Vino aquí a poner flores en el lugar donde el muchacho murió y la chica fue secuestrada.
Vino aquí porque era una muchacha corpulenta y tenía la cara picada de viruelas y no demasiados amigos.
Vino porque se esperaba que lo hiciera.
Vino porque quería hacerlo.
Desgarbada y sudorosa, con sus 26 años a cuestas, Lydia Johansson caminó a lo largo del arcén de tierra de la ruta 112, donde había aparcado su Honda Accord; bajó cuidadosamente la colina hasta la orilla llena de barro, donde el canal Blackwater se unía al opaco río Paquenoke.
Vino aquí porque pensó que era lo correcto.
Vino aunque se sentía asustada.
No había pasado mucho tiempo desde el amanecer, pero ese agosto había sido el más caluroso en años en Carolina del Norte y Lydia ya estaba sudando en su blanco uniforme de enfermera cuando se dirigió al claro de la orilla, rodeado de sauces, gomeros y laureles de anchas hojas. Encontró con facilidad el lugar que buscaba; la cinta amarilla de la policía era muy evidente a través de la bruma.
Sonidos de la mañana temprana. Somormujos, un animal paciendo en el denso matorral cercano, viento cálido a través de las juncias y las hierbas del pantano.
Señor, estoy asustada, pensó. Recordó vividamente las escenas más horrorosas de las novelas de Stephen King y Dean Koontz que leía hasta tarde por las noches con su compañera, una pinta de Ben & Jerry's.
Más ruidos en el matorral. Vaciló, miró a su alrededor. Luego siguió.
– Eh -dijo la voz de un hombre. Muy cerca.
Lydia gritó y se dio vuelta. Casi dejó caer las flores:
– Jesse, me asustaste.
– Perdón. -Jesse Corn estaba detrás de un sauce llorón, cerca del claro delimitado por las cintas. Lydia notó que sus ojos estaban fijos en lo mismo: una silueta blanca y brillante en el suelo, donde había sido encontrado el cuerpo del muchacho. Alrededor de la línea que indicaba la cabeza de Billy había una mancha oscura, que, siendo enfermera, reconoció inmediatamente como sangre vieja.
– De manera que aquí es donde sucedió -murmuró.
– Así es, sí. -Jesse restregó su frente y se atusó el lacio mechón de cabello rubio. Su uniforme, el traje beis del Departamento del Sheriff del Condado de Paquenoke, estaba arrugado y polvoriento. Oscuras manchas de sudor aparecían bajo sus brazos. Tenía treinta años y una astucia juvenil.
– ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? -le preguntó.
– No lo sé. Quizá desde las cinco.
– Vi otro coche -dijo ella-. Arriba en la carretera. ¿Es el de Jim?
– No. El de Ed Schaeffer. Está al otro lado del río. -Jesse señaló las flores con la cabeza-. Son bonitas.
Después de un momento, Lydia miró las margaritas que tenía en la mano.
– Dos dólares cuarenta y nueve. En Food Lion. Las compré anoche. Sabía que no habría nada abierto tan temprano. Bueno, Dell lo está, pero no vende flores. -Se preguntó por qué estaba divagando. Miró nuevamente a su alrededor-. ¿No tienes idea de dónde está Mary Beth?
Jesse negó con la cabeza.
– Ni un indicio.
– Supongo que quieres decir que él tampoco.
– Él tampoco. -Jesse miró su reloj. Luego hacia el agua oscura, los densos juncos y hierbas tupidas, el muelle podrido.
A Lydia no le gustó que un policía del condado, que llevaba una gran pistola, pareciera estar tan nervioso como ella. Jesse comenzó a subir la colina cubierta de hierba hacia la carretera. Hizo una pausa, miró las flores.
– ¿Sólo dos dólares noventa y nueve?
– Cuarenta y nueve. Food Lion.
– Es una ganga -dijo el joven policía, dirigiendo la mirada hacia el denso mar de hierba. Volvió a la colina-. Estaré arriba al lado del coche patrulla.
Lydia Johansson se acercó a la escena del crimen. Se imaginó a Jesús, se imaginó ángeles y oró durante unos minutos. Oró por el alma de Billy Stail, que había sido liberada de su cuerpo ensangrentado en aquel mismo lugar apenas ayer por la mañana. Oró porque la pena que visitaba Tanner's Corner terminara pronto.
Oró por ella también.
Más ruido en el matorral. Chasquidos, crujidos.
Aunque el día estaba más claro ahora, el sol apenas podía iluminar Blackwater Landing. El río era profundo en ese punto y estaba bordeado por desmadejados sauces negros y gruesos troncos de cedros y cipreses -algunos vivos, otros no, y todos sofocados por musgos y viñas salvajes. Hacia el noreste, no muy lejos, se hallaba el pantano Great Dismal, y Lydia Johansson, como toda Exploradora que se preciara del condado Poquenoke, conocía todas las leyendas del lugar: la dama del lago, el ferroviario sin cabeza… Pero no eran esas apariciones las que la preocupaban; Blackwater Landing tenía su propio fantasma: el muchacho que había secuestrado a Mary Beth McConnell.
Lydia abrió su bolso y encendió un cigarrillo con manos temblorosas. Se sintió un poco más tranquila. Caminó a lo largo de la orilla. Se detuvo ante un campo de hierbas altas y espadañas, que se doblaban por la brisa ardiente.
Escuchó que en la cima de la colina un motor se ponía en marcha. ¿Jesse no se iba, verdad? Lydia miró hacia allí, alarmada. Pero vio que el coche no se había movido. Supuso que sólo se trataba de poner en funcionamiento el aire acondicionado. Cuando volvió a mirar hacia el agua percibió que las juncias, las espadañas y las plantas de arroz salvaje todavía se doblaban, ondeaban, susurraban.
Como si alguien estuviera allí, acercándose a la cinta amarilla, manteniéndose cerca del suelo.
Pero no, no, por supuesto que no era así. Se trata sólo del viento, se dijo. Y reverentemente colocó las flores en el hueco de un nudoso sauce negro que no estaba lejos de la espeluznante silueta del cuerpo despatarrado, salpicado de sangre oscura como las aguas del río. Comenzó a rezar otra vez.
En la orilla contraria a la escena del crimen, el policía Ed Schaeffer se reclinó sobre un roble e ignoró los madrugadores mosquitos que revoloteaban cerca de sus brazos, descubiertos por las mangas cortas de su camisa de uniforme. Se agachó hasta ponerse en cuclillas y escudriñó nuevamente el suelo del bosque buscando señales del muchacho.
Tuvo que afirmarse contra una rama, estaba mareado por la fatiga. Como la mayoría de los policías del departamento del Sheriff del condado, había estado despierto durante casi veinticuatro horas, buscando a Mary Beth McConnell y al muchacho que la había secuestrado. Pero mientras uno a uno los demás se habían ido a casa, a ducharse y comer y dormir unas horas, Ed había seguido en la búsqueda. Era el policía con más años de servicio y el más corpulento (cincuenta y un años y ciento veinte kilos de peso, en su mayoría inútiles), pero la fatiga, el hambre y las articulaciones rígidas no lo iban a detener en su búsqueda de la chica.
El policía observó el suelo otra vez.
Accionó el botón transmisor de su radio.
– Jesse, soy yo. ¿Estás ahí?
– Adelante.
Murmuró:
– He encontrado huellas dactilares. Son recientes. A lo sumo tienen una hora.
– ¿Piensas que es él?
– ¿Quién otro podría ser? ¿A esta hora de la mañana, a este lado del Paquo?
– Parece que tenías razón -dijo Jesse Corn-. No lo creí al principio, pero diste en el blanco.
La teoría de Ed consistía en que el muchacho volvería a aquel lugar. No a causa del cliché, acerca del retorno a la escena del crimen, sino porque Blackwater Landing siempre había sido su lugar de caza y durante años, cuando se metía en problemas de algún tipo, siempre regresaba.
Ed miró a su alrededor, sintió que el miedo reemplazaba a la fatiga y la incomodidad mientras observaba la infinita maraña de hojas y ramas que lo rodeaban. Dios, pensó el policía, el muchacho está aquí, en algún lugar. Habló por su radio:
– Las huellas parecen ir hacia ti, pero no lo puedo decir con seguridad. Estaba caminando sobre hojas casi todo el tiempo. Manten los ojos abiertos. Voy a ver desde dónde vino.
Con un crujido de rodillas, Ed se puso de pie y tan silenciosamente como puede hacerlo un hombre tan grande, siguió los pasos del muchacho hacia la dirección por donde habían venido -adentrándose en el bosque-, lejos del río.
Siguió el rastro del chico cerca de trescientos metros y vio que llevaba hacia un antiguo refugio de caza, una choza gris lo suficientemente grande para tres o cuatro cazadores. Las aberturas para las armas de fuego estaban oscuras y el lugar parecía vacío. Bien, pensó. Bien… Probablemente no esté aquí. Pero quizás…
Respirando con fuerza, Ed Schaeffer hizo algo que no había hecho en cerca de un año y medio: sacó su arma de la cartuchera. Agarró el revolver con una mano sudorosa y caminó hacia adelante, mirando alternativamente hacia el refugio y el suelo, decidiendo cuál era el mejor lugar para pisar y mantener en silencio sus pasos.
¿El muchacho tendría un arma? se preguntó, dándose cuenta de que estaba tan expuesto como un soldado que desembarca en una playa pelada. Imaginó el cañón de un fusil que aparecía velozmente en una de las aberturas, apuntándole. Ed sintió un enfermizo ataque de pánico y corrió, en cuclillas, los últimos treinta metros hacia el costado de la choza. Se apretó contra la madera deteriorada por el tiempo mientras retenía el aliento y escuchó con cuidado. No oyó nada adentro, excepto un débil rumor de insectos.
Bien, se dijo. Echa una mirada. Rápido.
Antes de que el valor lo abandonara, Ed se levantó y miró a través de la abertura para armas de fuego.
Nadie.
Luego entrecerró los ojos enfocando el suelo. Una sonrisa se dibujó en su cara ante lo que vio.
– Jesse -llamó por su radio con entusiasmo.
– Adelante.
– Estoy en un refugio quizá a medio kilómetro al norte del río. Creo que el chico pasó la noche aquí. Hay algunos envases vacíos de comida y botellas de agua. Un rollo de cinta para cañería, también. ¿Y adivina qué? Veo un mapa.
– ¿Un mapa?
– Sí. Parece un mapa de la región. Podría mostrarnos dónde tiene a Mary Beth. ¿Tú qué opinas?
Pero Ed Shaefffer nunca supo cuál fue la reacción de su colega frente a ese buen trabajo policial; los alaridos de la mujer llenaron el bosque y la radio de Jesse Corn quedó en silencio.
Lydia Johansson trastabilló hacia atrás y volvió a gritar cuando el muchacho saltó de las altas hierbas y le asió por los brazos con dedos que la oprimían.
– ¡Oh, Dios mío, no me hagas daño! -suplicó.
– Cállate -murmuró el chico con rabia, mirando a su alrededor, con movimientos bruscos y malicia en sus ojos. Era alto y huesudo, como la mayoría de los chicos de dieciséis años de la Carolina rural, y muy fuerte. Su piel estaba roja e inflamada, al parecer por un choque contra una planta venenosa, y lucía un descuidado corte de pelo que parecía que se había hecho él mismo.
– Sólo traje unas flores… ¡eso es todo! Yo no…
– Shhh -murmuró.
Pero sus largas y sucias uñas se hundieron dolorosamente en su piel y Lydia pegó otro grito. Con enojo apretó una mano sobre su boca. Ella sintió que se apretaba contra su cuerpo y olió su olor agrio y sucio.
Torció la cabeza para liberarse.
– ¡Me estás haciendo daño! -dijo con un quejido.
– ¡Cállate de una vez! -Su voz sonaba irritada, como el crujido del hielo al partirse, y gotas de saliva manchaban su cara. La sacudió furiosamente como si fuera un perro desobediente. Uno de sus zapatos se salió en la lucha, pero él no prestó atención a la pérdida y apretó nuevamente su mano contra la boca de la chica hasta que ella dejó de moverse.
De la cima de la colina Jesse Corn gritó:
– ¿Lydia? ¿Dónde estás?
– Shhh -le advirtió nuevamente el muchacho, con ojos bien abiertos y un destello de locura-. Grita y te haré mucho daño. ¿Lo comprendes? ¿Lo comprendes bien? -se llevó la mano al bolsillo y le mostró un cuchillo.
Ella dijo que sí con la cabeza.
Él la arrastró hacia el río.
Oh, allí no. Por favor, no, pensó dirigiéndose a su ángel guardián. No dejes que me lleve allí.
Al norte del Paquo…
Lydia miró hacia atrás y vio a Jesse Corn parado al lado de la carretera, a una distancia de casi cien metros, haciendo sombra sobre sus ojos con una mano, oteando el panorama.
– ¿Lydia? -llamó.
El muchacho la empujó más rápido.
– ¡Por Dios, ven!
– ¡Eh! -gritó Jesse, viéndolos por fin. Comenzó a bajar la colina.
Pero ya estaban a la orilla del río, donde el chico había escondido un pequeño esquife bajo algunas raíces y hierbas. Tiró a Lydia dentro del bote y se alejó de la orilla, remando fuerte hacia el lado más lejano del río. Encalló el bote y la sacó de un tirón. Luego la arrastró hacia los bosques.
– ¿Adonde vamos? -susurró.
– A ver a Mary Beth. Vas a estar con ella.
– ¿Por qué? -murmuró Lydia, que ahora lloraba-. ¿Por qué yo?
Pero él no dijo nada más, sólo hizo sonar sus uñas distraídamente y la arrastró tras de sí.
– Ed -exclamó Jesse Corn con urgencia a través del transmisor-. Oh, es un lío. Tiene a Lydia. Lo perdí.
– ¿Qué tiene a quién? -Jadeando por el esfuerzo, Ed Schaeffer se detuvo. Había comenzado a correr hacia el río cuando escuchó el grito.
– Lydia Johansson. La tiene a ella también.
– Mierda -murmuró el pesado policía, que maldecía con tanta frecuencia como sacaba el arma de la cartuchera-. ¿Por qué lo haría?
– Está loco -dijo Jesse-. Esa es la razón. Está más allá del río y se dirige a donde estás.
– Bien. -Ed pensó durante un momento-. Probablemente volverá aquí para sacar las cosas del refugio. Me esconderé dentro, lo agarraré cuando entre. ¿Tiene un arma?
– No pude ver.
Ed suspiró.
– Bien, entonces…Ven aquí tan pronto como puedas. Llama a Jim también.
– Ya lo hice.
Ed soltó el rojo botón del transmisor y miró hacia el río por encima del matorral. No había señales del chico ni de su nueva víctima. Jadeando, corrió de vuelta al refugio y buscó la puerta. La abrió de una patada. La madera se deslizó hacia adentro con un quejido y Ed entró rápido, arrodillándose frente a la abertura.
Estaba tan excitado y tenía tanto miedo, se concentraba tanto en lo que estaba a punto de hacer cuando el muchacho llegara, que al principio no prestó atención alguna a los dos o tres pequeños puntos negros y amarillos que zumbaban frente a su cara. O al cosquilleo que comenzó en su cuello y fue bajando por su columna.
Pero luego el cosquilleo se convirtió en explosiones de terrible dolor en sus hombros, después a lo largo de sus brazos y bajo los mismos.
– Oh, Dios -gritó, jadeando, saltando y mirando anonadado las docenas de avispas, de la especie amarilla, las más nocivas, que se agrupaban sobre su piel. Las apartó con un manotazo de pánico pero el gesto enfureció más a los insectos. Lo picaron en la muñeca, la palma, la punta de los dedos. Gritó. El dolor era el peor que había sentido, peor que cuando se rompió una pierna, peor que el día que había tomado la sartén de hierro sin saber que Jean había dejado el fuego encendido. Entonces el interior del refugio se volvió oscuro a medida que la nube de avispas salía del enorme avispero gris del rincón que había sido aplastado por la puerta cuando la abrió de una patada. Serían cientos los insectos que lo atacaban. Se introducían en su pelo, se asentaban sobre sus brazos, en sus orejas, se deslizaban por debajo de su camisa, dentro de sus pantalones, como si supieran que era inútil picar la tela y buscaran la piel. Corrió hacia la puerta, destrozando la camisa para sacársela y vio con horror masas de insectos dorados pegados a su vientre enorme y a su pecho. Renunció a tratar de quitárselos y se limitó a correr estúpidamente hacia el bosque.
– ¡Jesse, Jesse, Jesse! -gritó pero se dio cuenta que su voz era un susurro; las picaduras del cuello le habían cerrado la garganta.
¡Corre! Se dijo. Corre hacia el río.
Y lo hizo. Con una velocidad mayor a la que había corrido en su vida, rompiendo todo a través del bosque. Sus piernas se movían con furia. Anda… Sigue andando, se ordenó a sí mismo. No te detengas. Gana la carrera a estos pequeños bastardos. Piensa en tu mujer, piensa en los mellizos. Corre, corre, corre… Había menos avispas ahora a pesar de que todavía podía ver treinta o cuarenta manchitas negras que se aferraban a su piel, con sus obscenos traseros levantados para picarlo otra vez.
Estaré en el río en tres minutos. Saltaré al agua. Se ahogarán. Yo estaré bien… ¡Corre! Escapa del dolor… el dolor… ¿Cómo algo tan pequeño puede causar tanto dolor? Oh, cómo duele…
Corrió como un caballo de carreras, corrió como un gamo, moviéndose con velocidad por el matorral bajo del bosque que era apenas una niebla opaca en sus ojos llenos de lágrimas.
Él…
Pero espera, espera. ¿Qué estaba mal? Ed Schaeffer miró hacia abajo y se dio cuenta de que no corría en absoluto. Ni siquiera estaba en pie. Yacía sobre el suelo a diez metros del refugio y sus piernas no corrían sino que se movían espasmódicamente.
Buscó el transmisor y a pesar de que su pulgar estaba hinchado al doble de su tamaño por el veneno logro apretar el botón transmisor. Pero entonces las convulsiones que comenzaron en sus piernas se extendieron a su torso y cuello y brazos, y dejó caer la radio. Por un momento escuchó la voz de Jesse Corn en el micrófono, y cuando ésta se detuvo, escuchó el zumbido rítmico de las avispas, que se convirtió en un minúsculo hilo de sonido y finalmente el silencio.
Sólo Dios lo podía curar. Y no estaba dispuesto a hacerlo. No es que le importara, pues Lincoln Rhyme era un hombre de ciencia antes que teólogo, de manera que no había viajado a Lourdes o Turín ni a ningún templo baptista a buscar el consejo de un curandero maníaco, sino en un lugar muy distinto, a aquel hospital de Carolina del Norte, con la esperanza de convertirse, si no en un hombre entero, al menos en uno menos limitado.
Rhyme condujo su silla de ruedas motorizada Storm Arrow, roja como un Corvette, lejos de la rampa de la furgoneta en la cual él, su ayudante y Amelia Sachs habían atravesado las quinientas millas que les separaban de Manhattan. Con sus labios perfectos alrededor de la pajilla del controlador, hizo girar a la silla como un experto y aceleró pasillo arriba hacia la puerta de entrada del Instituto de Investigaciones Neurológicas del Centro Médico de la Universidad de Carolina del Norte en Avery.
Thom retrajo la rampa del negro y brillante Chrysler Grand Rollx, una furgoneta accesible a las sillas de ruedas.
– Ponla en el espacio para minusválidos -le gritó Rhyme. Emitió una risita.
Amelia Sachs levantó una ceja hacia Thom, quien dijo:
– Buen humor. Aprovéchalo. No durará.
– Te he oído -exclamó Rhyme.
El ayudante se llevó la furgoneta y Sachs alcanzó a Rhyme. Hablaba por su teléfono móvil, con una empresa local de alquiler de coches. Thom pasaría gran parte de la semana próxima en el cuarto de hospital de Rhyme y Sachs quería la libertad de disponer de su tiempo, quizás de hacer algunas excursiones por la región. Además, era una persona que prefería los coches deportivos antes que las furgonetas, y por principio evitaba los vehículos cuya velocidad máxima fuera de dos dígitos.
Sachs había estado al teléfono durante cinco minutos y finalmente cortó sintiéndose frustrada.
– No me importaría esperar pero la musiquilla es terrible. Probaré más tarde. -Consultó su reloj-. Sólo son las diez y media. Pero este calor es demasiado. Quiero decir, excesivo. -Manhattan no es precisamente el lugar más templado del mundo en agosto, pero se encuentra mucho más al norte que el estado de Carolina del Norte y al dejar la ciudad el día anterior, con rumbo sur a través del túnel Holland, la temperatura rondaba los veinte grados y el aire estaba seco como la sal.
Rhyme no prestaba ninguna atención al calor. Su mente se concentraba únicamente en la misión que lo llevaba allí. Delante de ellos la puerta automatizada se abrió obedientemente (este lugar sería, supuso, el Tiffany's de las comodidades accesibles a discapacitados) y entraron al fresco corredor. Mientras Sachs se informaba, Rhyme le echaba una ojeada a la planta principal. Se fijó en media docena de sillas de ruedas sin ocupar, agrupadas y polvorientas. Se preguntó qué habría sido de sus ocupantes. Quizás el tratamiento en aquel lugar había tenido tanto éxito que habían desechado las sillas y se habían graduado como usuarios de andaderas y muletas. Quizá algunos habían empeorado y estaban confinados en camas o sillas motorizadas.
Quizá algunos hubieran muerto.
– Por aquí -dijo Sachs, señalando con la cabeza hacia arriba del hall. Thom se unió a ellos en el ascensor (puerta de doble anchura, pasamanos, botones a medio metro del suelo) y pocos minutos después encontraron la habitación que buscaban. Rhyme se dirigió hacia la puerta, que disponía de un intercomunicador de manos libres. Exclamó un bullicioso «Ábrete, sésamo» y la puerta se abrió.
– Muchos dicen lo mismo -pronunció con lentitud una coqueta secretaria cuando entraron-. Usted debe ser el señor Rhyme. Le diré a la doctora que está aquí.
La doctora Cheryl Weaver era una mujer sofisticada y elegante, de poco más de cuarenta años. Rhyme notó inmediatamente que sus ojos eran rápidos y sus manos, como conviene a un cirujano, parecían fuertes. Sus uñas estaban sin pintar y las llevaba cortas. Se levantó de su escritorio, sonrió y apretó las manos de Sachs y de Thom, saludó con la cabeza a su paciente.
– Doctora. -Los ojos de Rhyme recorrieron los títulos de los numerosos libros que poblaban los estantes. Luego la multitud de certificados y diplomas, todos de buenas escuelas e instituciones renombradas, si bien las credenciales del médico no constituían una sorpresa para él. Meses de investigaciones habían convencido a Rhyme de que el centro médico universitario de Avery era uno de los mejores hospitales del mundo. Sus departamentos de oncología e inmunología se encontraban entre los más activos del país y el instituto de neurología de la doctora Weaver establecía las pautas en la investigación y tratamiento de las lesiones de la médula espinal.
– Qué suerte conocerlo al fin -dijo la doctora. Bajo su mano se encontraba una carpeta de 8 cms. de grosor. Su propio historial, supuso el criminalista, preguntándose lo que el especialista habría escrito sobre su caso: «¿Alentador?», «¿Difícil?» «¿Sin esperanzas?»-. Lincoln, usted y yo hemos hablado algunas veces por teléfono. Pero quiero revisar todos los preliminares nuevamente. En beneficio de ambos.
Rhyme asintió con un seco movimiento de cabeza. Estaba preparado para tolerar algunas formalidades, aunque tenía poca paciencia con las reiteraciones y esa conversación parecía estar tomando ese cariz.
– Usted ha leído lo que se ha escrito sobre el Instituto. Y sabe que hemos comenzado algunos ensayos de una nueva técnica de reconstrucción y regeneración de la médula espinal. Pero debo recalcar nuevamente que se trata de algo experimental.
– Lo comprendo.
– La mayoría de los tetrapléjicos que he tratado saben más de neurología que un médico generalista. Y apuesto que usted no es una excepción.
– Sé algo sobre ciencias -dijo Rhyme humildemente-. Sé algo sobre medicina. -Y le ofreció un ejemplo de su característico encogimiento de hombros, un gesto que la doctora Weaver pareció notar y archivar.
– Bueno, perdóneme si repito lo que ya sabe -continuó ella-, pero es importante que comprenda lo que esta técnica puede hacer y lo que no.
– Por favor -dijo Rhyme-. Continúe.
– Nuestro enfoque es que hay que hacer un ataque total al lugar de la lesión. Utilizamos la cirugía tradicional de descompresión para reconstruir la estructura ósea de las vértebras mismas y para proteger el lugar donde ocurrió su lesión. Luego, injertamos dos cosas en el lugar de la lesión: la primera, tejido del sistema nervioso periférico del propio paciente. Y la otra sustancia que injertamos son células embrionarias del sistema nervioso central, las que…
– Ah, el tiburón -dijo Rhyme.
– Correcto. Tiburón azul, sí.
– Lincoln nos lo estaba contando -dijo Sachs-. ¿Por qué tiburón?
– Por razones inmunológicas, compatibilidad con los seres humanos. Además -agregó la doctora, riendo- se trata de un pez muy grande, de manera que podemos obtener mucho material embrionario de uno solo.
– ¿Por qué embrionario? -preguntó Sachs.
– Es el sistema nervioso central de los adultos el que no se regenera naturalmente -Rhyme gruñó, impaciente por la interrupción-. Obviamente, el sistema nervioso de un bebé tiene que crecer.
– Exactamente. Entonces, además de la cirugía de descompresión y los microinjertos, hacemos otra cosa con lo que estamos muy entusiasmados: hemos desarrollado algunas drogas nuevas que pensamos que pueden tener un efecto significativo en la mejora de la regeneración.
Sachs preguntó:
– ¿Hay riesgos?
Rhyme la miró, con la esperanza de llamar su atención. Conocía los riesgos. Él había tomado la decisión. No quería que ella interrogara a la doctora. Pero la atención de Sachs se concentraba en la doctora Weaver.
Rhyme reconoció su expresión. Era la manera en que examinaba la foto de la escena de un crimen.
– Por supuesto que hay riesgos. Las drogas en sí mismas no son especialmente peligrosas. Pero cualquier tetrapléjico C4 sufrirá un daño pulmonar. Usted ahora no necesita respirador pero con la anestesia hay probabilidad de crisis respiratoria. También el estrés del procedimiento podría causar disreflexia autonómica y como resultado un grave aumento de la presión sanguínea (estoy segura de que está familiarizado con esto), que en su momento podría derivar en un ataque de consecuencia cerebral. Además está el riesgo de trauma quirúrgico en el lugar de su lesión inicial; aunque ahora no tiene ningún quiste ni derivación, la operación y el aumento de fluidos resultante podría incrementar esa presión y causar un daño adicional.
– Lo que significa que se podría poner peor -dijo Sachs.
La doctora Weaver asintió y miró la carpeta, aparentemente para refrescar su memoria, si bien no la abrió. Elevó la mirada.
– Usted tiene movimiento en un músculo lumbrical, en el dedo anular de su mano izquierda, y un buen control de los músculos del hombro y cuello. Lo podría perder en parte o por completo. Y también perder la capacidad de respirar espontáneamente.
Sachs permaneció inmóvil.
– Ya veo -dijo al fin, y sus palabras salieron en un tenso suspiro.
Los ojos de la doctora estaban fijos en los de Rhyme.
– Tiene que sopesar estos riesgos a la luz de lo que espera conseguir: no será capaz de caminar de nuevo, si eso es en lo que está pensando. Los procedimientos de esta clase han tenido un éxito limitado con las lesiones de la médula espinal a nivel lumbar y torácico, mucho más abajo y mucho menos graves que su lesión. Han obtenido un éxito sólo marginal con las lesiones cervicales y ninguno en absoluto con un trauma del nivel C4.
– Soy un jugador -dijo rápidamente. Sachs le dirigió una mirada preocupada: ella sabía que Rhyme no era un jugador en absoluto. Era un científico que vivía su vida de acuerdo a principios cuantificables y documentados. Pero él simplemente agregó-: Quiero la operación.
La Dra. Weaver asintió y no pareció ni contenta ni descontenta con su decisión.
– Necesita que se le hagan algunas pruebas que podrían llevarnos algunas horas. La operación está programada para pasado mañana. Tengo cerca de mil formularios y cuestionarios para que los rellene. Volveré enseguida con los papeles.
Sachs se levantó y siguió a la doctora fuera del cuarto. Rhyme la escuchó preguntar:
– Doctora yo tengo… -La puerta se cerró.
– Conspiración -murmuró Rhyme a Thom-. Rebelión en las filas.
– Está preocupada por ti.
– ¿Preocupada? Esa mujer conduce a doscientos kilómetros por hora y juega a los pistoleros en el South Bronx. A mí me van a inyectar células embrionarias de pez.
– Tú sabes lo que quiero decir.
Rhyme movió la cabeza con impaciencia. Sus ojos se volvieron a un rincón del despacho de la doctora Weaver, donde una columna vertebral, presumiblemente real, descansaba en un soporte de metal. Parecía demasiado frágil para contener la complicada vida humana que una vez habría sostenido.
La puerta se abrió. Sachs entró en el despacho. Alguien entró detrás de ella pero no era la doctora Weaver. El hombre era alto, delgado a no ser por una discreta tripa, y llevaba el uniforme marrón de los policías del condado. Sin sonreír, Sachs dijo:
– Tienes visita.
Al ver a Rhyme, el hombre se sacó su sombrero reglamentario y saludó. Sus ojos se fijaron no en el cuerpo de Rhyme, como hacía la mayoría de la gente al conocerlo, sino que se dirigieron inmediatamente a la columna vertebral en su soporte que se encontraba detrás del escritorio de la doctora.
– Sr. Rhyme, yo soy Jim Bell. El primo de Roland Bell, ¿recuerda? Me dijo que estaría en esta ciudad y he venido de Tanner's Corner.
Roland estaba en el Departamento de Policía de Nueva York y había trabajado con Rhyme en varios casos. En la actualidad era el compañero de Lon Sellitto, un detective que Rhyme había conocido durante años. Roland le había dado a Rhyme los nombres de algunos de sus familiares a los que podía llamar cuando estuviera en Carolina del Norte para la operación, en caso de que quisiera visitas. Jim Bell era uno de ellos, recordó Rhyme. Mirando por detrás del sheriff hacia la puerta por donde su ángel de misericordia, la doctora Weaver, debía entrar, el criminalista dijo distraídamente:
– Encantado de conocerte.
Bell le ofreció una sombría sonrisa. Dijo:
– En realidad, señor, no sé si seguirá encantado mucho tiempo.
Había un parecido, podía ver Rhyme, mientras se concentraba más profundamente en el visitante.
El mismo físico enjuto, largas manos y pelo que escaseaba, la misma naturaleza tolerante de su primo Roland de Nueva York. Este Bell parecía más bronceado y arrugado. Probablemente pescaba y cazaba mucho. Un sombrero Stetson le vendría mejor que el de la policía. Bell tomó asiento en una silla cercana a Thom.
– Tenemos un problema, Sr. Rhyme.
– Llámame Lincoln, por favor.
– Continúa -Sachs urgió a Bell-. Cuéntale lo que me contaste a mí.
Rhyme miró a Sachs con frialdad. Había conocido a este hombre hacía tres minutos y ya estaban confabulados.
– Soy sheriff en el condado de Paquenoke. Eso queda a cerca de treinta kilómetros al este. Tenemos un problema y yo pensé en lo que me comentó mi primo. Habla de Usted con muchísima admiración, señor…
Rhyme le indicó impacientemente con la cabeza que continuara. Pensando: ¿Dónde diablos está mi doctora? ¿Cuántos formularios tiene que encontrar? ¿Esta ella también en la conspiración?
– De todas formas, esta situación… Pensé en llegarme hasta aquí y preguntarle si nos podía dedicar un poco de su tiempo.
Rhyme se rió, con un sonido que no tenía ni pizca de humor.
– Estoy a punto de que me operen.
– Oh, lo comprendo. Por nada del mundo me gustaría interferir. Estoy pensando en unas pocas horas… No necesitamos mucha ayuda, espero. Mire, el primo Rol me contó algunas cosas que usted hizo en las investigaciones allá en el norte. Tenemos un laboratorio criminalístico básico pero la mayoría del trabajo forense de por aquí se hace en Elizabeth City o en Raleigh. Nos lleva semanas tener alguna respuesta. Y no tenemos semanas. Tenemos horas. En el mejor de los casos.
– ¿Para qué?
– Para encontrar a dos chicas que han sido secuestradas.
– El secuestro es un delito federal -señaló Rhyme-. Llama al FBI.
– No puedo recordar la última vez que tuvimos un agente federal en el condado, aparte de un caso de autorizaciones ilegales. Para cuando el FBI llegue aquí y se instale, esas chicas pueden estar muertas.
– Cuéntanos lo que pasó -dijo Sachs. Había puesto su cara de interés, percibió Rhyme con cinismo y desagrado.
Bell dijo:
– Ayer uno de nuestros chicos del instituto local fue asesinado y una chica del colegio secuestrada. Luego, esta mañana, el criminal volvió y secuestró otra chica. -Rhyme se dio cuenta que la cara del hombre se ensombreció-. Colocó una trampa y uno de mis policías está muy grave. Se halla aquí, en el centro médico, en coma.
Rhyme vio que Sachs dejó de hundir la uña de uno de sus dedos en su pelo para rascar su cuero cabelludo y que prestaba atención profunda a Bell. Bueno, quizá no eran conspiradores, pero Rhyme sabía por qué ella estaba tan interesada en un caso en el cual no tenían tiempo de participar. Y no le gustaba para nada la razón.
– Amelia -comenzó, echando una fría mirada al reloj que estaba apoyado en la pared del despacho de la doctora Weaver.
– ¿Por qué no, Rhyme? ¿En qué nos puede perjudicar?
Apartó su largo pelo rojo hacia los hombros, donde quedó como una cascada inmóvil.
Bell miró una vez más la columna vertebral que estaba en el rincón.
– Somos una unidad pequeña, señor. Hicimos lo que pudimos. Todos mis policías y algunas otras personas estuvieron toda la noche buscando, pero el hecho es que no lo pudimos encontrar, ni a él ni a Mary Beth. Pensamos que Ed, el policía que está en coma, echó una mirada a un mapa que muestra dónde puede haber ido el muchacho. Pero los médicos no saben cuándo se despertará, si lo hace. -Miró a Rhyme a los ojos, implorándole-. Le quedaríamos agradecidos si echara una mirada a las pruebas que encontramos y nos diera cualquier sugerencia sobre el lugar al que se dirige el muchacho. Este tema nos sobrepasa. Nos hace falta ayuda.
Pero Rhyme no comprendía. El trabajo de un criminalista consiste en analizar las pruebas para ayudar a los investigadores a identificar un sospechoso y luego testificar en el juicio.
– Sabes quién es el criminal, conoces dónde vive. El fiscal de distrito tendrá un caso irrebatible. Aunque hubieran fastidiado la investigación en la escena del crimen -de la manera en que la policía de las pequeñas ciudades solía hacerlo- habrían dejado pruebas de sobra para obtener una condena.
– No. no. No es el juicio lo que nos preocupa, señor Rhyme. Es encontrarlos antes de que él mate a esas chicas. O al menos a Lydia. Pensamos que Mary Beth ya puede estar muerta. Mire, cuando esto sucedió me puse a hojear un manual de la policía estatal sobre investigación criminal. Decía que en el caso de un secuestro con fines sexuales generalmente se tienen 24 horas para encontrar a la víctima; después de ese tiempo se deshumanizan a los ojos del secuestrador y le es indiferente matar.
Sachs dijo:
– Llamaste muchacho al criminal. ¿Cuántos años tiene?
– Dieciséis.
– Delincuente juvenil.
– Técnicamente -dijo Bell-. Pero su historial es peor que el de la mayoría de nuestros delincuentes adultos.
– ¿Han hablado con su familia? -preguntó la pelirroja, como si fuese una conclusión inevitable que tanto ella como Rhyme estaban en el caso.
– Los padres están muertos. Tiene padres adoptivos. Registramos su habitación en su casa. No encontramos ningún escondrijo secreto, ni diarios, ni nada.
Nunca se encuentra, pensó Lincoln Rhyme, deseando con ansias que aquel hombre saliera corriendo hacia su impronunciable condado y se llevara sus problemas con él.
– Creo que debemos ayudarlo, Rhyme -dijo Sachs.
– Sachs, la operación…
Ella dijo:
– ¿Dos víctimas en dos días? Podría ir a más. -Los criminales progresivos son como adictos. Para satisfacer su ingente necesidad psicológica de violencia, la frecuencia y gravedad de sus actos van en aumento.
Bell asintió:
– Dices bien. Y hay cosas que no mencioné. Ha habido otras tres muertes en el condado Paquenoke en los últimos dos años y un suicidio cuestionable hace apenas unos días. Pensamos que el muchacho puede estar involucrado en todos ellos. Lo que ocurre es que no encontramos suficientes pruebas para detenerlo.
¿Pero entonces yo no estaba trabajando en estos casos, o sí? Pensó Rhyme antes de reflexionar que el orgullo sería probablemente el pecado que lo destruiría.
Con pocas ganas sintió que su motor mental se ponía en marcha, intrigado por los enigmas que el caso presentaba. Lo que había mantenido cuerdo a Lincoln Rhyme después de su accidente, lo que le había detenido ante la idea de encontrar a algún Jack Kevorkian que le ayudara con un suicidio asistido, eran los desafíos mentales como aquél.
– Tu operación no es hasta pasado mañana, Rhyme -presionó Sachs-. Y todo lo que tienes hasta entonces son esas pruebas.
Ah, tus motivos ocultos están apareciendo, Sachs…
Pero ella tenía un buen argumento. El permanecería largo tiempo inactivo hasta la operación. Y sería un tiempo inactivo preoperatorio, lo que significaba sin whisky escocés de dieciocho años. ¿De todas formas, qué podía hacer un tetrapléjico en una pequeña ciudad de Carolina del Norte? El enemigo mayor de Lincoln Rhyme no lo constituían los espasmos, el dolor fantasma o la disreflexia que asuelan a los pacientes medulares; era el aburrimiento.
– Os daré un día -dijo finalmente Rhyme-. Siempre y cuando no demore la operación. He estado en lista de espera durante catorce meses para conseguir este tratamiento.
– Es un trato, señor, -dijo Bell. Su cansado rostro se iluminó.
Pero Thom negó con la cabeza.
– Escucha, Lincoln, no estamos aquí para trabajar. Estamos aquí para tu operación y luego nos vamos. Yo no tengo ni la mitad del equipo que necesito para cuidarte cuando estás trabajando.
– Estamos en un hospital, Thom. No me sorprendería en absoluto que encuentres aquí casi todo lo que necesitas. Hablaremos con la doctora Weaver. Estoy seguro de que le encantará ayudarnos.
El ayudante, resplandeciente en su camisa blanca, pantalones marrones planchados y corbata, dijo:
– Para que conste, no creo que sea una buena idea.
Pero como ocurre con los cazadores de todas partes -tengan o no movilidad- una vez que Lincoln Rhyme tomó la decisión de ir tras su presa, nada más le importaba. Ignoró a Thom y comenzó a interrogar a Jim Bell.
– ¿Cuánto tiempo hace que está huyendo?
– Sólo un par de horas -dijo Bell-. Lo que haré es ordenar que un policía traiga aquí las pruebas que encontramos y quizás un mapa de la región. Estaba pensando…
Pero la voz de Bell se hizo inaudible cuando Rhyme sacudió la cabeza y frunció el entrecejo. Sachs reprimió una sonrisa; ella sabía lo que estaba pensando.
– No -dijo Rhyme con firmeza-. Nosotros iremos allí. Tendrás que establecernos en algún lugar. ¿Me repites cuál es la capital del condado?
– Uhm, Tanner's Corner.
– Ubícanos en algún lugar en que podamos trabajar. Necesitaré un asistente forense… ¿Tienes un laboratorio en la oficina?
– ¿Nosotros? -preguntó el asombrado sheriff-. Ni en sueños.
– Bien, te prepararemos una lista del equipo que necesitaremos. Puedes pedirlo prestado a la policía del Estado. -Rhyme miró el reloj de la pared-. Podemos estar allí dentro de media hora. ¿Verdad, Thom?
– Lincoln…
– ¿Verdad?
– En media hora -musitó el resignado ayudante.
¿Ahora quién estaba de mal humor?
– Pide los papeles a la doctora Weaver. Nos los llevaremos. Los puedes rellenar mientras Sachs y yo trabajamos.
– Está bien.
Sachs estaba escribiendo una lista del equipamiento forense básico. La sostuvo para que Rhyme la leyera. Él asintió y después dijo:
– Agrega una unidad del gradiente de densidad. Por lo demás, me parece bien.
Ella escribió el nombre del artículo en la lista y se la entregó a Bell, quien la leyó, meneando la cabeza con incertidumbre.
– Trataré de conseguir todo, por supuesto. Pero realmente no quiero que se tomen tantas molestias…
– Jim, supongo que puedo hablar francamente.
– Seguro.
El criminalista dijo en voz baja:
– Limitarnos a examinar algunas pruebas no servirá de nada. Si queréis que esto funcione, Amelia y yo debemos estar a cargo de la persecución. Al cien por cien. Ahora quiero que me lo digas claramente: ¿supondría eso un problema para alguien?
– Me aseguraré de que no lo sea.
– Bien. Entonces ve a conseguir ese equipo. Necesitamos movernos.
El sheriff Bell se quedó un momento de pie, asintiendo, con el sombrero en una mano y la lista de Sachs en la otra, antes de dirigirse a la puerta. Rhyme creía que el primo Roland, un hombre con muchos dichos del sur, tenía una expresión que cuadraba con la cara de un sheriff. No estaba muy seguro de cómo iba la frase, pero tenía que ver con cazar a un oso por la cola.
– Otra cosa más -dijo Sachs, deteniendo a Bell cuando salía por la puerta, que se paró y volvió-. ¿El asesino? ¿Cómo se llama?
– Garrett Hanlon. Pero en Tanner's Córner lo llaman el Muchacho Insecto.
Paquenoke es un pequeño condado al noroeste de Carolina del Norte. Tanner's Corner, aproximadamente en el centro del condado, es la ciudad más grande y está rodeada por agrupamientos más pequeños y aislados de poblados residenciales o comerciales, tales como Blackwater Landing, en la ribera del río Paquenoke -llamado el Paquo por la gente del lugar-, unos pocos kilómetros al sur de la capital del condado.
Al sur del río se ubica la mayoría de las áreas residenciales y de compras. La tierra en este lugar está salpicada de suaves pantanos, bosques, campos y estanques. Casi toda la población vive en esta mitad. Al norte del Paquo, por el otro lado, la tierra es traicionera. El pantano Great Dismal ha invadido y engullido asentamientos de caravanas, casas, los pocos molinos y fábricas que existían de ese lado del río. Ciénagas pobladas de víboras reemplazaron los estanques y los campos, y los bosques, en gran parte muy antiguos, son impenetrables a menos que uno tenga la suerte de encontrar un sendero. Nadie vive en esa parte del río excepto gente de mala vida y algunos pocos locos del pantano. Hasta los cazadores tienden a evitar la región después del incidente de dos años atrás, cuando unos jabalíes atraparon a Tal Harper y ni siquiera después de matar a tiros a la mitad de ellos pudo impedir que el resto lo devorara antes de que llegara la ayuda.
Como la mayoría de la gente del condado, Lydia Johansson raramente se aventuraba al norte del Paquo, y cuando lo hacía, nunca se alejaba de la civilización. Ahora se dio cuenta, con una abrumadora sensación de desesperación, que al cruzar el río había atravesado algún tipo de frontera, hacia un lugar del cual podría no volver jamás. Una frontera que no era sólo geográfica sino también espiritual.
Se sentía aterrorizada al ser arrastrada por aquel ser. Por supuesto, aterrorizada por la forma en que miraba su cuerpo, aterrorizada por su tacto, aterrorizada por la posibilidad de morir de calor o de insolación, o por la mordedura de víboras. Pero lo que la asustaba más era darse cuenta de lo que había dejado en el lado sur del río: su vida frágil y cómoda, a pesar de lo humilde que era, con sus pocos amigos y colegas enfermeras del servicio hospitalario, los doctores con los que tonteaba sin resultados, las fiestas con pizza, las reposiciones de la serie Seinfeld, sus libros de terror, el helado, los hijos de su hermana. Hasta llegó a recordar con anhelo las partes más conflictivas de su vida: la lucha contra los kilos, la pelea para dejar de fumar, las noches en soledad, los largos periodos sin que la llamara el hombre con el que se encontraba ocasionalmente. Ella lo llamaba su «novio», si bien sabía que tomaba deseos por realidades… Incluso todas esas cosas parecían cargadas de emoción, sólo en razón de su familiaridad.
Pero no había ni una pizca de comodidad en el lugar en que se encontraba en ese momento.
Recordó la terrible escena en el refugio del cazador: el policía Ed Schaeffer yacía inconsciente sobre el suelo, con sus brazos y rostro grotescamente hinchados por las picaduras de las avispas. Garrett había murmurado: «No debería haberlas hostigado. Las avispas amarillas sólo atacan cuando su nido está en peligro. Fue culpa suya».
Caminó hacia adentro lentamente y los insectos lo ignoraron. Cogió algunas cosas. Le ató las manos por delante y luego la guió hacia el bosque a través del cual habían estado caminando unos cuantos kilómetros.
El muchacho se movía de una manera rara, sacudiéndola en una dirección, luego en otra. Hablaba para sí. Se rascaba los manchones rojizos de la cara. Una vez se detuvo en un charco de agua y lo miró fijamente. Esperó hasta que algún bicho o araña se retirara de la superficie y entonces sumergió su rostro en el agua, mojando su piel ardiente. Miró sus pies, luego se quitó el zapato que le quedaba y lo tiró lejos. Siguieron su camino en la tórrida mañana.
Ella observó el mapa que sobresalía de su bolsillo.
– ¿Adonde vamos? -le preguntó.
– Cállate. ¿De acuerdo?
Diez minutos más tarde la obligó a quitarse los zapatos y vadearon un arroyo poco profundo y contaminado. Después de cruzarlo la sentó. Garrett lo hizo también frente a ella y, mientras miraba sus piernas y escote, lentamente secó sus pies con un kleenex que sacó de su bolsillo. Ella sintió el mismo asco que había tenido cuando por primera vez tomó una muestra de tejidos de un cadáver en la morgue del hospital. Él le volvió a colocar los zapatos, le ató los cordones apretados, asiendo sus tobillos más tiempo del necesario. Luego consultó el mapa y la condujo de nuevo hacia los bosques.
Haciendo sonar las uñas, rascándose la cara…
Poco a poco, los marjales se hicieron más enmarañados y el agua más oscura y profunda. Ella supuso que se dirigían hacia el pantano Great Dismal, a pesar de que no podría imaginar por qué. Justo cuando parecía que no podían ir más allá a causa de las aguas estancadas, Garrett se encaminó a un enorme bosque de pinos, que, para alivio de Lydia, era mucho más fresco que los expuestos pantanos.
Él encontró otro sendero y la condujo por él hasta que llegaron a una colina abrupta. Una serie de rocas llevaban a la cima.
– No puedo subirla -dijo Lydia, luchando por parecer desafiante-. No con mis manos atadas. Resbalaré.
– Chorradas -murmuró el muchacho con ira, como si ella fuera idiota-. Tienes puestos tus zapatos de enfermera. Se agarran bien. Mírame a mí. Yo estoy descalzo y la puedo escalar. ¡Mira mis pies, mira! -Le mostró las plantas. Eran callosas y amarillas-. Ahora levanta el culo de ahí. Cuidado, cuando llegues a la cima no camines más. ¿Me oyes? Eh, ¿estás escuchando? -Otro silbido, una gota de saliva le tocó la mejilla y pareció quemar su piel como ácido.
Dios, cómo te odio, pensó Lydia.
Comenzó a trepar. Hizo una pausa a medio camino, miró hacia atrás. Garrett la observaba de cerca, haciendo sonar sus uñas. Observaba sus piernas, enfundadas en medias blancas y con su lengua se acariciaba los dientes delanteros. Luego miró más arriba, debajo de su falda.
Lydia siguió subiendo. Escuchaba la respiración sibilante del chico a medida que iba tras ella.
En la cima de la colina había un claro y de él un solo sendero llevaba a un tupido grupo de pinos. Lydia comenzó a caminar por el sendero, hacia la sombra.
– ¡Eh! -gritó Garrett-. ¿No me oíste? ¡Te dije que no te movieras!
– ¡No estoy tratando de escapar! -gritó ella-. Hace calor. Estoy tratando de salir del sol.
Él señalo el suelo a un metro. Había una espesa manta de ramas de pino en medio del sendero.
– Podías haber caído dentro -su voz sonó áspera-. Podrías haberlo arruinado.
Lydia miró de cerca. Las hojas de pino cubrían un profundo pozo.
– ¿Qué hay allí abajo?
– Es una trampa mortal.
– ¿Qué hay dentro?
– Ya sabes, una sorpresa para quienquiera que nos siga. -Esto lo dijo con orgullo, con una sonrisa burlona, como si hubiera sido muy inteligente al concebirlo.
– ¡Pero cualquiera puede caer dentro!
– Mierda -murmuró el muchacho-. Esto está al norte del Pasquo. Los únicos que podrían tomar este camino son las personas que nos persiguen. Y se merecen todo lo que les pase. Sigamos caminando. -Otra vez con voz sibilante. La tomó de la muñeca y la condujo bordeando el pozo.
– ¡No tienes que agarrarme tan fuerte! -protestó Lydia.
Garrett la miró; luego disminuyó un poco el apretón, pero su toque suave, demostró ser mucho más preocupante; comenzó a acariciarle la muñeca con el dedo del medio, que a ella le recordaba una garrapata llena de sangre buscando un lugar para agujerear su piel.
La furgoneta Rollx pasó un cementerio. El Memorial Gardens de Tanner's Corner. Se estaba celebrando un funeral y Rhyme, Sachs y Thom observaron la sombría procesión.
– Mirad el ataúd -dijo Sachs.
Era pequeño, el de un niño. Los acompañantes, todos adultos, eran pocos. Alrededor de veinte personas. Rhyme se preguntó por qué la asistencia era tan escasa. Sus ojos se elevaron por encima de la ceremonia y examinaron las ondulantes colinas del camposanto y, más lejos las millas de bosque oscuro y tierra pantanosa que se desvanecían a la distancia. Dijo:
– No es un mal cementerio. No me importaría que me enterraran en un lugar como éste.
Sachs, que había estado mirando el funeral con expresión preocupada, le lanzó una fría mirada; con la operación a las puertas no le gustaba que hablara de muerte.
Entonces Thom condujo la furgoneta por una curva cerrada y, siguiendo el coche del departamento de policía del condado de Paquenoke que ocupaba Jim Bell, aceleró por un tramo recto de la carretera; el cementerio desapareció detrás.
Como Bell había prometido, Tanner's Corner estaba a treinta kilómetros del centro médico de Avery. El cartel BIENVENIDOS notificaba a los visitantes que la ciudad estaba habitada por 3.018 almas, lo que podía ser cierto aunque sólo se veía a un minúsculo porcentaje de ellos a lo largo de la calle principal en esa calurosa mañana de agosto. El polvoriento lugar parecía una ciudad fantasma. Una pareja de ancianos estaba sentada en un banco, mirando hacia la calle vacía. Rhyme descubrió dos hombres con aspecto enfermizo y esquelético que debían de ser los borrachos del lugar. Uno se sentaba en el bordillo, con la costrosa cabeza en sus manos, probablemente superando la resaca. El otro estaba sentado contra un árbol, mirando la lustrosa furgoneta con ojos hundidos que aún a la distancia parecían amarillentos. Una mujer flacucha limpiaba perezosamente el escaparate de la tienda de artículos varios. Rhyme no vio a nadie más.
– Tranquilo -observó Thom.
– Es una forma de decirlo -apostilló Sachs, que obviamente compartía con Rhyme una sensación de intranquilidad ante la ciudad vacía.
La calle principal consistía en una gastada franja de viejos edificios y dos pequeños centros comerciales. Rhyme observó dos supermercados, dos farmacias, dos bares, un restaurante, una tienda de ropas femeninas, una compañía de seguros y una combinación de tienda de vídeos, golosinas y manicura. El concesionario de coches A-OK estaba embutido entre un banco y una proveedora de artículos marinos, todos vendían cebo. Una valla publicitaria anunciaba un McDonald's a 10 kilómetros por la ruta 17. Otra mostraba una pintura, descolorida por el sol, de los buques de la Guerra Civil Monitor y Merrimack. «Visite el Museo Ironclad». Había que recorrer treinta y cinco kilómetros para ver esa atracción.
A medida que Rhyme absorbía todos esos detalles de la vida de una pequeña ciudad, se daba cuenta con desaliento de cuan desubicado como criminalista se encontraba en ese lugar. Podía analizar con éxito las pruebas en Nueva York porque había vivido allí durante muchos años. Había desmenuzado la ciudad caminado por sus calles, estudiado su historia y flora y fauna, pero en Tanner's Corner y sus alrededores no conocía nada del suelo, del aire, del agua, nada de los hábitos de los residentes, los coches que les gustaban, las casas en las que vivían, las industrias que los empleaban, los anhelos que los motivaban.
Rhyme recordó haber trabajado para un detective veterano en el Departamento de Policía de Nueva York (NYPD) cuando era un recluta novato. El hombre había sermoneado a sus subordinados:
– Que alguien me diga: ¿qué significa la expresión «como un pez fuera del agua»?
El joven oficial Rhyme había contestado:
– Significa: fuera de su elemento. Confundido.
– Sí, bien, ¿y qué pasa cuando un pez está fuera del agua? -soltó irritado el viejo policía canoso-. No se quedan confundidos. Quedan jodidamente muertos. La mayor amenaza individual que enfrenta un investigador es la falta de familiaridad con su medio. Recordadlo.
Thom aparcó la furgoneta y cumplió con el ritual de bajar la silla de ruedas. Rhyme sopló en el controlador de la Storm Arrow y rodó hacia la empinada rampa del edificio del condado, que había sido añadida, sin duda con pocas ganas, al ponerse en vigencia la ley sobre americanos con discapacidades.
Tres hombres en ropa de trabajo y con fundas para navajas en sus cinturones salieron por la puerta lateral de la oficina del sheriff al lado de la rampa. Caminaron hacia un Chevy Suburban color granate.
El más delgado de los tres dio un codazo al más grande, un hombre enorme con una coleta trenzada y barba, y señaló con la cabeza a Rhyme. Entonces sus ojos -casi al unísono- escudriñaron el cuerpo de Sachs. El grandote captó el cuidado cabello, el físico ligero, las ropas impecables y el arete dorado de Thom. Con un rostro inexpresivo susurró algo al tercero del trío, un hombre que parecía un comerciante conservador del Sur. Se encogió de hombros. Perdieron interés en los visitantes y se subieron al Chevy.
Pez fuera del agua…
Bell, que caminaba al lado de la silla de Rhyme, notó su mirada.
– Ese es Rich Culbeau, el grandote. Y sus compinches. Sean O'Sarian -el flacucho- y Harris Tomel. Culbeau no es ni la mitad de problemático de lo que parece. Le gusta hacerse el patán pero generalmente no da trabajo.
O'Sarian les devolvió la mirada desde el asiento de pasajeros, si bien Rhyme no pudo saber si estaba mirando a Thom o a Sachs.
El sheriff se encaminó hacia el edificio. Tuvo que manipular la puerta que estaba al final de la rampa para discapacitados; la pintura la había dejado trabada.
– No hay muchos inválidos por aquí -observó Thom. Luego le preguntó a Rhyme-. ¿Cómo te encuentras?
– Estoy bien.
– No lo parece. Estás pálido. Te tomaré la tensión en cuanto estemos dentro.
Entraron al edificio. Databa de cerca de 1950, evaluó Rhyme. Pintadas de un verde institucional, las salas estaban decoradas con dibujos de dedos de una clase de primaria, fotografías de Tanner's Corner a través de su historia y una media docena de avisos de empleo para trabajadores del condado.
– ¿Esto estará bien? -preguntó Bell, abriendo una puerta-. La usamos para el almacenamiento de pruebas pero ahora estamos sacando todo eso y poniéndolo en el sótano.
Una docena de cajas se alineaban en las paredes. Un oficial se esforzaba en mover un enorme televisor Toshiba para sacarlo del cuarto. Otro llevaba dos cajas de botellas de zumo llenas de un líquido claro. Rhyme las miró. Bell se rió. Dijo:
– Todo esto resume la típica actividad delictiva en Tanner's Corner: robar artículos de electrónica y destilar alcohol ilegalmente.
– ¿Eso es licor? -preguntó Sachs.
– Auténtico. Con treinta días de añejamiento.
– ¿De la marca Ocean Spray?
Preguntó Rhyme con ironía, mirando las botellas.
– Es el envase favorito de los destiladores, a causa de su ancha boca. ¿Le gusta beber?
– Sólo whisky.
– Siga así. -Bell señaló con la cabeza las botellas que el oficial sacaba por la puerta-. Los federales y la oficina de impuestos se preocupan por sus ingresos. Nosotros nos preocupamos porque perdemos ciudadanos. Esta partida no es demasiado mala. Pero gran parte del licor destilado ilegalmente está mezclado con formaldehído, diluyente de pinturas o fertilizante. Perdemos a dos ciudadanos por año debido a malas partidas.
– ¿Por qué se suele llamar «moonshine» al alcohol ilegal? -preguntó Thom.
Bell contestó:
– Porque solían hacerlo por las noches en lugares abiertos bajo la luz de la luna llena, de manera que no necesitaban linternas y, como supondrá, para no atraer a los funcionarios.
– Ah -dijo el joven, cuyas preferencias, sabía Rhyme, se decantaban por los St Emilion, Pomerol y borgoñas blancos.
Rhyme examinó el cuarto.
– Necesitaremos más energía eléctrica. -Señaló con la cabeza el único enchufe de la pared.
– Podemos instalar algunos cables -dijo Bell-. Haré que alguien se ocupe de ello.
Envió a un policía con este encargo y luego explicó que había llamado al laboratorio de la policía estatal de Elizabeth City y había hecho un pedido urgente del equipo forense que Rhyme quería. Los elementos llegarían en una hora. Rhyme se dio cuenta de que para el condado Paquenoke eso era actuar a la velocidad del rayo y percibió una vez más la urgencia del caso.
En el caso de un secuestro sexual generalmente se tienen veinticuatro horas para encontrar a la víctima; después, ésta se deshumaniza a los ojos del secuestrador, que puede matarla sin darle importancia al hecho.
El policía volvió con dos gruesos cables eléctricos que tenían múltiples enchufes conectados en los extremos. Los fijó al suelo.
– Servirán muy bien -dijo Rhyme. Luego preguntó-: ¿Cuántas personas tenemos trabajando en el caso?
– Tengo tres policías veteranos y ocho rasos. También personal de comunicaciones: dos personas y cinco administrativos. Generalmente los compartimos con Planeamiento, Zonificación y el Departamento de Obras Públicas (DPW), lo que constituye un asunto delicado para nosotros, pero a causa del secuestro y de su venida aquí y lo demás, tendremos a todos los que necesitemos. El supervisor del condado nos apoyará. Ya hablé con él.
Rhyme miró hacia la pared, frunciendo el entrecejo.
– ¿Qué pasa?
– Necesita una pizarra -dijo Thom.
– Yo estaba pensando en un mapa de la región. Pero sí, quiero una pizarra también. Una grande.
– Hecho -dijo Bell. Rhyme y Sachs intercambiaron sonrisas. Esta era una de las expresiones favoritas del primo Roland Bell.
– ¿Luego podré ver a sus policías veteranos de aquí? Para una sesión de información.
– Y aire acondicionado -dijo Thom-. Este lugar necesita estar más fresco.
– Veremos qué podemos hacer -dijo Bell a la ligera, pues probablemente no entendía la obsesión de los del Norte con las temperaturas moderadas.
El ayudante dijo con firmeza:
– No es bueno para él soportar un calor como éste.
– No te preocupes por eso -dijo Rhyme.
Thom levantó una ceja hacia Bell y dijo con soltura:
– Tenemos que refrescar el cuarto. O si no me lo llevo de vuelta al hotel.
– Thom -le advirtió Rhyme.
– Me temo que no hay otra salida -dijo el ayudante.
Bell dijo:
– Ningún problema. Me ocuparé de ello. -Anduvo hasta la puerta y llamó-: Steve, ven aquí un momento.
Entró un joven de pelo muy corto y uniforme de policía.
– Este es mi cuñado, Steve Farr. -Era el más alto de los policías que habían visto hasta ese momento, llegaría fácilmente al metro noventa de estatura, y tenía orejas redondas que sobresalían de forma cómica. Parecía sólo medianamente incómodo al ver a Rhyme; sus anchos labios pronto esbozaron una sonrisa espontánea que sugería tanto confianza como competencia. Bell le dio la tarea de encontrar un aparato de aire acondicionado para el laboratorio.
– Me ocupo ya mismo, Jim. -Se pellizcó el lóbulo de la oreja, se dio vuelta haciendo sonar los talones como un soldado y desapareció en el hall.
Por la puerta apareció la cabeza de una mujer.
– Jim, está Sue McConnell en la línea tres. Realmente está fuera de sí.
– Bien. Hablaré con ella. Dile que ya voy -Bell le explicó a Rhyme-: Es la madre de Mary Beth. Pobre mujer… Perdió a su marido por un cáncer hace justamente un año y ahora pasa esto. Le cuento -agregó, moviendo la cabeza-, yo tengo dos niños y puedo imaginarme lo que ella…
– Jim, me pregunto si podríamos encontrar ese mapa -lo interrumpió Rhyme-. Y haz que coloquen la pizarra.
Bell parpadeó inseguro frente al tono abrupto de la voz del criminalista.
– Esta bien, Lincoln. Y si nos ponemos demasiado sureños por aquí, si nos movemos con mucha lentitud para vosotros los yanquis, nos meteréis un poco de prisa, ¿verdad?
– Oh, apuesta lo que quieras a que lo haré, Jim.
Uno de tres.
Uno de los tres policías veteranos de Jim Bell parecía contento de conocer a Rhyme y a Sachs. Bueno, al menos de ver a Sachs. Los otros dos saludaron formalmente con la cabeza y era obvio que deseaban que esa extraña pareja nunca hubiera dejado la Gran Manzana.
El policía agradable, treinta años y ojos legañosos, se llamaba Jesse Corn. Había estado en la escena del crimen temprano por la mañana y, con dolorosa culpabilidad, admitió que Garrett había huido con otra víctima, Lydia, justo en sus narices. Para cuando Jesse había cruzado el río, Ed Schaeffer estaba casi muerto por el ataque de las avispas.
Uno de los policías que les dispensó un frío recibimiento era Mason Germain, de baja estatura y poco más de cuarenta años. Ojos oscuros, rasgos grisáceos, postura un poco demasiado perfecta para un ser humano. Su pelo estaba peinado hacia atrás y mostraba unos surcos dejados por el peine que parecían hechos con regla. Usaba demasiada loción para después de afeitarse, con un olor barato a almizcle. Saludó a Rhyme y a Sachs con un movimiento rígido y prudente y Rhyme imaginó que se alegraba de que el criminalista fuera un discapacitado para no tener que estrechar su mano. Sachs, siendo una mujer, tenía derecho sólo a un condescendiente «señorita».
Lucy Kerr era el tercer policía veterano y no se hallaba más feliz de ver a los visitantes de lo que lo estaba Mason. Era una mujer alta -apenas más baja que la imponente Sachs. Esbelta y con un aire atlético, su cara era larga y bonita. El uniforme de Mason estaba arrugado y manchado, pero el de Lucy estaba perfectamente planchado. Su pelo rubio estaba recogido en una trenza tirante. Fácilmente se la podía imaginar como modelo de L.L. Bean o Land's End -en botas, téjanos y chaleco.
Rhyme sabía que su frío recibimiento podría entenderse como una reacción automática frente a policías intrusos (en especial un inválido y una mujer, y del Norte, ni más ni menos). Pero no tenía demasiado interés en ganárselos. A cada minuto que pasaba sería más difícil encontrar al secuestrador. Y Rhyme tenía una cita con el cirujano que de ninguna manera quería perderse.
Un hombre de sólida estructura -el único policía negro que había visto Rhyme- entró con una gran pizarra y desplegó un mapa del condado Paquenoke.
– Pégalo allí, Trey. -Bell señaló la pared. Rhyme escudriñó el mapa. Era bueno, muy detallado.
Rhyme dijo:
– Ahora, decidme exactamente lo que sucedió. Comenzad por la primera víctima.
– Mary Beth McConnell -dijo Bell-. Tiene veintitrés años. Una estudiante graduada del campus de Avery.
– Sigue. ¿Qué pasó ayer?
Mason dijo:
– Bueno, era muy temprano. Mary Beth estaba…
– ¿Podría ser más específico? -preguntó Rhyme-. Respecto a la hora.
– Bueno, no lo sabemos con certeza -respondió Mason fríamente-. No había ningún reloj detenido como en el Titanic, ¿sabe?
– Debe de haber sido antes de las ocho -comentó Jesse-. Billy, el chico asesinado, estaba afuera haciendo jogging y la escena del crimen queda a media hora de su casa. Estaba tratando de obtener algunos créditos en la escuela de verano y tenía que volver a las ocho y media para ducharse e ir a clase.
Bien, pensó Rhyme, asintiendo:
– Sigamos.
Mason continuó.
– Mary Beth tenía entre manos un trabajo académico, como desenterrar antiguos objetos indios en Blackwater Landing.
– ¿Qué es eso, una ciudad? -preguntó Sachs.
– No, sólo un área no incorporada al lado del río. Con cerca de tres docenas de casas, una fábrica. Sin tiendas ni nada. En su mayoría bosques y pantanos.
Rhyme detectó números y letras a lo largo de los márgenes del mapa.
– ¿Dónde? -preguntó-. Muéstreme.
Mason señaló la ubicación G-10.
– Nosotros lo vemos así: Garrett llega y coge a Mary Beth. La va a violar pero Billy Stail está afuera corriendo y los ve desde la carretera y trata de detenerlo. Garrett agarra una pala y mata a Billy. Le destroza la cabeza. Luego toma a Mary Beth y desaparece.
La mandíbula de Mason estaba rígida.
– Billy era un buen chico. Realmente bueno. Iba a la iglesia habitualmente. La última temporada interceptó un pase en los últimos dos minutos de un partido que estaba empatado con Albemarle High y corrió…
– Estoy seguro de que era un gran chico -dijo Rhyme impaciente-. ¿Garrett y Mary Beth van a pie?
– Sí -contestó Lucy-. Garrett no quiere conducir. Ni siquiera tiene licencia. Pienso que es a causa de que sus padres murieron en un accidente de tráfico.
– ¿Qué pruebas físicas encontraron?
– Bueno, tenemos el arma utilizada para el asesinato -dijo Mason con orgullo-. La pala. Realmente nos aseguramos de manipularla correctamente. Usamos guantes. Y realizamos la cadena de custodia como dicen los libros.
Rhyme esperó algo más. Finalmente preguntó:
– ¿Qué más encontraron?
– Bueno, algunas huellas plantares. -Mason miró a Jesse, quien dijo-: Oh, bien. Les saqué algunas fotos.
– ¿Eso es todo? -preguntó Sachs.
Lucy asintió, con los labios apretados ante la implícita crítica de los norteños.
Rhyme:
– ¿Investigaron la escena?
Jesse dijo:
– Seguro que lo hicimos. Sólo que no había nada más.
¿No había nada más? En una escena en que un criminal mata a una víctima y secuestra a otra debería haber suficientes pruebas como para hacer una película de quién hizo qué a quién y probablemente lo que cada miembro del reparto había estado haciendo en las últimas veinticuatro horas. Parecía que se enfrentaban a dos perpetradores: el Muchacho Insecto y la incompetencia policial. Rhyme intercambió una mirada con Sachs y vio que ella pensaba lo mismo.
– ¿Quién dirigió la investigación? -preguntó Rhyme.
– Yo lo hice -dijo Mason-. Llegué allí el primero. Estaba cerca cuando recibimos la llamada.
– ¿Y cuándo fue eso?
– A las nueve y media. Un camionero vio el cuerpo de Billy desde la carretera y llamó al nueve uno uno.
Y el muchacho fue asesinado antes de las ocho. Rhyme no estaba contento. Una hora y media -al menos- es un tiempo muy largo para dejar sin protección la escena de un crimen. Se podían robar muchas evidencias, se podían añadir muchas otras. El chico podría haber violado y matado a la chica y escondido el cuerpo, luego podría haber vuelto para eliminar algunas pruebas y colocar otras que despistaran a los investigadores.
– ¿Usted mismo hizo las investigaciones? -le preguntó Rhyme a Mason.
– En un primer momento. Luego llegaron tres, cuatro policías al lugar. Peinaron el área muy concienzudamente.
¿Y sólo encontraron el arma del crimen? Dios todopoderoso… Sin mencionar el daño realizado por cuatro policías no familiarizados con la técnica de investigación de la escena del crimen.
– ¿Puedo preguntar -dijo Sachs- cómo saben que Garrett es el criminal?
– Yo lo vi -dijo Jesse Corn-. Cuando se llevaba a Lydia esta mañana.
– Eso no significa que matara a Billy y secuestrara a la otra chica.
– Oh -dijo Bell-. Las huellas dactilares las obtuvimos de la pala.
Rhyme asintió y dijo al sheriff:
– ¿Y sus huellas estaban archivadas a causa de arrestos previos?
– Correcto.
Rhyme dijo:
– Ahora contadme lo de esta mañana.
Jesse habló primero.
– Era temprano. Justo después de la salida del sol. Ed Schaeffer y yo estábamos vigilando la escena del crimen por si a Garrett se le ocurría volver. Ed estaba al norte del río, yo estaba al sur. Lydia aparece por el lugar para poner unas flores. La dejo sola y vuelvo al coche. Supongo que no tendría que haberlo hecho. Lo siguiente que sé es que Lydia está gritando y veo que los dos desaparecen por el Paquo. Se han ido antes de que yo pueda encontrar un bote o algo que me permita cruzar. Ed no contestaba a su radio. Yo estaba preocupado por él y cuando llegué allí lo encontré al borde de la muerte por las picaduras. Garrett había puesto una trampa.
Bell dijo:
– Pensamos que Ed sabe dónde tiene a Mary Beth. Pudo mirar un mapa que estaba en ese refugio donde Garrett se escondía. Pero lo picaron las avispas antes de que pudiera decirnos lo que mostraba el mapa y Garrett lo debe de haber llevado con él después de que secuestró a Lydia. No lo pudimos encontrar.
– ¿Cómo está el policía? -preguntó Sachs.
– En estado de shock a causa de las picaduras. Nadie sabe si vivirá o no. O si recordará algo en caso de hacerlo.
De manera que nos apoyamos en la evidencia, pensó Rhyme. Lo que era, después de todo, lo que prefería; mucho mejor que testigos, por supuesto.
– ¿Alguna pista a partir de la escena de esta mañana?
– Encontramos esto. -Jesse abrió un maletín y sacó una zapatilla de correr dentro de un envase de plástico-. Garrett la perdió cuando estaba cogiendo a Lydia. Nada más.
Una pala en la escena de ayer, una zapatilla en la de hoy… Nada más. Rhyme miró sin esperanzas la zapatilla solitaria.
– Ponedla allí -señaló una mesa con la cabeza-. Contadme algo más sobre las otras muertes en las que se sospecha de Garrett.
Bell dijo:
– Ocurrieron por todo Blackwater Landing y sus alrededores. Dos de las víctimas se ahogaron en el canal. Las pruebas parecían indicar que se habían caído y golpeado la cabeza. Pero el investigador médico dijo que podrían haber sido golpeadas intencionalmente y luego sumergidas en el agua. Garrett fue visto por sus casas no mucho antes de que se ahogaran. Luego el año pasado alguien murió a causa de picaduras. Avispas. Justo como Ed. Sabemos que Garrett lo hizo.
Bell quiso seguir hablando pero Mason lo interrumpió. Dijo en voz baja:
– Una chica de apenas veinte años, como Mary Beth. Realmente agradable, buena cristiana. Estaba durmiendo la siesta en el porche trasero de su casa. Garrett le tiró un nido de avispones. La picaron ciento treinta y siete veces. Tuvo un ataque al corazón.
Lucy Kerr dijo:
– Yo acudí a la llamada. Lo que vi fue realmente horrible. Murió despacio. Muy dolorosamente.
– Oh, ¿y el funeral que pasamos cuando veníamos hacia aquí? -preguntó Bell-. Ese era Todd Wilkes. Tenía ocho años. Se mató.
– Oh, no -murmuró Sachs-. ¿Por qué?
– Bueno, había estado bastante enfermo -explicó Jesse Corn-. Pasaba más tiempo en el hospital que en su casa. Estaba realmente destrozado. Pero hay más: se vio a Garrett gritándole hace unas semanas, le decía de todo. Estábamos pensando que Garrett lo siguió acosando y asustándolo hasta que no pudo más.
– ¿El motivo? -preguntó Sachs.
– Es un psicópata, ese es su motivo -escupió Mason-. La gente se ríe de él y él se venga. Tan simple como eso.
– ¿Esquizofrénico?
Lucy dijo:
– No es lo que dicen sus consejeros en la escuela. Lo llaman personalidad antisocial. Posee un alto coeficiente intelectual. Tenía muy buenas notas en sus informes escolares, antes de que empezara a hacer novillos hace dos años.
– ¿Tenéis una foto de él? -preguntó Sachs.
El sheriff abrió un archivo.
– Esta es la foto del informe por el ataque con el nido de avispas.
La imagen mostraba a un muchacho delgado, de pelo corto, con cejas prominentes y en una sola línea y ojos hundidos. Había una erupción en su mejilla.
– Aquí hay otra -Bell desplegó un recorte de periódico. Mostraba una familia de cuatro miembros en un almuerzo campestre. La leyenda al pie decía: «Los Hanlon en el picnic anual de Tanner's Corner, una semana antes del trágico accidente de coche en la ruta 112 que costó las vidas de Stuart, de 39 años, y de Sandra, de 37, y su hija Kaye, de 10. En la foto también aparece Garrett, de 11, que no estaba en el coche en el momento del accidente».
– ¿Puedo ver el informe de la escena del crimen de ayer? -preguntó Rhyme.
Bell abrió una carpeta. Thom la tomó. Rhyme no tenía un dispositivo para pasar las páginas, de manera que su ayudante lo hacía.
– ¿Puedes sostenerlo mejor?
Thom suspiró.
Pero el criminalista estaba irritado. Se había trabajado con mucho descuido en la escena del crimen. Había fotos Polaroid que mostraban algunas huellas pero no se había puesto una regla antes de sacarlas, para poder saber su tamaño. Además, ninguna de las huellas tenía una tarjeta numerada que indicara que habían sido hechas por diferentes individuos.
Sachs también se dio cuenta y sacudió la cabeza, haciendo un comentario.
Lucy, a la defensiva, dijo:
– ¿Siempre hacéis eso? ¿Poner tarjetas?
– Por supuesto -dijo Sachs-. Es el procedimiento rutinario.
Rhyme siguió examinando el informe. Se trataba de una descripción sumaria de la ubicación y la postura del cuerpo del muchacho. Rhyme pudo ver que la línea que la delimitaba en el suelo había sido hecha con pintura en aerosol, que no debe utilizarse pues arruina las huellas y contamina la escena del crimen.
No se habían guardado puñados de tierra para encontrar indicios en el lugar donde se había encontrado el cuerpo o donde había habido un obvio forcejeo entre Billy, Mary Beth y Garrett. Y Rhyme podía ver colillas de cigarrillos sobre el suelo, que pueden proporcionar muchas claves, pero no se había guardado ninguna.
– Siguiente.
Thom dio vuelta a la hoja.
El informe sobre los puntos de fricción, las huellas dactilares, era un poco mejor. La pala tenía cuatro huellas enteras y diecisiete parciales, todas identificadas positivamente como pertenecientes a Garrett y a Billy. La mayoría de ellas eran latentes pero había unas pocas evidentes -fácilmente visibles sin productos químicos ni utilizando fuentes de luz alternativas- en una mancha de barro del mango. Sin embargo, Mason se había descuidado cuando trabajaba en la escena y las huellas de sus guantes de látex sobre la pala cubrían muchas del asesino. Rhyme hubiera cesado a un técnico que hubiese manejado con tanto descuido la evidencia, pero como había otras huellas dactilares buenas, en este caso daba igual.
El equipo llegaría pronto. Rhyme dijo a Bell:
– Voy a necesitar un técnico forense para que me ayude con los análisis y el equipo. Preferiría un policía pero lo importante es que conozca la ciencia. Y que conozca esta región. Un nativo.
El pulgar de Mason trazó un círculo sobre el reborde del gatillo de su revolver.
– Podemos encontrar a alguien pero yo pensé que usted era el experto. Quiero decir, ¿no es por eso que lo trajimos?
– Una de las razones por las cuales trabajo para vosotros es que yo sé cuando necesito ayuda -miró a Bell-. ¿Tienes a alguien en mente?
Fue Lucy Kerr la que contestó:
– El hijo de mi hermana, Benny; estudia ciencias en la UNC [1]. Bachiller.
– ¿Listo?
– Las mejores calificaciones. Sólo que es… un poco silencioso.
– No lo quiero por su conversación.
– Lo llamaré.
– Bien -dijo Rhyme-. Ahora quiero que Amelia investigue las escenas de los crímenes: el cuarto del muchacho y Blackwater.
Mason dijo:
– Pero -movió su mano señalando el informe- ya lo hicimos. Pasamos un peine fino.
– Me gustaría que ella los examinara de nuevo -dijo Rhyme, seco. Luego miró a Jesse-. Tú conoces la región. ¿Podrías ir con ella?
– Seguro. Con mucho gusto.
Sachs le lanzó una mirada aviesa. Pero Rhyme conocía el valor de un galanteo; Sachs necesitaría ayuda, y mucha. Rhyme no pensaba que Lucy o Mason pudieran mostrarse ni la mitad de colaboradores con ella que el enamoriscado Jesse Corn.
Rhyme dijo:
– Quiero que Amelia tenga un arma.
– Jesse es nuestro experto en pertrechos -dijo Bell-. Puede encontrarte un buen Smith Wesson.
– Apuesta a que sí.
– Dejadme llevar algunas esposas también -pidió Sachs.
– Seguro.
Bell percibió que Mason, con aspecto descontento, miraba el mapa.
– ¿De qué se trata? -preguntó el sheriff.
– ¿Realmente quieres mi opinión? -preguntó Mason.
– ¿Te la pregunté, no?
– Haz lo que te parezca mejor, Jim -dijo Mason con voz tensa-, pero no creo que tengamos tiempo para más investigaciones. Hay mucho territorio ahí afuera. Tenemos que buscar a ese muchacho y encontrarlo rápido.
Pero fue Lincoln Rhyme quien respondió. Con los ojos en el mapa, en la ubicación G-10, el último lugar en que alguien había visto a Lydia Johansson con vida, dijo:
– No tenemos suficiente tiempo para movernos rápido.
– Lo queríamos -susurró el hombre con cautela, como si hablar demasiado alto conjurara los espíritus malignos. Miró intranquilo alrededor del polvoriento patio delantero en el que se encontraba una camioneta sin ruedas apoyada sobre bloques de cemento-. Llamamos a los servicios sociales y preguntamos específicamente por Garrett. Porque habíamos oído lo que le pasó y sentíamos pena por él. Pero la verdad es que desde el principio resultó un problema. No era como ninguno de los chicos que habíamos tenido. Hicimos lo que pudimos, pero le digo una cosa, pienso que él no lo ve de esa manera. Estamos asustados. Muy asustados.
Estaba en el deteriorado porche delantero de su casa al norte de Tanner's Corner, hablando con Amelia Sachs y Jesse Corn. Amelia estaba allí, en casa de los padres adoptivos de Garrett, con el único propósito de examinar su cuarto, pero a pesar de la urgencia, dejaba que Hal Babbage siguiera con su chachara con la esperanza de saber un poco más acerca de Garrett Hanlon; Amelia Sachs no compartía enteramente la opinión de Rhyme de que la evidencia era la única clave para encontrar criminales.
Pero lo único que revelaba esta conversación era que los padres adoptivos estaban aterrorizados, como decía Hal, pensando que Garrett pudiera volver para hacerles daño a ellos o a los niños. Su mujer, que estaba a su lado en el porche, era una señora gorda con pelo rizado color de herrumbre. Tenía puesta una camiseta de las que regalan las estaciones de radio rurales del oeste. MIS BOTAS DANZAN CON WKRT. Al igual que los de su marido, los ojos de Margaret Babbage a menudo recorrían el patio y el bosque circundante, esperando el retorno de Garrett, supuso Sachs.
– No es que alguna vez le hayamos hecho algo -continuó el hombre-. Nunca lo azoté, el Estado ya no deja hacerlo, pero era firme con él, le hacía cumplir las normas. Por ejemplo, comemos a una hora determinada. Me empeño en ello. Sólo que Garrett nunca aparecía a esa hora. Yo guardaba la comida bajo llave cuando no era la hora de comer, de manera que pasó bastante hambre. A veces lo llevaba a las reuniones de estudio bíblico de los sábados para padres e hijos y él lo odiaba. Se limitaba a sentarse y no decía una palabra. Me hacía pasar vergüenza, le aseguro. Y lo reñía para que limpiara su cuarto, que parece una pocilga -vaciló, entre la cólera y el miedo-. Son cosas que hay que hacer que los chicos cumplan. Pero yo sé que me odia por ello.
La mujer ofreció su propio testimonio:
– Eramos amables con él. Pero no va a acordarse de eso. Va a acordarse de los momentos en que fuimos estrictos. -Su voz tembló-. Y está pensando en vengarse.
– Le aseguro que nos protegeremos -advirtió el padre adoptivo de Garrett, hablando ahora con Jesse Corn. Señaló con la cabeza un montón de clavos y un martillo herrumbroso que descansaban en el porche-. Estamos cerrando las ventanas con clavos, pero si trata de colarse… nos protegeremos. Los niños saben qué hacer. Saben dónde está la escopeta. Les he enseñado a usarla.
¿Los incitaba a disparar contra Garrett? Sachs estaba escandalizada. Había visto varios niños en la casa, observando a través de las cortinas. Parecían no tener más de diez años.
– Hal -dijo Jesse Corn con severidad, adelantándose a Sachs-, no hagas nada por propia iniciativa. Si ves a Garrett, nos llamas. Y no dejes que los pequeños toquen ni un arma de fuego. Vamos, tú sabes bien lo que hay que hacer.
– Hacemos ejercicios de tiro -dijo Hal a la defensiva-. Todos los jueves por la noche después de cenar. Saben como manejar un arma.
Entrecerró los ojos como si viera algo en el patio. Preparándose para el momento.
– Me gustaría ver su cuarto -dijo Sachs.
Hal se encogió de hombros.
– Como guste. Pero va a ir sola. Yo no me meto allí. Acompáñalos, Mags.
Tomó el martillo y un puñado de clavos. Sachs observó la empuñadura de una pistola que sobresalía de la cintura del pantalón. El hombre comenzó a poner los clavos en el marco de una ventana.
– Jesse -dijo Sachs-, ve por el costado hacia el fondo y controla su ventana, mira si preparó alguna trampa.
– No va a poder ver nada -explicó la madre-. Pintó las ventanas de negro.
– ¿Pintadas?
Sachs continuó:
– Entonces limítate a cubrir las cercanías de la ventana. No quiero ninguna sorpresa. Manten los ojos abiertos para vigilar posiciones de tiro y no presentes un buen blanco.
– Seguro. Posiciones de tiro. Lo haré -y asintió de forma exagerada diciéndole así que en realidad no tenía experiencia táctica. Desapareció por el costado del patio.
La mujer dijo a Sachs:
– Su cuarto está por aquí.
Sachs siguió a la madre adoptiva de Garrett a lo largo de un sombrío pasillo lleno de ropa lavada y zapatos y pilas de revistas. Family Circle, Christian Life, Guns & Ammo, Field and Stream, Readers Digest.
Su cuello se alargaba cada vez que pasaba frente a una puerta, sus ojos se movían a derecha e izquierda, y sus largos dedos acariciaban la culata de madera de su revólver. La puerta del cuarto del muchacho estaba cerrada.
Garrett tiró dentro un nido de avispas. La picaron 137 veces…
– ¿Realmente teme que pueda volver?
Después de una pausa la mujer dijo:
– Garrett es un muchacho conflictivo. La gente no lo entiende y yo siento por él más cariño que Hal. No sé si volverá, pero si lo hace habrá problemas. A Garrett no le importa lastimar a la gente. Una vez en la escuela… Los chicos abrían constantemente su taquilla y le dejaban notas, ropa interior sucia y cosas. Nada terrible, sólo travesuras. Pero Garrett construyó una jaula que se abría de forma automática si se manipulaba la cerradura de la taquilla. Puso una araña dentro. La siguiente vez que la quisieron forzar, la araña picó a uno de los chicos en la cara. Casi lo dejó ciego… Sí, temo que vuelva.
Se detuvieron frente a una puerta. Sobre la madera estaba escrito a mano: PELIGRO. NO ENTRAR. Por debajo estaba pegado un dibujo de una avispa amenazadora, mal hecho con tinta.
No había aire acondicionado y Sachs descubrió que las palmas de sus manos sudaban. Se las secó en los vaqueros.
Encendió la radio Motorola y se colocó los audífonos que había pedido prestados a la oficina de comunicaciones del departamento central del sheriff. Tardó un momento en encontrar la frecuencia que Steve Farr le había dado. La recepción era malísima.
– ¿Rhyme?
– Estoy aquí, Sachs. Estoy esperando. ¿Dónde has estado?
Ella no quería decirle que había gastado unos minutos tratando de saber más acerca de la psicología de Garrett Hanlon. Se limitó a contestar:
– Nos llevó un tiempo llegar hasta aquí.
– Bueno, ¿qué tenemos? -preguntó el criminalista.
– Voy a entrar.
Le indicó a Margaret con un ademán que volviera a la sala, luego le dio una patada a la puerta y saltó hacia atrás, bien apoyada contra la pared del pasillo. Ningún sonido salía del cuarto mal iluminado.
La picaron 137 veces…
Bien. Saquemos la pistola. ¡Ve, ve, ve! Empujó hacia adentro.
– Dios mío. -Sachs adoptó una posición de combate de bajo perfil.
Ejerciendo una ansiosa presión sobre el gatillo, mantuvo el arma firme como una roca apuntando la figura que se veía dentro.
– ¿Sachs? -llamó Rhyme-. ¿Qué pasa?
– Un minuto -murmuró, encendiendo la luz de arriba. La mira del arma enfocó un póster del terrible monstruo de la película Alien.
Con su mano izquierda abrió la puerta del armario. Vacío.
– Todo está bajo control, Rhyme. Debo decir, sin embargo, que no me gusta nada su manera de decorar.
Fue entonces cuando el hedor la impactó -ropas sin lavar, olores corporales. Y algo más…
– Uf -murmuró.
– ¿Sachs? ¿Qué pasa? -La voz de Rhyme sonaba impaciente.
– El lugar hiede.
– Bien, tú conoces mi norma.
– Siempre oler primero la escena del crimen. Desearía no haberlo hecho.
– Pensaba limpiar a fondo -la señora Babbage se había acercado silenciosamente y estaba detrás de Sachs-. Lo debería haber hecho antes de que usted llegara. Pero tenía miedo de entrar. Además, el olor a mofeta es difícil de eliminar a menos que se lave con zumo de tomate. Pero Hal piensa que es una pérdida de dinero.
Eso era. Por encima del olor de ropa sucia estaba la peste como a goma quemada de almizcle de mofeta. Con las manos apretadas con desesperación, casi al borde de las lágrimas, la madre adoptiva de Garrett susurró-: Se pondrá furioso al ver que ha roto la puerta.
Sachs le dijo:
– Necesito quedarme sola en la habitación -acompañó a la mujer hasta la puerta y la cerró.
– El tiempo pasa, Sachs -le espetó Rhyme.
– Estoy en ello -contestó. Miró a su alrededor, asqueada por las sábanas grises y manchadas, los montones de ropa sucia, los platos pegados unos con otros con comida vieja, las bolsas de plástico llenas del polvo de patatas y maíz frito. Aquel lugar la ponía nerviosa. Inconscientemente se llevó los dedos al cuero cabelludo y empezó a rascarse compulsivamente. Se detuvo y luego rascó un poco más. Se preguntó por qué estaba tan enfadada. Quizá porque la falta de higiene sugería que sus padres adoptivos no se interesaban para nada en el muchacho y que esta negligencia había contribuido a que se convirtiera en un asesino y un secuestrador.
Sachs examinó el cuarto con rapidez y notó que había docenas de manchas y huellas dactilares y plantares sobre el alféizar de la ventana. Parecía que el chico usaba la ventana más que la puerta principal y se preguntó si encerrarían bajo llave a los niños por la noche.
Se volvió hacia el muro que estaba frente a la cama y entrecerró los ojos. Sintió que un escalofrío la recorría entera.
– Tenemos un coleccionista aquí, Rhyme.
Miró la docena de grandes tarros; terrarios llenos de colonias de insectos agrupados, rodeando charcos de agua en el fondo de cada uno. Etiquetas de caligrafía descuidada identificaban las especies: Water Boatman… Diving Bell Spider[2]. Una lupa mellada descansaba en una mesilla cercana, al lado de una antigua silla de oficina que parecía que Garrett hubiera encontrado en una pila de trastos.
– Sé por qué lo llaman el Chico Insecto -dijo Sachs, luego le contó a Rhyme lo de los tarros. Tembló de asco cuando una horda de minúsculos insectos húmedos se movieron en conjunto a lo largo del vidrio de uno de ellos.
– Ah, eso es bueno para nosotros.
– ¿Por qué?
– Porque es una afición extraña. Si lo entusiasmara el tenis o coleccionar monedas, sería más difícil para nosotros tratar de ubicarlo en localizaciones específicas. Ahora, sigue trabajando en la escena -hablaba suavemente, con una voz casi alegre. Ella sabía que se estaría imaginando que caminaba por la cuadrícula, el procedimiento para investigar la escena de un crimen-, utilizando como propios los brazos y piernas de ella. Como jefe de Investigaciones y Recursos, la unidad forense y de escena del crimen del NYPD, Lincoln Rhyme a menudo había trabajado él mismo las escenas del crimen en casos de homicidios, dejándose generalmente más horas en la tarea que los oficiales más jóvenes. Ella sabía que caminar por la cuadrícula era lo que él más echaba de menos de su vida anterior al accidente.
– ¿Cómo está el equipo de la escena del crimen? -preguntó Rhyme. Jesse Corn había conseguido uno en el cuarto de equipamiento del departamento del sheriff para que Sachs lo usara.
Ella abrió el polvoriento maletín de metal. No contenía ni una décima parte del material de su maletín de Nueva York, pero al menos tenía lo básico: pinzas, una linterna, sondas, guantes de látex y bolsas para las pruebas.
– Lo esencial -dijo.
– Somos peces fuera del agua esta vez, Sachs.
– Estoy de acuerdo contigo, Rhyme -se puso los guantes mientras miraba el cuarto. El dormitorio de Garrett constituía lo que se conoce como escena secundaria del crimen: no era el lugar donde se había cometido el crimen sino donde se había, por ejemplo, planificado, o donde el criminal huía y se escondía después del hecho delictivo. Hacía mucho tiempo que Rhyme le había enseñado que estos lugares a menudo eran más valiosos que las escenas primarias, porque los delincuentes tienden a ser menos cuidadosos en lugares como aquellos, arrojando los guantes y las ropas y dejando armas y otras evidencias.
Comenzó su examen siguiendo el modelo de cuadrícula, recorriendo el suelo en franjas paralelas muy próximas, de la misma forma en que se corta el césped, metro a metro; luego yendo perpendicularmente y caminando por el mismo espacio otra vez.
– Hablame, Sachs, hablame.
– Es un lugar horripilante, Rhyme.
– ¿Horripilante? -refunfuñó-. ¿Qué diablos significa «horripilante»?
A Lincoln Rhyme no le gustaban las observaciones imprecisas. Le gustaban los adjetivos duros y específicos como frío, barroso, azul, verde, agudo. Incluso cuando ella comentaba que algo era «grande» o «pequeño» se quejaba («Dime centímetros o milímetros, Sachs, o no me digas nada»). Amelia Sachs examinaba las escenas de crimen armada con un Glock 10, guantes de látex y una cinta métrica Stanley.
Bueno, pensó, yo me siento muy horrorizada. ¿Eso no significa algo?
– Ha pegado unos pósters. De las películas Alien. Y de Starship Troopers de esos bichos gigantes que atacan a la gente. También ha hecho algunos dibujos. Son violentos. El lugar es asqueroso. Restos de comida, muchos libros, ropas, los bichos en los tarros. No hay mucho más.
– ¿Las ropas están sucias?
– Sí. Tengo una buena, un par de pantalones, bien manchados. Los ha usado mucho; deben tener una tonelada de indicios en ellos. Y tienen dobladillo. Suerte para nosotros, la mayoría de los chicos de su edad sólo usan vaqueros -los dejó caer en una bolsa de plástico para pruebas.
– ¿Camisas?
– Sólo camisetas -dijo-. Nada con bolsillos. -A los criminalistas les encantan los dobladillos y los bolsillos; contienen todo tipo de claves útiles-. Tengo un par de cuadernos aquí, Rhyme, pero Jim Bell y los otros policías ya los deben de haber examinado.
– No supongas nada del trabajo en la escena del crimen de nuestros colegas -dijo Rhyme con ironía.
– Aquí están.
Ella comenzó a pasar las páginas.
– No son diarios. No hay mapas. Nada de secuestros… Hay sólo dibujos de insectos… imágenes de los que tiene en los terrarios.
– ¿Algún dibujo de chicas, de mujeres jóvenes? ¿Algo sado-sexual?
– No.
– Trae todo. ¿Qué me dices de los libros?
– Hay cerca de cien. Textos escolares, libros de animales, de insectos… Espera tengo algo aquí, un anuario de la escuela secundaria de Tanner's Corner. Tiene seis años.
Rhyme hizo una pregunta a alguien que estaba con él. Siguió con la comunicación telefónica.
– Jim dice que Lydia tiene veintiséis años. Debería haber terminado la escuela hace ocho años. Pero busca la página de la chica McConnell.
Sachs buscó en la M.
– Sí. La foto de Mary Beth ha sido recortada con una hoja filosa de algún tipo. Definitivamente, el chico concuerda con el perfil de un cazador al acecho.
– No estamos interesados en perfiles. Estamos interesados en las pruebas. De los otros libros, los que están en los estantes, ¿cuáles son los más leídos?
– ¿Cómo puedo yo…?
– Suciedad en las páginas -soltó Rhyme con impaciencia-. Comienza con los que están más cerca de su cama. Trae cuatro o cinco de ellos.
Eligió los cuatro que tenían las páginas más ajadas: The Enthomologist's Handbook, The Field Guide to Insects of North Carolina, Water Insects ofNorth America, The Mi-niature World[3].
– Los tengo, Rhyme. Hay muchos pasajes marcados. Asteriscos en algunos de ellos.
– Bien. Tráelos. Pero debe haber algo más específico en el cuarto.
– No puedo encontrar nada.
– Sigue mirando, Sachs. Tiene dieciséis años. Tú conoces los casos de delincuentes juveniles en los que hemos trabajado. Los cuartos de los adolescentes son el centro de su universo. Comienza a pensar como alguien de dieciséis años. ¿Dónde esconderías cosas?
Ella miró bajo el colchón, dentro y debajo de los cajones del escritorio, en el armario, bajo las almohadas grisáceas. Luego iluminó con la linterna entre la pared y la cama.
– Encontré algo aquí, Rhyme… -dijo.
– ¿Qué?
Encontró una masa de apretados Kleenex y un pote de crema Vaselina de Cuidado Intensivo. Examinó uno de los kleenex. Estaba manchado con lo que parecía semen seco.
– Docenas de toallitas de papel bajo la cama. Parece un chico activo con su mano derecha.
– Tiene dieciséis años -dijo Rhyme-. Resultaría poco usual que no lo fuera. Pon una en la bolsa. Podríamos necesitar su ADN.
Sachs encontró más cosas bajo la cama: un marco barato en el que había pintado toscas imágenes de insectos: hormigas, avispas y cucarachas. Dentro había montado la foto recortada del anuario de Mary Beth McConnell. También había un álbum con una docena de otras fotos de Mary Beth. Eran candidas. La mayoría de ellas mostraban a la joven en lo que parecía ser un campus universitario o caminando por la calle de una pequeña ciudad. Dos la mostraban en bikini en un lago. En ambas se agachaba y la foto enfocaba su escote. Sachs le contó a Rhyme lo que había encontrado.
– La chica de sus sueños -musitó Rhyme-. Sigue.
– Creo que debería guardarlas en una bolsa y concentrarnos en la escena primaria.
– En un minuto o dos, Sachs. Recuerda, fue idea tuya, como buena samaritana, y no mía.
Al oírlo, Sachs se enfadó.
– ¿Qué quieres? -preguntó acaloradamente-. ¿Quieres que busque huellas digitales? ¿Qué aspire cabellos?
– Por supuesto que no. No buscamos pruebas para el fiscal de distrito que podamos presentar en un juicio, lo sabes. Todo lo que necesitamos es algo que nos dé una idea de dónde puede haber llevado a las chicas. No las va a traer de vuelta a casa. Tiene un lugar que ha preparado justo para ellas. Y ha estado allí anteriormente para dejarlo listo. Puede que sea joven y raro pero todavía huele a delincuente organizado. Aun si las muchachas están muertas, apuesto a que les eligió tumbas agradables y cómodas.
A pesar de todo el tiempo que habían trabajado juntos, a Sachs todavía le molestaba la insensibilidad de Rhyme. Sabía que formaba parte de la esencia de un criminalista, era el distanciamiento que se debe tener del horror del crimen, pero le resultaba duro. Quizá porque reconocía que tenía la misma capacidad para esa frialdad dentro de sí, esa separación anestesiante que los mejores investigadores de la escena del crimen deben encender como un interruptor de luz, una separación que en ocasiones Sachs temía que pudiera enmudecer su corazón irreparablemente.
Tumbas agradables y cómodas…
Lincoln Rhyme, cuya voz nunca era más seductora que cuando imaginaba una escena del crimen, le dijo:
– Sigue, Sachs, llega a él. Conviértete en Garrett Hanlon. ¿En qué estás pensando? ¿Cómo es tu vida? ¿Qué haces minuto a minuto a minuto en ese cuarto? ¿Cuáles son tus pensamientos más secretos?
Los mejores criminalistas, le había dicho Rhyme, eran como los novelistas de talento, que se imaginaban a sí mismos como sus personajes y podían olvidarse del mundo de los otros.
Sus ojos examinaron el cuarto una vez más. Tengo dieciséis años. Soy un chico con problemas, soy huérfano, los chicos de la escuela se burlan de mí, tengo dieciséis años, tengo dieciséis años.
Un pensamiento surgió y lo atrapó antes de que desapareciera.
– Rhyme, ¿sabes qué es extraño?
– Dímelo, Sachs -dijo suavemente, alentándola.
– Es un adolescente, ¿verdad? Bueno, recuerdo a Tommy Briscoe, salí con él cuando yo tenía dieciséis años. ¿Sabes lo que tenía en todas las paredes de su cuarto?
– En mi época y a esa edad lo que teníamos era un maldito póster de Farrah Fawcett.
– Exactamente. Garrett no tiene ni un solo póster de una chica en cueros, ni de Playboy, ni de Penthouse. No tiene las Cartas Mágicas, ni Pokémon, ni juguetes. Ni Alanis, ni Celine. No hay ningún póster de músicos de rock… Y, eh, oye esto: no tiene vídeo, ni televisor, ni estéreo o radio. No tiene Nintendo. Dios mío, tiene dieciséis años y ni siquiera tiene un ordenador -su ahijada tenía doce años y su cuarto era realmente como una sala de exhibiciones de productos electrónicos.
– Quizá se trate de dinero, los padres sustitutos.
– Diablos, Rhyme, si yo tuviera su edad y quisiera escuchar música me construiría una radio. Nada detiene a los adolescentes. Pero esas no son las cosas que lo excitan.
– Excelente, Sachs.
Puede ser, reflexionó, ¿pero qué significa? Registrar observaciones constituye la mitad de la tarea de un científico forense; la otra mitad, la mitad mucho más importante, es sacar conclusiones útiles a partir de esas observaciones.
– Sachs.
– Shhh.
Se empeñó en dejar de lado la persona que realmente era: la policía de Brooklyn, la aficionada a potentes coches General Motors, la ex modelo de la tienda de ropa interior Chantelle en la Quinta Avenida, campeona de tiro con pistola, la mujer que llevaba el pelo rojo largo y cortas las uñas por temor a que el hábito de rascarse el cuero cabelludo y la piel le estropeara su perfecta carne con todavía más señales de tensión.
Trató de convertir en humo a esa mujer y emerger como un chico de dieciséis años conflictivo y asustado. Alguien que necesitaba, o quería, tomar a las mujeres por la fuerza. Que necesitaba, o quería, matar.
¿Qué siento?
«No me interesan los placeres normales, la música, la televisión, los ordenadores. No me interesa el sexo normal», dijo, casi para sí. «No me interesan las relaciones normales. Las personas son como insectos, pueden ser enjauladas. En realidad, todo lo que me interesa son los insectos. Constituyen mi único motivo de solaz. Mi única diversión». Pensó en esto mientras caminaba frente a los tarros. Luego miró el suelo a sus pies.
– ¡Las huellas de la silla!
– ¿Qué?
– La silla de Garrett… tiene ruedecillas. Está frente a los tarros. Todo lo que hace es ir rodando de un lado a otro, observar los insectos y dibujarlos. Mierda, probablemente también les habla. Toda su vida son esos bichos. -Pero las huellas en la madera se detenían antes de llegar al tarro que estaba al final de la hilera. Contenía avispas amarillas. Los pequeños insectos amarillos y negros zumbaban con enojo, como si fueran conscientes de su intrusión.
Caminó hasta el pote, lo miró con cuidado. Dijo a Rhyme:
– Hay un tarro lleno de avispas. Pienso que es su caja fuerte.
– ¿Por qué?
– No está para nada cerca de los otros. Nunca lo mira, lo puedo deducir por las huellas de la silla. Y todos los demás tienen agua, son bichos acuáticos. Éste es el único que contiene insectos voladores. Es una gran idea, Rhyme: ¿quién buscaría dentro de algo así? Y hay cerca de treinta centímetros de trozos de papel en el fondo. Pienso que enterró algo allí.
– Fíjate dentro.
Abrió la puerta y le pidió a la señora Babbage un par de guantes de cuero. Cuando se los acercó encontró a Sachs mirando dentro del pote de las avispas.
– No va a tocar eso, ¿verdad? -preguntó en un desesperado murmullo.
– Sí.
– Oh, a Garrett le dará un ataque. Grita a todo el que le toca su pote de avispas.
– Señora Babbage, Garrett es un delincuente en fuga. Que le grite a alguien no es de interés a estas alturas.
– Pero si llega a venir y ve que usted estuvo tocando… Quiero decir… Podría perder el control. -Nuevamente la amenaza de lágrimas.
– Lo encontraremos antes de que regrese -dijo Sachs con tono seguro-. No se preocupe.
Sachs se puso los guantes, y envolvió la funda de una almohada alrededor de su brazo desnudo. Lentamente apartó el tejido de malla que hacía de tapón y buscó dentro. Dos avispas aterrizaron en el guante pero se fueron volando al momento. El resto ignoró por completo la intrusión. Tuvo cuidado de no perturbar el nido.
La picaron 137 veces…
Cavó apenas unos centímetros antes de encontrar la bolsa de plástico.
– Lo tengo -la sacó del tarro. Una avispa se escapó y desapareció en la casa antes que volviera a colocar el tapón de malla.
Se sacó los guantes de cuero y se colocó los de látex. Abrió la bolsa y desparramó su contenido sobre la cama. Un ovillo de fino hilo de pescar. Algún dinero -cerca de cien dólares en efectivo y cuatro dólares de plata Eisenhower. Otro marco de foto; en éste estaba la foto del periódico de Garrett y su familia, una semana antes del accidente de coche que mató a sus padres y hermana. En una corta cadena había una llave vieja y deteriorada, como el llavín de un coche, a pesar de que no tenía un logotipo, sólo un número de serie. Le contó todo a Rhyme.
– Bien, Sachs. Excelente. No sé lo que significa pero es un comienzo. Ahora vuelve a la escena original. A Blackwater Landing.
Sachs se detuvo y miró alrededor del cuarto. La avispa que se había escapado había vuelto y trataba de meterse en el pote. Se preguntó qué clase de mensaje estaría mandando a sus colegas insectos.
– No puedo mantener este ritmo -le dijo Lydia a Garrett-. No puedo ir tan rápido -jadeó. El sudor le corría por la cara. Su uniforme estaba empapado.
– Quieta -la regaño con ira-. Necesito escuchar. No lo puedo hacer si protestas todo el tiempo.
¿Escuchar qué?, se preguntó la chica.
Él consultó nuevamente el mapa y la llevó por otro sendero. Todavía estaban en lo profundo del bosque de pinos, pero, incluso fuera del alcance del sol, ella se sentía mareada y reconocía los primeros síntomas de una insolación.
El muchacho la miró, sus ojos se posaron de nuevo en sus pechos.
Hizo sonar las uñas.
El inmenso calor.
– Por favor -murmuró entre sollozos-. ¡No puedo más! ¡Por favor!
– ¡Cállate! No te lo diré más veces.
Una nube de mosquitos volaba alrededor de su cara. Inhaló uno o dos y escupió con asco para limpiarse la boca. Dios, como odiaba estar allí, en el bosque, Lydia Johansson odiaba estar al aire libre. A la mayoría de la gente le gustaban los bosques y las piscinas y los patios traseros. Pero su felicidad consistía en una frágil placidez que tenía lugar casi siempre en el interior: su trabajo, hablar con sus otras amigas solteras frente a un margarita en los viernes por la noche, los libros de terror y la televisión, las incursiones a los centros comerciales para hacer muchas compras, las noches ocasionales con su amigo.
Alegrías de interior, todas ellas.
El exterior le recordaba las comidas al aire libre de sus amigas casadas, le recordaba las familias sentadas alrededor de las piscinas mientras los niños jugaban con juguetes hinchables, los picnics, las esbeltas mujeres en ropa deportiva y chanclas.
El exterior le recordaba a Lydia una vida que quería pero no tenía, le recordaba su soledad.
Él la condujo a lo largo de otro sendero, fuera del bosque. De repente los árboles desaparecieron y un enorme pozo se abrió frente a ellos. Era una antigua mina. Agua verde azulada llenaba el fondo. Se acordó de que años atrás los niños solían venir a nadar allí, antes de que el pantano comenzara a comerse la tierra al norte del Paquo y la región se hiciera más peligrosa.
– Vamos -dijo Garrett, indicando el camino con la cabeza.
– No. No quiero. Me da miedo.
– Me interesa una mierda lo que quieres -soltó-. ¡Vamos!
Asió con fuerza sus manos atadas y la llevó por un empinado sendero hacia una saliente rocosa. Garrett se despojó de su camisa y se inclinó, se mojó con agua la piel dañada. Se rascó y se apretó las ronchas, examinó sus uñas. Asqueroso. Miró hacia Lydia.
– ¿Quieres hacerlo? Está buena. Puedes quitarte el vestido, si quieres. Nadar un poco.
Horrorizada ante el pensamiento de encontrarse desnuda delante del chico, se negó con firmeza, moviendo la cabeza. Luego se sentó cerca del borde y se echó agua sobre su rostro y manos.
– No la bebas. Tengo esto.
Sacó una polvorienta bolsa de arpillera de detrás de una roca, que debía de haber guardado recientemente. Extrajo una botella de agua y algunos paquetes de galletas de queso con mantequilla de cacahuete. Comió un paquete de galletas y bebió media botella de agua. Le ofreció lo que quedaba.
Lydia negó con la cabeza, asqueada.
– Joder, no tengo SIDA ni nada si es lo que estás pensando. Deberías beber algo.
Ignorando la botella, Lydia acercó su boca al agua de la mina y dio un sorbo profundo. El agua era salada y metálica. Repelente. Se atragantó y casi vomitó.
– Jesús, te lo dije -exclamó Garrett con brusquedad. Le ofreció el agua otra vez-. Está muy contaminada. Deja de ser una jodida estúpida. -Le tiró la botella. Ella la tomó torpemente con sus manos atadas y bebió hasta dejarla vacía.
Beber el agua la refrescó inmediatamente. Se relajó un poco y preguntó:
– ¿Dónde está Mary Beth? ¿Qué has hecho con ella?
– Está en un lugar al lado del océano. Una antigua mansión de banquero.
Lydia sabía lo que quería decir. Para alguien de Carolina, «banquero» significaba alguien que vivía en los Outer Banks, las islas que forman una barrera en la costa del Atlántico. De manera que allí era donde estaba Mary Beth. Y Lydia comprendió por qué estaban viajando hacia el este, hacia la tierra de pantanos, sin casas y con muy pocos lugares para esconderse. Probablemente el chico tenía un bote escondido para llevarlos a través del pantano de la Intercoastal Waterway, luego a Elizabeth City y a través del estrecho de Albemarle a los Bancos.
Él continuó:
– Me gusta ese lugar. Está realmente bien ¿Te gusta el océano? -Se lo preguntó como si estuviera manteniendo una conversación normal. Por un momento el miedo de la chica disminuyó. Pero luego él se puso rígido otra vez y escuchó algo; se llevó un dedo a los labios para indicarle silencio, frunció las cejas con enfado y su lado oscuro retornó. Por fin negó con la cabeza mientras decidía si lo que había oído era o no una amenaza. Frotó el dorso de la mano contra su cara, rascando otra roncha-. Vámonos -señaló con un ademán hacia el empinado sendero hacia el borde de la mina-. No está lejos.
– Nos llevará un día llegar a los Outer Banks. Más.
– Oh, diablos, no vamos a ir hoy allí -se rió fríamente como si ella hubiera hecho un comentario idiota-. Nos esconderemos cerca de aquí y dejaremos a los gilipollas que nos buscan que se nos adelanten. Dormiremos por aquí -no la miraba cuando lo dijo.
– ¿Dormir aquí? -murmuró ella con desaliento.
Pero Garrett no dijo nada más. Comenzó a llevarla hacia arriba, por la empinada cuesta, hacia el borde de la mina y los bosques de pinos que quedaban más allá.
¿Cuál es el atractivo de la escena de una muerte?
A menudo Amelia Sachs se había hecho esta pregunta, cuando caminaba por la cuadrícula de docenas de escenas de crímenes, y se la hizo ahora nuevamente, cuando estaba en el arcén de la ruta 112 en Blackwater Landing, mirando hacia el río Paquenoke.
Aquel era el lugar en que el joven Billy Stail murió ensangrentado, donde dos mujeres jóvenes fueron secuestradas, donde la vida de un esforzado policía cambió para siempre, quizá terminó, por culpa de cientos de avispas. Y aun bajo el sol despiadado, la atmósfera de Blackwater Landing era sombría e intranquilizadora.
Examinó el lugar cuidadosamente. Allí, en la escena del crimen, una cuesta empinada cubierta de desperdicios descendía desde el arcén de la ruta 112 a las orillas barrosas del río. Donde el suelo se nivelaba había sauces, cipreses y montones de pastos altos. Un muelle viejo y carcomido se extendía unos diez metros dentro del río y luego se sumergía bajo la superficie del agua.
No se veían casas en el área inmediata, a pesar de que Sachs había visto algunas grandes mansiones coloniales no lejos del río. Aunque eran obviamente costosas, notó que hasta esta porción residencial de Blackwater Landing, como la misma capital del condado, parecía fantasmal y abandonada. Le llevó un momento comprender la razón: no había niños jugando en los patios a pesar de estar en las vacaciones del verano. No había piscinas hinchables, ni bicicletas, ni patines. Esto le recordó el funeral con el que se habían cruzado hacía una hora -y el ataúd del niño- y se esforzó por alejar sus pensamientos de ese triste recuerdo para volver a la tarea.
Examinar la escena. Una cinta amarilla circundaba dos áreas. La más cercana incluía un sauce enfrente del cual habían depositado varios ramos de flores, era el lugar donde Garrett secuestró a Lydia. La otra era un claro polvoriento rodeado por una arboleda donde el muchacho había matado a Billy Stail, llevándose a Mary Beth el día anterior. En medio de esta escena había una cantidad de agujeros poco profundos en el suelo, donde la chica estuvo cavando para encontrar puntas de flechas y objetos antiguos. A sesenta centímetros del centro de la escena estaba la silueta pintada con aerosol que representaba el lugar en que cayó el cuerpo de Billy.
¿Pintura en aerosol?, pensó, apenada. Aquellos policías obviamente no estaban acostumbrados a las investigaciones de homicidios.
Un coche del departamento del sheriff se detuvo en el arcén y de él salió Lucy Kerr. Justo lo que necesito, más chapuceros, pensó. La policía saludó a Sachs con frialdad:
– ¿Encontraste algo útil en la casa?
– Unas pocas cosas -Sachs no explicó más y movió la cabeza hacia la ladera de la colina.
Por los cascos escuchó la voz de Rhyme:
– ¿La escena del crimen está tan pisoteada como aparece en las fotos?
– Como si una manada de reses hubiera pasado por aquí. Debe de haber dos docenas de huellas.
– Mierda -murmuró el criminalista.
Lucy había oído el comentario de Sachs pero no dijo nada, se limitó a seguir mirando hacia la oscura confluencia donde el canal se unía al río.
Sachs preguntó:
– ¿Ese es el bote en que el chico se fue? -miró hacia el esquife, varado en la barrosa orilla.
– Ése de allí, sí -dijo Jesse Corn-. No es de él. Lo robó a unas personas que viven río arriba. ¿Quieres examinarlo?
– Después. Ahora, ¿por dónde no habría venido para llegar hasta aquí? Ayer, quiero decir. Cuando mató a Billy.
– ¿Que no hubiera venido? -Jesse señaló el este-. No hay nada por allí. Pantanos y carrizos. Ni siquiera se puede atracar un bote. De manera que vino por la ruta 112 y bajó al embarcadero. O, como tenía bote, supongo que pudo haber llegado remando.
Sachs abrió el maletín de escena del crimen y le dijo a Jesse:
– Quiero una muestra de la tierra de por aquí.
– ¿Muestras?
– Porciones de tierra, ya sabes.
– De la tierra de aquí…
– Sí.
– Seguro -dijo el policía. Luego preguntó-: ¿Por qué?
– Porque si encontramos tierra que no se corresponda con la que hay aquí, podría ser del lugar donde Garrett tiene a esas dos chicas.
– También -dijo Lucy- podría ser del jardín de Lydia o del patio de Mary Beth o provenir de los zapatos de algunos chicos que hayan estado pescando hace unos días.
– Podría ser -dijo Sachs pacientemente-. Pero necesitamos hacerlo de todas formas. -Entregó a Jesse una bolsa de plástico. Se alejó caminando, contento de ser útil. Sachs comenzó a descender la colina. Se detuvo, abrió el maletín de la escena del crimen otra vez. No había bandas elásticas. Observó que Lucy Kerr sujetaba el final de su trenza con algunas-. ¿Me las prestas? -preguntó-. ¿Las bandas elásticas?
Después de una breve pausa la policía se las quitó. Sachs las puso alrededor de sus zapatos.
– Así sabré cuales son mis huellas -le explicó.
Como si con este lío eso supusiera alguna diferencia, pensó.
Caminó hacia la escena del crimen.
– Sachs, ¿qué tienes? -preguntó Rhyme. La recepción del sonido era peor que antes.
– Puedo ver el escenario muy claramente -dijo, estudiando el suelo-. Hay demasiadas huellas. Deben de haber sido ocho o diez personas diferentes las que han caminado por aquí en las últimas veinticuatro horas. Pero tengo una idea de lo que sucedió: Mary Beth estaba arrodillada. Los zapatos de un hombre se acercan por el oeste, en dirección del canal. Son de Garrett. Recuerdo la suela del zapato que encontró Jesse. Puedo ver dónde se para Mary Beth y da un paso hacia atrás. Los zapatos de un segundo hombre se acercan por el sur. Billy. Bajó al embarcadero. Se mueve rápido, en general sobre los dedos de los pies, de manera que corre a toda velocidad. Garrett va hacia él. Forcejean. Billy se apoya en un sauce. Garrett se le acerca. Más forcejeos. -Sachs estudió la blanca silueta del cuerpo de Billy-. La primera vez que Garrett golpea a Billy con la pala, le da en la cabeza. Billy cae. Ese golpe no lo mata. Entonces Garrett lo golpea en la nuca cuando está en el suelo. Ese golpe lo remató.
Jesse emitió una risa sorprendida, mirando fijamente la misma silueta como si estuviera viendo algo completamente diferente de lo que ella veía.
– ¿Cómo sabes todo eso?
Distraídamente ella dijo:
– Por las manchas de sangre. Hay unas pequeñas gotas aquí -señaló el suelo-. Significa que cayeron aproximadamente desde una altura de un metro noventa, de la cabeza de Billy. Pero esa gran mancha diseminada, que parece ser de una carótida o yugular cortada, se formó cuando estaba en el suelo… Bien, Rhyme, voy a comenzar la investigación.
Caminar la cuadrícula. Paso a paso. Los ojos en la tierra y el césped, los ojos en el tronco nudoso de los robles y sauces, hacia las ramas salientes («La escena de un crimen es tridimensional, Sachs», le recordaba a menudo Rhyme.)
– ¿Las colillas de cigarrillos todavía están allí? -preguntó Rhyme.
– Las tengo -Sachs se volvió hacia Lucy-. Esas colillas de cigarrillos -dijo, señalando el suelo-. ¿Por qué no las recogieron?
– Oh -respondió Jesse por Lucy-, esas son de Nathan.
– ¿De quién?
– Nathan Groomer. Uno de nuestros policías. Ha estado tratando de dejar el tabaco pero no puede lograrlo del todo.
Sachs suspiró pero consiguió evitar decirles que cualquier policía que fumara en la escena del crimen merecía que lo suspendieran. Examinó el suelo cuidadosamente pero resultó inútil. Cualquier fibra visible, trocitos de papel u otras evidencias físicas habían sido recogidas o llevadas por el viento. Caminó hacia la escena del secuestro de esa mañana, pasó la cinta amarilla y comenzó la cuadrícula alrededor del sauce. Ida y vuelta, luchando contra el mareo provocado por el calor.
– Rhyme, no hay mucho por aquí… pero… espera. Tengo algo -había visto un destello blanco, cerca del agua. Se dirigió hacia allí y tomó cuidadosamente un kleenex doblado. Sus rodillas protestaron, por la artritis que le molestaba desde hacía años. Antes perseguir a criminales que hacer ejercicios de doblar las rodillas, pensó-. Kleenex. Parece similar a los que encontré en casa de Garrett, Rhyme. Sólo que esta vez tiene sangre. Bastante sangre.
Lucy preguntó:
– ¿Piensas que se le cayó a Garrett?
Sachs lo examinó.
– No lo sé. Todo lo que puedo decir es que no pasó la noche aquí. El contenido de humedad es demasiado bajo. El rocío de la mañana casi lo habría desintegrado.
– Excelente, Sachs. ¿Dónde aprendiste eso? No recuerdo haberlo mencionado nunca.
– Sí, lo hiciste -dijo, distraída-. Tu texto. Capítulo doce. Edición rústica.
Sachs descendió hasta el agua, buscó dentro del pequeño bote. No encontró nada. Luego preguntó:
– Jesse, ¿me puedes llevar al otro lado?
Por supuesto que podía, y muy complacido. Ella se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que le soltara la primera invitación a tomar un café. Sin ser invitada, Lucy también subió al esquife y partieron. El trío remó en silencio atravesando el río, que tenía una corriente sorprendentemente agitada.
En la otra orilla Sachs encontró huellas en el barro: los zapatos de Lydia, la fina suela del calzado de enfermera. Y las huellas de Garrett, un pie descalzo y otro en zapatillas de correr con la suela que le era familiar. Siguió las huellas dentro del bosque. Llevaban al refugio de caza donde Ed Schaeffer había sido picado por las avispas. Sachs se detuvo, consternada.
¿Qué diablos había pasado?
– Dios, Rhyme, parece que alguien barrió la escena.
Los criminales usan a menudo escobas y hasta sopladores de hojas para destruir o confundir las evidencias de las escenas del crimen.
Pero Jesse Corn dijo:
– Oh, eso es por el helicóptero.
– ¿Helicóptero? -repitió Sachs, atónita.
– Bueno, sí. El servicio médico, para sacar a Ed Schaeffer.
– Pero la corriente de aire provocada por los rotores arruinó el lugar -dijo Sachs-. La norma de procedimiento exige trasladar al paciente de la escena antes de que baje el helicóptero.
– ¿Norma de procedimiento? -preguntó Lucy Kerr incisivamente-. Perdón, pero estábamos un poco preocupados por Ed. Tratando de salvar su vida, como sabes.
Sachs no respondió. Entró a la choza lentamente para no molestar a la docena de avispas que volaban alrededor de un nido aplastado. Pero los mapas y otras pistas que había visto dentro el policía Schaeffer ya no estaban y el vendaval del helicóptero había mezclado tanto la capa superior del suelo que no tenía sentido tomar una muestra de tierra.
– Volvamos al laboratorio -les dijo Sachs a Jesse y Lucy.
Estaban regresando a la orilla cuando oyeron un estrépito detrás. Un hombre enorme se movió con dificultad hacia ellos desde la maraña de arbustos que rodeaba un grupo de sauces negros.
Jesse Corn sacó su arma pero, antes que hubiera terminado de hacerlo, Sachs tenía el Smittie prestado fuera de la cartuchera, con el gatillo listo y la mira filosa apuntando al pecho del intruso. Este se quedó helado y levantó sus brazos parpadeando de sorpresa.
Tenía barba, era alto y corpulento, llevaba el pelo en una trenza. Vaqueros, camiseta gris, chaleco de lona. Botas. Algo en él le resultaba familiar.
¿Dónde lo había visto antes?
Bastó que Jesse mencionara su nombre para que Sachs se acordara.
«Rich»
Uno del trío que habían visto antes a la salida del edificio del condado. Rich Culbeau, recordaba el inusual nombre. Sachs evocó también cómo él y sus amigos habían mirado su cuerpo con tácita codicia y a Thom con un aire de desprecio; siguió apuntándole con la pistola un momento más largo de lo que hubiera hecho en otra ocasión. Lentamente bajó el cañón del arma hacia el suelo, desmartilló y lo volvió a colocar en su funda.
– Lo lamento -dijo Culbeau-. No tenía intenciones de asustar a nadie. Hola, Jesse.
– Esta es la escena de un crimen. -dijo Sachs.
En su auricular escuchó la voz de Rhyme:
– ¿Quién está allí?
Ella se apartó, susurrando al micrófono:
– Uno de esos personajes de Deliverance que vimos esta mañana.
– Estamos trabajando aquí, Rich -dijo Lucy-. No podemos tenerte en nuestro camino.
– No tengo intenciones de interponerme en vuestro camino -dijo, dirigiendo su mirada hacia los bosques-. Pero tengo tanto derecho a tratar de conseguir esos mil dólares como cualquiera. No podéis evitar que busque.
– ¿Qué mil dólares?
– Diablos -soltó Sachs al micrófono-, hay una recompensa, Rhyme.
– Oh, no. Lo último que necesitamos.
De los factores principales que contaminan las escenas del crimen y obstaculizan las investigaciones, los buscadores de recompensas y recuerdos son los peores.
Culbeau explicó:
– La ofrece la madre de Mary Beth. Esa mujer tiene algún dinero y apuesto que al atardecer, si esa chica no aparece, ofrecerá dos mil dólares. Quizá más -dijo, luego miró a Sachs-. No voy a causar ningún problema, señorita. Usted no es de aquí, me mira y piensa que le merezco poca confianza, la escuché hablar de Deliverance en ese sofisticado aparato que tiene. Por lo demás me gustó más el libro que la película. ¿Lo leyó? Bueno, no importa. Sólo espero que no siga dando demasiada importancia a las apariencias. Jesse, cuéntale quién rescató a esa chica que el año pasado se perdió en el Great Dismal. Ese lugar está lleno de víboras y cazadores furtivos y toda la región la estaba buscando.
Jesse dijo:
– Rich y Harris Tomel la encontraron. Tres días perdida en el pantano. Se hubiera muerto de no ser por ellos.
– Por mí, querrás decir. A Harris no le gusta que sus botas se ensucien.
– Usted estuvo muy bien -dijo Sachs secamente-. Sólo quiero asegurarme de que no perjudica nuestras posibilidades de encontrar a esas mujeres.
– Eso no va a pasar. No hay razón para que usted se ponga brava conmigo -Culbeau se dio vuelta alejándose pesadamente.
– ¿Brava? -preguntó Sachs.
– Significa enfadada, sabes.
Se lo dijo a Rhyme, al que le relató el encuentro.
Él le dio poca importancia.
– No tenemos tiempo para preocuparnos de los paisanos, Sachs. Debemos seguir el rastro… Y rápido. Vuelve aquí con lo que encontraste.
Cuando estaban sentados en el bote de camino hacia la otra orilla del canal, Sachs preguntó:
– ¿Cuántos problemas nos puede dar?
– ¿Culbeau? -respondió Lucy-. Es muy holgazán. Fuma droga y bebe demasiado pero nunca ha hecho algo peor que romper algunas mandíbulas en público. Creemos que tiene un escondite en algún lugar y ni siquiera por mil dólares puedo imaginar que se aleje demasiado de él.
– ¿Qué hacen él y sus compinches?
Jesse preguntó:
– ¿Oh, también los viste? Bueno, Sean, el delgaducho, y Rich no tienen lo que llamaríamos empleos de verdad. Limpian y hacen algunos trabajos ocasionales. Harris Tomel ha asistido al instituto, al menos dos años. Siempre está tratando de comprar algún negocio o de conseguir alguna transacción. Según he oído no le va bien con lo que emprende. Pero los tres tienen dinero y eso significa que están en la destilación ilegal.
– ¿De licor? ¿Y no los detenéis?
Tras un momento de silencio Jesse dijo:
– A veces, vas buscándote problemas. Y a veces no.
Lo que constituía un principio filosófico sobre la labor policial que Sachs sabía que difícilmente se limitaba al Sur.
Atracaron en la orilla sur del río, cerca de las escenas de los crímenes; Sachs salió del bote antes de que Jesse pudiera ofrecerle su mano, aunque lo hizo de todos modos.
De repente, una forma enorme y oscura apareció ante su vista. Una barcaza negra, motorizada, de 12 metros de largo bajó por el canal, luego los pasó y se dirigió al río. Leyó en uno de sus costados: DAVETT INDUSTRIES.
Sachs preguntó:
– ¿Qué es eso?
Lucy respondió:
– Una empresa de fuera de la ciudad. Transportan cargamentos por la Intracoastal a través del canal de Dismal Swamp y hasta Norfolk. Asfalto, papel alquitranado, cosas como ésas.
Rhyme la oyó a través de la radio y dijo:
– Pregúntale si había algún cargamento por los alrededores en el momento del asesinato. Consigue el nombre de la tripulación.
Sachs lo mencionó a Lucy pero esta dijo:
– Ya lo hice. Una de las primeras cosas que hicimos Jim y yo -su respuesta fue cortante-. Dio negativo. Si tienes interés en saberlo, también investigamos a todos los que en la ciudad generalmente se desplazan por la ruta del canal y la ruta 112. No hubo ninguna pista.
– Buena idea -dijo Sachs.
– Sólo una norma de procedimiento -respondió Lucy fríamente y caminó hacia su coche como una niña formal que está en la escuela secundaria y por fin ha logrado infligir un hiriente desaire a la primera de la clase.
– No le dejaré hacer nada hasta que coloquéis un acondicionador de aire en este cuarto.
– Thom, no tenemos tiempo para eso -exclamó Rhyme. Luego dijo a los trabajadores dónde descargar los instrumentos que había enviado la policía estatal.
Bell dijo:
– Steve anda por ahí tratando de conseguir uno. No es tan fácil como pensé.
– No lo necesito.
Thom explicó pacientemente:
– Estoy preocupado por la disrreflexia.
– No recuerdo haber oído que la temperatura sea mala para la presión sanguínea, Thom -siguió Rhyme-. ¿Lo has leído en algún lado? Yo no lo leí. Quizá me pudieras enseñar dónde lo leíste.
– No necesito tus sarcasmos, Lincoln.
– Oh, soy sarcástico, ¿verdad?
El ayudante se dirigió pacientemente a Bell:
– El calor hace que se hinchen los tejidos. El edema causa un aumento de la presión e irritación. Y eso puede provocar disreflexia. Que lo puede matar. Necesitamos un acondicionador de aire. Es tan simple como eso.
Thom era el único de los ayudantes cuidadores de Rhyme que había sobrevivido más de unos pocos meses al servicio del criminalista. Los otros o se habían ido o habían sido despedidos perentoriamente.
– Enchufa eso allí -ordenó Rhyme a un policía que colocaba en un rincón un baqueteado cromatógrafo de gases.
– No -Thom se cruzó de brazos y se paró frente a la extensión de cable. El policía vio la expresión en la cara del ayudante y se detuvo sin saber qué hacer, no estaba preparado para enfrentarse al persistente joven-. Cuando tengamos el acondicionador de aire instalado y en funcionamiento… entonces lo enchufamos.
– Dios mío -Rhyme hizo una mueca. Uno de los aspectos más frustrantes de un tetrapléjico consiste en la incapacidad de descargar la ira. Después de su accidente, Rhyme rápidamente se dio cuenta de cómo un acto tan simple como caminar o apretar los puños, sin mencionar arrojar un objeto pesado o dos (pasatiempo favorito de Blaine, la ex-mujer de Rhyme), ayudaba a disipar la furia-. Si me enfado podría comenzar a tener espasmos o contracturas -señaló Rhyme poniéndolo a prueba.
– Ni los espasmos ni las contracturas te matarán, pero la disrreflexia sí lo hará -Thom lo expresó con una pretendida ligereza que enfureció más a Rhyme.
Bell dijo con cautela:
– Dadme cinco minutos -desapareció y los policías siguieron transportando el equipo. El cromatógrafo quedó por el momento sin enchufar.
Lincoln Rhyme estudió los aparatos. Se preguntó cómo sería realmente cerrar los dedos nuevamente alrededor de un objeto. Con su dedo anular izquierdo podía tocar y tenía una leve sensación de presión. Pero asir realmente algo, sentir su textura, peso, temperatura… era algo inimaginable.
Terry Dobyns, el terapeuta del NYPD, el hombre que había estado sentado al lado de la cama de Rhyme cuando despertó después del accidente en una escena de crimen que lo dejó tetrapléjico, había explicado al criminalista todas las consabidas etapas del duelo. Le había asegurado a Rhyme que las experimentaría, y que sobreviviría a todas ellas. Pero lo que el doctor no le mencionó era que ciertas etapas vuelven a escondidas. Que las llevas contigo como virus inactivos que pueden irrumpir en cualquier momento.
En los últimos años había vuelto a sentir desesperación y negación.
Ahora estaba lleno de furia. Claro, había dos mujeres jóvenes secuestradas y un asesino en fuga. Estaba ansioso por ir volando a la escena del crimen, caminar por la cuadrícula, recoger evidencias escondidas en el suelo, mirarlas por las extraordinarias lentes de un microscopio combinado, presionar los botones de los ordenadores y demás instrumentos, caminar por el cuarto mientras sacaba sus conclusiones.
Quería ponerse a trabajar sin preocuparse porque el jodido calor pudiera matarlo. Pensó nuevamente en las mágicas manos de la doctora Weaver, en la operación.
– Estás muy callado -dijo Thom con cautela-. ¿Qué estás planeando?
– No estoy planeando nada. Por favor, ¿podrías enchufar el cromátografo de gases y encenderlo? Necesita un tiempo para calentarse.
Thom vaciló y luego caminó hacia el aparato y lo hizo funcionar. Colocó el resto del equipo en una mesa de fibra vulcanizada.
Steve Farr entró a la oficina, arrastrando un enorme acondicionador de aire Carrier. El policía aparentemente era tan fuerte como alto y el único indicio del esfuerzo que hacía era el tono rojizo de sus prominentes orejas.
Jadeó:
– Lo robé de Planeamiento y Zonificación. Esa gente no nos gusta mucho.
Bell ayudó a Farr a instalar la unidad en la ventana y un momento después entraba una corriente de aire frío al cuarto.
Una figura apareció en la puerta, en realidad obturaba la puerta. Era un hombre de más de veinte años. Hombros corpulentos, frente prominente. De un metro noventa de estatura y cerca de los ciento treinta kilos de peso. Por un momento Rhyme pensó que podría ser un familiar de Garrett y que el hombre había venido a amenazarlos. Pero con una voz aguda y tímida dijo:
– Soy Ben.
Los tres hombres lo miraron fijamente mientras él observaba con intranquilidad la silla de ruedas y las piernas de Rhyme.
Bell dijo:
– ¿Qué quieres?
– Bueno, estoy buscando al señor Bell.
– Yo soy el sheriff Bell.
Los ojos del muchacho seguían observando con embarazo las piernas de Rhyme. Desvió rápidamente la mirada, luego aclaró su garganta y tragó.
– Oh, bueno. ¿Soy el sobrino de Lucy Kerr? -parecía que formulaba preguntas en lugar de afirmar.
– ¡Oh, mi asistente forense! -dijo Rhyme-. ¡Excelente! Justo a tiempo.
Otra mirada a las piernas, a la silla de ruedas.
– La tía Lucy no me dijo…
¿Qué dirá ahora? Se preguntó Rhyme.
– …No me dijo nada acerca de un trabajo forense -continuó entre dientes-. Soy sólo un estudiante, estoy en la UNC en Avery. Hum, señor, ¿qué significa «justo a tiempo»? -la pregunta estaba dirigida a Rhyme pero Ben miraba al sheriff.
– Significa: ve a esa mesa. En cualquier minuto llegarán muestras y tienes que ayudarme a analizarlas.
– Muestras… Está bien. ¿Qué clase de peces serán? -preguntó a Bell.
– ¿Peces? -respondió Rhyme-. ¿Peces?
– Lo que pasa, señor -dijo suavemente el hombretón, todavía mirando a Bell-, es que me gustaría mucho ayudar pero debo decir que tengo una experiencia muy limitada.
– No estamos hablando de peces. ¡Estamos hablando de muestras de una escena de crimen! ¿Qué pensabas?
– ¿Escena de crimen? Bueno, no lo sabía -Ben se dirigió al sheriff.
– Puedes hablarme a mí -lo reprendió Rhyme.
Un leve rubor apareció en el rostro del muchacho y sus ojos se aprestaron a atender. Su cabeza pareció temblar cuando se obligó a mirar a Rhyme.
– Yo sólo… Quiero decir… él es el sheriff.
Bell respondió:
– Pero Lincoln dirige las operaciones. Es un científico forense de Nueva York. Nos está ayudando en esta situación.
– Seguro -sus ojos seguían en la silla de ruedas, en las piernas de Rhyme, en el controlador bucal. Volvían a la seguridad del suelo.
Rhyme decidió que odiaba a aquel hombre, que actuaba como si el criminalista fuera la clase más extraña de fenómeno circense.
Una parte de su ser también odiaba a Amelia Sachs, por organizar toda esta distracción, y sacarlo de sus células de tiburón y de las manos de la doctora Weaver.
– Bueno, señor…
– Llámame Lincoln.
– La cosa es que yo me especializo en socio-zoología marina.
– ¿Y qué es eso? -preguntó con impaciencia Rhyme.
– Básicamente el comportamiento de la vida animal en el mar.
Oh, espléndido, pensó Rhyme. No sólo tengo un ayudante que siente fobia ante los inválidos sino que también es una especie de psiquiatra de peces.
– Bueno, no importa. Eres un científico. Los principios son los principios. Los protocolos son los protocolos. ¿Has utilizado un cromatógrafo de gases?
– ¡Sí, señor!
– ¿Y microscopios de combinación y comparación?
Un movimiento de cabeza afirmativo, si bien no tan convencido como le hubiera gustado a Rhyme.
– Pero… -miró a Bell por un momento pero volvió obedientemente a la cara de Rhyme-. La tía Lucy sólo me pidió que pasara por aquí. No sabía que ella suponía que yo podría ayudarles en un caso… No estoy realmente seguro… Quiero decir, tengo que asistir a clase.
– Ben, tú tienes que ayudarnos -dijo Rhyme secamente.
El sheriff explicó:
– Garrett Hanlon…
Ben dejó que el nombre se asentara en algún lugar de su imponente cabeza.
– Oh, ese chico de Blackwater Landing.
El sheriff le explicó acerca de los secuestros y el ataque de las avispas contra Ed Schaeffer.
– Dios, lo siento por Ed -dijo Ben-. Lo conocí una vez en la casa de la tía Lucy.
– De manera que te necesitamos -asintió Rhyme, tratando de reconducir la conversación por carriles adecuados.
– No tenemos ni un indicio de dónde se ha ido con Lydia -siguió el sheriff-. Apenas si tenemos tiempo para salvar a esas mujeres. Y, bueno… como puedes ver, el señor Rhyme necesita que alguien lo ayude.
– Bueno… -una mirada hacia Rhyme, pero sin fijar la vista- es que pronto tengo unas pruebas que hacer. Estoy en la universidad y muy liado. Como les dije…
Rhyme dijo pacientemente:
– No tenemos realmente más opciones en este caso, Ben. Garrett nos lleva tres horas de adelanto y podría matar a alguna de sus víctimas en cualquier momento, si no lo ha hecho ya.
El zoólogo miró alrededor del cuarto para encontrar un respiro pero no encontró nada.
– Pienso que puedo dedicarle algún tiempo, señor.
– Gracias -dijo Rhyme. Inhaló por el controlador y se movió hacia la mesa donde estaban los instrumentos. Se detuvo y los miró. Sus ojos se dirigieron a Ben-. Ahora, si puedes cambiarme el catéter nos pondremos a trabajar.
El hombretón pareció anonadado. Murmuró:
– Usted quiere que yo…
– Es una broma -dijo Thom.
Pero Ben no sonrió. Movió nerviosamente la cabeza y con la gracia de un bisonte. Caminó hacia el cromatógrafo y comenzó a estudiar el panel de control.
Sachs corrió hacia el laboratorio improvisado en el edificio del condado y Jesse Corn mantuvo el ritmo de la marcha a su lado.
Caminando más pausadamente, un momento después, Lucy Kerr se unió a ellos. Saludó a su sobrino Ben y presentó al muchacho a Sachs y a Jesse. Sachs sostenía en alto un grupo de bolsas.
– Estas son las evidencias del cuarto de Garrett -dijo, y luego levantó otras bolsas-. Estas son de Blackwater Landing, la escena primaria.
Rhyme miró las bolsas, pero lo hizo con desaliento. No sólo había allí muy pocas evidencias físicas sino que estaba preocupado nuevamente por lo que se le había ocurrido antes: tenía que analizar los indicios sin un conocimiento de primera mano de la región circundante.
Pez fuera del agua…
Tuvo una idea.
– Ben, ¿cuánto hace que vives aquí? -preguntó el criminalista.
– Toda mi vida, señor.
– Bien. ¿Cómo se llama esta región del estado?
Se aclaró la garganta.
– Creo que es North Coastal Plain.
– ¿Tienes algunos amigos que sean geólogos especializados en esta región? ¿Cartógrafos? ¿Naturalistas?
– No. Todos son biólogos marinos.
– Rhyme -dijo Sachs-, cuando estábamos en Blackwater Landing vi una barcaza, ¿recordáis? Transportaba asfalto o papel alquitranado proveniente de una fábrica de los alrededores.
– La empresa de Henry Davett -dijo Lucy.
Sachs preguntó:
– ¿No tendrían un geólogo en plantilla?
– No lo sé -respondió Bell-, pero Davett es ingeniero y ha vivido aquí durante años. Probablemente conoce el lugar mejor que nadie.
– Hazle una llamada, por favor.
– Enseguida -Bell desapareció y volvió un momento después-. Hablé con Davett. No tiene ningún geólogo en plantilla pero dijo que él podría ayudar. Estará aquí en media hora -luego el sheriff preguntó-: Entonces, Lincoln, ¿cómo quieres encarar la búsqueda?
– Yo estaré aquí, contigo y con Ben. Vamos a examinar las evidencias. Quiero un pequeño equipo de rescate en Blackwater Landing ya, en el lugar que Jesse vio desaparecer a Garrett y Lidia. Yo guiaré al grupo lo mejor que pueda, dependiendo de lo que revelen las evidencias.
– ¿A quién quieres en el grupo?
– Sachs al mando -ordenó Rhyme-. Y Lucy con ella.
Bell asintió y Rhyme se dio cuenta que Lucy no reaccionó ante esas órdenes acerca de la cadena de mando.
– Me gustaría ofrecerme para la tarea -dijo Jesse Corn rápidamente.
Bell miró a Rhyme, quien asintió. Luego agregó:
– Probablemente uno más…
– ¿Cuatro personas? ¿Eso es todo? -Preguntó Bell, frunciendo el ceño-. Diablos, podría conseguir docenas de voluntarios.
– No, en un caso como este son preferibles menos personas.
– ¿Quién es el cuarto? -preguntó Lucy-. ¿Mason Germain?
Rhyme miró hacia la puerta, no vio a nadie afuera. Bajó la voz.
– ¿Qué pasa con Mason? Tiene una historia. No me gustan los policías con historias. Me gustan las tablas rasas.
Bell se encogió de hombros.
– El hombre ha sobrellevado una vida dura. Creció al norte del Paquo, en el lado que no se debe. El padre trató de encauzar su vida con un par de negocios y luego comenzó a destilar licor ilegalmente y cuando los funcionarios fiscales lo atraparon se suicidó. El propio Mason comenzó desde la nada y llegó a donde está. Hay una expresión por aquí, que dice: demasiado pobre para pintar, demasiado orgulloso para blanquear con cal. Eso es Mason. Siempre se queja de que no lo dejan progresar, que no puede obtener lo que desea. Es un hombre ambicioso en una ciudad que no tiene lugar para la ambición.
– Y anda a la caza de Garrett. -observó Rhyme.
– Buen observador.
– ¿Por qué?
– Mason casi llegó a suplicar que lo nombraran investigador principal en ese caso del que te hablamos, la chica que murió de resultas de las picaduras de avispas en Blackwater, Meg Blanchard. A decir verdad, pienso que la víctima tenía, cómo explicarte, una conexión con Mason. Quizá estuvieran saliendo. Quizá habría algo más, no lo sé. Pero él quería detener a Garrett a toda costa. Sin embargo, no pudo presentar argumentos consistentes. Cuando el viejo sheriff se jubiló, la Junta de Supervisores esgrimió en contra de Mason lo de Garrett. Conseguí el puesto y él no, aun siendo de más edad y con más años en la fuerza.
Rhyme sacudió la cabeza.
– No necesitamos personas exaltadas en una operación como esta. Elige a otro.
– ¿Ned Spoto? -sugirió Lucy.
Bell se encogió de hombros.
– Es un buen hombre. Seguro. Puede tirar bien, pero no lo hará a menos que tenga necesidad.
Rhyme dijo:
– Sólo asegúrate de que Mason esté lejos de la búsqueda.
– No le va a gustar.
– Eso no nos importa -insistió Rhyme-. Encuéntrale otra cosa que hacer. Algo que parezca importante.
– Lo haré lo mejor que pueda -masculló Bell con incertidumbre.
Steve Farr se apoyó en la puerta.
– Acabo de hablar al hospital -anunció-. Ed todavía está en estado crítico.
– ¿Ha dicho algo? ¿Acerca del mapa que vio?
– Ni una palabra. Todavía está inconsciente.
Rhyme se volvió a Sachs.
– Bien… Idos. Deteneos donde desaparece el rastro en Blackwater Landing y esperad mis noticias.
Lucy miraba indecisa las bolsas de pruebas.
– ¿Realmente piensas que es la manera de encontrar a esas chicas?
– Sé que lo es -respondió Rhyme secamente.
Ella dijo con escepticismo:
– Me parece que va a ser magia.
Rhyme se rió.
– Oh, eso es exactamente lo que es. Juegos de manos, sacar conejos de la chistera. Pero recuerda que la ilusión se basa… ¿en qué, Ben?
El muchacho aclaró la garganta, se ruborizó y negó con la cabeza:
– Hum, no sé a lo que se refiere, señor.
– La ilusión se basa en la ciencia. Es así -dirigió una mirada a Sachs-. Os llamaré tan pronto como encuentre algo.
Las dos mujeres y Jesse Corn dejaron el cuarto.
Entonces, con la valiosa evidencia preparada frente a él, el equipo familiar en calentamiento, solucionada la política interna, Lincoln Rhyme apoyó la cabeza en el cabecero de la silla de ruedas y observó las bolsas que Sachs le había entregado deseando, o forzando, o quizás sólo permitiendo que su mente vagara por donde sus piernas no podían caminar, que tocara lo que sus manos no podían sentir.
Los policías estaban conversando.
Mason Germain, cruzado de brazos, se apoyaba en el muro del pasillo, al lado de la puerta que conducía a las taquillas policiales del departamento del sheriff. Apenas podía oír sus voces.
– ¿Por qué estamos aquí sin hacer nada?
– No, no, no… ¿No lo habéis oído? Jim ha enviado una patrulla de rescate.
– ¿De veras? No, no lo sabía.
Maldición, pensó Mason, que tampoco lo había escuchado.
– Lucy, Ned y Jesse, y la policía de Washington.
– No, es de Nueva York. ¿Visteis su pelo?
– No me importa el pelo que tenga. Me importa que encontremos a Mary Beth y a Lydia.
– A mí también. Sólo estoy diciendo…
A Mason se le revolvieron más las tripas. ¿Sólo enviaron cuatro personas a perseguir al Muchacho Insecto? ¿Bell estaba loco?
Corrió con ímpetu por el pasillo, hacia la oficina del sheriff y casi chocó con el propio Bell que salía del depósito donde se había establecido ese tipo extraño, el que estaba en silla de ruedas. Bell miró al veterano policía con sorpresa.
– Eh, Mason…Te estaba buscando.
No buscabas mucho, pensó, al menos no lo parece.
– Quiero que vayas a buscar a Culbeau.
– ¿Culbeau? ¿Para qué?
– Sue McConnell ofrece algún tipo de recompensa por Mary Beth y Culbeau quiere obtenerla. No queremos que estropee la búsqueda. Quiero que lo mantengas controlado. Si no está allí, espera en su casa hasta que aparezca.
Mason ni siquiera se molestó en contestar a este extraño pedido.
– Enviaste a Lucy a buscar a Garrett y no me lo dijiste.
Bell miró de arriba abajo al policía.
– Ella y un par más se dirigen a Blackwater Landing, a ver si pueden encontrar su rastro.
– Sabías que yo quería ir con la patrulla de rescate.
– No puedo mandar a todos. Culbeau ya estuvo en Blackwater una vez en el día de hoy. No puedo dejar que fastidie la búsqueda.
– Vamos, Jim. No me digas estupideces.
Bell suspiró.
– Está bien. ¿La verdad? Mason, estás tan enloquecido por prender a ese muchacho, que he decidido no enviarte allí. No quiero que se cometa ningún error. Hay vidas en juego. Debemos encontrarlo y encontrarlo rápido.
– Ésa es mi intención, Jim. Tú ya lo sabes. Hace tres años que estoy detrás de este chico. No puedo creer que me dejes afuera y entregues el caso a ese anormal que está allí.
– Eh, basta de hablar así.
– Vamos. Yo conozco Blackwater diez veces mejor que Lucy. Solía vivir allí, ¿recuerdas?
Bell bajó la voz.
– Quieres encontrar al chico con demasiado fervor, Mason. Podría afectar tu juicio.
– ¿Lo piensas tú? ¿O lo piensa él? -Señaló con la cabeza el cuarto desde donde ahora se escuchaba el espeluznante quejido de la silla de ruedas. Lo ponía tan nervioso como el torno de un dentista. Mason no deseaba ni imaginar los problemas que acarrearía que Bell le hubiera pedido ayuda a ese anormal.
– Vamos, los hechos son los hechos. Todo el mundo sabe lo que sientes por Garrett.
– Y todo el mundo está de acuerdo conmigo.
– Bueno, se va a hacer lo que te he dicho. Tienes que aceptarlo.
El policía rió con amargura.
– De manera que ahora hago de niñera para un patán que destila licor ilegal.
Bell miró más allá de Mason, se acercó a otro policía.
– Hola, Frank…
El oficial, alto y robusto, se movió sin prisas hacia los dos hombres.
– Frank, tu vas con Mason. A casa de Rich Culbeau.
– ¿Le vamos a llevar una citación judicial? ¿Qué ha hecho ahora?
– No, ningún papel. Mason te lo contará. Si Culbeau no está en su casa, limitaos a esperar y dejadle claro a él y a sus compinches que no deben acercarse a la patrulla de rescate. ¿Lo has comprendido, Mason?
El policía no contestó. Dio la vuelta y se alejó de su jefe, que le gritó:
– Es lo mejor para todos.
No lo creo así, pensó Mason.
– Mason…
Pero el hombre no contestó y entró en la oficina donde estaban los otros policías. Frank lo siguió un momento después. Mason ignoró al grupo de hombres uniformados que hablaban del Muchacho Insecto y de la linda Mary Beth y de cómo Billy Stail corrió de forma increíble 92 yardas. Caminó hacia su oficina y buscó una llave en el bolsillo del uniforme. Abrió su escritorio y sacó un Speedloader extra, le puso seis proyectiles 357. Deslizó el arma en la funda de cuero, abrochándola a su cinturón. Se detuvo en la puerta de la oficina. Su voz sobrepasó el ruido de las conversaciones cuando se dirigió a Nathan Groomer, un policía de pelo rubio rojizo de cerca de treinta y cinco años.
– Groomer, voy a hablar con Culbeau. Te vienes conmigo.
– Bueno -empezó Frank lentamente, sosteniendo en la mano el sombrero que había ido a buscar a su taquilla-. Pensé que Jim quería que fuera yo.
– Yo quiero a Nathan -dijo Mason.
– ¿Rich Culbeau? -preguntó Nathan-. Somos como el agua y el aceite. Lo fui a buscar tres veces para interrogarlo y acabé haciéndole un poco de daño la última vez. Yo llevaría a Frank.
– Sí -apuntó Frank-. El primo de Culbeau trabaja con mi suegro. Piensa que soy pariente suyo. Me escuchará.
Mason miró fríamente a Nathan.
– Te quiero a ti.
Frank probó nuevamente.
– Pero Jim dijo…
– Y te quiero ahora.
– Vamos, Mason -dijo Nathan con voz quebrada-. No hay razón para que te enfades conmigo.
Mason estaba mirando un trabajado señuelo, un pato silvestre, que estaba en el escritorio de Nathan, su talla más reciente. Este hombre tiene talento, pensó. Luego preguntó al policía:
– ¿Estás listo?
Nathan suspiró y se puso de pie.
Frank preguntó:
– ¿Pero qué le diré a Jim?
Sin contestar, Mason salió de la oficina. Nathan lo siguió. Se dirigieron al coche patrulla de Mason y se montaron en él. Mason sintió un calor agobiante; encendió el motor y el acondicionador de aire a toda marcha.
Después de ponerse los cinturones, como un cartel aconsejaba que hicieran todos los ciudadanos responsables, Mason dijo:
– Ahora escucha. Yo…
– Oh, vamos, Mason, no te pongas así. Sólo te decía lo que es más sensato. Quiero decir, el año pasado Frank y Culbeau…
– Cállate y escucha.
– Bien, escucharé… Creo que no tienes por qué hablarme en esa forma… Bien. Estoy escuchando. ¿Qué ha hecho Culbeau ahora?
Pero Mason no contestó. Le preguntó:
– ¿Dónde está tu Ruger?
– ¿Mi rifle para ciervos? ¿El M77?
– Sí.
– En mi camión. En casa.
– ¿Tienes montada la mira telescópica Hightech?
– Por supuesto que sí.
– Lo iremos a buscar.
Salieron del aparcamiento y tan pronto como estuvieron en la calle principal, Mason apretó el botón que encendía el faro de destello, la luz roja y azul giratoria ubicada en el techo del coche, pero no hizo funcionar la sirena. Aceleró y salieron de la ciudad.
Nathan se metió a la boca un chicle Red Indian, lo que no podía hacer cuando estaba Jim presente. A Mason no le importaba.
– El Ruger… entonces ésa es la razón por la que me querías a mí y no a Frank.
– Correcto.
Nathan Groomer era el mejor tirador de rifle del departamento, uno de los mejores en el condado Paquenoke. Mason lo había visto acertar a un ciervo macho de diez puntos a setecientos metros.
– Entonces. ¿Después de que buscamos el rifle nos vamos a casa de Culbeau?
– No.
– ¿Adonde vamos?
– Nos vamos de caza.
– Hay casas bonitas por aquí -observó Amelia Sachs.
Ella y Lucy Kerr se dirigían al norte por Canal Road, de regreso a Blackwater Landing, desde el centro de la ciudad. Jesse Corn y Ned Spoto, un policía regordete en la treintena, se encontraban detrás en un segundo coche patrulla.
Lucy echó un vistazo a las mansiones que miraban hacia el canal, las elegantes casas coloniales que había visto Sachs, sin decir nada.
Nuevamente Sachs se sintió impresionada por la situación de abandono de las casas y patios, la ausencia de niños. Justo como las calles de Tanner's Corner.
Niños, reflexionó otra vez.
Luego se dijo: No caigamos en eso.
Lucy dobló a la derecha de la ruta 112 y luego salió al arcén, donde habían estado hacía exactamente media hora, la cresta desde donde se veía la escena del crimen. El coche de Jesse Corn se detuvo detrás. Los cuatro descendieron por el embarcadero hacia la orilla del río y subieron al esquife. Jesse se puso nuevamente en posición para remar y murmuró:
– Hermano, al norte del Paquo -lo dijo con un tono lúgubre, que al principio Sachs tomó por una broma, pero luego se dio cuenta de que ni ella ni los demás sonreían. Al otro lado del río bajaron del bote y siguieron las huellas de Garrett y Lydia hasta el refugio de caza donde Ed Schaeffer había sido picado. Más allá, a unos quince metros en dirección a los bosques, éstas desaparecían.
A la orden de Sachs se desplegaron en abanico, moviéndose en círculos cada vez más amplios, buscando cualquier indicio de la dirección que Garrett podría haber tomado. No encontraron nada y regresaron al lugar donde desaparecían las huellas.
Lucy dijo a Jesse:
– ¿Conoces ese sendero? ¿Aquel por el que se largaron los traficantes después de que Frank Sturgis los encontrara el año pasado?
Él asintió y comentó a Sachs:
– Está a unos cincuenta metros hacia el norte. Por ese lado -señaló-. Garrett debe conocerlo probablemente y es la mejor manera de atravesar los bosques y los pantanos de aquí.
– Vamos a comprobarlo -dijo Ned.
Sachs se preguntó cómo manejar de la mejor manera el conflicto inminente y decidió que había sólo un camino: de frente. No funcionaría ser demasiado delicada, no cuando eran tres contra uno (Jesse Corn, creía, estaba de su lado sólo amorosamente).
– Deberíamos quedarnos aquí hasta saber de Rhyme.
Jesse mantuvo una débil sonrisa en su cara, sintiéndose dividido.
Lucy negó con la cabeza.
– Garrett debe de haber tomado ese camino.
– No lo sabemos con seguridad -dijo Sachs.
– El bosque se vuelve muy espeso por aquí -acotó Jesse.
Ned dijo:
– Todo ese pasto, carrizos y espadañas. Muchas enredaderas también. Si no se toma ese sendero, no hay forma de salir de aquí y hacerlo rápido.
– Tendremos que esperar -dijo Sachs, pensando en una parte del libro de texto de Lincoln Rhyme sobre criminalística, Evidencias Físicas:
Muchas investigaciones que involucran a un sospechoso en fuga se ven arruinadas por ceder al impulso de moverse rápidamente y entablar una persecución intensa cuando, de hecho, en la mayoría de los casos, un lento examen de las evidencias señalará un claro sendero hacia la puerta del sospechoso y permitirá un arresto más seguro y eficiente.
Lucy Kerr dijo:
– Lo que pasa es que alguien de la ciudad no comprende realmente a los bosques. Si nos encaminamos por ese sendero ganaremos el doble de tiempo. Garrett lo debe de haber cogido.
– Puede haber vuelto a la orilla del río -señaló Sachs-. Quizá tenia otro bote escondido a favor o en contra de la corriente.
– Eso es cierto -dijo Jesse, ganándose una mirada sombría de Lucy.
Un largo momento de silencio, los cuatro de pie inmóviles, mientras los mosquitos los castigaban y sudaban bajo un sol despiadado.
Finalmente Sachs se limitó a decir:
– Esperaremos.
Tras afirmar su decisión, se sentó en la que probablemente era la roca más incómoda de todos los bosques y estudió con interés fingido a un pájaro carpintero que agujereaba fieramente un roble frente a ellos.
– Primero, la escena primaria -anunció Rhyme a Ben-. Blackwater. -Señaló con la cabeza el conglomerado de evidencias que se hallaba sobre la mesa-. Primero dediquémonos a la zapatilla de correr de Garrett. La que se le cayó cuando agarró a Lydia.
Ben la tomó, abrió la bolsa plástica y comenzó a tocar su interior.
– ¡Guantes! -ordenó Rhyme-. Usa siempre guantes de látex cuando manipules las pruebas.
– ¿Por las huellas dactilares? -preguntó el zoólogo, mientras se los ponía a toda velocidad.
– Esa es una razón. La otra es la contaminación. No queremos confundir los lugares en que tú has estado con los lugares en que ha estado el criminal.
– Seguro. Bien -Ben sacudió violentamente su voluminosa cabeza rapada, como si temiera olvidar esa regla. Cogió la zapatilla. La escudriñó-. Parece que hubiera grava o algo así en su interior.
– Mierda, no le dije a Amelia que pidiera tableros de examinar esterilizados. -Rhyme miró alrededor del cuarto-. ¿Ves esa revista que está allí? ¿People?
Ben la tomó. Movió la cabeza.
– Tiene tres semanas.
– No me importa si son actuales o no las historias acerca de la vida amorosa de Leonardo Di Caprio -murmuró Rhyme-. Saca los formularios de suscripción que están dentro… ¿No odias estas cosas? Pero son buenas para nosotros, salen de la impresora pulcros y esterilizados, de manera que se pueden usar como minitableros de examen.
Ben hizo como se le instruyó y vertió sobre la tarjeta la tierra y las piedras.
– Pon una muestra en el microscopio y deja que le eche una mirada. -Rhyme acercó su silla de ruedas a la mesa, pero el ocular estaba demasiado alto para él por unos pocos centímetros-. Maldición.
Ben evaluó el problema.
– Quizá lo pueda sostener para que pueda usted mirar.
Rhyme se rió con desaliento.
– Pesa cerca de quince kilos. No, tendremos que encontrar un…
Pero el zoólogo levantó el aparato y, con sus brazos corpulentos, lo sostuvo con firmeza. Rhyme no podía, por supuesto, mover los botones para enfocar, pero vio lo suficiente para obtener una idea de lo que era la prueba.
– Trozos de caliza y tierra. ¿Pueden provenir de Blackwater Landing?
– Hum -dijo Ben lentamente-, lo dudo. Allí por lo general hay sólo barro y basura.
– Examina una muestra de eso a través del cromatógrafo. Quiero saber qué más hay.
Ben montó la muestra dentro y apretó el botón para su examen.
La cromatografía es la herramienta ideal del criminalista. Fue desarrollada justo a principios de siglo por un botánico ruso, y no tuvo demasiado uso hasta 1930; el mecanismo sirve para analizar compuestos tales como comida, drogas, sangre, porciones de vestigios y aisla elementos puros que se encuentran en ellos. Existe una media docena de variaciones del proceso, pero el tipo más común utilizado en la ciencia forense es el cromatógrafo de gases, que quema una muestra de la evidencia. Los vapores resultantes se separan luego para indicar las sustancias componentes que constituyen la muestra. En un laboratorio de investigaciones forenses, el cromatógrafo generalmente está conectado a un espectrómetro de masas, que puede identificar específicamente muchas de las sustancias.
El cromatógrafo de gases sólo funciona con materiales que puedan vaporizarse, es decir, arder a temperaturas relativamente bajas. La caliza no podría encenderse, por supuesto. Pero Rhyme no estaba interesado en rocas; estaba interesado en los materiales que se habían adherido a la tierra y la grava. Ellos podrían señalar más específicamente los lugares en los que Garrett había estado.
– Nos llevará un momento -dijo Rhyme-. Mientras esperamos, miremos la tierra que está en las suelas de la zapatilla de Garrett. De verdad, Ben, amo las suelas. De los zapatos y de los neumáticos también. Son como esponjas. Recuérdalo.
– Sí, señor. Lo haré, señor.
– Trata de extraer algo de tierra y veamos si procede de un lugar distinto a Blackwater Landing.
Ben raspó la tierra sobre otra tarjeta de suscripción, que sostuvo frente a Rhyme, quien la examinó cuidadosamente. Como científico forense, conocía la importancia de la tierra. Se pega a las ropas, deja huellas como las migas de Hansel y Gretel hacia y desde la casa del criminal y relaciona al criminal con la escena del crimen como si estuvieran esposados. Existen aproximadamente 1.100 tipos diferentes de suelo y si una muestra de una escena de crimen tiene color idéntico a la tierra del patio del sospechoso, las probabilidades indican que el criminal estuvo allí. La similitud en la composición de los suelos también puede afianzar la conexión. Locard, el gran criminalista francés, desarrolló un principio forense que lleva su nombre y que sostiene que en todo crimen siempre hay alguna transferencia entre el criminal y la víctima o la escena del crimen. Rhyme había descubierto que, en el caso de un homicidio o asalto invasivo, después de la sangre la tierra es la sustancia que se transfiere más a menudo.
Sin embargo, el problema con el polvo como evidencia es que resulta demasiado prevalente. Con el fin de que posea algún significado forense, un poco de tierra cuya procedencia podría ser el criminal, debe ser diferente a la tierra que se encuentra de por sí en la escena del crimen.
El primer paso en el examen del polvo consiste en comparar una muestra del suelo conocido de la escena con la muestra que el criminalista cree que procede del criminal.
Rhyme explicó esto a Ben y el joven tomó una bolsa de tierra, que Sachs había marcado como Muestra del suelo Blackwater Landing, junto con la fecha y la hora de su recogida. También había una anotación hecha con una mano que no era la de Sachs. Recogida por el policía J. Corn. Rhyme se imaginó al joven policía trajinando ansiosamente para cumplir con el pedido de Sachs. Ben vertió algo de esta tierra en una tercera tarjeta de suscripción. La colocó al lado del polvo que había sacado de la suela de Garrett.
– ¿Cómo las comparamos? -preguntó el muchacho, mirando los aparatos.
– Con tus ojos.
– Pero…
– Limítate a mirar. Mira si el color de la muestra desconocida es diferente al color de la muestra conocida.
– ¿Cómo lo hago?
Rhyme se obligó a responder con calma:
– Limítate a mirarlas.
Ben miró fijamente un montón, luego el otro.
De nuevo. Una vez más.
Y luego otra vez.
Vamos, vamos… no es tan complicado. Rhyme se esforzó en tener paciencia. Una de las cosas más difíciles del mundo para él.
– ¿Qué ves? -preguntó Rhyme-. ¿Es diferente la tierra de las dos escenas?
– Bueno, no lo puedo decir exactamente, señor. Pienso que una es más clara.
– Míralas en el microscopio de comparación.
Ben montó las muestras en el aparato indicado y miró a través de los oculares.
– No estoy seguro. Es difícil de decir. Pienso… quizá haya alguna diferencia.
– Déjame ver.
Una vez más los fornidos músculos sostuvieron con firmeza el microscopio y Rhyme observó por los oculares.
– Definitivamente diferente a la conocida -dijo Rhyme-. Con una coloración más clara. Tiene más cristales en ella. Más granito, arcilla y distintos tipos de vegetación. De manera que no es de Blackwater Landing… Si tenemos suerte proviene de su escondrijo.
Una leve sonrisa cruzó los labios de Ben, la primera que Rhyme había visto.
– ¿Qué?
– Oh, bueno, esa es la palabra que usamos para designar la cueva de una morena… -la sonrisa del muchacho se desvaneció pues la mirada de Rhyme le dijo que no era ni el momento ni el lugar para anécdotas.
El criminalista dijo:
– Cuando tengas los resultados de la caliza en el cromatógrafo, haz lo mismo con la tierra de la suela.
– Sí, señor.
Un momento más tarde la pantalla del ordenador conectada con el cromatógrafo/espectrómetro parpadeó y aparecieron líneas con forma de montañas y valles. Luego se abrió una ventana y el criminalista maniobró con su silla de ruedas para acercarse. Chocó contra una mesa y la Storm Arrow se movió hacia la izquierda, sacudiendo a Rhyme.
– ¡Mierda!
Los ojos de Ben se abrieron alarmados.
– ¿Está bien, señor?
– Sí, sí, sí. -murmuró Rhyme-. ¿Qué está haciendo aquí esta jodida mesa? No la necesitamos.
– La apartaré de su camino -saltó Ben, tomando la pesada mesa con una mano como si estuviera hecha de madera balsa, colocándola en un rincón-. Lo lamento, debería haber pensado en ello.
Rhyme ignoró la incómoda contrición y contempló la pantalla.
Grandes cantidades de nitratos, fosfatos y amoniaco.
Era muy preocupante pero no dijo nada por el momento; quería ver qué sustancias había en el polvo que Ben extrajo de la suela. Enseguida aquellos resultados también estuvieron en pantalla.
Rhyme suspiró.
– Más nitratos, más amoniaco… en cantidad. Nuevamente altas concentraciones. Más fosfatos. También detergente… también… y… algo más… ¿Qué demonios es eso?
– ¿Dónde? -preguntó Ben inclinándose hacia la pantalla.
– En la parte inferior. La base de datos lo ha identificado como canfeno. ¿Sabes algo sobre eso?
– No, señor.
– Bueno, Garrett caminó sobre eso, sea lo que sea -miró la bolsa con las evidencias-. Ahora, ¿qué más tenemos? Ese pañuelo blanco que encontró Sachs…
Ben tomó la bolsa y la acercó a Rhyme. Había mucha sangre en el pañuelo de papel. Observó la otra muestra, el kleenex que Sachs había encontrado en el cuarto de Garrett.
– ¿Son los mismos?
– Parecen iguales -dijo Ben-. Ambos blancos y del mismo tamaño.
– Dáselos a Jim Bell. Dile que quiero un análisis de ADN. Versión urgente -dijo Rhyme.
– Un, hum… ¿qué es eso, señor?
– El análisis somero del ADN, la reacción de la cadena de polimerasa. No tenemos tiempo para hacer un RFLP, la versión de uno en seis mil millones. Sólo quiero saber si se trata de la sangre de Billy Stail o de otra persona. Haz que alguien consiga muestras del cuerpo de Billy y de Mary Beth y Lydia.
– ¿Muestras? ¿De qué?
Rhyme se obligó una vez más a tener paciencia.
– De material genético. Cualquier tejido del cuerpo de Billy. En el caso de las mujeres, lo más fácil será conseguir algunos cabellos, siempre que tengan el bulbo piloso. Haz que un policía encuentre un cepillo o peine en los cuartos de baño de Mary Beth y Lydia y los entregue al mismo laboratorio que hará la prueba del kleenex.
El joven tomó la bolsa y dejó el cuarto. Volvió un momento después.
– Lo tendrán en alrededor de una hora o dos, señor. Van a mandarla al centro médico de Avery, no a la policía del Estado. El agente Bell, perdón… el sheriff Bell pensó que sería más fácil.
– ¿Una hora? -murmuró Rhyme haciendo una mueca-. Demasiado tiempo.
No podía dejar de preguntarse si esta demora sería tan importante como para evitar que encontraran al Muchacho Insecto antes de que matara a Lydia o a Mary Beth.
Ben estaba de pie con sus abultados brazos a los costados.
– Hum, podría llamarlos otra vez. Les conté lo importante que era, pero… ¿Quiere que lo haga?
– Está bien, Ben. Seguiremos trabajando aquí. Thom, es el momento de nuestros diagramas.
El ayudante escribió en la pizarra a medida que Rhyme le iba dictando:
ENCONTRADO EN LA ESCENA PRIMARIA DEL CRIMEN BLACKWATER LANDING
Kleenex con sangre
Polvo de caliza
Nitratos
Fosfatos
Amoníaco
Detergente
Canfeno
Rhyme observó la pizarra. Más preguntas que respuestas…
Pez fuera del agua…
Sus ojos se fijaron en la pila de polvo que Ben había extraído de la suela del chico. Luego se le ocurrió algo.
– ¡Jim! -gritó con una voz retumbante que sobresaltó a Thom y a Ben-. ¡Jim! ¿Dónde demonios está? ¡Jim!
– ¿Qué? -el sheriff entró corriendo al cuarto, alarmado-. ¿Algo va mal?
– ¿Cuántas personas trabajan en este edificio?
– No lo sé. Cerca de veinte.
– ¿Y viven por toda la región?
– Más que eso. Algunos llegan de Pasquotank, Albemarle y Chowan.
– Los quiero a todos aquí y ahora.
– ¿Qué?
– A todos los del edificio. Quiero muestras de tierra sacadas de sus zapatos… Espera: y las alfombrillas de sus coches.
– Tierra…
– ¡Tierra! ¡Polvo! ¡Barro! Ya sabes. ¡Lo quiero ahora!
Bell se fue. Rhyme dijo a Ben:
– ¿Ese soporte? ¿Allí arriba?
El zoólogo se movió pesadamente hacia la mesa sobre la cual estaba un largo soporte con una cantidad de tubos de ensayo.
– Es el aparato para probar el gradiente de densidad. Traza un perfil de la gravedad específica de materiales como el polvo.
El muchacho asintió.
– He oído hablar de él. Nunca he usado uno.
– Es fácil. Esas botellas de allí -Rhyme miraba hacia dos botellas oscuras. Una tenía una etiqueta que decía tetra, y la otra etanol-. Tú mezcla el líquido de esas botellas como yo te vaya diciendo y llena los tubos casi hasta el borde.
– Bien. ¿Qué conseguiremos?
– Comienza a mezclar. Te lo diré cuando hayas terminado.
Ben mezcló los elementos químicos de acuerdo con las instrucciones de Rhyme y luego llenó veinte tubos con bandas alternativas de líquidos de colores diferentes, etanol y tetrabromoetano.
– Vierte un poco de la muestra del polvo de la zapatilla de Garrett en el tubo de la izquierda. La tierra se separará y eso nos dará un perfil. Conseguiremos muestras de los empleados de aquí que vivan en diferentes zonas del condado. Si alguna de ellas es igual a la de Garrett significa que el polvo que se le pegó a la zapatilla podría ser de por allí.
Bell llegó con el primero de los empleados y Rhyme explicó lo que iba a hacer. El sheriff sonrió con admiración.
– Es una gran idea, Lincoln. El primo Roland sabe lo que hace cuando te alaba.
Pero, pasada media hora, esa tarea se reveló fútil. Ninguna de las muestras obtenidas de las personas que trabajaban en el edificio se parecía a la tierra encontrada en la suela de la zapatilla de Garrett. Rhyme frunció el ceño cuando la última muestra de polvo de los empleados se asentó en el tubo.
– Maldición.
– Sin embargo era una buena posibilidad -dijo Bell.
Una pérdida de tiempo precioso.
– ¿Debo tirar las muestras? -preguntó Ben.
– No. Nunca tires tus muestras sin registrarlas -dijo con firmeza. Luego recordó que no tenía que ser demasiado hiriente en sus instrucciones; aquel joven sólo les ayudaba por hacerle un favor a su pariente-. Thom, ayúdanos. Sachs pidió una cámara Polaroid a la oficina estatal. Debe de estar aquí en algún lugar. Encuéntrala y toma primeros planos de todos los tubos. Anota el nombre de cada empleado al dorso de las fotos.
El ayudante encontró la cámara y se puso a trabajar.
– Ahora analicemos lo que Sachs encontró en la casa de los padres adoptivos de Garrett. Los pantalones de esa bolsa, mira si hay algo en los bajos.
Ben abrió cuidadosamente la bolsa de plástico y examinó los pantalones.
– Sí, señor, algunas agujas de pino.
– Bien. ¿Cayeron de la rama o están cortadas?
– Parece que cortadas.
– Excelente. Eso significa que el chico les hizo algo. Las cortó a propósito. Y ese propósito puede tener que ver con el crimen. Todavía no sabemos de qué se trata pero adivino que es un camuflaje.
– Huelo a mofeta -dijo Ben, olfateando las ropas.
Rhyme afirmó:
– Eso es lo que dijo Amelia. No nos ayuda en nada, sin embargo. No en este momento.
– ¿Por qué no? -preguntó el zoólogo.
– Porque no hay forma de relacionar un animal salvaje con una ubicación específica. Una mofeta estacionaria sería de ayuda, una móvil no lo es. Vamos a mirar los indicios de las ropas. Corta un par de trozos de los pantalones y examínalos por el cromatógrafo.
Mientras esperaban los resultados, Rhyme examinó el resto de las pruebas procedentes del cuarto del chico.
– Déjame ver ese cuaderno, Thom.
El ayudante le pasó las páginas. Contenían sólo malos dibujos de insectos. Movió la cabeza. Nada de utilidad en ellos.
– ¿Esos otros libros? -Rhyme señaló los cuatro tomos de tapa dura que Sachs había encontrado en el cuarto. Uno, The Miniature World, había sido leído con tanta frecuencia que estaba destrozado. Rhyme notó pasajes rodeados de círculos, subrayados o marcados con asteriscos. Pero ninguno de los pasajes le dio indicio alguno en relación a dónde habría pasado su tiempo el muchacho. Parecían datos triviales sobre insectos. Dijo a Thom que los pusiera a un lado.
Luego, Rhyme observó lo que Garrett había escondido en el bote de las avispas: dinero, fotos de Mary Beth y de la familia del muchacho. La llave. El hilo de pescar.
El dinero consistía en una masa arrugada de billetes de cinco y diez dólares. Notó que no había ninguna anotación útil al margen de los mismos (donde muchos criminales escriben mensajes o planes, ya que una manera rápida de deshacerse de pruebas incriminatorias es comprar algo y enviar el billete al agujero negro de la circulación). Rhyme hizo que Ben los pasara por el PoliLight -una fuente de luz alternativa- y encontró que tanto los dólares de papel como los de plata contenían fácilmente cien huellas dactilares parciales diferentes, demasiadas como para proporcionar indicios útiles. No se veía una etiqueta con el precio en el marco de la foto ni en el hilo de pescar y por ello ninguna manera de relacionarlos con alguna tienda que Garrett frecuentara.
– El hilo de pescar pesa muy poco -comentó Rhyme, mirando el ovillo-. Es demasiado delgado, ¿no es así, Ben?
– Difícilmente se podría pescar algún pez significativo con él, señor.
Los resultados de los vestigios en el pantalón del muchacho parpadearon en la pantalla del ordenador. Rhyme leyó en voz alta:
– Queroseno, más amoniaco, más nitratos y el canfeno otra vez. Otro diagrama, Thom, si eres tan amable.
Dictó.
ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN EL CUARTO DE GARRETT
Almizcle de mofeta
Agujas de pino cortadas
Dibujos de insectos
Fotos de Mary Beth y de su familia
Libros de insectos
Hilo de pescar
Dinero
Llave desconocida
Queroseno
Amoniaco
Nitratos
Canfeno
Rhyme miró fijamente los diagramas. Por fin dijo:
– Thom, haz una llamada. A Mel Cooper.
El ayudante tomó el teléfono y marcó el número de memoria.
Cooper, que había trabajado en la oficina forense del NYPD, probablemente pesaba la mitad que Ben. Aunque parecía un tímido agente de seguros, era uno de los hombres más importantes del país en investigación forense.
– ¿Me puedes poner el altavoz, Thom?
Thom presionó un botón y un instante después se escuchó la suave voz de tenor de Cooper:
– Hola, Lincoln. Algo me dice que no estás en el hospital.
– ¿Cómo te has dado cuenta, Mel?
– No se necesita mucho razonamiento deductivo. La identificación de la llamada dice Edificio del Gobierno del Condado de Paquenoke. ¿Estás posponiendo tu operación?
– No. Sólo ayudando en un caso de este lugar. Escucha, Mel, no tengo mucho tiempo y necesito información sobre una sustancia llamada canfeno. ¿Has oído hablar de ella?
– No. Pero quédate en la línea. Voy a consultar la base de datos.
Rhyme oyó un tecleo frenético. Cooper también era el hombre más rápido en el teclado que Rhyme hubiera conocido.
– Bien, aquí estamos… Interesante…
– No necesito algo interesante, Mel. Necesito datos.
– Es un terpeno, carbono e hidrógeno. Derivado de plantas. Solía ser un ingrediente en pesticidas pero fue prohibido a comienzos de los ochenta. Su uso mayoritario comenzó a fines del siglo XIX. Entonces se utilizaba como combustible para lámparas. Era de alta tecnología en su época: reemplazó al aceite de ballena. Entonces era tan común como el gas natural. ¿Estás tratando de encontrar a un sospechoso desconocido?
– No es una persona desconocida, Mel. Es muy conocido. Lo que pasa es que no lo podemos encontrar. ¿Lámparas antiguas? De manera que los vestigios de canfeno probablemente significan que se ha estado ocultando en un lugar construido en el siglo XIX.
– Posiblemente. Pero hay otra posibilidad. Dice aquí que el único uso actual del canfeno es en los perfumes.
– ¿De qué tipo?
– Perfumes, lociones para después de afeitar y cosméticos mayormente.
Rhyme reflexionó sobre ello.
– ¿Qué porcentaje de canfeno hay en un perfume acabado? -preguntó.
– Sólo vestigios. Partes por mil.
Rhyme siempre había dicho a sus equipos forenses que nunca tuvieran miedo de hacer deducciones atrevidas al analizar las pruebas. Sin embargo, tenía en cuenta, a su pesar, el poco tiempo que les podría quedar de vida a las chicas y sentía que apenas tenía recursos suficientes como para seguir uno de los caminos potenciales.
– Tendremos que tirar a suertes en esta ocasión -anunció-. Supondremos que el canfeno proviene de viejas lámparas, no de perfumes, y actuaremos de acuerdo a ello. Ahora escucha, Mel, también voy a mandarte la fotocopia de una llave. Necesito que me digas de dónde es.
– Fácil. ¿De un coche?
– No lo sé.
– ¿De una casa?
– No lo sé.
– ¿Reciente?
– Ni idea.
Cooper dudó:
– Puede ser menos fácil de lo que pensé. Pero házmela llegar y haré lo que pueda.
Cuando cortaron, Rhyme ordenó a Ben que fotografiara ambos lados de la llave y le mandara un fax a Cooper. Luego trató de conseguir a Sachs por la radio. No funcionaba. La llamó a su teléfono móvil.
– ¿Diga?
– Sachs, soy yo.
– ¿Qué pasa con la radio?
– No hay recepción.
– ¿Por qué camino debemos ir, Rhyme? Hemos cruzado el río, pero perdimos la huella. Y, francamente… -su voz se hizo un susurro- los nativos están intranquilos. Lucy me quiere comer para la cena.
– Se han hecho los análisis básicos pero no sé qué hacer con todos los datos, estoy esperando a ese hombre de la fábrica de Blackwater Landing, Henry Davett. Tendría que estar aquí en cualquier momento. Pero escucha, Sachs, hay algo más que debo decirte. Encontré vestigios significativos de amoniaco y nitratos en las ropas de Garrett y en la zapatilla que perdió.
– ¿Una bomba? -preguntó Sachs, demostrando su estupor en la voz.
– Parece que sí. Y ese hilo de pescar que encontraste es demasiado liviano como para pescar en serio. Pienso que lo utiliza para preparar los cables para detonar el artefacto. Ve despacio. Busca trampas. Si ves algo que parezca un indicio, recuerda que podría estar amañado.
– Lo haré, Rhyme.
– Estáte quieta. Espero poder darte pronto más indicaciones.
Garrett y Lydia habían recorrido otras tres o cuatro millas.
El sol estaba alto. Quizá fuera mediodía y el aire estaba tan caliente que quemaba. Lydia había eliminado rápidamente el agua embotellada que había bebido en la mina y ahora se sentía desmayar de calor y de sed.
Como si lo hubiera percibido, Garrett dijo:
– Pronto llegaremos. Es un lugar más fresco. Y tengo más agua.
Estaban a cielo abierto. Bosques ralos, pantanos. No había casas ni caminos. Había muchos senderos antiguos que se abrían en diferentes direcciones. Sería casi imposible para quienquiera que los persiguiera encontrar por dónde habían ido: las sendas eran como un laberinto.
Garrett tomó por una de esas sendas estrechas, rocas a la izquierda, una pendiente de seis metros a la derecha. Caminaron cerca de un kilómetro a lo largo de esa ruta y luego se detuvieron. Garrett miró hacia atrás.
Cuando pareció satisfecho al ver que nadie los seguía, se dirigió a los matorrales y volvió con una cuerda de nylon, como un fino hilo de pescar, que colocó a lo ancho del sendero a pocos centímetros del suelo. Era casi imposible que alguien lo viera. Lo conectó a un palo, que a su vez apoyó contra una botella de vidrio de diez o doce litros, llena de un líquido lechoso. Había un residuo a un costado de la botella y su olor llegó hasta Lidia: amoniaco. La horrorizó. ¿Era una bomba?, se preguntó. Como enfermera del departamento de urgencias había tratado a varios adolescentes heridos al fabricar bombas caseras. Recordó la forma en que sus pieles ennegrecidas habían sido lastimadas por la explosión.
– No puedes hacer eso -murmuró.
– No me des sermones de mierda -hizo sonar las uñas-. Voy a terminar esto y luego nos vamos a casa.
¿A casa?
Lydia observó, paralizada, la gran botella que él cubrió de ramas.
Garrett la llevó por el sendero una vez más. A pesar del intenso calor del día, ahora se movían más rápidamente y ella se esforzó por mantener el paso de Garrett, que parecía ensuciarse más a cada minuto, estaba cubierto de polvo y trozos de hojas muertas. Como si estuviera él también convirtiéndose, lentamente en un insecto, a medida que sus pasos lo alejaban de la civilización. Le hizo recordar una historia que había que leer en la escuela pero que ella nunca terminó.
– Ahí arriba -Garrett señaló una colina-. Allí está el lugar donde nos quedaremos. Iremos al mar por la mañana.
Su uniforme estaba empapado de sudor. Los primeros dos botones de su traje blanco se habían desabrochado y se veía el blanco del sostén. El chico miraba a cada rato la piel redondeada de sus pechos. Pero a ella poco le importaba; por el momento, lo único que le interesaba era escapar del mundo exterior; llegar hasta donde hubiera alguna sombra fresca, donde fuera que la llevara.
Quince minutos más tarde salieron de los bosques, y llegaron a un claro. Frente a ellos había un viejo molino harinero, rodeado de cañas, espadañas y altos pastos. Se encontraba ubicado al lado de un arroyo que en gran parte había sido absorbido por el pantano. Un costado del molino se había quemado. Entre los escombros aparecía una chimenea chamuscada, lo que se llamaba «Monumento Sherman» por el general de la Unión que quemó casas y edificios durante su marcha al mar, dejando un panorama de chimeneas ennegrecidas a su paso.
Garrett la condujo al frente del molino, la porción no tocada por el fuego. La empujó para que atravesara la pesada puerta de roble, luego la cerró y puso el cerrojo. Por un largo instante se quedó escuchando. Cuando pareció seguro de que nadie los seguía, le entregó otra botella de agua. Lydia luchó contra la necesidad de beber de golpe el contenido. Se llenó la boca de agua, sintió frescura en su boca reseca y luego tragó lentamente.
Cuando terminó, él le arrebató la botella, desató sus manos y se las volvió a atar a la espalda.
– ¿Tienes que hacerlo? -le preguntó Lydia con enfado.
El joven hizo una mueca ante la tonta pregunta. La hizo sentar en el suelo.
– Siéntate aquí y manten cerrada tu jodida boca -Garrett se sentó en el lado opuesto y cerró los ojos. Lydia movió la cabeza hacia la ventana y escuchó por si oía el sonido de helicópteros o barcas en el pantano o el ladrido de los perros de la patrulla de rescate. Pero sólo oyó la respiración de Garrett, y en su desesperación decidió que en realidad, era el sonido de Dios mismo que la abandonaba.
Una figura, acompañada por Jim Bell, apareció en el marco de la puerta.
Era un hombre en la cincuentena: su pelo que comenzaba a escasear; rostro redondo y distinguido. Llevaba sobre uno de sus brazos una chaqueta azul. Su camisa blanca estaba perfectamente planchada con mucho almidón, si bien en las axilas aparecían oscuras manchas de sudor. Una corbata rayada se mantenía en su lugar con una pinza.
Rhyme pensó que podía ser Henry Davett; los ojos del criminalista eran una de las partes de su cuerpo que habían salido incólumes del accidente, su visión era perfecta, y leyó el monograma que llevaba en la pinza de la corbata a tres metros de distancia: WWJD.
¿William? ¿Walter? ¿Wayne?
No tenía idea de quién podría ser.
El hombre miró a Rhyme, entrecerró los ojos para apreciar mejor la situación, y lo saludó con un movimiento de cabeza. Entonces Jim Bell dijo:
– Henry, quiero presentarte a Lincoln Rhyme.
De manera que no se trataba de un monograma. Aquél era Davett. Rhyme devolvió el saludo y llegó a la conclusión de que la pinza de la corbata probablemente había pertenecido al padre. William Ward Jonathan Davett.
Entró en el cuarto. Sus perspicaces ojos se posaron sobre el equipo.
– Ah, ¿conoce los cromatógrafos? -preguntó Rhyme al observar un destello de reconocimiento.
– Mi departamento de Investigación y Desarrollo posee dos. Pero este modelo… -movió la cabeza críticamente-. Ya ni se fabrica. ¿Por qué los utiliza?
– El presupuesto estatal, Henry -dijo Bell.
– Os enviaré otro.
– No es necesario.
– Esto es basura -dijo el hombre con brusquedad-. Tendré uno nuevo aquí en veinte minutos.
Rhyme dijo:
– Obtener la evidencia no es el problema. El problema está en interpretarla. Ahí es donde necesitamos su colaboración. Este es Ben Kerr, mi ayudante forense.
Estrecharon las manos. Ben parecía aliviado al ver que otra persona sin minusvalía estaba en el cuarto.
– Siéntate, Henry -dijo Bell, acercando una silla con rueditas. El hombre se sentó e inclinándose un poco hacia delante, se arregló cuidadosamente la corbata. El gesto, la postura, los pequeños círculos de los ojos confiados fueron percibidos por Rhyme, quien pensó: encantador, elegante… y un hombre de negocios terriblemente duro.
Se preguntó otra vez acerca de las letras WWJD. No estaba seguro de haber resuelto el enigma.
– Todo esto es por las muchachas secuestradas, ¿verdad?
Bell asintió.
– Nadie realmente se atreve y lo dice, pero en el fondo de nuestras mentes… -miró a Rhyme y a Ben- estamos pensando que Garrett ya podría haber violado y asesinado a Mary Beth, y tirado su cuerpo en algún lugar.
Veinticuatro horas…
El sheriff continuó:
– Pero todavía tenemos la posibilidad de salvar a Lydia, esperamos… y debemos detener a Garrett antes que secuestre a alguien más.
– Y Billy, qué vergüenza. Oí que sólo trataba de ser un buen samaritano y salvar a Mary Beth cuando lo mataron. -dijo con enfado el hombre de negocios.
– Garrett le aplastó la cabeza con una pala. Horroroso.
– De manera que el tiempo es muy valioso. ¿Qué puedo hacer? -Davett se volvió a Rhyme-. Usted dijo que había que interpretar algo.
– Tenemos algunos indicios de dónde ha estado Garrett y hacia dónde se encamina con Lydia. Tengo la esperanza de que usted conozca un poco la zona de por aquí y pueda ayudarnos.
Davett asintió.
– Conozco la zona muy bien. He estudiado ingeniería geológica y química. También he vivido en Tanner's Corner toda mi vida de manera que estoy muy familiarizado con el condado de Paquenoke.
Rhyme movió la cabeza señalando los diagramas.
– ¿Puede echarles un vistazo y decirnos lo que piensa? Estamos tratando de relacionar estos indicios con una ubicación específica.
Bell agregó:
– Probablemente se trate de un lugar al que puedan llegar a pie. A Garrett no le gustan los coches. No quiere conducir.
Davett se puso las gafas y acomodó la cabeza hacia atrás, mirando el muro.
ENCONTRADO EN LA ESCENA PRIMARIA DEL CRIMEN BLACKWATER LANDING
Kleenex con sangre
Polvo de caliza
Nitratos
Fosfato
Amoniaco
Detergente
Canfeno
ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN EL CUARTO DE GARRETT
Almizcle de mofeta
Agujas de pino cortadas
Dibujos de insectos
Fotos de Mary Beth y de la familia
Libros de insectos
Hilo de pescar
Dinero
Llave desconocida
Queroseno
Amoniaco
Nitratos
Canfeno
Davett examinó la lista de arriba abajo, tomándose su tiempo, mientras sus ojos se entrecerraban varias veces. Frunció el ceño levemente.
– ¿Nitratos y amoniaco? ¿Sabe usted lo que eso puede significar?
Rhyme asintió.
– Pienso que dejó algunos explosivos para detener a la patrulla de rescate. Ya se lo dije.
Con una mueca, Davett volvió al diagrama.
– El canfeno… Creo que se utilizaba en faroles antiguos. Como las lámparas de petróleo.
– Es cierto. De manera que pensamos que el lugar en que tiene a Mary Beth es antiguo. De siglo XIX.
– Debe de haber miles de casas, graneros y chozas antiguas por los alrededores… ¿Qué más? Polvo de caliza… No permitirá que podamos reducir mucho las posibilidades. Existe una enorme veta de caliza que corre a través de todo el condado de Paquenoke. Solía dar mucho dinero. -Se levantó y movió un dedo trazando una diagonal en el mapa, desde el borde sur del Great Dismal Swamp hasta el sudoeste, de la localización L- 4 a la C-14-. Podría encontrar caliza en cualquier lugar a lo largo de esa línea. Eso no nos ayudará mucho. Pero -se alejó un poco y cruzó los brazos- el fosfato es útil. Carolina del Norte es un importante productor de fosfato pero no se extrae por aquí, sino más al sur. De manera que, combinado con el detergente podría decir que ha estado cerca de agua contaminada.
– Demonios -dijo Jim Bell-. Eso sólo nos dice que ha estado en el Paquenoke.
– No -respondió Davett-, el Paquo está tan limpio como agua de pozo. Es oscuro pero sus aguas proceden del Great Dismal Swamp y del lago Drummond.
– Oh, es agua mágica -dijo el sheriff.
– ¿Qué es eso? -preguntó Rhyme.
Davett explicó:
– Algunos de los que vivimos aquí desde hace mucho tiempo llamamos al agua del Great Dismal agua mágica. Está llena de ácido tánico procedente de la descomposición de los cipreses y enebros. El ácido mata las bacterias de manera que se conserva fresca por mucho tiempo; antes de que llegara la refrigeración la usaban como agua potable en los viajes en barco. La gente pensaba que poseía propiedades mágicas.
– Entonces -siguió Rhyme, que nunca se interesaba demasiado en los mitos locales si no lo ayudaban en su actividad forense-, si no es el Paquenoke, ¿dónde ubicarían los fosfatos?
Davett miró a Bell.
– ¿Dónde realizó el secuestro más reciente?
– En el mismo lugar en que secuestró a Mary Beth. Blackwater Landing -Bell señaló en el mapa moviendo su dedo hacia el norte, hacia la localización H-9-. Cruzó el río, se dirigió a un refugio de caza que está por ahí y se encaminó media milla al norte. Luego la patrulla de rescate perdió el rastro. Están esperando que nosotros les demos instrucciones.
– Oh, entonces no hay dudas -dijo Davett con una confianza alentadora. El empresario movió su dedo hacia el este-. Cruzó Stone Creek. Aquí. ¿Lo veis? Algunas de las cascadas forman una espuma como de cerveza, por las cantidades de detergentes y fosfatos que hay en el agua. Comienza cerca de Hobeth Falls al norte y hay una tonelada de aguas residuales. En esa ciudad no saben nada de planificación y zonificación.
– Bueno -dijo Rhyme-. Ahora, una vez que cruzó el arroyo, ¿tiene alguna idea del camino que pudo haber seguido?
Davett consultó nuevamente el diagrama.
– Si se encontraron agujas de pino entonces debo pensar en este camino -señaló en el mapa 1-5 y J-8-. Hay pinos por todos lados en Carolina del Norte pero por aquí los bosques son generalmente de robles, cedros antiguos, cipreses y gomeros. El único bosque grande de pinos que conozco está al nordeste. Aquí. En camino al Great Dismal. -Miró con detenimiento los diagramas durante un instante, luego negó con la cabeza-. Me temo que no hay mucho más que pueda decir. ¿Cuántos grupos de búsqueda tenéis por allí?
– Uno – respondió Rhyme.
– ¿Qué? -Davett se volvió hacia él, frunciendo el ceño-. ¿Sólo uno? Está bromeando.
– No -dijo Bell, que parecía a la defensiva frente al firme interrogatorio de Davett.
– Bueno, ¿cuántos hombres lo componen?
– Cuatro policías -dijo Bell.
Davett sonrió con burla.
– Es una locura -mostró el mapa con la mano-. Tienen cientos de kilómetros cuadrados. Se trata de Garrett Hanlon… el Muchacho Insecto. Directamente vive al norte del Paquo. Puede dejaros fuera de terreno en un minuto.
El sheriff se aclaró la garganta.
– El señor Rhyme piensa que es mejor no utilizar demasiada gente.
– No se puede dejar de utilizar mucha gente en una situación como esta -dijo Davett a Rhyme-. Debería tener cincuenta hombres, proporcionarles rifles y hacer que explorasen la zona hasta que lo encontrasen. Lo está haciendo todo mal.
Rhyme se dio cuenta que Ben escuchaba el discurso de Davett con expresión mortificada. El zoólogo supondría, naturalmente, que uno debería usar guantes de seda cuando discute con inválidos. Sin embargo, el criminalista respondió con calma.
– Una gran cacería sólo conseguiría que Garrett mate a Lydia y luego desaparezca.
– No -dijo Davett con énfasis-, lo asustaría y la dejaría ir. Tengo cerca de cuarenta y cinco personas trabajando en un turno de la fábrica en estos momentos. Bueno, una docena son mujeres. No queremos que se impliquen. Pero los hombres… Déjeme traerlos. Encontraremos algunas armas de fuego. Los buscaríamos por Stone Creek.
Rhyme se podía imaginar lo que treinta o cuarenta cazadores aficionados al botín podrían hacer en una búsqueda como ésa. Negó con la cabeza.
– No, no es la manera de manejar la situación.
Sus ojos se encontraron y por un momento un pesado silencio se instaló en el cuarto. Davett se encogió de hombros y fue el primero en mirar para otro lado, pero su retirada no significaba que Rhyme tuviera razón. Significaba lo opuesto: una protesta enfática que decía que al ignorar sus consejos Rhyme y Bell actuaban por su cuenta y riesgo.
– Henry -dijo Bell-, acordé dejar que el señor Rhyme dirigiera la operación. Le estamos muy agradecidos.
Parte de los comentarios del sheriff iban dirigidos al propio Rhyme, y eran una forma implícita de pedir disculpas por las opiniones de Davett.
Por su parte Rhyme estaba encantado de ser la diana de la franqueza de Davett. Si bien admitirlo le resultaba chocante, ya que no creía para nada en premoniciones, pero sintió que la presencia de ese hombre allí constituía una señal de que la operación quirúrgica saldría bien y que tendría un efecto benéfico en su estado. Lo sintió a causa del breve intercambio que había tenido lugar, en el cual el inflexible empresario lo había mirado a los ojos y le había dicho que cometía un tremendo error. Davett ni siquiera se dio cuenta del estado de Rhyme; todo lo que consideró fueron las acciones de Rhyme, su decisión, sus actitudes. Su cuerpo dañado no tenía importancia para Davett. Las manos mágicas de la doctora Weaver lo acercarían un paso más al lugar en que todo el mundo lo trataría de esta forma.
El empresario dijo:
– Rezo por esas chicas -luego se volvió a Rhyme-. Rezaré también por usted, señor. -La mirada duró un segundo más que una despedida normal y Rhyme percibió que la última promesa fue hecha con sinceridad y literalmente.
– Henry es un poco obstinado -dijo Bell cuando Davett salió de la estancia.
– Tiene intereses propios aquí, ¿verdad? -preguntó Rhyme.
– La chica que murió a causa de las avispas el año pasado. Meg Blanchard…
La picaron 131 veces.
Rhyme asintió.
Bell continuó:
– Trabajaba en la compañía de Henry. Iba a la misma iglesia a la que pertenecen él y su familia. No es distinto a la mayoría de la gente de aquí: piensa que la ciudad estaría mejor sin Garrett Hanlon. Sólo que tiende a pensar que su manera de manejar las cosas es la mejor.
Iglesia… oración…
Rhyme de repente comprendió algo. Le preguntó a Bell:
– La pinza de la corbata de Davett… ¿La J es por Jesús?
Bell rió.
– Lo descubriste. Oh, Henry destrozaría a un competidor sin mover una ceja pero es diácono en la iglesia. Va tres veces a la semana o algo así. Una de las razones por las cuales le gustaría mandar un ejército contra Garrett es que piensa que el muchacho probablemente sea un pagano.
Rhyme todavía no lograba descifrar el resto de las iniciales.
– Me rindo. ¿Qué significan las otras letras?
– Quieren decir «¿Qué haría Jesús?» Eso es lo que los buenos cristianos de por aquí se preguntan cuando se enfrentan a una decisión importante. Yo mismo no tengo ni un indicio de lo que él haría en un caso como éste. Pero te digo lo que yo haré: llamar a Lucy y a tu amiga y ponerlas sobre el rastro de Garrett.
– ¿Stone Creek? -dijo Jesse Corn después que Sachs transmitiera el mensaje de Rhyme a la patrulla de rescate. El policía señaló-: Un kilómetro hacia allí.
Comenzó a caminar por los matorrales, seguido por Lucy y Amelia. Ned Spoto estaba en la retaguardia y sus ojos claros escudriñaban nerviosamente los alrededores.
En cinco minutos salieron de la maraña y tomaron un sendero muy transitado. Jesse les indicó que lo siguieran hacia la derecha, al este.
– ¿Este es el sendero? -Sachs preguntó a Lucy-. ¿El que pensabas que había tomado el chico?
– Exacto -respondió Lucy.
– Tenías razón -aceptó Sachs en voz baja, sólo para sus oídos-. Pero no obstante teníamos que esperar.
– No, tú tenías que demostrar quién estaba al mando -dijo Lucy con brusquedad.
Es completamente cierto, pensó Sachs. Luego añadió:
– Pero ahora sabemos que probablemente haya una bomba en el rastro. No lo sabíamos antes.
– De todas maneras yo hubiera buscado trampas. -Lucy se quedó en silencio y continuó por el sendero, con los ojos fijos en el suelo, demostrando que de verdad ella habría buscado esas trampas.
En diez minutos llegaron a Stone Creek, con sus aguas lechosas y llenas de espuma por los contaminantes. En la orilla encontraron dos grupos de huellas: las de zapatos, de pequeño tamaño pero profundas, dejadas probablemente por una mujer corpulenta, Lydia, sin duda y los pies descalzos de un hombre. Aparentemente Garrett había desechado la otra zapatilla.
– Crucemos por aquí -dijo Jesse-. Conozco los bosques de pinos que mencionó el señor Rhyme. Este es el camino más corto para llegar a ellos.
Sachs se acercó al agua.
– ¡Detente! -gritó Jesse de repente.
Ella se quedó paralizada, se agachó con la mano en la pistola.
– ¿Qué pasa? -preguntó. Lucy y Ned sonrieron frente a su reacción. Estaban sentados sobre unas rocas, quitándose los zapatos y las medias.
– Si te mojas las medias y sigues caminando -dijo Lucy-, necesitarás una docena de vendajes antes de avanzar cien metros. Ampollas.
– No sabes mucho de caminatas, ¿no? -le preguntó Ned a la policía.
Jesse Corn emitió una risita exasperada ante lo que había dicho su colega.
– Porque vive en la ciudad, Ned. Como me imagino que no serás un experto en metros y rascacielos.
Sachs ignoró tanto la burla como la galante defensa; se quitó los botines y las negras medias que le llegaban al tobillo. Se enrolló los pantalones.
Comenzaron a cruzar el arroyo. El agua estaba fría como el hielo; resultaba maravillosa. Lamentó que la corta caminata por el arroyo terminara.
Esperaron unos pocos minutos en el otro lado para que se les secaran los pies, luego se pusieron las medias y los zapatos. Buscaron por la orilla hasta que hallaron las huellas de nuevo. El grupo siguió el rastro hasta los bosques, pero como el suelo se tornaba más seco y más enmarañado, lo perdieron.
– Los pinos están en esa dirección -dijo Jesse. Señaló al nordeste-. Lo más sensato para ellos es haber ido derecho por aquí.
Siguiendo sus instrucciones, marcharon otros veinte minutos, en hilera, escudriñando el suelo por si aparecía alguna trampa. Entonces el roble, el acebo y los juncos dieron paso al enebro y el pinabete. Delante de ellos, a unos cuatrocientos metros, emergió una línea de abundantes pinos. Pero ya no había ninguna señal de huellas del secuestrador ni de sus víctimas. Ni indicio alguno de por dónde habían entrado al bosque.
– Demasiado grande -murmuró Lucy-. ¿Cómo vamos a encontrar el rastro allí?
– Despleguémonos en abanico -sugirió Ned. Él también parecía cohibido por la maraña de vegetal que tenía delante-. Si ha puesto una bomba aquí será difícil verla.
Estaban a punto de separarse cuando Sachs levantó la cabeza.
– Esperad. Quedaos aquí -ordenó, comenzando a caminar lentamente por el matorral, con los ojos en el suelo buscando trampas. A quince metros de los demás policías, en una arboleda de plantas en flor que ahora estaban sin hojas y rodeadas de pétalos en descomposición, encontró las huellas de Garrett y Lydia sobre la tierra polvorienta. Conducían a un sendero abierto que se adentraba en el bosque.
– ¡Venid por aquí! -gritó-. Seguid mis huellas. Está libre de trampas.
Un momento después los tres policías se reunieron con ella.
– ¿Cómo las encontraste? -preguntó un admirado Jesse Corn.
– ¿Qué hueles? -preguntó Sachs.
– A mofeta -dijo Ned.
Sachs explicó:
– Garrett tenía olor a mofeta en los pantalones que encontré en su casa. Me imaginé que había estado por aquí antes. Me limité a seguir el olor.
Jesse rió y dijo a Ned:
– ¿Qué tal para una chica de ciudad?
Ned puso los ojos en blanco y comenzaron a caminar por el sendero, moviéndose con lentitud hacia la línea de pinos.
Varias veces a lo largo de esa ruta pasaron por zonas amplias y baldías. Los árboles y los arbustos estaban secos. Sachs se sentía nerviosa a medida que marchaban a través de esas zonas, en que la patrulla estaba expuesta por completo a un ataque. En la mitad del segundo claro y después de otro gran susto, cuando un pajaro o un animal movió los arbustos levantando algo de polvo, sacó su teléfono celular.
– Rhyme, ¿estás ahí?
– ¿Qué pasa? ¿Habéis encontrado algo?
– Volvimos a encontrar el rastro. Pero dime, ¿alguna de las evidencias señala que Garrett sabe disparar?
– No -contestó Rhyme-. ¿Por qué?
– Hay algunas zonas baldías en los bosques por aquí, la lluvia acida o la contaminación quemaron todas las plantas. Tenemos cero resguardo. Es el lugar perfecto para una emboscada.
– No veo ningún indicio que tenga que ver con armas de fuego. Tenemos los nitratos pero si provinieran de munición también hubiéramos encontrado granos de pólvora quemados, limpiador, grasa, cordita, fulminante de mercurio. No hay nada de eso.
– Lo que significa que no ha disparado un arma de fuego hace tiempo -dijo Sachs.
– Correcto.
Ella cortó la comunicación.
Mirando alrededor con cautela, temerosos, caminaron varios kilómetros más, rodeados por el olor a trementina en el aire. Arrullados por el calor y el sonido de los insectos, estaban todavía en el sendero que Garrett y Lydia habían transitado, aunque no se veían huellas. Sachs se preguntó si no las habían perdido.
– ¡Alto! -gritó Lucy Kerr poniéndose de rodillas. Ned y Jesse se quedaron helados. Sachs sacó la pistola en una fracción de segundo. Luego se dio cuenta de a qué se refería Lucy: el brillo plateado de un cable a través del camino.
– Diablos -dijo Ned-. ¿Cómo lo viste? Es completamente invisible.
Lucy no respondió. Se deslizó al costado del sendero, siguiendo el cable. Delicadamente sacó unas ramas. Las hojas crujientes y cálidas hacían ruido a medida que eran levantadas una a una.
– ¿Quieres que llame a los artificieros de Elizabeth City? -preguntó Jesse.
– Shhh -ordenó Lucy.
Las cuidadosas manos de la policía pusieron las hojas a un lado, milímetro a milímetro.
Sachs retenía el aliento. En un caso reciente había sido víctima de una bomba antipersona. No había quedado muy lastimada pero recordó que en un instante, el tremendo ruido, el calor, la ola de presión y escombros la habían envuelto por completo. No quería que le sucediera otra vez. Sabía también que demasiadas bombas caseras eran rellenadas con cojinetes, a veces con monedas, a modo de metralla mortal. ¿Garrett habría hecho también algo así? Recordó la imagen: sus ojos sombríos y hundidos. Recordó el bote de insectos. Recordó la muerte de esa mujer en Blackwater Landing producida por las picaduras. Recordó a Ed Schaeffer en coma por el veneno de las avispas. Sí, decidió, Garrett prepararía la trampa más dañina que pudiera inventar.
Se encogió cuando Lucy sacó la última hoja del montón.
La policía suspiró y se sentó sobre los talones.
– Es una araña -murmuró.
Sachs también la vio. No se trataba de hilo de pescar, en absoluto, sino de un largo hilo de araña.
Se pusieron de pie.
– Araña -dijo Ned, riéndose. Jesse también se rió.
Pero sus voces no sonaban alegres y cuando comenzaron a andar nuevamente por el sendero Sachs se dio cuenta de que cada uno levantaba cuidadosamente los pies por encima del hilo brillante.
Lincoln Rhyme, tenía la cabeza hacia atrás, los ojos escudriñando la pizarra.
ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN EL CUARTO DE GARRETT
Almizcle de mofeta
Agujas de pino cortadas
Dibujos de insectos
Fotos de Mary Beth y de su familia
Libros de insectos
Hilo de pescar
Dinero
Llave desconocida
Queroseno
Amoniaco
Nitratos
Canfeno
Suspiró con enfado. Se sentía completamente inútil. Las pruebas eran inexplicables para él.
Sus ojos se posaron sobre el libro de insectos.
Miró a Ben.
– Así que eres un estudiante, ¿verdad?
– Cierto, señor.
– Lees mucho, me imagino.
– Es la manera en que paso gran parte de mi tiempo, si no estoy en el campo.
Rhyme observaba los lomos de los libros que Amelia había traído del cuarto de Garrett. Reflexionó:
– ¿Qué dicen acerca de una persona sus libros favoritos? Me refiero a lo que no es obvio, es decir, que está interesada en el tema de los libros.
– ¿Qué quiere decir?
– Bueno, si una persona tiene muchos libros de autoayuda, eso dice algo. Si la mayoría son novelas, eso dice otra cosa. Estos libros de Garrett son todos manuales, ninguno es de ficción. ¿Qué puedes decir?
– No lo sé -el hombretón miró una vez las piernas de Rhyme, involuntariamente en apariencia. Luego volvió su atención al diagrama de evidencias. Habló entre dientes:
– Realmente no puedo comprender a las personas. Los animales son mucho más comprensibles para mí. Son mucho más sociables, más predecibles, más coherentes que la gente. Tremendamente más inteligentes, además -luego se dio cuenta de que estaba divagando y ruborizándose, dejó de hablar.
Rhyme miró nuevamente los libros.
– Thom, ¿puedes alcanzarme el dispositivo para libros? -conectado al ECU, o unidad de control ambiental, que Rhyme podía manipular con el único dedo que podía mover, el dispositivo usaba una armazón de goma para pasar las páginas de los libros-. ¿Está en la furgoneta, verdad?
– Creo que sí.
– Espero que lo hayas traído. Te dije que lo trajeras.
– He dicho que creo que está -dijo el ayudante con calma-. Iré a ver si está allí -añadió, y salió del cuarto.
Terriblemente más inteligentes además…
Thom retornó un momento después con el dispositivo.
– Ben -llamó Rhyme- ¿Ese libro que está encima?
– ¿Allí? -preguntó el joven, mirando los libros. Era Field Guide to Insects of North Caroline.
– Ponló en el dispositivo -se obligó a mostrarse paciente-. Si eres tan amable.
El ayudante mostró a Ben cómo montar el libro y luego enchufó un conjunto distinto de cables al ECU ubicado bajo la mano de Rhyme.
Leyó la primera página y no encontró nada útil. Luego su mente ordenó a su dedo anular que se moviera. Un impulso se disparó del cerebro, bajó en espiral hacia abajo por un minúsculo axón sobreviviente en su médula espinal, pasando al lado de un millón de congéneres muertos, luego bajó por el brazo de Rhyme hasta su mano.
El dedo se movió unos milímetros.
El propio dedo del dispositivo se movió de costado. La página se dio vuelta.
Siguieron el sendero a través del bosque, rodeados por el aceitoso olor de los pinos y la dulce fragancia de una planta que encontraron y que Lucy Kerr identificó como una variedad de enredadera.
Mientras miraba el sendero que recorrían, con un ojo en las trampas, Lucy se dio cuenta de repente, de que no habían visto ninguna huella de Garrett o de Lydia durante mucho tiempo. Aplastó lo que creyó un bicho en su cuello y que resultó ser sólo un hilillo de sudor, escociéndole mientras bajaba por su piel. Aquel día Lucy se sentía sucia. En otros momentos, por las noches o en sus días libres, le gustaba estar afuera, en su jardín. Tan pronto como llegaba de la oficina del sheriff a su casa, se vestía con pantalones cortos gastados, una camiseta y zapatillas de correr azules abiertas en las costuras y se iba a trabajar en uno de los tres lados que rodeaban su casa colonial de color verde pálido. El hogar que Bud le había cedido ansiosamente como parte del divorcio, mortificado por la culpa. Allí Lucy cuidaba sus violetas, diversas variedades de orquídeas y lirios. Sacaba las malas hierbas, colocaba las plantas en espalderas, les echaba agua y les murmuraba palabras de aliento como si estuviera hablando con los niños que ella pensó que tendría con Buddy algún día.
A veces, al realizar alguna tarea que la llevaba al interior del Estado, para entregar una citación o preguntar por qué el Honda o Toyota escondido en el garage de alguien estaba inscrito como propiedad de otro, Lucy observaba una planta joven y una vez terminada la actividad policial, la extraía y llevaba a su casa como si fuera un huérfano. De esta forma adoptó a su orquídea Solomon's Seal, también a una planta tuckahoe y a un hermoso arbusto azulado, que con sus cuidados había crecido hasta medir dos metros.
Ahora sus ojos se dirigían a las plantas que pasaban de largo en esa imperiosa búsqueda: un saúco, un acebo de montaña, unos penachos. Pasaron una hermosa prímula nocturna, luego unas espadañas y plantas de arroz salvaje, más altas que cualquiera de los integrantes de la patrulla, con hojas tan filosas como cuchillos. Lucy conocía incluso el nombre de las malas hierbas.
El sendero llevaba a una colina empinada, una serie de rocas de seis metros de alto. Lucy escaló la cuesta con facilidad pero se detuvo en la cima. Pensó: «No, hay algo que anda mal».
A su lado, Amelia Sachs subió hasta la meseta e hizo una pausa. Un momento más tarde aparecieron Jesse y Ned. Jesse respiraba con esfuerzo pero para Ned, que nadaba y hacía deportes, la marcha resultaba liviana.
– ¿Qué pasa? -preguntó Amelia a Lucy, viéndole el entrecejo fruncido.
– Esto no tiene sentido. Que Garrett venga por aquí.
– Hemos estado siguiendo el sendero, como nos dijo el señor Rhyme -dijo Jesse-. Es el único conjunto de pinos con el que nos hemos encontrado. Las huellas de Garrett indicaban este camino.
– Lo hacían. Pero hace un rato largo que no las vemos.
– ¿Por qué piensas que no ha venido por aquí? -preguntó Amelia.
– Mirad lo que crece por aquí -señaló-. Más y más plantas de pantano. Y ahora que estamos sobre esta pendiente podemos ver mejor el suelo: mirad cuan pantanoso se está tornando. Vamos, piensa en ello, Jesse. ¿Adonde va Garrett por aquí? Nos dirigimos derechos al Great Dismal.
– ¿Qué es eso? -le preguntó Amelia-. ¿El Great Dismal?
– Un enorme pantano, uno de los mayores de la Costa Este -explicó Ned.
Lucy continuó:
– No hay refugio aquí, no hay casas ni caminos. Lo mejor que podría hacer por este camino es seguir andando con dificultad hasta Virginia, pero le llevaría días.
Ned Spoto agregó:
– Y en esta época del año no se fabrica el repelente de insectos necesario para evitar que te coman vivo. Sin mencionar a las víboras.
– ¿No hay ningún lugar en el que se pudiera esconder? ¿Grutas? ¿Casas? -Sachs miró a su alrededor.
Ned dijo:
– No hay cavernas. Quizá unos pocos edificios viejos. Pero lo que pasa es que el curso de las aguas ha cambiado. El pantano viene hacia aquí y muchas de las casas y cabañas viejas están sumergidas. Si Garrett viniese por aquí, estaría en un callejón sin salida.
Lucy dijo:
– Creo que debemos dar la vuelta.
Pensó que Amelia sufriría un ataque al oír esta propuesta, pero la joven se limitó a tomar su teléfono celular y hacer una llamada. Dijo en el teléfono:
– Estamos en el bosque de pinos, Rhyme. Hay un sendero pero no podemos encontrar ningún indicio de que Garrett haya pasado por aquí. Lucy dice que no tiene ningún sentido que él tome este camino, que la mayor parte del terreno es pantanoso al nordeste. No tiene dónde ir.
Lucy se explicó:
– Estoy pensando que puede haber ido hacia el oeste. O hacia el sur y cruzar el río otra vez.
– De esa forma podría llegar a Millerton -sugirió Jesse.
Lucy asintió:
– Un par de grandes fábricas de ese lugar cerraron cuando las empresas se fueron a México. Los bancos ejecutaron un montón de propiedades. Hay docenas de casas abandonadas donde se podría esconder.
– O al sudeste -sugirió Jesse-. Allí iría yo. Seguiría la ruta 112 o la línea férrea. Hay un montón de casas y graneros viejos también por allí.
Amelia le repitió todo a Rhyme.
Mientras Lucy Kerr pensaba: «qué hombre extraño es, con una discapacidad tan terrible y una confianza en sí mismo tan acentuada».
La policía de Nueva York escuchó y luego cortó la comunicación.
– Lincoln dice que sigamos marchando. Las evidencias no sugieren que haya ido en otra dirección.
– No es que no haya pinos al oeste o al sur -soltó Lucy.
Pero la pelirroja negó con la cabeza.
– Podría ser lógico, pero no es lo que muestran las evidencias. Seguimos por aquí.
Ned y Jesse miraban a una mujer y a otra. Lucy observó la cara de Jesse y captó su ridículo arrobamiento; obviamente, no la iba a apoyar. Insistió:
– No. Pienso que deberíamos regresar y ver si podemos encontrar dónde abandonaron del camino.
Amelia bajó la cabeza y miró directamente a Lucy a los ojos:
– Te diré algo… Podemos llamar a Jim Bell si quieres.
Un recordatorio de que Jim había declarado que el maldito Lincoln Rhyme dirigía la operación y que él había puesto a Amelia al mando de la patrulla de rescate. Era una locura, un hombre y una mujer que probablemente no habían estado nunca antes en el estado de Carolina del Norte, dos personas que no conocían nada de la gente o la geografía de la zona y que indicaban a los que habían nacido allí cómo hacer su trabajo.
Pero Lucy Kerr sabía que había firmado para hacer una tarea donde, como en el ejército, se seguía la cadena de mando.
– Muy bien -murmuró con enojo-. Pero quiero dejar sentado que estoy en contra de ir por este camino. No tiene ningún sentido -se volvió y comenzó a caminar por el sendero, dejando atrás a los otros. Sus pisadas se silenciaron de repente, cuando pisó una espesa capa de agujas de pino que cubría el sendero.
El teléfono de Amelia sonó y ella se detuvo para coger la llamada.
Lucy caminó con rapidez delante de Amelia, sobre la espesa capa de agujas, tratando de controlar su ira. Garrett no podría, en absoluto, haber tomado ese camino. Era una pérdida de tiempo. Tendrían que tener perros. Tendrían que llamar a Elizabeth City y hacer que venieran los helicópteros de la policía estatal.
Luego el mundo se convirtió en algo difuso y se sintió caer hacia delante, con un pequeño grito. Apoyó sus manos para amortiguar la caída.
– ¡Jesús!
Lucy cayó fuertemente y el golpe la dejó sin aliento. Las agujas de pino se incrustaron en sus palmas.
– No te muevas -dijo Amelia Sachs, poniéndose de pie después de haber empujado a Lucy.
– ¿Por qué demonios lo hiciste? -jadeó Lucy. Sus manos le ardían por el impacto contra el suelo.
– ¡No te muevas! Ned y Jesse, vosotros tampoco.
Ned y Jesse quedaron paralizados, las manos en sus armas, mirando alrededor, sin saber lo que pasaba.
Amelia, con un gesto de dolor, se levantó, pisó cautelosamente fuera de las agujas de pino y buscó un palo largo en el bosque. Se movió hacia delante lentamente, tocando el suelo con el palo.
A medio metro de Lucy, donde había estado a punto de pisar, el palo desapareció bajo un montón de ramas de pino.
– Es una trampa.
– Pero no hay un hilo sobre el sendero -dijo Lucy-. Me estaba fijando.
Cuidadosamente Amelia sacó las ramas y las agujas. Descansaban sobre una red de hilo de pescar y cubrían un pozo de medio metro de profundidad.
– El hilo de pescar no era para hacer una trampa de tropezar -dijo Ned-. Era para hacer eso, un pozo mortal. Lucy, casi caíste dentro.
– ¿Y en el fondo? ¿Hay una bomba? -preguntó Jesse.
Amelia dijo:
– Permíteme tu linterna -él se la entregó. Ella iluminó con su luz el pozo y luego retrocedió con rapidez.
– ¿Qué es? -preguntó Lucy.
– No es una bomba -respondió Amelia-. Es un nido de avispas.
Ned miró.
– Cristo, qué bastardo…
Amelia levantó cuidadosamente el resto de las ramas, exponiendo el agujero y el nido, que tenía el tamaño aproximado de una pelota de fútbol.
– Joder -musitó Ned, cerrando los ojos, considerando sin duda lo que hubiera sido encontrarse con cien avispas que le picaran alrededor de los muslos y la cintura.
Lucy se restregó las manos que le escocían por la caída. Se puso de pie.
– ¿Cómo lo sabías?
– No lo sabía. Quien llamó fue Lincoln. Estaba leyendo los libros de Garrett. Encontró un pasaje subrayado acerca de un insecto llamado hormiga león. Cava un pozo y pica a su enemigo mortalmente cuando cae en él. Garrett lo había rodeado con un círculo y la tinta sólo tenía unos días. Rhyme recordó las agujas de pino cortadas y el hilo de pescar. Se imaginó que el chico podría cavar una trampa y me pidió que buscara una cama de ramas de pino sobre el sendero.
– Quememos el nido -propuso Jesse.
– No -dijo Amelia.
– Pero es peligroso…
Lucy estuvo de acuerdo con Amelia.
– Un fuego descubriría nuestra posición y Garrett sabría donde estamos. Limitémonos a dejarlo a descubierto de manera que la gente pueda verlo. Volveremos después y lo destruiremos. De todas formas es muy difícil que alguien venga por aquí.
Amelia asintió. Hizo una llamada con su teléfono.
– Lo encontramos, Rhyme. Nadie se lastimó. No había una bomba. Puso dentro un nido de avispas… Bien. Tendremos cuidado… Sigue leyendo ese libro. Avísanos si encuentras algo más.
Otra vez empezaron a caminar por el sendero y cubrieron un cuatrocientos metros antes de que Lucy encontrara fuerzas para decir:
– Gracias. Tenías razón en pensar que Garrett vendría por aquí. Yo estaba equivocada -vaciló un largo momento y luego agregó-: Jim hizo una buena elección cuando os trajo de Nueva York para esto. No estaba muy entusiasmada con la idea al principio pero los resultados cantan.
Amelia frunció el ceño.
– ¿Nos trajo? ¿Qué quieres decir?
– Para ayudarnos.
– Jim no lo hizo.
– ¿Cómo? -preguntó Lucy.
– No, no. Estábamos en el centro médico de Avery, donde Lincoln será sometido a una operación. Jim oyó que estaríamos allí, así que se acercó esa mañana para preguntar si examinaríamos unas pruebas.
Una larga pausa. Luego Lucy rió a medida que el alivio se apoderaba de ella.
– Pensé que había gorroneado dinero del condado para traeros por avión a todos vosotros después del secuestro de ayer.
Amelia negó con la cabeza.
– La operación no se hace hasta pasado mañana. Teníamos tiempo libre. Eso es todo.
– Ese muchacho, Jim. Nunca nos dijo una palabra acerca de ello. Puede ser muy callado a veces.
– ¿Estabas preocupada porque creías que Jim pensaba que no podíais resolver el caso?
– Eso es exactamente lo que creí.
– El primo de Jim trabaja con nosotros en Nueva York. Le dijo a Jim que vendríamos por un par de semanas.
– Espera, ¿te refieres a Roland? -preguntó Lucy-. Claro que lo conozco. Conocí también a su mujer, antes de que falleciera. Sus hijos son encantadores.
– Estuvieron en casa en una barbacoa no hace mucho -dijo Amelia.
Lucy rió otra vez.
– Creo que estaba paranoica… ¿De manera que estuvisteis en Avery? ¿En el centro médico?
– Así es.
– Allí es donde trabaja Lydia Johansson. Sabes, es enfermera allí.
– No lo sabía.
Una docena de recuerdos destellaron en la mente de Lucy Kerr. Algunos la emocionaron cálidamente, otros los habría evitado gustosamente como al enjambre de avispas que casi se puso en movimiento en la trampa de Garrett. No sabía si estaba dispuesta o no a comentarlos con Amelia Sachs. Se contentó con añadir:
– Es la razón por la cual estoy tan empeñada en salvarla. Tuve ciertos problemas médicos hace algunos años y Lydia fue una de mis enfermeras. Es una buena persona. La mejor.
– La salvaremos -dijo Amelia, con un tono que a veces, no siempre, pero a veces, Lucy escuchaba en su propia voz. Un tono que no dejaba ninguna duda.
Ahora caminaban con más lentitud. La trampa los había asustado a todos y el calor los abrumaba.
Lucy preguntó a Amelia:
– ¿Esa operación a la que se someterá tu amigo… es por su estado?
– Sí.
– ¿Por qué pones esa cara? -preguntó Lucy, percibiendo una sombra en el rostro de la mujer.
– Probablemente no tenga resultados positivos.
– ¿Entonces por qué se opera?
Amelia le explicó:
– Hay una probabilidad de que salga bien. Una pequeña probabilidad. Es cirugía experimental. Nadie que tenga el tipo de lesión que padece Lincoln, tan seria, ha mejorado nunca.
– ¿Y tú no quieres que él se opere?
– No quiero, no.
– ¿Por qué no?
Amelia vaciló.
– Porque podría matarlo. O dejarlo aún peor.
– ¿Le hablaste de ello?
– Sí.
– Pero no dio resultado -dijo Lucy.
– Ninguno.
Lucy asintió.
– Me imagino que es un hombre algo obstinado.
Amelia dijo:
– Te quedas corta.
Un chasquido sonó cerca de ellas, en el matorral, y para cuando Lucy había encontrado su pistola, Amelia ya había apuntado con precisión al pecho de un pavo salvaje. Los cuatro miembros de la patrulla de rescate sonrieron, pero la diversión duró un instante y fue reemplazada por nerviosismo cuando la adrenalina se descargó en sus corazones.
Con las pistolas nuevamente en sus fundas, con sus ojos escudriñando el sendero, siguieron adelante, dejando de lado las conversaciones.
Existían varias categorías en las que se dividían las personas cuando se trataba de la lesión de Rhyme.
Algunas tomaban la actitud bromista y franca. Chistes sobre inválidos, no dejaban títere con cabeza.
Otras, como Henry Davett, ignoraban por completo su estado.
La mayoría hacía como Ben: trataban de simular que Rhyme no existía y rezaban para poder escapar lo antes posible.
Era esta actitud la que Rhyme más odiaba. Constituía el recordatorio más evidente de lo diferente que era. Pero no tenía tiempo para reflexionar sobre la actitud de su ayudante sustituto. Garrett estaba llevando a Lydia a una zona cada vez más deshabitada. Y Mary Beth Connell podría estar muriendo de asfixia, de deshidratación o por una herida.
Jim Bell entró al cuarto.
– Quizá haya buenas noticias del hospital. Ed Schaeffer dijo algo a una de las enfermeras. Enseguida quedó nuevamente inconsciente, pero lo tomo como una buena señal.
– ¿Qué dijo? -preguntó Rhyme-. ¿Algo que vio en ese mapa?
– La enfermera dice que sonó como «importante». Luego «oliva» -Bell caminó hacia el mapa. Señaló un punto al sudeste de Tanner's Corner-. Hay una zona residencial por aquí. Pusieron a las calles nombres de plantas, frutas y esas cosas. Una de ellas se llama Oliva. Pero eso queda mucho más al sur de Stone Creek. ¿Les digo a Lucy y Amelia que lo verifiquen? Pienso que deberíamos hacerlo.
Ah, el eterno conflicto, reflexionó Rhyme: ¿confiar en la evidencia o confiar en los testigos? Si elegía mal, Lydia o Mary Beth podrían morir.
– Deben permanecer donde están, al norte del río.
– ¿Está seguro? -preguntó Bell dudando.
– Sí.
– Bien -dijo Bell.
El teléfono sonó y con la firme presión de su dedo anular izquierdo, Rhyme contestó.
La voz de Sachs resonó en sus cascos.
– Estamos en un punto muerto, Rhyme. Hay cuatro o cinco senderos aquí, que van en diferentes direcciones y no tenemos ni una pista de cuál ha tomado Garrett.
– No tengo nada más que decirte, Sachs. Estamos tratando de identificar más indicios.
– ¿Nada más en los libros?
– Nada específico. Pero resultan fascinantes. Constituyen una lectura muy seria para un chico de dieciséis años. Es más inteligente de lo que me imaginé. ¿Dónde estás exactamente, Sachs? -Rhyme levantó la vista-. ¡Ben! Ve al mapa, por favor.
Ben se dirigió con toda su corpulencia hacia el muro y se ubicó al lado del mapa.
Sachs consultó con alguien más de la patrulla. Luego dijo:
– Cerca de seis kilómetros al norte de donde cruzamos Stone Creek, en una línea bastante recta.
Rhyme se lo repitió a Ben, que puso su mano en una parte del mapa. Localización J-7.
Cerca del dedo gordo de Ben había una disposición en forma de L, no identificada.
– Ben, ¿tienes idea de qué hay en ese lugar?
– Pienso que es la antigua mina.
– Oh, Dios mío -musitó Rhyme, moviendo su cabeza con frustración.
– ¿Qué? -peguntó Ben, alarmado pensando que había hecho algo incorrecto.
– ¿Por qué demonios nadie me dijo que había una mina por allí?
La cara redonda de Ben parecía más inflada que nunca. Se tomó la acusación como algo personal.
– Yo no…
Pero Rhyme ni siquiera escuchaba. No había nadie a quien culpar salvo a sí mismo por esa omisión. Alguien le había hablado de la mina, Henry Davett, cuando explicó que la caliza había sido explotada en gran escala en la zona unos años atrás. ¿De qué otra forma producen las empresas caliza industrial? Rhyme debería haber preguntado por una mina tan pronto como lo escuchó. Y los nitratos no eran de bombas en absoluto, sino de explosivos para romper las rocas, ese tipo de residuo puede durar años.
Dijo al teléfono:
– Hay una mina abandonada no lejos de vosotros. Al sudeste.
Una pausa. Palabras lejanas. Ella dijo:
– Jesse la conoce.
– Garrett estuvo allí. No sé si todavía está. De manera que tened cuidado. Y recordad que puede no estar poniendo bombas, pero deja trampas. Llámame cuando encontréis algo.
Ahora que Lydia se había alejado del mundo exterior y no se sentía descompuesta por el calor y la fatiga, se dio cuenta de que tenía que luchar con el mundo interior y de que resultaba ser igualmente terrible.
Su captor iba y venía por momentos, miraba por la ventana, luego se acuclillaba haciendo sonar las uñas, miraba el cuerpo de Lydia y volvía a pasearse. Una vez, Garrett observó el suelo del molino y cogió algo. Se lo puso en la boca y masticó con apetito. Ella se preguntó si sería un insecto y el pensamiento casi la hizo vomitar.
Estaban en lo que debería de haber sido la oficina del molino. Desde donde estaba, podía ver un pasillo, parcialmente quemado por el fuego, que llevaba a otra serie de cuartos, probablemente donde se depositaba el grano y donde se molía. A través de los muros y el techo quemado del corredor brillaba la luz de la tarde.
Algo naranja le llamó la atención. Frunció los ojos y vio bolsas de Doritos. También de patatas fritas Cape Cod y galletas. Y más mantequilla de cacahuete Planters y paquetes de crackers de queso como los que el chico tenía en la mina. Gaseosas y agua Deer Park. No había visto todo eso cuando llegaron al molino.
¿Para qué toda esta comida? ¿Cuánto tiempo permanecerían allí? Garrett dijo que sólo durante esa noche pero había suficientes provisiones para quedarse un mes. ¿La mantendría aquí por más tiempo del que había dicho en un principio?
Lydia preguntó:
– ¿Está bien Mary Beth? ¿Le hiciste daño?
– Oh, sí, como si la fuera a lastimar -dijo el chico sarcásticamente-. No lo creo.
Lydia se dio la vuelta y estudió los rayos de luz que perforaban los restos del pasillo. De afuera llegaba un sonido chirriante, la piedra giratoria del molino, supuso.
Garrett continuó, condescendiente:
– La única razón por la que la llevé es para asegurarme de que está bien. Quería salir de Tanner's Corner. Le gusta la playa. Quiero decir, ¿a quién no? Mejor que esa porquería de Tanner's Corner. -Hizo sonar sus uñas con más rapidez, con más estruendo. Estaba agitado y nervioso. Con sus enormes manos rasgó una de las bolsas de patatas. Comió varios puñados, los masticó con descuido y de su boca cayeron algunos trocitos. Enseguida bebió un bote entero de Coca Cola. Comió más patatas-. Este lugar se quemó hace dos años. No sé quién lo hizo. ¿Te gusta ese sonido? ¿La rueda hidráulica? Es muy tranquilizante. La rueda da vueltas y más vueltas. Me recuerda a una canción que mi padre solía cantar por casa, todo el tiempo. «Gran rueda, sigue dando vueltas…» -Se atiborró de comida y siguió hablando. Por un momento, ella no pudo entender. El chico tragó-… Mucho por aquí. Te sientas por la noche y escuchas las cigarras y las ranas. Si me dirijo al mar, como ahora, paso la noche aquí. Te gustará por la noche. -Dejó de hablar y de repente se inclinó hacia ella. Demasiado asustada para mirarlo directamente, mantuvo la vista baja pero se dio cuenta de que él la estudiaba al detalle. Luego, en un instante, el muchacho se alejó de un salto y se acuclilló a su lado.
Lydia hizo un gesto de disgusto cuando percibió su olor corporal. Esperó que sus manos se deslizarán sobre su pecho y entre las piernas.
Pero parecía que él no estaba interesado en ella. Garrett desplazó una roca y levantó algo que encontró debajo.
– Un ciempiés -sonrió. El insecto era largo y amarillo verdoso. A ella le dieron náuseas-. Son limpios. Me gustan. -Dejó que subiera por su mano y su muñeca-. No son insectos -peroró-. Son como primos. Son peligrosos si tratas de lastimarlos. Su picadura es muy mala. Los indios de por aquí solían machacarlos y poner el veneno en la punta de sus flechas. Cuando un ciempiés está asustado emite veneno y luego escapa. Su enemigo se desliza por el gas y muere. Es muy salvaje, ¿no?
Garrett se quedó callado y estudió el ciempiés con atención, del modo en que la propia Lydia miraba a su sobrina y su sobrino: con afecto, divertido, casi con amor.
Lydia sintió que se iba llenando de horror en su interior. Sabía que debía mantenerse en calma, que no tenía que discutir con Garrett sino seguirle la corriente. Pero al ver ese bicho repugnante caminar por su brazo, al escuchar el sonido de sus uñas, al observar su piel manchada, sus ojos húmedos, los pedazos de comida en su mentón, sintió un espasmo de pánico.
Mientras el asco y el miedo hervían en su interior, Lydia imaginó que una voz suave la impulsaba. «¡Sí, sí, sí!». Una voz que sólo podía pertenecer a su ángel guardián.
¡Sí, sí, sí!
Se echó hacia atrás. Garrett levantó la vista, sonriendo por la sensación del insecto sobre su piel, curioso por lo que la chica estaba haciendo. Lydia lo golpeó tan fuerte como pudo con ambos pies. Tenía piernas vigorosas, acostumbradas a llevar su gran cuerpo durante turnos de ocho horas en el hospital; el golpe hizo que él cayera hacia atrás. Golpeó la cabeza contra el muro con un sonido sordo y quedó tendido en el suelo, atontado. De repente gritó, soltó un alarido salvaje y se apretó el brazo; el ciempiés debía de haberle picado.
¡Sí! Pensó Lydia triunfante mientras se levantaba. Se puso de pie y corrió ciegamente hacia el cuarto de molienda, al final del pasillo.
De acuerdo al cálculo de Jesse Corn, ya estaban casi en la mina.
– Nos faltan cinco minutos -dijo a Sachs. Luego la miró dos veces y después de pensarlo otras dos dijo-: ¿Sabes?, quería preguntarte… Cuando sacaste tu arma, cuando salió ese pavo salvaje de los matorrales… bueno, y también cuando en Blackwater Landing, Rich Culbeau nos sorprendió… eso fue… extraordinario. Sabes cómo clavar un clavo, sin duda.
Ella conocía, por Roland Bell, esa expresión sureña que significaba «tirar».
– Es uno de mis pasatiempos favoritos -dijo.
– ¡No bromees!
– Es más fácil que correr -dijo Sachs-. Y más barato que anotarse en un gimnasio.
– ¿Has estado en competiciones?
Sachs asintió.
– En el Club de Pistola North Shore de Long Island.
– ¿Qué me dices? -exclamó Jesse con entusiasmo desbordante-. ¿En los torneos Bullseye de la NRA [4]?
– Sí.
– ¡Es mi deporte favorito también! Bueno, tiro al pichón y tiro al vuelo, por supuesto. Pero mi especialidad son las armas de cinto.
La de Sachs también, pero pensó que sería mejor no encontrar demasiadas cosas en común con su adorador.
– ¿Recargas con tu propia munición? -preguntó Jesse.
– Sí. Bueno, con los 38 y los 45. No con los cartuchos, por supuesto. El problema mayor consiste en sacar las burbujas de los proyectiles.
– ¡Guau! ¿No me digas que fundes tus propias balas?
– Lo hago -admitió Sachs, recordando cuando en las mañanas de domingo los apartamentos de todo su edificio olían a waffles y bacon y el suyo a menudo estaba impregnado del atractivo aroma del plomo fundido.
– Yo no lo hago -dijo Jesse, como disculpándose-. Compro los cartuchos con el fulminante.
Caminaron unos pocos minutos en silencio, todos con los ojos fijos en el suelo, alertas ante las trampas mortales.
– Bien -dijo Jesse Corn, con una tímida sonrisa y apartando el rubio cabello de su húmeda frente-. Te mostraré mi… -Sachs lo miró inquisitivamente y él continuó-. Quiero decir, ¿cuál es tu mejor puntuación? ¿En el circuito Bullseye? -Como ella vacilara, él la alentó-: Vamos, me lo puedes decir. Es sólo un deporte… Y, bueno, yo he estado compitiendo durante diez años. Te saco un poco de ventaja.
– Dos mil setecientos -dijo Sachs.
Jesse asintió.
– Sí, ése es el torneo a que me refiero, el de la rotación con tres pistolas, con un máximo de novecientos puntos para cada una. ¿Cuál es tu mejor puntuación?
– La que te he dicho -contestó Sachs, con una mueca de dolor, pues la artritis se dejaba sentir en sus rígidas piernas-. Dos mil setecientos.
Jesse se volvió hacia ella, buscando señales que le confirmaran que se trataba de una broma. Cuando vio que ella no reía, lanzó una carcajada.
– Pero esa es una puntuación perfecta.
– No creas que la consigo en todos los torneos. Pero me preguntaste por la mejor.
– Pero… -Sus ojos estaban muy abiertos-. Nunca había conocido a nadie que disparara y obtuviera dos mil setecientos.
– Bueno, ahora ya lo has conocido -dijo Ned, riéndose con ganas-. Y no te sientas mal, Jess, sólo es un deporte.
– Dos mil… -el joven policía movió la cabeza.
Sachs decidió que tendría que haber mentido. Con esta información acerca de sus proezas balísticas, parecía que el amor de Jesse Corn por ella estaba sellado.
– Di, cuando esto acabe… -dijo Jesse tímidamente-, si tienes tiempo libre, quizá tú y yo podamos ir al campo de tiro y gastar algunas municiones.
Y Sachs pensó: mejor una caja de balas Winchester del 38 que un vaso de cerveza Starbucks acompañado de la información de lo difícil que es encontrar mujeres en Tanner's Corner.
– Veremos cómo salen las cosas.
– Es una cita -dijo él, utilizando la palabra que ella tenía la esperanza de que no surgiera.
– Allí -dijo Lucy-. Mirad.
Se detuvieron al borde del bosque y vieron la mina frente a ellos.
Sachs hizo que se agacharan. Mierda, cómo duele. Todos los días tomaba unos medicamentos a base de condroitina y glucosamina, pero con la humedad y el calor de Carolina del Norte sus articulaciones sufrían una barbaridad. Observó el enorme pozo de casi doscientos metros de anchura y treinta de profundidad. Los muros eran amarillos, como huesos viejos, y descendían abruptamente. En el fondo había agua verde y salobre que olía a ácido. La vegetación en veinte metros a la redonda había desaparecido de forma trágica.
– Manteneos lejos del agua -les advirtió Lucy en un susurro-. Es mala. Había chicos que solían nadar aquí, no mucho después de que cerraran la mina. Mi sobrino vino una vez, el hermano pequeño de Ben. Pero yo me limité a mostrarle la foto del forense, cuando pescaron a Kevin Dobbs después de que se ahogara y pasara en el agua una semana. Nunca más volvió.
– Creo que el doctor Spock da el mismo consejo -dijo Sachs. Lucy se rió.
Sachs, pensando nuevamente en niños.
Ahora no, ahora no…
Su teléfono vibró. A medida que se acercaban a su presa, había quitado el sonido. Contestó. La voz de Rhyme crepitó:
– Sachs, ¿dónde estás?
– Al borde de la mina -murmuró.
– ¿Alguna señal del chico?
– Acabamos de llegar. No hay nada todavía. Vamos a empezar a buscar. Todos los edificios han sido demolidos y no veo ningún lugar donde pueda esconderse. Pero hay una docena de lugares en que podría haber dejado una trampa.
– Sachs…
– ¿Qué pasa, Rhyme? -Su tono solemne la dejó helada.
– Hay algo que debo decirte. Acabo de recibir del centro médico los resultados del análisis del ADN y serológico. Del kleenex que encontraste en la escena esta mañana.
– ¿Y?
– Es el semen de Garrett, sí. Y la sangre… es de Mary Beth.
– La violó -murmuró Sachs.
– Ten cuidado, Sachs, pero muévete rápido. No creo que a Lydia le quede mucho tiempo.
Se escondió en un depósito sucio y oscuro que hacía un tiempo solía usarse para guardar el grano.
Con las manos atadas atrás, todavía mareada por el calor y la deshidratación, Lydia Johansson había atravesado a tropezones el luminoso pasillo, alejándose de donde Garrett yacía retorciéndose Había encontrado ese lugar donde ocultarse, en la planta de abajo del cuarto de molienda. Cuando entró y cerró la puerta, una docena de ratones corrieron sobre sus pies y tuvo que esforzarse para controlarse y no gritar.
Ahora prestaba atención para oír las pisadas de Garrett sobre el sonido de la rueda del molino que estaba cerca.
El pánico la inundaba y comenzaba a lamentar su huida desafiante. Pero no había vuelta atrás, decidió. Había lastimado a Garrett y ahora él se vengaría si la encontraba. Quizá le haría algo peor. Su única oportunidad era tratar de escapar.
No, decidió, esa no era la forma correcta de pensar. Uno de sus libros de ángeles decía que no existe algo como «tratar». Algo se hacía o no se hacía. Ella no iba a tratar de huir. Ella iba a huir. Sólo necesitaba tener fe.
Lydia miró a través de una rendija en la puerta del depósito, escuchó cuidadosamente. Le oyó en uno de los cuartos cercanos, hablando despacio consigo mismo y abriendo brutalmente las puertas de los depósitos y los armarios. Esperaba que él pensara que había salido corriendo por el pasillo quemado, pero era obvio, por su búsqueda metódica, que sabía que ella todavía estaba allí. No podía quedarse más en el depósito. La encontraría. Miró a través de la rendija de la puerta y como no lo veía, se deslizó fuera del cuarto y corrió a otro adyacente, moviéndose silenciosamente con sus zapatos blancos. La única salida de ese cuarto era una escalera que llevaba a la segunda planta. Subió con dificultad, con las manos, al no poder mantener el equilibrio, chocando con las paredes y con la barandilla de hierro forjado.
Escuchó resonar su voz por el pasillo.
– ¡Hiciste que me picara! -gritó-. Me duele, me duele.
«Ojalá te hubiera picado en un ojo o en la entrepierna», pensó Lydia y se empeñó en subir la escalera. «¡Jódete, jódete, jódete!»
Lo escuchó abrir con violencia las puertas de los armarios de la planta inferior. Escuchó sus lamentos guturales. Imaginó que podía oír el sonido de sus uñas.
Tembló de pánico otra vez. Las náuseas aumentaban.
El cuarto al final de la escalera era amplio y tenía una cantidad de ventanas que daban a la parte quemada del molino. Había una puerta, que al estar sin cerrojo, abrió de un empujón. Entró en la misma zona de molienda: dos grandes ruedas de molino se encontraban en el centro. El mecanismo de madera estaba podrido; el sonido que había oído no se debía a las muelas sino a la rueda hidráulica, movida por el arroyo desviado.
Todavía daba vueltas lentamente. El agua de color herrumbre caía en cascada hacia un pozo profundo y angosto, como un aljibe. Lydia no podía ver el fondo. El agua debe de haber drenado y retornado al arroyo por alguna parte bajo la superficie.
– ¡Detente! -gritó Garrett.
Saltó asustada al oír el sonido de su voz enojada. Él estaba en la puerta. Sus ojos rojos estaban muy abiertos. Se apretaba el brazo en el que había un enorme moretón negro y amarillo.
– Hiciste que me picara -murmuró, mirándola con odio-. Está muerto. ¡Tú me hiciste matarlo! ¡Yo no quería pero tú me obligaste! Ahora mueve el culo y baja. Tengo que atarte las piernas también.
Se movió hacia delante.
Ella miró su huesuda cara, sus cejas unidas, sus grandes manos, sus ojos furiosos. En su mente irrumpieron diversas imágenes: un paciente de cáncer que se moría lentamente; Mary Beth McConnell encerrada en algún lugar; el chico devorando las patatas fritas; el ciempiés mientras corría; las uñas que sonaban. El mundo exterior. Sus largas noches sola, esperando, desesperadamente, una breve llamada telefónica de su novio. Llevar las flores a Blackwater Landing, aun cuando realmente no quería hacerlo…
Era demasiado para ella.
– Espera -dijo Lydia, serenamente.
Él pestañeó. Dejó de caminar.
Ella le sonrió, de la forma que sonreiría a un enfermo terminal, y enviando una oración de despedida a su novio, con las manos todavía atadas a la espalda, se zambulló de cabeza en el estrecho pozo de aguas oscuras.
Las líneas del retículo de la mira telescópica Hitech se posaron en los hombros de la policía pelirroja.
Ése es un cabello bonito, pensó Mason Germain.
Él y Nathan Groomer estaban en una loma desde la que se divisaba la antigua mina de Anderson Rock Products, a unos cien metros de la patrulla de rescate.
Nathan manifestó finalmente la conclusión a la que había llegado hacía media hora.
– Esto no tiene nada que ver con Rich Culbeau.
– No, no tiene que ver. No exactamente.
– ¿Qué significa «no exactamente»?
– Culbeau anda por aquí. Con Sean O'Sarian.
– Ese muchacho mete más miedo que dos Culbeaus.
– No te lo discuto -dijo Mason-. Y Harris Tomel también. Pero eso no es lo que estamos haciendo.
Nathan volvió a mirar a los policías y a la pelirroja.
– Me imagino que no. ¿Por qué estás apuntando a Lucy Kerr con mi rifle?
Después de un momento, Mason le devolvió el Ruger M77 y dijo:
– Porque no traje mis jodidos binoculares. Y no era a Lucy a quien miraba.
Caminaron por la saliente. Mason iba pensando en la pelirroja. Pensando en la bonita Mary Beth McConnell. Y en Lydia. Pensando también cómo a veces la vida no trascurre de la forma en que uno desea. Mason Germain sabía, por ejemplo, que él ya debería haber ascendido a un rango superior. Sabía que debería haber solicitado la promoción de otra forma. De la misma manera en que debería haber manejado las cosas de otra manera, cuando Kelley lo dejó por ese camionero cinco años antes y, ya puestos, haber manejado también de forma diferente todo su matrimonio antes de que ella lo dejara.
Y debería haber manejado el primer caso de Garrett Hanlon de forma muy diferente también. El caso en el que Meg Blanchard se despertó de la siesta y encontró las avispas amontonadas en su pecho, rostro y manos… Ciento treinta y siete picaduras y una terrible muerte lenta.
Ahora estaba pagando por esas malas decisiones. Su vida consistía en una serie de días tranquilos, en los que se preocupaba, sentado en su porche y bebía demasiado, sin encontrar siquiera la energía para sacar su bote al Pasquo y salir a pescar. Trataba desesperadamente de solucionar lo que quizá no tenía arreglo.
– ¿Entonces, me vas a decir lo que estamos haciendo? -preguntó Nathan.
– Estamos buscando a Culbeau.
– Pero acabas de decir… -la voz de Nathan se extinguió. Como Mason no dijo nada más, el policía suspiró ruidosamente-. La casa de Culbeau, o donde se supone que está, se encuentra a diez o doce kilómetros de distancia y aquí estamos al norte del Paquo, yo con mi rifle para ciervos y tú con tu boca cerrada.
– Lo estoy diciendo por si Jim pregunta. Estábamos por aquí buscando a Culbeau -dijo Mason.
– ¿Y lo que estamos haciendo realmente es…?
Nathan Groomer podía podar árboles a quinientos metros con su rifle Ruger. Podía convencer en cinco minutos a un conductor, con 0,50 de alcohol en sangre, de que descendiera de su coche. Si se quisiera molestar en tratar de hacerlo, podría tallar señuelos que se venderían por quinientos dólares a los coleccionistas. Pero su talento y cualidades no iban mucho más allá.
– Vamos a cazar a ese muchacho -dijo Mason.
– Garrett.
– Sí, Garrett. ¿Quién si no? Ellos lo harán salir para nosotros -señaló con la cabeza la pelirroja y los policías-. Y nosotros lo cazaremos.
– ¿Qué quieres decir con «cazar»?
– Tú le dispararás, Nathan. Y lo dejaras muerto como una piedra.
– ¿Le dispararé?
– Sí, señor.
– Espera un poco. No vas a destruir mi carrera porque te mueres de ganas de cazar a ese muchacho.
– No tienes una carrera -soltó Mason-. Tienes un empleo. Y si quieres mantenerlo harás lo que te diga. Escucha, he hablado con él, con Garrett… Durante las otras investigaciones, cuando mató a esa gente.
– ¿Sí? ¿De veras? Bueno, te creo, por supuesto.
– ¿Y sabes lo que me dijo?
– No. ¿Qué?
Mason estaba procurando pensar si lo que decía era verosímil. Luego, al recordar a Nathan, concentrado y terco mientras pasaba hora tras hora lijando el dorso de un pato de madera, perdido en una inconsciencia feliz, el policía veterano continuó:
– Garrett dijo que si lo necesitaba mataría a cualquier policía que tratara de detenerlo.
– ¿Dijo eso? ¿Ese muchacho?
– Sí. Me miró directamente a los ojos y lo dijo. Y dijo que también le daría mucha alegría hacerlo. Que esperaba que yo fuera el primero, pero que mataría a cualquiera que tuviera a mano.
– Ese hijo de puta. ¿Se lo dijiste a Jim?
– Por supuesto. ¿Piensas que no lo haría? Pero no le prestó la más mínima atención. Me gusta Jim Bell. Sabes que es así. Pero la verdad es que está más preocupado en conservar su cómodo puesto que en ejercerlo.
El policía asentía con la cabeza; una parte de Mason estaba asombrada por la facilidad con que Nathan se dejaba convencer: ni siquiera se le ocurría que podría haber otra razón por la que estaba tan ansioso de cazar a ese muchacho.
El tirador de élite pensó un momento.
– ¿Lleva Garrett un arma?
– No lo sé, Nathan. Pero dime: ¿cuan difícil es conseguir un arma en Carolina del Norte? ¿La frase «caen de los árboles», te dice algo?
– Es verdad.
– Mira, ni Lucy ni Jesse, ni siquiera Jim, aprecian a ese chico como yo.
– ¿Apreciar?
– Apreciar el peligro, quiero decir -dijo Mason.
– Oh.
– Hasta ahora ha matado a tres personas, probablemente también ahorcó a Todd Wilkes. O al menos lo asustó tanto que se suicidó. Lo que es un asesinato igualmente. Y la chica murió de las picaduras. ¿Te acuerdas de Meg? ¿Viste esas fotos de su rostro después de que las avispas hicieran su trabajo? Luego piensa en Ed Schaeffer. Tú y yo estuvimos bebiendo con él la semana pasada. Ahora está en el hospital y puede que nunca despierte.
– No es que yo sea un francotirador o algo así, Mason.
Pero Mason Germain no iba a ceder ni un ápice.
– Sabes lo que harán los jueces. Tiene dieciséis años. Van a decir: «Pobre muchacho. Sus padres están muertos. Internémoslo en un reformatorio». Luego saldrá en seis meses o en un año y volverá a las andadas. Asesinará a otro futbolista destinado a Chapel Hill, a alguna otra chica de la ciudad quien nunca mató una mosca.
– Pero…
– No te preocupes, Nathan. Estás haciendo un favor a Tanner's Corner.
– Eso no es lo que iba a decir. La cosa es, que si lo matamos, perdemos toda posibilidad de encontrar a Mary Beth. Es el único que sabe donde está.
Mason rió amargamente.
– ¿Mary Beth? ¿Piensas que está viva? De ninguna manera. Garrett la violó y la mató, y la enterró en alguna tumba poco profunda en algún lugar. Podemos dejar de preocuparnos por ella. Ahora nuestro deber es asegurarnos de que no le pasará lo mismo a nadie más. ¿Estás conmigo?
Nathan no dijo nada, pero el chasquido que hizo el policía al colocar los largos proyectiles cubiertos de cobre en la recámara de su rifle fue respuesta suficiente.