.
De repente, adquirí una perspectiva totalmente diferente del modo de vida de Camille. Me ardieron las mejillas de vergüenza al pensar que siempre la había considerado una oportunista.
– Su padre era un comerciante de café que ni siquiera se quedó para el día de su nacimiento.
– ¿Y qué pasa con Bentley? -pregunté-. Parece que está impresionado contigo. ¿No te hará su esposa?
Camille arqueó las cejas y se echó a reír. Parecía divertirle mi ingenuidad.
– Simone, ¡los hombres no se casan con chicas como nosotras! Tenemos que obtener de ellos todo lo que podamos y vivir por nuestra cuenta. Además, no creo que su esposa aprobara que yo me casara con él.
¿Bentley ya está casado? -Me di cuenta de que había supuesto que Bentley era un joven soltero buscando diversión y animación en la ciudad. Y, posiblemente, amor.
– Por supuesto -respondió Camille, riéndose entre dientes-. Su esposa está en Londres, organizando bailes para asociaciones benéficas, reuniéndose con las matronas de la alta sociedad londinense y haciendo todas las cosas que se le exigen a una buena mujer casada.
Iba a añadir algo más cuando Bentley regresó con la sirvienta y una bandeja de bebidas. Francois llegó arrastrando los pies tras ellos, se había puesto un batín y un pañuelo al cuello. Parecía que ya se le habían pasado los ardores amorosos y me sonrió antes de rebuscarse en el bolsillo y sacar una bolsita.
– Deje la bandeja -le ordenó a la sirvienta una vez que esta había servido las bebidas.
Cuando la sirvienta se marchó, Francois apartó las botellas y pasó por encima de la bandeja una servilleta limpia. Abrió la bolsita y vertió un montón de cocaína sobre la brillante superficie.
– Ah, ¡unas rayas de nieve! -comentó Bentley, echándose a reír-.:Eres mejor anfitrión de lo que yo pensaba, François!
Se metió la mano en el bolsillo y abrió un estuche metálico, del que sacó una tarjeta de visita y se la entregó a Francois.
– ¡Qué oportuno! -comentó Francois, empleando la tarjeta para dividir el polvo en cuatro líneas.
Cuando terminó, volvió a meterse la mano en el bolsillo y sacó cuatro pajitas, entregándonos una a cada uno.
Bentley empujó la bandeja hacia mí.
– El primero que salude al amanecer, gana -sentenció.
– Hazlo tú primero -le dijo Camille, devolviéndole la bandeja a Bentley-. Estoy segura de que Simone no lo ha hecho nunca antes.
– ¿Es eso cierto? -exclamó Bentley, agachando la cabeza sobre la bandeja-. Entonces no sabe lo que es la vida.
Se colocó la pajita en uno de los orificios de la nariz y, cerrándose el otro con un dedo, esnifó el polvo como un oso hormiguero aspirando los insectos con su trompa. Se echó hacia atrás en la silla y parpadeó, con los ojos húmedos. Camille fue la siguiente en hacerlo, seguida de Francois. Camille comenzó a reírse, pero apretó los puños con tanta fuerza que un hilo de sangre se le resbaló desde donde se había clavado una de sus uñas en la palma de su propia mano. Francois gimió y empujó la bandeja hacia mí, pero en lo único en lo que yo podía pensar era en aquel hombre en el exterior de Le Chat Espiègle que gritaba que tenía miles de cucarachas bajo la piel recorriéndole todo el cuerpo. Me levanté suavemente de la silla y abrí la puerta que conducía al salón.
La sirvienta me ayudó a ponerme el chal y los guantes en el recibidor.
– ¿Desea la señorita dejar algún mensaje a monsieur Duvernoy? -me preguntó.
Negué con la cabeza.
Fuera, en la avenida, la mañana estaba despuntando. El sol brillaba detrás de los tejados de los edificios y de las ramas de los árboles más altos. No había ningún taxi a la vista, así que continué caminando hacia el Arco del Triunfo, en busca de una estación de métro,
Cuando monsieur Volterra comenzó a planear el siguiente espectáculo, monsieur Etienne negoció para que me dieran un número mejor con baile y canción: moderno en lugar de cómico. La mayoría de los teatros en París, incluido el Casino, cerraban en agosto a causa de los ensayos de los nuevos espectáculos que se estrenaban en septiembre. Podría haberme unido a alguna de las compañías que se iban de gira por las provincias en verano o podría haber actuado más noches en el Café des Singes. Opté por no hacer ninguna de las dos cosas y dejé el trabajo en el club nocturno de madame Baquet. Quería volver a la finca durante el verano. Me sentía sola. Debido a mi edad y a mi ocupación, estaba aislada de la vida normal y también del resto de artistas que me rodeaban. Las coristas no tenían interés en conocerme y no era lo bastante famosa como para codearme con las estrellas. Tal y como había quedado claro la noche en el apartamento de Francois, Camille y yo pertenecíamos a mundos totalmente diferentes. Odette era mi única verdadera amiga, pero entre su trabajo y sus clases de pintura, y mis extrañas horas laborales, apenas nos veíamos. Me encantaba París, pero había llegado la hora de hacer una visita a mi hogar.
Cogí el tren nocturno a Pays de Sault, haciendo un derroche al pagar un compartimento en coche cama de segunda clase para no tener que soportar la incomodidad de viajar sentada toda la noche. Me encontré con Bernard en la estación, pero no traía un automóvil deportivo, sino una camioneta.
– Bonjour, Simone. Bienvenida a casa -me saludó y sonrió.
Bernard cargó mi equipaje en la parte trasera de la camioneta y me abrió la puerta del copiloto antes de tomar asiento al volante y poner en marcha el motor. El sol meridional entraba a raudales a través del parabrisas. Me resultaba deslumbrante, después de haberme acostumbrado a la anémica luz de París. Los pinos brillaban bajo el cielo azul y los ruiseñores cantaban. La carretera estaba tan llena de baches que me imaginé que el vaso de leche que me había bebido en el tren se me estaría convirtiendo en mantequilla dentro del estómago.
Le hablé a Bernard sobre Montparnasse, el Café des Singes, mi número en el Casino de París y mi cena en Fouquet's.
– Nos hemos intercambiado las vidas -comentó mientras esbozaba una sonrisa en su bronceado rostro-. Tú te has civilizado y yo me he asilvestrado.
Paseé la mirada desde sus botas con tachuelas hasta su gorra. Una fina película de transpiración hacía que le brillaran las mejillas y la frente. Se había convertido en un auténtico agricultor, pero no tenía nada de silvestre. Sus pantalones de trabajo lucían una raya perfectamente planchada que le recorría cada una de las perneras y el hedor a piel requemada reinante en la cabina de la camioneta desaparecía gracias al toque de colonia que provenía del cuello de su camisa.
Ya había terminado la temporada de cosecha de lavanda. Bernard me contó que había sido todo un éxito y que estaban pensando en adquirir otro alambique para el año siguiente. También esperaban poder comprar la finca abandonada de los Rucart al único heredero, que vivía en Digne. No había posibilidad alguna de restaurar el antiguo caserío, pero querían utilizar el huerto y preparar el resto de los campos para plantar lavanda.
– Tengo un contacto en Grasse que asegura que sus científicos están desarrollando un híbrido que es más resistente que la lavanda silvestre y que produce diez veces más aceite -me explicó Bernard, que sonaba como mi padre cuando tenía uno de sus arrebatos empresariales-. Si funciona, necesitaremos más terreno.
Llegamos a la finca por la tarde. Los cipreses proyectaban su sombra sobre el ardiente camino. Mi madre estaba de pie en el patio, haciéndose visera con la mano y con Bonbon de guardia a sus pies.
Ya de lejos pude ver que la perrita había ganado peso; sin duda, la habían malcriado con las comidas de tía Yvette. Recorrimos la arboleda y mi madre nos llamó. Tía Yvette surgió por detrás de la cortina de cuentas de la cocina, con una sartén en la mano. Chocolat y Olly corretearon tras ella.
Bernard aparcó en el patio. No esperé a que me abriera la puerta; salté de la camioneta y corrí hacia mi madre. Ella también se apresuró hacia mí y me cogió la cabeza entre las manos, besándome repetidas veces en las mejillas. La ternura le brillaba en los ojos, además de una ligera sorpresa, como si yo fuera una aparición que hubiera surgido del bosque.
– Me alegro de verte, Simone. Pero no te vas a quedar mucho tiempo, ¿verdad? Aún no -me dijo, contestándose a sí misma y dedicándome una de sus misteriosas sonrisas.
– ¡Simone! ¿Eres tú? -exclamó tía Yvette, dejando la sartén sobre el alféizar de la ventana y rebuscándose en el bolsillo las gafas. Se las puso y me miró con ojos entrecerrados-. ¡Pero mira qué pelo llevas! -gritó-. ¿Qué has hecho con él?
Se me había olvidado que las iba a impresionar. Las mujeres de nuestra aldea mantenían el pelo largo desde que nacían hasta que se morían, y lo llevaban siempre recogido.
– Así que la cosecha de lavanda ha vuelto a ser buena, ¿eh? -pregunté, tratando de desviar la atención de mi pelo.
– Incluso mejor que la del año pasado -contestó tía Yvette, sonriendo de oreja a oreja.
– ¿Dónde está Gerome? -preguntó Bernard, sacando mis maletas de la camioneta y colocándolas en el umbral de la puerta-. Seguramente le gustará ver a Simone.
– Ahora mismo está durmiendo -le contestó tía Yvette, y volviéndose hacia mí aclaró-; Hemos convertido la sala de estar principal en una habitación para él. Así puede unirse a nosotros durante las comidas y ver el trabajo de la finca sin que tengamos que transportarlo arriba y abajo por las escaleras.
– ¿Entonces está mejor? -pregunté mientras cogía el vaso de vino helado que mi madre me estaba entregando y me sentaba junto a ella en un banco del patio.
El enrejado se había combado por el peso de las flores de la glicinia, que colgaban sobre mi cabeza como racimos de uvas. Su aroma dulzón atraía a varios enjambres de abejas. Una se posó sobre mi falda, ebria por la dulzura del néctar. Deambuló sobre la tela durante unos instantes, sacudiendo las alas y las patas, antes de elevarse de nuevo en el aire.
– Ha mejorado -me explicó tía Yvette, acercando una silla-. Se puede sentar sin ayuda e incluso dice alguna que otra palabra de vez en cuando. Al final no hemos necesitado contratar a nadie que nos ayude con él. Entre tu madre y yo logramos ocuparnos de él.
Mi madre me pasó una raja de melón y me miró a los ojos.
– Ve y échate un rato antes de la cena -me dijo-. Pareces cansada. Podemos hablar más después de que te repongas.
Me tumbé en uno de los dormitorios de casa de tía Yvette y me sentí tan agotada por el viaje que no me molesté ni siquiera en quitarme el vestido. Bonbon saltó a la cama y se hizo un ovillo a mi lado. Le pasé los dedos por el pelaje. Me miró fijamente antes de estirar el morro a modo de bostezo. Ahora era la compañera de mi madre, pero me alegró verla de nuevo. Me dormí, pero no descansé bien, pues el calor me provocó toda una serie de sueños inconexos sobre bailes en el Casino de París y el sonido chirriante de los frenos del tren.
– ¡Simone! -me llamó la voz de mi madre desde la planta de abajo.
Me incorporé de un salto, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho y la espalda húmeda de sudor. Bonbon había desaparecido. Fuera, el sol se había puesto y en el cielo de la tarde brillaba un toque azulado. Debía de haber dormido durante horas.
Bajé las escaleras siguiendo el sonido de los platos que estaban poniendo a la mesa y el aroma del pollo al romero. Cuando abrí la puerta de la cocina, la llama de la lámpara a prueba de viento me hizo parpadear. Tío Gerome se hallaba sentado en la cabecera de la mesa. La expresión de su rostro estaba menos desfigurada que la última vez que lo había visto, pero uno de los ojos se le había quedado firmemente cerrado y su pelo, que siempre había sido canoso, ahora estaba completamente blanco.
Mi madre trinchó el pollo sobre la encimera. Tía Yvette, que estaba sirviendo la sopa en cuencos, dejó el cucharón suspendido en el aire y se quedó mirándome fijamente.
– Simone, ¿te encuentras bien? Estás muy pálida.
– Estoy bien -le respondí-. Es el calor. Me había olvidado de cómo era.
Bernard sirvió un vaso de vino y se lo puso en los labios a tío Gerome para que pudiera beber. Me aclaré la garganta.
– Hola -le saludé.
Me había pasado casi toda la vida temiendo u odiando a tío Gerome, pero verle con aquel cuerpo retorcido me producía mucha confusión. Me entraron ganas de llorar.
Tío Gerome inclinó la cabeza. Un hilo de vino se le resbaló por la barbilla. La expresión de sus ojos era vidriosa y parecía imposible asegurar si me había entendido.
– ¿Por qué lleva el brazo en cabestrillo? -le pregunté a Bernard mientras tomaba asiento a la mesa.
– No lo siente -me contestó Bernard, limpiándole la barbilla a tío Gerome con una servilleta-. A veces olvida que está ahí, así que hay que atárselo para evitar que se lo pille o que se retuerza la articulación.
Tío Gerome emitió un gemido y murmuró:
– ¿Pierre?
– No, es Simone -le corrigió Bernard-. Tu sobrina.
– ¿Pierre? -repitió tío Gerome-. ¿Pierre?
Comenzó a sollozar. El tono suplicante de su voz me desgarró las entrañas. Miré a mi madre y a tía Yvette. Estaban troceando los tomates y los dientes de ajo como si no pasara nada. ¿Cómo era posible que no las trastornara semejante sonido lastimero?
– No te disgustes, Simone -me susurró Bernard-. Tu tío no es desgraciado. El médico dice que es normal que los pacientes que han sufrido un infarto lloren sin motivo aparente.
Hice un gesto de dolor. Tanto Bernard como yo sabíamos que aquello no era cierto. Estábamos escuchando los gemidos de un hombre que se encontraba enterrado en vida, atrapado en el ataúd de su propio cuerpo. Lo que tío Gerome sufría era peor que la muerte. No podía disfrutar de la paz de perder el conocimiento. Era consciente de todos sus remordimientos, todos ellos desfilaban por su cabeza cada día y él tenía que contemplarlos con la impotencia de no poder hacer nada al respecto.
Mi madre y tía Yvette sirvieron la comida. Tía Yvette le metía la sopa a cucharadas a tío Gerome en la boca y así logró que se calmara. Después de la cena, tío Gerome se quedó con la mirada fija en sus propias manos y no volvió a decir nada más durante el resto de la velada. Bernard trató de levantarnos el ánimo preguntándome por qué había traído tres maletas de París.
– ¿Acaso piensas que vamos a ir a bailar al Zelli's todas las noches?
Me eché a reír.
– Cuando retiremos la mesa os enseñaré lo que hay dentro de las maletas.
Mi madre y tía Yvette se negaron a que las ayudara a limpiar después de la cena. Pero cuando terminaron, saqué los regalos que les había comprado antes de dejar París.
– Esto es la última moda -les dije, entregándoles unos paquetes blancos y negros a mi madre y a tía Yvette.
Mi madre abrió la caja de perfume y examinó la botella cuadrada y las llamativas letras de la etiqueta: Chanel N° 5. Aquel diseño representaba todo lo que era chic en París: elegante, sencillo y moderno. Desenroscó el tapón, aspiró el olor del líquido ambarino y se echó para atrás. Arrugó la nariz y se le llenaron los ojos de lágrimas como si acabara de aspirar el acre olor de una cebolla. Estornudó tan fuerte que la caja vacía salió volando por encima de la mesa.
Tía Yvette se humedeció una muñeca con un poco de perfume y se la pasó bajo las aletas de la nariz.
– Sí, es muy especial, ¿verdad?
Bernard, gracias a su habilidad para distinguir las fragancias, fue el que más elogió mi elección de su colonia.
– Esencia de neroli y ylang-ylang -comentó, aplicándose un poco de fragancia en el dorso de la mano-. Jazmín y rosa. -Esperó unos minutos antes de volver a olfatearse la piel de nuevo-. Sándalo, vetiver y vainilla.
– También contiene productos sintéticos. Hacen que la fragancia dure más -le expliqué.
Pensé en los regalos de perfumes de una sola flor que Bernard había traído de Grasse a lo largo de los años, con sus botellas de cristal esmerilado, cuello estrecho y tapones decorados con flores o pájaros de porcelana; y también en las bolsitas de hierbas aromáticas y esas velas a las que mi madre les aplicaba aceite de lavanda o de romero para los días especiales del año. Puede que el Chanel N° 5 estuviera de moda en París, pero comprendí que las cosas sofisticadas podían llegar a ser incongruentes en el sur. A Bernard le sentaba bien la corbata color esmeralda que le había comprado, pero el chaleco de color amarillo mostaza que le había traído a tío Gerome resultaba demasiado chillón en comparación con el color apagado de su ropa y le confería el aspecto de un tétrico payaso.
Tía Yvette se envolvió en el kimono que le había comprado en las Galerías Lafayette por encima de su rural atuendo y sirvió el café con él puesto. La seda carmesí ondeando a su alrededor a medida que se movía de la encimera a la mesa la hacía parecer una de las prostitutas que se paseaban a lo largo de la Rue Pigalle. Pero fue mi madre la que logró adquirir el aspecto más estrambótico. Me había gastado el sueldo de una semana en una estola de zorro plateado que, a pesar del calor, se puso alrededor del cuello. En contraste con su piel bronceada y su cabello enmarañado, aquel accesorio perdía toda la elegancia y parecía exactamente lo que era en realidad: un animal muerto enrollado en torno al cuello de una mujer. Mi equivocación me demostró lo diferentes que se habían vuelto nuestras vidas y aquello me entristeció. ¿Aquel era el resultado de salir al mundo exterior y de labrarme una vida propia? Desde la muerte de mi padre me había sentido de repente muy cercana a mi madre, pero ahora habíamos tomado caminos distintos. Me pregunté si lograríamos reconocernos dentro de unos años.
Mis dos semanas en Pays de Sault transcurrieron lentamente al principio, pero cuando la quincena llegó a su fin sentí que el tiempo había volado sin que yo me diera cuenta. Al principio, lejos de todo el bullicio y las distracciones de París, tuve que readaptarme a la costumbre de hacer las cosas lentamente y con un propósito concreto. Era necesario ir a buscar agua del pozo todos los días, había que recoger las verduras del huerto y las distancias se recorrían a pie o en bicicleta, y no en taxi. Mi cuerpo tuvo que adaptarse de nuevo al ritmo de la vida en el campo: levantarse temprano e irse a la cama después de que anocheciera. Colaboraba en la cocina y con los animales, pero siempre que me ofrecía para ayudar en las tareas agrícolas todos se reían.
– Antes se te daba mal -me dijo Bernard, dándome unos golpecitos en la espalda-, así que no imagino que la cosa haya mejorado ni lo más mínimo en París.
Teniendo en cuenta su milagrosa adaptación a la vida rural, ¿cómo podía llevarle la contraria?
Todos los días visitaba la tumba de mi padre a la caída del sol. Bonbon me acompañaba, era el único momento en el que se separaba de mi madre. Un día mientras plantaba un poco de lavanda junto a su tumba, la letra de La bouteille est vide me vino a la mente. Era cierto que cuanto más conseguíamos, más deseábamos. Si alguien me hubiera dicho que un día me vestiría con ropa comprada en unos grandes almacenes en lugar de con prendas de segunda mano caseras, que viviría en París y me ganaría la vida cantando, hubiera pensado que aquella vida era lo más maravilloso que me podía imaginar. De repente, descubrí que quería algo más. Deseaba ponerme trajes de alta costura como Camille; deseaba un apartamento como el de Francois y no solo quería ser cantante: anhelaba convertirme en una estrella. Es más: quería que todas aquellas cosas tuvieran lugar conforme a mis propias condiciones.
Decidí que iba a asumir riesgos y lograría mantenerme por mi cuenta o fracasaría. No dependería de los hombres, como hacía Camille. Me vino a la mente el rostro de André Blanchard. Si iba a estar con un hombre, lo haría porque le amara.
Cuando llegó la mañana en la que Bernard tenía que llevarme de vuelta a Carpentras para coger el tren de regreso a París, me di cuenta de que mi visita había significado algo más que un descanso de las exigencias de mi vida en la capital. Me había permitido tomarme un respiro antes de ascender la montaña del éxito.
Tía Yvette y mi madre sentaron a tío Gerome en una silla junto a la puerta para que pudiera contemplarnos a Bernard y a mí yendo y viniendo con las maletas escaleras abajo y verme a mí corriendo de vuelta a mi habitación en busca de las cosas que había olvidado meter en la maleta. Cuando hubimos cargado todo en la camioneta, besé a tío Gerome en las mejillas.
– Bueno -dijo, fijando su ojo sano en mí antes de volver a perderse en sus propios pensamientos.
Tía Yvette me echó un brazo por los hombros, me dio un beso y me llevó hasta la camioneta.
– Date prisa -me advirtió- o perderás el tren. No quiero que Bernard conduzca por esa carretera como un piloto de carreras.
Acaricié a Olly, a Bonbon y a Chocolat por turnos. Bonbon me dedicó una mirada culpable; quizá percibía que me sentía sola en París. Pero Chocolat la había adoptado y mi madre la adoraba, así que no podía separarlas bajo ningún concepto. Le froté las orejas a Bonbon para que supiera que lo comprendía.
– Eres exactamente igual que Bernard -le dije-. Te has enamorado del campo.
Bernard arrancó la camioneta.
– Vamos, Simone -me llamó-. Te toca hacer el saludo final.
Me eché a reír y le di un beso a mi madre. Me cogió las manos entre las suyas y me las apretó. Tenía suciedad incrustada en los nudillos y la piel áspera: las suyas eran manos honradas, endurecidas por el trabajo decente. Al verlas, sentí el corazón henchido de amor.
Cuando llegué de vuelta a París, madame Lombard me entregó una carta que volvió del revés todos mis planes. Mi número en el Casino de París había sido eliminado. No porque no fuera bueno, según escribía con mucho tacto la ayudante de monsieur Volterra, sino porque el espectáculo resultaba demasiado largo y monsieur Volterra no podía recortar ninguno de los números del humorista principal, Jacques Noir.
Me desplomé sobre la cama. ¿Qué iba a hacer ahora? Después de gastarme hasta el último céntimo en los regalos para mi familia, solo me quedaban doscientos francos y tenía que pagar el alquiler a la semana siguiente. Y ya no tenía el número en el Café des Singes como colchón económico.
La situación no dejaba de ser irónica, dado el propósito que había madurado en Pays de Sault. En lugar de conseguir más de lo que ya tenía, estaba a punto de perder lo poco que había logrado. Mi sueño de convertirme en una estrella parecía más lejos de mi alcance que nunca.
A la tarde siguiente, madame Lombard me pidió que bajara a atender una llamada telefónica. Al otro lado de la línea estaba monsieur Etienne. Me ordenó que me dirigiera al Casino de París inmediatamente.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté en voz baja, porque madame Lombard se había quedado merodeando por la zona de recepción mientras arreglaba un jarrón con tulipanes y sacudía los cojines del sofá.
– La esposa de Miguel Rivarola lo abandonó ayer por la noche. Tienen que encontrarle una pareja de tango hoy mismo o ha amenazado con volverse a Buenos Aires.
Me retorcí el cable del teléfono alrededor de la muñeca y lo volví a soltar de golpe. El tango había adquirido popularidad en París desde que Rodolfo Valentino lo bailara en la película Los cuatro jinetes del Apocalipsis, y lo había visto bailar en los cafés y los bals musettes. Sin embargo, había una gran diferencia entre lo que las parejas bailaban durante la sobremesa y lo que interpretaban Rivarola y su esposa ante el público. Los había visto bailar en el Scala una vez y me había quedado cautivada por la sensualidad de sus movimientos y el ímpetu con el que movían piernas y brazos. Eran como dos llamas ardiendo sobre el escenario.
– ¿Y ahora mismo Rivarola no está más preocupado por encontrar a su mujer? -pregunté.
– No -me contestó monsieur Etienne, echándose a reír-. Es un profesional de pies a cabeza. Lo demás no importa, pues sabe que el espectáculo debe continuar. No olvide que la temporada comienza en tres semanas.
«¿Quién puede igualar a María?», pensé, alisándome el cuello del vestido. La profundidad de sentimiento necesaria para interpretar un tango era algo que no se podía aprender de un día para otro. Que el Casino quisiera que yo lo intentara demostraba lo desesperado que estaba monsieur Volterra.
Madame Lombard pasó rozándome y se sentó tras el mostrador de recepción para revisar el correo que acababa de llegar. Le dije a monsieur Etienne que me presentaría en el Casino en menos de media hora. No me iba a quejar si monsieur Volterra quería ofrecerme un número: necesitaba el dinero.
Cuando llegué al Casino de París, comprobé con resentimiento que monsieur Volterra no solo me había incluido a mí en la audición para la pareja de baile de Rivarola, sino que estaban allí todas las coristas y otras artistas que realizaban números menores. Las tres primeras filas del patio de butacas estaban llenas de mujeres ataviadas con vestidos holgados y zapatos de baile. Sophie, la corista principal, se había sentado junto a monsieur Volterra y sostenía una rosa entre los dientes. Estaba a punto de darme la vuelta para marcharme cuando monsieur Volterra se percató de mi presencia y me saludó con la mano. Le devolví la sonrisa y tomé asiento. En pro de una buena relación con él en el futuro, era más sensato que me quedara.
Rivarola se encontraba sobre el escenario, probando unos pasos de tango con una de las coristas. Maniobraba como un gato al acecho, concienzuda y deliberadamente. De repente, estalló.
– ¡No, no, no! -murmuró, apartándose bruscamente de su pareja y dirigiéndose a Volterra-. ¡Esta chirusa no me sigue!
Como Rivarola no hablaba demasiado francés y Volterra no sabía ni palabra de español, el comentario lo tradujo un técnico de iluminación que era de Madrid.
– Dice que la chica no sigue sus pasos -explicó el muchacho.
– ¡Pero es muy hermosa! -protestó monsieur Volterra, extrayéndose un pañuelo del bolsillo y secándose la frente-. Seguro que podrá aprender algo si él le enseña. No es como si pudiéramos sacarle otra bailarina de tango argentina del sombrero del mago. Y al fin y al cabo su contrato sigue en pie.
Hubo un momento de pausa mientras el técnico le traducía aquellas palabras a Rivarola. El bailarín cruzó los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza.
– ¡Esta mina salta como un conejo! -gruñó, blandiendo el puño hacia los bastidores-. Yo quiero una piba que se deslice como un cisne.
El técnico de iluminación trasladó el peso de su cuerpo de un pie a otro y recogió un cable suelto de uno de los focos, tratando claramente de evitar tener que traducir aquel último comentario.
Al ver que era inútil continuar con aquella discusión, monsieur Volterra le indicó a la corista que se sentara y llamó a otra, que se aproximó cautelosamente al escenario, como una virgen ante un sacrificio.
– No me extraña que su mujer le haya dejado -le susurró una corista a otra-. Es demasiado difícil de contentar.
Aunque me había resignado a que aquella audición iba a ser una pérdida de tiempo, me intrigaba el método de Rivarola para poner a prueba a las posibles candidatas. Empezaba por marcarle un paso de tango para que la chica lo siguiera. Cuando estaba seguro de que ella había comprendido la variación, se volvía y le hacía un gesto con la cabeza a un tramoyista que esperaba en la primera bambalina. El hombre ajustaba la aguja del gramófono en un disco y la música de tango resonaba en el aire. Entonces, Rivarola avanzaba hacia la chica y la aferraba con una de sus manos firmemente colocada sobre la zona lumbar de ella y el torso presionado contra el de ella. Aquel abrazo resultaba sugerente, pero no había ni rastro de familiaridad en el rostro pétreo de Rivarola. Se mantenía en aquella posición, sin pestañear ni mover ni un músculo, durante al menos un minuto. Si la chica se retorcía, se echaba a reír o movía los pies, la descartaba.
Me incliné hacia delante y estudié a Rivarola. Tenía como mínimo cuarenta y muchos años: aunque su cuerpo era flexible como el de un muchacho, era el rostro lo que revelaba su edad. Tenía hinchadas bolsas bajo los ojos, y su cuello, aunque se mantenía firme en la zona de la barbilla, tenía piel de gallina. Y, sin embargo, de alguna manera, aquellos defectos los contrarrestaba con el parpadeo de sus ojos y la curva de sus labios fruncidos. Cada vez que giraba la cabeza o doblaba las piernas rezumaba sensualidad por los cuatro costados. Comencé a sospechar que aquel fuerte abrazo al que sometía a las candidatas era para probar si la chica se inflamaría con la llama que ardía bajo su piel o si se fundiría con ella. Después de que Camille me dijera que yo era tan obviamente casta, tenía la certeza de que no sería la elegida. No obstante, sentía curiosidad por saber a quién seleccionaría.
Si la candidata pasaba la prueba del abrazo, Rivarola bailaba el paso de tango con ella, propulsando a la chica por el escenario y cambiando con frecuencia de dirección. Me percaté de que no desechaba a las bailarinas por confundirse con los pasos; no parecía estar buscando la perfección. Me intrigaba el modo en el que guiaba a sus diferentes parejas -cerniéndose sobre ellas, retrayéndose de ellas e incluso olfateando sus coronillas-, como si estuviera eligiendo flores en un mercado por su fragancia. Sin embargo, tras más de una hora de audición, ninguna de las chicas le complacía.
– ¡Esto es como bailar con troncos! -bufó Rivarola en español justo antes de que monsieur Volterra me ordenara subir al escenario.
No tenía ni la menor idea de qué acababa de decir, pero por su tono sabía que no era nada bueno. Sus insultos eran injustificados: tenía a su disposición a algunas de las mejores coristas de París, muchas de las cuales contaban con formación como bailarinas de ballet. Me puse en posición frente a él y me preparé para la prueba mientras me imaginaba el bollito de crema bañado en chocolate que pensaba devorar en cuanto saliera de la audición.
Rivarola contempló mis tobillos y se agachó para acariciarlos como un hombre que estuviera eligiendo un caballo de carreras. Parecía intrigado por la forma que tenían, aunque nadie me había hecho nunca ningún comentario sobre mis tobillos antes. Me rozó con las manos los puentes de los pies y deslizó los dedos por los empeines. Luché por contener la comezón que me irritaba la tráquea; estaba decidida a no reírme. Quería aguantar por lo menos hasta la segunda prueba antes de que Rivarola me descartara. Tenía curiosidad por descubrir cómo tomaba sus decisiones.
El tramoyista colocó la aguja en el gramófono y Rivarola me apretó contra su pecho. Tuve que contener un grito. Algo parecido a un rayo saltó de su pecho al mío. Me sacudí por la fuerza de la conmoción, pero no me moví del sitio. Rivarola me miró a los ojos. De alguna manera logré mantenerle la mirada. «Esto es lo que debe de sentirse cuando te seduce un gitano», pensé, aunque Rivarola no lo era, por supuesto. Era argentino de pura cepa.
Rivarola me movió hacia atrás, pero por la fuerza que brotaba desde sus piernas me dio la sensación de que me estaba arrastrando una columna de aire. Me cogió por sorpresa, pero no me resistí. Entonces, la fuerza de la gravedad pareció disiparse alrededor de mi cuerpo, mis piernas revoloteaban como si estuvieran flotando. Aquello no era lo que yo esperaba del tango, más bien me había imaginado que sería un baile cargado de dramatismo y desesperación. María siempre bailaba con los brazos alrededor del cuello de Rivarola, como la víctima de un naufragio aferrándose a un madero. Ahora me preguntaba si lo que había intentado era contener sus ganas de escaparse. Rivarola acometía cada paso como si estuviera probando el agua de un baño con la punta del pie. Y, sin embargo, todos sus movimientos eran fluidos. La música se separaba en capas y Rivarola bailaba cada una de ellas. A veces seguíamos la melodía del piano; otras, la nostálgica voz del cantante; otras, los violines. Nunca había prestado tanta atención a los detalles de la música mientras bailaba, solamente al ritmo y al compás en general. Hasta entonces, había considerado la música como el acompañamiento del baile, pero para Rivarola la música era lo esencial.
De repente, se detuvo y me separó de él bruscamente. Me di cuenta de que mientras pensaba en la música había perdido la concentración en los movimientos. El rostro de Rivarola se contrajo y se precipitó sobre monsieur Volterra a tal velocidad que pensé que le iba a propinar un puñetazo en la cara. El empresario teatral debió de pensar lo mismo, porque se echó hacia atrás en su asiento.
– ¡Esta piba acaricia la música como una diosa bailando sobre las nubes! -gritó Rivarola.
Monsieur Volterra se quedó boquiabierto y miró consecutivamente a Rivarola y al técnico de iluminación. El rostro del muchacho empalideció y le temblaron las piernas. La aguja del gramófono se salió del disco y la estancia se quedó en un silencio sepulcral. Todo el mundo parecía estar conteniendo el aliento, a la espera de que el técnico interpretara lo que Rivarola había dicho. El chico se deslizó hacia el borde del escenario.
– Rivarola dice que es perfecta -le aseguró a monsieur Volterra, que se había puesto blanco como una sábana-. Dice que acaricia la música como una diosa bailando sobre las nubes.
En un mismo día, pasé de no tener trabajo a ser parte de un dúo con uno de los bailarines de tango más famosos del mundo. Rivarola y yo incluso aparecíamos en cartel, porque bailábamos en varias escenas y nuestro número era la subtrama del tema del espectáculo sobre el amor prohibido. Era la primera vez que veía mi nombre entre luces desde Marsella, ¡y esta vez era en el Casino de París! Pero lo cierto es que me gané a pulso todas y cada una de las letras que aparecían en cartel. A apenas tres semanas del estreno, el programa de ensayos resultaba extenuante: tres horas de clases de tango todas las mañanas y un ensayo de verdad de dos a seis todas las tardes.
– ¡Necesitás más disciplina pa' ser una bailarina seria que pa' ser una cantante de comedia! -me gritaba Rivarola al menos tres o cuatro veces durante cada sesión.
Después de haber aprendido algunas frases de inglés al trabajar en el Café des Singes, ahora empecé a aprender español también -toda una necesidad, al pasar varias horas al día con un argentino que se negaba a hablar en francés- y entendí lo que Rivarola quería decir más de lo que él nunca llegó a reconocer. Resultaba fácil esconderme tras las letras de canciones graciosas; sacar de mi interior lo que estaba oculto a ojos de todos era mucho más difícil. Sabía que si quería dejar atrás las canciones pueriles y los trajes ridículos para siempre, tenía que lograr que nuestro número fuera un éxito. ¡Monsieur Volterra incluso mandó que pintaran nuestro retrato para colocarlo en la pared contraria a donde estaban los carteles de Camille y Jacques Noir!
– ¡Che, préstame más atención! ¡No bailes pa' la gente!
El técnico de iluminación, que hacía las veces de intérprete durante los ensayos, me había escrito aquella frase y yo la pegué en el espejo de mi camerino. «Céntrate en Rivarola. No actúes para el público.» Aquella consigna iba en contra de todo lo que me habían enseñado como cantante, pero era la única manera de que un dúo de bailarines cautivara al público. La gente que nos veía actuar tenía que creer que estaban presenciando un romance en la vida real entre un hombre y una mujer.
Ignoraba si Rivarola comprendía la seriedad con la que me estaba tomando sus instrucciones. Nunca me quitaba las zapatillas de baile hasta que llegaba a mi habitación en el hotel y, cuando lo hacía, tenía que despegármelas de mis amoratados pies llenos de ampollas. Con un grito de alivio, los sumergía en una palangana de agua fría. A menudo, después del ensayo examinaba mi rostro en el espejo. A causa de los constantes improperios de Rivarola, mis ojos estaban adquiriendo una mirada altanera y en la boca lucía una mueca rebelde. Las mejillas y la barbilla se me habían afilado desde que llegué a París. Era como si Rivarola me estuviera transfiriendo algo de sí mismo. Normalmente bailábamos con las mejillas juntas, pero, a veces, durante los ensayos, presionaba su frente contra la mía.
– Así podemos leer la mente del otro -me decía.
Me dio vergüenza la primera vez que Rivarola presionó su pecho con tanta fuerza contra el mío que sentí como si mis senos se aplastaran contra sus costillas, pero no protesté. Tampoco dije nada cuando durante algunos de los pasos del baile frotaba su pierna entre las mías mientras me echaba hacia atrás. Me parecía quizá la mejor manera de deshacerme de mi virginidad y seguir siendo fiel a mi arte. Perder mi inocencia sobre el escenario era infinitamente mejor que venderla por dinero a hombres como Francois. La pureza no correspondía con el estilo del tango. Si quería resultar verosímil bailándolo, tenía que transmitir al menos un toque de lujuria y deseo carnal, y también en eso, al igual que con el baile en sí, me estaba instruyendo Rivarola.
Cuando el público y los columnistas de sociedad nos vieron actuando juntos sobre el escenario, asumieron que Rivarola y yo éramos amantes también en la vida real. Los que nos veían entre bastidores sabían que no era cierto. Durante los minutos que bailábamos juntos, Rivarola y yo ardíamos de deseo en brazos del otro. No obstante, tan pronto como caía el telón y corríamos entre bastidores, él se desembarazaba de mí como de la camisa sudada que le tiraba al ayudante de vestuario. Entre actos, se escondía en su camerino, bebiendo whisky y fumando cigarros. No estaba interesado en mí más allá de lo que yo significaba para él en escena. Creo que ni siquiera se aprendió mi nombre hasta varias semanas después del estreno. Y aun así, desde la primera noche, nuestro baile hacía que el público se pusiera en pie para ovacionarnos y recibiéramos críticas cargadas de admiración. En el Paris Soir, el crítico escribió: «El sublime equipo formado por Rivarola y la recién llegada Simone Fleurier es uno de los platos fuertes del espectáculo. La inconfundible actuación de Rivarola es suficiente para acelerarle el pulso a cualquiera y su pareja de baile lo iguala en todos los sentidos con su elegancia y precisión».
Monsieur Etienne se sintió muy complacido por mi éxito y para celebrarlo nos llevó a Odette y a mí a cenar a La Tour d'Argent.
– Una cosa es ser una gran cantante -me dijo-, y otra es poder bailar como usted lo hace.
– No creo que haya nadie aparte de ti aquí en París que sea capaz de hacer ambas cosas con tanta genialidad como tú -añadió efusivamente Odette.
Monsieur Etienne levantó su copa de champán.
– París es su pareja de tango, Simone. Lo tiene usted al alcance de la mano.
Hasta entonces, las valoraciones que monsieur Etienne había hecho sobre mí siempre habían sido positivas, pero cautas. Aquel elogio tan significativo por su parte me proporcionó la confianza que necesitaba. Viniendo de él, podía estar segura de que no eran meros halagos. Y, sin embargo, aunque puede que fuera cierto que estuviera a punto de conquistar París, no todo el mundo estaba precisamente entusiasmado conmigo.
Lo mejor de pasar de un papel menor a ser la protagonista de una actuación importante era que me incluían en el espectacular número final. El escenario estaba ambientado en una villa española, llena de tiestos y geranios en flor, y un patio andaluz con una fuente como telón de fondo. El público suspiraba de admiración cuando Camille hacía su entrada, descendiendo del techo sobre una lámpara de araña, como una deidad bajando de los cielos. Aterrizaba en brazos del bailarín principal, que llevaba puesto un traje de torero cuyos pantalones eran lo suficientemente ajustados como para subirle la temperatura a cualquier mujer. El atuendo de Camille también era muy atrevido: un vestido de sevillanas cortado en la parte frontal para mostrar el corsé y el calzón y una mantilla de encaje, que le caía por los hombros, unida a una peineta que llevaba en lo alto de la cabeza. Las coristas, ataviadas con poco más que unos sombreros cordobeses y unas pocas lentejuelas en lugares estratégicos, se arremolinaban alrededor de la pareja contoneando unos abanicos de plumas. Los payasos, que representaban el papel de los banderilleros del matador, perseguían y eran perseguidos por dos payasos más, disfrazados de toro. Antes de que Camille hiciera su aparición, yo bailaba una especie de flamenco a la francesa que Rivarola se negó a ejecutar porque no tenía nada que ver con Argentina, pero todas las coristas me imitaban detrás mientras lo bailaba. Yo salía cuando me llevaba por delante un picador a caballo, con un caballo de verdad. El animal se llamaba Roi y era la cría de uno de los purasangres de carreras de monsieur Volterra. Después de que Camille y su amante bailaran y cantaran su número triunfal, las coristas ejecutaban un cancán. Todo aquel baile no tenía nada que ver con España, pero al público le encantaba.
Aunque era una estrella, Camille no aparecía en el cartel principal de la temporada. Aquel lugar privilegiado le correspondía a Jacques Noir, «el humorista más adorado de todo París». «Adorado» era el término adecuado: siempre que aparecía en el escenario, mi camerino temblaba por la fuerza del terremoto provocado por el aplauso del público. Una vez mi fotografía de Fernandel -que me había autografiado después de que le viera actuar en el Folies Bergère- se cayó de su alcayata por las violentas vibraciones y se hizo pedazos contra el suelo. El vidrio se rajó por encima de la sonrisa bobalicona del humorista. «Pobrecillo Fernandel», pensé. Aunque era uno de los cantantes cómicos de más talento de París, dudaba que su rostro caballuno, con aquellos oscuros círculos bajo los ojos, jamás pudiera describirse como «adorado».
Cuando Rivarola y yo nos adaptamos a nuestro número, le pregunté al director de escena si podía presenciar la primera aparición de Jacques Noir entre bambalinas. A causa de mi horario, nunca lo había visto actuar. Noir aparecía en el número final después de mí, cuando los tramoyistas se afanaban en maniobrar para sacarnos al picador, a Roí y a mí de escena, antes de que el caballo tapizara de excrementos el suelo donde los demás artistas pudieran pisarlos. A pesar de que no lo alimentaban durante las seis horas anteriores al espectáculo, los movimientos intestinales eran una reacción típica de Roí a su euforia después de salir a escena.
– La esposa de Noir es la única que se sienta entre bastidores durante su actuación -me informó el director de escena-. No le gustan las distracciones.
– Seré discreta-le prometí-. No lo puedo ver durante los ensayos porque son siempre a puerta cerrada.
– Lo hace así para que la gente no le robe los trucos antes de que los haga ante el público.
– Yo no voy a hacer eso -repliqué-. ¡A menos que usted piense que Rivarola y yo tenemos posibilidades para hacer un número cómico!
Finalmente, el director de escena cedió y me condujo a una zona del bastidor izquierdo en el que había un taburete de madera. Estaba astillado y me picaban las piernas, pero sonreí como si no pasara nada.
El director de escena se llevó el dedo a los labios.
– ¡No quiero oír ni un suspiro! -me advirtió.
Escudriñé la oscuridad y vi a una mujer sentada en el bastidor opuesto. Le iluminaba el regazo un círculo de luz que provenía de una lámpara de mesa colocada en una estantería sobre su cabeza. «Esa debe de ser la esposa de Jacques Noir», pensé, perpleja por su aspecto. Para ser la esposa de uno de los artistas más ricos de París, tenía un estilo muy poco elegante, embutida en un vestido gris. Excepto por la alianza en el dedo anular, no lucía ninguna otra joya. Y si al director de escena le preocupaba tanto que yo respirara, me pregunté qué le parecería que madame Noir estuviera haciendo punto. El chasquido de sus agujas se oía incluso desde donde yo me encontraba. Su cuello tenía el aspecto del de un pajarillo y junto con las arrugas que lucía en su frente la hacían parecer la madre de Noir más que su esposa. Había oído que Noir solo tenía treinta y dos años.
Las coristas abrían el número con un baile de jazz sobre un tablero de ajedrez con bailarines de reparto vestidos de reyes, reinas, alfiles y caballos. Mientras los bailarines se marchaban del escenario por la escalinata principal, uno de ellos retiró la parte de arriba de una torre gigante. La pieza de ajedrez se abrió y de su interior surgió un hombre vestido de frac con un sombrero de copa. Era tan obeso como un hipopótamo con tres papadas por barbilla y unos acechantes ojillos redondos y brillantes sobre una nariz que tenía el aspecto de un morro de cerdo. A pesar de su caro traje inglés, pensé que era el hombre menos atractivo que había visto en mi vida. Hubiera jurado que era uno de los payasos disfrazado con almohadones y maquillaje extra hasta que la multitud enloqueció y las mujeres comenzaron a gritar: «¡Jacques! ¡Jacques!».
Se me cortó la respiración en mitad de la garganta. Si el aspecto de su mujer me había sorprendido, ahora me tocó asombrarme del propio Noir. ¿Aquel era el humorista más adorado de todo París? Maurice Chevalier era atractivo y desprendía encanto francés. Incluso Fernandel no resultaba tan repulsivo en comparación con Noir. Pensé en el cartel que había en el vestíbulo: el artista se había tomado algunas libertades para mejorar la apariencia del humorista. Sin embargo, por la reacción del público me di cuenta de que provocaba un efecto mucho más positivo en ellos que en mí.
– ¡Señoras!, ¡señoras! -les dijo Noir-. ¡Por favor! ¿Qué van a pensar sus acompañantes masculinos?
Las agitadas mujeres se rieron y se calmaron.
– Por lo menos, tienen ustedes el buen gusto de haber venido esta noche al Casino de París -comentó con una gran sonrisa en la cara mientras caminaba con aire arrogante por el escenario- y no han ido a ver a Mistinguett al Moulin Rouge. -Se detuvo, miró a la multitud y se pasó lentamente la lengua por el interior de la mejilla-. ¿Saben ustedes la diferencia entre Mistinguett y una piraña?
El público se puso en tensión, a la espera del remate del chiste.
– El pintalabios.
La multitud rugió de la risa y aplaudió. Noir rápidamente siguió hablando.
– ¿ Qué es lo primero que hace Mistinguett cuando se levanta por la mañana? -Y, tras una pausa ensayada, contestó a su propia pregunta-: Se pone la ropa y se va a su casa.
Aquella broma hizo que el público se carcajeara y aplaudiera aún más. Me pregunté si estaría alucinando. ¿Podía ser realmente aquel hombrecillo obeso Jacques Noir? ¿El Jacques Noir al que le pagaban más de dos mil francos por actuación? Aquel hombre era atroz.
Miré al otro lado del escenario para ver a su esposa. No parecía estar prestando mucha atención a la actuación de su marido; daba una puntada tras otra como si estuviera esperando el tren en lugar de entre bastidores en un teatro de variedades. Mientras tanto, Noir pasó de despellejar a Mistinguett a humillar a Maurice Chevalier, que había aparecido en las columnas de cotilleos esa misma semana porque se rumoreaba que había intentado suicidarse.
– Saben lo que ha pasado, ¿verdad? -comentó Noir riéndose y mirando al público-. Dicen que fue porque tiene malos recuerdos de la guerra. ¡Ja! Será más bien por los malos recuerdos de Nueva York. Cuando estaba tratando de labrarse un nombre como gran estrella de Broadway, un niño y su madre se le acercaron y el niño le preguntó: «Mister Chevalier, ¿puede firmarme en mi cuaderno de autógrafos?». «Claro, chico», contestó Chevalier, lo suficientemente alto como para que todo el mundo en el radio de una milla supiera que alguien lo había reconocido. Pues bien, el muchacho sacó su minúsculo cuadernillo, de no más de cinco por cinco centímetros, que había comprado en un almacén de baratillo. «Vaya, muchacho -comentó Chevalier-, no hay mucho espacio aquí. ¿Qué quieres que ponga?». El chaval se lo pensó durante un rato y entonces se le encendió la mirada. «¿Sabe, mister Chevalier? ¡Quizá podría escribir todo su repertorio!»
El chiste hizo que el teatro se viniera abajo por las carcajadas del público. La relación de Noir con los espectadores me desconcertó. ¿Me estaba perdiendo algo? ¿Quizá trabajar con Rivarola había hecho que perdiera mi sentido del humor? Me pregunté qué pensaría monsieur Volterra de las pullas de Noir a Mistinguett y Chevalier; después de todo, eran dos de las estrellas más importantes que habían pasado por el Casino de París. Dudaba que después de aquella noche quisieran volver a actuar allí de nuevo. Pero Noir también tenía algo preparado para monsieur Volterra.
– ¿Cómo se puede saber si un empresario teatral está vivo o muerto? -preguntó al público-. ¡Abaníquenle con un billete de dos mil francos!
Después de aquello, la orquesta comenzó a tocar y Noir inició una canción. Todo el tono de la actuación cambió y entonces comprendí qué era lo que lo hacía tan atractivo. Noir tarareaba y medio cantaba, medio recitaba la canción con una voz que era la mejor que yo había oído en un cantante en París. Tenía más resonancia que el argot de Chevalier y era más ágil en sus saltos y acentuaciones que la de Fernandel. Si cerraba los ojos, podía olvidarme de que la canción la estaba interpretando aquel hombre tan repugnante. Aquella voz pertenecía a alguien apuesto. Pero incluso cuando abrí los ojos, el aspecto de Noir mejoró mientras cantaba. Tenía algo magnético. Traté de descubrir con exactitud qué era, porque me temía que podía ser aquella «cualidad para el estrellato» que yo andaba buscando tan desesperadamente. Quizá era la confianza que irradiaba por todos los poros de su generoso cuerpo. Era bueno y lo sabía.
Estaba tan embelesada por su canción sobre un dandi que está enamorado de la doncella de su amante que me olvidé del taburete astillado y de la crueldad de las bromas que antes había contado. La voz de Noir suavizaba sus asperezas de la misma manera que el mar despunta las piedras afiladas. Pero al instante siguiente dejé de disfrutar de un golpe. Noir cogió un bastón y recorrió dando saltitos el escenario mientras balanceaba el bastón al ritmo de una música que reconocí perfectamente.
;La! ¡La! ¡Bum! Aquí viene Jean
en su nuevo Voisin.
¡La! ¡La! ¡Bum! Y pregunta: «¿Qué haces?».
¿Qué le puedo decir?
¡La! ¡La! ¡Bum! Que estoy calentando mi maquinita…
Noir estaba parodiando la canción que yo había cantado en el espectáculo de la temporada anterior, pero su versión estaba llena de dobles sentidos. Sin embargo, peor que la parodia de la canción, era que se estaba burlando de mí, meneándose, dando saltitos y contoneando su trasero de la misma manera que yo había tenido que hacerlo por orden de madame Piége. Miré alternativamente a Noir y a los espectadores; se estaban riendo y sus bocas abiertas parecían cientos de negras cavernas. En su momento, aquel número ya me había resultado odioso, pero eso no disminuyó mi humillación. Noir había convertido aquella antigua actuación estúpida mía en un recuerdo realmente vergonzoso.
Hubiera sido suficientemente humillante si Noir hubiese dejado su parodia ahí. Pero para añadir sal a la herida, terminó el número con una pose de tango, le lanzó un beso al público y murmuró, con una voz sexy pero burlona, extendiendo las vocales para imitar un acento sureño:
– He recorrido un largo camino, ¿verdad, queridos? ¡Miradme hasta dónde he llegado ahora!
Cayó el telón y el público enloqueció. El horror me abrumaba y no podía moverme. Después de tres bises, Noir salió y el director de escena me echó del taburete para dejar paso a los tramoyistas, que tenían que cambiar el decorado. Miré fijamente al director, que no me prestó ni la más mínima atención. ¿Era tan insensible que no me había relacionado con la actuación de Noir antes de dejarme presenciarla? Corrí a mi camerino, tan ciega por la furia que los demás artistas que se apresuraban por los pasillos pasaban ante mí como imágenes borrosas. Pegué un portazo. Bouton y Rubis, los caniches, se sobresaltaron. Rubis aulló. Madame Ossard, su domadora, giró sobre sus talones.
Me lancé sobre mi tocador y comencé a pasarme un peine bruscamente por el cabello. No quería aparecer en el número final. Lo que deseaba era irme a casa.
– ¿Y a ti qué te pasa? -me preguntó madame Ossard, ajustando la puntilla de los aros a través de los que saltaban sus perros.
Evité su mirada y cambié el peine por una brocha de maquillaje, aplicándomelo furiosamente a la frente.
– Oh -exclamó-, ¿ya has visto la actuación de Noir?
Tiré la brocha y me encogí de hombros. Se me ocurrió que todos los demás artistas ya hacía tiempo que habrían visto la parodia. ¿Por qué nadie me había dicho nada?
Madame Ossard chasqueó la lengua.
– Es un malnacido por hacerle algo así a alguien que está empezando. Especialmente cuando es una compañera del Casino.
– ¿Cómo pueden dejarle hacerlo? -pregunté, con voz temblorosa-. No es justo.
Madame Ossard se sacó un pañuelo del escote y me lo entregó. El tejido olía al jabón de alquitrán que utilizaba para lavar a sus perros.
– Tómatelo como un cumplido -me aconsejó-. No ha logrado poner al público en contra de tu número, ¿a que no? En todo caso, es una buena publicidad para ti.
– Pero me hace parecer tonta -protesté.
Me di cuenta entonces de qué me había disgustado tanto. Al reírse de mí, Noir me había rebajado de nuevo a cantante cómica. En aquel momento, comprendí lo difícil que era «crecer» en el escenario. Siempre habría alguien que me recordaría las cosas que había tenido que hacer para avanzar.
Madame Ossard me agarró firmemente la barbilla entre los dedos y me levantó la cara para que la mirara a los ojos.
– Simone, creo que hay personas en el Casino que se sienten celosas de la atención que estás recibiendo. Que te satirice uno de los artistas más famosos de París no tiene por qué ser algo necesariamente malo.
Una noche, unas semanas antes de Navidades, regresó la esposa de Rivarola. Me la crucé mientras iba de camino a ver a la encargada de vestuario para que me arreglara un descosido en el dobladillo de la falda. Estaba de pie, cerca de la puerta de artistas, con las manos apretadas ante ella, mirando fijamente hacia el infinito. A pesar de la calefacción, una corriente de aire frío recorrió el ambiente y sentí un picor en el cuero cabelludo. Era como ver un fantasma de teatro al acecho. En secreto, había estado temiéndome que esto sucediera, pero lo último que había oído era que María estaba en Lisboa con un playboy alemán. Por el modo en el que se curvó su sonrisa carmesí y entrecerró los ojos cuando vio el vestido en mis manos, supe que estaba maldiciendo mi suerte y la de Rivarola.
Cuando llegó el momento de nuestra primera actuación, a pesar de las tres llamadas a escena y de que los tramoyistas le buscaron por todas partes, Rivarola parecía haberse esfumado. El director de escena y uno de sus ayudantes forzaron la puerta de su camerino, pero lo único que encontraron fue un rastro de olor a tabaco en el aire polvoriento y un disco hecho pedazos y esparcido por el suelo.
– No quiero prescindir de usted, mademoiselle Fleurier -me dijo monsieur Volterra-. El público y la crítica la adoran, incluso más que a Rivarola. -Se inclinó hacia delante en la silla, que crujió bajo su peso, y se golpeó la barbilla con su pluma estilográfica-. Deme una semana -me dijo-. Veré qué puedo hacer.
Por supuesto, tratándose de monsieur Volterra, aquella iba a ser una semana sin sueldo, pero no tenía mucha opción. Todos los grandes espectáculos ya estaban en fase de producción y no realizarían audiciones en una temporada.
– Está hablando con madame Piége sobre la coreografía para un nuevo número -me contó monsieur Etienne, después de no haber sabido nada de monsieur Volterra en diez días.
– Genial -murmuré-. Otra cancioncilla ridícula con número de baile.
Me convocaron en el Casino de París unos días después y me avergoncé inmediatamente de mi cinismo. Monsieur Volterra había contratado, gastándose una cantidad considerable, a un autor para que me compusiera las canciones.
– Necesitamos algo impresionante para sustituir el tango de la subtrama -me explicó monsieur Volterra, haciéndome pasar a su despacho.
Me quedé boquiabierta cuando vi al hombre de traje oscuro y bigotillo fino que nos estaba esperando. Vincent Scotto se levantó de su asiento y dio un paso adelante.
– Será un placer trabajar con usted, mademoiselle Fleurier -me dijo, mirándome fijamente a la cara con sus ojos melancólicos-. Tengo algunas ideas que casarán perfectamente con su maravillosa voz.
Me sorprendió su tono de deferencia. Aquel era el hombre que había escrito canciones para algunas de las estrellas más importantes de París: Polin, Chevalier y Mistinguett. ¡Y monsieur Volterra lo había contratado para que escribiera específicamente para mí!
Todavía me aguardaba una sorpresa aún mayor cuando visité el departamento de vestuario para probarme mi traje. Erté, el diseñador ruso, había creado un vestido para mí. Aunque tenía un contrato con el Folies Bergère y últimamente había empezado a trabajar con los estudios MGM en Hollywood, monsieur Volterra había logrado de algún modo convencerle de que hiciera una excepción para confeccionarme un traje para el espectáculo. Cuando la encargada de vestuario apartó a un lado la cubierta de organza, me encantó comprobar la originalidad del vestido. Estaba hecho de brillante lamé con aberturas alrededor de las costillas y la subida de las caderas. Las costuras lucían un ribete de perlas. El traje envolvía al maniquí como una cascada, no tenía ni un solo volante. Simplemente brillaba. De complemento, iba a llevar un par de alas emplumadas que se mantenían a medio metro por encima de mi cabeza y un tocado de perlas coronado por plumas.
– Dos costureras y un enfilador han tardado cinco días con sus respectivas noches en terminarlo rápidamente -me explicó la encargada de vestuario.
– Me lo creo -le respondí, entregándole mi abrigo a una de las ayudantes y quitándome de un golpe los zapatos.
No podía esperar para probármelo todo.
Hicieron falta dos ayudantes para ponerme el traje y tan pronto como sentí su peso comprendí por qué las coristas del Casino de París eran tan esculturales. Hacía falta fuerza y una postura firme para llevar un tocado altísimo y aun así moverse con un poco de elegancia. Traté de dar unos cuantos giros a izquierda y derecha y por poco me caí al suelo. Pero estaba decidida a dominar el traje, aunque fuera a costa de padecer tortícolis y dolores de cabeza. Una mirada a aquel vestido bastaba para comprender que ese era el atuendo propio de una estrella.
Si había trabajado hasta que me sangraron los pies para Rivarola, entonces lo hice hasta que me ardieron los pulmones para Scotto. Me daba la sensación de que estaba recorriendo un pasillo mágico donde todas las puertas estaban abiertas de par en par. Podía tomar el camino que deseara. Cantar canciones populares del momento era una cosa; cantar material compuesto exclusivamente para mí era otra muy distinta. Y cualquier empresario teatral, especialmente monsieur Volterra, no iba a gastarse el dinero en un compositor y cinco mil francos en un traje si no me considerara una verdadera inversión.
«Esta es tu gran oportunidad, Simone -me decía a mí misma todos los días cuando llegaba al Casino-. Si no consigues levantar el vuelo con todo esto, nunca lo lograrás».
Aquel pensamiento me daba escalofríos, pero también me estimulaba para trabajar duro.
Scotto escribió y perfeccionó las canciones a la velocidad de la luz. A medida que se iba completando y coreografiando cada número, lo ensayaba hasta que conseguía la aprobación de monsieur Volterra. Después, se incluía inmediatamente en el espectáculo, pues la huida de Rivarola había dejado huecos en el programa que hacía falta llenar.
Desde mi primera noche en el escenario, los críticos se quedaron extasiados. Jacques Patin, el crítico de Le Fígaro, escribió:
Hace unos meses fue presentada en el Casino de París como una de las bailarinas clave. Ahora es una de las cantantes principales.
Simone Fleurier se entrega. Pone más emoción en cada estrofa que la mayoría de los intérpretes en una vida entera de trabajo.
Tiene una voz extraordinaria que, debido a su edad, confío en que logrará desarrollar mucho más. Es una chica con un futuro formidable ante sí.
Compré varias copias del periódico y le envié el artículo a mi familia, y a madame Tarasova y a Vera a Marsella. Guardé una copia bajo la almohada y era lo primero que leía por las mañanas y lo último que miraba por las noches antes de dormir. «Un futuro formidable.» Jacques Patin no decía esas cosas de casi nadie. Había criticado duramente a Jacques Noir, aunque aquello no había hecho mella en la popularidad del humorista: el espectáculo seguía vendiendo hasta la última entrada todas las noches. Ya no se me consideraba una dulce niña que cantaba cancioncillas vestida de volantes, ni la esclava de Rivarola. Una energía sublime me poseía desde la punta de los dedos de los pies hasta la coronilla. Me volví más dueña de mí misma, y cuando caminaba o bailaba era como una mariposa que acababa de salir de su capullo y que sorprendía a todos con la transformación.
Cuando llegó la Navidad, todas mis canciones ya se habían incluido en el programa. Una tarde del año nuevo, llegué al Casino de París para mi ensayo y me dirigí hacia la puerta de artistas. En ese momento, Jacques Noir salió por ella acompañado de su esposa, que caminaba discretamente varios pasos por detrás de él. -Bonjour, monsieur Noir -le saludé.
En mitad del torbellino embriagador producido por mi éxito, me sentía llena de buena voluntad hacia todo el mundo y me había olvidado de la parodia de Noir. El humorista me dedicó una mirada glacial mientras su mujer fruncía el ceño. Bajaron la escalinata hasta donde su chófer les había abierto la portezuela del Rolls-Royce de Noir. Me encogí de hombros y entré en el teatro, sin apenas darle importancia a la hosquedad de la pareja. Me sentía demasiado emocionada por ir a ensayar mis canciones para la actuación de esa noche.
Sin embargo, la tarde siguiente cuando llegué al Casino para los ensayos, se percibía la tensión en el ambiente. Lo noté en el maleducado saludo que me dirigió el portero y el modo irritable en el que me entregó los cambios de programa el director de escena. Fuera de los camerinos, encontré a las coristas y a dos de los payasos reunidos alrededor del tablón de anuncios. Por la indignación que se adivinaba de su postura de brazos cruzados y pies separados, supuse que a alguien le habían penalizado injustamente por algo. A los artistas de actos menores les solían multar por rasgar sus trajes, llegar tarde a los ensayos o actuar con calzado desgastado o faltándoles un botón.
– Qué cara más dura tiene ese hombre -murmuró uno de los payasos.
Sophie, la corista principal, negó con la cabeza.
– Quienquiera que haya sido tendría que habérselo pensado dos veces. Ahora todos tendremos que andar con pies de plomo.
No pude resistir la tentación de averiguar cuál era el problema. Las reprimendas normales provocaban quejas y exabruptos, pero aquello parecía que era algo más interesante. Esperé en mi camerino hasta que oí que las coristas bajaban a su ensayo y saqué la cabeza al pasillo para comprobar si había moros en la costa. No había demasiadas cosas en el tablón: un par de cambios de programación y varios anuncios de alquiler de habitaciones. Entonces, me percaté de la existencia de la notificación, que sabía que era nueva por lo blanco del papel. Se había mecanografiado el mensaje en mayúsculas. Las palabras me gritaron desde la superficie inmaculada:
NOTIFICACIÓN A TODOS LOS ARTISTAS:
NO ES NECESARIO QUE LOS INTÉRPRETES DE ACTOS
SECUNDARIOS O DE REPARTO SALUDEN A MONSIEUR NOIR.
ABSTÉNGANSE DE HACERLO, PUES MONSIEUR NOIR LO
CONSIDERA MOLESTO Y MALEDUCADO. ADEMÁS, VA EN
CONTRA DEL PROTOCOLO DEL CASINO DE PARÍS QUE LOS
INTÉRPRETES DE ACTOS MENORES TRATEN DE ENTABLAR
CONTACTO CON LA ESTRELLA.
LA DIRECCIÓN
Me quedé allí, en mitad del pasillo, con la boca abierta. Tardé un momento en comprender aquellas palabras. Era la absurda exigencia de un megalómano, pero la manera en la que estaba redactada la notificación, el modo en el que las letras parecían selladas sobre el papel en lugar de mecanografiadas y el hecho de que no estuvieran dirigidas directamente a la culpable -es decir, a mí-, daban la sensación de que se hubiera cometido un delito atroz. Me sonrojé avergonzada. Me sentí tan humillada como aquel tramoyista que había recibido una reprimenda por defecar sobre el asiento del inodoro.
Hice lo que pude por olvidarme de la notificación y concentrarme en los ensayos, pero me fue resultando cada vez más difícil a medida que avanzaba la tarde. Pronto descubrí que no solo habían colgado la nota en el tablón de anuncios. Había copias por todo el teatro: en las salas de ensayo, cerca de las escaleras, por todos los bastidores, incluso en el interior de las puertas de los retretes. Para empeorar las cosas, continuamente escuchaba a los otros artistas hablando entre susurros sobre el tema. La notificación era la novedad del día y se hablaba de ello con tanta pasión como escándalo. «¿Quién piensas que ha podido ser?», «Apuesto a que ha sido esa bailarina listilla…», «No, ha sido Mathilde. Siempre está tratando de ganar posiciones en el espectáculo humillándose ante las estrellas».
En un momento en el que estábamos ensayando el número final, sentí la tentación de hacerles callar y confesar que yo era la delincuente. Pero no logré reunir el valor para hacerlo. Mi burbuja había estallado. Seguramente Jacques Noir le había dicho a monsieur Volterra exactamente quién era la culpable, pero en lugar de venir a verme él personalmente, el empresario teatral le había dictado la notificación a su secretaria. ¿Por qué? Porque monsieur Volterra era un hombre ocupado y la notificación resultaba conveniente. Gracias a ella, podía reprenderme a mí y advertir a los otros artistas al mismo tiempo. Si yo hubiera sido la estrella que creía ser, monsieur Volterra habría venido a mi camerino y me habría explicado la situación.
«No quiero preocuparla por esto, mademoiselle Fleurier», me habría dicho, pasándome el brazo por los hombros, con un gesto paternal y comportándose como si el incidente fuera una broma entre nosotros. «Ya sé que no tiene importancia, pero monsieur Noir es la estrella principal y tenemos que acomodarnos a su idiosincrasia. Lo entiende, ¿verdad?»
¿Y qué quería decir con la expresión «actos menores»? A pesar de todo el dinero que se había gastado en mí y de todas las críticas favorables que había recibido, ¿eso es lo único que yo era, a fin de cuentas?
Cuando terminó el ensayo, me consolé invitando a Odette a que se viniera conmigo de compras. Quería amueblar mi nueva habitación del hotel. Una de las primeras cosas que había hecho después de que Le Fígaro me elogiara fue mudarme del Barrio Latino a un hotel en el área de la Étoile donde tenía dos habitaciones y mi propio cuarto de baño. El hotel en sí no era muy lujoso, pero la zona era más adecuada para una estrella en ciernes. Las calles del octavo arrondíssement estaban llenas de prestigiosos hoteles, impresionantes edificios de piedra caliza y cafés que servían el champán en copas de cristal. Camille también vivía en la orilla derecha, en un apartamento en el lujoso hotel Crillon, financiado por su nuevo amante, el playboy Yves de Dominici.
Cuando monsieur Etienne se enteró de mi cambio de dirección, no me reprendió abiertamente por no ser ahorradora. Comentó que estaba siguiendo los pasos de Picasso, que se había mudado a aquella zona con su esposa rusa, Olga Koklova.
– ¿Qué quiere usted decir con eso? -inquirí.
Sonrió sarcásticamente.
– Bueno, Picasso comenzó en Montmartre, se mudó a Montparnasse y ahora vive en el barrio de la Étoile. Parece convenirle mucho a las aspiraciones de ascensión social de su esposa.
– No, monsieur Etienne, está usted equivocado -le respondí, dedicándole una sonrisa descarada-. Yo nunca he vivido en Montmartre.
Me entregó una carta de presentación para su banquero.
– Monsieur Lemke estará encantado de ayudarla a invertir parte de su dinero, si en algún momento decide hacerlo.
No le dije a monsieur Etienne que había conocido a Picasso. Cuando el nudoso español apareció en mi camerino, con su esposa merodeando nerviosamente detrás, mi ignorancia me impidió comprender lo importante que era aquella visita. Sus ojos intensos y la descuidada manera que tenía de hablar francés me recordaron a Rivarola, aunque por supuesto el argentino no hablaba ni palabra de francés. El pintor llevaba un traje de etiqueta con una faja roja, pero su aspecto parecía tan incongruente con aquel atuendo como mi madre con la estola de zorro plateado. Me dijo que le gustaría retratarme y me dio su tarjeta. Se lo agradecí, pero me olvidé de él tan pronto como cerró la puerta. A monsieur Etienne le hubiera encantado escuchar que un artista que jamás pintaba retratos quisiera hacer el mío. «¡Piense en la publicidad!», me hubiera dicho. Lo único que yo sabía era que aquel mismo día que Le Fígaro había publicado la crítica sobre mí, anunció que Picasso había descubierto el surrealismo, y no veía ningún atractivo en aparecer colgada en una galería de arte con una nariz distorsionada y mis entrañas sobre el regazo.
Después de comprar unas sábanas de seda en las Galerías Lafayette, Odette y yo fuimos a la tienda de muebles del Boulevard Haussmann donde a Joseph lo acababan de nombrar encargado. El novio de Odette no era tan apuesto como yo esperaba, pero tenía algo mucho más atractivo. Su rostro juvenil se iluminó cuando Odette y yo entramos en la tienda, y me saludó con un cálido apretón de manos y tres besos en la mejilla. La mirada que compartieron él y Odette estaba tan cargada de amor que aquello me hizo sonreír.
– Me alegro mucho de conocerla al fin, mademoiselle Fleurier -me aseguró, calándose las gafas de montura metálica sobre la nariz y guiándonos a través de las esculturas de bronce y las mesas de juego de caoba estilo imperio-. Odette habla de usted tan bien que pienso ir a ver su actuación al Casino de París en cuanto tenga un día libre.
Joseph nos llevó a una habitación en la parte trasera de la tienda y apartó una caja de embalaje.
– Le he estado guardando estas -me explicó, señalando dos sillas Luis XV tapizadas con piel de leopardo-. Tan pronto como se las enseñé a Odette, me dijo que serían perfectas para usted.
Pasé la mano por la lustrosa piel. Aquellas sillas eran los objetos más hermosos que había visto jamás. Le eché un vistazo a la etiqueta del precio. Eran escandalosamente caras, incluso con el mejor descuento que Joseph pudiera hacerme, pero tenía que comprármelas. Después de que nos pusiéramos de acuerdo en el precio, Joseph sacó un biombo oriental.
– Cubrirá el color gris metálico de las paredes de tu habitación -me aseguró Odette, acercándose para examinar los grabados de caracolas marinas y hojas doradas del biombo.
– Me lo llevo -anuncié, con la cabeza ligera por la excitación de gastar tanto en lujos.
Después de la compra, que los tres cerramos brindando con una copa de champán, Odette y yo regresamos a la habitación de mi hotel. Odette les indicó a los repartidores dónde debían colocar las sillas y el biombo, decisión que cambió varias veces hasta que se sintió satisfecha una vez que los colocaron en el lugar exacto en el que tenían que estar.
– Te meterías en un buen lío con tu tío si te viera haciendo esto -le dije-. Piensa que no debería estar gastando tanto.
Odette negó con la cabeza.
– Si quieres ser una estrella, tienes que vivir como tal.
– No sé si tu consejo es más sensato que el de tu tío, pero está claro que me atrae más -le contesté.
– Voy a ir a ver la representación de esta noche -me anunció Odette-. No la he visto desde que incluyeron todas tus canciones.
Me alegré de contar con su amistad. Los artistas del Casino de París se comportaban de forma extrovertida sobre el escenario, pero eran arpías y tiranos fuera de él. Parecía que una vez que se pasaba de hacer números de tercera, ya no existía la camaradería en el negocio del espectáculo y únicamente quedaba la rivalidad.
El espectáculo en el Casino de París era tan popular que prolongó hasta mayo del año siguiente. A pesar del éxito, aquella era una vida solitaria para mí. Aparte de Odette, el efusivo aplauso del público era la única compañía que conocía. Cuando miraba más allá de las luces de los focos y veía las filas de rostros hechizados noche tras noche era como encontrarse con amigos; una ilusión que podía mantener mientras los espectadores siguieran siendo anónimos para mí. Regresaba a mi camerino para encontrarlo rebosante de flores y botes de Amour-Amour. Siempre llevaban una tarjeta adjunta, en la que el remitente me expresaba su aprecio y solicitaba una cita. Procuraba ser encantadora y educada con mis admiradores, pero sabía que aquellos hombres -y también algunas mujeres- en realidad no tenían interés en proporcionarme nada. Más bien, lo que querían era obtener algo de mí.
– Los hombres son seres despiadados -me dijo Camille una noche que me invitó a cenar en su apartamento-. Por eso, si eres lista, obtendrás de ellos lo que puedas mientras tengas la oportunidad. Solo las tontas les tienen lástima. ¡Como si actuaran con un ápice de moralidad! Cuando un hombre toma la decisión de deshacerse de una mujer, puedes estar segura de que no sentirá compasión por ella.
Corté una tajada de Neufchâtel y unté el aterciopelado queso sobreun trozo de pan. Alprincipio me habíasentido halagada por lainvitación de Camille -después de todo, ella era una estrella de verdad-, pero a medida que avanzaba la noche me sentí como una espectadora anónima de su filosofía sobre la vida y los hombres. Yo podría haber sido cualquiera. Y, sin embargo, la escuché con muchísima atención porque quería gustarle. O aunque no llegara a agradarle, al menos quería que me aprobara. Yo era demasiado inexperta sobre el tema como para estar o no de acuerdo con Camille. Mi conocimiento de los hombres -aparte de mi padre, tío Gerome y Bernard- era insignificante. Y, de entre ellos tres, el único que hubiera cabido en la descripción de ser despiadado era tío Gerome.
– No toman sus decisiones con el corazón, independientemente de lo enamorados que parezcan estar -continuó Camille, partiéndose un trozo de pan y cogiendo un poco de queso para ella-. Ni siquiera las toman en le pantalón, como dicen las coristas. Cuando se aferran a una idea, siempre la componen en la cabeza sin inmutarse, con ellos mismos como únicos beneficiarios.
Camille llamó a su sirvienta y le pidió que nos trajeran otra botella de vino. Estudié cuidadosamente la estancia en la que nos encontrábamos. La tapicería de Aubusson y la lámpara de araña bronze d'oré pertenecían al hotel, pero el diván de madera dorada y las sillas con los brazos tallados con cabezas de león eran de Camille. Claramente, ella sí que estaba logrando sacarle beneficio a Yves de Dominici. Incluso corría el rumor de que el playboy pretendía comprarle una casa en Garches junto al Sena, a las afueras de París, donde mucha de la gente perteneciente a la alta sociedad tenía casas de campo.
Después de que la sirvienta nos escanciara el vino, Camille volvió a centrar su atención en cortar el queso. Contemplé la delicada palidez de sus manos y, cuando levantó la mirada, observé el color zafiro de sus ojos. ¿De verdad pensaba que todos los hombres eran despiadados? Me pregunté qué pasaría con la hija de Camille, pero cuando le había preguntado por ella poco antes esa misma noche, Camille me pidió que no mencionara a la niña, pues la sirvienta era una metomentodo y ella deseaba impedir que la gente supiera de su existencia. ¿Ser la única responsable de su hija era lo que hacía que Camille estuviera tan hastiada?
Yo no evitaba a mis admiradores porque estuviera segura de que fueran despiadados, sino porque no pensaba que nada de lo que pudieran ofrecerme fuera a ser más emocionante que el teatro. En mi opinión, el mundo real no era tan hermoso como un escenario diseñado por Gordon Conway o Georges Barbier. Y aunque mis admiradores me compraran vestidos que costaban miles de francos, ¿dónde si no podría ponerme unas alas de ángel y un altísimo tocado con perlas incrustadas? En cada ensayo me esforzaba por perfeccionar algún aspecto de mi forma de bailar o de mi voz, y me emocionaba al ver que mejoraba mi actuación en cada representación. Todas aquellas cosas me resultaban mucho más atractivas que el hecho de que me llevaran de aquí para allá, sirviéndome vino y dándome de cenar en restaurantes con demasiada cubertería, de una fiesta para otra, como una especie de trofeo. Además, yo estaba ganando mi propio dinero y me costeaba mis propios lujos. Aunque hubiera sido bonito vivir en el hotel de Crillon, no estaba preparada para hacerlo a costa de mi libertad.
Había una excepción en mi falta de interés por el sexo opuesto: André Blanchard. Aunque no lo había vuelto a ver desde aquella noche en Le Boeuf sur le Toit, eso no impedía que siguiera pensando en él. A veces, cuando había un descanso en un ensayo o cuando regresaba a mi hotel sin ganas de dormir, me imaginaba conversando con él. Hablábamos sobre el teatro, las cosas que más nos gustaban de París y nuestros platos favoritos. Resultaba un poco raro, sobre todo dado que en realidad no habíamos intercambiado más que unas pocas palabras. Pero yo era demasiado inexperta como para comprender los sentimientos que me provocaba o la química de la atracción. Trataba de no pensar en mademoiselle Canier, a la que veía como un obstáculo para mis fantasías. Recordaba al párroco de mi pueblo dando un sermón en el que insistía en que «pensar en hacer algo es tan malo como hacerlo en realidad». No comprendía cómo podía ser eso cierto. No podía controlar los pensamientos que me pasaban por la cabeza en todo momento, pero sí podía controlar mis actos. Sin embargo, lo que mi madre solía decir era cierto: «A lo que más dediques tus pensamientos acabará por materializarse».
Una noche durante el descanso abrí la puerta de mi camerino con la intención de llamar a Blandine, mi ayudante, cuando me topé con André Blanchard, que se había materializado en el vestíbulo.
– Buenas noches -me saludó, entregándome un ramo de rosas.
Me quedé de pie en el rellano de la puerta con la boca abierta.
Miró fijamente hacia el interior de la estancia y emitió una ligera tos. Salí de mi ensoñación y le invité a pasar a mi camerino: era el primer hombre que cruzaba el umbral de aquella habitación desde que yo la ocupaba. No tenía costumbre de recibir visitas y le di una patada a unos panties para esconderlos bajo la mesa del tocador y retiré unas medias de una silla para que pudiera sentarse. La silla crujió y tembló bajo su peso. No tenía ningún jarrón, así que coloqué las flores en la jarra del agua.
– El Casino de París se ha rendido a sus pies, mademoiselle Fleurier -dijo André, procurando sentarse en el borde de la silla para evitar los embarazosos quejidos que esta producía. Su mirada recayó sobre mi sujetador decorado con piedras preciosas, cuyas copas estaban llenas de papel a modo de relleno y que colgaba de uno de los brazos de la silla. Desvió la mirada, en busca de algo que pudiera mirar aparte de mi cara-. Su nuevo número es perfecto para usted.
Me senté frente a él, nerviosa por su repentina aparición. No lo veía desde hacía semanas. Mi camerino era pequeño y nuestras rodillas entrechocaron. Me sorprendió notar que las suyas estaban temblando. Las mías también empezaron a temblar en solidaridad. Había una caja de cigarrillos en mi cajón, la saqué y le ofrecí uno. André negó con la cabeza.
– Solo me fumo uno al día -explicó-. Y no me apetece fumar otro hasta el día siguiente.
En su lugar, abrí un paquete de nueces pacanas, lo único que tenía de comer en el camerino, y las eché en un cuenco. Las nueces me las había regalado un admirador, junto con unos bombones, pero no había llegado a abrirlas. Los frutos secos estaban totalmente contraindicados para las cuerdas vocales de los cantantes.
Me pregunté qué edad tendría André. No había arrugas en su piel dorada y no aparentaba más de veinte años. Para ser alguien con una posición social tan alta, no parecía esforzarse demasiado por demostrarla. Sin embargo, hablaba con madurez y medía cuidadosamente sus palabras, lo que me hizo pensar que probablemente era mayor de lo que aparentaba. Le atribuí unos veinticinco años.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido que André estaba haciendo al masticar. Había cogido un puñado de nueces y se las estaba echando en la boca de una en una, como un perro comiéndose una galletita que le lanzara su dueño. Aquel no era precisamente un gesto refinado. No era el modo en el que Antoine o Francois hubieran comido nueces. André se había olvidado de sus modales y yo hice lo que pude por no echarme a reír. Me deslumbraba su riqueza y su presencia, pero aquel lapsus transitorio nos colocó un poco más en situación de igualdad.
– ¿Quién es su agente? -me preguntó.
– Michel Etienne.
André asintió.
– Ah, muy bien. Conservador, pero con experiencia y cuidadoso.
– ¿Conoce usted el mundo del teatro?
– Me interesan los negocios, y el mundo del espectáculo no deja de ser uno -me respondió sonriendo-. Pagaría un millón de francos por poder cantar como usted, pero no es probable que eso suceda. Me hubiera gustado ser actor, pero mis padres pensaron que era un plan absurdo. Así que lo que me quedan son las fábricas, la importación y la exportación, igual que mi padre.
– ¿No le gusta la actividad empresarial? -le pregunté.
Echó hacia atrás la cabeza, emitió una carcajada maravillosa y después me contempló con ojos brillantes.
– Me encanta, mademoiselle Fleurier. Coger algo y convertirlo en un éxito me emociona. Pero supongo que la sombra de mi padre se cierne sobre mí, así que siento que tengo que cumplir unas expectativas terriblemente altas.
Las veces anteriores que lo había visto había tenido la sensación de que André se escondía tras una fachada de cara al público. Ahora parecía estar dejando caer la guardia un poco.
– ¿Tiene usted hermanos? -le pregunté.
Al ser hija única, me fascinaba la idea de tener hermanos.
El rostro de André se oscureció.
– A mi hermano mayor lo mataron en la guerra, así que soy el único heredero varón.
– Lo lamento.
– No lo haga -contestó André-. Mi familia no es la única que sufrió pérdidas durante la guerra. Tengo una hermana que está casada y me trata más bien como si fuera mi tía. También tengo una hermana pequeña, Veronique. Es la rebelde de la familia y se comporta como un muchacho. Prefiere las ranas a las muñecas.
– Cada loco con su tema -le respondí sonriendo.
– Desgraciadamente, los rebeldes no son bienvenidos en mi familia -comentó André, cogiendo otro puñado de nueces-. A Veronique la enviarán a un internado femenino si no se porta como una señorita.
André adquiría un tono nervioso cuando hablaba de su familia. Parecía más feliz cuando el tema de conversación eran los negocios, así que le pregunté por las empresas Blanchard.
– Mi abuelo comenzó vendiendo cordones y finalmente pasó a ser el propietario de la fábrica textil más grande de Lyon -me contó-. Pero la diversificación era su regla de oro, así que confió en que sus hijos desarrollaran sus propios intereses comerciales, cosa que hicieron: prensa, energía, ferrocarriles e importaciones.
André se detuvo y me dedicó una sonrisa cautivadora. Me sentí tan bien por que confiara en mí que el momento íntimo me hizo perder los nervios y le espeté:
– ¿Y cómo está mademoiselle Canier?
– Mademoiselle Canier está bien, gracias -respondió André, poniéndose colorado hasta las orejas-. En estos momentos está en la Riviera, con su madre. Me reuniré con ellas la semana que viene.
Me dieron ganas de abofetearme. Habíamos compartido un ambiente tan cordial y cómodo; ¿por qué había tenido que sabotearlo mencionando a la gata siamesa?
André estaba a punto de añadir algo cuando Blandine entró bruscamente por la puerta. No estaba acostumbrada a verme recibir visitas, así que abrió los ojos como platos.
– Pardon -se disculpó e hizo ademán de retirarse.
André se puso en pie. La silla crujió y volvió a emitir su molesto quejido.
– No se disculpe -le dijo a Blandine-. Mademoiselle Fleurier tendrá que volver a subir pronto al escenario, así que debería marcharme.
Se volvió hacia mí.
– Tengo que viajar con mi padre por negocios a Venecia y a Roma. Me preguntaba si podría hacerle una visita cuando regrese.
Asentí, preguntándome a qué venía su repentina aparición y si mademoiselle Canier realmente seguía formando parte de su vida.
Cuando André se marchó, Blandine se volvió hacia mí.
– ¿Ese era André Blanchard? -me preguntó-. ¿Qué hace visitándola a usted?
– No tengo ni la menor idea -le respondí.
Una noche, a mediados de marzo, el director de escena llamó a mi puerta.
– Mademoiselle Fleurier, por favor, vaya a ver a la encargada de vestuario antes de su próximo número -me indicó-. Su tocado estaba suelto en la última actuación y quieren arreglarlo antes de que vuelva usted a escena.
– Por supuesto -le respondí-. No me había dado cuenta. Iré ahora mismo.
Escuché el ruido de sus pasos desvanecerse por el pasillo. Quedaban otros cuarenta minutos para que tuviera que volver al escenario, pero sabía que era mejor no hacer esperar a la encargada de vestuario. No era una figura maternal como madame Tarasova, sino una déspota que no dudaba en imponerle una multa a cualquiera que se le quedara pegado un pelo de su perro en las medias o por perder una lentejuela. Además, no deseaba agobiar a los ayudantes de vestuario, que solían llevar un ritmo frenético durante, o justo después, del descanso.
De camino a la sala que ocupaba la encargada de vestuario, me crucé con unos tramoyistas que estaban tratando de arreglar un decorado cuyas bisagras se habían aflojado. Era el del lanzador de cuchillos, que estaba programado justo después de Jacques Noir, por lo que no tenían mucho tiempo. Aunque me estaban bloqueando el paso, comprendí por sus congestionados rostros y las maldiciones exasperadas que profería el carpintero que era mejor no molestarles. Decidí dar un rodeo por los bastidores. Las coristas acababan de salir a escena para su número del tablero de ajedrez y si procuraba contar el número de bastidores que recorría, pensé que sería capaz de evitar aparecer ante el público tal y como iba vestida, en bata.
Estaba prohibido quedarse entre bambalinas durante una actuación sin la autorización del director de escena, así que traté de andar lo más sigilosamente que pude por detrás de cada bastidor. Iba avanzando correctamente hacia la puerta de salida cuando me deslicé por el que pensé que era el último bastidor y me encontré cara a cara con Jacques Noir. Me quedé congelada. Noir ya no hacía la entrada al escenario desde dentro de una torre de ajedrez porque afirmaba que le producía sensación de claustrofobia, pero yo hubiera jurado que entraba desde la derecha, donde normalmente se sentaba su esposa, y en ese momento nos encontrábamos en el lado izquierdo del escenario. Miré con ojos entrecerrados la oscuridad y me di cuenta de que Noir no me había visto. Estaba doblado sobre un cubo, con arcadas. Solo entonces fue cuando percibí el hedor acre a vómito.
– ¡Oh, Dios! -gimió mientras le temblaban los hombros como si tuviera fiebre.
Miré hacia el bastidor opuesto. Madame Noir no se encontraba allí, pero sus agujas de tejer y la madeja de lana estaban colgadas de la silla vacía. «Quizá viene de camino», pensé, casi rezando por que fuera así, pues estaba claro que algo muy malo le pasaba a Noir. Recordando el pasado, pensé en Zephora en Le Chat Espiègle. Al menos eso lo tenía claro: Noir no estaba de parto.
Dejó escapar otro gemido y se agarró el pecho. Por mucho que detestara a aquel hombre, sabía que tenía que hacer algo rápidamente. Alguien me había dicho una vez que vomitar podía ser síntoma de ataque cardiaco. O quizá le estaba dando un infarto cerebral, como a tío Gerome.
– Monsieur Noir -susurré, avanzando un paso y poniéndole la mano en el hombro-. ¿Puedo ayudarle? ¿Necesita que vaya a buscar a su esposa?
Noir se incorporó bruscamente y se revolvió torpemente en los bolsillos en busca de su pañuelo para secarse el sudor de la cara y limpiarse las comisuras de la boca. Cuando me reconoció, le recorrió un estremecimiento por todo el cuerpo.
– ¡Estúpida entrometida! -gruñó.
Cargó contra mí y me golpeó tan fuerte que me caí al suelo.
Levanté la mirada hacia él, con lágrimas de dolor escociéndome en los ojos. «Ha perdido la cabeza», pensé. Noir se ruborizó y yo estaba segura de que iba a volver a atacarme, cuando de repente la orquesta comenzó a tocar la música que abría su actuación. Entonces, me pregunté si no sería yo la que me había vuelto loca, porque Noir se transformó en un instante. Tiró el pañuelo, se estiró el traje, se puso el sombrero de copa y entró brincando en el escenario exactamente del mismo modo que lo había hecho la vez que yo lo vi actuar.
– ¡Señoras, señoras! ¡Por favor! ¿Qué van a pensar sus acompañantes masculinos?
Contemplé el escenario, incapaz de creer lo que veían mis ojos. Miré hacia el bastidor opuesto. La esposa de Noir estaba de vuelta en su asiento, tejiendo.
Me levanté del suelo y me tambaleé hasta la sala de la encargada de vestuario. Por suerte, la habían llamado para otra emergencia y Agnès, su ayudante principal, había empezado a arreglar mi tocado sin mí.
– ¡Muy bien! -exclamó, poniéndose de puntillas para colocarme el tocado y encajármelo detrás de las orejas y en la nuca-. Ahora se ajusta perfectamente. ¡Deprisa! ¡Tenemos que ir a su camerino para prepararla. -Echó un vistazo a mi cara-. Se le ha corrido el rímel.
Me toqué la mejilla y me examiné el dedo. Tenía la yema totalmente negra. Me pregunté qué aspecto tendría. No podía creerme lo que había sucedido con Noir. De no ser por el latido que notaba en el pecho donde me había golpeado, habría creído que todo había sido un sueño.
– ¡Rápido! -exclamó Agnès, empujándome por la puerta-. Solo quedan siete minutos para que vuelva a salir al escenario.
El aviso de Agnès me puso en acción. No podía explicar lo que había ocurrido con Noir, pero no había tiempo de pensar en ello en ese momento. Tenía un público al que entretener.
Sin embargo, lo sucedido se aclaró al día siguiente, cuando llegué al ensayo y me encontré con monsieur Etienne esperando en la puerta de artistas.
– Quieren despedirla -me anunció-. La acusan a usted de haber intentado sabotear la actuación de Jacques Noir.
Dejé caer el bolso. Repiqueteó escalones abajo y se salieron de su interior la polvera y la barra de labios. Lo que monsieur Etienne me acababa de decir me dejó tan aturdida que no logré contestarle nada.
– Tiene usted un contrato y voy a discutirles su decisión basándome en él -me explicó monsieur Etienne-. Pero será mejor que me cuente lo que ha pasado antes de que vaya a enfrentarme a monsieur Volterra.
Monsieur Etienne solía vestir impecablemente, pero aquella mañana el nudo de su corbata estaba torcido y llevaba el pelo revuelto. Me di cuenta de que nunca lo había visto tan agitado. Se me subió la sangre a la cabeza. ¿Despedirme? ¿Perder mi querida actuación en el Casino de París después de menos de tres meses?
– ¡Es mentira, monsieur Etienne!
Me desplomé sobre las escaleras y traté de recoger la barra de labios, pero me temblaba tanto la mano que acabé por empujarla aún más abajo.
– ¡Oh, de eso no hay ninguna duda! -exclamó monsieur Etienne.
El tono de su voz me calmó un poco. Si monsieur Etienne no dudaba de mi inocencia, quizá una vez que tuviera la oportunidad de explicar lo que había sucedido, monsieur Volterra tampoco lo dudaría. Le conté a monsieur Etienne por qué estaba entre bastidores y qué había pasado con Noir.
Monsieur Etienne apretó los puños.
– Sabía que era algo por el estilo -murmuró entre dientes-. Esta no es la primera vez que Noir ha puesto en marcha una calumnia publicitaria de estas características. Se desembaraza de cualquier artista con talento que percibe como una amenaza.
– ¡Pero si yo ni siquiera hago la misma actuación que él! -protesté.
– Sí, pero ha recibido usted mejores críticas que él del mismo periodista -replicó monsieur Etienne.
Se metió la mano en el bolsillo y me entregó su pañuelo. Yo no estaba llorando, pero el miedo a ser despedida me escocía en los ojos. Si Jacques Noir mancillaba mi reputación en el Casino de París, tendría dificultades para conseguir trabajo en cualquier otro sitio.
– ¿Estaba simulando que se encontraba mal? -pregunté-. ¿Era todo una trampa?
Monsieur Etienne negó con la cabeza.
– Esa parte era real. Es por los nervios. Solo lo saben unas pocas personas y Volterra hace oídos sordos porque se imagina que sencillamente es parte de la rutina de Noir. Es muy desafortunado que se tropezara usted con él precisamente entonces. Está tratando de utilizar todas sus municiones contra usted antes de que sea usted la que las use contra él. Si acude a los columnistas de la prensa sensacionalista y les cuenta el cotilleo, él rebatirá que lo está usted haciendo en venganza porque la han despedido.
Monsieur Etienne decidió que era mejor que él mismo le explicara la situación a monsieur Volterra, en caso de que la discusión subiera de tono. Tenía los nervios de punta y estaba gastando todas mis energías en hablar con un mínimo de coherencia. Regresé a mi hotel en taxi y tan pronto como abrí la puerta de mi habitación me desplomé en una silla. Kira, mi gatita, estaba durmiendo sobre el alféizar de la ventana. Levantó la cabeza y parpadeó. Debió de notar que algo andaba mal, porque se estiró sobre sus cuartos traseros y saltó del alféizar a mi regazo, sacrificando su cómoda y soleada posición por venir a consolarme. Miré las manecillas del reloj sobre la cómoda. Ya eran las tres. ¿Cuánto tiempo le haría falta a monsieur Etienne? Cerré los ojos por el temor de pensar que podrían prohibirme actuar esa noche -y todas las demás- en el Casino de París. Aquello se había convertido en mi vida.
– Murrr -ronroneó Kira, frotando su cabecita contra el dorso de mi mano.
Le masajeé el lomo y hundí los dedos en su pelaje color lavanda. Había adquirido a mi amiguita comprándosela una anciana que me encontré una mañana cuando paseaba por el Pare de Monceau.
– Un acompañante es lo que usted necesita -afirmó una voz.
Me volví para ver a una anciana sonriéndome y señalando una cesta cubierta con una manta que había colocado en el banco junto a ella. Incapaz de resistir la curiosidad, me aproximé a la mujer y ella levantó una esquina de la manta. Cuatro gatitos me miraron desde el interior. Metí el dedo a través del mimbre para jugar con ellos.
– Un gato es la mejor cura contra la soledad -me dijo la mujer.
Me contempló con sus ojos de azul desvaído como si estuviera tratando de ver mi interior y descubrir qué tipo de persona era. Me pregunté si mi soledad sería tan obvia o si simplemente era la manera que tenía de atraer a la gente. Llevaba puesto un abrigo color oliva con un ribete negro y el cabello grisáceo cubierto por un sombrero de terciopelo. Supuse que tenía aproximadamente setenta años, pero le temblaban las manos con la fragilidad de una persona mucho mayor. En conjunto, no parecía el tipo de mujer que estuviera buscando grandes beneficios y, si lo era, no había elegido un buen lugar. Las únicas personas a las que iba a encontrar en el Pare de Monceau en aquel momento del día eran ricos, que no se dejaban enternecer por tristes historias, o las niñeras de los hijos de los ricos, que tenían orden de no hablar con nadie. Y, sin embargo, también me había encontrado a mí, y yo no entraba en ninguna de esas dos categorías.
– Entonces me llevaré todos -le dije, echándome a reír.
– Solo uno por persona -me respondió la mujer-. Cada uno de ellos requiere atención especial. Y, además, tengo que ver dónde vive usted antes de tomar una decisión.
Mostrarle dónde vivía a una extraña no parecía una idea demasiado sensata, aunque la mujer tenía un aspecto bastante inofensivo.
– ¿Qué tipo de gatos son? -le pregunté.
– Azules rusos. Su padre es uno de los descendientes de Vasbka, el favorito del zar Nicolás I.
Dijo aquello con tanta naturalidad que yo no hubiera podido asegurar si me estaba mintiendo o no.
Jugué con aquellas agitadas bolas de pelo. Me recordaron lo mucho que echaba de menos la compañía de mis mascotas de la finca. Ahora que tenía una habitación cálida, podía permitirme alimentar otra boca. Quizá un gatito sería un buen bálsamo contra mi soledad. Todos tenían un aspecto saludable, pero uno de ellos en particular no apartaba los ojos de mí.
La mujer dejó escapar una carcajada que terminó en un acceso de tos. Se metió la mano en el abrigo en busca de un pañuelo. Cuando lo sacudió, flotó por el ambiente un aroma a lirio de los valles. Se apretó la tela contra la boca, se aclaró la garganta y, cuando se recompuso, me dijo:
– Esta es Kira y la ha elegido a usted. Es muy perceptiva. Sabe que será buena con ella.
Me quedé encandilada por la dulce expresión de Kira.
– Me la quedo -anuncié.
– Cuesta quinientos francos -respondió la mujer.
Abrí los ojos como platos de asombro. Era el doble de mi tarifa por una actuación. ¿De verdad que la gente pagaba tanto por un gato? Quizá, al verme en el Pare de Monceau y bien vestida, la mujer había pensado que yo era más rica de lo que en realidad era. Y, sin embargo, razoné, ahora me hacía ilusión comprarme la gatita y había pagado mucho más por las sillas de piel de leopardo. Al fin y al cabo, Kira era un ser vivo.
Asentí.
– ¿Quiere usted ver dónde vivo ahora mismo?
La mujer me dio unas palmaditas en la mano.
– No, iré mañana a esta misma hora. Tome -me dijo, abriendo un cuaderno y entregándomelo-, escriba aquí su dirección.
Hice lo que me pedía.
– Soy madame Ducroix, por cierto -añadió, tendiéndome la mano.
– Yo me llamo Simone Fleurier -respondí, alargando la mano para corresponder al saludo.
– Oh, ya sé quién es usted -replicó la mujer y me guiñó un ojo.
Madame Ducroix llegó a la mañana siguiente con Kira sentada en una cesta de mimbre con un lazo rojo alrededor del cuello.
– Muy bonita -comentó la anciana mientras admiraba mi habitación.
Justo después de salir del parque el día anterior, me había ido de compras y había adquirido unas alfombras, un juego de té decorado con flores y una bandeja de cristal sobre la que acababa de colocar una tarta de higos de la patisserie cercana al parque, que supuestamente era la mejor de París. No tenía ni idea de por qué me estaba tomando tantas molestias por impresionar a madame Ducroix. Después de todo, le iba a pagar quinientos francos por su gatita. Y, sin embargo, cuando pensaba en los inteligentes ojillos de Kira mirando desde su afelpada cabecilla, acababa por convencerme de que estaba adquiriendo una responsabilidad mayor que cuidar a un gato y que, de algún modo, tenía que ganármela.
– La suite es cálida y soleada. Y las puertas se cierran firmemente, así Kira no podrá salir al balcón -le expliqué a madame Ducroix, desconcertada por el tono de desesperación que percibía en mi propia voz.
Estaba comportándome como una novia tratando de ganarse la aprobación de su futura suegra.
– Estoy segura de que la cuidará usted bien -afirmó madame Ducroix, sentándose en una silla que le ofrecí-. Percibo esas cosas, y Kira, también. Los gatos tienen poderes psíquicos, ya sabe.
Madame Ducroix adquirió una expresión abatida y yo deseé preguntarle a qué se refería. Pero entonces volvió a alegrarse y comenzó a servir el té y el pastel, aunque fuera ella la invitada. A pesar de mis dudas del día anterior, acabé por decidir que las intenciones de madame Ducroix eran honradas. Me preguntó sobre la vida en los escenarios, pero solo me proporcionó sucintas respuestas a las preguntas que yo le hice. Lo máximo que pude deducir de ella fue que era viuda, que vivía cerca del parque y que uno de sus abuelos era ruso. Después de aproximadamente una hora, se levantó, acarició a Kira y se agachó para besarle la cabeza.
– Ya zhelayu schast'ya tebe, moy malen'kiy kotyonok -le susurró a Kira al oído.
Estuve a punto de bromear y decirle que esperaba que la gatita hablara francés aparte de ruso, pero me contuve cuando vi lágrimas en sus ojos.
– Esto es para usted -le dije, dándole los quinientos francos que habíamos acordado.
Madame Ducroix empujó el dinero hacia mí.
– No -respondió, negando con la cabeza-. Eso era una prueba.
Tengo que saber si la gente que se lleva a mis gatitos realmente los quiere. Cualquiera que esté dispuesto a pagar quinientos francos por un gato comprende su valor real.
Acompañé a madame Ducroix a la entrada del hotel y le paré un taxi.
– Me gustaría mucho que viniera a visitar a Kira alguna otra vez. O podría ir a visitarla yo a usted -le ofrecí.
El rostro de madame Ducroix se iluminó.
– ¿Visitarme usted a mí? Me encantaría. Por favor, tome mi dirección -me respondió, entregándome su tarjeta.
El taxista la ayudó a entrar en el vehículo y madame Ducroix me dijo adiós con la mano antes de que el coche arrancara. Parecía tan contenta como un niño que empieza las vacaciones de verano.
Unas semanas más tarde, al no tener noticias de madame Ducroix, decidí hacerle una visita. Su apartamento estaba en la Rue Rembrandt. No había conserje en la portería, así que subí las escaleras por mi cuenta. Llamé al timbre del apartamento de madame Ducroix, pero nadie contestó. Suponía que tenía una sirvienta, así que esperé un momento antes de intentarlo otra vez. Cuando estaba a punto de marcharme, se abrió la puerta del otro lado del descansillo y miró hacia fuera una mujer muy elegante que llevaba un vestido color crema.
– ¿Puedo ayudarla en algo? -me preguntó.
– Estoy buscando a madame Ducroix -le dije-. Pero no parece estar en casa.
Una expresión de sorpresa pasó por el rostro de la mujer, que me anunció:
– Pero mademoiselle, madame Ducroix falleció la semana pasada. Su apartamento se ha puesto en alquiler.
Me agarré con fuerza a la barandilla. No me había esperado una cosa así. Madame Ducroix me había parecido frágil, pero estaba tan animada la última vez que nos habíamos visto…
La mujer salió al descansillo, dejando la puerta de su apartamento abierta.
– Lo lamento, mademoiselle. Le he producido una conmoción. ¿Quiere usted pasar un momento? ¿Eran ustedes parientes?
Negué con la cabeza.
– No -respondí-. Me dio uno de sus gatitos y venía a contarle lo bien que está.
La mujer asintió. Estaba a punto de encaminarme escaleras abajo de nuevo cuando en el último momento se me ocurrió una idea y me volví para preguntarle:
– ¿Sabe si madame Ducroix encontró hogares para todos sus gatos?
Una sonrisa apareció en el rostro de la mujer y señaló a sus pies. Apoyados a cada lado de ella, había dos gatos adultos, uno más grande y otro más pequeño. Por su porte majestuoso y sus vividos ojos, supe que tenían que ser los padres de Kira.
– Oh, puede estar segura de eso -me contestó-. Madame Ducroix no estuvo lista para marcharse hasta que no encontró hogares para todos ellos.
Estaba recordando todas aquellas cosas cuando monsieur Etienne llamó a la puerta. Me dio tal sobresalto que pegué un brinco y envié a Kira volando hasta la alfombra, pero me perdonó rápidamente y me siguió hasta la puerta. Antes de abrirla, cerré los ojos con fuerza y pedí el deseo de poder continuar cantando en el Casino de París. Abrí la puerta llena de esperanzas. Pero me bastó una mirada a la expresión ojerosa del rostro de monsieur Etienne para saber que no me traía buenas noticias.
París estaba especialmente bonito en primavera, pero incluso en los Jardines de Luxemburgo, con sus castaños repletos de ramilletes de florecillas blancas y los parterres rebosantes de lirios, anémonas y tulipanes, todo el esplendor de la estación me resultaba indiferente. No tenía trabajo ni suerte.
Me senté en un banco bajo las ramas de un lilo de flores tempranas, sin apenas percibir el perfume almibarado procedente de sus florecillas púrpura que me envolvía. Lo que había sucedido con Jacques Noir en el Casino de París había sido un desastre. Aunque monsieur Volterra había dejado claro que creía mi versión de los hechos, también había insistido en su decisión de despedirme, porque, si no lo hacía, Noir amenazaba con abandonar el espectáculo. Monsieur Volterra rescindió mi contrato y me pagó una indemnización, después de descontar los gastos por el traje y la tarifa de Vincent Scotto. Tuve que regresar al hotel del Barrio Latino, a una habitación más pequeña que la que había alquilado la vez anterior. Vendí una de las sillas de piel de leopardo, el biombo oriental y parte de mi ropa. La silla que me quedé era una especie de disculpa hacia Kira por tener que arrastrarla conmigo a aquella pérdida de calidad de vida. Sin embargo, si le importaba que ahora compartiéramos una cama estrecha en una desgastada habitación, nunca lo demostró. Siempre que le sirviera un plato de leche y que pudiera acomodarse hecha un ovillo en el hueco de mi codo, era feliz.
El golpe que supuso perder mi número en el Casino de París no me habría resultado tan traumático si monsieur Etienne hubiera podido encontrarme un papel en algún otro sitio. Pero aunque monsieur Volterra nunca anunció públicamente que yo había intentado sabotear la actuación de Noir, el humorista difundió la historia todo lo que pudo. El Folies Bergère ya estaba en fase de ensayos para La Folie du Jour, en el que iba a debutar Joséphine Baker, una cantante estadounidense. Después de gastarse una fortuna en más de mil trajes diferentes y música de Spencer Williams, no estaban dispuestos a hacer nada que pudiera disgustar a su temperamental estrella. La respuesta del director del Moulin Rouge fue la misma. Acababan de desembolsar más de medio millón de francos para pagar a las Hermanas Dolly por un conflicto con Mistinguett y no tenían intención de contrariar a la diva contratando a alguien que tuviera un número que le pudiera hacer la competencia. Solamente el Adriana expresó cierto interés, pero todos sus puestos de cantantes y bailarinas estaban cubiertos para los dos años siguientes.
Una niña con abrigo rojo patinó por la gravilla enfrente de mí, provocando que las palomas se dispersaran asustadas. Se agarró las rodillas, con los ojos como platos por el asombro. Se echó a llorar en el momento en que la niñera la cogió entre sus brazos.
– ¿No te he dicho ya que no te vayas corriendo tan lejos? -la regañó la niñera, sacudiéndole el polvo del abrigo.
Las vi doblando un recodo del camino y desapareciendo entre los árboles. El día era soleado y el parque estaba lleno de gente paseando entre los parterres y terrazas. Todo el mundo parecía animado, feliz de que el invierno hubiera desaparecido para dar paso a una vibrante primavera. Desde el estanque se oía la risa de los niños. Y, por encima del ruido, escuché el sonido de alguien que canturreaba.
Me miré los pies. Si no podía triunfar en el Casino de París, ¿dónde iba a hacerlo? ¿Aquello quería decir que todo había terminado? Quizá era el momento de reconocer la derrota y regresar a casa.
El hombre que cantaba se aproximó y su voz fue sonando cada vez más fuerte. Su tono era varonil e intenso, pero cantaba desafinando.
Cuanto más consigues,
más quieres;
quieres más y más,
y luego todo se va
Me erguí y miré a mi alrededor.
– ¿Qué sucede? -preguntó la voz masculina-. Parece usted triste.
Miré a través del lilo. Mi interlocutor se había colocado de manera que las hojas del árbol le tapaban el rostro. Solo alcanzaba a ver que era alto y llevaba un abrigo de piel de camello y unos zapatos muy lustrosos. Una de sus manos descansaba sobre una de las ramas del árbol, suave y morena, como la de un indio, aunque yo sabía que no podía ser del subcontinente, porque aquella mano era demasiado grande. Además, la voz me resultaba familiar.
André Blanchard.
Extendió la mano y apartó las hojas del árbol. Aquellos ojos que siempre hacían que se me subiera la sangre a las mejillas me miraron directamente. Durante un momento olvidé mis aflicciones y ni siquiera tuve que esforzarme para sonreír.
– Ya he oído los rumores -comentó mientras rodeaba el árbol-. ¡No consigo imaginármela a usted tratando de sabotear la actuación de Jacques Noir!
Profirió una carcajada tan sonora que no logré enfadarme por reírse de mis apuros.
– Creo que he perdido mi oportunidad -le confesé.
No había admitido el fracaso ante nadie más, pero había algo en André que hacía que me resultara imposible mentirle.
Su rostro se puso serio, como si hubiera leído mis pensamientos. Miró fijamente el espacio del banco que quedaba libre a mi lado.
– ¿Puedo sentarme?
Asentí y se sentó.
– Jacques Noir no necesita que nadie lo sabotee -me confesó-. Ya es lo bastante malo. Lo único que sucede es que tiene buenos contactos. Esa frase, «el humorista más adorado de todo París», se la ha inventado él mismo. Se le da bien la publicidad.
– Eso será bueno para él, pero es malo para mí -comenté.
André se frotó la barbilla.
– No siempre es fácil explicar por qué algo tiene éxito en París, cuando otras cosas no lo tienen -dijo-. A los cantantes se les busca por otras cosas aparte de por sus capacidades vocales. Mire por ejemplo a Camille Casal: es comprensible que sea una estrella porque es una belleza. Pero entonces ¿qué pasa con Fréhel? ¿Cómo puede explicarse eso?
– No sé quién es Fréhel.
– ¿No? -me preguntó, echándose a reír-. Bueno, pues entonces tendremos que ir a verla alguna vez. Es una estropeada mujer de mediana edad que canta con una voz rota sobre prostitutas y amantes condenados a su suerte. Y París la adora.
Sentí como si me estuvieran ardiendo las puntas de las orejas. ¿Realmente André había dicho: «Tendremos que ir a verla alguna vez»?
– Me quedé sorprendida cuando vi actuar por primera vez a Mistinguett -comenté-. Su voz es plana, se tambalea al bailar y no es especialmente hermosa.
– No -admitió-. Pero todo el mundo se la imagina a ella cuando piensan en Francia. Es tan esencial para París como el café y los croissants.
Me agaché para arrancar una brizna de hierba y la hice girar entre los dedos. André se inclinó y me imitó.
– Y aquí está usted -comentó-. Usted que sabe cantar, que, puede bailar y que también es muy bonita. ¡Y está sin trabajo!
Me contempló fijamente y sonrió. La quemazón que sentía en las orejas y las mejillas se me propagó por todo el cuerpo.
– Si está libre esta noche, mademoiselle Fleurier, me gustaría invitarla a cenar -me propuso.
Maxim's había cambiado desde los gloriosos días de la Belle Époque, cuando los reyes de Inglaterra, España y Bélgica recibían a las cortesanas de moda allí, como la Bella Otero y Cléo de Mérode. Sin embargo, en 1925 el restaurante aún conservaba su opulencia inspirada en el art nouveau, de líneas curvadas y columnas de caoba, lujosas banquetas y estatuillas de damiselas azotadas por el viento. Mientras el maître nos acompañaba a nuestra mesa, contemplé el techo de cristal decorado con flores, frutas y hojas de limonero. El maître me ofreció una silla y me entregó la carta manuscrita. Miré a mi alrededor el oscuro salón iluminado por lámparas en miniatura colocadas en cada mesa y las mujeres de elegantes peinados, cuyos pendientes y collares de diamantes brillaban bajo la escasa luz. Los comensales ya no eran aristócratas, pero aún destacaban: prósperos artistas, escritores, actores, periodistas y políticos. Puede que Maxim's fuera más respetable ahora, pero seguía siendo el tipo de sitio al que un hombre no llevaría a su esposa. Comprendí por qué André lo había elegido: había una especie de discreción y complicidad entre los clientes. Aquel era uno de los pocos lugares de París en el que no llamaríamos la atención.
– Tienen el mejor bistec de París -anunció André, mirando el menú, que incluía caviar osciétre y cassoulet con ancas de rana.
Todavía no me había recuperado de la estupefacción de que me invitara a cenar con él y traté de disimular la timidez que sentía con un poco de charla.
– No le he visto a usted por París en bastante tiempo -comenté-. ¿Ha estado de viaje?
– He estado en Roma, Venecia y Berlín -contestó.
Movió su silla de sitio, volviéndose en busca del camarero. No hubiera sabido decir si era porque yo ya le estaba aburriendo o porque le costaba trabajo mantenerse sentado.
– ¿Qué ha estado haciendo usted allí? -le pregunté.
– Es parte de mi formación -me explicó, tomando un sorbo de champán-. Mi padre ha adquirido hoteles en esas ciudades y me ha estado enseñando cómo se dirigen.
Los líquidos que contenían nuestras copas de champán y vasos de agua estaban vibrando. Miré hacia abajo y vi que era porque André movía insistentemente la pierna contra la pata de la mesa. Bernard solía hacer algo similar siempre que tío Gerome estaba presente y lo ponía nervioso. No había visto a André inquietarse antes, ¿acaso había algo que le preocupara?
El camarero trajo los entrantes. Contemplé los blinis de mi plato y me pregunté cómo debía comérmelos. Miré a André, que cogió un espárrago entre los dedos y lo mojó en un cuenco de salsa. Me encogí de hombros; lo mejor que podía hacer era aventurarme y tratar de adivinarlo. Enrollé el blini cerrándolo con el tenedor y me lo comí de un bocado. El sabor almendrado del caviar me estalló en el interior de la boca. Independientemente de que aquella fuera la manera correcta de comerlos, a André no pareció sorprenderle.
– ¿Se parece mucho usted a su padre? -le pregunté.
Tendría que haber sido capaz de contestar a aquella pregunta por intuición sin necesidad de hacérsela. Desde que conocía a André, había leído todo lo que podía encontrar en los periódicos sobre la familia Blanchard. En sus acuerdos comerciales, siempre se retrataba a monsieur Blanchard como una persona de carácter imponente, con la suficiente confianza como, por ejemplo, para aplastar a los huelguistas que reclamaban una subida de sueldo y utilizar inmigrantes extranjeros como mano de obra enfrentándose sin tapujos a la opinión pública. André, por lo que había leído de él, era ambicioso, pero también amable y justo.
Negó con la cabeza.
– Somos personas muy diferentes. Yo apuesto por los cambios, mientras que mi padre los abomina. Vive su vida como un reloj suizo, desaparece en su despacho precisamente a la misma hora del día, toma sus comidas con la misma exactitud y se va a la cama puntualmente doce minutos pasada la medianoche. Cuando estaban recién casados, mi madre cometió el error de hacer la limpieza en su despacho. No creo que la haya perdonado todavía por aquello.
No estaba segura de si echarme a reír o sentir compasión. André sonreía, pero algo en sus ojos me decía que el comportamiento exigente de su padre no era tan cómico como él lo pintaba.
– Mi padre tiene la teoría de que el dinero que ganan la primera y la segunda generación lo despilfarran la tercera y la cuarta -continuó-. Y está decidido a que yo no siga esa tendencia. Me ha advertido que puedo divertirme todo lo que quiera y que puedo desarrollar mis cualidades empresariales en el negocio que me apetezca hasta que cumpla treinta años. Entonces, tendré que casarme y hacerme cargo del negocio familiar.
– Debe de sentirse bajo mucha presión -comenté, empezando a entender la fascinación de André por el teatro de variedades.
La vida era bella sobre el escenario e impredecible fuera de él. Hacer exactamente lo mismo todos los días porque fuera lo que uno había hecho durante toda su existencia no cuadraba precisamente en mi ideal de vida.
– Todavía tengo más de una década por delante -me dijo André, volviendo a su tono jovial-. Solo tengo diecinueve años. Me gusta mucho más la gente que las máquinas. Voy a demostrarle a mi padre que lo que él considera aficiones son cosas de las que puedo obtener beneficio económico. No voy a derrochar la fortuna de mi familia, pero estoy decidido a vivir de manera diferente a la suya.
– Tengo la sensación de que tendrá usted éxito -le confesé.
Mis palabras eran sinceras, pero traté de ocultar mi sorpresa al saber su edad. ¿Así que tenía diecinueve años? Solo era un par de años mayor que yo, pero parecía tener mucho más mundo. Quizá así es como eran los ricos, por la falta de inseguridad en sus vidas.
Algo a mis espaldas llamó la atención de André.
– He aquí algo que debe usted ver -me anunció.
Me volví para contemplar a una mujer negra de pie a la entrada del salón principal. Tenía unos ojos expresivos y una brillante melena con un peinado tipo casco. Supe inmediatamente de quién se trataba, había visto carteles con su rostro por todas partes. Era Joséphine Baker. Permaneció inmóvil hasta que, una tras otra, todas las mesas se quedaron en silencio y las miradas de todos se volvieron hacia ella. Entonces, tiró al suelo el abrigo de chinchilla que llevaba puesto -obligando a la chica del guardarropa a acercarse gateando a recogerlo- para mostrar un vestido escarlata con un escote que le llegaba hasta la cintura.
Mientras el maître conducía a su mesa a mademoiselle Baker y a los advenedizos que la acompañaban, la estrella batió las pestañas y contoneó las caderas para regocijo de los comensales de cada una de las mesas junto a las que pasaba.
– Bonsoir, mes chéries -saludó, moviendo los brazos y lanzando besos por doquier-. ¡Qué aspecto tan magnífico tienen todos ustedes esta noche!
Aunque no estaba bien visto interrumpir a la gente mientras cenaba, nadie se sintió ofendido por su comportamiento. Los rostros se iluminaban con generosas sonrisas a medida que la diva pasaba a su lado. Toda la atmósfera del salón se transformó por completo. En lugar de los apagados susurros del principio de la noche, las conversaciones se animaron y las risas resonaron desde las cuatro esquinas de la estancia.
– ¿Ha visto usted eso? -murmuró André, con un brillo divertido encendiéndole la mirada-. No tiene ni la mitad de talento que usted, pero sabe cómo representar el papel de estrella.
– ¿La cualidad de comportarse como una estrella es algo que la gente tiene porque sí? ¿Nacen con ello? -le pregunté.
André negó con la cabeza.
– No sugeriría usted tal cosa si la hubiera visto antes. Ha aprendido lo que sabe observando a otros hacerlo y le ha añadido su propio toque personal.
– Y yo no lo he aprendido -repliqué-. Eso es lo que usted está intentando decirme.
André se inclinó hacia delante.
– Lo que estoy tratando de decirle es que si lo cultiva, logrará ser usted maravillosa. Debería tomarse como un cumplido lo que Jacques Noir le ha hecho. Si pensara que era una don nadie, ni siquiera se habría molestado en desembarazarse de usted. Le ha hecho sentirse amenazado.
Bajé la mirada hacia el plato.
– ¿Y cómo lograré cultivarlo?
André alargó el brazo por encima de la mesa y me quitó con el pulgar una mota de caviar que se me había quedado en la barbilla.
– Yo podría ayudarla -me dijo.
Agarré con fuerza la servilleta que tenía sobre el regazo y la enrollé hasta formar una bola. Me ardía la piel donde él me había rozado. Había pensado en André lo suficiente como para saber que me gustaba. Él era el sueño de cualquier artista: guapo, joven, rico y dispuesto a ayudarme en mi carrera. Y sin embargo yo sentía claramente los pies sobre la tierra, como si estuvieran tirando bruscamente de mí unos frenos imaginarios. No quería ser una más de una sucesión de chicas colgadas de su brazo. Me imaginé a Camille, cogiéndome de los hombros y zarandeándome: «¿Y qué es lo que esperas, Simone? ¿Amor?».
– Rivarola y yo no éramos amantes -le confesé.
Me quedé sorprendida por el tono de mi propia voz. La frialdad con la que pronuncié aquellas palabras dejó claro su significado. Levanté la mirada para encontrarme con la de André. Si se sentía decepcionado, se recuperó rápidamente.
– Me corre la sangre empresarial por las venas -dijo, apartando su plato a un lado-. Y algo que un empresario no soporta ver es un buen potencial desperdiciado. Y cuando la miro a usted, eso es lo que veo: un estrellato de millones de francos que se está desperdiciando. Un posible icono de la cultura francesa flotando a la orilla del río como un pez moribundo.
Me asusté al pensar en ese pez que luchaba por respirar. Me eché a reír y el ambiente entre ambos se relajó.
– Escuche, usted será mi proyecto de aprendizaje en el mundo empresarial y no espero nada más que eso -me dijo André-. Este es el plan: la sacaré de París y juntos trabajaremos para crear su nuevo estilo. Entonces, cuando consiga un enfoque extraordinario que pueda ofrecer, regresaremos.
Su tono firme me convenció y me decepcionó al mismo tiempo. ¿Realmente lo único que yo deseaba era una relación puramente profesional? Probablemente, debería haberle hecho más preguntas -después de todo, era de mi vida de lo que estábamos hablando-, pero me intrigaba André Blanchard y me halagaba su interés por mi carrera.
Cuando mencionó que mademoiselle Canier también nos acompañaría, me resigné al hecho de que quizá realmente solo estaba buscando algo intrépido a lo que poder aplicar sus cualidades empresariales.
– ¿Dónde propone que vayamos? -inquirí.
– A Berlín -me respondió, como si fuera la única respuesta posible a aquella pregunta.
Le miré fijamente. ¿Berlín? Cuando pensaba en Alemania, no podía dejar de recordar las discordantes canciones de Anke y el hecho de que fuera el país cuyo ejército casi había volado por los aires a mi padre.
– Iremos a los cabarés y asistiremos a los espectáculos musicales. Trabajará usted duro y aprenderá -me explicó André.
El brillo de sus ojos me incitaba a embarcarme en aquella aventura. ¿Iba a ser aquel el vínculo entre nosotros? ¿El de dos personas que amaban los desafíos?
– Pero no hablo alemán -le dije.
– ¿Ni siquiera «Guten Abend meine Damen und Herren»? -preguntó André.
– No.
– ¿Tampoco « Wir haben heute sehr sebones Wetter»?
– No.
– ¿Ni «Sie sind sehr bübscb und ich würde Sie gerne küssen»}
Negué con la cabeza.
El rostro de André mostró repentinamente una amplia sonrisa.
– ¿Hay algo más que le preocupe sobre marcharse a Berlín, mademoiselle Fleurier?
– No… Es decir, sí -le respondí, tomándome un trago de champán-. ¿Puede venir mi gata conmigo?
Le expliqué a monsieur Etienne que me iba a Berlín durante un tiempo a desarrollar mis capacidades y escribí a mi familia para comunicarles la misma noticia. Entonces, una semana después, André y yo abandonamos París. Llegamos a la Potsdammer Station justo después de anochecer. Mientras André le pedía un billete para un taxi al policía a la entrada de la estación, metí a Kira en su cesta de mimbre. Miró parpadeando a la gente que se apresuraba de aquí para allá y al mozo que empujaba el carrito con nuestro equipaje. Ni siquiera le perturbó que un hombre pasara junto a nosotros tras un perro alsaciano que tiraba de él manteniendo la correa en tensión: sencillamente bostezó, se hizo un ovillo y se quedó dormida.
André le mostró el billete al taxista y el mozo colocó nuestro equipaje en el maletero. Miré por la ventana del taxi, absorta en mis pensamientos. A lo largo del bulevar, guirnaldas de bombillas eléctricas adornaban las entradas de los teatros, los restaurantes y los cabarés con nombres como Kabarett der Komiker y Die Weisse Maus. Las terrazas de los cafés estaban atestadas de hombres y mujeres que bebían jarras de cerveza. «Así que esto es Berlín», pensé. Aparte de los carteles escritos en alemán con letras góticas, la ciudad no parecía tan diferente de París. Y, sin embargo, de algún modo, sí que lo era. Me di cuenta de que me haría falta observarla con más detenimiento para ser capaz de discernir cuáles eran exactamente las diferencias.
El taxi se detuvo en el exterior de un edificio con columnas de piedra a cada lado de la entrada y una placa de bronce que rezaba: «Hotel Adlon».
André le pagó al taxista.
– Aquí es donde nos alojaremos -anunció, introduciéndose el monedero en el bolsillo de la chaqueta.
Teníamos dos días solos hasta que mademoiselle Canier se reuniera con nosotros. Habíamos tomado el desayuno con ella antes de dejar París y lo máximo que había conseguido sacarle habían sido monosílabos: «Oui» o «Non». Para ser una mujer que lo tenía todo -incluido a André-, parecía muy descontenta con la vida. Miró a su alrededor en aquel restaurante tan elegante con la intención de encontrar algo que le disgustara, independientemente de que fuera la consistencia de la mantequilla o los botones de la camisa del camarero. De vez en cuando yo miraba de soslayo a André, preguntándome si realmente se sentía atraído por ella. Para mi disgusto, André contemplaba a mademoiselle Canier como si no se creyera lo que estaba viendo y constantemente le acariciaba la mano o el brazo. Ella era hermosa, pero ¿cómo un hombre con su vitalidad e inteligencia podía pasar el tiempo con aquella criatura amargada? Por su parte, mademoiselle Canier aceptaba sus atenciones con una sonrisa lánguida. No obstante, el verdadero insulto residía en su actitud despreocupada hacia mí: aunque iba a estar a solas en Berlín con su pareja, mademoiselle Canier ni siquiera me consideraba una amenaza.
Un botones con el pelo tan corto que podría haber sido perfectamente un joven oficial del ejército recogió nuestras maletas del taxi.
Me pareció extraño que nos alojáramos en el Adlon cuando André me había contado que su padre era el dueño del Ambassadeur y tenía acciones en el Central.
– ¿Por qué nos quedamos aquí si no es uno de los hoteles de su padre? -le susurré mientras mis tacones se hundían en la lujosa alfombra de la zona de recepción.
– Para comparar -me respondió-. El Adlon se considera el mejor hotel de Berlín. Pero creo que con unos cuantos cambios el Ambassadeur podría superarlo.
Mientras André se ocupaba de nuestras habitaciones, contemplé el vestíbulo de mármol y las doradas lámparas de araña. Me volví para observar una estatua de bronce y crucé la mirada con un hombre que estaba de pie junto al ascensor. Se pasó los dedos por los mechones de pelo canoso que le surgían de las sienes y se alisó el bigote. Su expresión era seria, pero también parecía divertido.
Cuando André acabó con el registro, el botones nos condujo a los ascensores, donde estaba esperando el hombre. Miró con ojos entrecerrados a André.
– Buenas noches, monsieur Blanchard -saludó, en francés-. Siempre es un placer que un hombre de una categoría tan distinguida como la suya se aloje en nuestro hotel.
– Buenas noches tenga usted, herr Adlon -respondió André, con una sonrisa irónica en los labios-. ¿Puedo presentarle a mademoiselle Fleurier?
– Enchanté -me saludó herr Adlon, inclinándose para besarme la mano-. Confío en que disfrutará de Berlín y de su estancia en el hotel Adlon.
Una vez dentro del ascensor, André miró hacia el techo, tratando de no estallar en carcajadas. Tan pronto como las puertas se abrieron y el botones echó a andar delante de nosotros para mostrarnos dónde estaban nuestras habitaciones, André me susurró:
– Hubo una época en la que herr Adlon habría echado a patadas de su hotel al hijo de uno de sus competidores. Pero con la guerra y tal y como está la economía alemana, tiene que aceptar a todo aquel que pueda pagar.
– Quizá se lo toma como un cumplido -repliqué-. La mayoría de los artistas lo ven así cuando otra estrella se molesta en acudir a su actuación.
Yo pensaba que el glamour del escenario no tenía equivalente en la vida real, pero cambié de opinión tan pronto como el botones abrió la puerta de mi habitación, encendió las luces y nos hizo un gesto a André y a mí para que entráramos. Recorrí con la mirada la línea de pilastras francesas que llegaban hasta el altísimo techo y también la chimenea de mármol, con los dos candelabros de ónice a ambos lados. Había un cuenco con ciruelas y un jarrón de rosas de tallo largo sobre una mesilla auxiliar. El aire en la habitación era una mezcla de aromas embriagadores combinados con el olor a ropa de cama limpia. Si mademoiselle Chanel hubiera podido embotellar aquella combinación, habría descubierto un perfume mucho más rentable que el Chanel N° 5. El botones abrió unas puertas dobles para revelar una cama tan suntuosa con sábanas y colchas de Rudolf Herzog que sentí deseos de meterme en ella lo más pronto posible. Coloqué la cesta de Kira junto al sofá.
André se aproximó a la ventana y miró a través de las cortinas.
– Desde aquí puede ver Unter den Linden y la Puerta de Brandeburgo.
– Unter den Linden es el bulevar más famoso de Berlín -explicó el botones en un francés muy preciso-. Se llama así por los tilos de su alameda.
Colocó mis maletas cerca de un armario. Kira estiró una de sus patas a través de las barras de su cesta y me tocó el zapato. Abrí el pestillo, salió de un salto y correteó por la moqueta. Olfateó la alfombra turca y los rodapiés dorados, inhaló el aroma de las patas de la mesa y movió nerviosamente los bigotes por el sofá. De repente tensó el rabo y aguzó el oído. Durante un momento aterrador pensé que iba a arañar el sofá, pero pasó como un rayo a mi lado y a través de las piernas de André en un arrebato de energía gatuna. Dio tres vueltas a toda velocidad a la habitación antes de saltar sobre el sofá y acomodarse sobre él. Moví un dedo hacia ella y me miró como diciendo: «Esto está mucho mejor. Es lo que había estado deseando desde hace tiempo».
Después de que el botones me mostrara cómo funcionaban los grifos del baño y dónde estaban los interruptores de la luz, me deseó una agradable estancia y se encaminó hacia la puerta. André le siguió.
– Dejaré que se instale -me dijo volviéndose-. Cenaremos en el restaurante del hotel para poder acostarnos pronto. Así podremos empezar con Berlín mañana temprano.
El comedor del Adlon era como un palacio veneciano decorado con un mural en el techo y candelabros de bronce en las paredes. André pasó la palma de las manos por los brazos de su silla.
– ¿Sabía que son de caoba del jarrah de Australia?
¿Australia? No tenía claro dónde estaba. ¿Quizá en algún lugar cerca de Sudamérica?
André recorrió la estancia con la mirada, asimilando los detalles.
– ¿Se ha dado cuenta de que no hay timbres en ninguna parte? Suelen encender luces para llamar a las camareras y así no se molesta a los demás comensales.
Nunca había estado en un hotel en el que se emplearan timbres y menos luces. Cuando madame Lombard quería llamarme, se colocaba junto al ascensor y gritaba, sin importarle si molestaba a los otros huéspedes.
Le eché un vistazo al menú. Tenía curiosidad por probar la comida alemana, pero los platos eran franceses e ingleses: capones trufados, pescado en salsa de caviar, rosbif, perdices… Miré los ojos negros de André, que brillaban aún más bajo la suave luz. «No -me dije a mí misma-, si quieres ser una verdadera estrella, tienes que comportarte de manera profesional. Tienes que centrarte». Pero ¿por qué me sucedía que cuando estaba con André mi cabeza siempre me decía una cosa y mi corazón otra totalmente diferente?
– Cuentan con una de las cocinas más eficientes del sector -me contó André, señalando con la cabeza hacia las puertas-. La ayudante del chef es un genio. Sirven los mejores platos, pero nunca les sobra la comida ni se les echa a perder. Entre ella y el encargado de la despensa dirigen las existencias con precisión militar.
Contemplé a André, sin estar del todo segura de adónde quería llegar, pero no tuve que esperar demasiado para que me diera una explicación.
– Un hotel obtiene casi las mismas ganancias de sus banquetes y restaurantes que de sus huéspedes, por lo que es importante que sea eficiente. Muchos hoteles brillantes han tenido que cerrar porque registraban pérdidas en la cocina.
Volví a estudiar mi menú, preguntándome si el análisis de las características del hotel y su administración iba a ser el único tema de conversación. El entusiasmo de André me recordó lo jóvenes que éramos ambos. En comparación con los circunspectos huéspedes de las mesas contiguas, nosotros parecíamos dos niños que se habían escapado de casa y estaban jugando a ser mayores por un día.
Después de pedir la cena, llegó el sumiller y le consultó a André qué beberíamos con la comida. Cuando se marchó, André se volvió hacia mí y me dijo:
– Su bodega vale millones. Si uno de los chefs pide vino para los ingredientes de una comida, el sumiller le echa sal para que el personal de cocina no se lo beba.
Sabía que tenía que seguirle la corriente porque estaba haciendo mucho por ayudarme, pero me encontraba en una ciudad nueva y quería hablar sobre Berlín, sobre los escenarios, sobre qué íbamos a hacer y ver. No me interesaban los aplicados procedimientos de gestión del hotel Adlon. Sin embargo, André me sorprendió. Señaló las copas que el sumiller estaba colocando ante nosotros. Ya me estaba imaginando que me iba a proporcionar otro dato más sobre la bodega de vinos del Adlon o la calidad del cristal, cuando dijo:
– He pedido el champán de reserva y un vino de Burdeos que pertenecía a la bodega del káiser. ¡Vamos a celebrar nuestra primera noche en Berlín, nuestra asociación y el principio de su nueva carrera!
Me levanté a la mañana siguiente cuando los primeros rayos de luz despuntaban en el cielo. Las sirvientas habían corrido los estores y las cortinas cuando prepararon la cama la noche anterior, pero no podía dormir y las había abierto de nuevo para ver las luces de los coches que recorrían el bulevar. Mullí las almohadas y estiré el brazo por detrás de la cabeza, percibiendo un ligero aroma a almendras. Me olfateé la muñeca. Mi piel aún conservaba el aroma del exquisito jabón del hotel.
Kira se había hecho un ovillo en el alféizar de la ventana y sus ojillos miraban de aquí para allá. Me pregunté qué estaría observando y desenredé las piernas de entre las sábanas.
– ¡Gatita tonta! -le dije, mirando hacia el bulevar, que estaba vacío excepto por un par de camiones de panaderías y bicicletas-. ¡No hay nada ahí fuera!
Le pasé los dedos por el lomo y dejó escapar un bostezo. La emoción de estar en Berlín me había trastocado mi reloj interno. Aquel era el momento del día en el que normalmente yo estaría llegando a casa, no levantándome de la cama. Me tumbé y apoyé la mejilla sobre la fresca seda de la colcha. El hotel estaba en silencio. No se oían grifos abriéndose y cerrándose, ni pasos en las escaleras, ni orinales vaciándose en letrinas. Este no tenía nada que ver con mi hotel del Barrio Latino. Pero para entonces ya estaba demasiado despierta como para volverme a dormir y, aunque André y yo habíamos cenado bien, sentí un hambre devoradora.
Me senté de nuevo y hojeé el menú del servicio de habitaciones. Pensé que podía comer algo entonces y de nuevo con André más tarde. Cogí el auricular del teléfono, pero antes de que pudiera decir nada, un caballero que hablaba francés con acento alemán me deseó buenos días y me preguntó qué quería tomar de desayuno.
– Guten Morgen -le respondí, deseosa de utilizar al menos una de las frases que André me había enseñado en el tren. Pedí unos panecillos con miel y mermelada. Kira saltó del alféizar hasta mi regazo-. Y unos arenques con un platillo de leche -añadí.
Me estaba secando el pelo cuando el camarero llegó a la puerta con un carrito. Mientras ponía la mesa para el desayuno, Kira levantó la naricilla en el aire y se colocó lo más cerca que pudo de la mesa, deslizando su trasero por el alféizar. Cuando llegó lo suficientemente cerca, se preparó para saltar sacudiendo el rabo. La cogí en mitad del intento.
– Dartke sebön -le dije al camarero, meciendo a Kira entre mis brazos.
– No hay de qué, mademoiselle -respondió, mirando de reojo a la frustrada gatita-. Buen provecho.
Me comí los panecillos y miré el reloj. Solo eran las siete de la mañana. Abrí la puerta de mi habitación y miré hacia el pasillo. A André le habían limpiado los zapatos y se los habían colocado junto a la puerta de su cuarto. No se veía luz por la jamba, por lo que supuse que seguía durmiendo. Regresé a mi habitación y me puse los zapatos. Kira había terminado de comerse los arenques y se había tumbado en el sofá, lamiéndose las patas.
– Me voy a dar un paseo -le dije-. Si encuentro algo bonito, te lo traeré.
Pasé por el comedor, donde los camareros se afanaban en preparar los platos y la cubertería para el desayuno. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el dulce olor a mantequilla fundida y a tostadas calientes. Aquella combinación tenía un efecto tan estimulante que me sentí como si estuviera caminando de puntillas.
– Guten Morgen -me saludó el portero cuando llegué a la entrada principal-. ¿Le pido un taxi?
Negué con la cabeza.
– No, gracias. Me voy a dar un paseo.
Arqueó las cejas, pero después asintió y sonrió.
– Va a ver la Puerta de Brandeburgo, ja? Si aguarda hasta después del desayuno, el guía del hotel o madame Adlon pueden acompañarla.
Tenía mucho interés en explorar la calle por mi cuenta y no me atraía ninguna de las dos opciones: ni la incomodidad de que me acompañara la esposa de herr Adlon ni un guía. Se lo agradecí y salí por la puerta. ¿Acaso era una cosa tan poco habitual que los huéspedes del Adlon se dieran un paseo por la mañana temprano?
El ambiente estaba limpio y fresco. Hacía mucho tiempo que no olía el aire de las primeras horas de la mañana. Cuando trataba de aspirarlo de vuelta a casa en París, tenía la nariz demasiado tapada por el humo del tabaco y el polvo del camerino como para percibirlo.
Tan pronto como puse un pie en Unter den Linden, me di cuenta de que Berlín no podía confundirse en absoluto con París. Aunque algunos de los edificios provenían de épocas similares, los de París, con sus enrejados y tejados curvilíneos, parecían haber sido diseñados para el deleite estético, mientras que sus análogos berlineses, con sus ángulos rectos, estatuas prusianas y cúpulas, parecían haber sido construidos para resultar imponentes. Pasé por delante de la embajada británica y de tiendas que vendían cajas de música pintadas a mano y marcos de cuadros adornados con filigranas. Leí los carteles de las tiendas, tratando de adivinar lo que significaban las palabras que figuraban en ellos. Sin embargo, Bank y Schuhladen eran las dos únicas de las que estaba segura. Bank porque sonaba similar a la palabra en francés y Schuhladen porque los únicos objetos en exposición en el escaparate eran zapatos. Me paré a admirar la mercancía expuesta en el escaparate de una tienda para caballeros: abrecartas de jade, estuches para lápices de zapa, carteras de cuero e incluso un reloj de cuco.
– Laden, Laden, Laden -repetí el término alemán para «tienda», tratando de memorizarlo.
Que mi educación hubiera sido esporádica era ya mucho decir, pero me encantaba aprender idiomas. Mi inglés había progresado, casi por osmosis más que por haber hecho un esfuerzo consciente, gracias a Eugene y la clientela del Café des Singes. De Rivarola había aprendido bastante más que unas meras nociones de español, aunque la mayor parte era para expresar disgusto. Sin embargo, el alemán era tan diferente al francés -tan preciso, tan definido, con esas palabras tan imposiblemente largas- que me propuse aprender todo lo que pudiera mientras estuviera en Berlín.
Continué caminando por el bulevar hasta la Pariser Platz y la Puerta de Brandeburgo, parándome para admirar las enormes columnas de la puerta, que según había leído se habían construido para evocar la Acrópolis de Atenas. Levanté la mirada hacia la estatua de bronce de la diosa de la paz dirigiendo un carro tirado por cuatro caballos. Había poca gente paseando por la Platz: una mujer que empujaba una carretilla; un joven sentado en un banco que estaba dibujando la puerta en un cuaderno; y una pareja de soldados de uniforme. Procuré no mirarles fijamente cuando pasé a su lado, pues ambos iban en silla de ruedas, con las perneras de los pantalones abotonadas a la altura de los muslos. Uno de ellos también había perdido un brazo y utilizaba una pinza metálica para manejar la silla.
Crucé la Platz y me encontré frente a la embajada francesa, cuya bandera roja, blanca y azul ondeaba por la brisa. Recordé las terribles heridas de mi padre y la lápida de piedra de nuestra aldea que conmemoraba a los caídos en la guerra. «¿De qué sirvió todo aquello? -me pregunté-. ¿Qué había conseguido aquella Gran Guerra?».
Le quité importancia a la repentina melancolía que me había invadido y continué mi paseo hacia el lado opuesto de Unter den Linden. Había más tiendas que vendían objetos de lujo alemanes y algunos comercios de alimentación cuyos tenderos estaban levantando las persianas. Doblé una esquina y me encontré frente a una juguetería cuyo escaparate era un festín para la vista: ositos de peluche, casas de pan de jengibre, edificios de juguete pintados a mano, muñecas ataviadas con el traje típico bávaro que abrían y cerraban los ojos… Había una cesta llena de pelotas de colores brillantes junto a la puerta. Consulté el horario de apertura y decidí volver más tarde y comprarle unas a Kira. Madame Ducroix me había dicho que los azules rusos se entretenían muy bien solos, pero pensé que ahora que Kira era una viajera internacional de primera clase alojada en el Adlon, había llegado el momento de que jugara con algo más sofisticado que periódicos viejos y madejas de lana.
Algo me agarró del brazo. Miré hacia abajo y pegué un salto del susto. Un rostro me miraba fijamente, pero aún tardé un momento en percatarme de que la criatura que me estaba tocando era una niña. Tenía unos ojos protuberantes que sobresalían como los de una rana bajo una frente hinchada. El resto de su cuerpecillo parecía un montón de pellejo y huesos. Unas débiles piernecillas asomaban por debajo del harapo que llevaba de vestido. Deslizó su mano dentro de la mía.
Miré arriba y abajo hacia la calle para ver de dónde había surgido. No tardé en averiguarlo: había una mujer tumbada en el umbral de una puerta al otro lado de la calle, entre dos tiendas cerradas con tablones. La mujer sostenía contra su pecho a otro niño, miserablemente envuelto en andrajos. Había contemplado la pobreza anteriormente, pero la suya era la más terrible que había visto en toda mi vida. No solo eran pobres, sino que se estaban muriendo de hambre. No llevaba encima demasiados marcos porque no pensé que fuera a haber nada abierto, pero estaba decidida a darles todo lo que tuviera.
Abrí el bolso y rebusqué mi monedero, pero en el instante en que lo encontré más miradas recayeron sobre mí.
Dos jóvenes surgieron del portal donde la mujer estaba tendida. Uno de ellos le pasó por encima como si no fuera más que un saco de harina y se quedó mirándome con las manos en las caderas. Una sonrisa maliciosa se le dibujó en mitad del rostro como una cicatriz sobre la piel. «Si le doy dinero a la mujer -pensé- simplemente se lo quitará». Había visto a demasiados chulos como esos en Montmartre como para saber cómo funcionaban aquellos tipos.
– Volveré -le dije a la niña-. Volveré con comida. Espérame.
Sacudió la cabeza y se agarró a mi falda, rogándome con la mirada que me quedara.
– Volveré -insistí, soltándome de sus deditos con delicadeza. Por la expresión desesperada que se pintó en su cara, supe que no lo había comprendido.
Ignorando a los dos jóvenes, corrí calle abajo y entré de nuevo en Unter den Linden. Traté de recordar cómo de lejos estaba la panadería con la que me había cruzado cuando había paseado antes por allí. «Bäckerei, Bäckerei», me repetía a mí misma, mirando con ojos entrecerrados los escaparates, aunque en mi fuero interno sabía que ni todo el pan del mundo podría salvar a la niña y a su familia. Necesitaban que cuidaran de ellos en un hospital. El mío era el gesto ineficaz de alguien que no tenía ni la menor idea de qué hacer frente a tanta miseria humana, pero esperaba que hacer algo al menos fuera mejor que quedarse de brazos cruzados.
Encontré la panadería y me apresuré a entrar. Había dos dientas antes que yo, pero cuando me vieron señalando como una loca al pan y vaciando mi monedero en el mostrador ambas mujeres se apartaron, con la esperanza de que cuanto antes despachara el panadero a la loca extranjera, antes se marcharía. Había oído que el pan alemán era nutritivo, y que incluso podía sustituir a la verdura durante el invierno, así que señalé todos los tipos disponibles -blanco, negro y de centeno- y me marché de la tienda con los brazos cargados de hogazas de pan.
Corrí de vuelta por Unter den Linden hasta la calle donde estaba la juguetería. En el portal donde la madre yacía tumbada no había nadie. Miré por toda la calle, pero no pude localizar a la niña por ninguna parte. «No pueden haber ido muy lejos -pensé-, no en esas condiciones».
Sentí la tentación de llamarla en alto, pero temía que solamente lograría atraer la atención de los dos jóvenes de antes. Anduve arriba y abajo por la calle en ambas direcciones, después coloqué el pan en el portal en el que la mujer había estado antes y me pasé la mano por el rostro. No podía quitarme de la mente la expresión torturada de la cría. Debía de haber pensado que yo estaba huyendo de ella.
Dejé el pan en el portal, aunque no sabía quién se iba a beneficiar de él, aparte de los ratones. Pensé en los panecillos que había pedido de desayuno esa mañana y en los trozos que me había dejado sin acabar en el plato, y me sentí culpable. Me volví para recorrer de nuevo la calle y me encontré cara a cara con uno de los dos jóvenes, el de la sonrisa maliciosa. De cerca, tenía un aspecto aún peor. El blanco de sus ojos era vidrioso, como el de un cadáver, y apestaba a tabaco y a sudor. Antes de que pudiera moverme, me agarró del brazo.
– Française? -preguntó, apretándome la piel con los dedos-. ¿Eres francesa?
No esperó a oír mi contestación para escupirme en la cara. El salivazo me ardió sobre la piel como si fuera ácido y fue suficiente como para ponerme en acción. Le empujé y corrí por la calle. Me había cruzado con un policía de vuelta de la panadería. No podía haberse alejado mucho, por si necesitaba gritar para que viniera en mi ayuda.
Sin embargo, el joven no siguió persiguiéndome hacia Unter den Linden. Se detuvo en la esquina y comenzó a cantar algo que sonaba como una canción bélica: «Siegreich wollen wir Frankreich schlagen…».
Yo todavía corría, pero todo se ralentizó como si fuera a cámara lenta. «¿Qué está cantando?», pensé. Era más joven que yo, no podía haber ido a la guerra. Alcancé la siguiente esquina y me volví para comprobar si me estaba siguiendo. El joven gritó en francés para que yo lo entendiera:
– ¡Derrotaremos a Francia! ¡Acabaremos con ella! ¡Francia dejará de existir! ¡Y con ella, los franceses! ¡Escupiremos sobre sus cenizas como si fuera una puta barata!
André, vestido con camisa y pantalones y una bata que le cubría la parte superior, abrió la puerta de su habitación y me dedicó una radiante sonrisa.
– ¡Bonjour, Simone! -me saludó, pegando contra la mía su mejilla perfumada de colonia-. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
Habíamos abandonado el formalismo de llamarnos «monsieur» y «mademoiselle» la noche anterior; ya nos sentíamos lo bastante cómodos juntos como para tutearnos.
Antes de que pudiera contestarle, recogió los zapatos del umbral de la puerta, me colocó la mano en el hombro y me condujo hacia el interior de su habitación.
– Acabo de terminar de afeitarme -explicó, apartando los periódicos de la mañana del sofá e indicándome que tomara asiento-. No esperaba que estuvieras despierta a estas horas.
Dejó los zapatos en el suelo y miró a su alrededor en busca de la chaqueta y la corbata, que encontró colgando de un galán de noche cerca del armario en el dormitorio. Regresó a la sala de estar y dejó las prendas sobre el respaldo de una silla.
– Pensaba que tendría toda la mañana para ponerme al día con las noticias y escribir algunas cartas. ¿Me equivocaba al pensar que la gente del mundo del espectáculo nunca sale de la cama antes del mediodía?
Como no le contesté, me observó con más detenimiento. Yo noté que las lágrimas estaban a punto de aflorar a mis ojos. Esto no era lo que había planeado. Antes de llamar a su puerta, me había lavado la cara y me había cambiado de vestido. Pero toda la valentía que me disponía a simular no pudo retener el dolor de corazón que me había causado la imagen de la famélica niña y su familia.
– ¿Qué sucede? -me preguntó André.
Una cálida lágrima me cayó por la mejilla. Traté de hablar pero lo único que salió de mi garganta fue un sonido áspero.
– ¡Simone! -exclamó, y se apresuró a acercarse a mí.
Se sentó a mi lado en el sofá. Antes de tener conciencia de mis acciones, apoyé la cabeza contra su pecho. Podía oler el aroma a limón de su camisa y sentir la calidez de su piel debajo de la tela. Hasta que le conté el incidente de la niña hambrienta y su familia, no me percaté de que me había pasado el brazo alrededor del cuerpo.
– ¡Qué horror! -comentó, ciñéndome la cintura un poco más con el brazo-. Si hay algo de lo que podamos estar agradecidos es de que no haya tantos niños hambrientos en Berlín como antes.
Le miré fijamente.
– Francia mantuvo el bloqueo contra Alemania durante meses después de que se firmara el armisticio y cientos de miles de personas murieron de frío y de hambre. Han pasado siete años desde la guerra, pero en muchos aspectos Alemania todavía está sumida en el caos.
Me estremecí. Ver a una niña atormentada había sido suficiente para mí, no podía pensar en miles más. André apartó el brazo de mi cintura y cogió sus zapatos. Le contemplé mientras tiraba de las lengüetas antes de meter los pies en ellos y atarse los cordones. ¿En qué había estado pensando para dejarle cogerme de esa manera?
– Voy abajo a hablar con el gerente -anunció André-. El portero no debería haberte dejado salir sola. Podría haberte sucedido algo terrible.
– No, por favor, no lo hagas -le rogué, pasándome el dorso de la mano por los ojos-. No es culpa del portero. Me sugirió que me llevara a un guía.
– ¿Que te llevaras a un guía? -repitió André-. Lo que tendría que haber hecho era advertirte.
– ¿Advertirme el qué?
André no contestó. Se había quedado demacrado, ya no lucía en su rostro la expresión feliz con la que me había saludado en la puerta. Me hubiera gustado no haber dicho nada y haberme guardado aquel incidente para mí misma.
– De algún modo, no se puede culpar a Francia por querer acabar con Alemania, para que no pueda volver a atacarnos -explicó-. Pero ¿podemos culparles por odiarnos?
– Me he sentido peor por presenciar la situación de la niña que por el altercado con el joven -le contesté-. La pobre se encontraba en un estado lamentable. Él era el típico matón, esa clase de gente se puede encontrar en cualquier parte.
Era cierto que me había horrorizado más por el estado de la niña y su familia que por el joven, pero sabía que aquel tipo era algo peor que un matón normal. Recordé el odio en su voz mientras cantaba a voz en grito aquella canción bélica. No, aquel chico era mucho más amenazante que cualquier matón de poca monta.
André negó con la cabeza.
– Lo siento. Tendría que haberte advertido que en Berlín hay algunos individuos muy extremistas. No esperaba que fueras a levantarte tan temprano, y menos que salieras sin compañía.
Me inquietó el énfasis que André le imprimió al final de aquella frase. Me senté.
– ¿Sin compañía? -repetí.
André me miró fijamente; yo aún no tenía ni la menor idea de a qué se refería.
– ¿A qué te refieres con «sin compañía»? -le pregunté-. ¿Cómo crees que suelo moverme por París?
Sin embargo, tan pronto como le dije aquello, comprendí a qué se refería. Y me di cuenta por el modo en el que dirigió su mirada de mí a su regazo que él también lo había entendido. Las mujeres de la clase social de André no iban a ninguna parte sin algún tipo de escolta, incluso aunque solo se tratara de una criada o del chófer. Era una protección contra la «corrupción» que podía acechar a una mujer si se dedicaba a deambular ella sola. ¿Se había olvidado de quién era yo? ¿Una artista de variedades? Aunque nunca había actuado desnuda, muchas de mis colegas lo hacían con los pechos al aire o sin nada de ropa. ¿Qué tipo de «corrupción» podía acecharme a mí?
– Si tuviera que esperar a que alguien me acompañara, nunca iría a ninguna parte -le dije.
Me parecía gracioso pensar que mademoiselle Canier y sus amistades pudieran escandalizarse por la idea de una joven viajando en métro por París o yendo al Pigalle por su cuenta.
André sonrió repentinamente. Me observó y luego volvió a mirarse el regazo.
– Supongo que a veces me olvido de que existen las mujeres y también están las «mujeres independientes» -comentó.
– ¿Y cuál de los dos tipos prefieres tú?
– Oh, las mujeres independientes, sin duda alguna -respondió.
Ambos nos echamos a reír.
André y yo paseamos por los senderos junto a los lagos del Tiergarten y a las estatuas de famosos alemanes como Goethe y Bach, tratando de encontrar un antídoto para el desagradable incidente de la mañana. El tiempo era soleado pero fresco y los berlineses se habían echado a la calle, caminando en grupos o en contemplación solitaria. Como raza, los alemanes eran más altos que la mayoría de los franceses, con una seriedad en su expresión que era diferente de la vivacidad gala o de la sangre caliente mediterránea que yo conocía. Sin embargo, no todos ellos eran rubios y de ojos azules; igual que los franceses, tenían todo tipo de facciones. La variedad de físicos se multiplicaba aún más porque había muchos extranjeros disfrutando del parque: familias rusas sentadas en mantas de picnic; dos damas italianas que charlaban junto a una fuente; un grupo de estudiantes estadounidenses montando en bicicleta que se hablaban a gritos con un acento estridente…
Llegamos a los Jardines Zoológicos y seleccionamos un restaurante cuya terraza se encontraba a la sombra de unos abedules. André pidió para mí un helado que se llamaba cassata. Lo trajeron en una copa de cristal y sabía a sorbete de champán.
A pesar de la tranquilidad que nos rodeaba, el recuerdo del cuerpecillo maltrecho de la niña famélica persistía en mi mente. No obstante, mi angustia hizo que me abriera a André: quería que me consolara. Y gracias a eso comencé a ver más allá de su deslumbrante exterior y a comprender realmente de qué pasta estaba hecho. Me dijo que conocía a una mujer que trabajaba con los pobres en Berlín y que haría las averiguaciones pertinentes a través de ella sobre la niña y su familia para ver si se podía hacer algo por ayudar. Aquella mañana ese simple ofrecimiento significó mucho más para mí que si me hubiera confesado que me adoraba.
– La economía francesa prácticamente se derrumbó también -me contó André, siguiendo con nuestra conversación sobre el estado de Alemania-. Pero los franceses adoptaron la postura equivocada si lo que querían era paz.
Recordé el rostro vendado de mi padre y el modo en el que miraba cuando mi madre lo trajo a casa desde el hospital militar. Unos años después, le oí contarle que el hombre que se encontraba en la cama contigua a la suya había perdido toda la cara por las quemaduras. No tenía ojos, ni nariz, ni labios, ni lengua. Sufría tanto que dos enfermeras mantuvieron una almohada sobre su cara hasta que dejó de respirar. Nadie se lo impidió. En aquellos días, el eslogan del primer ministro francés era: «Hay veinte millones de alemanes y son demasiados». Incluso de niña, había sentido como me invadía la rabia por aquella nación. Pero ¿cómo se podía odiar a todos los alemanes al mirar a la cara a la niña hambrienta?
– Tú perdiste a tu hermano en la guerra -le dije-. Y, aun así, no odias a los alemanes.
– He visto demasiado sufrimiento en ambos bandos como para eso -me contestó André-. Laurent nunca quiso ir a la guerra. Era un buen empresario, pero prefería una vida tranquila leyendo y paseando a sus perros. Mi padre pensó que, si se licenciaba en el ejército, aquello lo convertiría en un hombre hecho y derecho. Bueno, y ahora ni siquiera está vivo.
De repente, se me formó una nítida imagen en la mente: un muchacho de pelo oscuro mirando por la ventana, viendo como su hermano mayor se marchaba al frente. El joven soldado le dedicaba un desgarrador saludo final a su hermano antes de desaparecer para siempre. Pero había algo más aparte de pena en el tono de André.
– ¿Estás enfadado con tu padre?
Me sorprendí a mí misma por hacerle una pregunta tan personal, pero a André no pareció importarle. Se encogió de hombros.
– Creo que mi padre sufre lo suficiente él solo, sin tenerme en cuenta a mí para aumentar su sentimiento de culpa. ¿Quién iba a saber que la Gran Guerra se iba a convertir en el mayor baño de sangre que la humanidad había experimentado jamás? Perdió a su hijo… y a mi madre. Ella le confiere el respeto de una buena esposa, pero evita mirarle a los ojos cuando él la contempla. Mi hermano murió como un héroe en Verdún e hizo todo lo posible por salvar a sus hombres, pero eso no es bastante como para cicatrizar la herida de una madre que ha perdido a su primogénito.
Contemplé a los distinguidos viandantes que paseaban por el parque. Todo el mundo parecía tranquilo bajo la suave luz del sol. El padre de André daba la sensación de ser muy exigente en la tarea de conducirse a sí mismo y a sus hijos hacia la perfección varonil. Recordé la manera en la que André había acariciado y mimado a mademoiselle Canier en París antes de que nos marcháramos. Quizá estaba acostumbrado a dar afecto sin recibir nada a cambio.
– Nunca volverá a haber una guerra como esa -declaré.
– Todo el mundo en Francia dice lo mismo. Eso es lo que querríamos creer -replicó André.
Lo observé fijamente.
– Tú puedes venir aquí a hacer negocios. Herr Adlon quizá ponga objeciones a que seas el hijo de uno de sus competidores, pero no tiene nada en contra de que seas francés.
André encendió un cigarrillo, el único que se fumaba durante el día, y se tomó un momento antes de responder:
– Los negocios son los negocios entre hombres como Adlon y mi padre, independientemente de su nacionalidad -dijo-. Las madres alemanas quieren ver a sus hijos morir tan poco como las francesas. La Sorbona invita a intelectuales alemanes a dar charlas allí y los directores alemanes emplean a actrices francesas como protagonistas de sus obras. No es de esa gente de donde surge la guerra y, sin embargo, cuando las ruedas bélicas empiezan a girar, muchos de ellos se unen a la causa.
Volvimos la cabeza para seguir con la mirada la trayectoria zigzagueante de una pareja que iba montada en un tándem. Justo cuando parecía que habían tomado el camino adecuado, perdieron el equilibrio y se cayeron sobre un seto.
– Los políticos franceses son imbéciles -declaró André, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo sobre un cenicero-. Están más preocupados por tener entrada para los Ballets Russes y por dónde colocar sus muebles de estilo directoire que por la economía y la política internacional. Y, a fin de cuentas, por lo único por lo que se preocupan es por su popularidad. A veces pienso que hay fuerzas oscuras en Alemania que podrían matar a su propia gente si eso beneficiara a sus propósitos.
No había oído nunca a nadie decir cosas como las que André me estaba contando.
– ¿A qué te refieres? -le pregunté.
– Mi padre dice que la inflación nunca fue tan mala en Francia como en Alemania, más por un golpe de suerte que por una buena gestión, pero mi tío no está de acuerdo. Él dice que lo que sucedió con la economía alemana fue algo más que un caos de posguerra. Que esto se lo hicieron ellos mismos.
– ¿Y por qué harían tal cosa?
– Porque era una buena propaganda. La prensa alemana declaró a los cuatro vientos que los pagos compensatorios que Francia exigía eran la única causa de sus problemas. Claramente, que el dinero salga de un país no ayuda en nada a una economía débil. Pero, a pesar de los niveles de inflación, cuando una hogaza de pan llegó a costar doscientos mil millones de marcos, el gobierno continuó imprimiendo más dinero. ¿Y por qué harían tal cosa? ¿Por ignorancia económica? -André negó con la cabeza-. Cuando estabilizaron el marco tres años más tarde, el problema se resolvió de la noche a la mañana. Lo estaban haciendo para librarse de los pagos compensatorios. Francia no podía absorber nada de una economía que estaba seca.
Me quedé totalmente desconcertada.
– Si no hubiera habido tanta gente sufriendo a causa de esa táctica, yo diría que era una estrategia inteligente. Pero si el gobierno alemán tampoco estaba tratando de ayudar a su gente, ¿para qué quería el dinero?
André frunció los labios y negó con la cabeza. Me tocó el brazo.
– Vamos, Simone, esta es una conversación muy pesimista. Esa no es la razón por la que tú y yo hemos venido a Berlín. Y ¿quién sabe? Quizá las cosas mejoren. Especialmente si hombres como con el que nos vamos a encontrar esta tarde tienen la posibilidad de dirigir el país.
– ¿A quién vamos a ver?
– Al conde Harry Kessler. Es un alemán nacido en Francia, de padre alemán suizo y madre irlandesa. Fue educado en Inglaterra y ocupó el cargo de embajador alemán en Polonia. Es editor y él mismo escribe, pero lo que más le gusta en este mundo son los artistas. Y cuando te conozca, ¡pensará que todos sus deseos se han hecho realidad!
No conocía lo suficiente Berlín como para saber que el Romanische Café era el lugar de reunión de la élite literaria y cultural de la ciudad, pero sabía lo suficiente sobre cafés como para quedarme impresionada con el tamaño de aquel. Su aforo era para mil plazas sentadas y tenía más bien el tamaño de una sala de baile que de un café. Un portero que estaba de pie junto a la puerta giratoria nos dio la bienvenida. No pude evitar fijarme en la etiqueta de su nombre: Nietz. Me sonaba como la palabra inglesa para limpio, neat, lo cual me hizo gracia porque aquella palabra lo resumía todo en él, desde sus lustrosísimas botas hasta su barba cuidadosamente afeitada.
Ardía en deseos de conocer al conde Kessler después de que André lo hubiera definido como «el hombre con los mejores contactos de Alemania» y me hubiera contado que era amigo de todo el mundo, desde Max Reinhardt hasta Einstein. Reconocí al conde sin que nadie me dijera quién era. Estaba sentado en una mesa reservada a los clientes habituales y era exactamente como me lo había imaginado, incluso iba más allá: un hombre elegante de cincuenta y muchos, de dedos afilados, mirada apreciativa y una sonrisa leve pero amable.
Desde el momento en el que el conde se puso en pie, nos saludó en un elegante francés y nos dimos un efusivo aunque formal apretón de manos, me quedé fascinada con él. Sus contradicciones resultaban muy interesantes. Era como si se hubiera llevado lo mejor de todas las culturas a las que había estado expuesto: la precisión de los alemanes y los suizos, el tacto británico, el encanto y la chispa franceses y la animada sencillez irlandesa. Era un hombre verdaderamente cosmopolita.
– Me he tomado la libertad de pedir tarta de fresa para todos. Les prometo que está muy buena -anunció el conde, sonriéndome abiertamente.
Su piel tenía una tonalidad cetrina alrededor de los ojos, cosa que sugería que no gozaba de buena salud, pero su rostro estaba alerta y sus movimientos eran tan enérgicos que perfectamente podría haber tenido la misma edad que yo y no cuarenta años más.
El conde me observó detenidamente, asimilándome.
– André me ha dicho que es usted una cantante y bailarina de mucho talento.
Miré de reojo a André. Al principio, sentí la tentación de negarlo, al menos para demostrar modestia. Pero luego pensé: «¿Por qué debo negarlo?». Eso era lo que quería ser y André estaba decidido a hacerlo realidad.
– ¡Estoy segura de que llegaré a serlo, sobre todo si André se implica en el proceso! -le respondí.
– Simone ha alcanzado una especie de tope en su carrera en París -le explicó André-. Pero lo que es sorprendente es lo lejos que llegó antes de que eso sucediera. Nunca ha recibido una formación adecuada. Confío en que si se expone a diferentes estilos y a una ciudad distinta volverá a París transformada.
– Aquí en Berlín hay profesores excepcionales -nos contó el conde-. Puedo escribirles cartas de presentación, si lo desean.
André y yo aceptamos con entusiasmo su propuesta.
El conde asintió.
– Berlín es distinto a París, mademoiselle Fleurier -me dijo-. Me puedo imaginar que los franceses estarían entusiasmados no solo por su talento, sino también por su vitalidad. Podría haber adivinado que era usted francesa desde el momento en el que entró por la puerta, por el brillo de sus ojos y la manera en la que vibra su cuerpo, como si cada nueva experiencia vital fuera una tarta de fresa que le estuviera haciendo la boca agua. Los alemanes son más cínicos. Pero, al mismo tiempo, creo que si uno se expone a diferentes culturas, logra profundizar en su propia personalidad y eso solamente puede contribuir al desarrollo de una artista como usted.
– Acabo de llegar a Berlín y ya siento que eso me está sucediendo -le confesé, enormemente satisfecha por que me hubiera llamado «artista». Creía firmemente que lo que me había dicho era cierto. Había nacido en Pays de Sault, pero ahora también tenía en mí algo de Marsella y de París-. Quizá Berlín logrará mejorar mi concentración y disciplina -comenté.
El conde se inclinó hacia mí.
– Hay ciertas cosas de Berlín que quizá la escandalicen -me advirtió-. En el cabaré parisino, las canciones tratan sobre desengaños amorosos y pobreza. En Berlín, los cabarés son mucho más políticos… y, con frecuencia, también son más nihilistas. El sexo y la muerte son dos obsesiones omnipresentes aquí.
André también se inclinó hacia delante y susurró en un tono conspiratorio:
– Afortunadamente, a diferencia de los ingleses y los estadounidenses, los franceses no nos escandalizamos tan fácilmente.
Por alguna razón, aquel comentario le hizo gracia al conde. Su rostro se ruborizó y escondió la barbilla hacia el cuello, haciendo todo lo posible por controlar la risa. Pero se le estremeció el pecho y la dejó escapar en forma de rugido. Aquel sonido pasó por encima de las mesas y rebotó contra las paredes, mucho más alto que el tintineo de las tazas de café y las apagadas conversaciones que nos rodeaban. Cuanto más trataba de contenerse el conde, más carmesí se le ponía la cara y más alto se reía. Entonces, André explotó a reír, emitiendo un sonido grave semejante a un ladrido, haciéndole eco a la alegría del conde, como un mastín tras una pelota. Miré a uno y a otro, ambos con los rostros contraídos y los torsos temblorosos. Eran como un dúo musical interpretando la música de la alegría.
Mademoiselle Canier llegó con su sirvienta y tres compartimentos llenos de equipaje al día siguiente. Parecía como si planeara mudarse a Berlín de manera permanente. Cuando me vio esperando en la estación con André, frunció el ceño fugazmente.
André ayudó a mademoiselle Canier a bajar al andén y ella le plantó un prolongado beso en los labios. Su actitud parecía haber cambiado en los últimos días. Se comportaba igual que en Le Boeuf sur le Toit, colgándose del brazo de André como un alga al casco de un barco.
Tras un almuerzo en el que solo nos intercambiamos monosílabos y durante el cual mademoiselle Canier se comió un pepinillo y apartó el resto de su comida a un lado del plato, me alivió enterarme de que tenía que volver a París quince días más tarde para asistir a un baile celebrado por su prima. Al menos, tendríamos un respiro. Mientras había estado a solas con André, él se había comportado de manera muy informal. Tan pronto como mademoiselle Canier llegó, volvió a llamarme mademoiselle Fleurier. Me di cuenta de que tendría que sentirme de una manera con respecto a él y comportarme de otra muy distinta.
El conde Kessler se nos unió para la cena en el Adlon aquella noche. Una sonrisa divertida apareció en la comisura de sus labios cuando vio a mademoiselle Canier dirigirse al personal en francés. A mí y al conde nos ignoraba, excepto cuando André se dirigía específicamente a nosotros durante la conversación. Después, los cuatro dimos un paseo por la Friedrichstrasse. Todos los edificios parecían albergar cabarés, cines, burdeles, salas de baile o fumaderos de opio. Las prostitutas atestaban todas las esquinas y merodeaban por todos los soportales. Estaba acostumbrada a las fulanas de Marsella y a las estridentes prostitutas de Montmartre, pero las putas de la Friedrichstrasse me resultaban muy agresivas: tenían un aspecto brutal y peligroso, envueltas en boas de plumas, cadenas y borlas. Un ama dominatriz guardaba su esquina con paso de pantera, blandiendo un látigo y enseñando los dientes al gruñir. Había otra mujer sentada sobre una boca de incendios completamente desnuda, a excepción de un par de botas de cordones. Pero lo que más me sorprendió fue que la gente que paseaba arriba y abajo por las aceras de la calle no eran hordas de obreros, sino hombres con pajarita y camisas con botones de madreperla y mujeres ataviadas con vestidos de seda oriental. Se bajaban de limusinas Mercedes Benz y contemplaban lo que había a su alrededor con una actitud de diversión voyeurista. «No todo el mundo ha debido de perder su dinero durante la crisis», pensé. Los magnates, los especuladores y los delincuentes parecían haber amasado buenas fortunas.
André y mademoiselle Canier paseaban delante de nosotros. El conde caminaba a mi ritmo.
– ¿No cree usted que mademoiselle Canier tarda muchísimo en prepararse? -me susurró-. Pensé que no íbamos a comer hasta medianoche. Las he cronometrado a las dos con mi reloj. Usted bajó en solo veinte minutos.
– Me he acostumbrado a cambiarme con rapidez en el teatro -le confesé.
El conde sonrió y nos detuvimos a mirar a un artista callejero medio desnudo que se estaba poniendo cabeza abajo. Llegamos a verle parte del vello púbico cuando el hombre se enderezó para volver a ponerse en pie.
– Me da la sensación de que ya ha tenido suficiente, mademoiselle Fleurier -me dijo el conde-. Realmente, a mí tampoco me emocionan estos espectáculos. Pero a muchos turistas les gustan, y por lo menos ya podrá usted decir que ha visto la Friedrichstrasse.
El conde avisó a André, se bajó del bordillo y llamó a un taxi.
– Llevemos a las damas a algún lugar más divertido. Algún sitio en el que mademoiselle Fleurier pueda aprender un par de cosas.
El taxi nos condujo Unter den Linden abajo, hacia el barrio de Schöneberg, y se detuvo en la esquina entre Motzstrasse y Kalckreuthstrasse. Levanté la mirada hacia las luces art decó de un club, Eldorado, y el cartel que había debajo, que rezaba: «¡Ya lo ha encontrado!».
– Aquí jugaremos a algo especial -anunció el conde mientras su boca se curvaba para formar una sonrisa-. Pero todavía no les diré qué es.
Dejamos los abrigos a la chica del guardarropa y me fijé especialmente en su piel lechosa y su boca color rubí. Era extraordinariamente hermosa, incluso más despampanante que mademoiselle Canier o Camille, y demasiado exótica como para ser solamente la encargada del guardarropa.
– Buenas noches -nos saludó la encargada-. ¿Desean una mesa junto al escenario?
El conde asintió y la encargada nos condujo hacia el interior de la estancia cargada de humo. Andaba deslizándose de manera majestuosa. «Sería maravillosa sobre el escenario», pensé. Cuando nos hubimos sentado, miré a mi alrededor, la iluminación rosada y la barra de cristal que no parecía casar demasiado con las mesas redondas y los estridentes saleros y pimenteros. La banda se subió al escenario: una pianista, una trombonista, una clarinetista y otra mujer que tocaba el banyo. Todas ellas eran mujeres, y tan glamurosas como la chica del guardarropa o la encargada.
– Creía que las mujeres que habíamos visto por Berlín hoy eran hermosas, pero las empleadas de este club son asombrosas -le dije al conde-. ¿Esa es la razón por la que le gusta tanto a usted este sitio?
– Creo que vienen de Baviera especialmente por su belleza -contestó el conde, volviéndose para hacerle un gesto a una de las camareras-. ¿Pedimos cerveza o champán?
– Probemos la cerveza alemana -propuso André, tosiendo contra un pañuelo.
Le di un golpecito en la espalda, lo cual provocó que mademoiselle Canier frunciera el ceño.
– Hay mucho humo aquí dentro -comenté.
André asintió y se secó los ojos llenos de lágrimas.
– Sí -admitió el conde-, es sorprendente que alguien que fuma pueda ser tan sensible al humo.
André dejó escapar lo que sonaba como uno de sus accesos de risa, pero degeneró en un violento ataque de tos, tapado por el pañuelo.
La camarera era muy alta, incluso tratándose de una alemana, y cuando regresó de la barra para servirnos nuestras bebidas, no pude apartar la mirada de sus enormes manos y la cuidadosa manicura que lucían.
– Pensaba que las bávaras eran como las austríacas -le susurré a André-. Más bien de complexión menuda.
Antes de que pudiera contestarme, volvió a sufrir otro violento ataque de tos y rápidamente bebió un sorbo de cerveza. Mademoiselle Canier me dedicó una mirada recelosa antes de sacar su estuche de maquillaje compacto y retocarse la nariz.
– Mire allí -le comentó el conde a André, señalando con la cabeza hacia la puerta-. Está herr Egermann, el banquero, hablando con herr Stroheim, del Reichstag. Se lo prometo, hoy en día cualquiera que tenga un nombre viene a Eldorado.
«Debe de ser por las hermosas mujeres», pensé. Estaba segura de que había sitios más elegantes en Berlín. Un chico joven pasó rozándome y la seda del chaqué de su esmoquin me hizo cosquillas en la piel. Levanté la mirada y me encontré con la de él. Llevaba el pelo alisado y tenía hombros y manos esbeltos. Lo contemplé mientras se unía a un grupo de jóvenes vestidos de manera similar que se apoyaban sobre la barra del bar.
– ¿Ya está lista para jugar, mademoiselle Fleurier? -me preguntó el conde.
Asentí.
– Muy bien -dijo, frotándose la barbilla-, mire a su alrededor y dígame quiénes son verdaderos hombres y quiénes verdaderas mujeres.
Me percaté de la sonrisa burlona en el rostro de André. No había estado tosiendo, sino que se estaba riendo.
– ¡Ninguno de ellos puede ser hombre! -exclamé.
– Estúdielos con más detenimiento -replicó el conde.
– Bueno, la chica del guardarropa puede que lo sea -reconocí, pensando en sus facciones angulosas-. Y la camarera tiene las manos muy grandes. Pero no habría notado nada si no me lo hubiera dicho.
Le sonreí a mademoiselle Canier. Era como tenderle una rama de olivo, para ver si podía unirse a la diversión. Pero tenía el mismo aspecto indiferente de siempre. Si los travestís de Eldorado no la divertían, ¿qué otra cosa podía hacerlo?
– ¿Cómo puede uno adivinarlo? -le preguntó André al conde-. He oído que a muchos de ellos los han castrado y por eso tienen esa piel tan tersa y esas figuras tan curvilíneas.
El conde negó con la cabeza.
– No tiene nada que ver con su piel o su nuez de Adán o lo que les cuelga entre las piernas. Lo que realmente les delata es que son más femeninos que la muchacha más hermosa. Solo los maricas saben el secreto para ser mujeres realmente eróticas.
– Creo que es una buena lección para un artista -comentó André volviéndose hacia mí-. El arte de lo ilusorio. Si puedes convencerte de que eres algo, los demás se lo creerán también.
Mademoiselle Canier pescó una cajetilla plateada de su bolso y sacó un cigarrillo sin ofrecer a nadie más.
– Una mujer es una mujer -sentenció, insertándose el cigarrillo entre los labios y esperando a que André se lo encendiera-. Solo una mujer erótica puede llegar a ser realmente erótica.
– ¡Cuánta sabiduría! -comentó el conde. Su tono era cortés, pero vi el tinte irónico bailando en sus retinas. Señaló con la cabeza hacia la barra-. ¿Y qué pasa con aquellos chicos de allí? -me preguntó-. ¿Son lo que parecen?
Me giré para ver a los hombres alineados en la barra. El que se había chocado conmigo me guiñó un ojo. Volví a mirar al conde.
– Ahora veo que son mujeres -le contesté-. No son tan convincentes como los hombres.
– No están tratando de serlo -replicó André-. El suyo es el arte de la sugestión, no el de la transformación. Y de alguna manera su atuendo las hace parecer más femeninas.
– Tengo que decir que encuentro muy atractivas a las mujeres vestidas de esmoquin -confesó el conde, pidiendo otra ronda de cerveza.
El espectáculo comenzó y el maestro de ceremonias, que se había pintado la cara de blanco, presentó a las coristas en alemán, francés e inglés:
– ¡Las incomparables! ¡Las fabulosas! ¡No hay nada como ellas en el mundo! ¡Las fráuleins de Eldorado!
Una fila de «maricas» esculturales apareció en el escenario con poco más que unos corsés y unas botas.
Durante la siguiente actuación, los «chicos» de la barra bailaron un tango. Se deslizaban, descendían y se contoneaban de un modo muy sugestivo, pero la expresión glacial de sus rostros no cambiaba en ningún momento. El tango bailado por dos mujeres hacía que lo que Rivarola y yo bailábamos fuera torpe en comparación. Nosotros nos movíamos con fuego y pasión, pero la actuación de aquellas mujeres provocaba escalofríos entre el público, que esperaba con una agonía expectante y con la sensación de que estaban reservando en todo momento algo para más tarde.
Observé con interés. Comprendí que al exponerme a aquellos artistas y nuevas ideas, André me estaba tentando para que saliera de mi cascarón. Cuanto más abriera mi mente, más facetas podría aprovechar en mi propio trabajo. Berlín tenía una escena fresca, sin referencias de ningún tipo, y yo estaba lista para absorberlo todo.
La mayoría de las actuaciones eran simpáticas farsas de travestismo, pero también hubo un extraño número con un enano que tocaba una sierra musical. La extensa tira de metal que mantenía sujeta entre las rodillas era más larga que él mismo. Sin embargo, lograba pasar el arco por el borde sin esfuerzo y doblaba hábilmente el metal para producir las notas más agudas o lo soltaba para las más graves. La música que interpretaba era un inquietante vibrato, tan etéreo que los espectadores se quedaron inmóviles a lo largo de todo el número, como si temieran que si se movían o hablaban, pudieran convertirse en piedra. Durante un instante me volvió a la cabeza el rostro de la niña famélica y me estremecí. El conde era un entendido sobre política alemana: le preguntaría sobre ello cuando mademoiselle Canier no estuviera presente. Por la somera conversación que había tratado de mantener con ella, había llegado a la conclusión de que el único tema por el que sentía interés era por ella misma.
Terminamos la noche con algo que llegaría a convertirse para mí en uno de los recuerdos más felices de Berlín. En el Residenz Casino -o «el Resi», como se le conocía informalmente-, el maître nos asignó la mesa número 14. El conde nos preguntó a mademoiselle Canier y a mí si nos importaba que él y André hablaran en privado en la barra durante unos minutos.
– Asuntos de negocios -se disculpó-. Muy aburridos.
– Adelante -le dije.
Mademoiselle Canier se disculpó y se marchó al tocador, ya que obviamente no le interesaba quedarse a charlar conmigo. «Está claro que no es Odette», pensé, acordándome de mi amiga, cuyo exterior era tan hermoso como su interior. Mademoiselle Canier era todo apariencia. Era obvio que ahora se preocupaba por guardar a André mucho más celosamente que antes, pero, por lo que yo percibía, no había necesidad. Nada había cambiado en sus sentimientos hacia mí.
Centré mi atención en la alborotada multitud. Una banda de jazz tocaba sobre el escenario y las parejas bailaban el foxtrot en la pista de baile. Me percaté de que todas las mesas tenían un teléfono en el centro y supuse que era para pedir la cena o las bebidas: otro ejemplo más de la eficacia germana. Quizá eran necesarios porque la banda tocaba muy alto y los camareros no eran capaces de oír los pedidos de manera normal. Entonces me sobresalté cuando sonó el teléfono de nuestra mesa.
– Hola -saludé al auricular.
La persona al otro lado de la línea masculló algo en alemán.
– No hablo alemán -le advertí.
– Ah, es usted francesa -comentó el hombre-. Es usted preciosa. ¿Puedo unirme a su mesa?
– ¿Qué?
– Salúdeme -me dijo-, estoy aquí, en la mesa número 22.
Levanté la mirada para ver a un joven con mostacho y una pajarita color rojo que me estaba saludando con los dedos de la mano.
– Estoy aquí con mi prometido -le mentí-, pero gracias de todas formas.
Volví a colgar el auricular. Por supuesto, no había ningún prometido, pero pensé que era mejor rechazar al hombre con delicadeza. Unos minutos más tarde, el teléfono volvió a sonar, pero no lo cogí. Finalmente, se quedó en silencio, pero volvió a sonar de nuevo. Miré fijamente hacia la banda de música e hice como que no lo oía.
– Su teléfono está sonando -me informó la mujer de la mesa de al lado.
Le dediqué una mirada de estupefacción, aunque se había dirigido a mí en francés.
Un momento después, un muchacho vestido con un uniforme y un gorro azules se aproximó a mí.
– Un envío del servicio de correos del Resi -me anunció, y colocó un paquete envuelto en papel dorado sobre la mesa.
Estaba a punto de decirle que había habido un malentendido, cuando me di cuenta de que la tarjeta que lo acompañaba estaba dirigida a «la fräulein de la mesa número 14».
– ¿De quién es? -le pregunté.
– Del caballero de la mesa número 31 -me respondió-. ¿Tiene algún mensaje en respuesta para él?
Negué con la cabeza. ¿Qué sucedía allí? Paseé la mirada por la estancia, con cuidado de evitar mirar hacia la mesa número 31. André y el conde estaban de pie junto a la barra, mirando en mi dirección y riéndose. Les hice un gesto con la mano.
– No me voy a acostumbrar nunca a sus bromas -les dije-. ¿Qué tipo de lugar es este?
– Es divertido, ¿verdad? -comentó el conde-. Nadie tiene por qué estar solo en Berlín. Si ve a alguien que le gusta, lo único que tiene que hacer es llamarle o enviarle un regalo: perfumes, cigarros o cocaína.
No era en absoluto lo que yo esperaba de aquellos berlineses circunspectos. Qué alegre parecía la vida entonces. Qué hermoso y divertido.
Mademoiselle Canier regresó del tocador oliendo a lirios y, por lo demás, tan arreglada como siempre. Nos quedamos con el conde en el Resi hasta que cerró, bailando la música de jazz y bebiendo champán a precios que habrían asombrado incluso a los parisinos. Me olvidé del joven que me había gritado improperios en la calle y de lo que André me había contado sobre la guerra. Me dejé llevar por la alegría que me rodeaba. Estaba haciendo lo mismo que todos los demás en el Resi: abandonarme a la decadencia y tratar de olvidar el mundo real que se cernía en el exterior.
Me había imaginado que mi estancia en Berlín iba a ser como unas vacaciones, donde podría pasar de una diversión a la siguiente con un helado en la mano. Sin embargo, André tenía otros planes. Descubrí que aunque fuera francés, y en su caso particular un parisino adinerado, disfrutaba trabajando. Es más, esperaba que yo me sintiera de la misma manera. Por supuesto, yo quería ser una estrella y estaba preparada para hacer todo lo que hiciera falta para ello, pero no podía imaginarme que mis días en Berlín iban a comenzar tan temprano y terminar tan tarde, y que iba a pasarme todo el tiempo saltando de una clase a otra.
Unos días después de visitar Eldorado y el Resi, André me informó de que el conde me había conseguido una plaza con madame Irina Shestova, que antes había pertenecido al Ballet Ruso.
– ¡Ballet! -No tenía ninguna intención de revivir la pesadilla de clases de madame Baroux en Le Chat Espiègle.
– Pero no para bailar con puntas -exclamó André, echándose a reír-, sino para adquirir gracia y elegancia. Para hacer de ti una sangre azul del escenario. De otro modo, parecerás torpe cuando actúes con las coristas.
A la mañana siguiente, cogí un taxi hasta el estudio de madame Shestova en Prager Platz, no muy lejos de Kurfürstendamm. Para mi alivio, madame Shestova no tenía ninguna intención de convertirme en una bailarina profesional. Me ayudó a mejorar mi postura y equilibrio con ejercicios en la barra. Pero, por lo visto, su misión más importante era asegurarse de que yo supiera inclinarme para saludar.
– Como una reina que despliega su magnanimidad frente a una congregación de súbditos que la aclaman -me explicó, haciéndome una demostración de una elegante reverencia con un pie ligeramente adelantado y doblándose desde las caderas, más que desde los hombros-. ¡No como una cría tambaleante que espera gustarle a todo el mundo para que no la manden a la cama sin cenar!
Después de madame Shestova, me programaron una clase con Louise Goodman, una profesora estadounidense de baile que había estudiado en la Denishawn School de Nueva York. Su estilo de baile era el que propugnaba Isadora Duncan, en el que los movimientos surgían instintivamente del cuerpo en contraposición a que los pasos de baile fueran los que lo forzaran. Su estudio era más grande que el de madame Shestova, pero apestaba a pintura porque lo compartía con dos artistas que pintaban allí por las mañanas, cuando la luz era mejor.
– No sé qué puedo enseñarle -me confesó-. Usted ya es una bailarina innata.
En realidad, me enseñó muchísimo sobre el equilibrio de los opuestos a la hora de bailar: moverse arriba y abajo, estirarse y relajarse, caer y levantarse. «El yin y el yang», como ella lo llamaba.
Sin embargo, los planes de André para mi educación no acababan ahí. Tras dejar la clase de mademoiselle Goodman, regresaba al hotel para tomarme un almuerzo ligero de pan y ensalada, que forzosamente tenía que serlo, porque sabía que no era bueno cantar, correr y saltar con el estómago lleno. Y esas tres cosas eran precisamente lo que hacía en las clases de producción de voz con el doctor Oskar Daniel, el entrenador de voz de Caruso y Marlene Dietrich.
Tras hacerme sortear unas cuantas sillas y ejecutar varias volteretas laterales seguidas, me ordenó que cantara un re agudo.
– ¡Cántelo con todas sus fuerzas! -me exigió, golpeando su bastón contra el suelo-. ¡Cántelo con tanta fuerza que puedan escucharla hasta en París!
– Te he encontrado un profesor de inglés -anunció André, llegando a mi habitación una mañana, cuando mademoiselle Canier estaba ausente en el baile de su prima.
Yo me encontraba reclinada en el sofá con Kira acurrucada sobre el regazo, recuperándome de una sesión con el doctor Daniel donde no solo había sorteado sillas y hecho volteretas laterales, sino que había tenido que cantar el re agudo mientras lo hacía.
– ¿Un profesor de inglés? -exclamé, levantando la cabeza del cojín antes de comprobar que aquel mínimo movimiento suponía demasiado esfuerzo, y dejándola caer de nuevo.
André iba ataviado con un esmoquin. Yo ni siquiera había pensado en qué me iba a poner aquella noche para acudir al Teatro Apollo.
– Para que te dé clases de pronunciación y entonación el lunes, el martes y el jueves por la tarde.
– ¿Por qué? -pregunté.
– No nos limitaremos a París, Simone -me dijo-. También están Londres y Nueva York. ¡Y no te olvides de Sudamérica!
Kira saltó de mi estómago y arrastró una de mis zapatillas de ballet por la alfombra, cogiéndola por los lazos. No era una gata destructiva, pero sentía debilidad por las cosas sedosas y brillantes. Si no los quitaba de su vista, mi ropa interior y mis pendientes siempre se perdían, y luego acababa encontrándolos en el platillo de Kira.
Dejé de prestar atención a Kira para volverme hacia André y me sorprendió descubrirle sentado en una silla con la cabeza entre las manos.
– ¿André?
Durante un minuto, quizá dos, no se movió. Era un cambio de humor tan radical que me pregunté qué habría sucedido.
– Simone -me dijo, levantando la mirada-, ¿alguna vez te has puesto nerviosa al subir al escenario?
Tenía los ojos enrojecidos y una expresión triste asomaba en ellos. Hubiera querido inclinarme, acariciarle su bello rostro y decirle que lo que le estuviera preocupando se iba a solucionar. En su lugar, respondí:
– ¿Que si me pongo nerviosa? ¿Por dónde quieres que empiece?
Se echó a reír y negó con la cabeza.
– Tú siempre pareces tan segura de ti misma… No me puedo imaginar nada que te atemorice.
¿Segura de mí misma? ¿Era eso lo que veía en mí? Jamás hubiera dicho algo así de mí.
– ¿Te preocupa algo? -le pregunté.
Bajó la mirada hacia la alfombra y asintió.
– Sí, me preocupa que no se me considere lo bastante bueno.
– ¿Que no te considere bueno quién? -le pregunté, aunque sabía que se refería a su padre.
Pensé en el resto de hombres de la clase social de André, como Antoine y François, y en lo vanidosos que eran. André no tenía nada que ver con ellos. Me acordé de que, cuando su amiga logró localizar a la niña hambrienta y a su familia, André había realizado una considerable donación a la organización benéfica en mi nombre.
Me miró directamente a los ojos durante un instante y después se puso en pie y caminó hasta la ventana.
– Yo nunca seré Laurent -confesó, inclinándose contra el marco de la ventana-. Mi hermano se habría horrorizado de pensar que vivo a su sombra, pero así es como me ve mi padre. A veces, le he sorprendido mirándome y creo que desearía que hubiera sido yo el que muriera en Verdún y no Laurent.
Seguí a André hasta la ventana.
– Seguro que no -repliqué-. Cualquier padre estaría orgulloso de tener un hijo como tú.
André negó con la cabeza y sonrió con tristeza.
– Que tú triunfes es importante para mí -me dijo-. No te estoy utilizando para impresionar a mi padre, pero desearía poder demostrarle que soy tan bueno como el hijo que perdió.
Se volvió hacia mí, a punto de añadir algo más, pero le interrumpió el timbre del teléfono. Se acercó a zancadas al escritorio y levantó el auricular.
– Es el conde -anunció-. Está esperando abajo en el vestíbulo. -Después, le echó un vistazo a su reloj y se echó a reír-. ¿Qué le sucede al tiempo cuando estoy contigo, Simone? No hay necesidad de que te apresures, me tomaré una copa con el conde. Baja cuando estés lista.
André se dirigió hacia la puerta. Antes de abrirla, me sonrió y dijo:
– ¿Sabes? Te harán trabajar más duro que yo en Nueva York, cuando actúes en Broadway.
– Me parece bien -le respondí, devolviéndole la sonrisa-, estoy deseándolo.
Mi ocupado horario hizo que el resto de 1925 pasara volando. Mientras André y mademoiselle Canier iban y volvían de París a Berlín, yo actuaba en el White Horse Cabaret en Kurfürstendamm. Era un pequeño teatro lleno de humo, pero tenía una clientela muy chic: actores y actrices, banqueros y magnates de los negocios. A medida que avanzaba la velada, las actuaciones eran cada vez más picantes y los bailes se cargaban de morbo. En París, aludíamos al sexo y bromeábamos sobre ello mediante insinuaciones; en cambio, los cantantes alemanes mencionaban descaradamente temas como la masturbación o la homosexualidad. Las canciones que yo cantaba en el White Horse contenían alguna que otra alusión ocasional a «frotar la lámpara mágica», pero Ulla Färber, la estrella del espectáculo, cantaba a pleno pulmón con su voz rota un número que se titulaba Der Orgasmus.
Si el conde no me hubiera advertido de que los berlineses estaban obsesionados con el sexo y la muerte o si no hubiera visto con mis propios ojos la crudeza de la vida en la Friedrichstrasse, me habría escandalizado de la vulgaridad de mis compañeros artistas. En lugar de eso, les estudiaba con el entusiasmo de un científico que mira por el microscopio a un protozoo que acaba de descubrir. Me di cuenta de que la voluptuosa Ada Godard, que llevaba un monóculo y una boa de plumas, dominaba a su público gracias a su ingenio, y me percaté de que las coristas agitaban sus pechos desnudos más como armas que como objetos de deseo. La capacidad que ellas tenían para escandalizar incluso a los berlineses más decadentes no funcionaba con mi estilo. Pero sí que adquirí más confianza y aprendí a envolver al público en mi red desde el momento en el que pisaba el escenario. Lo hacía bajando el tono de voz una octava y ralentizando conscientemente la velocidad de mis palabras. Aquel tenía mucho más impacto que mi método en el Casino de París, que consistía en apresurarme a entrar en el escenario y desear gustarle a todo el mundo.
Después del espectáculo, el cabaré se transformaba en un club nocturno. Una noche, cuando estaba sola en la pista de baile, bailando el black bottom para divertir a una mesa de banqueros, me percaté de que una elegante mujer ataviada con un vestido blanco adornado con un ramillete de violetas me estaba observando. De repente, me sentí atraída hacia ella como una aguja hacia un imán. La banda ralentizó el ritmo para tocar un tango, como si ella se lo hubiera ordenado con aquellos ojos hipnóticos suyos.
– Es usted bellísima -me dijo en francés, acariciándose su estilizada garganta.
La mujer me cogió con una mano y apoyó la otra en mi espalda. Era más menuda que yo, pero me dirigía en el tango con la fuerza de un hombre.
Tenía un aire de dura frialdad que me recordó a Camille, pero cuando apretó su pecho contra el mío me di cuenta de que no llevaba ropa interior y me sorprendí de la suavidad de su piel femenina apretada contra mis propios pechos. Era como abrazar a mi madre, aunque no exactamente igual.
– Eres como una pluma -me dijo-. Podría aplastarte entre mis dedos.
Aquella mujer era una bailarina hábil que interpretaba bien la música. Me parecía vagamente familiar, pero no tenía idea de dónde podía haberla visto antes.
Cuando el baile terminó, le di las gracias a aquella mujer y me escabullí de entre sus brazos, deseando secretamente que André estuviera allí para protegerme. No era común que las mujeres se me acercaran de una manera tan amenazadora. Y si la mujer en cuestión era hermosa, a veces me sentía halagada. Pero algo en aquella me hacía sentir incómoda. Noté que me clavaba la mirada en la espalda mientras yo me dirigía hacia la barra.
– Ya veo que acabas de escaparte de las garras de Marlene Dietrich -me dijo Ada, acercándose a mí sigilosamente cuando pedí un agua de Seltz. Se echó a reír estruendosamente-. Podríais hacer un maravilloso número juntas. Tu encanto y vivacidad franceses y su rubia actitud distante.
Así que había bailado un tango con la famosa Marlene Dietrich y ni siquiera lo había sabido.
– Sobre el escenario, quizá sí -contesté, mirando a mis espaldas.
Pero Marlene ya se había marchado.
El conde Kessler me llevo al Ciro's a cenar una noche, cuando André estaba en París con mademoiselle Canier por el baile benéfico que celebraba anualmente madame Blanchard. Yo disfrutaba de la compañía del conde siempre que salíamos juntos. Aunque era un aristócrata, había algo en él que me recordaba a mi padre. Quizá se trataba de la curiosidad que brillaba en su mirada, como si las maravillas del mundo nunca pudieran atenuarse a sus ojos.
Después de que hubiéramos pedido la cena, el conde se volvió hacia mí y comentó:
– Creo que André está empezando a hartarse de mademoiselle Canier, ¿no cree? Esperemos que no la traiga de vuelta con él.
El conde debió de notar mi expresión estupefacta, porque dejó escapar una risotada campechana.
– ¡Vamos! -me dijo-, admítalo. Preferiría usted pasar una semana encerrada en un compartimento de tren que una hora con mademoiselle Canier. He visto los esfuerzos que usted hace para soportarla con educación. Dios, ¡incluso he visto como el propio André hace esos mismos esfuerzos. Ella es como esos sorprendentes muebles que uno compra cuando va a un país extranjero. No tiene ninguna utilidad práctica, así que lo pone en exposición en una esquina y al cabo de un tiempo se olvida de su existencia.
– Pero él está enamorado de ella -repliqué, recordando las cariñosas miradas que André le dedicaba a mademoiselle Canier.
El conde me contempló con una expresión de divertido interés.
– ¿Usted cree? -preguntó-. Ella es la hija de una de las amigas de su madre. Mire, no es ni más ni menos cabeza hueca que el resto de las chicas de su entorno. André probablemente hizo la mejor elección que podía… en su momento.
El conde me dirigió una mirada tan penetrante que me sonrojé. Percibí que podía leerme el pensamiento y adivinar mis sentimientos por André.
– Está siendo usted muy cruel -protesté.
– ¡Ja! -Se volvió a reír-. No creo que vaya a herir tan fácilmente los sentimientos de mademoiselle Canier. André sencillamente está el primero de su lista de buenos partidos. Pasará a Antoine Marchais, a uno de los Michelin o al chico Bouchayer sin inmutarse.
Me pregunté si lo que decía el conde sería cierto. Él y André eran íntimos, así que si alguien tenía que saber cuáles eran los verdaderos sentimientos de André, ese era el conde.
– Si le pregunto algo, conde Harry, ¿lo guardará en secreto y no se reirá de mí?
– ¿Reírme de usted, mademoiselle Fleurier? -replicó el conde, fingiendo una expresión escandalizada-. ¡Eso nunca!
– Cree usted…, es decir…, sería posible… que dos…, sin la menor probabilidad…
Yo sola me había metido en camisa de once varas y ahora no encontraba el valor para terminar la frase. De repente, me di cuenta de lo ridículo que sería declarar mis sentimientos. Yo era artista de variedades. André era el hijo de una poderosa familia. No había razón alguna por la que no pudiéramos relacionarnos socialmente, pero más allá de ahí… No, cualquier otra cosa era imposible.
– ¿Mademoiselle Fleurier? -me dijo el conde, dándome un toquecito en el brazo-. No ha terminado su pregunta. Ahora me tiene en suspense. ¿Dos qué sin la menor probabilidad de qué?
Yo misma me había metido en un agujero sin salida y ahora tendría que salir de él.
– Dos…, sin la menor probabilidad…, quiero decir…, Alemania y Francia, por ejemplo. ¿Seguirán siendo siempre enemigos?
El conde pareció encontrarme extremadamente graciosa en ese momento, pero se irguió en su asiento y me contestó con mucha seriedad.
– Los franceses y los alemanes tienen más en común entre ellos que con ninguna otra nación -dijo-. Durante la Gran Guerra, los hombres en las trincheras solían tirarse comida unos a otros cuando la batalla de ese día había terminado. No, la próxima vez que Alemania decida causar un desastre internacional, será debido a una autocombustión. El enemigo más peligroso es siempre el enemigo interno.
Le observé. ¿Por qué cuando la gente hablaba del futuro en Alemania siempre se mencionaba otra guerra?
– Ahora que se ha desahuciado a las clases medias y hemos convertido en mendigos a los pequeños comerciantes, ¿quién mantendrá la estabilidad de Alemania? -preguntó el conde.
La siniestra advertencia que contenían sus palabras me provocó un escalofrío. Jugueteé con el pan de mi plato. Sabía que durante el resto de mi vida recordaría el rostro de la niña famélica. Ver de primera mano lo que los seres humanos eran capaces de hacerse unos a otros me había cambiado. ¿Pero qué podía hacer yo ante tanto sufrimiento? El problema parecía abrumador. Miré al conde de nuevo. Estaba sonriendo.
– En respuesta a su otra pregunta, mademoiselle Fleurier -prosiguió-, déjeme decirle lo siguiente. Es usted una persona excepcionalmente serena. Es raro ver a alguien así de su edad y aún más raro entre artistas. Usted sería una compañera más que recomendable para cierto joven, mejor que ninguna otra que yo conozca. De hecho, si yo fuera treinta años más joven, me casaría con usted yo mismo.
Me incliné sobre la mesa y le di un beso en la mejilla. Sabía que estaba mintiendo sobre la segunda parte de su afirmación. Él era el soltero empedernido más famoso de toda Alemania.
La predicción del conde era correcta con respecto a que André rompería su relación con mademoiselle Canier y regresaría a Berlín en solitario. No presioné a André para que me proporcionara más información sobre el asunto y él no ofreció ninguna explicación. Sin embargo, si había pensado que el hecho de que mademoiselle Canier desapareciera del mapa marcaría alguna diferencia en los sentimientos de André hacia mí, me sentí profundamente decepcionada. En todo caso, André se volvió más distante: me trataba como cualquier socio comercial trataría a otro, con amabilidad pero también con profesionalidad. Nunca volvió a hablarme sobre su hermano o sobre los sentimientos por su familia. Tras un par de noches en blanco, me resigné al hecho de que André Blanchard y yo no seríamos nunca nada más que amigos. Y para quitarme de encima la decepción, me concentré en mi trabajo.
André, el conde Kessler y yo dimos la bienvenida al año nuevo asistiendo a una fiesta celebrada por Karl Vollmoeller, el dramaturgo.
– Vollmoeller celebra fiestas extrañas -nos advirtió el conde de camino desde el Adlon a la Pariser Platz, donde vivía Vollmoeller-. Ha invitado a su editor y a los integrantes del mundo del teatro de Berlín, y después se paseará en taxi por la ciudad, recogiendo a cualquier excéntrico que encuentre, para añadir «un poco de animación» al jolgorio.
– En su última fiesta -añadió André-, tenía a Kurt Weill a mi izquierda y a un loco que Vollmoeller había recogido en el exterior del Charité Hospital a mi derecha. Durante toda la noche me vi obligado a charlar sobre la velocidad a la que se descomponen las diferentes partes del cuerpo.
– Sin embargo, la novia de Vollmoeller es muy atractiva -comentó el conde.
– ¿Cuál es su nombre de pila? -preguntó André-. Vollmoeller solo se dirige a ella como fräulein Landshoff.
El conde se encogió de hombros.
– Si lo sabía, se me ha olvidado. Es la sobrina de Samuel Fischer, el editor.
Pasamos junto a unos niños que estaban encendiendo unos petardos y lanzándolos silbando al aire. Unas chispas doradas se esparcieron por el cielo con una sucesión de estallidos que sonaban más fuerte que los disparos de una pistola. Pensé en Kira, que se había quedado en mi habitación del hotel. Le había dejado un plato de leche y un poco de pollo, pero seguramente se pasaría la noche escondida bajo la cama.
La fiesta de Vollmoeller ya había empezado cuando llegamos. Alrededor de las esquinas de la estancia, pegados contra las paredes como si fueran muebles, había grupos de hombres vestidos de esmoquin y mujeres que llevaban pendientes de diamantes y collares a juego: el tipo de gente que uno encontraría cenando en Maxim's en París o asistiendo a un espectáculo en el Moulin Rouge. Sin embargo, en mitad de la habitación, retorciéndose al ritmo de la música de jazz de un gramófono, había una masa de cuerpos desnudos. En el centro de esa orgía, una mujer menuda bailaba sobre una mesa de café. Llevaba un esmoquin masculino y unas gafas de montura de carey.
– Esa es fräulein Landshoff -anunció el conde.
– ¿Dónde está Vollmoeller? -preguntó André.
El conde se encogió de hombros.
Una mujer que pasó a nuestro lado no llevaba puesto nada más que un collar de perlas y una sonrisa pintada en el rostro. La seguía un hombre con cuernos en la cabeza y una cola de caballo atada al trasero. Los contemplé mientras bamboleaban los glúteos entre la multitud, hasta que desaparecieron al entrar en la habitación contigua.
– ¿Les traigo algo para tomar? -nos preguntó el conde-. ¿Champán? ¿Cerveza? ¿Cocaína?
André y yo nos decidimos por una botella de champán.
Había un trío de muchachos recostados en un sofá cerca de la puerta. De vez en cuando, uno de los circunspectos hombres pasaba junto a ellos y unos minutos después alguno de los jóvenes se levantaba y le seguía fuera. Pensé en lo que el conde me había explicado sobre que Alemania acabaría autocombustionándose un día y que la pobreza merodeaba en lóbregas esquinas de Berlín, más allá del hedonismo presente en aquella sala. También recordé el comentario del conde sobre que los alemanes y los franceses tenían mucho en común. ¿No era cierto que nosotros también nos habíamos desprendido de nuestros miedos con elegante champán y nos habíamos dejado llevar por el erotismo? Deseché aquellos pensamientos y volví a centrarme en la fiesta. ¿Qué podía haber de bueno en preocuparse por aquellas cosas? Yo no podía cambiar nada. «Tengo una vida que vivir, así que lo mejor es que la disfrute», me dije a mí misma. Pero me inquietaba la sensación de que todos nos estábamos precipitando hacia el borde de un abismo.
El conde regresó con nuestras bebidas: no era champán, sino un potente ponche alemán llamado Feuerzangenbowle. Estaba hecho de vino dulce caliente y zumo de naranja y de limón, y especiado con canela y clavo. Un hombre bajo y fornido con ojos de color azul eléctrico y pelo ondulado y grisáceo se nos acercó tímidamente.
– Este es Max Reinhardt -me anunció el conde.
– El conde me ha contado que es usted una joven con mucho talento -me dijo Reinhardt con su estentóreo acento vienés-. Quizá algún día pueda usted venir a mi escuela de actores y convertirse en una gran actriz.
Me producía más asombro que uno de los directores más famosos de Europa viniera a besarme la mano que estar rodeada de gente desnuda retorciéndose a mi alrededor. Sin embargo, tras una copa de Feuerzangenbowle, me sentía incapaz de mantener una conversación coherente.
– Bueno, después de que conquiste París, Nueva York y el resto del mundo cantando y bailando, no veo por qué mademoiselle Fleurier no puede dedicarse también a la interpretación -le confió André a Reinhardt.
Cuando faltaba un cuarto de hora para que llegara la medianoche, algunos invitados desafiaron el frío y corrieron a la plaza para contemplar los fuegos artificiales preparados por los estudiantes del Departamento de Química de la Universidad Humboldt. El conde sugirió que nos quedáramos en el apartamento y los viéramos por la ventana.
– Hace demasiado frío ahí fuera y no tengo ganas de perder un ojo. Todos los años, al menos uno de esos estudiantes logra saltar por los aires, ¡o acaba con alguno de los espectadores!
Fräulein Landshoff -pues seguía sin haber ni rastro de Vollmoeller- ordenó que se apagaran todas las luces y se soplaran todas las velas. Nos apiñamos contra las ventanas e hicimos la cuenta atrás hasta medianoche al unísono. Justo cuando los estudiantes habían soltado la explosión más impresionante, que proyectó chispas hasta el cristal de la ventana, un cuerpo se apretó contra el mío. Unas manos me agarraron de los codos y me dieron media vuelta. Me vi aprisionada contra un pecho masculino. Su aliento me pasó rozando por la frente y, entonces, unos cálidos labios se presionaron contra los míos. Por la altura de la persona y el olor limpio de su piel, estaba segura de que tenía que ser André. Pero, antes de que pudiera pensar en devolverle el beso, el desconocido me soltó y una brillante bengala verde iluminó de nuevo la estancia. Fräulein Landshoff exclamó que se le habían caído las gafas y alguien encendió una lámpara para ayudarla a buscarlas. Miré a mi alrededor en busca de André; estaba con el conde junto a la ventana más alejada de mí. Observé al resto de los hombres que me rodeaban. Todos eran altos y llevaban esmóquines. Podría haber sido cualquiera de ellos.
André miró hacia donde yo me encontraba y levantó su copa de champán. No logré descifrar el significado de su sonrisa.
En enero, André regresó de un viaje a París con buenas noticias. El empresario teatral del Adriana estaba planeando un espectáculo a una escala nunca vista antes en la capital y buscaba a alguien sensacional que lo protagonizara. Necesitaba algo novedoso para competir con el Folies Bergère, que estaba cosechando un éxito sin precedentes con Joséphine Baker, y con el Moulin Rouge, que todavía tenía en cartel su espectáculo de revista más grandioso, Ça C'est Paris, con Mistinguett. El empresario había pensado en Camille o en Cécile Sorel, pero desde que André le habló de mí quería conocerme lo más pronto posible. Teníamos que marcharnos inmediatamente.
El conde Kessler vino a despedirnos a la estación.
– ¡Acuérdese de mí cuando sea una estrella! -me dijo, besándome en las mejillas.
Sonreí al recordar lo formal que había sido cuando lo conocí y lo íntimos que éramos ahora.
Habíamos tomado unas copas de despedida con Max Reinhardt y mis profesores, y llegábamos tarde. El mozo de cuerda se adelantó a toda prisa con nuestro equipaje, pero el andén estaba atestado de gente. André levantó la canasta de Kira sobre el hombro. Acabábamos de poner el pie en la entrada del andén cuando un hombre con los ojos inyectados en sangre nos tendió bruscamente unos panfletos.
– ¡Liberemos Alemania de la basura judía! ¡Están destruyendo nuestro país! -voceó.
Me quedé demasiado desconcertada como para reaccionar, pero el conde le arrebató los panfletos de las manos al hombre y los hizo pedazos.
– ¡Liberemos Alemania de la basura ignorante como usted! ¡Ustedes son los que destruirán el país! -le espetó el conde.
El hombre le contestó algo a gritos que yo no entendí. André apartó al conde.
El mozo nos llamó: nuestro equipaje ya estaba a bordo, pero todavía teníamos que llegar hasta el tren. André y yo nos encaramamos por la escalerilla justo cuando sonaba el silbato y el tren comenzaba a moverse.
– ¡Nos reuniremos en París muy pronto! -gritó el conde, caminando junto al tren a medida que este cogía velocidad-. ¡Iré a ver a Simone protagonizar su espectáculo!
Le lancé un beso al aire. Él me envió otro a mí y movió la boca nerviosamente. Un rayo de luz parpadeó sobre él. Durante un instante fue como ver a mi padre junto a la casa de la finca, diciéndome adiós con la mano. Pero parpadeé, la imagen desapareció y allí estaba el conde de nuevo, saludándome desde el andén.
– ¡Adiós, mi dulce Simone! -me dijo-. ¡Adiós, André!
Una nube de vapor se interpuso entre él y nosotros.
– ¡Adiós, conde! -grité a través de la sombra cargada de humo. Me invadió una sensación de melancolía, pero la aparté de mis pensamientos encogiéndome de hombros y seguí a André hacia nuestro compartimento.
El Adriana de los Campos Elíseos se trataba del teatro de variedades más moderno de París y el empresario teatral, Regis Lebaron, era uno de los más emprendedores y audaces de Europa. Apartado del resto de los edificios decimonónicos de la avenida, la entrada del teatro consistía en un arco cromado con columnas a cada lado. La fachada era de cristal opaco y en el vestíbulo había cuatro figuras que representaban a Zeus, Afrodita, Iris y Apolo, y sostenían unas enormes esferas de luz. El decorado mezclaba lo ultramoderno con la mitología griega, y las butacas de la sala estaban equipadas con reposacabezas y reposabrazos. Se rumoreaba que aquellos asientos eran tan cómodos que se podían encontrar reproducciones en los hogares más elegantes de la ciudad.
Lebaron, que había amasado su primera fortuna en las mesas de ruleta y la segunda como empresario teatral, no reparaba en gastos para contratar a los mejores. Empleaba escenógrafos italianos para recrear fastuosos palacios y emigrantes rusos para elaborar decorados de los salones de baile y las cortes zaristas. Sus técnicos eran británicos o estadounidenses, y sus modistos, franceses. El Adriana era el primer teatro de variedades que había incorporado el cine a los espectáculos, pues empleaba una pantalla como telón de fondo en algunas de las representaciones de baile. El lema personal de Lebaron era: «El mejor entre los mejores», y se esforzaba por hacer cada espectáculo más impresionante que su anterior gran éxito. Y sin embargo entonces, según André, parecía que «el mejor entre los mejores» estaba perdiendo fuelle. Iba a ser difícil igualar a la eterna favorita de París, Mistinguett, y a la estrella más novedosa, Joséphine Baker. Camille era la siguiente estrella femenina más grande de París, pero como Lebaron le había confesado a André: «Ser hermosa solo la llevará hasta cierto punto y la novedad está empezando a pasarse. Quiero lanzar a alguien nuevo al estrellato».
No se me había ocurrido jamás que llegaría el día en que alguien me prefiriera a mí en vez de a Camille Casal. Ella nunca parecía dudar de sí misma; su tranquilo comportamiento antes de los espectáculos del Casino de París lo confirmaba. Para mí, aquel era el signo de que Camille era una verdadera estrella: la absoluta confianza que tenía en sí misma.
Miré de reojo a André, que estaba reclinado en su asiento del tren. El sol, que brillaba a través de los abedules del exterior, pintaba líneas de luz sobre su rostro, de modo que le confería el aspecto del personaje de una película. Estaba exhalando el humo de un cigarrillo, el cuarto que se había fumado desde que dejamos la Potsdamer Station una hora antes.
– Lebaron dice que si eres la mitad de buena de lo que yo aseguro que eres y el doble de buena de lo que eras cuando estabas en el Casino, te contratará. Te convertirá en una estrella. El humorista aparecerá en el cartel por debajo de ti. -André se puso en pie y apoyó el brazo contra el cristal-. ¿Entiendes lo que eso significa, Simone? Ya no tendrás que esperar cola ni ascender con esfuerzo, ¡sencillamente, ya estarás en la cima!
Se me cayó el alma a los pies y se me hizo un nudo en el estómago. Todavía ni siquiera había hecho la audición. Sería una dura caída si fracasaba. Había sentido el impulso de trabajar duro en Berlín, no solo por mi propia ambición, sino por un ardiente deseo de contentar a André. Sabía que era mejor no expresar mis dudas en ese momento. El se había arriesgado mucho para conseguirme una audición y, aunque me sonrió, su rostro mostraba una expresión tensa. En muchos sentidos, mi debut era también el de André, y aquello me aterrorizaba. Quizá fue entonces cuando empezamos a comprender la magnitud de aquello a lo que aspirábamos.
El conductor de André nos esperaba en la estación. Estaba lloviznando y los edificios y los cafés se habían teñido de gris. Era extraño estar de vuelta en París después de haberme ausentado durante casi dos años. Las calles y las tiendas tenían el mismo aspecto, pero yo era una persona distinta, aunque todavía no lo había comprendido por completo. El chófer de André condujo directamente hacia el barrio de la Étoile, aunque esta vez no aparcó frente a un desvencijado hotel particulier, sino delante de un edificio de apartamentos junto al parque.
– Espero que te guste -me dijo André, rebuscándose la llave en el bolsillo.
Mientras abría la puerta, yo saqué a Kira de su canasta. Salió volando hacia el interior del apartamento antes de que André o yo pudiéramos entrar y corrió hacia la silla tapizada en piel de leopardo, el único mueble que le resultaba familiar.
André colocó mis maletas en el interior junto a la puerta y me condujo al salón. El suelo estaba recubierto de madera de diferentes tonos y yo seguí con la mirada las líneas de los muebles de palo de rosa y las paredes de color miel.
– Tenía previsto poder mudarme aquí yo mismo -me confesó André-, pero es un hermoso apartamento para una mujer y yo puedo encontrar otro sitio. Cuando seas una estrella, la prensa querrá venir y fotografiarte aquí.
Los sofás y sillones estaban cubiertos de cojines orientales y mantones de piel. El decorado era elegante con toques de originalidad: todo lo que André había planificado que yo debía llegar a ser.
Se desplazó hasta la esquina de la habitación y abrió la persiana para revelar una ventana circular que hacía esquina y que tenía vistas al parque y a la calle. A pesar del tiempo encapotado, la luz entró a raudales a través del cristal.
– Puedes sentarte aquí cuando quieras leer o aprenderte tu guión -me aclaró André.
Le seguí hasta el dormitorio, que estaba decorado con la misma mezcla de tonos beis, rojizos y negros que el resto del apartamento. André tocó un interruptor y la luz brilló desde unos apliques de cristal que había en las paredes.
– Me gusta mucho -le dije.
Pensé que el apartamento era muy bello, pero no me sentí tan sobrecogida como lo hubiera estado hacía unos años. Me había acostumbrado al lujo en el Adlon y a que André se ocupara de cubrir mis necesidades. No se me había ocurrido que me estuviera convirtiendo en una consentida, pues había sucedido gradualmente.
Kira caminó detrás de nosotros, olfateando los suelos y los muebles.
– Tu sirvienta vendrá mañana -me anunció André, apoyándome las manos en los hombros-. Ahora, trata de descansar y volveré a recogerte más tarde, a las dos en punto.
«Es bueno contigo, Simone, pero no te ama», me recordé a mí misma.
Me sentía tan entumecida por los nervios que apenas noté los labios de André en las mejillas cuando me besó al despedirse. Cerré la puerta y una quemazón de bilis me subió por la garganta. Me había emocionado mucho cuando abandonamos Berlín, pero ahora que solo faltaban un par de horas para mi encuentro con Regis Lebaron me invadió el pánico. Regresé al salón y mi mirada recayó sobre el mueble bar. Abrí la puerta de un golpe y encontré una licorera de brandi. Quizá una bebida lograría calmarme. Abrí el tapón y olfateé el aroma a azúcar requemado. «No», pensé, recordando que no había sido capaz de entablar una conversación coherente con Max Reinhardt tras una copa de Feuerzangenbowle.
Me hundí en el sofá y miré fijamente el cuadro que presidía la chimenea: un jaguar que acechaba por la jungla. ¿Una sirvienta? Miré a mi alrededor las lustrosas superficies. Aquí sería necesaria una para limpiar las huellas de aquellos muebles. Recordé el tosco mobiliario de madera en la casa de la finca de mis padres y la mesa de roble de la cocina de tía Yvette. Aquella mesa la limpiábamos después de cada comida y también sacudíamos la ropa de cama, pero rara vez nos dedicábamos a abrillantar o pasar el polvo más que un par de veces al año.
Me puse en pie, me desplacé hasta el escritorio y abrí los cajones. Había hojas de papel de carta y una pluma. Me senté y comencé a escribir una carta a mi madre, a tía Yvette y a Bernard, contándoles que había regresado de Berlín y que ahora estaba residiendo en un apartamento grande, así que tenían que venir y visitarme en París porque pasaría algún tiempo hasta que pudiera escaparme a verles yo a ellos.
Miré por la ventana, hacia la calle lluviosa. Me acordé de mi madre, con su vestido de faena y con la estola de zorro plateado que yo le había regalado alrededor del cuello.
Crucé los brazos y apoyé la cabeza sobre ellos. La presión pudo conmigo y comencé a notar la sangre latiéndome en los oídos. Una soledad más fuerte que la que nunca había experimentado antes me contrajo el corazón. Me estaba cayendo por un oscuro pozo y no había nadie allí para salvarme. Todavía no lo había comprendido del todo, pero una nueva Simone estaba a punto de nacer.
Para cuando André pasó a buscarme, me encontraba en tal estado de nervios que temí vomitar en su coche. Sin embargo, me cuidé de ocultar mi ansiedad y mis recelos resultaron ser infundados cuando mi «audición» con Regis Lebaron y su director artístico, Martin Meyer, acabó por ser algo totalmente diferente a lo que había tenido lugar en el Casino de París y el Folies Bergère.
A André y a mí nos recibieron dos caballeros que llevaban trajes azul marino prácticamente idénticos, con el pelo engominado y sendas corbatas anudadas al cuello. El más alto de los dos era Regis Lebaron; le reconocí por las fotografías y por sus saltones ojos dorados y finos labios. Normalmente, solían decir de él que era parecido a una rana, pero aquella comparación no aportaba nada sobre su exuberante personalidad. Nos presentaron a Martin Meyer por su apodo, Minot, un sobrenombre que le habían puesto sus compañeros de colegio y que había conservado a lo largo de los años. Era delgado, con un hoyuelo en la barbilla, y parecía tener grandes dificultades para mantener las manos quietas. Las abrió, las cerró y las movió en todas las direcciones mientras afirmaba que se sentía emocionado por conocerme. Minot contuvo aquel movimiento nervioso durante un instante a causa de una mirada de reproche de Lebaron, tras la que se metió las manos en los bolsillos, aunque unos segundos después las dejó escapar de nuevo para hacer un gesto teatral hacia las puertas del auditorio.
– Por aquí, por favor -nos indicó, haciéndonos pasar a la sala.
El auditorio se hallaba sumido en la oscuridad a excepción del escenario, que estaba iluminado por un foco que producía un halo de luz en el centro. André cogió mi abrigo y lo dejó sobre uno de los asientos. Me percaté de que Lebaron me estaba mirando de arriba abajo y una sonrisa de satisfacción asomó en sus labios. Tras varios tratamientos de belleza, maquillaje de Helena Rubinstein y el cabello peinado en una elegante melena, esperaba que le gustara lo que tenía ante sus ojos.
Había un piano de ensayos cerca del escenario, pero el pianista no estaba. Agarré con fuerza mi carpeta de partituras, con la esperanza de que llegara pronto y pudiéramos acabar con aquel calvario. Para mi sorpresa, Minot me cogió las partituras de las manos y las hojeó.
– Oh, me encanta esta -exclamó, señalando una de las piezas de Vincent Scotto-. Cuando la cantó usted en el Casino, se me saltaron las lágrimas.
– Ha pasado mucho tiempo desde entonces -le advirtió André-. Ahora Simone logra que su voz llegue hasta donde se propone y baila sin perder el aliento.
Se abrió una puerta y entró un camarero parsimoniosamente con una botella de champán en un cubo de hielo y unas copas sobre una bandeja. Lebaron le indicó que lo dejara sobre el escenario.
– Daremos cuenta de ello en un minuto -anunció, y volviéndose hacia mí añadió-: Ya sé que tiene usted una de las mejores voces de París. La vi en el Casino y maldije mi suerte por no haberla descubierto yo primero. Allí estaban desperdiciando su talento. Lo que quiero saber es qué podemos hacer con su actuación.
– Bueno, Simone ha recibido clases de baile con dos de los mejores profesores de Berlín -le explicó André-. He traído algunos discos. ¿Quieren que se lo mostremos?
Lebaron se agarró la barbilla con la mano y miró fijamente a André.
– Ya sé que también sabe bailar. Un año más y hubieran tenido que sustituir a Rivarola por una pareja de baile mejor para ella. Olvida usted que descubrir talentos ha sido mi fuerte durante años. Lo que quiero saber es cómo vamos a hacer su presentación.
André y yo nos intercambiamos una mirada. Yo estaba a punto de decir algo cuando André levantó la mano para detenerme. Si hubiera hablado, le habría preguntado a Lebaron si es que aquello significaba que ya había decidido contratarme. Pero resultaba evidente que así era. En algún momento entre su conversación con André y el instante en el que me había conocido, debía de haber decidido asumir el riesgo. Se me encendió el corazón. Fue como si el telón de fondo hubiera cambiado y ahora me encontrara en una nueva escena. Por primera vez, no tenía que demostrar mi talento o que era lo bastante atractiva. Lebaron daba ambas cosas por hechas.
– ¿Le importaría ponerse en pie bajo el foco durante un instante, mademoiselle Fleurier? -me dijo Minot, ofreciéndome el escenario con un gesto de la mano.
Hice lo que me pidió. Me sentí como si estuviera de pie bajo un rayo de luz del sol, aunque me temblaban las piernas por toda la adrenalina que había acumulado. Lebaron y Minot se movieron a mi alrededor gritándose ideas el uno al otro.
– Me imagino una escena de tormenta y los cielos abriéndose -exclamó Minot-. Después, criaturas celestiales… ¡No, no, no!, ¡dioses y diosas griegos que se moverían arriba y abajo por la escalinata!
– Cuando lleguen al final de la escalera, darán la vuelta a sus trajes reversibles y se convertirán en flappers y jóvenes caballeros que acaban de llegar a un elegante club -añadió Lebaron, mirándome y contemplando el resto del escenario, como si la escena se estuviera desarrollando ante sus ojos en ese momento.
– Entonces, llegará la muchacha más hermosa de todas -dijo Minot, tirando de mí hacia delante- y cantará la primera canción.
Lebaron levantó las manos en el aire.
– En los carteles, pondremos: «Simone Fleurier, la mujer más sensacional del mundo».
Miré a André, que me estaba sonriendo de oreja a oreja desde la primera fila de butacas. Lebaron y Minot ya habían decidido que necesitaban una leyenda y que yo tenía suficiente talento como para satisfacerles. Iban a fusionar leyenda y talento para crear una estrella. Y esa estrella iba a ser yo.
Los preparativos para el espectáculo Bonjour, Paris! C'est moi! constituyeron una prueba de fuego para mí. Como una de las artistas importantes en el Casino de París, lo único que se había esperado de mí era que me presentara a todos los ensayos y a las pruebas de vestuario y que actuara lo mejor posible. Pero ahora, como estrella de una importante producción, me vi involucrada en todos los aspectos del espectáculo, desde la selección de los actores secundarios, pasando por la elección de decorados, hasta el diseño de los carteles. Tenía que estar presente, porque todo giraba a mi alrededor. Fui totalmente consciente de ello durante las audiciones para las coristas.
– Todas ellas serán rubias -exclamó Minot, moviendo enérgicamente las manos hacia mí-. Así, usted destacará entre ellas como una magnífica perla negra.
André era el coproductor del espectáculo y tenía la tarea de supervisar todo, desde los escenarios y los trajes hasta las tramoyas. Lebaron pretendía que los decorados de Bonjour, París! C'est moi! fueran los más suntuosos que París hubiera visto nunca: entre ellos habría un baile en Versalles y una escena en la jungla con monos de verdad y un tigre. Una tarde, fui a visitar a André en su despacho del teatro y me lo encontré estudiando modelos a escala de cada escenario completo con planos móviles y telones para los cambios de escena. Parecía tan feliz como un niño jugando con un trenecito.
– El ingeniero dice que podemos diseñar una cascada -me contó André, señalando el escenario selvático donde yo estaba presente en forma de muñeca de cartón.
André era una buena elección como coproductor porque trabajaba treinta y seis horas de cada veinticuatro y contagiaba su energía y entusiasmo a los diseñadores y carpinteros, que trataban de superarse unos a otros para crear los escenarios más espectaculares que les fuera posible.
– Si lo consigues, creo que será una gran primicia en los escenarios de París -le respondí.
– Tengo que demostrarle a mi padre que mi «proyecto especial» ha merecido todo el tiempo y el dinero que le he dedicado -me contestó, echándose a reír.
Di por hecho que estaba bromeando, pero su broma me dolió. No me había resultado fácil ajustarme a la situación de pensar en André nada más que como mi jefe y mi amigo. Lograba aceptar que nunca me había encontrado atractiva y que era yo la que me había engañado a mí misma. Por lo menos, me había ahorrado la humillación de declarar lo que sentía. Pero que aceptara la falta de interés de André por mí no impedía que mis propios sentimientos me angustiaran de vez en cuando. Aunque ambos nos pasáramos la vida trabajando, el sonido de su voz lograba que el corazón me latiera con fuerza.
A veces, había sorprendido a algunos de los artistas de los números secundarios besándose entre bastidores, y una vez, mientras estaba cerca de un conducto de ventilación en mi camerino, había escuchado los sonidos extáticos de un hombre y una mujer que hacían el amor en algún lugar del teatro. Apreté la oreja contra el agujero, cautivada por aquellos gemidos, jadeos y suspiros. Un latido me abrasó el vientre, pero únicamente podía soñar cómo sería que me tocaran así. Cerré los ojos y me imaginé recorriendo con las manos el cabello de André y sintiendo su piel desnuda fundirse con la mía. Pero cuando se me ocurrían aquellos pensamientos, me mojaba la cara con agua fría o me humedecía las sienes con colonia. No tenía sentido abrigar un deseo que nunca se satisfaría. Se me ocurría que yo ya era lo bastante mayor, y claramente ya había sobrepasado la edad en la que los artistas del teatro de variedades perdían la virginidad, pero André me trataba con la dulzura familiar de un hermano que adora a su hermana pequeña.
Me sentí sin duda como su «proyecto especial» la primera vez que pasé junto a las Galerías Lafayette y vi mi rostro asomándose en uno de los carteles sobre el Boulevard Haussmann. «Para tener una piel tan tersa como la de Simone Fleurier, use el jabón Le Chat.» ¿Realmente era yo aquella chica envuelta en un vestido de satén, con una Kira de ojos grandes y un collar de diamantes al cuello entre los brazos? André me había convertido en la imagen de varios productos como publicidad previa al espectáculo e iba a aparecer en anuncios de cosméticos de Helena Rubinstein y de pasta de Rivoire & Carret. Observé el anuncio de Le Chat con recelo. El cabello de aquella chica era brillante y suave, sus labios estaban pintados de un color oscuro y llevaba los ojos perfilados con rímel. Ella no era la persona que yo me sentía por dentro. Todavía andaba de puntillas de aquí para allá, a la espera de que las coristas se volvieran contra mí y se quejaran de que yo no era más que una desgarbada actriz cómica que más bien debía ocupar el último puesto del coro. Sin embargo, el éxito de aquellos anuncios demostró que mis dudas eran infundadas. Las ventas de aquellos tres productos se multiplicaron por dos durante el primer mes. Estaba a punto de convertirme en una estrella. Todo lo que siempre había soñado y por lo que siempre había trabajado estaba empezando a dar sus frutos. Entonces, ¿por qué me sentía tan sola?
– Hemos recibido una invitación -me dijo André, mostrándome una tarjeta blanca-. Mi madre tiene mucho interés en participar en la sorpresa para mi padre. Me ha dicho que, para que el mejor público posible acuda a ver el espectáculo, tenemos que conseguir que aparezcas en las páginas de sociedad. Te ha invitado a su reservado en Longchamps. Asegura que si una hermosa pero desconocida señorita es vista en las carreras con madame Blanchard todo el mundo querrá saber quién es. Pero primero tengo que presentártela.
André y yo llegamos a la mansión parisina de su familia en la Avenue Marceau a la mañana siguiente para tomar café y pasteles con madame Blanchard. Mi estancia en el Adlon y las cenas en distinguidos restaurantes habían suavizado mis modales provincianos y el vestido de Vionnet que llevaba no me hacía parecer fuera de lugar junto al pórtico de granito donde André y yo esperamos a que el mayordomo abriera la puerta. Sin embargo, tan pronto como posé la mirada sobre el recibidor con su escalera de mármol, una fuente y retratos de Gainsborough, me quedé anonadada. El Adlon era el primo pobre de la residencia de los Blanchard. Hice lo que pude por no quedarme con la boca abierta ante los bastidores festoneados y las alfombras orientales, los candelabros con rosetones de bronce o el mobiliario de madera oscura con adornos dorados. Aquella casa era todo lo que la residencia de una poderosa familia europea tenía que ser: rezumaba antigüedad y eternidad. Y era intimidante.
Madame Blanchard nos estaba esperando en la salita con la hermana menor de André, Veronique. Su madre tenía mejillas redondeadas y era rubia como si fuera sueca. André había heredado la estatura de ella y la tez de su padre.
– Querida mía, es usted tan hermosa como André la había descrito -exclamó madame Blanchard, cogiéndome de la mano y guiándome hasta una silla tapizada con brocados azules.
Las cortinas y los candelabros de pared eran turquesa, y allá donde mirara veía diferentes tonalidades de lapislázuli y retallos dorados junto a floreros con orquídeas blancas. El efecto era como encontrarse en mitad de una exótica concha marina. La estancia era gratamente diferente en comparación con el tono sombrío del resto de la casa.
Por alguna razón, madame Blanchard no me había presentado a Veronique, pero la chica no tenía intención de que la ignoraran. Se levantó de su asiento, se apartó la melena rojiza hacia los hombros y se presentó a sí misma con voz adolescente, añadiendo que yo parecía «mucho más simpática que mademoiselle Canier».
– ¡Veronique! -exclamó madame Blanchard, tratando de contener una sonrisa-. Puedes dedicarle todos los cumplidos que quieras a mademoiselle Fleurier, por supuesto, pero sin insultar a nadie más al hacerlo.
Junto a mí había una mesa camilla con un marco de fotos sobre ella. La persona que aparecía en la fotografía era un atractivo joven de hombros anchos, ataviado con su uniforme de oficial. Sin embargo, sus ojos tenían el aspecto enternecedor de los de un artista, no de un soldado. Contemplé la vitrina llena de medallas de guerra sobre la estantería encima de la mesa. No había necesidad de preguntar quién era el hombre de la foto.
Me di cuenta de que madame Blanchard me estaba mirando y me volví hacia ella. Aunque no mencionó la fotografía, algo en sus ojos me dijo que le agradaba que me hubiera fijado en ella.
– El editor de moda de L'Illustration hablará de mademoiselle Fleurier -comentó, haciendo un movimiento de cabeza hacia André-. El talento es una cosa y la publicidad, otra muy diferente. -Después, una vez que la sirvienta hubo traído el café y nos hubo entregado una porción de pastel de chocolate a cada uno, añadió-: Mademoiselle Fleurier necesita que la vean y la fotografíen en los lugares adecuados antes de la noche del estreno. Y mañana, Longchamps es una oportunidad demasiado buena como para perdérsela.
Un cachorro pomeranio se paseó por la estancia y tomó asiento bajo la silla de Veronique. La muchacha se agachó y le dio de comer con la punta del dedo un trocito de pastel. Recordé que mi familia solía alimentar a Olly así, pero la cocina rústica de Pays de Sault estaba a años luz de la elegante salita de madame Blanchard.
– Hábleme sobre usted, mademoiselle Fleurier -me pidió madame Blanchard-. ¿Así que comenzó usted su carrera en Marsella?
Le expliqué que mi familia tenía una finca con campos de lavanda, le conté la muerte de mi padre y le hablé sobre Le Chat Espiègle. Madame Blanchard escuchó pacientemente las anécdotas sobre mi origen humilde y no pareció en absoluto contrariada. En todo caso, me dio la impresión de que estaba impresionada por mi determinación de triunfar.
Mientras madame Blanchard y yo charlábamos, André hablaba con su hermana. Sus voces tenían la resonancia afectuosa de una historia compartida de juegos de infancia y secretos comunes. Cuando Veronique terminó su trozo de pastel, André le cortó otro, a pesar de la divertida mirada de censura que les dirigió su madre. Recordé lo que André me había contado sobre que Veronique era la rebelde de la familia y deseé que su padre no reprimiera el alegre espíritu de la muchacha… ni tampoco el de André. Monsieur Blanchard estaba ausente por negocios en Suiza, pero percibí su presencia dominante en el retrato que colgaba sobre la chimenea. Supe quién era porque se parecía como dos gotas de agua a André, pero con un aspecto más estricto. Pensé que era una extraña elección decorativa que hubieran colgado el retrato del patriarca de la familia sobre la chimenea de la salita de madame Blanchard. Incluso aunque no estuviera allí, monsieur Blanchard parecía vigilar el orden de la casa.
– Mis hijos son todos tan diferentes -comentó madame Blanchard-. Cuando Veronique está contenta o triste, se le refleja inmediatamente en la cara. André es totalmente distinto. Nunca se sabe lo que está pensando. Con él, es cierto que las apariencias engañan.
Nos quedamos una hora con la madre y la hermana de André. Cuando nos levantamos para marcharnos, madame Blanchard me puso la mano en el hombro.
– Me gusta usted -me susurró-. No es en absoluto lo que había imaginado.
A mí también me gustó ella. Me había dado la sensación de que era amable y sincera. Sin embargo, había un toque dubitativo en su voz que me dio miedo. Percibí que el padre de André no sería tan fácil de complacer.
Mi contrato con el Adriana incluía que me pagaran un porcentaje de mi caché por adelantado. Como André se estaba ocupando de mis necesidades materiales, le envíe parte del caché a Bernard para que pudiera hacer reparaciones en la finca. Después, fui a ver a Joseph a la tienda de muebles.
– ¡Mademoiselle Fleurier! -me saludó-. Odette no me había dicho que iba a venir. ¿Está usted buscando algo especial?
Desde que volví de Alemania, me había dado cuenta de que Odette estaba melancólica, porque su veintiún cumpleaños había pasado de largo, y ella y Joseph aún no estaban casados. Joseph gozaba de prosperidad en su trabajo, pero no había podido ahorrar lo suficiente como para establecer su propio negocio. Sin él, el padre de Odette no les daría su permiso para que se casaran.
– A mis padres les gusta mucho Joseph -me explicó Odette-. Pero quieren asegurarse de que puede mantenerme. Y mi tío está de acuerdo con ellos.
Tuve que abstenerme de sonreír. Odette tenía gustos caros, e incluso sus padres, que eran de clase media, se daban cuenta de ello. Si Joseph no se procuraba unos buenos ingresos, Odette lograría llevarlo a la bancarrota en un solo año.
– Quiero ayudarle a que abra su propia tienda -le dije a Joseph-. Tengo un cheque aquí para usted en el bolso.
Joseph abrió los ojos como platos y negó sacudiendo la cabeza.
– No, mademoiselle Fleurier, no puedo pedirle a usted tal cosa.
– No, no me lo está pidiendo -le respondí-, se lo estoy dando yo. Odette es una buena amiga y quiero que se case usted con ella y la haga feliz.
Joseph relajó los hombros y me condujo a su despacho.
– Claro que quiero casarme con Odette -me aseguró mientras me ofrecía una silla-. Pero me sentiría avergonzado de mí mismo si estuviera en deuda con usted. Tengo que rechazar su oferta.
– No sea tonto -le espeté-. No estará en deuda con nadie. Un buen día, cuando consiga tener un negocio próspero, podrá amueblar la casa de campo de mi familia en la Provenza. Ellos tienen gustos sencillos, pero desearía que también pudieran disfrutar de unos muebles bonitos.
A Joseph se le iluminó la mirada.
– Me encantaría hacerlo. Incluso podría hacer un viaje ex profeso a la Provenza para comprar el material necesario.
– Entonces, ¿está resuelto? -le pregunté, levantándome de mi asiento-. No creo que haya necesidad de que Odette se entere de lo que hemos hablado.
Los ojos de Joseph se llenaron de lágrimas. Era un encanto de hombre y yo estaba segura de que sería un buen marido.
– No tiene usted idea de lo feliz que me ha hecho -me dijo-. Si Odette y yo tenemos algún día una hija, la llamaremos como usted.
– Será un honor -le respondí-. Pero no le obligaré a cumplir tal cosa.
Cogí un taxi de vuelta a mi apartamento con el corazón henchido de alegría. En un primer momento había pensado que el dinero solo servía para comprar cosas, pero ahora me daba cuenta de que también podía traer la felicidad.
Hacia finales de marzo, todo el mundo trabajaba a toda máquina y llegó el sprint final de los preparativos del espectáculo. Normalmente, Lebaron y Minot tardaban entre seis y diez meses en montar cada nuevo espectáculo, pero, gracias a la ayuda de André, habían terminado este prácticamente en tres. «Prácticamente» porque, para cuando se completaron las orquestaciones finales de las canciones, fue necesario cambiar algunas de las coreografías de los bailes. También había que hacer algunas alteraciones en el vestuario y varios decorados necesitaban arreglos para que casaran con los cambios de programación. Uno de los electricistas abandonó furioso su trabajo y una costurera se desmayó por agotamiento. Odette vino a ayudar con los trajes y yo sentí aún más respeto por mi amiga después de verla un día tras otro con una aguja en la mano y el hilo entre los dientes mientras les decía a todos: «¡Calma! ¡Todo saldrá bien!».
El vestido que yo llevaría en la escena final todavía estaba inacabado sobre un maniquí en el taller de vestuario. Me ofrecí para terminarlo, pero Minot abrió horrorizado los ojos como platos.
– ¡No, no, no, mademoiselle Fleurier! Debe usted reservar energías. Es usted la estrella. El éxito de este espectáculo descansa sobre sus hombros.
Yo pretendía ocupar la mente en otras cosas para calmar los nervios. Que el éxito del espectáculo descansara sobre mis hombros era precisamente lo que me provocaba sudores nocturnos y accesos de mareo. No le dije a nadie que sufría ataques de pánico. El primero me sobrevino cuando el libreto ya estaba escrito y las partituras compuestas. Me encontraba en mi apartamento repasando la letra de una canción cuando me empezó a palpitar el corazón. Traté de concentrarme en la partitura que tenía delante, cuando comenzó a darme vueltas la cabeza y todo se volvió blanco. El único modo que tuve de deshacerme de aquellas náuseas fue escondiendo la partitura bajo un cojín. Después de aquello, solo lograba ensayar en compañía de otra persona, normalmente André o Minot.
– No consigo memorizar nada a menos que actúe para alguien -les expliqué echándome a reír, para ocultar mi terror tras una sonrisa.
Todo el mundo estaba esforzándose al máximo para preparar el mejor espectáculo de todos los tiempos, así que no podía aguarle el ánimo a nadie o hacer que dudaran de mí. Me di cuenta de que la presión que sentía en el Casino de París o en Le Chat Espiègle no eran más que «mariposas en el estómago» en comparación con esto. Ahora había mucho más en juego. Si el público no respondía, supondría el fracaso de mucha más gente aparte de mí.
No me ayudó en absoluto a preservar mi tranquilidad el hecho de que, durante la última semana de ensayos antes de la noche del estreno, Lebaron merodeara con cara de alma en pena entre bastidores mientras yo practicaba mis números. Y, para colmo de males, el último día antes del estreno se dedicó a sacudir la cabeza como si pensara que había cometido un terrible error al apostar por mí.
– Ignórelo -me susurró Minot, dándome unas palmaditas en el hombro-. Siempre se comporta así en estos momentos. Es por culpa de su superstición. Piensa que si le dice a usted lo fabulosa que es gafará todo el espectáculo.
La noche del estreno llegué al teatro a las siete y media con Kira, mi mascota de la buena suerte. André me había enviado a su chófer, pues no había podido venir él mismo a causa de un cambio de última hora en un papel secundario. Mi camerino estaba lleno de ramos de rosas y había una botella de champán metida en un cubo de hielo. Atada al cuello de la botella había una tarjeta de Minot que decía: «¡A medianoche estaremos bebiéndonosla, querida mía!». Querido Minot, qué encanto era. Había pensado en todo. Incluso había enviado una notificación a todo el mundo para que no me molestaran y para que los únicos que pudieran transmitirme cualquier mensaje fueran el director de escena o él mismo. Aprecié aquel gesto, aunque me preocupaba que aquello pudiera incluirme en la liga de mezquinos artistas tiranos a la que pertenecía Jacques Noir. Sentí la necesidad de poner en orden mis pensamientos. Kira percibió mi nerviosismo. Durante los ensayos, se había dormido sobre una manta junto al radiador o se había entretenido jugando con mis lápices de maquillaje. Pero ahora se escondió bajo el tocador y se negó a salir. No podía culparla. Si yo hubiera podido, habría hecho lo mismo.
Me temblaban las manos cuando abrí el estuche de maquillaje. Me lloraban los ojos, algo que siempre me sucedía cuando me sentía inquieta. Eché la cabeza hacia atrás y los cerré, tratando de relajarme. La noche anterior había soñado que salía al escenario y se me olvidaba toda la letra de la primera canción, cosa que era ridícula, porque se trataba de una composición muy corta.
Después de todo el caos y el ajetreo de las semanas anteriores, el teatro estaba sumido en un silencio inquietante. Me imaginé a todos en sus puestos: los ayudantes de camerino se hallarían preparando los trajes y contando las pelucas; los tramoyistas estarían comprobando el atrezo y los interruptores de las luces; y los músicos se encontrarían calentando los dedos o bebiéndose algún café de último minuto.
Mi ayudante tenía que llegar a las ocho. Justo cuando las manecillas del reloj de mi tocador dieron la hora, sonó un golpe en la puerta. La abrí y encontré en el rellano a Odette con el vestido que me tenía que poner para el primer número.
– Pensé que quizá necesitarías apoyo moral -me dijo- de alguien que todavía no se ha dejado llevar por el agobio.
– ¿Qué ha pasado? -le pregunté.
– Una de las coristas ha cogido peso y ha hecho estallar el vestido.
– ¡Pero si apenas llevan nada encima! -exclamé-. ¿Qué es lo que ha podido estallar?
– Una hilera de perlas. Pero ha sido suficiente como para que la encargada de vestuario sufriera un ataque de pánico.
Aunque no escuché ni la mitad de lo que Odette me contó sobre que Joseph había comprado una tienda de muebles y que estaban planeando casarse al año siguiente, su animada conversación me tranquilizó como el sonido de una relajante música de fondo. Y además, Odette también demostró mucha paciencia. Tuve que quitarme el traje después de que ella me hubiera abrochado todos los cierres para acudir al aseo porque los nervios me habían dado ganas de hacer pis. Hacia las ocho y media oí al botones que iba llamando a las puertas de los camerinos y, unos minutos después, a las coristas bajando en tropel por las escaleras. No armaron tanto alboroto como de costumbre y le pregunté a Odette si había algún problema.
– No -respondió-. Lo hacen por deferencia hacia ti. Monsieur Minot les ha ordenado que bajaran las escaleras en silencio.
Cuando el botones llamó a mi puerta, prácticamente me salí del traje otra vez por el salto que pegué. Odette me dio unas palmaditas en la espalda.
– Estarás maravillosa -me aseguró-. Simplemente, haz lo mismo que has estado haciendo durante los ensayos y todo irá bien.
Seguí al joven botones hasta bastidores con la misma alegría que María Antonieta debió de sentir al dirigirse hacia la guillotina. Pude oír a la sección de cuerda afinando sus instrumentos y el alboroto del público.
– ¡Buena suerte! -me susurró el muchacho.
Le revolví el pelo para que supiera que yo no era la típica diva arrogante, pero me sentí demasiado nerviosa como para decirle nada.
Los bailarines principales estaban alineados en la parte superior de las escaleras, preparados para hacer su entrada antes que yo. Las coristas se amontonaban entre bambalinas. Algunas de ellas me dirigieron gestos alentadores. Hice lo que pude por devolverles la sonrisa, que más bien debió de ser como una mueca.
A las nueve menos cuarto sonaron los trois coups, los tres golpes que daba el personal en el escenario para indicar que el espectáculo estaba a punto de comenzar. El público se sumió en el silencio y la orquesta empezó a tocar. Me golpeé con el puño el nudo que notaba en mitad del pecho. La sangre me latía en los oídos.
El director de escena dio la entrada a los bailarines y los contemplé avanzando en fila. Descendieron para adentrarse bajo la luz de los focos, con ojos brillantes y rostros radiantes. Otros seres celestiales descendieron por encima del escenario encaramados en plataformas de cristal, como genios sobre alfombras mágicas. Durante un instante, olvidé mis nervios, pues todo era hermosísimo. El público debió de pensar lo mismo, porque podía oír sus oohhhhs y aahhhs que llegaban hasta mí.
La música cambió de ritmo y el público dejó escapar una ovación cuando los bailarines se quitaron las togas y las coronas y comenzaron a bailar a ritmo de jazz. Un grupo de intérpretes ataviados con esmóquines y sombreros de copa irrumpieron en escena montados en un deportivo Hispano-Suiza. El director de escena me hizo un gesto con la cabeza y me guiñó el ojo. Me alisé el vestido e inspiré profundamente antes de moverme hacia la parte superior de las escaleras y comenzar a descenderlas, bajo la luz cegadora.
Bonjour, Paris!
¡Soy yo!
Esta es la noche en la que las estrellas saldrán y brillarán, brillarán
para que todo París las vea.
Aunque me había imaginado a mí misma tropezándome y rodando por la empinada escalera para aterrizar muerta en el escenario, dejaron de temblarme las piernas tan pronto como empecé a cantar. Proyecté la voz tan bien que incluso yo misma me sorprendí. Llegué al escenario y bailé un charlestón que todos los bailarines principales y secundarios imitaron, después bailamos un foxtrot, antes de que las luces se atenuaran y el bailarín masculino principal y yo interpretáramos un tango lento, en referencia a mi pasado artístico. El público aplaudió.
Las luces cambiaron a azul y se introdujo un piano de cola de atrezo en el escenario. Los hombres me subieron sobre él y volví a bailar el charlestón, con las luces parpadeando sobre mí, de modo que parecía que estaba actuando en una película a cámara lenta.
El público no esperó a que yo terminara para aplaudir. Las luces se volvieron doradas y entonces pude ver sus rostros. Me estaban dedicando grandes sonrisas. Sin embargo, fue la expresión en las caras de cuatro hombres lo que más me satisfizo: Lebaron, Minot, André y un hombre que se parecía a él, solo que mayor. Estaban sonriendo de oreja a oreja. Sentí que si podía complacer al patriarca de la familia Blanchard, podría satisfacer a cualquiera.
Los actores avanzaron hacia el frente y cantamos el estribillo todos juntos. El público aplaudió y vitoreó. No cabía la menor duda de que les gustaba lo que estaban viendo.
Hasta que los tramoyistas le dieran la vuelta al decorado teníamos que mantener la pose, pero empecé de nuevo a notar que me temblaba la pierna derecha. Puesto que estaba de pie sobre un piano con una falda corta, no había nada que pudiera hacer para ocultarlo. Algo que me había dicho el doctor Daniel me vino a la mente: «La energía fluye hacia fuera o hacia dentro. En el caso de los artistas, si la dejan fluir hacia dentro resulta fatal. Deje salir su energía siempre hacia fuera».
Aunque no estaba en el guión de ese número, levanté los brazos en el aire y grité:
– Bonjour, París! C'est moi! ¡Hola, París! ¡Soy yo!
Desde el patio de butacas escuché el clamor de los espectadores, que se pusieron en pie y me gritaron:
– ¡Bonjour, mademoiselle Fleurier! ¡Bienvenida!
A partir de aquel momento supe que no había vuelta atrás. París me amaba.
Bonjour, París! C'est moi! fue el espectáculo de variedades con más éxito que se había representado en el Adriana o en cualquier otro de los teatros de París. Estuvo en cartel durante un año, se representó un total de cuatrocientas noventa y dos veces, con un pequeño descanso antes del comienzo del nuevo espectáculo: París Qui Danse. Los críticos de todos los periódicos importantes, desde Le Matin hasta el París Soir, estaban emocionados, y además del público habitual de la alta sociedad parisina y de los turistas adinerados, tuvimos el honor de recibir entre los espectadores a personalidades como el príncipe de Gales, los reyes de Suecia y la familia real danesa.
Si André y yo habíamos trabajado horas y horas antes del espectáculo, después tuvimos que quemar todos los cartuchos que nos quedaban. Me levantaba a las siete de la mañana y me tomaba un desayuno compuesto por zumo de naranja y una tostada. A continuación, me daba un baño antes de que llegaran mi peluquera, mi manicura, mi masajista y mi secretaria. Le dictaba la correspondencia a esta última durante mis tratamientos de belleza. Después, me dirigía al Adriana para reunirme con Lebaron, Minot y André para planear París Qui Danse. Ya que Bonjour, París! había gozado de tanto éxito, Lebaron estaba decidido a que el nuevo espectáculo fuera aún mejor. Consagraba las tardes a los ensayos, las pruebas de vestuario y las entrevistas con la prensa. Por las noches, llegaba al teatro aproximadamente a las siete y media y no me marchaba hasta la una de la mañana. Dedicaba todo el resto del tiempo libre a hacer algo que pronto aprendería a odiar: un concienzudo ejercicio de contorsiones, sonrisas falsas,manipulación de imagen y «mentiras piadosas» cuyo eslogan era: «El talento no es suficiente para triunfar». Aquel ejercicio se llamaba publicidad.
Me había enamorado del teatro de variedades por su magia y disfrutaba cantando y bailando para el público, pero aprendí que ser «una estrella» era diferente de lo que yo esperaba. Una estrella tenía que estar en el punto de mira del público no solo sobre el escenario, sino también fuera de él si quería mantener su estatus. A medida que aumentaba mi fortuna -parte de la cual André se había preocupado de invertir convenientemente, para regocijo de monsieur Etienne-, también aprendí la diferencia entre ser rica y ser famosa. Cualquiera que viera mis vestidos de alta costura, mis diamantes, mi Voisin con chófer, mi apartamento y al atractivo André acompañándome en las reuniones sociales supondría que yo disfrutaba de una vida maravillosa. Sin embargo, aquello no era vida; era solo una imagen. No me quedaba tiempo para saborear ninguna de esas cosas. Todas eran para consumo público.
Una vez oí a Mistinguett decir que nunca haría el más mínimo esfuerzo por ganar fama. Sin embargo, tanto ella como Joséphine Baker y yo nos pasábamos la vida tratando de provocar más sensación que las otras. Mistinguett aseguró sus piernas por un millón de dólares; Joséphine organizó una boda con un conde que al final resultó ser un picapedrero italiano que fingía ser de la nobleza; y mi publicista «filtró» a la prensa que el secreto de mi vitalidad era beber motas de oro con el café todas las mañanas y bañarme en leche con pétalos de rosa. Incluso organizó que el lechero acudiera todas las mañanas a mi puerta con varias cubas de leche para demostrarlo. Eran el tipo de disparates frívolos que nos daban mala prensa en lugares como Austria o Hungría, en donde la gente apenas tenía para comer. Un panfleto comunista llegó a publicar que la cantidad de leche en la que yo me «bañaba» todos los días podría haber mantenido con vida a diez niños durante una semana.
Joséphine Baker y Mistinguett competían en una maliciosa batalla pública de rivalidad. En una encendida ocasión incluso llegaron a las manos en el estreno de una película en el Cinéma Apollo. Las dos divas lucharon encarnizadamente, clavándose las uñas en los brazos y arañándose la cara. Mistinguett intentó aplicar aquella táctica conmigo una noche en el Rossignol, donde André y yo fuimos a cenar después de la representación. Se encontraba sentada en una mesa rodeada de hombres jóvenes, con un vistoso collar de perlas alrededor de su cuello aún terso, cuando de repente me señaló y gritó:
– ¡Hola, jovenzuela! ¿Ya te han limpiado detrás de las orejitas? ¿Por qué no vienes aquí a presentarme tus respetos? -Y me sonrió mostrando unos afilados dientes que parecían los de una piraña.
Casi pude ver al columnista de Le Petit Parisién, que estaba sentado tras ella, palpándose el bolsillo en busca de una pluma.
– Buenas noches, madame -fue mi respuesta.
Mistinguett tenía treinta años más que yo y a mí me habían educado para que fuera respetuosa con mis mayores. El maître exhaló un suspiro de alivio, pero en el rostro de la diva se reflejó la decepción.
– Vas a tener que mejorar tu agudeza verbal -comentó André cuando nos sentamos- o, si no, te verán como una esnob que se cree demasiado buena como para meterse en una pelea de gatas. Si Camille Casal y tú fuerais más inteligentes, ya habríais empezado hace tiempo una buena rivalidad. Eso habría ayudado a despegar su carrera en ciernes y a ti no te vendría mal aparecer como su rival.
Al percibir un brillo pícaro en su mirada, me alegré al darme cuenta de que estaba bromeando.
Se oyó una conmoción que provenía de la puerta. Joséphine Baker acababa de irrumpir en el restaurante acompañada por su séquito habitual, entre los que se incluían el «conde» Pepito de Abatino, su chófer, su sirvienta y su mascota, que era un cerdito.
André arqueó las cejas mirándome.
– Estoy demasiado cansada -le dije yo como respuesta.
Aunque no le conté nada a André, nunca había considerado a Camille mi rival. Ella siempre me había intimidado. Un mes después de que comenzara el espectáculo, la invité a cenar en mi apartamento. Por alguna razón, pensaba que si ella aprobaba mi transformación, aquello supondría el sello definitivo de mi éxito. Pero, tan pronto como Camille llegó, me di cuenta de que, a pesar de mi cabello perfectamente peinado y mi elegante atuendo, todavía me sentía apocada ante su perfección física. Entró lentamente en mi apartamento con un vestido de color malva con varias vueltas de perlas rodeándole el cuello. El aire a su alrededor quedaba impregnado de un toque de Shalimar. Parecía imposible que alguien pudiera tener aquellas facciones tan bien parecidas en una piel tan tersa.
– Veo que te va bien -comentó mientras contemplaba el escritorio de palo de rosa casi como si no pudiera creerse que yo viviera en aquel lugar.
Algunas veces, ni yo misma me lo creía tampoco. Camille y yo habíamos recorrido mucho camino desde que nos alojábamos ambas en casa de tía Augustine en Marsella. Sentí una oleada de orgullo por el cumplido indirecto.
La conduje hasta el salón y le ofrecí un asiento. Sacó un cigarrillo y yo me incliné hacia delante para encendérselo.
– Así que finalmente me hiciste caso con lo del consejo sobre los hombres -comentó, acariciando con sus uñas nacaradas la piel del sofá-. Parece que André Blanchard ha hecho mucho por ti.
– No, no es así -le aseguré-. Nuestra relación es puramente profesional.
Su rostro pasó de mostrar una mirada de incredulidad al ceño fruncido. Por primera vez percibí que tenía ojeras marcadas bajo los ojos, que se le traslucían a pesar de que los llevaba maquillados cuidadosamente. Su relación con Yves de Dominici había terminado; él se había casado con una condesa italiana. Sin embargo, había oído que Camille estaba viéndose con alguien que ocupaba un cargo aún más alto en el Ministerio de Defensa. Me pregunté qué sería de su hija, que pronto cumpliría cinco años, pero sabía que no debía inquirir por ella. Camille me había contado que sacaría a la niña del convento tan pronto como encontrara a alguien lo bastante rico y lo bastante permanente, por supuesto. El hombre del Ministerio de Defensa estaba casado con una mujer que le controlaba la economía familiar, por lo que eso no parecía que fuera a suceder en un futuro demasiado cercano.
– ¿Así que el espectáculo va bien? -preguntó-. ¿Qué harás cuando termine?
Me pregunté si Camille sabría que habían barajado la posibilidad de que ella protagonizara Bonjour, Paris!, pero, como ella no lo mencionó, yo tampoco lo hice.
– André quiere que grabe un disco.
– André Blanchard debe de estar fascinado contigo -comentó, mirando a su alrededor la habitación-. No me puedo creer que un hombre haga tanto por una mujer sin esperar nada a cambio.
Me ruboricé, no tanto por incomodidad, sino por vergüenza. Me proporcionaba cierta dignidad que André realmente creyera en mi talento y no esperara sexo a cambio de ayudarme en mi carrera. Pero que no me deseara en absoluto cuando yo estaba perdidamente enamorada de él me hacía parecer más la fea del baile que «la mujer más sensacional del mundo».
Mi sirvienta, Paulette, anunció que la cena estaba servida, ahorrándome el tener que darle más explicaciones a Camille sobre mi relación con André. Sabía que Camille tenía el apetito de un pajarillo, así que le pedí al cocinero que preparara col rellena con salsa de estragón y champán. Durante la cena, Camille se mantuvo distante, como si estuviera pensando en otra cosa.
– Me voy de París -anunció después de un rato-. Voy a hacer una película con G. W. Pabst.
Me dio un vuelco el corazón. Sabía que, independientemente de lo que yo lograra, Camille siempre estaría varios pasos por delante de mí. Deseaba protagonizar una película. El medio era nuevo, pero me resultaba emocionante la idea de contar historias a través de imágenes. ¿Y con quién mejor que con G. W. Pabst? El joven alemán ya se estaba ganando una buena reputación por ser un director extraordinario.
– ¡Vas a ser una estrella de cine! -exclamé, sinceramente contenta por la buena suerte de Camille, pero anhelando tener un poco yo también.
Tras la comida, acompañé a Camille a la puerta, donde Paulette la ayudó a ponerse el abrigo. Camille me dio un beso de despedida y me deseó buena suerte. Le regalé un ramo de rosas y una caja adornada con motivos chinos. Me felicitó por la fragancia de las flores y el exquisito estampado de la caja, pero me dejó con la impresión de que había preferido mi compañía cuando yo era pobre y carecía de suerte.
Cuando el espectáculo se «consolidó», el padre de André nos invitó a visitar el château familiar durante un fin de semana. Debido a varios asuntos urgentes de negocios, no había podido conocer a monsieur Blanchard tras la actuación del estreno, pero le había pedido a André que me comunicara que pensaba que yo era magnífica. Aquel cumplido complació tanto a André que ese día les dio a todos los intérpretes una bonificación de su propio bolsillo.
De camino hacia el valle del Dordoña, André tarareó las tonadillas de las canciones de Bonjour, Paris! C'est moi! y me contempló con una mirada tan tierna que tuve que recordarme a mí misma que él no sentía ninguna atracción por mí. Mis estratagemas femeninas para ponerle a prueba -ponerme de pie pegada a él, mantener mi mano apoyada sobre su brazo un instante más de lo necesario- no habían surtido ningún efecto. ¿Por qué iban a cambiar ahora las cosas? Sin embargo, aunque André mostraba un desinterés manifiesto por mí, tampoco había habido ninguna otra mademoiselle Canier. Quizá era uno de esos hombres que preferían el trabajo al amor.
– Estaba nervioso -me confesó mientras tomaba una curva cerrada de la carretera-, no sabía qué pensaría mi padre de mi incursión en el negocio del espectáculo. Pero tu talento lo ha conquistado. No tiene más que palabras de admiración hacia ti.
– Mi éxito tiene tanto que ver contigo como conmigo -le respondí.
André se echó a reír y su risa resonó por encima del traqueteo del motor del automóvil.
– Creo que podrías haberlo hecho perfectamente sin mí, Simone. Pero ha sido divertido presenciar tu transformación.
El château de los Blanchard estaba rodeado de treinta hectáreas de tierras ajardinadas y dominaba el valle del Dordoña, un paisaje de verdes praderas y robles, con un tranquilo río serpenteando entre ellos. Llegamos a la mansión cubierta de hiedra justo a la hora del almuerzo y un mayordomo nos condujo hasta la terraza. El ambiente olía a hierba recién cortada y a jazmín. Veronique estaba lanzándole un palo a su perro en el jardín. Sus palabras al cachorrillo y los alegres ladridos de este resonaban en el aire estival. Madame Blanchard estaba sentada en un banco junto a una mujer con aspecto de matrona y a un hombre calvo. Sin embargo, fue monsieur Blanchard el que primero se aproximó hacia nosotros.
– Bonjour! -nos saludó, haciéndonos también un gesto con la mano.
Tenía el vozarrón de un capitán de la marina, profundo y acostumbrado a dar órdenes. No obstante, una amistosa sonrisa se dibujó en sus labios y le hizo parecer menos intimidante de lo que yo había esperado.
Agarró a André del hombro y André le devolvió el saludo. Me había imaginado que se saludarían, pero sin abrazarse. Su relación no era tan fría como yo había anticipado, pero aun así seguía habiendo algo formal en la manera en la que se aproximaron el uno al otro. Pensé en el tío Gerome y mi padre. Tío Gerome podía querer a su hermano, pero nunca pareció ser capaz de resolver cómo demostrarlo. Un profundo dolor había destruido el afecto natural entre ellos. Me dio la sensación de que quizá así era como monsieur Blanchard se sentía con respecto a André.
– Ahora, cuénteme, mademoiselle Fleurier -me dijo monsieur Blanchard, cogiéndome del brazo y dirigiéndome hacia los demás-, ¿cómo es que mi hijo, que tiene un oído enfrente del otro, ha podido descubrir a la mejor cantante de París?
Tenía los mismos ojos negros que André, pero mientras que su hijo me trataba con los modales de un caballero, monsieur Blanchard fijó su mirada en mis pechos. Tuve la incómoda sensación de que me estaba imaginando desnuda.
– André no tiene exactamente un oído enfrente del otro -repliqué y me eché a reír, más para enmascarar mi incomodidad que porque pensara que lo que había dicho era gracioso-. Sencillamente, él fue la primera persona, aparte de mi agente, en creer en mí.
– ¡Vamos!, llegamos tarde al almuerzo -nos llamó madame Blanchard, haciéndonos un gesto desde la mesa-. Tendremos problemas con la cocinera si se estropea la ensalada.
– ¿Acaso nos vamos a saltar las presentaciones? -preguntó monsieur Blanchard, conduciéndonos hacia una mesa puesta con una vajilla de porcelana blanca y ramilletes de flores silvestres.
Madame Blanchard se ruborizó pero no miró a su marido. Me presentó a la mujer y al hombre que la acompañaban: la hermana de André, Guillemette, y su marido, Félix. Les saludé, pero ninguno de los dos me sonrió. Guillemette no había heredado la atractiva apariencia física de sus padres, ni tampoco su dignidad ni su compostura. Si André no me hubiera dicho que su hermana acababa de cumplir los treinta, habría pensado que tenía al menos diez años más.
Guillemette y yo estábamos sentadas en diagonal y Félix se sentó frente a mí, pero descubrí que conversar con ellos era francamente difícil. Mirar a Félix a los ojos era imposible: cuando no se dedicaba a picotear su comida, observaba fijamente algo por encima de mi coronilla. Guillemette, por su parte, me estudiaba atentamente.
– André me ha contado que le apasiona montar a caballo -comenté, tratando de entablar conversación con ella-. ¿Es cierto que monta por el Bois de Boulogne todas las mañanas?
– Sí. -Fue su monosilábica contestación.
Por su tono, parecía casi como si yo le hubiera pedido dinero. Percibí un trasfondo de resentimiento, aunque no tenía ni la menor idea de cuál podía ser la causa.
André estaba discutiendo un asunto de negocios con su padre, así que me volví hacia Veronique con la intención de aligerar un poco la situación, pero la muchacha estaba totalmente dominada por la presencia de su hermana mayor. Más tarde, cuando sirvieron el primer plato, Veronique se acercó sigilosamente a André para susurrarle algo al oído, pero se paró en seco por la expresión de censura que le estaba dedicando su hermana.
– Si tienes algo que decir, Veronique, dilo en alto para que lo oiga todo el mundo -le espetó.
Los ojos de Veronique se llenaron de lágrimas y le temblaron los labios. Aquella no era la alegre niña que había conocido en la salita de madame Blanchard cuando André y yo las visitamos antes del estreno del espectáculo. Guillemette tenía la habilidad de cargar el ambiente de un relajado almuerzo al aire libre en un día de verano para convertirlo en un auténtico rancho militar. Tenía curiosidad por ver cuál era la relación que mantenía con su padre, pero monsieur Blanchard solo le dirigía la palabra a Félix.
– ¿Cómo va el hotel de Londres? -le preguntó monsieur Blanchard a su yerno.
Félix se frotó la cabeza, que era tan lisa y lampiña que le confería el aspecto de una salamandra.
– Necesitaré ayuda para organizarlo -contestó, lanzándole una significativa mirada a André.
– Pues tendrás que buscarte a otro -replicó André bondadosamente-. Yo me voy a llevar de gira a mademoiselle Fleurier.
Guillemette me fulminó con la mirada desde el otro lado de la mesa.
– ¿Y qué pasa con los negocios serios? -preguntó, volviéndose hacia André-. Parece que ahora ya no te ocupas de los hoteles.
André me había contado que, cuando entrara a trabajar con su padre, todos los hoteles pasarían a estar dirigidos por Félix. Me imaginé que era por eso por lo que Guillemette parecía tan preocupada por ellos.
– Vamos, vamos -dijo monsieur Blanchard, secándose los labios con una servilleta-. Habrá tiempo para todo eso cuando André cumpla treinta años. Le he prometido que hasta entonces puede divertirse como le apetezca.
Monsieur Blanchard me sonrió y guiñó un ojo. Hice lo que pude por no contestarle con una mueca. Miré de reojo a André, pero no pareció notar el comportamiento de su padre. Me sorprendió ver cómo era André con su familia. Cuando yo estaba con él a solas, me parecía alegre y buen conversador. Pero en medio de los suyos, se retraía a su mundo interior.
Madame Blanchard, que no le había dirigido la palabra directamente a su marido en ningún momento de la comida, cambió de tema para hablar de cosas menos trascendentes. Charló sobre un pueblo fortificado que visitaríamos esa misma tarde y sobre sus labores benéficas con los huérfanos. Sentí que ella, André y Veronique eran los integrantes amables de la familia Blanchard, mientras que los demás rayaban en la hostilidad. Me sentía tan incómoda en compañía de la hermana y el cuñado de André que si madame Blanchard no hubiera hecho un gran esfuerzo por incluirme en la conversación seguramente me hubiera pasado el resto del tiempo en silencio.
– Dígame, mademoiselle Fleurier, ¿no tiene alguna vez miedo escénico? Parece usted tan cómoda bajo los focos… -me preguntó madame Blanchard.
¿Cómo podía contestar a una pregunta como aquella? Se suponía que las estrellas no podían revelar sus defectos, excepto para confesar «caprichos publicitarios», como que les gustara comer fresas con nata después de cada actuación o que sintieran debilidad por fumar pipas indias.
– Siempre me siento muy emocionada antes de cada representación, madame Blanchard -le contesté.
André sonrió, cubriéndose la boca con el puño, pero no me miró.
«Emocionada» era el eufemismo que André y yo habíamos acuñado para los temblores, los sudores fríos, los ojos llorosos y las innumerables visitas al aseo que me sobrevenían antes de que comenzara el primer número del espectáculo. La noche del estreno había sido la peor, pero la respiración se me cortaba todas las noches cuando me montaba en el coche para ir al teatro. Tenía por costumbre llevarme a Kira al camerino, aunque nos había traído problemas alguna que otra vez, como cuando la ayudante de vestuario dejó mi vestido fuera y Kira, con su atracción por las cosas brillantes, mordió todas las lentejuelas.
Parte del ritual para calmar mis nervios consistía en no vestirme hasta el último minuto. Cuando me llamaban a escena, abría el medallón que contenía la fotografía de boda de mis padres y lo dejaba así, abierto en el camerino, hasta después de salir a saludar. Durante los descansos, encendía una vela que llevaba escrito en el lateral el deseo de lograr hacer una buena interpretación, algo que mi madre me había sugerido. Sin embargo, los rituales y las tazas de manzanilla no lograban calmar mis nervios. La sensación de mareo y el estómago revuelto solamente me abandonaban cuando salía al escenario y cantaba la primera nota. Entonces, como por arte de magia, se me despejaba la cabeza y mi cuerpo se tranquilizaba, como un barco que acabara de salir de una tormenta a la calma chicha. Después, todo iba bien.
– He oído que mademoiselle Fleurier es la artista más tranquila de París -comentó monsieur Blanchard-. La mayoría no logra salir a escena sin empinar el codo antes.
– Mademoiselle Fleurier nunca bebe antes del espectáculo -replicó André, orgulloso-. No deja que nada afecte a su actuación.
– Todos empiezan así -comentó despectivamente Guillemette. Su tono me recordó al de un cura dando un sermón, avisando a la congregación sobre un desastre inminente-. Pero la falta de sueño y el estar constantemente en el punto de mira de la opinión pública acaba con ellos. Nadie tiene la compostura para vivir así de deprisa durante demasiado tiempo.
– Gracias por tu lúgubre predicción, Guillemette -replicó madame Blanchard, sonriéndome.
– Pues no ha ido tan mal, ¿no? -comentó André al día siguiente cuando regresábamos a París.
«Está de broma», pensé. Después de haber crecido con tío Gerome y el agobio de vivir endeudados con él, no podía decir precisamente que proviniera de la más feliz de las familias. No obstante, mis padres y tía Yvette siempre me habían querido. Al pobre André lo adoraban su madre y Veronique, pero cualquier calidez de ellas dos se veía contrarrestada por la frialdad del resto de los Blanchard.
– Creo que no le gusto a tu hermana -le dije.
– A Guillemette no le gusta nadie -replicó André-. En todo caso, es la opinión de mi padre la que cuenta. Y creo que le has causado una buena impresión.
Yo también creía haberle gustado a monsieur Blanchard, pero entonces me acordé de cómo me había mirado los pechos y de cómo me había guiñado el ojo y me sentí incómoda.
En junio recibí un telegrama en el que me comunicaban que tío Gerome había fallecido. Lebaron suspendió dos representaciones para que pudiera regresar a casa a tiempo para el funeral.
– Murió mientras dormía -me contó Bernard de camino a la finca desde la estación de Carpentras-. Fue lo mejor que pudo pasar. Su salud había empezado a deteriorarse de nuevo.
Todo el pueblo acudió al cementerio. Había también gente de Sault y de Carpentras, además de docenas de rostros a los que no había visto nunca. Incluso había un fotógrafo de la prensa de Marsella. Dada la impopularidad de tío Gerome, estaba claro que habían venido a mirarme embobados. Me sentí avergonzada por estar allí junto a la tumba ataviada con un vestido de seda ligera mientras mi madre y mi tía llevaban los mismos vestidos de algodón negro que se habían puesto durante años.
En el funeral, monsieur Poulet se puso en pie y dio un discurso.
– Quiero expresar lo orgullosos que estamos de Simone Fleurier, y espero que cuando se case, vuelva a la iglesia de su aldea y a nuestro pequeño ayuntamiento para celebrar la ceremonia.
Resultaba agradable que me recibieran con tanta calidez, pero pensé que era de bastante mal gusto dedicarme un brindis a mí en mitad del funeral de tío Gerome.
A la mañana siguiente abrí los postigos de las ventanas y vi a mi madre trayendo cubos de agua al interior de la casa. Corrí escaleras abajo para ayudarla con aquella tarea agotadora y me senté con ella en la cocina mientras hervía una olla en el fuego para hacer café. Le habían salido mechones grisáceos por todo el cabello y una vena de aspecto doloroso se le enroscaba alrededor del tobillo. Pensé en Mistinguett. Por su edad, podría ser mi abuela, pero comparándola con el aspecto de mi madre ambas podrían haberse intercambiado la edad.
– ¿Y si os compro una casa en Carpentras o Sault, o incluso Marsella? -le pregunté a Bernard mientras aseaba al burro y le quitaba los arneses del carro-. La vida sería más fácil para todos vosotros.
– Sí, sería más fácil, pero no sería vida -replicó-. No para nosotros. Nos gusta estar aquí. Pero te prometo que utilizaré el dinero que me has mandado para hacerles la vida más cómoda a tu madre y a tu tía.
La verdad era que el ritmo de vida de la finca, incluso a la hora de hacer el café de la mañana, era tan lento que me daba tiempo a pensar. Y al hacerlo, me pregunté si era realmente feliz. La muerte de tío Gerome demostraba lo terrible que era vivir con remordimientos. Yo había creído que convertirme en una estrella sería glamuroso y emocionante, pero, una vez que había pasado la precipitación inicial, me di cuenta de que resultaba agotador. Sentía un profundo afecto por André, pero debía contener mis sentimientos y, además, su familia no me tenía verdadero cariño. Por otra parte, su patrocinio alimentaba toda una serie de cotilleos que eran la razón de ser de las revistas parisinas de baja estofa.
Simone Fleurier debe de ser tan buena en su alcoba como sobre el escenario, a juzgar por la calidad de los hombres que la visitan en su camerino tras el espectáculo… ¿Cómo ha llegado esta muchacha flacucha a ser la sensación de París? Quizá haya que mirarle entre… ¿líneas? para saberlo.
¿Aquella era realmente la vida que deseaba llevar? Las cosas resultaban mucho más sencillas en la finca. Los cotilleos corrían por la aldea, pero no solían contener maldad. Las palabras de Guillemette se me habían quedado grabadas: «El estar constantemente en el punto de mira de la opinión pública acaba con ellos. Nadie tiene la compostura para vivir así de deprisa durante demasiado tiempo». ¿Acaso no lo había aprendido en Berlín? Los alemanes vivían más rápido que nadie, y en la misma época de nuestro primer estreno en el Adriana, Ada Godard se desmayó sobre el escenario y murió a causa de una hemorragia cerebral a los veintidós años de edad. Puede que yo no bebiera en exceso ni tomara drogas, pero había días en los que la presión hacía que me palpitara el corazón.
Tuve que abandonar la finca al día siguiente para regresar al espectáculo.
– Prometedme que vendréis a visitarme a París -les pedí a mi madre y a tía Yvette.
Ahora que el tío Gerome no estaba, Bernard podría ocuparse de la finca él solo más o menos durante una semana. Les di un beso de despedida a mi madre y a tía Yvette antes de montarme en el coche con Bernard. Los rostros de ambas mujeres mostraban una expresión pétrea, pero sus ojos brillaban con fuerzas renovadas. Me di cuenta de que se sentían orgullosas de mí.
Aspiré los aromas a lavanda, romero y glicinia que impregnaban el aire. «No -pensé-, adoro la finca, pero jamás podré volver a vivir aquí». París me había cambiado.
Cuando Paris Qui Danse llegó al final de su temporada en febrero de 1929, grabé un disco con varias canciones del espectáculo antes de que André y yo zarpáramos hacia Nueva York en el Íle de France. El famoso empresario teatral de Broadway Florenz Ziegfeld me había invitado a actuar en su musical Show Girl. Yo no tendría el papel protagonista, pues lo ocuparía Ruby Keeler. Representaría el papel de estrella invitada en una escena titulada Un americano en París. Sin embargo, íbamos a aprovechar la oportunidad para ir a Estados Unidos y establecer contactos allí para el futuro y también para hacer una pequeña gira por Brasil y Argentina después.
Cuando llegamos a El Havre, exhalé un grito al ver el tamaño del barco.
– ¡Nunca había visto algo tan grande en toda mi vida! -le dije a André-. ¡Es más grande que el Louvre o el Hotel de Ville!
– Es el barco más hermoso del océano -comentó-, y no solo es el más grande o el más rápido, sino también el más lujoso. Ya lo verás cuando entremos.
Di una conferencia de prensa en el muelle, con los flashes de las cámaras iluminándome, y anuncié que, aunque me emocionaba ir a América, Francia siempre sería mi hogar. André y yo avanzamos por la pasarela de entrada, parándonos a mitad de camino y volviéndonos para saludar a la prensa y darle una oportunidad más de tomarnos otra fotografía. El capitán nos recibió cuando llegamos a bordo y me entregó un ramo de rosas de color lila antes de que el primer sobrecargo nos condujera al vestíbulo principal, donde podíamos esperar hasta que el barco estuviera preparado para zarpar.
– Ahora entiendo a lo que te referías sobre la elegancia del barco -le dije a André.
Estaba acostumbrada a los lujos, pero aquel barco era más impresionante que cualquier cosa que hubiera visto antes. El vestíbulo tenía cuatro cubiertas a diferentes alturas y se extendía casi por toda la longitud del barco. El mobiliario anguloso, las enormes columnas y las pilastras de color rojizo eran la esencia de lo más chic del estilo art decó.
– Otros barcos copian el diseño de interiores de casas solariegas o de palacios moriscos -me explicó André-. Pero el Íle de France es único. El decorado imita el océano.
– Me siento más en un complejo turístico que dentro de un barco -comenté.
– Por eso lo he elegido -contestó André, deslizando la mano por mi espalda hasta apoyarla en la zona lumbar y manteniéndola allí. La calidez de su piel me abrasó a través de la tela del vestido.
– Has olvidado lo que me dijiste en Alemania -le recordé, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro.
¿Eran imaginaciones mías o estaba dibujando círculos sobre mi piel con la punta del dedo? André me había tocado cientos de veces anteriormente: una mano en el hombro, castos besos en las mejillas… Pero aquello era otra cosa.
André arqueó las cejas y negó con la cabeza.
– Me dijiste que me harían trabajar mucho más duro en Broadway de lo que tú me estabas haciendo trabajar en Berlín, y, dado que me llevas allí ahora, ¡quizá estas sean mis primeras y últimas vacaciones!
La sirena del barco sonó con estruendo y yo me sobresalté sorprendida. André se echó a reír y me aferró del brazo, conduciéndome a la cubierta para que nos uniéramos a los hurras, a los silbidos y a los que tiraban arroz mientras el barco abandonaba el puerto.
– Las cosas van a ser diferentes a partir de ahora, Simone -me gritó André para que le oyera por encima del alboroto-. Pero será mejor que hablemos de ello durante la cena.
Contemplé los ojos emocionados de André y percibí que algo estaba evolucionando entre nosotros. Si estaba en lo cierto, las cosas iban a cambiar para siempre.
Aquella noche André y yo descendimos la escalinata de mármol del Íle de France en dirección al comedor. Ataviada con un vestido de color rosa nacarado, me sentí como la protagonista de una película haciendo su entrada triunfal en un escenario de Hollywood. Y de hecho podría haberlo sido, con la cantidad de caballeros estadounidenses y sus esposas que estaban socializando con la élite europea. El comedor era una estancia alargada con focos cuadrados que colgaban del techo en lugar de complicadas lámparas de araña. En el menú había lucio del Loira con salsa de mantequilla junto con pato a la naranja y bombe impériale con nata montada.
– Perfecto -comentó André-. El lucio es una buena introducción de lo que quiero decirte.
Todavía me sentía aturdida por cómo me había tocado aquella tarde. ¿Habían sido solamente unas distraídas caricias o era algo más?
– ¿Qué es lo que tienes que decirme? -le pregunté, sin apartar los ojos de su rostro.
Él sonrió.
– Cuando le comenté a mi padre que íbamos a viajar en el Íle de France, me contó la historia de un amigo suyo que estuvo presente en una de las primeras travesías del barco. Como ya sabes, el Íle de France fue diseñado para mostrar lo mejor del espíritu francés. Sin embargo, los británicos y los alemanes siguen compitiendo entre ellos para ver quién consigue construir el barco que alcance mayor velocidad. En cualquier caso, en aquel viaje, el amigo de mi padre estaba saboreando su comida, que consistía en lucio del Loira, cuando un barco británico, el Mauritania, les sobrepasó. Un rato después, el camarero le trajo un mensaje de radio enviado por un amigo suyo que viajaba en el barco que acababa de adelantarles. «¿Queréis que os remolquemos?», decía el mensaje.
Le escuché atentamente, tratando de descifrar cuál era el significado de la historia para André y para mí. Pero era un misterio.
André continuó con su relato.
– El francés amigo de mi padre cogió su copa y paladeó un poco de vino, después tomó otro bocado de lucio antes de darle al camarero su respuesta. «Por favor, envíele la siguiente respuesta -le dijo al camarero-: "¿Por qué tienes tanta prisa? ¿Acaso te estás muriendo de hambre?"».
– No deberíamos reírnos -le dije a André, dedicándole una gran sonrisa-. Mira cómo trabajamos tú y yo: no parecemos franceses.
– Pues eso es precisamente lo que quiero cambiar -replicó él.
– ¿Cómo?
– Quiero que te cases conmigo.
Dejé caer el tenedor. Provocó un ruido estrepitoso al chocar contra el suelo. Había anhelado con todas mis fuerzas que André anunciara que comenzaba a encontrarme atractiva. Lo que no esperaba era que me pidiera en matrimonio. Le contemplé y parpadeé, sin saber qué decir. Por el rabillo del ojo vi que el sumiller se estaba acercando a nuestra mesa. Le dediqué una mirada. Lo bueno de los camareros franceses era que tenían un sexto sentido para saber si debían interrumpir una conversación. El sumiller se dio media vuelta y se dispuso a dar un rodeo más por la estancia.
– ¿Tan sorprendida estás? -preguntó André, alargando la mano y tocándome la mía-. Te he amado desde el primer momento en que te vi en el Café des Singes.
Deseaba decirle que había estado soñando con él durante años, pero no podía pronunciar palabra. ¿Qué sentido tenía todo aquello? Si me había amado desde el primer momento en que me vio, ¿por qué había traído a mademoiselle Canier a Berlín? ¿Por qué nunca había respondido a mis insinuaciones?
– Olvidas que fuiste tú la que dijiste que solamente querías una relación profesional -me recordó, cuando finalmente encontré las palabras para preguntarle-. He estado enamorado de ti durante todo este tiempo. Sin embargo, todas las veces que he tratado de acercarme a ti han sido intentos fallidos.
Recordé la visita de André a mi camerino en el Casino de París y el discurso cargado de moralina que le dediqué en Maxim's y no pude evitar sonrojarme.
– ¡Pero seguro que tuviste que notar que mis sentimientos habían cambiado! -protesté.
– Sí -respondió-, pero primero tenía que resolver ciertas cosas.
Me sentía tan exaltada que pensé que podría flotar desde mi asiento y volar por toda la habitación. ¿Acaso estaba soñando? André me acababa de decir que me amaba.
– ¿Qué tenías que resolver? -le pregunté.
– Mi padre.
Mi alegría se esfumó en un instante.
– ¿Tu padre?
André apartó la mirada.
– No quería que mi padre pensara que tú eras simplemente alguien con quien estaba pasando el rato hasta que me casara con otra mujer. Te respeto demasiado como para eso.
Recordé el guiño que me había dedicado monsieur Blanchard cuando André y yo visitamos a su familia en la Dordoña. Eso era exactamente lo que pensaba que yo era.
– Entonces, ¿tu padre te ha dado permiso? -le pregunté.
– No exactamente -contestó André, volviendo a mirarme-. Pero le gustas y respeta tu trabajo, y eso es un buen comienzo. Ahora tengo veintitrés años. Si esperamos pacientemente hasta que llegue mi treinta cumpleaños para casarnos, mi padre no podrá tener ni la menor duda de que estamos hechos el uno para el otro.
Miré fijamente el plato. André sonaba convencido, pero una duda me corroyó por dentro. Entendía el poder que monsieur Blanchard ejercía, no solo sobre su propia familia, sino sobre toda Francia. Casarse sin su permiso sería prácticamente imposible.
André se inclinó sobre la mesa y me atrajo hacia él.
– No quiero esperar tanto tiempo -me susurró.
Levanté los ojos para mirarle.
– ¡André, esto es de locos! -protesté-. ¿Te das cuenta de lo absurdo que es? Nadie comienza una relación amorosa así. Nos conocemos desde hace tres años y ni siquiera nos hemos besado nunca.
– Eso no es cierto -replicó-. ¿Acaso te has olvidado de la fiesta de fin de año en Berlín?
– ¿Entonces eras tú?
– Pensaba que lo habrías adivinado.
Negué con la cabeza.
– Me cogiste por sorpresa. Además, no hubiera podido asegurar que…
El sumiller se aproximó a nosotros de nuevo. Arqueó las cejas y yo negué con la cabeza. André me besó. La suavidad de sus labios hizo que mi corazón se fundiera y que me ardiera la piel. La llama se propagó desde mis labios por la columna vertebral hasta las piernas.
Cuando el sumiller finalmente llegó hasta nuestra mesa, debió de encontrar una nota solicitándole que nos enviara el champán por medio del servicio de habitaciones. André y yo teníamos que recuperar una gran cantidad de tiempo perdido.
«Esto no puede ser real», me dije a mí misma mientras André deslizaba mi camisola por los hombros y me besaba repetidamente los pechos. Sus besos me provocaban un hormigueo que me recorría la columna vertebral y la cara interior de las pantorrillas. Le agarré del pelo y aspiré el aroma a sándalo que lo impregnaba. Levantó los ojos y nuestras miradas se cruzaron y después me besó en los labios.
La mayoría de las relaciones amorosas comienzan con un arrebato de pasión que se esfuma hasta convertirse en una amistad si los amantes tienen suerte, o se enfría y muere si no la tienen. Sin embargo, André y yo habíamos tomado el mejor camino posible. Éramos amigos antes de ser amantes. No teníamos que construir una relación de confianza porque ya estaba ahí. Cada roce, cada exploración eran únicamente una extensión de todo lo que habíamos sentido el uno por el otro durante años.
Contemplé el mural de ninfas danzarinas en la pared del camarote. Había oído las historias subidas de tono de los encuentros sexuales de las coristas y los rumores terroríficos sobre las experiencias de la primera vez. No obstante, no había nada de horroroso en estar con André. Me deshice en cuanto me tocó. Recorrí con los dedos sus anchos hombros y sus brazos musculosos, admirando su belleza masculina. Deslizó las manos por debajo de mí y dirigió la boca hacia mis caderas.
– ¿Te gusta así? -me preguntó, respirándome contra el muslo.
– Sí, es muy agradable -confirmé.
Me imaginé sentada junto a un río en un día caluroso, el agua me hacía cosquillas en la piel. El lento roce de las manos de André me excitaba.
– Te amo -susurró, levantándose sobre mí y besándome incesantemente sobre la clavícula.
Noté como empujaba su erecto miembro contra mí. Abrí los muslos aún más para dejarle que se introdujera en mí. Le había esperado tanto tiempo que no había resistencia posible. Le rodeé las caderas con las piernas. A medida que se movía dentro y fuera de mi interior, se me activaron todos y cada uno de los nervios del cuerpo. Me sentía llena de luz. Me recorrió una sensación abrasadora por todo el pecho y un dolor placentero palpitó entre mis muslos, haciéndome jadear y arquear la espalda. André comenzó a moverse más deprisa y su propia respiración también se aceleró. Alargué la mano y agarré una almohada, incluso llegué a rasgar la tela con las uñas. La luz fue adquiriendo cada vez más intensidad antes de explotar en miles de estrellas y alejarse flotando.
Aparte de cenar en el restaurante del barco y de sacar a Kira a pasear por la cubierta, André y yo nos pasamos el resto de la travesía en la cama. Acordamos que tendríamos cuidado de que yo no me quedara embarazada hasta que nos casáramos, y André se vanagloriaba de haber comprado todas las existencias de capotes anglaises de la farmacia del barco.
– Todos los demás van a tener que aguantar las ganas o hacerse un nudo -comentó, echándose a reír.
La noche que yo iba a cantar para el capitán del barco y los pasajeros de primera clase, André y yo nos despertamos a las ocho de la tarde y nos bañamos y vestimos a toda prisa antes de mi actuación a las nueve en punto. Estaba acostumbrada a hacer rápidos cambios de vestuario, pero mi problema era el enorme enredo que se me había formado en la parte posterior de la cabeza tras una larga tarde de retozos amorosos.
– Tendrás que cortártelo -me dijo André, sosteniendo el revoltijo de pelo enredado mientras trataba de introducir un peine en él.
– ¡No! -repliqué-. No quiero tener una calva en la parte posterior de la cabeza.
– ¿Quizá podamos ponerle algo encima, un pañuelo, por ejemplo?
– Ninguno de ellos pega con lo que me voy a poner.
Tratamos de suavizarlo con el aceite capilar de André, pero lo único que conseguimos fue que mi pelo se quedara lacio.
– ¿Quizá podríamos pedir que nos trajeran clara de huevo de la cocina? -sugirió André, aunque solamente nos quedaba media hora antes de bajar al comedor.
Finalmente, decidimos lavarme la cabeza en el lavabo. Tras secarme el pelo con una toalla, saqué la cabeza por el ojo de buey para que lo acabara de secar la intensa brisa marina. El resultado fue un peinado ondulado que ocultó el enredo y no quedó demasiado mal después de que lográramos controlar el encrespamiento con un poco de crema.
Canté cuatro canciones y triunfé con el público. También causé sensación en el salón de belleza al día siguiente, donde una legión de mujeres asedió a las peluqueras pidiéndoles «el nuevo peinado de Simone Fleurier».
– En realidad es bastante fácil -le aseguró André a una mujer que se nos acercó para pedirme un autógrafo-. Pero tendrá que dedicarle toda la tarde si quiere conseguir uno igual que el de Simone.
El último día de nuestro viaje, André y yo nos levantamos al alba para unirnos a los demás pasajeros a la espera de atracar en el puerto de Nueva York. Vitoreamos al pasar junto a la Estatua de la Libertad y vimos como se recortaban contra el horizonte las siluetas de los edificios de Manhattan. Sentí una oleada de alegría y esperanza: la ternura de André me había proporcionado confianza en el futuro de nuestro amor. Después de todo, ¿acaso Liane de Pougy no se había casado con su príncipe Ghika? ¿Y Winnaretta Singer no había hecho otro tanto con su príncipe Edmond de Polignac? Y eso que ellas habían vivido de una manera mucho más atrevida. La familia de André no podía reprocharme nada aparte de no pertenecer a una estirpe adinerada.
André y yo nos besamos, tan felices como una pareja en su luna de miel. Aunque, por supuesto, no estábamos casados. Aún no.
El Ziegfeld Follies de Nueva York era tan famoso como el Folies Bergère de París, pero mientras que Paul Derval se había mantenido fiel a la consigna francesa de que «la uniformidad alimenta el aburrimiento», Ziegfeld era famoso por su «fábrica» de bellezas de largos cuellos, proporciones similares y peso homogéneo. Le habían citado diciendo: «La perfecta chica Ziegfeld tiene las siguientes medidas: busto de noventa y un centímetros, cintura de sesenta y seis centímetros y caderas exactamente cinco centímetros más que el busto».
Para cuando André y yo llegamos a Nueva York, el teatro musical estaba experimentando una serie de cambios. Mientras que el teatro había nacido de los números de variedades, al público estadounidense le gustaban los musicales en los que las canciones y coreografías se desarrollaban dentro de una línea argumental. Ziegfeld había logrado una vez más volver a ser millonario el año anterior siguiendo esa nueva tendencia con dos de sus producciones de más éxito de su carrera: Show Boat y Whoopee. Sin embargo, cuando nosotros llegamos al Ziegfeld Theatre en la calle 54, con su fachada llena de arcos que lo hacía parecer una tarta de bodas, no nos costó mucho darnos cuenta de que había algún problema con Show Girl.
Nos recibió en el vestíbulo la secretaria de Ziegfeld, Matilda Golden, a la que él siempre llamaba «Goldie». Era una mujer que hablaba bajito y que nos informó de que Ziegfeld estaba en una reunión, así que le pedimos que nos mostrara el teatro hasta que la reunión hubiera terminado.
– Fue diseñado por Joseph Urban, el mismo hombre que se está encargando de los decorados del espectáculo -nos explicó Goldie, abriendo las puertas del auditorio-. Es de Viena.
André y yo la seguimos para adentrarnos en una sala iluminada discretamente. Percibí el parecido con la obra del artista Gustav Klimt, con aquellos tonos dorados de las alfombras y las butacas. El color fluía por las paredes y se fundía en un mural de figuras románticas de varias épocas, incluyendo a Adán y Eva. Cubría todo el techo y formaba un reborde alrededor del escenario. La sala había sido construida sin molduras y daba la impresión de que estábamos dentro de un enorme huevo decorado.
– Monsieur Urban es un verdadero artista -comenté con creciente emoción ante la perspectiva de trabajar en un teatro tan impresionante.
Goldie se apartó un rizo de pelo para ponérselo detrás de la oreja.
– Mister Ziegfeld nunca pone en juego la belleza -aseguró.
Después de enseñarnos la biblioteca musical y los camerinos con sus espejos de bisel y sus cuartos de baño individuales, Goldie nos llevó a la séptima planta para que conociéramos a Ziegfeld. Sentí un revoloteo en el estómago por la anticipación. ¿Realmente era yo, Simone Fleurier, la que estaba aquí en Nueva York, de camino a conocer al gran empresario teatral Florenz Ziegfeld?
Resultó que finalmente escuché su voz antes de verlo. Goldie levantó el puño para llamar a la puerta de su despacho, pero previamente a que los nudillos tuvieran la oportunidad de tocar la madera, una voz nasal bramó:
– ¡Maldita sea! ¡No se atrevan a entrar en mi despacho para decirme tamaña sarta de tonterías!
Supuse que la voz era de Ziegfeld porque había dicho «mi despacho». Posteriormente, me daría cuenta de que su aguda voz era lo que denominaban «acento de Chicago».
Otra voz le contestó:
– Ayudaría mucho que su genial Bill McGuire se pusiera manos a la obra. ¡¡¡Nosotros podríamos escribir las canciones mucho más rápido si tuviéramos el guión!!!
La voz del segundo hombre tenía mucha más sonoridad que la de Ziegfeld. Su acento también era estadounidense, pero, por la mañera en la que acentuaba las sílabas en algunos lugares raros, puede que fuera ruso.
Ziegfeld volvió a bramar:
– ¡Haz simplemente lo que te he pedido, George! ¡Mete la mano en ese baúl tuyo y saca un par de canciones que sean todo un éxito!
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Goldie, dirigiéndonos hacia su propio despacho-. Todavía están con eso.
En realidad, no quería que me despacharan a la oficina de Goldie -la conversación de Ziegfeld con aquel hombre resultaba interesante-, pero la seguí obedientemente.
– Y tú, Ira -continuó diciendo Ziegfeld-, no puedes quejarte de absolutamente nada. Te he conseguido a Gus Khan para que te ayude con las letras.
¿George? ¿Ira? Ziegfeld debía de estar hablando con los hermanos Gershwin, ¡el famoso dúo de compositores, conocidos por su enérgica música y sus ingeniosas letras! Le di un codazo a André, que asintió con la cabeza. No sabía que iban a ser los compositores del espectáculo. Me pregunté qué tipo de canción compondrían para mí. ¿Sería algo sensual? ¿Algo elegante y cortés? ¿O quizá una canción llena de juegos de palabras?
Goldie nos ofreció sendos asientos junto a su mesa y cerró la puerta.
– Mister Ziegfeld espera repetir el éxito de Maurice Chevalier con usted, miss Fleurier -dijo mientras nos servía el café-. La aparición de mister Chevalier como artista invitado en Midnight Frolics fue muy bien recibida.
– ¿Tiene usted una copia de la partitura de mademoiselle Fleurier? -le preguntó André-. Nos gustaría comenzar con los ensayos tan pronto como sea posible. La escena estadounidense es nueva para nosotros y queremos asegurarnos de que mademoiselle Fleurier encaja en el espectáculo sin problemas.
«Ya tocan a su fin nuestras vacaciones», pensé con una sonrisa. André abordó el tema de los negocios sin andarse por las ramas. Aunque esta vez al menos compartíamos habitación de hotel.
Goldie tomó un sorbo de café y agitó la mano frente a la boca.
– Vaya, sí que estaba caliente -comentó, mirando de reojo su teléfono. Antes de que André pudiera repetir su pregunta, Goldie se dio media vuelta sentada en la silla, alargó la mano para coger un plato lleno de donuts y se lo ofreció a André bruscamente-. ¿Quiere probar uno? -le dijo, metiéndole uno de ellos directamente en la boca-. El agujero es la mejor parte.
Sonó un portazo desde la entrada del despacho de Ziegfeld y varias pisadas se alejaron por el pasillo. No había oído hablar a Ira antes, pero supuse que fue él el que le dijo a su hermano:
– ¿Sabes lo que voy a contestar la próxima vez que alguien nos pregunte: «Qué viene primero, la letra o la música»?
– ¿Qué? -preguntó George.
– Voy a contestar: «El contrato».
Sonó el teléfono de Goldie y ella cogió el auricular.
– Sí, los hago pasar ahora mismo. -Nos sonrió-. Mister Ziegfeld ya está listo para recibirles.
Había oído de boca de los bailarines estadounidenses en el Adriana que Ziegfeld era un tirano, y su manera de tratar a los hermanos Gershwin sustentaba esa imagen. Así que cuando seguí a Goldie al despacho del empresario teatral me sorprendió encontrar a un hombre sonriente con los ojos más fascinantes que había visto en mi vida. Eran redondos y risueños como los de un osito de peluche, el tipo de ojos que nunca envejecen.
– ¡Mademoiselle Fleurier! -me saludó con entusiasmo, llevándose mis manos a los labios.
Le hizo un breve gesto con la cabeza a André a modo de saludo antes de deslizar un brazo sobre mis hombros y dirigirme a un grupo de sillones. Su despacho era del tamaño de una sala de banquetes y estaba amueblado con mesas y vitrinas antiguas. Allá donde mirara -a las estanterías, su mesa, la mesa de reuniones- veía elefantes de jade, oro o plata. Todos tenían las trompas levantadas.
– Ah -exclamó Ziegfeld, dando una palmada-, es usted observadora, mademoiselle Fleurier. Son mis amuletos de buena suerte. Si tuvieran las trompas hacia abajo, serían símbolo de mala suerte.
A pesar de la acalorada discusión que había escuchado apenas unos momentos antes, Ziegfeld parecía tan tranquilo como un rajá sorbiendo su té helado mientras lo abanicaba un grupo de esclavas.
Llevaba unos pantalones de lino y una chaqueta gris con una gardenia en el ojal. Cada vez que se movía, el aroma de la colonia de Guerlain parecía flotar en el aire a su alrededor.
– Mademoiselle Fleurier -me dijo, mirándome de arriba abajo con aquellos alegres ojos-, tenemos tantas ideas magníficas para el vestuario de su actuación. ¡Magníficas! ¡Magníficas! Será usted como una bellísima constelación estallando en mitad del escenario.
– ¿Se sabe algo de la partitura, mister Ziegfeld? -comentó André-. Me gustaría que mademoiselle Fleurier adquiriera su rutina de ensayos tan pronto como sea posible.
No me quedó claro cuál fue la palabra que ofendió más a Ziegfeld, si «partitura» o «rutina». Arrugó el gesto y se puso tan rojo como alguien encerrado en un ascensor en donde huele mal.
– Joven -le contestó despectivamente-, veo que es usted nuevo en el negocio. Mis producciones no nacen de partituras, guiones o rígidos horarios. Si quiere de esos, quizá pueda encontrar un puesto de representante con los Shubert. Lo más importante es comenzar con el concepto de belleza…, un sueño. -Se volvió hacia mí y añadió-: Mademoiselle Fleurier lo comprende. Lo entiende porque ella es artiste. Y a los artistes no se les puede importunar con cosas tan mundanas como partituras o rutinas.
André me miró de reojo, desconcertado pero sin reproches. Aun así, me alivió que no insistiera en el tema. Si no, estaba segura de que con el temperamento de Ziegfeld pronto hubiéramos estado fuera de la producción y buscando trabajo con los «Shubert», quienesquiera que fuesen.
– Sabes lo que se comenta sobre Ziegfeld, ¿no? -me dijo André mientras nos acurrucábamos juntos en la cama en el hotel Plaza unas mañanas más tarde.
Habíamos pasado el día anterior haciendo turismo: paseamos de la mano por las calles paralelas y perpendiculares de la ciudad, estirando el cuello todo lo que podíamos para ver los rascacielos art decó que se cernían sobre nosotros. Aquella era la primera ciudad moderna que veía y, después de Marsella, París y Berlín, me dio la impresión de que no solo había viajado a Nueva York, sino que estaba en la luna.
– No, tendrás que decírmelo -le respondí.
André hizo una mueca cómica.
– Dicen que es como el hombre que va a la joyería y no consigue decidir qué es lo que quiere, así que lo compra todo. Únicamente cuando llega a casa decide lo que desea quedarse y lo que desechará. Se le conoce porque ha tirado a la basura kilómetros de tela y cientos de decorados porque en el último minuto cambiaba de opinión.
– Parece una manera bastante cara de trabajar -comenté, apoyándome sobre un codo y apartándole a André un rizo de la frente-. ¿Cómo puede obtener beneficios?
André negó con la cabeza.
– No estoy seguro de que siempre los obtenga. Es bueno gastando dinero, está claro. En los últimos días, me he enterado de que pasa tanto tiempo en los tribunales enfrentándose a demandas judiciales como en su despacho. Y, para colmo, es un ludópata compulsivo.
Me parecía que Ziegfeld estaba hecho para Nueva York. Cuando André y yo exploramos la ciudad, nos impresionó su ritmo: todo el mundo hablaba rápido, andaba deprisa y escuchaba el jazz, el boogie y el blues a la vez. La arquitectura desprendía riqueza e industrialización por los cuatro costados y las baldas de las revistas en los quioscos estaban llenas de elegantes publicaciones que promovían el estilo de vida ideal de Park Avenue: The New Yorker, Vanity Fair y Smart Set. La energía era intensa y los habitantes de la ciudad parecían no dejar absolutamente nada a medias. Sin embargo, yo sabía que aquella energía frenética podía volverse contra sí misma, porque no había tiempo para mirar al exterior o analizar el interior con suficiente atención.
– ¿En qué me has metido, André? -le espeté echándome a reír, y después, imitando a Ziegfeld, bramé-: ¡Guiones! ¡Partituras! ¡Rutinas! ¡Es usted imbécil!
André alargó la mano hacia la mesilla y abrió un cajón. Sacó un documento y lo colocó en la almohada junto a mí.
– Voilá -exclamó-, mi padre insistió en que no abandonáramos Francia sin un contrato firmado, pero creí en la palabra de Ziegfeld y accedí a firmarlo cuando llegáramos a Nueva York. Y parece que yo estaba en lo cierto.
Me sorprendió que André no hubiera esperado a tener un contrato en regla antes de marcharse de Francia. Normalmente solía ser muy maniático con ese tipo de cosas.
André mostró una amplia sonrisa.
– Para los artistes, el dinero no es problema. Son los tramoyistas, las costureras y los sucios agentes los que tenemos que esperar.
Cogí el contrato y le eché un vistazo por encima. Para mi sorpresa, Ziegfeld ya lo había firmado antes de dárselo a André.
– El apartado del caché está en blanco -comenté, mirando a André.
Haberlo dejado en blanco era un gran descuido por parte del empresario teatral.
André me dedicó una sonrisa irónica.
– Mademoiselle Fleurier, ese apartado está en blanco porque es usted una artiste. Sencillamente, rellénelo con la cantidad que desee que le paguen.
Por mucho que el método de trabajo de Ziegfeld nos divirtiera al principio, tras seis semanas sin partitura, sin ensayos y sin una palabra del empresario, André y yo comenzamos a impacientarnos. Ziegfeld había pagado mi caché y también abonaba las facturas de nuestra habitación de hotel, así que no teníamos ninguna queja en cuanto al dinero. Estábamos locamente enamorados y cada momento que pasábamos juntos era felicidad absoluta, pero tuvimos la oportunidad de visitar demasiados clubes nocturnos, zoológicos, museos y galerías de arte, y ya deseábamos recuperar un poco de rutina en nuestras vidas. Nos molestaba estar esperando cuando ambos queríamos ponernos a trabajar. Durante el tiempo que Ziegfeld había desperdiciado, yo podría haber grabado otro disco en Francia.
Ya en la séptima semana, André telefoneó a Ziegfeld dos veces al día. Todas ellas, Goldie le comunicó que el empresario no se encontraba en su despacho.
– Inténtalo tú -me pidió André-. Tengo la sensación de que está ahí, pero que no quiere hablar conmigo.
Goldie me pasó inmediatamente con Ziegfeld.
– Bueno, no se preocupe, mademoiselle Fleurier -me tranquilizó-. Su vestuario y el decorado… ¡Ah! ¡Van a ser magníficos!
Le pregunté cuándo íbamos a empezar a ensayar.
– La avisaré con tiempo suficiente -me aseguró-. Ahora, trate de descansar todo lo que pueda. La gente paga mucho dinero por ver mis espectáculos y no desean ver a ninguna de nuestras damas con aspecto cansado.
– Algo pasa con el guionista -me aclaró André, tras hacer unas cuantas pesquisas-. Los Gershwin se están quejando de que McGuire parece esperar que las canciones de ellos lo inspiren. El único problema es que ellos no saben qué componer hasta que no vean el guión.
– Pero si la historia está inspirada en un libro -repliqué-. Es sobre una chica de Brooklyn que quiere llegar a ser corista de Ziegfeld. ¿Por qué le resulta tan difícil escribir un guión sobre eso? ¿Qué necesita McGuire para «inspirarse»?
André se encogió de hombros.
– Nunca había visto nada parecido. Pensaba que Lebaron y Minot estaban locos, pero al menos al final teníamos una programación y un espectáculo.
Pasaron dos semanas más sin que nada sucediera. André y yo nos resignamos a que si Ziegfeld no nos llamaba para finales de la semana, tendríamos que marcharnos a Sudamérica. Al día siguiente, tras telefonear pacientemente a Ziegfeld y que le dijeran que no estaba, André sugirió que fuéramos a Brooklyn. Nos montamos en las atracciones de Coney Island y nos pasamos la tarde caminando por el paseo marítimo.
Nos sorprendió la mezcla de nacionalidades de la gente que se encontraba a nuestro alrededor. No solo eran estadounidenses, sino que había italianos, rusos, polacos, españoles y puertorriqueños.
– Si pudieras vivir en cualquier lugar del mundo, ¿dónde vivirías? -le pregunté a André.
Me atrajo hacia sí de modo que pude sentir su cálido aliento en la mejilla y apretó la palma de su mano contra mi corazón.
– Sería feliz en cualquier parte siempre que tuviera un hueco aquí.
Me rendí a su tacto. «Soy la mujer más afortunada del mundo -pensé-. No solo tengo el amor del hombre al que adoro, sino que también cuento con su respeto». Parte de mí sabía que en Nueva York, lejos de la presión social de París, André y yo estábamos viviendo en puerto seguro. No obstante, aparté de mi mente los pensamientos sobre problemas y me dejé llevar por el amor que sentía sin dudas ni precauciones.
– Tú siempre tendrás un hueco en mi corazón -le respondí, acercándome a él para besarle en los labios-. Siempre.
Regresamos al hotel con la intención de hacer el amor, pero en su lugar nos encontramos con veinte telegramas de Ziegfeld preguntando dónde estábamos. Algunos contenían varios párrafos en un inglés tan enrevesado que yo apenas podía entenderlos. «Acudan al teatro en cuanto reciban esto», decía el último.
– ¿No podía haber dejado un mensaje por teléfono? -preguntó André-. Todos estos telegramas han debido de costarle una fortuna.
Nos cambiamos de ropa y cogimos un taxi hasta la calle 54.
– Algo me dice que esto no va a ponerse fácil -comenté.
– ¿Quieres que nos retiremos del trato? -me preguntó André-. A mí me parece bien si tú quieres retirarte. Podemos devolver el dinero. No tengo ganas de que me traten como a un perro con correa.
André tenía razón, por supuesto, pero le pedí que esperáramos hasta que viéramos qué sucedía cuando llegáramos al teatro aquella tarde.
Cuando nos presentamos allí, nos encontramos con Urban y los artistas en plena tarea. Los técnicos estaban probando las luces de un decorado que representaba Montmartre de noche. La escena era tan impresionante que André y yo nos quedamos parados en seco cuando la vimos. Urban empleaba un método llamado puntillismo para crear los colores de sus escenarios. Era la misma meticulosa técnica que utilizaban los impresionistas: puntos de colores puros unos junto a otros de modo que, cuando la luz recaía directamente sobre ellos, los tonos se fundían en una sola sombra. El efecto era una imagen más vibrante y animada que lo que se habría conseguido utilizando colores llanos.
– Mister Ziegfeld quería que lo vieran -dijo Goldie, recibiéndonos junto a la puerta de su despacho-. Es el decorado en el que cantará miss Fleurier.
– ¿Está mister Ziegfeld? -preguntó André-. Le diremos lo mucho que nos gusta.
– No -respondió Goldie-. Su esposa ha llamado y se ha tenido que ir a casa. Esta noche tenía su postre favorito: mousse de chocolate con fresas.
Reuniendo toda la paciencia que pudo, André le preguntó si los ensayos comenzarían pronto.
– Las pruebas son mañana -informó Goldie-. Y usted empezará los ensayos por la tarde.
Durante la semana siguiente, nos llamaron a André y a mí todos los días para el ensayo prometido, pero al final acabamos presenciando los de otros miembros del reparto o los interminables ejercicios de las coristas. No podía entender a Ruby Keeler. Era toda una belleza, de grandes ojos y facciones coquetas. También era una bailarina excepcional, con una agilidad técnica difícil de igualar. Sin embargo, cada vez que subía al escenario, parecía nerviosa y distraída. Durante un ensayo, la invadió de tal manera el miedo escénico que se quedó congelada en la parte superior de la escalinata. Su marido, Al Jolson, que estaba sentado junto a Ziegfeld, se puso en pie y comenzó a cantar la canción para ella. Realizó los giros melódicos a la perfección.
– ¡Esto es genial! -exclamó Ziegfeld-. Le utilizaremos a usted también en el espectáculo.
Aquella fue una táctica muy hábil por parte de Ziegfeld. Al Jolson era uno de los artistas favoritos de Estados Unidos. Además, había sido el primer actor en hablar en la primera película sonora, El cantante de jazz. No obstante, la inclusión de Jolson hizo que Ruby se pusiera aún más nerviosa.
– ¿Qué le pasa a esa chica? -me preguntó André-. Ya sé que tú te pones nerviosa cuando actúas delante del público, pero no en los ensayos. Y ya que en Show Girl va a interpretar su primer papel protagonista, no entiendo por qué no está más emocionada.
Yo sí podía entender sus nervios. Yo había sido muy afortunada de poder contar durante mi primer gran estreno con Minot, André y Odette para apoyarme.
– Quizá Ziegfeld la está agobiando -contesté-, o puede que esté cansada de tener que compararse todo el rato con su marido. Las malas lenguas dicen que ha conseguido este papel solo gracias a él.
– Creo que el problema es su marido -comentó André-. No me gusta. Me parece que es demasiado mayor para ella y la domina todo el tiempo.
André no me explicó su comentario y yo no le pregunté. Ya teníamos suficientes problemas propios. En mi escena, un turista estadounidense paseaba por París, soñando con volver a casa. Yo iba a interpretar a un golfillo callejero que se transforma en una bella diosa. Junto a mí, iban a actuar la bailarina Harriet Hoctor y el cuerpo de baile de Albertina Rasch. Cuando los Gershwin finalmente me entregaron las partituras, faltaba una semana para el estreno y algunos de mis ensayos duraron entre diez y doce horas, o tuvieron lugar a altas horas de la noche y se prolongaron hasta las primeras de la mañana. Demasiado para no dejarme exhausta.
Durante el primer ensayo con vestuario, la orquesta tocó la música con un ritmo equivocado y un foco que no habían fijado correctamente se estrelló contra el suelo a unos metros de donde estaba sentado el director técnico. Pero Ziegfeld no se dio ni cuenta. Se levantó de su asiento, con los brazos cruzados al pecho y el ceño fruncido.
– ¡Que venga el diseñador del vestuario! -bramó.
– Creo que está durmiendo -puntualizó uno de los tramoyistas.
– ¡¡¡No me importa!!! -gritó Ziegfeld y su rostro se puso morado-. ¡Que venga entonces alguien de vestuario!
Un momento después, el tramoyista regresó con un joven de ojos legañosos que no parecía muy feliz.
– ¿Cuál es el problema, mister Ziegfeld? -le preguntó.
– ¡Mire las mangas del vestido de mademoiselle Fleurier! -le dijo Ziegfeld.
Separé los brazos del resto del cuerpo para que todo el mundo pudiera ver las mangas. El vestido de gasa me había parecido bien cuando me lo había probado. Miré de reojo a André, que sacudió la cabeza.
– ¿Qué les pasa? -preguntó el joven-. Son mangas a tres cuartos, como usted quería.
El rostro de Ziegfeld adquirió un tono aún más oscuro.
– Puede que sean a tres cuartos, pero se le estrechan en los codos cuando tendrían que abrirse en abanico, ¡como si fueran campanas! ¡Se supone que es un ser celestial, no una campesina!
– Eso es lo que usted ordenó -replicó el joven.
Claramente, el muchacho no llevaba demasiado tiempo trabajando en el Ziegfeld Theatre como para saber que no podía dar una contestación así. Por el modo en que le temblaban las manos a Ziegfeld, temí que no fuera a durar mucho tiempo más en su empleo.
– ¡Eres un idiota! -voceó Ziegfeld y su grito hizo eco por todo el auditorio-. ¡Sal de mi vista! ¡Vete de aquí! ¡Yo dije «celestial», no «campesina»!
El hombre se encogió de hombros contrariado y salió corriendo del teatro. Un toro enfurecido era menos aterrador que Ziegfeld cuando se enfadaba.
El empresario corrió escaleras arriba hacia el escenario, con la mirada fija en mí. Yo me había confundido con algunas palabras de la canción. Me era casi imposible pronunciar la palabra «ojos» correctamente. Siempre decía algo parecido a «oguios». «París es un festín para los oguios. Ven aquí y mírame a los oguios.» Me quedé helada en el sitio, esperando su reprimenda.
Se paró en seco, me cogió de la mano y me habló con un tono muy tierno.
– Me pregunto, mademoiselle Fleurier, ¿cómo se siente con respecto a la canción? También me pregunto ¿qué le dice a usted esta canción?
Su tono era tranquilizador, y era tal el contraste con el arrebato que acabábamos de presenciar que me convencí de que estaba siendo sarcástico. Lo miré fijamente. Pero parecía totalmente ajeno a mi confusión y clavó su intensa mirada en mí.
– Lo que quiero saber, mademoiselle Fleurier, es qué le dice a usted esta canción. Como artiste.
El director me ahorró tener que contestar; porque en ese momento llamó al trío de Lou Clayton, Eddie Jackson y Jimmy Durante al escenario.
– Enséñenle a mister Ziegfeld lo que han elaborado -les dijo.
No obstante, los humoristas no habían terminado apenas su primer número en el que hacían que eran tramoyistas entre dos escenas, cuando Ziegfeld les ordenó que se marcharan.
– ¡Ya está bien! ¡Traed a las chicas otra vez! -gritó, y, volviéndose hacia mí añadió-: Nunca entiendo a los humoristas. No cojo sus chistes. Me desharía de ellos si no fuera porque al público le encantan.
Mis nervios no mejoraron la noche del estreno de Show Girl respecto al estreno en París. En todo caso, habían empeorado. Ziegfeld había insistido en que yo cantara el número con reserva y elegancia, de modo que no podía recurrir a nada de mi personalidad y mi extravagancia francesas. Hacia las siete me temblaban las manos, y cuando calenté la voz, apenas podía controlarla. Le pedí a André que se quedara en mi camerino hasta que me llamaran a escena.
– Simone -me dijo, cogiendo a Kira y colocándola sobre mi regazo-, no deberías ponerte tan nerviosa. Sabes que el público que viene a los estrenos de Ziegfeld siempre acude dos veces a ver el espectáculo: una para fijarse en los escenarios y otra para disfrutar de los artistas.
La música del espectáculo, que había comenzado a sonar con fuerza, se detuvo de nuevo. Alguien llamó a la puerta. André la abrió y un hombre vestido de frac se introdujo en el camerino. Tenía una barriga redonda como una calabaza y lucía una barba afeitada en tres pulcras líneas bajo la barbilla. No me gustó su aspecto. Había algo siniestro en sus ojos.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -le ofreció André.
El hombre negó con la cabeza y gruñó haciendo una mueca. André y yo nos intercambiamos una mirada.
– Debe de haber algún error -dijo André, suponiendo que el hombre era algún actor secundario que había entrado en el camerino equivocado.
– No, no hay ningún error -contestó el hombre, inclinando la cabeza, de modo que la luz se reflejó sobre su pelo engominado.
Se llevó la mano a la chaqueta y sacó algo negro y largo. Durante un terrorífico instante pensé que era una pistola, y entonces vi que sostenía un delgado globo en la mano. Dobló el globo en varias partes y lo sostuvo entre los dedos antes de retorcerlas para que el globo pareciera una ristra de salchichas. La goma producía chirridos cada vez que el hombre la tocaba, pero sus dedos se movían con la destreza de los de un maestro de origami. André y yo nos quedamos hipnotizados. El hombre dobló el globo y enrolló ambas partes juntas, formando un cuello y unas orejas, dos patas delanteras, dos traseras y un rabo. André y yo dejamos escapar un «¡ahhh!» simultáneo cuando colocó la figura de un gato sobre el tocador.
El hombre nos dedicó una sonrisa bobalicona y sacó una tarjeta con un lazo en una esquina y la colgó alrededor del cuello del gato. «Buena suerte», decía la tarjeta.
– El Ziegfeld Theatre le desea a mademoiselle Fleurier una actuación maravillosa -dijo el hombre, haciendo una reverencia antes de retirarse por la puerta.
Kira saltó de mis brazos hasta el tocador y olfateó el gato de goma. André se echó a reír.
– Es una inocentada -me explicó-. Se trata de una tradición estadounidense. Consiste en enviar un actor especial a las estrellas para hacerlas reír y que se relajen antes de salir al escenario.
– Mon Dieu! -exclamé, hundiéndome de nuevo en mi asiento-. No me siento relajada en absoluto. Pensé que nos iba a matar.
– ¿De verdad? -preguntó André, agarrándome de las muñecas. Yo tenía las manos firmes y las palmas estaban secas. Se echó a reír-. Creo que sé lo que voy a hacer la próxima vez que tengas que salir al escenario en París.
A pesar de mis temores, mi actuación fue bien recibida por los estadounidenses. El público de Broadway era tan sofisticado como el parisino, aunque aplaudían con más facilidad y me gritaban su aprobación antes de que terminara mi número.
– ¡Gracias! -les dije-. Es maravilloso estar aquí, en su emocionante ciudad.
Me olvidé de mi papel. Aquello era un musical, no el teatro de variedades, y yo me había salido del personaje. Pero al público le encantó y se pusieron en pie para ovacionarme.
Ziegfeld tenía razón: los estadounidenses esperaban sentimiento y no humor de una cantante francesa. Me sentí alborozada cuando el crítico de The New York Times describió mi voz como «un instrumento líquido con las notas tejidas con hilo dorado».
No obstante, y por desgracia, el espectáculo no tuvo éxito. El trío cómico -especialmente Durante, al que apodaron afectuosamente «Schnozzola» [2] por su enorme nariz- recibió buenas críticas por su actuación junto con los bailarines Eddie Foy, Harriet Hoctor, las bailarinas y yo misma, pero los críticos cargaron contra todos los demás, incluida Ruby Keeler. «Renquea por el escenario con tanto fuego como el de una caja de cerillas húmeda en lugar de como una muchacha de Brooklyn decidida a aprovechar su gran oportunidad», decía una crítica. Apenas unas semanas más tarde, Ruby abandonó el espectáculo, alegando que padecía mala salud, y fue sustituida por Dorothy Stone. La estrella de cine de Hollywood aceleró un poco el ritmo, pero la obra era algo bastante aproximado a lo que los críticos describían: una farsa lenta e inconexa donde no pasaba apenas nada.
Ziegfeld culpó a las trilladas letras de los Gershwin del fracaso del espectáculo y se negó a pagarles. Los hermanos lo demandaron, pero para cuando el caso llegó a los tribunales la bolsa ya se había desplomado, así que no hubieran podido reclamarle ni un céntimo a Ziegfeld de todos modos. Tanto él como la mayor parte de Nueva York estaban arruinados.
Cuando André y yo partimos hacia Sudamérica, los repartidores de periódicos gritaban titulares como: «Las bolsas se derrumban: estampida en toda la nación por vender»; «Torrente inesperado de liquidaciones» y «Pérdida de dos mil millones y medio de dólares de ahorros». La peor parte fueron las historias de empresarios arruinados saltando de las ventanas de los edificios de treinta plantas y desde el puente de Brooklyn.
– Si se calmaran, las cosas se estabilizarían más deprisa. Incluso verían que tienen la oportunidad de crear nuevas fortunas -comentó André.
Asentí, dándole la razón. Sin embargo, yo sabía algo que André ignoraba, algo que aquellos empresarios también debían de haber experimentado. Yo sabía lo que era ser pobre y que, una vez que uno consigue ser rico, cualquier cosa es mejor que volver a la pobreza de nuevo.
El París al que André y yo regresamos en enero de 1930 estaba cualquier cosa menos deprimido. La economía iba bien, se habían terminado las obras de reconstrucción de la guerra y el franco se había estabilizado. El único efecto perceptible de la Gran Depresión en la ciudad fue que desaparecieron los turistas estadounidenses. Sin embargo, los parisinos estaban tan animados como siempre y con las mismas ganas de diversión.
André tenía un viaje de negocios a Lyon con su padre y se marchó al sur un día después de nuestro regreso de El Havre. La primera persona a la que visité fue a monsieur Etienne, a quien había dejado al cargo de mis negocios mientras André y yo estábamos fuera. Cuando me marché a Berlín, monsieur Etienne había accedido a encargarse de mis asuntos en París -incluida la publicidad- mientras André me buscara los compromisos laborales. No podía asegurar si monsieur Etienne se había quedado contento con aquel acuerdo al principio. Sin embargo, las cosas habían salido bien para todos tras los espectáculos del Adriana, y la relación entre él y André era armoniosa y colaboradora.
– Tiene usted buen aspecto, mademoiselle Fleurier -me dijo al abrirme la puerta de su despacho-. Y ha vuelto justo a tiempo. Tengo cientos de ofertas para usted.
Había una muchacha de cabello oscuro sentada en el puesto de Odette. Me resultaba familiar y recordé que era la hija de la portera. No la que había sido desagradable conmigo durante mi primer día en París, sino la que sustituyó a esa. Miré a mi alrededor en busca de Odette y vi que estaba rellenando unos papeles en la oficina de monsieur Etienne.
– ¿Personal nuevo? -pregunté.
El rostro de monsieur Etienne adquirió una expresión apesadumbrada.
– Oh, ha habido algunos cambios por aquí -me respondió-. Odette intentó localizarla en el Ziegfeld Theatre, pero no creo que la carta llegara a sus manos.
– No me sorprende -contesté-. ¿Qué ha sucedido?
– Mi sobrina se va a casar.
Odette salió de la oficina y colocó unos archivos sobre el escritorio. Avanzó hacia mí y nos dimos dos besos.
– ¿Se va a casar? ¿Con quién? -pregunté, arqueando las cejas para fingir sorpresa.
– Con un antiguo amigo de la familia -me respondió monsieur Etienne-. Joseph Braunstein.
– ¿Acaso no es un buen hombre? -pregunté, percibiendo su expresión de disgusto-. No parece usted muy feliz por ella.
Monsieur Etienne se encogió de hombros.
– Es un joven maravilloso. Muy emprendedor. En realidad es más porque voy a echar de menos a Odette. Ella es como una hija para mí.
– ¿A qué se dedica Joseph? -le pregunté a Odette.
– Dirige una prestigiosa tienda de muebles -contestó ella, sonriendo tímidamente.
Yo había mantenido la promesa de no mencionar a Joseph hasta que Odette lo hiciera, pero ¿habría mantenido Joseph la suya de no contarle a Odette que yo le había dado dinero? Dudé. Confiaba en que Joseph pidiera en matrimonio a Odette tan pronto como comprara la tienda, pero él había decidido esperar hasta que estuviera seguro de la rentabilidad del negocio. Conociendo los hábitos de gasto de Odette, probablemente era un buen plan.
– Ah -exclamé, apretándole la mano a Odette-. Odette logrará llevarlo a la bancarrota, ¿sabe, monsieur Etienne? Y después, tendrá que volver a trabajar para usted.
El rostro de monsieur Etienne se iluminó y me condujo a su oficina. Cuando nos sentamos, abrió una carpeta atestada de cartas.
– Tengo una oferta muy buena del Folies Bergère -me explicó, pasándome una carta de Paul Derval.
– No estoy segura de haberle perdonado por decir que yo no era lo bastante bonita para su coro.
Monsieur Etienne se reclinó en su asiento y negó con el dedo.
– Tendrá que superarlo. Dudo siquiera que monsieur Derval recuerde que asistió usted a una de sus audiciones. En lo que a él respecta, usted es «la mujer más sensacional del mundo».
– ¡Cómo cambian las cosas con el éxito! -comenté.
– Tengo buenas ofertas del Adriana, que les encantaría que volviera, y del Casino de París, que ahora está regentado por Henry Varna. La compañía discográfica quiere que grabe usted otro disco y tenemos ofertas para hacer cine que provienen de tres países distintos, incluida la Paramount en Estados Unidos. Así que, sí, tiene usted razón: el éxito, efectivamente, cambia las cosas -me aseguró monsieur Etienne-. Y ahora, dígame: ¿qué va a hacer usted primero?
– Lo primero que voy a hacer -contesté, cogiendo mi bolso- es ir a las Galerías Lafayette. Odette y yo tenemos que irnos de compras para encontrarle un regalo de bodas.
Recorrimos las Galerías Lafayette durante tres horas. Odette no quería nada demasiado práctico como ropa de cama o electrodomésticos. Pero como ella y Joseph iban a vivir en casa de los padres de Odette hasta que encontraran una casa propia, quedamos en que un pesado armario chino o una urna griega no resultarían convenientes. Finalmente, eligió unos manteles individuales a juego con cuencos de plata para la fruta. Podría guardarlos bajo su cama o en un armario hasta que se mudaran. Me puse de acuerdo con el encargado de la tienda para que se los enviaran a domicilio.
«¿Odette casada?», pensé, contemplándola mientras garabateaba su dirección para el encargado. Habíamos recorrido mucho camino para llegar hasta aquel punto, pero ahora todo parecía acelerarse. ¿Sería igual para mí y André? Quizá la paciencia realmente era una virtud y las cosas acababan por suceder a su debido tiempo.
Mientras tomábamos un café en La Coupole, le conté a Odette lo que había sucedido entre André y yo durante nuestro viaje a América y le confié mis preocupaciones sobre su familia. Sonrió con complicidad.
– No creo que ni mis padres ni los de Joseph nos hubieran puesto las cosas fáciles si nos hubiéramos precipitado. Tómate tu tiempo y sé paciente. Por lo que me has contado, André está sinceramente enamorado de ti, así que simplemente deberías confiar en eso.
Seguí el consejo de Odette al pie de la letra. Decidí sentirme orgullosa de lo que era y de lo que hacía, y acepté la prestigiosa oferta del Folies Bergère. Mientras tanto, ahora que estábamos de vuelta en París, André planeaba presentarme en sociedad.
– Será mejor que empiecen a acostumbrarse a vernos juntos -declaró.
André tenía confianza en que juntos podríamos conquistar no solo al público de París, sino también a la alta sociedad.
– Kira -dije, colocándola en el asiento del copiloto del nuevo Renault Reinastella de André-, tienes que competir con el caniche de la marquesa de Crussol y el gran danés de la princesa de Faucigny-Lucinge. Así que demuéstrale a todo el mundo la superioridad felina y no saltes por las ventanas ni hagas ningún otro gesto caprichoso, ¿de acuerdo?
Me volví para saludar con la mano a André y a su madre, que estaban sentados en la tribuna. André me devolvió el saludo sonriendo, pero con un gesto de preocupación.
– No tienes por qué ganar el Concours d'élégance automobile, Simone -me había advertido mientras contemplaba como su chófer le hacía una última limpieza a la tapa de cristal del radiador-. Lo único importante es que te dejes ver.
– ¿Cuál es el objetivo de eso? -repliqué en broma-. ¿Qué cree que voy a hacer? -murmuré ahora, contemplando a la condesa Pecci-Blunt, la sobrina del papa León XIII, conducir por el campo en su Bugatti plateado hecho por encargo-. ¿Pincharle una rueda a alguien? Puede que provengamos del mundo del espectáculo, pero está claro que también sabemos comportarnos como corresponde, ¿verdad, Kira?
Kira me miró y pestañeó. Esperaba que después de haber viajado por varios continentes en tren y en barco no se sintiera desconcertada por un automóvil y un desfile de moda.
El árbitro me hizo un gesto para que arrancara el motor. Comprobé una vez más las palancas y los controles del automóvil, aunque sabía conducir perfectamente. André me había organizado unas clases. Aun así, el Reinastella pesaba una tonelada y André me había contado una historia terrorífica durante la cena la noche anterior. Un año durante la celebración del concurso, la esposa de un diplomático se había puesto tan nerviosa que confundió el freno con el acelerador y aplastó a tres espectadores contra un árbol. Comprendí que aquella era la razón por la que los automóviles de algunas de las participantes iban conducidos por sus chóferes.
Pisé el acelerador y maniobré el coche sin incidentes hasta la tribuna de los jueces. El jurado estaba formado por André de Fouquières, un francés elegante y desenvuelto que parecía encontrarse dondequiera que hubiera mujeres bonitas; Daisy Fellowes, la hija de un noble y heredera de la fortuna de máquinas de coser Singer; y lady Mendl, cuya piel ligeramente maquillada y su vestido color rosa nacarado no proporcionaban ningún indicio de sus casi setenta años.
– Mademoiselle Simone Fleurier -anunció uno de los árbitros a través del megáfono-, conduciendo un Renault Reinastella y acompañada por Kira.
Otro árbitro se adelantó apresuradamente para abrirme la puerta. Cogí a Kira, la mantuve bajo la barbilla y me deslicé, no como una debutante en sociedad, sino como la estrella del Folies Bergère. «La mujer más sensacional del mundo», murmuré, riéndome entre dientes. A pesar de que aquella era la frase publicitaria que se me había atribuido, nunca llegué a creérmelo. En ningún momento sentí que hubiera llegado a lo más alto. Con cada paso que avanzaba, más me costaba mantener la posición. Como me había confiado Mistinguett en una ocasión: «Es más difícil mantenerse en equilibrio al final de la escalera que mientras se sube cada uno de los escalones».
Al ver a tanta gente, Kira sintió pánico. Me apretó la pata contra el pecho y trató de apartarse de mí. Sin embargo, el aplauso del público hizo que parase en seco. Se quedó congelada y dejó de revolverse el tiempo suficiente como para que yo pudiera desfilar alrededor del coche.
Los ojos de Daisy Fellowes se iluminaron cuando vio mi atuendo. Paul Derval me había presentado a una nueva diseñadora, una italiana llamada Elsa Schiaparelli. No tenía nada que ver con Chanel o Vionnet, cuyos femeninos vestidos aún me ponía para las noches de estreno. Schiaparelli era moderna. Su ropa se ajustaba a los planos del cuerpo más que a las curvas, lo cual le daba un aire de simplicidad cargado de estilo. Mi traje color azul marino tenía hombreras anchas, una cintura ceñida y estampado de piel de leopardo.
– El sombrero cloché está muerto -me informó Schiaparelli, coronándome en su lugar con un minúsculo sombrero cuya pluma negra era tan espinosa que pensé que parecía un erizo.
No me lo habría puesto de no ser porque Paul Derval me había asegurado que tenía un aspecto muy chic. Los zapatos y el bolso también tenían estampado de piel de leopardo y Schiaparelli había «vestido» a Kira con un collar a juego y una pluma en miniatura para ella. Por suerte, Kira se sentía tan aterrorizada que no se había fijado en la pluma, porque, si no, la habría destrozado como uno más de sus pajarillos de juguete.
Me detuve junto al capó del coche para que el fotógrafo de Le Fígaro Illustré me tomara una fotografía. Por el rabillo del ojo vi a Janet Flanner garabateando las palabras que aparecerían en su columna de The New Yorker:
La musa del teatro de variedades Simone Fleurier se apeó de uno de los últimos modelos de la gama alta de Renault y anunció al mundo con su elegante traje y sus larguísimas piernas que la era de las flappers y la androginia ha llegado a su fin. Ella es femenina por todos sus poros: espectacular, valiente y firmemente seductora.
– ¡Vamos! -exclamé-. ¡Aquí todas somos campeonas!
Rodeé con el brazo los hombros de la marquesa de Crussol y brindé contra la copa de «La mejor del espectáculo» que descansaba sobre la mesa de mi tocador.
André, que estaba apoyado sobre mi armario ropero mientras charlaba con la condesa Pecci-Blunt, me dedicó una sonrisa maliciosa. Mi camerino se había llenado de descendientes de la aristocracia francesa.
Había allí casi tantos nobles europeos sentados sobre mi alfombra de cebra, picoteando alitas de pollo preparadas al estilo estadounidense y bebiendo champán, como coristas en el Folies Bergère. El que yo hubiera ganado de calle el Concours d'élégance automobile había provocado más de un par de miradas malhumoradas y de comentarios airados sobre los «intrusos». No era lo que André esperaba.
– ¡Se suponía que tenías que cautivarlos, no había que humillarlos, Simone! -bufó mientras conducía el Reinastella por la pista durante mi vuelta triunfal-. Tienes suerte de que mi madre lograra conseguirte una invitación. Estamos intentando que nos acepten como pareja, no darles una lección.
– Lo arreglaré -le prometí, levantando mi trofeo y saludando-. ¡Gracias, señoras y caballeros! -dije, con mi mejor voz teatral-. Me gustaría invitar al jurado y a todas las participantes y sus parejas a un aperitivo con champán en mi camerino en el Folies Bergère después de la actuación de esta noche.
Una emocionada exclamación recorrió la tribuna. Daisy Fellowes y lady Mendl se intercambiaron una sonrisa. Una invitación para introducirse entre bastidores con una estrella era mejor que ganar otro Concours d'élégance automobile o llevar el mejor sombrero de las carreras. Porque, aunque muchos artistas llenaban sus camerinos con visitas circunstanciales, todo París sabía que para entrar en el mío hacía falta «invitación expresa» y que raras veces ofrecía mi hospitalidad en ese aspecto de mi vida.
En mi camerino aquella noche, la marquesa de Crussol brindó conmigo y tocó a Daisy Fellowes en el hombro mientras esta se empolvaba la nariz frente a mi espejo.
– ¡Daisy, tienes que invitar a Simone a tu próxima fiesta! ¡Es tan divertida!
Daisy asintió y llamó a una mujer de aspecto poco agraciado que se estaba probando mi tocado de reina Nefertiti.
– Elsa, asegúrate de que mademoiselle Fleurier esté incluida en la lista de invitados a mis fiestas, ¿de acuerdo?
André pasó junto a mí.
– No tengo nada que enseñarte -me susurró, apretándome cariñosamente la mano-. Ni lo más mínimo.
El escritor estadounidense Scott Fitzgerald afirmó en una ocasión que los ricos eran diferentes, y yo lo descubrí por mí misma cuando llegó mi primera invitación de la alta sociedad parisina. Era de una fiesta que tendría lugar en la casa del pintor Meraud Guevara en Montparnasse.
– ¿Qué es una fiesta «Vengan con lo puesto»? -le pregunté a André cuando me mostró la invitación.
Estaba tumbada en la bañera. Un largo y exquisito baño formaba parte de mi ritual tras la actuación en el Folies Bergère.
– Es una de las ideas creativas de Elsa -me contestó echándose a reír y sentándose en el borde de la bañera-. Enviará un autobús en algún momento ese día y, cuando suene la bocina, tendremos que dejar nuestros apartamentos y subirnos a él con lo puesto.
– Así que, si cuando venga estoy en el baño, ¿se supone que me tengo que subir desnuda al autobús?
André sonrió, descansando la mirada sobre mis rodillas, la única parte de mi cuerpo visible a través de las burbujas, excepto los hombros y la cabeza.
– En teoría -respondió-, algunos se van a pasear en ropa interior por toda la ciudad gracias a esta fiesta.
Releí la invitación. Elsa Maxwell, la estadounidense, me intrigaba. Lo tenía absolutamente todo para no ser chic. Era bajita, regordeta y tenía un rostro que asustaba a los niños. Y, aun así, incluso con su chirriante acento francés, resultaba encantadora. Aunque no tenía dinero propio, conseguía convencer a los miembros de la alta sociedad parisina para que celebraran «sus fiestas». Claramente, era una fuente inagotable de ideas.
– Está bastante bien preferir la música y la risa a tener marido -me dijo la primera vez que la conocí, aquella noche tras el Concours d'élégance automobile en mi camerino-. No tema nunca lo que los demás puedan decir.
Desgraciadamente, sí que me sentía un poco inquieta por lo que la alta sociedad parisina pudiera decir. André y yo éramos amantes, pero aún vivíamos en apartamentos diferentes. Exactamente igual que todo el resto de hipócritas en aquel círculo, manteníamos las apariencias. Y aunque supuestamente nos recibían en cualquier parte, yo era consciente de las murmuraciones que corrían sobre nosotros. Las había escuchado con mis propios oídos durante un baile. Había ido al lavabo de señoras y mientras estaba dentro de un cubículo escuché por casualidad a una chica de la alta sociedad decirle a otra: «Simone Fleurier no es más que una mala hierba sureña llena de pinchos que está tratando de arraigarse entre las rosas». Comprendía la envidia. Me había hecho con uno de los solteros de oro de Francia. Sabía que a André le importaba menos que a mí lo que la gente dijera; él lo único que estaba intentando era impresionar a su padre demostrándole que yo tenía clase y que me podía mezclar con la flor y la nata de la sociedad.
Pensé que André bromeaba cuando me dijo que la gente acudiría en ropa interior a la fiesta «Vengan con lo puesto» de Elsa Maxwell, así que cuando el autobús vino a recogernos a mi apartamento me sorprendió ver que era cierto. Daisy Fellowes se asomó a la puerta del autobús para recibirnos con un par de medias de encaje en la mano. Pero ella era una de las personas vestidas con más decencia dentro del vehículo: varias jóvenes llevaban poco más que un salto de cama. Bajo el sol de las últimas horas de la tarde se les veían claramente los pezones a través del tejido transparente e incluso el triángulo de vello oscuro entre las piernas.
– Bonsoir -saludó el marqués de Polignac-. Elsa ha dispuesto una barra de bar. ¿Qué desean beber?
El marqués llevaba un esmoquin, el tipo de sombrero de copa y de chaqué que a los ingleses les gusta ponerse, y tenía exactamente el aspecto de un hombre de mundo, de no ser porque no se había puesto pantalones.
Acepté la copa de champán del marqués, pero no sabía hacia dónde mirar. Me daba demasiada vergüenza dirigir la mirada hacia sus piernas desnudas y me incomodaba mucho mirarle solamente a la cara. Deslicé el brazo alrededor de André y tiré de él para que se sentara junto a mí. Se había pasado el día entero sin hacer nada tumbado en mi sofá en bata y pijama. Yo me había tomado la invitación al pie de la letra y había proseguido con mi día como de costumbre. Solo que aquella tarde, a pesar del calor de julio, había decidido cocinar un pastel, cosa que no había hecho en años. Cuando el autobús llegó, estaba vestida de manera presentable, pero tenía la blusa y el delantal cubiertos de harina.
– Como si nos fuéramos a creer que Simone Fleurier se dedica a cocinar mientras está en casa -comentó Bébé Bérard, el diseñador, lanzándome un beso-. ¿Qué estaba usted haciendo? ¿Una tarta de limón para su hombre?
Igual que André, Bébé llevaba una bata, pero en lugar de tener un libro bajo el brazo tenía el auricular del teléfono pegado a la oreja y crema de afeitar en la barbilla.
– Siempre me ha gustado cocinar -le respondí.
– Su apartamento debe de tener buena ventilación -comentó él, paladeando un sorbo de vino-, si podía usted soportar cocinar con el calor que hace.
Al ser de la Provenza, no lograba entender por qué los parisinos ponían el grito en el cielo por el calor. A pesar de todo, dentro del autobús comenzaba a faltar el aire, por el polvo y el humo de los tubos de escape. Elsa no había contado con que nos quedáramos atrapados en un atasco. Se suponía que la fiesta comenzaría a las siete, pero ya eran las ocho y ni siquiera habíamos cruzado a la orilla izquierda del Sena. Los ocupantes del autobús se resignaron a dejar seco el bar.
– Quizá deberíamos ir andando el resto del camino -comentó con voz pastosa el marqués de Polignac, mirando por el parabrisas la aglomeración de automóviles que se agolpaba delante de nosotros.
– ¡Está más cocido que una gamba! -le susurré a André-. ¿De verdad se piensa que podemos ir andando? ¡Mira qué pintas llevan!
– O las que no llevan, querrás decir -respondió, dándome un beso en la mejilla.
Le cogí de la mano. Independientemente de lo que estuviéramos haciendo, siempre me sentía feliz por estar con André. Cada vez que lo contemplaba, era consciente de que el hombre que me amaba era uno entre un millón. Disfrutaba de una posición social privilegiada, pero también era honrado.
– ¡Hola, pajarillos! -exclamó la condesa Gabriela Robilant, levantándose para saludar con su vaso de whisky a un grupo de hombres que estaban esperando para cruzar la calle.
En algún punto del viaje había perdido la falda, así que tuvimos el honor de verle las medias y el liguero.
La condesa Elisabeth de Breteuil se levantó y empujó a Gabriela para que se sentara.
– ¡Póngase la falda! -le gritó-. ¡Esto es vergonzoso! ¡Recuerde su posición!
Gabriela se echó a reír, dejando caer la cabeza hacia un lado. Las mejillas de la condesa de Breteuil se sonrojaron. Se puso en pie de un salto y caminó a paso ligero hasta donde se encontraba el conductor.
– ¡Abra la puerta! -exigió-. ¡Me niego a viajar con una compañía tan escandalosa!
El conductor estaba a punto de dejarla salir cuando Gabriela gritó: «¡A la Bastilla!», y se acercó dando bandazos hacia la condesa. Se escuchó un desgarrón y, antes de que nos diéramos cuenta, le había arrancado la falda a la otra mujer.
André y yo tuvimos que hacer un gran esfuerzo por no echarnos a reír. ¿Así que aquella era la nobleza francesa? ¿Esta era la gente a la que se suponía que yo debía impresionar?
En París el tiempo se aceleraba. Daba la sensación de que, después de haberle dado la bienvenida a la nueva década, en un abrir y cerrar de ojos habían pasado tres años y nos hallábamos en 1933.
– ¿Se encuentra usted bien debajo de los focos, mademoiselle Fleurier? -me preguntó el ayudante del director-. Tardaremos un poco en encuadrar el plano.
– Por el momento sí, gracias -respondí, aunque la luz me quemaba la piel y me estaba haciendo visera con la mano sobre los ojos porque le había prometido al artista de maquillaje que no me lo estropearía poniéndome gafas de sol entre tomas.
Tenía la costumbre de no quejarme en los rodajes. Consideraba que era un privilegio estar allí y no había ningún trabajo más cómodo que el mío. Durante el rodaje de mi primera película, basada en un espectáculo del Folies Bergère, había visto a un cámara suspendido de una grúa desde el techo para conseguir un plano de 180 grados, y durante mi segunda película, una aventura romántica, había visto a un técnico de sonido cayéndose a las vías desde el andén de una estación. Por fortuna, no se hizo mucho daño, pero su micrófono quedó completamente deformado y me daba pavor pensar qué podría haberle sucedido si hubiera aterrizado unos centímetros más allá.
A la mayoría de las estrellas del teatro de variedades que trabajaban en el cine les parecía extraordinario mi entusiasmo por aquel medio.
– ¡Pero si te obligan a meterte en las dichosas marcas de tiza pintadas en el suelo! -se quejó Camille Casal cuando le conté que quería hacer como mínimo una película al año-. Y no hay ningún público que te aplauda. ¿Cómo sabes si lo estás haciendo bien o no?
– El director te lo dice.
– Sí, pero después de la toma -replicó, sacudiendo la cabeza-. ¿Y cómo sabes que el público verá lo que él ve? Puede que se sienta tan desencantado como tú. Lo único que tienes mirándote es esa cámara y su ojo oscuro.
Me sorprendió la impaciencia de Camille por el proceso de creación del cine; al fin y al cabo, ella era una de las actrices más famosas de Europa. Por aquella época, se subía menos a los escenarios, pero estaba muy demandada por la gran pantalla. «Es más fácil disimular las arrugas en el cine que bajo los focos del escenario», había escrito un columnista sobre el cambio de rumbo de la carrera de Camille. Era un comentario malicioso y superficial: a los treinta años, Camille aún era toda una belleza y había estrellas mucho mayores que ella que todavía triunfaban sobre el escenario.
Dejé caer la mano y miré fijamente a Jean Renoir mientras discutía sobre el encuadre con el cámara.
– Vamos a recomponer la toma -le estaba diciendo-. Quiero rodar a través de la ventana.
«Estoy logrando trabajar con genios -pensé-. Y, además, son genios humildes».
Jean Renoir era hijo del pintor y él mismo era un gran artista de pies a cabeza, aunque de un medio muy diferente. Los movimientos de su cámara estaban cuidadosamente coreografiados y sudaba la gota gorda cuando montaba las tomas con su editor. Aunque mis primeras películas habían sido éxitos comerciales, me avergonzaba por la forma en la que batía las pestañas y movía los brazos en ellas. Mis gestos eran demasiado extravagantes para la pantalla. Pero en esta, mi tercera película, me estaba transformando a las órdenes de Renoir.
– No sobreactúe, mademoiselle Fleurier -me dijo desde el primer día-. Tiene usted un verdadero potencial como actriz dramática, pero no quiero que actúe usted. Lo que quiero que haga es pensar y sentir. El más mínimo movimiento de sus ojos en la pantalla puede decir tanto como veinte líneas de guión o un suspiro exagerado.
Era afortunada por que un director tan brillante creyera en mí, pero llegué a escuchar a alguien que dijo que Renoir tenía tanto talento que sería capaz de enseñar a actuar hasta a un armario ropero.
Contemplé a los técnicos de iluminación mientras volvían a iluminar la escena. Joseph de Bretagne, el responsable de sonido, me dedicó una sonrisa. La semana anterior habíamos rodado en una localización en Montmartre una escena en la que mi amante y yo nos despedíamos en el exterior de un club de jazz. Renoir odiaba doblar sus películas y prefería que el sonido se grabara durante el propio rodaje. El único problema era el nivel de ruido ambiente de la calle, que aquel día incluía a un cabrero tocando el silbato para atraer la atención de las amas de casa -escena que Renoir podía utilizar- y una camioneta depuradora que estaba extrayendo los desperdicios de una fosa séptica, cosa que Renoir no podía aprovechar. Joseph había tratado de disminuir el sonido ambiente rodeándonos a mí y al actor principal de colchones y telas. Por supuesto, no se mostraban en la escena, pero siempre que veía la película pensaba en aquellos colchones colocados a nuestro alrededor como si estuviéramos en una especie de tienda de camas al aire libre.
Tras la segunda toma, Renoir se quedó satisfecho con mi interpretación y Jacques Becker, su ayudante de dirección, anunció el descanso para el almuerzo. Aunque estaba programado que yo solo tenía que rodar por las mañanas -para poder ensayar para el espectáculo de la noche en el Casino de París-, normalmente me solía quedar a comer. Lo que más me gustaba de hacer películas era la camaradería que reinaba entre el reparto y el equipo. En aquella época, el cine era más divertido y más igualitario.
– ¿Ya se ha hecho con un yoyó, mademoiselle Fleurier? -me preguntó Jacques, llenándome la copa de vino.
– ¡Oh, por favor! -respondí.
Una locura se había apoderado de París como un huracán. No se podía ir a ninguna parte sin ver a hombres adultos, y a algunas mujeres, haciendo subir y bajar sus yoyós. Jugaban con ellos en los andenes del métro, en los tranvías y en los autobuses, en los cafés e incluso durante el descanso de la ópera.
– Vamos, mademoiselle Fleurier -comentó Renoir, echándose a reír-. He oído que Cartier ha fabricado uno de oro. Solo cuesta doscientos ochenta francos.
Tras tres años de bailes y cenas a la luz de las velas con la gente guapa de París, podía creerme cualquier cosa. Me encantaba la moda, el diseño de interiores y la comida, pero también me gustaba hablar de otras cosas. Elsa Schiaparelli era más interesante que la gente que se ponía su ropa y yo aceptaba sus invitaciones a cenar en su apartamento para poder oírla hablar sobre los movimientos artísticos y las nuevas tecnologías que influían en sus creaciones. Siempre que los integrantes de la alta sociedad parisina intentaban ser interesantes, resultaban pretenciosos. La última moda era hacer vacaciones «de aventura». Ya no era suficiente ir a Biarritz o a Venecia, había que ir a cazar a Perú o a África, de pesca al Kubán o a atrapar peces espada en las Canarias. Mi necesidad de conversaciones más sustanciosas era otra razón por la que me encantaba hacer películas con Renoir.
– ¿Qué le sucede a París? -le pregunté.
– Se encuentra en estado de negación -respondió, untándose mantequilla en un trozo de pan-. La frivolidad siempre ha sido la reacción de los parisinos ante el peligro. No podemos negar que la Gran Depresión nos va a afectar. Nuestra economía se ha desacelerado y los beneficios de la industria están cayendo. Y todavía no es tan malo en París, pero ya ha golpeado a otras ciudades. El resto de Europa está igual. Hitler no habría llegado a ser canciller si no fuera por el estado de la economía alemana.
Me comí una cucharada de sopa y pensé en aquel asunto. Quizá aquello podía explicar las extravagancias de la alta sociedad parisina y su necesidad constante de diversión. El mes anterior, André y yo habíamos asistido a un baile organizado por su madre para recaudar fondos para los desempleados. Cuando hablé con algunos de los invitados, descubrí que no tenían ni la menor idea de para qué era el baile, aunque se sentían contentísimos de estar allí. En última instancia, André y yo aprendimos que no había que esperar mucho de la alta sociedad parisina.
– Si no fuera por la posición de mi familia y por respeto a mi madre y a Veronique, creo que renunciaría a todo ello -solía decir André cuando se sentía exasperado por la ignorancia de la gente de nuestro círculo social.
Yo no tenía claro que su afirmación fuera cierta. Ahora que tenía veintisiete años, André se estaba haciendo cargo cada vez más de los negocios, a medida que su padre se preparaba para jubilarse y cederle la dirección de las industrias Blanchard. Quizá no se sentía especialmente entusiasmado por mezclarse con la alta sociedad parisina, pero le encantaba su trabajo. Podía ver el orgullo en su mirada cuando examinaba los planos de una nueva planta de fabricación o de un nuevo hotel. Su trabajo lo mantenía despierto hasta tarde y lo sacaba de la cama temprano, pero nunca se sentía cansado. Le apasionaban los negocios, del mismo modo que a mí actuar. No se podía separar al hombre de su talento, intentarlo sería matar su espíritu.
– Estuvo usted allí, ¿verdad? -le preguntó Joseph a Renoir-. Cuando hicieron a Hitler canciller.
El rostro de Renoir se ensombreció.
– Estaba tratando de conseguir financiación para una película. Pensé que me quedaría allí a presenciar un evento histórico, pero lo único que vi fue un hatajo de camisas pardas obligando a una anciana judía a echarse sobre la acera y a chupar el suelo.
Me quedé en silencio. Renoir y yo habíamos compartido muchas conversaciones sobre Berlín, porque a él le gustaban los alemanes, a pesar de que había resultado herido en la Gran Guerra, y yo tenía muchos buenos recuerdos de la ciudad y de mi estancia allí.
– Berlín es una ciudad en la que logra florecer lo mejor y lo peor -me dijo-. La guerra destroza en cuestión de minutos lo que una cultura evolucionando lentamente tarda siglos en crear.
La secretaria de localizaciones entró corriendo.
– Mademoiselle Fleurier, tiene usted una llamada telefónica -anunció-. El caballero dice que es urgente. Puede cogerlo en la oficina.
Cogí el auricular y me sorprendió escuchar a André al otro lado de la línea.
– Ya casi has terminado, ¿verdad? -me preguntó, tratando de sonar alegre, pero percibí inmediatamente la ansiedad en su voz-. ¿Puedes saltarte el ensayo de esta tarde?
– Sí, ¿por qué? -pregunté.
– El conde Harry está aquí. Y necesita vernos inmediatamente.
No era la primera vez que el conde Kessler venía a París. Había asistido a todos mis espectáculos, pero no habíamos oído nada de él desde hacía unos meses. Su salud no había sido buena durante un tiempo, pero esta vez percibí que había algo más que eso en su repentina necesidad por vernos.
– ¿Pasa algo malo, André?
– Ven lo más rápido que puedas -respondió-. Te envío mi coche.
Cuando colgué el auricular, me invadió un sentimiento sombrío que no pude explicar.
André y yo nos encontramos con el conde en el apartamento de uno de sus amigos en la Íle St. Louis. La vivienda estaba compuesta por dos habitaciones repletas de libros sobre combados estantes, pero no fue el desorden lo que más nos sorprendió, sino el aspecto del conde cuando nos abrió la puerta. ¿Era aquel el mismo hombre? Esos ojos que habían estado tan llenos de diversión ahora escudriñaban todo a su alrededor como los de un animal asustado.
– Tengo que darles buenas y malas noticias -nos anunció, conduciéndonos al interior del apartamento-. Las buenas noticias son que a partir de ahora van a verme con mucha más frecuencia, por lo menos durante un tiempo. Las malas es que he tenido que exiliarme.
André y yo nos quedamos demasiado estupefactos como para pronunciar palabra.
– He sido denunciado -explicó el conde, llevándose una mano a la cabeza-, por mi sirviente. ¿Pueden creerlo?
– ¿Denunciado? -exclamó André-. ¿Por qué?
– Oh -dijo el conde, haciéndonos un gesto para que nos sentáramos a una mesa junto a la ventana-, en un estado policial no hace falta ninguna razón.
Nos explicó que había venido a París con la intención de quedarse hasta que las elecciones tuvieran lugar en Berlín. Se había opuesto a las tácticas de terror empleadas por los nazis para poner a Hitler en el poder y había apoyado un congreso de Libertad de Expresión celebrado en la sala de conciertos Kroll. Hubiera resultado peligroso para él quedarse mientras la guardia de asalto campaba por las calles. Pero un amigo se había puesto en contacto con él y le había advertido de que no regresara a Alemania. El sirviente del conde, Friedrich, lo había delatado. Los nazis habían registrado la casa del conde y habían encontrado una bandera republicana en el desván.
El conde me contempló largamente, con las lágrimas nublándole la mirada.
– Es algo terrible tener que…, bueno, es terrible ser traicionado.
Le pasé un brazo por los hombros. No era momento para formalismos.
– Siento como si esto fuera un mal sueño y sigo deseando despertarme -dijo-. Leo, doy paseos, me reencuentro con viejos amigos, pero durante todo el tiempo soy consciente del dolor que me oprime el corazón.
– ¿Es cierto que están persiguiendo a los judíos? -pregunté.
El conde asintió.
– Los apalean en la calle y los echan del trabajo.
Pensé en monsieur Etienne y Odette. Me sentí feliz de ser francesa.
– Una cosa así no podría pasar aquí -afirmé-. Los franceses no lo permitirían. Católicos, judíos, aquí todos son iguales.
– Nosotros pensábamos lo mismo en Alemania -replicó el conde-. Pero Hitler ha persuadido a gente que normalmente no mataría una mosca para que apoyen sus actos de brutalidad. -Se cubrió los ojos con las manos-. Me pone enfermo pensar en ese filisteo gobernando Alemania. Me pregunto a mí mismo: ¿cómo ha podido suceder esto? Aquellos de entre nosotros que podríamos haberlo detenido… ¿hacia dónde estábamos mirando? De repente, artistas, escritores e intelectuales son relegados a ciudadanos de segunda y los vendedores de queso y pepinillos son los únicos que cuentan para algo.
– Hay gente en las altas esferas que también apoya a Hitler -repuso André-. ¿Cómo si no podría haber conseguido la cancillería?
– Eso es cierto -le respondió el conde.
Paseé la mirada por el apartamento y me percaté de que el único mueble en la habitación contigua era una cama de metal a la que le faltaba una pata. La cuarta esquina descansaba sobre una silla. A pesar del aspecto desvencijado del apartamento, era más acogedor que en los que yo había residido cuando llegué a París, pero no era lo bastante cómodo como para que viviera en él un hombre enfermo. Me pregunté si el conde tendría suficiente dinero. Y si no lo tenía, me asaltó la duda de cómo podría preguntárselo sin herir su orgullo. André y yo le proporcionaríamos con gusto un apartamento más adecuado.
André debía de estar pensando exactamente lo mismo que yo.
– ¿Qué tiene pensado hacer? -le preguntó al conde-. Tengo un apartamento en la orilla derecha que está a su entera disposición durante el tiempo que desee.
El conde le dio unas palmaditas a André en la muñeca.
– Soy afortunado por tener amigos como usted y Simone. Pero estoy bien. He dado instrucciones para que se venda mi residencia de Weimar. Después, tengo pensado mudarme a Mallorca. Siempre he soñado con retirarme a una isla.
Logró dedicarnos una lánguida sonrisa antes de que se viniera abajo su compostura.
– No, en realidad no es eso lo que siempre he soñado -confesó, tapándose los ojos con las manos y llorando-. Deseaba vivir hasta el final de mis días en Alemania…
Pronunció el nombre de su país del mismo modo que una madre exclamaría el nombre de un hijo perdido. Me produjo un nudo en la garganta. Miré por la ventana. El cielo se había encapotado y reflejaba el carácter lúgubre del día. En algún lugar se avecinaba una tormenta, pero no tenía idea de por dónde se aproximaría la tempestad.
En 1934 mi madre y mi tía vinieron a pasar una temporada conmigo en París. Estaba muy ocupada con el espectáculo y transcurriría algún tiempo hasta que pudiera volver a la finca de nuevo. Aquella no era su primera visita; a tía Yvette le encantaba París y aceptó la oferta que André le hizo de ponerles un coche con chófer para que mi madre y ella pudieran hacer excursiones a Versalles y a Senlis. Mi madre se mostraba más reservada a la hora de dar su opinión sobre la ciudad, y sabía, por el modo en que contemplaba a los flamantes camareros de los cafés y por la manera de quedarse quieta siempre que se atascaba entre los apresurados peatones, que nunca habría dejado Pays de Sault de no ser por mí.
Se negó a dejarme comprarle ropa nueva y visitamos museos y comimos en brasseries, y a todos aquellos lugares mi madre llevaba su traje tradicional de la Provenza. Cuando la gente la observaba fijamente, ella les devolvía la mirada. Y era ella la que más aguantaba siempre. André se lo tomaba con calma y normalmente nos acompañaba a restaurantes de estilo provenzal para que mi madre y mi tía se sintieran cómodas. Aquello me hacía quererle aún más; y a mi madre y a mi tía les pasaba lo mismo. Porque, aunque la comida nunca llegaba al nivel de los platos que ellas mismas preparaban en casa, siempre se deshacían en elogios y alabanzas como si estuvieran probando la mejor cocina del mundo.
Un día nos cruzamos con Guillemette y Félix en el Pare de Monceau. Guillemette nos había visto acercándonos y trató de introducir a Félix por otro sendero para cambiar de dirección, pero frustró su intento un grupo de monjas que venía en dirección contraria. Guillemette miró por encima del hombro a mi madre cuando André se la presentó, e incluso Félix, con todo su esnobismo, se ruborizó por la grosería de su esposa. Sin embargo, si mi madre se dio cuenta, no lo demostró. Saludó a Guillemette de forma majestuosa, como correspondía a su rango, por ser la curandera de la aldea y la propietaria de una de las fincas de lavanda más prósperas de nuestra región. Guillemette abrió los ojos como platos, desconcertada al ver que mi madre había conseguido colocarse con tanta facilidad por encima de ella. Para colmo, mientras nos separábamos, tía Yvette me susurró lo suficientemente alto como para que todo el mundo lo oyera que una cucharada sopera de aceite de oliva le vendría bien para «ese tipo de mal». Con aquello, se refería a lo que había interpretado como estreñimiento por parte de Guillemette.
– Mi madre y mi tía parecen inofensivas, pero ambas tienen un perverso sentido del humor -le expliqué a André más tarde mientras se revolcaba de la risa en el sofá de su apartamento.
Se comportaba como si la actitud altiva y condescendiente de mi madre y la interpretación de mi tía sobre el rostro constreñido de Guillemette fueran lo más divertido que había visto en su vida.
– Están tan orgullosas de ti -me dijo, secándose las lágrimas-. Se ve en cómo te miran.
«Pobre André», pensé. Sabía lo mucho que le habría gustado ver ese mismo orgullo en los ojos de su padre.
Un día André llevó a tía Yvette al Louvre y nos dejó a mi madre y a mí para que pasáramos juntas la mañana. Miré al otro lado de la mesa del comedor a mi madre, que estaba remendando uno de mis camisones con su consabido hilo rojo. Puede que yo fuera una estrella de cine y de teatro, pero seguía siendo la hija de aquella mujer pausada y misteriosa. Me pregunté por qué ella y mi padre no habrían tenido más hijos. Quizá los Fleurier no eran excesivamente fértiles. Tía Augustine no había tenido descendencia y tío Gerome nunca había logrado dejar encinta a tía Yvette.
Cuando yo era niña, mi madre no me parecía una mujer normal. Siempre había sido un enigma. Pero ahora que era adulta sentía curiosidad por saber más sobre ella.
– Maman, ¿cómo salvaste la vida de papá cuando en el hospital lo habían dado por muerto? -le pregunté.
Mi madre continuó cosiendo. Se tomó tanto tiempo en contestarme que pensé que no había oído mi pregunta. Sin embargo, finalmente dijo:
– Una noche, cuando había luna llena, entré a hurtadillas en el hospital con una cesta que contenía trece huevos. Tu padre se estaba muriendo de una infección que se le había extendido por todo el cuerpo, así que abrí las cortinas para dejar entrar la luz de la luna y froté cada milímetro de su piel con los huevos y mientras tanto canté una oración curativa. Deseché los huevos enterrándolos en diferentes lugares del bosque. Por la mañana, cuando el médico vino a ver a tu padre, estaba sentado en la cama. Curado.
– Pero ¿por qué no le sanaste el ojo y la pierna? -le pregunté.
Ella levantó la mirada y me sonrió.
– Ya te dije cuando eras pequeña que eres demasiado lógica. Para ti todo es blanco o negro. Por eso yo soy sanadora y tú cantante.
– Pero ¿por qué, maman? ¿No puso a prueba tu fe que papá no se curara por completo?
Mi madre hizo el nudo final al hilo rojo y apartó su labor.
– No, mi fe se fortaleció -replicó-. ¿Quién sabe por qué las cosas ocurren de un modo u otro? Yo nunca pretendí cambiar lo que debía ser de cierta manera. Lo único que yo perseguía era el conocimiento y la belleza de lo que ya es.
Percibí que estaba intentando enseñarme algo, pero me resultaba difícil comprender la lección. Contempló mi rostro atribulado, alargó el brazo por encima de la mesa y me dio unas palmaditas en el mío.
– Tu padre fue un buen hombre desde el principio, pero se convirtió en una persona aún mejor debido a sus heridas. Quizá tuviera un ojo de menos, pero veía las cosas con más claridad.
– ¿Qué quieres decir?
– Se volvió más visionario sobre la finca. Recuerda, fue tu padre el que decidió plantar lavanda. Ya no se sentía satisfecho únicamente con seguir los pasos de su propio padre. Se convirtió en un hombre hecho y derecho de un modo que Gerome jamás logró.
Al final de la visita, André nos llevó a la estación y ayudó a mi madre y a tía Yvette con el equipaje. Mi madre sonrió a André y después se volvió hacia mí.
– Me estoy haciendo vieja -susurró-. No estaré en este mundo para siempre.
Me sentía demasiado feliz por haber pasado un tiempo con ella y tía Yvette como para dejar que sus palabras me entristecieran.
– Maman, ¡pero si apenas tienes cuarenta y cinco años!
– El tiempo que pasamos en el mundo no siempre se corresponde con nuestra edad -respondió-. Cásate, Simone. Trae mala suerte para André y para ti que os améis pero estéis esperando tanto para formalizarlo con una unión sagrada. La familia de tu padre estuvo contra mí desde el principio, pero nunca les dejamos que se interpusieran en nuestro camino.
Me inundó un sentimiento de gratitud y le cogí las manos con fuerza. Nunca le había contado nada a mi madre sobre la familia de André y su actitud hacia mí, o lo que me dolía que me rechazaran. Había adivinado que no todo iba bien por el modo tan grosero en que la había tratado Guillemette.
Sonó el silbato del tren y les dije adiós con la mano a mi madre y a tía Yvette.
– Os veré en la finca en un par de meses -grité-. Dadle saludos de mi parte a Bernard.
Mi madre tenía razón: los Fleurier se habían opuesto a ella por ser una extraña, y, aun así, mi padre se había casado con ella. Sin embargo, una luz iluminaba el futuro para André y para mí. Había abordado el tema con su padre, le había dicho que me amaría eternamente y él le había prometido que si seguíamos estando juntos cuando André cumpliera treinta años, se convencería de que yo era una buena pareja para su hijo. Para mis adentros, pensé en que no debía hacerle caso a la actitud condescendiente que monsieur Blanchard demostraba por mí. Independientemente de lo rica que me hiciera por mi propio trabajo, me trataba como a una especie de frívola cazafortunas. No podía evitar preguntarme si monsieur Blanchard se habría dejado convencer de haber sido André su hijo favorito.
Camille volvió de Alemania en 1930, cuando la industria cinematográfica se convirtió al sonido y no podía seguir gesticulando las palabras simplemente. Siempre que nos encontrábamos en estrenos o bailes, nos prometíamos que algún día nos pondríamos al día, pero nunca lo hacíamos. Eso fue hasta el verano de 1935, en el que Camille alquiló una villa en Cannes con su amante, Vincenzo Zavotto, heredero de la familia italiana dedicada al transporte marítimo. Nos invitó a André y a mí a quedarnos allí en agosto.
– Nunca he entendido por qué te relacionas con Camille Casal -se quejó André cuando le hablé sobre la invitación de Camille-. Se comporta de una manera tan condescendiente cuando te habla que es como contemplar a un gato torturando a un ratón.
La opinión de André me sorprendió. ¿Así era como nos veía? Cuando yo era más joven idolatraba a Camille, pero nuestra relación había cambiado a lo largo de los años. Mi éxito nos había colocado en una situación más igualitaria, aunque éramos más compañeras de profesión que amigas. Nunca confiaría en Camille como lo hacía en Odette.
– La conozco desde hace muchos años -repuse-. Me consiguió mi primer papel en el Casino de París. Me daría vergüenza rechazar su invitación ahora.
– Como quieras -me dijo, acariciándome el cabello-, estaré encantado de ir contigo. Pero ten cuidado con ella. Tiene la reputación de ser una víbora.
André no me estaba diciendo de Camille nada que yo no hubiera oído antes en boca de otras personas. El carácter indiferente y oportunista que demostraba no le había granjeado demasiadas amistades. Pero yo conocía la historia de su hija y eso me hacía interpretar sus motivos de forma diferente. Si yo hubiera dado a luz un hijo ilegítimo, habría contado con la ayuda de mi familia. Camille no tenía a nadie. Ella había demostrado generosidad para conmigo; así que pensaba que no era un precio demasiado alto mantener su amistad, al menos, socialmente.
El contraste entre el azul de la bahía de Cannes y las blancas paredes encaladas de la villa en la falda de una colina me recordó a los dos colores que siempre había asociado con la Provenza. Camille y Vincenzo estaban tomando el sol junto a la piscina cuando André introdujo el automóvil por el camino de entrada de gravilla. Vincenzo, con el cabello engominado hacia atrás y la piel muy bronceada, se levantó de un salto para recibirnos. Camille le siguió pausadamente.
Vincenzo se presentó con un afectado acento francés. Era un play-boy de pies a cabeza con sus gafas de sol cuadradas, bañadores con cinturón y pedicura perfecta. No obstante, resultaba simpático cuando enseñaba su sonrisa de dientes nacarados. Había oído que Camille seguía enamorada del oficial del Ministerio de Defensa y que solo frecuentaba a Vincenzo por diversión.
Camille llamó a la sirvienta para que nos trajera algo de beber.
– Debéis de estar agotados por el calor -comentó-. Me sorprende que hayáis decidido venir conduciendo.
– Nos hemos tomado nuestro tiempo -le contestó André-. Hemos hecho un par de descansos durante el camino.
– Muy sensato -comentó Vincenzo-. Venid, sentaos. La sirvienta os mostrará vuestras habitaciones después.
Nos sentamos a la mesa junto a la piscina. La sirvienta nos trajo copas de Pernod. El sabor anisado me recubrió la lengua y me transportó a la Marsella de 1923, cuando Bonbon y yo recorríamos la Canebière pasando por delante de los cafés. Bonbon ya estaba muy mayor y sus compañeros, Olly y Chocolat, habían fallecido. Camille se quitó las gafas de sol y se frotó los ojos. Todavía era muy hermosa, pero ya se le notaban ciertas marcas de la edad. Su piel ya no parecía de nata, tenía pecas en las mejillas y líneas de expresión que le rodeaban los ojos. Pero en mi mente ella seguía siendo la máxima diosa de la pantalla.
Tras la cena de aquella noche, Camille se quedó dormida en el sofá.
– Ha tomado demasiado el sol -comentó Vincenzo con una gran sonrisa-. Vosotros dos deberíais ir a dar un paseo por la playa.
Después de haber pasado en el coche los últimos dos días, la idea de estirar las piernas me resultaba tentadora, e hicimos caso de su sugerencia.
– Aspira este aire -le dije a André, corriendo por la tibia arena hasta el agua. Las olas burbujeaban como leche espumosa alrededor de mis tobillos-. Y mira la puesta de sol. ¡Es tan hermosa! Estoy segura de que el crepúsculo en el sur de Francia dura más que en ningún otro sitio del mundo.
André se colocó detrás de mí y me puso las manos sobre los hombros.
– Es agradable estar así, ¿verdad? Aquí, al aire libre.
– Sí que lo es -asentí-. Me recuerda a nuestro primer viaje en el Íle de France.
André apretó su mejilla contra la mía.
– Simone, voy a cumplir treinta años en diciembre. Cuando regresemos a París, voy a decirle a mi padre que nos vamos a casar.
Me volví para mirarle.
– ¿Tú crees que nos dará su bendición?
Me besó prolongadamente.
– Todo el mundo sabe que sí. El mismo sabe que dará su aprobación. He elegido a una mujer bella e inteligente que habla varios idiomas y es una elegante anfitriona. Tú estás lo menos tres escalones por encima de cualquiera de las hijas de sus amigos. Además, el hecho de que me ames y me comprendas me hará mejor empresario y mejor padre. -André apoyó su barbilla sobre mi hombro-. Él y el resto de la alta sociedad parisina saben que no ha habido ninguna otra mujer aparte de ti.
Me volví para contemplar el océano. ¿Así que era cierto? ¡Qué rápido me estaba cambiando la vida! Había disfrutado mi paso por el teatro y por el cine, pero no podía continuar a aquel ritmo para siempre. Casi tenía veintisiete años y quería tener al menos cuatro hijos. Me imaginé varias manitas minúsculas alargándose para cogerme la mía y cuatro caritas mirándome: dos niños y dos niñas.
– Ya se lo he dicho a mi madre -me confesó André.
– ¿Qué te ha dicho ella?
– Me dijo que debíamos buscar una casa.
El sol pareció quedarse congelado en el cielo y el agua alrededor de mis pies se apartó por la marea.
– ¿De verdad?
– Quizá en Neuilly o Les Vésinet. Algún lugar en el que podamos tener jardín, pero no muy lejos de la ciudad.
Así que por fin nuestra paciencia y nuestra fe estaban dando sus frutos. Monsieur Blanchard no podía negarnos la felicidad que nos habíamos ganado. Sonreí, pensando en lo maravilloso que sería que finalmente André y yo pudiéramos vivir como marido y mujer. Le había amado ardientemente durante todos aquellos años que habíamos pasado juntos, pero a veces había albergado dudas sobre si monsieur Blanchard realmente nos permitiría casarnos. Y, sin embargo, por alguna razón, todo había acabado por resolverse. Por fin iba a convertirme en la esposa de André.
André durmió hasta tarde la mañana siguiente, mientras que yo me despejé totalmente mucho antes del desayuno. Miré por la ventana el océano verde azulado y me alegré de ver a Camille sentada junto a la piscina, contemplando a Vincenzo nadar varios largos.
– Pareces tan feliz como un gato que acaba de atrapar un pajarillo -me saludó Camille, levantando la mirada desde su hamaca cuando salí al patio.
– André y yo nos vamos a casar -anuncié, olvidándome de que André me había advertido que fuera precavida con ella.
Ya habíamos esperado lo suficiente; quería comunicarle las buenas noticias a todo el mundo.
Camille pareció sobresaltarse, como si, de alguna manera, yo la hubiera insultado.
– ¿Te lo ha pedido?
Asentí. Dirigió la mirada hacia la piscina.
– ¿Estás segura? Puede que él te ame, pero no creo que sus padres lo aprueben. Este tipo de familias se casa para adquirir poder.
Su tono de voz era seco y duro. Yo vacilé, sin saber cómo reaccionar ante su falta de entusiasmo.
– Lo han sabido durante años -le respondí-. La madre de André me adora y su padre prometió que si todavía seguíamos juntos cuando André cumpliera treinta años, él nos daría su bendición.
Camille no parecía convencida. Me contempló detenidamente, observando mi cuerpo y mi atuendo. Me sentí como una niña delante de su profesora. Estaba diciéndole la verdad, pero me hizo sentir como si le estuviera mintiendo. Me di cuenta de que yo iba a conseguir lo que Camille siempre había ansiado y nunca había obtenido: alguien que les proporcionara seguridad a ella y a su hija. Siempre había ido un paso por delante de mí, pero en esto en concreto era yo la que iba a ganar.
– ¿Os ha dado monsieur Blanchard su permiso formalmente? ¿Ha hecho un comunicado público? -preguntó.
Negué con la cabeza.
– Todo eso tendrá lugar cuando André y yo regresemos a París.
El rostro de Camille adquirió una expresión más serena, pero algo extraño se le quedó en la mirada.
– Haz lo que quieras -me dijo, reclinándose en la hamaca y colocándose las gafas de sol-. Yo solo pretendía prevenirte, porque conozco a ese tipo de familias. Lo único que puedo hacer es predecir que las cosas terminarán mal para ti, incluso si te permiten casarte con él.
Comprendí que esto nos había distanciado. Camille no estaba acostumbrada a no llevarme ventaja en nuestra relación. Pero ahora que estaba a punto de casarme con André, me sentía más segura de mí misma y menos necesitada de su aprobación. Me encogí de hombros y me volví para bajar a la playa. Me contentaría con disfrutar yo sola de mi alegría si Camille no quería compartirla conmigo. Pero no pude desembarazarme del escalofrío que me produjo el tono premonitorio de sus palabras.
Tan pronto como volvimos a París, André y yo nos embarcamos en la búsqueda de una casa. Delimitamos el territorio en un mapa y nos aprendimos de memoria los nombres de las calles. Reservé las «horas de cine» para emplearlas en ponerme en contacto con agentes inmobiliarios e inspeccionar casas. Reclutamos a Odette y a Joseph, puesto que pretendíamos que se encargaran de decorar y amueblar la casa. Los cuatro recorrimos Neuilly de arriba abajo. Paul Derval sugirió que nos fijáramos en los nombres de calles y de casas con trece letras para que nos diera buena suerte, pero dejamos que Kira fuera nuestra guía. Cuando llegábamos a una casa, la colocábamos junto a la puerta. Si levantaba la cola y se introducía tranquilamente por la puerta, olfateando el camino y siguiendo el rastro con su naricilla hasta la casa, nosotros la seguíamos. Si no lo hacía, entonces no existía ninguna razón para seguir adelante.
– Te gustará esta -anunció Joseph una mañana mientras nos conducía por una calle bordeada de árboles-. El exterior y el jardín son perfectos. Y el interior lo desmantelaré para crear algo hermoso para vosotros.
Aparcó frente a una casa con paredes de color avena y postigos y columnas blancos. El jardín estaba lleno de maleza, con lilos y rosas silvestres.
– Parece tranquilo -comenté.
Coloqué a Kira junto a la puerta del jardín y vaciló un instante, olfateando el aire. Al llegar a la mediana edad, había adquirido cierto aire de matrona y era muy terca. Pero entonces avanzó y se paseó lentamente por el camino de entrada hasta la puerta principal. Los demás la vitoreamos.
– Los colores del interior son espantosos -nos advirtió Odette mientras Joseph introducía la llave en la cerradura-. Ignoradlos. Pensad en el diseño.
El recibidor era de color azul cielo con motivos dorados y el suelo de baldosas blancas y negras. Había una silla en la esquina y, tirados a su alrededor, varios libros polvorientos.
– Imagináoslo todo en beis y blanco -dijo Odette, conduciéndonos a la sala de estar-. Con maderas de color natural, líneas elegantes y un par de muebles directoire y jarrones japoneses mezclados para darle un toque suave.
– Me gusta cómo suena -comentó André mientras subíamos las escaleras hacia el piso de arriba.
Joseph abrió unas puertas dobles y nos introdujo en una habitación llena de luz con una chimenea de mármol y amplios ventanales.
– Este es el dormitorio principal.
– ¡Es enorme! -exclamé yo-. Y tiene vistas al jardín principal.
Joseph y André pasearon por el pasillo, abriendo las puertas del resto de las habitaciones mientras Odette y yo dábamos vueltas por el dormitorio principal e imaginábamos las posibilidades de decoración.
– Jean-Michel Frank me diseñó el mobiliario para una suite en madera oscura y tapicería de marfil -me contó Odette-. Algo así quedaría muy bien.
– ¡Simone, corre, ven! -gritó André desde el piso de abajo.
Odette y yo encontramos a los dos hombres en una habitación con puertas correderas que daba al jardín. André se volvió hacia mí.
– ¿No sería esta una sala de música perfecta? ¿O una sala de baile? Podríamos barnizar el suelo y… voilá! -exclamó, moviendo los brazos como si bailara un vals.
Kira apareció por debajo de una mesa, brincó por la habitación y empujó las puertas antes de escaparse hacia el jardín.
– ¿Podéis tenerla lista para finales de año? -le pregunté a Joseph.
– Por supuesto -contestó, cruzando los brazos e inspeccionando la habitación-, estaré encantado de hacerlo.
André y yo nos sonreímos. Lo único que quedaba era decírselo a monsieur Blanchard de manera formal, cosa que André pensaba hacer al mes siguiente, cuando su padre y él viajaran a Portugal por negocios.
Reduje mis compromisos laborales y, en su lugar, invertí toda mi energía en la casa. Había muy poco trabajo estructural que hacer, así que la decoración avanzó rápidamente. El esquema de colores propuesto por Odette para el interior -caramelo, vainilla, café con leche, cacao y crema- tenía un aspecto tan delicioso que a veces sentía la tentación de lamer las paredes. Aquellos tonos le darían un toque cálido al moderno mobiliario, que tenía acabados en carey, bronce y piel.
Una tarde, Odette y yo nos sentamos en la terraza para planear el diseño del jardín. No podríamos hacer mucho hasta la primavera, pero como los arreglos de la casa ya estaban en marcha, queríamos seguir avanzando.
– Tiene una visita, mademoiselle -anunció Paulette, mi sirvienta.
– ¿Quién?
– Madame Fontaine.
Miré a Odette fijamente.
– La hermana de André.
Le dije a Paulette que condujera a Guillemette a la terraza y que nos preparara el té.
– ¿Quieres que me vaya? -ofreció Odette.
Negué con la cabeza.
– No ha concertado una cita para verme, así que ¿por qué deberías irte? Además, es una bruja. No quiero enfrentarme a ella a solas. Estoy segura de que viene a decir algo desagradable sobre la casa.
Paulette volvió con Guillemette. La hermana de André ya tenía tres hijos y la maternidad no parecía haber mejorado su figura ni su temperamento. Apenas esperó a que Paulette se retirara y que le presentara a Odette para señalarme con un dedo acusador y vociferar:
– Así que se cree usted que ha triunfado, ¿verdad?
– ¿Qué quiere decir? -le pregunté.
Avanzó un paso, tratando de intimidarme. Tenía una corpulencia imponente, pero yo era más alta y me disgustaba demasiado como para sentirme amenazada por ella.
– ¿Cree que puede introducirse a la fuerza en mi familia y arrastrarnos a todos a su nivel?
Odette dejó escapar un silbido de sorpresa.
– Yo no he hecho tal cosa, no me he introducido a la fuerza en…
– Pretende usted casarse con mi hermano, ¿no es así? -me espetó, haciendo un gesto hacia la casa-. Me parece que ese es exactamente su plan.
Crucé los brazos. Recordé cómo había tratado Guillemette a mi madre y me enfureció tanto como si acabara de suceder un momento antes. Sí, yo me había labrado una carrera como artista, pero nunca había bailado desnuda. André era el único hombre con el que había estado. Y tenía suficiente dinero propio como para no necesitar la fortuna de la familia Blanchard. Lo único que pretendía era casarme con el hombre al que amaba.
– Eso -le respondí- no es asunto suyo.
Los ojos de Guillemette adquirieron un tono rojizo. Su rostro se ruborizó tanto que pensé que iba a incendiarse de un momento a otro.
– Pues claro que es asunto mío -chilló-. Tengo tres hijos y no quiero que ninguno de ellos tenga por tía a un ser inmoral. Ya la he tolerado bastante tiempo como acompañante de André, pero está claro que no la toleraré como su esposa.
Odette se puso en pie.
– Madame Fontaine, si no puede usted hablar con calma y educación, le sugiero que se marche -le dijo.
El aplomo de Odette ante la histeria de Guillemette me recordó a esos cuentos de hadas en los que una hermosa princesa debe enfrentarse a una malvada bruja. Guillemette me acusaba de tener un comportamiento abyecto, pero Odette le había demostrado que la única ordinaria allí era ella misma.
Cuando Guillemette se dio cuenta de que no podía asustarnos, se volvió para marcharse. No obstante, antes de hacerlo, me señaló con el dedo de nuevo. Estaba a punto de hablar, pero se paró en seco. En su cara se dibujó una sonrisa. Apartó a Paulette de un empujón cuando estaba saliendo a la terraza con una bandeja y entró como una exhalación en la casa. Unos minutos después, escuchamos el motor de un coche arrancando.
– Mon Dieu! -exclamó Odette-. No he conocido a nadie así antes en toda mi vida.
Sin embargo, yo no pude responderle. Me había desconcertado aquella última sonrisa de Guillemette.
El día que André debía regresar de Portugal me senté en la sala de estar toda la tarde, esperando escuchar el sonido de su coche. Había recibido un telegrama suyo para decirme que había llegado bien, pero después no había vuelto a saber nada de él. Regresó cuando ya había caído la noche, las ruedas de su automóvil crujieron sobre la gravilla y los faros brillaron a través de la ventana. Corrí a la puerta a encontrarme con él y estreché su cintura entre mis brazos, encogiéndome por el penetrante viento.
– Se avecina un vendaval -comentó, entrando en el recibidor y arrastrando con él un remolino de hojas y ramitas.
Le entregó su abrigo a Paulette.
– Ven -le dije-. La chimenea está encendida en la sala de estar. Te serviré algo de beber.
André levantó la mirada al techo y luego la paseó por las paredes y los muebles.
– Estas sillas -comentó, pasando las manos por la piel- son fantásticas. A uno le dan ganas de hundirse en ellas.
– Pues hazlo, por favor. -Le entregué una copa de coñac-. No puedo esperar para enseñarte el resto de la casa. Todas las habitaciones principales están ya terminadas.
– Después de cenar -respondió, tomando un sorbo de la copa-. No he comido nada en el tren.
– Bueno, pues entonces después de cenar.
Observé a André con más detenimiento. Estaba sonriendo, pero había algo más…, una expresión tensa en sus ojos.
– André, ¿qué ha pasado? -le pregunté, arrodillándome a su lado-. No me tengas en vilo.
Me contempló, distraído. Había interrumpido sus pensamientos, que estaban a kilómetros de distancia. «Es porque está cansado -traté de convencerme a mí misma-, no porque su padre haya cambiado de idea». No, André me habría telefoneado o escrito inmediatamente si hubiera sido así. Le había hablado sobre la visita de Guillemette antes de que se marchara a Portugal y se había reído de ello. «Guillemette reacciona como una histérica ante cualquier cosa. Nunca se ha visto que mi padre le prestara atención», había comentado.
– Déjame enseñarte el dormitorio principal -le dije-. Mañana podrás ver el resto de las habitaciones, cuando hayas descansado.
Le conduje a la planta de arriba, señalándole los espejos y los muebles que Joseph, Odette y yo habíamos elegido. Aunque se mostraba entusiasmado con todos ellos, también parecía crecer su abatimiento con cada paso que daba. La chimenea en el dormitorio estaba encendida y Kira se había hecho un ovillo sobre una alfombrilla frente a ella. André avanzó hacia la gata. Siempre que lo veía, Kira se giraba sobre el lomo para que él pudiera rascarle la panza. André se agachó hacia ella, pero se detuvo a medio camino y se dejó caer al suelo como si le hubieran disparado. Corrí hacia él. Se tapó la cara con las manos, sollozando.
– ¿Qué sucede? -le pregunté, meciéndolo entre mis brazos.
André se frotó la cara y me contempló.
– Te amo -me dijo-, quiero que estemos juntos para siempre.
Fuera, en la ventana, una ráfaga de viento sopló entre los árboles y en algún lugar oí una rama quebrándose.
El rostro de André se contrajo. Presionó su mejilla húmeda contra mi cuello.
– No te preocupes -le dije-. ¿Qué ha pasado? ¿Tu padre se ha negado a darnos su consentimiento?
– Es aún peor que eso -respondió, poniéndose en pie y trastabillando hasta la ventana-. Dice que si sigo adelante y me caso contigo, me repudiará de la familia.
Al principio, me sentí demasiado aturdida como para pronunciar palabra. Era lo más extremo que un padre podía hacerle a un hijo. Traté de pensar más despacio y con claridad. Apenas me habría sorprendido si monsieur Blanchard se hubiera negado a concedernos su permiso al principio, pero ¿a qué venía que hubiera retirado su palabra así, de repente? Si no se había tomado a Guillemette en serio, ¿"qué podía haber provocado que actuara de aquella manera?
– ¿Qué ha hecho que cambie de opinión? -le pregunté.
André sacudió la cabeza, mirándome con ojos desconcertados.
– Tiene que haber alguna forma de arreglarlo -murmuré-. Tiene que haberla.
– No, si no puedo estar contigo de forma legal.
André corrió hacia la cama y le propinó un puñetazo al colchón. «No -pensé-, por favor, no lo hagas. Por favor, no digas lo que creo que vas a decirme».
Su voz era casi inaudible por encima del aullido del viento.
– Mi padre espera que me case el año que viene, pero no contigo, Simone. Quiere que me case con la princesa de Letellier.
La tormenta todavía soplaba a la mañana siguiente cuando abrí los ojos y vi que el viento había arrancado las hojas de los árboles que había junto a la ventana. Me dolían los huesos por el agotamiento. Tenía los ojos tan hinchados que me resultaba difícil parpadear. André todavía dormía, desplomado contra mi hombro como un hombre sumido en un coma. Habíamos llorado durante horas antes de quedarnos dormidos a primeras horas de la mañana, demasiado agotados como para seguir llorando.
¿Por qué nos hacía monsieur Blanchard algo así? ¿Por qué no podía dejarnos ser felices, como lo habíamos sido durante los últimos diez años?
Me deslicé fuera de la cama y miré por la ventana. Sentí la traición de monsieur Blanchard como una bofetada en plena cara. ¿Quizá había habido algún malentendido? Recordé la sonrisa de Guillemette. ¿Acaso le había contado a su padre alguna mentira?
Cuando André se despertó, me dijo que tenía que ir a su despacho a arreglar ciertas cosas. No podía reunir el valor de mirarle a los ojos. Cuando finalmente lo hice, vi en ellos un miedo irrefrenable.
– No me importa el dinero, Simone -me confesó-, ni el poder del nombre de mi familia. Lo dejaría todo por ti. Todo. No significan nada para mí.
«Sí, André -pensé-, sé que lo harías. Pero ¿y tu madre y tu hermana? ¿Podría yo pedirte que hicieras algo así por mí?».
Cuando André se marchó, me vestí y acudí a los estudios cinematográficos. Renoir me había pedido que representara un pequeño papel en su nueva película. Había accedido como favor porque era solo un día de rodaje, pero cuando vi que el resto de los actores me miraban sobrecogidos cuando llegué al plato, me arrepentí inmediatamente. ¿Tenía la fuerza suficiente como para poder pasar por eso precisamente ahora? Apenas el día anterior me había sentido tan feliz como cualquier futura novia a punto de casarse con el amor de su vida. Ahora todo parecía estar viniéndose abajo.
Estaba decidida a que ninguno de los actores del reparto ni del equipo, ni siquiera Renoir, me vieran llorar. André y yo todavía no habíamos sido derrotados. Siempre que había un descanso, me escabullía del plato y recorría el pasillo hasta la oficina vacía de la secretaria de producción. Allí, me desplomaba en una silla y dejaba fluir las lágrimas durante unos minutos antes de recomponerme, para empolvarme la rojez del rostro y regresar a grandes zancadas al plato como si fuera la mujer más afortunada del mundo.
Cuando terminó el rodaje, Renoir se sentó conmigo en la cafetería y habló durante una hora sobre una idea que se le había ocurrido para una producción franco-estadounidense en la que yo sería la protagonista. Aunque hablaba con energía y yo asentía con entusiasmo, cuando el chófer vino a recogerme y Renoir me besó en las mejillas me di cuenta de que no era capaz de recordar ni una sola palabra de la conversación.
– ¿Va todo bien, mademoiselle? -me preguntó Paulette cuando llegué a casa.
La nota de preocupación en su voz casi provocó que me derrumbara. Traté de mantener la compostura, pero el esfuerzo hizo que mi voz sonara como si me estuviera atragantando.
– Hoy no me encuentro bien. Me voy a descansar a mi habitación.
Me tumbé en la cama y el miedo se apoderó de mí como si se tratara de niebla invernal. Nunca había considerado que el dinero pudiera ser algo que nos hiciera romper a André y a mí y, aun así, empecé a ver que era una posibilidad. Yo tenía una fortuna propia y de buena gana la habría cedido para que André pudiera montar un negocio independiente. Pero mis recursos no igualaban la riqueza de la familia Blanchard. Si a André lo repudiaba una de las familias más influyentes de Francia, aquello no jugaría a su favor. Los empresarios que necesitaran el apoyo de monsieur Blanchard padre no se mostrarían dispuestos a relacionarse con su hijo. André podía retomar su labor de representante en el mundo del espectáculo, pero ¿eso era realmente lo que quería hacer? Sabía lo mucho que había disfrutado de su trabajo a lo largo de los últimos años. ¿Podría dejar todo aquello y seguir siendo él?
Miré el reloj. Eran las cuatro en punto. Me pregunté si monsieur Blanchard todavía estaría en su despacho.
Esperaba que monsieur Blanchard me recibiera con la misma exasperación de un jefe ante el que se presenta un empleado despedido que quiere recuperar su trabajo, pero simplemente se comportó de manera evasiva.
– ¿Quiere usted un café, mademoiselle Fleurier? -me preguntó, después de ofrecerme un asiento junto a su mesa.
– Ya sabe por qué he venido.
Asintió, con la mandíbula firmemente apretada, armándose de valor para una confrontación. Aquella no era su actitud habitual; estaba acostumbrada a que monsieur Blanchard se comportara de manera petulante. Sin embargo, aquel cambio de actitud solo fue temporal. Se sentó, movió su pluma del lado izquierdo al derecho de su mesa, y de vuelta al lado izquierdo, reuniendo fuerzas.
– El hecho de que usted haya venido aquí no cambiará mi decisión -aseguró-. Un hombre en la posición de André no puede casarse con quien le apetezca. Tiene que cumplir ciertas responsabilidades. El matrimonio no es un asunto frívolo. No obstante, estoy preparado para escuchar lo que usted tenga que decirme.
– ¿El amor es una razón frívola para casarse? -le pregunté-. Si lo es, ¿por qué no se negó a permitir que nos casáramos hace años?
– El matrimonio tiene que ver con la familia, la reputación y el deber. No tiene nada que ver con el amor -me respondió monsieur Blanchard, doblando los dedos de la mano y contemplándose las uñas.
Mi impresión era cierta. Estaba tratando de ser evasivo.
– ¿Y qué es lo que le ofende de mí a su sentido de la familia, la reputación y el deber que no le ofendía hace un año? -le pregunté.
Monsieur Blanchard se frotó los ojos.
– Creo que me ha malinterpretado, mademoiselle Fleurier. Siempre me ha gustado usted. No tenía ningún inconveniente con que André sintiera cariño por usted. No tengo ningún problema con que tengan una casa en común. Es más, no me importa que tengan hijos, pero esos niños nunca llevarán el nombre Blanchard. André debe casarse con alguien que provenga de una familia de buena reputación. Sin embargo, no veo ningún problema en que un hombre tenga una hermosa amante al mismo tiempo que una esposa obediente. De hecho, lo creo incluso necesario para la felicidad conyugal masculina.
Se me encogió el estómago. Fui cayendo en la cuenta de aquella terrible idea. Era de dominio público que monsieur Blanchard tenía una amante en Lyon. ¿Sería posible que André, que no era un mujeriego como su padre, hubiera malinterpretado sus intenciones con respecto a nosotros? Quizá monsieur Blanchard había dado su bendición a nuestra relación, pero no a nuestra unión.
– Continúe -le rogué.
Monsieur Blanchard apartó la mirada de mí y la dirigió hacia la ventana.
– Usted misma tiene que reconocer que el matrimonio entre André y usted no es adecuado. ¿Quién es su familia, mademoiselle Fleurier?
Me había movido entre la alta sociedad parisina lo suficiente como para conocer bastante bien los prejuicios de clase. Mi fortuna era mayor que la de la princesa de Letellier, cuyos orígenes no eran mucho más impresionantes que los míos propios. Su abuelo materno era un pescador de sardinas que hizo fortuna y compró una flota. Su madre había ganado el título casándose con el arruinado príncipe de Letellier. Y, aun así, mi posición social se consideraba más baja que la de la princesa de Letellier porque yo había labrado mi fortuna por mí misma y las mujeres hechas a sí mismas eran una amenaza para el statu quo. Coco Chanel era la mujer más rica del mundo, pero se la desairaba y se la trataba de simple «empresaria» en los salones de la élite de París.
Independientemente de por qué hubiera acudido a monsieur Blanchard, no iba a conseguir nada de él, y hasta que hablara con André no tenía sentido prolongar mi enfrentamiento con él. Me levanté de mi asiento.
– Yo tenía un tío como usted, monsieur Blanchard -le dije-. Era terco en su determinación por hacer lo que se le antojara. Murió con nada más que remordimientos a sus espaldas.
Monsieur Blanchard me miró a los ojos.
– No oponga resistencia, mademoiselle Fleurier -me advirtió-. No salvará a André casándose con él. De hecho, conseguirá destruirlo.
Me marché del despacho de monsieur Blanchard y no miré atrás. Sin embargo, en el bulevar se me ocurrió que monsieur Blanchard no se había comportado de una manera engreída o arrogante. Había hablado como si la decisión de algún modo no estuviera en sus manos.
André se sentó en el sofá de la sala de estar, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
– ¿Así que mi padre piensa que eres aceptable como amante pero no como esposa?
Que un hombre tuviera una amante habitual no era algo fuera de lo corriente en los matrimonios de las clases altas. A las esposas no les gustaba, pero no podían oponerse a menos que estuvieran preparadas para perderlo todo conforme al Código Napoleónico. ¿Amaba lo suficiente a André como para prepararme a compartirlo con otra mujer? Hice una mueca por el dolor apabullante que sentía en el pecho, imaginándome diciéndole adiós a André con la mano mientras este conducía de vuelta a casa con su esposa y sus hijos legítimos.
– Es imposible -dijo André, acariciándome el cabello-. Te amo demasiado. Solo imaginar ser el padre de tus hijos y no poder darles mi nombre…
Unas semanas más tarde André fue a ver al conde Kessler a Lyon, donde estaba alojado con su hermana. La guerra civil española había llegado a Mallorca y los fascistas estaban ejecutando a los exiliados alemanes, por lo que el conde había regresado a Francia. Una tarde lloviznosa estaba sentada en la sala de estar cuando Paulette anunció que madame Blanchard había venido a verme. Desde la negativa de monsieur Blanchard a dejar que nos casáramos, André y yo habíamos evitado a su familia. Oscilábamos entre la realidad y un estado onírico. Habíamos pasado horas enteras en la ópera o paseando cogidos de la mano, en las que olvidábamos a lo que nos enfrentábamos y la vida parecía tan maravillosa como siempre había sido entre nosotros. Percibí que la llegada de madame Blanchard iba a resquebrajar esa frágil burbuja. De hecho, incluso antes de que Paulette abandonara la habitación, madame Blanchard se desplomó en un sofá, sollozando.
– Destruyó a Laurent y ahora pretende hacer lo mismo con André -prorrumpió.
Yo no había comido bien durante los últimos días y casi me desvanecí cuando me puse en pie. Sentí más lástima por madame Blanchard que por André o por mí misma. A fin de cuentas, ella tenía que convivir con aquel vanidoso tirano.
– Madame Blanchard -le dije, sentándome junto a ella y poniéndole la mano en la rodilla-. Usted siempre ha sido buena conmigo. Usted quería que André y yo nos casáramos, ¿verdad? Quería que fuéramos felices…
Hizo una mueca de dolor.
– Me habría sentido orgullosa de tener una nuera tan bonita como tú -respondió-. Y sé lo feliz que habrías hecho a André.
– ¿No cabe alguna posibilidad de que monsieur Blanchard cambie de opinión?
Madame Blanchard negó con la cabeza. Me recorrió un escalofrío y me volví de espaldas. Por primera vez, consideré en serio la posibilidad de perder a André. Al principio, la negativa de monsieur Blanchard nos había empujado a creer con inquebrantable convicción que nuestro amor lo superaría todo. Pero ¿y después, qué? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que las presiones externas comenzaran a conspirar contra nosotros?
– Anoche tuve un sueño terrible -confesé, a medias a madame Blanchard y a medias a mí misma-. Estaba de pie en la playa en Cannes, contemplando cómo nadaba André. Podía oírle riendo y le veía saludándome con la mano. De repente, el sonido se desvaneció. Corrí hasta el agua, pero las olas me derribaron. A André se lo estaba tragando lentamente el mar y yo no podía hacer nada para impedirlo.
– Mi marido es fuerte como un toro -comentó madame Blanchard-. Así que no es una cuestión de tiempo, pues él nos sobrevivirá a todos.
En medio de la oscuridad, las palabras de madame Blanchard me resultaron muy cómicas. Me eché a reír y a llorar al mismo tiempo. Monsieur Blanchard cumpliría su amenaza de repudiar a André si se casaba conmigo, de eso no me cabía la menor duda. Comprendía su temperamento. Los hombres como monsieur Blanchard y tío Gerome no veían a sus familias como personas, sino como posesiones.
– ¿No sería posible que André y tú fuerais felices sin estar casados? -preguntó madame Blanchard-. Él nunca amará a otra mujer tanto como a ti.
Había luchado contra esa misma pregunta día y noche. Recordaba la época de Berlín con mademoiselle Canier y sabía que no seguiría amando a André con toda mi alma si tenía que compartirlo con otra mujer. También sabía en lo más hondo de mi corazón que así era como él se sentía hacia mí. Negué con la cabeza.
– Ahora se trata de hacer una elección entre usted, Veronique y yo.
Madame Blanchard se echó hacia atrás como si la hubiera golpeado.
– No me arrebate a mi hijo, Simone -exclamó-. La elegirá a usted si le hace escoger. A Veronique y a mí no nos quedará nadie. Ya perdí a Laurent. Guillemette es una abominación, tanto, que no puedo creerme que sea hija mía, y dejé de amar a mi marido hace años. Lo único que tengo en el mundo es a André y a Veronique.
Me puse en pie y me acerqué a la ventana, reclinándome sobre el alféizar. No podía soportar el sonido de la voz de madame Blanchard, tan cargado de dolor. Me siguió y me cogió las manos.
– Ya sé que adora a André -me dijo-, pero todavía es usted joven. Un buen día encontrará a alguien a quien pueda amar. Entonces, tendrá hijos propios y comprenderá lo compasiva que ha sido usted conmigo.
Cerré firmemente los ojos.
– Nunca encontraré otro André, madame Blanchard -repliqué-. Nunca jamás.
Cuando madame Blanchard se marchó, me quedé de pie en el jardín, mirándome las manos. Hasta que escuché el timbre de la puerta de entrada no volví en mí ni me di cuenta de que los dedos se me estaban poniendo azules. Un minuto más tarde, Paulette abrió las puertas correderas para decirme que monsieur Etienne me estaba esperando en la sala de estar. Pensé que sería agradable distraer mis pensamientos de la visita de madame Blanchard. Le pedí a Paulette que nos hiciera café, pero tan pronto como entré en la sala de estar y vi la expresión de reproche pintada en el rostro de monsieur Etienne, supe que aquella visita no iba a proporcionarme ningún consuelo.
– Será mejor que me diga qué está pasando, mademoiselle Fleurier -me conminó dulcemente.
Me había acostumbrado tanto a simular que no pasaba nada que mi sonrisa forzada surgió de manera natural. Sin embargo, André y yo nos habíamos ausentado de nuestros compromisos sociales y corrían varios rumores entre la prensa. Ya llegaría el momento de pedirle a monsieur Etienne que se encargara de los periódicos; ahora no podía enfrentarme a ellos. Primero tenía que enfrentarme a mí misma, y eso, de momento, no lo estaba llevando nada bien.
– No pasa nada -respondí-, he estado muy ocupada con la casa.
Monsieur Etienne se dio cuenta de mis evasivas.
– La familia Blanchard está haciendo comunicados sobre un inminente enlace, y usted y André no dicen nada -replicó-, así que será mejor que me lo explique. Con el príncipe Eduardo y Wallis Simpson en las noticias, cualquier cosa que se parezca lo más mínimo es como carne fresca para las fieras. Quiero ayudarla, mademoiselle Fleurier. Puede que usted goce de popularidad, pero la prensa va a ser brutal.
Aquella tarde tomé un taxi hasta el Boulevard Haussmann, donde se encontraba la tienda de Odette y Joseph. Me paseé por la acera durante un momento y las piernas me temblaron con tanta violencia que me hizo falta toda la concentración posible para poner un pie detrás del otro y entrar por la puerta. Me vi reflejada en un espejo. Tenía el pelo revuelto por el vendaval y las pupilas dilatadas por el miedo. Presentaba el mismo aspecto que el rostro del conde Kessler cuando se encontró exiliado de Alemania. Contemplé un cuadro de doncellas y sátiros y los colores se desdibujaron ante mi vista desorientada. ¿Qué estaba haciendo allí? Me desplomé de rodillas.
– ¡Simone! -exclamó Joseph, levantándome del suelo. Me miró a la cara con una expresión de preocupación en el rostro-. Pasa -me dijo, poniéndome un brazo sobre los hombros y llevándome a su despacho-. Odette está en el cuarto trasero. Iré a buscarla.
– ¿Qué más ha pasado? -preguntó Odette, cogiéndome las manos y ayudándome a sentarme en una silla.
Miró a sus espaldas a Joseph, que se dispuso a preparar té. Unos días antes, le había contado a Odette que monsieur Blanchard había cambiado de opinión.
– No sé por qué estoy aquí -confesé mientras las manos me temblaban tanto que no podía coger la taza de té que Joseph me había puesto delante.
Sin embargo, mientras hablaba, vi un agujero negro abrirse ante mí y sentí que mi futuro consistiría en una heladora corriente que me barrería de un plumazo. El sueño que había albergado en mi corazón durante diez años no iba a materializarse. ¿Cómo podía? André y yo habíamos vivido en una ilusión. Yo había confiado en su opinión de que nuestro amor conquistaría el mundo, porque él era mayor que yo y tenía más experiencia. Pero ahora comprendía que él había estado tan cegado de amor como yo. La alta sociedad parisina nunca nos había apoyado, siempre había estado contra nosotros. ¿Realmente podía pedirle que abandonara a su familia y su posición social, que no volviera a ver a su madre o a Veronique nunca más? ¿Podía el amor más grande del mundo soportar tantos sacrificios?
– Si insisto en seguir con él, acabaré por destruirlo -admití.
Tan pronto como aquellas palabras surgieron de mi boca, comprendí que el poderoso vínculo que nos unía a André y a mí comenzaba a deshilacharse.
Odette me apretó el brazo. No me imaginaba que una mano tan delicada pudiera tener tanta fuerza.
– André y tú os habéis amado durante años -me dijo-. Siempre que escuches a tu fiel corazón, Simone, sabrás qué es lo que debes hacer.
Me tapé los ojos con las manos. Joseph se sentó junto a mí. Odette se quedó de pie y me rodeó con los brazos, sollozando.
– Sé fuerte, Simone. Joseph y yo te querremos independientemente de lo que decidas.
Cuando regresé a casa, entré en la sala de baile y mis tacones resonaron sobre el suelo entarimado. «¿No sería esta una sala de música perfecta? ¿O una sala de baile?» Recordé el rostro de André la primera vez que lo había visto en el Café des Singes. Me había preguntado entonces si él sería mi «cara amiga» para la que debía cantar. Diez años de recuerdos pasaron flotando ante mí: bailando en el Resi de Berlín; mi debut en el Adriana; nuestro viaje en el Íle de France cuando nos hicimos amantes…
– Íbamos a ser tan felices… -susurré.
Me volví y caminé por el pasillo, pasando la mano por los muebles. Durante un momento de confusión, vi a André avanzando a grandes zancadas hacia mí, con cuatro niñitos correteando a su alrededor, pero, antes de que me alcanzaran, él y los niños se esfumaron en el aire.
«Siempre que escuches a tu fiel corazón, Simone, sabrás qué es lo que debes hacer.»
André regresó de su visita al conde Kessler unos días después. Estaba demacrado, pero sonreía. Su sonrisa desapareció cuando vio mis maletas en el recibidor.
– ¡Simone! -exclamó, desplomándose sobre una silla.
Pretendía ser fría y cruel. Quería hacerle más fácil que me olvidara. Pero cuando le miré a aquellos ojos oscuros y vi la ternura que reflejaban, me derrumbé y caí al suelo. André se agachó junto a mí.
– Quizá lo mejor sea que no nos veamos durante un tiempo -propuso, sacando su pañuelo y secándome la frente-. Así podremos pensar con la cabeza despejada y decidir qué es lo mejor que podemos hacer.
«Pobre André -pensé-. Va a seguir esperando hasta el último minuto». Me recosté y mecí mi propio rostro entre las manos.
– Esto es lo mejor que podemos hacer, André. No tenemos ni la menor posibilidad de vencer.
Kira se frotó contra las rodillas de André. Él le acarició la cabeza y apartó la mirada.
– ¿Y qué pasa con nosotros, Simone? ¿Qué será de nuestra felicidad?
Nos quedamos en silencio durante unos minutos. Cuando André finalmente se volvió hacia mí, nos miramos fijamente a los ojos, que se nos llenaron de lágrimas. En aquel instante, supimos que nuestro sueño había terminado y que nuestro tiempo juntos había llegado a su fin.
– Hemos compartido el amor de nuestras vidas, ¿no es así, Simone? -dijo André, recorriendo con el dedo mi mejilla-. Algo mucho más precioso que lo que la mayoría de la gente llegará a conocer.
Nos habían arrebatado el futuro que André y yo nos habíamos imaginado juntos. Pero nadie podía quitarnos lo que habíamos compartido. Los recuerdos de aquellos diez años juntos serían nuestro «por siempre jamás». Durante nuestra última noche en la casa, André le pidió al chef que preparara lucio del Loira en honor a nuestra primera noche en el Íle de France. Después, hicimos el amor junto a la chimenea encendida. Recorrí con mis manos las mejillas y la barbilla de André, cada músculo y cada articulación, saboreando lo que se había convertido en algo familiar para mí con el paso de los años. Pasó la punta de los dedos por mi piel y presionó sus labios contra los míos. Paladeé el momento, olvidando el futuro lo mejor que pude. No me permití el lujo de pensar que a partir del día siguiente no volvería a sentir nunca más la presión de su pecho desnudo contra el mío o que no vería envejecer aquellos ojos oscuros. «Mi André» dejaría de ser mío; pertenecería a otra. Me atrajo hacia él y yo me aferré a su cuerpo con todas mis fuerzas, besándolo y enterrando mi rostro entre su pelo. No deseaba ver amanecer, no quería ver las primeras luces plateadas del alba que aparecieron en el cielo.
Después del desayuno, que ninguno de los dos probó, llegó el taxi y contemplamos al taxista cargando mis maletas en el maletero. Colocó a Kira en su cesta en el asiento trasero y mantuvo la portezuela abierta para que yo entrara. André me atrajo hacia sí. Nos mantuvimos abrazados durante unos segundos.
– Allá donde vayas, Simone, estés con quien estés, siempre te llevaré en mi corazón -me dijo.
– Y yo a ti en el mío.
Lentamente me separé de él y él aflojó su abrazo.
El taxista cerró la puerta cuando yo entré en el taxi. Limpié el cristal empañado de la ventanilla para ver a André. Tenía una postura tan formal que me dio la sensación de que iba a hacer un saludo militar. Solo la barbilla, que mantenía en alto, le tembló mientras luchaba por contener las lágrimas. Las puertas del jardín se abrieron de par en par y el taxi avanzó lentamente. Kira maulló. André y yo no apartamos la mirada del otro. Le observé hasta que giramos la calle y desapareció de mi vista.