JUEVES

20 de Marzo de 2005

Estuvo nevando toda la noche del miércoles, pero por la mañana paró y el sol lució en un cielo despejado. Sólo hacía tres grados bajo cero. A las nueve de la mañana desenterraron el ataúd de Örjan Bylund. La tarde anterior, los trabajadores del cementerio habían estado quitando la nieve y colocaron un aparato encima de la tumba para calentarla.

Anna-Maria se había peleado con los encargados.

– Se necesita el permiso de la administración -le decían.

– Para sacar el cuerpo -dijo Anna-Maria-. Pero yo sólo quiero que pongáis la unidad de calor ahora para que lo podáis sacar más rápido cuando el permiso llegue.

Ya habían eliminado la capa de tierra helada y estaban cavando con el pequeño Kubota propiedad del cementerio.

Había una decena de fotógrafos en el lugar a los que Anna-Maria miraba sin poder evitar sentir cierta culpabilidad cuando pensaba en Airi Bylund.

«Pero estoy investigando un caso de asesinato, así que no hay otra -se justificaba-. Ésos lo único que quieren son fotos para las páginas centrales.»

Y se las llevaron: el hoyo sucio, la tierra, los restos lúgubres de rosas, el ataúd negro… Y, envolviéndolo todo, el resplandor de la luz característica del paso del invierno a la primavera, nieve recién caída del cielo y el brillo del sol.

El forense Lars Pohjanen y su asistenta, Anna Granlund, estaban esperando en el hospital para recibir el cuerpo.

Anna-Maria Mella miró el reloj.

– Media hora -le dijo a Sven-Erik-. Después, lo llamamos para ver cuánto ha avanzado.

En el mismo instante empezó a vibrarle el teléfono en el bolsillo. Era Rebecka Martinsson.

– He investigado un poco el ingreso aquel en la cuenta de Inna Wattrang -dijo-. Y hay algo: el 15 de enero alguien entró en una pequeña sucursal del banco SEB que está en la calle Hantverkar en Estocolmo e ingresó 200.000 coronas. En el aviso del pago la persona escribió «No por tu silencio».

– No por tu silencio -repitió Anna-Maria-. Quiero ver ese aviso.

– Les he pedido que lo escaneen y me lo manden por e-mail. Échale un ojo a tu correo cuando puedas -le dijo Rebecka.

– Deja la fiscalía y vente a trabajar con nosotros -exclamó Anna-Maria-. El dinero no lo es todo.

Rebecka se rió al otro lado.

– Tengo que irme -dijo después-. Tengo una causa penal ahora.

– ¿Hoy también? ¿No tenías una el lunes y otra el martes?

– Humm -asintió Rebecka-. Es Gudrun Haapalahti, de la secretaría del tribunal. Ya no nos envía a nadie.

– Deberías quejarte -le propuso Anna-Maria en un intento de ayudar.

– Prefiero la muerte, la verdad -se rió Rebecka-. Nos vemos.

Anna-Maria miró a Sven-Erik.

– ¡Vas a ver! -gritó.

Llamó a Tommy Rantakyrö.

– Oye, ¿me puedes mirar una cosa? -empezó diciendo y, sin esperar respuesta, continuó-: Entérate de si alguna de las personas con las que Inna Wattrang habló por alguno de sus dos teléfonos vive o trabaja en las proximidades de la oficina de SEB en la calle Hantverkar de Estocolmo.

– ¿Cómo es que me ha tocado a mí este infierno telefónico? -se lamentó Tommy Rantakyrö-. ¿Desde cuándo quieres que mire? ¿Seis meses?

Se oyó un suspiro al otro lado.

– Pues empieza en enero. El ingreso en su cuenta se hizo el 15.

– Por cierto, te iba a llamar justo ahora -dijo Tommy Rantakyrö antes de que Anna-Maria colgara.

– ¿Sí?

– Alguien, y tiene que haber sido ella, llamó a casa de Diddi Wattrang, su hermano, el jueves por la noche, bastante tarde.

– Él me dijo que no sabía dónde estaba Inna -comentó Anna-Maria.

– La conversación duró exactamente cuatro minutos y veintitrés segundos. Creo que miente, ¿qué opinas?


Mauri Kallis estaba de pie, arriba en su despacho, y observaba el patio desde la ventana.

Ebba, su esposa, apareció caminando por la gravilla blanca con el casco bajo el brazo y el semental árabe nuevo cogido sin demasiada firmeza. La crin negra brillaba de sudor y avanzaba cabizbajo en una postura cansada y satisfecha.

Ulrika Wattrang se acercaba desde el otro lado. No llevaba al chiquillo con ella, probablemente lo había dejado en casa con la canguro.

La cuestión era si Diddi había vuelto a casa o no. A Mauri le daba lo mismo, se las apañaría igual de bien sin él en la reunión con el African Mining Trust. Incluso mejor. Últimamente ya no podía contar mucho con Diddi. Además, Mauri igual podía tener un mono para hacer el trabajo que hacía Diddi. No había que esforzarse mucho para encontrar a un inversor interesado en el proyecto de Mauri. Ahora que habían perdido el trono de las acciones de tecnologías de la información y que parecía imposible satisfacer el hambre de acero que tenía China, estaban haciendo cola para poder participar.

Iba a deshacerse de Diddi. Sólo era una cuestión de tiempo que él, su mujer y su principito recogieran los bártulos y se largaran a freír espárragos.

Ulrika se paró a hablar con Ebba.

Ebba miró de reojo hacia la ventana y Mauri buscó refugio detrás de la cortina, que se movió un poco aunque no tanto como para percibirse desde fuera.

«No me importa», pensó con odio al mirar a Ebba.

Cuando ella le propuso habitaciones separadas lo aceptó sin discusiones. Lo más probable era que se tratara de uno de los últimos intentos de su mujer de provocar un conflicto pero, al contrario, él se sintió de lo más aliviado. Así se libraba de fingir que no se enteraba cuando ella lloraba de espaldas a él.

«Diddi tampoco me importa -pensó-. A decir verdad, no recuerdo qué es lo que me pareció tan fantástico en él.

»Quien me importaba era Inna», pensó luego.


Está nevando. Faltan dos semanas para Navidad. Mauri y Diddi están en tercero de Empresariales. Mauri ya trabaja a tiempo parcial en OMX, la compañía líder de servicios financieros. Ha empezado a seguir el mercado de materias primas con especial interés. Pasarán diecisiete años hasta que aparezca en la portada de Business Week.

El barrio alrededor de la plaza de Stureplan parece un anuncio, o uno de esos juguetes, una bola de plástico en la que nieva cuando la agitas.

Hay mujeres hermosas sentadas en las cafeterías y a su lado tienen bolsas de papel de los almacenes NK llenas de paquetes. Fuera, los copos de nieve descienden revoloteando.

Niños y niñas con abrigos y trencas, como adultos en miniatura, van cogidos de la mano de sus padres bien arreglados y caminan casi de espaldas tratando de que les dé tiempo de ver la decoración navideña de los escaparates. Diddi se lo pasa en grande con las decoraciones del barrio de Östermalm.

– Menudo complejo de Londres que tienen -se ríe.

Van de camino al Riche con una agradable sensación de ligera ebriedad, a pesar de ser sólo las seis y cuarto de la tarde. Pero han decidido hacer una cena de empresa por Navidad.

En el cruce de la calle Birger Jarl con Grev Ture se topan con Inna.

Va cogida del brazo de un hombre mayor que ella. Mucho mayor. Es enjuto de aquella manera antigua. La muerte se hace notar en su expresión a través del esqueleto, que aprieta la piel desde dentro y dice: dentro de poco sólo quedaré yo. La piel tampoco tiene demasiada capacidad para oponerse: se tensa sin elasticidad sobre la frente donde destaca el cráneo. Los pómulos sobresalen por encima de las mejillas caídas. Los huesos también se le marcan en las muñecas.

Mauri no reparará hasta un poco más tarde en que Diddi está a punto de pasar de largo sin saludar, pero Mauri se detiene, por supuesto, y se hace necesaria una presentación.

Inna no parece importunada lo más mínimo. Mauri la mira y piensa en si ella ya es un regalo de Navidad. Su sonrisa y sus ojos siempre parecen contener una alegre sorpresa.

– Os presento a Ecke -dice ella abrazándosele cariñosa.

Todos esos apodos de la clase alta y la nobleza. Mauri nunca deja de asombrarse. Noppe, Bobbo y Guggu. Inna se llama en realidad Honorine. Y un William nunca pasa a ser Wille mientras que Walter siempre acaba siendo Walle.

El hombre saca de su abrigo de lana, caro pero un tanto descuidado, una mano huesuda llena de manchitas marrones de la edad. A Mauri le despierta cierto asco y tiene que reprimir un impulso de olerse después su propia mano para ver si huele a sucio.

– No lo entiendo -le dice a Diddi después de despedirse de Inna y su acompañante-. ¿Ése es Ecke?

Inna lo ha nombrado algunas veces. No puede acompañarlos porque se va al campo con Ecke, ella y Ecke han visto tal y cual película. Mauri se imagina un chico de la clase alta con pelo rubio repeinado hacia atrás. A veces piensa que quizá esté casado, dado que nunca tienen la ocasión de conocerlo. Inna es muy reservada pero siempre lo es con sus novios. Mauri también ha pensado que sus parejas le sacan algunos años y que a Inna no le gusta que tengan nada en común con su hermano y Mauri, chavalitos que todavía van a la facultad. Pero ¡no que les sacaran tantos!

Al ver que Diddi no responde, Mauri continúa:

– ¡Es un viejo! ¿Qué le encuentra?

Entonces Diddi dice gracioso, aunque Mauri puede notar cómo se aferra a su desenfado, cómo está a punto de escurrírsele de las manos aunque se agarre a él, que es lo único a lo que se puede coger:

– Eres realmente ingenuo.

Se quedan de pie en la acera delante del Riche, completando la imagen de postal navideña. Diddi dispara su cigarro a la nieve y mira intensamente a Mauri.

«Me va a besar», piensa Mauri sin que le dé tiempo a decidir si eso le asusta o no hasta que el instante ha pasado.


En otra ocasión, también en invierno y también nevando. Inna tiene un buen amigo, como ella los llama. Pero éste es otro, lo de Ecke se terminó hace mucho tiempo. Va a ir a la cena de los Nobel con el hombre en cuestión y Diddi decide que él y Mauri tienen que ir a su pisito de la calle Linné con una botella de champagne a ayudarla a subirse la cremallera del vestido.

Está radiante cuando les abre la puerta: vestido largo de color rojo amapola y labios húmedos del mismo tono.

– ¿Bien? -les pregunta.

Pero Mauri no puede responder. Acaba de aprender lo que significa quedarse sin aliento.

Menea la botella de champagne y se escabulle a la minúscula cocina para ocultar sus emociones y buscar unas copas.

Al volver, ella está sentada a la mesa poniéndose más sombra de ojos. Diddi está detrás, inclinado sobre su hermana y apoyándose con una mano sobre la mesa. La otra se le ha deslizado por debajo del vestido y le acaricia los pechos.

Los dos se quedan mirando a Mauri a la espera de su reacción. Diddi levanta ligeramente una ceja, pero no aparta la mano.

Mauri no se mueve del sitio. Se queda inexpresivo durante tres segundos, manteniendo un control total sobre toda la red de finas fibras musculares que le cubre la cara. Cuando han pasado esos segundos levanta las cejas con soltura en un gesto de Oscar Wilde indescriptiblemente decadente y dice:

– Muchacho, cuando tengas una mano libre, tengo una copa para ti. ¡Salud!

Sonríen. Sin duda, es uno de ellos.

Y beben de sus copas de champán heredadas.


Ebba Kallis y Ulrika Wattrang se encontraron en el patio delantero de Regla. Ebba miró hacia la ventana de Mauri. La cortina se movió ligeramente.

– ¿Sabes algo de Diddi? -preguntó Ebba.

Ulrika Wattrang negó con la cabeza.

– Estoy tan preocupada -dijo-. No puedo dormir. Ayer me tomé una pastilla, pero no me gusta porque estoy dando el pecho.

Echnaton, impaciente, pegó un tirón a las riendas. Quería volver al establo para que le quitaran la silla y se ocuparan de él.

– Pronto te llamará -dijo Ebba mecánicamente.

Una lágrima apareció por debajo del mechón tupido que le caía por la cara a Ulrika. Negó desconfiada con la cabeza.

«Uf, qué cansada estoy de todo esto -pensó Ebba-. Estoy harta de sus lloros.»

– Tienes que recordar que para él es un periodo muy duro ahora mismo -le dijo con condolencia en la voz.

«Como para todos», pensó con fuerza.

En el último medio año Ulrika había ido varias veces a su casa para llorar. «No hace más que rechazarme, está completamente ausente, ni siquiera sé qué se ha tomado, trato de preguntarle si por lo menos Philip es importante para él, pero no hace más que…» Solía abrazar tan fuerte al bebé que a veces lo despertaba y se ponía a llorar desconsolado. Entonces a Ebba le tocaba cogerlo en brazos y pasearlo hasta que se calmaba.

Echnaton acercó el hocico a la cabeza de Ebba y resopló de manera que se le agitó todo el pelo. Ulrika se rió entre las lágrimas.

– Está loco por ti -dijo.

«Sí que lo está -pensó Ebba mirando de nuevo la ventana de Mauri-. Los caballos me quieren.»

Este semental en concreto se lo había apropiado por una miseria teniendo en cuenta su pedigrí. Sólo porque era una auténtica pesadilla montarlo. Ebba recordó su expectativa cuando lo bajaron del remolque. Los ollares dilatados y los ojos dibujando círculos en esa divina cabeza negra. Tenía sujetas las patas de atrás y había que andar con cuidado. Aquella vez lo bajaron entre tres hombres.

– Suerte -le deseó el hombre entre risas cuando por fin lograron meterlo en la cuadra y ya podían marcharse para seguir celebrando la Navidad. El semental se quedó allí dentro con los ojos desorbitados.

Ebba no lo llevó al cercado con fusta y atado corto, sino que lo montó para quitarle el diablo del cuerpo. Lo dejó correr y saltar, largo y alto. Se puso el chaleco protector y le dio gas en lugar de frenarlo. Al volver estaban cubiertos de barro. Una de las chicas del establo que solía ayudar a Ebba los vio y se echó a reír. Echnaton se quedó quieto en el pasillo del establo con las piernas temblando por el cansancio. Ebba lo limpió a manguerazos con agua tibia. Él resopló satisfecho y de pronto apoyó la frente contra la de ella.

Ebba tenía en la actualidad una docena de caballos. Compraba potros y casos perdidos y los domaba. En breve empezaría a criarlos ella misma. Mauri se solía reír diciendo que compraba más de los que vendía, y ella le seguía amablemente el juego de esposa que tenía dos hobbies caros: caballos de raza y perros callejeros.

– Regla es tuya -le dijo Mauri cuando se casaron.

Para darle seguridad económica y compensar que Kallis Mining era propiedad exclusivamente de él.

Pero él había comprado y reformado Regla con dinero prestado sin llegar nunca a liquidar el préstamo.

Si Ebba dejaba a Mauri tendría que renunciar también a Regla, los caballos, los perros, el personal de servicio, los… Toda su vida estaba allí.

Ella tomó la decisión que quiso. Sonreía cuando Mauri estaba con ella y con sus hijos como si estuviera de visita, mantenía al día a su marido sobre cómo le iba el colegio a los niños y lo que les gustaba hacer en su tiempo libre. Se encargó del funeral de Inna sin rechistar.

«Yo también me parezco a él -pensó Ebba mirando al caballo-. Estamos esclavizados, la libertad es imposible. Si consigues permanecer agotada te libras de volverte loca.»

Justo cuando le pasó esa idea por la cabeza, apareció Ester corriendo a zancadas por el jardín.


El jueves a la hora de comer, Anna-Maria Mella abrió con llave la puerta de su casa y entró diciendo: «Hola, casita.» Se le alegró el corazón al ver que la mesa estaba limpia y sin rastro del desayuno.

Se sirvió un plato de leche con cereales, una rebanada de pan con paté y después marcó el número de Lars Pohjanen, el forense.

– ¿Y bien? -fue lo único que dijo Anna-Maria, sin ni siquiera presentarse cuando él descolgó.

Al otro lado del teléfono se oyó algo que recordaba a una urraca que se acaba de quedar atrapada en una chimenea. Había que conocer a Pohjanen para saber que aquel ruido no era más que su risa.

– Hätähousu, culo inquieto.

– Dale a hätähousu lo que quiere. ¿De qué murió Örjan Bylund? ¿Se ahorcó él mismo?

– Lo que quiere -repitió la voz chirriante y descontenta de Pohjanen al otro lado-. ¿Qué les pasa a tus compañeros? Me lo tendríais que haber enviado para hacerle la autopsia cuando lo encontrasteis. Me sorprende que los policías sean tan pésimos en seguir las normas. Parece que sólo lo tenga que hacer el resto del mundo.

Anna-Maria Mella se calló el punzante comentario de que la policía nunca acudió al lugar de los hechos porque un médico, es decir, un colega de Pohjanen, decidió saltarse las normas y rutinas, y diagnosticó un infarto en el acta de fallecimiento y dejó que la funeraria fuera a recoger el cuerpo. Pero era más importante que Pohjanen estuviera de buen humor a que ella tuviera razón.

Emitió un sonido que bien se podía interpretar como una disculpa y dejó que Pohjanen empezara a hablar.

– Vale -continuó el forense en un tono más suave-. Suerte que lo enterraron en invierno y los tejidos blandos no se ven tan afectados. Pero claro, ahora que está descongelado la cosa se acelera.

– Humm -respondió Anna-Maria pegándole un bocado a la tostada con paté.

– Es comprensible que creyeran que se trataba de un suicidio. Las heridas externas son de ahorcamiento. Hay una estría de cuerda alrededor del cuello… y ya lo habían bajado cuando el médico del distrito le hizo la observación, ¿no es cierto?

– Sí, su mujer cortó la soga. Quería evitar el chismorreo, Örjan Bylund era una persona conocida en Kiruna. Estuvo trabajando en el periódico más de treinta años.

– Entonces es difícil ver si las heridas coinciden con la… hrrr… hrr… manera de ahorcarse… hrr…

Pohjanen interrumpió su informe para carraspear.

Anna-Maria Mella se apartó el teléfono de la oreja. No tenía ningún problema para hablar de muertos mientras comía, pero oír aquel gorgoteo ruidoso le quitaba el apetito. Y él era el que hablaba de polis que se saltaban las reglas, él, que era médico y fumaba como un carretero a pesar del cáncer de faringe del que le operaron unos años atrás.

Pohjanen continuó:

– Ya empecé a dudar con la inspección exterior. Había pequeñas hemorragias en las conjuntivas de los ojos. Nada grave, alfilerazos. Y después están las heridas internas, hemorragias a diferentes niveles, alrededor de la laringe y en la musculatura.

– ¿Y?

– Pues que si es un ahorcamiento, en principio sólo tienes hemorragias debajo y alrededor de la marca de la soga, ¿no?

– Vale.

– Pero las hemorragias son demasiado grandes y están muy separadas. Además, hay una fractura en el cartílago tiroides y en uno de los cuernos del hueso hioides.

Pohjanen sonó como si hubiera terminado y fuera a colgar.

– Espera un segundo -dijo Anna-Maria-. ¿Qué conclusiones sacas de todo esto?

– Pues que lo estrangularon, qué si no. Las heridas internas en la garganta no te las puedes hacer en un ahorcamiento. Apuesto por una estrangulación. Con las manos. Y había bebido. Bastante. Así que yo de ti interrogaría a la mujer. Es bastante habitual que aprovechen cuando el marido está piripi.

– No ha sido la esposa -dijo Anna-Maria Mella-. Es más complicado que eso. Mucho más complicado.


Mauri Kallis vio que Ester se acercaba por el jardín haciendo footing. Saludó a Ulrika y a Ebba con la cabeza y siguió corriendo en dirección al bosquecillo que quedaba entre el embarcadero nuevo y el antiguo. Solía hacer esa ruta por el sendero que baja al embarcadero viejo, donde el ingeniero de montes de Mauri tenía atracada su lancha fueraborda.

No dejaba de sorprender esa obsesión suya con el entrenamiento. Parecía que hubiera sustituido a su afición por la pintura. Leía textos sobre proteínas y musculación, hacía pesas y salía a correr.

Y cuando corría parecía que cerrara los ojos. Era una práctica especial que hacía: intentaba correr sin chocar contra los árboles, simplemente dejando que los pies siguieran el sendero aunque ella no lo mirara.

Mauri recordó una cena que tuvieron hacía no mucho tiempo. Los primos de Ebba de Escania, Inna, Diddi y su mujer y el principito. Ester se acababa de instalar en el desván e Inna la había convencido para que bajara a cenar con ellos. Ester intentó escabullirse.

– Tengo que entrenar -le dijo con la mirada clavada en el suelo.

– Si no comes, por mucho que te entrenes no te servirá de nada -le contestó Inna-. Vete a correr y cuando hayas acabado ven a cenar con nosotros. Después te puedes ir cuando hayas terminado. Nadie se dará cuenta si te escapas un poco antes.

Ester se sentó a la mesa en mitad de la cena. Una mesa con mantel de lino blanco, candelabros, cubiertos de plata y toda la parafernalia. Llevaba el pelo mojado y tenía la cara llena de arañazos. Incluso le salía sangre en dos sitios.

Ebba la presentó a los demás, pálida e incómoda bajo la sonrisa, con palabras como «escuela de arte» y «exposición que ha despertado mucho interés en la Galería Lars Zanton».

A Inna le costó aguantarse la risa.

Ester cenó concentrada y en silencio con sangre en la cara, metiéndose bocados demasiado grandes y sin tocar la servilleta, que permaneció al lado del plato.

Cuando salieron a fumar al porche después de la cena, Diddi comentó:

– La he visto correr a través del bosquecillo del embarcadero viejo con los ojos vendados. Así es como se hace eso…

Terminó la frase encorvando los dedos en forma de garra y simulando arañarse y herirse la cara.

– ¿Por qué? -preguntaron los primos de Ebba.

– ¿Porque está loca? -sugirió Diddi.

– ¡Sí! -asintió Inna feliz-. Supongo que os dais cuenta de que tenemos que hacer que vuelva a pintar otra vez.


Ester atajó por el césped arrollando casi a Ulrika, a Ebba y al caballo negro. Antes habría visto su cabecita grácil, sus líneas y sus ojos grandes y hermosos. Líneas y líneas. Las oscilaciones de su lomo cuando Ebba lo montaba y lo hacía girar en el cercado. Las curvaturas de todo su cuerpo: el cuello, el lomo, las patas, los cascos. Las líneas de Ebba, espalda recta, cuello recto, nariz recta y las riendas rectas y tirantes en las manos.

Pero ahora Ester ya no se fijaba en esas cosas. Ahora observaba los músculos del caballo.

Saludó a Ulrika y a Ebba con la cabeza y se imaginó que era una yegua árabe.

«Ligera es mi carga», pensó mientras se acercaba a la arboleda que había entre el jardín y la ría Mälaren. Empezaba a conocerse el camino. Pronto podría recorrerlo entero con los ojos vendados sin chocar contra ni un solo árbol.


Los primeros en darse cuenta de que su madre estaba enferma fueron los perros, pues ella se lo ocultaba a Ester, a Antte y a su padre.

«No me enteraba de nada -pensó Ester mientras corría con los ojos vendados por el sendero que atravesaba el bosquecillo tupido de maleza hacia el viejo embarcadero de la Heredad Regla-. Mira que es raro. A menudo el tiempo y el espacio no son paredes impenetrables sino de cristal que me dejan ver a su través. Puedes saber cosas de la gente, grandes y pequeñas, pero de ella no podía ver nada. Estaba demasiado ocupada con la pintura, demasiado contenta de poder pintar al óleo como para comprender lo que pasaba. Ni tampoco quería entender por qué de repente me dejaba coger el pincel.»

Aceleró los pasos. De vez en cuando alguna rama le arañaba la cara, pero no pasaba nada, era casi como un alivio.


– Oye -le dice su madre-. Tú siempre has querido saber pintar al óleo, ¿quieres aprender ahora?

Me deja tensar el lienzo y cuando hago fuerza lo hago con tanto ahínco para que quede bien, que me da dolor de cabeza. Estiro, doblo y pongo las grapas. Mi padre ha hecho el marco porque no quiere que mi madre compre de los baratos de madera seca porque se agrietan.

Mi madre no dice nada y entiendo que lo he tensado perfecto. Ella suele comprar lienzo barato para ahorrar dinero, pero entonces hay que darle una base con tempera. Me toca hacerlo a mí. Después me marca unas líneas de ayuda con carboncillo y yo me quedo al lado observando. Pienso, rebelde, que, cuando pueda pintar yo sola, cuando haga mis propios cuadros, no tiraré ni una sola línea con el carboncillo. Me pondré directamente con el pincel y ya montaré las estructuras en mi cabeza con umbra quemada o caput mortuum.

Mi madre instruye y yo relleno con color los espacios en blanco. La nieve, con blanco para mezcla y amarillo cadmio. La sombra de la montaña, con azul cerúleo. Y la roca, tirando hacia el violeta oscuro.

A mi madre le cuesta no sostener ella el pincel y en varias ocasiones me lo quita de la mano.

– Trazos grandes con el pincel, no estés dudando de esa manera y temblando como un corderito. Más color, no seas tan cobarde. Más, más amarillo. No cojas el pincel así, o crees que es un bolígrafo.

Al principio lo aguanto, porque ella sabe lo que hace. Cuando los colores quedan así de estridentes e inquietos, como ella los quiere, los cuadros se hacen difíciles de vender. Ya ha pasado antes que mi padre mira el cuadro recién pintado por la noche y dice: «Así no.» Y entonces ella lo cambia. El contraste de colores tiene que ser más ameno. En esos momentos yo le decía para consolarla:

– El cuadro de verdad está ahí debajo. Nosotras lo hemos visto.

Mi madre continuaba pintando pacientemente, pero aplastaba el pincel contra el lienzo.

– No sirve de nada -decía-. Son todos una panda de idiotas.


«Se volvió más y más impaciente -pensó Ester a medida que avanzaba por entre los árboles-. Yo no lo entendía. Sólo los perros sabían lo que pasaba.»


Mi madre ha preparado un guiso de carne y coloca la gran olla sobre la mesa de la cocina para que se enfríe un poco. Después lo repartirá en tupperwares y lo congelará. Mientras se enfría se mete un rato en el estudio a moldear perdices de cerámica.

Oye un ruido en la cocina y se seca la arcilla de los dedos para ir a ver. Se encuentra a Musta subida a la mesa. Ha empujado la tapa de la olla y está pescando los huesos del guiso. Se quema el hocico al tocar el líquido caliente, pero no puede dejar de intentarlo una y otra vez. Se quema y ladra enfadada como si la sopa lo hubiera hecho adrede y necesitara un poco de disciplina.

– Me cago en la leche -dice mi madre agitando el brazo en el aire para bajar a Musta de la mesa y, si puede, soltarle un guantazo.

Musta arremete como un rayo. Intenta atraparle la mano y levanta el labio superior enseñándole los dientes al mismo tiempo que gruñe amenazadora.

Mi madre retira estupefacta la mano. Ningún perro se ha atrevido jamás a hacerle nada por el estilo. Coge la escoba que hay en la esquina y trata de hacerla bajar de la mesa.

Entonces Musta se vuelve de verdad. El guiso de carne es suyo y nadie se lo va a quitar.

Mi madre se retira de la cocina caminando de espaldas y justo en ese momento llego yo de la escuela, subo las escaleras y casi choco con ella en el pasillo de arriba. Mi madre se vuelve con la cara pálida y la mano ensangrentada apretada contra el pecho. A su espalda veo a Musta subida a la mesa de la cocina como un demonio negro con colmillos, el pelo erizado y las orejas hacia atrás. Me quedo mirando a la perra y después a mi madre. Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado aquí?

– Llama a tu padre y que venga a casa -me ordena mamá con voz áspera.

Un cuarto de hora más tarde, mi padre sube con el Volvo la rampa del jardín. No dice gran cosa. Va directo a coger la escopeta y la tira en el portaequipajes. Después va a buscar a Musta, a la que no le da tiempo de bajarse de la mesa cuando lo ve entrar. Gimotea de dolor y sumisión cuando mi padre la agarra del pescuezo y de la cola. La lleva hasta el coche y la mete dentro. La perra se tumba encima de la funda de la escopeta.

El coche significa trabajo agradable al aire libre, por lo que no comprende lo que va a pasar. Es la última vez que la vemos. Mi padre vuelve a casa por la tarde sin la perra y no hablamos del tema.

Musta era una líder nata. Probablemente, a mi padre le supo muy mal perder una compañera de trabajo para el monte como ella. Podía salir corriendo en mitad de la montaña tras algo que se movía y volver con la pieza al cabo de dos horas.

Se dio cuenta de lo que le estaba pasando a mi madre. Que se estaba debilitando. Y, evidentemente, Musta trató de quitarle el liderazgo.

Aquella tarde mi madre se quedó sentada en la cocina ensimismada. Me reprendía para que me mantuviera alejada y yo entendí que estaba avergonzada por haberle tenido miedo a la perra. Musta estaba muerta por culpa de su miedo y su debilidad.


Sven-Erik Stålnacke fue a ver a Airi Bylund a la hora de comer. Se había ofrecido para hacerlo y Anna-Maria se sintió aliviada de no tener que ir ella. Sentados a la mesa, en la cocina de Airi, Sven-Erik le explicó que su marido no se había suicidado sino que había sido asesinado.

Las manos de Airi Bylund se movieron indecisas, sin saber dónde meterse. Al final empezaron a planchar una arruga inexistente del mantel.

– Así que no se quitó la vida -dijo tras un largo silencio.

Sven-Erik Stålnacke se bajó la cremallera de la chaqueta. Airi acababa de hacer bollos y hacía calor. La gata y los gatitos no habían asomado la cabeza.

– No -respondió.

Los músculos que rodeaban la boca de Airi Bylund empezaron a tensarse. La mujer se puso rápidamente de pie y empezó a preparar la cafetera.

– He pensado tanto en ello -dijo de espaldas a Sven-Erik-. Me preguntaba por qué. Sí que era un hombre que cavilaba mucho, pero que fuera a dejarme así… sin una sola palabra. Y los chicos. Son adultos, pero igualmente… Que nos abandonara, sin más.

Puso unos cuantos bollos en un plato y lo llevó a la mesa.

– También estaba enfadada. Dios, lo enfadada que he estado con él.

– Él no lo hizo -dijo Sven-Erik mirándola a los ojos.

Ella le aguantó la mirada fijamente y en sus ojos se reflejó la ira, la tristeza y el sufrimiento de los últimos meses. Un puño cerrado maldiciendo al cielo, una impotente desesperación bajo un por qué sin respuesta, la búsqueda de la propia culpa.

«Tiene los ojos bonitos», pensó él. Un sol negro con rayos azules en un cielo grisáceo. Ojos y culo bonitos.

Entonces empezó a llorar sin dejar de mirar a Sven-Erik mientras las lágrimas le corrían por la cara.

Sven-Erik se puso de pie y la rodeó con los brazos. Con una mano le sostuvo la nuca, sintiendo el tacto de su pelo suave. La gata llegó del dormitorio dando pasitos y con los cachorros pegados detrás, se paseó por entre los pies de Sven-Erik y Airi Bylund.

– Santo cielo -dijo Airi al final sorbiendo y secándose los ojos con la manga del jersey-. Se enfría el café.

– No importa -aseguró Sven-Erik al tiempo que fe mecía despacio-. Lo podemos calentar después en el micro.


Anna-Maria entró en el despacho de Alf Björnfot, el fiscal jefe, a las dos y cuarto.

– Buenas, Anna-Maria -le dijo alegre-. Qué bien que hayas podido venir. ¿Qué tal te va?

– Bastante bien, creo yo -respondió ella.

Se preguntaba por qué la habría llamado y estaba deseando que fuera directamente al grano.

Rebecka Martinsson también estaba presente. Junto a la ventana saludó a Anna-Maria con un leve movimiento de cabeza.

– ¿Y Sven-Erik? -preguntó el fiscal-. ¿Dónde lo tienes?

– Lo llamé y le dije que querías vernos. Supongo que está de camino. ¿Puedo preguntar qué…?

El fiscal se inclinó hacia delante y agitó un fax.

– Los del LEC están listos con el análisis de la gabardina que los buzos sacaron del lago Torneträsk -dijo-. La sangre del hombro derecho es de Inna Wattrang. De la parte de dentro del cuello han podido sacar una muestra de ADN y…

Le pasó el fax a Anna-Maria Mella.

– …la policía británica tenía una coincidencia de ese perfil de ADN en su registro penal.

– Morgan Douglas -leyó Anna-Maria.

– Ex paracaidista del ejército británico. A mediados de los noventa atacó a un oficial, fue condenado por agresión grave y lo despidieron. Empezó a trabajar en Blackwater, una compañía que se dedica a la protección de personas y propiedades en distintos focos de disturbios en el mundo. Ha estado en África central y fue de los primeros en llegar a Iraq. Allí, uno de sus compañeros más cercanos fue capturado y ejecutado por un grupo de resistencia islámico hace poco más de un año. Adivina cómo se llamaba.

– ¿John McNamara, quizá? -propuso Anna-Maria Mella.

– Bingo. Utliizó el pasaporte de su difunto amigo cuando vino a Suecia y alquiló el coche en el aeropuerto de Kiruna.

– ¿Y ahora? ¿Dónde está?

– La policía británica no lo sabía -dijo Rebecka Martinsson-. Dejó Blackwater, eso es seguro, pero no quieren decirnos por qué, aseguran que fue por voluntad propia. Es difícil conseguir que ese tipo de empresas te respondan a las preguntas y colaboren con la policía. No tienen ganas de que se les investigue. Pero el anterior jefe de Morgan Douglas en Blackwater dijo que les parece que empezó a trabajar en otra empresa del sector y que volvió a irse a África.

– Lo hemos estado buscando, evidentemente -comentó Alf Björnfot-. Pero es poco probable que demos con él. Supongo que si regresa a Inglaterra…

– Entonces, ¿qué hacemos ahora? -le interrumpió Anna-Maria-. ¿Lo vamos a dejar aquí?

– No lo creo -dijo Alf Björnfot-. La clase de tipo que alquila un coche y viaja con un pasaporte falso…

– … cobró por asesinar a Inna Wattrang -irrumpió Anna-Maria-. Así que la pregunta es quién pagó.

Alf Björnfot asintió con la cabeza.

– Había una persona que sabía dónde estaba ella -dijo Anna-Maria-. Y mintió al respecto. Su hermano. Ella lo llamó desde la cabina de la oficina de turismo.

– Tendrás que bajarte en avión mañana por la mañana -le sugirió Alf Björnfot mirando la hora.

Alguien llamó brevemente a la puerta y Sven-Erik entró en el despacho.

– Tienes que ir a casa a preparar la maleta -le dijo Anna-Maria-. O no, igual nos da tiempo de volver con el vuelo de la noche mañana mismo. Si no, ya nos compraremos un cepillo de dientes y… pero… ¿qué llevas ahí?

– Bueno, al final he sido padre -dijo Sven-Erik.

Se le enrojecieron las mejillas. Por la abertura de la chaqueta asomaba una cabeza de gatito.

– ¿Es la de Airi Bylund? -le preguntó Anna-Maria-. Sí, sí que lo es. Hola, boxeadora.

– ¡Sí, mira! -exclamó Rebecka, que se había acercado a Sven-Erik para saludar-. Vaya ojo te han puesto, pequeñaja.

Acarició la cabeza de la gatita con la mancha oscura alrededor del ojo. El animal no tenía ningún interés en saludar, lo único que quería era salir del abrigo de Sven-Erik y explorar el nuevo entorno. Le trepó por el hombro e hizo equilibrios con arrogancia. Cuando Sven-Erik intentó cogerla para dejarla en el suelo se quedó enganchada con las garras.

– Me puedo ocupar de ella mientras estáis fuera -se ofreció Rebecka.

Alf Björnfot, Anna-Maria y Rebecka tenían un resplandor como si estuvieran mirando al Mesías en el pesebre.

Sven-Erik se reía de la gata, que se empecinaba en agarrarse a la chaqueta y luego seguía trepando hasta la espalda de manera que Sven-Erik tuvo que inclinarse para que no se cayera. Los demás tuvieron que ir quitándole las garras una a una.

La llamaban boxeadora, granuja, flaquita y diablilla.


Ebba Kallis se despertó a la una y media de la mañana porque alguien estaba llamando al timbre. Fuera estaba Ulrika Wattrang, en pijama debajo de una bata y tiritando.

– Lo siento -empezó con voz desesperada-, pero ¿tienes tres mil coronas? Diddi ha vuelto en taxi desde Estocolmo y el taxista está hecho una furia porque Diddi ha perdido la cartera y yo no tengo tanto dinero en la cuenta.

Mauri apareció en la escalera.

– Diddi ha vuelto -le dijo Ebba sin mirarlo-. En taxi. Y no tiene para pagarlo.

A Mauri se le escapó un sonido de resignación y se fue al dormitorio para coger la cartera.

Los tres se apresuraron a cruzar el patio hacia la casa de Diddi y Ulrika.

Diddi estaba fuera del taxi con el taxista.

– No -dijo el conductor-. Ella no se vuelve conmigo. Os quedáis los dos aquí. Y págame la carrera.

– Pero no sé quién es -se defendió Diddi-. Me voy a dormir.

– Tú no vas a ninguna parte -contestó el taxista agarrando a Diddi de la manga-. Primero, paga.

– Bueno, bueno -dijo Mauri acercándose-. ¿Tres mil? ¿Seguro que has visto bien?

Le pasó la American Express al conductor.

– Oye, me he paseado por medio Estocolmo dejando a gente y ha sido un lío de narices. Si quieres ver la carrera, no hay problema.

Mauri negó con la cabeza y el taxista pasó la tarjeta. Mientras tanto, Diddi se quedó dormido apoyado en el coche.

– Y ella, ¿qué? -dijo el conductor después de que Mauri hubiera firmado el recibo.

Hizo un gesto hacia el interior del coche.

Mauri, Ulrika y Ebba miraron dentro.

Había una mujer de unos veinticinco años dormida. Tenía el pelo largo y teñido de rubio. A pesar de que el interior del coche estaba bastante oscuro se podía ver que iba muy maquillada y que tenía pestañas postizas y pintalabios de color rosa bebé. Llevaba medias con dibujos y botas blancas de tacón alto. La falda era mínima.

Ulrika se tapó la cara con las manos.

– No lo puedo aguantar -gimió.

– No vive aquí -dijo Mauri fríamente.

– Si la tengo que llevar a casa, cuesta dinero -dijo el taxista-. Lo mismo. Se me ha acabado el turno de trabajo.

Mauri le volvió a dar la tarjeta sin decir nada.

El taxista entró en el coche y la pasó otra vez por el lector. Salió al cabo de un momento para que le firmara el segundo recibo. Nadie dijo nada.

– ¿Abrís la verja? -dijo el conductor metiéndose en el coche.

Cuando arrancó el motor y emprendió la marcha Diddi se cayó de bruces en la cuesta.

Ulrika soltó un grito.

Mauri se le acercó y lo puso de pie. Lo giraron de espaldas a la luz exterior y le examinaron la cabeza.

– Le sale un poco de sangre -dijo Ebba-. Pero no es nada grave.

– La verja -exclamó Ulrika y se fue corriendo a la casa para abrirla con el control remoto.

Diddi cogió a Mauri por los brazos.

– Creo que he hecho una estupidez de verdad -dijo.

– ¿Sabes qué? Tendrás que confesarte a otra persona -dijo Mauri con dureza y se soltó de un tirón-. Venir aquí con una puta barata. ¿La has invitado al funeral?

Diddi se tambaleó.

– A la mierda -dijo después-. Que te jodan, Mauri.

Mauri dio media vuelta y se dirigió a su casa a paso rápido. Ebba se apresuró a seguirlo.

Diddi abrió la boca como para gritarles algo, pero Ulrika ya estaba a su lado.

– Vamos -le dijo rodeándolo con el brazo-. Ya basta.

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