VIERNES

21 de Marzo de 2005

Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke aparcaron él Passat delante del par de verjas del camino que llevaba a Regla. Eran las diez de la mañana. Habían tomado un vuelo unas horas antes en Kiruna y habían alquilado el coche en el aeropuerto de Arlanda, en Estocolmo.

– Vaya fuerte -dijo Anna-Maria echando un vistazo por entre la verja, desde la cual se veía la otra y el muro que rodeaba la casa solariega-. ¿Cómo va esto?

Estudió el interfono unos instantes y después pulsó el botón que tenía dibujado un teléfono. Al cabo de un momento se oyó una voz que les preguntaba quiénes eran y qué querían.

Anna-Maria Mella se presentó a ella y a Sven-Erik y expuso sus intenciones: querían hablar con Diddi Wattrang o con Mauri Kallis.

La voz del interfono les pidió que esperaran un momento, y estuvieron allí un cuarto de hora.

– ¿Qué están haciendo? -resopló Anna-Maria pulsando el botón como una enloquecida, pero ya no respondía nadie.

Sven-Erik se apartó un poco para «cambiarle el agua al canario».

«Qué sitio tan bonito», pensó. Encinas retorcidas y árboles cuyos nombres desconocía. No había nieve. Había anémonas de bosque y escilas que empezaban a brotar por entre el manto marrón de hojas del año anterior. Olía a primavera. El sol brillaba. Pensó en su gatita. En la gatita y en Airi, que le había dicho que se podía ocupar de la boxeadora cuando hiciera falta, pero en esta ocasión Rebecka Martinsson había sido muy rápida en ofrecerse. Y casi que mejor así. ¿Qué pensaría Airi si se llevara la gata y de pronto volviera el mismo día para pedirle que le hiciera de canguro?

Anna-Maria lo llamó desde la verja.

– ¡Viene alguien!

Un Mercedes se acercaba a la verja. Mikael Wiik, el jefe de seguridad de Mauri Kallis, se bajó del vehículo.

Al lado de la verja grande había otra más pequeña para cruzar a pie. Mikael Wiik saludó amablemente a Anna-Maria Mella y a Sven-Erik Stålnacke, pero no abrió ninguna de las dos puertas.

– Tendríamos que hablar con Diddi Wattrang -le pidió Anna-Maria.

– Lo lamento, pero es imposible -dijo Mikael Wiik-. Diddi Wattrang está en Toronto.

– ¿Y Mauri Kallis?

– Lo lamento. Tiene los próximos días totalmente ocupados. ¿Hay algo en lo que os pueda ayudar?

– Sí -dijo Anna-Maria impaciente-. Puedes ayudarnos a hablar con Diddi Wattrang o con Mauri Kallis.

– Te puedo dar el número de la secretaria de Kallis. Ella te podrá concertar una cita.

– Vamos, hombre, déjalo ya -dijo Anna-Maria-. Déjanos entrar. ¿No ves que estamos investigando un asesinato?

La expresión de Mikael Wiik se hizo un tanto más dura.

– Ya habéis hablado tanto con Kallis como con Wattrang. Tenéis que entender que son personas muy ocupadas. Puedo conseguir una cita con Kallis el lunes y, normalmente, sólo eso ya es imposible. Cuándo vuelve Wattrang, no lo sé.

Le pasó a Anna-Maria una tarjeta de visita por entre los barrotes.

– Éste es el número directo de la secretaria de Kallis. ¿Hay algo más que pueda hacer por vosotros? Ahora tengo que…

No le dio tiempo a decir nada más. Un vehículo apareció por la avenida que subía a Regla, una furgoneta Chevrolet con cristales tintados. El vehículo se detuvo detrás del coche de alquiler en el que iban Anna-Maria y Sven-Erik y un hombre se bajó. Iba vestido con traje oscuro y polo negro.

Anna-Maria le miró el calzado: botas de goretex fuertes pero ligeras.

En el coche había otro hombre sentado en el sitio del copiloto. Llevaba el pelo rapado y una chaqueta oscura. También le dio tiempo a vislumbrar a por lo menos otros dos hombres en el asiento de atrás antes de que la puerta se cerrara. ¿Quiénes eran ésos?

El hombre que se había bajado no pronunció palabra, ni siquiera para presentarse, sólo saludó escueto con la cabeza a Mikael Wiik, que le respondió al saludo de la misma manera y de forma casi imperceptible.

– Si no hay nada más… -les dijo Mikael Wiik a Anna-Maria y a Sven-Erik.

Anna-Maria se sorprendió de su propia frustración pero no se le ocurría nada para hacer frente a su recelo de dejarles entrar.

Sven-Erik le lanzó una mirada que quería decir «Ni idea».

– ¿Y vosotros quiénes sois? -le preguntó Anna-Maria al hombre recién aparecido.

– Me apartaré para que podáis salir -fue lo único que él respondió y volvió a meterse en la camioneta Chevrolet.

La visita a Regla terminó antes de ni siquiera haber comenzado. Antes de que Anna-Maria se sentara de nuevo en el coche, se fijó en una chica joven al otro lado del muro. Iba vestida con ropa de correr y estaba quieta en medio de un campo de anémonas de bosque.

– ¿Qué hace? -le preguntó a Sven-Erik mientras daba marcha atrás para dar la vuelta.

Sven-Erik oteó a través de la verja.

– Está mirando las flores -respondió Sven-Erik-, pero parece un poco desorientada. Uy, uy, niña, cuidado con la raíz esa.

Esto último se lo dijo a la chica con la ropa de correr, que estaba dando unos pasos hacia atrás sin mirar dónde pisaba.


Ester Kallis estaba mirando al suelo. De repente había flores en la cuesta. Nunca se había dado cuenta. Todas esas flores, ¿estaban ayer aquí? No lo podía decir. Miró a su alrededor por unos segundos sin fijarse en los coches ni en las personas que había junto a la verja.

Después miró el bosque de encinas.

Entonces sintió su presencia. Sabía que estaba allí, quizá a un kilómetro de distancia. Un lobo que se había subido a una encina.

Los observaba a todos a través de sus prismáticos y llevaba la cuenta de cuántos entraban y cuántos salían. Ahora la miraba fijamente a ella.

La chica dio unos pasos hacia atrás y por poco se tropieza con una raíz.

Después emprendió la marcha. Empezó a correr al galope alejándose del bosque y de las flores. Todo esto tiene que quedar pronto atrás.


Están a principios de verano. Ester tiene quince años, acaba de terminar noveno y como regalo de fin de curso le han regalado pinturas y un bloc de acuarela. El monte está floreciendo y ella, tumbada bocabajo sobre la hierba, dibuja a lápiz. Por la tarde se va a casa, devorada por los mosquitos pero satisfecha, y le hace compañía a su madre en el estudio coloreando los dibujos del día. Es agradable tener papel de verdad que acepta los colores sin abultarse. Su madre se toma su tiempo en mirar unas flores que ha encontrado, dríadas de ocho pétalos, bastones del rey Carlos, cerca de Njuotjanjohka, camemoro de hoja fina y botones de oro regordetes. Ester se ha esmerado con los detalles y su madre le elogia las bonitas vetas que ha hecho en los pétalos.

– Son encantadoras -le dice.

Después la anima a que escriba en latín el nombre de las plantas, al lado del lapón.

– A ellos les gusta -asegura.

«Ellos» son los turistas de la estación de esquí. Su madre opina que Ester debería enmarcar los dibujos con un paspartú, «es barato y chulo», y luego venderlos en la estación turística de Abisko. Ester titubea.

– Te podrías comprar tus propios óleos con ese dinero -dice su madre, con lo cual acaba de zanjar el tema.


Ester está sentada en el vestíbulo de la estación turística. Un tren cargado de mineral sube en dirección a Narvik y ella mira por la ventana. Son las diez de la mañana. Fuera hay un grupo de montañistas que están al sol regulando las correas de las mochilas. Hay un perro alegre merodeando por entre sus pies que le recuerda a Musta.

De repente nota la presencia de alguien que está mirando sus pinturas. Vuelve la cabeza y ve a una mujer de mediana edad con un anorak rojo y pantalones de color pastel marca Fjällräven que parecen recién estrenados. «Ellos» compran ropa por miles de coronas para salir de excursión.

La mujer está inclinada sobre las pinturas.

– ¿No serás tú la que los ha hecho?

Ester asiente con la cabeza. Sin duda, debería decir algo más, pero la boca se le bloquea, no consigue pronunciar ni una palabra ni tampoco elaborar un solo pensamiento.

A la mujer no parece afectarle mucho su silencio. Ahora ha cogido los cuadros y los estudia con detenimiento. Después se fija en Ester con la misma mirada.

– ¿Cuántos años tienes?

– Quince -logra esputar y vuelve a clavar los ojos en el suelo.

La mujer agita un poco la mano en el aire y al instante un hombre de la misma edad aparece a su lado. Saca una cartera y la mujer compra tres cuadros.

– ¿Dibujas más cosas, aparte de flores?

Ester asiente y de alguna manera queda decidido que van a ir a visitar el estudio de su madre para echar un vistazo.


A media tarde aparecen en un Audi de alquiler. La mujer se ha cambiado de ropa y ahora lleva unos tejanos y chaquetilla de lana que, de tan sencilla, parece cara. El hombre aún lleva los pantalones inmaculados de Fjällräven, camisa y un sombrero de cuero de estilo cowboy. Camina un poco detrás de la mujer, que es quien primero estrecha la mano. Se presenta como Gunilla Petrini, le cuenta a su madre que es asesora de la galería de arte Färgfabriken y que forma parte del consejo de arte del Estado.

Su madre cruza una larga mirada con Ester.

– ¿Qué? -le susurra Ester en la cocina mientras Gunilla Petrini repasa la caja con los cuadros de Ester.

– Dijiste que era una turista que quería venir a mirar.

Ester asiente con la cabeza. Son turistas.

Su madre revuelve la despensa y encuentra medio paquete de galletas María para invitar y Ester observa asombrada cómo las coloca con esmero en forma de aro en una fuente.

Gunilla Petrini y su marido echan también un vistazo a los cuadros de su madre con cordial interés, pero revuelve las cajas de los de Ester como una liebre en un campo de cultivo.

Al marido le gustan los dibujos de cuando Ester y su madre estuvieron en el balneario de Kiruna. En ellos aparece una mujer. Suri Aidanpää, con los ojos cerrados bajo el aire caliente del secador de pelo. Tiene rulos en la cabeza y pendientes de plata que representan símbolos lapones aunque ella no lo sea. Los grandes pechos están sostenidos por un enorme sujetador sin encajes y tanto la barriga como el culo son de tamaño más que notable.

– Qué hermosa es -dice refiriéndose a la mujer de setenta años.

Ester le ha dibujado las bragas de color salmón. Es el único color de todo el cuadro. Ha visto fotografías coloreadas a mano y perseguía darle esa dulzura.

En la otra imagen del balneario aparecen hombres de mediana edad nadando en fila en la piscina y los antiguos vestuarios de principios de los ochenta, de madera oscura con camastro y un pequeño armario, el cartel junto a las duchas con el texto «Lámpara Ultravioleta» escrito con letras plateadas con tipo de letra futurista. El resto de pinturas son del lago Rensjön y de Abisko.

«Qué pequeño es el mundo», piensan Gunilla Petrini y su marido.

– La cuestión es que soy asesora de Färgfabriken -le vuelve a decir Gunilla Petrini a su madre.

Hablan a solas en una habitación. Ester y el marido de Gunilla, fuera, miran los renos de carga que hay en un cercado más allá de las vías del tren.

– Estoy en el consejo de arte del Estado y trabajo de compradora para una serie de grandes empresas. Tengo influencia en el mundo del arte en Suecia.

Su madre asiente. Le parece haber entendido lo que pasa.

– Estoy impresionada con Ester, y normalmente no me impresiono. Ha terminado la básica, ¿qué va a hacer ahora?

– Ester no es ninguna lumbrera, pero ha entrado en el programa de cuidados especiales.

Gunilla Petrini se controla. Se siente como un caballero que aparece en el último momento para salvar a la niña. ¡El programa de cuidados especiales!

– ¿Os habéis planteado dejarla estudiar arte? -le pregunta con su tono más suave-. Quizá es demasiado joven para Bellas Artes, pero hay estudios preparatorios, como la Escuela Idun Lovén, por ejemplo. El director y yo somos viejos amigos.

– Estocolmo -dice su madre.

– Es una gran ciudad, pero yo cuidaría de ella, por supuesto.

Gunilla Petrini oye mal. Lo que transmite la voz de la madre no es preocupación porque Ester sea tan joven y se vaya a la capital. Es la angustia, su propio desasosiego de estar atrapada en esta vida con familia e hijos. Son todos los cuadros no pintados que tiene perdidos en el alma.

Por la noche se sientan con su padre en la cocina para explicárselo todo.

– Lo que pasa es que les pareces exótica -dice su madre haciendo ruido con los platos en el fregadero-. Una chica india vestida de lapona que pinta montañas con renos.

– No quiero ir -dice Ester en un intento de amansar a su madre sin acabar de entender por qué.

– Sí que quieres -le responde su madre con determinación.

Su padre no dice nada. Cuando la cosa va en serio, la que manda es su madre.


Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke se marcharon de Regla. Por el retrovisor la inspectora jefe vio a Mikael Wiik abrirle la verja a la Chevrolet de los cristales tintados.

– ¿Quiénes eran esos tipos? -preguntó.

Antes de terminar la frase ya lo había comprendido. Las botas, el saludo como de compañeros entre Mikael Wiik y el conductor.

– Personal de seguridad -le dijo a Sven-Erik-. Me pregunto qué tendrán en marcha.

– Igual ellos también tienen reuniones de importancia -dijo Sven-Erik-. Pero a diferencia de los políticos suecos, éstos llevan guardaespaldas.

El teléfono de Anna-Maria Mella empezó a sonar y Sven-Erik tuvo que coger el volante mientras ella lo buscaba en el bolsillo. Era Tommy Rantakyrö.

– Aquí el departamento de telefonía -dijo con voz quejumbrosa.

Anna-Maria se rió.

– El pago ese que se hizo a la cuenta de Inna Wattrang -continuó-. El que se hizo desde la oficina de SEB de la calle Hantverkar. Hay un tipo que ha llamado un montón de veces a Inna Wattrang a su número privado desde una dirección cercana.

– Mándame un mensaje con la dirección, si eres tan amable, que Sven-Erik se estresa si hablo por teléfono, anoto direcciones y conduzco al mismo tiempo.

Le sonrió burlona a su compañero.

– Enseguida -dijo Tommy Rantakyrö-. Las manos al volante.

Anna-Maria Mella le pasó el teléfono a Sven-Erik y medio minuto más tarde llegó el nombre y la dirección.

– «Malte Gabrielsson, Norr Mälarstrand, 34.»

– Vamos directamente -dijo Anna-Maria-. Total, no tenemos nada mejor que hacer.


Una hora y diez minutos más tarde estaban esperando delante del portal de Norr Mälarstrand, 34. Aprovecharon para entrar cuando una mujer salió con un perro.

Sven-Erik buscó el nombre de Malte Gabrielsson en el tablón informativo donde había una relación de los vecinos de la finca. Anna-Maria miró a su alrededor. A un lado estaba el portal y al otro el jardín interior.

– Mira -dijo señalando el patio con la barbilla.

Sven-Erik echó un vistazo, pero no entendía lo que le quería decir.

– Tienen recogida de papel allí fuera. Ven.

Anna-Maria salió al jardín y empezó a revolver las bolsas de papel.

– Bingo -dijo al cabo de unos minutos levantando una revista de golf con el nombre de Malte Gabrielsson en la etiqueta de destinatario-. Esta bolsa es de Malte Gabrielsson.

Siguió hurgando entre los papeles y al cabo de un rato le pasó un sobre a Sven-Erik. En la parte de atrás alguien había anotado en bolígrafo una lista de la compra.

– «Leche, mostaza, crème fraiche, menta…» -leyó Sven-Erik,

– No, fíjate en la letra, es la misma. La del aviso de ingreso: «No por tu süencio.»

Malte Gabrielsson vivía en la tercera planta. Llamaron al timbre y al cabo de un rato la puerta se entreabrió. Un hombre que rondaba los sesenta se los quedó mirando por encima de la cadena de seguridad. Iba en bata.

– ¿Malte Gabrielsson? -preguntó Anna-Maria.

– ¿Sí?

– Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke, de la policía de Kiruna. Nos gustaría hacerte unas preguntas sobre Inna Wattrang.

– Perdona, ¿cómo habéis podido entrar? Hay código de entrada.

– ¿Podemos pasar?

– ¿Soy sospechoso de algo?

– En absoluto, solo queremos…

– Oye, mira, estoy tremendamente resfriado y… bueno, estoy abatido, simplemente. Si tenéis preguntas tendrá que ser más adelante.

– No tardaremos mucho -empezó Anna-Maria, pero antes de terminar la frase Malte Gabrielsson ya les había cerrado la puerta en las narices.

Anna-Maria apoyó la frente contra el marco.

– Dame fuerzas -dijo-. Empiezo a estar hasta el moño de que esta gente me trate como a una de sus chicas polacas de la limpieza.

Se puso a aporrear la puerta como enloquecida.

– ¡Abre, cojones! -rugió.

Empujó la tapita de la rendija para el correo y gritó hacia el interior del piso.

– Estamos investigando un caso de asesinato. Yo de ti hablaría con nosotros ahora. Voy a mandar a mis compañeros de uniforme a tu trabajo para que te interroguen. Llamaré a las puertas de todos tus vecinos y les preguntaré sobre ti. Sé que le pagaste doscientas mil a Inna Wattrang antes de que muriera. Lo puedo demostrar. La letra del aviso del ingreso es tuya. No me voy a rendir.

La puerta volvió a abrirse y Malte Gabrielsson quitó la cadenita.

– Entrad -dijo echando una ojeada al rellano.

De repente era la amabilidad personificada. Allí en bata, se hizo cargo de sus abrigos en el recibidor como si nunca se hubiera negado a cooperar.

– ¿Queréis tomar algo? -les preguntó cuando se sentaron en el salón-. No he podido bajar a comprar por el resfriado, pero ¿un té o un café, quizás?

Los sofás eran blancos, la alfombra blanca y las paredes blancas. Unos cuadros grandes de pintura abstracta y algunos objetos de arte hacían juego con el color. Era un piso muy luminoso, de techos altos y ventanas grandes. No había nada que no armonizase con el resto. En la placa que había fuera, junto a la puerta, sólo aparecía su nombre. Se deducía que vivía solo en aquel apartamento.

– No, gracias, está bien así -dijo Anna-Maria Mella.

Después fue directa al grano.

– «No por tu silencio», ¿qué dinero era ése?

Malte Gabrielsson sacó un pañuelo de tela del bolsillo de la bata, lo tenía doblado varias veces, y se secó la destrozada nariz con toquecitos suaves. Anna-Maria sintió un escalofrío con la idea de coger ese pañuelo lleno de mocos y echarlo a la lavadora.

– Era un regalo, nada más -aseguró.

– Venga, hombre -dijo Anna-Maria con amabilidad-. Ya te he dicho que no me pienso dar por vencida.

– Vale, de acuerdo -reflexionó-. Supongo que tarde o temprano saldrá a la luz. Nos estuvimos viendo durante un tiempo, Inna y yo. Y después tuvimos una bronca y le di una bofetada o dos.

– ¡Ah!

De pronto, con su bata, Malte Gabrielsson parecía triste, afligido y vulnerable.

– Creo que fue porque yo sabía que se había cansado. Me iba a dejar de todos modos. Yo no lo podía soportar y me permití… perder el control, o como se le pueda llamar. Así me podía engañar a mí mismo diciéndome que era por eso. Pero ella me habría dejado de todos modos. Lo sabía, lo sentía. He pensado mucho en ello después.

– ¿Por qué le diste el dinero?

– Un pronto, me imagino. Le dejé un mensaje en el contestador. Le dije: «No es por tu silencio. Soy un cerdo. Si quieres ir a la policía, hazlo. Cómprate algo hermoso. Un cuadro o una joya. Gracias por todo este tiempo, Inna.» Me apetecía que fuera así, ser yo el cerdo. Y que fuera yo quien hubiera terminado con la relación por haberle puesto la mano encima.

– Doscientas mil es bastante dinero por una bofetada o dos -apuntó Anna-Maria.

– Es maltrato de todas formas. Soy abogado. Si me hubiera denunciado me habrían echado del colegio.

De repente se quedó mirando a Anna-Maria y dijo con severidad:

– Yo no la maté.

– Tú la conocías. ¿Hay alguien que de verdad quisiera verla muerta?

– No sé.

– ¿Qué relación tenía con su hermano?

– No hablaba mucho de él. Me daba la sensación de que estaba un poco harta. Creo que estaba cansada de cubrirle las espaldas por sus errores. ¿Por qué no le preguntáis a él sobre su relación con ella?

– Me encantaría, pero está de viaje de negocios en Canadá.

– Vaya, así que Mauri y Diddi están en Canadá.

Malte Gabrielsson se toqueteó de nuevo los orificios de la nariz.

– Por lo que veo no han guardado luto por mucho tiempo.

– Mauri Kallis no está en Canadá, solo Diddi Wattrang -corrigió Anna-Maria.

Malte Gabrielsson interrumpió su gesto de secarse.

– ¿Sólo Diddi? ¡Ni de broma!

– ¿Qué quieres decir?

– Según me contó Inna, hace tiempo que Mauri dejó de mandar a Diddi solo a encargarse de sus asuntos. No tiene criterio. Tomó una serie de decisiones de lo más estúpidas, quick and dirty. Qué va, si viaja es con Inna, bueno, con ella ya no, pero antes, o con Mauri. Nunca solo. Siempre queda en ridículo. Además, no creo que Mauri se fíe de él.


Cuando estaban en la calle otra vez Sven-Erik suspiró:

– Pobre gente.

– ¿Te da lástima ese tipo? -exclamó Anna-Maria-. ¡Vamos, hombre!

– Es una persona que está realmente sola. Abogado y ganará todo el dinero que quieras, pero cuando se pone enfermo no tiene quien le haga la compra. Y el piso, ¿eso era un hogar? Debería hacerse con un gato.

– ¿Para meterlo en la lavadora o qué? Un puto maltratador que se compadece de sí mismo porque ella lo iba a dejar de todos modos. Y una bofetada o dos, sí, sí, lo que yo te diga. Pero bueno. Oye, ¿comemos algo?


Inna Wattrang cruza la verja con el coche y empieza a subir hacia la Heredad Regla. Es dos de diciembre. Aparca delante de la antigua lavandería, donde ahora vive ella, y se prepara para bajar del coche. No es tan fácil.

Ha conducido desde Estocolmo y ahora que ha llegado se queda de golpe sin fuerza en los brazos. Apenas le quedan fuerzas para sacar la llave del contacto.

¡Que pudiera llegar a casa! Dios, ha conducido en la oscuridad siguiendo las luces rojas de los demás vehículos. Tiene un ojo morado y no lo puede abrir por la inflamación, y ha tenido que conducir con la cabeza reclinada porque de lo contrario le volvía a sangrar la nariz.

Tantea en busca del cierre del cinturón para soltarse, pero se da cuenta de que ni siquiera se lo ha llegado a poner. Tampoco se ha enterado del tintineo de recordatorio.

Se le ha paralizado el cuerpo. Cuando abre la puerta para bajarse del coche siente un dolor punzante e intenso por encima del pecho, y cuando respira fuerte le viene una segunda oleada de dolor. Le ha roto las costillas.

Casi le entran ganas de reírse de una situación tan lastimosa. Bajarse del vehículo se convierte en una ardua proeza. Con una mano se apoya en la puerta, no se puede erguir, se queda doblada y respira con inspiraciones cortas y por tandas por las costülas rotas. Remueve dentro del bolso en busca de las llaves y cruza los dedos para que no le empiece a sangrar de nuevo la nariz. Le gusta mucho este bolso de Louis Vuitton.

Coño con las llaves. No ve nada. Se dirige hacia la farola negra de hierro forjado que hay junto al hastial. Y entonces, justo cuando está bien visible en el haz de luz, oye voces. Son Ebba y Ulrika, las esposas de Mauri y Diddi. A veces cogen el barco para cruzar hasta Medlandet y pasar un rato con otras esposas. Hacen catas de vinos, cenas de mujeres y buenos momentos sin niños. Cuando vuelven con el barco suelen cruzar luego por el jardín de Inna, es el camino más corto. Las oye reír y charlar.

«Ellas también han tenido una noche de provecho», piensa Inna con media sonrisa.

Por un momento piensa en esconderse como pueda, pero la verían retirarse como Quasimodo hasta desaparecer en las sombras.

Ulrika es la primera en verla.

– Inna -grita, suena un tanto interrogante, algo así como ¿qué le pasa a Inna, está borracha o qué? ¿Por qué está doblada hacia delante de una manera tan extraña?

Después oye a Ebba.

– ¿Inna? ¡Inna!

Sus pasos se aceleran sobre la gravilla.

Un montón de preguntas. Es como estar encerrada en un armario con un enjambre de abejas.

Les miente, claro. Se le da bastante bien, pero ahora está demasiado cansada y magullada.

Les explica una historia de que la ha asaltado un grupo de chavales en Humlegården… sí, le han cogido el monedero… No, Ulrika y Ebba no pueden llamar a la policía… ¿Por qué? ¡Porque no, cojones!

– Sólo necesito echarme -intenta hacerles comprender-. ¿Alguna de vosotras me puede sacar las putas llaves de este puto bolso?

Soltaba tacos por no derramar lágrimas.

– Puede ser peligroso tumbarse -dice Ulrika mientras Ebba busca en el bolso las llaves de la casa de Inna. ¿Te han dado alguna patada? Podrías tener una hemorragia interna. Al menos deberíamos llamar a un médico.

Inna suspira por dentro. Si hubiese tenido una pistola les habría pegado un tiro para que la dejaran en paz.

– ¡No tengo ninguna hemorragia interna! -resopla.

Ebba ha encontrado la llave. Abre la puerta y enciende la luz del recibidor.

– Y aquí está tu monedero -dice sacándolo del bolso con una extraña expresión en la cara. Con la luz del recibidor pueden ver de verdad lo maltrecha que está Inna. No saben qué creer.

Inna esboza una sonrisa como puede.

– Gracias. De verdad que sois… una monada las dos…

Joder, suena como si fueran dos ositos de peluche, no consigue acertar el tono de voz, lo único que quiere es que se vayan.

– … podemos hablar de esto mañana, ahora quiero quedarme sola… gracias. Por favor, no les digáis nada a Diddi ni a Mauri, ya hablaremos mañana.

Les cierra la puerta a pesar de sus caritas de corzo estupefacto.

Se quita los zapatos sacudiendo los pies y sube la escalera por tramos. Remueve el armarito de las medicinas, toma Xanor formando un cuenco con la mano para coger un poco de agua del grifo y tragárselo; después Imovane, pero no se los traga enteros, sino que los chupa con paciencia para quitarles la película protectora y que así le hagan efecto más rápido.

Se pregunta si se ve capaz de bajar a la cocina a por una botella de whisky.

Se sienta en el borde de la cama y se desploma hacia atrás. Siente el sabor amargo del Imovane cuando lo engulle. Lo nota afilado. Ahora ya está todo bien.

La puerta de entrada se abre y se cierra abajo en el recibidor. Unos pasos rápidos en la escalera y la voz de Diddi:

– Sólo soy yo.

Es su saludo permanente. Siempre abre la puerta y entra con las mismas palabras. Desde que se casó aquello hace que Inna se sienta como una concubina con residencia propia.

– ¿Quién? -es lo único que le pregunta cuando la ve. La sangre en la camisa, la nariz hinchada, el labio partido, el ojo inflamado.

– Ha sido Malte -responde-. Se ha puesto un poco… ha perdido un poco el control.

Le dedica una sonrisa lo más traviesa que puede. Reírse, ni de broma con esas costillas, que todavía le duelen a pesar de las pastillas.

– Si te parece que yo tengo mal aspecto deberías ver su alfombra blanca del dormitorio -bromea.

Diddi intenta sonreír de vuelta.

«Dios, qué aburrido se ha vuelto», siente Inna. Le gustaría vomitarle encima.

– ¿Es muy grave? -pregunta él.

– Empiezo a estar mejor.

– ¿Quieres que te cuidemos un poco? -dice Diddi-. ¿Quieres algo en especial?

– Hielo, mañana voy a tener un aspecto de mierda. Y una raya.

Diddi prepara lo que le pide. También le pone un whisky y ella se empieza a sentir bastante bien teniendo en cuenta las circunstancias. Ya no se muere del dolor y el whisky le está calentando el cuerpo y la está relajando, mientras que la cocaína le mantiene la cabeza despejada.

Diddi le desabrocha los botones de la camisa y se la quita con cuidado. Empapa una toalla con agua caliente y le limpia la sangre de la cara y del pelo.

Inna se sujeta un paño de cocina con hielo contra el ojo y va soltando frases de Rocky Balboa.

– I can 't see nothing, you got to open my eye… cut me, Mick… you stop this fight and I’ll kill you…

Diddi se sienta entre sus rodillas y desliza las manos por debajo de su falda. Le desabrocha los ligueros y le besa el interior de las rodillas al mismo tiempo que le quita las medias.

Sus dedos avanzan con una caricia hacia el interior de sus muslos. Le tiemblan de deseo. Debajo de las bragas está pringada de semen de otro hombre. Le resulta de lo más sexy.

Suelen reírse de sus novios, él y Mauri. Siempre encuentra a los hombres más inverosímiles. ¿De dónde los saca? Él y Mauri se lo preguntan a menudo.

Pon a Inna en un islote pelado en medio del mar y seguro que aparecerá un velero con un tipo con peluca y vestido y deseos oscuros que Inna sabrá satisfacer.

A veces ella les cuenta cosas para divertirles. Como el año pasado, cuando les mandó un mensaje desde un hotel de lujo de Buenos Aires. «Llevo una semana sin salir de la habitación del hotel», ponía.

Cuando volvió a casa, Mauri y Diddi la estaban esperando como dos labradores a la expectativa de que les lanzara un hueso. «¡Cuenta, cuenta!»

Inna se pegó un buen hartón de reír.

El amigo en cuestión era un controlador de barcos.

– Va por las grandes ciudades portuarias del mundo -les explicó-. Se aloja en hoteles de lujo con vistas al puerto y se queda allí una semana anotando barcos. Podéis cerrar la boca mientras hablo.

Mauri y Diddi la obedecieron.

– También filma -continuó-. Y cuando su hija se casó, el año pasado, pasó un vídeo de barcos que entraban y salían de diferentes puertos del mundo. Veinte minutos. A los invitados parece que no les entusiasmó.

Hizo un gesto dubitativo con la mano para ilustrar el interés de los comensales.

– ¿Tú qué hacías? -le preguntó Mauri-. Mientras él controlaba los barcos.

– Bueno -respondió-. Leí un montón de libros. Él quería, más que nada, que me estuviera allí escuchando mientras me hablaba. Pero preguntadme sobre buques cisterna, ya veréis. Me lo sé todo.

Se rieron. Diddi pensó con cariño que ésa era su hermana. Para ella todo estaba bien. Iba encontrando a sus extraños compañeros de juego, los amaba, los encontraba interesantes, les ayudaba a cumplir sus sueños. Y a veces era tan inofensivo como con aquél.

Lo cierto era que, a sus ojos, todo era inofensivo.

«Siempre hemos jugado a juegos inocentes -piensa ahora Diddi y tantea con los dedos el sexo de Inna-. Todo está bien siempre y cuando no se le haga daño a alguien que no quiere.»

Echa en falta aquella sensación en la que vivía antes. La sensación de que la vida es efímera como el éter. Cada segundo existe únicamente en ese momento y después ya habrá desaparecido. La sensación de ser un niño de ojos grandes ante todas las cosas.

La pierde con Ulrika y el bebé. No acaba de entender cómo de pronto se hubo casado.

Quiere que Inna le haga recuperar la frivolidad y el desenfado. Quiere desplazarse ingrávido por la vida como en el mar. Llegas a una playa, paseas un rato por ella, te encuentras una concha hermosa, se te cae, te vuelve a arrastrar la marea. Así, justo así es como tiene que ser la vida.

– Para -dice Inna irritada apartándole la mano.

Pero Diddi no la quiere escuchar.

– Te quiero -murmura con los labios rozándole la rodilla-. Eres deliciosa.

– No quiero -dice-. Para.

Y cuando ve que no para le dice:

– Piensa en Ulrika y el principito.

Diddi para en seco. Se aparta un poco en el suelo y coloca las manos sobre las rodillas como si fueran piezas de cerámica, cada una en un pedestal. Espera a que ella le dé sosiego, que vierta aceite sobre las olas.

Pero lo único que hace es rebuscar la cajetilla de tabaco y se enciende un cigarrillo.

Diddi se mosquea, se siente despreciado y ofendido, le entran ganas de herirla.

– ¿Qué te pasa? -le pregunta añadiendo a la voz el mensaje de que se ha vuelto una mojigata.

Él siempre ha querido a sus mujeres, y a unos pocos hombres, de manera delicada. Nunca ha entendido eso de la violencia y la mano dura. Pero nunca ha tenido la sensación de tenerlo que defender. Las veces que la compañía del momento se lo ha pedido, él siempre se ha negado amablemente pero deseándoles todo el placer del mundo. Incluso se quedó mirando en una ocasión, por pura cortesía. Y quizá porque estaba demasiado cansado para irse en mitad de la noche.

Pero Inna. Ella lo ha hecho casi todo y mírala ahora. Así que, ¿qué le pasa?

Eso es lo que le pregunta.

– ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa, que sólo los más pervertidos te ponen últimamente? ¿Necesitas que te apaleen como a una puta de mierda?

– Para ya -responde con un tono algo cansado y suplicante en la voz.

Pero Diddi está casi desesperado. Siente que la está perdiendo de verdad, o que quizá ya la ha perdido. Inna ha desaparecido en un mundo habitado por viejos malolientes con deseos extraños. Le vienen imágenes a la cabeza de pisos carcomidos en barrios ricos de las capitales de Europa, en los que el aire quieto contiene un ligero olor a sedimentación y suciedad en las tuberías de los grandes cuartos de baño. Apartamentos en los que las cortinas llenas de polvo le impiden siempre el paso a la luz del sol.

– ¿Qué te pasa con los hombres viejos y asquerosos? -le pregunta impregnando la voz intencionadamente de desprecio.

– Para ya.

– Recuerdo cuando tenías doce años y…

– ¡Para! ¡Para, para!

Inna se incorpora. Las drogas ya se han ocupado del dolor del cuerpo. Cae de rodillas delante de él, le agarra la barbilla entre los dedos y lo contempla compasiva. Le acaricia el pelo y lo consuela mientras con voz suave dice lo más terrible:

– Lo has perdido. Ya no eres un niño. Y es tan triste. Mujer, hijo, casa, cenas de pareja, invitaciones a la casa de campo… Te pega de verdad. Y se te está cayendo el pelo. Este flequillo desgreñado y largo es realmente patético. Dentro de poco te lo tendrás que peinar para taparte la calva. Por eso ahora necesitas dinero constantemente. ¿No te das cuenta tú solo? Antes lo tenías todo gratis, compañía, coca. Y ahora lo tienes que comprar.

Se pone de pie y le da una calada al cigarrillo.

– ¿De dónde sacas el dinero? ¿Cuánto te gastas? ¿Ochenta mil al mes? Sé que le robaste dinero a la empresa, cuando Quebec Invest vendió y bajó el valor de Northern Explore. Sé que fuiste tú el que lo arregló. Un periodista del NSD me llamó y me hizo un montón de preguntas. Mauri se volvería loco si se enterara. ¡Loco!

Diddi está a punto de ponerse a llorar. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Cuándo cambió de forma lo suyo con Inna?

Tiene ganas de salir corriendo y dejarla allí, pero al mismo tiempo es lo último que quiere. Tiene la sensación de que si se va ahora no podrá volver nunca más.

Siempre han sido infieles, él e Inna. Bueno, no infieles, pero nunca han dejado que nadie supusiera un peso para ellos. Las personas van y vienen en la vida. Te abres de par en par y al final, tarde o temprano, te acabas yendo. Pero Diddi siempre ha sentido que él e Inna son la excepción, el uno para el otro. Mientras su madre había sido un bastidor de papel siempre ocupada pensando en el dinero y la posición social, Inna ha sido la carne, la sangre, la vida.

Él no es la excepción para Inna. Se ha desprendido de ella y ella lo ha permitido.

– Vete -le dice con su voz amable, esa voz que es para cualquiera.

Es tan sumamente tierna y amable.

– Ya hablaremos de esto mañana.

Diddi niega con su cabeza rubia de modo que el flequillo lacio se agita sobre la frente. Mañana no hablarán de ello, todo está dicho y queda atrás.

Sigue negando con la cabeza mientras baja por las escaleras y cuando cruza el patio, y al atravesar la oscuridad de su jardín hasta llegar junto a su esposa y su hijito.

En la puerta se topa con Ulrika.

– ¿Cómo se encuentra? -pregunta.

El principito está durmiendo y Ulrika se acurruca en el pecho de su marido, que se obliga a sí mismo a rodearla con los brazos. Por encima de su cabeza se cruza con su propia cara en el espejo dorado del recibidor.

No reconoce a la persona que lo está mirando. La piel es como una máscara que se ha soltado de sus puntos de sujeción.

Y resulta que Inna conoce la historia con Quebec Invest, eso es malo, muy malo. ¿Qué era lo que había dicho? Que un periodista del NSD le había estado preguntando.


Inna está tumbada en la cama con una toalla empapada encima de la nariz, que le había empezado a sangrar otra vez. Oye la puerta del recibidor que se vuelve a abrir y a cerrar. Ahora oye la voz de Mauri:

– ¿Hola?

Inna suspira por dentro. No tiene fuerzas para explicar nada, ni para prohibirles que llamen a la pohcía y a un médico.

Mauri por lo menos llama. Primero golpea la puerta de entrada y luego en el marco mientras grita un saludo para que se oiga en el piso de arriba. Casi llama también en la barandilla de la escalera mientras avisa de que va a subir. Y llama con cuidado a la puerta abierta del dormitorio antes de entrar.

Le mira la cara hinchada, los labios rotos, el brazo amoratado y le dice:

– ¿Crees que podrás maquillarte todo eso? Mañana me tienes que acompañar a Kampala a una reunión con la ministra de Comercio.

Inna no puede contener una risotada. Está de lo más encantada de que Mauri se haga el duro y como que pase de todo.


Cuando el tres de diciembre Inna y Mauri llegan a Kampala y abandonan el aire acondicionado del avión, el calor y la humedad les explota en la cara como un airbag. El sudor les cae a chorretones por el cuerpo. El taxi no tiene aire acondicionado y los asientos son de piel sintética, por lo que enseguida están con la espalda y el culo empapados tratando de sentarse sólo en una nalga para evitar el contacto. El taxista se da aire con un abanico grande y canta sin pudor las canciones que la radio va emitiendo de manera incesante. El tráfico es caótico; de vez en cuando se quedan parados y el taxista asoma medio cuerpo por la ventanilla y empieza a discutir con otros taxistas o a gritarles y hacerles gestos a los niños que aparecen misteriosamente de la nada para vender esto y lo otro o simplemente mostrar una mano abierta. «Miss», dicen llamando con ojos lastimeros a la ventanilla de Inna. Ella y Mauri permanecen sentados allí detrás con los cristales subidos como en una urna de vidrio y sudando como animales.

Mauri está enfadado porque se suponía que los iban a ir a recoger en el aeropuerto, pero allí no había nadie, así que han tenido que coger un taxi. La última vez que estuvo en Kampala vio los parques verdes y hermosos y los montes que rodean la ciudad. Ahora no ve más que marabúes que se juntan en bandadas sobre los tejados con sus asquerosas papadas de color rojo.

En el palacio del gobierno el aire acondicionado está en marcha. Está puesto a veintidós grados e Inna y Mauri empiezan a tener frío por la ropa empapada de sudor. Una secretaria los guía por dentro del edificio y tan pronto han subido la ancha escalera de mármol con alfombra roja y barandilla de ébano, la ministra de Comercio acude a su encuentro. Es una mujer de unos sesenta años con caderas anchas y fuertes. Lleva un traje de color azul oscuro y el pelo planchado y recogido en un moño a lo Grace Kelly. Sus zapatos de tacón negros están desgastados y los dedos presionan el cuero por dentro. Riendo y hablando les estrecha la mano derecha abrazándolos con la izquierda. De camino a su despacho les pregunta cómo ha ido el viaje y qué tiempo hace en Suecia, y cuando llegan les invita a sentarse y les sirve té frío.

Junta las manos de golpe y pregunta horrorizada qué le ha pasado a Inna.

– Girl, you look like someone who's tried to cross Luwum street during rush-hour.

Inna le suelta la historia de cómo fue asaltada por una pandilla de chavales en Humlegården.

– Te lo juro -dijo en forma de conclusión-, el más pequeño no tendría más de once.

«Los detalles son lo que hacen más creíble la mentira», piensa Mauri. Inna sabe mentir con una facilidad digna de admiración.

– ¿Hacia dónde va el mundo? -se pregunta la ministra de Comercio mientras sirve más té.

Hay un segundo de silencio. Todos están pensando en lo mismo, pero nadie hace ningún comentario. Que una banda de críos asalte a una mujer y le dé una paliza para robarle el monedero es una misa de domingo comparado con los problemas en Uganda. En la parte norte del país, las fuerzas militares y el LRA infunden terror en la población civil: ejecuciones, torturas y violaciones son parte del día a día. Y el LRA recluta regularmente y por la fuerza a niños para convertirlos en soldados. Llegan por la noche, apuntan a los padres a la cabeza, obligan a los niños a matar a la familia vecina or your mother will die y luego se los llevan. No hay que preocuparse porque vayan a huir. ¿Adónde irían?

Por miedo a que los rapten, cada noche unos 20.000 niños caminan hasta la ciudad de Gulu para dormir cerca de iglesias, hospitales y estaciones de autobús, para luego, por la mañana, volver a casa otra vez.

Pero Kampala es una ciudad bien organizada en la que puedes ir a una cafetería o dedicarte al comercio. Nadie quiere saber nada de los problemas que hay en el norte. Así que ni Inna ni Mauri ni la ministra de Comercio dicen una sola palabra más sobre niños y violencia.

Prefieren pasar al tema que les concierne y por el cual se han reunido hoy. También es un campo minado. Todos están deseando llegar a un acuerdo, pero ninguno quiere aceptar las condiciones del otro.

Kallis Mining ha cerrado su explotación minera en Kilembe. Cinco meses antes, tres ingenieros de mina belgas fueron asesinados cuando la guerrilla hema atacó un autobús que iba de camino a Gulu. Ahora la infraestructura se está desmoronando por completo. Kallis Mining construyó, junto con otras dos compañías mineras, una carretera que va desde el noroeste de Uganda hasta Kampala. Hace tres años estaba nueva pero ahora tiene tramos que son prácticamente intransitables. Distintas unidades milicianas la han minado, bloqueado y hecho saltar por los aires. Cuando cae la noche pueden montar barreras y entonces puede pasar cualquier cosa. Son niños de once años drogados, embotados y con armas en las manos. Y, un poco más allá, sus hermanos de armas con más experiencia.

– No construí la mina para que cayera en manos de las guerrillas -dice Mauri.

Las fuerzas de seguridad que había colocado alrededor de la zona hace tiempo que salieron por piernas y desde entonces están explotando ilegalmente la mina. No está claro quién manda allí, utiliza el material que la compañía no logró sacar a tiempo y destroza la maquinaria. Mauri ha oído rumores que son grupos que están aliados con las tropas del gobierno, es decir, es más que probable que sea Museveni quien le esté robando.

– Es un problema de la nación entera -asegura la ministra de Comercio-. Pero ¿qué podemos hacer? Nuestro ejército… no puede estar en todas partes al mismo tiempo. Estamos intentando proteger las escuelas y los hospitales.

«Una mierda -piensa Mauri-. Cuando no me están robando a mí, las tropas del gobierno están en plena labor de tomar el control y saquear minas en el noreste del Congo y transportar el oro hasta la frontera.»

Evidentemente, la versión oficial es que todo el oro que venden en el extranjero ha sido extraído en Uganda, en minas propiedad del Estado, pero todo el mundo sabe cuál es la realidad.

– Vais a tener problemas para atraer a inversores extranjeros -dice Mauri-. Se echarán atrás si no podéis asegurar el orden en la región norte.

– Estamos muy interesados en los inversores extranjeros. Pero ¿qué podemos hacer? Le hemos ofrecido comprar su mina…

– ¡Por una miseria!

– Por lo que usted pagó en su momento.

– ¡Y después he invertido más de diez millones de dólares en infraestructura y equipamiento!

– Pero ¡ahora no tiene valor para nadie! Tampoco para nosotros. ¡Esa región significa muchos problemas!

– ¡Sí, lo tengo muy claro! Y usted no parece darse cuenta de que sólo hay una manera de alejarse del problema: proteger a los inversores. ¡Se harían ricos!

– ¿Nosotros? ¿Cómo?

– Infraestructura. Escuelas. Viviendas sociales. Oportunidades de trabajo. Recaudaciones fiscales.

– ¿De verdad? Durante los tres años que usted estuvo a cargo de la actividad la compañía no registró ninguna ganancia, así que no hubo ninguna recaudación fiscal.

– ¡Ya discutimos sobre eso en su día! Al principio hay que invertir. Está claro que no se puede contar con beneficios durante los cinco primeros años.

– Y nosotros no sacamos nada. Usted se lo queda todo. Y ahora que tiene problemas acude a nosotros y quiere ayuda militar para proteger su actividad. Y yo digo: permita que el Estado se haga copropietario de la compañía. Me sería más fácil proporcionar medios para proteger una compañía de la que nosotros también fuéramos propietarios.

Mauri asiente con la cabeza y da la sensación de estar reflexionando.

– En ese caso, quizá podríamos recibir ayuda con otras dificultades que hemos tenido. De repente nuestra concesión referente a los vertidos dejó de ser válida y, hacia el final, tuvimos muchos problemas con el sindicato. Quizá el presidente podría cumplir su compromiso respecto a nuestro antiguo convenio. Cuando adquirimos la mina prometió construir una central junto al Nilo Alberto.

– Considere mi oferta.

– Que es…

– El Estado compra el cincuenta por ciento de las acciones de Kilembe Gold.

– ¿Remuneración?

– Oh, seguro que llegamos a un acuerdo. Ahora mismo el presidente está apostando por asistencia sanitaria y campañas sobre el sida. Somos un ejemplo para los países vecinos. Podríamos ceder ganancias futuras hasta que el pago esté finiquitado.

La ministra de Comercio habla con ligereza, como si fueran viejos amigos.

A pesar de la perspicacia a la hora de elegir las palabras, el tono de Mauri oscila, como de costumbre, entre inexpresivo y amable.

Inna siempre suele aligerar el ambiente, pero no encuentra fuerzas para hacerlo del todo. Bajo sus voces amables y livianas le llega un restallido de disparos.


Mauri e Inna se toman unos cuantos whiskys en el bar del hotel. Por encima de sus cabezas tienen un ventilador en el techo y de fondo un pianista realmente malo. Demasiados empleados y muy pocos clientes. Los que hay son occidentales, conscientes de que los precios triplican los del resto de bares de la ciudad, pero se dicen a sí mismos que les da lo mismo. De todos modos, no deja de ser una ínfima fracción de lo que se paga en casa.

Al mismo tiempo sienten ira por la sensación de ser engañados constantemente. Siempre toca pagar demasiado, sólo por ser blanco. Es un trapicheo eterno con los precios, si se tienen fuerzas. Y aun así siempre sales estafado.

Sólo te das cuenta parcialmente de lo mucho que te irrita que uno de los camareros coquetee con una de las chicas del bar. ¿Quién es el que está aquí para divertirse? ¿Ellos o los clientes? ¿Quién paga y quién cobra?

Mauri bebe para salir de la espiral y dejar de darle vueltas a todo. Por su cuerpo corre un agua turbia, algo escamosa y negra, que sube a la superficie todo el tiempo. No quiere reconocerlo, quiere tranquilizarse y quiere dormir y pensar en todo esto mañana.

Si Inna no hubiera sido apaleada justo entonces, quizá todo hubiera salido diferente. Quizá habrían hablado sobre el tema y ella le habría ayudado a tomarse aquello un poco más a la ligera. A lo mejor incluso habría conseguido haceerle reír al decirle: Así son las cosas, viento a favor y en contra.

Pero Inna no se siente con fuerzas. Bebe para amortiguar el incesante dolor de la cara y se pregunta si se le infectará la herida del labio o del ojo, porque todavía no se han curado y podrían convertirse en heridas tropicales.

Tras este suceso se calma un poco. Ya no vuelve a ser exactamente la misma. Se verá que hay otras razones.

Mauri se despierta por la noche por culpa de los torbellinos, los sedimentos negros que se han desbordado.

El aire acondicionado se ha estropeado. Le abre las ventanas a la oscuridad de la noche, pero no hay frescor ninguno, sólo el chirrido perseverante de los grillos y el juego de las ranas bombina.

¿Cómo se lo podría explicar a alguien? ¿Cómo lo iba a entender alguien?

Cuando Inna llega corriendo seguida de su secretaria y orgullosa le muestra la portada de Business Week, y él ve su propia cara, no siente la alegría que experimentan las dos mujeres. ¿Orgullo? Nada más lejos. Se siente cada vez más empalado por la vergüenza.

Es el chapero de todos. Lo mismo podría ser un trofeo andante en una cárcel de máxima seguridad.

Cuando la Confederación Sueca de Organizaciones Empresariales le invita a dar una conferencia y cobra treinta mil coronas por cada participante y se llena el local, entonces no es más que la puta de todos ellos.

Lo muestran como prueba de que todo el mudo tiene las mismas posibilidades. Todo el mundo lo puede conseguir, todo el mundo puede llegar a lo más alto siempre que quiera. Sólo hay que mirar a Mauri Kallis.

Gracias a Mauri, todos los chavales y las chavalas de los barrios periféricos de Tensta y Botkyrkan, todos los vagos del interior de Norrland tendrán que acarrear con sus propias decisiones. Retiradles el subsidio, que el trabajo valga lo suyo. Estimulad a la gente para que sea como Mauri Kallis.

Y le dan palmaditas en la espalda y le estrechan la mano pero él nunca llega a ser uno de ellos. Ellos tienen apellido, familia y dinero antiguo.

Mauri es y será un advenedizo sin estilo ninguno.

Recuerda la vez que conoció a la madre de Ebba. Lo habían invitado a su propiedad. Naturalmente aquello era tremendamente impresionante hasta el día que pudo ver las cuentas y entendió que dejabar hacer cursillos allí no porque aquello tuviera un valor cultural que pertenecía a todo el mundo, como había dicho su madre en una entrevista en la revista Gods & Gårdar, sino simplemente para tener ingresos y poder conservar el lugar.

De todas formas, el primer día Mauri acudió con un ramo de flores y una caja de bombones sencillos, marca Aladdin. Vestía traje a pesar del calor del verano, ya que era a mediados de julio. No sabía qué se había de poner para a ir a casa de alguien que era propietario de un lugar como aquél. Era como un palacio.

La madre le sonrió cuando él le entregó las flores y la caja de Aladdin. Una sonrisa indulgente y algo divertida. Los bombones baratos los sacaron para el café y se quedaron allí, en su caja, medio derretidos. Nadie cogió ni uno solo. La madre tenía el jardín lleno de rosas y otras flores y dentro de la casa, en grandes jarrones, había magníficos centros florales. No tenía ni idea de adónde había ido a parar su pequeño ramo. Seguro que directamente al contenedor de compost.

Él y Ebba fueron andando hasta los antiguos baños para saludar al padre de ella. El banderín de la casa estaba a la vista. Una señal de que papá estaba bañándose y entonces no se le podía molestar. Pero, como era la primera vez que el novio de Ebba iba a visitarlos, su padre había dejado dicho que fueran hasta allí. El calor había hecho que Mauri se quitara la americana y la llevaba colgada del brazo. Llevaba desabrochado el último botón de la camisa y la corbata doblada en el bolsillo. Los demás llevaban ropa de verano de colores claros que parecía descuidada pero cara a la vez.

El padre de Ebba estaba sentado en una tumbona en el embarcadero. Se levantó y los saludó afectuosamente cuando llegaron. Estaba completamente desnudo y ni un ápice importunado. El pequeño pene le colgaba lacio allí abajo.

Era Mauri el equivocado.

«Bueno -piensa Mauri en estos momentos bajo la calurosa noche africana mientras la suma de las ofensas y humillaciones se abren paso a su alrededor-. Fue la última vez que el padre de Ebba apareció desnudo ante él. Cuando después fue corriendo con sus viejos amigos a que Mauri invirtiera su dinero, llevaba traje y lo invitó a comer al conocido restaurante Riche.»

Recuerda la primera vez que sobrevoló el norte de Uganda.

Era una pequeña Cessna y lo acompañaban Inna y Diddi. Mauri había iniciado negociaciones con el gobierno de Uganda para comprar la mina de Kilembe.

Cuando subieron a la avioneta habían intercambiado miradas. Saltaba a la vista que el piloto iba drogado.

– Algunos ya están volando -dijo Inna en voz alta.

De todas formas nadie entendía el sueco.

Se rieron y entraron. Se aferraron a su imprudencia. Ante la muerte, nos reímos.

Así que, al principio del viaje, Mauri luchó contra su miedo pero después quedó completante hechizado. Un espeso y verde bosque tropical vestía las arqueadas líneas de las montañas y en los valles, entre las montañas, serpenteaban ríos de agua dulce. En esos ríos nadaban cocodrilos de color verde resplandeciente. Las montañas estaban llenas de una fértil tierra roja y amarilla que podía dar de comer a todos.

Fue una experiencia espiritual. Mauri se sentía como un príncipe que extendía los brazos y volaba sobre su reino.

El ruido de los motores de la avioneta lo protegían de la conversación con sus amigos. Le llovía por dentro, le fluía, era una sensación de ser uno con todo aquello.

¿Quién iba a ser él en Canadá?

Para no hablar de Kiruna.

La gran empresa LKAB siempre sería la protagonista allí arriba. Incluso, aunque él empezara a extraer y pusiera en marcha una mina, apenas podría vender nada. La infraestructura era un sector muy limitado. El transporte del mineral estaba copado por LKAB. Ni siquiera lo que pudieran vender podrían transportarlo fuera. Tendría que quedarse allí esperando con la gorra en la mano mientras lo ninguneaban.

Pero aquí se iba a hacer rico. De verdad. El que entrara primero ganaría una fortuna. Y construirían ciudades, carreteras, ferrocarril y centrales de energía.

Después les dijo a Diddi y a Inna:

– En realidad la mina sólo es un agujero en el suelo embarrado. No tienen equipos ni azadas, extraen a mano y, sin embargo, encuentran lo suficiente. Ahí abajo hay una riqueza increíble.

– Y un montón de problemas -había replicado Diddi.

– Claro que sí -respondió Mauri-. Pero si no hubiera problemas estaría aquí todo el mundo. Quiero ser el primero. Congo es un país demasiado loco, pero ¡aquí! Por lo menos Uganda ha firmado acuerdos internacionales que protegen a le s inversores extranjeros, MIGA, OPIC…

– Esperemos que quieran proteger el dinero de ayuda que les mandan.

– Quieren explotar la minería de verdad. Están sentados sobre un tesoro pero les falta capacidad para extraer. Hace cinco años, la guerrilla hema hizo saltar por los aires con dinamita justo esta mina. Había unos cuantos geólogos que lo desaconsejaron pero nadie los tuvo en cuenta. Así que allí abajo murieron más de cien personas como ratas.

– Habrá problemas -insistió Diddi desconfiado.

– Naturalmente -le respondió Mauri-. Cuento con ello. Es asunto nuestro.

– Eres mi amo -dijo Inna-, y opino que debes comprarla.


Inna duerme y entonces no le duele la cara que le han roto. Mauri está junto a la ventana de la habitación del hotel escuchando las ranas bombina en la noche ugandesa.

«Gerhart Sneyers ha tenido razón todo el tiempo», piensa.

«No tienen capacidad propia para extraer sus recursos naturales», dice Sneyers dentro de la cabeza de Mauri, como si todos los países africanos fueran iguales. «Pero tampoco soportan que lo hagamos nosotros porque entonces consideran que los recursos naturales de en su país no son propiedad suya. No se puede razonar con ellos.»

Llegado a ese punto Mauri sintió náuseas con la charla de Sneyers. Le había parecido que estaba cargada de prejuicios y pensaba que Sneyers había olvidado por completo la historia del colonialismo de África. Además, Sneyers no se privaba de utilizar palabras como «negratas» y consideraba que los países aquellos eran «subnormales».

Ya en julio, cuando mataron a los ingenieros belgas, Mauri comprendió que los problemas en Uganda no eran pasajeros. Aparcó el proyecto de Kilembe, se llevó a casa los trabajadores europeos e instruyó a doscientas personas, hombres y mujeres del lugar, para que vigilaran la zona de la mina. Un mes más tarde le notificaron que habían abandonado la mina a su destino.

Para conseguir más inversores, Kallis Mining había prometido un beneficio mínimo garantizado con el proyecto. Empezaron a llamar de inmediato exigiendo los pagos prometidos.

Tras la reunión de mayo en Miami, Sneyers le dio un número de cuenta y le dijo que ingresara de allí dinero para futuras inversiones.

– Que no se pueda hacer un seguimiento -le dijo.

En julio Mauri había empezado a meter dinero en aquella cuenta. Unas cuantas ventas aisladas. Si no por otra cosa, podía necesitar el dinero para pagar futuras exigencias por parte de los inversores de Kilembe. No podía ponerse a vender llevado del pánico para conseguir capital, porque eso podría dañar la reputación del grupo Kallis en el mercado y todos agudizarían el oído. También ha pagado las fuerzas armadas que se crearon alrededor de Kadaga, al norte del país. Kadaga ha asegurado las zonas en torno a Kilembe y otras minas. Pero Gerhart Sneyers le ha dicho a Mauri Kallis que ésa no es la solución a largo plazo. Kadaga puede poner paz en las minas pero no en la infraestructura. Es decir, es imposible transportar nada desde las minas de manera segura. Además, la extracción en estos momentos sería ilegal si la hiciera Mauri Kallis. Los permisos necesarios por parte de las autoridades hade tener validez.

La reunión de hoy con la ministra de Comercio de Uganda decide finalmente la cuestión. Si Mauri ha dudado antes, ahora ya no. Ha intentado ser honesto en un país más que corrupto pero ahora se acabó lo de ser tan inocente.

Gerhart Sneyers tiene razón. Museveni is a dead end.

Además, Museveni es un dictador y un opresor. Deberían hacerle un consejo de guerra. Quitarlo de en medio parece que sea más y más un derecho moral.

Mauri piensa defender su propiedad. Y no piensa inclinarse ante nadie.


Rebecka Martinsson repasó varios archivos del ordenador de Örjan Bylund. Estaba sentada en la cama que había en la pequeña habitación con el ordenador en las rodillas. Se había puesto el pijama y cepillado los dientes, aunque sólo eran las siete. La boxeadora investigaba todos los rincones y recodos y, de vez en cuando, volvía hasta donde estaba Rebecka sólo para pisar el teclado del ordenador.

– Oye, tú -le dijo Rebecka apartándola-. Si no haces bien las cosas me chivaré a Sven-Erik.

La estufa de leña calentaba. El fuego había prendido bien y dado que la leña era de abeto, sonaba como si explotara dentro. La boxeadora daba un salto cada vez que pasaba y parecía a la vez asustada y curiosa

«Vaya monstruo», pensaba Rebecka. A través del regulador de tiro que estaba medio abierto se veía el resplandor del fuego como un ojo rojo.

¿Qué es lo que había estado buscando Örjan Bylund? Cuando Rebecka buscó por Kallis Mining en Google encontró 280.000 resultados. Estuvo ojeando las filas de las cookies de Örjan Bylund para ver qué páginas había estado mirando.

Kallis Mining era el principal accionista de la empresa minera Northern Explore AB, que cotizaba en bolsa. En septiembre las acciones habían fluctuado, arriba y abajo como una montaña rusa. Primero la empresa de inversiones canadiense Quebec Invest, vendió todo lo que tenía. Aquello había creado inquietud y la cotización había ido hacia abajo. Después apareció el informe sobre el resultado positivo de unas prospecciones en las afueras de Svappavaara. Entonces la cotización dio un salto hacia arriba.

«¿Quién gana con la montaña rusa? -pensó-. El que compra cuando la cotización está baja y vende cuando ha subido, naturalmente. Follow the money.»

Örjan Bylund había estado consultando un artículo que hablaba de nuevo consejo de administración que se había formado en una junta extraordinaria después de que la empresa canadiense vendiera su cartera. Había entrado una persona de Kiruna.

«Sven Israelsson en la junta directiva de Northern Explore», decía el titular.

Fue interrumpida por el teléfono, que sonaba con su sencilla melodía.

En la pantalla del móvil apareció el número de Måns Wenngren.

El corazór le empezó a latir en el pecho como si estuviera siguiendo un programa de entreno de gimnasia olímpica.

– Hola Martinsson -le dijo con su lenta voz.

– Hola -respondió ella intentando que se le ocurriera algo pero tenía la cabeza sin ideas.

Cuando hubo pensado una eternidad, pudo decir:

– ¿Qué ta?

– Bien, muy bien. Estamos en Arlanda, todo el grupo, sacando las tarjetas de embarque.

– Vaya… qué bien.

Él se echó a reír al otro lado de la línea.

– A veces es difícil hablar contigo, Martinsson. Seguro que será divertido aunque la naturaleza se ve mejor en la tele. ¿Vendrás?

– A lo mejor. Es un poco lejos.

Se hizo el silencio. Después Måns dijo:

– Venga, vente. Quiero que subas

– ¿Por qué?

– Porque quiero intentar convencerte para que vuelvas al bufete.

– No volveré.

– Es lo que dices ahora, pero aún no he empezado a convencerte. Hemos reservado una habitación para ti de sábado a domingo. Puedes subir y enseñarnos a esquiar.

Rebecka se echó a reír.

– Seguramente sí que iré -le dijo

Sintió alivio al notar que no le suponía un esfuerzo ver a la gente del bufete. Vería a Måns. Él quería que subiera. Ella no sabía hacer slalom porque no tenían medios cuando era pequeña y porque ¿quién la podía llevar a las pistas de la ciudad? Pero daba lo mismo.

– Tengo que colgar -dijo Måns-. ¿Lo prometes?

Se lo prometió y él le respondió con una voz cálida:

– Adiós, Martinsson. Nos vemos pronto.

Y ella susurró:

– Adiós.


Rebecka miró de nuevo la pantalla de su ordenador. A nivel internacional, la salida de Quebec Invest de Northern Explore había dado lugar a un pequeño artículo en el diario inglés del sector. Prospecting & Mining; el titular de la noticia decía: «Chicken race.» «Le dejamos demasiado pronto», dijo el presidente de Quebec Invest Inc. en un comentario refiriéndose a que Northern Explore AB, poco tiempo después de que la empresa inversora canadiense vendiera sus acciones, encontró oro y cobre. Añadió que las deficiencias en los análisis de las prospecciones eran demasiado grandes y que como accionistas de Northern Explore había sido difícil hacer un cálculo de probabilidades de hallar cantidades que valiera la pena extraer. El presidente de Quebec Invest calificaba como «improbable» el hecho que entre Kallis Mining y Quebec Invest hubiera más colaboración en el futuro.

«¿Por qué; -pensó Rebecka-. Deberían tener ganas de otra oportunidad, especialmente cuando Kallis Mining demostró que había tenido éxito.

»Y ¿Quién era Sven Israelsson, el nuevo miembro del consejo de administración? ¿Por qué Örjan Bylund tenía tantas búsquedas con ese nombre?»

Hizo una búsqueda de Sven Israelsson y encontró artículos interesantes. Continuó leyendo.

La boxeadora se concentró en un botón que pendía de un hilo del pijama. Le pegó, dejó que se balanceara, lo cogió de nuevo con las dos patas y lo mordió con sus afilados dientes. Era una peligrosa gata asesina. El botón era la muerte del corderillo.


A las siete y media Rebecka Martinsson llamó al fiscal jefe, Alf Björn.

– ¿Sabes dónde trabajaba Sven Israelsson antes de que lo eligeran miembro del consejo de administración de Northern Explore? – preguntó.

– No -respondió Alf Björnfot mientras apagaba la televisión. Sólo había estado haciendo zapping en busca de algo soportable.

– Era el jefe de la empresa de prospecciones, Skandinaviska Grundämnesanalys AB, de Kiruna. Hace dos años, esta empresa estuvo a punto de ser comprada por una empresa americana, pero Kallis Mining entró y adquirió la mitad de las acciones con lo que se quedó en Kiruna. Es bastante interesante, teniendo en cuenta que una empresa inversora canadiense, Quebec Invest, vendió todas sus acciones de Northern Explore el pasado año, justo antes de que Northern Explore comunicara que habían encontrado cobre y oro en cantidades importantes en las afueras de Svappavaara.

– Vaya… y la relación con Sven Israelsson es…

– Esto es lo que yo pienso: Sven Israelsson es jefe de prospecciones de Svappavaara empresa que analiza las pruebas de las que Northern Explore hace en las afueras de Svappavaara. Probablemente siente una gran lealtad hacia Kallis Mining, dado que esta empresa convirtiéndose en accionista mayoritaria de SGAV la ha salvado de que la compraran otros. Todos hubieran perdido el trabajo o hubieran tenido que irse a vivir a Estados Unidos. En un artículo que he encontrado, el presidente de Quebec Invest está indignado porque dice que los análisis de las prospecciones eran defectuosos y considera «improbable» que haya una futura colaboración entre Quebec Invest y Kallis Mining. Me pregunto por qué anda indignado.

– ¿Te lo preguntas? -replicó Alf Björnfot-. Perdieron un montón de dinero porque vendieron demasiado pronto.

– Sí, sí, pero estos inversores están aconstumbrados a correr riesgos y a cometer errores y no se enfadan cuando los llaman los periodistas. Y a Sven Israelsson lo incluyen en el consejo de administración de la empresa filial Northern Explore. Claro que se tarda un tiempo para que le autoricen la explotación y empezar a extraer pero, una vez empiezan, Northern Explore se convierte en una empresa archimillonaria. Sven Israelsson es químico en una pequeña empresa de análisis. ¿Cómo es posible que le hayan dado un puesto en el consejo de administración de Northern Explore? Hay algo que falla. Lo que pienso es lo siguiente: Sven Israelsson tenía todas las posibilidades del mundo de manipular los resultados de las prospecciones. Creo que ayudó a guardar las pruebas que demostraban un resultado positivo. Creo que Sven Israelsson ayudó a Kallis Mining a hacer salir al principal accionista de la empresa. Quizá le enviaron una señal a Quebec Invest de que el resultado iba a ser negativo y entonces Quebec Invest vendió llevado por el pánico y para salvarse de una gran pérdida cuando el mercado reaccionara. Cuando Quebec Invest vendió, las acciones bajaron. Al cabo de poco más de un mes, Northern Explore dejó salir la noticia de que los resultados eran positivos. Quizá fue por eso por lo que Quebec mostraba indignación en la prensa y decía que no veían ninguna posibilidad de una futura colaboración con Kallis Mining. Se sintieron estafados pero no podían demostrar nada. Si alguien de Kallis Mining o Sven Israelsson había comprado acciones antes de que se hicieran oficiales los resultados es delito por información privilegiada. Creo que a Sven Israelsson le dieron un puesto en el consejo de administración, con todo lo que ello significa en cuanto a remuneración, bonificación y otras prebendas, como agradecimiento por la ayuda prestada. Y además…

Rebecka hizo una pequeña pausa.

– … en noviembre se compró un Audi nuevo. En ese momento las acciones de Northern Explore AB habían subido un 300 %, contando desde la cotización anterior a que bajaran.

– Coche nuevo -exclamó Alf Björnfot mientras se levantaba del sofá sujetando el teléfono inalámbrico entre la oreja y el hombro para poder ponerse los zapatos-. Siempre se compran un coche nuevo.

– Ya lo sé.

– Entonces nos vemos dentro de un cuarto de hora -le indicó Alf Björnfot y se puso la chaqueta.

– ¿Dónde?

– En casa de Israelsson, naturalmente. ¿Tienes la dirección?


Sven Israelsson vivía en una casa de madera pintada de rojo en la calle Matojärvi. En un montón de nieve unos niños habían empezado a cavar una cueva. Las palas que había esparcidas por el suelo testificaban que el trabajo había sido interrumpido de golpe cuando empezaba el programa infantil Bolibompa y les esperaba la cena.

Sven Israelsson era un hombre de unos cuarenta años. Rebecka se sorprendió. Creía que sería mayor. Tenía un pelo grueso y castaño con bastantes canas. Parecía en buena forma, fibroso, como si nadara o corriera.

Alf Björnfot se presentó a sí mismo y a Rebecka con el nombre y cargo. Fiscal jefe y fiscal de refuerzo era suficiente para asustar a la gente. Sven Israelsson no parecía tener miedo. Más bien era algo que muy rápido apareció en su mirada. Algo parecido a la resignación. Como si esperara que la ley llamara a su puerta. Después se recuperó.

– Adelante -les dijo-. No os quitéis los zapatos si no queréis. Fuera sólo hay nieve limpia.

– Trabajas para Skandinaviska Grundämnesanalys AB -afirmó para empezar Alf Björnfot cuando se sentaron a la mesa de la cocina.

– Cierto

– De la que Kallis Mining es propietaria al 50%.

– Sí.

– Y el pasado invierno te nombraron miembro del Consejo de Administración de Northern Explore AB, una filial de Kallis Mining.

Sven Israelsson asintió con la cabeza.

– El pasado otoño, Quebec Invest vendió un gran paquete de acciones de Northern Explore. ¿Por qué lo hizo?

– No lo sé. Se enfriarían. No se atreverían a esperar al último resultado de la prospección. Igual pensaron que las acciones caerían como una piedra si el resultado era negativo.

– El presidente de Quebec Invest dijo en una entrevista que era impensable una futura colaboración con Kallis Mining -dijo Rebecka-. ¿Por qué crees que lo dijo?

– No lo sé.

– En noviembre te compraste un Audi nuevo -dijo Alf Björnfot-. ¿De dónde salió el dinero?

– ¿Soy sospechoso de haber cometido algún delito? -inquirió Sven Israelsson.

– De momento y formalmente, no -informó Alf Björnfot.

– Hay circunstancias en torno a esta historia que indican un grave delito por información privilegiada o de colaboración en ese delito -informó Rebecka.

Hizo un gesto con el pulgar y el índice como midiendo cinco centímetros y continuó:

– Estoy a esta distancia de saber quién compró acciones en el corto período desde la venta de Quebec hasta que se hicieron oficiales los resultados positivos. A menudo, las compras delictivas con ayuda de información privilegiada se hacen en pequeñas cantidades con diversos intermediarios y administradores. Así no lo ven los inspectores de Hacienda en un control rutinario, pero yo voy a hacer un seguimiento de cada una de las ventas durante ese período. Y si te encuentro a ti o a Kallis Mining entre los compradores, te va a caer una buena denuncia.

Sven Israelsson cambió de postura en la silla donde estaba sentado con el gesto de estar buscando algo que decir.

– Es más que eso -añadió Alf Björnfot-. Te tengo que preguntar una cosa. Por favor, no mientas y piensa que este dato lo podemos comprobar por otras fuentes. ¿Se puso en contacto contigo el periodista Örjan Bylund y te hizo preguntas respecto a esta historia?

Sven Israelsson lo pensó un momento.

– Sí -dijo luego.

– ¿Qué le dijiste?

– Nada. Que le fuera a preguntar a Kallis Mining.

«Inna Wattrang era la jefa de información de Kallis Mining», pensó Rebecka Martinsson.

– A Örjan Bylund lo asesinaron -informó Alf Björnfot sin rodeos.

– ¿Qué cojones dices? -exclamó Sven Israelsson desconfiado-. Murió de un infarto al corazón.

– Lo siento pero no -replicó Alf Björnfot-. Lo mataron cuando empezó a investigar esta historia.

Sven Israelsson palideció y se cogió al borde de la mesa con las dos manos.

– Bueno -continuó Alf Björnfot-. No creo que tuvieras nada que ver con eso, pero ahora te das cuenta de que es un asunto serio. ¿Por qué no nos lo explicas todo? Así verás cómo se alivia esa presión que sientes en el pecho.

Sven Israelsson asintió de nuevo con la cabeza.

– Teníamos a un chico en el laboratorio -dijo al cabo de un instante-. Y nos enteramos de que le pasaba información a Quebec Invest.

– ¿Cómo os enterasteis? -le inquirió Alf Björnfot.

Sven Israelsson hizo una mueca parecida a una sonrisa.

– Por pura casualidad. Estaba en casa hablando por teléfono con el presidente de Quebec y tenía el móvil en el bolsillo. Se había olvidado de bloquearlo y sin querer llamó al ultimo número marcado, que era el de un compañero y éste oyó lo suficiente para entender de qué iba la conversación.

– ¿Y qué hiciste?

– El que oyó la conversación me lo explicó y cuando llegó el momento oportuno dejamos que le pasara información errónea.

– Exactamente ¿qué?

– Era un momento crítico en las prospecciones en las afueras de Svappavaara y parecía que Northern Explore no iba a encontrar nada allí. Habían hecho gran cantidad de mediciones a más de setecientos metros de profundidad y los gastos se dispararon. Luego hicieron prospecciones a casi mil metros y ésa era la última oportunidad en aquella zona. Todo dependía del resultado. Sólo son los grandes, los que tienen recursos para esa clase de prospecciones. Dios mío, hay un montón de pequeñas empresas que sólo pueden hacer pruebas desde el aire y después envían patrullas a pie que cavan un poco de tierra para inspeccionar una zona.

– Y entonces encontraron oro.

– Más de cinco gramos por tonelada y eso está muy bien. Además de un dos por ciento de cobre. Pero yo falseé un informe y dijimos que no habíamos encontrado nada y que se podía descartar la posibilidad de realizar extracciones rentables en la zona. Entonces hice que el que filtraba información viera el informe. Quebec Invest vendió sus acciones en Northern Explore AB una hora después.

– ¿Qué pasó con el compañero?

– Hablé con él… y después de la conversación presentó la dimisión y eso fue todo.

Alf Björnfot se quedó callado unos segundos mientras pensaba.

– ¿Hablaste con alguien de Kallis Mining sobre esto? ¿Sobre la filtración? ¿Sobre lo de pasar información errónea?

Sven Israelsson dudó.

– El periodista Örjan Bylund ha sido asesinado, Inna Wattrang lo mismo -explicó Alf Björnfot-. No podemos descartar que estos hechos tengan algo que ver entre sí. Cuanto antes salga la verdad, mayor es nuestra posibilidad de detener a quien lo hizo.

Alf Björnfot se inclinó hacia atrás, hasta el respaldo de su silla y esperó. El hombre que tenía delante era un hombre con conciencia. Pobre hombre.

– Fuimos Diddi Wattrang y yo quienes ideamos todo esto -contestó Sven Israelsson finalmente.

Los miraba suplicante.

– Él hacía que pareciera correcto. Llamaba traidores a Quebec Invest y decía lo que yo también había pensado muchas veces de los inversores extranjeros. Que no tienen interés en poner en marcha ninguna mina en la zona. Sólo tienen interés en conseguir dinero rápido. Negocian permisos y concesiones, pero no son empresarios. Aunque encuentren grandes cantidades para extraer, no pasa nada. Se venden los derechos unos a otros, pero no hay nadie que quiera poner en marcha nada. O falta dinero, ya que cuesta muchos millones poner en marcha una mina, o falta quién sabe qué. Y todos estos inversores extranjeros no sienten nada por estas tierras. ¿Les preocupan acaso los puestos de trabajo y la gente de aquí?

Sven Israelsson volvió a hacer una mueca parecida a una sonrisa.

– Era como él decía, que Mauri Kallis por lo menos era de aquí y tenía voluntad, dinero y espíritu emprendedor. Con Quebec Invest fuera, la posibilidad de que hubiera una explotación de la mina era cien por cien mayor. Claro que lo he pensado después. Cada día. Pero entonces parecía que era moralmente correcto hacer lo que le hicimos a Quebec Invest, que eran unos canallas. Eran ellos los que tenían un chivato entre nosotros. Jodidas ratas, pensé. Robar a un ladrón. Traicionar a un traidor. Sólo tuvieron lo que se merecían. Y no nos iban a desenmascarar, porque entonces se descubrirían ellos mismos.

Sven Israelsson se quedó callado. Rebecka Martinsson y Alf Björnfot lo observaban mientras la sensación de que todo se había acabado le calaba dentro. Lo que estaba esperando tomaba forma ahora en su cabeza. Perder el trabajo. Ser denunciado. Lo que diría la gente.

– Cuando me ofrecieron el puesto en el consejo de administración -dijo secándose las lágrimas que empezaban a abrirse paso-, entonces parecía sólo como una muestra de que Kallis Mining quería invertir aquí arriba. Querían ese arraigo local. Pero cuando recibí el dinero… en un sobre, no en una cuenta… entonces ya no me pareció tan bien. Me compré el coche y cada vez que me sentaba en él…

Interrumpió la frase sacudiendo la cabeza.

«Un hombre con conciencia», pensó Alf Björnfot de nuevo.


– Mira tú qué cosas pasan -le dijo Alf Björnfot a Rebecka cuando dejaron la casa de Sven Israelsson.

– Tenemos que llamar a Sven-Erik Stålnaeke y a Anna-Maria y explicárselo -dijo Rebecka-. Que llamen a Diddi Wattrang para interrogarlo respecto a un grave delito de información privilegiada.

– Anna-Maria le ha llamado antes. Diddi Wattrang está en Canadá. Pero la llamaré de todas formas y cuando tengamos los datos sobre la venta de acciones, entonces se le puede pedir ayuda a la policía canadiense para que lo detengan.

– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó Rebecka-. ¿Quieres acompañarme hasta Kurravaara? Le he prometido a mi vecino, Sivving Fjällborg, comprarle unas cosillas y seguro que nos querrá invitar a tomar café. Le gustará que vayas.


Sivving se puso contento con la visita. Le gustaba hablar con gente nueva. Él y el fiscal pronto se pusieron de acuerdo en que no eran familia pero tenían unos cuantos conocidos en común.

– Pues aquí vives bien -dijo Alf Björnfot a la vez que miraba el cuarto de la caldera.

Bella estaba tumbada y triste en su cama mientras veía a los demás sentados a la mesa plegable de Sivving comiendo panecillos de pan seco con mantequilla y queso.

– Sí, aquí abajo todo es muy fácil -dijo Sivving filosófico mientras mojaba su pan en el café-. ¿Qué se necesita? Una cama y una mesa. También tengo una tele pero para lo que hay que ver. Y ropa, tengo dos de todo. ¡No más! Hay gente que se las apaña con menos pero yo no quiero quedarme en casa porque tenga que lavar. Bueno, la verdad, calzoncillos tengo cinco pares y calcetines también.

Rebecka se echó a reír.

– Pero deberías tener menos -le dijo mirando los calcetines rotos y los gastados calzoncillos que estaban tendidos en la cuerda.

– Bah, mujeres -se rió Sivving buscando apoyo en Alf Björnfot con la mirada-. ¿A quién le preocupa lo que llevo debajo? Maj-Lis siempre estaba igual. Preocupada de llevar siempre una muda bonita y limpia. No por mí, sino ¡por si la atropellaban y acababa en el hospital!

– Es verdad -se rió Alf Björnfot-. ¡Imagina si el médico te ve con la muda sucia o los calcetines con agujeros!

– Oye -le dijo Sivving a Rebecka-. Haz el favor de apagar el ordenador. Aquí estamos intentando pasárnoslo bien.

– Ya voy -respondió Rebecka.

Estaba con su ordenador portátil buscando datos sobre la economía de la familia de Diddi Wattrang.

– ¿Maj-Lis era tu mujer? -preguntó Alf Björnfot.

– Sí, murió de cáncer hace cinco años.

– Mira esto -dijo Rebecka girando el ordenador hacia Alf Björnfot-. Diddi Wattrang siempre tiene su crédito al mínimo a finales de mes, menos cincuenta, menos cincuenta. Así ha ha sido durante años. Pero justo después de que Northern Explore AB encontrara oro, su mujer aparece en el registro de vehículos como propietaria de un Hummer.

– Siempre compran coches -exclamó Alf Björnfot.

– Uno de ésos me gustaría tener a mí -dijo Sivving-. ¿Cuánto cuesta? ¿700.000?

– Diddi Wattrang ha cometido un delito de información privilegiada pero me pregunto si esto tiene alguna relación con Inna Wattrang.

– Quizá lo descubrió y lo amenazó con denunciarlo -dijo Alf Björnfot.

Se dirigió de nuevo a Sivving.

– Así que tú y tu mujer erais vecinos de la abuela de Rebecka.

– Sí, y Rebecka vivió también allí casi toda su infancia.

– ¿Por qué, Rebecka? ¿Murieron tus padres cuando eras pequeña? -preguntó Alf Björnfot sin rodeos.

Sivving se puso de pie de golpe.

– ¿Alguien quiere un huevo duro en el pan? Los tengo cocidos en la nevera. Son de esta mañana.

– Mi padre murió justo cuando yo acababa de cumplir ocho años -dijo Rebecka-. Conducía un tractor de esos para andar por el bosque. Era invierno y estaba trabajando cuando el tractor empezó a perder líquido del sistema hidráulico. No se sabe exactamente qué pasó, porque estaba solo. El caso es que se bajó del tractor, miró el tubo y entonces se soltó.

– Joder -exclamó Alf Björnfot-. Aceite hirviendo del hidráulico.

– Humm, la presión es muy alta y todo aquel aceite le cayó encima. Creen que murió en el acto.

Rebecka se encogió de hombros. Un gesto como de que hacía mucho de aquello. De que lo sentía muy lejano.

– Descuidado y torpe -dijo en voz baja-. Pero a veces somos así.

«Aunque él no debería haberlo sido -pensó con la vista puesta en la pantalla del ordenador-. Yo lo necesitaba. Me hubiera tenido que querer tanto que no hubiera podido ser ni descuidado ni torpe.»

– Le podía haber pasado a cualquiera -intervino Sivving, que no quería permitirle a Rebecka desacreditar a su padre delante de extraños-. Uno está cansado, se baja de la máquina y hace frío. Aquel día hacía veinticinco grados bajo cero. Y seguramente también estaría estresado. Si la máquina se queda parada no se gana dinero ese día.

– ¿Y tu madre?-preguntó Alf Björnfot.

– Se separaron un año antes de que muriera mi padre. Pero yo tenía doce años cuando ella murió. Vivía en Åland. Yo vivía con mi abuela. La atropelló un camión.


Es invierno. Rebecka va a cumplir doce años dentro de poco. Ha estado fuera con otros niños saltando desde el tejado de un cobertizo. Directamente a la nieve. Tiene mojada toda la espalda y lleva las botas llenas de nieve. Debe ir a casa a cambiarse.

Su hogar es ahora la casa de su abuela. Al principio, cuando murió su padre, vivía con su madre, pero fue poco más de un año. Su madre solía trabajar lejos. Aquello era muy complicado. La madre dejaba a Rebecka con la abuela, a veces porque tenía que trabajar, a veces porque estaba cansada. Después la iba a buscar y podía estar enfadada. Enfadada con su abuela, aunque era ella la que le había pedido que se hiciera cargo de Rebecka.

Cuando Rebecka sube a casa con la ropa mojada, su madre está sentada junto a la mesa de la cocina. Está de muy buen humor. Tiene las mejillas sonrosadas y se ha teñido el pelo de verdad en la peluquería, no en casa de una amiga, como suele hacer.

Ha conocido a otro hombre, explica. Vive en Åland y quiere que su madre y Rebecka se vayan a vivir con él.

Su madre explica que tiene una casa muy bonita. Y que por allí viven muchos niños. Rebecka va a tener un montón de amigos.

Rebecka siente cómo se le encoge el estómago. La casa de su abuela es una casa muy bonita. Ella quiere vivir allí. No quiere irse a ningún otro sitio.

Mira a su abuela. La abuela no dice nada pero aguanta la mirada de Rebecka con la suya.

– Ni hablar -dice Rebecka.

En cuanto se ha atrevido a decir las palabras que había estado repitiendo en silencio, siente toda la verdad que hay en ellas. No se irá nunca. Nunca a ningún sitio con su madre. Ella vive en Kurravaara y en su madre no puede confiar. Un día es como es hoy, a todo el mundo le parece guapa, lleva ropa bonita y habla con las chicas mayores de la escuela. Una de esas chicas un día suspiró después de ver a su madre y Rebecka oyó que decía: «Una madre así me gustaría tener, una que entienda las cosas.»

Pero Rebecka conoce mejor a su madre. Cuando se tumba en la cama sin hacer nada y Rebecka tiene que ir a comprar y se alimenta de bocadillos y no se atreve a hacer nada porque todo lo que haga estará mal hecho.

Su madre intenta por todos los medios convencer a Rebecka. Habla con su voz más zalamera. Intenta abrazarla pero Rebecka se escabulle. La rechaza. Sacude la cabeza todo el tiempo. Ve que su madre mira a su abuela pidiendo que la apoye cuando dice:

– La abuela ya no puede tenerte viviendo siempre aquí y yo soy tu madre.

Pero la abuela no dice nada y Rebecka sabe que está de su parte.

Cuando su madre ya se ha cansado de ser amable, cambia radicalmente.

– Pues no vengas -le grita a Rebecka-. Pasa de mí.

Y le explica lo mucho que ha trabajado desde que su padre murió para que Rebecka pudiera tener chaquetas de invierno nuevas y que ella podría haberse puesto a estudiar si no hubiera tenido aquella responsabilidad.

Rebecka y la abuela siguen calladas.

Siguen calladas mucho tiempo después de que la madre se haya ido de allí. Rebecka hace compañía a su abuela en el establo. Aguanta el rabo de la vaca mientras la abuela la ordeña. Como solía hacer cuando era pequeña. Están en silencio. Pero cuando Mansikka de pronto eructa, no tienen más remedio que echarse a reír.

Después todo continúa casi como siempre.


Su madre se va a vivir a otro sitio. Llegan postales para Rebecka donde le explica lo fantástico que es todo allí, en Åland. Rebecka lee y se le encoge el corazón de ansiedad. No hay ni una sola palabra donde su madre diga que la echa de menos. Ni siquiera que la quiere. Pone que han salido con el barco o que crecen manzanos y perales en el jardín, o que han ido de excursión.

A mitad del verano llega una carta. Vas a tener un hermanito, pone en la carta. La abuela también la lee. Está sentada junto a la mesa de la cocina con las viejas gafas de su padre, que compró en la gasolinera.

– Jesus siunakhoon ja Jumala varjelkhoon -dice cuando la ha acabado de leer-. Jesús nos bendiga y Dios nos ampare.


«¿Quién me explicó que había muerto?», pensó Rebecka. «No lo recuerdo. Recuerdo tan poco de aquel otoño. Pero recuerdo ciertas cosas.»

Rebecka está tumbada en el sofá cama, de la alcoba que hay junto a la cocina. Jussi no está a sus pies porque la abuela y la mujer de Sivving, Maj-Lis, están junto a la mesa de la cocina y Jussi se ha tumbado debajo. Cuando la abuela está en el establo o se ha ido a dormir, Jussi suele tumbarse en la cama de Rebecka.

Maj-Lis y la abuela creen que Rebecka se ha quedado dormida pero no es así. La abuela llora. Llora con un trapo de cocina contra la cara. Rebecka cree que es para amortiguar el ruido y que así ella no se despierte.

Nunca ha oído ni visto llorar a su abuela, ni siquiera cuando murió su padre. El ruido hace que tenga mucho miedo y que se sienta muy mal. Si la abuela llora, el mundo se desmorona.

Maj-Lis está sentada al otro lado y susurra consoladora.

– No creo que fuera un accidente -dice la abuela-. El conductor dice que lo miró y que se le echó encima.


– Tiene que haber sido muy duro perderlos a los dos cuando eras tan pequeña -dice Alf Björnfot.

Sivving sigue todavía junto a la nevera. Aguantando los huevos sin saber qué hacer.

«Cuando pienso en aquellos tiempos me avergüenzo -piensa Rebecka-. Desearía tener las imágenes correctas en la cabeza. Una niña junto a una tumba con lágrimas en la cara y flores sobre el ataúd. Dibujos de mi madre en el cielo o cualquier otra cosa, pero yo me sentía completamente fría.»


– Rebecka -la llama su profesora.

¿Cómo se llamaba? ¡Eila!

– Rebecka -dice Eila-. No has hecho los deberes de matemáticas hoy tampoco. ¿Te acuerdas de lo que hablamos ayer? ¿Recuerdas que me prometiste que empezarías a hacer los deberes?

Eila es buena. Tiene el pelo rizado y una bonita sonrisa.

– Lo intento -se excusa Rebecka-, pero empiezo a pensar en que mi madre está muerta y entonces no puedo hacerlos.

Mira hacia el pupitre para que parezca que llora pero no es verdad.

Entonces Eila se queda callada y le pasa la mano por el pelo.

Rebecka se siente satisfecha. No le apetece estudiar matemáticas. Así se salva.


Otra vez: se ha escondido en la leñera de la abuela. El sol pasa a través de las grietas de la pared. Unas delgadas cortinas de polvo parece que se levanten constantemente con la luz.

La hija de Sivving, Lena, y Maj-Lis la están llamando. «¡Rebecka!» No contesta. Quiere que la estén buscando para siempre. Se enfada y se desilusiona cuando dejan de llamarla.


Y aún otra vez: Está jugando junto a la orilla del río. Se imagina que martillea y clavetea en el embarcadero. Está construyendo una balsa. Navega corriente abajo por el río Torne. Sabe que el río desemboca en el mar Báltico. Continúa en la balsa a través del mar hasta la costa de Finlandia. Hasta Åland. Allí desembarca y hace autostop hasta la ciudad de su madre. A la casa bonita de aquel señor. Llama a la puerta. El señor abre. No entiende nada. «¿Dónde está mamá?», pregunta Rebecka. «De paseo», responde el señor. Rebecka echa a correr. Tiene prisa. En el último segundo agarra a su madre, en el instante en que iba a tirarse a la carretera. El camión pasa de largo, casi las roza. ¡Salvada! Rebecka la ha salvado. «Podría haber muerto -dice su madre-. Mi niña.»


– No puedo recordar que estuviera triste -dice Rebecka a Alf Björnfot-. Yo vivía con mi abuela. De todas formas, en mi vida ha habido mucha gente buena. Lamentablemente creo que no lo aproveché. Yo notaba que los adultos se apenaban por mí y así me prestaban más atención.

Alf Björnfot parecía tener dudas.

– Pobre niña -dijo-. Tenían motivos para sentir lástima por ti. Y tú merecías que te prestaran más atención.

– ¡Qué cosas dices! -exclamó Sivving-. Tú no te aprovechaste. Intenta no pensar así. Además, de eso hace mucho tiempo.


Ester Kallis estaba sentada en su habitación, en la buhardilla de Regla. Estaba en el suelo con los brazos alrededor de las rodillas, dándose impulso.

Tenía que bajar a la cocina a buscar la cazuela de macarrones de la nevera.

Pero es complicado. Aquello estaba lleno de gente haciendo cosas, dentro de la casa y fuera también. Había personal de servicio contratado y un cocinero que hacía la comida. En el jardín había hombres con equipo de comunicación y armados. Hacía un momento que había oído al jefe de seguridad, Mikael Wiik, hablar con ellos cuando estaban justo debajo de su ventana medio abierta.

– Cuando lleguen, quiero vigilantes armados junto a la verja. No porque se necesite, simplemente para que los invitados del cliente se sientan tranquilos. ¿Entendido? Esta gente suele viajar por zonas problemáticas, pero también aquí, en Alemania, en Bélgica, en Estados Unidos, están acostumbrados a ver a mucha gente de seguridad a su alrededor. Así que, cuando vengan, quiero dos hombres junto a la verja y dos aquí arriba junto a la casa. Y cuando estén dentro, tomaremos posiciones.

Tenía que bajar a buscar la cazuela de los macarrones. No había que pensar más.

Ester bajó por la escalera que subía al desván, pasó por delante de la puerta del dormitorio de Mauri y continuó hacia abajo por la ancha escalera de roble que llevaba hasta el recibidor.

Lo cruzó por encima de la gran alfombra persa, paseó su propia imagen delante del pesado espejo del 1700 sin mirarse y entró en la cocina.

Ebba Kallis estaba allí hablando de vinos con el cocinero contratado, a la vez que daba instrucciones a los camareros. Ulrika Wattrang estaba junto al banco de trabajo de mármol y arreglaba unas flores en un florero gigantesco. Las dos mujeres parecían arrancadas de una revista con sus sencillos trajes de cena bajo el delantal.

Ebba estaba de espaldas cuando Ester entró en la cocina. Ulrika la vio por encima del hombro de Ebba y le hizo a ésta una señal arqueando las cejas un par de veces. Ebba se volvió.

– Oh, hola, Ester -dijo en un tono amable acompañado de una sonrisa totalmente incómoda-. No he puesto servicio para ti porque he pensado que quizá no querrías sentarte con nosotros. Ya sabes, sólo se habla de negocios… aburridísimo. Ulrika y yo no tenemos más remedio.

Ulrika puso los ojos en blanco para demostrar a Ester lo pesado que era estar obligada a asistir.

– Sólo bajaba a buscar mis macarrones -dijo Ester bajito y con la mirada en el suelo.

– Oh, pero naturalmente hay muchas cosas para comer -exclamó Ebba-. Te mandaremos un menú de tres platos en una bandeja.

– Dios, qué agradable -dijo Ulrika-. ¿No podéis hacérmelo a mí también? Y así me voy a ver una película y me como todas estas cosas tan ricas.

Se echaron a reír un poco avergonzadas.

– Sólo quiero los macarrones -respondió Ester obstinada.

Abrió la puerta de la nevera y sacó una gran cazuela con macarrones fríos. Muchos hidratos de carbono.

Entonces Ester miró a Ulrika. Se vio obligada. Estaba allí cuando Ester cerró la nevera y se dio la vuelta. Ulrika estaba blanca como el papel, con un agujero rojo en medio de la cara.

Oyó una voz. De Ebba o de Ulrika.

– ¿Cómo estás? ¿No te sientes bien?

Claro que se sentía bien. Sólo tenía que subir la escalera de vuelta a su habitación en la buhardilla.

Subió la escalera. Un instante después estaba sentada en su cama. Comía macarrones con la mano directamente de la cazuela, ya que no había cogido el tenedor. Cuando cerró los ojos vio a Diddi durmiendo profundamente en la cama del matrimonio Wattrang. Con la ropa puesta, aunque Ulrika le había sacado los zapatos ayer por la noche cuando llegó a casa. Vio al jefe de seguridad, Mikael Wiik, repartir a sus hombres por la zona. No esperaba que surgieran problemas, quería que los invitados vieran la vigilancia y se sintieran seguros. Vio a Mauri ir de un lado para otro en su despacho, nervioso ante aquella cena. Vio que el lobo había bajado del árbol.

Abrió los ojos y observó su óleo del lago Torneträsk.

«La abandoné -pensó-. Me fui a Estocolmo.»


Ester va en tren a Estocolmo. Su tía la espera en la estación. Parece un cromo o un cartel de película. Lleva su estirado y negro pelo de lapona ondulado y con laca, con un peinado a lo Rita Hayworth. Sus labios son rojos y lleva una falda estrecha. El perfume es dulce y pesado.

Ester va a una entrevista en la escuela de arte. Lleva anorak y zapatillas de gimnasia.

En la Escuela de Arte Idun Lovén han revisado sus pruebas de acceso. Es buena, pero demasiado joven, en realidad. Por eso la junta directiva quiere hablar con ella.

– Recuerda que tienes que hablar -le ordena su tía-. No te quedes allí callada. Por lo menos contesta cuando te pregunten. ¡Prométemelo!

Ester lo promete desde un estado de aturdimiento. Hay tanto a su alrededor: el aullido chirriante del metro cuando entra en las estaciones, textos por todas partes, publicidad. Intenta leer y ver lo que quieren vender, pero no le da tiempo, los tacones de su tía son baquetas que mantienen su ritmo rápido a través de un montón de gente que a Ester tampoco le da tiempo de mirar.

Los que la van a entrevistar son tres hombres y dos mujeres. Todos son de mediana edad hacia arriba. Su tía debe esperar fuera, en un pasillo. Invitan a Ester a entrar en una sala de conferencias. En las paredes cuelgan grandes cuadros. Las pruebas de acceso de Ester están apoyadas contra la pared.

– Nos gustaría hablar un poco contigo de tus cuadros -dice amablemente una de las mujeres.

Es la directora. Le han estrechado la mano y le han explicado quiénes son y cómo se llaman, pero Ester no lo recuerda. Sólo se acuerda que aquella mujer que habla ahora ha dicho que es la directora.

Sólo hay un óleo. Se llama Solsticio de verano y representa el lago Torneträsk y una familia que va a subir al barco que está en la playa. Hay sol de medianoche y nubes de mosquitos. Un chico y su padre ya están sentados en el barco. La madre medio arrastra a una niña que quiere quedarse en tierra. La niña llora. Sobre la cara, tiene la sombra de un pájaro que pasa volando. Al fondo se ve la montaña, todavía con manchas de nieve. Ester ha pintado el agua de color negro. El brillo del agua está aumentado. Si sólo se les mira a ellos, se tiene la sensación de que el mar está más cerca del observador que la familia. Aunque en la composición de la imagen, la familia está en primer término. Quedó bien aquello de los espejados aumentados. Hacen que el agua parezca amenazadora y grande. Y debajo de la superficie aparece algo blanco pero también puede ser el espejo de una nube.

– No estás acostumbrada a pintar al óleo -dijo uno de los caballeros.

Ester niega con la cabeza porque es verdad.

– Es una imagen interesante -dice amablemente la directora-. ¿Por qué no quiere la niña subir al barco?

Ester tarda en dar una respuesta.

– ¿Tiene miedo al agua?

Ester asiente con la cabeza. ¿Por qué tiene que explicarlo? Entonces se estropeará todo. La sombra blanca que está en el agua es el caballo del arroyo que se despierta la noche del solsticio de verano. Cuando Ester era pequeña, leyó algo del caballo del arroyo en un libro sueco de la biblioteca de la escuela. En el dibujo, va nadando por allí abajo deseando que un niño caiga en el agua para llevárselo hasta el fondo y comérselo. La niña sabe que es ella. La sombra del pájaro sobre su cara es un arrendajo funesto, un pájaro de mal agüero. Los padres sólo ven la nube en el cielo. Al niño del barco le han prometido que llevará el timón y quiere irse.

Sacan otros cuadros. Es Nasti, el lemming, en su jaula. Dibujos a lápiz de su casa en Rensjön, de dentro y de fuera de la casa.

Preguntan una cosa y otra. No sabe qué es lo que quieren que les diga. ¿Y qué puede decir? Si tienen los dibujos delante de las narices, sólo tienen que mirarlos. Se niega a dar explicaciones, por eso responde con monosílabos y sin ganas.

Su tía y su madre están sentadas en su cabeza discutiendo intensamente.

Su madre: «Es natural que no se hable de los dibujos. Uno no sabe bien de dónde salen. Y quizá igual tampoco quiera saberlo.»

Su tía: «Pues te diré una cosa. A veces una se tiene que esforzar un poco. Di algo, Ester, porque quieres entrar en esta escuela, ¿no? Dentro de poco se van a creer que eres subnormal o algo así.»

Todos miran aquellos perros haciendo caca. Era la asistenta social, Gunilla Petrini, quien eligió los dibujos que Ester iba a enviar. Y a ella le gustaron los perros.

Ése es Musta, seguro, que arrogante echa nieve sobre sus excrementos con las patas de atrás.

El pointer del vecino, Herkules, es un perro de caza rígido y bastante militar. De pecho ancho y nariz ganchuda. Pero cuando quiere hacer caca, por alguna razón, siempre se busca una pequeña planta de pino. Necesita hacer caca con el agujero del culo pegado a un árbol. Ester está contenta de la manera como ha captado su expresión, satisfacción y esfuerzo en un solo trazo, allí donde está con el lomo encorvado sobre el pequeño pino.

También miran un cuadro de un dibujo que hizo una vez desde Kiruna. Es una mujer que lleva un pekinés atado a una correa. Sólo se le ven las pantorrillas por detrás y son bastante gruesas. Calza zapato cerrado con tacón alto. El pekinés está agachado en posición de cagar pero parece que el ama se ha cansado de esperar y tira de él para seguir el paseo. También se le ve a él por detrás, todavía agachado para cagar y dejando unas huellas en el suelo con las patas de atrás como de que es arrastrado.

Ahora le pregunta algo. Dentro de su cabeza su tía la empuja impaciente.

Pero Ester cierra la boca. ¿Qué puede decir? ¿Que le interesan las cacas?


Su tía quiere saber cómo ha ido. ¿Cómo lo puede saber Ester? A ella no le ha gustado todo aquello del hablar. Pero lo intentó. Como con los dibujos de Nasti. Entiende que querían darle más importancia a los dibujos. Su encarcelamiento. Su pequeño cuerpo. Las palabras del padre le salieron de dentro: «Son tan sensibles -dijo-. Sobreviven en las montañas pero cuando les afecta algo como los bacilos de un resfriado…» En ese momento todos se la quedaron mirando expectantes.

En estos momentos se siente como una idiota. Piensa que habla demasiado. Aunque a ellos les parezca que apenas ha dicho nada, eso lo entiende.

«Se ha ido todo a la mierda -siente por dentro-. No me admitirán.»


Ester Kallis puso la cazuela vacía al lado de la cama. Tenía que quedarse esperando. No estaba segura qué.

«Ya se verá. Es como una trampa. Ocurre y ya está.»

No debía encender la luz de su habitación. No podían descubrirla.

Abajo tenían la cena. Como un rebaño de renos pastando. Ignoraban que la manada de lobos se acercaba cubriendo las vías de escape.

Fuera, la noche estaba oscura como el carbón. No había luna. Si cerraba los ojos o los abría no había casi ninguna diferencia. Hasta la habitación llegaba un poco de luz de la farola que había fuera, en la pared.

Los muertos se acercaban. ¿O era ella la que se acercaba? Notó unos cuantos. Parientes por parte de madre que nunca había conocido.

Inna también. No tan lejos como podía uno creer. Quizá estaba inquieta por su hermano. Pero no se podía hacer nada. Ester tenía que pensar en su propio hermano.

No hacía tanto tiempo que Inna estaba allí sentada, en la habitación de Ester. La hinchazón de su cara empezaba a bajar. Los morados habían cambiado de color, de rojo y azul a verde y amarillo.

– ¿Por qué no sacas la paleta y me pintas? -le había preguntado-. Ahora que tengo tantos colores.

Últimamente estaba cambiada. Se quedaba en casa los fines de semana. No estaba tan contenta como antes. A veces, subía a estar un rato con Ester.

– No sé -le había respondido-. Es que estoy muy cansada de todo. Cansada y desanimada.

A Ester le gustaba estar así. Desanimada.

«¿Por qué se ha de estar siempre contenta?», le hubiera querido preguntar a Inna.

Aquella gente. Contentos y felices y muchos conocidos. Eso era lo más importante.

Pero aun así, Inna sólo se exigía a sí misma. No a Ester.

En ese sentido, Inna era como su madre.

«Me dejaban ser como era -pensó-. Mi madre le prometió al profesor de la escuela que me diría que mejorara. Intentaría enseñarme matemáticas y a escribir.»

«Es que es tan callada -decían los profesores-. No tiene amigos.»

«Como si eso fuera una enfermedad.

»Pero mi madre me dejaba tranquila. Me dejaba que dibujara. Nunca me preguntaba si tenía amigos que quisiera traer a casa. Estar sola era una cosa natural.»

En la escuela de arte no fue lo mismo. Allí se tenía que aparentar que no se estaba sola. Para que los demás no tuvieran que molestarse ni sentir remordimientos de conciencia.


Ester empieza en la Escuela de Arte Lovén, de Estocolmo. Gunilla Petrini tiene un conocido que tiene un piso que se ha de renovar en la calle Jungfru en el barrio de Östermalm. Por eso los propietarios pasan el invierno en Bretaña. A la pequeña Ester le dejan una habitación, no importa. Los operarios llegan pronto por la mañana y cuando Ester vuelve de la escuela ya se han ido hasta el día siguiente.

Ester está acostumbrada a la soledad. No tenía amigos en la escuela. Sus quince años de vida los ha vivido en un rincón sentada consigo misma los días que iban de excursión, comiéndose su bocadillo. Pronto dejó de esperar que alguien se sentara a su lado en el autobús.

Si bien es cierto que es por su culpa. No tiene costumbre de ponerse en contacto con nadie, porque está convencida de que la rechazarán si lo intenta. Cuando hacen pausas, Ester está sola. No inicia ninguna conversación. Los demás alumnos notan la diferencia de edad y se excusan con que Ester seguro que tiene compañeros de su edad con los que sale en su tiempo libre. Ester se despierta sola. Se viste y desayuna sola. Cuando sale, a veces se encuentra con los hombres del mono azul de trabajo que están renovando el piso. Saludan con la cabeza o le dicen hola, pero hay una distancia de muchos kilómetros entre ellos.

Estar aislada en la escuela no la hace sufrir. Pinta modelos a contrapposto y aprende al observar a sus compañeros mayores. Cuando los demás salen a tomar el aire, ella suele quedarse en el estudio y se pasea para mirar. Intenta descubrir cómo uno ha hecho aquellas líneas con tanta facilidad o cómo otro ha encontrado los colores adecuados.

Cuando no tiene que ir a clase de pintura de modelos, sale a pasear. Y es fácil estar sola en Estocolmo. No hay nadie que pueda ver que no está con el grupo. No es como en Kiruna, donde todos saben quién es. Aquí mucha gente pasea camino de diferentes lugares. Es una liberación ser uno entre la multitud.

En Östermalm hay mujeres mayores ¡que llevan sombrero! Todavía son más divertidas que los perros. Los sábados por la mañana Ester persigue a las señoras con el bloc de dibujo. Las dibuja con líneas rápidas, sus frágiles cuerpos, sus medias gruesas de nylon y sus bonitos abrigos. Cuando oscurece desaparecen de las calles como conejos miedosos.

Ester se va a casa y come leche ácida y bocadillos. Después vuelve a salir. Las tardes de otoño todavía son cálidas y negras como el terciopelo. Pasea por los puentes de la ciudad.

Una noche está en el puente de Väster mirando un parque de caravanas que hay abajo. Durante una semana va a mirar a una familia que vive allí. El padre está sentado en una silla de camping fumando. Entre las caravanas hay ropa tendida. Los niños juegan a pelota. Se llaman unos a otros en un idioma extranjero.

Ester empieza a pensar que los echa de menos. Aquella familia allí abajo a los que ni siquiera conoce. Podría cuidar de los niños. Doblar la ropa seca. Acompañarlos por Europa.

Llama a casa pero la conversación no es fluida. Antte le pregunta cómo le va en Estocolmo. Nota por la voz que ya es una extraña. Le gustaría explicarle que Estocolmo no está tan mal. Que el otoño es bonito aquí con los árboles de hoja caduca como amables gigantes contra un cielo despejado y azul. Las hojas amarillas, grandes como la mano de Ester, caen como copos sobre las calles con un crujido seco. Y que hay una pequeña floristería cerca de donde vive donde puede quedarse de pie mirando. Pero sabe que él no quiere oírlo.

Su madre parece que siempre esté ocupada. A Ester no se le ocurre nada de que hablar, así que siente como si su madre estuviera todo el tiempo a punto de colgar.

Y llega el invierno. Viento y lluvia en Estocolmo. A las señoras no se las ve mucho. Ester pinta una serie de paisajes. Montañas y rocas. Diferentes estaciones del año y luz. La asistenta social, Gunilla Petrini, se lleva algunos a casa y se los enseña a los amigos.

– Son muy solitarios -dice alguien del grupo.

Guniila Petrini está de acuerdo por fuerza.

– Sus dibujos son diferentes y no le da miedo la desolación. Realmente está a gusto con el concepto de la nimiedad del hombre comparado con el mundo y la naturaleza, ¿verdad? Ella es así también como persona.

Enseña unos cuadros y se dan cuenta de lo magnífica dibujante que es. ¿Cuántos artistas lo son actualmente? Ester está como sacada de la máquina del tiempo. Les parece ver los espejados del agua de Gustaf Fjæstad y los bosques en invierno de Bror Lindh. A partir de ahí entran de nuevo en lo de la desolación de la pintura de la naturaleza.

– No tiene ningún problema en estar sola -les explica el marido de Gunilla Petrini.

– Es una buena cualidad para un artista -dice alguien.

Explican su vida. Lo de la enferma mental que tiene un hijo con otro paciente. Un indio. Lo de la niña con aspecto indio que crece en una familia lapona.

Un hombre mayor del grupo examina los cuadros, se sube y se baja las gafas a lo largo del tabique nasal. Es el propietario de una galería en el barrio de Söder y es conocido por su rapidez en comprar artistas antes de que salten a la fama. Tiene varios Ola Billgren y compró a Karin Mamma Andersson bastante pronto. Tiene un Gerhard Richter absurdamente grande en su casa. Gunilla Petrini lo ha invitado esta noche con segundas intenciones. Le llena la copa.

– Es interesante la línea de sus montañas -dice-. Siempre hay una rendija, una grieta, una depresión o una separación en el paisaje. ¿Lo veis? Aquí y aquí.

– Un mundo allí detrás -dice alguien.

– Narnia, quizás -dice alguien en broma.

Y queda decidido. Ester tendrá su propia exposición en la galería. Gunilla Petrini quiere dar saltos de alegría. Aquello va a llamar la atención. La edad de Ester, su vida.


Rebecka llevó a Alf Björnfot hasta el pequeño apartamento donde pernoctaba en la calle Köpman. No valía la pena acostarse, no estaba lo bastante cansado como para quedarse dormido. Además, estaba demasiado contento como para irse a dormir. La visita a casa del vecino de Rebecka Martinsson había sido muy agradable. Se sentía inspirado por Sivving Fjällborg, que había elegido irse a vivir al cuarto de la caldera.

Por eso se sentía tan a gusto en su pisito de Kiruna. No se necesitaba más. Aquello era un remanso. El piso de Luleå era otra cosa.

Apoyados en la pared estaban sus esquíes. Si los preparaba ahora, mañana podría utilizarlos. Los puso sobre los respaldos de dos sillas con la parte exterior hacia arriba, puso papel higiénico sobre las sujeciones y luego cera. Esperó tres minutos y después la pulió.

Le dio tiempo de encerar los esquíes, doblar el montón de ropa que estaba sobre el sofá y fregar los platos antes de que sonara el teléfono.

Era Rebecka Martinsson.

– He encontrado las ventas que Kallis Mining ha hecho estos últimos meses -le informó.

– ¿Estás en el trabajo? -preguntó Alf Björnfot-. ¿Es que no tienes un gato en casa al que cuidar?

Rebecka ignoró la pregunta y continuó:

– En poco tiempo han vendido gran cantidad de pequeños paquetes de distintos proyectos por todo el mundo. En Colorado, la fiscalía ha iniciado una investigación sobre una filial de Kallis Mining por delito contable grave. La filial compró inventario, a amortizar a largo plazo, por un importe de cinco millones de dólares. La fiscalía considera que se trata de facturas ficticias y el pago no se ha localizado en la contabilidad de los vendedores que ellos decían estaban en Indonesia, sino en un banco de Andorra.

– Vaya -exclamó Alf Björnfot.

Tenía la sensación de que Rebecka se esperaba que él sacara alguna conclusión sobre lo que acababa de decir. Pero no tenía ni idea de qué podía ser.

– Parece como si Kallis Mining necesitara hacerse con dinero pero no quisiera llamar la atención al liberar capital. Por eso venden pequeños paquetes en distintos lugares del mundo. Por eso han vaciado de dinero la empresa de Colorado y lo han ingresado en Andorra. Andorra mantiene un fuerte secretismo bancario, así que me pregunto, ¿por qué necesita Kallis Mining hacerse con dinero? y ¿por qué ingresan el dinero en un banco de Andorra?

– Sí, ¿por qué?

– El pasado verano tres ingenieros fueron asesinados por un grupo guerrillero cuando salían de la mina de Kallis Mining en el norte de Uganda. Inmediatamente después, Kallis Mining suspendió la actividad allí porque había jaleo. Luego, las cosas empeoraron y la mina cayó en manos de distintos grupos que luchaban por ella. Lo mismo ocurrió con las demás minas en la parte norte del país. Pero en enero la situación se estabilizó un poco. El general Kadaga ha tomado el control sobre la mayor parte de los grupos del norte. Joseph Cony y los de la LRA se han retirado hasta la parte sur de Sudán. Otros grupos se han ido al Congo y continúan allí la lucha entre ellos.

Alf Björnfot oía cómo Rebecka pasaba hojas.

– Y ahora -dijo- viene lo realmente interesante. Desde hace tiempo ha habido confrontaciones entre el presidente y el general Kadaga. Hace un año lo expulsaron del ejército y se ha mantenido fuera de Kampala por miedo a que el presidente lo metiera en la cárcel y le hiciera un juicio por algún delito inexistente. El presidente quiere deshacerse de él. Kadaga se ha ido salvando como ha podido con un grupo de seguidores, cada vez más reducido. En estos momentos su ejército privado ha crecido e incluso han conseguido poner bajo su control grandes zonas en el norte. En el noticiario New Vision han comunicado que el presidente Museveni acusa a un hombre de negocios holandés de apoyar económicamente a Kadaga. El hombre de negocios se llama Gerhart Sneyers y es propietario de una de las minas de Uganda que tuvieron que cerrar. Las acusaciones, lógico, son rechazadas rotundamente por Sneyers. Las niega como rumores sin base ninguna.

– ¡Vaya! -exclamó de nuevo Alf Björnfot.

– Yo pienso esto. Creo que Mauri Kallis y Gerhart Sneyers, y quizá otros hombres de negocios extranjeros, apoyan a Kadaga. Son muchos los que están a punto de perder sus intereses en la región. Por eso liberan capital todo lo discretamente que pueden y financian su guerra con la promesa de que Kadaga deje sus minas en paz. Quizás esperan poder volver a la actividad si la situación se estabiliza. Y si un banco de Andorra paga a los soldados, la identidad del que paga está protegida por el secreto bancario que ofrecen allí.

– ¿Hay alguna forma de tener pruebas de todo esto?

– No lo sé.

– Pues, de momento, tenemos sospechas de información privilegiada por parte de Diddi Wattrang. Empezaremos por ahí -decidió Alf Björnfot.


Los invitados a la cena de Mauri Kallis llegaron sobre las ocho del viernes. Los coches con las ventanas tintadas rodaron por la avenida hacia la casa solariega. La gente del jefe de seguridad, Mikael Wiik, los recibía junto a la verja de entrada.

Arriba, en la casa, los invitados eran recibidos por Ebba, la mujer de Mauri Kallis, y por Ulrika Wattrang. Eran Gerhart Sneyers, propietario de minas y de petroleras, además de presidente del African Mining Trust; Heinrick Kock, presidente de Gems and Mineral Ltd.; Paul Lasker y Viktor Innitzer, los dos propietarios de minas en el norte de Uganda, además del antiguo general Helmuth Stieff. Gerhart Sneyers había oído lo de Inna Wattrang y les manifestó sus condolencias.

– Es la obra de un loco -dijo Mauri Kallis-. Todavía parece irreal. Era una leal colaboradora y buena amiga de la familia.

Mientras otros se estrechaban la mano, Mauri aprovechó para preguntarle a Ulrika:

– ¿Vendrá Diddi a la cena?

– No lo sé -respondió Ulrika mientras le ofrecía una bebida a Viktor Innitzer-. La verdad es que no lo sé.


«No soy un drogadicto.» Esto se lo repetía Diddi Wattrang a sí mismo cada vez más a menudo el último medio año. Los drogadictos se inyectan y él no era un drogadicto.

El lunes, Mikael Wiik lo había dejado en la plaza Stureplan y desde entonces empezó una carrera que duró hasta el viernes, cuando llegó a casa en taxi. Se había despertado en la oscuridad y tenía el pelo mojado de sudor. Fue cuando logró encender la lámpara que había junto a la cama cuando se dio cuenta de que estaba en casa, en Regla. Los últimos días y noches pasados estaban tras él como imágenes de recuerdos fragmentarios. Instantáneas de fotomatón sin orden ni concierto. Una chica que ríe a carcajadas en un bar. Unos tipos con los que se ha puesto a hablar y lo acompañan a una fiesta. Su cara en el espejo de un lavabo, Inna en su cabeza en ese mismo momento. Él se queda allí dentro y moja un trozo de papel higiénico, pone las anfetaminas, forma una pelota de papel y se la traga. El local es como un almacén con una pista de baile de la que sale algo parecido al vapor. Cientos de manos en el aire. Se despierta en la sala de estar del piso que tiene la empresa para pernoctar en Estocolmo. En el sofá hay cuatro personas. No los había visto nunca antes. No sabe quiénes son.

Después tuvo que conseguir un taxi. Cree recordar que Ulrika lo ayudó a salir del coche y que ella lloraba. Pero puede haber sido en otra ocasión.

No era un drogadicto, pero el que lo viera ahora buscando en el botiquín podría creerlo sin problemas. Tiró por el suelo el paracetamol, las tiritas, los termómetros, las gotas para la nariz y mil otras cosas en busca de Benzo. Buscó por todos sus cajones, detrás de un escritorio abajo en el sótano, pero esta vez Ulrika había conseguido encontrarlo todo.

Tiene que haber algo. A falta de Benzo, coca, hierba. Nunca le habían gustado mucho los alucinógenos, pero en estos momentos podía muy bien fumar algo o ponerse unas gotas de lo que fuera. Algo que pusiera fin a aquello negro que se retorcía y serpenteaba en su interior.

Abajo, en la nevera de la cocina, encontró una botella de jarabe para la tos. Dio unos cuantos tragos largos. Detrás de él había alguien. La niñera.

– ¿Dónde está Ulrika? -inquirió.

La chica respondió sin poder apartar la vista de la botella de jarabe en su mano.

La cena. Dios mío. La cena de Mauri.

– Di la verdad, ¿qué te parece Mauri Kallis? -le preguntó.

Y cuando ella no respondió, exclamó él con una voz excesivamente explícita:

– ¡Quiero decir, de verdad!

Le estaba apretando el hombro como para extraerle una respuesta.

– Suéltame -le dijo con una voz sorprendentemente decidida-. Suéltame. Me estás asustando y eso no me gusta.

– Perdóname -se excusó él entonces-. Perdóname, perdóname. Voy a… No puedo…

No podía respirar. Sentía como si se le hubiera encogido la garganta, era como respirar por una caña.

Se le cayó la botella de jarabe al suelo y se rompió. Desesperado, se aflojó la corbata.

La niñera se soltó mientras él se dejaba caer en una silla de la cocina, intentando recuperar el aliento.

¿Miedo? ¿Era eso lo que había dicho? No sabe nada. Nada en absoluto de lo que es tener miedo.

Recordó cuando le explicó a Mauri lo de Quebec Invest. Que Sven Israelsson le había explicado que tenían un informador en SGAB.

– El informador pasa los datos de los resultados de las pruebas con antelación -le había dicho a Mauri.

Mauri palideció y luego se puso furioso. Se veía claramente, aunque no dijo nada.

«Todo es personal -pensó Diddi-. Mauri presume de ser uno de esos tipos it's just business, pero cerca de la superficie le engaña esa sensación de inferioridad que hace que todo se convierta en humillación.»

Mauri había dicho que le podían dar la vuelta a aquello para que estuviera a su favor. Si las prospecciones daban un resultado positivo le dejarían saber al informador datos erróneos y comprarían acciones cuando Quebec Invest vendiera y la cotización hubiera bajado.

Diddi se haría cargo de ello y el nombre de Mauri se mantendría fuera.

Era seguro de cojones, había dicho Mauri. ¿Quién se iba a chivar? Quebec Invest no.

Diddi había dudado. Si era seguro de cojones, ¿por qué él y no Mauri tenía que hacerse cargo de ello?

Entonces Mauri le sonrió.

– Porque tú eres mucho mejor que yo convenciendo a la gente -le argumentó-. Tenemos que conseguir que Sven Israelsson esté con nosotros.

Después habló de la cantidad de dinero que le correspondería a Diddi. Medio millón, por lo menos. Directamente al bolsillo.

Aquello decidió el asunto. Diddi necesitaba dinero.


Inna se había enfrentado a él hacía dos semanas. Fue la última vez que la vio en Regla. Estaban sentados en un banco en la parte sur del jardín de la casa de ella, recostados contra la pared. Adormilados con el sol de la primavera.

– Fue Mauri ¿verdad? -le había preguntado-. El que arregló lo de Quebec Invest.

– No te pongas a escarbar en eso -le había respondido Diddi.

– Estoy investigándolo -había insistido Inna-. Creo que él y Sneyers apoyan a Kadaga. Creo que van a intentar derrocar a Museveni. O hacer que lo asesinen.

– Hazlo por mí, Inna. No escarbes en eso -le repitió.


Mauri Kallis y sus invitados fueron a estirar las piernas antes de tomar el postre. Viktor Innitzer le preguntó al general Helmuth Stieff sobre las perspectivas de Kadaga de mantener el control en el distrito de las minas al norte de Uganda.

– El presidente no lo puede permitir -respondió el general-. Son recursos importantes para el país y considera a Kadaga como un enemigo personal. En cuanto las elecciones hayan pasado, enviará allí más tropas. Me refiero también a los otros grupos guerrilleros. Sólo se han retirado de momento.

– Y nosotros, por nuestra parte -añadió Gerhard Sneyers-, necesitamos una situación más tranquila en el país para poder realizar nuestra actividad. Necesitamos suministro de energía y una infraestructura que funcione. Museveni no nos volverá a dejar entrar, sería inocente creer lo contrario. Nadie ha podido hacer nada allí desde hace meses. ¿Durante cuánto tiempo podréis seguir convenciendo a vuestros posibles inversores de que es algo pasajero? ¿Que es care and maintenance durante un período? Los problemas del norte de Uganda no se solucionarán porque nosotros esperemos. Museveni está loco. Mete en la cárcel a sus opositores políticos y si consiguiera el control de las minas, no creáis que nos las va a devolver a nosotros. Asegurará que están abandonadas y por eso vuelven a ser propiedad del Estado. La ONU y el Banco Mundial no moverán ni un dedo.

Heinrich Kock se puso blanco. Tenía accionistas detrás del cogote, igual que Mauri. Además, tenía tanto capital propio metido en Gems and Minerals Ltd., que si perdieran la mina sería su ruina.

Mañana discutirían abiertamente las alternativas que había. Gerhart Sneyers había declarado de forma expresa que ellos no eran diplomáticos, confiaban los unos en los otros y hablaban con sinceridad. Por ejemplo, se podía discutir quién podría suceder al presidente en caso de un inesperado fallecimiento y qué posibilidades se tenían en unas elecciones futuras si el presidente actual no se presentara como candidato.

Mauri observaba a Heinrick Kock, Paul Lasker y a Viktor Innitzer. Estaban admirados formando un círculo alrededor de Gerhart Sneyers. Escolares alrededor del más chulo.

Mauri Kallis no confiaba en Sneyers. De lo que se trataba era de guardarse las espaldas. Kock e Innitzer, en especial, estaban sentados en las rodillas de Sneyers. Mauri no pensaba hacer lo mismo.

Fue una decisión bien tomada lo de dirigirse a Mikael Wiik cuando surgió la historia con el periodista Örjan Bylund. Mikael Wiik había demostrado ser el hombre que Mauri esperaba que fuera cuando lo contrató.

Entonces fue cuando Diddi se volvió loco y se convirtió en una amenaza.


Diddi Wattrang va de un lado a otro en el despacho de Mauri. Es el nueve de diciembre. Mauri e Inna acaban de llegar de Kampala. Mauri es diferente al hombre que salió de viaje. Después de la reunión con la ministra de Comercio se puso furioso pero ahora está completamente tranquilo.

Sentado en el borde del escritorio, casi le sonríe a Diddi.

– ¿Lo entiendes? -dice Diddi-. Ese Örjan Bylund ha hecho preguntas sobre Kallis Mining y los negocios con Quebec Invest. Estoy listo.

Se aprieta el puño cerrado contra el diafragma. Parece como si le doHera.

Mauri lo intenta calmar.

– Nadie puede demostrar nada. Quebec Invest no puede chivarse porque es tan culpable como nosotros. Estarían acabados si sale a la luz. Y lo saben. Sven Israelsson, lo mismo. Además, el amo le ha dado un buen hueso. Tienes que tranquilizarte. Ahora quédate sentado y quieto en el barco.

– No me digas que me tranquilice -le corta Diddi.

Mauri levanta las cejas sorprendido. Un ataque de ira de Diddi. No lo había visto desde aquella vez cuando fue a su habitación de estudiante porque quería dinero. Cuando aquella española lo había abandonado. Por Dios, hacía una eternidad.

– No creas que voy a asumir la culpa si la historia sale a la luz -gruñe Diddi-. Te señalaré a ti, puedes estar seguro.

– Pues vale -le responde Mauri Kallis frío como el hielo-. Pero ahora quiero que te vayas.

Cuando Diddi ha cerrado la puerta de golpe tras de sí Mauri se queda pensando un momento. Diddi lo ha asustado un poco pero no piensa dejarse llevar por el pánico. Sabe que él actúa de forma racional y sopesada.

Lo último que necesita en estos momentos es un periodista indagando en los negocios de la empresa. Si busca un poco hacia atrás, encontrará a Mauri Kallis entre los que compraron acciones de Northern Explore tras la salida de Quebec Invest y las vendió después del informe que decía que se había encontrado oro. Si alguien investiga los pagos de unos cuantos negocios dentro del círculo de la empresa y ve que van a un banco de Andorra, entonces estarían cerca del peligro. Si se ponen en contacto con un tratante de armas que explica que los pagos por las armas a Kadaga se han hecho desde Andorra…

Así que Mauri Kallis habla con su jefe de seguridad y le dice:

– Tengo un problema y necesitaría un hombre discreto con tu capacidad que se pueda hacer cargo de la solución.

Mikael Wiik asiente con la cabeza. No dice nada y hace un gesto de aprobación. Al día siguiente le da un número de teléfono a Mauri.

– Es un solucionador de problemas -le dice escueto-. Dile que te ha dado el número un buen amigo.

En la nota no hay nombres. Sólo un número. El prefijo es de Holanda.

Mauri se siente como en una película mala cuando al día siguiente marca aquel número. Una mujer responde con un Hello. Mauri escucha tenso aquella voz, la entonación, busca sonidos de fondo. Tiene un poco de acento, cree. Un poco cascada, también. Una mujer checa, fumadora, de unos cuarenta años.

– Este número me lo ha dado un amigo -le explica-. Un buen amigo.

– La consulta cuesta dos mil euros -dice la mujer-. Después recibirá una oferta.

Mauri no negocia el precio.


Mikael Wiik permitió que los chicos de seguridad comieran por turnos. No había nada que señalar en cuanto a los preparativos en torno a la reunión. Los chicos suecos, que había seleccionado él mismo, lo admiraban. Lo envidiaban por el trabajo en casa de Mauri Kallis. Aquello era una perita en dulce. También le parecía notar una deferencia entre los chicos de Sneyers. Más respeto.

– Nice place -dijo uno de ellos haciendo un gesto con la cabeza que incluía toda la propiedad.

– Mejor que la medalla al mérito del ministro de defensa francés -añadió el otro.

Así que lo sabían. Era de allí de donde venía el respeto que demostraban. También era una señal de que Gerhart Sneyers controlaba tanto a Kallis como a su gente.

Y tenían razón. Era mejor trabajar para Kallis que en el Grupo Especial de Protección.

– Allí abajo era duro, ¿no? Tienen que pasar muchas cosas para que los franceses le den una medalla a un extranjero.

– Pero si fue al jefe al que le dieron la medalla -se escabulló Mikael Wiik.

No quería hablar de aquello. Su novia a veces lo despertaba por la noche y lo sacudía. «Estás gritando -le solía decir-. Vas a despertar a los vecinos.»

Y tenía que levantarse. Empapado en sudor.

Los recuerdos le atormentaban. Aprovechaban cuando dormía. No habían palidecido en absoluto con el paso del tiempo. Más bien al contrario. El sonido era cada vez más claro, los colores y los olores más definidos.

Había un sonido que lo podía volver loco. El sonido de una mosca, por ejemplo. A veces podía dedicar una tarde entera a darles caza para sacarlas de la cabaña de verano de su novia. Él, en verano, prefería quedarse en la ciudad.


Nubes de moscas. Es Congo-Kinshasa. Un pueblo cerca de Bunia. El grupo de Mikael Wiik ha llegado tarde. La gente del pueblo está descuartizada delante de sus casas. Cuerpos sin ropa. Niños con los vientres reventados. Tres miembros del grupo atacante están sentados y apoyados contra la pared de una casa. No se han ido con los suyos y están totalmente aturdidos por las drogas. No parece que sean conscientes de lo que se les acusa. No les molesta el cargado olor a muerte o las nubes de gordas moscas zumbando sobre los cuerpos.

El superior de Mikael Wiik intenta en diferentes idiomas, inglés, alemán, francés. «Levantaos. ¿Quiénes sois?» Siguen apoyados contra la pared, los ojos en una neblina. Al final, uno de ellos coge el arma que estaba en el suelo, a su lado. Quizá tiene doce años, coge su arma y en ese momento le disparan allí donde está.

Después disparan a sus dos compañeros. Los entierran. Informan que todos los hombres de la guerrilla habían huido cuando llegaron al lugar.


A veces caía la lluvia contra los cristales de las ventanas. Si empezaba a llover por la noche cuando dormía, era lo peor. Entonces empezaba a soñar con la estación de lluvias.


Llueve a cántaros durante semanas. El agua baja por las montañas y arrastra el barro. Las pendientes quedan erosionadas. Las carreteras se convierten en ríos de color rojo.

Mikael Wiik y sus compañeros hacen broma porque no se atreven a quitarse las botas ya que los dedos gordos igual se quedan dentro. Cada rozadura es una herida tropical. La piel se ablanda, se pone blanca y se cae a cachos.

El GPS y la radio dejan de funcionar. El equipo no está hecho para esta clase de lluvia. No se puede proteger de ella.

Trabajan bajo el mando de la OTAN. Tienen que proteger una carretera y se han quedado atrapados en un puente. Pero ¿dónde cojones están los franceses? En el grupo sólo son diez y esperan apoyo. Los franceses van a hacer la protección desde la otra parte pero quién está allí ahora no se sabe. Antes, ese mismo día, han visto a tres hombres en traje de camuflaje que desaparecen en la jungla.

Una desagradable sensación de que a su alrededor hay un grupo de guerrilleros se hace cada vez más patente.


Mikael Wiik sacó un paquete de cigarrillos e invitó a los muchachos de Sneyers.

Aquella vez todo se acabó abriendo fuego. No sabe a cuántos mató él. Sólo recuerda el miedo cuando la munición se estaba acabando. La vieja historia que había oído de lo que hacía aquella gente con sus enemigos, eso es lo que lo hacía despertarse por las noches. Fue después de aquello que les dieron la medalla.

Se convirtió en una extraña manera de vivir. Cuando entre operación y operación estaban en la ciudad, iba al bar con sus compañeros. Se sabía que se bebía demasiado, pero nunca antes habían tenido tanta realidad que manejar. La niñas negras, sólo niñas, intentaban acercarse diciendo «mister, mister». Se las podía follar por prácticamente nada pero primero querían beber tranquilos con sus amigos. Así que se las ahuyentaba como si fueran perros y le decían al camarero que había detrás de la barra que se irían a otro lado si no podían relajarse. Entonces el empleado las echaba fuera.

Si querías, siempre había las que esperaban en la calle. Aunque la lluvia cayera a cántaros, se quedaban allí apoyadas contra la pared de la casa. Sólo había que llevárselas al hotel.

En uno de los bares se encontró con un comandante jubilado de la Bundeswehr. Tenía unos cincuenta años y era propietario de una empresa que ofrecía protección a personas y propiedades. Mikael Wiik lo conocía.

– Cuando te canses de arrastrarte por el barro -le había dicho el comandante al entregarle una tarjeta de visita con sólo un número de teléfono. Nada más.

Mikael Wiik sonrió y sacudió la cabeza.

– Cógela -insistió el comandante-. No se sabe en un futuro. Sólo son operaciones aisladas y cortas. Bien pagado. Y mucho más fácil que lo que hicisteis hace una semana.

Mikael Wiik se metió la tarjeta en el bolsillo para acabar con la discusión.

– Pero no estará sancionado por la ONU -había preguntado.

El comandante se echó a reír cortésmente para demostrar que no se lo tomaba a mal. Le dio una palmada en la espalda a Mikael y se fue de allí.

Tres años más tarde, cuando Mauri Kallis fue a ver a Mikael Wiik diciendo que tenía un problema que quería solucionar de una vez por todas, Mikael se puso en contacto con el comandante alemán y le dijo que tenía un amigo que quería utilizar sus servicios. El comandante le dio un número de teléfono al que Mauri podía llamar.

Fue una sensación extraña comprobar que aquel mundo todavía existía. Disturbios, guerrilleros, drogas, malaria, críos con los ojos vacíos. Seguía ocurriendo pero ahora sin él.

«Me retiré a tiempo -piensa Mikael Wiik-. Hay otros que ya no pueden vivir otro tipo de vida. Pero yo tengo novia, una mujer de verdad con un trabajo de verdad. Además, tengo un piso y un buen trabajo, y vivo el día a día tranquilamente.»

Si no le hubiera dado el número de teléfono a Kallis, lo hubiera sacado de cualquier otro sitio. «¿Y qué sé yo para qué lo quiere? Probablemente no lo utilice nunca. Se lo di a principios de diciembre, mucho antes de que mataran a Inna. Y ella… no pudo ser un profesional quien diera cuenta de ella. Todo… tan revuelto.»


Mauri Kallis ingresa 50.000 euros en una cuenta en Nassau, Bahamas. No recibe notificación ninguna, ni de que se ha recibido el ingreso ni de que el trabajo se ha realizado según lo requerido. Nada. Ha dicho que quiere que borren el disco duro de Örjan Bylund, pero cómo lo han hecho no lo sabe.

Una semana después de haber hecho el ingreso, encuentra una noticia en el periódico NSD que dice que el periodista Örjan Bylund ha muerto. Parece como si hubiera sido de enfermedad.


«Ha sido muy fácil y ahora hay que seguir», pensó Mauri Kallis sonriendo cuando su mujer brindó con Gerhart Sneyers.

Con Inna no fue fácil. Durante la última semana había reflexionado más de cien veces sobre las alternativas que había y cada vez llegaba a la conclusión de que no había ninguna. Había sido el paso necesario.


Es jueves, trece de marzo. Dentro de un día Inna Wattrang estará muerta. Mauri está en casa de Diddi. Éste está en la cama, arriba, en el dormitorio.

Ulrika fue a casa de Mauri y Ebba. Lloraba, no llevaba ropa de abrigo, sólo una chaqueta de punto. Llevaba al niño en brazos envuelto en una manta, como una refugiada.

– Tienes que hablar con él. No lo puedo despertar -le dijo Ulrika a Mauri.

Mauri no quería ir. Tras lo de Quebec Invest y de que Diddi le explicara lo del periodista Örjan Bylund, no se relacionaban. Y menos si estaban solos. No. Desde que se han convertido en partners in crime, utilizan toda su habilidad para evitarse el uno al otro. La culpabilidad compartida no los ha unido, todo lo contrario.

Pero allí está, en el dormitorio de Diddi y de Ulrika, observando a Diddi que duerme. No hace ningún intento de despertarlo. ¿Por qué iba a hacerlo? Diddi se ha encogido en posición fetal.

A Mauri le invade una chirriante irritación cuando lo ve.

Mira el reloj y piensa cuánto tiempo tiene que seguir allí hasta que se pueda ir. ¿Cuánto tiempo le hubiera costado despertarlo? No demasiado, seguro.

Y justo entonces, cuando se vuelve para irse, suena el teléfono.

Creyendo que es Ulrika la que llama para preguntar cómo le va, coge el auricular y contesta.

Pero no es Ulrika. Es Inna.

– ¿Qué haces ahí? -pregunta.

No se da cuenta de lo diferente que está. Es después, cuando lo piensa. Se pone tan contento de oír su voz.

– Hola -la saluda-. ¿Dónde estás?

– ¿Quién eres? -pregunta con su extraña voz.

Ahora lo nota. Que es otra Inna. Quizá ya lo sepa.

– ¿Qué quieres decir? -pregunta, aunque no quiere saberlo.

– ¡Ya lo sabes!

Inna inspira profundamente en el auricular y después lo suelta.

– Hace un tiempo, un periodista, Örjan Bylund, hizo unas preguntas sobre la salida de Quebec Invest de Northern Explore AB y unas cuantas cosas más. Murió muy poco después.

– Vaya.

– ¡No me vengas con ésas! Primero creí que había sido Diddi, pero no tiene la capacidad suficiente. Sólo ganas de dinero para dejarse utilizar. ¿No es cierto? Te he estado investigando, Mauri. Era más fácil para mí que para el periodista, ya que yo estoy dentro. Has vaciado de dinero las empresas del grupo, grandes cantidades. Gran parte de los conceptos por los que las empresas realizan los pagos es aire. El dinero desaparece en una cuenta secreta en Andorra. ¿Y sabes una cosa? Más o menos a la vez que empezaste a vaciar de dinero las empresas del grupo, se movilizaba el general Kadaga. Unos grupos de salteadores de caminos se le unieron porque, de pronto, allí había abastecimiento. La lealtad sólo se siente hacia el que paga. En noticias que nadie lee fuera de África Central, se dice que las armas entran de contrabando a través de las fronteras para esos grupos. ¡En avión! ¿De dónde sacan el dinero? Y tienen el control en la zona minera de Kilembe. Tú les has pagado, Mauri. Has pagado a Kadaga y a los guerrilleros que se le han unido. De esa manera protegerán tu mina para que no la saqueen y la destrocen. ¿Quién eres?

– No sé qué te ha dado…

– ¿Sabes que más hice? Me vi con Gerhart Sneyers en la Indian Metal Conference, en Bombay. Tomamos unas copas por la noche y le pregunté: «Vaya, así que tú y Mauri estaréis pronto de nuevo con los plátanos en Uganda.» ¿Sabes qué me dijo?

– No -responde Mauri.

Se había sentado en la cama al lado del durmiente Diddi. Toda la situación era irreal.

«Esto no está ocurriendo», le grita alguien por dentro.

– Dijo… ¡nada! Dijo: «¿Qué es lo que Mauri te ha dicho?» La verdad es que me entró miedo. Y por primera vez no se puso pesado con lo de que Museveni era un nuevo Mobutu, un nuevo Mugabe. La verdad es que no dijo ni una sola palabra de Uganda. Te voy a decir lo que yo pienso. Pienso que tú y Sneyers proveéis a Kadaga de dinero y armas y creo que pensáis deshaceros de Museveni. ¿Tengo razón? Si me mientes te juro que le voy a explicar todo lo que sé a algún medio de comunicación hambriento, para que sepan la verdad.

El miedo muerde a Mauri como si fuera un animal.

Traga saliva y respira hondo.

– Es la propiedad de la empresa -dice-. La protejo. Tú, que eres abogada, ¿has oído hablar de actuar en legítima defensa?

– ¿Has oído tú hablar de niños soldados? Les das a esos putos perturbados dinero para drogas y armas. Esa gente que protege tu propiedad porque les pagas secuestran niños y les cortan el cuello a los padres.

– Si la guerra civil no se acaba nunca en el norte -intenta explicar Mauri-, si los disturbios siguen como hasta ahora, nunca habrá tranquilidad entre la población. Generación tras generación los niños serán soldados. Pero ahora, justo ahora, hay una posibihdad de que eso se acabe. El presidente no recibe ayuda. El Banco Mundial la ha congelado. Está debilitado. El ejército no tiene dinero y se ha dispersado. El hermano de Museveni está ocupado saqueando minas en Congo. Con otro gobierno quizá los niños de mañana puedan ser campesinos o mineros.

Inna se queda callada un rato. Ya no parece enojada. Quizá dolorida. Es como una pareja, tras todas las tormentas, por fin deciden tomar caminos diferentes. Entonces empiezan a pensar en todo lo que han pasado juntos y todo no ha sido malo.

– ¿Te acuerdas del pastor Kindu? -pregunta.

Mauri recuerda. Era el pastor de una población minera cerca de Kilembe. Cuando el gobierno empezó con los hostigamientos, una de las primeras cosas que hizo fue dejar de recoger la basura. Dijeron que había huelga pero eran los militares los que amenazaban a los que llevaban los camiones de la basura. Al cabo de sólo unas semanas, la población estaba como bajo una capa de una peste agridulce a basura podrida. Empezaron los problemas con las ratas. Mauri, Diddi e Inna fueron allí. No se dieron cuenta de que aquello era sólo el principio.

– Tú y el pastor organizasteis un grupo de camiones y sacasteis la basura de la ciudad -dijo Mauri. A su voz le acompaña una triste sonrisa-. Volviste haciendo peste. Diddi y yo te pusimos contra la pared de una casa y te limpiamos con agua limpia y una manguera. Las mujeres de la limpieza estaban en la ventana que daba al jardín, riéndose.

– Está muerto. Esos hombres a los que tú pagas lo asesinaron. Después prendieron fuego a su cuerpo y lo arrastraron con un coche.

– Sí, pero eso ¡ha estado ocurriendo todo el tiempo! No seas tan inocente.

– ¡Oh, Mauri!, de verdad que… te respetaba.

Él lo intenta. Hasta el último momento intenta salvarla.

– Ven a casa -le pide-. Así podremos hablar.

– ¿A casa? ¿Eso es Regla? No pienso volver allí en la vida. ¿Es que no lo entiendes?

– ¿Qué piensas hacer?

– No sé. No sé quién eres. El periodista, Örjan Bylund…

– Sí, pero ¿no creerás que yo tengo algo que ver con eso?

– Mientes -dice cansada-. Y ya te he dicho que no mientas.

Oye un claro clic cuando ella corta la comunicación. Parecía como si… parecía como una cabina de las antiguas. ¿Dónde cojones estaba?

Tiene que pensar con claridad. Esto puede acabar mal, muy mal. Si la verdad sale a la luz, entonces…

En la cabeza se le aparecen una serie de imágenes. Cómo se convierte en persona non grata en Occidente. Ningún inversor quiere ser relacionado con él. Aún peores imágenes: investigaciones con la Interpol involucrada. Él mismo ante el Tribunal Internacional por crimen contra la humanidad.

No vale la pena arrepentirse de los pasos que se han dado anteriormente. La cuestión es qué es lo que se tiene que hacer ahora.

¿Dónde cojones estaba? ¿Una cabina telefónica?

Cuando piensa en la conversación, recuerda que realmente había un ruido de fondo…

¡Perros! Un coro de perros aullando, cantando, ladrando. Perros de tiro. Una trailla de perros justo antes de salir.

Y entonces sabe exactamente dónde se encuentra. Ha ido a la casa que la empresa tiene en Abisko.

Cuelga el teléfono con cuidado. No quiere despertar a Diddi. Después coge el auricular otra vez y lo limpia con la sábana de la cama de Diddi.


Ester empujó la cazuela vacía de macarrones y la dejó debajo de la cama. Que se quedara allí. Se puso la ropa oscura que llevó en el entierro de su madre, un polo y un par de zapatos Lindex.

Su tía hubiera querido que llevara falda pero no tuvo ganas de insistir. Ester estaba más callada de lo normal y no era sólo por tristeza. Rabia también. Su tía había intentado explicárselo.

– No quería que te lo dijéramos porque ella quería que pintaras para la exposición. Que no te preocuparas. La verdad es que nos prohibió decírtelo.

Así que no le dijeron nada. Hasta que fue completamente necesario.


Es la inauguración de la exposición de Ester. Hay mucha gente bebiendo vino caliente y comiendo galletas de jengibre. Ester no entiende cómo pueden ver las pinturas pero quizá ésa sea la intención. Dos periódicos la entrevistan y le hacen fotos.

Gunilla Petrini la lleva a que salude a gente importante. Ester lleva vestido y se siente rara. Cuando aparece su tía en el local, se pone contenta.

– Es increíble -le susurra su tía impresionada mirando a su alrededor.

Después hace gestos de desagrado por el vino caliente cuando descubre que es sin alcohol.

– ¿Has hablado con mi madre? -le pregunta Ester.

En la cara de su tía se produce un cambio. Una duda o quizá es que aparta la mirada que hace que Ester pregunte:

– ¿Qué? ¿Qué pasa?

Quiere que su tía responda: «Nada.»

Pero su tía le dice:

– Tenemos que hablar.

Se van hacia un rincón de la sala que está llena de gente que se besa en la mejilla y se estrecha la mano mientras observan un poco los cuadros de Ester. El tono de voz empieza a ser bastante alto y hace calor. El receptor de Ester sólo puede entender parte de lo que dice su tía.

– Ya habrás notado que se le empiezan a caer las cosas… que no puede aguantar el pincel… te dejaba pintar el fondo… no quería que lo supieras ahora con la exposición y todo… es una enfermedad de los músculos… al final los pulmones… ya no podrá respirar.

Ester quiere preguntar por qué, por qué nadie le ha dicho nada. ¡La exposición! ¿Cómo pueden pensar que ella se preocupa por aquella maldita exposición?


Su madre muere el día después de Navidad.

Ester le ha dicho adiós. Ella y su tía han limpiado como locas la casa de Rensjön y han estado yendo al hospital de Kiruna. Ester intenta encontrar a su eatnážan detrás de aquella máscara rígida que tiene por cara, la que le ha dado la enfermedad. Los músculos debajo de la piel han dejado de funcionar.

Su madre puede hablar pero es un balbuceo y se cansa enseguida. Quiere saber cómo ha ido la inauguración.

– No entiende nada -resopla la tía.

Han hecho varias reseñas de la exposición. No han sido buenas. Bajo el título de: «Joven, joven, joven», un crítico ha explicado que Ester Kallis ciertamente es hábil para su edad, pero no tiene nada que decir. Se siente completamente indiferente ante todos aquellos pequeños cuadros de la naturaleza.

Es lo que dicen todos. Ester Kallis es una niña. ¿Qué propósito tenía la exposición? Uno de los críticos cuestiona tanto al dueño de la galería como a Gunilla Petrini. Escribe que Ester Kallis no es la joven genio que desean que sea y, lamentablemente, Ester es la que tiene que pagar el precio de sus ansias por llamar la atención.

Gunilla Petrini llama a Ester el mismo día que sale la primera reseña.

– No te preocupes -le dice-. Sólo que salga una reseña ya es bueno. Muchos ni siquiera consiguen eso. Pero ya hablaremos de ello en otro momento. Cuida de tu madre ahora. Salúdala de mi parte.

– ¿Qué me dices a esto? -le dice su tía que va a citar en voz alta una reseña-. Aquí dice que Ester Kallis ha «crecido entre lapones». ¿Qué quieren decir con esto? Más o menos como con Mowgli, crecido entre lobos pero no se puede convertir en lobo porque es una cuestión de raza.

Su madre mira a Ester con su extraña cara inexpresiva. Se esfuerza en encontrar las palabras.

– Está bien -dice con agudeza-. Que no tengas un nombre lapón, que no tengas aspecto de lapón. ¿Lo entiendes? Si se hubieran dado cuenta de que eras lapona, nadie se hubiera atrevido a hablar mal de ti. Tus cuadros hubieran sido…

– … buenos para ser de una moza lapona -añade su tía.

Pero su madre quiere expresarlo mejor que eso:

– … expresión de nuestra exótica cultura, no auténtico arte. No serías nunca famosa en las mismas condiciones. Quizá se tenga un poco de ventaja, al principio. Un poco de atención gratuita. Pero después no llegas más…

– … que hasta Luleå -dice su tía buscando en el bolso el paquete de cigarrillos. Va a salir al balcón a fumarse uno.

– Quizá les parece que no pueden juzgar bien nuestro arte. Quizá es por eso por lo que opinan lo mismo de los que son mediocres como de los mejores. Y es bueno para los mediocres, pero tú…

– … tienes que competir con los mejores -acaba la frase su tía.

– Para mí fue una jaula. No hubo nadie que considerara que lo que yo hacía podía ser interesante para nadie más que para los turistas y para otros lapones.

Observa a Ester. Ésta no puede descifrar su mirada.

– Hay mucho de nuestra abuela dentro de ti -dice.

– Ya lo sé -replica su tía-. Igual que áhkku. Siempre lo has dicho.

Por detrás, Ester oye que la tía rompe a llorar.

– Muchas veces, en casa, en Rensjön -dice su madre-, recuerdo que te miraba. Cómo te movías. Tus maneras con los animales. Pensaba: Dios mío, así lo hacía mi abuelita. Pero tú nunca la conociste.

Ester no sabe qué responder. En sus primeros recuerdos siempre había dos mujeres presentes en la cocina. Y la otra no era su tía, eso sí que lo sabía. Su tía no llevaba el gorro lapón ni tampoco un vestido floreado con botones delante y mandil.

Luego muere su madre. Bueno, no inmediatamente tras la conversación, pero una semana después ya ha pasado todo. Su padre y Antte la llevan a casa. Una vez muerta, es sólo de ellos. La madre de Antte y la mujer de su padre. Ester no puede estar en el reparto de gananciales. La tía tampoco.

Después del café del funeral, su padre y la tía se enzarzan en una disputa. Ester oye a través de la puerta de la cocina de la casa parroquial.

– La casa es demasiado grande para el chico y para mí -dice su padre-. ¿Y qué voy a hacer con el taller?

Le explica que lo va a vender todo. Los renos también. Tiene un amigo que tiene una serie de cabañas en las afueras de Narvik. Su padre y Antte pueden comprar parte de la sociedad y también trabajar a jornada completa.

– ¿Y Ester? ¿Adónde se va a ir?

– Ella tiene sus cosas -se defiende el padre-. Puede ir a esa escuela de arte. ¿Qué puedo hacer yo? ¡No me voy a ir a vivir a Estocolmo con ella! Tampoco voy a quedarme con todo esto por ella, ¿no? Yo no era mayor que ella cuando me las tuve que apañar solo.

Por la noche, en la casa de Rensjön, cuando miran la televisión la tía, el padre, Antte y Ester, su padre saca la cartera, quita la goma que la envuelve y saca veinte billetes de quinientas coronas que le da a Ester.

– Mira en el taller si hay algo que quieras llevarte -le dice.

Enrolla los billetes de Ester y les pone la goma alrededor.

– Joder -exclama su tía levantándose con tanta furia que las tazas de café suenan sobre los platos. La mitad de aquello era de ella-. ¡Diez mil! ¿Te parece que es la cantidad que se merece Ester?

El padre responde con el silencio.

Su tía sale corriendo hacia la cocina y abre los grifos del todo para fregar. Ester, su padre y Antte oyen a través del ruido del agua que cae que llora a lágrima viva.

Ester mira a Antte. Tiene la cara blanca como el papel, azul a la luz del televisor. Ella intenta comportarse. No quiere saber. Se alza hacia el techo a la luz del televisor como a través de agua azul y desde allí mira a Antte y a su padre. Es el mismo televisor pero en otra sala de estar y con otros muebles.

Es un piso pequeño. Están medio sentados en un sofá y miran la televisión con poco interés. Antte tiene unos años más y se ha puesto bastante gordo. Su padre tiene un rasgo de amargura alrededor de la boca. Ester ve que a su padre le gustaría conocer a otra mujer. Que había más posibilidades si trabajaba en una zona de cabañas en las afueras de Narvik.

«No hay otra mujer -piensa Ester-. Tampoco hay cabañas.»

Cuando Ester aterriza está en la cocina. Su tía ha dejado de llorar y está fumando debajo del extractor. Habla de lo que va a ser de Ester y que está muy enfadada con su padre. También habla de su nuevo novio.

– Jan-Åke me ha pedido que me vaya con él a España. En invierno juega a golf. Le voy a preguntar si te puedes venir con nosotros antes de que empiece el colegio. El piso no es que sea muy grande pero ya lo arreglaremos de alguna manera.

– No hace falta -dice Ester.

Su tía se siente aliviada. Probablemente el amor entre ella y Jan-Åke no es de los que pueden aguantar a una adolescente.

– ¿Seguro? Puedo preguntárselo.

Ester le dice que seguro. Pero su tía le insiste un rato más, así que Ester se ve obligada a mentir y decirle que tiene amigos en Estocolmo, compañeros de clase, a los que puede ir a ver.

Al final su tía parece satisfecha.

– Te llamaré -le dice.

Expele el humo y mira hacia afuera, la oscuridad del invierno.

– La última vez que estoy en esta casa -se lamenta-. Es difícil aceptarlo. ¿Has mirado en el taller lo que te quieres llevar y eso?

Ester sacude la cabeza. Al día siguiente su tía le hace la maleta. Está llena de tubos de colores y pinceles y papel de calidad. Hasta arcilla, que pesa una barbaridad.

Ester y su tía se despiden en la estación central. Su tía tiene un billete y quiere celebrar el fin de año con su nuevo novio, como se llame. Ester ya lo ha olvidado.

Ester arrastra su maleta, pesada como el plomo, hasta la habitación en la calle Jungfru. El piso está en silencio y vacío. Los trabajadores tienen vacaciones durante las fiestas. Faltan más de tres semanas para que empiece la escuela otra vez. No conoce a nadie. No va a encontrarse con nadie hasta entonces.

Se sienta en una silla. Todavía no ha llorado por su madre pero siente que no es éste un buen momento. Está sola completamente y tampoco se atreve.

Se queda sentada allí en la oscuridad. No sabe cuánto tiempo.

«Justo ahora, no -se dice a sí misma-. Otro día. Quizá mañana. Mañana es Nochevieja.»


Pasa una semana. A veces, Ester se despierta y fuera hay luz. A veces, se despierta y está oscuro. A veces, se levanta y pone a calentar agua para el té. Se queda de pie mirando el cazo cuando empieza a hervir. A veces, no se acuerda de apartar el cazo del fuego y se queda allí mirando cómo se evapora todo. Entonces tiene que empezar de nuevo y poner más agua en el recipiente.

Una mañana se despierta y se siente mareada. Entonces se da cuenta de que hace tiempo que no come.

Va hasta el Seven-Eleven. Es desagradable salir. Parece como si la gente la mirara, pero no tiene más remedio. Los troncos de los árboles están negros por la humedad. La gravilla está mojada en las aceras, con cacas de perro deshecha y basura. El cielo está pesado y se siente cerca. Es imposible imaginar que por encima, allá arriba, está el sol. Que la capa de nubes es como un paisaje de nieve un día a final del invierno.

Dentro de la tienda siente el olor dulce de pan recién hecho y salchichas asadas. Se le contrae el estómago tan fuerte que le duele. Se vuelve a sentir mareada y se coge al canto de una estantería pero es de plástico para poner las etiquetas de los productos y los precios y se cae al suelo con el plástico en la mano.

Otro cliente, un hombre que estaba junto a las neveras, deja rápidamente la cesta en el suelo y va hacia ella.

– ¿Qué te ha pasado, hija? -pregunta.

Es mayor que su madre y su padre, pero no viejo. Tiene los ojos temerosos y lleva un gorro azul de lana. Por un momento casi está en sus brazos cuando la ayuda a ponerse de pie.

– Ven aquí. Siéntate. ¿Quieres algo?

Asiente con la cabeza y él le va a buscar café y un bollo recién hecho.

– Uy, uy, uy -le dice riendo cuando ve que se lo come todo con voracidad y se toma el café a grandes tragos aunque está muy caliente.

Se da cuenta de que tiene que pagar lo que ha tomado pero no sabe si lleva dinero consigo. ¿Cómo pudo salir de casa sin pensar en ello? Busca en los bolsillos de la chaqueta y allí está el dinero que le dio su padre. Un rollo con veinte billetes de quinientas y una goma alrededor.

Lo saca.

– Dioses -exclama el hombre-. Yo te invito al café y al bollo pero utiliza eso poco a poco. -Él coge un billete del rollo y se lo pone en la mano. El rollo con el resto del dinero se lo mete en el bolsillo de la chaqueta de ella y, con cuidado, lo cierra con la cremallera, como si fuera una niña pequeña. Después mira el reloj.

– ¿Te puedes apañar tú sola? -le pregunta.

Ester asiente con la cabeza. El hombre se va y Ester compra quince bollos y café para llevarse a la habitación de la calle Jungfru.

Al día siguiente vuelve al Seven-Eleven a la misma hora y compra más bollos. Pero el hombre no está allí. Al día siguiente tampoco está. Y tampoco al otro día. Ella vuelve y lo espera otro día, después deja de ir a aquel lugar.


Continúa durmiendo durante el día. Es duro cuando está despierta. Piensa en su madre. En que ya no es de nadie ni de ningún sitio. Se pregunta si la casa de Rensjön aún está vacía.

Su tía la llama un día al móvü.

– ¿Qué tal?

– Bien -responde Ester-. Y tú, ¿cómo estas?

En el mismo momento que pregunta, sabe que su tía aprovecha para llorar cuando Jan-Åke está jugando al golf.

«Es todo tan raro -piensa Ester-. Todos los que penamos por ella. ¿Cómo estamos tan solos con nuestra pena?»

– Bueno -dice su tía-. Lars-Tomas naturalmente no ha llamado.

No. Su padre no ha llamado. Ester se pregunta si su padre y Antte pueden hablar entre sí. No. A Antte le han hecho callar las frases de su padre: «Se tiene que mirar hacia adelante» y «Ya se arreglarán las cosas de alguna manera».

Una mañana se despierta y, cuando pasa por el recibidor para ir hacia la cocina a poner el agua para el té, se encuentra con un operario. Lleva unos pantalones azules de trabajo y una gruesa chaqueta de forro polar.

– ¡Uy! -exclama él-. Qué susto. Sólo he venido a buscar unas cuantas cosas. Cuánta nieve ha caído.

Ester lo mira sorprendida. ¿Ha nevado?

– Por lo menos hay un metro -informa él-. Mira por la ventana y lo verás. Íbamos a continuar aquí hoy pero no se puede llegar hasta aquí.

Ester mira a través de la ventana. Es otro mundo.

Nieve. Tiene que haber nevado toda la noche. Más que eso. No ha notado nada. Los coches de la calle parecen pequeñas colinas nevadas. En la calle hay una nieve muy profunda y las farolas llevan gruesos gorros blancos de invierno.

Sale tambaleante a aquello blanco. Una madre camina con dificultad por en medio de la calle mientras arrastra a su hijo sentado en un pequeño trineo de plástico. Un hombre que lleva un bonito abrigo largo y negro va esquiando también por en medio de la calle. Ester tiene que sonreír de cómo consigue llevar el palo del esquí y el maletín en la misma mano. Él le devuelve la sonrisa. Toda la gente con la que se encuentra sonríe. Sacuden la cabeza en un gesto de sorpresa por la de nieve que ha caído. Todos parecen tomárselo con mucha calma. La ciudad está en silencio. Los coches no pueden circular.

Los árboles están llenos de pajaritos. Ahora, sin coches, Ester puede oírlos. Hasta entonces sólo había graji-llas, palomas, urracas y cuervos.

Hay mucha nieve nueva, la que en lapón llaman vahca. Suelta, fría, ligera hasta el fondo. No con aquel chapoteante fluido de agua debajo.

Vuelve a casa al cabo de una hora con la cabeza llena de imágenes de la nieve. La pena ha dado un paso hacia atrás.

Necesitaría una tela. Grande de verdad y kilos de color blanco.

En el piso, entre el comedor y la antigua habitación de servicio, los operarios han tirado un tabique. Está allí, en el suelo, casi entero. Ester lo observa. Es una pared vieja. Las paredes viejas llevan un lienzo tensado.

En el recibidor hay unos cuantos sacos de yeso, lo sabe seguro.

Es como si se estuviera quemando. Le entra algo parecido a una obsesión por hacer cosas. Busca un cubo de plástico y dentro pone un saco de yeso. Es pesado y Ester suda.

Cuela el yeso entre los dedos y lo mueve con todo el brazo. El color blanco le llega hasta el codo.

Pero si el cuerpo tiene fiebre, la cabeza está llena de nieve fría como el hielo. La luz es grisácea y pobre de color. Quizá se pueda ver alguna que otra rama de abedul a la derecha, abajo, en la esquina. En el centro del dibujo hay un reno hembra y su cría. Han dormido donde suelen hacerlo y durante la noche la nieve los ha cubierto. La nieve nueva y profiínda aisla del frío.

Ester pone cuidadosamente el yeso sobre la gran pared. Lo embadurna con las manos. Trabaja por etapas porque el motivo es muy grande. Cuando el yeso se quema, pero antes de que acabe de arder, se vuelve cremoso. Entonces se puede pintar encima. Dibuja directamente con los dedos. Utiliza algo de desechos y polvo de la obra para darle estructura en la esquina. Arranca trozos del empapelado a tiras y forma ramas de árbol en el fondo.

Tarda varios días en acabar el cuadro. Ester trabaja duro. Cuando el yeso se ha quemado, revuelve todo el piso en busca de colores básicos. Los pintores han dado una base de color al techo del dormitorio y la pintura está todavía allí. Es perfecta. Cuando haya dado la base, podrá poner pigmento sin que el yeso se rompa. Va a buscar los colores de su madre en la maleta, pinta en varias capas, las primeras delgadas, delgadas, mucha trementina y poco pigmento del tubo. Nada de óleo, no tiene que brillar. Opaco, frío, azul. Y la sombra donde han dormido los animales: amarillo, marrón, umbra. Se tiene que ver que están a gusto juntos allí, debajo de la nieve.

Pone capas más gruesas con color y menos trementina. Ahora tiene que esperar a que se seque. Se queda dormida con la ropa puesta, se despierta y pone más capas de color. Parece como si el cuadro la despertara cuando está listo para una nueva capa. Da vueltas a su alrededor, come lo que encuentra en la despensa. Bebe té. Siente que no puede salir a la calle porque fuera el tiempo ha cambiado y es suave. Todo se ha deshecho. No puede verlo. Vive en un mundo de nieve en su gran cuadro blanco.

Pero un día no es el cuadro que la despierta, sino la asistenta social, Gunilla Petrini.

El curso ha empezado. El director de la Escuela de Arte Lovén ha llamado a Gunilla y le ha preguntado por Ester. Gunilla Petrini ha llamado a su tía. Ésta también ha llamado a Ester pero el móvil de Ester está descargado. Su tía y Gunilla se han inquietado muchísimo. Gunilla Petrini ha llamado a sus amigos, los que le han dejado una habitación a Ester. Los amigos le han dado a Gunilla el nombre del constructor que está renovando el piso. Ha ido hasta allí y le ha abierto el piso. Ahora está en el quicio de la puerta mientras Gunilla Petrini, aliviada, se sienta en el borde de la cama de Ester.

Dios mío, qué preocupados estaban. Creía que le había pasado algo.

Ester sigue tumbada en la cama. No se levanta. En cuanto Gunilla Petrini la despierta, vuelve el mundo de verdad. No quiere levantarse. No puede estar de pie y llorar a su madre.

– Creía que estabas con tu familia -dice Gunilla Petrini-. ¿Qué has estado haciendo aquí?

– He pintado -responde Ester.

Y cuando lo dice sabe que ha sido su último cuadro. No va a pintar nunca más.

Gunilla Petrini quiere verlo, así que Ester se levanta y va hacia el comedor. El constructor también las acompaña.

Ester mira el cuadro y piensa aliviada que ha quedado listo. No lo sabía pero ahora lo ve.

Gunilla Petrini primero no dice nada. Se pasea alrededor del enorme cuadro que está tumbado en el suelo. El reno y su cría debajo de la nieve. Después se vuelve hacia Ester con la mirada escrutadora, interrogante, extraña.

– Un retrato de ti y de tu madre -dice.

Ester prefiere no responder. Va con cuidado para no mirar el cuadro.

– Bonito -dice el constructor con sinceridad-. Un poco grande, quizá.

Mira inseguro la puerta y después la ventana y sacude la cabeza preocupado.

– Voy a sacarlo -dice Gunilla Petrini con voz de conquistador del mundo-. Lo voy a sacar en una pieza. Tendréis que tirar paredes si es necesario.

«¿Adónde voy yo?», piensa Ester.

La sensación de que no va a volver a pintar desciende sobre ella como una pesada ancla.

No pintar. No volver a la escuela.


Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke están sentados en el Hotel Vanadis hablando. La habitación está tradicionalmente decorada con moqueta y colcha floreada de material sintético.

– Mañana vamos a hablar con los padres de Inna Wattrang -dice Anna-Maria-. Y lo intentamos de nuevo con Diddi Wattrang. Me pregunto qué es lo que ocurrió en la cabaña de Abisko. Hay tantas cosas raras. Por ejemplo, ¿por qué llevaba ropa interior tan atractiva debajo de la ropa para entrenar?


Inna Wattrang rebusca en su maleta. Es el catorce de marzo. Ayer habló por teléfono con Mauri pero ahora no le apetece pensar en ello.

Dentro de dos horas y cinco minutos estará muerta.

«Hay otros trabajos», piensa.

También piensa en Diddi. Tiene que conseguir dar con él. Hablará con Ulrika.

«Voy a cerrar los ojos», piensa.

Se va a tomar un mes libre. Empezará la semana que viene y ahora irá a entrenar. En la maleta ha metido ropa de deporte, cuando repasa el equipaje, se da cuenta de que ha olvidado la ropa interior deportiva. Es igual. Entrenará con la que lleva puesta y después ya la lavará.

Se pone los zapatos para correr.

Sigue las huellas de las motonieve sobre el lago Torneträsk. La gente está fuera de sus cabañas pescando en el hielo o están sentados sobre pieles de reno en sus motonieve con la cara hacia el sol. El sol calienta y ella suda pero se siente fuerte. La desilusión que le ha producido Mauri se le está pasando.

«¡Qué bonito! -piensa-. La verdad es que hay vida fuera de Kallis Mining.»

Las montañas al otro lado del agua lucen de color de rosa con el sol de la tarde. Sobre los despeñaderos y las faldas escarpadas, hay nubes azules. Alguna que otra nubécula se ha quedado atrapada en las cimas y parece que lleven gorritos de lana.

«Todo se arreglará», piensa.

Cuando vuelve, se está poniendo el sol. Parece casi como si tuviera un agujero y sus brillantes entrañas cayeran en el cielo contra el horizonte. Está tan ocupada mirando el sol que no descubre al hombre que está delante de la cabaña hasta llegar al patio.

De pronto está allí. Lleva puesta una gabardina delgada y clara.

– Excuse me -dice y explica que su coche se ha quedado parado en la carretera y que el teléfono no tiene cobertura.

¿Le podría dejar el suyo?

Sabe que miente. Se da cuenta inmediatamente y también de que es peligroso.

Es ese bronceado tan profundo y la gabardina demasiado delgada. Es esa mueca que quiere parecer una sonrisa debajo de los inexpresivos ojos. Y que se acerque a ella sin parar mientras habla.

No le da tiempo de hacer nada. Él ve que ella tiene la llave en la mano. Ha llegado a su altura. No ha acabado de hablar. Todo ocurre muy deprisa.

El hombre se llama Morgan Douglas. En el pasaporte que lleva en el bolsillo interior pone John McNamara.


Morgan Douglas se despertó la madrugada del catorce de marzo porque sonó su teléfono móvil. Le despertó la señal del móvil, el ruido del interruptor de la lámpara de la cama, el conocido sonido por el suelo cuando las cucarachas huyen de la luz, la chica a su lado que murmuraba algo inaudible, se ponía el brazo sobre los ojos y volvía a dormirse y, también, la voz del teléfono que él reconocía.

La mujer lo saludó muy cortésmente y le pidió disculpas por molestarle a unas horas tan intempestivas. Dentro de poco pasaría a su encargo.

– Es un trabajo que se tiene que hacer ahora. En el norte de Suecia.

Se pone tan jodidamente contento al oír su voz, que tiene que esforzarse para hablar despacio cuando responde, para no parecer desesperado. Hace tiempo que va mal de dinero porque sólo ha tenido pequeños encargos como cobrar deudas y cosas así. Pero ese tipo de trabajo lo puede hacer cualquier negrata porque no se paga bien. Ahora sí hay dinero. Podrá vivir bien un tiempo y mudarse a otro sitio mejor.

– El pago habitual en su cuenta tras haber realizado el trabajo. Mapa, información, foto y un adelanto de cinco mil euros para el viaje están en el Coffee House de Schiphol. Pregunte por Johanna y salúdela de…

– No -replica-. Lo quiero ya en el aeropuerto de N'Djili. ¿Cómo voy a saber que no se trata de un engaño?

Se queda callada. Da lo mismo. Que se crea que es un paranoico. La verdad es que no tiene dinero para el billete de Kimbasa a Amsterdam, pero eso no piensa reconocerlo.

– No hay problema, sir -responde ella al cabo de unos segundos-. Lo arreglaremos según sus deseos.

Acaba la conversación y saluda de parte del coronel. Le gusta. Ella le habla con respeto. Esa gente se da cuenta de lo que significa haber sido paracaidista en el ejército británico. Hay tanta gente que no entiende una mierda porque nunca han estado allí.

Morgan Douglas se viste y se afeita. En el espejo del baño crecen las manchas del tiempo. Dentro de poco no podrá verse la cara. El grifo tose, las tuberías hacen ruido y al principio el agua es de color marrón. Una mañana, cuando entró a mear, había una rata enorme que se dio la vuelta y se lo quedó mirando. Se agachó, se introdujo sin prisas debajo de la bañera y desapareció.

Cuando esté listo, despertará a la chica que todavía está durmiendo.

– You have to leave -dice.

Ella se sienta medio dormida en el borde de la cama. Él coge su ropa del suelo y se la tira. Mientras se viste, ella dice:

– My little brother. He must go to doctor. Sick. Very sick.

Miente, seguro, pero él no dice nada. Le da dos dólares.

– You have a little something for me, yes? -le dice ella mirando la silla donde él dejó ayer la pipa de cristal. Él ya la ha envuelto en una tela y se la ha metido debajo de la ropa interior. Ha puesto lo que necesita en los bolsillos de la gabardina y debajo de la ropa. Tiene que dejar la maleta, si no el tipo de la recepción le armará un jaleo de cojones por la habitación y lo acusará de querer marcharse sin pagar, que es justo lo que piensa hacer. Éste es un sitio de mierda y ni siquiera han limpiado la habitación en las semanas que ha estado aquí. Así que puede olvidarse de pagar.

– No, no tengo nada -le responde y la empuja fuera de la habitación.

La manda callar cuando bajan la escalera. El portero está durmiendo detrás del mostrador, probablemente tenga otro trabajo durante el día. El vigilante de noche tampoco está a la vista, seguro que está durmiendo en alguna otra parte.

El fluorescente emite un zumbido y parpadea con su fría luz.

– I stay here -susurra la chica-. Until tomorrow. It's no safe on the street, you know.

Señala un sillón en el triste vestíbulo. Está tan gastado que los muelles asoman a través de la tela.

Morgan Douglas se encoge de hombros. Si el tío de la recepción se despierta antes que ella, le quitará el dinero, pero ése no es su problema.

Coge un taxi hasta el aeropuerto. Al cabo de dos horas ve a un hombre que parece un funcionario de la embajada. No hay mucha gente en la sala de espera. El hombre del traje va directamente hacia él y le pregunta si no tienen un amigo en común.

Morgan Douglas responde como debe y el hombre del traje le da un sobre tamaño A4, se da la vuelta y se va de allí de inmediato.

Morgan Douglas abre el sobre. Toda la información está allí, y el adelanto en dólares, no en euros. Mejor. Falta una hora y media para que salga su avión y es un largo viaje.

Le da tiempo de hacer algunas compras. Sólo para relajarse antes del viaje y así aguantarlo. Entre una cosa y otra, va a estar en marcha tres días seguidos. Lo necesita para hacer el trabajo.

Se sienta en un taxi otra vez y se dirige hacia un barrio periférico. Todavía es de noche cuando llega hasta su camello. No le da tiempo de decir «no hay crédito» porque Morgan Douglas le alarga unos cuantos billetes de dólar sin doblar a través de la ranura de la puerta.

Cuando amanece y el aire se dobla como vidrio caliente, Morgan Douglas ya está sentado en el avión que lo llevará a Amsterdam. Speedballing. Nada de locuras. Felicidad tranquila. Se siente tan estupendamente.

En Amsterdam compra dos botellas de Smirnoff y se bebe una en el avión a Estocolmo. Cuando todos se levantan, lo hace él también.

Después está en alguna otra parte. Mucha gente va de un lado a otro. Alguien lo coge del brazo.

– Mr. John McNamara? Mr. John McNamara?

Es una azafata.

– Boarding time, sir. The plane to Kiruna is ready for take-off.


Una hora y media más tarde está en un lavabo mojándose la nuca con agua fría. Ahora tiene que estar bien despierto. Se siente tan jodidamente mal. Sí, está en el aeropuerto de Kiruna. Alquila un coche y se dice a sí mismo: «E10 hacia el norte.» Va a arreglar ese puto asunto bien rápido. Necesitaría algo para estar en forma, para volver a ser el de antes.

Morgan Douglas ve a Inna Wattrang. Tiene frío en los pies. Ha estado esperando una eternidad. Se empieza a poner nervioso. Se le ha metido en la cabeza que el coche no se va a poner en marcha cuando tenga que volver. Pero ya está aquí. Es como en la foto. Poco más de uno setenta, entre sesenta y setenta kilos. No hay problema. Tiene la llave de la casa en la mano.

Sigue hablando y gesticula para que no se note tanto que los pasos que da hacia ella son rápidos y largos.

En un instante está a su lado. Da otro paso más para quedarse a su espalda y a la vez le pone el brazo izquierdo alrededor de la garganta. La levanta lo justo hasta que el dolor la hace ponerse de puntillas.

Siente como si la nuca se le fuera a romper si pierde el contacto con el suelo, así que cae hacia atrás, hacia él, de manera que la mitad de su cuerpo queda sobre la cadera de él.

Ahora va hacia la puerta. Ella se da cuenta de que ni siquiera se tropieza con ella. Con su fría mano, abre la cerradura de la puerta. Ella ni ha notado que le ha quitado la llave.

Reconoce que la puede manejar a su antojo. «Éste no es un loco. Éste no es un violador. Es un profesional», piensa.

Mira a su alrededor en el recibidor y cuando empieza a dirigirse hacia la cocina, con ella todavía bien sujeta, se resbala un poco. La nieve debajo de sus zapatos ha formado una capa de hielo, pero recupera el equilibrio y la sienta en una silla. Se pone detrás y ella nota que la presión alrededor de su cuello se hace más fuerte a la vez que oye el ruido de un trozo de cinta cuando se separa del rollo.

Todo va increíblemente deprisa. Le sujeta con cinta las muñecas en los apoyabrazos de la silla y las piernas en las patas. No la corta, deja pasar la cinta de una mano a la otra, la baja hasta los pies con un trozo largo y deja el rollo en el suelo cuando ha acabado.

Se pone delante de ella.

– Please -ruega ella-. Do you want money? I have…

No alcanza a decir más que eso. Él le da un golpe en la nariz. Es como abrir un grifo. La sangre mana caliente sobre la cara y baja por la garganta. Ella traga y traga.

– Cuando te pregunte, respondes. Si no, cierras el pico. ¿Lo entiendes? Y si no lo consigues, te pondré cinta en la boca y así tendrás que respirar por esa nariz sangrante.

Ella asiente con la cabeza y vuelve a tragar. Siente el corazón latir entre las orejas.

Morgan Douglas vuelve a mirar a su alrededor. Debería haberla matado directamente si el trabajo no incluyera saber si le ha explicado algo a alguien… ¿Cómo se llamaba? Era un nombre alemán, cree. Lo tiene en el sobre.

Tiene que asustarla para que hable. Es más fácil asustar a las mujeres si se les enseñan fotos de sus hijos, pero no hay fotos en el sobre. De todas formas ya la asustará, ya. Eso debería ir rápido.

Revuelve los cajones de la cocina en busca de un cuchillo pero no encuentra ninguno.

Sale al recibidor. Sobre una cómoda hay una lámpara. La desenchufa y arranca el cable. Aprovecha para mirar en el sobre el nombre por quien debía preguntar. «Gerhart Sneyers», ponía. Y «Uganda».

Arrastra la silla con ella encima hasta dejarla junto a un enchufe.

Inna abre los ojos como platos cuando él, con ayuda de los dientes, rompe el cable, quita el plástico, separa los dos hilos de cobre y pone uno alrededor de uno de sus tobillos.

Él lleva zapato plano. Cuando se agacha se le levanta un poco la pernera del pantalón. Inna ve las marcas de su tobillo.

– Tengo coca de la buena en el bolso -le dice deprisa.

Se interrumpe.

– ¿Dónde está tu bolso?

– En el recibidor.

Lleva el bolso hasta el baño. Es una antigua costumbre. Ha estado en cientos de lavabos y ha cogido de todo. Cuando vivía en Londres, su ciudad, asustaba a las chicas diciendo que era un policía de incógnito, las arrinconaba contra una pared cuando venían de ver a su camello, les cogía la droga y les preguntaba según el patrón habitual: «¿Viste algún arma allí dentro?» «¿Cuántos son?» Aparentaba ser amable, las soltaba con un «¿Por qué te haces esto a ti misma? Busca ayuda». Después se iba derecho al lavabo más cercano y se metía toda la mierda que encontraba.

Ahora revuelve el bolso Prada de Inna Wattrang como un oso hormiguero en un termitero. Se guarda el móvil, también es una antigua costumbre. Coge todo lo que sea fácil vender. Después encuentra tres papelinas. El corazón le palpita de alivio y alegría. Nieve pura. Forma dos rayas en el espejo de mano de ella y se lo mete todo, no hay que guardar. Sólo tarda dos segundos en sentir el subidón.

Está delante del espejo y se siente tranquilo y con la cabeza completamente despejada.

Vuelve a la cocina. Allí está ella intentado liberar las manos sujetas con la cinta. Naturalmente, es imposible. ¿Quién se cree que es? ¿Un aficionado? Enchufa el cable pero justo cuando le va a preguntar si le ha explicado algo a alguien, resbala. Es la nieve de debajo de sus zapatos y de los de ella que se ha deshecho. El agua ha hecho que el suelo esté resbaladizo.

Cae de culo cuan largo es. Las piernas al aire. Le da tiempo de pensar en el agua y en el cable enchufado y colea como un pez cuando intenta ponerse de pie, muerto de miedo de electrocutarse.

Inna Wattrang se echa a reír. En realidad, quizá llore pero lo que le sale de dentro parece una risa histérica. Se ríe sin parar y las lágrimas le caen por la cara.

Aquello es demasiado cómico cuando él de pronto resbala como si alguien le hubiera quitado la alfombra de debajo de los pies. Y los movimientos para ponerse de nuevo en pie. Es un número cómico de los peores. Impagable de verdad. Ella se ríe. Está histérica. Es agradable ponerse histérica. Se sale del miedo y entra en la locura. Dentro de la risa loca.

Él tiene miedo y por eso le coge un cabreo mayúsculo. Se pone de pie otra vez y se siente como un idiota. Y ella se está riendo. En su cabeza sólo hay una idea: la va a hacer callar. Coge el hilo suelto del cable y se lo pone en el cuello. La corriente le recorre todo el cuerpo hasta el tobillo. La risa se acaba inmediatamente. Su cabeza se echa hacia adelante, los dedos se separan, él aguanta, aguanta, la hace callar. Y cuando le aparta el cable, la cabeza de ella sigue yendo de adelante hacia atrás, una y otra vez. Las manos se cierran y se abren, se abren y se cierran. Y vomita sobre su propio jersey.

– Vale ya -le ordena él, porque aún no le ha dado tiempo de preguntarle lo de Sneyers.

Se cae la silla y él se aparta. Los ojos le dan vueltas, sus mandíbulas muerden una y otra vez y al cabo de unos segundos, antes de que él se dé cuenta, se rompe a mordiscos su propia lengua.

– Vale ya -le grita dándole una patada en el vientre allí tirada donde está.

Pero ella no para y entonces él comprende que es el momento de acabar con aquello. En el informe dirá que ella no se lo había explicado a nadie.

En la sala de estar, junto al hogar, allí hay un colgador con un pincho de barbacoa. Corre a buscarlo. Cuando vuelve, ella todavía está tumbada de espaldas, convulsionándose sujeta a la silla con la cinta. Le clava el pincho a través del corazón.

Muere al instante. A pesar de ello, sus músculos siguen contrayéndose.

Mira a su alrededor y le invade una sensación turbia de que aquello no ha salido demasiado bien. Las instrucciones eran que debería parecer un crimen fortuito. Sin sospechas de que conocía al que lo había perpetrado. No debería ser encontrada en la casa.

Aquello es desfavorable pero de ninguna manera una catástrofe. La cocina no está demasiado desordenada y el resto de la casa no se ha tocado. Esto lo arregla él. Mira el reloj. Aún tiene mucho tiempo. Dentro de poco fuera se hará de noche. Mira a través de la ventana. Ve un perro suelto por allí. Ya ha visto unos cuantos. Si la deja fuera, en alguna parte, alguien la encontrará. En ese caso, la policía se puede poner en marcha antes de que despegue el avión. Seguro que encuentra una solución… Abajo, en el hielo, hay unas cabañas sobre trineos. Sólo tiene que llevarla hasta alguna de ellas cuando se haga de noche. Cuando la encuentren él ya estará muy lejos de allí. Ya ha dejado de moverse.

Ahora descubre dónde estaban los cuchillos. Están colgados de una lista magnética junto a los fogones. Bien. Así podrá cortar la cinta con la que está sujeta.


Cuando se hace oscuro, Morgan Douglas baja a Inna Wattrang hasta una cabaña sobre el hielo. Las huellas de las motonieve son duras y es cómodo caminar por ellas. La cabaña es fácil de abrir. La pone dentro sobre una litera. En el bolsillo lleva una linterna que encontró en el armario de la limpieza. La cubre con un edredón. Cuando la luz le da en el hombro, ve que tiene una mancha roja en la clara gabardina. Se la quita y al levantar la trampilla que hay en el suelo, ve que hay un agujero sobre el hielo. Sólo se ha formado una fina capa que él puede romper. Mete la gabardina en el agujero. Se irá flotando por debajo del hielo.

Cuando vuelve a la casa, la limpia. Silba cuando friega el suelo de la cocina. Mete su ordenador, la cinta arrugada que ha utilizado, el trapo del suelo y el pincho de la barbacoa en una bolsa de plástico que se lleva con él en el coche.

En el camino de Abisko a Kiruna, se para en el arcén. Sale del coche. Ha empezado a hacer viento. Frío de verdad. Se adentra un paso en el bosque para tirar la bolsa con el ordenador y lo demás. Inmediatarnente se hunde en la profunda nieve. Se hunde casi hasta la cintura. Tira la bolsa en el bosque. La nieve la tapará. Probablemente nadie la encuentre nunca.

El teléfono de ella, que tiene en el bolsillo, también lo tira. ¿En qué estaba pensado cuando se lo guardó?

Después tiene muchas dificultades en salir de la cuneta. Se arrastra hacia el coche y consigue quitarse un poco la nieve de encima.

El trabajo está hecho. Éste es un país de mierda donde hace un frío tremendo.


Rebecka Martinsson se había quedado un rato en el trabajo después de haber llevado a Alf Björnfot a su domicilio. Cuando llegó a su casa, la boxeadora la esperaba en el recibidor, clavando sus afiladas uñas en sus caras y finas medias de Wolford. Enseguida se puso unos tejanos y una chaqueta vieja. A las nueve y media llamó a Anna-Maria Mella.

– ¿Te he despertado? -preguntó.

– Qué va -aseguró Anna-Maria-. Estoy tumbada en una cama limpia de hotel esperando el desayuno de mañana.

– ¿Qué es lo que le pasa a las mujeres con los desayunos de hotel? Huevos revueltos, salchichas baratas y bollos. No entiendo lo que pasa.

– Vete a vivir con mi marido y con mis hijos unos días y lo entenderás perfectamente. ¿Ha ocurrido algo?

Anna-Maria se sentó y encendió la lámpara que estaba junto a la cama. Rebecka le explicó la conversación con Sven Israelsson. Sobre la venta de sus acciones de Quebec Invest en Northern Explore AB. Y que parecía como si el grupo de empresas alrededor de Kallis Mining se hubiera vaciado de dinero para financiar la actividad militar en Uganda.

– ¿Lo puedes demostrar? -preguntó Anna-Maria.

– Aún no pero tengo un noventa y nueve por ciento de probabilidades de tener razón.

– De acuerdo. ¿Hay algo que sea suficiente para una detención o para un registro domiciliario? ¿O algo que pueda enseñar para que me dejen entrar en Regla? Sven-Erik Stålnacke y yo fuimos allí hoy y nos tuvimos que dar la vuelta en la verja de entrada. Dijeron que Diddi Wattrang estaba en Canadá. Pero yo creo que estaba en casa sin hacer nada. Quiero preguntarle sobre la conversación con Inna antes de que la mataran.

– Diddi Wattrang es sospechoso de grave delito de información privilegiada. Le puedes pedir a Alf Björnfot una solicitud de arresto porque él es el jefe del grupo que lleva este asunto.

Anna-Maria saltó de la cama y empezó a ponerse los tejanos sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja.

– Voy a hacerlo -dijo-. Maldita sea. Voy a ir ahora mismo.

– Tranquila -le pidió Rebecka.

– ¿Por qué? -bufó Anna-Maria-. Me han hecho enfadar mucho.


En cuanto Rebecka colgó el teléfono tras la conversación con Anna-Maria Mella, volvió a sonar. Era Maria Taube.

– Hola -dijo Rebecka-. ¿Ya habéis llegado a Riksgränsen?

– Oh, sí. ¿No oyes el ruido? A lo mejor no sabemos esquiar muy bien pero ¡sabemos qué se hace en un bar!

– Vaya, entonces Måns también estará contento.

– Muy contento, te diría. Está aparcado cerca del barman y tiene a Malin Norell alrededor del cuello. Así que creo que está pero que muy a gusto.

Rebecka notó un puño frío en el corazón.

Hizo un esfuerzo por mantener alegre la voz. Contenta y normal. Contenta y ligera. Sólo interesada por cortesía.

– Malin Norell -repitió-. ¿Quién es?

– Una de derecho empresarial. Vino desde Winges hace un año y medio. Es un poco mayor que nosotras, treinta y siete, treinta y ocho o así. Divorciada. Tiene una hija de seis años. Creo que ella y Måns tuvieron algo cuando empezó a trabajar con nosotros, pero no sé… ¿Vendrás mañana?

– ¿Mañana? No, he de… es que hay mucho trabajo justo en estos momentos y… y no me siento muy bien… creo que estoy pillando un catarro.

Maldijo para sí. En dos mentiras siempre hay una de más. Sólo tienes que encontrar una excusa cuando quieres mentir sobre algo.

– Vaya, qué pena -respondió Maria-. Tenía ganas de verte.

Rebecka asintió con la cabeza. Tenía que acabar la conversación. Ahora.

– Nos vemos -consiguió decir.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Maria un poco intranquila-. ¿Ha ocurrido algo?

– No. Todo bien… sólo que…

Rebecka se interrumpió. Le dolía la garganta. Tenía un nudo que no dejaba que salieran las palabras.

– Ya hablaremos en otra ocasión -susurró-. Te llamaré.

– No, espera -pidió Maria Taube-. ¿Rebecka?

Pero no obtuvo respuesta. Rebecka había colgado.

Rebecka estaba en el baño delante del espejo. Se miraba la cicatriz que le iba desde el labio hasta la nariz.

«¿Qué creías? -se dijo a sí misma-. ¿Qué cojones creías?»


Måns Wenngren estaba en el bar del Hotel Riksgränsen. Malin Norell estaba a su lado. Justo él acaba de decir algo y ella se había reído y su mano había aterrizado en su rodilla. Después la retiró. Una corta señal. Era suya si él quería.

Hubiera deseado que así fuera. Malin Norell era guapa, inteligente y divertida. Cuando empezó a trabajar con ellos se mostró claramente interesada y él se dejó apresar, le gustó ser el elegido. Estuvieron juntos un tiempo y celebraron el Año Nuevo en Barcelona.

Pero estuvo pensando en Rebecka todo el tiempo. A Rebecka le habían dado el alta en el hospital. Cuando estaba ingresada la llamó pero ella no quiso hablar con él. Y durante la corta relación entre él y Malin Norell, pensó que fue mejor así. Pensó que Rebecka era demasiado complicada, que estaba demasiado deprimida, difícil de cojones.

Pero estuvo pensando en ella todo el tiempo. Cuando él y Malin celebraron el Año Nuevo en Barcelona, llamó a Rebecka. Aprovechó cuando Malin había salido un momento.

Malin era fantástica. No lloró ni se puso a salir con todo el mundo cuando su relación se acabó. Él le fue con unas cuantas excusas y ella lo dejó en paz.

Y ahí estaba si él quería. Su mano había aterrizado sobre su rodilla.

Pero Rebecka subiría mañana.

En realidad, el bufete debería haber ido a Åre pero él intervino para que fueran a Riksgränsen.

Pensaba en Rebecka todo el tiempo. No podía evitarlo.


– Ayúdame -le dijo Diddi a la niñera.

Estaba sentado junto a la mesa de la cocina consternado mirando cómo ella recogía la botella rota de jarabe, tiraba los trozos al cubo de la basura y limpiaba el suelo con papel de cocina.

Supuso que a los ojos de ella era sólo un viejo y se equivocaba del todo pero ¿cómo podía hacérselo entender?

– Sería mejor que subieras a tumbarte otra vez.

Sacudió la cabeza. La sacudía porque empezaba a oír voces dentro. No eran voces imaginarias, nada de fantasías, sino recuerdos. El recuerdo de su propia voz, aguda y ansiosa. Jadeante y ofendida. Y el recuerdo de una voz suave pero decidida, de una mujer africana. La ministra de Comercio de Uganda.

Odiaba a Mauri. Odiaba a aquel mierdecilla petulante. Sabía que Mauri había hecho asesinar a Inna. Lo supo de inmediato. Pero ¿qué podía hacer? No lo podía demostrar. Y aunque pudiera meter entre rejas a Mauri por delito económico, él mismo estaba de lo más involucrado. Ya se había encargado Mauri de que así fuera. Además, Diddi tenía una familia en la que pensar.

Estaba atado de pies y manos. Ésa fue la sensación más fuerte que sintió a la muerte de Inna. La pena de perderla, sí, pero la sensación de pánico de no poderse liberar era más fuerte. El buque Estonia hundiéndose bajo la superficie. Todas las salidas bloqueadas, el mundo zozobra y el agua entra a raudales.

Todos habían estado de fiesta tres días seguidos. Él estuvo yendo de un bar a otro, de una gente a otra, de una fiesta a otra. El conocimiento pegado a los talones. El conocimiento de que Inna estaba muerta.

Empezó a recordar cada vez más aquellos días.

«No me puedo vengar -le dijo a Inna ya muerta. Aunque hubiera pensado mil maneras de matar y de hacer sufrir a Mauri, siempre llegaba a la conclusión de que no podría hacerlo nunca-. Si sólo soy una piltrafa -le había dicho a ella.

Pero ahora estaba pensando en algo en especial. Empezó con la voz de la ministra de Comercio de Uganda.

Él quería llegar hasta Mauri y había hecho una locura. Muy peligrosa.

Había llamado a la ministra de Comercio de Uganda. Tuvo que ser ayer, ¿no?

No fue difícil que le pasaran la llamada. El nombre de la empresa Kallis Mining era una llave que funcionaba. Y Diddi le explicó que Mauri estaba financiando el rearme de Kadaga.

No le había creído.

– Es una afirmación extravagante -había dicho-. Kallis Mining goza de nuestra más absoluta confianza. Tenemos buenas relaciones con los distintos inversores del país.

Recordó que su propia voz se volvió aguda. Indignado porque ella no le creía. Deseoso de que lo tomara en serio, empezó a hablar de más y le contó todo lo que sabía.

– Quieren dar un golpe de Estado o hacer que asesinen al presidente Museveni. Hacen ingresos en una cuenta secreta. El dinero se paga desde allí. I know this for a fact. He killed my sister. He's capable of anything.

– ¿Golpe de Estado? ¿Quiénes quieren dar un golpe de Estado? Todo esto son tonterías.

– Yo sé quiénes son. ¡Gerhart Sneyers! Él, Kallis y otros. Van a tener una reunión para discutir los problemas del norte de Uganda.

– ¿Quiénes además de Sneyers? No me creo ni una sola palabra de lo que dices. ¿Dónde iba a tener lugar esa reunión? ¿En qué país? ¿En qué ciudad? No haces más que inventar embustes para manchar el nombre de Kallis Mining. ¿Cómo quieres que te tome en serio? ¿Y cuándo? ¿Cuándo iba a tener lugar esa supuesta reunión?


Diddi Wattrang presionó las puntas de los dedos sobre sus ojos cerrados. La niñera lo cogió con cuidado del brazo.

– ¿Te ayudo a subir arriba? -preguntó. Impaciente apartó el brazo.

«Dios mío -pensó-. ¿Le expliqué que la reunión iba a hacerse aquí? ¿Dije que iba a ser esta noche? ¿Qué le expliqué?»


La ministra de Comercio de Uganda, Mrs. Florence Kwesiga, el presidente Museveni y el general Joseph Muinde están en una reunión de urgencia.

La ministra de Comercio ha informado de la conversación con Diddi Wattrang.

Está sirviendo té con mucha leche y azúcar de una fina jarra de porcelana. El presidente levanta la mano en un gesto de rechazo. El general Muinde toma otra taza. A ella le divierte ver sus delicadas tacitas en aquellas manos tan grandes. No consigue meter el dedo índice en el asa de la taza, sino que la deja en la palma de la mano.

– ¿Qué impresión le dio Wattrang? -pregunta el presidente.

– Que estaba desesperado y turbado -responde Mrs. Kwesiga.

– ¿Loco?

– No, loco no.

– Dos cosas he podido confirmar -dice el general Muinde-. Una: la hermana de Mr. Wattrang ha sido asesinada. Ha salido en la prensa sueca. Dos: el avión de Gerhart Sneyers tiene permiso para aterrizar en Schipol y Arlanda mañana.

– Faltan menos de veinticuatro horas -informa Mrs. Kwesiga-. ¿Qué podemos hacer?

– Vamos a hacer lo que es absolutamente necesario -dice el presidente-. No sabemos quién más está en esto, aparte de Sneyers y Kallis. Ésta será quizá nuestra única oportunidad. Para defenderse a veces se tiene que hacer la guerra en territorio enemigo. Si algo hemos aprendido de los israelíes es eso. O de los americanos.

– Para ellos rigen otras reglas -replica Mrs. Kwesiga.

– No esta vez.

– Le di a entender a Mr. Wattrang que no le creía -informa Mrs. Kwesiga al general-. Incluso me eché a reír. Él notó que no me lo tomaba en serio, así que es imposible que espere que vayamos a reaccionar de alguna manera. Pensé que si se arrepiente y le explica a alguien que se ha puesto en contacto con nosotros, ellos no cambiarán sus planes si les dice que no le creí.

– Hiciste muy bien -reconoce el general Muinde-. Muy bien.

Pone con cuidado la taza en su sitio y continúa:

– Menos de veinticuatro horas. No es mucho tiempo. Será un equipo de cinco personas. No mis propios hombres. Si hubiera complicaciones es mejor así. Tenemos armas en la embajada de Copenhague. Que aterricen allí y vayan hasta Suecia en ferry. Esa frontera no tiene riesgo ninguno.

Se levanta con una ligera inclinación.

– Tengo cosas que hacer, así que si me disculpáis…

Saluda a lo militar y el presidente asiente con la cabeza pensativo.

Y el general abandona la sala.


Diddi llega a la cena de la Heredad Regla en medio de los postres. De pronto está allí, en el quicio de la puerta que da al comedor. Lleva la corbata alrededor del cuello como si fuera un trapo, la camisa medio por fuera de la cintura y la americana le cuelga del dedo índice. Quizá había pensado ponérsela pero se olvidó y ahora la lleva arrastrando como si fuera un rabo herido. Los presentes quedan en silencio observándolo.

– Excuse me -dice-. Perdón.

Mauri se levanta. Está furioso pero se controla.

– Quiero que te vayas de aquí inmediatamente -le dice en sueco con un tono de voz aparentemente amable.

Diddi se queda en el quicio de la puerta como un niño que se ha despertado de una pesadilla y molesta a los padres en mitad de la cena. Es conmovedor verlo cuando con un inglés de lo más cultivado pide poder hablar con su esposa un momento.

Después añade en sueco con el mismo delicado tono de voz:

– Si no, la armo aquí, Mauri. Y el nombre de Inna será pronunciado. ¿Lo entiendes?

Con un corto gesto Mauri le indica a Ulrika que vaya con su marido. Ella se disculpa y abandona la mesa. Ebba la mira rápidamente con una sonrisa de complicidad.

– Domestic problems -explica Mauri a los comensales alrededor de la mesa.

Los caballeros sonríen. Pasa en todas partes.

– Por lo menos déjame que me cambie los zapatos -se queja Ulrika cuando Diddi se la lleva a través del patio.

Nota que la humedad va subiendo a través de sus brillantes sandalias de cintas de Jimmy Choo.

Después se echa a llorar. Le da lo mismo si Mikael Wiik, que está sentado en la veranda delantera de la casa, la oye. Diddi la lleva lejos del patio, lejos de las luces que hay en el exterior.

Llora porque Diddi está destruyendo su vida en común, pero no dice nada. No vale la pena. Ha dejado de intentarlo. Mauri lo va a despedir de las empresas del grupo. Entonces no tendrán de qué vivir, ni dónde.

«Tengo que abandonarlo», piensa. Y llora aún más porque todavía lo quiere de verdad, pero aquello no puede seguir, es imposible. ¿Y qué es lo que le pasa ahora?

– Tenemos que irnos de aquí -le dice Diddi cuando se han apartado un poco de la casa.

– Por favor, Diddi -le suplica Ulrika intentando rehacerse-. Hablaremos mañana. Vuelvo a la cena y…

– No. Es que no lo entiendes -dice cogiéndola de las muñecas-. Lo que quiero decir es que nos tenemos que ir a vivir a otro sitio. Quiero decir que nos tenemos que ir de aquí. ¡Ahora!

Ulrika ha visto a Diddi paranoico antes, pero esta vez la está asustando.

– No te lo puedo explicar -le dice con tanta desesperación que ella se echa a llorar de nuevo.

Aquella vida era tan perfecta. Ella adora Regla. Adora su bonita casa. Ella y Ebba se han hecho muy amigas. Conocen a un montón de gente agradable y hacen cosas divertidas las dos juntas. Ulrika fue la que hizo sentar la cabeza a Diddi Wattrang y Dios sabe cuántas lo intentaron antes que ella. Fue como ganar una medalla de oro en las olimpiadas. Y ahora él lo cambia todo, lo destruye todo.

Él le susurra algo junto a su pelo. La coge entre los brazos.

– Por favor, por favor -le suplica-. Confía en mí. Nos vamos de aquí ahora y dormimos en un hotel. Mañana me preguntas por qué.

Mira a su alrededor. Oscuro por todas partes pero la intranquilidad le va subiendo por el cuerpo.

– Tienes que buscar ayuda -le dice ella entre sollozos.

Él le promete que lo hará pero tiene que irse con él ahora. Deprisa. Irán a buscar al niño y después cogerán el coche y se irán de allí.

Ulrika no tiene fuerzas para oponerse. Hará lo que él dice y mañana igual se pueda hablar con él. De todas maneras la cena ya está malograda. Así además no tiene que aguantar la mirada de Mauri al volver a la cena susurrando excusas.


Diez minutos más tarde están sentados en el nuevo Hummer camino de la verja de entrada. Ulrika conduce. El principito duerme en la sillita a su lado. Se tardan dos minutos en llegar hasta la verja pero cuando Ulrika presiona el mando a distancia para las verjas exteriores, no se abren.

– Ya se han vuelto a estropear -le dice a Diddi y para el coche a unos metros de distancia.

Diddi sale fuera. Va hacia la verja. Entra en la luz de los focos del coche. Ulrika le ve la espalda y entonces cae de cabeza hacia delante.

Ulrika suspira para sí. Está tan cansada de todo esto. Está cansada de sus borracheras, de sus curdas, sus resacas y de su angustia. De su arrepentimiento, de sus miserias, de sus diarreas y estreñimientos. De sus excesos sexuales y de su impotencia. Está cansada de que se caiga, de que no pueda estar de pie. Está harta de quitarle la ropa y los zapatos. Y está cansada de todas las veces que no puede acostarse, de sus periodos de obsesión por estar despierto.

Espera a que se ponga de pie. Pero no. Entonces le invade una ira tremenda. Manda cojones. Piensa que debería pasar por encima de él. Adelante y atrás. Varias veces.

Después suspira y sale del coche. Los remordimientos de conciencia superan los malos pensamientos que acaba de tener y hacen que su voz sea dulce y considerada.

– Hola, amiguito. ¿Cómo ha ido eso?

Pero él no responde. Ulrika se intranquiliza. Da unos rápidos pasos hacia él.

– Diddi, Diddi, ¿que te pasa?

Se inclina hacia él, le pone la mano entre los omoplatos y lo zarandea un poco. Siente la mano mojada.

No lo entiende. No le da tiempo a entenderlo.

Un sonido. Un sonido o algo hace que mire hacia arriba y gire la cabeza. A contraluz ve una silueta. Antes de que le dé tiempo de levantar la mano para no quedar deslumbrada, ya está muerta.

El hombre que le ha disparado susurra en su pinganillo.

– Male and female out. Car. Engine running.

Dirige la luz de una linterna hacia el coche.

– There's an infant in the car.

Al otro lado de la línea dice el jefe del grupo:

– Mission as before: Everybody. Shut the engine and advance.

Ulrika está muerta sobre la gravilla. No necesita vivir aquello.

Y en la oscuridad Ester está junto a la ventana y piensa: «Aún no. Aún no. Aún no. ¡Ahora!»


Rebecka está tumbada sobre la nieve delante de la casa de su abuela en Kurravaara. Lleva puesto el viejo anorak de su abuela pero está abierto. Es bueno pasar frío, alivia por dentro. El cielo está negro y claro. La luna sobre ella está amarilla, como enferma. Como una cara hinchada con la piel llena de baches. Rebecka ha leído en alguna parte que el polvo de la luna apesta, que huele a pólvora vieja.

«¿Cómo se puede sentir algo así por otra persona? -piensa-. ¿Cómo puede una sentir que quiere morir porque el otro no te quiere? Si sólo es una persona.»

– Te voy a decir una cosa -le dice a su Dios-. No quiero quejarme de todo, pero dentro de poco no voy a querer seguir. No hay nadie que me ame y, por lo que parece, es difícil de soportar. En el peor de los casos, viviré sesenta años más. ¿Qué va a ser de mí si estoy sola durante sesenta años? Ya viste que me rehice un poco. Trabajo. Me levanto por las mañanas. Me gustan las gachas de avena con confitura de arándanos. Pero ahora no sé si quiero seguir con todo eso.

En ese momento oye el ruido de unas patas pisando la nieve. Al instante está Bella a su lado, corriendo a su alrededor, por encima, le pisa el estómago y le hace daño, le da un golpecillo con el hocico, controla que esté bien.

Después se pone a ladrar. Naturalmente le está pasandö el informe al amo. Rebecka intenta ponerse de pie rápidamente pero Sivving ya la ha visto. Va deprisa hacia ella.

Bella ha seguido su camino. Se da una vuelta rápida por el viejo prado levantando la nieve recién caída.

– Rebecka -la llama sin conseguir esconder la intranquilidad que siente en la voz-. ¿Qué haces?

Abre la boca para mentir. Para hacer una broma y decir que miraba las estrellas. Pero no le sale nada.

La cara no tiene fuerzas para recomponerse. El cuerpo no intenta disimular. Sacude la cabeza.

Él quiere que todo vuelva a estar bien. Claro que entiende que Sivving se intranquilice por ella. ¿Con quién va a hablar si no, ahora que Maj-Lis ya no está?

No puede más. No quiere ver ese deseo en él de que esté contenta, de que todo esté bien, de que sea feliz. No tengo fuerzas para ser feliz, quiere decir. Apenas tengo fuerzas para ser infeliz. Mantenerme de pie es mi gran proyecto.

Sivving está a punto de preguntarle si quiere ir a dar un paseo con él o ir a tomar café a su casa. Dentro de unos segundos lo dirá. Y ella tendrá que responderle que no, porque no puede. Él dejará caer la cabeza y así lo habrá hecho infeliz a él también.

– Tengo que irme -le dice-. Tengo que ir a casa de una mujer en Lombolo a llevarle una citación.

Es una mentira tan extraordinariamente rebuscada y mala que casi tiene una experiencia extracorpórea. Otra Rebecka se pone a su lado y le dice:

«¿De dónde cojones has sacado eso?»

Pero Sivving parece que lo acepta. No tiene ni idea de lo que, en realidad, hace en el trabajo.

– Bueno -dice simplemente.

– Oye -dice-. Tengo una gatita arriba, en casa. ¿Verdad que la podrías cuidar?

– Claro que sí, pero ¿es que vas a estar fuera mucho tiempo? -se interesa Sivving.

Y cuando ella se dirige hacia el coche, le grita:

– ¿No te cambias de chaqueta?

Sale a la carretera que va hacia Kiruna y se da cuenta de que no ha pensado adonde se dirige. Porque ya lo sabe. Va a ir hasta Riksgränsen.


– ¿Qué es esto? -pregunta Anna-Maria Mella.

Sven-Erik Stålnacke va en el lado del copiloto y escruta con la mirada las primeras verjas de la Heredad Regla. A la luz de los focos del Passat de alquiler, ve un Hummer aparcado delante de ellos, justo al otro lado de la verja.

– ¿Son los seguratas o qué? -pregunta él.

Se paran delante de la verja. Anna-Maria pone el punto muerto y sale del coche con el motor en marcha.

– ¡Hola! -grita.

Sven-Erik Stålnacke también sale del coche.

– Dios mío -exclama Anna-Maria-. ¡Jesús bendito!

Allí hay dos cuerpos boca abajo. Revuelve debajo de su chaqueta en busca de su arma.

– ¿Qué cojones ha pasado aquí? -pregunta.

Da un paso rápido para salir del haz de luz de su coche.

– Apártate de la luz -le indica a Sven-Erik-. Y apaga el motor.

– No -le replica Sven-Erik-. Entra en el coche y nos vamos de aquí a llamar para que envíen refuerzos.

– Vale, ve tú -le responde Anna-Maria-. Yo voy a echar un vistazo.

La verja exterior bloquea sólo el camino. Son las dos verjas interiores en la avenida las que están encastadas en un muro. Anna-Maria pasa por detrás del poste de la verja pero se para un poco apartada de los cuerpos. No quiere llegar hasta ellos mientras estén a la luz de su coche.

– Retrocede -le ordena a Sven-Erik-. Sólo quiero echar un vistazo.

– Siéntate en el coche -le gruñe Sven-Erik-. Voy a llamar para que envíen refuerzos.

Y ahí empieza la pelea. De pronto están allí discutiendo como una pareja de viejos.

– Sólo será un vistazo. Vete de aquí o apaga el jodido motor -bufa Anna-Maria.

– Hay unas normas. ¡Siéntate en el coche! -le ordena Sven-Erik.

Qué poco profesionales, pensarán tiempo después. Hubieran podido dispararse el uno al otro. Siempre que hablan de la reacción extraña que se puede tener en situaciones difíciles, su pensamiento volverá a este momento.

Al final Anna-Maria se pone directamente ante el haz de luz. Con su Sig Saner en una mano, toca con la otra un lado del cuello de los dos que están tumbados en el suelo. No hay pulso.

Agachada, da unos pasos hacia el Hummer y mira dentro. Una sillita. Un niño. Un niño pequeño muerto. Le han disparado en la carita.

Sven-Erik ve que se apoya contra la ventanilla con la mano que tiene libre. Tiene la cara pálida como la ceniza a la luz de los focos del Passat. Lo mira directamente a los ojos con una mirada tan llena de desconcierto que a él se le encoge el corazón.

«¿Qué?», pregunta.

Pero en ese mismo momento se da cuenta de que no ha emitido ningún sonido.

Ella se inclina hacia delante. Todo su cuerpo se contrae como en una dolorosa convulsión. Y lo mira. Acusadora. Es como si algo fuera culpa suya.

Al instante siguiente ya no está. Como un zorro se ha apartado del haz de luz del Passat y él no sabe adonde ha ido. Está tan oscuro allí fuera. Las gruesas nubes de la noche no dejan entrar la luz de la luna.

Sven-Erik se mete en el coche para apagar el motor. Todo se queda en silencio y oscuro.

De nuevo de pie, oye unos pasos que corren hacia la casa.

– ¡Anna-Maria, cojones! -le grita.

Pero no se atreve a gritar muy alto.

Está a punto de ir corriendo detrás de ella pero entonces reflexiona.

Llama para que envíen refuerzos. Jodida tía. La conversación dura dos minutos. Pasa un miedo de muerte cuando habla por teléfono. Miedo a que alguien lo oiga. Alguien que venga a dispararle en la cabeza. Se agacha junto al coche durante la conversación. Intenta escuchar. Intenta ver algo en la oscuridad. Le quita el seguro a su arma.

Cuando acaba, sale corriendo detrás de Anna-Maria. Mira dentro del Hummer para ver qué es lo que la ha hecho reaccionar así, pero está demasiado oscuro sin los focos del Passat. No ve nada.

Se pone al lado del camino para subir hacia la casa. Corre en silencio sobre el césped. Si su propia respiración no sonara como un fuelle, igual podría oír algo. Tiene tanto miedo que se siente enfermo. Pero ¿qué cojones puede hacer? ¿Dónde está Anna-Maria?


Ester ve algo en el espejo. Se parece a ella misma. Por lo que la ciencia ha conseguido saber, no hay nada en nosotros que perdure. El hombre es una mezcla de cuerdas vibrantes. Y el aire a nuestro alrededor también es una mezcla de cuerdas vibrantes. Es curioso que no atravesemos muros diariamente y fundamos nuestras existencias.

Se ha entregado, aunque no sabe a qué. Es a un nivel más profundo que su entendimiento. A cada paso el acuerdo queda firmado. Se fue a vivir al desván de Mauri. Ha entrenado su cuerpo. Se ha cargado de hidratos de carbono. Ahora la cabeza debe acompañar a los pies y no al revés.

La cabeza descansará cuando los pies corran por la escalera que va al sótano.

A la vez, cinco hombres avanzan hacia la casa de Regla. Todos llevan ropa negra. El jefe del grupo es el que Ester ha llamado Lobo en su mente. Él y otros tres van armados con metralletas. El último es un tirador de precisión.

Éste se tumba sobre el césped con el jefe de seguridad, Mikael Wiik, en el punto de mira. No necesitaría estar tumbado porque el objetivo está completamente quieto.

Mikael Wiik está de pie en la escalera de la casa y escucha lo que pasa en el camino. Diddi y su mujer han cogido el coche y se van de Regla. Probablemente Diddi se ha peleado con Mauri. Justo esta puta noche, pero Diddi últimamente es imprevisible.

Ha oído cómo se paraba el coche allí abajo junto a la verja exterior y después cómo se paraba el motor. Se pregunta por qué no han continuado. Seguramente están en el coche y tienen la pelea del siglo.

«Yo hago mi trabajo -piensa Mikael Wiik-. Y ése no es mi trabajo.

»No me mezclo -piensa-. Y no estoy involucrado.Tampoco en lo de Inna. Yo le di a Mauri aquel número de teléfono. Pero en lo que ocurrió después, realmente no estoy implicado.»

Había mirado el cuerpo de Inna en el tanatorio de Kiruna. Era una herida burda.

Intenta convencerse a sí mismo de que aquello no lo podía haber hecho un profesional. Ella murió por otro motivo. No tenía nada que ver con Mauri Kallis.

Respira hondo. La primavera se nota como una negra arteria en el aire de la noche. El aire es cálido y trae consigo aromas de verde. Este verano se comprará un barco. Se llevará a su novia por el archipiélago.

Después ya no piensa más. Cuando cae hacia delante y se da contra la escalera de piedra, ya está muerto.

El tirador de precisión cambia de posición. Da la vuelta hasta el otro lado de la casa. Los ventanales del comedor son grandes. Mira lo que hay dentro. Sólo un vigilante contra la pared del comedor. Los demás invitados son sitting ducks. Informa de que hay vía libre a través de su pinganillo.


Ester Kallis corta la luz desde los contadores. Con unos rápidos movimientos, desenrosca los plomos de las tres fases de entrada. Tira los plomos debajo de un estante que hay cerca. Oye cómo van rodando por el suelo y se quedan quietos. La oscuridad es compacta.

Respira hondo. Los pies conocen el camino de subida por la escalera. No necesita ver. Corren a lo largo de una senda oscura.

Y mientras los pies siguen la senda oscura, ella vive en otro mundo. Se le podría llamar recuerdo, pero ocurre ahora. De nuevo. Ocurre ahora tanto como entonces.

Está en la falda de una montaña con su eatnážan. Es el final de la primavera. Sólo quedan unas cuantas manchas de nieve. En el aire se ven constantes bandadas de pájaros piando. El sol les calienta la espalda. Se han desabrochado las chaquetas.

Miran hacia abajo y ven un arroyo. Ya tiene varios metros de ancho de agua de deshielo. Es muy rápido. Un reno hembra se mete en el agua y nada hasta la otra orilla. Una vez en tierra, se pone a llamar a su cría. La llama una y otra vez y al final la cría se atreve a meterse en el agua. Pero la corriente es demasiado fuerte y la cría no tiene fuerzas para nadar hasta el otro lado. Ester y su madre ven cómo se la lleva la corriente. Entonces el reno hembra se vuelve a meter en el agua y alcanza nadando a su cría. Nada a su alrededor, hace fuerza con su cuerpo contra la corriente y así pueden nadar los dos juntos. La corriente es fuerte y la cabeza de la madre se mantiene justo por encima de la superficie del agua, como un grito de socorro. Cuando llegan a la orilla se pone de lado aguantando la corriente para que la cría pueda ponerse a salvo en tierra. Al final consiguen estar los dos al otro lado.

Ester y su madre se quedan mirándolos. Están tan satisfechas del valor del reno. De su fuerte sentimiento hacia su cría. Y también de la confianza de la cría que, a pesar del miedo que le tenía a la corriente, se ha tirado al agua. No hablan cuando vuelven andando a la cabaña que hay para los pastores de renos.

Ester va detrás de su madre. Intenta dar pasos largos para pisar exactamente en el mismo sitio que ha pisado su madre.


Mauri Kallis pregunta a sus invitados qué van a tomar con el café. Gerhart Sneyers quiere un coñac, Heinrich Kock y Paul Lasker lo mismo. Viktor Innitzer tomará un Calvados y el general Helmuth Stieff se decide por un buen Malta.

Mauri Kallis le dice a su mujer que se quede sentada y se hace cargo personalmente de servir las bebidas a los invitados.

– Voy a cambiar las velas -dice Ebba llevándose el candelabro a la cocina, algo irritada porque el personal contratado no ha estado atento y las velas casi están consumidas.

En el comedor hay un vigilante. Trabaja para Gerhart Sneyers. Cuando Mauri Kallis se levanta y pasa por delante de él, se da cuenta de lo discreto que es este hombre. La verdad es que Mauri no ha notado que ha estado allí durante toda la cena.

Por eso es casi cómico cuando el vigilante cae llevándose consigo hasta el suelo un tapiz del siglo xv. A Mauri le da tiempo de pensar en un chico que se desmayó en la procesión de Lucía cuando iba a tercero. En ese momento el ruido de cristales rotos le alcanza el inconsciente. A partir de ahí, aparecen dos hombres en el quicio de la puerta y el ridículo sonido de una metralleta, como si se estuvieran haciendo palomitas de maíz.

Y se apagan todas las luces. En la oscuridad se oye el desesperado grito de dolor de Paul Lasker. Y otra persona que también grita histérica y después se calla de golpe. La lluvia de balas se interrumpe y tras unos segundos aparece la luz de una linterna que busca por la sala a los que se agachan, gritan, se arrastran, intentando esconderse y escapar de aquello.

El general Helmuth Stieff ha cogido el arma del vigilante muerto y dispara a la luz. Alguien cae en el suelo y la linterna se apaga.

Está todo completamente a oscuras. Mauri se da cuenta de que está tumbado en el suelo y cuando intenta levantarse no puede. Tiene la mano mojada y la camisa también.

«Me han disparado en el estómago», piensa. Pero después se da cuenta de que se le ha caído el whisky. Como no puede ver nada, los sonidos son altos. Son las mujeres que gritan de miedo en la cocina y de nuevo el ruido de las palomitas. Luego se hace el silencio. Mauri piensa «Ebba» y después su único pensamiento es salir de allí. Salir de allí.

Oye cómo los intrusos intentan restablecer la corriente desde los contadores del recibidor pero no pasa nada. Toda Regla está a oscuras.

Paul Lasker grita sin parar. Debajo de la mesa algunos de los caballeros chocan entre sí. Es cuestión de segundos antes de que los otros vuelvan al comedor.

A Mauri le han disparado en la cadera pero se puede arrastrar con ayuda de las manos. El comedor y el salón están uno detrás de otro y, dado que el mueble bar es un anexo en madera de la chimenea del salón, sabe que se encuentra cerca de la puerta del salón. Se arrastra siguiendo el zócalo. Aquí se hubiera tomado su café y su licor. Después de unos dos metros más sus fuerzas se han acabado.

Entonces alguien, con cuidado, le pone una mano sobre la espalda. Oye que Ester le susurra al oído:

– Cállate, si quieres vivir.

El general sigue resistiendo en el comedor. Desde la puerta del recibidor entra una salva a ciegas. Ahora hay alguien en la puerta por la parte del recibidor que sujeta una linterna mientras otro dispara. Paul Lasker se queda callado. El general dispara, pero poco. No le queda mucha munición. Dentro de nada podrán entrar y acabar con todos.

Ester hace que Mauri se siente en un duro sofá del siglo xviii. En el informe de la investigación se dirá que allí dejó una mancha de sangre y se especulará sobre el escenario probable. Ester se agacha delante de él y se lo pone al hombro, como hacen los bomberos.

«Levanto -piensa-. Uno, dos y tres.»

No pesa demasiado. El salón está en fila con la biblioteca, la biblioteca a su vez está en fila con una habitación todavía por arreglar, que está llena de cosas. Allí hay una puerta que lleva al jardín. La abre y sale a grandes zancadas a la oscuridad.

Se sabe el camino. Ha corrido por allí varias veces, por el pequeño trozo de bosque hasta el viejo embarcadero, con los ojos tapados. Los árboles le han arañado la cara pero ahora se sabe la senda oscura. Sólo le hace falta poder atravesar el patio y el tramo de césped que llega hasta los árboles.


El jefe del grupo alumbra con una linterna a los hombres del comedor. El haz de luz va de una cara a otra. El general Helmuth Stieff está muerto y también Paul Lasker.

Heinrick Kock está medio tumbado contra la pared. Su mano es una garra sin vida sobre una mancha roja que crece sobre el pecho de su blanca camisa. Mira aterrorizado al hombre con la cara pintada de negro que tiene la linterna en la mano izquierda. Su respiración es corta, con rápidos jadeos.

El jefe del grupo se saca su Glock y le dispara entre los ojos. Así los otros dos supervivientes hablarán más. Oye que Viktor Innitzer grita horrorizado.

Parece como si Innitzer no estuviera herido físicamente. Está sentado junto a la pared con los brazos apretados contra el pecho.

Gerhart Sneyers está a su lado debajo de la mesa.

El jefe del grupo hace un gesto con la cabeza y uno de los hombres agarra a Sneyers de los pies y lo arrastra hasta él. Allí se queda tumbado de lado, con las rodillas un poco dobladas y las manos entre los muslos. El sudor le corre por la piel de la frente. Perlas que le caen sobre la cara. Le tiembla todo el cuerpo como de frío.

– Tu nombre -le pide el jefe del grupo en inglés.

Después se pasa al alemán.

– Ihr Name. ¿Y quiénes son los demás?

– Rot op -responde Sneyers. Cuando abre la boca para pronunciar las palabras, le sale sangre.

El jefe se inclina hacia abajo y también le dispara. Después se vuelve hacia Viktor Innitzer.

– Please, don't kill me -suplica Innitzer.

– Who are you? ¿Y quiénes son los demás?

Innitzer le dice quién es él y los nombres de los demás a medida que la luz de la linterna cae sobre sus caras muertas. El jefe del grupo tiene en la mano una pequeña grabadora e Innitzer habla lo más claro que puede, mirando angustiado hacia arriba, hacia el cabecilla.

– ¿Hay alguien de la reunión que falte? -pregunta el jefe.

– No sé… no sé… Si deja de deslumbrarme con la linterna… yo… ¡Kallis! ¡Mauri Kallis!

– ¿Nadie más?

– No.

– ¿Y dónde está Kallis?

– ¡Estaba justo ahí!

Viktor Innitzer señala a la oscuridad en dirección al mueble bar.

El jefe alumbra hacia el mueble bar y después hacia la puerta que hay al lado. Dirige la pistola hacia la cabeza de Innitzer. Ya no le hace falta y aprieta el gatillo. Después les hace una señal a los otros y entran corriendo en el salón.

Buscan metódicamente por todo el salón con ayuda de las linternas. Parece un baile ensayado: se mueven espalda contra espalda, dando una y otra vuelta mientras avanzan, con la luz de las linternas apuntando en diferentes direcciones.

Necesitarían mejor luz, especialmente si Kallis ha tenido tiempo de salir fuera. Esperan que esté herido.

– Ve a buscar el Hummer -dice el jefe del grupo a su pinganillo-. Puede ir por terreno cubierto de bosque.


Anna-Maria Mella acaba de ver muerto al hijo de Diddi Wattrang en el Hummer de la familia… Va corriendo hacia Regla. Aunque, en realidad, no corre, porque fuera está todo completamente oscuro. Va dando saltos y levanta los pies mucho para no tropezar con nada. No tiene ganas de caerse con un arma sin seguro en la mano.

«¿Qué es lo que ha pasado aquí?», piensa.

La luz de fuera está apagada. La casa, arriba en la colina, descansa en una oscuridad compacta.

Cuando está un poco más cerca, ve la luz de una linterna. Alguien alumbra el camino y corre hacia allí a toda velocidad. Anna-Maria se desplaza rápidamente hacia la derecha y cae en la cuneta. Se saca la chaqueta, que está llena de reflectante, y la tira al suelo con el forro hacia arriba. No le da tiempo de correr más que hasta allí, porque, si no, la persona que está arriba la oiría. Se encoge en la cuneta. La hierba del año pasado está aplastada y no ofrece protección ninguna, pero crece un poco de maleza y hay ramas. Si la persona no dirige la linterna hacia donde está ella, se puede salvar.

El agua abajo en la cuneta tiene un palmo de profundidad. Enseguida nota que se le está metiendo en los zapatos y a través del tejano. Remueve el barro con la mano que tiene libre y se mancha de suciedad la cara todo lo que puede para que no se vea blanca con la luz de la linterna. Tiene que mirar hacia arriba, estar dispuesta a disparar si la persona la ve y le apunta con un arma. Coge la pistola con las dos manos, después se queda completamente quieta y en silencio. El corazón le late como una campana.

¿Amigo o enemigo? No tiene ni idea. ¿Es alguno de los hombres de seguridad de Kallis? ¿Es el que acaba de dispararle a Diddi Wattrang y a su familia?

No lo sabe. Se va corriendo hacia la verja, hacia el coche con el niño muerto en el asiento delantero. ¡Hacia Sven-Erik!

Se pone de pie y deja la chaqueta en la cuneta. Sube hasta el camino. Tiene completamente mojadas las rodillas y los pies.

Corre por el césped que está al lado, detrás del hombre que va camino del Hummer. Si saca el arma contra Sven-Erik… Ella sabe lo que tiene que hacer. En ese caso, le meterá una bala en la espalda.

El hombre llega hasta el Hummer. Se sienta en el coche y lo pone en marcha. Los focos se encienden y, de pronto, toda la zona aparece bañada de una fría luz. Dios mío, ¿pueden dos focos dar tanta luz?

No se ve a Sven-Erik.

El hombre da marcha atrás. Ella se da cuenta de que no piensa perder tiempo en dar la vuelta, sino que irá marcha atrás hacia la casa.

Anna-Maria se vuelve a tirar en la cuneta. Se tumba boca abajo cuando el coche pasa. Se levanta y se queda agachada para mirarlo. Está muy ocupado mirando hacia atrás así que no puede mirar hacia donde está ella. ¡Vaya conductor! Va marcha atrás a máxima velocidad, dirección arriba por la avenida hacia la casa. Joder, qué deprisa va. Pero se mantiene en la calzada con mucha seguridad.

Después recuerda que va sentado al lado de la sillita con el niño al que le han disparado en la cabeza. Es un pensamiento tan repugnante y repulsivo. ¿Qué clase de gente es ésa?

– Sven-Erik-grita bajito-. ¡Sven-Erik!

Pero no oye respuesta ninguna.


Sven-Erik acaba de pedir refuerzos.

Va andando al lado de la calzada donde hay hierba bastante alta. Qué difícil es no ver nada pero en el cuerpo tiene todos los años de experiencia. Muchas veces ha tenido que andar rodeado de una oscuridad negra como el carbón y esta vez ni siquiera lleva mochila a la espalda.

De pronto su cuerpo siente que alguien avanza por la carretera pesadamente, con las piernas algo separadas. Nota, más que ve, la calzada a su lado y los tilos de la avenida al otro.

Cuando el hombre de la linterna viene corriendo, no se tira a la cuneta, sino que se esconde detrás de un tilo hasta que ha pasado.

Sin saberlo, Anna-Maria y Sven-Erik se cruzan. Pero cada uno corre por el lado opuesto de la calzada. Anna-Maria corre detrás del hombre de la linterna. Sven-Erik hacia el otro lado, hacia la casa. Hay poco más de cuatro metros entre ellos, pero no se ven. Tampoco oyen sus propios pasos, su propia respiración.


Está en el jardín. Ester lleva bien agarrado a Mauri del brazo y de la pierna. Va como un yugo sobre los hombros de ella. Cuando da la vuelta por el ala norte, ve la luz de unas linternas a través del ventanal del salón. No están lejos pero ella está ahora al abrigo de la oscuridad. Tiene que moverse en silencio. Cruza el patio evitando la gravilla.

Pasará a través del manzanar y luego hasta el cerrado bosque. A través del bosque hasta el viejo embarcadero. Setecientos metros de terreno difícil y con el peso de otra persona. En cuanto llegue a la linde de los árboles podrá ir más despacio.

Cuando casi ha llegado al manzanar, oye el Hummer que sube hasta el jardín. Lo ve venir como un animal de ojos rojos. Tarda un segundo en comprender que son las luces traseras. Sube marcha atrás por la avenida.

Se encuentra en el haz de luz. De pronto se iluminan los troncos huesudos de los manzanos y da unos rápidos pasos para salir de allí. Sólo hacia adelante. De vuelta a su senda oscura. Hacia el bosque.

El conductor del Hummer les comunica a sus compañeros a través de su pinganillo que tiene a la vista dos personas que huyen. Pasa el coche por las plantas y por el césped, hacia el manzanar.

Antes tiene que parar porque hay un gran desnivel y no puede saltar desde la terraza de piedra o se quedaría allí clavado.

Da marcha atrás poco más de un metro, maniobra, va un poco hacia adelante, utiliza el coche como foco, busca metódicamente en la zona, les dice a los compañeros que se den prisa. Dos le indican que están en camino. Los otros dos han ido a buscar a los demás de la casa. Acaban de dispararle a la niñera, que había encendido velas en la sala de estar y estaba buscando algo que leer ahora que la televisión no funcionaba.


Anna-Maria tiene el corazón en un puño. El Hummer ha ido a través del jardín y se ha parado en el borde de un manzanar. A la luz de los focos ve a una persona llevar a otra sobre los hombros, moviéndose en dirección hacia el bosque. Los ve un segundo, después desaparecen del haz de luz. El Hummer gira hábil y parece que los busca con las luces largas. A su lado aparecen dos personas vestidas de negro, se paran un segundo y siguen hacia la arboleda.

Anna-Maria se agacha e intenta no hacer ruido al respirar. No está ni a veinte metros de ellos.

«No pueden oírme con el ruido del motor», piensa.

Todo ocurre de repente: la persona de la arboleda está en medio de la luz otra vez y uno de los hombres de al lado del coche envía una ráfaga de metralleta. El otro levanta un fusil hasta el hombro pero no le da tiempo de disparar porque la persona desaparece de nuevo en la oscuridad. El Hummer da marcha atrás, se gira y se queda allí un segundo.

El hombre de la metralleta vuela sobre la terraza como una pantera y va detrás de aquellos desgraciados que intentan huir allí abajo. El tirador de precisión está junto al coche. Dispuesto a disparar puesto en pie.

Anna-Maria intenta ver algo pero sólo hay troncos que extienden sus ramas negras de invierno a la luz fantasmal de los focos del coche.

Lo cierto es que no piensa. No le da tiempo de tomar ninguna decisión.

Sin embargo, en su interior sabe que a los individuos que huyen allí abajo les dispararán si ella no hace nada. Y que en el coche que gira a un lado y a otro, buscando con su asesina luz como una máquina con vida propia, en ese coche hay un niño muerto.

Hay una furia desesperada en sus pasos cuando corre hacia el coche con su arma desenfundada. Los pies se hunden en la tierra. Es como en una pesadilla cuando corres y corres y nunca llegas al final.

Pero ella llega, en realidad tarda apenas unos segundos.

No la han descubierto. Su concentrada atención está dirigida hacia otra parte. Dispara al tirador de precisión en la espalda. Cae hacia delante. Dos rápidos pasos más y dispara al conductor en la cabeza, a través de la ventanilla.

El coche se para pero la luz sigue fluyendo. No piensa en que puede haber más, no hay miedo. Corre por el haz de luz hacia la terraza, hacia la arboleda. Entre los árboles. Sigue al hombre de la metralleta que persigue a quien lleva a un hombre a cuestas.

Le quedan siete balas. Eso es todo.


Sven-Erik Stålnacke se agacha en la oscuridad cuando el Hummer sube marcha atrás hasta la casa. Ve cómo sigue hacia la terraza y se para delante del manzanar, va hacia atrás y hacia adelante, hacia atrás y hacia adelante. No ve a la persona que tiene el valor de atravesar el manzanar con otra en la espalda, pero ve al hombre con la metralleta que disparara contra algo y después corre por la terraza. Ve al tirador de precisión dispuesto a disparar buscando al lado del Hummer. Mira el reloj y se pregunta cuánto tiempo tardarán en llegar los compañeros.

Apenas le da tiempo a entender lo que ve cuando oye el disparo y el tirador de precisión cae hacia delante y después alguien dispara al conductor. No entiende que es Anna-Maria hasta que la ve correr hacia el manzanar a la luz del coche.

Sven-Erik se pone de pie. No se atreve a llamarla.

«Dios mío, está totalmente expuesta con esa luz. Completamente loca.» Se pone furioso.

Con esa sensación ve que el tirador de precisión se pone de pie. El miedo actúa como un electroshock en Sven-Erik. ¡Si ella le ha disparado! Después entiende que el hombre debe llevar chaleco antibalas.

Y allí corre Anna-Maria como una diana viva en medio de la luz.

Sven-Erik se pone en marcha. Para su edad y peso se mueve muy silencioso y rápido. Y cuando el tirador levanta su arma contra Anna-Maria, Sven-Erik se para y levanta la suya. No ha podido acercarse más.

«Se puede», se convence a sí mismo.

Coge el arma con las dos manos, respira hondo, siente que todo él tiembla de miedo, esfuerzo y tensión. Aguanta la respiración cuando aprieta el gatillo.


Una bala de la ametralladora le da a Ester. Nota cómo la bala se introduce en el hombro. Es una descarga y parece una quemadura. No toca el hueso. No toca ninguna vena importante. Atraviesa sus tejidos girando.

Son sólo unos cuantos vasos capilares que se han roto y se contraen con el impacto. Pasará un rato antes de que empiecen a sangrar. La bala pasa por el brazo y se queda justo debajo de la piel, al otro lado. Como un callo. No habrá agujero de salida.

Se desangrará con aquella lesión. Uno tiene que cuidarse de las pequeñas heridas y de los amigos pobres. Pero aún tardará un rato. Tiene que llevar a Mauri un trozo más.


«Me llamo Ester Kallis. Este no es mi destino. Es mi elección. Llevo a Mauri a cuestas y dentro de muy poco estaremos en el bosque. Quedan cuatrocientos metros.

»Está completamente callado pero no estoy preocupada. Sé que vivirá. Cargo con él y es aquel niño que vi la primera vez a quien llevo a mis espaldas. El niño de dos años que estaba encima de la espalda de un hombre adulto que montaba a mi madre. Su pequeña y pálida espalda allí en la oscuridad. A ese niño lo llevo yo a cuestas.

»El dolor del brazo me pincha. Está enrojecido. El color es caput montuum y rubia tinctoria en la oscuridad en la que vamos avanzando. Pero no voy a pensar en el brazo. Dibujo una imagen en la cabeza mientras las piernas nos llevan hacia delante, por la senda que conocen de antes.

»Dibujo Rensjön.

»Hago un dibujo sencillo a lápiz de mi madre sentada fuera de la casa preparando pieles. Quita rascando los pelos de la piel que ha estado en agua hasta que los folículos se han podrido.

»Mi madre en la cocina con las manos en el agua de fregar y el pensamiento lejos, de caminata.

»Dibujo a Musta, que, valiente como siempre, divide a la manada como con un cuchillo, corre entre sus patas y a los retrasados los pellizca a escondidas.

»Me dibujo a mí misma. Por la tarde, cuando por fin salgo del taxi que me trae de la escuela a casa, en Rensjön, y el viento me muerde las mejillas y corro desde la carretera hasta la casa. En verano cuando estoy en la playa y dibujo y hasta que se hace de noche no me doy cuenta de lo que me han picado los mosquitos. Lloro y me rasco y mi madre me pone Salubrin por todo el cuerpo, contra las picaduras.

»También tengo imágenes de Mauri. Es por el contacto corporal. Yo lo sé.

»Está en un despacho en otro país. Por el miedo a los hombres que nos persiguen, a los que han enviado a estos hombres, tendrá que vivir escondido el resto de su vida.

»Tiene las manos manchadas por la edad. El sol calienta mucho. No hay aire acondicionado, sólo un ventilador. En el jardín algunas gallinas picotean el polvo rojo. Un delgado gato va deprisa sobre el césped seco.

»Hay una mujer joven. Su piel es negra y suave. Cuando se despierta por la noche, le canta salmos con una voz baja y oscura. Lo tranquiliza. A veces canta canciones infantiles en su propio idioma. Ella y Mauri tienen una niña.

»La niña.

»También la llevo a cuestas. Aún es muy pequeña. No sabe que no está bien abrir y cerrar las puertas de la casa sin tocarlas.

»Veo una comisaría en Suecia. Veo carpetas, unas encima de otras. Contienen todo lo que se sabe de la muerte de Inna Wattrang y los demás muertos de Regla. Pero nadie será juzgado por ello. No se podrá nunca detener a los culpables. Veo a una mujer de mediana edad, con gafas que le cuelgan de un cordón del cuello. Sólo le queda un año para jubilarse. Piensa en ello cuando carga todas las carpetas sobre el caso de los asesinatos en un carro que después baja al archivo.

»Dentro de poco estaremos en el embarcadero.

»Tengo que pararme un momento. La mente se me obnubila por espacio de unos segundos.

«Continúo aunque de pronto me siento muy mareada.

»Me está saliendo bastante sangre de la parte de atrás del brazo. Está pegajoso, caliente, desagradable.

»Esto es pesado. Los pasos se hunden. Tengo frío y miedo de caerme. Es como caminar por la nieve.

»Otro paso, pienso. Igual que mi madre decía cuando yo estaba muerta de cansancio en la montaña y me quejaba. "Venga, Ester. Otro paso más."»


Ebba Kallis se sorprende a sí misma. En la cocina hay una ventana que está entreabierta. Hacía mucho calor cuando el cocinero que habían contratado estaba preparando la cena. Al quedarse a oscuras y oír los disparos, no le da tiempo de pensar en nada. Sale por la ventana de la cocina. Dentro gritan todos presas del pánico. Al cabo de un rato todo queda en silencio.

Entonces ella ya está fuera de la casa, sobre el césped. Se levanta y corre lejos hasta que llega al muro que hay cerca del jardín. Después lo sigue hacia abajo, hasta la playa. Palpando llega hasta el viejo embarcadero. No puede ir deprisa con los zapatos de tacón. Tiene frío con el vestido fino que lleva, pero no llora. Piensa en los niños que están en casa de sus padres y continúa.

Se sube a la lancha y palpa a ver si puede encontrar una linterna para buscar la llave y poner el motor en marcha. Si no, tendrá que remar. Justo cuando su mano encuentra la linterna, oye unos pasos que se acercan al embarcadero, muy cerca.

Oye una voz que dice algo como «Ebba», o «Ebba, él…». O algo así.

– ¿Ester? -dice con cuidado levantándose en la lancha para ver el borde del embarcadero. Aunque no puede ver nada en la oscuridad.

Cuando no recibe respuesta ninguna, piensa «qué cojones», y enciende la linterna.

Ester. Con Mauri a cuestas. No parece ni reaccionar a la linterna y cae rendida al suelo.

Ebba se sube al embarcadero. Ilumina a los dos desvanecidos con la linterna.

– Dios mío -dice-. ¿Qué voy a hacer con vosotros?

Ester la coge del vestido de seda.

– Corre -le susurra.

Entonces Ebba ve la luz de una linterna entre los árboles.

Es cuestión de vida o muerte.

Coge a Mauri de la chaqueta y lo arrastra por el embarcadero. Dunc, dunc, dunc, se oye cuando los talones de los zapatos de él pasan por las maderas.

Lo tira a la lancha. Aterriza con un golpe, es como un estruendo a los oídos de Ebba. Espera que no haya caído de cara. La luz de la linterna se dirige hacia ella. De Ester hay que olvidarse. Ebba suelta la amarra y salta al agua. Nada al lado de la lancha, la empuja. Al final están tan lejos que va sola. Ebba es fuerte gracias a la equitación pero necesita mucho esfuerzo para subirse a bordo.

Coge los remos. Los pone en las sujeciones. Dios, qué ruido hacen. Piensa todo el tiempo: nos van a disparar. Después rema. Está lejos de tierra. Está en buena forma y mantiene fría la cabeza. Sabe exactamente adónde llevar a Mauri. No es tan tonta como para no entender que esto tiene que arreglarse fuera del hospital y de la policía. Hasta que él mismo diga qué quiere hacer.

Y el hombre de la linterna que va camino del embarcadero no llega a tiempo. En su pinganillo recibe la orden de que el trabajo se interrumpe. A dos miembros del grupo les han disparado y los tres que quedan se van de la Heredad Regla. Antes de que llegue la policía, han desaparecido.


Está nevando. Ester anda por la nieve con mucho esfuerzo. Dentro de poco no podrá más. De pronto ve algo allí delante. Es alguien que va hacia ella a través del viento cargado de nieve, se para antes de llegar.

Llama a su madre: «Eatnážan», grita, pero el viento engulle su voz y la hace desaparecer.

Cae al suelo. La nieve le cae encima. En un instante está cubierta por una capa pesada y blanca. Y, al quedarse allí tumbada, siente un jadeo contra su cara.

Un reno. Un reno domesticado que la empuja levemente, le sopla en la cara.

Allí delante está su madre y otra mujer. Ester las ve a través de la nieve que pasa llevada por el viento, y sabe que la esperan a ella. Sabe que la otra mujer es la abuela de eatnážan. Su áhkku.

Se levanta y se tumba sobre el lomo del reno. Va como si fuera un bulto. Ahora oye un ladrido conocido. Es Musta que corre alrededor de las dos mujeres allí delante. El ladrido exigente de Musta que quiere irse de allí. Ester tiene miedo de que se vayan sin ella. De que desaparezcan.

– Corre -le dice al reno castrado-. Corre. -Con la mano se agarra bien a sus gruesas crines.

Y entonces echa a andar hacia delante.

Enseguida les darán alcance.


Anna-Maria Mella descubre, de pronto, que va a tientas por un bosque oscuro y silencioso. Ha dejado de correr hace rato. Se da cuenta de que no tiene ni idea de cuánto tiempo ha estado dando vueltas y también de que no va a encontrar a nadie allí. Tiene la profunda sensación de que ya todo ha pasado.

«Sven-Erik -piensa-. Tengo que volver.»

Pero no encuentra el camino. No tiene del todo claro dónde se encuentra. Se hunde junto al tronco de un árbol.

«Tengo que esperar -piensa-. Dentro de poco amanecerá.»

Le invade la imagen del niño muerto e intenta apartarla de su cabeza.

Echa de menos a su hijo Gustav. Lo quiere coger y sentir su cálido cuerpo.

«Él vive -se dice a sí misma-. Están en casa. Si hubiera llevado puesta la chaqueta podría haber llamado a Robert porque el teléfono está en el bolsillo interior. Pero la chaqueta se ha quedado en la cuneta.»

Se rodea el cuerpo con los brazos y se aprieta los hombros con las manos para no echarse a llorar. Y mientras está allí sentada apretándose los hombros más y más, se queda dormida. Está agotada.

Cuando despierta, al cabo de un rato, nota que empieza a amanecer. Se levanta rígida y echa a andar hacia la casa.

Arriba, en el jardín, hay tres coches de la policía y una furgoneta que pertenece a operaciones especiales. Los agentes han rodeado la zona y se han ido hacia el bosque.

Anna-Maria va andando hacia la casa con ramas en el pelo y barro en la cara. Todo lo que siente cuando sus compañeros levantan sus armas hacia ella es lo cansada que está. Levanta las manos y ellos le quitan la pistola.

– ¿Sven-Erik? -pregunta-. ¿Sven-Erik Stålnacke?

Un policía le sujeta el brazo suavemente, de manera que pueda agarrarla más fuerte si se tropieza o se cae.

El compañero parece confuso. Parece que tiene la edad de Sven-Erik pero es más alto.

– Está bien, pero no puedes hablar con él ahora -le informa-. Lo siento.

Lo entiende. De verdad. Ella ha disparado a dos personas y Dios sabe qué más ha ocurrido allí. Naturalmente tienen que investigarla a ella pero tiene que poder ver a Sven-Erik. Quizá más por ella que por otra cosa. Necesita ver a alguien por quien sienta afecto. Alguien que la quiera. Sólo pretende que la vea y haga un pequeño gesto con la cabeza, una señal de que todo va a arreglarse.

– Venga, ya -pide Anna-Maria-. Esto no ha sido una excursión. Sólo quiero saber que está bien.

El pohcía suspira y se rinde. ¿Cómo va a poder negarse?

– Pues ven por aquí. Pero recuerda, nada de intercambio de información de lo que ha pasado aquí está noche.

Sven-Erik está apoyado en uno de los coches celulares. Cuando ve a Anna-Maria vuelve la cabeza.

– Sven-Erik -lo llama.

Entonces se vuelve hacia ella.

Nunca antes lo ha visto tan furioso.

– Tú y tus jodidas maneras -le grita-. ¡Vete al infierno, Mella! Teníamos que esperar refuerzos. Yo…

Aprieta los puños y los sacude de ira y frustración.

– Voy a presentar mi dimisión -le grita él.

Justo cuando lo ha dicho, Anna-Maria ve cómo los compañeros que están junto al Hummer iluminan al hombre del fusil, el tirador de precisión. Está en el suelo y le han disparado en la cabeza.

«Pero si yo le disparé en la espalda», piensa Anna-Maria.

– Vaya -le responde ausente a Sven-Erik.

Entonces es cuando Sven-Erik se sienta sobre el capó del coche y se echa a llorar. Piensa en la gata. La boxeadora.

Piensa en Airi Bylund.

Piensa que si Airi no hubiera cortado la cuerda con la que se había suicidado su marido y no hubiera hecho mentir al médico respecto al motivo del fallecimiento, a Örjan Bylund le hubieran hecho la autopsia y hubieran puesto en marcha una investigación sobre su muerte y, en ese caso, nada de esto hubiera sucedido. Y no hubiera tenido que matar a nadie.

Se pregunta también si podrá soportar el hecho de amar a Airi. No lo sabe.

Y llora con todo su corazón.


Rebecka Martinsson sale del coche delante del Hotel Riksgränsen. El nerviosismo le patalea el estómago.

«Es igual -se dice a sí misma-. Tengo que hacerlo. No tengo nada que perder, excepto mi orgullo.» Y cuando se hace una imagen de su orgullo, ve una cosa desgastada sin ningún valor.

«Adentro», se dice a sí misma.

Por lo visto en el bar están de fiesta. En cuanto entra por la puerta del hotel oye un grupo de música tocando una vieja canción de Police.

Se queda en recepción y llama a Maria Taube. Si tiene suerte Maria tendrá algún chico rondándola y ella estará esperando que la llame las veinticuatro horas del día.

Tiene suerte. Maria contesta.

– Soy yo -dice Rebecka.

Le falta el aliento por el nerviosismo pero tampoco de eso se puede preocupar.

– ¿Puedes ir a buscar a Måns y pedirle que baje a recepción?

– ¿Qué? -pregunta Maria-. ¿Es que estás aquí?

– Sí, estoy aquí. Pero no quiero ver a nadie, sólo a él. Por favor, ve a pedírselo.

– De acuerdo -responde Maria vacilante a la vez que se da cuenta de que se ha perdido algo o que no lo ha entendido-. Voy a buscarlo.

Tarda un par de minutos.

«Ojalá no venga nadie aquí», piensa Rebecka.

Tiene ganas de hacer pipí. Debería haber ido antes al baño. Y mucha sed. ¿Cómo va a poder articular palabra cuando tiene la lengua pegada al paladar?

Se ve a sí misma reflejada en el espejo y entonces descubre, para su horror, que lleva el viejo anorak de su abuela. Tiene aspecto de vivir en el bosque, de hacer cultivo ecológico, de enfrentarse a todo tipo de autoridad y de hacerse cargo de los gatos abandonados.

Está a punto de salir corriendo hacia el coche y desaparecer de allí pero entonces suena el teléfono. Es Maria Taube.

– Va para allí -le dice concisa y cuelga.

Y va.

Rebecka se siente como en un acuario con una morena dentro.

No la saluda con el «¿Qué hay, Martinsson?», o algo así. Es como si se diera cuenta de que ahora va en serio. Está tan guapo. Tiene el mismo aspecto de antes. Casi nunca se le ve llevar tejanos.

Ella toma la iniciativa e intenta olvidarse de su pelo largo que necesita ser cortado y teñido. Intenta olvidar su cicatriz. ¡Y el jodido anorak!

– Vente conmigo -le dice-. He venido para llevarte a mi casa.

Piensa que debería decir algo más pero no tiene fuerzas para articular otras palabras que aquéllas.

Él sonríe pero después se pone serio y antes de que le dé tiempo de decir nada, aparece Malin Norell por detrás de él.

– ¿Måns? -lo llama mientras mira a Rebecka-. ¿Qué es lo que pasa?

Él sacude la cabeza con pesar.

Rebecka no sabe por qué mueve la cabeza. Por ella o por la mujer que está a sus espaldas. Entonces él le sonríe y dice:

– Tengo que ir a buscar la chaqueta.

Pero ella no lo piensa dejar escapar. Ni un sólo segundo.

– Coge la mía.


Van en el coche. La nieve cae fuera como un telón blanco. No se ve nada. Rebecka conduce con cuidado. No hablan mucho. Nada, en realidad. Måns estudia las gastadas mangas del anorak que lleva puesto. Seguro que es la chaqueta más fea que ha visto en su vida.

Después mira a Rebecka. Realmente es algo diferente. Completamente loca. Y se echa a reír. No puede aguantarse.

Ella también se ríe. Se ríe hasta que le caen las lágrimas.


Mucho más tarde, cuando descansa sobre su brazo empieza a llorar. Desbordada. Es cuando él le hace una broma y dice:

– Qué bien, ¿no?

Y ella tiene que reírse de nuevo, pero le vuelve el llanto.

Entonces él le coge los cabellos. Se los sujeta mientras se los acaricia y le besa la cicatriz que tiene en el labio.

– Está bien -dice-. Déjalo salir.

Y llora hasta hartarse y él está lleno de buenas intenciones. La va a cuidar. Se volverá con él a Estocolmo y a trabajar de nuevo en el bufete. Todo saldrá bien.

Por la noche se despierta y se queda mirándolo. Duerme de espaldas con la boca abierta.

«Ahora está aquí -piensa-. Voy a intentar no atarlo tan corto que se quiera soltar. Voy a disfrutar con ello.

»Que esté aquí ahora.»

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