LUNES

17 de Marzo 2005

Rebecka Martinsson se encontró con Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke en la sala de reuniones de la jefatura de policía, a las siete y media de la mañana del lunes.

– ¿Qué tal? -saludó Anna-Maria Mella-. ¿Pudiste ver la tele ayer noche?

– No -respondió Rebecka-. ¿Y tú?

– Qué va. Me quedé dormida -se excusó Anna-Maria.

De hecho ella y Robert habían hecho algo completamente distinto delante del televisor pero eso no era de la incumbencia de nadie.

– Igual que yo -mintió Rebecka también.

Se quedó despierta repasando el grupo Kallis Mining y a Inna Wattrang hasta las dos y media de la madrugada. Cuando sonó el despertador del móvil a las seis, sintió el conocido y ligero malestar que le entraba cuando dormía poco.

Daba igual. Lo cierto era que no le importaba. Un poco de falta de sueño tampoco era para tanto. Para hoy tenía estipulado un plan de trabajo. Primero el repaso con los dos policías y luego un juicio de faltas. Le gustaba tener mucho que hacer.

– Mauri Kallis empezó con las manos vacías -informó Rebecka-. Es el sueño americano aunque en sueco. Es decir, real. Nació en 1964 en Kiruna. ¿En qué año naciste tú?

– En el 62 -respondió Anna-Maria-. Pero él tuvo que ir a otro instituto. Y en bachiller no conoces a nadie que sea más joven.

– Retención forzosa cuando era pequeño -continuó Rebecka-. Hogar de acogida, denuncia por un delito que cometió cuando tenía 12 años, así que no lo podían procesar. Pero ahí hubo un cambio. La asistente social lo convenció para que estudiara. Empezó Empresariales en Estocolmo en 1984 y se puso a jugar a la Bolsa ya mientras estudiaba. Fue en aquellos años cuando conoció a Inna Wattrang y a su hermano Diddi. Éste y Mauri iban a la misma clase. Mauri Kallis trabajó un tiempo en una agencia de Bolsa, Optionsmäklarna, después de acabar los estudios. Durante esos dos años creció su cartera de valores, compró H &M pronto y vendió Fermenta antes de la caída. Siempre iba un paso por delante. Después se fue dé la agencia y se dedicó a su propio negocio por entero. Eran proyectos de máximo riesgo. Primero materias primas y después cada vez más dedicado a la compraventa de concesiones, tanto de petróleo como del sector minero.

– ¿Concesiones? -preguntó Anna-Maria.

– Se compra el permiso para perforar en algún lugar con recursos naturales, petróleo, gas o mineral. Quizá encuentran algo y en lugar de poner en marcha la extracción, venden la concesión de hacerlo.

– Se puede ganar mucho pero también perder mucho -cuestionó Sven-Erik.

– Sí, claro, se puede perder todo. Es decir, tienes que tener una personalidad de jugador si te vas a dedicar a esas cosas. Y a veces ha estado bajo mínimos. Pero Inna y Diddi Wattrang ya trabajaban para él en aquel entonces. Parece que fueron ellos los que consiguieron financiación para los distintos proyectos.

– Se trata de conseguir que alguien invierta -dijo Anna-Maria.

– Exacto, los bancos no dan crédito para eso. De lo que se trata es de encontrar inversores que acepten el riesgo. Y, por lo que parece, los hermanos Wattrang eran buenos encontrándolos.

Rebecka continuó:

– Pero durante los últimos tres años han mantenido las concesiones en la empresa y, además, han comprado más minas y han empezado a extraer. Toda la prensa sueca escribe sobre los valores del sector minero como el gran salto. Yo no estoy de acuerdo. Creo que es un salto mayor pasar de la especulación y de las concesiones a la minería directa, la parte industrial…

– Quizá es que quiera tomárselo con más tranquilidad -propuso Anna-Maria-. No correr tanto riesgo.

– No lo creo -replicó Rebecka-. No ha elegido explotar minas en zonas fáciles. Indonesia, por ejemplo. O Uganda. Hace un tiempo los medios de comunicación estaban en contra, en principio, de todas las empresas mineras que tuvieran intereses en países en vías de desarrollo.

– ¿Por…?

– ¡Por todo lo que te puedas imaginar! Porque los países pobres no se atreven a hacer leyes a favor del medio ambiente que puedan espantar a los inversores extranjeros. Así que envenenan las aguas y la gente enferma de cáncer, de otras enfermedades incurables y cosas por el estilo. Porque las empresas en esos países colaboran con regímenes corruptos o quizá haya guerras civiles y ellos utilizan a los militares contra la propia población.

– ¿Había algo de eso? -se interesó Sven-Erik, que tenía una animadversión policial interna contra los medios de comunicación.

– Seguro. Algunas compañías del grupo Kallis han acabado en las listas negras de organizaciones como Greenpeace y Human Rights Watch. Desde hace unos años, Mauri Kallis era un paria y no tenía negocios en Suecia. No había inversor que se arriesgara a que lo relacionaran con él. Pero hace un año aquello cambió por completo y aparecía en la portada de la revista Business Week. El artículo era sobre el sector minero. Y poco después hicieron un gran reportaje sobre él en el periódico Dagens Nyheter.

– ¿Cómo es que hubo tal cambio? -preguntó Anna-Maria-. ¿Era mejor persona?

– No lo creo. Seguro que… Bueno, hay demasiadas empresas con intereses en esos países que suelen hacer lo mismo. Y si todos son sinvergüenzas, al final no hay sinvergüenzas. Además, uno también acaba cansándose del tema. De pronto se encuentran con que también tienen que escribir sobre el increíblemente próspero y emprendedor empresario.

– Más o menos como en las series de televisión -comentó Anna-Maria-. Primero es alguien especial que a todo el mundo le encanta odiar y los periódicos explican cómo Olinda hace que todos sus contrincantes lloren. «Odio-shock-ataque», ponen en los titulares de la prensa. Después, es como si se cansaran de odiarla y, de pronto, se convierte en Madonna, que ya no es una impresentable, sólo es una girl-power o algo así.

– Además, también es agradecido escribir sobre sus éxitos porque es como un cuento -continuó Rebecka-. Ha conseguido su riqueza de la nada, empezando de la peor manera que uno se pueda imaginar, y ahora es propietario de una heredad en Södermanland y está casado con una mujer de la nobleza, Ebba von Uhr. Bueno, ya no es noble desde que se casó con Mauri Kallis.

– Vaya -exclamó Anna-Maria-. El gen noble sólo es dominante por la parte del hombre. ¿Hijos?

– Dos, diez y doce años.

Anna-Maria se despejó de pronto.

– Vamos a controlar el registro de automóviles -dijo-. Quiero saber qué coche conduce. O qué coches.

– Esto no es un juego -le dijo Sven-Erik determinado y volviéndose hacia Rebecka-. Aquello de la explotación de minas… ¿qué quieres decir con que es diferente explotar las minas que andar con concesiones y hacer prospecciones?

– La explotación de una mina conlleva otras muchas cosas. Tienes que tener en cuenta la ley de responsabilidad medioambiental, derecho empresarial, derecho laboral, derecho administrativo, derecho fiscal…

– De acuerdo -admitió Anna-Maria al tiempo que levantaba la mano para impedir que continuara.

– En según qué países se encuentra uno con problemas porque el sistema no es flexible, o simplemente no funciona como en el mundo occidental. Problemas con los sindicatos, con los contratistas, problemas para conseguir los permisos de las autoridades, uno tiene problemas en gestionar la corrupción si no se tienen los contactos necesarios…

– ¿Permisos para qué?

– Para todo. Permiso para la explotación, permiso para contaminar las aguas, para hacer carreteras, de obras… todo, todo, todo. Tienes que crear unas organizaciones completamente distintas y tú eres el responsable como empresario. Te conviertes en… ¿cómo te lo diría?, te conviertes en parte de la sociedad del país donde vas a iniciar la actividad. Y también tienes que crear una sociedad en torno a tu mina. A menudo no hay nada antes. Un desierto de piedras en alguna parte o una jungla. Y después se crea una pequeña ciudad alrededor de la mina con niños que deben ir al colegio. Es interesante que de pronto se convirtiera en esa clase de empresario…

– ¿Qué hacía Inna Wattrang en la empresa? -preguntó Anna-Maria.

– Estaba empleada por la empresa madre, Kallis Mining, pero trabajaba para todo el grupo. Estaba en el consejo de administración de varias empresas del grupo. Era abogada y también había estudiado Economía de Empresas, pero a mí me parece que trabajaba con cuestiones jurídicas del grupo. En la empresa madre tienen empleado a un abogado canadiense con más de treinta años de experiencia en el ramo de la minería y del petróleo que les ayuda con esas cosas.

– Era abogada pero ¿no la conoces de antes?

– No, qué va. Ella era mayor que yo y cada año empiezan varios cientos. Además, estudió en Estocolmo y yo en Uppsala.

– Así que, exactamente, ¿de qué trabajaba? -preguntó Anna-Maria.

– Información sobre la empresa y con la financiación.

– Y como tal ¿qué se hace?

– De acuerdo. Supongamos que Mauri Kallis encuentra una zona donde se pueden comprar concesiones, es decir, derechos de prospección en busca de oro, diamantes o cualquier otra cosa. Las perforaciones de prueba pueden ser muy costosas. Dado que eso de perforar en busca de mineral es un proyecto de alto riesgo, se puede tener mucho dinero un día y poco al siguiente. Quizá él no podía conseguir capital cuando lo necesitaba y, como os decía, en principio no hay ningún banco del mundo que esté dispuesto a dejar dinero para ese tipo de actividad. Así que necesitaba financiación. Gente o empresas inversoras que quisieran comprar parte del proyecto. A veces es necesario hacer viajes promocionales para intentar vender las ideas y es entonces cuando hay que tener buena reputación en el sector. Ella lo ayudaba a construir esa buena reputación y goodwill. Además, por lo visto, también era eficiente en temas de financiación. Su hermano Diddi Wattrang también trabaja con la financiación. Mauri Kallis se dedica más a la actividad básica: husmear los proyectos interesantes, negociar y firmar acuerdos. Últimamente, también se dedicaba a la parte industrial, es decir, la explotación de minas.

– Me pregunto qué tipo de persona es -dijo Anna-Maria sintiéndose de pronto un poco nerviosa, ya que iba a conocerlo al cabo de unas pocas horas.

«Vale ya -se dijo a sí misma-. No es más que una persona.»

– Hay una entrevista en Internet que te he bajado. Mírala -le propuso Rebecka-. Es buena. Inna Wattrang también sale. No he encontrado mucha información sobre ella. No es famosa en el mundo de los negocios, como lo es Kallis.


Es un programa de una hora. Una entrevista de septiembre de 2004. Malou von Sivers se encuentra con Mauri Kallis. Malou von Sivers se puede sentir satisfecha. Se la entrevista a ella antes del programa y recalca lo contenta que está. Es parte del marketing. Se explica que TV4 ha vendido el programa a no menos de doce medios extranjeros. Son muchos los que han querido entrevistar a Mauri Kallis pero él se ha negado desde 1995.

A Malou le preguntan ¿cómo es que a ella la aceptó para que lo entrevistara? Por muchos motivos, cree. De una parte se sintió obligado a hacer una entrevista, ya que el hecho de que cada vez fuera más conocido lo exigía. Y aunque se trabaje con el principio de «Actuar sin ser visto», alguna vez se tiene que aparecer. Si no, parece que le tenga uno miedo a las luces. Además, quiso que fuera una entrevista sueca. Como algo solidario hacia su país de origen.

Y Malou von Sivers demuestra respeto a sus entrevistados, eso ha tenido importancia.

– Sé que piensa que voy bien preparada y soy seria -dice sin rodeos.

La periodista que la entrevista se siente un poco provocada por esa seguridad y le pregunta a Malou si cree que el hecho de que sea mujer ha tenido algo que ver. Quizá haya sido una elección táctica. Una forma de introducir una valoración afable en el goodwill de la empresa. El sector de la minería es conocido por ser dominado por los hombres y un poco… qué quieres que te diga… un poco duro de alguna manera. En ese momento Malou von Sivers se queda callada un momento. Tampoco sonríe.

– O quizá sea porque soy muy buena -dice finalmente.


Cuando empieza el programa Malou von Sivers, Inna Wattrang y el hermano de ésta, Jacob «Diddi» Wattrang, están en una sala de estar en la Heredad de Regla, propiedad de la familia Kallis desde hace trece años.

Mauri Kallis llegará tarde a la entrevista. El Beech B200 de la empresa no ha podido despegar a tiempo desde Amsterdam. Malou von Sivers ha decidido empezar la entrevista con los hermanos. Será una buena dinámica para el programa.

Los hermanos están sentados cómodamente cada uno en un sofá, echados hacia atrás. Los dos con camisa blanca arremangada y luciendo grandes relojes de caballero. Se parecen mucho con esa nariz marcada que les nace entre los ojos y su rubia cabellera estilo paje. También se mueven igual y tienen el mismo aire distraído al apartarse el pelo de la cara.


Rebecka los observó y pensó que había una señal, delicada pero clara y perceptiblemente sensual, en aquella forma de apartarse el pelo, en los dedos que acompañaban el mechón hasta donde terminaba. Al volver a poner la mano en la rodilla o en el reposabrazos del sillón, las puntas de los dedos rozaban rápidamente la barbilla o la boca.

Anna-Maria observó los mismos movimientos y pensó: «Joder, lo que se tocan la cara, igual que los drogadictos.»

– ¿Queréis que os vaya a buscar café antes de irme? -preguntó Rebecka.

Sven-Erik Stålnacke y Anna-Maria Mella asintieron con la cabeza. Tenían la mirada fija en la pantalla del ordenador.

«Una debería tener esas expresiones corporales -pensó Rebecka camino de la máquina de café-. Ése es mi defecto. No emito ninguna señal sensual.»

Después no tuvo más remedio que sonreír. Si hiciera aquellas cosas ante Måns Wenngren, éste creería que se estaba tocando los granos de la cara.


Las manos de Malou von Sivers no van de un lado a otro. Es una profesional. El flequillo ladeado y teñido de color cobre está bien colocado y se mantiene en su sitio con ayuda de la laca que lleva puesta.

Malou von Sivers: ¿También vivís en las casas de la Heredad?

Diddi Wattrang (se ríe): ¡Oh, qué horror! Suena como una comuna o algo así.

Inna Wattrang (se ríe también y pone una mano encima de la de Malou): Te puedes venir a vivir tú también y ser de mi grupo de cocina.

Malou von Sivers: Hablando en serio. ¿No resulta pesado a veces? Trabajar juntos y vivir juntos.

Diddi Wattrang: En realidad no estamos tan juntos. La propiedad es bastante grande. Mi familia y yo disponemos de la vieja vivienda de un capataz. Ni siquiera se puede ver desde aquí.

Inna Wattrang: Y yo vivo en la antigua lavandería.

Malou von Sivers: Contadme. ¿Cómo conocisteis a Mauri Kallis?

Diddi Wattrang: Mauri y yo estudiamos Empresariales juntos en los años ochenta. Mauri formaba parte del pequeño grupo de estudiantes que había empezado a especular con acciones y se quedaba detrás de un monitor en las puertas del bar en cuanto empezaba la sesión en la Bolsa.

Inna Wattrang: En aquellos tiempos era bastante raro negociar con valores. No como ahora.

Diddi Wattrang: Y Mauri era muy bueno.

Inna Wattrang (se inclina hacia adelante y sonríe quisquillosa): Y Diddi logró introducirse hablando…

Diddi Wattrang (le da un empujoncillo a su hermana): «¡Introducirse hablando!» Éramos amigos.

Inna WATTRANg (haciéndose la seria): ¡Se hicieron amigos!

Diddi Wattrang: Yo invertí cierto capital…

Malou von Sivers: ¿Te hiciste rico?

Se hizo un silencio de apenas medio segundo.

«Anda -pensó Anna-Maria intentando tomar el café demasiado caliente que les había dejado Rebecka-. Por lo visto no se habla de dinero. Seguramente es vulgar.»

Diddi Wattrang: A nivel de estudiantes, claro que sí. Ya entonces tenía olfato para eso. Entró en Hennes & Mauritz en 1984, acertó las alzas de Skånska, Sandvik, SEE… Casi siempre lo hacía en el momento oportuno. A finales de los ochenta se negociaba mucho con los valores llamados sustanciosos y era un diablo en focalizar lo siguiente que iba a subir de valor. Los inmuebles se hicieron importantes cuando estábamos en el ecuador de los estudios. Recuerdo cuando Anders Wall vino a la escuela y en una conferencia nos aconsejó comprar pisos en edificios de propiedad cooperativa en el centro de Estocolmo. Ya entonces Mauri se había ido de la residencia de estudiantes, pagó un traspaso por un piso de alquiler y consiguió que toda la propiedad se transformara en cooperativa. Él tenía un piso de un dormitorio donde vivía, y dos apartamentos de un solo ambiente que alquiló. Vivía de esas rentas.

Malou von Sivers: La prensa lo llamaba the wiz-kid, el esqueje del diente de león, un genio de las finanzas nacido de la nada…

Inna Wattrang: Y así sigue aún. Mucho antes de que China se pusiera en marcha, él proyectó lo de explotar olivino en Groenlandia. Después, tanto los de LKAB como China se pusieron de rodillas mendigando poder comprar los yacimientos.

Malou von Sivers: Explícalo para los que no sabemos tanto sobre el tema.

Inna Wattrang: Para hacer acero del hierro se necesita olivino. Él lo vio antes que nadie y también vio que iba a haber un increíble desarrollo del mercado del acero cuando China empezara a producir.

Diddi Wattrang: Estaba seguro de lo de China. Mucho antes que nadie.


Es febrero de 1985. Diddi Wattrang cursa el primer año de Empresariales. No sirve para los estudios pero la presión de su casa ha sido dura, tanto en él como en sus profesores. Su madre ha invitado a las señoras de la zona a un concierto de verano que tiene lugar cada año a principios de agosto. Al aire libre, naturalmente, y no se deja entrar a cualquiera en la casa. Para los invitados es, sin embargo, uno de los momentos más importantes del año y se paga con gusto lo que cuesta la entrada. El dinero siempre se dedica al mantenimiento de la parte histórica de la finca, casi un acto benéfico ya que siempre hay un tejado que cambiar o unas paredes que revocar. Y en la tertulia que le sigue, su madre aprovecha para decirle al profesor de francés de Diddi de forma exigente: «En la familia consideramos que tiene talento para los estudios.» El padre se tutea con el director, además de ser compañeros de estudios, y éste sabe que de lo que se trata es de dar y recibir. Es agradable ser amigo de un barón pero, claro, no es gratuito.

Diddi ha sacado el bachiller a trompicones, copiando y haciendo algunas trampas. Siempre hay gente inteligente pero desgraciada que cambia la ayuda con las redacciones y en los exámenes por un poco de atención. Un win-win deal.

De todas formas, Diddi tiene un don. Le resulta especialmente fácil caer bien a la gente. Cuando habla con alguien, inclina la cabeza hacia un lado para apartarse el rubio flequillo de los ojos. Parece sincero cuando demuestra que está a gusto con todo el mundo, especialmente con la persona con la que está hablando en ese momento. Ríe tanto con la boca como con los ojos y se mete delicadamente en el corazón de la gente.

Ahora es Mauri Kallis quien se siente elegido y cómodo. Es miércoles por la tarde y están en el bar de la escuela. Es como si hiciera tiempo que son amigos. Diddi ignora a una joven rubia y bonita que está sentada con sus amigos un poco más allá, que se ríe algo alto y que mira hacia donde están ellos. Saluda a un montón de gente que se acerca para hablar pero no más que eso. Esa tarde no es su tarde.

Mauri bebe un poco de más, como se hace al principio, cuando se está nervioso. Diddi le sigue los pasos pero lo aguanta mejor. Se turnan en invitar. Diddi tiene un poco de coca en el bolsillo. Por si se presenta la ocasión. Espera a ver.

La verdad es que este tío es bastante interesante. Diddi le explica ciertas fases de su infancia. La presión de su padre en lo que se refiere a los estudios. El ataque de ira y las humillantes palabras cuando le iba mal un examen. Reconoce sin reparos y con una carcajada que desgraciadamente es un rubio tonto y que allí no tiene nada que hacer.

Aunque después defiende a su padre. Él también tiene su carga. Educado en la vieja escuela, en el umbral haciendo una reverencia con la cabeza a su padre, el abuelo de Diddi, antes de que le dieran permiso para entrar. Nada de sentarlo en las rodillas para hacerle carantoñas.

Tras esta revelación en confianza, convence y pregunta. Y observa a Mauri, el joven esbelto con grandes pantalones de franela, zapatos baratos, camisa bien planchada pero de algodón tan delgado que se le transparenta el pelo del pecho. Mauri, el que lleva los libros de clase en una bolsa de plástico de un super. No invierte el dinero en cosas, eso es seguro.

Y Mauri habla de sí mismo. Que cometió un delito cuando tenía doce años y que lo pescaron. Le explica lo de la asistente social que lo hizo mejorar y que lo animó a que empezara a estudiar.

– ¿Era guapa? -pregunta Diddi.

Mauri miente y responde que sí. No sabe por qué. Tiene que hacer reír a Diddi.

– Realmente eres una caja de sorpresas -le dice-. No tienes aspecto de criminal.

Y Mauri, que dice medias verdades y que selecciona lo que explica, no dice nada de que era un grupo de chicos mayores, un hermano del hogar de acogida y sus compañeros, que lo enviaron a él y a otros críos a los que no podían juzgar como adultos a hacer el trabajo sucio.

– ¿Qué aspecto tiene un criminal? -pregunta.

Diddi parece un poco impresionado.

– Y ahora eres una estrella de la escuela -responde.

– Un aprobado justo en Contabilidad Empresarial -se justifica Mauri.

– Es porque lees libros sobre la Bolsa en lugar de estudiar. Lo sabe todo el mundo.

Mauri no responde. Intenta llamar la atención del camarero para pedir otras dos cervezas. Se siente como un enano ignorado que intenta hacerse ver tras la barra. Mientras tanto, Diddi aprovecha para sonreír hacia la rubia y la mira a los ojos. Una pequeña inversión para el futuro.

Acaban en el Grodan. Se meten en el abarrotado bar y pagan el triple por una cerveza.

– Tengo un poco de dinero -dice Diddi-. Deberías invertirlo por mí. En serio. Estoy dispuesto a correr el riesgo.

A Diddi no le da tiempo a entender lo que ve en Mauri. En medio segundo es como si se pusiera tenso, se conectara a la parte sobria de su cerebro, hiciera inventario, analizara y tomara una decisión. Después Diddi aprenderá que Mauri nunca pierde el discernimiento. El miedo lo mantiene despierto. Pero se le pasa rápido. Mauri se encoge de hombros un poco borracho.

– Claro que sí. Yo cobro el 25 % y en cuanto me canse, te haces cargo tú o vendes, lo que prefieras.

– ¡Veinticinco! -Diddi se queda un poco atónito-. ¡Eso es usura! ¿Cuánto se quedan los bancos?

– Pues vete a un Banco. Tienen buenos agentes de Bolsa.

Pero Diddi lo acepta.

Y se echan a reír. Como si, en realidad, todo fuera una broma.


Al editar el programa han cortado cuando Mauri Kallis entra en la entrevista. En la imagen, abajo en la esquina derecha, se ve la mano de Malou von Sivers haciendo un gesto rotatorio «continúa filmando» a la persona detrás de la cámara. Mauri Kallis es delgado y bajo, como un escolar serio. El traje le sienta perfectamente. Le brillan los zapatos. La camisa blanca está hecha a medida, es de fuerte algodón de la mejor calidad; cualquier otra cosa se transparentaría.

Le pide disculpas por la tardanza a Malou von Sivers, se estrechan la mano, se vuelve hacia Inna Wattrang y la besa en la mejilla. Ella le sonríe y dice: ¡Amo! Diddi Wattrang y Mauri Kallis se estrechan la mano. Como por arte de magia alguien trae una silla y ahora están sentados los tres con Malou von Sivers delante de la cámara.

Malou von Sivers empieza suave. Las preguntas difíciles las guarda para la parte final de la entrevista. Quiere que Mauri Kallis se sienta a gusto y si la cosa va mal es mejor que sea al final, cuando ya estén casi listos.

Coge un ejemplar de la revista Businness Week de la primavera de 2004 con Mauri en la portada y en el centro de la sección de Economía del periódico nacional Dagens Nyheter. El título del artículo del Dagens es «El chico de los bolsillos de oro».

Inna mira la prensa y piensa que fue un milagro que escribieran aquellos artículos. Mauri se negaba a hacer entrevistas, finalmente consiguió que le hicieran fotografías. El fotógrafo de Business Week eligió un primer plano de Mauri cuando éste miraba hacia el suelo. Al ayudante del fotógrafo se le cayó un bolígrafo que se fue rodando. Mauri lo siguió con la mirada. El fotógrafo hizo muchas fotos. Mauri parece ensimismado. Casi como rezando.

Malou von Sivers: De niño problemático hasta aquí (hace un gesto con la cabeza que abarca la Heredad Regla, el éxito empresarial, bella esposa, todo a la vez). Tu imagen se parece mucho a la de un cuento. ¿Qué sientes?

Mauri mira las fotos y hace esfuerzos para rechazar la sensación de asco hacia sí mismo que le provocan.

Es propiedad de todos. Lo utilizan como prueba para que su ideología sea la acertada. La industria y el comercio suecos lo invitan como conferenciante. Lo señalan y dicen: «Mirad. Cualquiera puede tener éxito si quiere.» Göran Persson, el presidente de la nación, lo ha nombrado recientemente en televisión. Era en un debate sobre la criminalidad juvenil, ya que fue una asistente social la que hizo que Mauri volviera al buen camino. El sistema funciona. Continúa el estado del bienestar. Los débiles tienen una oportunidad.

Mauri se siente asqueado. Desearía que dejaran de utilizarlo, de manosearlo.

No deja que se note nada. Su voz es todo el tiempo tranquila y amable. Quizá un poco monótona. Pero no está allí porque tenga una personalidad carismática. Eso es cosa de Diddi y de Inna.

Mauri Kallis: No me siento… como un personaje de cuento.

Silencio.

Malou von Sivers (lo intenta de nuevo): En la prensa extranjera se te ha llamado «El milagro sueco» y se te ha comparado con Ingvar Kamprad, el fundador de IKEA.

Mauris Kallis: Los dos tenemos la nariz en medio de la cara…

Malou von Sivers: Pero algo hay de verdad en ello. Los dos empezasteis con las manos vacías. Conseguisteis levantar una empresa internacional en un país como Suecia, que se considera es… bueno, difícil para nuevos empresarios.

Mauri Kallis: Y es difícil para nuevos empresarios. Las leyes fiscales favorecen el dinero viejo pero hubo una posibilidad de conseguir hacerse con un capital entre los años ochenta y noventa y la aproveché.

Malou von Sivers: Explícanos. Uno de tus viejos compañeros de estudios de Empresariales dijo en una entrevista que sentías animadversión a consumir tu préstamo de estudios. «Comerlo y cagarlo.»

Mauri Kallis: Es una expresión grosera y no quisiera utilizar ese lenguaje aquí. Pero claro que sí, así era. Nunca había tenido tanto dinero junto antes. Y seguro que había algo de empresario dentro de mí. El dinero tiene que trabajar, hay que invertirlo. (Deja que le aflore una corta sonrisa.) Era un auténtico forofo de la Bolsa. Iba por ahí con copias de los indicadores de las inversiones en el maletín.

Diddi Wattrang: Leía el periódico económico Ajärsvärlden.

Mauri Kallis: En aquellos tiempos era incisivo.

Malou von Siyers: ¿Y después?

Mauri Kallis: Bueno, después…


El pasillo de la residencia de estudiantes de Mauri da acceso a ocho habitaciones cuyos inquilinos comparten cocina y dos duchas. Una vez por semana viene una señora de la limpieza y, aun así, nadie va por el suelo de la cocina en calcetines. Se notan las migas y la suciedad a través de ellos, por todas partes hay restos pegajosos que nadie limpia sino que se evaporan hasta secarse. Las sillas y la mesa son de pino amarillento. Macizas y pesadas. De esas con las que, por algún motivo, siempre te tropiezas. Te salen morados en los muslos y te das con los dedos de los pies.

En las habitaciones viven varias chicas que se relacionan entre sí y van a fiestas a las que nunca te invitan. Anders, que vive enfrente de Mauri, lleva unas gafas modernas y estudia derecho. Se le ve alguna vez en la cocina pero casi siempre está en casa de su novia. Håkan es alto y es de Kramfors. Mattias es grande y gordo. Y él, Mauri, es una hormiga delgada y pequeña. Vaya grupo. Ninguno va a las fiestas. Y tampoco es buena idea montar alguna porque ¿a quién iban a invitar? Por la noche se quedan sentados delante de la tele en la habitación de Håkan y miran películas porno con una almohada sobre las rodillas, como críos.

Por lo menos así ha sido hasta ahora. Pero Mauri se ha convertido en un especialista en Bolsa, sí, y por lo menos es algo, aunque eso no quiere decir que se relacione con los otros alumnos de la Escuela a los que también les interesa la Bolsa.

Se ha convertido en un inversor empedernido. No va a las clases y se queda despierto por la noche hasta que se le secan los ojos leyendo la prensa económica, como Dagens Industri, en lugar de estudiar.

Es fiebre y enamoramiento y ese subidón cuando se han hecho las cosas bien.

El primer negocio. Recuerda lo que sintió, no lo olvidará nunca. Seguro que es como con la primera chica. Compró 500 acciones de Cura Nova antes de la fusión con Artemis. Y subió la cotización. Primero ese salto, después un camino siempre hacia arriba cuando los otros inversores picaron y compraron. Iban muy por detrás de él y empezó a pensar en vender. No dijo nada de cuánto había ganado, a nadie. Se salió. Se quedó debajo de un farol con la cara levantada hacia la nieve que caía. Lo sabía. Lo sentía. Seré rico. Esto es lo mío.

Y como bonificación se ha hecho amigo de Diddi. Éste, que es de los que se quedan debajo del monitor a la entrada de la escuela, mira las cotizaciones y habla un poco de todo, a veces se sienta al lado de Mauri en las conferencias.

De vez en cuando salen de fiesta. Mauri se queda con el 25 % de las ganancias de Diddi, porque él no trabaja gratis.

Tampoco es tonto. Sabe que es el dinero lo que le da el billete de entrada al Otro Mundo.

«¿Y qué?», se dice a sí mismo. Para él el dinero es el billete. Otros tienen la cara, otros el encanto y otros su bonito apellido. Un billete se tiene que tener pero todos se pueden perder. De lo que se trata es de mantener el que se ha conseguido.

Hay normas no escritas. Por ejemplo: Diddi es quien se pone en contacto con Mauri. Diddi lo llama y le pregunta si quiere salir. Al revés no. A Mauri no se le ocurriría nunca tomarse la libertad de llamar a Diddi y preguntarle.

Así que Mauri espera a que Diddi lo llame. Hay voces en su interior que le dicen que Diddi sale con otra gente y que Mauri no tiene acceso a esa gente. Gente guapa. Fiestas chulas. Diddi llama a Mauri cuando no tiene otra cosa que hacer. A Mauri le ronda en el interior algo parecido a la envidia. A veces piensa que va a dejar de especular para Diddi. Al momento siguiente se excusa ganando dinero para Diddi. Se aprovechan el uno del otro.

Intenta estudiar y cuando ya no tiene ganas de hacerlo o de negociar con acciones, juega a cartas con Håkan y con Mattias. Piensa que Diddi lo llamará. Sale corriendo hacia la habitación cuando suena el teléfono pero casi siempre es el de la habitación de al lado, donde viven las chicas.

Cuando Diddi lo llama, Mauri responde que sí. Siempre piensa que la próxima vez le dirá que no. Aparentará estar ocupado.

Otra norma: Diddi elige la compañía. Está absolutamente descartado que Mauri lleve a alguien. Håkan o Mattias, por ejemplo. Tampoco él querría hacerlo. Entre ellos no hay amistad, solidaridad ni nada de nada. Ellos están de más, eso es lo único que tienen en común. Aunque ya no.

Mauri y Diddi se emborrachan y se ponen espesos. De golpe se despejan con la cocaína. Mauri puede despertarse por la mañana y no saber cómo ni cuándo se fue a casa. En los bolsillos lleva post-its y entradas, sellos en las manos, que le indican por dónde ha transcurrido el viaje. Del bar a un café, después a un club y luego a una fiesta con unas chicas.

Puede follar con las amigas de las chicas más guapas que son menos guapas. Y está bien; qué pasa, es mucho más que lo que tienen Håkan o Mattias.

Pasan seis meses. Mauri sabe que Diddi tiene una hermana pero no la ha visto nunca.


Nadie sabe encogerse de hombros como lo hace Diddi. Suspenden un examen, los dos. Mauri vuelca la ira hacia dentro, que le araña y le corroe. Una voz le dice que no sirve para nada, que es un farolero, que dentro de poco resbalará hasta el borde y caerá en el mundo al que realmente pertenece.

Diddi dice «joder», pero después vuelca el fracaso hacia fuera, es el vigilante de los exámenes, el examinador, el chico que estaba sentado delante y que hacía… es por culpa de todos menos de él. Y no se lamenta más que un corto segundo. Después vuelve a sentir el desenfado de siempre.

Mauri tarda en darse cuenta de que Diddi no es rico. Siempre ha creído que los chicos de clase alta, especialmente los nobles, tienen dinero. Pero no es así. Cuando Diddi empieza a relacionarse con Mauri, se mantiene con casi nada, la parte de subsidio del préstamo de estudios. Vive en un piso del selecto barrio de Östermalm, pero es de algún pariente. Las camisas son del armario de su padre y que al padre le vienen pequeñas desde hace tiempo. Las lleva medio desabrochadas encima de una camiseta de manga corta. Tiene un par de tejanos y un par de zapatos. En invierno pasa frío, pero siempre va guapo. Quizá cuando pasa frío es cuando está más guapo. Cuando, levanta los hombros con los brazos apretados contra el cuerpo. Uno tiene que aguantarse las ganas de abrazarlo.

Mauri no sabe de dónde ha sacado Diddi el dinero para empezar a jugar en Bolsa. Se dice a sí mismo que no es problema suyo. Después, cuando Mauri se da cuenta de que Diddi puede ir al baño del bar borracho y tambaleante y volver, al cabo de muy poco, fresco como una rosa, se empieza a preguntar de dónde saca el dinero para aquellas costumbres. Tiene una vaga idea. Una vez, cuando estaban por ahí, un hombre de edad se les acercó y empezó a hablar. Él no había dicho aún «hola» cuando Diddi ya se había levantado y simplemente desapareció. Mauri sintió en su interior que estaba completamente prohibido preguntar quién era aquel hombre.

A Diddi le gusta el dinero. A lo largo de toda su vida ha visto dinero, se ha relacionado con gente que tiene dinero, pero nunca lo ha tenido. Su hambre ha crecido. No tarda mucho en sacar cantidades cada vez más importantes de los beneficios de la Bolsa. Es el momento de Mauri de encogerse de hombros. Tampoco es problema suyo. La participación de Diddi en su sencilla empresa disminuye.

Diddi desaparece durante períodos cada vez más largos. Va a la Riviera y a París. Tiene los bolsillos llenos de dinero.

Todo el mundo se estrella alguna vez y le ha llegado el turno a Diddi. Dentro de poco, Mauri va a conocer a la hermana de Diddi.


Malou von Siyers: Lo llamas «amo».

Inna Wattrang: Es que somos sus chuchos.

Mauri Kallis (sonríe y sacude un poco la cabeza): Eso lo has sacado de Stenbeck y no sé si me he de sentir halagado u ofendido.

Malou von Siyers: ¿Son tus chuchos?Mauri Kallis: Si vamos a continuar con el tema de los animales, prefiero trabajar con gatos hambrientos.

Diddi Wattrang: Y estamos gordos…

Inna Wattrang:…y somos vagos.

Malou von Sivers: Bueno, explícanos. Porque realmente es una amistad muy especial la que ha surgido entre vosotros. ¿Qué es lo que hace que los tres forméis tan buen equipo?

Mauri Kallis: Diddi e Inna me complementan. Una gran parte de esta actividad se basa en buscar a gente que quiera jugar, dispuesta a asumir un gran riesgo a cambio de llevarse a casa un gran beneficio. Y que tenga dinero para hacerlo. Que no venda la cartera de valores cuando alcanza el rock-bottom, sino que espere en una empresa que pierde dinero hasta que yo consiga un proyecto con beneficios. Porque siempre surge. Antes o después, pero se tiene que poder esperar. Por eso, en principio nuestras empresas no cotizan en Bolsa. Preferimos inversiones privadas para poder controlar quién compra. Es igual que en la explotación de las minas en Uganda. En estos momentos hay tantos disturbios que no podemos realizar ninguna actividad, pero es una inversión a largo plazo en la que yo creo. Lo último que necesito es un grupo de accionistas echándome el aliento en la nuca porque quieren ver los beneficios al cabo de seis meses. Diddi e Inna encuentran a ese tipo de inversores para los distintos proyectos, y son buenos vendiendo. Encuentran financieros con espíritu aventurero que apoyan proyectos inseguros y pacientes inversores sin problemas de liquidez para proyectos a largo plazo. Socialmente son mucho más competentes que yo. Tienen esa fuerza de atracción financiera. En estos momentos que estamos explotando nuevas minas dentro del grupo, también hacen un gran trabajo manteniendo el contacto con la gente del lugar y los colaboradores. Se pueden mover a nivel alto y bajo, siendo flexibles sin ponerse a malas con nadie.

Malou von Sivers (hacia Inna): ¿Y cuál es la fuerza de Mauri?

Inna Wattrang: Tiene olfato para un buen negocio. Una varilla de zahori interior. Además es un buen negociador.

Malou von Sivers: ¿Y como jefe qué tal es?

Inna Wattrang: Siempre se mantiene tranquilo. Es lo más fascinante. A veces puede hacer viento fuerte, como los primeros años, cuando podía comprar concesiones sin tener lista la financiación. Nunca mostró inquietud o agobio. Y eso, a los que trabajamos a su alrededor, nos hace sentir muy seguros.

Malou von Sivers: Pero ahora ya has salido en pantalla y demuestras tus sentimientos.

Mauri Kallis: ¿Estás pensando en la mina de Ruwenzori? ¿El asunto de la organización Sida?

Malou von Sivers: Entre otras cosas, dijiste que Sida era una organización sueca de chiste.

Mauri Kallis: Era una declaración sacada de contexto. Y yo no me metí con la prensa, fue por culpa de un periodista que estaba en una conferencia que yo daba. Claro que al final te irritas al ver que la prensa sueca suele estar representada por periodistas que no se han preparado a fondo. «Kallis Mining construye carreteras para las tropas militares.» Me ven estrechar la mano de un general de la guerrilla lendu y enseguida escriben lo que ese grupo ha hecho en el Congo y mi empresa minera en el noroeste de Uganda se convierte en el mismísimo diablo. Y yo también. Es muy fácil mantener los principios morales dejando que otros se encarguen de los países en crisis. Mandar ayudas económicas y mantenerse apartado. Pero la población en esos países necesita empresas, crecimiento, puestos de trabajo. Sin embargo, el gobierno prefiere las ayudas económicas sin control alguno. Sólo basta con mirar lo que pasa en Kampala para entender adónde va a parar gran parte del dinero. Menudas casas de lujo que hay en los acantilados. Allí viven los miembros del gobierno y otras personas con cargos importantes dentro de la administración. Yo llamo inocente al que no quiera ver que el dinero de Sida va a los militares que además de aterrorizar a la población civil se dedican a saquear las minas en el norte del Congo. Cada año se envían a África millones para luchar contra el VIH, pero pregunta a cualquier mujer africana de cualquier país africano y te dirá: No hay ninguna diferencia. ¿Adónde va a parar entonces todo ese dinero?

Malou von Sivers: Sí, ¿adónde?

Mauri Kallis: A los bolsillos de los miembros del gobierno, pero eso no es lo peor. Mejor casas de lujo que armas. Pero la gente de Sida tiene un trabajo con el que se encuentra muy a gusto y eso está bien. Lo único que intento decir es que si se crean empresas allí te las tienes que ver con gente de dudosa moral, de una manera u otra. Claro que te ensucias las manos un poco, pero por lo menos haces algo. Y si construyo una carretera desde mi mina, será difícil impedir que los grupos combatientes la utilicen.

Malou von Sivers: ¿Así que duermes tranquilo por la noche?

Mauri Kallis: Nunca he dormido a gusto por la noche pero no es por eso.

Malou von Sivers (como él se ha puesto a la defensiva, cambia de línea): Parece como si hubiéramos vuelto a tu infancia. ¿Nos puedes explicar cómo fue? Naciste en Kiruna en 1964. Sin padre y con una madre que no se podía hacer cargo de ti.

Mauri Kallis: No, no tenía capacidad para cuidar de un niño. A mis hermanastros, que nacieron después, los obligaron a ir a un hogar de acogida casi desde el principio, pero claro, yo fui el primero así que viví con ella hasta los once años.

Malou von Sivers: ¿Cómo fue?

Mauri Kallis (busca las palabras, cierra los ojos, es como si hiciera pausas para ver las escenas que se le representan en la cabeza): Me las tuve que apañar solo… muchísimo. Ella dormía cuando yo estaba en la escuela. Se… enfadaba mucho si le decía que tenía hambre… Podía irse durante varios días seguidos y yo no sabía dónde estaba.

Malou von Sivers: ¿Es difícil hablar de ello?

Mauri Kallis: Mucho.

Malou von Siyers: Ahora tienes tu propia familia. Una esposa, dos hijos, de diez y doce años. ¿De qué manera tu infancia te ha influido en ese papel?

Mauri Kallis: Es difícil decirlo pero no tengo una imagen interior de cómo se vive una vida normal en familia. En la escuela veía, ¿cómo decirlo?, madres normales. Llevaban el pelo limpio e iban bien peinadas… Y padres. A veces iba a casa de algún compañero, pero no era habitual. Y entonces veía su casa con muebles, alfombras, objetos decorativos, acuarios con peces. En casa no teníamos casi nada. Una vez, los de los servicios sociales nos compraron un sofá de segunda mano, aún lo recuerdo. En el respaldo había como un cajón que se podía abrir y de allí salía una cama extra. A mí me parecía de lo más lujoso. Al cabo de dos días había desaparecido.

Malou von Sivers: ¿Adonde había ido a parar?

Mauri Kallis: Seguro que alguien lo vendió. Vino gente y se lo llevó. Si recuerdo bien, la puerta nunca estaba cerrada con llave.

Malou von Sivers: Al final te llevaron a un hogar de acogida.

Mauri Kallis: Mi madre se puso paranoica y peligrosa con los vecinos y la gente en general. Entonces se la llevaron y cuando se la llevaron…

Malou von Sivers:…también se te llevaron a ti. Entonces tenías once años.

Mauri Kallis: Sí. Uno siempre piensa y desea… que podría haber sido diferente, que me podrían haber llevado antes… pero las cosas fueron así.

Malou von Sivers: Y tú, ¿eres un buen padre?

Mauri Kallis: Es difícil decirlo. Lo hago lo mejor que puedo pero, naturalmente, estoy fuera demasiado tiempo, lejos de la familia. Es un fallo.


Anna-Maria Mella cambia de postura en la silla.

– Eso me pone de los nervios -le dice a Sven-Erik-. Un pecado admitido es como si no fuera pecado. En cuanto dice: «Debería pasar más tiempo con mis hijos», se convierte en una buena persona. ¿Qué le dirá a sus hijos cuando sean adultos? «Sé que nunca estaba con vosotros, pero que sepáis que tenía remordimientos de conciencia todo el tiempo.» «Ya lo sabemos, papá. Gracias, papá. Te queremos, papá.»


Mauri Kallis: Pero tengo una mujer segura de sí misma que siempre está con los niños. Sin ella no hubiera podido ni llevar esta empresa, ni tener hijos. Ella me ha tenido que enseñar.

Malou von Sivers (claramente encantada del agradecimiento expresado hacia la esposa): ¿Qué, por ejemplo?

Mauri Kallis (piensa): Muchas veces cosas realmente simples. Que las familias se sientan juntas a comer. Ese tipo de cosas.

Malou yon Siyers: ¿Crees que aprecias una vida «normal» más que yo, que he tenido una infancia común y corriente?

Mauri Kallis: Sí, si me lo permites, creo que sí. Me siento como un refugiado en el mundo «normal».


Cuando Diddi acaba tercero de Empresariales puede, por fin, dejar el mundo normal. Ha sido bello y encantador, pero ahora tiene dinero. Deja Estocolmo y se va más allá del Riche, el restaurante del barrio de la clase alta. Se tambalea por el Canal Saint-Martin con dos modelos de piernas largas y delgadas, cuando el sol sale en París. No porque fueran tan borrachos que no podían mantenerse en pie, sino porque se empujan unos a otros, como niños, en una especie de juego camino a casa. Los árboles se inclinan hacia el agua como mujeres abandonadas y dejan caer sus hojas en el río como si fueran viejas cartas de amor, todas rojas como la sangre, despidiendo vaho. Las panaderías exhalan un olor a pan recién salido del horno. Los camiones con mercancías susurran cuando se dirigen hacia el centro, con las ruedas haciendo ruido al pasar sobre los adoquines. El mundo nunca más será tan bello.

Conoce a un actor en una poolparty y lo invitan al jet privado de alguien para una filmación de dos semanas en Ucrania. Diddi sabe demostrar su generosidad cuando es necesario. Al avión lleva consigo diez botellas de Dom Pérignon.

Y conoce a Sofía Fuensanta Cuervo. Es mucho mayor que él, treinta y dos, y emparentada por parte de madre con la casa real española.

Dice que ella es la oveja negra de la familia, separada y con dos hijos que están en un internado.

Diddi nunca ha conocido a nadie que se le pareciera lo más mínimo. Es un trotamundos que, por fin, ha llegado al mar, chapotea hasta que se ahoga. Los brazos de ella son el remedio para todo. Se puede perder por completo sólo con que ella sonría o se rasque la nariz. Incluso se emborracha pensando en sí mismo y los niños. Imágenes difusas en las que hacen volar las cometas en la playa y él les lee en voz alta por la noche. No le permite verlos y Sofía habla poco de ellos. A veces ella los va a visitar, pero no deja que él la acompañe. No quiere que se encariñen con alguien que de repente desaparezca, le explica. Pero él no va a desaparecer nunca. Quiere vivir el resto de su vida con las manos enredadas en su pelo color de cuervo.

Los amigos de Sofía tienen grandes barcos. También los acompaña a cazar cuando visitan las propiedades de algún conocido en el noroeste de Inglaterra. Diddi está completamente encantador con su equipo de caza prestado y el pequeño gorro de fieltro. Es el hermano pequeño de los hombres y el deseo vehemente de las mujeres.

– Me niego a matar nada -le dice a los demás serio, como si fuera un niño.

En la batida va junto a una jovencita de trece años y hablan durante mucho rato de los caballos de ella. Por la noche, la niña convence a la anfitriona para que ponga a Diddi a su lado. Sofía lo deja prestado y se ríe. Acaba de ser desbancada.

Diddi invita a Sofía a cenar. Le compra zapatos y joyas increíblemente caros. La lleva una semana a Zanzíbar. Es como el decorado de un teatro. La belleza de la ciudad que se desintegra, las elegantes puertas de trabajada ebanistería, los escuálidos gatos cazando cangrejos blancos por las largas y blancas playas, la pesada fragancia de las plantas de clavo de olor, amontonadas en el suelo para que se sequen sobre desplegadas telas rojas. Contra aquel fondo de belleza inspira su último aliento. Dentro de poco, las puertas y las fachadas se desharán y todo será sobreexplotado. Dentro de poco las playas se llenarán de ruidosos alemanes y gordos suecos. Contra ese fondo: su amor.

La gente se gira para ver a la pareja que va con las manos entrelazadas. El pelo de él, casi blanco por el sol, y el de ella, negro y brillante como las crines de una yegua andaluza.


A finales de noviembre Diddi llama desde Barcelona porque quiere vender. Mauri le dice que no hay nada que vender.

– Tu capital ya ha sido utilizado.

Diddi le explica que tiene al dueño de un hotel que va como loco detrás de él para que le pague la cuenta.

– Es decir, está furioso y me tengo que esconder para que no me pille por la escalera.

Mauri aprieta las mandíbulas durante el violento silencio en el que Diddi espera que le ofrezca prestarle dinero. Después Diddi se lo pregunta directamente. Y Mauri le responde que no.

Acabada la conversación telefónica, Mauri sale a dar un paseo por la nevada ciudad de Estocolmo. La ira del abandonado le sigue los pasos como un perro. ¿Qué cojones pensaba Diddi? ¿Que podía llamar y que Mauri se inclinaría hacia adelante con los pantalones abajo?

No. Las tres semanas siguientes Mauri las pasa con su nueva novia. Muchos años después, cuando está en una entrevista con Malou von Sivers, no se acordará de su nombre, ni aunque lo amenazaran con una pistola en la cabeza.

Tres semanas después de la conversación telefónica, aparece Diddi en la cocina del pasillo de la casa de estudiantes de Mauri. Es sábado por la noche. La novia de Mauri está de cena con las amigas. El compañero de pasillo de Mauri, Håkan, mira a Diddi como cuando mira la tele. Se olvida de apartar la mirada y de comportarse como una persona normal. Lo mira fijamente con la boca abierta. A Mauri le entran ganas de darle en la cara, para que cierre aquella bocaza.

Los ojos de Diddi son un hielo agrietado sobre un mar de color rojo sangre. La pegajosa nieve se deshace en su pelo y le cae sobre la cara.

El amor de Sofía desapareció con el dinero, pero Mauri aún no sabe nada.

En la habitación de Mauri se desata la tormenta. Mauri es un jodido estafador. ¿Veinticinco por ciento, no? Jodido usurero. Es tan avaro que le da pena cagar. Diddi puede aceptar un diez por ciento y quiere su dinero YA.

– Estás borracho -le responde Mauri.

Parece tener consideración cuando lo dice. Ha ido a la escuela de la vida justo para gestionar situaciones como aquélla. Con facilidad adquiere el tono de voz y la postura de su padre de acogida. Tierno por fuera, duro como una piedra por dentro. Tiene a su padre de acogida dentro de él. Y dentro de su padre de acogida, tiene a su hermano de acogida. Son como las muñecas rusas. Dentro del hermano de acogida está Mauri. Pero le quedan muchos años antes de que aquella muñeca salga a la luz.

Diddi no sabe nada de muñecas rusas. Ni le importan. Focaliza su ira contra la muñeca que representa el padre de acogida, grita y arma todo el barullo que puede. Si aparece el hermano de acogida se lo habrá buscado él mismo.


Malou von Sivers: Así que te llevaron a un hogar de acogida cuando tenías once años. ¿Cómo fue?

Mauri Kallis: Fue una mejora notable comparado con lo que tenía antes. Pero era una forma de mis nuevos padres de ganar dinero, eso de acoger a niños. Los dos hacían muchas cosas y tenían muchas teclas que tocar. Mi nueva madre por lo menos tenía tres trabajos a la vez. Llamaba viejo a su marido y también lo hacíamos mi hermano de acogida y yo, y él a sí mismo también.

Malou von Sivers: Háblanos de él.

Mauri Kallis: Era un estafador que se mantenía al borde de lo que era legal y no tenía escrúpulos. Era como un hombre de negocios más bien turbios. (Sonríe y sacude la cabeza con el recuerdo.) Por ejemplo, compraba y vendía coches y todo el patio estaba lleno de chatarras viejas. A veces iba a otras ciudades a vender. Entonces se ponía una camisa y alzacuello porque la gente confía en los hombres de Dios. «He leído la ley eclesiástica de arriba abajo -decía-. En ningún sitio pone que uno tenga que haber sido ordenado sacerdote para ponerse un alzacuello.»


A veces ocurre que viene gente que se siente estafada por el viejo. A menudo están enfadados, a veces lloran. El viejo lo lamenta, lo siente. Los invita a licor y a café, pero los negocios son una cuestión de honor. El deal está hecho. No suelta el dinero.

Una vez viene una mujer que le ha comprado al viejo un coche usado. La acompaña su ex marido. El viejo se da cuenta enseguida de la clase de tipo que es.

– Ve a buscar a Jocke -le dice en cuanto ve a la pareja salir del coche en el patio.

Mauri se va corriendo a buscar a su hermano de acogida.

Cuando Mauri y Jocke vuelven, el viejo ya ha recibido unos cuantos empujones en el pecho. Pero llega Jocke con un bate en la mano. La mujer abre mucho los ojos.

– Nos vamos -le dice agarrando a su ex marido del brazo.

Él deja que se lo lleve de allí. De esa manera mantiene el honor intacto. A Jocke se le ve que está completamente loco y eso que sólo tiene trece años. Todavía es un crío que hace barrabasadas. Como lo del perro. Ese tipo de barrabasadas. Uno de los vecinos del pueblo deja suelto a su perro. Al viejo le irrita que se mee en su jardín. Un día Jocke y sus amigos lo cogen, lo rocían con queroseno y le prenden fuego. Se echan a reír cuando lo ven salir corriendo como una antorcha por el prado. Casi compiten a ver quién se ríe más alto y quién se lo pasa mejor. Se miran a hurtadillas y exigentes unos a otros.

Jocke enseña a Mauri a pelear. Al principio de estar en la casa de acogida, Mauri no necesita ir a la escuela. Volverá a repetir cuarto en otoño. Se pasea por el pueblo sin hacer nada. No hay mucho que hacer en Kaalasjärvi, pero no se aburre. Acompaña al viejo en el coche a hacer negocios. Un muchacho pequeño y callado es un buen recurso. El viejo vende depuradoras de agua a viejos que le alborotan el pelo a Mauri. Las mujeres los invitan a café.

En casa nadie le alborota el pelo. Jocke se inclina sobre él a la hora de comer y lo llama tonto, loco, paralítico cerebral. Tira la leche de Mauri en cuanto la madre se da la vuelta. Mauri no se chiva. Tampoco le importa. Lo hace enfadar como siempre. Se dedica a cenar. Barritas de pescado rebozado. Pizza. Perritos calientes y puré. Morcillas con gelatina de arándano, dulce. La madre de acogida lo mira fascinada.

– ¿Adónde va a parar todo lo que comes? -pregunta.

Pasa el verano. Después empieza la escuela. Mauri intenta apartarse de los demás pero hay críos que huelen a dóciles víctimas.

Le meten la cabeza en el váter y vacían la cisterna. No le cuenta nada a nadie pero de alguna manera se enteran en casa de su nueva familia.

– Tienes que responderles -le dice Jocke.

No porque se preocupe por Mauri. A Jocke simplemente le gusta cuando ocurren cosas.

Jocke tiene un plan. Mauri intenta decirle que no quiere. No es que tenga miedo de que le peguen. Las palizas de la gente de su edad son… nada. Es sólo desagradable. E intenta evitar lo desagradable siempre que puede. Pero esa alternativa ahora no existe.

– Si no lo haces te pegaré yo. ¿Te enteras? Te voy a montar un pollo que te van a devolver con tu madre.

Entonces Mauri lo acepta.

Tres chicos de otro grupo pero del mismo nivel son los peores inquisidores. Buscan a Mauri en un pasillo cerca de la sala de recreo y lo empiezan a empujar. Jocke se ha mantenido cerca, sale en compañía de dos amigos y dice que ha llegado el momento de arreglar las cosas. Jocke y sus compañeros son de séptimo. A Mauri le parece que sus torturadores son grandes y dan miedo, pero al lado de Jocke y de los otros dos, son unos mierdecillas.

El jefe de los que le pegan a Mauri responde:

– Vale. De acuerdo.

Intenta aparentar que no le afecta pero los tres esquivan la mirada de los otros. Es un reflejo ancestral. Los ojos buscan una vía de escape.

Jocke los saca de la sala de recreo, donde hay vigilantes y profesores, y los lleva hacia las taquillas que hay fuera de las clases de trabajos manuales. Dirige a Mauri y al jefe de los otros hasta un pasillo sin salida, con taquillas a los dos lados.

Los dos compañeros del jefecillo creen que tienen que ir con él pero Jocke los para. Aquello es entre Mauri y el jefe de la pandilla.

Empieza el combate. El jefecillo empuja a Mauri en el pecho y éste retrocede hasta una taquilla y se da contra la espalda y la cabeza. El miedo le corre por dentro.

– ¡Ahora dale tú, Mauri! -le animan los compañeros de Jocke.

Jocke no dice nada. Su mirada es inexpresiva, casi lánguida. Los que pegan a Mauri no se atreven a animar, pero su postura es ahora más desafiante. Empiezan a pensar que al único al que le van a dar una paliza aquí es a Mauri. Y no tienen nada en contra.

Entonces ocurre. Otro circuito se conecta en la cabeza de Mauri. No el circuito de echarse a un lado, retroceder y levantar las manos para protegerse la cabeza. Algo se le ilumina dentro de la cabeza y el cuerpo se mueve por sí solo, mientras Mauri mira.

Sale todo lo que Jocke le ha enseñado y un poco más.

En un movimiento: los pies bailan hacia adelante, la mano se apoya en una de las taquillas y le ayuda a alzar y a fortalecer la patada. Una coz de caballo que le da al contrincante en un lado de la cabeza. Después, una patada en el estómago y un puñetazo en la cara.

Se da cuenta: así es como ha de pelear uno, distancia, golpe, distancia. No se puede pelear a empujones contra gente que es más grande. Mauri está de nuevo dentro de sí mismo pero está alerta, mira a su alrededor en busca de un arma. Encuentra la puerta suelta de una taquilla que el conserje tiene que montar un año de estos, porque tiene cosas que hacer en su propia cabaña y está poco en la escuela.

Mauri coge la puerta de la taquilla con las dos manos. Es de metal anaranjado y la hace sonar. Pang, pang. Ahora es el jefe de los inquisidores el que levanta las manos. Ahora es él quien se protege la cabeza.

Jocke coge de un brazo a Mauri y dice que ya basta. Mauri ha llevado a su rival hasta un rincón. Está tumbado en el suelo. Mauri no tiene miedo de haberlo matado, espera haberlo matado, quiere matarlo. A su pesar, suelta la puerta de la taquilla.

Se va de allí. Jocke y sus compinches ya se han ido hacia otra parte. Le tiemblan los brazos por el esfuerzo físico.

Los tres jóvenes del otro grupo no se lo explican a nadie. Si no fuera por Jocke y sus amigotes, quizás se tomarían la revancha. Seguramente a él no le importaría pero creen que está de parte de Mauri.

Mauri no se convierte en el rey de la clase ni tampoco lo respetan más. No es que suba de nivel en la clase, pero lo dejan en paz. Puede quedarse en el patio a esperar a que llegue el autobús pensando en sus cosas sin tener que estar todo el rato en guardia, dispuesto a salir de allí para esconderse.

Pero por la noche sueña con que mata a su madre. La mata dándole golpes con un tubo de hierro. Se despierta y escucha porque cree que ha chillado. ¿O era ella la que chilló en el sueño? Se sienta en la cama e intenta mantenerse despierto, con miedo de volverse a dormir.


Diddi está en la habitación de estudiante de Mauri. Tiene el pelo mojado, alza la voz y quiere dinero. Su dinero, afirma. Mauri le dice amablemente con la voz del padre de acogida que siente que las cosas hayan ido así entre ellos, pero que tenían un deal y es el que vale.

Diddi dice algo despectivo y después le da un empujón a Mauri en el pecho.

– No hagas eso -le advierte Mauri.

Diddi le vuelve a dar otro empujón. Seguramente quiere que Mauri le devuelva el empujón y empujarse cada vez más fuerte hasta que sea el momento de rendirse y se vaya a casa a dormir la mona.

Pero el golpe le llega de forma directa. Es el hermano de acogida, Jocke, que no tiene paciencia ninguna. En toda la nariz. A Diddi nunca le han pegado antes. No le da tiempo a llevarse la mano a la nariz. La sangre aún no le ha empezado a salir, cuando recibe el siguiente golpe. Le dobla el brazo hacia atrás y Mauri lo lleva al pasillo, lo baja por la escalera y lo echa fuera, sobre la nevisca.

Mauri sube de tres en tres la escalera hasta su pasillo. Piensa en su dinero. Lo podría sacar todo mañana si quisiera. Son más de dos millones. Pero ¿qué iba a hacer con ellos?

Se siente curiosamente libre. A partir de ahora ya no tiene que esperar sentado a que Diddi se ponga en contacto con él.


El inspector de policía, Tommy Rantakyrö, asomó la cabeza en la sala de reuniones

– El señor Kallis y compañía están aquí -informó.

Anna-Maria Mella cerró el ordenador y bajó a recepción junto a sus compañeros Tommy Rantakyrö y Sven-Erik Stålnacke.

Mauri Kallis llevaba de compañía a Diddi Wattrang y a su jefe de seguridad, Mikael Wiik. Tres hombres con abrigo largo de color negro. Sólo eso hacía que destacaran. Los hombres de Kiruna llevaban chaqueta.

Diddi Wattrang se movía constantemente y miraba para todos lados. Cuando saludó a Anna-Maria le apretó mucho la mano.

– Estoy muy nervioso -reconoció-. A la hora de la verdad, me entra el canguelo.

Ánna-Maria quedó desarmada con su sinceridad. Era muy extraño que los hombres reconocieran ser tan débiles. Le entró el deseo de decir las palabras correctas pero sólo acertó a emitir un sonido gutural que significaba que entendía que fuera difícil.

Mauri Kallis era más bajo de lo que pensaba. No tan bajo como ella, claro, pero aun así. Cuando lo vio en persona se dio cuenta de los pocos gestos que hacía. Se hacía más manifiesto con el inquieto Diddi a su lado. Mauri hablaba con una voz bastante baja y tranquila. No le quedaba nada del dialecto de Kiruna.

– Queremos verla -dijo.

– Naturalmente -respondió Anna-Maria Mella-. Y después quisiera hacer unas preguntas, si os parece bien.

«Si os parece bien -pensó-. ¡Deja de arrastrarte!»

El jefe de seguridad saludó a los policías y casi de inmediato les dijo que él había sido policía. Repartió su tarjeta de visita. Tommy Rantakyrö se la metió en la cartera. Anna-Maria frenó el impulso de tirarla directamente a la papelera.


La asistenta forense, Anna Granlund, había llevado a Inna Wattrang en una camilla de ruedas hasta la capilla, dado que los parientes iban a ir a verla. Allí no había símbolos religiosos, sólo unas sillas y un altar vacío.

El cuerpo estaba cubierto por una tela blanca. No había motivo para enseñar a los familiares las marcas de cuchillo y de quemaduras. Anna-Maria apartó la tela de la cara.

Diddi Wattrang asintió con la cabeza tragando saliva. Anna-Maria vio que Sven-Erik, sin apenas notarse, se colocó detrás de él para cogerlo si se caía.

– Es ella -dijo Mauri Kallis afectado y dando un profudo suspiro.

Diddi Wattrang rebuscó en los bolsillos de su americana hasta dar con un paquete de cigarrillos y encendió uno. Nadie dijo nada. No era trabajo de ellos que se respetara la prohibición de fumar.

El jefe de seguridad dio una vuelta alrededor de la camilla y levantó la tela. Miró los brazos de Inna Wattrang, los pies, se paró un segundo en la herida en forma de cinta alrededor del tobillo.

Mauri Kallis y Diddi Wattrang siguieron su actividad con la mirada, pero cuando levantó la tela a la altura de las caderas y el sexo, los dos apartaron la mirada. Ninguno de los dos vio nada.

– No creo que al médico forense le guste eso -advirtió Anna-Maria.

– No la toco -respondió el jefe de seguridad inclinándose sobre su cara-. Tranquila, estamos en el mismo bando.

– Quizá podías esperar fuera -le sugirió Anna-Maria Mella.

– Claro que sí -respondió el jefe de seguridad-. Ya he acabado.

Salió a esperar fuera.

A un gesto de Anna-Maria, Sven-Erik lo siguió. No quería que el jefe de seguridad se paseara libremente por el departamento de autopsias.

Diddi Wattrang se sopló el flequillo que le caía de lado hacia la cara y se rascó la nariz con la mano en la que mantenía el cigarrillo. Era un gesto descuidado. Anna-Maria temió que se quemara el pelo con la brasa.

– Espero fuera -le dijo a Mauri Kallis-. Esto me resulta difícil.

Salió también fuera. Mientras, Anna-Maria Mella se disponía a poner de nuevo la tela sobre la cara de Inna Wattrang.

– ¿Puedes esperar un momento? -pidió Mauri Kallis-. Su madre quiere que la incineren, así que es la última vez que…

Anna-Maria dio un paso hacia atrás.

– ¿La puedo tocar?

– No.

Sólo quedaban ellos dos en la sala.

Mauri Kallis sonrió. Después fue como si casi se fuera a echar a llorar.


Han pasado dos semanas desde que Mauri tiró a Diddi en la nieve y éste ya no aparece por Empresariales. Mauri les dice que a él le es igual.

– ¿En qué piensas? -le pregunta su novia. Es tan simple que Mauri apenas la aguanta.

– Pensaba en cuando nos conocimos -responde. O-: En lo guapa que eres cuando te ríes. Sólo te puedes reír de mis bromas, lo sabes. -O-: ¡En tu culo! Ven con papá. -Una forma fácil de evitar su: «¿Me quieres?» Ahí está el límite del engaño. Si no, puede mentir e imaginarse cosas. Es curioso que sea tan difícil responder «sí» a aquella pregunta, mientras la mira a los ojos y aparenta hablar en serio.

Una tarde aparece Inna Wattrang de visita.

¡Se parece tanto a su hermano! La misma nariz marcada, el mismo pelo rubio estilo paje. Él casi parece una chica y ella casi un chico. Un joven con falda y camisa blanca. Los zapatos que usa parecen caros y no se los quita cuando entra, como es costumbre. Lleva unos bonitos pendientes de perlas.

Hacía poco que había acabado la carrera de Derecho, le explica cuando se sienta en el borde de la cama de Mauri. Él se sienta en la silla del escritorio e intenta mantener fría la cabeza.

– Diddi es un idiota -dice ella-. Ha conocido a la mujer que todo hombre joven tiene el destino de conocer. Ella es como su excusa para comportarse como un cerdo con las demás mujeres por los siglos de los siglos.

Sonríe y pregunta si puede fumar. Mauri ve que se le forma un hoyuelo cuando sonríe, sólo en un lado.

– Oh, soy tremenda -dice después.

Se parece a la actriz sueca Sickan Carlsson, expulsando el humo como si fuera un pequeño tren. Es como sacada de otro tiempo. Mauri tiene una visión en la que la ve rodeada de criadas vestidas de negro y delantal blanco, conduciendo un automóvil con guantes de piloto y bebiendo absenta.

– No quiero minimizar su dolor -explica-. Esa Sofía realmente lo ha hundido. No sé qué pasó entre vosotros pero no es el mismo. No sé qué hacer. Estoy realmente intranquila, ¿lo entiendes? Sé que te considera amigo suyo y me ha hablado de ti muchas veces.

Mauri quiere creerlo. Quiere hacerlo. Dios, sí creo, ayúdame en mi falta de fe.

– Sé que quiere hacer las paces contigo. Acompáñame a verlo. Le hace falta poder pedirte perdón. Lo último que necesita en estos momentos es fastidiar las relaciones buenas que tiene.

No es en absoluto lo que Mauri había pensado hacer, pero toman el autobús 540 y después el metro hasta el centro. Luego va trotando al lado de ella a través de la nieve húmeda que cae, hasta el bar Strix.

Ella va un poco demasiado cerca. La parte superior del brazo lo roza de vez en cuando. A él le gustaría tomarla del brazo, como en las películas antiguas. Es fácil hablar con ella y se ríe a menudo. Es una risa bastante baja y suave. Antes de que llegue Diddi les da tiempo a tomarse unas copas.

Inna insiste en pagar. Ha hecho un buen trabajo para un pariente que tiene una inmobiliaria y acaba de cobrar. Mauri se muestra interesado, ya que ella ya le ha estado preguntando mucho a él, pero desvía la conversación aunque él no lo nota y al momento están en otro tema completamente distinto. Mauri se siente cómodo un poco bebido y sin darse cuenta está hablando demasiado. No controla su mirada que, desobediente, se desliza hacia los grandes pechos debajo de la camisa de hombre que lleva Inna.

Cuando llega Diddi es realmente como en una película antigua en la que tres grandes amigos hacen las paces. La nieve cae fuera en la oscura Estocolmo. Personas sin importancia pasean como figurantes por la calle Drottning o brindan, hablan o ríen justo en la mesa de al lado. Son tan mediocres.

Diddi, que es el fantasma y la piltrafa más bellos que uno se pueda imaginar, llora abiertamente en el restaurante mientras la historia con Sofía sale de él.

– No tenía ningún problema en pasárselo bien con mi dinero, mientras había.

Inna le acaricia la mano a su hermano con rapidez pero la rodilla está en continuo contacto con la de Mauri, aunque aquello igual no significa nada.

Al cabo de un buen rato y debajo de un farol, delante de una tienda que está abierta por la noche, llega la hora de separarse. Diddi dice que quiere continuar especulando con acciones junto a Mauri.

Mauri no dice que Diddi y él nunca han especulado juntos, sino que es Mauri quien hace el trabajo. Es cuando se despierta la dureza que hay dentro de él. Ni Inna ni Diddi, ni ninguna magia del mundo la pueden acunar hasta dejarla dormida por completo.

– De acuerdo -dice con una media sonrisa-. Consigue dinero y estarás dentro de nuevo pero ahora me quedaré con el treinta por ciento.

De golpe el ambiente se hace menos agradable. Mauri se traga los chirridos y la incomodidad a grandes sorbos. Piensa que debe acostumbrarse a situaciones como aquélla. Para hacer negocios, buenos negocios, uno tiene que aguantar. Desagrado, chirridos, llanto y odio.

Debe llevar bien sujeto con la correa el perro sin amo que está en alguna parte dentro de su pecho.

Inna se echa a reír de pronto, con una risa que parece un arrullo.

– Eres maravilloso -le dice-. Espero que nos veamos alguna vez.


La inspectora jefe de policía, Anna-Maria Mella, cubrió con la tela la cara de Inna Wattrang.

– Vamos a la jefatura -le informa-. Quiero que me hables un poco de Inna Wattrang.

«¿Qué puedo decir? -piensa Mauri Kallis-. ¿Que era una puta y una drogadicta? ¿Que era tan parecida a Dios como puede llegar a serlo una persona?»

Después mintió todo lo que pudo. Y pudo mucho.


Rebecka Martinsson acabó las negociaciones a la una. Metió algo de comida en el micro y aprovechó mientras se calentaba para mirar el correo de la mañana. Justo cuando se sentó a su escritorio sonó una señal en su ordenador. E-mail de Måns Wenngren.

Ver su nombre en la pantalla era suficiente para que sintiera una especie de calambre a través de todo el cuerpo. Pulsó una tecla para abrir el e-mail como si fuera un test de reacción.

«Supongo que ahí arriba hay mucho que hacer en estos momentos. Esta mañana he leído lo de Inna Wattrang. Por cierto, este fin de semana nos vamos todo el bufete hasta Riksgränsen a esquiar. Tres días, de viernes a domingo. Anda, vente a tomar una copa.»

Nada más. Leyó el e-mail varias veces. Pulsó la tecla de enviar/recibir como para hacer magia y sacar algo más, otro e-mail, quizá.

«Este hombre me haría infeliz -pensó-. Lo sé muy bien.»

Dado que ella era su abogada adjunta, tenía el despacho contiguo al de él, oyéndolo cuando hablaba por teléfono. Su: «Oye, estoy a punto de entrar en una reunión», aunque Rebecka sabía que no era verdad. «Te llamo… que sí, claro que te llamo… te llamo esta tarde.» Después, o se acababa la conversación, o la persona al otro lado de la línea no se rendía y entonces lo que se oía era un portazo.

Nunca hablaba de sus hijos, ya adultos, quizá porque no tenía contacto con ellos, quizá porque no quería recordar a la gente que ya tenía más de cincuenta años.

Bebía demasiado.

Se acostaba con las abogadas recién contratadas e incluso con alguna cliente.

Una vez se insinuó a Rebecka. Era la fiesta de Navidad del bufete. Por lo visto estaba bastante borracho y las demás le habían dicho que ni hablar. Su intento de conquista así de bebido no fue ni siquiera un cumplido, fue un agravio.

A pesar de ello, ella seguía pensando en aquella mano que le puso en la nuca. En todas las veces que habían estado en los juicios y habían comido juntos. Siempre un poco demasiado cerca el uno del otro, justo para rozarse de vez en cuando. ¿O eran todo imaginaciones?

Y cuando la apuñalaron, estuvo a su lado en vela por las noches.

«Es exactamente por eso -pensó-. Es eso de lo que estoy tan cansada. Esa continua machaconería. Por un lado y por otro. Por un lado esto y aquello significa que le importo. Por otro, esto y aquello significa que no le importo. Por un lado debería olvidarme de él. Y por otro, debería agarrarme a un clavo ardiendo al mínimo indicio de amor que se me presente. Por un lado es complicado. Por otro, el amor nunca es fácil.»

El amor es como estar poseído por un demonio. La voluntad se derrite como la mantequilla, el cerebro se llena de agujeros y no se puede evitar.


Hizo todo lo que pudo cuando trabajaba para Måns. Se puso la camisa de fuerza, el bozal y la correa de adiestramiento cada mañana. Atenta para no ser descubierta. Entraba en la frialdad y se escondía en ella. No hablaba con él más de lo necesario. Se comunicaban con notas en post-its y e-mails, aunque Måns estaba en el despacho de al lado y ella solía mirar por la ventana cuando él la hablaba.

Pero trabajaba para él como una loca. Era la mejor abogada adjunta que había tenido nunca.

«Como un patético perro», pensaba ahora.

Debería contestarle al e-mail. Escribió una respuesta pero la borró casi de inmediato. Después se hizo muy difícil. Escribir una sola letra era como escalar una montaña. Le daba la vuelta a las palabras. Nada le servía.

¿Qué hubiera opinado su abuela de él? Pensaría que era un crío. Y seguramente era verdad. Era como uno de los perros de caza de mi padre que nunca quería dejar de jugar. Nunca se hizo adulto de verdad. Corría por el bosque y volvía con palos para mi padre. Al final le pegaron un tiro. En casa no había lugar para un perro inútil.

La abuela se hubiera dado cuenta de las finas manos que tenía Måns. No habría dicho nada, pero hubiera pensado mucho. Juegos de cachorros en lugar de trabajo de verdad. Vela y aparatos en el gimnasio. Rebecka recordaba todavía una negociación de dos días que se pasó quejándose porque había volcado en el archipiélago con su artefacto para ir a vela por el hielo y tenía hematomas por todas partes.

Completamente diferente a mi padre y a los otros hombres del pueblo.

Podía ver a su padre y a su tío Affe sentados en la cocina de la abuela. Están tomando cerveza. Affe corta unas rodajas de salchicha cruda de la zona de Falun, para su perra Freja. Le pone la rodaja delante y le pregunta: «¿Qué hacen las chicas de Estocolmo?» Y Freja se tumba boca arriba con las patas al aire.

A Rebecka le gustan sus manos. Capaces de hacer cualquier tipo de trabajo. Las puntas de los dedos siempre un poco agrietadas y negras de algo que ningún jabón puede eliminar; siempre hay alguna máquina que tienen que reparar.

A su padre le gusta que se siente en sus rodillas. Puede quedarse allí todo el tiempo que quiera. Con su madre las posibilidades son fifty-fifty. «Oh, pesas mucho», le dice. O: «Deja que me tome el café tranquila.»

Su padre huele a sudor, a algodón caliente y un poco a aceite de motor. Le pone la nariz junto a la barba del cuello. Siempre tiene morena la cara, el cuello y las manos, pero el cuerpo está blanco como el papel. No toma nunca el sol. No lo hace ningún hombre del pueblo, sólo sus esposas. Las mujeres suelen tumbarse en una hamaca al sol y limpian el jardín en bikini.

A veces su padre se tumba sobre la hierba para descansar, con un brazo debajo de la cabeza y la gorra sobre la cara. Martinsson, el agricultor, tenía el derecho y el privilegio de tumbarse de vez en cuando a descansar sobre la hierba de su jardín.

«Mi padre trabaja duro. Conduce tractores en el bosque por la noche para que resulte rentable toda la inversión que se ha hecho. Hace las cosas que hacen falta en el campo y, cuando no hay mucho que hacer en el bosque, trabaja extra para un fontanero en la ciudad.»

Pero de vez en cuando se tumba un rato. En invierno en el sofá de la cocina. En verano ahí, en medio del jardín. El perro más viejo, Jussi, suele ir a tumbarse a su lado y al cabo de un rato tiene a Rebecka en el otro brazo. El sol calienta. La camomila dulce crece en la pobre tierra arenosa y huele fuerte. Pero no crece en muchas partes. Siempre tienes que estar muy cerca para notar algo.

Rebecka nunca ha visto a su abuela tumbarse así. No descansa nunca. Si alguna vez lo hiciera delante de la casa, la gente creería que ha perdido la razón. O, simplemente, que se ha muerto.

No, Måns hubiera sido una rara avis en casa de la abuela. Uno de Estocolmo que no sabe desmontar un motor, pescar con cerco, ni rastrillar la paja. Y rico. La mujer del tío Affe, Inga-Britt, estaría nerviosa y hubiera puesto hasta servilletas. Y todos pensarían: Y ahora, ¿de quién es ahora Rebecka?

Como ya lo hacían. Se sentía constantemente obligada a demostrar que no había cambiado. La gente siempre decía: No es nada raro… estás acostumbrada a algo mejor. Y entonces tenía que decir más veces que la comida estaba muy buena, que hacía mucho tiempo que no comía perca y qué rico estaba todo. Los demás podían comer tan tranquilos sin decir nada. Entonces aún se hacía más evidente que a ella se le habían pegado las costumbres de Estocolmo, demasiados elogios.

Había algo en su padre que le faltaba a Måns. No quería decir profundidad porque Måns no era un hombre superficial, pero Måns nunca se había tenido que preocupar de su sustento ni inquietarse por si no había suficiente trabajo para cubrir los pagos de los tractores. Y había otra diferencia. Algo que no se debe a la preocupación: una pincelada de melancolía.

«Esa melancolía-pensó Rebecka-. ¿Qué fue lo que hizo que mi padre se fuera detrás de mi madre con tantas prisas?»

Creo que ella apareció en su vida con su risa y su levedad, porque en sus buenos momentos era ligera como el viento. Y creo que él la cogía de los hombros con las dos manos. La sujetaba fuerte y con ímpetu. Y creo que a ella le gustaba, pero sólo un momento. Creo que pensaba que necesitaba aquello. La seguridad y la tranquilidad de su abrazo. Después se fue a hurtadillas como una gata impaciente.

«¿Y yo qué? -pensó Rebecka con los ojos puestos en el e-mail de Måns-. ¿No debería encontrar yo a alguien como mi padre? A diferencia de mi madre, yo me mantendría a su lado.»

El corazón enamorado es una cosa invencible. Se pueden esconder los sentimientos pero, allí dentro, el corazón se hace cargo de toda la actividad. La cabeza cambia de trabajo, deja de razonar o de tomar decisiones importantes y se ocupa de pintar escenas patéticas, románticas, sentimentales y pornográficas. Todo el maldito registro.

Rebecka Martinsson reza una oración petulante: Dios, líbrame de la pasión.

Pero es demasiado tarde. Escribe:

Me alegro por vosotros. Espero que no sean muchos los que se rompan una pierna en las pistas. Mantengo la invitación en suspenso para ir a tomar una copa. Depende del tiempo, del trabajo y de esas cosas. Pero estamos en contacto.

R.


Después cambia «R» por «Rebecka». Y después lo vuelve a cambiar. El e-mail es tonto de corto y simple, pero tarda cuarenta minutos en redactarlo. Después lo envía. Más tarde lo abre de nuevo una y otra vez para repasar lo que ha escrito. Luego no hace nada sensato. Mover papeles de un lado a otro.


– ¿Te importa que ponga en marcha la grabadora? -preguntó Anna-Maria.

Estaba sentada en la sala de interrogatorios con Mauri Kallis.

Le había dicho que no tenían mucho tiempo porque dentro de poco iban a tomar un avión. Por eso decidieron que Sven-Erik hablaría con Diddi Wattrang y Anna-Maria con Mauri Kallis.

El jefe de seguridad deambulaba por el pasillo con Fred Olsson y el impresionado Tommy Rantakyrö.

– Naturalmente -respondió Mauri Kallis-. ¿Cómo murió?

– Aún es un poco pronto para explicar los detalles en torno a la muerte.

– Pero ¿la asesinaron?

– Sí, asesinato u homicidio… de todas formas es alguien que… Trabajaba como jefa de información. ¿Qué significa eso?

– Era un título, nada más. Trabajaba con todo dentro del grupo. Pero, claro, en lo que era buena era en los contactos con los medios de comunicación y en promocionar la empresa. Sobre todo, tenía talento para relacionarse con la gente, las autoridades, los propietarios de terrenos, inversores, you name it.

– ¿Por qué? ¿En qué era tan eficiente?

– Era una de esas personas a las que la gente quiere caer bien. Estar a buenas con ella. Y su hermano es igual, aunque ahora esté un poco…

Mauri Kallis hizo un pequeño gesto sacudiendo la mano.

– Tienes que haber sido una persona muy cercana a ella. Se podía decir que vivía en tu casa.

– No exactamente. Regla es una heredad con varias propiedades y casas. Somos muchos los que vivimos allí; yo con mi familia, Diddi con su mujer y su hijo, mi hermanastra y algunos empleados.

– Pero no tenía hijos.

– No.

– ¿Qué más personas tenía cercanas, aparte de ti?

– Quiero señalar que eres tú la que dice que yo estaba cercano. Supongo que su hermano. Sus padres todavía viven.

– ¿Alguien más?

Mauri Kallis sacudió la cabeza.

– Venga, vamos -dijo Anna-Maria animándolo-. ¿Amigas? ¿Novio?

– Esto es complicado -respondió Mauri Kallis-. Inna y yo trabajábamos juntos. Era una buena… compañera. Pero no era de esas personas que hacen amigos para toda la vida. Era muy inquieta para ello. No necesitaba hablar por teléfono con las amigas y explicárselo todo. Y, sinceramente, los novios iban y venían. Nunca los conocí. Este trabajo era perfecto para ella. Podíamos ir a una conferencia o a un evento internacional, y en la fiesta que daban por la noche conseguía diez inversores.

– ¿Qué hacía en su tiempo libre? ¿Con quién se veía?

– No sé.

– Por ejemplo, ¿qué hizo la última vez que estuvo de vacaciones?

– No lo sé.

– Pues me parece raro, ya que eras su jefe. Yo tengo un buen control de lo que hacen mis hombres en su tiempo libre.

– Vaya.

Anna-Maria Mella se quedó callada esperando. A veces aquello ayudaba pero no con aquel tipo. Mauri Kallis también se quedó callado, al parecer sin que el silencio le afectara en absoluto.

Al final fue Anna-Maria la que volvió a hablar. Se iban a ir enseguida. La conversación se hizo arisca y escueta.

– ¿Sabes si se sentía amenazada de alguna manera?

– No que yo sepa.

– ¿Cartas, conversaciones? ¿Algo por el estilo?

Mauri Kallis sacudió la cabeza.

– ¿Tenía enemigos?

– No creo.

– ¿Hay alguien que esté resentido con la empresa y pienses que puede haber hecho esto?

– ¿Por qué?

– No sé. Por venganza o una advertencia.

– ¿Quién podría haber sido?

– Soy yo quien te pregunta a ti -replicó Anna-Maria-. Hacéis negocios de alto riesgo y mucha gente debe de haber perdido dinero. Quizás alguien que se sienta engañado.

– Nosotros no hemos engañado a nadie.

– De acuerdo, vamos a dejarlo.

Mauri Kallis dejó entrever un halo de teatral agradecimiento.

– ¿Quién sabía que estaba en la casa que la empresa tiene en Abisko?

– No sé.

– ¿Lo sabías tú?

– No. Se había tomado unos días de vacaciones.

– Bueno -resumió Anna-Maria-. No sabes con quién salía, lo que hacía en su tiempo libre, si se sentía amenazada o si había alguien que pudiera estar resentido con el grupo… ¿Hay algo que quieras explicarme?

– No parece que sea así.

Mauri Kallis se miró el reloj.

A Anna-Maria le entraron ganas de zarandearlo.

– ¿Hablasteis de sexo alguna vez? -preguntó-. ¿Sabes si… tenía hábitos especiales en cuanto al sexo?

Mauri Kallis parpadeó.

– ¿Qué quieres decir? -inquirió-. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿Hablasteis de ello alguna vez?

– ¿Por qué? ¿Es que la han… había algo… la han agredido sexualmente?

– Como ya te he dicho es demasiado pronto…

Mauri Kallis se levantó.

– Disculpa pero me tengo que ir.

Y con aquellas palabras abandonó la sala tras un rápido apretón de manos con Anna-Maria. No le dio tiempo ni de apagar la grabadora y la puerta ya se había cerrado tras él.

Anna-Maria se levantó y miró hacia el aparcamiento. Kiruna por lo menos tenía el detalle de mostrar su mejor cara. Una buena capa de nieve y un sol extraordinario.

Mauri Kallis, Diddi Wattrang y su jefe de seguridad salieron de la jefatura y se dirigieron hacia el coche de alquiler.

Mauri Kallis iba dos metros delante de Diddi Wattrang y no intercambiaron ni una sola palabra. El jefe de seguridad abrió una de las puertas de atrás a Mauri Kallis pero éste dio la vuelta alrededor del coche y se sentó en la parte delantera, al lado del conductor.

«Mira por dónde -pensó Anna-Maria-. Los que parecían ser tan amigos cuando salieron juntos en la tele.»

– ¿Cómo ha ido? -le preguntó Sven-Erik Stålnacke a Anna-Maria cinco minutos más tarde.

Él, Anna-Maria y Tommy Rantakyrö estaban en el despacho de ella tomando café.

– ¿Qué puedo decir? -respondió Anna-Maria para ganar tiempo-. Seguramente ha sido el peor interrogatorio que he hecho en toda mi vida.

– Qué va -la animó Sven-Erik.

– Hubiera sido mejor no haberlo hecho, te lo prometo. ¿Qué tal fue con Diddi Wattrang?

– Regular. Igual deberíamos haberlo hecho al revés. Seguro que hubiera estado más a gusto hablando contigo. Así que lo que dijo… Que era su mejor amiga y después se echó a llorar. No sabía que estaba en Abisko pero por lo visto era allí donde se encontraba. No ha dicho mucho de lo que solía hacer ella. Tenía algunos novios pero en estos momentos ninguno, que supiera el hermano.

– El jefe de seguridad, Mikael Wiik, es un tío genial -aseguró Tommy Rantakyrö-. Hemos tenido tiempo de hablar un rato. Hizo la mili como paracaidista y después estudió para oficial de la reserva.

– Pero era policía -se quiso asegurar Sven-Erik.

– Es decir, aquí hay alguien que tiene secretos y se los calla -dijo Anna-Maria, que aún tenía la cabeza en la conversación con Mauri Kallis-. O ella o ellos.

– Sí, era policía -respondió Tommy Rantakyrö-. Pero después pidió plaza de oficial en la reserva en el Grupo Especial de Protección. Me debería haber esforzado más cuando hice la mili en lugar de perder el tiempo como un zángano. Claro que te pueden destinar a Iraq o te puede salir un trabajo en una empresa de seguridad de guardaespaldas, o algo así. Si tienes experiencia como policía, quiero decir. No es necesario que seas militar. Cuando Mikael Wiik dejó la formación en el GEP y se pasó a la privada, se sacaba quince mil euros al mes.

– ¿Con Kallis? -preguntó Sven-Erik.

– No, en Iraq. Pero después quiso trabajar en Suecia y tomárselo con más calma. Ese tío ha estado en todas partes… aunque no en sitios a los que vayas de vacaciones con los niños.

Anna-Maria, de pronto, estuvo atenta a la conversación de los compañeros. Le pareció reconocer la última frase en boca de Mikael Wiik.

– Quédate aquí con nosotros y no te vayas a que los terroristas te peguen un tiro en la cabeza -dijo Sven-Erik a Tommy Rantakyrö, que tenía la cabeza llena de sueños de una vida más aventurera y con mucho dinero en el bolsillo.


Mikael Wiik dejó la E10 para dirigirse al aeropuerto de Kiruna.

Mauri Kallis y Diddi Wattrang iban callados todo el tiempo. No nombraron a Inna ni una sola vez y Mikael Wiik no vio llorar a ninguno de los dos. En cuanto se quedaron solos, no se miraron en ningún momento. Se dio cuenta de que ninguno de los dos le preguntó sobre sus observaciones. Lo que creía. Lo que había conseguido saber de su conversación con Tommy Rantakyrö.

Ahora empezaba la historia de después de Inna Wattrang, eso era seguro. Todo era más divertido cuando ella estaba allí.

Después del tiempo que se pasó en el GEP, Mikael Wiik no soportaba seguir en Suecia. Cuando fue a la entrevista de trabajo con Mauri Kallis, era un hombre que se levantaba a las tres de la mañana luchando contra una sensación, cada vez más fuerte, de que la vida carecía completamente de sentido.

Inna lo ayudó el primer año en Kallis Mining. Era como si ella supiera lo que le pasaba. Siempre encontraba un momento para hablar de los negocios de Mauri, a quiénes veía y por qué. Despacio, empezó a sentir que formaba parte de Kallis Mining. Nosotros contra ellos.

Todavía dormía mal y se despertaba pronto, pero no tan pronto. Y no echaba de menos estar en el Congo, Iraq, Afganistán o en lugares así.

De pronto Mauri Kallis rompió el silencio del coche.

– Si es un crimen sexual, ese puto cabrón lo pagará con su vida -dijo decidido.

Mikael Wiik miró de reojo a Diddi Wattrang por el espejo retrovisor. Parecía tan muerto como su hermana, con ojeras, la cara blanca como el papel, los labios agrietados y la nariz enrojecida de tanto sonarse. Se sujetaba los codos con las manos, quizá porque tenía frío, quizá para evitar que le temblaran. Le había llegado el momento de espabilarse.

– ¿Dónde aterrizaremos? -preguntó Diddi-. ¿Skavsta o Arlanda?

– Skavsta -informó Mikael Wiik cuando vio que Mauri no respondía.

– ¿Vas a casa? -preguntó Diddi a Mikael.

Mikael Wiik asintió con la cabeza. Vivía en el barrio de Kungsholmen con su novia. En Regla tenía una habitación para pasar la noche, con cocina y baño, pero la utilizaba muy pocas veces.

– Entonces me iré contigo a Estocolmo -dijo Diddi mientras cerraba los ojos haciendo ver que se ponía a dormir.

Mikael Wiik asintió de nuevo. No era asunto suyo decirle a Diddi Wattrang que debería irse a su casa con Ulrika y con su hijo de siete meses.

«Problemas -pensó-. Será mejor estar preparado.»


Mauri Kallis miraba por la ventanilla.

«Hubiera querido tocarla», pensó.

Intentaba recordar las veces que lo había hecho. De verdad, una caricia real.

En esos momentos sólo recordaba una vez.


Es el verano de 1994. Hace tres años que se ha casado. El niño mayor tiene dos, el pequeño unos meses. Mauri está junto a la ventana del salón pequeño tomando un whisky, mirando hacia abajo, hacia la casa de Inna, la antigua lavandería que, por fin, han acabado de renovar.

Sabe que Inna acaba de llegar a casa de una visita que ha hecho a unas instalaciones para la preparación de la extracción de yodo en el desierto chileno de Atacama.

Ha cenado con Ebba. La niñera acaba de acostar a Magnus y Ebba le pone a Carl en los brazos. Coge al bebé. No sabe exactamente qué es lo que espera ella de él, así que mantiene fija la mirada en el niño y no dice nada. Ebba parece que se queda contenta con aquello. Al cabo de un momento le duelen la nuca y los hombros, quiere que lo sujete ella pero aguanta. Después de una eternidad Ebba le coge al niño.

– Voy a acostarlo -le explica-. Tardaré una hora. ¿Me esperas?

Él promete esperarla.

Después se queda allí junto a la ventana y de pronto empieza a echar de menos a Inna intensamente.

«No me quedaré mucho rato -se miente a sí mismo-. Sólo voy a ver cómo ha ido por Chile. Me da tiempo de estar de vuelta antes de que Ebba haya dormido a Carl.»

Inna ha deshecho las maletas. Parece sinceramente contenta de verlo. Él también se alegra. Contento de que trabaje para él. Contento de que viva en Regla. Ella tiene un sueldo alto y un alquiler bajo. En sus malos momentos aquello le enfada y hace que se sienta inseguro. Entonces le hace sufrir la sensación de que la está comprando.

Pero cuando está con ella, nunca se siente así.

Empiezan con el whisky que él ha llevado hasta allí. Después fuman un poco, se ponen un poco tontos y les da por bajar a bañarse. Pero se arrepienten y se quedan tumbados sobre el césped, abajo, junto al antiguo embarcadero. Lo que queda de sol vibra a los lejos, en el horizonte, desaparece. El cielo se vuelve negro y Mauri Kallis percibe en los ojos la suave luz de las estrellas que siempre le despiertan unos pensamientos vertiginosos sobre el infinito.

«Así tendría que ser siempre -piensa Mauri-. Siempre que no trabajo. ¿Por qué se ha de casar uno? Seguro que no es por tener sexo gratis. El sexo con tu propia mujer es el sexo más caro que se puede tener. De verdad. Lo pagas toda la vida.»

Cuando se casó con Ebba se posicionó respecto a Inna. Incluso, durante un tiempo, Inna dejó de ser tan importante para él. Era difícil precisarlo, pero su relación de fuerzas con los hermanos Wattrang cambió. Fue menos dependiente. Ya no trabajaba los fines de semana para que no se imaginaran que le preocupaba que no lo invitaran a lo que ellos fueran a hacer.

Devuelve lo que le quitó a Inna aquella vez. En ese preciso momento considera que aquello no puede seguir así.

Se vuelve hacia ella y la mira.

– ¿Sabes por qué me casé con Ebba? -le pregunta.

Inna está dando una calada al cigarrillo y no puede contestar.

– O, mejor dicho, ¿por qué me enamoré de ella? -añade Mauri-. Porque cuando era pequeña, tenía que andar un kilómetro hasta la parada del autobús escolar.

Inna expele el humo a su lado.

– Es verdad. Cuando era pequeña vivían en Vikstaholm. Después tuvieron que vender aquello, pero bueno… a alguien como yo… lo que decía… a un nuevo rico… Pero así fue.

Le cuesta tanto seguir el hilo del relato que Inna se echa a reír a su lado. Él continúa:

– Iba a la escuela en autobús y una vez me explicó cómo andaba aquel kilómetro que había de distancia entre el castillo y la carretera. Decía que recordaba las palomas zurita que arrullaban y chapoteaban entre los matorrales cuando ella pasaba sola por la mañana por el camino de grava. Me dejó fascinado. La imagen de aquella chiquilla andando con un maletín colgado de una correa en el hombro en dirección a la carretera. Y el silencio de la mañana roto por el arrullo de las palomas.

Es un cerdo y lo sabe en cuanto las palabras abandonan su boca. Le corta la cabeza a Ebba y se la sirve en bandeja de plata a Inna. Aquella imagen ha sido una cosa pequeña pero sagrada. Ahora la ha arrugado hasta convertirla en basura.

Pero Inna no piensa nunca como él cree. Deja de reír y señala algunas constelaciones que reconoce y que ahora deberían verse con mayor claridad.

Después dice:

– La verdad es que me parece un motivo extraordinario para casarse con alguien. Quizá el mejor que he oído nunca.

Se pone de lado y lo mira. Nunca han tenido relaciones sexuales. De alguna manera, ella le ha hecho sentir que tienen algo en común mayor que eso. Son amigos. Sus novios, o lo que quiera que sean, vienen y van. Mauri nunca será un ex.

Se quedan allí tumbados cara a cara. Él le coge la mano. Ha fumado y, de pronto, se siente lleno de la sensación de que el amor no le hace vulnerable. No cuesta nada amar. Se convierte uno en Gandhi, Jesús o el cielo estrellado.

– Oye… -le dice.

Después su pensamiento se va corriendo a buscar, en vano, las palabras que nunca utiliza.

– Estoy muy contento de que te hayas venido a vivir aquí -le dice finalmente.

Inna sonríe. A él le gusta que sonría y esté callada. Que no diga: «Yo también estoy contenta» o «Eres encantador». Él ha aprendido lo cerca que ella tiene esas palabras. Le suelta la mano antes de que ella tenga tiempo,de decir nada.


Anna-Maria Mella se hundió en el sillón de las visitas de Rebecka Martinsson. Eran las dos y cuarto de la tarde.

– ¿Qué tal va todo?

– No muy bien -respondió Rebecka con una media sonrisa-. Estoy bloqueada.

«Y no recibo ningún e-mail de Måns», pensó mientras miraba de reojo el ordenador.

– Uno de esos días, ¿eh? Haces un montón y después lo conviertes en tres montones nuevos. Pero ¿no tenías tribunales esta mañana?

– Sí, y ha ido bien. Sólo que esto…

Rebecka hizo un gesto hacia los expedientes y los papeles que cubrían todo su escritorio.

Anna-Maria le sonrió pícara a la vez que exclamaba:

– ¡Qué diablos! Esta conversación está tomando un cariz equivocado. Lo que había pensado yo es que siguieras ayudándonos en el caso de Inna Wattrang.

Rebecka Martinsson se puso contenta.

– Muy bien -respondió-. Tú pide.

– Me gustaría que te enteraras de cosas sobre ella. Es decir, todo lo que sale en los registros. La verdad es que no sé lo que estoy buscando…

– Algo fuera de lo normal -añadió Rebecka-. Pagos, hechos y recibidos, la venta inesperada de alguna propiedad. ¿Miro también qué intereses económicos tenía en Kallis Mining? ¿Entró como inversora privada? ¿Ha vendido o comprado de forma extraña? ¿En qué ganó y en qué perdió?

– Sí, por favor -respondió Anna-Maria levantándose-. Tengo que ir al baño. Pensaba ir a la cabaña donde la mataron, así que saldré ahora antes de que se haga oscuro.

– ¿Puedo ir contigo? -preguntó Rebecka-. Sería interesante verlo.

Anna-Maria apretó los dientes e hizo una rápida elección. Cierto que debería negarse, ya que Rebecka no tenía nada que ver con el lugar del crimen. Además, había riesgo de que le diera un ataque. ¿Qué podía provocarle el hecho de que se hubiera cometido un asesinato en una cabaña? Era imposible adivinarlo. Anna-Maria no era psicóloga. Por otra parte, Rebecka era una tía legal y colaboraba en la investigación. De lejos, tenía muchos más conocimientos en economía que ningún otro en su grupo. Ni soñar que alguien de los de Delitos Económicos dedicara el mínimo tiempo a buscar algo que Anna-Maria no supiera qué era exactamente. Además, Rebecka era una persona adulta y responsable de su propia salud.

– Pues date prisa -respondió.


Anna-Maria Mella disfrutó del viaje en coche hasta Abisko.

«No puede ser más bonito -pensó-. Con la nieve y el sol y con toda la gente en motonieve y esquiando por el lago.»

Rebecka Martinsson iba sentada a su lado y estudiaba el sumario de la causa mientras hablaba con ella.

– ¿Tú tienes cuatro hijos?

– Sí -respondió Anna-Maria y se puso a hablar de ellos.

«Si pregunta, yo contesto», pensó.

Le explicó que a Marcus, que estudiaba el último año de bachillerato, apenas le veía el pelo.

– Claro que a veces viene a casa porque necesita dinero o a cambiarse de ropa. A mí no me parece que ensucie la ropa lo más mínimo, pero es una jodienda con tanta ducha, tanto cambiarse y tanto spray. Jenny tiene trece años y es igual. Peter hará nueve la semana que viene. Juega con piezas de Bionicle y es el niño de mamá. Es lo contrario de los mayores. Nunca va con los amigos y le gusta estar solo en casa. Claro que eso tampoco es bueno y una se intranquiliza.

– Y Gustav.

– Humm -murmuró Anna-Maria y se abstuvo de explicar cómo le había ido a Robert el otro día cuando fue a dejar a Gustav en la guardería. Todavía había límites. Esas cosas sólo le parecen divertidas a las otras madres.

Se quedaron calladas. Fue la noche en que nació Gustav cuando Rebecka, en defensa propia, mató a tres hombres en una cabaña en Jiekajärvi. La apuñalaron con un cuchillo y si los compañeros de Anna-Maria no hubieran ido hasta allí habría muerto.

– A ése sí que le gusta darle besos a su madre -dijo Rebecka.

– Pero en realidad es el mayor fan que tiene su padre. Hace unos días Robert estaba en el baño meando. Estoy casada con uno de esos tipos que creen que se puede volver homo si se sienta. ¿Y quién limpia cuando han sido los chicos? Bueno, a lo que iba. Estaba meando y Gustav estaba a su lado con una mirada de total admiración. «Papá -dijo devoto-. ¡Tienes una pirula enorme! Es como la pirula de un elefante.» Deberías haber visto a mi marido después de aquello. Fue como…

Hizo un gesto con el brazo como si batiera un ala y acabó imitando el quiquiriquí del gallo.

Rebecka se echo a reír.

– Pero ¿Marcus es el favorito o qué?

– Qué va, a todos se les quiere de la misma manera -respondió Anna-Maria con la mirada atenta a la carretera.

«¿Cómo narices puede haberlo adivinado Rebecka?» Anna-Maria intentó rebobinar las últimas frases. Era verdad. Marcus era su preferido de una manera un tanto especial. Siempre habían sido algo más que madre e hijo. También eran amigos aunque era algo que ella nunca dejó entrever, explicó o admitió ni siquiera para sí misma.

Cuando bajaron del coche junto a la cabaña de Kallis Mining, Anna-Maria pensó que casi se sentía engañada. Rebecka la había hecho hablar de sus cosas en el camino de subida, del trabajo y de la familia pero Rebecka no había dicho ni una sola palabra de sí misma.

Anna-Maria abrió la puerta y le enseñó la cocina a Rebecka, donde habían arrancado la plancha de linóleo.

– Estamos esperando la respuesta del laboratorio pero partimos de la base de que era la sangre de Inna Wattrang la que estaba en esa pequeña hendidura. Así que creemos que fue justo aquí donde la mataron. Hemos encontrado rastros de cinta adhesiva en una de sus muñecas, en un tobillo y en una silla como esas de ahí.

Señaló las sillas de cocina hechas con roble oscuro.

– Y esperamos saber de qué tipo de cinta se trata. A ver si nos llega el informe del médico forense aunque, de forma preliminar, ha dicho que no fue violada… pero ya sabes, me pregunto si hubo coito. En ese caso, aún se decantaría más hacia una especie de juego sexual…

Rebecka asintió con la cabeza para confirmar que escuchaba mientras miraba a su alrededor.

«Si espero a alguien -pensó Rebecka mientras se le formaba la imagen de Måns Wenngren en la cabeza-, me pongo una ropa interior atractiva. ¿Qué más hago? Limpio y recojo, naturalmente, para que todo resulte bonito y agradable.»

Miró el montón de platos en el fregadero y los envases de leche vacíos.

– La cocina está bastante desordenada -le dijo al cabo a Anna-Maria.

– Deberías ver cómo está en mi casa a veces -murmuró la inspectora.

«Y compro algo rico para comer y algo para beber», continuó Rebecka con su reflexión.

Abrió la nevera. Allí había unos platos de comida precocinada para calentar en el microondas.

– ¿Sólo había esto en la nevera?

– Sí.

«Sea como fuere, no era una amistad reciente -pensó Rebecka-. No necesitaba aparentar nada. Pero ¿por qué la ropa de deporte?»

No le cuadraban las cuentas. Cerró los ojos y empezó de nuevo.

«Él está de camino -pensó-. Por algún motivo no necesito ni arreglar la casa ni comprar nada. Me llama desde el aeropuerto de Arlanda.»

Pensó en la voz cansina de Måns al teléfono.

– El teléfono -le dijo a Anna-Maria sin abrir los ojos-. ¿Tenéis su móvil?

– No, no encontramos ninguno. Pero estamos investigando con los servidores, claro.

– ¿Ordenador?

– No.

Rebecka abrió los ojos y miró a través de la ventana de la cocina hacia el lago Torneträsk.

– Una chica así, con un trabajo como el suyo -dijo-. Está claro que tenía portátil y móvil. La encontraron en una cabaña aquí fuera. Yo creo que deberíais enviar a los buzos que trabajan bajo el hielo a ver si el que la llevó hasta la cabaña echó el móvil en el agujero de pescar.

– Sí, es una buena idea -respondió Anna-Maria sin dudar.

Claro que debería sentirse agradecida. O decirle algo a Rebecka para elogiarla, pero no había manera. Lo que sintió fue rabia por no haberlo pensando ella antes. ¿Y para qué cojones tenía a los compañeros?

Anna-Maria miró el reloj. Los buzos podrían llegar antes de que se hiciera oscuro si venían directamente.


A las cuatro y cuarto de la tarde del lunes aterrizó un grupo de buzos formado por tres hombres y Sven-Erik. Con una sierra habían hecho un agujero en el hielo de un metro de diámetro. Habían trabajado con un taladro eléctrico y sierras de motor y después tuvieron un arduo trabajo para separar el grueso trozo cortado de la capa de hielo. Al grupo de buzos les ayudaron a cargarlo y a subirlo los inspectores Anna-Maria Mella, Sven-Erik Stålnacke y la fiscal de refuerzo, Rebecka Martinsson. El sol achicharraba y debajo de sus mojados jerséis les dolían los músculos por el esfuerzo.

A medida que el sol iba desapareciendo, la temperatura bajó y empezaron a sentir frío.

– Tenemos que precintar la zona y marcar esto de puta madre para que nadie se caiga dentro -dijo Sven-Erik Stålnacke.

– Fue una suerte que fuera aquí mismo -dijo el que se encargaba de la cuerda a Anna-Maria Mella y a Sven-Erik Stålnacke-. No debería ser muy profundo, ya veremos.

El buzo de reserva estaba sentado sobre una protección contra el frío junto al agujero y levantó la mano como saludo cuando el compañero desapareció debajo del hielo con un foco de 75 vatios. El encargado de la cuerda soltó y a la superficie salieron algunas burbujas. El buzo nadaba debajo del hielo en dirección hacia la cabaña donde encontraron a Inna Wattrang.

Anna-Maria temblaba de frío. La ropa mojada le robaba el calor y debería correr un poco para mantener el cuerpo caliente, pero no tenía fuerzas.

Rebecka sí lo hizo. Corrió a lo largo de las huellas de la motonieve. Dentro de poco se haría de noche.

– Seguro que cree que somos subnormales -le dijo Anna-Maria a Sven-Erik Stålnacke-. Primero nos tiene que explicar acuerdos y fusiones y cambios en los movimientos de capital, y después nos enseña a hacer nuestro trabajo.

– Ni hablar -respondió Sven-Erik-. Pensó en una cosa antes que tú y eso lo puedes soportar, ¿no?

– No -replicó Anna-Maria sólo medio seria.

Al cabo de doce minutos el buzo salió a la superficie. Se quitó el regulador de la boca.

– No he podido ver nada en el fondo -dijo-, pero encontré esto aunque no sé si es algo. Flotaba debajo del hielo a quince metros del agujero, debajo de la cabaña.

Tiró sobre el hielo un bulto de tela. El encargado de la cuerda y el buzo de reserva ayudaron a su compañero a salir mientras Anna-Maria y Sven-Erik desdoblaban el bulto.

Era una gabardina de hombre, de popelina color beige. A prueba de viento, con cinturón y un ligero forro.

– No tiene por qué ser algo.

Tenía entre las manos una taza de café caliente.

– La gente tira cualquier mierda al agua -dijo-. Joder lo que hay ahí abajo. Envases de albóndigas congeladas, bolsas de plástico…

– Creo que es algo -dijo Anna-Maria al cabo de un rato.

En la hombrera izquierda de la gabardina había unas débiles manchas de color rosa claro.

– ¿Sangre? -preguntó Sven-Erik.

– ¡Dios te oiga! -exclamó Anna-Maria mientras levantaba las manos en un gesto de oración ficticia a los poderes superiores-. Ojalá sea sangre.

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