MIÉRCOLES

19 de Marzo de 2005

Como era habitual, Anna-Maria Mella se despertó porque Gustav le daba patadas en la espalda.

Miró el reloj. Las seis menos diez. De todas formas dentro de poco sería la hora de levantarse. Atrajo hacia sí a su hijo y le apretó la nariz contra el pelo. Gustav se volvió hacia ella. Estaba despierto.

– Hola mamá -la saludó.

Al otro lado del niño gruñía Robert, que se tapó la cabeza con el edredón en un inútil intento de robar unos cuantos minutos más de sueño.

– Hola, amigo mío -le respondió Anna-Maria fascinada.

¿Cómo podía ser alguien tan precioso? Le acarició su suave pelo de niño y lo besó en la frente y en los labios.

– Te quiero -le dijo-. Eres el más guapo del mundo.

Él también le acarició el pelo y de pronto se puso serio, le tocó con cuidado alrededor de los ojos y dijo preocupado:

– Mamá, estás rota del todo.

Debajo del edredón al otro lado se oyó una risa ahogada mientras se veía que el cuerpo de Robert saltaba arriba y abajo.

Anna-Maria intentó darle una patada a su marido pero era difícil porque Gustav estaba en medio como un muro protector.

En ese mismo momento sonó su teléfono.

Era el inspector de policía Fred Olsson.

– ¿Te he despertado? -preguntó.

– No, ya he tenido una auténtica wake up-call -respondió riendo Anna-Maria que intentaba todavía darle una patada a Robert, a la vez que Gustav trataba de meterse debajo del edredón con su padre.

Robert se había enrollado en él y hacía todos los esfuerzos del mundo para que nadie lo destapara.

– Has dejado dicho que quieres oír las malas noticias de inmediato.

– No, qué va -se reía Anna-Maria saliendo de la cama de un salto-. Yo nunca he dicho eso y hoy ya me han dado la peor noticia del año.

– ¿Qué es lo que está pasando por ahí? -preguntó Fred Olsson-. ¿Es que estáis de fiesta? Escucha lo que te digo: el hombre con la gabardina de color claro…

– John McNamara.

– John McNamara. No existe.

– ¿Qué quieres decir con que no existe?

– Has recibido un fax de la policía británica. El John McNamara que alquiló un coche en Kiruna murió hace un año y medio en Iraq.

– Voy enseguida -dijo Anna-Maria-. ¡Joder!

Se puso la ropa y al edredón viviente le dio una palmadita de despedida.


A las siete menos cuarto, Mikael Wiik, el jefe de seguridad de Mauri Kallis, subía por la avenida de tilos que llevaba a Regla. Desde Kungsholmen, en el centro de Estocolmo, se tardaba una hora en llegar. Aquella mañana se había levantado a las cuatro y media para poder tener una reunión a primera hora con Mauri Kallis, pero no se quejaba. A él no le importaba madrugar y, además, el Mercedes que llevaba era nuevo. En fin de año había invitado a su pareja a un viaje a las Maldivas.

A doscientos metros de la primera verja de hierro pasó al lado de Ebba, la esposa de Mauri, que iba montada en un caballo negro. Empezó a aminorar la marcha con bastante margen, la saludó amablemente y Ebba le devolvió el saludo. Por el retrovisor vio cómo el caballo daba unos pasos de baile cuando las puertas de la verja empezaron a abrirse. El coche no lo había asustado.

«Putos caballos -pensó mientras cruzaba la segunda verja de hierro-. Nunca saben qué es peligroso de verdad. De pronto les da por encabritarse porque hay una ramita en el camino que ayer no estaba.»

Mauri Kallis ya estaba sentado en el comedor con una montaña de periódicos, dos suecos y el resto extranjeros, al lado de la taza de café.

Mikael Wiik saludó con un hola y se proveyó de café y un croissant. El desayuno de verdad se lo había tomado en casa antes de salir. No era la clase de tipo que se sentaba a zamparse un plato de gachas de avena delante de su jefe.

«Nadie conoce a un hombre tanto como su guardaespaldas», pensó mientras tomaba asiento. Sabía que Mauri Kallis le era fiel a su mujer, si no se tenían en cuenta las ocasiones en las que los socios en algún negocio invitaban a café, copa, puro y chicas, por así decirlo. O cuando el propio Kallis era el que invitaba, consciente de que eso era lo que el pez necesitaba para morder el anzuelo. En esos casos formaba parte del trabajo, así que no contaba.

Kallis tampoco bebía demasiado. Mikael Wiik sospechaba que lo hacía antes, cuando sólo estaban Kallis, Inna y Diddi Wattrang. Claro que en los dos años que Mikael Wiik llevaba trabajando para él se había tomado una y dos copas de vino y alguna cosita más junto a Inna. Pero en el trabajo, nunca. Cuando había cenas de negocios o reuniones en algún local, uno de los cometidos de Mikael Wiik era hablar con los camareros y el personal de servicio y soltarles algo para que a Mauri Kallis le sirvieran bebidas sin alcohol y zumo de manzana en lugar de whisky sin que nadie se diera cuenta.

Cuando salía de viaje, Mauri Kallis se hospedaba siempre en hoteles con buenas instalaciones deportivas y solía bajar al gimnasio a primera hora para entrenarse. Prefería el pescado a la carne y leía biografías y estudios, no novelas.

– El entierro de Inna -le dijo Mauri Kallis a Mikael Wiik-. Había pensado pedirle a Ebba que se encargara, así que tú y ella podríais hablar para ver cómo lo hacéis. La reunión con Gerhart Sneyers no la podemos aplazar porque vuela de Bélgica o Indonesia pasado mañana, o sea que tendremos cena sencilla y dejaremos la reunión para el sábado por la mañana. Habrá más gente del African Mining Trust, tendrás una lista mañana al mediodía como muy tarde. Viajan con su seguridad privada, evidentemente, pero bueno, ya sabes…

«Ya lo sé», pensó Mikael Wiik. Los caballeros que se dirigían a Regla iban bien protegidos pero eran bastante paranoicos, aunque algunos tenían motivos para serlo.

Gerhart Sneyers, por ejemplo. Propietario de minas y de compañías petroleras. Presidente del African Mining Trust, una unión de empresarios extranjeros con compañías en África.

Mikael Wiik recordó la primera reunión de Mauri y Gerhart Sneyers. Mauri e Inna habían volado hasta Miami sólo para verse con él. Mikael Wiik nunca había visto a Mauri tan nervioso.

– ¿Cómo voy? -le preguntó a Inna-. Voy a cambiarme de corbata. ¿O paso de llevarla?

Inna le había impedido que volviera a subir a la habitación.

– Estás perfecto -le aseguró-. Y recuerda: es Sneyers quien ha querido tener esta reunión. Él es el que tiene que estar nervioso y quien te tiene que dar jabón. Tú sólo tienes que…

– … echarme hacia atrás y escuchar -terminó Mauri como si se lo supiera de memoria.

Se encontraron en el vestíbulo del hotel Avalon. Gerhart Sneyers rondaba los cincuenta y se mantenía en buena forma. Le empezaban a asomar las canas entre su pelo rojo tupido, era guapo de cara, con rasgos masculinos y bastante marcados, y tenía la piel blanca y cubierta de pecas. Primero saludó a Inna como un caballero, luego a Mauri Kallis. A los guardaespaldas no se les prestó la menor atención, aunque entre ellos sí se saludaron de manera casi imperceptible. Al fin y al cabo, se dedicaban a lo mismo.

Sneyers llevaba dos guardaespaldas. Iban vestidos con traje y gafas de sol, lo cual les daba un considerable aspecto de mafiosos. Mikael Wiik se sentía como el chaval que llega del pueblo, con su chaqueta verde menta y su gorra. Su defensa interior se activó bastante con pensamientos despectivos.

«Seboso», pensó de uno de los guardaespaldas. «Ése no pasa de los cien metros. Aunque no le cuenten el tiempo.»

«Un cachorro», pensó del otro.

Bajaron todos en comitiva por Ocean Drive hacia un barco que había alquilado Gerhart Sneyers. El viento movía las hojas de las palmeras, pero aun así hacía suficiente calor como para sudar.

El cachorro se desconcentraba todo el rato; le brotaba una sonrisita burlona cada vez que veía algún musculitos haciendo footing por la orilla de la playa para quemar grasa y con los pantalones cortos metidos entre las nalgas para tener un bronceado uniforme.

El barco era un Fairline Squadron de 74 pies, cama doble en cubierta, motores Caterpillar dobles y una velocidad punta de 33 nudos.

– It’s what the celebrities want -dijo el cachorro con su inglés macarrónico mirando la cama de la cubierta-. No es precisamente para tumbarse a tomar el sol -aclaró.

Mauri, Inna y Gerhart Sneyers habían bajado al camarote. Mikael Wiik se disculpó y les siguió el paso.

Cuando llegó al salón se quedó parado después de atravesar la puerta.

Gerhart Sneyers estaba a punto de decir algo, pero hizo una pausa cuando apareció Mikael Wiik, lo bastante larga como para que Mauri tuviera tiempo de pedirle que se marchara. Pero Mauri permaneció callado y se limitó a echarle una mirada a Gerhart en señal de que podía continuar.

«Una demostración de fuerza-pensó Mikael Wiik-. Mauri decide quién puede estar y quién no. Gerhart está solo, Mauri tiene a Inna y a mí.»

Inna le lanzó a Mikael la mirada más corta del mundo. Eres uno de los nuestros, nuestro equipo, los ganadores. Los peces gordos como Gerhart Sneyers van como locos por tener una reunión con nosotros.

– Lo dicho -le dijo Gerhart Sneyers a Mauri-. Llevamos tiempo con los ojos puestos en ti, pero quería ver qué rumbo tomabas en Uganda. No sabíamos si ibas a vender cuando terminara la prospección. Quería ver de qué madera estás hecho y he podido comprobar que de la buena. Los cobardes no se atreven a invertir en esas regiones, son demasiado inseguras. Pero glory to the brave, ¿no es cierto? ¡Por Dios, qué yacimiento! Allí pueden extraer oro hasta los niños con un palo de madera y un trapo, así que imagínate lo que podríamos hacer nosotros…

Hizo una pausa para que Mauri tuviera la oportunidad de decir algo, pero Mauri continuó callado.

– Ahora mismo eres propietario de grandes minas en África -continuó Sneyers-, así que nos sentiríamos halagados si quisieras entrar en nuestro pequeño… club de aventureros.

Está hablando del African Mining Trust, una unión de propietarios extranjeros de minas en África. Mikael Wiik los conoce de oídas por conversaciones de Inna y Mauri, y también les ha oído hablar de Gerhart Sneyers.

Gerhart Sneyers aparece en la lista negra de Human Rights Watch de compañías que negocian con oro sucio del Congo.

«Su mina en el oeste de Uganda es más bien una tapadera para blanquear dinero», había dicho Mauri. «Las guerrillas saquean minas en el Congo, Sneyers les compra oro a ellos y también a Somalia y luego lo vende como si lo hubiera extraído de sus minas en Uganda.»

– Tenemos muchos intereses en común -prosiguió Gerhart Sneyers-. Construir infraestructura, dispositivos de seguridad. En caso de disturbios, los miembros del grupo pueden tomar un avión en menos de veinticuatro horas. Desde cualquier punto. Créeme, si hasta el momento no te has visto metido en algo así, ten por seguro que tarde o temprano te va a tocar, a ti o a tu personal. También trabajamos a largo plazo -dijo mientras rellenaba las copas de Mauri e Inna.

Inna se había terminado la suya, se la había cambiado a Mauri sin que nadie se diera cuenta y se había terminado también la de él. Gerhart Sneyers continuó hablando:

– Nuestro objetivo es meter a políticos europeos, americanos y canadienses en la junta directiva de nuestras empresas. Varias de las compañías madre del grupo cuentan con antiguos jefes de Estado entre sus directivos. También es una medida de presión. Ya sabes, son personas de gran influencia en los países que cooperan con el desarrollo. Sólo para que los negros no nos toquen las narices.

Inna se disculpó y preguntó por los servicios. En cuanto desapareció, Sneyers dijo:

– Vamos a tener problemas en Uganda. El Banco Mundial amenaza con congelar la ayuda para forzar unas elecciones democráticas, pero Museveni no está dispuesto a renunciar al poder. Y si se queda sin la ayuda tendremos un nuevo Zimbabwe. Ya no habría motivo para mantener buenas relaciones con Occidente y echarían a los inversores extranjeros de una patada. Y entonces nos quedaremos sin nada. Él se quedará con todo. Pero tengo un plan, aunque cuesta dinero.

– Veamos -dijo Mauri.

– Su primo Kadaga es general del ejército y han entrado en conflicto. Museveni cree que su primo no le es leal, lo cual es cierto, a decir verdad. Para reducirle el poder a Kadaga, Museveni está dejando de pagar los sueldos de sus soldados y tampoco les envía suministros. Sin embargo, Museveni tiene otros generales a los que sí apoya. La cosa ha llegado tan lejos que ahora Kadaga ni siquiera se acerca a Kampala por miedo a que lo encarcelen y que lo acusen de algún delito. Tiene montado todo un infierno allí arriba en el norte. El LRA y otros grupos están luchando contra tropas del gobierno para tomar el control sobre varias minas del Congo. Dentro de poco abandonaremos el norte de Uganda y entonces empezarán a luchar por esas minas. Para financiar sus guerras necesitan oro. Si el general Kadaga no puede pagar a sus soldados, se largarán con el mejor postor, otras tropas del gobierno o los grupos guerrilleros. Está dispuesto a negociar.

– ¿El qué?

– Se le dan medios económicos para rearmarse en poco tiempo y entrar en Kampala.

Mauri miró receloso a Gerhart Sneyers.

– ¿Un golpe de Estado?

– Quizá no. Para las relaciones internacionales es mejor que haya un régimen legal. Pero si Museveni fuese… eliminado, entonces se puede proponer un nuevo candidato para unas elecciones. Y ese candidato necesita el respaldo del ejército.

– ¿Y de qué candidato se trata? ¿Cómo se puede saber que las cosas van a mejorar con un presidente nuevo?

Gerhart Sneyers sonrió.

– Evidentemente, no puedo decirte de quién se trata, pero nuestro hombre tendrá la sensatez de llevarse bien con nosotros. Sabría que nosotros fuimos los que decidimos el destino de Museveni y que podríamos decidir también el suyo. Y el general Kadaga lo apoyará. Si Museveni desaparece del mapa, los demás generales también se apuntarán. Al menos la mayoría. Museveni is a dead end. Así que… ¿contamos contigo?

– Lo voy a pensar -respondió.

– No tardes demasiado. Y mientras piensas, transfiere dinero a un lugar desde donde puedas pagar sin que se pueda vincular a ti. Te pasaré el nombre de un banco de lo más discreto.

Inna regresó de su visita al baño. Gerhart Sneyers volvió a llenar sus copas y soltó su último cartucho:

– Fíjate en China. Les importa una mierda que el Banco Mundial no preste dinero a Estados no democráticos. Se meten a hacer préstamos de miles de millones para proyectos de industrias en países en vías de desarrollo y con ello se convierten en propietarios de las crecientes economías futuras. No pienso quedarme sentado mirando. Ahora tenemos una oportunidad en Uganda y el Congo.


Mikael Wiik salió de su ensimismamiento cuando Ebba Kallis entró en la cocina. Todavía llevaba puesta la ropa de montar y se bebió un vaso de zumo de un trago sin sentarse.

Mauri levantó la mirada del periódico.

– Ebba -dijo-. Los invitados de la cena de mañana, ¿lo tienes todo listo?

Ebba asintió.

– Y también había pensado pedirte que te encargaras del funeral de Inna -añadió-. Su madre… bueno, ya sabes… Tardaría un año en hacer la lista perfecta de invitados. Además, doy por hecho que me tocará a mí pagar la cuenta, así que estaré contento si eres tú y no ella quien lo compra todo.

Ebba asintió otra vez. No quería, pero no le quedaba elección.

«Él sabe que no me quiero encargar del funeral -pensó-. Y me menosprecia porque lo hago de todos modos. Soy su empleada más barata. Encima, me tocará a mí aguantar cuando venga la madre con sus deseos imposibles. No quiero montar ningún funeral -pensó Ebba Kallis-. ¿No la podemos simplemente… tirar a una zanja o algo así?»

No siempre había sentido eso. Al principio, Inna la había seducido a ella también y la dejó fascinada.


Es una noche a principios de agosto. Mauri y Ebba se acaban de casar y se han mudado a Regla, pero Inna y Diddi todavía no se han instalado allí.

Ebba se despierta porque siente que alguien le está clavando la mirada. Cuando abre los ojos ve a Inna inclinada sobre su cama y con un dedo cruzándole los labios pidiendo silencio. Sus ojos brillan con travesura en la oscuridad.

Inna está empapada y la lluvia sigue azotando la ventana. Mauri murmura algo en sueños y se da la vuelta. Inna y Ebba se miran conteniendo la respiración hasta que Mauri vuelve a respirar de manera pausada y constante. Entonces Ebba sale con cuidado de la cama y sigue los pasos de Inna mientras bajan a hurtadillas hasta la cocina. Se quedan allí sentadas. Ebba va a buscar una toalla para que Inna se seque el pelo, pero no quiere ropa seca. Descorchan una botella de vino.

– Pero ¿cómo has entrado? -le pregunta Ebba.

– He subido hasta la ventana de vuestro dormitorio. Era la única que estaba abierta.

– Estás loca. Te podrías haber partido la crisma. ¿Y la verja? ¿Y el vigilante?

Un herrero de la localidad justo acaba de instalar las puertas de hierro automáticas, así que Inna no tiene mando en el coche y el muro que rodea la casa solariega mide dos metros de altura.

– He aparcado el coche fuera y he trepado por encima del muro. Mauri quizá debería considerar cambiar de empresa de seguridad.

De pronto un rayo ilumina la noche exterior y el trueno llega apenas pasados unos segundos.

– Vamos a bañarnos al lago -dice Inna.

– ¿No es peligroso?

Inna sonríe y se encoge de hombros.

– Sí.

Bajan corriendo al embarcadero. Hay dos en el recinto de la propiedad: el viejo está un poco más allá y para llegar hay que cruzar un bosque bastante espeso. Ebba ha pensado construir una pequeña casa de baños en el futuro. Tiene muchos planes para Regla.

La lluvia cae a cántaros. El camisón de Ebba queda empapado y se le pega en los muslos. Cuando llegan al embarcadero se desnudan. Ebba es delgada y tiene poco pecho, Inna guarda las curvas de una estrella de cine de los años cincuenta. Los rayos atraviesan el cielo y los dientes de Inna brillan blancos en la oscuridad y la lluvia. Se tira de cabeza desde el embarcadero mientras Ebba se queda de pie tiritando en el último travesano. La lluvia azota la superficie del agua y parece que el lago esté hirviendo.

– ¡Salta! ¡Está caliente! -grita Inna agitando las piernas en el agua.

Y Ebba se tira.

El agua está increíblemente caliente y el frío se le pasa de golpe.

Es una sensación mágica. Nadan en el agua como dos criaturas, de aquí para allá, se zambullen y vuelven a salir resoplando. La lluvia les golpea la cabeza, el aire de la noche es fresco, pero bajo la superficie el agua está caliente y es agradable como en una bañera. La tormenta se les concentra encima hasta el punto de que Ebba apenas tiene tiempo de ver el rayo cuando suena el trueno.

«A lo mejor me muero aquí», piensa.

Y en ese momento no le importa demasiado.


Ebba se sirvió un café largo y un plato grande de macedonia de fruta. Mauri y Mikael Wiik estaban hablando sobre los preparativos de seguridad de cara a la cena que se estaba preparando para el viernes. Los invitados eran visitantes que venían del extranjero. Ebba desconectó de la conversación y dejó que volvieran los recuerdos sobre Inna.

Al principio habían sido amigas. Inna había logrado que Ebba se sintiera de lo más especial.

Nada une más a dos mujeres que compartir experiencias que hayan tenido con sus madres locas. Las suyas estaban obsesionadas con la familia y coleccionaban un montón de basura. Inna le habló de los armarios de la cocina de su madre, que estaban repletos de vajilla de las Indias Orientales arreglada con pegamento y grapas de metal. Y, aparte, todos los fragmentos sueltos que no se podían tirar por nada del mundo. Ebba había contraatacado con la biblioteca de Vikstaholm, a la que a duras penas se podía entrar. Allí había estanterías metálicas puestas de cualquier manera colmadas de libros viejos y manuscritos de los que nadie se podía ocupar y que despertaban remordimientos de conciencia porque todos sabían que los habían toqueteado sin guantes, que las avispas se zampaban la celulosa y se iban deteriorando cada vez más con el paso de los años.

– Yo no quiero quedarme con toda aquella mierda -se rió Ebba.

Inna ayudó a que Ebba le quitara a su madre de la cabeza lo de deshacerse de parte de la herencia cultural a cambio de cierta compensación económica, ya que le hizo ver que el yerno tenía dinero.

«Era como una hermana y mi mejor amiga», pensó Ebba.

Después las cosas cambiaron, cuando Ebba y Mauri tuvieron a su primer hijo. Él empezó a viajar más que antes y cuando estaba en casa se pasaba el día hablando por teléfono o se sumía en sus pensamientos.

Ella nunca logró comprender que no se interesara por su propio hijo.

– Esta etapa no se repetirá nunca -le dijo-. ¿No lo entiendes?

Recordó sus intentos frustrados de hablar con él. A veces se sentía enfadada y acusadora, a veces pedagógica y tranquila. Él no cambiaba nunca.

Las reformas de la casa de Inna y Diddi terminaron y finalmente se mudaron a Regla.

Inna perdió el interés por Ebba al mismo tiempo que Mauri.


Están en una fiesta para relacionarse con gente en la embajada americana. Inna está en la terraza hablando con un grupo de hombres de mediana edad. Lleva un vestido escotado y tiene una carrera en la media negra. Ebba se acerca al grupo, ríe alguna broma y le dice discretamente al oído a Inna:

– Se te ha hecho una carrera en la media. Tengo unas extra en el bolso, vamos al baño y te cambias.

Inna le lanza una rápida mirada impaciente y molesta.

– No seas tan insegura -le suelta irritada.

Después vuelve su atención hacia los demás y mueve el hombro lo justo para que Ebba casi se quede a su espalda.

Con eso queda excluida de la conversación y se aleja para buscar a Mauri. Echa de menos a su bebé. No debería haber ido.

Tiene la extraña sensación de que Inna se ha metido en el baño para romperse la media a propósito. Una carrera así le corta el aliento a cualquier mujer que la vea, pero los hombres no se fijan. Y, como de costumbre, Inna es de lo más abierta y natural.

«Es una señal -piensa Ebba-. Esa carrera en la media. Es una señal.»

Lo que no entiende es de qué ni para quién.


Ebba se incorporó para servirse otra taza de café y en ese instante alguien hizo sonar la aldaba del portón de entrada y se oyó un «hola» desde el recibidor. Era la voz de Ulrika, la esposa de Diddi.

Un segundo más tarde apareció en el umbral de la puerta con el bebé apoyado en la cadera. Se había recogido el pelo en un moño para que no se viera lo sucio que lo llevaba. Tenía los ojos enrojecidos.

– ¿Sabéis algo de Diddi? -preguntó con voz quebradiza-. El lunes, después de que fuerais a Kiruna, no volvió a casa, y no ha aparecido desde entonces. He intentado llamarle al móvil, pero… -negó con la cabeza-. A lo mejor debería llamar a la policía.

– En absoluto -dijo Mauri Kallis sin levantar la vista del periódico-. Lo último que necesito es llamar la atención de esa manera. El viernes por la tarde vienen representantes del African Mining Trust…

– ¡Estás loco! -gritó Ulrika.

La criatura que llevaba en brazos se echó a llorar, pero ella no parecía darse cuenta.

– No he sabido nada de él, ¿lo entiendes? Y a Inna la han asesinado. Sé que le ha pasado algo, lo presiento. Y mientras, ¡tú solo piensas en tus cenas de negocios!

– Esas «cenas de negocios» son las que te llevan la comida a la mesa y las que te pagan la casa en la que vives y el coche que llevas. Y sé muy bien que Inna está muerta. ¿Soy mejor persona si me olvido de todo y dejo que nos hundamos como si nada? Hago todo lo posible por mantenerme entero, y lo mismo con esta empresa. ¡No corno Diddi! ¿Estamos de acuerdo?

Mikael Wiik tenía los ojos clavados en su zumo y hacía como si no estuviera presente. Ebba Kallis se puso de pie.

– Bueno -dijo como una madre.

Se acercó a Ulrika y le cogió al bebé para que se calmara.

– Pronto volverá a casa, lo prometo. Quizá sólo necesite estar a solas unos días. Ha sido un shock. Para todos.

Lo último lo dijo mirando a Mauri, quien seguía con la mirada fija en el periódico pero aparentemente no lo leía. «Si pudiera escoger entre caballos y personas -pensó Ebba Kallis-, no tardaría ni medio segundo en decidirme.»


Anna-Maria Mella paseó la mirada por el despacho de Rebecka Martinsson en busca de un lugar donde sentarse.

– Échalas al suelo -dijo Rebecka señalando con la cabeza las actas que había amontonadas sobre la butaca para las visitas.

– No tengo fuerzas -dijo Anna-Maria resignada y se sentó encima-. No existe.

– ¿Papá Noel?

Anna-Maria no pudo evitar sonreír a pesar de estar tan decepcionada.

– El tipo que alquiló el coche. El que llevaba una gabardina clara igual que la que los buzos sacaron del agua en el lugar donde encontramos el cuerpo. John McNamara. No existe.

– ¿En qué sentido no existe?

– Fallecido, hace un año y medio. Y la persona que alquiló el coche ha utilizado su identidad.

Anna-Maria Mella se frotó la cara con toda la mano, de arriba abajo, como solía hacer de vez en cuando. A Rebecka le fascinaba aquel gesto, lo encontraba de lo más singular en las mujeres.

– Entonces se podría descartar un juego sexual que saliera mal con algún conocido suyo -dijo Anna-Maria-. Él subió para matarla. ¿No es así? Si no, ¿por qué iba a usar una identidad falsa?

– Así que no se llamaba John McNamara -resumió Rebecka-. Pero ¿era extranjero?

– Hablaba inglés con acento británico, según el chico de Avis. Y tiene que ser él. Llevaba una gabardina clara parecida a la que encontraron los buzos debajo de la cabaña.

– ¿Los del LEC, es decir, el Laboratorio Estatal de Criminología, os han dicho algo ya?

Anna-Maria negó con la cabeza.

– Pero la sangre de la gabardina tiene que ser de ella, no puede ser una casualidad. ¿Cuánta gente lleva una gabardina clara y de verano en pleno invierno? Nadie.

Miró fijamente a Rebecka.

– Fue una buena idea mandar a los buzos a mirar debajo de la cabaña -le dijo.

– Fue para buscar el teléfono -respondió Rebecka encogiéndose de hombros como quitándose méritos-. Y allí no estaba.

Anna-Maria juntó las manos por detrás de la nuca, se reclinó en la butaca y cerró los ojos.

– No la mató inmediatamente -comentó casi en sueños-. Primero la torturó. La sujetó a la silla de la cocina y la torturó con descargas eléctricas.

«Se destrozó la lengua a mordiscos», pensó Rebecka.

Anna-Maria abrió los ojos y se incorporó de nuevo.

– Hay que escoger las pistas que queremos seguir -dijo-. No tenemos recursos para investigarlo todo.

– ¿Crees que se trata de un profesional?

– Qué decirte…

– ¿Por qué se tortura a una persona? -preguntó Rebecka.

– Para martirizarla, porque se le tiene odio -sugirió Anna-Maria.

– Porque se quiere información -contraatacó Rebecka.

– Porque se quiere… advertir.

– ¿Mauri Kallis?

– ¿Por qué no? -dijo Anna-Maria-. Extorsión. Deja de hacer esto o lo otro, si no, mira lo que te va a pasar, y a tu familia también.

– ¿Secuestro? -intentó Rebecka-. ¿Y no pagaron?

Anna-Maria asintió con la cabeza.

– Tengo que volver a hablar con Kallis y su hermano, pero si esto realmente tiene algo que ver con la empresa, tampoco tenemos nada del otro mundo.

Se quedó callada unos segundos y sacudió la cabeza.

– ¿Qué pasa? -preguntó Rebecka.

– Esa gente. ¿Sabes? En este trabajo te topas con muchos fulanos a los que les resulta bastante incómodo tratar con la policía. Como mínimo, todos han conducido demasiado rápido, así que hay una especie de respeto mezclado con un poco de miedo.

– Ya.

– Sí, o bien son tipejos que odian a la pasma, pero ahí también hay una especie de respeto implícito. En cambio, con esa gente, da la sensación que se creen que somos unos mequetrefes sin preparación que nos dedicamos a mantener limpias las calles y no tenemos por qué meternos en sus asuntos.

Anna-Maria miró la hora en el móvil.

– ¿Te apetece comer conmigo? Había pensado ir al wok de la antiguas galerías Tempohuset.


De camino a la calle Anna-Maria llamó a la puerta del despacho de Sven-Erik Stålnacke.

– ¿Te vienes a comer? -le preguntó.

– ¿Por qué no? -respondió Sven-Erik intentando ocultar lo contento que se había puesto.

«Joder -pensó Anna-Maria-. ¿Cómo se ha podido quedar tan solo? Desde que su gato murió está como una flor marchita.»

Por la mañana había oído por accidente las plegarias matutinas en la radio del coche. Alguien estaba hablando de la importancia de detenerse, el valor del silencio.

«Una plegaria así debe de ser una bofetada en toda la cara para muchas personas -pensó Anna-Maria-. Tiene que reinar un silencio de mucho cuidado alrededor de Sven-Erik cuando no está trabajando.»

Se prometió a sí misma llevar a todo el grupo a hacer algo divertido después de la investigación. No es que hubiera dinero para ocio en el presupuesto, pero por lo menos para una tarde en la bolera y unas pizzas seguro que sí.

Después pensó que ya lo podía proponer él si es que quería hacer algo.

Caminaron por la avenida Hjalmar Lundbohm, subieron por la calle Geolog y entraron en la antigua Tempohuset.

Nadie se animó a romper el silencio.

«Rebecka también es una de esas personas solitarias -siguió Anna-Maria en sus reflexiones-. No, me quedo con tener que lidiar con cabroncetes que dejan tirada la ropa por el suelo y un hombre que tiene integrado algún fallo en el sistema que le impide terminar las cosas. Si cocina, después no recoge la mesa. Y si recoge, nunca limpia ni la mesa ni la encimera.

»Pero nunca cambiaría mi vida por la de ella -pensó Anna-Maria mientras colgaban las chaquetas en las sillas del restaurante y pasaban por caja para pagar el menú del día-. Aunque tenga la barriga super plana y pueda dedicar todas sus fuerzas al trabajo. Alguna vez podría tenerle celos por eso del trabajo, pero ya está.»

Los rumores sobre Rebecka empezaron a correr cuando entró en la fiscalía. Se decía que se sacaba de encima los expedientes en un plis-plas, que ella misma negociaba los procesos, redactaba sola todas las presentaciones de demanda y así las viejas de la secretaría del tribunal en Gällivare no tenían que desplazarse hasta Kiruna.

Sus compañeros de trabajo la veían a veces en el tribunal cuando eran llamados para hacer de testigos. Tajante y bien preparada, así es como la describían; y se alegraban, porque estaban del mismo lado. Así los abogados se llevaban un buen rapapolvo, los muy mamones.

«Verás cuando los chicos se hayan ido de casa -pensó Anna-Maria sirviéndose una cucharada de wok de pollo con verduras y arroz en el plato-. Entonces le iré poniendo casos cerrados uno tras otro sobre la mesa.»

Sus pensamientos fueron a parar a un puñado de asuntos relacionados con el asesinato que se habían quedado en el aire y no pudo evitar sentir cierto remordimiento de conciencia.

Después se animó un poco y procuró desviar la atención hacia Rebecka y Sven-Erik.

Estaban intercambiando experiencias con gatos. Sven-Erik acababa de contar algo de Manne y ahora le tocaba a Rebecka.

– Sí, hay que ver qué personajes te acaban saliendo -dijo mientras se echaba salsa de soja sobre el arroz-. En casa de mi abuela todos se llamaban «gatito» a secas, pero igualmente te acuerdas de cómo eran. Recuerdo una época en la que mi abuela tenía dos perros y mi padre otro, así que teníamos tres perros en la casa, y nos hicimos con un gatito. Siempre que teníamos gatitos nuevos les dábamos la comida en la encimera porque al principio les tenían tanto miedo a los perros que no se atrevían a comer en el suelo. Pero ¡éste! Primero se zampaba su comida y después se tiraba al suelo y se ponía a comer de los cuencos de los perros.

Sven-Erik soltó una carcajada y se sirvió un plato de la comida más picante que había en el bufé.

– Tendrías que haberlo visto -continuó Rebecka-. Si hubiese sido un perro habría habido bronca, pero no sabían qué hacer con aquel animal en miniatura. Los perros nos miraban como diciendo: «¿Qué está haciendo? ¿Os importaría quitarlo de ahí?» Al segundo día atacó al perro dominante: se le tiró encima sin ningún temor a la muerte y se quedó colgando del pescuezo de Jussi. ¡Jussi! Era de lo más bonachón, pero ni por asomo se iba a rebajar a enfrentarse a la mosquita muerta aquélla, así que se quedó allí sentado con el gato colgado del cuello. El gato peleaba como un loco pataleando con las patas traseras y Jussi, todo serio, aguantaba con toda la dignidad, el muy infeliz.

– ¿Qué está haciendo? ¿Os importaría quitarlo de aquí? -repitió Sven-Erik.

Rebecka se rió.

– Exacto. Y después le entraba el apretón por la comida de perro que se zampaba sólo para putear, pero como era pequeño no llegaba a trepar por el borde de la caja y se lo hacía encima. Mi padre lo limpiaba debajo del grifo, pero siempre se le impregnaba lo bastante como para seguir oliendo a demonios. Luego se acostaba en la cama más grande que había para los perros y ninguno se atrevía a echarlo, pero tampoco se querían tumbar al lado de aquella bola apestosa. Teníamos dos camas de perro en el recibidor. El gatito dormía como un rey en la grande, roncando, y los tres perros se apretujaban en la pequeña y nos miraban con cara de pena cuando pasábamos por allí. Aquel gato gobernó la casa hasta que murió.

– ¿Cómo murió? -preguntó Sven-Erik.

– No sé, desapareció.

– Eso es lo peor -dijo Sven-Erik mojando un trozo de pan en la salsa picante de su plato-. Y por ahí viene uno que no tiene ni pajolera idea de gatos.

Anna-Maria y Rebecka siguieron la mirada de Sven-Erik y vieron al inspector Tommy Rantakyrö acercarse a su mesa. Cuando el gato de Sven-Erik desapareció, Tommy le hizo unas cuantas bromas de lo más estúpidas. Por otro lado. Tommy ignoraba felizmente que sus pecados no habían sido perdonados.

– Sabía que os encontraría aquí -dijo pasándole unos papeles a Anna-Maria-. Las llamadas entrantes y salientes del móvil de Inna Wattrang. Pero -continuó- ésas son del teléfono de la empresa. Aparte tenía un número particular.

– ¿Y eso? -preguntó Anna-Maria cogiendo la otra impresión.

Tommy Rantakyrö se encogió de hombros.

– Qué sé yo. A lo mejor no podía hacer llamadas privadas con el móvil de la empresa.

Rebecka Martinsson soltó una risotada.

– Perdón -se disculpó-. Se me olvidaba que sois funcionarios. Ahora yo también lo soy, no tiene nada de malo. A ver, ¿qué sueldo tenía? Casi noventa mil, más los extras. En ese caso eres siervo de tu trabajo. Tienes que estar disponible las veinticuatro horas y tus llamadas privadas son el más insignificante de tus gastos.

– Entonces, ¿por qué? -preguntó Tommy Rantakyrö herido.

– La empresa puede revisar los teléfonos de la empresa -pensó Anna-Maria-. Ella quería un teléfono que tuviera garantía de privacidad. Quiero nombre, dirección y número de pie de todas las personas con las que ha hablado por ese teléfono.

Agitó la impresión del móvil particular.

Tommy Rantakyrö levantó el dedo índice y el corazón como una muestra de honor en señal de que sus órdenes iban a ser cumplidas.

Anna-Maria Mella volvió a echarle un vistazo a las hojas.

– No hay llamadas los días antes de su muerte, qué lástima.

– ¿Qué compañía es? -preguntó Rebecka Martinsson.

– Comviq -respondió Anna-Maria-, así que allí arriba no hay cobertura.

– Abisko es muy pequeño -observó Rebecka-, de manera que si hizo alguna llamada seguro que la hizo desde la cabina de la oficina de turismo. A lo mejor sería interesante comparar las llamadas salientes de allí con las listas de los móviles.

Tommy Rantakyrö parecía resignado.

– Pero pueden ser cientos de llamadas -se quejó.

– No lo creo -dijo Rebecka-. Si llegó el jueves y la asesinaron en algún momento entre la tarde del jueves y el sábado por la mañana, son menos de cuarenta y ocho horas, así que no pueden ser más de veinte llamadas. La gente esquía y se pasa las horas en el bar, no se meten en la cabina porque sí. Lo dudo mucho, vaya.

– Compruébalo -le dijo Anna-Maria a Tommy Rantakyrö.

– Alerta -avisó Sven-Erik con la boca llena de pan.

Per-Erik Seppälä, un periodista de la televisión pública SVT Norrbotten, se acercaba a su mesa y en cuanto lo vio, Anna-Maria le dio la vuelta a las listas de llamadas.

Per-Erik saludó y se paró unos segundos extra a observar a Rebecka Martinsson. Así que ése era su aspecto real. Él sabía que se había vuelto a instalar en la ciudad y que había empezado a trabajar en la fiscalía, pero nunca se había cruzado con ella. Le costaba dejar de mirar la cicatriz roja que le iba desde el labio superior hasta la nariz, la que le había quedado tras destrozarse la cara aquella vez hacía un año y medio. Él mismo había hecho un reportaje en el que reconstruía el transcurso de los acontecimientos. Lo pusieron en el telediario nacional.

Apartó la mirada de Rebecka y la dirigió a Anna-Maria.

– ¿Tienes un minuto? -le preguntó.

– Lo siento, no puede ser -lamentó Anna-Maria-. Daremos una rueda de prensa tan pronto como tengamos algo de interés para el público.

– No, no. O bueno, sí, es sobre Inna Wattrang, pero es una cosa que deberías saber.

Anna-Maria asintió con la cabeza en señal de que le escuchaba.

– No aquí, si eres tan amable -objetó Per-Erik.

– He terminado -le dijo Anna-Maria a sus compañeros y luego se levantó. Por lo menos le había dado tiempo a comerse la mitad.


– No sé si… si significa algo -titubeó Per-Erik Seppälä-, pero te lo tengo que explicar, porque es que sí… bueno, por eso prefiero contarlo a puerta cerrada. No me apetece morir antes de hora.

Bajaron por la avenida Gruv y pasaron por delante del antiguo parque de bomberos. Anna-Maria caminaba en silencio.

– ¿Sabes Örjan Bylund? -continuó Per-Erik Seppälä.

– Humm -respondió Anna-Maria.

Örjan Bylund había trabajado de periodista para el diario Norrländska Socialdemokraten. Dos días antes de Nochebuena, que por otro lado era el día que cumplía sesenta y dos años, murió.

– Ataque al corazón, ¿no? -dijo Anna-Maria.

– Oficialmente, sí -dijo Per-Erik Seppälä-. Pero en verdad se suicidó. Se ahorcó en el despacho.

– Vaya -se sorprendió Anna-Maria.

Se extrañó de no haber estado al tanto de aquel detalle, porque era el tipo de cosas que los compañeros siempre saben.

– Pues así fue. En noviembre explicó que tenía algo grande entre manos relacionado con Mauri Kallis. Tienen concesiones por la zona, en las afueras de Vittangi y algunos lagos cerca de Svappavaara.

– ¿Sabes de qué se trataba?

– No, pero pensé que… No sé… que tenía que contarlo. Quiero decir, a lo mejor no es una casualidad. Primero él y después Inna Wattrang.

– Pues a mí me resulta muy extraño no haber sabido que se suicidó. Se supone que siempre hay que llamar a la policía si se trata de un suicidio…

– Lo sé. Su esposa va a quedar destrozada. Fue ella quien lo encontró. Cortó la cuerda y llamó a los médicos. Era conocido en la ciudad y siempre acaban apareciendo chismorreos, así que la mujer llamó a un médico que conocía y él escribió el atestado de fallecimiento y llamó a la policía.

– Pero ¡qué coño! -exclamó Anna-Maria Mella-. Entonces tampoco le hicieron la autopsia.

– No sabía si debía… pero me sentí obhgado a contártelo. Llega un momento en el que empiezas a dudar de si realmente fue un suicidio. Por eso de que estaba investigando lo de Kallis Mining y tal. Pero lo último que quiero es que Airi salga perjudicada de alguna manera.

– ¿Airi?

– Su esposa.

– No, no -prometió Anna-Maria-. Pero tendré que hablar con ella.

Negó con la cabeza. ¿De dónde sacarían el tiempo para investigarlo todo, de hacer una recapitulación y hacerse una idea general? Empezaba a hacérsele grande.

– Si te enteras de algo más… -le dijo.

– Sí, sí, por supuesto. Vi a Inna Wattrang en una rueda de prensa que dio Kallis Mining aquí en la ciudad antes de que cotizara en bolsa una de las compañías de aquí arriba. Ella tenía un atractivo carisma, espero que encontréis al que lo hizo. Pero oye, sed delicados con Airi.


Rebecka Martinsson entró en su despacho muy animada. Le había ido bien no comer sola como de costumbre.

Puso en marcha el ordenador y el corazón le dio un vuelco.

¡Mail de Måns Wenngren!

«Vienes, ¿no?», era lo único que ponía.

Primero el mensaje le despertó cierta ilusión. Luego pensó que si de verdad le importaba le habría escrito más. Después pensó que si en realidad no le importaba, simplemente, no le habría escrito.


– Nunca fue una persona muy alegre. Eso ya lo sé. Tomaba antidepresivos… y de vez en cuando algún calmante. Pero aun así, nunca pensé que… ¿Queréis el café de cafetera americana o normal? A mí cualquiera de los dos me va bien.

Airi, la viuda de Örjan Bylund, se volvió de espaldas a Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke y metió unos bollos en el microondas.

Sven-Erik se sentía incómodo, no le gustaba hacer aquello de hurgar en heridas que justo empiezan a curarse.

– ¿Fuiste tú quien convenció al médico para que no llamara a la policía? -le preguntó Anna-Maria.

Airi Bylund asintió con la cabeza, todavía de espaldas.

– Ya sabes cómo habla la gente. No responsabilicéis al doctor Ernander, todo fue idea mía.

– La cosa no funciona exactamente así -subrayó Anna-Maria-, pero nuestra intención no es responsabilizar a nadie.

Sven-Erik vio cómo Airi Bylund se llevó la mano rápidamente hasta la mejilla para secarse una lágrima que no quería que vieran y le invadió el deseo de abrazarla para darle consuelo. Después se dio cuenta de que su mano también había sentido el deseo de agarrarle el culo, ancho y hermoso, y de la vergüenza que interrumpió enseguida el pensamiento. Por Dios, que esa pobre persona estaba llorando el suicidio de su marido.

A Sven-Erik aquella cocina le resultaba un espacio agradable. El suelo era de linóleo imitando baldosas de color terracota y tenía varias alfombras de trapo hechas en casa. Pegado a la pared había un sofá abatible que era un poco demasiado ancho y blando para sentarse, pero que incitaba a hacer la siesta después de comer. Tenía un montón de cojines agradables, no de esos pequeños y duros de simple decoración.

Quizá había demasiadas cositas por todas partes, pero con las mujeres siempre pasaba lo mismo: nunca quedaba una superficie libre. Por lo menos no se trataba de una colección extraña de duendecillos o hipopótamos ni botellas de cristal. Una vez habló con una testigo que tenía la casa abarrotada de cajetillas de cerillas de todos los rincones del mundo.

En la cocina de Airi Bylund había macetas apretujadas en la ventana, de las normales y de las colgantes, en la encimera estaba el micro y había una columna de cestas de bambú que servían para secar setas y especias, y en un gancho estaban colgadas varias manoplas que parecían estar hechas por algún nieto. Pegados a la pared de azulejos había una hilera de tarros de cerámica con tapa y con letras muy elaboradas que decían «Harina», «Azúcar», «Frutos secos» y demás. Uno estaba sin tapa y en él Airi Bylund había colocado batidores y utensilios de madera.

Aquellos tarros de cerámica tenían algo. A Hjördis también le encantaban; se los llevó cuando lo dejó. Y en casa de su hermana también había.

– ¿Tenía despacho en casa? -preguntó Anna-Maria-. ¿Podemos echar un vistazo?

Si la cocina de Airi Bylund estaba repleta de cosas, por lo menos estaba ordenada y limpia. En el despacho de su difunto marido había artículos de prensa arrancados e informes amontonados en columnas tambaleantes que se alzaban desde el suelo. Había una mesa plegable con un puzle de mil piezas, que estaban colocadas boca arriba y separadas por colores. En la pared colgaban varios puzles terminados y pegados sobre láminas de cartón piedra. Sobre un sofá viejo descansaban varias prendas de ropa y una manta.

– Bueno, no he tenido tiempo para… o no he tenido fuerzas -dijo Airi señalando el desorden con un gesto.

«Menos mal», pensó Anna-Maria.

– Mandaremos a alguien para que se lleve papeles, objetos y cosas así -explicó-. Lo tendrás todo de vuelta. ¿No tenía ordenador?

– Sí, pero se lo regalé a uno de mis nietos.

Los miró con sentimiento de culpabiLIdad.

– Su jefe no dijo nada acerca de que quisieran que se lo devolviera, así que…

– Tu nieto, el que se quedó con el ordenador…

– Axel. Tiene trece años.

Anna-Maria sacó el teléfono del bolsillo.

– ¿Cuál es su número?

Axel estaba en casa y le contó que el ordenador estaba intacto en su habitación.

– ¿Has formateado el disco duro? -le preguntó Anna-Maria.

– No, ya estaba formateado. Pero sólo tiene veinte gigas y quiero bajarme cosas de PIrate Bay, o sea que si queréis el ordenador de mi abuelo quiero uno nuevo con un procesador de 2,1 gigahercios.

Anna-Maria no pudo contener una carcajada. Menudo negociante.

– Ni lo sueñes -le contestó-. Pero como soy tan buena te lo devolveré cuando hayamos terminado.

Cuando terminó de hablar con Axel le preguntó a Airi:

– ¿Formateaste tú el disco duro?

– No -respondió Airi Bylund-. Ni siquiera sé programar el vídeo. -Clavó la mirada en Anna-Maria-. Procura aprender cómo funcionan esas cosas, porque de repente te encuentras con que estás sola.

– ¿Y vino alguien del periódico y le hizo algo al ordenador?

– No.

Anna-Maria marcó el número de Fred Olsson, que contestó al primer tono.

– Si alguien ha formateado un disco duro, ¿verdad que se pueden recuperar, como mínimo, los documentos y las cookies?

– Claro -dijo Fred Olsson-. Siempre y cuando no se le haya hecho un PEM.

– ¿Un qué?

– Someterlo a un pulso electromagnético. Hay algunas empresas especializadas que lo hacen. Tráemelo, tengo algunos programas para recuperar la información de un disco duro.

– Me paso hoy -dijo Anna-Maria-. No te vayas del trabajo, puedo tardar un rato.

Después de la conversación, Airi Bylund parecía pensativa. Abrió la boca y la volvió a cerrar.

– ¿Qué ibas a decir? -le preguntó Anna-Maria.

– No, nada… Pero cuando lo encontré… Fue aquí, en el despacho, por eso la lámpara del techo está ahí en la cama.

Anna-Maria y Sven-Erik miraron el gancho de la luz del techo.

– La puerta del despacho estaba cerrada -continuó Airi Bylund-. Pero el gato estaba dentro.

– ¿Sí?

– Nunca lo dejaba estar aquí. Hace diez años tuvimos otro gato que siempre se colaba y se meaba en sus montones de papeles y en sus zapatillas de piel. Después de aquél, todos los gatos tuvieron prohibida la entrada.

– A lo mejor no le importó cuando…

Sven-Erik se calló a mitad de la frase.

– Ya, yo también lo pensé -afirmó Airi Bylund.

– ¿Crees que fue asesinado? -le preguntó Anna-Maria sin rodeos.

Airi Bylund se quedó callada unos segundos antes de responder.

– Quizá me gustaría que fuera así. De algún modo extraño. Es tan difícü de entender…

Se llevó la mano a la boca.

– Pero no era una persona alegre. Nunca lo fue.

– Así que tienes gato -comentó Sven-Erik, a quien se le hacía arduo el estilo directo de Anna-Maria.

– Sí, sí -dijo Airi Bylund con una pequeña sonrisa-. Está durmiendo en el dormitorio. Ven, que te enseño una cosa de lo más entrañable.

Sobre la colcha de ganchillo de la cama doble había una gata durmiendo con cuatro gatitos amontonados de cualquier manera a su alrededor.

Sven-Erik cayó de rodillas como ante un altar.

La gata se despertó al instante, pero no se movió del sitio, y uno de los gatitos también abandonó el sueño y se acercó con torpeza hasta donde estaba Sven-Erik. Era una hembra, gris y rayada y con un anillo casi negro alrededor de un ojo.

– ¿Verdad que es divertida? -comentó Airi-. Parece que se haya metido en una pelea.

– Hola, boxeadora -le dijo Sven-Erik a la gatita.

El animal se paseó sin ningún tipo de reparo por el brazo de Sven-Erik ayudándose de sus garras de lo más afiladas para no perder el equilibrio. Le subió hasta el hombro y luego cruzó hasta el otro pasándole por detrás de la nuca.

– Hola, pequeñita -le dijo con devoción.

– ¿La quieres? -le preguntó Airi Bylund-. Me está costando colocarlas.

– No, no -se opuso Sven-Erik al mismo tiempo que sentía el pelo suave de la gata contra su mejilla.

El animal saltó a la cama y despertó a uno de sus hermanos a base de morderle la cola.

– Llévatela y nos vamos -le animó Anna-Maria.

Sven-Erik negó rotundamente con la cabeza.

– No -dijo-. Te acabas atando demasiado.

Se despidieron. Airi Bylund los acompañó hasta la puerta. Antes de marcharse, Anna-Maria le preguntó:

– Tu marido, ¿fue incinerado?

– No, lo enterraron. Pero yo siempre he dicho que a mí me tienen que esparcir sobre Taalojärvi.

– Taalojärvi -repitió Sven-Erik-. ¿Cómo te llamabas de soltera?

– Bueno, Tieva.

– Vaya -dijo Sven-Erik-. ¿Sabes qué? Hace unos veinte años subí en motonieve hasta Salmi. Iba de camino a Kattuvuoma y justo enfrente del pueblo, en el lado este del estrecho de Taalojärvi, había una cabaña. Yo llamé para preguntar por el camino hasta Kattuvuoma y la mujer que vivía allí me dijo que «normalmente cruzas por el lago, luego las ciénagas y después a la izquierda y llegas a Kattuvuoma». Y estuvimos hablando un poco más y me pareció que era un poco reservada, pero al final hice de tripas corazón y me puse a hablar en finlandés, y de golpe la mujer se volvió mucho más amable.

Airi Bylund se rió.

– Ya me imagino, se pensaría que eras un rousku de ésos, un suequito más.

– Exacto. Y cuando me monté en la moto y estaba a punto de irme me preguntó: «Pero ¿tú de dónde vienes y de quién eres, muchacho, si sabes hablar finlandés?» Así que le conté que era hijo de Valfiid Stålnacke, de Laukkuluspa. «Voi hyvänen aika -dijo juntando las manos-. Madre mía. Pero ¡chico! ¡Si somos familia! No puedes ir por el lago. Hay muchos hoyos y es muy peligroso. Tú sigue la orilla.»

Sven-Erik se rió.

– Se llamaba Tieva. ¿Era tu abuela?

– ¿Estás tonto o qué? -dijo Airi Bylund sonrojándose-. Era mi madre.


En cuanto salieron a la calle Anna-Maria empezó a dar pasos como un soldado en plena marcha. Sven-Erik la seguía con pasitos apresurados.

– ¿Vamos a buscar el ordenador? -le preguntó.

– Quiero sacarlo -dijo Anna-Maria.

– Pero si es pleno invierno. La tierra está helada.

– No me importa. ¡Voy a sacar el cuerpo de Örjan Bylund ahora! ¡Pohjanen tiene que hacerle la autopsia! ¿Adónde vas?

– Voy a informar a Airi Bylund, evidentemente. ¡Ve tú! Nos vemos en la comisaría.


Rebecka Martinsson llegó a casa a las seis de la tarde. El cielo se había vuelto a nublar y estaba oscureciendo. Justo cuando bajó del coche frente a la casa de fibrocemento gris empezaron a caer los copos de nieve, estrellas ligeras como plumas que resplandecían cuando atravesaban el haz de luz de la lámpara que colgaba de la pared del establo y el del farolillo de la escalinata.

Se quedó quieta y sacó la lengua, los brazos abiertos en cruz, la cara hacia arriba y los ojos cerrados, sintiendo los copos aterrizándole sobre las cejas y en la lengua. Pero no era la misma sensación que cuando era pequeña. Igual que hacer ángeles en la nieve, también era una de esas cosas tan fantásticas de hacer cuando eres pequeño, pero si lo intentabas de mayor se te metía la nieve por el cuello del abrigo.

«No es para mí», pensó abriendo los ojos y mirando el río, encamado en su propia oscuridad. Al otro lado de la cala brillaban las luces de unas pocas casas.

«Él no piensa en mí. Que me escriba un e-mail no significa nada.»

Al mediodía le había escrito como mínimo veinte respuestas a Måns Wenngren, pero las iba borrando todas. No tenía que parecer tan ansiosa.

«Olvídalo -intentaba decirse a sí misma-. No está interesado.»

Pero el corazón le protestaba testarudo.

«Anda que no», le decía mientras le iba sacando imágenes para que las viera. Måns y Rebecka en la barca. Ella está remando, él deja la mano muerta en el agua. Lleva la camisa blanca arremangada, tiene la cara relajada y suave. Después: Rebecka en el suelo de la habitación delante del hogar encendido. Måns entre sus piernas.

Cuando se desnudó para quitarse el traje del trabajo y ponerse unos tejanos y un jersey, aprovechó para mirarse en el espejo. Pálida y delgada. Los pechos, demasiado pequeños. ¿Y no tenían una forma extraña? No eran dos montículos, sino más bien dos cucuruchos de helado puestos del revés. De repente se sintió molesta y ajena ante aquel cuerpo que nadie quería y en el que ninguna criatura había terminado de crecer. Se puso la ropa a toda prisa.

Se sirvió un whisky y se sentó a la vieja mesa abatible que su abuela tenía en la cocina. Se tomó la copa con tragos más largos que de costumbre. A medida que le iban cayendo calientes dentro del estómago los pensamientos dejaron de importunarle en la cabeza.

La última vez que estuvo enamorada de verdad… fue de Thomas Söderberg, y eso debería decir algo sobre su capacidad de escoger a los hombres. Mejor no pensar en ello.

Después tuvo algún que otro novio suelto, todos ellos estudiantes de Derecho en la universidad. Ninguno que ella hubiera escogido por voluntad propia, sino que, simplemente, se había dejado invitar a cenar, se había dejado besar y se había dejado caer en alguna cama. Triste y predecible desde el principio y el desprecio había estado presente todo el tiempo. Los había repudiado a todos porque eran puros niños de papá, chicos de clase media-alta, todos convencidos de que sacarían mejores notas que ella tan sólo con que estudiaran un poco. Rebecka despreciaba sus patéticas rebeliones contra los padres que consistían en un consumo moderado de drogas y un consumo un tanto mayor de alcohol. Incluso aborrecía el desprecio de todos hacia la vida burguesa antes de que ellos mismos se pusieran a trabajar y se casaran y se convirtieran también en pequeños burgueses.

Y ahora Måns. Pon un poco de internado, buen arte, arrogancia, alcohol y perspicacia jurídica en un cuerpo de hombre y agítalo.

«Seguro que papá no era consciente de la suerte que tuvo cuando mamá lo escogió.» Así es como iba a decirlo. Su madre escogió a su padre como quien coge una fruta del árbol.

De repente a Rebecka le invadieron las ganas de ver fotos de su madre. Pero, tras la muerte de su abuela, ella misma había arrancado todas las imágenes de los álbumes en las que aparecía.

Se calzó las botas y cruzó la calle corriendo hasta la puerta de Sivving.

En el cuarto de la caldera había un suave aroma a salchicha de Falun asada. En el escurridor había un plato, un vaso y una olla de aluminio recién fregados y al lado, sobre una paño de cocina de cuadros rojos, una sartén bocabajo. Sivving estaba tumbado encima de la cama dormitando con el diario sensacionalista Aftonbladet tapándole la cara. En uno de los calcetines de lana tenía un tomate de considerables proporciones. Rebecka quedó curiosamente conmovida cuando lo vio así.

Bella se incorporó con tal alegría por la visita que a punto estuvo de volcar la silla. Rebecka la acarició y el golpeteo rítmico de la cola del animal contra la mesa de la cocina y sus gemidos contentos terminaron por despertar a Sivving.

– Rebecka -dijo con alegría-. ¿Has tomado café?

Aceptó la invitación y mientras él preparaba la cafetera le explicó el motivo de la visita.

Sivving subió las escaleras y regresó al cabo de un rato con dos álbumes bajo el brazo.

– Hay varias fotos de tu madre -dijo-. Pero la mayoría son de Maj-Lis y los niños, claro.

Rebecka fue pasando las hojas con las imágenes de su madre. En una salían ella y Maj-Lis sentadas sobre una piel de reno en la nieve a finales de invierno. Estaban riendo a la cámara y la miraban con los ojos entreabiertos.

– Nos parecemos -dijo Rebecka.

– Sí -reconoció Sivving.

– ¿Cómo se conocieron ella y mi padre?

– No lo sé. Sería en algún baile. La verdad es que tu padre era buen bailarín, siempre y cuando se atreviera.

Rebecka trató de imaginarse la escena: su madre en brazos de su padre en la pista de baile. Él, con la seguridad que le daba el alcohol, le pasaba la mano por la espalda.

Las fotos la llenaron de una antigua sensación, una mezcla extraña de vergüenza y rabia. La ira en respuesta a la compasión altanera de la gente del pueblo.

A Rebecka la llamaban pobre niña sin que ella lo oyera. Piik riepu. Menos mal que tenía a su abuela, decían. Pero ¿cuánto aguantaría Theresia Martinsson? Ésa era la cuestión. Problemas y carencias los tenía todo el mundo, pero no poder cuidar de su propia hija…

Sivving la observaba a un lado.

– A Maj-Lis le gustaba mucho tu madre -le dijo.

– ¿Ah, sí?

Rebecka se dio cuenta de que la voz le había salido como un mero susurro.

– Siempre tenían un montón de cosas de las que hablar; se pasaban las horas sentadas en la cocina riendo.

«Cierto -pensó Rebecka-. Yo también me acuerdo de aquella faceta de mi madre.» Buscó alguna foto en la que su madre no apareciera posando, en la que no se girara en el ángulo más elegante para mirar a la cámara y sonreír.

Toda una estrella de cine, para el rasero de Kurravaara.


Dos recuerdos:

El primero. Rebecka se despierta por la mañana en su pequeño apartamento del centro. Se han mudado de Kurravaara. Su padre se ha quedado en la planta baja de la casa de la abuela. Dicen que lo más práctico es que Rebecka se quede con su madre en la ciudad. Cerca de la escuela y todo eso. Se despierta y huele a limpieza. Todo está que reluce de limpio. Además, su madre ha cambiado de sitio todos los muebles del piso. La mesa está con el desayuno puesto, panecillos scones recién hechos. Su madre está fumando en el balcón y parece contenta.

Debe de haberse tirado toda la noche arrastrando muebles y limpiando. ¿Qué van a pensar los vecinos?

Rebecka baja las escaleras sigilosa como un gato con la mirada fija en el suelo. Si Laila, la vecina de abajo, abre la puerta se morirá de vergüenza.


El segundo. La señorita dice: Poneos por parejas.

Petra: No quiero sentarme al lado de Rebecka.

La señorita: ¿Qué tonterías son ésas?

La clase escucha. Rebecka clava la mirada en el pupitre.

Petra: Huele a pis.

Es porque no tienen electricidad en el piso. Se la han cortado. Es septiembre, así que no pasan frío, pero no pueden lavar la ropa en la lavadora.

Cuando Rebecka llega a casa llorando su madre se enfurece. Se la lleva a rastras a la oficina de la Dirección Nacional de Telecomunicaciones y le echa la bronca al personal. No sirve de nada que intenten hacerle comprender que tiene que dirigirse a la compañía eléctrica, que no son lo mismo.


Rebecka se quedó mirando la foto de su madre. Le llamó la atención que tuviera más o menos la misma edad que ella.

«Lo hizo lo mejor que pudo, supongo», pensó.

Se quedó observando a la mujer sonriente de la piel de reno y sintió que la atravesaba un sentimiento de reconciliación. Era como si algo alcanzara un estado de paz en su interior. Quizá fue por tomar conciencia de que su madre no era tan mayor.

«¿Qué tal lo habría hecho yo si hubiese decidido tener a mi hijo, tal como hizo mi madre? -pensó-. ¡Dios mío!

»Y después, cuando me dejaba en casa de la abuela porque no le quedaban fuerzas, era como si igualmente estuviera poniendo orden. Los veranos también me los pasaba aquí, en Kurra.

»Y aquí todos los niños iban guarros. Seguro que olían a pis ellos también.»


Sivving interrumpió sus pensamientos.

– Oye, a lo mejor podrías ayudarme… -comenzó diciendo.

Siempre procuraba darle tareas que hacer. Rebecka sospechaba que no era porque necesitara ayuda, sino porque pensaba que ella lo necesitaba. Un poco de trabajo físico como remedio contra las cavilaciones.

Ahora la quería subir al tejado para quitar la nieve de un saliente.

– Es que se va a derrumbar cualquier día de estos y no quiero que le caiga encima a Bella. O a mí, si me olvido.

Se subió al tejado de Sivving en la oscuridad de la tarde. La luz exterior del jardín no era de gran ayuda. Estaba nevando y la nieve de debajo del saliente estaba dura y resbaladiza. Cuerda a la cintura, pala en mano y arriba. Sivving también tenía una pala, pero para apoyarse. Le señalaba, le gritaba consejos y le daba órdenes. Rebecka lo hacía a su manera, lo cual lo irritaba, porque la manera de él era la mejor. Siempre solía ser así entre ellos. Cuando Rebecka bajó estaba sudada de pies a cabeza.

Pero no le sirvió de mucho. Cuando se metió en la ducha volvió a pensar en Måns. Miró el reloj. Sólo eran las nueve.

Necesitaba más trabajo para ocupar la cabeza. Lo mejor sería ponerse con el ordenador a investigar un poco más sobre Inna Wattrang.


A las diez menos cuarto llamaron a la puerta y se oyó la voz de Anna-Maria Mella desde el recibidor:

– ¡Hola! ¿Hay alguien en casa?

Rebecka abrió la puerta del pasillo del piso de arriba y gritó:

– ¡Aquí arriba!

– Santa Claus existe -dijo Anna-Maria con un suspiro cuando llegó al final de la escalera.

Cargaba una caja de cartón de esas en las que se embalan los plátanos. Rebecka se acordó de la broma que le había hecho por la mañana y se rió.

– He sido muy buena -aseguró.

Anna-Maria también se rió. Con Rebecka las cosas fluían muy bien ahora que trabajaban juntas en el caso del asesinato de Inna Wattrang.

– Son documentos y más cosas sacados del ordenador de Örjan Bylund -dijo Anna-Maria un poco más tarde haciendo un gesto hacia la caja.

Se sentó a la mesa de la cocina y le habló del periodista muerto mientras Rebecka preparaba café.

– Le dijo a un amigo que tenía algo en marcha sobre Kallis Mining. Un mes y medio después, apareció muerto.

Rebecka se dio la vuelta para mirarla.

– ¿Cómo?

– Se ahorcó en su casa, en el despacho. Aunque no estoy del todo segura de que fuera así. He pedido permiso para exhumar el cuerpo y hacerle la autopsia. Espero que la administración provincial se decida rápido. Mira esto.

Le dejó un pen-drive sobre la mesa.

– El contenido del ordenador de Örjan Bylund. El disco duro estaba formateado, pero Fred Olsson lo ha apañado.

Anna-Maria miró a su alrededor. Era una cocina muy acogedora. Muebles rústicos sencillos mezclados con algo de los años cuarenta y cincuenta. Una docena de bandejas sujetas a una cinta bordada. Todo muy pulcro y con un aire anticuado. A Anna-Maria le recordó a la casa de su propia abuela.

– Qué bonito lo tienes todo -dijo.

Rebecka le sirvió un café y respondió:

– Gracias. Tendrás que tomártelo solo.

Rebecka paseó la mirada por su cocina. A ella tambien le gustaba cómo la tenía. No era un mausoleo a la memoria de su abuela, pero había procurado conservar la mayoría de las cosas. Cuando se mudó, tuvo una sensación muy clara de que así era como lo quería. Cuando le dieron el alta de la clínica psiquiátrica, un día se quedó mirando su apartamento de Estocolmo. Las sillas de diseño, las lámparas Paul Henningsen, el sofá italiano de Asplund que se regaló a sí misma cuando la aceptaron en el colegio de abogados. «Ésta no soy yo», pensó. Y lo vendió todo junto con el piso.

– Hay un pago efectuado a Inna Wattrang que voy a mirar -le dijo Rebecka a Anna-Maria-. Alguien le ha hecho un ingreso en efectivo de doscientas mil coronas a su cuenta privada.

– Sí, gracias -dijo Anna-Maria-. ¿Mañana?

Rebecka asintió con la cabeza.

«Qué bien», pensó Anna-Maria. Eran justo todas esas pequeñas cosas para las que nunca se tiene tiempo. Le podría decir a Rebecka que se apuntara la noche de la bolera. Así ella y Sven-Erik podrían hablar de gatos.

– En realidad soy demasiado vieja para estas cosas -comentó Anna-Maria echándole una mirada a la taza-. Ahora, si tomo café a última hora de la tarde, me despierto a medianoche y le empiezo a dar vueltas a las cosas…

Hizo un círculo con el dedo para indicar el giro eterno de los pensamientos.

– Yo también -reconoció Rebecka.

Se rieron, conscientes de que, a pesar de todo, las dos se habían tomado una taza, sólo para acercarse la una a la otra.

Fuera la nieve seguía cayendo.

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