Noche a finales de invierno en el lago de Torneträsk. La capa de hielo es gruesa, más de un metro. Por todo el lago, que tiene 70 kilómetros de largo, hay cabañas flotantes donde la gente se resguarda para pescar, casitas de cuatro metros cuadrados con cuchillas debajo para deslizarse sobre el hielo. Al final del invierno, los habitantes de Kiruna suben hasta el lago de Torneträsk en motonieves con las que remolcan las casitas flotantes.
Dentro de la cabaña hay una escotilla en el suelo. Se taladra un agujero en el grueso hielo y se pone un tubo de plástico alrededor de él y contra la trampilla para que el viento helado no entre en la cabaña por debajo. Después la gente se sienta a pescar a través del agujero.
Leif Pudas estaba en calzoncillos pescando en su cabaña. Eran las ocho y media de la noche. Se había tomado unas cuantas cervezas ya que era sábado. El infiernillo estaba encendido y calentaba. Hacía mucho calor. La temperatura había superado los 25 grados. También había pescado, quince truchas, pequeñas, pero aun así. También había guardado algunos pescados para el gato de su hermana.
Cuando le entraron ganas de mear sintió como una liberación porque tenía mucho calor. Resultaría agradable salir y refrescarse un poco. Se puso las botas de ir en motonieve y salió al frío y la oscuridad en calzoncillos
En cuanto abrió la puerta el viento la vapuleó violentamente.
Durante el día había hecho sol y nada de viento. Pero en las montañas el clima cambia constantemente. La tormenta movía y azotaba la puerta como un perro loco. Al principio casi no hacía viento, era como si estuviera quieto, gruñendo, buscando fuerza. Después se puso en marcha como un demonio. Se preguntaba si los goznes aguantarían. Leif Pudas cogió la puerta con las dos manos para cerrarla. Quizá debería ponerse algo de ropa. Bah, es igual, no se tarda mucho en echar una meadita.
Las rachas de viento llevaban nieve suelta. Nada de nieve blanda y en polvo, sino en forma de afilados diamantes de nieve volando. Pasaba por el suelo como si fuera un látigo blanco, rompiéndole la piel con un ritmo pausado y doloroso.
Leif Pudas buscó al lado de la cabaña un lugar donde resguardarse del viento y se puso a mear. Estaba cobijado contra el viento pero hacía un frío de narices. El escroto se le contrajo hasta convertirse en una bola dura como una piedra. De todas formas pudo orinar y pensó que la meada se quedaría helada en el aire. Que se convertiría en un arco amarillo de hielo.
Justo cuando acabó oyó como un mugido a través del viento y vio que tenía la cabaña justo en la espalda. Casi le hace caer del empujón. Después se la siguió llevando el viento, deslizándola.
Tardó unos segundos en entender lo que había ocurrido. La tormenta se había llevado la cabaña. Vio la ventana cuadrada de cálida luz en la oscuridad y cómo se alejaba de él.
Dio unos cuantos pasos corriendo en la oscuridad pero el anclaje se había soltado y la cabaña cogió velocidad. No había ninguna posibilidad de alcanzarla; se alejaba deprisa sobre las cuchillas.
Primero sólo pensó en la cabaña. La había construido él mismo con madera contrachapada y la había aislado y cubierto con aluminio. Al día siguiente, cuando la encontrara, sólo serviría para hacer fuego para el café. Esperaba que no causara daño a nadie. Entonces sí que habría que lamentarlo.
Al cabo de un momento vino una fuerte racha de viento. Casi le hizo caer al suelo. Fue cuando se dio cuenta de que estaba en peligro. Con toda la cerveza en el cuerpo, era como si tuviera la sangre justo debajo de la piel. Si no conseguía meterse en algún sitio, dentro de muy poco se quedaría congelado, en un momento.
Miró a su alrededor. Arriba, hasta la estación turística de Abisko, seguro que había un kilómetro. No llegaría. Era cuestión de minutos. ¿Dónde estaría la cabaña más cercana? La cortina de nieve y la tormenta hacían que no viera la luz de otras cabañas.
«Piensa -se dij o a sí mismo-. No des ni un puto paso sin antes utilizar la cabeza. ¿Dónde estás exactamente?»
Utilizó la cabeza durante tres segundos y notó cómo se le estaban quedando las manos heladas. Se las puso debajo de las axilas. Dio cuatro pasos desde el lugar donde se encontraba y consiguió llegar hasta la motonieve. La llave estaba en la cabaña fugitiva pero tenía una pequeña caja de herramientas debajo del asiento y la sacó.
Después pidió a alguien de las alturas que le hiciera andar en dirección hacia la cabaña vecina más cercana. No había más de veinte metros pero le entraban ganas de llorar a cada paso. De miedo a no encontrarla. En ese caso, moriría.
Buscaba la cabaña de fibra de Persson. La afilada nieve le daba contra la cara. Como miraba fijamente, se le formaba una especie de barrillo en los ojos y no veía nada con la oscuridad y la nieve, de manera que tenía que secárselos.
Pensó en su hermana. Y pensó en su anterior pareja; se lo habían pasado bien en muchos aspectos.
Casi se tropieza con la cabaña de Persson sin haberla visto. Nadie en casa. Oscuridad en las ventanas. Sacó un martillo de la caja de herramientas. Tuvo que utilizar la mano izquierda porque la derecha no la podía mover. Le dolía tremendamente por llevar cogida el asa de la caja de herramientas. Fue palpando a través de la oscuridad hasta la pequeña ventana de plástico y la rompió.
El miedo lo hacía fuerte y metió sus casi cien kilos por la ventana. Maldijo cuando se arañó el vientre contra el afilado canto de metal, pero aquello no era nada. Nunca la muerte le había resoplado tan cerca de la nuca.
Una vez dentro tenía que calentarse. Aunque estaba a resguardo del aire, dentro de la cabaña hacía frío.
Abrió cajones hasta que encontró cerillas. ¿Cómo iba a poder coger algo tan pequeño cuando tenía las manos completamente heladas? Se metió los dedos en la boca para calentarlos hasta que tuvo sensibilidad y pudo encender la lámpara de gasóleo y el infiernillo. Le temblaba el cuerpo entero y tenía escalofríos. Nunca en la vida había tenido tanto frío como ahora. Helado hasta los huesos.
– Joder, qué frío. Joder, joder, qué frío -repitió varias veces en voz alta. De alguna manera mantenía alejado el pánico. Era como si se hiciera compañía a sí mismo.
El viento entraba por la ventana como una maldición. Alcanzó un cojín que estaba inclinado contra la pared y consiguió parar la entrada de aire lo suficiente, aguantándolo entre la barra de las cortinas y la pared.
Siguió buscando y encontró un anorak rojo, que probablemente era de la señora Persson. También encontró un cajón con ropa interior. Se puso unos calzoncillos largos en las piernas y otros en la cabeza.
El calor fue apareciendo despacio. Mantenía las extremidades cerca del infiernillo. Le picaba y le dolía todo el cuerpo. Sentía un dolor de mil demonios. En una mejilla y en una oreja no tenía sensibilidad ninguna. Era un mal síntoma.
En la litera había un montón de edredones. Estaban helados pero se envolvería en ellos. Por lo menos aislaban.
«He sobrevivido -se dijo a sí mismo-. ¿Qué importa si se me cae la oreja?»
Cogió un edredón de la litera. Tenía un estampado de flores grandes en distintos tonos de azul, una reliquia de los años setenta.
Y debajo había una mujer. Tenía los ojos abiertos y, al estar congelados, blancos como el hielo. En la barbilla y en las manos tenía algo parecido a una papilla, o quizá era vómito. Llevaba puesto un chándal. En la chaqueta había una mancha roja.
No gritó. Ni siquiera se sorprendió. Era como si estuviera saturado por todo lo que le había pasado.
– Pero, joder -dijo simplemente.
Lo que sintió en el cuerpo se parecía a lo que te pasa cuando ves a un cachorro que se mea por centésima vez dentro de casa. Resignación porque todo es una mierda.
Se sobrepuso al impulso de volver a ponerle encima el edredón y olvidarse de ella.
Después se sentó a pensar. ¿Qué cojones iba a hacer ahora? Naturalmente tenía que ir a la estación turística. Aunque no tuviera muchas ganas de andar en la oscuridad. No tenía otra elección. Por otra parte, tampoco quería estar allí descongelándose junto a ella.
Sea como fuera, tenía que quedarse sentado un momento. Hasta que dejara de sentir tanto frío.
Entre ellos se creó una especie de comunión. Ella le hizo compañía durante la hora que estuvo sentado sufriendo dolor en todo el cuerpo a medida que entraba de nuevo el calor. Puso las manos a calentar contra el infiernillo de gasóleo.
No dijo nada. Y ella tampoco.
La inspectora jefe, Anna-Maria Mella, y su compañero Sven-Erik Stålnacke llegaron al lugar del hallazgo a las doce menos cuarto de la noche del sábado. La policía había tomado prestados dos motonieve de la estación turística de Abisko. Una remolcaba un trineo. Uno de los guías turísticos se había ofrecido a ayudarles y bajaba a los dos policías a través de la tormenta y la oscuridad.
Leif Pudas, que había encontrado el cuerpo, estaba en la estación turística de Abisko y ya había sido interrogado por los de la unidad móvil, que habían sido los primeros en llegar al lugar.
Cuando Leif Pudas llegó a la estación turística, la recepción estaba cerrada. El personal del pub tardó un rato en tomárselo en serio. Era sábado por la noche y, por lo visto, allí estaban acostumbrados a la ropa informal. La gente podía quitarse el mono polar de conducir la motonieve y quedarse a tomar cerveza en ropa interior. Pero Leif Pudas había llegado con botas y vestido con un anorak de mujer que le llegaba sólo hasta el ombligo, y con unos calzoncillos largos en la cabeza a modo de turbante.
Entendieron que algo grave había ocurrido cuando rompió a llorar. Primero escucharon y después se hicieron cargo de él mientras llamaban a la policía.
Dijo que había encontrado a una mujer muerta y repitió varias veces que no era su cabaña. A pesar de ello, pensaron que se trataba de un hombre que había matado a su mujer. Nadie había querido mirarlo directamente a los ojos. Se quedó solo sentado y llorando sin molestar a nadie hasta que llegó la policía.
Fue imposible precintar la zona alrededor de la cabaña. El viento se llevaba la cinta constantemente. Lo que hicieron fue atar una cinta amarilla y negra alrededor de la cabaña. La rodearon como si fuera un paquete. Después empezaron a temblar a causa del frío viento. Los de la Científica habían llegado y trabajaban en la pequeña superficie a la luz de unos focos y la tenue iluminación de la lámpara de gasóleo que ofrecía la cabaña.
Dentro de la cabaña no cabían más de dos personas. Mientras trabajaban los de la Científica, Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke se quedaron fuera intentando mantenerse en movimiento.
Era completamente imposible oír lo que se decían el uno al otro a través de la tormenta y de los gruesos gorros que llevaban puestos. Hasta Sven-Erik llevaba un gorro con orejeras. Normalmente no llevaba nada en la cabeza aunque fuera pleno invierno. Se gritaban el uno al otro y se movían como gordos muñecos de Michelin con sus monos de ir en motonieve.
– Mira -le chilló Anna-Maria-. Esto es ridículo.
Extendió los brazos y se quedó como una vela contra el viento. Era una mujer pequeña, no pesaba demasiado. Además, la nieve se había derretido durante el día para después congelarse y convertirse en brillante hielo por la noche. Cuando se puso de aquella manera el viento la empujó y empezó a desplazarla despacio.
Sven-Erik se echó a reír y aparentó apresurarse para cogerla antes de que se la llevara hasta la otra orilla del lago.
Los de la Científica salieron de la cabaña.
– De todas formas, éste no es el lugar del crimen -gritó uno de ellos a Anna-Maria Mella-. Parece ser que le clavaron un cuchillo. Pero, lo dicho, no parece haber sido aquí. Podéis llevaros el cuerpo. Nosotros continuaremos mañana cuando se pueda ver algo.
– Y para que no se nos hiele el culo -gritó el compañero, que llevaba una ropa demasiado ligera.
Los de la Científica se sentaron en el trineo que remolcaba la motonieve y fueron llevados de vuelta a la estación turística.
Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke entraron en la cabaña.
Aquello era muy pequeño y hacía frío.
– Por lo menos no tenemos que aguantar el puto viento -dijo Sven-Erik cerrando la puerta-. Así. Ahora podremos hablar sin gritarnos.
La pequeña mesa abatible que estaba atornillada a la pared tenía un forro imitando a la madera. Las sillas, cuatro, eran de plástico blanco y estaban apiladas una dentro de otra. Había una cocinilla y un pequeño fregadero. En el suelo había una cortinilla de cocina a cuadros blancos y rojos junto a unas flores artificiales de tela en un florero de cerámica, bajo la ventana de plexiglás. Un cojín apretujado resguardaba del viento que quería entrar a través de la ventana.
Sven-Erik abrió el armario. Dentro había un infiernillo. Volvió a cerrarlo.
– Anda, esto no lo habíamos visto -dijo.
Anna-Maria miró a la mujer que estaba en la litera.
– ¿Uno setenta y cinco? -preguntó.
Sven-Erik asintió con la cabeza mientras se quitaba unos trozos de hielo que se le habían formado en el bigote.
Anna-Maria sacó la grabadora del bolsillo. Se peleó con ella un momento porque las baterías se habían enfriado y no querían funcionar.
– Venga, dale -le decía al aparato, que acercó al infiernillo que luchaba valiente para calentar el interior de la cabaña, a pesar de la ventana rota y de la gran rendija de la puerta.
Cuando puso el aparato en marcha dictó una descripción.
– Mujer, rubia, con melena estilo paje, de unos cuarenta años… Es bonita, ¿verdad?
Sven-Erik asintió con un murmullo.
– Pues a mí me parece bonita. Uno setenta y cinco de altura, delgada, grandes pechos. No lleva anillos ni otras joyas. El color de los ojos es difícil decirlo en esta situación, quizá el médico forense… Chaqueta de chándal azul claro, cortaviento, con probables manchas de sangre, pero lo sabremos dentro de poco. Pantalones a juego y zapatillas para correr.
Anna-Maria se inclinó sobre la mujer.
– Va maquillada, lápiz de labios, sombra de ojos y rímel -siguió grabando-. ¿No es extraño si iba a entrenar? ¿Y por qué no lleva gorro?
– Hoy ha hecho un buen día y mucho calor, y ayer también -respondió Sven-Erik-. Mientras no haga viento…
– Pero ¡si estamos en pleno invierno! Tú eres el único que nunca lleva gorro. De todas formas la ropa no parece barata y ella tampoco. De alguna manera tiene estilo.
Anna-Maria apagó la grabadora.
– Esta misma noche iremos a llamar a algunas puertas. La de la estación turística y las de la zona este de Abisko. Preguntaremos también a los comerciantes si saben algo. Alguien debe de haber denunciado su desaparición, digo yo.
– A mí me parece que la conozco de algo -dijo Sven-Erik reflexivo.
Anna-Maria asintió con la cabeza.
– Entonces quizá sea alguien de Kiruna. Piensa un poco. Alguien que hayas visto en alguna parte. ¿En el dentista? ¿Una dependienta? ¿En el banco?
Sven-Erik sacudió la cabeza.
– Vale ya -replicó-. Ya me saldrá si me sale.
– También tenemos que ir a ver todas las cabañas de pesca -añadió Anna-Maria.
– Sí, en medio de esta puta tormenta.
– Aun así.
– Claro que sí.
Se miraron un momento.
Sven-Erik parecía cansado, pensó Anna-Maria. Cansado y deprimido. Le ocurría con las mujeres muertas. Sobre todo, en circunstancias trágicas. Podían estar muertas de una paliza en la cocina mientras el marido lloraba desconsolado en el dormitorio. Y aún se podía dar gracias si no tenían niños pequeños que lo hubieran presenciado todo.
A ella nunca le afectaba tanto, bueno sí, si se trataba de niños. Niños y animales, a eso no se llegaba a acostumbrar nunca. Pero un asesinato como éste, no. Tampoco es que se alegrara o pensara que sólo era una persona muerta. No era eso. Pero un asesinato como éste… era algo que exigiría toda su atención. Y ella podría dedicarse por completo.
Sonrió para sí misma al ver el gran bigote mojado de Sven-Erik. Parecía un animal atropellado en la carretera. Últimamente lo llevaba bastante crecido y sin arreglar. Se preguntó si realmente no estaba demasiado solo. Su hija vivía en Luleå con su propia familia. Seguro que no se veían a menudo.
Y hacía un año y medio que había desaparecido el gato que tenía. Anna-Maria intentó convencerlo para que se hiciera con otro, pero Sven-Erik se negó en rotundo. «Sólo son molestias -le dijo-. Te ata mucho.» Ella sabía lo que aquello significaba. Se quería proteger de aquel dolor en el corazón. Dios sabe lo que se había preocupado por Manne hasta que finalmente perdió las esperanzas y dejó de hablar del gato.
«Fue una lástima», pensó Anna-Maria. Sven-Erik era un buen hombre. Sería una buena pareja para una mujer. Y un buen amo para cualquier animal. Él y Anna-Maria se avenían bien pero a ninguno de los dos se le ocurriría relacionarse fuera del trabajo. No sólo porque él era mucho mayor, simplemente no tenían mucho en común. Si se encontraban por casualidad en la ciudad o en la tienda cuando no estaban de servicio, no sabían qué decir. Sin embargo, en el trabajo se pasaban el día hablando y se encontraban la mar de a gusto el uno con el otro.
Sven-Erik miró a Anna-Maria. Realmente era una mujer pequeña, poco más de metro y medio. Casi desaparecía en el enorme mono de ir en motonieve. El pelo largo y rubio, aplastado por el gorro. No le importaba. No era de maquillarse y cosas así. Tampoco tenía tiempo. Cuatro hijos y un marido que no parecía que hiciera mucho en casa. Aparte de eso, no había más problemas con Robert. Anna-Maria y él parecían estar bien juntos. Sólo que él era un poco vago.
Aunque ¿cuánto había colaborado él en su casa cuando estaba casado con Hjördis? Pues no lo recordaba. Lo que sí recordaba era que no sabía cocinar al principio, cuando empezó a vivir solo.
– Bueno, pues -dijo Anna-Maria-. ¿Nos vamos tú y yo a través de la tormenta a ver todas las cabañas y los otros que vayan al pueblo y a la estación turística?
Sven-Erik sonrió.
– Será lo mejor. De todas formas ya se ha estropeado la noche del sábado.
En realidad no se había estropeado. ¿Qué hubiera hecho, si no? Habría mirado la tele y quizá hubiera estado un rato en la sauna del vecino. Lo mismo de siempre.
– Es verdad -respondió Anna-Maria mientras se subía la cremallera del mono.
Aunque ella no sentía lo mismo. Aquella noche del sábado no estaba perdida para ella. Un caballero no puede quedarse en casa al abrigo de la familia. Así se vuelve una loca. Tiene que salir y sacar la espada. Volver a casa, cansada y llena de aventuras. Con su familia que seguramente le ha dejado los cartones de la pizza y las botellas de plástico amontonados encima de la mesa de la sala de estar. Pero daba lo mismo. Eso era lo mejor de la vida, llamar a las puertas en la oscuridad y sobre el hielo.
– Espero que no tuviera hijos -dijo Anna-Maria aates de meterse de Ueno en el viento.
Sven-Erik no contestó. Le daba un poco de vergüenza. Él no había pensado en los hijos. Todo lo que había pensado era que esperaba que no hubiera un gato encerrado en un piso en alguna parte esperando a su ama.
Noviembre de 2003
Rebecka Martinsson recibe el alta del departamento de psiquiatría del hospital de Sant Göran y coge el tren hasta Kiruna. En estos momentos está sentada en un taxi delante de la casa de su abuela paterna en Kurravaara.
Desde que murió la abuela, la casa pertenece a Rebecka y a su tío Affe. Es una casa hecha de fibrocemento gris y está junto al río. Los suelos de linóleo están gastados y las paredes tienen manchas de humedad.
Antes, la casa olía a viejo pero estaba habitada. Eran constantes los olores de fondo de botas de agua, establo, comida y hornadas. Los olores a seguridad de la abuela. Y de su padre, claro, en aquellos tiempos. Ahora, la casa huele a abandono y a cerrado. El sótano está forrado de aislamiento de fibra de vidrio para mantener alejado el frío del suelo.
El taxista mete sus maletas. Le pregunta si van al piso de arriba o al de abajo.
– Arriba -le responde.
En el piso de arriba era donde vivía la abuela.
Su padre vivía en el piso de abajo. Allí están los muebles en un sueño extraño y tranquilo bajo grandes sábanas blancas. La mujer del tío Affe, Inga-Britt, utiliza el piso de abajo como trastero. Aquí se van amontonando más y más cajas de cartón de plátanos con libros y ropa. Aquí almacena Inga-Britt sillas viejas que ha conseguido baratas y que restaurará en algún momento. Los muebles de su padre debajo de las sábanas se van arrimando cada vez más a las paredes.
Da lo mismo que no tenga el aspecto de antes. Para Rebecka el piso de abajo no ha cambiado.
Su padre lleva muerto muchos años pero en cuanto entra por aquella puerta lo ve sentado en el sofá de la cocina. Es la hora del desayuno arriba, en casa de la abuela. Él la ha oído llegar por la escalera y se ha puesto de pie de inmediato. Lleva puestas la camisa de franela a cuadros negros y rojos y una chaqueta marca Helly-Hansen de color azul. Lleva los pantalones de trabajo azules de nylon forrados metidos dentro de los calcetines gruesos y largos de lana que la abuela le ha hecho a media. Tiene los ojos un poco hinchados. Cuando la ve se rasca la barba incipiente y sonríe.
Ahora ve muchas más cosas que antes. ¿O las veía entonces? Que se mesara la barba con la mano. Ahora se da cuenta que era un gesto como de vergüenza. ¿Qué le importaba a ella que no se afeitara o que hubiera dormido con la ropa puesta? Ni pizca. Está guapo, guapo.
Y la lata de cerveza que está sobre la encimera de la cocina. Está tan usada y tan desgastada. Hace tiempo que contuvo cerveza aunque ahora bebe algo más que eso, pero quiere que los vecinos crean que es cerveza ligera.
Quiere decirle que a ella no le importó nunca. Era mamá la que se ponía furiosa. Realmente yo te quería de verdad.
El taxi se ha ido. Ha encendido la chimenea y ha puesto en marcha el radiador.
Está tumbada de espaldas en la cocina sobre una alfombra de trapo de la abuela. Con la mirada sigue una mosca. Zumba atormentada y con un ruido fuerte. Se da pesadamente, como ciega, contra el techo. Así se quedan las que se despiertan porque de pronto hace calor en la casa. Con un sonido atormentado y alto y un vuelo defectuoso y lento. Ahora aterriza en la pared, anda de un lado a otro débil y sin objetivo. No tiene ninguna capacidad de reacción. Probablemente la pudiera matar de un manotazo. Así no tendría que oír el ruido. Pero no tiene fuerzas. Se queda allí tumbada mirando. De todas formas seguro que se muere dentro de nada. Después ya la barrerá.
Diciembre de 2003
Es martes. Rebecka va todos los martes a la ciudad a ver a una terapeuta y recoger su dosis semanal de Cipramil. La terapeuta es una mujer de unos cuarenta años. Rebecka intenta no menospreciarla. No puede dejar de mirarle los zapatos y pensar que son «baratos» y que la chaqueta le sienta mal.
Pero el desprecio es traidor. De pronto se da la vuelta y dice: ¿Y tú, que ni siquiera trabajas?
La terapeuta le pide que le hable de su niñez.
– ¿Por qué? -le responde Rebecka-. No es por eso por lo que estoy aquí, ¿no?
– ¿Por qué crees tú que estás aquí?
Está muy cansada de las contra preguntas profesionales. Observa la alfombra para esconder la mirada.
¿Qué podría explicar? El mínimo hecho es como un botón rojo. Si lo presionas no se sabe qué va a ocurrir. Recuerdas cómo bebías un vaso de leche y después viene todo lo demás.
«No pienso chapotear en todo eso», piensa y fulmina con odio el paquete de pañuelos de papel que siempre está dispuesto sobre la mesa que hay entre ellas.
Se ve desde fuera. No puede trabajar. Se sienta en la fría taza del váter por la mañana y presiona las pastillas para sacarlas del envase, con miedo de qué pasaría si no lo hiciera.
Las palabras son muchas. Embarazoso, patético, lamentable, asqueroso, repugnante, carga, locura, enferma. Asesina.
Tiene que ser un poco agradable con la terapeuta. Complaciente. Mejorando. No siempre tan pesada.
«Le voy a explicar algo -piensa-. La próxima vez.»
Podría mentir. Ya lo ha hecho antes.
«Podría decirle: Mi madre. Creo que no me quería.»
Y realmente quizá no sea una mentira. Sino una pequeña verdad. Pero esta verdad esconde la gran verdad:
«No lloré cuando murió -piensa Rebecka-. Tenía once años y me sentí fría como el hielo. En el fondo hay algo que está mal dentro de mí.»
Nochevieja de 2003
Rebecka celebra la Nochevieja con Bella, la perra de Sivving Fjällborg. Sivving es su vecino. Era amigo de su abuela cuando Rebecka era pequeña.
Le preguntó a Rebecka si quería ir con él a casa de su hija Lena y de su familia. Rebecka buscó excusas y él no insistió. Le dejó a la perra. No suele haber problemas cuado se hace cargo de Bella. Él le dijo que necesitaba que alguien la vigilara pero, en realidad, es Rebecka la que necesita que la vigilen. Es igual. Rebecka se alegra de la compañía.
Bella es una vivaracha vorsteh. Está loca por la comida como todos los de su raza y estaría gorda como una vaca si no estuviera siempre moviéndose. Sivving deja que corra todo lo que quiera junto al río y suele pedirle a los del pueblo que se la lleven de caza. Dentro de casa no para, siempre de un lado para otro hasta que te vuelves loca. Se levanta y empieza a ladrar en cuanto oye el mínimo ruido. Pero esa actividad constante la mantiene delgada como un palo. Debajo de la piel se le marcan claramente las costillas.
Casi siempre es un castigo estar tumbada pero en estos momentos Bella ronca sobre la cama de Rebecka. Ésta ha esquiado junto al río durante horas. Al principio arrastraba a Bella, y luego la ha dejado suelta para que corriera. Corría como una loca de un lado a otro levantando la nieve. Los últimos kilómetros andaba al paso tras las huellas de Rebecka.
A eso de las diez ha llamado Måns, su jefe de la oficina.
Cuando oye su voz, se pasa la mano por la melena. Como si la pudiera ver.
Ha pensado en él. A menudo. Y cree que cuando estaba hospitalizada llamó y preguntó por ella. Pero no está segura. Lo recuerda tan mal. Le parece que le dijo a la enfermera de la planta que no quería hablar con él. Los electrochoques la confundían y la memoria inmediata desaparecía. Era como una vieja que podía decir las mismas cosas una y otra vez en un plazo de cinco minutos. Entonces no quería tener contacto con nadie. Y con Måns menos. No quería que la viera de aquella manera.
– ¿Cómo va todo? -le pregunta.
– Bien -responde ella sintiéndose por dentro como un puto organillo cuando oye su propia voz-. ¿Y tú?
– Bien, joder, muy bien.
Ahora le toca hablar a ella. Intenta encontrar algo de interés, mejor si es divertido, pero en la cabeza se le ha parado todo.
– Estoy en un hotel en Barcelona -le informa él finalmente.
– Yo estoy mirando la tele con el perro de mi vecino. Él está celebrando la Navidad con su hija.
Måns no responde de inmediato. Tarda un segundo. Rebecka escucha. Después volverá a ese segundo de silencio una y otra vez como si fuera una adolescente. ¿Significa algo? ¿Qué? ¿Una pincelada de celos hacia el desconocido hombre del perro?
– ¿Y quién es ese tío? -pregunta Måns.
– Pues es Sivving. Está jubilado y vive en la casa del otro lado del camino.
Le habla de Sivving. Que vive en el sótano de la casa con su perro. Porque así todo es más sencillo. Allí tiene todo lo que necesita, tanto nevera como ducha y cocinilla. Y menos problemas para limpiar si no se dejan las cosas por todas partes. Y le explica de dónde le viene el nombre. Que en realidad se llama Erik, pero su madre, en un ataque de orgullo, dejó que escribieran su título de ingeniero civil en la guía telefónica: «civ. ing.». Y aquello lo castigó el pueblo de inmediato con la ley de que nadie debe creerse superior. Así que empezaron con el «Mira, si es el mismísimo civ. ing. de visita».
Måns se echa a reír. Y ella también. Y se ríen un poco más, porque no tienen mucho más que decir. Le pregunta si hace frío. Ella se levanta del sofá y mira el termómetro.
– Treinta y dos grados.
– ¡Joder!
De nuevo el silencio. Demasiado largo. Después él añade con rapidez:
– Bueno, te llamaba para desearte feliz año nuevo… todavía soy tu jefe.
«¿Qué es lo que quiere decir con eso? -se pregunta Rebecka-. ¿Es que llama a todos los que trabajan para él? ¿O sólo a los que él sabe que no tienen nada más que el trabajo? ¿O es que se preocupa por mí?»
– Feliz año nuevo para ti también -responde y, como aquellas palabras están al límite de la formalidad, permite que la voz le salga tierna.
– Bueno… voy a salir a ver los fuegos artificiales…
– Sí, yo también tengo que sacar al perro…
Cuando han colgado se queda sentada con el teléfono en la mano. ¿Estaba solo en Barcelona? Seguro que no. El final ha sido demasiado rápido. ¿Oyó una puerta? ¿Había entrado alguien? ¿Fue por eso por lo que se despidió de forma tan abrupta?
Junio de 2004
Fue una suerte para Rebecka Martinsson no ver al fiscal jefe, Alf Björnfot, suplicar para que la emplearan. En ese caso, su orgullo le hubiera hecho rechazar el trabajo.
El fiscal jefe, Alf Björnfot, va a ver a su superior a, la jefa de la fiscalía, Margareta Huuva, a la hora de comer, después del trabajo. Elige un lugar con auténticas servilletas de lino y flores naturales en los jarrones de las mesas.
Margareta Huuva se pone de buen humor. Además, el muchacho que va a servirles le aparta la silla y le hace un cumplido.
Se podía pensar que aquello era una cita. Una pareja que se ha encontrado tarde en la vida, los dos con más de sesenta años.
La jefa de la fiscalía, Margareta Huuva, es una mujer baja y algo corpulenta. Le queda bien el cabello plateado muy corto y el color de su pintalabios hace juego con el polo de color rosa que lleva debajo de la americana azul.
Cuando Alf Björnfot se sienta, se da cuenta de que los pantalones de pana que lleva tienen las rodilleras gastadas. Las tapetas de los bolsillos de la americana siempre las tiene medio metidas. Cuando se guarda cosas, siempre están en medio y por eso se quedan así.
– No te metas tantas mierdas en los bolsillos -suele ordenarle su hija cuando intenta aplanar las arrugadas tapetas.
Margareta Huuva le pide a Alf Björnfot que le explique por qué quiere emplear a Rebecka Martinsson.
– Necesito a una persona en mi distrito que sepa de delincuencia económica -le aclara-. La empresa LKAB no hace más que subcontratar, de manera que allá arriba tenemos cada vez más empresas y más embrollos económicos que resolver. Si conseguimos convencer a Rebecka Martinsson tendremos mucho abogado por lo que le paguemos. Trabajó en uno de los mejores bufetes de Suecia antes de venir a vivir aquí.
– Antes de que cayera enferma psíquicamente, quieres decir -replicó Margareta Huuva perspicaz-. Realmente, ¿qué es lo que le pasó?
– Yo no estaba, pero mató a aquellos tres hombres de Jiekajärvi hace poco más de dos años. Estaba claro que había sido en defensa propia, así que nunca se habló de acusación. Bueno… y cuando empezaba a recuperarse pasó lo de Poikkijärvi. Lars-Gunnar Vinsa la encerró en el sótano, luego mató a su hijo y después se suicidó. Cuando ella vio al chico, se vino abajo.
– La encerraron en un psiquiátrico.
– Sí. Estaba que no sabía dónde tenía la mano derecha.
Alf Björnfot se queda callado y piensa en lo que le explicaron los inspectores de policía, Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke. Que Rebecka Martinsson gritaba como una loca. Que veía cosas y gente que no estaban. Cómo la tuvieron que coger para que no se tirara al río.
– Y tú quieres que la nombre fiscal de refuerzo.
– Ya está bien. Esta oportunidad no se presentará más. Si no le hubiera ocurrido todo eso, estaría en Estocolmo ganando un montón de dinero. Pero ha vuelto a casa. Y creo que ya no quiere seguir trabajando para el bufete.
– Carl von Post dice que no hizo un buen trabajo como representante de Sanna Strandgård.
– Porque limpió el suelo con él, por eso. No debes hacerle caso. Ese tipo se cree el ombligo del mundo.
Margareta Huuva sonríe y mira el plato. Ella no tiene ningún problema con Cari von Post. Es de esos tipos amables con sus superiores. Claro que es un mierdecilla egocéntrico. Ella no es tan tonta como para no verlo.
– Bueno, seis meses. Para empezar.
El fiscal jefe Alf Björnfot suspira.
– Ni hablar. Es abogada y gana más del doble que yo. No le puedo ofrecer un empleo de prueba.
– Abogada o no, en estos momentos no sabemos si puede clasificar la fruta en un súper. Un tiempo de prueba y punto.
Y fue lo que se decidió. Luego pasaron a temas más agradables: cotilleos sobre compañeros, policías, jueces y políticos locales.
Una semana más tarde el fiscal jefe, Alf Björnfot, está sentado junto a Rebecka Martinsson en la escalera de la casa de Kurravaara.
Las golondrinas vuelan como cuchillos lanzados al cielo. Se las oye cuando se meten debajo del tejado del establo. Después, vuelven a salir y dejan a los polluelos pidiendo más comida.
Rebecka mira a Alf Björnfot. Un hombre de unos sesenta años, pantalones feos y gafas para leer que le cuelgan de un cordón alrededor del cuello. Parece un hombre simpático. Se pregunta si hace bien su trabajo.
Toman café en taza grande y ella lo invita a galletas digestivas directamente del paquete. Él ha ido hasta allí para ofrecerle el nombramiento como fiscal de refuerzo de Kiruna.
– Necesito a alguien capaz -le dice simplemente-. Alguien que se quede.
Mientras ella responde él cierra los ojos con la cara vuelta hacia el sol. No le queda mucho pelo y se le ven las manchas de la edad arriba, en la coronilla.
– No sé si puedo seguir con ese tipo de trabajo -se sincera Rebecka-. No confío en mi cabeza.
– Pero seguro que no es un desperdicio intentarlo -le responde él sin abrir los ojos-. Prueba seis meses. Si no puedes pues no puedes.
– Me volví loca. ¿Lo sabes, verdad?
– Claro que lo sé. Conozco a los policías que te encontraron.
De nuevo le recuerdan que es un tema de conversación.
El fiscal jefe Björnfot sigue con los ojos cerrados. Piensa en lo que acaba de decir. ¿Debería haber dicho otra cosa? No, a esta chica hay que irle de cara, lo ve muy claro.
– ¿Son ellos los que te han dicho que he vuelto? -le pregunta.
– Sí, uno de los policías tiene un primo que vive aquí en Kurravaara.
Rebecka se echa a reír. Una risa sin alegría y seca.
– Sólo yo no sé nada de nadie. Fue demasiado para mí -añade-. Nalle allí muerto sobre la grava. De verdad que le tenía aprecio. Y su padre… creí que iba a matarme.
Él emite un gruñido como respuesta. Los ojos todavía cerrados. Rebecka aprovecha para observarlo con tranquilidad. Es fácil hablar con él si no la mira.
– Es una de esas cosas que uno cree que nunca van a ocurrirle. Al principio tenía mucho miedo de que volviera a pasar. Y tener que quedarme allí. Vivir en una pesadilla el resto de mi vida.
– ¿Todavía tienes miedo de que te vuelva a ocurrir?
– ¿Quieres decir en cualquier momento? Atravesar la calle y… ¡plaf!
Ella abre y cierra la mano, estira los dedos, como para ilustrar unos fuegos artificiales de locura.
– No -continúa-. Era entonces cuando necesitaba la locura. La realidad era demasiado pesada.
– De todas maneras a mí todo eso no me preocupa -le dice Alf Björnfot.
Ahora la mira.
– Necesito buenos fiscales.
Se queda callado. Luego vuelve a hablar. Mucho tiempo después Rebecka recordará sus palabras y pensará que aquel hombre sabía exactamente lo que hacía. Cómo manejarla. Descubrirá que es un hombre que conoce a la gente.
– Aunque lo cierto es que comprendo que tengas dudas. El lugar de trabajo es en Kiruna, así que será un trabajo jodidamente solitario. Los demás fiscales están en Gällivare y en Luleå y sólo vienen cuando se celebran los juicios. La idea es que te hagas cargo de la mayor parte de los juzgados de primera instancia. Una secretaria de fiscales irá una vez a la semana para expedir las solicitudes de juicios y cosas así. De modo que es aislado.
Rebecka le promete pensarlo aunque aquello de trabajar sola la decide. No tener que estar con gente a su alrededor. Eso y el hecho de que un funcionario de la Seguridad Social la llamó hace una semana para hablar de empezar un entrenamiento para integrarse poco a poco a la vida laboral. En aquel momento Rebecka se sintió enferma de miedo. Ponerla con un grupo de gente que padece el síndrome del agotamiento para hacer cursos de informática o de piensa-en-positivo.
– Se acabó la buena vida -le explica a Sivving por la noche-. Puedo probar lo de la fiscalía igual que cualquier otra cosa.
Sivving está junto a la cocinilla dándole la vuelta a unas rodajas de morcilla.
– Deja de darle pan a la perra por debajo de la mesa -le dice-. Que te veo. Así que de abogada, ¿eh?
– Nunca más.
Piensa en Måns. Ahora tendrá que despedirse. Por una parte le resulta agradable. Se ha sentido como una carga para el bufete durante mucho tiempo. Claro que él entonces desaparecerá para siempre
«Mejor -se dice a sí misma-. ¿Cómo sería una vida junto a él? Le miraría los bolsillos cuando duerme en busca de recibos y corbatas manchadas para saber si ha estado en el bar bebiendo. Las huellas aterran, dicen. ¿Se pueden tener peores relaciones? Poco y mal contacto con sus hijos adultos. Separado. Sólo relaciones cortas.»
Hace una lista de sus defectos. No le ayuda en absoluto.
Cuando trabajaba para él ocurría que a veces la rozaba de alguna manera. «Buen trabajo, Martinsson», y el roce. La mano en la parte superior de su brazo. Una vez una rápida caricia en el pelo.
«Voy a dejar de pensar en él -se ordena a sí misma-. Me atonta. La cabeza entera ocupada por un hombre, sus manos, su boca, por detrás y por delante y todo lo demás. Pueden pasar meses sin que una tenga un pensamiento sensato.»