Una avenida de tilos que conducía hasta la casa de Mauri Kallis, la Heredad Regla, recorría el kilómetro y medio que había desde la carretera. Los árboles eran viejas damas de más de doscientos años, huesudas aunque gráciles, y algunos de ellos huecos como robles. Estaban ordenados a pares, dos a dos, instruyendo a los visitantes que aquí reinaba un orden de muchos cientos de años. Aquí uno se sentaba bien a la mesa a la hora de comer y observaba unas formas corteses y esmeradas.
Al cabo de un kilómetro, la avenida acababa en una verja. A otros cuatrocientos metros otra verja, que estaba montada en un muro de obra vista encalado, rodeaba la zona del patio. Las verjas de hierro eran unos buenos trabajos de herrero, de dos metros de alto, que se abrían con control remoto instalado en los automóviles de la gente que vivía allí. Por el contrario, las visitas tenían que esperar en la parte de afuera de la verja y llamar al portero automático.
El edificio principal era una casa de piedra de color blanco con el tejado negro de pizarra, columnas a los dos lados de la entrada, alas y vitrales. La decoración era básicamente de la segunda mitad del siglo xvi. Sólo en los baños se había roto el estüo pasando al totalmente moderno diseño de Philippe Starck.
Regla era un lugar tan bello que los primeros veranos Mauri apenas podía soportarlo. Era más fácil en invierno. A menudo, en verano le acosaba la sensación de irrealidad cuando corría en coche o paseaba por la avenida. La luz se filtraba a través de las copas de los tilos y caía sobre el camino como una melodía. Casi podía sentir asco de aquel idilio pastoral en el que vivía.
Mauri Kallis estaba tumbado despierto en su dormitorio en el segundo piso. No quería mirar el reloj porque si eran las seis menos cuarto tendría que levantarse al cabo de un cuarto de hora y, en ese caso, era demasiado tarde para volverse a dormir. Por otra parte, quizá aún faltaba una hora para levantarse. Miró el reloj, siempre lo hacía al final. Las cuatro menos cuarto. Había dormido tres horas.
Tenía que dormir más, si no cualquiera se daría cuenta de que todo podía irse al infierno. Intentó respirar tranquilo y relajarse. Le dio la vuelta a la almohada.
Cuando consiguió llegar a un estado de duermevela, volvieron los sueños.
En el sueño estaba sentado al borde de la cama. Su habitación era igual que en la realidad. Amueblada austeramente con un pequeño y ligero escritorio con detalles de marquetería y la bonita y gastada silla gustaviana con apoyabrazos tapizados. Su vestidor, construido a propósito, era de nogal y cristal esmerilado, donde los trajes y las camisas colgaban bien planchados en línea, y los zapatos hechos a mano estaban en un armario especial hecho de un bloque de madera de cedro. Las paredes estaban pintadas del color del aceite de lino, azul pálido satinado. Había dicho que no quería cenefas ni pinturas decorativas cuando su mujer decidió renovar la casa.
Pero en el sueño vio la sombra de Inna en la pared. Y cuando volvió la cabeza estaba sentada en el alféizar de la ventana. Detrás de ella no brillaba la ría Mälaren. Al contrario, a través de la ventana vio los contornos de Terrassen, los altos edificios donde se crió.
Ella se rascaba y se arañaba la herida acuosa con forma de cinta alrededor del tobillo. La carne se le quedaba debajo de las uñas.
Volvía a estar completamente despierto. Oía los propios latidos de su corazón. Tranquilo, tranquilo. No puede ser, ya no lo soporta, tiene que levantarse.
Encendió la lámpara y apartó el edredón como si fuera el enemigo. Se sentó al borde de la cama y se puso de pie.
«No pensar en Inna. Ya no está. Regla sí. Ebba y los chicos. Kallis Mining.»
Él tenía la culpa. Intentaba pensar en los chicos, pero no podía. Sus nombres reales le parecían absurdos y ajenos, Carl y Magnus.
Cuando eran pequeños iban en sus caros cochecitos. Él siempre estaba fuera, de viaje. No los echaba nunca de menos. Por lo menos, no que él recordara.
En ese mismo momento oyó un fuerte golpe en el desván que había encima. Después otro golpe.
«Ester -pensó-. Ya está otra vez en marcha con sus pesas.»
Dios, parecía que iba a caerle encima el techo entero.
Fue Inna la que introdujo a Ester en su vida.
– Tienes una hermana -le dice.
Están sentados en el lounge de SAS en el aeropuerto de Copenhague, camino de Vancouver. Fuera parece que sea verano pero los vientos son todavía fríos. En menos de un año estará muerta.
– Tengo tres -contesta Mauri con una voz fría con la que indica que aquella conversación no le interesa.
No le apetece pensar en ellos. Su hermana mediana vino al mundo cuando él tenía nueve años. Al año los de los Servicios Sociales se la llevaron. A él lo fueron a buscar al cabo de otro año.
Suele intentar tener apartados los pensamientos de cuando era niño en Terrassen, el lugar donde los Servicios Sociales de Kiruna tenían viviendas para la gente que no podía tener contrato de alquiler propio. Las voces chillonas y el ruido de peleas y gritos que constantemente traspasaban las paredes pero sin que nunca nadie llamara a la policía. Las pintadas de la escalera que jamás se limpiaban y la sensación de desesperanza que se pegaba alrededor de los edificios.
Hay recuerdos en los que no piensa nunca. La voz de una niña llorando que está de pie en la cuna. Mauri tiene diez años, coge la chaqueta y sale del piso dando un portazo. Ya no puede seguir oyéndola. La voz atraviesa la puerta cerrada y lo acompaña cuando baja la escalera. El sonido de sus propios pasos rebota contra las paredes de la entrada. En casa de un vecino suena Rod Stewart. Del cuarto de las basuras sale una peste dulzona a podrido. Hace dos días que no ve a su madre pero ya no le quedan fuerzas para seguir cuidando de la cría. Y los polvos para el biberón se han acabado.
Su hermana pequeña tiene quince años menos que él. Nació cuando Mauri ya vivía con la familia de acogida. Dejaron que su madre se hiciera cargo de ella durante un año y medio con ayuda de los de los Servicios Sociales. Después, su madre se puso tan mal que la ingresaron en un hospital y entonces también se llevaron a su hermana pequeña.
Mauri vio a sus hermanas en el entierro de su madre. Fue solo a Kiruna en avión. No dejó que los niños y Ebba lo acompañaran. Inna y Diddi no se ofrecieron.
Estaban él y sus dos hermanas, un cura y el jefe médico del hospital.
«Un clima de lo más apropiado», había pensado Mauri junto al ataúd. Lluvia a raudales que bajaba del cielo en forma de cadenas grises y frías. El agua hacía hoyos en la tierra y formaba un delta de corriente de agua que se llevaba tierra y piedrecillas hasta la tumba. Un pobre caldo marrón bajando hasta dentro del agujero. Las hermanas tenían frío y allí estaban, de pie, con sus pobres y desangeladas ropas de funeral. Llevaban falda negra y blusa pero el abrigo era una inversión demasiado importante. Una de ellas llevaba uno azul oscuro y la otra no llevaba. Mauri les dejó su paraguas y la lluvia le estropeó su traje de Zegna. El cura tenía frío y temblaba con el libro de salmos en una mano y el paraguas en la otra, pero hizo un sermón agradable, bastante sincero sobre las dificultades que surgen cuando una persona no es capaz de cumplir con la obligación más importante que se tiene en la vida, hacerse cargo de sus hijos. Después vinieron palabras como «final inevitable» y «el camino hacia la conciliación».
Las hermanas lloraron bajo la lluvia y Mauri se preguntaba por qué lloraban.
Cuando se dirigían hacia los coches empezó a granizar. El cura corría con el libro de salmos apretado contra el pecho y las hermanas se cogieron del brazo para tener sitio debajo del paraguas de Mauri. El granizo rompía a trozos las hojas de los árboles.
«Es mi madre -pensó Mauri mientras dominaba una palpitante sensación de pánico-. No se morirá nunca. Nos moja y nos pega. ¿Qué podemos hacer? ¿Apretar el puño contra el cielo?»
Después del entierro las invitó a comer. Sus hermanas le enseñaron fotos de sus hijos y elogiaron las flores del ataud. Se sentía muy incómodo. Le preguntaron por su familia y les contestó de forma breve.
Le hacía sufrir que el aspecto de ellas le recordara a la madre que tenían en común. Incluso la forma de moverse se la recordaba. Era como si le dieran una colleja. La mayor de las hermanas, cuando lo observaba, entornaba los ojos y entonces él sentía como un inexplicable calambre de miedo que le recorría todo el cuerpo.
Al final acabaron hablando de Ester.
– ¿Sabes que tenemos otra hermana? -preguntó la pequeña.
Claro que podían explicarle cosas. Ahora tenía once años. Su madre se quedó embarazada y tuvo a Ester en 1988. El padre era otro paciente y a Ester se la llevaron de inmediato. La cuidó una familia de Rensjön. Suspiran y dicen: «la pobre». Mauri aprieta los puños bajo la mesa mientras pregunta amablemente si quieren un dulce con el café. «¿Por qué dicen "la pobre" si no tuvo que padecer?»
Parecieron aliviadas cuando él empezó a despedirse. Nadie dijo la tontería de que deberían mantenerse en contacto.
Inna lo observa. Los aviones son como juguetes bonitos que despegan y aterrizan.
– Tu hermana más pequeña, Ester -le dice-, sólo tiene dieciséis años y necesita un lugar donde vivir. Su madre de acogida acaba de…
Mauri se pone las manos en la cara como si se estuviera echando agua y suspira.
– No, no.
– Puede vivir conmigo en Regla. Es sólo provisional. En otoño empezará el segundo curso en la Escuela de Arte Idim Lovén.
No suele interrumpir a Inna. Pero en estos momentos le dice. «Ni hablar.» No puede. Ni pensar en tener una imagen viva de su madre paseando por la propiedad. Le dice a Inna que le puede comprar un piso en Estocolmo, lo que sea.
– ¡Si tiene dieciséis años!
Y le sonríe suplicante. Después se pone seria.
– Eres el único pariente que…
Abre la boca para nombrar a las otras dos hermanas pero ella, esta vez, no le permite que la interrumpa.
– … que puede hacerse cargo de ella. Y justo ahora tu nombre es una patata caliente… Oh, se me ha olvidado explicártelo. Business Week va a hacer un gran reportaje sobre ti…
– ¡Nada de entrevistas!
– …pero para unas fotografías deberías prestarte. De todas formas, si se enteran de que tienes una hermana que no tiene adónde ir…
Ella gana. Mauri, cuando van a subir a bordo del avión que los llevará a Vancouver, piensa que en realidad no tiene importancia ninguna. Regla no es un hogar que se pueda invadir. En Regla tiene a su esposa y a sus hijos, a Diddi, con su mujer embarazada, y a Inna. En Regla hay mucha representación de la empresa. Allí se puede cazar, salir en barco y organizar cenas con invitados.
Siente que le debilita la atención que últimamente le han prestado los medios de comunicación y la vida social que ha surgido a consecuencia de ello. Mucho más que cualquier trabajo que haya hecho nunca. Toda esa gente a quien tienes que estrechar la mano y con la que hay que hablar ¿de dónde sale? Se esfuerza al máximo constantemente para estar tranquilo y ser amable. Inna está a su lado perennemente y le apunta nombres y datos. Sin ella aquello no hubiera podido funcionar. Siente que necesitaría descansar. Actualmente, y periódicamente, se siente completamente vacío. Es como si la gente con la que se encuentra se llevara una parte de él. A veces se inquieta porque de pronto no sabe quién es, o con quién está, o sobre qué es la reunión. Otras veces se siente furioso, como un animal que quiere gruñir, atacar y quedarse en paz. Se irrita por cómo lleva abrochado el traje alguien para disimular que la camisa es la misma que ayer. Porque otro se limpia los dientes con una cerilla después de comer y por el asco que da cuando la pone a la vista en el borde del plato. Porque otro cree que es alguien y porque otro es un arrastrado.
Está deseando aterrizar. Como va camino hacia algún sitio no se siente desasosegado. Aunque esté quieto sentado, lea, duerma, vea una película o se tome algo. Él con Inna.
Mauri Kallis se observa en el espejo. Los ruidos de arriba continúan.
Siempre le había gustado el juego. Hacer grandes negocios había sido su forma de medirse con los demás. Él que tiene más dinero gana cuando muere.
Ahora siente que todo aquello ya carece de importancia. Algo le ha alcanzado. Algo pesado. Siempre se había mantenido cerca, justo detrás. Una atracción hacia atrás, de vuelta a los altos edificios de Terrassen.
«Estoy perdiendo el control -piensa-. Lo estoy soltando.»
Inna había mantenido a distancia aquella fuerza que lo llevaba hacia atrás.
Justo ahora no quería estar solo. Faltaban dos horas para empezar a trabajar. Miró hacia el techo y oyó el ruido de una pesa que rodaba por el suelo.
Podría subir a hablar un rato o simplemente quedarse allí arriba, sin hacer nada.
Se puso el albornoz y subió a ver a su hermana.
Ester Kallis fue engendrada en un departamento de encierro psiquiátrico. La responsable de la sección P12 del Hospital Psiquiátrico de Umeå lo explica en una reunión de personal. Britta Kallis está embarazada de quince semanas.
Los otros jefes de sección despiertan de su ensimismamiento y sorben café. Es mejor tomarlo mientras esté bien caliente y así no se nota el sabor. Esto sí que va a ser un folletón interesante. Y, a Dios gracias, no es problema suyo.
Cuando la jefa de sección acaba de hablar, el jefe médico. Nils Gunnarsson, se coge la cabeza con las manos y arruga la boca en un gesto parecido al que hacen los hamsters.
– Vaya, vaya, vaya -dice pensativo.
«Como un pollo en el cascarón», piensa uno de los médicos del grupo con un repentino estremecimiento de ternura.
Éste sí que es un personaje. Con el pelo cano demasiado largo. Las enormes y anticuadas gafas son como gordos culos de botella y tiene la mala costumbre de tocarse los cristales con los dedos para ponerlas en su sitio cuando se le deslizan por la nariz. En una ocasión los empleados nuevos del hospital intentaron impedirle que saliera del departamento creyendo que era un paciente.
– ¿Quién es el padre?
– Britta dice que es Ajay Rani.
Hay un rápido intercambio de miradas. Britta tiene cuarenta y seis años aunque parece que tenga sesenta. Está así por lo que fuma desde que tenía doce años y la fuerte medicación que toma. Un cuerpo hinchado en el sofá delante de la tele pensando machaconamente siempre en lo mismo, una y otra vez. Con incontrolables movimientos de boca, con la lengua que se le sale y la mandíbula moviéndose de un lado a otro.
Ajay Rani tiene treinta y tantos. Sus muñecas son pequeñas y tiene los dientes blancos. Todavía se espera mucho de él. Va a rehabilitación y estudia sueco para extranjeros.
El jefe médico, Nils Gunnarsson, pregunta qué ha dicho Ajay sobre el asunto. La jefa de sección sacude la cabeza y sonríe lamentándose. No, claro que no. ¿Quién querría saber de ella? Britta tiene el último puesto en la escala más inferior entre los pacientes.
– Y ella ¿qué dice? ¿Quiere tener al niño?
– Ella dice que es un niño del amor.
El jefe médico evita un «Dios mío» y ojea el informe de Britta. Nadie dice nada durante un rato. Su pensamiento roza avergonzado las pastillas abortivas y la antigua esterilización forzosa.
– Tenemos que dejar de darle litio -ordena-. Intentaremos sacar adelante esa pequeña vida lo mejor que podamos.
«¿Quién sabe? -piensa-. Quizá Britta se arrepienta cuando se empiece a sentir peor y quiera sacarse al niño de encima. Sería lo mejor para todos los implicados.»
El jefe médico, Nils Gunnarsson, intenta cerrar el informe y acabar pero la jefa de la sección no deja que se vaya tan fácilmente. Llevada por la emoción advierte indignada:
– No pienso tener a Britta sin medicar en la sección sin más recursos. Se va a armar un buen circo allí arriba.
El jefe médico promete hacer todo lo que pueda.
La jefa de la sección aún no está satisfecha.
– Lo digo en serio, Nisse. No me responsabilizo de la sección si tengo que tenerla con unos pocos sedantes. Me voy.
El jefe médico, con la boca seca, siente en su interior que Britta es capaz de prender fuego a la sección y la jefa de allí sería su primera víctima.
Seis meses más tarde ingresan a Britta en camilla en la sección de partos. No deja de jurar y maldecir. Las comadronas, las asistentes sanitarias y la obstetra observan impresionadas. ¿Va a parir así? ¿Atada? ¿De pies y manos?
– Es que es la única forma -aclara el jefe médico, Nils Gunnarsson, mientras se pone debajo del labio una porción de tabaco picado.
Los de partos lo miran asombrados mientras él va de un lado a otro en la sala como una parodia de un padre de familia de los viejos tiempos, cuando el hombre no podía estar presente en el parto.
Dos cuidadores de la sección están dentro. Un chico y una chica, tranquilos y decididos, con camiseta de manga corta. Él lleva tatuajes en los brazos y ella un anillo en la ceja y una chincheta en la lengua. Esto no se lo dejan a cualquiera. Son los de partos quienes se han visto defenestrados de sus puestos.
Britta está fuera de sí. Durante el embarazo su situación ha ido empeorando paulatinamente, ya que le han retirado la medicación que pudiera afectar al feto. Vuelve a tener alucinaciones y también brotes agresivos.
Entre contracción y contracción mete toda la bulla que puede. Maldice como una posesa a Satanás, a sus peludos ángeles y a todos los que están presentes. Son todas unas putas, unas zorras y la puta que parió a Satanás… Luego busca el siguiente insulto. De vez en cuando se pierde hablando de forma incomprensible con seres que sólo ella puede ver.
Pero cuando le viene la siguiente contracción grita llena de pavor: «No, no», mientras el sudor le mana por todo el cuerpo. Entonces hasta los asistentes de su sección se preocupan. Uno intenta hablar con ella, «¡Britta! ¡Hola! ¿Me oyes?» Y el dolor aumenta. «¡Se va a morir, se va a morir!»
Se miran unos a otros. ¿Se muere? ¿Se puede morir así?
Entonces el dolor remite y vuelve la ira.
El jefe médico, Nils Gunnarsson, la escucha a través de la puerta. Está tan orgulloso de ella. De la manera en que se ayuda con su furia. Es todo lo que tiene en estos momentos. Su aliado contra el dolor, las alucinaciones, la enfermedad, el miedo. La tienen bien asida. La están ayudando a atravesar todo aquello y les grita que ellos tienen la culpa. El jodido médico y las putas zorras. Se da cuenta de que una de las zorras sonríe. Claro que sí. ¿De qué se ríe? ¿Ehhh? ¿Por qué no contesta, esa jodida tirana? Que conteste cuando se le pregunta, jodida hija de Satanás… Y la zorra se ve obligada a intentar responder algo como que realmente no sonreía y le responde que coja el mango de una escoba y que se lo meta en el… Un nuevo latigazo de dolor le interrumpe la frase.
Ahora empiezan las contracciones de verdad. La comadrona y la obstetra la animan: «Venga, Britta.» Y Britta responde que se vayan al infierno. Le gritan que todo va muy bien y Britta les escupe intentando alcanzar a alguien.
Al final sale la niña. La ponen bajo custodia de inmediato, según el párrafo 2 de la Ley de Atención al Menor, y la sacan de allí. El jefe médico indica que le den a Britta un calmante y un analgésico. Se ha portado bien, ha luchado durante el parto y la clínica también ha luchado durante todo su embarazo.
No parece tener claro qué es lo que ha ocurrido. Debe seguir tumbada y atada mientras la cosen. Inmediatamente se tranquiliza y se siente muy cansada.
En alguna otra parte, la comadrona mira a la recién nacida. Pobrecilla, pobre pequeña vida. Vaya forma de empezar. Están todos completamente agotados.
Se ve que su padre tiene que ser indio. Es que esos niños son mucho más bonitos que los suecos. La niña es absolutamente bella con esa piel morena, tanto pelo y los ojos oscuros y serios. Casi quieren llorar. Es como si lo entendiera todo.
A la siguiente semana, y aunque nadie piense en ello, los que estuvieron presentes en el parto sufren incidentes de uno u otro tipo. Britta ha enviado sus maldiciones contra ellos y allí han quedado, sobre sus cabezas. La mayoría quedaron en agua de borrajas pero algunas echaron raíces en sus vidas.
Una de las enfermeras tuvo una infección en una muela. La obstetra, dando marcha atrás con el coche, rompe una de las luces traseras. También le entran a robar en casa. Otra pierde la cartera. La novia del cuidador de los brazos tatuados muere en un incendio que se declara en el piso donde viven.
Así de fuerte es la capacidad de Britta. A pesar de que es un fragmento de lo que podría haber sido y a pesar de no tener conciencia de lo que hace. A pesar de todo ello, las palabras adquieren fuerza cuando ella se encuentra en una situación que la supera. Por el lado materno ha heredado diversas facultades, aparte de las normales, pero han pasado muchas generaciones sin que nadie fuera consciente de ellas.
La pequeña Ester Kallis también tiene facultades. Y Ester va a tener una madre de acogida de la que también va a heredar otros talentos.
Me llamo Ester Kallis. Tengo dos madres y ninguna.
En la que yo pienso como madre, se casó con mi padre en 1981. Como dote llevó al matrimonio 50 renos. La mayor parte eran hembras, así que probablemente al cabo de poco podrían vivir de la cría de renos. Sin embargo, mi padre siempre tuvo que trabajar en otras cosas. Unas veces conducía el coche de Correos, otras trabajaba en la compañía ferroviaria y otras hacía lo que saliera. Nunca estaba sin hacer nada.
Compraron la casa de la antigua estación de tren de Rensjön y mi madre puso allí su taller, en la antigua sala de espera. La casa estaba entre la carretera de Noruega y las vías. Las ventanas vibraban cada vez que pasaba un tren cargado de mineral.
En el taller hacía un frío tremendo. En invierno mi madre pintaba con guantes de esos que no llevan dedos y gorro. Aun así, ella disfrutaba de aquella luz quebradiza. Mi padre pintó toda la sala de color blanco. Fue antes de que yo llegara. Eran aquellos tiempos en que quería hacer cosas para ella.
En 1984 nació Antte. En realidad no necesitaban más. Hubiera sido suficiente con Antte. Sabía llevar una motonieve por una grieta en el hielo sin caerse dentro, sabía dominar a los perros, una mezcla de ternura y frialdad que hacía que se esforzaran en trabajar o correr veinte kilómetros para encontrar un reno que se había escapado. Nunca tenía frío y acompañaba a mi padre para trabajar con los renos. Tampoco insistía en quedarse en casa para jugar con el ordenador como hacían muchos de sus compañeros.
Mientras mi padre y Antte estaban en las montañas, mi madre pintaba. Eran encargos que le había hecho Mattarahkka: zorros, perdices, alces, renos y cerámica. No contestaba al teléfono y se olvidaba de comer.
Mi padre y Antte podían llegar a una casa fría como el hielo y no haber nada en la nevera. Naturalmente, que lo primero que tuvieran que hacer, cansados y sucios, fuera sentarse en el coche e ir hasta la ciudad a comprar no estaba bien. Ella para eso no servía. Por ejemplo, cuando Antte y yo íbamos a la escuela, se le decía con bastante tiempo de antelación: el jueves hacemos una excursión adonde sea. Tenemos que llevarnos la comida. Y ella, llegaba el día, y no preparaba nada. El jueves por la mañana, allí estaba rebuscando en la nevera mientras el taxi de la escuela esperaba. Así que nos llevábamos lo que había. Por ejemplo, bocadillos con rodajas de albóndiga de pescado. En la escuela, los otros niños hacían gestos de vomitar cuando nosotros sacábamos la comida. Antte pasaba vergüenza. Yo lo veía porque se le ponían las mejillas rojas, manchas carmesíes en su piel blanca casi como el zinc, y las orejas calientes a contraluz, en las que se le veían las venillas, pequeños árboles de color cadmio. A veces, ostensivamente, tiraba lo que ella le había preparado y se pasaba el día hambriento y enfadado. Yo me lo comía. En ese sentido, yo era como ella. No me importaba demasiado lo que me metía dentro. Tampoco me preocupaban los compañeros de clase y la mayoría me dejaba en paz. El peor era uno a quien le tenían manía. Se llamaba Bengt. No tenía amigos y era de los que me gritaba, me daba collejas y empezaba la gresca:
– ¿Sabes por qué eres tan tonta? ¿Lo sabes, Kallis? Porque tu madre estaba en el manicomio y tomaba un montón de medicamentos que te dañaron el cerebro. ¿Te enteras? Y uno de esos que cuecen curry se la metió. Uno que cuece curry.
Gritaba mirando de reojo a los otros chicos con sus acuosos ojos azules. Una mirada de perseguido, que se le veía todo el iris, acuarela de cobalto diluido. Pero ¿de qué le servía? Estaba en lo más bajo de la escala social del colegio, junto a mí, aunque daba más pena porque a él eso sí le preocupaba.
A mí no. Yo ya era como ella. Ella, a la que en lapón yo la llamo eatnážan, madrecita.
Completamente ocupada en lo que ven los ojos. Todo a mi alrededor, la gente que en realidad está viva y llena de sangre, los animales con sus pequeñas almas, todas las cosas y las plantas, las relaciones entre ellos, todo eso son líneas, colores, contrastes, composiciones. Todo está dentro del rectángulo. Pierden: saber, olor y una dimensión. Pero si soy lista, gano y lo veo. Incluso si me observo a mí misma.
Así era ella, siempre un paso por detrás para observar. En marcha. Más o menos ensimismada. Recuerdo algunas cenas. Mi padre fuera, en algún trabajo. Ella había preparado algo rápido. Durante la cena estaba completamente callada pero Antte y yo éramos niños y solíamos pelearnos cuando estábamos sentados a la mesa. Quizá alguna vez tirábamos un vaso de leche o algo así y entonces, de pronto, suspiraba profundamente. Como de tristeza, porque habíamos interrumpido sus pensamientos, por obligarla a regresar. Antte y yo nos quedábamos callados mirándola como si de pronto un muerto se empezara a mover, cuando limpiaba la leche, brusca y de mal humor. A veces no tenía ganas y llamaba a uno de los perros para que la lamiera.
Hacía todo lo que debía, limpiaba, cocinaba, lavaba la ropa pero sólo las manos se ocupaban del quehacer. La mente la tenía en alguna otra parte, muy lejos. A veces mi padre intentaba enfadarla.
– Esta sopa está demasiado salada -se quejaba, y apartaba el plato.
Pero ella no se ofendía. Era como si otra persona hubiera cocinado aquella incomestible comida.
– ¿Quieres que te haga un bocadillo? -le preguntaba.
Si él se quejaba de que la casa estaba revuelta, ella se ponía a recoger. Quizá fue mi padre quien decidió que me acogieran. A ella le dijo que necesitaban dinero. Quizá ella opinara lo mismo pero, ahora que lo pienso, creo que él inconscientemente creía que un recién nacido la obligaría a volver a este mundo. Como cuando Antte era pequeño. Entonces sí que estuvo presente. Quizá con otra criatura volvería a ser una auténtica esposa.
Él le quería abrir las puertas pero no sabía cómo y pensó que yo podía ser el puente que se la devolviera a él y a Antte, pero ocurrió lo contrario. Ella pintaba y yo, tumbada sobre el suelo del taller, dibujaba.
– Pero ¿a ti qué es lo que te pasa? ¡Sal fuera a respirar aire fresco! -me ordenaba mi padre y se iba dando un portazo.
Yo no entendía por qué estaba tan enfadado si yo no había hecho nada malo.
Ahora sí que entiendo su irritación. Ya entonces la entendía, pero me faltaban las palabras. Aunque la pintaba. En mi habitación, en la buhardilla de la casa de Mauri, tengo casi todas las pinturas y dibujos. Hay un pastiche de Elsa Beskow. Cuando lo hice ni siquiera sabía qué significa la palabra pastiche.
Representa una madre y una niña que recogen arándanos. Un poco apartado, entre unos nudosos abedules, hay un oso que las mira. Se ha levantado y la cabeza le cae un poco pesada y torpe. La mirada es difícil de entender. Si tapo la mitad de la cara del oso con la mano, tiene diferentes expresiones. Una mitad es de enfado, la otra de tristeza.
Dios mío, el oso se parece tanto a mi padre que tengo que reírme. También es igual que Antte. Es ahora cuando me doy cuenta.
Recuerdo a Antte en el quicio de la puerta del taller de mi madre. Tiene once años y yo siete. Mi madre está escogiendo cuadros. Va a colgar cinco en una galería de Umeå y le resulta difícil decidirse. Me pregunta lo que opino.
Pienso y señalo. Mi madre asiente con la cabeza y cavila.
– Creo que deberías escoger éstos -dice Antte, que asoma por la puerta.
Señala otros cuadros diferentes a los que yo he elegido y nos mira altivo y peleón, ahora a mi madre, ahora a mí.
Mi madre se decide por los que yo he señalado y allí se queda Antte, en el quicio de la puerta, con su cabeza de oso colgando.
Pobre Antte. Creía que mi madre iba a elegir entre él y yo y, en realidad, eligió el arte. Nunca se le ocurriría elegir algo peor sólo por contentarlo. Así de fácil. Y de difícil.
Lo mismo pasaba con mi padre. Y él, en el fondo, lo sabía. Se sentía solo en lo que se refería a la casa, los niños, la cama, los vecinos, los renos y los asuntos de los lapones.
Recuerdo una vez antes de empezar la escuela, cuando mi padre y Antte se fueron una mañana muy pronto, cómo la ayudé a buscar el anillo de bodas en la cama grande. Se lo quitaba por la noche cuando dormía.
Ahora ya no está, pero cuando el cuerpo dejó de obedecerle tuvo que ser lo peor.
Antes de eso, se quedaba en el taller trabajando hasta altas horas de la noche. Poco rentable teniendo en cuenta los pedidos que le hacía Mattarahkka y una tienda de Luleå, que vendía sus joyas de plata y animales de cerámica.
Yo intentaba hacerme invisible. Me quedaba sentada en la escalera que subía al primer piso, donde estaba la vivienda de dos dormitorios y una cocina, contemplando la antigua sala de espera. Nuestra casa estaba llena de olores. Viejos y nuevos. En invierno y con treinta grados bajo cero no se ventila. Huele a cerrado y a perros mojados. Huele a carne cocida y está el cortante olor a piel de reno vieja, ese que tiene cuando la grasa se ha puesto un poco acida. En el taller había muchas cosas de piel de reno de cuando ella era pequeña. Cunas pequeñas, zapatos de invierno, mochilas y pieles. Por la noche, con el silencio aparecía también el olor de la trementina y de las pinturas, o el olor del barro que utilizaba para la cerámica. Conocía la escalera palmo a palmo y bajaba escalón tras escalón sin que se oyera nada, evitando los trozos que pudieran crujir. Bajaba la manilla de la puerta del taller con sumo cuidado. Me quedaba sentada en el recibidor y la veía a ella a través de la rendija de la puerta. Yo observaba su mano, la manera en que se movía por la tela. Con movimientos circulares amplios, largos trazos con el pincel grueso. Las diferentes marcas con el cuchillo de pintor. El delicado baile del pincel de pelo de marta cuando, miope, se inclinaba hacia adelante añadiendo pequeños detalles, una hierba que sobresalía del manto de nieve, o una pestaña sobre el ojo de un reno.
No solía darse cuenta de mi presencia o aparentaba no notarlo. A veces decía:
– Hace mucho rato que deberías estar acostada.
Entonces le respondía que no podía dormir.
– Pues ven a tumbarte aquí -me ofrecía.
En la sala había un viejo sofá. Tenía la estructura de madera de pino y estaba tapizado con una tela rosa jaspeada y cubierto de mantas para protegerlo de los perros. Cogí una y me la puse encima.
Musta y Sampo movieron la cola a modo de saludo y yo metí las piernas entre ellos para que no se tuvieran que mover.
En una caja de cartón, en el rincón, estaban todos mis dibujos, hechos a carbón, rotulador y ceras.
Tenía muchas ganas de pintar al óleo pero era demasiado caro.
– Cuando empieces a trabajar los veranos y ganes tu propio dinero -decía mi madre.
Yo quería poner capa sobre capa. Mis ansias eran totalmente físicas. Cuando preparaba un bocadillo tardaba una eternidad. Untaba la mantequilla, me esforzaba para que quedara tan lisa como la nieve recién caída, o quedara a capas, como la nieve que trae el viento.
A veces intentaba pedírselo pero ella era inexorable.
Un día ella estaba pintando un paisaje blanco y le dije:
– ¿Puedo pintar algo ahí abajo, en la esquina? Lo puedes tapar luego. No se verá.
Se interesó.
– ¿Por qué quieres hacerlo?
– Será como un secreto. Tuyo, mío y del cuadro.
– No, se vería de todas formas, ya que el grueso del color sería diferente y que se formaría otra estructura justo ahí.
No me rendí.
– Pues mejor -le respondí-. Así, el que lo mire sentirá curiosidad.
Sonrió.
– Es una buena idea, lo admito. Quizá lo podríamos hacer de otra manera.
Me dio unos cuantos papeles en blanco.
– Pinta tus secretos -me ordenó-. Pégales encima un papel en blanco y luego pintas algo en él.
Hice como ella me había propuesto y todavía tengo aquel dibujo aquí, en la caja de cartón que hay en la habitación de la casa de mi hermano biológico.
Mauri. Está mirando mis dibujos y mis cuadros. Después de la muerte de Inna está como sin techo. Es propietario de toda Regla y aún más, pero eso no le ayuda mucho. Sube a estar aquí conmigo y a mirar mis dibujos. Sube a preguntarme un montón de cosas.
Yo hago como si no me importara y le explico. Hago pesas todo el rato. Si se me hace un nudo en la garganta, cambio de pesas o cambio de posición en el banco de entrenamiento.
Hice el dibujo como mi madre propuso. Nada especial, claro está, yo era una niña. Se ve un abedul en invierno y una montaña. Las vías del tren que serpentean a través del paisaje hacia Narvik. El dibujo está pegado a otro papel pero la esquina de abajo, a la derecha, está suelta y doblada hacia arriba. Enrollé la esquina del papel en un lápiz para que no se quedara pegado al dibujo de abajo. Quería que el observador sintiera ganas de intentar separar los papeles para poder ver el dibujo escondido. De éste se ve sólo el trozo de una patita de perro y la sombra de alguien o de algo. Yo sé que es una mujer con un perro a la que le da el sol por detrás.
Se puso muy contenta con el dibujo y se lo enseñó a mi padre y a Antte.
– ¡Qué ideas! -dijo toqueteando la esquina enrollada.
Yo tuve una sensación extraordinaria. Si yo hubiera sido una casa, el tejado se hubiera levantado.
Reunión en la jefatura de Kiruna. Eran las siete pero nadie parecía cansado ni poco predispuesto. Las pistas estaban aún calientes y ellos no se habían encallado.
Anna-Maria Mella resumió señalando las imágenes que estaban expuestas en la pared:
– Inna Wattrang. Cuarenta y cuatro años. Sube a la cabaña de Kallis Mining…
– … el jueves por la tarde, según SAS -añadió Fred Olsson-. Tomó un taxi hasta Abisko. Caro viaje. Hablé con el chaval que la llevó. Iba sola. Le pregunté si habían hablado, pero me dijo que fue callada todo el tiempo y parecía deprimida.
Tommy Rantakyrö levantó la mano.
– Conseguí ponerme en contacto con la mujer que suele limpiar la casa -informó-. Me explicó que siempre le dicen con tiempo si alguien va a ir a la cabaña. Entonces sube la calefacción antes de que lleguen y limpia cuando están allí. Nadie le había dicho nada. No sabía que alguien había estado en la casa.
– Parece que nadie sabía que iba a ir allí -continuó Anna-Maria-. El autor de los hechos la ha sujetado con cinta a una silla de la cocina y la ha torturado con descargas eléctricas. Ha llegado a una especie de estado de choque epiléptico, se ha mordido la lengua, ha tenido convulsiones…
Anna-Maria señaló las imágenes de las palmas de las manos que estaban incluidas en el informe de la autopsia. Se veía claramente el color rojo azulado de las marcas de las uñas.
– Pero -continuó- el motivo de la muerte parece ser una herida en el corazón con un objeto largo y afilado. Le ha atravesado el cuerpo. No es un cuchillo, dice Pohjanen, y además, y esto es lo extraño, no estaba sentada en la silla, sino tumbada en el suelo. Hay una marca en el suelo debajo del linóleo que encontró Tintin. Los del laboratorio dicen que la sangre de la marca del pinchazo es de Inna Wattrang.
– Quizá se volcara la silla -propuso Fred Olsson.
– Quizá. O alguien la soltó y la tumbó en el suelo.
– ¿Para tener relaciones sexuales? -preguntó Tommy Rantakyrö.
– Quizá. No hay semen en el cuerpo… pero aun así no podemos descartar el sexo, voluntario o involuntario. Después, el asesino la llevó hasta la cabaña de pesca.
– Y la cabaña estaba cerrada, ¿no? -quiso saber el inspector Fred Olsson.
Anna-Maria asintió con la cabeza.
– Pero no era una cerradura complicada -informó Sven-Erik-. Cualquiera de nuestros gamberros la hubiera podido abrir.
– Su bolso estaba en el lavabo del baño -continuó Anna-Maria-. Falta el móvil y el ordenador portátil porque tampoco están en Regla. Les pedimos a los compañeros de Strängnäs que lo comprobaran.
– Todo esto es muy raro -exclamó Tommy Rantakyrö.
Por un momento se quedaron todos en silencio. Tommy tenía razón. No podían ver el desarrollo de los hechos. En realidad, ¿qué había pasado en aquella casa?
– Bueno -explicó Anna-Maria-. Vamos a intentar mantener abiertas todas las posibilidades. Puede ser cualquier cosa. Un crimen por odio, sexo, un loco, chantaje, un secuestro que salió mal… Mauri Kallis y Diddi Wattrang no dicen lo que saben de ella, eso es seguro. Si se tratara de un secuestro, esta gente no es de la que involucra a la policía.
»Tampoco hemos encontrado ningún arma. Hemos buscado por toda la casa y Tintin también lo ha husmeado todo y no hay nada. De todas formas, quisiera una lista de las llamadas de su operador telefónico. Después sería estupendo conseguir su agenda pero seguro que está en el ordenador desaparecido y en el teléfono. Pero la Lista de llamadas, sí, gracias. ¿Te encargas tú, Tommy?
Tommy Rantakyrö asintió.
– Y ayer -continuó Anna-Maria-, los buzos encontraron esta gabardina debajo del hielo.
Señaló una imagen de la gabardina de popelina de color claro.
– ¿Realmente crees que es la gabardina del asesino? -preguntó Tommy Rantakyrö-. Es una gabardina de verano.
Anna-Maria Mella apretó los dedos contra su cabeza en señal de reflexión.
– ¡Naturalmente! -exclamó-. Es una gabardina para el verano. Y si es del asesino, éste venía del verano.
Los demás la miraban. ¿Qué quería decir?
– Aquí estamos en invierno -explicó Anna-Maria-. Pero en Escania y en el resto de Europa es primavera. Clima cálido y agradable. La prima de Robert y su marido estuvieron en París el fin de semana pasado. Y se sentaron en una terraza a tomar un café. Lo que quiero decir es: si venía del calor no era de aquí, sino de bastante lejos. De todas formas tuvo que venir en avión, ¿no? Y quizá alquiló un coche. Vale la pena comprobarlo. Sven-Erik y yo vamos al aeropuerto a ver si alguien recuerda a un hombre con una gabardina como ésa.
Mauri Kallis estaba de cuclillas en la habitación que Ester tenía en la buhardilla. Ojeaba sus pinturas y dibujos, que estaban en dos cajas de cartón de esas de mudanzas. Inna le había conseguido óleos, lienzos, caballete, pinceles, blocs de acuarelas. Todo top of de line.
– ¿Te falta alguna cosa? -le preguntó a la joven Ester que estaba allí minúscula con sus maletas.
– Pesas -respondió Ester-. Pesas y una barra.
Ahora Ester estaba tumbada de espaldas sobre un banco levantando pesas, mientras Mauri revolvía en las cajas de cartón.
«El día que vino yo tenía un miedo atroz», pensó.
Inna le había llamado para explicarle que ella, Ester y la tía de Ester estaban en camino. Mauri se paseó por su despacho, arriba y abajo, pensando en cómo se sintió en el entierro de su madre. Sus hermanas, que tanto le recordaban a ella. Y ahora se iba a arriesgar a encontrarse con su madre en cualquier momento. Iba a ser como la ruleta rusa cada vez que asomara la nariz por la puerta de su dormitorio.
– Estoy ocupado -le dijo a Inna-. Enséñale la propiedad. Te llamaré cuando podáis venir.
Al final se armó de valor y llamó.
Y todo él fue un suspiro de alivio cuando apareció por la puerta. Tenía aspecto de india. No había huella ninguna de su madre.
La tía se sintió obligada a explicarse:
– Gracias por hacerte cargo de ella. Hubiera deseado poder hacerlo yo pero…
Y Mauri, casi confundido, cogió a Ester de la muñeca.
– Naturalmente -dijo-, naturalmente.
Ester miraba a Mauri de reojo. Otra vez miraba sus dibujos. Si volviera a dibujar, se pintaría a sí misma en su cabeza, levantando pesas y encima a Mauri con las cajas de cartón en los brazos. Lo levantaba a él y a su curiosidad. Lo llevaba encima sin que se viera nada. Desplazaba el dolor al pectoral mayor, al tríceps de Bracchi. Levantaba, nueve…, diez…, once…, doce.
«Aun así, lo quiero tener aquí», pensó. «A mi lado debe tener un lugar donde descansar. Ésa es la idea.»
Cuando Mauri repasaba los dibujos de Ester, veía otra vida. Se preguntaba qué hubiera sido de él si hubiera ido a parar allí arriba cuando era bien pequeño. Una excursión a una vida alternativa.
Los motivos eran casi todos traídos de la casa de su infancia, la antigua estación de ferrocarril de Rensjön. Separó unos dibujos hechos a lápiz de su familia de acogida. La madre estaba haciendo tareas de casa u ocupada en la cerámica. Estaba el hermano que arreglaba la moto-nieve en verano, un montón de delicadas flores silvestres lo encuadraban a él y al vehículo, llevaba un mono azul de trabajo y una gorra con un logo. El padre arreglaba la valla de los renos al otro lado de la vía, cerca del lago, donde estaban los renos de carga. Y, por todas partes, en casi todos los dibujos, los musculosos perros lapones con su brillante pelo y sus rabos enrollados.
Ester se esforzaba en poner la barra de las pesas en su base porque tenía los brazos acabados. No le prestaba atención ninguna, casi parecía que se había olvidado de que él estaba allí. Resultaba agradable poder estar allí sentado un rato.
Volvió a hojear los bocetos de Nasti en la jaula.
– Me gusta este hámster -dijo él.
– Es un lemming -le corrigió Ester sin mirarlo.
Mauri observó al lemming. La ancha cabeza con los ojos negros como botones. Las pequeñas patas. Consciente o inconscientemente, Ester las había hecho muy humanas. Eran como pequeñas manos.
Nasti sentado en las patas de atrás y asido a la jaula con las de delante. La parte trasera de Nasti cuando se agacha sobre el cuenco de la comida. Nasti de espaldas sobre el serrín del suelo con las patas arriba. Frío y muerto. Como solía ocurrir en sus dibujos, había algo más aparte del motivo en sí. Una sombra. Un trozo de periódico fuera de la jaula.
Ester se puso boca abajo para hacer levantamiento de espaldas. Fue su padre quien llevó a casa a Nasti. Lo encontró en el lago. Mojado y casi muerto. Su padre se lo metió en el bolsillo y le salvó la vida. Vivió con ellos ocho meses. Uno aprende a querer a alguien en mucho menos tiempo.
«Entonces lloré -pensó Ester-, pero ella me enseñó para qué se pueden utilizar los dibujos.»
– Píntalo -le dice su madre.
Su padre y Antte aún no han llegado a casa. Me doy prisa en sacar papel y lápiz. Ya después de la primera línea se tranquiliza aquella sensación tan fuerte. La pena se apaga y se calla dentro del pecho. La mano utiliza el corazón y el sentimiento. El llanto deberá apartarse.
Cuando mi padre vuelve a casa lloro un poco más, por la oportunidad de llamar la atención. El dibujo de Nasti muerto ya está en el fondo de mi caja de cartón en el taller. Mi padre me consuela. Me puedo sentar en sus rodillas. Antte no se preocupa. Es demasiado mayor para sentir pena por un lemming.
– Sabes -dice su padre-. Son muy sensibles. No pueden hacer frente a todos los bacilos que hay por ahí. Lo pondremos en una caja de madera y lo enterraremos en verano.
Las semanas siguientes hago tres dibujos de la caja de madera. En el tejado hay un montón de nieve. La negra oscuridad se ve al otro lado de los cristales helados de las alargadas ventanas. Sólo mi madre y yo comprendemos que en realidad son dibujos de Nasti. Está allí en una caja.
– Deberías volver a pintar.
Ester cambia las pesas de la barra. Se mira las piernas.
Los muslos empiezan a verse un poco más gruesos. Quadriceps femoris. Tiene que comer más proteínas.
Mauri busca unos dibujos de la tía de Ester. La hermana de su madre de acogida. En uno de ellos estaba sentada junto a la mesa de la cocina mirando desanimada el teléfono. En otro estaba tumbada en el sofá de la cocina leyendo una novela con una expresión de satisfacción. En una mano aguanta un cuchillo típico de la zona de Mora, en el que tiene clavado un trozo de carne seca.
Está a punto de preguntarle a Ester si sabe algo de su tía, pero se abstiene. Aquella gente es demoníaca, tanto la tía como el padre.
Ester dobla las rodillas por debajo de la barra de pesas. Mira a Mauri. La pequeña arruga que se le forma en el entrecejo. No debería estar enfadado con su tía. ¿Adónde va a ir su tía cuando necesite irse de su casa? Al igual que Ester, ella tampoco tiene otro sitio adonde ir.
De vez en cuando mi tía aparece por Rensjön para vernos. Todo suele empezar con una conversación telefónica con mi madre.
Ha estado llamando toda la semana. Mi madre ha ido con el teléfono pegado a la oreja sujetándoselo con el hombro e intentando que le llegara el cable.
– Humm -dice al teléfono mientras intenta alcanzar algún plato sucio, el cubo de la basura o el cuenco de los perros. No se puede quedar quieta sentada y hablar, es imposible.
A veces dice:
– ¡Es un idiota!
Pero casi siempre está callada. Escucha durante un buen rato. Oigo que mi tía llora desconsolada al otro lado de la línea. A veces maldice.
Le voy a buscar a mi madre un alargo. Mi padre se irrita. Se siente invadido por esas conversaciones telefónicas sin fin. Cuando suena el teléfono, se levanta y abandona la cocina.
Así que un día mi madre dice:
– Va a venir Marit.
– Vaya, así que ya estamos otra vez -se resigna mi padre.
Se pone el mono para ir en motonieve y desaparece sin decirle a nadie adónde va y vuelve a casa mucho después de la cena. Mi madre le calienta la comida en el micro. Están callados. Si no fuera porque hace tanto frío en el resto de la casa, Antte y yo nos iríamos al taller o a la buhardilla, donde todo está desordenado. Allí, la ropa tendida se ha quedado tiesa por el frío y el hielo ha formado dibujos como helechos en los cristales de las ventanas.
Pero nos quedamos en la cocina. Mi madre friega los platos. Le veo la espalda y miro el reloj de pared. Al ñnal Antte se levanta y pone la radio. Después va a la sala de estar, enciende la tele y se pone a jugar a fútbol con el ordenador. Sin embargo, el silencio supera todos los sonidos. Mi padre fulmina el teléfono con la mirada.
De todas formas, yo me alegro. Mi tía es un pájaro bonito. Lleva un bolso lleno de cosméticos y perfume que puedo probar si lo hago con cuidado. Mi madre es diferente cuando mi tía está en casa. Se ríe a menudo de un montón de tonterías.
Si todavía pudiera dibujar, reharía todos los dibujos que he hecho de ella. Tendría el aspecto que ella deseaba tener. La cara de una niña pequeña, la boca más tierna. Menos trazos entre las cejas y alrededor de la nariz y de la boca. Y no haría caso de la red en forma de abanico de finas arrugas que van desde la parte exterior de los ojos hasta los pómulos. El delta de las lágrimas.
Viene en tren desde Estocolmo. Tarda una tarde, una noche y medio día.
Estoy en la sala de estar del piso de arriba, donde mis padres duermen por la noche en un sofá-cama. Antte duerme en el sofá de la cocina. Sólo yo tengo habitación propia. Un cuartucho con sitio para una cama y una silla. Hay una pequeña ventana que está tan alta que me tengo que subir a la silla para ver fuera. Allí estoy subida a veces y miro a los trabajadores del ferrocarril que llevan monos de trabajo de color amarillo y arreglan los cambios de vías. Yo tengo habitación propia porque soy una hija de acogida.
Pero ahora estoy en la sala de estar con la nariz apretada contra la ventana. Si cierro los ojos puedo ver a mi tía.
Estamos en mitad del invierno. Estocolmo es de color sepia y ocre en el papel de acuarela que se ha mojado con la lluvia. Hay unos troncos de árbol negros por el agua; delgadas líneas de tinta.
La veo en el tren. A veces fuma a escondidas en el lavabo. Si no, se sienta a mirar por la ventana. Casa tras casa. Bosque tras bosque. El alma con la sensación de volver a casa.
A veces mira el móvil. No hay cobertura. Igual él ha intentado llamarla. Se oye el sonido de aviso de los pasos a nivel, donde los coches esperan en fila.
Sólo tiene dinero para billete con asiento. Se pone el abrigo encima como si fuera una manta y se duerme vuelta hacia la ventana. Los radiadores eléctricos van a toda marcha. Huele a polvo quemado. Los pies y los delgados tobillos dentro de las medias de nylon salen por debajo del abrigo, descansan sobre el asiento de enfrente y le explican algo delicado y vulnerable. El tren se inclina, susurra y hace ruido. Es muy parecido a la vida antes del nacimiento.
Mi madre y yo la esperamos en el andén de Rensjön. Mi tía es la única que se apea. No han quitado la nieve. Caminamos con dificultad por encima. El atardecer tiene un color azul oscuro. Debajo de las maletas se pega una lámina de nieve.
Va demasiado pintada y la voz es demasiado alegre. Habla y anda a pasitos cortos sobre la profunda nieve. Con el abrigo de Estocolmo y aquellos zapatos se hiela de frío. Tampoco lleva gorro. Yo arrastro la maleta que deja una profunda huella en la nieve.
Mi tía se ríe contenta cuando ve la casa. En una de las alas, la nieve está a la altura de la ventana del piso de arriba. Mi madre le explica que hace quince días mi padre tuvo que salir por aquella ventana del piso de arriba, y que él y Antte tardaron cuatro horas en desenterrar la puerta.
Mi tía trae regalos. Un caro bloc de acuarela para mí con las páginas encuadernadas.
Mi madre me dice que no lo gaste todo de una vez y después reprende a mi tía: «Es demasiado caro.»
Al principio mi tía quiere comer lo que ella y mi madre comían cuando eran pequeñas. Mi madre hace reno ahumado, morcillas, tortitas de sangre y tiras de carne de alce y por la noche mi tía corta la carne seca en delgadas lonchas y come mientras habla. Y bebe vino y licor que ella ha traído como regalo.
Mi padre pone la calefacción en la sala de estar y por la noche se va allí a ver la televisión. Mi madre y mi tía se quedan en la cocina a hablar. Ésta suele llorar pero, en mi familia, esas cosas hacemos como si no las viéramos.
– Siempre estás de un lado a otro -le dice mi padre cuando entra en la cocina a llenar el vaso de whisky de mi tía-. Igual deberías comprarte una caravana.
Mi tía no hace ningún gesto pero puedo notar que los iris de sus ojos se convierten en dos agujas.
– No sé elegir a los hombres -responde con una voz engañosa y suave-. Yo creo que es herencia por parte de madre.
Por la noche pone a cargar el móvil. Apenas se atreve a salir a dar una vuelta porque entonces el teléfono se enfría y la batería deja de funcionar.
Una noche suena el teléfono y es el cabrón con pintas. Mi tía habla bajito en la cocina. Mucho rato. Mi madre nos dice que vayamos a jugar. Jugamos casi dos horas en la oscuridad. Hacemos una cueva en un montón de nieve. Los perros también cavan como locos.
Cuando podemos entrar, mi tía ya ha acabado de hablar. Escucho mientras me quito el mono de invierno y las botas.
– No lo entiendo -reconoce mi madre-. Que puedas aceptarlo de nuevo. Sólo necesita chascar los dedos. Vaya desperdicio de energía el tuyo.
– Desperdicio de energía -repite mi tía-. ¿Qué es más importante que esforzarse en intentar encontrar un poco de amor antes de que la vida haya pasado de largo?
«Eso es lo que es difícil -piensa Ester poniendo más pesas en la barra-. Cuando Mauri sube a mi buhardilla y mira los dibujos. Ahora que he empezado a pensar en mi tía vuelven los otros recuerdos también. Primero recuerdas algo inofensivo pero detrás se hace sitio lo difícil.»
Lo difícil: mi tía y yo vamos por la carretera de Noruega camino del hospital de Kiruna. Está oscuro y hay nieve. Mi tía se coge fuerte al volante. Tiene carnet de conducir pero no está acostumbrada.
El final está cerca. Y pensar que no recuerdo dónde están Antte y mi padre.
– ¿Te acuerdas de la mosca? -me pregunta la tía en el coche.
No le contesto. Nos encontramos de frente con un camión. Mi tía frena justo antes de chocar. Es lo último que se debe hacer, eso hasta yo lo sé porque es fácil que resbales y entonces te hacen puré. Pero tiene miedo y hace las cosas mal. Yo no tengo miedo, por lo menos no de eso.
No recuerdo la mosca, pero mi tía me lo ha contado otra vez antes.
Tengo dos años. Estoy sentada en las rodillas de mi tía junto a la mesa de la cocina. El periódico NSD está abierto ante nosotras. Hay la foto de una mosca. Yo intento sacar la mosca de la página del periódico.
Mi madre se ríe de mí.
– Eso no se puede hacer -me dice.
– No la enseñes a que no puede -responde mi tía de mal humor.
Mi tía es un poco débil en ese sentido, por parte de madre. La parte que puede parar la sangre y ver cosas. Seguramente está un poco enojada con mi madre porque sospecha que su hermana tiene más de aquella parte de lo que aparenta. No quiere que mi madre me enseñe a tapar lo que pasa. Desde que yo era una recién nacida me miraba a los ojos y le decía a mi madre: «¿Lo ves? Es áhkku, como la abuela.»
Una vez mi padre lo oyó.
– Cabezas de chorlito -les dijo a las dos-. Si ni siquiera es pariente nuestra. No tiene nada que ver con vuestra abuela.
– No entiendo qué pasa -me dijo mi tía como haciendo broma y hablándome sólo a mí aunque yo era un bebé, así que lo decía para que lo oyera mi padre-. Ése se cree que sólo se es pariente si se tiene algo biológico en común.
Yo intento coger la mosca de la foto del periódico y de pronto, puedo. Zumba por encima de nuestras cabezas, choca contra las gafas de leer de mi tía, baja al suelo revoloteando y allí se arrastra de un lado a otro, despega pesadamente y aterriza sobre mi mano.
Y yo grito. De forma loca y desgarradora. Mi tía intenta tranquilizarme, pero es imposible. Mi madre espanta la mosca para que se vaya por la ventana y se muere de frío inmediatamente. En la imagen sigue estando la mosca pero mi tía mete el periódico en el fuego de la cocina de leña y se destruye con un crepitar.
– Seguramente era una mosca de invierno que se ha despertado -me explica mi madre eligiendo ser realista.
Mi tía no dice nada. Ahora en el coche, catorce años más tarde, me pregunta:
– ¿Por qué chillaste de aquella manera? Creíamos que no te podríamos calmar nunca más.
Yo le digo que no lo recuerdo. Y es verdad. Pero eso no significa que no lo sepa. Sé exactamente por qué grité. La sensación es la misma que cuando sucedió y me ha ocurrido más veces en la vida.
Te conviertes en uno más del resto aunque, a la vez, te vas separando. La sensación de la disolución. Como cuando un viento baja por una depresión de terreno y aparta la niebla. Es horrible. Especialmente cuando se es pequeña y no se sabe que es pasajero.
Puedo saber que está en camino. Es como si perdiera la sensibilidad debajo de los pies, como mil agujas. Después es como un cojín de aire entre los pies y el suelo. Estás más unido a tu cuerpo de lo que parece y es desagradable separarte de él.
Le podría decir a mi tía: «Imagínate que de pronto desapareciera la ley de la gravedad.» Pero no quiero hablar de eso.
Sé por qué mi tía me recuerda lo de la mosca allí en el coche. Es su manera de decir que soy pariente de mi madre. Que llevo a la abuela de ellas dentro de mí.
En realidad, nadie lo quiere saber. Tampoco mi tía.
Tengo tres años. Vuelvo a estar sentada en las rodillas de mi tía junto a la mesa de la cocina. Mi tía y mi padre hace casi dos semanas que están molestos el uno con el otro y mi padre se ha ido con Antte a las montañas. Pero este día ha sonado el teléfono. Mi tía ha reservado el billete que la llevará a casa y ha hecho la maleta. Me enseña unas fotos. Este hombre tiene un gran barco de vela. Me enseña una foto del barco.
– Está en el mar Mediterráneo -me explica.
Van a ir navegando hasta las Islas Canarias.
– Lo recuerdo -respondo-. Tú estás sentada aquí llorando.
Señalo la proa del barco.
Mi tía se echa a reír. Eso no lo quiere oír. En estos momentos rechaza que Ester pueda ver cosas.
– Eso no lo puedes recordar, bonita. No he puesto nunca un pie en un barco de vela. Ésta será la primera vez.
Mi madre me advierte con la mirada. No quieren saberlo, significa. Que se puede recordar hacia adelante y hacia atrás. El tiempo va hacia los dos lados.
«Mauri tampoco quiere saber», pensó Ester poniéndose la barra de las pesas sobre los hombros. Está en peligro pero es absurdo intentar explicárselo.
– Me podrías pintar a mí -sugirió sonriendo.
«Es verdad -pensó Ester-. Lo podría pintar. Es la única imagen que tengo dentro de mí. Las demás se han acabado. Pero él no quiere verlo. Ha estado dentro de mí desde la primera vez que lo vi.»
Inna nos recibe a mi tía y a mí en la puerta de Regla. Le da un abrazo a mi tía como si fueran hermanas. Mi tía se relaja. Supongo que siente aflojarse los remordimientos de conciencia que siente por mí.
Yo me siento de lo más violenta por estar allí. Una carga para cada uno de ellos. No puedo pintar, no me puedo mantener, no tengo otro lugar adonde ir. Y, dado que no quiero estar allí, desaparezco todo el tiempo. Pero da lo mismo. Cuando mis pies pasan sobre dos alfombras, camino de Inna, yo soy dos tejedores, un hombre con la lengua todo el tiempo en el hueco que hay en la fila de los dientes, y un joven. Rozo el panel de madera de una pared, soy un ebanista al que le duele la cadera en la que se apoya para cepillar la madera. Todas esas manos que han moldeado, tejido, cosido, tallado. Me canso tanto que no puedo tenerme en pie. Me obligo a alargar mi mano hacia Inna. Y la veo. Tiene trece años y apoya la mejilla contra la de su padre. Todos dicen que lo tiene a su merced pero tiene los ojos muy sedientos.
Inna nos enseña la casa. Apenas se pueden contar las habitaciones que hay. Mi tía mira a su alrededor impresionada. Todos aquellos antiguos muebles de madera brillante con las patas torneadas. Las macetas en el suelo con motivos chinos de color azul.
– Vaya sitio -me dice en un susurro.
Lo único que a mi tía no le gusta son los perros de la mujer de Mauri, que se pasean libremente por todas partes y se suben a los muebles. Es cuando se tiene que contener para no cogerlos del pescuezo y echarlos fuera.
No le contesto. Quiere que me sienta contenta de haber ido allí. Pero yo no conozco a aquella gente. No es mi familia. He sido transportada.
De pronto suena el teléfono de Inna. Cuando cuelga dice que ya puedo ir a ver a mi hermano.
Entramos en su sala, que es una combinación de dormitorio y despacho. Va vestido con traje, aunque está en su propia casa.
Mi tía le estrecha la mano y le agradece que se hagan cargo de mí.
Y él me sonríe. Y dice «naturalmente». Dos veces lo dice y me mira a los ojos.
Yo tengo que mirar hacia abajo de lo contenta que estoy. Y pienso que él es mi hermano y que tengo un lugar junto a él.
Me coge de la muñeca y entonces…
El suelo desaparece. La gruesa alfombra ondea como una serpiente de mar para deshacerse de mí. Me pica debajo de los pies. Necesitaría algo a lo que agarrarme, un pesado mueble, pero ya estoy junto al techo.
Los cristales de las ventanas caen en la habitación como una tremenda lluvia. Un viento negro absorbe las cortinas hacia dentro y les destroza los flecos.
Me he perdido a mí misma.
La habitación casi se oscurece del todo y se encoge. Es otro dormitorio desde hace mucho tiempo. Un dormitorio que está dentro de Mauri. Un hombre gordo está tumbado encima de una mujer en una cama. El colchón no tiene tela, es simplemente amarillo, sucio, de espuma. Su espalda es ancha y está sudada como una gran piedra lisa junto al borde del agua.
Después entiendo que la mujer es mi madre y la de Mauri. La otra. La que me parió. Pero esto es de mucho antes de que yo existiera.
Mauri es pequeño, dos o tres años. Se cuelga del cuello del hombre encima de su espalda y grita «Mamá, mamá». Ninguno de los dos se preocupa de él más que si fuera un mosquito.
Es mi retrato de Mauri.
Una pequeña espalda pálida, como una gamba, encima de una espalda como una roca, allí, en la habitación oscura y cerrada.
Después me suelta la mano y vuelvo.
Y entonces sé que debo llevarlo a cuestas. Ninguno de los dos tiene un lugar en Regla y nos queda poco tiempo.
Ester hizo una arremetida con la barra de pesas por encima de los hombros. Dio un pesado paso hacia adelante.
Mauri le sonrió y lo intentó de nuevo:
– Te puedo pagar. Hay mucho dinero para los artistas de retratos. El ego de la industria y el comercio es grande como los zeppelines.
– No te gustaría -respondió simplemente.
Lo miró de reojo. Vio que intentaba elegir no sentirse herido. Pero ¿qué es lo que le podía decir?
De todos modos, ya no soportaba que siguiera rebuscando entre sus dibujos. Dobló las rodillas debajo de la barra de pesas y él desapareció por la escalera.
– Claro que me acuerdo de un cliente con una gabardina de ésas.
Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke estaban en el aeropuerto de Kiruna hablando con un chico del alquiler de coches. Tenía unos veinte años y mascaba chicle de forma intensiva mientras buscaba en el archivo de su memoria. Tenía bastante acné en las mejillas y en el cuello. Anna-Maria intentaba no mirar un grano maduro, como una larva blanca saliendo de un cráter lunar de bordes rojos. Le puso delante su teléfono móvil. Tenía cámara y le enseñaba la imagen de la gabardina que los buzos habían encontrado debajo del hielo del lago Torneträsk.
– Recuerdo que pensé que iba a pasar frío.
Se echó a reír.
– ¡Extranjeros!
Anna-Maria y Sven-Erik se quedaron callados. Esperaban sin preguntar. Era mejor que recordara libremente sin ser dirigido. Anna-Maria asintió con la cabeza animándolo y anotó en su memoria: «Extranjero.»
– No pudo ser la semana pasada porque estuve en casa con la gripe. Espera un momento…
Hizo algo con el ordenador y volvió después con un formulario cumplimentado.
– Aquí está el contrato.
«Es increíble -pensó Anna-Maria-. Lo vamos a detener.»
Casi no se podía contener hasta que pudo ver el nombre.
Sven-Erik se puso los guantes y pidió el formulario.
– Extranjero -dijo Anna-Maria-. ¿Qué idioma hablaba?
– Inglés. Sólo sé ése así que…
– ¿Algún acento?
– No y sí.
Cambió el chicle de lugar y se lo puso entre los dientes de delante; la mitad le salía de la boca con lo que la velocidad al masticar iba cambiando. Anna-Maria se puso a pensar en una máquina de coser que va clavándose en un trozo de tela blanco.
– En realidad, británico. Aunque no ese inglés esnob, más… como de working class. Bueno -dijo asintiendo con un gesto de aprobación consigo mismo-. Sí, porque no estaba muy de acuerdo con la larga gabardina y los zapatos. A mí me pareció que parecía un poco ajado aunque estaba muy moreno.
– Nos quedamos con el contrato -le informó Sven-Erik-. Te quedas una copia pero, por favor, no hables de esto con los periodistas. Y queremos todos los datos que tengas en el ordenador, cómo pagó, bueno, lo que haya.
– Y necesitamos el coche -añadió Anna-Maria-. Si está alquilado haz que lo traigan y le das al cliente otro.
– Es por Inna Wattrang, ¿verdad?
– Cuando devolvió el coche, ¿llevaba la gabardina puesta? -preguntó Anna-Maria.
– No lo sé. Creo que dejó la llave en el buzón.
Puso en marcha el ordenador.
– Sí, probablemente cogió el avión del viernes por la noche. O quizá el que sale pronto el sábado.
«En ese caso quizás alguna azafata lo haya visto sin gabardina», pensó Anna-Maria.
– Damos el aviso del hombre del contrato -le dijo Anna-Maria a Sven-Erik cuando estaban de nuevo sentados en el coche-. John McNamara. Que nos ayude la Interpol en los contactos con los británicos. Después, el laboratorio puede ver si la sangre de la gabardina es de Inna Wattrang y si pueden hacer una prueba de ADN con ella…
– No es del todo seguro porque ha estado en el agua.
– En ese caso que haga la prueba el laboratorio Rudbeck de Uppsala. Tiene que poderse relacionar a ese hombre con la gabardina. No es suficiente con que haya alquilado un coche cuando ella fue asesinada.
– Si no se encuentra nada en el coche…
– Los de la Científica tendrán que revisarlo.
Se volvió hacia Sven-Erik y sonrió abiertamente. Él apretó los pies contra el suelo del coche en una búsqueda instintiva del freno. Quería que mirara la carretera cuando conducía.
– Joder, qué deprisa hemos trabajado -le dijo Anna-Maria apretando el acelerador de lo contenta que estaba-. Y lo hemos hecho solitos, sin los de la Criminal Nacional. De cojones.
Rebecka cenó por la noche en casa de Sivving. Estaban en la sala de la caldera. Rebecka, junto a la mesita de formica, veía a Sivving preparar la cena en el pequeño hornillo eléctrico. Ponía rodajas de masa de pescado en una cazuela de aluminio y las calentaba con cuidado con un poco de leche. En una olla al lado cocía patatas variedad almendra. Sobre la mesa había bollitos de pan seco en una cesta hecha de finas láminas de madera y un paquete de margarina salada marca Bregott. El aroma de la comida se mezclaba con el olor de los calcetines de lana recién lavados que estaban tendidos en una cuerda.
– Vaya fiesta -exclamó Rebecka-. ¿O qué dices tú, Bella?
– Ni se te ocurra -le dijo Sivving de forma apagada a su hembra vorsteh, a la que le había ordenado que se quedara tumbada en su sitio al lado de la cama de él.
De los lados de la boca le caían dos hilillos de saliva. Sus ojos marrones testificaban un hambre al borde de la muerte.
– Después te daré mis restos -le prometió Rebecka.
– No hables con ella. Lo interpreta como que tiene permiso para salir de su sitio.
Rebecka sonrió. Miraba la espalda de Sivving. Era un ser fantástico. El pelo, que no lo tenía ralo aunque blanco como la seda y algo más fino que antes, le salía de la cabeza como una esponjosa cola de zorro. Llevaba unos pantalones del economato militar, metidos en unos gruesos calcetines de lana. Maj-Lis tenía que haber tejido una gran cantidad de ellos antes de morir. Y sobre la imponente barriga, llevaba una camisa de firanela. Encima se había puesto un delantal de Maj-Lis, y como no le alcanzaba a abrochárselo detrás, se había metido las cintas en los bolsillos traseros del pantalón para mantenerlo sujeto.
La parte de arriba de la casa, Sivving la había decorado toda con motivos navideños. En cada ventana había puesto una lámpara en forma de estrella, en la ventana de la cocina otra estrella de cartón color naranja que había conseguido en el supermercado ICA, y en la sala de estar una estrella hecha de paja en trabajos manuales. Había sacado los duendes navideños, candelabros de adviento y los mantelitos bordados de Maj-Lis. Dentro de poco, todo volvería a las cajas de cartón que subía a la buhardilla. Los manteles no hacía falta lavarlos, ya que no comía nunca sobre ellos. En la parte de arriba de la casa nada se ensuciaba.
Abajo, en la sala de la caldera donde se había trasladado a vivir, todo seguía igual. Nada de mantelitos y nada de duendecillos sobre la cómoda.
«Me gusta esto -pensó Rebecka-. Que todo sea igual. Las mismas cazuelas y los mismos platos en el estante de la pared. Todo tiene una función. La colcha no deja pasar los pelos del perro a las sábanas cuando Bella se sube encima a escondidas. La alfombra de trapo porque el suelo está frío, no como adorno.» Se dio cuenta de que se había acostumbrado. Ya no pensaba que era raro que Sivving se hubiera trasladado a vivir al sótano.
– Vaya historia lo de Inna Wattrang -comentó Siv-ving-. Todos los día sale en primera página.
Antes de que Rebecka tuviera tiempo de contestar, sonó su teléfono. El número empezaba por el 08 de Estocolmo. En pantalla vio que era del bufete de abogados.
«Måns», pensó Rebecka y se inquietó tanto que se puso de pie de golpe.
Bella aprovechó la ocasión para levantarse también. En medio segundo estaba delante de la cocina.
– Vete de aquí -la riñó Sivving.
Y a Rebecka le dijo:
– Dentro de cinco minutos están listas las patatas.
– Un minuto -le respondió Rebecka y salió hacia las escaleras. Cuando cerraba la puerta del sótano, oyó la voz de Siwing que ordenaba: «Vete a tu cama.»
No era Måns, era Maria Taube.
Maria Taube todavía trabajaba para Måns. En otra vida ella y Rebecka habían sido compañeras.
– ¿Qué tal? -preguntó Rebecka.
– Una catástrofe. Vamos a subir hasta Riksgränsen a esquiar con el bufete. ¿Oyes lo que digo? ¿Qué ideas son ésas? ¿Qué tiene de malo ir a un sitio donde haga calor a tomar el sol y beber copas con sombrilla? ¡Estoy en baja forma! Bueno, por lo menos mi hermana me deja el equipo de esquiar pero parezco una salchicha de las más gordas. Y eso que en Navidad pensé que pasadas las fiestas haría dieta y que podría adelgazar medio kilo a la semana. Como de todas formas después iba a hacer régimen y me quedaría delgadísima, pues en Navidad me puse las botas. De golpe estábamos en Año Nuevo y enero llegó y pasó en un suspiro y pensé empezar a adelgazar en febrero y si bajo un kilo a la semana…
Rebecka se echó a reír.
– …y ahora sólo quedan cuatro días -continuó Maria Taube-. ¿Qué crees? ¿Puedo adelgazar tres kilos?
– Los boxeadores suelen pasar un buen rato en la sauna.
– Humm, gracias por la idea. De verdad. «Muere en la sauna. Le dio tiempo de llamar al Libro de Récords Guiness.» Y tú ¿qué haces?
– ¿En estos momentos o en el trabajo?
– En estos momentos y en el trabajo.
– En estos momentos voy a cenar en casa de mi vecino y en el trabajo estoy estudiando un poco la empresa Kallis Mining para la policía.
– ¿Inna Wattrang?
– Sí.
Rebecka cogió aire.
– Por cierto -dijo-. Måns me envió un e-mail para decirme que subiera hasta Riksgränsen a tomar una copa cuando estéis vosotros.
– Oh, me encantaría. Por favor, ven a vernos.
– Humm.
«¿Y qué le digo ahora? -pensó Rebecka-. ¿Le pregunto si cree que le gusto?»
– ¿Cómo está el jefe?
– Seguro que bien, me imagino. La semana pasada tuvieron una importante negociación en el caso de una compañía eléctrica. Y le fue bien, así que ahora está bastante humano. Antes de eso estaba… pues que pasábamos por delante de su puerta rezando para que no nos viera.
– Y los demás, ¿qué tal?
– No sé. Aquí no pasa nada. Bueno, sí, Sonja Berg se prometió el sábado pasado con un viajante de comercio.
Sonja Berg era la secretaria más antigua de Meijer & Ditzinger. Estaba separada y tenía dos hijos. La empresa había tenido la alegría de ver que el pasado año la cortejaba un hombre con un coche tan bonito y un reloj tan caro como los socios del bufete. El pretendiente era representante de calendarios y papel. Sonja se refería a él como su «viajante de cositas».
– ¡Ohhh!, explica, explica -le pidió Rebecka expectante.
– ¿Qué te puedo decir? Cuando le pidió la mano fueron a cenar al Grands Franska y la piedra del anillo, bueno, para que me entiendas, era tan grande como para llevar el brazo en cabestrillo. ¿Subirás hasta Riksgränsen?
– A lo mejor.
Maria Taube era buena persona. Sabía que no era por ella, sino por Rebecka. Desde que salió del hospital, se habían visto dos veces. Fue cuando Rebecka se sentía deprimida y vendió su piso. Maria la invitó a cenar a su casa.
– Prepararé algo sencillo -le dijo-. Y si no te apetece ver a gente o a mí, ya sabes, si sientes que te quieres quedar en casa fumando hasta que te quemes por dentro, me llamas y lo dejamos correr. Lo que tú quieras.
Rebecka se echó a reír.
– Estás loca, no puedes hacerme esas bromas, porque estoy al límite. ¿Lo entiendes? Tienes que ser extra buena, extra buena y extra dulce conmigo.
Cenaron juntas, y la noche anterior al viaje de Rebecka a Kiruna estuvieron en el Sturehof tomando unas copas.
– ¿No vas a subir al bufete a despedirte?
Rebecka negó con la cabeza. Con Maria Taube iba bien, todo iba bien con ella siempre, pero era completamente imposible exponerse ante todo el bufete de abogados. Y, tal y como se encontraba, tampoco quería ver a Måns. La cicatriz que le iba desde la nariz al labio aún se veía mucho. Roja y brillante. El labio superior había quedado un poco subido, así que parecía que llevara debajo una porción de tabaco picado o que tuviera el labio un poco leporino. Quizá la volvieran a operar, todavía no estaba decidido. Además, se le había caído un montón de pelo.
– Prométeme que mantendremos el contacto -le había pedido Maria Taube cogiéndole las dos manos.
Y lo habían mantenido. Maria Taube a veces la llamaba. Rebecka se ponía contenta pero ella nunca le devolvía la llamada. Parecía que así funcionaban bien. Maria no dejaba de llamar porque le tocara hacerlo a Rebecka.
Acabó la conversación telefónica con Maria Taube y bajó corriendo a la sala de la caldera. Sivving acababa de poner la comida en la mesa.
Comieron y dejaron que la comida les acallara la boca.
Pensó en Måns Wenngren. Cómo sonaba su risa. Las caderas tan estrechas que tenía. Los rizos de su oscuro pelo. Lo azules que eran sus ojos.
Si ella hubiera sido una tía buena y no fuera incapaz para las relaciones además de estar loca, se lo habría llevado a su casa hacía tiempo.
«No elegiría ningún otro», pensó.
Quería ir hasta Riksgränsen y verlo. Pero ¿qué se iba a poner? Tenía el armario lleno de bonitos vestidos y trajes para ir al trabajo pero ahora necesitaba algo diferente. Tejanos, estaba claro. Tenía que comprarse unos nuevos y alguna otra cosilla. Además, tenía que cortarse el pelo.
Seguía pensando en ello cuando se acostó por la noche.
«No debe parecer que me he esforzado en ponerme guapa -pensó-. Pero tiene que ser algo bonito. Quiero que le guste lo que vea.»