¿Qué está pasando ahora? Se preguntaba un frenético Lincoln Rhyme.
Una hora antes, a las cinco de la mañana, había recibido por fin una llamada de un desconcertado funcionario de la División de Bienes Inmuebles del Departamento Fiscal de Carolina del Norte. Lo había despertado a la una y media de la madrugada, con el encargo de rastrear impuestos adeudados de cualquier terreno donde el derecho de residencia se basara en un remolque McPherson. Al principio Rhyme había averiguado si los padres de Garrett habían sido propietarios de un remolque de esas características y cuando supo que no, razonó que si el chico usaba el lugar como escondite significaba que estaba abandonado. Y si estaba abandonado, el propietario había dejado de pagar los impuestos.
El director asistente informó que había dos propiedades de ese tipo en el Estado. En un caso, cerca de Blue Ridge, al oeste, donde habían vendido la tierra y el remolque después de un juicio hipotecario por el cobro del gravamen a una pareja que seguía viviendo allí. El otro estaba ubicado sobre un terreno del condado de Paquenoke. La propiedad no valía ni el tiempo ni el dinero que costaría el juicio. El funcionario dio a Rhyme la dirección, una ruta RFD [18] a casi un kilómetro del río Paquenoke. Localización C-6 en el mapa.
Rhyme había llamado a Lucy y a los otros para enviarlos a aquel lugar. Iban a acercarse con las primeras luces y si Garrett y Amelia estaban dentro, los rodearían y los convencerían para que se rindieran.
La última vez que Rhyme fue informado, habían localizado el remolque y se acercaban a él lentamente.
Disgustado porque su jefe casi no había dormido, Thom sacó a Ben del cuarto y cumplió cuidadosamente con el ritual matinal. Las cuatro B [19]: vejiga, vientre, cepillado de dientes y tensión.
– Está alta, Lincoln -musitó Thom, dejando de lado el esfigmomanómetro. Una presión arterial excesiva en un tetrapléjico puede provocar un ataque de disreflexia, que, a su vez, podría desembocar en una apoplejía. Pero Rhyme no le prestó atención. Se manejaba con energía pura. Quería encontrar a Amelia desesperadamente. Quería…
Rhyme levantó la vista. Jim Bell, con una expresión de alarma en su rostro, entró por la puerta. Ben Kerr, igualmente conmocionado, también entró detrás.
– ¿Qué pasó? -preguntó Rhyme-. ¿Ella está bien? ¿Amelia…?
– Mató a Jesse -dijo Bell en un susurro-. Le disparó a la cabeza.
Thom se quedó helado. Miró a Rhyme. El sheriff siguió:
– Jesse estaba a punto de arrestar a Garrett. Ella le disparó. Luego huyeron.
– No, es imposible -murmuró Rhyme-. Hay un error. Otra persona lo hizo.
Pero Bell negaba con la cabeza.
– No. Ned Spoto estaba allí. Lo vio todo… No digo que ella lo haya hecho a propósito, Ned se le acercó y su revólver se disparó, pero sigue siendo un homicidio preterintencional.
Oh, Dios mío…
Amelia… una policía de segunda generación, la Hija del Patrullero. Ahora había asesinado a uno de los suyos. El peor crimen que puede cometer un oficial de policía.
– Esto nos sobrepasa en mucho, Lincoln. Debo involucrar a la policía estatal.
– Espera, Jim -respondió Rhyme con urgencia-. Por favor… Ella estará desesperada, asustada. También lo está Garrett. Si llamas a los agentes estatales, mucha más gente resultará herida. Irían a cazarlos.
– Bueno, creo que deberían estar cazándolos -le soltó Bell-. Y me da la impresión de que debería haber sido así desde el primer momento.
– Los encontraré para ti. Estoy cerca. -Rhyme señaló con la cabeza el diagrama de evidencias y el mapa.
– Te di una posibilidad y mira lo que ha pasado.
– Los encontraré y le hablaré hasta que se rinda. Sé que puedo. Yo…
De repente Jim recibió un empujón del hombre que entró corriendo al cuarto. Era Mason Germain.
– ¡Maldito hijo de puta! -gritó y se dirigió directamente a Rhyme. Thom se interpuso, pero el policía lo apartó con tal ímpetu que rodó por el suelo. Mason cogió a Rhyme de la camisa-. ¡Jodido inválido! Vienes hasta aquí para practicar tus pequeños…
– ¡Mason! -Bell se le acercó, pero el policía lo hizo a un lado.
– …practicar tus pequeños juegos con las evidencias, tus pequeños rompecabezas. ¡Y ahora un hombre bueno está muerto por tu culpa!
Rhyme olió la potente loción de afeitar del hombre cuando el policía echó hacia atrás el puño. El criminalista se encogió y apartó la cara.
– Voy a matarte. Voy a… -pero la voz de Mason se ahogó cuando un enorme brazo se enroscó alrededor de su pecho y lo levantó en vilo.
Ben Kerr llevó al policía lejos de Rhyme.
– Kerr, maldita sea, ¡suéltame! -jadeó Mason-. ¡Imbécil! ¡Estás arrestado!
– Cálmate, Mason -dijo el hombretón lentamente.
Mason movió la mano hacia la pistola, pero con la otra mano Ben le cogió con fuerza la muñeca. Ben miró a Bell, quien esperó un instante y luego asintió. Ben soltó al policía, que dio un paso atrás, mostrando furia en los ojos. Le dijo a Bell:
– Voy a ir allí y encontraré a esa mujer y…
– No lo harás, Mason -dijo Bell-. Si quieres seguir trabajando en este departamento, harás lo que yo te diga. Vamos a manejar esto a mi modo. Te quedarás aquí en la oficina. ¿Comprendes?
– Puta mierda, Jim. Ella…
– ¿Comprendes?
– Sí, joder, te entiendo -salió del laboratorio co mo una tromba.
Bell preguntó a Rhyme:
– ¿Estás bien?
Rhyme asintió.
– ¿Y tú? -miró a Thom.
– Estoy bien -el ayudante arregló la camisa de Rhyme y a pesar de las protestas del criminalista, le tomó nuevamente la presión-. La misma. Demasiado alta pero no crítica.
El sheriff sacudió la cabeza.
– Debo llamar a los padres de Jesse. Señor, no quiero hacerlo.
Caminó hacia la ventana y miró afuera.
– Primero Ed y luego Jesse. Qué pesadilla está resultando todo esto.
Rhyme respondió:
– Por favor, Jim. Déjame encontrarlos y dame la oportunidad de hablar con ella. Si no lo haces, será más grave. Lo sabes. Terminaremos con más muertos.
Bell suspiró. Miró al mapa.
– Tienen una ventaja de veinte minutos. ¿Piensas que puedes encontrarlos?
– Sí -contestó Rhyme-. Puedo encontrarlos.
– En esa dirección -dijo Sean O'Sarian-. Estoy seguro.
Rich Culbeau miraba hacia el oeste, hacia donde señalaba el joven, hacia donde habían oído los disparos y el griterío quince minutos antes.
Culbeau terminó de orinar contra un pino y preguntó:
– ¿Qué hay por allí?
– Pantano, unas pocas casas viejas -dijo Harris Tomel, quien había cazado por todos los lugares del condado de Paquenoke-. No mucho más. Vi un lobo gris por allí hace un mes. Se suponía que los lobos se habían extinguido pero han reaparecido.
– No bromees -dijo Culbeau-. Nunca he visto un lobo y siempre lo he deseado.
– ¿Le disparaste? -preguntó O'Sarian.
– No lo debes hacer -contestó Tomel.
Culbeau añadió:
– Están protegidos.
– ¿Y qué?
Culbeau se dio cuenta de que no podía responderle.
Esperaron unos minutos más pero no hubo más disparos ni más gritos.
– Creo que podemos seguir -insistió Culbeau, señalando el lugar desde donde provenían los tiros.
– Podemos -dijo O'Sarian, tomando un trago de una botella de agua.
– Hace calor hoy también -comentó Tomel, mirando el disco ascendente del sol radiante.
– Todos los días hace mucho calor -musitó Culbeau. Levantó su rifle y marchó por el sendero, con su ejército de dos caminando penosamente detrás de él.
Tunc.
Los ojos de Mary Beth se abrieron de pronto, sacándola de un sueño profundo e indeseado.
Tunc.
– Eh, Mary Beth -llamó alegremente la voz de un hombre. Como un adulto hablando con un niño. En su obnubilación, ella pensó: «¡Es mi padre! ¿Qué hace de regreso del hospital? No tiene fuerza para cortar leña. Tendré que hacer que vuelva a la cama. ¿Tomó su medicamento?»
¡Espera!
Se sentó, mareada, con la cabeza palpitante. Se había quedado dormida en la silla del comedor.
Tunc.
Espera. No es mi padre. Está muerto… Es Jim Bell…
Tunc.
– Maryyyyy Beeeeeth…
Saltó cuando apareció en la ventana la cara con la mirada lasciva. Era Tom.
Otro golpe en la puerta cuando el hacha del Misionero penetró en la madera.
Tom se inclinó hacia adentro, entrecerrando los ojos por la oscuridad.
– ¿Dónde estás?
Ella lo miró, paralizada.
Tom continuó:
– Oh, aquí estás. Caray, eres más bonita de lo que recordaba -levantó la muñeca y mostró los gruesos vendajes-, perdí medio litro de sangre, gracias a ti. Pienso que es justo que recupere algo.
Tunc.
– Debo decirte algo, cariño -manifestó Tom-. Me dormí anoche con el pensamiento de que toqué tus tetitas ayer. Muchas gracias por ese dulce recuerdo.
Tunc.
Con este golpe el hacha atravesó la puerta. Tom desapareció de la ventana y se unió a su amigo.
– Sigue, muchacho -gritó para darle aliento-. Lo estás haciendo muy bien.
Tunc.
Su mayor preocupación consistía en saber si Amelia se había hecho daño.
Desde que la conocía, Lincoln Rhyme había observado cómo sus manos desaparecían en su cuero cabelludo hasta sacarse sangre. Había observado cómo se comía las uñas y cómo se rascaba la piel. Recordaba haberla visto conducir a doscientos cuarenta kilómetros por hora. No sabía exactamente qué la impulsaba, pero sabía que había algo en su interior que la impulsaba a vivir al borde.
Ahora, tras aquella desgracia, ahora que había matado, la ansiedad podía empujarla a cruzar la línea. Después del accidente que lo dejó inválido, Terry Dobbins, el psicólogo de la NYPD, le había explicado a Rhyme que sí, que se sentiría con ganas de matarse. Pero no era la depresión lo que la impulsaría a actuar. La depresión agota toda energía; la causa principal de suicidio es una mezcla letal de desaliento, ansiedad y pánico.
Que era exactamente lo que Amelia Sachs, perseguida y traicionada por su propia naturaleza, debía de sentir en estos momentos.
¡Encontrarla! Aquél era el único pensamiento de Rhyme. Encontrarla pronto.
¿Pero dónde estaba? La respuesta a aquella pregunta todavía se le escapaba.
Miró el diagrama nuevamente. No había evidencias del remolque. Lucy y los demás policías lo habían examinado apresuradamente, demasiado velozmente, por supuesto. Se hallaban bajo el influjo del ansia del cazador, hasta el inmovilizado Rhyme podía experimentarla a menudo, y los policías estaban desesperados por encontrar el rastro del enemigo que había asesinado a su amigo.
Las únicas pistas que tenía del paradero de Mary Beth, adonde se dirigían ahora Garrett y Sachs, estaban justo frente a él. Pero eran más enigmáticas que cualquier otro conjunto de pistas que hubiera analizado jamás.
ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – EL MOLINO
Pintura marrón en los pantalones
Drosera
Arcilla
Musgo de turba
Zumo de frutas
Fibras de papel
Cebo de bolas malolientes
Azúcar
Canfeno
Alcohol
Keroseno
Levadura
¡Necesitamos más evidencias!, exclamó para sí.
Pero no tenemos más evidencias que éstas.
Cuando Rhyme se hundió de lleno en la etapa del duelo correspondiente a la negación, después del accidente, había tratado de apelar a una voluntad sobrehumana para hacer que su cuerpo se moviera. Había recordado las historias de gente que levantaba coches para librar a niños que estaban debajo o corrían a velocidades increíbles para encontrar ayuda en una emergencia. Pero al final había aceptado que esos tipos de fortaleza no estarían a su disposición nunca más.
Pero aún le quedaba un tipo de fuerza, la fuerza mental.
¡Piensa! Todo lo que tienes es tu mente y las evidencias frente a ti. Las evidencias no van a cambiar.
De manera que cambia tu forma de pensar.
Muy bien, comencemos de nuevo. Volvió a examinar el diagrama. Se había identificado la llave del remolque. La levadura podía proceder del molino. El azúcar, de alguna comida o zumo de frutas. El canfeno, de una lámpara antigua. La pintura, del edificio donde estaba encerrada Mary Beth. El keroseno, del bote. El alcohol podía proceder de cualquier parte. ¿La tierra en los bajos del pantalón del chico? No presentaba ninguna característica extraordinaria y era…
Espera… la tierra.
Rhyme recordó que él y Ben habían realizado el día anterior por la mañana la prueba del gradiente de densidad en la tierra obtenida en los zapatos y alfombrillas de los coches de los trabajadores del condado. Le había ordenado a Thom que fotografiara cada tubo y anotara, al dorso de las Polaroid, de qué empleado procedía.
– ¿Ben?
– ¿Qué?
– Haz la prueba de la tierra que encontraste en los bajos de los pantalones de Garrett que hallaron en el molino en la unidad de gradiente de densidad.
Después de que la tierra se hubo asentado en el tubo, el joven dijo:
– Tengo los resultados.
– Compáralos con las fotos de las muestras que hiciste ayer a la mañana.
– Bien, bien -el joven zoólogo asintió, impresionado por la idea. Examinó las fotos Polaroid, se detuvo-. ¡Tengo dos que concuerdan! -dijo-. Una es casi idéntica.
El zoólogo ya no dudaba en expresar opiniones y Rhyme se alegró al notarlo. Y tampoco estaba a la defensiva.
– ¿De quién son los zapatos de donde proceden?
Ben miró la inscripción al dorso de la Polaroid:
– Frank Heller. Trabaja en el Departamento de Obras Públicas.
– ¿Habrá llegado ya?
– Lo averiguaré -Ben desapareció. Volvió minutos después, acompañado por un hombre robusto con camisa blanca de manga corta que miró a Rhyme con incertidumbre.
– Usted es el hombre de ayer. El que nos hizo sacar la tierra de los zapatos -se rió pero su risa delataba nervios.
– Frank, necesitamos nuevamente su ayuda -explicó Rhyme-. Un poco de la tierra que encontramos en sus zapatos concuerda con la que encontramos en la ropa del sospechoso.
– ¿El muchacho que secuestró a esas chicas? -musitó Frank, con la cara roja y una expresión de total culpabilidad.
– Así es. Lo que significa que él podría, parece muy fantasioso pero podría… ocultar a la chica quizá a tres o cuatro kilómetros de donde usted vive. ¿Podría señalar en el mapa el punto exacto donde tiene su casa?
Frank alcanzó a decir:
– ¿No soy sospechoso, verdad?
– No, Frank. En absoluto.
– Porque tengo gente que me avalaría. Estoy con mi mujer todas las noches. Vemos la televisión. Jeopardy y Wheel of Fortune. Puntual como un reloj. También WWF. A veces viene mi cuñado también. Quiero decir que me debe dinero pero que me respaldaría aunque no me debiera nada.
– Eso está bien -le alentó Ben-. Sólo necesitamos saber dónde vive. Señálelo en ese mapa de allí.
– Quedaría por aquí -se acercó al muro y tocó un punto. Localización D-3. Era al norte del Paquenoke, al norte del remolque donde Jesse fue asesinado. Había una cantidad de pequeñas rutas en la región pero ninguna población.
– ¿Cómo es la región donde está su casa?
– Bosques y campos en su mayoría.
– ¿Conoce algún lugar donde alguien pudiera esconder a la víctima de un secuestro?
Frank pareció considerar con seriedad esta pregunta.
– No conozco, no.
Rhyme:
– ¿Le puedo hacer una pregunta?
– ¿Además de las que me hizo ya?
– Así es.
– Creo que sí.
– ¿Conoce las torcas Carolina?
– Seguro. Todos las conocen. Las hicieron los meteoros. Hace mucho tiempo. Cuando los dinosaurios desaparecieron.
– ¿Y están cerca de su casa?
– Seguro que sí.
Era lo que Rhyme esperaba que dijera.
Frank continuó.
– Debe de haber cientos de ellas.
Que era lo que Rhyme esperaba que no dijera.
Con la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, volvió a ver en su mente los diagramas de las evidencias.
Jim Bell y Mason Germain habían regresado al laboratorio, junto a Thom y Ben, pero Lincoln Rhyme no les prestaba atención. Estaba en su propio mundo, un lugar ordenado donde reinaban la ciencia, las evidencias y la lógica, un lugar donde no necesitaba moverse, un lugar en el cual sus sentimientos por Amelia y lo que había hecho tenían la entrada prohibida, por suerte. Podía ver las evidencias en su mente con tanta claridad como si estuviera mirando las anotaciones de la pizarra. En realidad, las podía ver mejor con los ojos cerrados.
Pintura azúcar levadura tierra canfeno pintura tierra azúcar… levadura… levadura…
Un pensamiento cruzó por su mente y desapareció. Vuelve, vuelve, vuelve…
¡Sí! Lo atrapó.
Sus ojos de repente se abrieron. Miró el rincón vacío del cuarto. Bell siguió su mirada.
– ¿Qué pasa, Lincoln?
– ¿Tienes aquí una cafetera?
– ¿Café? -preguntó Thom, disgustado-. Cafeína no. No, con la tensión arterial que tienes…
– ¡No, no quiero una maldita taza de café! Quiero un filtro de café.
– ¿Un filtro? Conseguiré uno -Bell desapareció y regresó un instante después.
– Dáselo a Ben -ordenó Rhyme. Luego le dijo al zoólogo-: Averigua si las fibras de papel del filtro concuerdan con los que encontramos en las ropas de Garrett en el molino.
Ben frotó algunas fibras del filtro en un portaobjetos. Las miró por los oculares del microscopio de comparación. Ajustó el foco y luego movió las platinas de manera que las muestras estuvieran una al lado de la otra en el visor de la pantalla dividida.
– Los colores son un poco diferentes, Lincoln, pero la estructura y el tamaño de las fibras son casi iguales.
– Bien… -dijo Rhyme, y sus ojos enfocaron ahora la camiseta con la mancha.
Le dijo a Ben:
– El zumo, el zumo de frutas en la camiseta. Pruébalo otra vez. ¿Sabe un poco ácido? ¿Acre?
Ben lo hizo.
– Quizá un poco. Es difícil de decir.
Los ojos de Rhyme se dirigieron al mapa e imaginó que Lucy y los otros se acercaban a Sachs en algún lugar de aquella maraña verde, ansiosos por disparar. O que Garrett tenía el arma de Sachs y podría apuntarle a ella.
O que ella se ponía el arma contra el cráneo y apretaba el gatillo.
– Jim -dijo-, necesito que me consigas algo. Para una muestra de control.
– Bien. ¿Dónde? -sacó las llaves del bolsillo.
– Oh, no necesitarás tu coche.
Muchas imágenes aparecían en los pensamientos de Lucy: Jesse Corn, en su primer día en el departamento del Sheriff, con los zapatos reglamentarios lustrados a la perfección pero con una media distinta de la otra; se había vestido antes del alba para estar seguro de no llegar tarde.
Jesse Corn, parapetado en la parte posterior de un coche patrulla, hombro con hombro con Lucy, mientras Barton Snell, con la mente incendiada por el PCP [20] disparaba al azar contra los policías. La serenidad burlona de Jesse hizo que el hombrón depusiera su arma.
Jesse Corn, conduciendo con orgullo su furgoneta Ford nueva, de color rojo cereza, llegando al edificio del condado en su día libre y dando una vuelta con unos niños por el aparcamiento. Los niños gritaban, «Huy», al unísono cuando saltaban a causa de los badenes.
Estos recuerdos, y una docena más, la acompañaban ahora mientras ella, Ned y Trey marchaban por un gran bosque de robles. Jim Bell les había pedido que esperaran en el remolque y había mandado a Steve Farr, Frank y Mason para proseguir con la búsqueda. Quería que ella y los otros dos policías volvieran a la oficina. Pero ni se habían molestado en votar la cuestión. Con tanto respeto como era posible, colocaron el cuerpo de Jesse en el remolque y lo cubrieron con una sábana. Luego Lucy manifestó a Jim que iban en persecución de los fugitivos y que nada en la tierra los detendría.
Garrett y Amelia huían con rapidez y no se esforzaban por ocultar su rastro. Marchaban a lo largo de un sendero que bordeaba una tierra pantanosa. El suelo era blando y sus huellas claramente visibles. Lucy recordó algo que Amelia había dicho a Lincoln Rhyme acerca de la escena del crimen en Blackwater Landing, cuando la pelirroja examinó las huellas que se encontraban allí: el peso de Billy Stail se concentraba en los dedos de los pies, lo que significaba que había corrido hacia Garrett para rescatar a Mary Beth. Lucy ahora notó lo mismo en las huellas de las dos personas que perseguían. Andaban a la carrera.
Y por eso Lucy dijo a sus compañeros:
– Corramos -y a pesar del calor y del cansancio trotaron juntos por el sendero.
Siguieron de aquella manera durante un kilómetro y medio, hasta que el suelo se volvió más seco y ya no pudieron ver mas las huellas. Entonces la senda terminó en un amplio claro cubierto de pasto y no tuvieron idea de por dónde había seguido la presa.
– Maldición -musitó Lucy, recuperando el aliento y furiosa por haber perdido el rastro-. ¡Maldición!
Se movieron en círculo por el claro y estudiaron cada metro del terreno. No encontraron ningún sendero ni pista alguna sobre el rumbo que Garrett y Sachs habían cogido.
– ¿Qué hacemos? -preguntó Ned.
– Llamar y esperar -murmuró Lucy. Se recostó contra un árbol, cogió la botella de agua que le tiró Trey y bebió.
Recordando…
Jesse Corn, que le mostraba con timidez una reluciente pistola plateada que planeaba usar en sus torneos de la Asociación Nacional del Rifle. Jesse Corn, que acompañaba a sus padres a la Primera Iglesia Baptista de Locust Street.
Las imágenes continuaban apareciendo en su mente. Resultaban dolorosas y alimentaban su cólera. Pero no hizo ningún esfuerzo por alejarlas; cuando encontrara a Amelia Sachs quería que su furia no tuviera paliativos.
Con un quejido, la puerta de la cabaña se abrió unos centímetros.
– Mary Beth -llamó Tom-. Sal ahora, sal y ven a jugar.
Él y el Misionero murmuraban entre sí. Luego Tom habló de nuevo.
– Vamos, vamos, cariño. Hazlo fácil para ti. No te haremos daño. Ayer estábamos bromeando.
Mary Beth estaba de pie, erguida contra el muro, detrás de la puerta principal. No dijo una palabra. Cogió el garrote con ambas manos.
La puerta se abrió un poco más, y las bisagras chillaron. Una sombra cayó sobre el suelo. Tom entró, cauteloso.
– ¿Dónde está esa chica? -susurró el Misionero desde el porche.
– Hay un sótano -dijo Tom-. Estará allí, supongo.
– Bueno, búscala y nos vamos… No me gusta este lugar.
Tom dio otro paso hacia el interior. En su mano relucía un enorme cuchillo de desollador.
Mary Beth conocía la filosofía de la guerra india y una de sus reglas consistía en que si todas las conferencias previas fracasan y la guerra es inevitable, no hay que burlarse ni amenazar; hay que atacar con toda la fuerza disponible. La razón de una batalla no es convencer al enemigo para que se someta, ni explicar ni reprender: es aniquilarlo.
De manera que Mary salió tranquilamente desde detrás de la puerta, aulló como un espíritu Manitú y balanceó el garrote con ambas manos. Tom se dio vuelta y sus ojos reflejaron terror. El Misionero gritó:
– ¡Cuidado!
Pero Tom no tenía la menor oportunidad. El garrote le dio rotundamente en la parte anterior a la oreja, destrozando su mandíbula y cercenándole media garganta. Dejó caer el cuchillo y se agarró el cuello. Cayó de rodillas, sin aliento. Salió a gatas.
– Ahud… ahud… me -jadeó.
Pero no recibiría ninguna ayuda, el Misionero se limitó a extender la mano y a sacarlo del porche. Lo dejó caer al suelo. Tom se tomó la cara destrozada, mientras Mary Beth observaba desde la ventana.
– Imbécil -dijo el Misionero a su amigo; después sacó una pistola de su bolsillo trasero. Mary Beth cerró la puerta con un golpe, volvió a ocupar su lugar detrás de la misma. Se secó las manos sudorosas y cogió el garrote con más firmeza.
Escuchó el sonido del martillar un arma.
– Mary Beth, tengo una pistola y como te imaginarás, en estas circunstancias, no tengo problema en usarla. Sólo sal afuera. Si no lo haces, dispararé y probablemente te hiera.
Ella se agachó contra el muro detrás de la puerta, esperando el disparo.
Pero el Misionero nunca apretó el gatillo. Era una trampa; pateó con fuerza la puerta, que la golpeó y tiró al suelo, aturdida. Cuando el hombre entró, ella cerró de una patada la puerta, con tanta fuerza como la usada por él. El Misionero no esperaba más resistencia y la pesada tabla de madera le dio en un hombro e hizo que perdiera el equilibrio. Mary Beth se acercó y blandió el garrote contra el único blanco al que podía dar, el codo. Pero el hombre se tiró al suelo en el momento en que la piedra le hubiera golpeado, Mary había errado. El enorme impulso que imprimió al arma hizo que el garrote se escapara de sus manos sudorosas y se deslizara por el suelo.
No tenía tiempo de cogerlo. ¡Correr! Mary Beth saltó por encima del Misionero antes de que él pudiera volverse y disparar. Saltó por la puerta.
¡Al fin!
¡Al fin libre de aquel agujero infernal!
Corrió hacia la izquierda, dirigiéndose al sendero por donde su captor la había traído dos días antes, el que pasaba por una gran torca de Carolina. En la esquina de la cabaña se volvió hacia el estanque.
Y se encontró en brazos de Garrett Hanlon.
– ¡No! -gritó-. ¡No!
Los ojos del muchacho parecían los de un loco. Tenía un revólver en la mano.
– ¿Cómo saliste? ¿Cómo? -la cogió por la muñeca.
– ¡Déjame ir! -Mary trató de soltarse pero el muchacho la tenía bien agarrada.
Con él estaba una mujer de semblante sombrío, bonita y con una larga melena roja. Sus ropas, como las de Garrett, estaban muy sucias. Se mantenía en silencio y sus ojos reflejaban tristeza. No parecía en absoluto sorprendida por la repentina aparición de la chica. Parecía drogada.
– Maldición -exclamó la voz del Misionero-. ¡Puta de mierda!
Dobló la esquina y se encontró con Garrett que le apuntaba a la cara. El chico aulló:
– ¿Quién eres? ¿Qué haces en mi casa? ¿Qué le hiciste a Mary Beth?
– ¡Ella nos atacó! Mira a mi amigo. Mira a…
– Tira el arma -dijo Garrett con furia, señalando la pistola con la cabeza-. ¡Tírala o te mataré! Lo haré. ¡Te volaré la cabeza!
El Misionero miró la cara del muchacho y el revólver. Garrett martilló el arma.
– Jesús… -el hombre tiró el arma al pasto.
– ¡Ahora vete de aquí! Muévete.
El Misionero retrocedió, ayudó a Tom a levantarse y se tambalearon hacia los árboles.
Garrett caminó hacia la puerta delantera de la cabaña y llevó a Mary Beth con él.
– ¡Entra en la casa! Tenemos que entrar. Nos persiguen. No debemos dejar que nos vean. Nos esconderemos en el sótano. ¡Mira lo que hicieron a la cerradura! ¡Me rompieron la puerta!
– ¡No, Garrett! -dijo Mary Beth con voz ronca-. No vuelvo a ese lugar.
Pero el chico no dijo nada y la empujó a la cabaña. La silenciosa pelirroja caminó sin conservar el equilibrio y a duras penas entró. Garrett cerró la puerta de un golpe, mirando la madera resquebrajada y la cerradura rota con una expresión de congoja.
– ¡No! -gritó, al ver en el suelo los trozos de cristal del bote que había contenido el escarabajo.
Mary Beth, atónita porque el chico parecía más trastornado al ver que uno de sus bichos había escapado, caminó hacia Garrett y le dio un fuerte bofetón. Él parpadeó por la sorpresa y tambaleó hacia atrás.
– ¡Basura! -lo insultó la chica-. Me podrían haber matado.
El muchacho estaba aturdido.
– ¡Lo lamento! -expresó con voz quebrada-. No sabía nada de ellos. Pensé que no había nadie por aquí. No quería dejarte tanto tiempo sola, pero me detuvieron.
Colocó pedazos de madera bajo la puerta para que se mantuviera cerrada.
– ¿Detenido? -preguntó Mary Beth-. ¿Entonces qué haces aquí?
Por fin habló la pelirroja. Con una voz balbuceante dijo:
– Lo saqué de la cárcel. Para que pudiéramos encontrarte y traerte de vuelta. Para que ratificaras su historia del hombre del mono.
– ¿Qué hombre?
– En Blackwater Landing. El hombre del mono castaño, el que mató a Billy Stail.
– Pero… -la chica sacudió la cabeza-. Garrett mató a Billy. Lo golpeó con una pala. Yo lo vi. Sucedió justo delante de mí. Después me secuestró.
Mary Beth nunca había visto una expresión semejante en otro ser humano. Una conmoción y pena sin igual. La pelirroja comenzó a dirigirse hacia Garrett cuando algo le llamó la atención: las hileras de botes de frutas y vegetales Farmer John. Caminó lentamente hacia la mesa, como si fuera sonámbula y cogió uno. Miró la imagen en la etiqueta, un alegre granjero rubio con un mono castaño y una camisa blanca.
– ¿Lo inventaste? -le susurró a Garrett, levantando el bote-. No había tal hombre. Me mentiste.
Garrett se adelantó, rápido como un saltamontes para sacar un par de esposas del cinto de la pelirroja. Las cerró alrededor de las muñecas de Sachs.
– Lo lamento, Amelia -dijo-. Pero si te hubiera contado la verdad nunca me hubieras sacado de la cárcel. Era la única manera. Tenía que volver aquí. Tenía que volver a Mary Beth.
ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – EL MOLINO
Pintura marrón en los pantalones
Drosera
Arcilla
Musgo de turba
Zumo de frutas
Fibras de papel
Cebo de bolas malolientes
Azúcar
Canfeno
Alcohol
Keroseno
Levadura
Obsesivamente, los ojos de Lincoln Rhyme recorrían el diagrama de evidencias. De arriba a bajo, de abajo arriba.
Luego, otra vez.
¿Por qué demonios el cromatógrafo tardaba tanto?, se preguntó.
Jim Bell y Mason Germain estaban sentados cerca, ambos en silencio. Lucy había llamado unos minutos antes para contar que habían perdido el rastro y que esperaban al norte del remolque, en la localización C-5.
El cromatógrafo retumbó y todos los que estaban en el cuarto permanecieron quietos, a la espera de los resultados.
Largos minutos de silencio, rotos por fin por la voz de Ben Kerr. Habló con Rhyme en un murmullo.
– Solían llamarme así, sabe. Como usted está pensando.
Rhyme lo miró.
– «Big Ben». Como el reloj de Londres. Probablemente usted lo pensó también.
– No lo pensé. ¿Quieres decir en la escuela?
Ben asintió.
– En el instituto. Cuando tenía dieciséis años ya medía un metro noventa y pesaba ciento veinticinco kilos. Se reían mucho de mí. «Big Ben». Otros apodos también. De manera que nunca me sentí verdaderamente cómodo con mi apariencia. Pienso que quizá por eso me comporté de esa manera cuando lo vi.
– Los chicos te las hicieron pasar canutas, ¿eh? -preguntó Rhyme, admitiendo sus disculpas.
– Seguro que sí. Hasta que en los últimos años me incorporé al equipo de lucha e inmovilicé a Darryl Tennison en tres segundos con dos y a él le llevó más tiempo recuperar el aliento.
– Falté bastante a las clases de Educación Física -le contó Rhyme-. Conseguía que el doctor y mis padres me hicieran notas para librar, muy buenas notas debo decir, y me escabullía al laboratorio.
– ¿Hacía eso?
– Por lo menos dos veces por semana.
– ¿Y realizaba experimentos?
– Leía mucho, jugueteaba con el equipo… Unas pocas veces jugueteé también con Sonja Metzger.
Thom y Ben se rieron.
Pero Sonya, su primera novia, le hizo recordar a Amelia Sachs y no le gustó la dirección de sus pensamientos.
– Bien -dijo Ben-. Aquí estamos -la pantalla del ordenador había cobrado vida con los resultados de la muestra de control que Rhyme le había pedido. El hombretón movió la cabeza-. Esto es lo que tenemos: una solución al cincuenta y cinco por ciento de alcohol. Agua, muchos minerales.
– Agua de pozo -dijo Rhyme.
– Muy probablemente -el zoólogo continuó-: Luego hay vestigios de formaldehído, fenol, fructuosa, dextrosa y celulosa.
– Es suficiente para mí -anunció Rhyme. Pensó: «El pez puede estar todavía fuera del agua, pero le crecieron pulmones». Anunció a Bell y Mason-: Me equivoqué. Cometí un gran error. Vi la levadura y supuse que provendría del molino, no del lugar donde Garrett tiene oculta a Mary Beth. Pero ¿por qué tendría un molino provisiones de levadura? Sólo las tienen las panaderías… O -levantó una ceja hacia Bell- algún lugar donde destilen eso.
Señaló con la cabeza la botella que estaba sobre la mesa. El líquido que contenía era el que Rhyme pidió a Bell que fuera a buscar al sótano del Departamento del Sheriff. Era un licor ilegal al 110 por ciento, proveniente de una de las botellas de zumo que Rhyme vio que un policía guardaba cuando entraba al cuarto de las evidencias transformado en laboratorio. Eso era lo que Ben acababa de pasar por el cromatógrafo.
– Azúcar y levadura -continuó el criminalista-. Esos son los ingredientes del licor, y la celulosa de esa partida de licor ilegal -siguió Rhyme, mirando la pantalla del ordenador- proviene probablemente de las fibras de papel; supongo que cuando se hace este tipo de licor, hay que filtrarlo.
– Sí -confirmó Bell-. La mayoría de los destiladores utilizan filtros de café corrientes.
– Justo como la fibra que encontramos en las ropas de Garrett. La dextrosa y la fructuosa, azúcares complejos que se encuentran en la fruta, provienen del zumo de frutas que queda en las botellas. Ben dijo que era acre, como el zumo de arándano agrio de los pantanos. Y tú me dijiste, Jim, que esas botellas son las más usadas para envasar el licor. ¿Cierto?
– Ocean Spray.
– De manera que… -resumió Rhyme-, Garrett esconde a Mary Beth en la cabaña de un destilador ilegal, presumiblemente abandonada después de la incursión de los inspectores.
– ¿Qué incursión? -preguntó Mason.
– Bueno, es como el remolque -replicó Rhyme secamente, pues odiaba tener que explicar siempre lo obvio-. Si Garrett usa el lugar para esconder a Mary Beth, significa que está abandonado. ¿Y cuál es la única razón por la cual alguien abandonaría una destiladora en funcionamiento?
– El departamento de ingresos fiscales la reventó -dijo Bell.
– Cierto -dijo Rhyme-. Ve al teléfono y averigua la ubicación de todas las destiladoras que hayan sido descubiertas en los dos últimos años. Debe ser un edificio del siglo XIX, en un monte de árboles y pintado de marrón, a pesar de que no fuera de ese color cuando llegaron los inspectores. Queda a cuatro o cinco millas de donde vive Frank Seller y hay una torca cerca o hay que pasar por alguna para llegar a la casa desde el Paquo.
Bell se retiró para hablar con el departamento de ingresos fiscales.
– Esto está muy bien, Lincoln -dijo Ben-. Hasta Mason Germain parecía impresionado.
Un momento después Bell entró corriendo.
– ¡Lo tenemos! -examinó el folio que tenía en la mano y comenzó a trazar rumbos en el mapa, que terminaron en la localización B-4. Rodeó un punto-. Justo aquí. El jefe de investigaciones de ingresos me dijo que fue una operación grande. Irrumpieron allí hace un año y destruyeron la destiladora. Uno de sus agentes controló el lugar hace dos o tres meses y vio que alguien había pintado de marrón la cabaña, así que la examinó para ver si la usaban de nuevo. Pero constató que estaba vacía de manera que no le prestó más atención. Oh, y queda a cerca de veinte metros de una torca de buen tamaño.
– ¿Hay alguna manera de hacer que llegue un coche? -preguntó Rhyme.
– Debe haber -dijo Bell-. Todas las destiladoras están cerca de rutas, para llevar las materias primas y sacar el licor terminado.
Rhyme asintió y pidió con firmeza:
– Necesito una hora a solas con Sachs, para convencerla. Sé que lo puedo hacer.
– Es peligroso, Lincoln.
– Quiero esa hora -dijo Rhyme, y mantuvo la mirada de Bell.
Por fin, el sheriff dijo:
– Bien. Pero si Garrett se escapa esta vez, saldremos a cazarlo con todo lo que tenemos.
– Comprendido. ¿Crees que mi camioneta puede llegar hasta allí?
Bell dijo:
– Los caminos no son buenos, pero…
– Yo te llevaré -dijo Thom con firmeza-. Sea como sea, yo te llevaré.
Cinco minutos después de que se hubieran llevado a Rhyme del edificio del condado, Mason Germain observó el retorno de Jim Bell a su oficina. Esperó un instante y seguro de que nadie lo veía, salió al pasillo y se encaminó a la puerta delantera del edificio.
Había docenas de teléfonos en el edificio del condado que Mason podría haber utilizado para hacer su llamada, pero prefirió afrontar el calor y caminar con rapidez a través de la plaza hacia el grupo de teléfonos públicos de la calle lateral. Buscó en sus bolsillos y encontró unas monedas. Miró a su alrededor y cuando vio que estaba solo las insertó una a una en la ranura, miró un número escrito en un trozo de papel y marcó los dígitos.
Farmer John, Farmer John. Enjoy it fresh from Farmer John… Farmer John, Farmer John. Enjoy it fresh from Farmer John…
Al mirar la hilera de botes delante de ella, una docena de granjeros vestidos con monos castaños que la observaban con miradas burlonas, la mente de Amelia Sachs se impregnó de aquella tonta cancioncilla comercial, el himno a su bobería.
Que le había costado la vida a Jesse Corn y arruinado la suya también.
Apenas si se daba cuenta de dónde se encontraba, la cabaña en la que se sentaba, prisionera del chico por el que había arriesgado la vida para salvarlo. Tampoco era muy consciente de la agria discusión que tenía lugar entre Garrett y Mary Beth.
No, todo lo que podía ver era el pequeño agujero negro que apareció en la frente de Jesse.
Todo lo que podía escuchar era el monótono anuncio. Farmer John, Farmer John..
Entonces, de repente Sachs comprendió algo: en ocasiones Lincoln Rhyme solía irse mentalmente. Podía conversar pero sus palabras eran superficiales, podía sonreír pero su sonrisa era falsa, podía dar la impresión de que escuchaba pero no oía ni una palabra. En momentos como esos, ella sabía que estaba pensando en morir. Pensaba en encontrar a alguien de un grupo de asistencia al suicidio como la Lethe Society para que lo ayudara. O, para el caso, pagar a un asesino a sueldo para que lo hiciera, como algunas personas gravemente inválidas habían hecho. (Rhyme, que había colaborado en la detención de cantidad de hampones del crimen organizado, obviamente tenía algunas conexiones en ese campo. En realidad, probablemente habría unos cuantos que harían la tarea alegremente y gratis.)
Pero hasta aquel momento, con su propia vida tan destrozada como la de Rhyme, si no más, Sachs había estado convencida de que aquellos pensamientos de Rhyme eran erróneos. En aquel momento, sin embargo, comprendía cómo se sentía.
– ¡No! -gritó Garrett y miró hacia la ventana, aguzando el oído.
Tienes que escuchar todo el tiempo. Si no, pueden pillarte.
Sachs lo oyó también. Un coche se acercaba lentamente.
– ¡Nos encontraron! -gritó el muchacho, cogiendo la pistola. Corrió hacia la ventana y miró hacia fuera. Parecía confundido-. ¿Qué es eso? -preguntó.
Una puerta se cerró de golpe. Luego hubo una larga pausa.
Y escuchó:
– Sachs, soy yo.
Una débil sonrisa cruzó la cara de Amelia. Nadie en todo el universo podía haber encontrado aquel lugar excepto Lincoln Rhyme.
– Sachs, ¿estás ahí?
– ¡No! -murmuró Garrett-. ¡No digas nada!
Ignorándolo, Sachs se levantó y caminó hacia una ventana rota. Allí, frente a la cabaña, parada en un camino de tierra desigual, estaba la negra camioneta Rollx. Rhyme, en la Storm Arrow, había maniobrado para acercarse a la cabaña, tanto como pudo, hasta que un promontorio de tierra cerca del porche lo detuvo. Thom se hallaba a su lado.
– Hola, Rhyme -dijo Sachs.
– ¡Cállate! -murmuró el chico ásperamente.
– ¿Puedo hablar contigo? -preguntó el criminalista.
«¿Para qué?», se preguntó ella. No obstante, dijo:
– Sí -caminó hacia la puerta y dijo a Garrett-: Ábrela. Voy a salir.
– No, es una trampa -gritó el chico-. Nos atacarán.
– Abre la puerta, Garrett -dijo Sachs con firmeza y sus ojos lo atravesaron. Garrett miró a su alrededor. Luego se agachó y sacó las cuñas de debajo de la puerta. Sachs la abrió y las esposas que tenía en las muñecas sonaron como campanitas de trineo.
– Lo hizo él, Rhyme -dijo Sachs, sentada en los escalones del porche frente al criminalista-. Él mató a Billy… me equivoqué. Por completo.
Rhyme cerró los ojos. Qué horror debe estar sintiendo, pensó. La miró detenidamente, su cara pálida, sus ojos como piedras…
– ¿Mary Beth está bien? -preguntó.
– Está bien. Asustada pero bien…
– ¿Ella vio como lo mató?
Sachs asintió.
– ¿No había ningún hombre del mono? -preguntó Rhyme.
– No. Garrett lo inventó todo. Para que yo lo sacara de la cárcel. Lo había planeado todo desde el principio. Nos engañó sobre los Outer Banks. Tenía oculto un bote y provisiones. Había planeado qué hacer si los policías se acercaban. Hasta tenía un lugar para ocultarse, ese remolque que encontraste. La llave, ¿verdad? ¿La que encontré en el bote de avispas? Así es como seguiste nuestro rastro.
– Fue la llave -confirmó Rhyme.
– Debería de haber pensado en ello. Deberíamos haber ido a otro lado.
Él vio las esposas y reparó en Garrett que estaba en la ventana, observándolos con ira y con una pistola. Aquella era una situación en la que había rehenes; Garrett no iba a salir por su propia voluntad. Era hora de llamar al FBI. Rhyme tenía un amigo, Arthur Potter, ahora jubilado, pero todavía el mejor negociador en los casos de rehenes que la Oficina tuviera jamás. Vivía en Washington DC, y podría estar allí en unas horas.
Se volvió hacia Sachs:
– ¿Y Jesse Corn?
Ella sacudió la cabeza.
– No sabía que era él, Rhyme. Pensé que era uno de los amigos de Culbeau. Un policía me saltó encima y mi arma se disparó. Pero fue culpa mía, apunté a un blanco no identificado con un arma sin seguro. Rompí la regla número uno.
– Te conseguiré el mejor abogado del país.
– No importa.
– Importa, Sachs, importa. Ya pensaremos en algo.
Ella sacudió la cabeza.
– No hay nada que pensar, Rhyme. Es un asesinato. Un caso cerrado -entonces levantó la vista y miró por encima de Rhyme. Con el ceño frucido. Se puso de pie-. ¿Qué…?
De repente una voz de mujer gritó:
– ¡Quédate quieta donde estás! Amelia, estás arrestada.
Rhyme trató de darse la vuelta pero no pudo rotar la cabeza lo suficiente. Sopló en el controlador de su silla y retrocedió en semicírculo. Vio a Lucy y otros dos policías, agachados y corriendo desde el bosque. Tenían sus armas en la mano y mantenían la vista en las ventanas de la cabaña. Los dos hombres utilizaban los árboles para cubrirse. Pero Lucy caminó con audacia hacia Rhyme, Thom y Sachs, la pistola levantada hacia el pecho de la pelirroja.
¿Cómo había encontrado la cabaña la patrulla de rescate? ¿Habían oído la camioneta? ¿Lucy había reencontrado el rastro de Garrett?
¿O Ben había roto el trato y se lo había dicho?
Lucy caminó derecha hacia Sachs y sin un instante de pausa la golpeó con fuerza en la cara, aplastando su puño contra la barbilla de la mujer. Sachs emitió un débil gemido por el dolor y retrocedió. No dijo nada.
– ¡No! -gritó Rhyme. Thom se adelantó pero Lucy cogió a Sachs del brazo-. ¿Mary Beth está ahí dentro?
– Sí -la sangre le goteaba de la barbilla.
– ¿Está bien?
Movimiento afirmativo de la cabeza.
Con los ojos en la ventana de la cabaña, Lucy preguntó:
– ¿El chico tiene tu arma?
– Sí.
– Jesús. -Lucy llamó a los otros policías-. Ned, Trey, Garrett está adentro. Está armado -luego espetó a Rhyme-: Sugiero que se ponga a cubierto -empujó a Sachs sin delicadeza hacia la parte posterior de la camioneta del lado opuesto a la cabaña.
Rhyme siguió a las mujeres y Thom sostuvo la silla para lograr estabilizarla cuando cruzaba el terreno abrupto.
Lucy se volvió a Sachs, asiéndola por los brazos.
– ¿Lo hizo él, verdad? ¿Mary Beth te lo dijo, no es cierto? Garrett mató a Billy.
Sachs miró al suelo. Finalmente dijo:
– Sí… Lo siento. Yo…
– Lo lamento no significa una maldita cosa para mí o para cualquier otro y menos que nadie para Jesse Corn… ¿Tiene Garrett otras armas ahí dentro?
– No lo sé. No vi ninguna.
Lucy se volvió hacia la cabaña y gritó:
– ¿Garrett, puedes oírme? Soy Lucy Kerr. Quiero que dejes el revólver y salgas con las manos en la cabeza. Hazlo ahora mismo, ¿de acuerdo?
La única respuesta consistió en que la puerta se cerró de golpe. Un débil ruido llenó el claro cuando Garrett afirmó la puerta con un martillo o usando las cuñas de madera. Lucy sacó su teléfono móvil y empezó a hacer una llamada.
– Eh, policía -la interrumpió la voz de un hombre- ¿necesitas ayuda?
Lucy se volvió.
– Oh, no -murmuró.
Rhyme también miró hacia el lugar de donde venía la voz. Un hombre alto y con coleta, que llevaba un rifle de caza, corría por el pasto hacia ellos.
– Culbeau -le espetó Lucy- tengo una situación peligrosa y no puedo lidiar contigo también. Sólo sigue tu camino, sal de aquí -sus ojos percibieron algo en el campo. Había otro hombre que caminaba lentamente hacia la cabaña. Llevaba un rifle negro del ejército y entrecerraba los ojos pensativo mientras inspeccionaba el campo y la cabaña-. ¿Ése es Sean?-preguntó Lucy.
Culbeau dijo:
– Sí, y Harris Tomel está allí.
Tomel se acercaba hacia el alto policía de color. Estaban conversando informalmente, como si se conocieran.
Culbeau insistió:
– Si el chico está en la cabaña podrías necesitar alguna ayuda para hacerlo salir. ¿Qué podemos hacer?
– Este es un asunto policial, Rich. Vosotros tres, idos de aquí. Ahora. ¡Trey! -llamó al policía negro-. Sácalos.
El tercer policía, Ned, caminó hacia Lucy y Culbeau.
– Rich -lo llamó- ya no hay ninguna recompensa. Olvídala y…
El disparo del poderoso rifle de Culbeau abrió un agujero en el pecho de Ned y el impacto lo tiró varios metros hacia atrás. Trey miró a Harris Tomel, a sólo tres metros de él. Los dos hombres miraron a su alrededor tan conmocionados el uno como el otro. Ninguno se movió durante un instante.
Luego se oyó un alarido como el grito de una hiena, emitido por Sean O'Sarian, que levantó su rifle del ejército y disparó tres veces contra Trey por la espalda. Muerto de risa, desapareció por el campo.
– ¡No! -gritó Lucy y levantó su pistola hacia Culbeau, pero para cuando disparó, los hombres estaban a cubierto en los altos pastos que rodeaban la cabaña.
Rhyme sintió el impulso instintivo de tirarse al suelo, pero, por supuesto, se quedó sentado en la silla de ruedas Storm Arrow. Más balas golpearon contra la camioneta donde Sachs y Lucy, ahora boca abajo en el césped, habían estado momentos antes. Thom estaba de rodillas, tratando de mover la pesada silla para sacarla de la depresión de tierra blanda donde estaba atascada.
– ¡Lincoln! -gritó Sachs.
– Estoy bien. ¡Corre! Ve al otro lado de la camioneta. Cúbrete.
Lucy dijo:
– Pero Garrett nos puede dar desde allí.
Sachs rugió:
– ¡Pero Garrett no es el maldito que nos dispara!
Otra ráfaga de escopeta falló por treinta centímetros; los perdigones sonaron a lo largo del porche. Thom puso el mecanismo de la silla de ruedas en automático y la empujó hacia el lado de la camioneta que daba a la cabaña.
– Mantente agachado -dijo Rhyme a su ayudante, que ignoró un disparo que silbó cerca de ellos destrozando una ventanilla lateral del vehículo.
Lucy y Sachs siguieron a los dos hombres a la zonal sombreada que se extendía entre la camioneta y la cabaña.
– ¿Por qué demonios están haciendo esto? -gritó Lucy. Disparó varios tiros e hizo que O'Sarian y Tomel corrieran en busca de refugio. Rhyme no podía ver al Culbeau pero sabía que el hombre se hallaba en algún lugar directamente frente a ellos. El rifle que llevaba era muy poderoso y estaba provisto de una gran mira telescópica.
– Quítame las esposas y dame el revólver -aulló Sachs.
– Dáselo -dijo Rhyme-. Tira mejor que tú.
– ¡De ninguna manera! -la policía negó con la cabeza con expresión de sorpresa ante esta sugerencia. Más balas golpearon el metal de la camioneta y arrancaron trozos de madera del porche.
– ¡Tienen unos jodidos rifles! -gritó Sachs con rabia-. No puedes competir con ellos. ¡Dame el revólver!
Lucy apoyó la cabeza contra un costado de la camioneta y observó conmocionada a los policías muertos que yacían sobre la hierba.
– ¿Qué pasa? -murmuró, sollozando-. ¿Qué está pasando?
Su refugio, la camioneta, no les serviría durante mucho tiempo más. Los protegía de Culbeau y su rifle, pero los otros dos se acercaban por los costados. En pocos minutos iniciarían un fuego cruzado.
Lucy disparó dos veces más, hacia la hierba desde donde un momento antes había salido otra ráfaga de escopeta.
– No malgastes municiones -ordenó Sachs-. Espera hasta tener un blanco definido. Si no…
– Cállate de una vez -le gritó Lucy con furia. Se palmeó los bolsillos-. Perdí el maldito teléfono.
– Lincoln -dijo Thom-. Te voy a sacar de la silla. En ella eres un objetivo muy visible.
Rhyme asintió. El ayudante desató el arnés, colocó los brazos alrededor del pecho de Rhyme, lo sacó de la silla y lo puso sobre el suelo. Rhyme trató de levantar la cabeza para ver lo que pasaba pero una contractura, un calambre atroz, le agarró los músculos del cuello y tuvo que bajar la cabeza sobre la hierba hasta que el dolor pasó. Nunca se había sentido tan afectado por su inutilidad como en aquel momento.
Más disparos. Se acercaban. Y más risa insana por parte de O'Sarian.
– Eh, señorita, ¿dónde estás?
Lucy musitó:
– Casi están en posición.
– ¿Municiones? -preguntó Sachs.
– Todavía tengo tres en la recámara, y un Speedloader.
– ¿Con seis balas?
– Sí.
Un disparo dio en el respaldo de la Storm Arrow y la tiró a un costado. A su alrededor se levantó una nube de polvo.
Lucy disparó contra O'Sarian pero su risa y la respuesta graneada de su Colt dijeron que había fallado.
Los tiros del rifle también les hicieron advertir que en un minuto o dos estarían completamente rodeados. Morirían allí, tiroteados, atrapados en aquel lúgubre valle entre la camioneta destrozada y la cabaña. Rhyme se preguntó qué sentiría cuando las balas penetraran en su cuerpo. No sentiría dolor, por supuesto, ni siquiera una presión en su carne insensible. Miró a Sachs, que lo observaba con el desaliento reflejado en los ojos.
Tu y yo, Sachs…
Luego Rhyme miró hacia el frente de la cabaña.
– Mirad -llamó.
Lucy y Sachs siguieron sus ojos.
Garrett había abierto la puerta.
Sachs dijo:
– Entremos.
– ¿Estás loca? -gritó Lucy-. Garrett está con ellos. Están de acuerdo.
– No -dijo Rhyme-. Ha tenido oportunidad de disparar desde la ventana y no lo hizo.
Dos disparos más, muy cerca. Los arbustos próximos crujieron.
Lucy levantó la pistola.
– ¡No malgastes las municiones! -gritó Sachs. Pero Lucy se irguió y disparó dos rápidos tiros hacia el sonido. La piedra que uno de los hombres había lanzado para agitar los arbustos y engañar a Lucy para que saliera a descubierto rodó a la vista de todos. Lucy saltó a un lado justo cuando la ráfaga de la escopeta de Tomel, dirigida a su espalda, silbó a un lado y se incrustó en el costado de la camioneta.
– Mierda -gritó la policía. Tiró los cartuchos vacíos y recargó con el Speedloader.
– Adentro -dijo Rhyme-. Ahora.
Lucy asintió:
– De acuerdo.
Rhyme dijo:
– Llévame con el sistema del bombero -aquélla era una mala posición para transportar a un tetrapléjico, ponía tensión en partes del cuerpo que no estaban acostumbradas a ella, pero era más rápida y Thom estaría expuesto a los disparos durante el menor tiempo posible. Rhyme también pensaba que su propio cuerpo protegería al de Thom.
– No -dijo Thom.
– Hazlo, Thom. Sin discutir.
Lucy dijo:
– Os cubriré. Id los tres juntos. ¿Listos?
Sachs asintió. Thom levantó a Rhyme, acunándolo como a un niño entre sus fuertes brazos.
– Thom -protestó Rhyme.
– Cállate, Lincoln -soltó el ayudante-. Estamos haciéndolo a mi modo.
– Id -dijo Lucy.
Rhyme no pudo oir nada por el estruendo de algunos disparos. Todo se volvió confuso cuando subieron a la carrera los escasos escalones que llevaban a la cabaña.
Varias balas más penetraron en la madera de la cabaña cuando entraron. Un instante después Lucy irrumpió en el cuarto y cerró de un golpe la puerta. Thom puso a Rhyme suavemente sobre el canapé.
Rhyme vislumbró a una joven aterrorizada, sentada en una silla y que lo miraba. Mary Beth McConnell.
Garrett Hanlon, con su cara roja y manchada, los ojos muy abiertos por el miedo, se sentaba haciendo sonar las uñas de una mano como un maniático, sosteniendo el arma torpemente con la otra. Lucy le puso la pistola frente a la cara.
– ¡Dame ese arma! -gritó-. ¡Ahora, ahora!
Garrett pestañeó e inmediatamente le dio la pistola. Lucy se la puso en el cinto y murmuró algo. Rhyme no lo pudo escuchar, estaba mirando los ojos sorprendidos y asustados del chico, los ojos de un niño. Y pensó: comprendo por qué tuviste que hacerlo, Sachs. Por qué creíste en él. Por qué tuviste que salvarlo.
Comprendo…
Dijo:
– ¿Estáis todos bien?
– Bien -dijo Sachs.
Lucy asintió.
– En realidad -intervino Thom, casi pidiendo disculpas- no todos.
Levantó la mano que se apoyaba en su vientre liso y mostró la sangrienta herida por donde había penetrado la bala. Luego el ayudante cayó de rodillas, rompiendo los pantalones que con tanto esmero había planchado aquella misma mañana.
Examinar la herida para prevenir una hemorragia severa y detener la pérdida de sangre. Si fuera posible, controlar si el paciente sufre una conmoción.
Amelia Sachs, entrenada en un curso de primeros auxilios básicos de la NYPD para oficiales de patrulla, se inclinó sobre Thom y examinó la herida.
El ayudante yacía sobre la espalda, consciente pero pálido, sudando profusamente. Amelia apretó una mano sobre la herida.
– ¡Quítame las esposas! -gritó-. No puedo asistirlo de esta forma.
– No -dijo Lucy.
– Jesús -murmuró Sachs y examinó lo mejor que pudo el estómago de Thom, con las esposas puestas.
– ¿Cómo estás, Thom? -dejó escapar Rhyme-. Hablanos.
– No siento nada… Es como… Es gracioso… -puso los ojos en blanco y se desmayó.
Un crujido sobre sus cabezas. Una bala penetró por la pared, seguida por el estruendo de una ráfaga de escopeta que impactó en la puerta. Garrett alcanzó a Sachs un fajo de toallitas de papel. Ella las apretó contra la herida del vientre de Thom. Lo palmeó suavemente en la cara. Él no respondió.
– ¿Está vivo? -preguntó Rhyme desalentado.
– Está respirando. Muy levemente pero respira. La herida de salida no es demasiado grave pero no sé que tipo de daño hay dentro.
Lucy miró rápido por la ventana y se agachó.
– ¿Por qué están haciendo esto…?
Rhyme aventuró:
– Jim dijo que se dedicaban al licor ilegal. Quizá codiciaban este lugar y no querían que lo encontráramos. O quizá hay un laboratorio de drogas en las inmediaciones.
– Aparecieron dos hombres antes que vosotros, trataron de entrar -pudo decir Mary Beth-. Me dijeron que estaban exterminando campos de marihuana pero yo creo que la cultivaban. Podrían trabajar juntos.
– ¿Dónde está Bell? -preguntó Lucy-. ¿Y Mason?
– Estará aquí en media hora -dijo Rhyme.
Lucy sacudió la cabeza con desánimo ante esta información. Luego miró por la ventana otra vez. Se puso rígida cuando pareció percatarse de un blanco. Levantó la pistola y apuntó con rapidez.
Demasiado rápido.
– ¡No, déjame! -gritó Sachs.
Pero Lucy disparó dos veces. Su mueca les indicó que había errado. Entrecerró los ojos.
– Sean acaba de encontrar un bidón. Un bidón rojo. ¿Qué contiene, Garrett? ¿Gasolina? -el chico se acurrucó en el suelo, muerto de miedo-. ¡Garrett! ¡Hablame!
Se volvió hacia ella.
– ¿El bidón rojo? ¿Qué hay en él?
– Es keroseno. Para el bote.
Lucy murmuró:
– Diablos, van a prendernos fuego para que salgamos.
– Mierda -gritó Garrett. Se puso de rodillas, mirando a Lucy con ojos desorbitados.
Sachs parecía ser la única que sabía lo que vendría.
– No, Garrett, no…
El muchacho la ignoró y abrió la puerta de golpe y medio corriendo y medio a gatas, atravesó el porche. Las balas impactaron en la madera, siguiéndolo… Sachs no podía saber si lo habían herido.
Entonces se hizo un silencio. Los hombres se acercaron a la cabaña con el keroseno.
Sachs miró alrededor del cuarto, lleno de polvo por el impacto de las balas y vio:
A Mary Beth, que se abrazaba llorando.
A Lucy, con los ojos llenos de un odio satánico, que examinaba su pistola.
A Thom, que lentamente se desangraba.
A Lincoln Rhyme, de espaldas, respirando con fuerza.
Tu y yo…
Con voz calma Sachs dijo a Lucy:
– Tenemos que salir. Tenemos que detenerlos. Nosotras dos.
– Ellos son tres y tienen rifles.
– Van a prender fuego a la cabaña. Nos quemaremos vivos o nos mataran cuando salgamos. No tenemos opción. Quítame las esposas. -Sachs levantó sus muñecas-. Tienes que hacerlo.
– ¿Cómo puedo confiar en ti? -murmuró Lucy-. Nos preparaste una emboscada en el río.
Sachs preguntó:
– ¿Una emboscada? ¿De qué hablas?
Lucy frunció el entrecejo.
– ¿De qué estoy hablando? Usaste el bote como señuelo y disparaste contra Ned cuando lo fue a buscar.
– ¡Qué dices! Tú pensaste que estábamos bajo el bote y nos disparaste.
– Sólo después que tu… -luego la voz de Lucy se apagó y movió la cabeza, al darse cuenta de lo sucedido.
Sachs dijo a la policía:
– Eran ellos. Culbeau y los otros. Uno de ellos disparó primero. Para asustaros y haceros ir más despacio…
– Y nosotros pensamos que erais vosotros.
Sachs levantó las muñecas.
– No tenemos opción.
La policía miró a Sachs con detenimiento; luego lentamente metió la mano en el bolsillo y sacó la llave de las esposas. Abrió los brazaletes de cromo. Sachs se restregó las muñecas.
– ¿Cuál es la situación respecto a las municiones?
– Me quedan cuatro balas.
– Yo tengo cinco en mi cargador -dijo Sachs, tomando su Smith & Wesson de cañón largo de manos de Lucy y examinando el tambor.
Sachs miró a Thom. Mary Beth se adelantó.
– Yo lo cuidaré…
– Una cosa -dijo Sachs-, es gay. Se hizo los análisis pero…
– No importa -contestó la chica-. Tendré cuidado. Idos.
– Sachs -dijo Rhyme-. Yo…
– Luego, Rhyme. Ahora no tenemos tiempo. -Sachs se dirigió a la puerta, miró afuera rápidamente y sus ojos captaron la topografía del campo, lo que podía servir para cubrirse y las posiciones de tiro. Con las manos libres y con un poderoso revólver en la palma, se sentía confiada nuevamente. Aquél era su mundo: armas y velocidad. No podía pensar en Lincoln Rhyme y su operación, en la muerte de Jesse Corn, en la traición de Garrett Hanlon, en lo que le esperaba si salían de aquella terrible situación.
Cuando te mueves no pueden pillarte…
Dijo a Lucy:
– Saldremos por la puerta. Tú vas hacia la parte de atrás de la camioneta pero no te detengas, pase lo que pase. Sigue corriendo hasta llegar al pasto. Yo voy a la derecha, hacia ese árbol que está allí. Llegaremos a la hierba alta y nos agacharemos, nos moveremos hacia delante, hacia el bosque y los rodearemos.
– Nos verán salir por la puerta.
– Se supone que nos verán. Queremos que sepan que somos dos y que estamos en algún lugar del campo, entre la hierba. Se mantendrán nerviosos y mirando por encima del hombro. No dispares hasta no tener un blanco concreto. No puedes fallar. ¿Lo entiendes?… ¿Verdad?
– Sí.
Sachs tomó el pomo de la puerta con su mano izquierda. Sus ojos se encontraron con los de Lucy.
Uno de ellos, O'Sarian, con Tomel a su lado, arrastraba el bidón de keroseno hacia la cabaña, sin prestar atención a la puerta delantera. De manera que cuando las dos mujeres salieron corriendo, se dividieron y buscaron refugio, ninguno de los dos sacó el arma a tiempo para realizar un disparo certero.
Culbeau, ubicado de tal forma que podía cubrir el frente y los lados de la cabaña, no debía esperarse tampoco que saliera nadie, porque en el momento en que su rifle para ciervos disparó, tanto Sachs como Lucy rodaban en los altos pastos que rodeaban la cabaña.
O'Sarian y Tomel desaparecieron también en los pastos. Culbeau gritó:
– Las dejasteis salir. ¿Qué mierda estáis haciendo? -disparó otra vez contra Sachs, que se tiró a tierra; cuando miró de nuevo también Culbeau se ocultó.
Había tres víboras mortales frente a las mujeres. Y ni una pista de dónde estaban.
Culbeau gritó:
– Id a la derecha.
Uno de los otros dos respondió:
– ¿Hacia dónde? -Sachs pensó que era Tomel.
– Pienso… espera.
Luego, silencio.
Sachs se deslizó hacia donde había visto a Tomel y O'Sarian un instante antes. Apenas si podía vislumbrar algo rojo y se movió en esa dirección. La brisa cálida empujó a un lado los pastos y Sachs vio que era el bidón de kerosene Se acercó unos metros más, y cuando el viento cooperó nuevamente, apuntó hacia abajo y disparó directamente al fondo del bidón que tembló por el impacto y derramó un líquido claro.
– Mierda -gritó uno de los hombres y escuchó un movimiento entre los arbustos cuando, supuso Sachs, se alejó del bidón, que no obstante no se prendió.
Más ruidos, pisadas.
¿Pero de dónde provenían…?
Sachs vio un destello de luz a quince metros dentro del campo. Era cerca de donde había estado Culbeau, y Sachs pensó que sería la mira telescópica o el receptor de su poderoso rifle. Levantó la cabeza con cuidado y se encontró con la mirada de Lucy, se señaló a sí misma y luego al destello. La policía asintió e hizo un gesto hacia el costado. Sachs afirmó con la cabeza.
Pero cuando Lucy se dirigió a través de la hierba hacia el costado izquierdo de la cabaña, corriendo agachada, O'Sarian se irguió y, riéndose como un loco, comenzó a disparar con su Colt. Lucy constituía, en aquel momento, un blanco perfecto y sólo porque O'Sarian era un tirador impaciente se salvó. La policía se echó a tierra mientras a su alrededor saltaba el polvo, luego se levantó y disparó una bala, que pasó muy cerca del hombrecillo, que buscó refugio dando un salto y gritando.
– ¡Buen intento, cariño!
Sachs siguió hacia adelante, hacia el nido de francotirador de Culbeau. Escuchó varios disparos más. Tiraban con un revólver, un rifle militar y una escopeta.
Estaba preocupada por que hubieran herido a Lucy, pero un instante después escuchó la voz de la joven que gritaba:
– Amelia, va hacia ti…
El ruido de pisadas sobre la hierba. Una pausa. Crujidos.
¿Quién era? ¿Dónde estaba? Sintió pánico y miró a su alrededor, mareada.
Luego, el silencio. La voz de un hombre gritó algo ininteligible.
El viento dividió nuevamente los pastos y Sachs vio el destello de la mira telescópica del rifle de Culbeau. Estaba casi frente a ella, a quince metros, en una pequeña elevación, un buen lugar desde donde disparar. Podía aparecer entre los pastos con su formidable rifle y cubrir todo el campo. Marchó a gatas con rapidez, convencida de que estaría apuntando a Lucy a través de la poderosa mira telescópica, o a la cabaña y a Rhyme, o Mary Beth a través de la ventana.
¡Más rápido, más rápido!
Se puso de pie y comenzó a correr agachada. Culbeau estaba todavía a diez metros.
Pero sucedió que Sean O'Sarian estaba mucho más cerca, como descubrió Sachs cuando corrió hacia el claro y se lo llevó por delante. El hombre jadeó cuando la chica cayó de espaldas. Olía a licor y sudor.
Sus ojos eran los de un loco; parecía tan enajenado como un esquizofrénico.
Tras un instante interminable, Sachs levantó su pistola y él dirigió el Colt hacia ella. Sachs saltó hacia atrás y se escondió en los pastos. Ambos dispararon simultáneamente. La chica escuchó los tres disparos con los que O'Sarian vació su cargador. Erró los tres. Ella también erró su único disparo; cuando se echó por tierra y buscó un blanco, el hombre saltó por el campo, aullando.
No pierdas la oportunidad, se dijo Sachs. Y se arriesgó a que Culbeau le diera cuando se levantó y apuntó contra O'Sarian. Pero antes de que pudiera disparar, Lucy Kerr se plantó y disparó una vez mientras él corría hacia ella. La cabeza del hombre se levantó y pudo verse como se tocaba el pecho. Otra carcajada. Luego desapareció en los pastos.
La expresión de la cara de Lucy era de conmoción. Sachs se preguntó si sería la primera vez que mataba en acto de servicio. Luego Lucy se tiró al suelo. Un momento después varias ráfagas de escopeta destruían la vegetación donde había estado.
Sachs continuó yendo hacia Culbeau, que ahora se movía muy rápido. Era posible que conociera la posición de Lucy y cuando la chica se pusiera de pie otra vez le ofrecería un blanco perfecto.
Ocho metros, cinco…
El destello de la mira telescópica se hizo más brillante. Sachs se tiró al suelo. Se encogió, esperando el disparo. Pero aparentemente el hombre no la había visto. No hubo disparos y ella siguió el avance arrastrando el vientre, dirigiéndose a la derecha para flanquearlo. Sudaba y la artritis atormentaba sus articulaciones.
Dos metros.
Lista.
Se encontraba en una mala posición de tiro porque, al estar Culbeau en una colina, con el fin de apuntarle correctamente tendría que rodar hasta el claro a la derecha del hombre y ponerse de pie. No habría refugio. Si no lo superaba inmediatamente, ofrecería un blanco muy claro. Y aun si lo hería, Tomel dispondría de algunos largos segundos para darle con la escopeta de perdigones.
Pero no se podía hacer otra cosa.
Cuando te mueves…
Arriba el Smittie, presiona el gatillo.
Una respiración profunda…
No te pueden dar.
¡Ahora!
Saltó hacia delante y rodó por el claro. Se apoyó en una rodilla y apuntó al rifle.
Y gimió de desánimo.
El «rifle» de Culbeau era un caño de una antigua destiladora y la mira una parte de una botella apoyada en lo alto. Exactamente la misma triquiñuela que ella y Garrett habían utilizado en la casa a orillas del Paquenoke.
Engañada…
El pasto crujió cerca. Una pisada. Amelia Sachs se tiró al suelo como una polilla.
Las pisadas se acercaban a la cabaña, pisadas poderosas, primero a través de los matorrales y luego a través de la tierra y más tarde sobre los escalones de madera que llevaban a la cabaña. Se movían lentamente. A Rhyme le sonaban más a despreocupación que a cautela. Lo que significaba que estaban confiados y por lo tanto eran peligrosos.
Lincoln Rhyme se esforzó por levantar la cabeza del canapé pero no pudo ver quién se acercaba.
Un crujido de las maderas del suelo y Rich Culbeau, llevando un largo rifle, miró hacia adentro.
Rhyme sintió otro acceso de pánico. ¿Estaba bien Sachs? ¿Le había impactado uno de las docenas de disparos que había oído? ¿Yacía herida en algún lugar del polvoriento campo? ¿O muerta?
Culbeau miró a Rhyme y a Thom y llegó a la conclusión de que no constituían una amenaza. Todavía parado en la puerta, preguntó a Rhyme.
– ¿Dónde está Mary Beth?
Rhyme mantuvo la mirada del hombre y contestó:
– No lo sé. Corrió hacia afuera a buscar ayuda. Hace cinco minutos.
Culbeau echó un vistazo por el cuarto y luego sus ojos se detuvieron en la puerta del sótano.
Rhyme dijo rápidamente:
– ¿Por qué hace esto? ¿Qué está buscando?
– Corrió hacia afuera, ¿no? No la vi hacerlo. -Culbeau entró en la cabaña y sus ojos se mantuvieron en la puerta del sótano. Luego señaló con la cabeza detrás de él, hacia el campo-. No deberían haberlo dejado solo aquí. Cometieron un error -estudiaba el cuerpo de Rhyme-. ¿Qué le pasó?
– Me lesioné en un accidente.
– Usted es el tipo de Nueva York del que todos hablan, el que descubrió que Mary Beth estaba aquí. ¿Realmente no se puede mover?
– No.
Culbeau emitió una risita de curiosidad como si hubiera pescado una clase de pez desconocido.
Los ojos de Rhyme se dirigieron a la puerta del sótano y luego de vuelta a Culbeau.
El hombre dijo:
– Seguro que se metió en un lío con esto. Más de lo que supone…
Rhyme no contestó nada y finalmente Culbeau caminó hacia delante y apuntó con su rifle, que sostenía con una mano, a la puerta del sótano.
– Mary Beth se fue, ¿verdad?
– Se fue corriendo. ¿Adonde va usted? -preguntó Rhyme.
Culbeau dijo:
– Ella esta allí, ¿no es cierto? -abrió la puerta rápidamente y disparó, metió un cartucho y disparó otra vez. Tres veces más. Luego escudriñó la oscuridad llena de humo y cargó el arma de nuevo.
Fue entonces cuando Mary Beth McConnell, blandiendo su primitivo garrote, salió de detrás de la puerta delantera, donde había estado esperando. Frunció el ceño con determinación y golpeó fuerte con el arma. Le dio a un costado de la cabeza de Culbeau, rasgando parte de la oreja. El rifle cayó de su mano y se deslizó escaleras abajo hacia la oscuridad del sótano. Pero no estaba muy lastimado. Amagó con su enorme puño y golpeó a Mary Beth directamente en el pecho. Ella jadeó y cayó al suelo, sin resuello. Quedó de costado, lamentándose.
Culbeau se tocó la oreja y examinó la sangre. Luego observó a la chica. De una funda que tenía en el cinto tomó una navaja retráctil y la abrió. Cogió a la muchacha por el pelo y la levantó, dejando expuesta su garganta.
Ella lo cogió por la muñeca y trató de detenerlo, pero los brazos del hombre eran enormes y la hoja oscura se acercaba cada vez más a su garganta.
– Detente -ordenó una voz desde el umbral. Garrett Hanlon estaba entrando a la cabaña y en sus manos sostenía una gran roca gris. Se acercó a Culbeau-. Déjala ya y sal de aquí.
Culbeau soltó el cabello de Mary Beth cuya cabeza dio contra el suelo. El hombre retrocedió. Tocó de nuevo su oreja e hizo un gesto de dolor.
– Eh, muchacho, ¿quién eres tú para ordenarme nada?
– Vamos, sal…
Culbeau rió fríamente.
– ¿Por qué volviste? Peso cuarenta kilos más que tú. Y tengo una navaja Buck. Todo lo que tú tienes es esa piedra. Bueno, ven aquí. Veamos quién gana y terminemos con esto.
Garrett hizo sonar dos veces las uñas. Se agachó como un luchador y caminó hacia delante con lentitud. Su cara mostraba una determinación siniestra. Simuló lanzar la piedra varias veces y Culbeau retrocedió e hizo una finta. Luego se rió, pues evaluó a su adversario y dedujo que no constituía una gran amenaza. Se lanzó hacia delante y arrojó el cuchillo hacia el angosto vientre de Garrett. El chico saltó hacia atrás y la hoja no le dio. Pero Garrett había calculado mal la distancia y se golpeó con fuerza contra el muro. Cayó de rodillas, atontado.
Culbeau se limpió la mano en los pantalones y cogió el cuchillo nuevamente. Inspeccionó a Garrett sin emoción, como si estuviera a punto de rematar un ciervo. Caminó hacia el chico.
Se produjo entonces un movimiento confuso en el suelo. Mary Beth, todavía echada, cogió el garrote y lo estrelló contra el tobillo de Culbeau, quien gritó al recibir el golpe y se volvió hacia la chica, levantando el cuchillo. Pero Garrett se lanzó hacia adelante y lo empujó con fuerza en el hombro. Culbeau perdió el equilibrio y se deslizó de rodillas por las escaleras del sótano. Se pudo detener a medio camino.
– Eres una mierdecita -gruñó.
Rhyme vio que Culbeau buscaba a tientas su rifle en las oscuras escaleras del sótano.
– ¡Garrett! ¡Ve por el rifle!
El chico se limitó a caminar lentamente hacia el sótano y levantó la piedra. Pero no la tiró. ¿Qué estaba haciendo?, se preguntó Rhyme. Observó cómo Garrett sacaba un tapón de tela de un extremo. Bajó la vista hacia Culbeau y dijo:
– No es una piedra.
Y, cuando las primeras avispas de chaqueta amarilla salieron volando del agujero, lanzó el nido a la cara de Culbeau y cerró de un golpe la puerta del sótano. Puso el cerrojo y retrocedió.
Dos balas atravesaron la madera de la puerta del sótano y se perdieron en el techo.
Pero no hubo más disparos. Rhyme pensó que Culbeau dispararía más de una vez.
Pero también pensó que los aullidos provenientes del sótano durarían más de lo que lo hicieron.
Harris Tomel supo que era hora de salir de aquel infierno y volver a Tanner's Corner.
O'Sarian estaba muerto, no se perdía nada y Culbeau había entrado en la cabaña para despachar al resto. De manera que la tarea de Tomel consistía en encontrar a Lucy. Pero no le importaba. Todavía sentía vergüenza por haber retrocedido cuando se enfrentó a Trey Williams y fue aquel loquito de mierda de O'Sarian quien le salvó la vida.
Bueno, no iba a paralizarse otra vez.
Luego, cerca de un árbol un poco alejado, vislumbró algo marrón. Observó. Sí, allí, a través de una bifurcación de dos ramas, podía distinguir la blusa marrón del uniforme de Lucy Kerr.
Con la escopeta de dos mil dólares en la mano, se acercó más. No era un buen disparo, no se presentaba un blanco claro. Sólo parte de su pecho, visible a través de la horqueta de un árbol. Un disparo difícil con un rifle. Pero posible con la escopeta. Puso el obturador al final de la boca del cañón a fin de que los perdigones se desparramaran en un radio más amplio y tuviera una ocasión mejor de darle a la chica.
Se irguió, colocó la mira para que diera justo en el centro de la blusa y apretó el gatillo.
Un gran retroceso del arma. Luego Tomel entrecerró los ojos para ver si había dado en su objetivo.
Oh, Cristo… ¡Otra vez, no! La blusa flotaba en el aire, impulsada por el impacto de los perdigones. Lucy la había colgado en un árbol para engañarlo y hacer que descubriera su posición.
– Quédate quieto, Harris -ordenó la voz de Lucy, detrás de él-. Ya terminó todo…
– Estuvo bien -dijo él-. Me engañaste -se volvió para mirarla, sosteniendo la Browning a nivel de la cintura, escondido en la hierba y con la escopeta apuntando en dirección a la policía. Ella tenía una camiseta blanca.
– Deja caer tu arma -ordenó la chica.
– Ya lo hice -dijo él.
No se movió.
– Déjame ver tus manos. En el aire. Ahora, Harris. Último aviso.
– Mira, Lucy…
El paso medía un metro. Se dejaría caer y dispararía para darle en las rodillas. Luego la remataría a quemarropa. No obstante, era un riesgo. Ella todavía podría disparar una o dos veces.
Luego él se percató de algo: una mirada en sus ojos. Una mirada de incertidumbre. Y le pareció que la policía sostenía el arma demasiado amenazadoramente.
Estaba echándose un farol.
– No tienes más municiones -dijo Tomel, sonriente.
Hubo una pausa y la expresión de la cara de Lucy lo confirmó. Tomel levantó la escopeta con ambas manos y le apuntó. Ella miró hacia atrás sin esperanzas.
– Pero yo sí -dijo una voz cercana. ¡La pelirroja! La miró y el instinto dijo al hombre: «Es una mujer. Vacilará. Puedo disparar primero». Se volvió hacia ella.
La pistola en manos de Sachs disparó y lo último que sintió Tomel fue un golpecito a un costado de la cabeza.
Lucy Kerr vio tambalearse a Mary Beth hasta el porche y gritar que Culbeau estaba muerto y que Rhyme y Garrett estaban bien.
Amelia Sachs asintió y caminó hacia el cuerpo de Sean O'Sarian. Lucy volvió su atención hacia el de Harris Tomel. Se inclinó y cogió con manos temblorosas la escopeta Browning. Pensó que si bien debería sentirse horrorizada por tomar aquella elegante arma del muerto, en realidad todo lo que pensaba era en la propia escopeta. Se preguntaba si estaría cargada todavía.
La pregunta fue contestada al martillar el arma, perdió un cartucho pero se aseguró de que había otro en la recámara.
A quince metros de ella Sachs se inclinaba sobre el cuerpo de O'Sarian, examinándolo, apuntando con su pistola al cadáver. Lucy se preguntó por qué se molestaba en hacerlo, luego decidió que sería el procedimiento usual.
Encontró su blusa y se la puso. Estaba rasgada por los perdigones de la escopeta pero le daba vergüenza su cuerpo con la liviana camiseta. Lucy se recostó contra el árbol, respiró pesadamente por el calor y observó la espalda de Sachs.
Simple furia, por las traiciones de su vida. La traición de su cuerpo, de su marido, de Dios.
Y ahora de Amelia Sachs.
Miró hacia atrás, donde yacía Harris Tomel. Había una línea directa de visión desde donde Tomel estuvo hasta la espalda de Amelia. El guión era plausible: Tomel había estado escondido en los pastos. Se levantó, disparó a Sachs por la espalda con su escopeta. Lucy entonces cogió el revólver de Sachs y mató a Tomel. Nadie diría algo distinto, excepto la propia Lucy y, quizá, el espíritu de Jesse Corn.
Lucy levantó la escopeta, que parecía tener tan poco peso como una flor de espuela de caballero en sus manos. Apretó la suave y fragante culata contra su mejilla, que le recordó la forma en que había apretado su cara contra el resguardo cromado de la cama de hospital después de la mastectomía. Dirigió la mira del liso cañón hacia la negra camiseta de la mujer y la detuvo en la espina dorsal. Moriría sin dolor. Y rápido.
Tan rápido como había muerto Jesse Corn.
Se trataba de canjear una vida culpable por una inocente.
Querido Dios, dame un solo disparo certero contra mi Judas…
Lucy miró a su alrededor. No había testigos.
Su dedo se dobló alrededor del gatillo, se tensó.
Con los ojos semicerrados, mantuvo firme la punta de cobre de la mira gracias a sus brazos fortalecidos por años de jardinería, años de administrar una casa, y una vida propia. Apuntó al centro exacto de la espalda de Sachs.
La brisa caliente sopló a través de la hierba que la rodeaba. Pensó en Buddy, en su cirujano, en su casa y su jardín.
Lucy bajó el ama.
La martilló hasta que estuvo vacía y con la cantonera reforzada en su cadera y la boca del cañón hacia el cielo, la llevó a la camioneta que estaba frente a la cabaña. La puso en el suelo y encontró su teléfono móvil. Llamó a la policía del Estado.
El helicóptero sanitario fue el primero en llegar y los médicos rápidamente sacaron a Thom bien envuelto y volaron con él al centro médico. Uno se quedó para cuidar de Rhyme, cuya tensión arterial rozaba el punto crítico.
Cuando los mismos agentes del Estado aparecieron en un segundo helicóptero unos minutos después, fue a Amelia Sachs a quien arrestaron primero y dejaron esposada con las manos atrás, sentada en la tierra caliente en el exterior de la cabaña, mientas entraban para arrestar a Garett Hanlon y leerle sus derechos.
Thom sobreviviría.
El doctor del Departamento de Emergencias del Centro Médico Universitario de Avery dijo lacónicamente: «¿La bala? Entró y salió. No tocó nada importante». Sin embargo, el ayudante estaría de baja un mes o dos.
Ben Kerr se había ofrecido como voluntario para faltar a clase y quedarse unos días en Tanner's Coner para ayudar a Rhyme. El joven pudo mascullar:
– Realmente no mereces mi ayuda, Lincoln. Quiero decir, demonios, que nunca te cuidas a ti mismo.
Como todavía no se sentía seguro con las bromas sobre inválidos, miró rápidamente a Rhyme para ver si esta clase de chiste era aceptable. La mueca agria del criminalista le confirmó que lo era. Rhyme añadió que, si bien valoraba mucho el ofrecimiento, el cuidado y la alimentación de un tetrapléjico constituyen una tarea ardua y a tiempo completo. En gran medida también poco agradecida, sobre todo si el paciente era Lincoln Rhyme. Así que la doctora Cheryl Weaver estaba haciendo los arreglos para que un asistente profesional del centro médico ayudara al criminalista.
– Pero quédate por aquí, Ben -le dijo-. Todavía puedo necesitarte. La mayoría de los ayudantes no duran más de unos días.
Los cargos contra Amelia Sachs eran graves. Las pruebas de balística demostraron que la bala que mató a Jesse Corn provenía de su arma y, a pesar de que Ned Spoto estaba muerto, Lucy Kerr había prestado declaración y describió lo que Ned le había comentado sobre el incidente. Bryan McGuire ya había anunciado que pediría la pena de muerte. El bonachón Jesse Corn era una figura popular en la ciudad, y ya que fue muerto tratando de arrestar al Muchacho Insecto, se habían levantado muchas voces que reclamaban una condena a muerte.
Jim Bell y la policía estatal fueron los que investigaron por qué Culbeau y sus amigos atacaron a Rhyme y los policías. Un investigador de Raleigh encontró decenas de miles de dólares en efectivo escondidas en sus casas. «Es mucho para deberse al alcohol ilegal», manifestó el detective. Luego repitió lo que había pensado Mary Beth: «Esa cabaña debe de estar cerca de una plantación de marihuana, esos tres la explotarían, junto a los hombres que atacaron a Mary Beth. Garrett debe de haber interferido en sus operaciones».
Al día siguiente de los terribles acontecimientos en la cabaña de los destiladores de alcohol ilegal, Rhyme estaba sentado en la Storm Arrow, que se podía conducir a pesar del estigma del agujero de bala, en el laboratorio improvisado, a la espera de la llegada del nuevo ayudante. Malhumorado, cavilaba acerca del destino de Sachs cuando una sombra apareció en el umbral.
Alzó la vista y vio a Mary Beth McConnell. Ella entró en el cuarto.
– Señor Rhyme…
Él advirtió cuan bonita era, qué ojos confiados tenía, qué sonrisa pronta. Comprendió por qué Garrett se había encaprichado con ella.
– ¿Cómo está tu cabeza? -preguntó, señalando el vendaje en su frente.
– Tengo una cicatriz espectacular. No creo que pueda llevar el pelo peinado hacia atrás. Pero no hay ningún daño serio.
Como todos, Rhyme se sintió aliviado al saber que Garrett no la había violado. El chico había dicho la verdad sobre el pañuelo de papel ensangrentado: la asustó en el sótano de la cabaña y al enderezarse, ella se golpeó la cabeza con una viga baja. En ese momento Garrett, se excitó visiblemente, era cierto, pero eso se debía a las hormonas de un adolescente de dieciséis años; sin embargo no la había tocado más que para llevarla con cuidado escaleras arriba, limpiar la herida y vendarla. Incluso le pidió disculpas un montón de veces por haberla herido.
La chica le dijo a Rhyme:
– Sólo quiero darle las gracias. No sé qué hubiera hecho de no ser por usted. Lamento lo de su amiga, la policía. Pero si no fuera por ella ahora estaría muerta. Estoy segura de ello. Esos hombres iban a… bueno, se lo puede imaginar. Agradézcaselo de mi parte.
– Lo haré -dijo Rhyme-. ¿Te importaría contestarme una pregunta?
– ¿Qué?
– Sé que hiciste una declaración ante Jim Bell pero sólo conozco lo que pasó en Blackwater Landing por las evidencias. Y algunas no eran claras. ¿Me podrías contar lo sucedido?
– Seguro… Yo estaba cerca del río, limpiando algunos de los vestigios que había encontrado. Levanté la vista y allí estaba Garrett. Me puse nerviosa. No quería que me molestaran. Siempre que me veía se acercaba y comenzaba a charlar como si fuésemos amigos íntimos. Esa mañana estaba agitado. Decía cosas como: «No deberías haber venido sola, es peligroso, la gente muere en Blackwater Landing». Ese tipo de cosas. Me quería asustar. Le dije que me dejara tranquila, que tenía una tarea que realizar. Me tomó de la mano e intentó hacer que me alejara. Luego Billy Stail salió del bosque y dijo: «Hijo de puta», o algo así y comenzó a golpear a Garrett con una pala, pero Garrett se la quitó y lo mató. Luego me cogió de nuevo, me hizo entrar en el bote y me llevó a la cabaña.
– ¿Cuánto tiempo hacía que Garrett te acechaba?
Mary Beth se rió.
– ¿Acecharme? No, no. Usted ha estado hablando con mi madre, seguramente. Yo estaba en el centro de la ciudad, hace más o menos seis meses y algunos de los chicos de su instituto se estaban metiendo con él. Los asusté e hice que se fueran. Eso me convirtió en su novia, imagino. Me seguía por todas partes, pero eso era todo. Me admiraba de lejos, ese tipo de cosas. Estaba segura de que era inofensivo -su sonrisa se desvaneció-. Hasta el otro día -Mary Beth miró su reloj-. Debo irme. Pero quería preguntarle, y esa es la otra razón por la que vine, si no los necesita ya como evidencia, ¿me puedo llevar el resto de los huesos?
Rhyme, cuyos ojos estaban mirando por la ventana mientras por su mente cruzaban pensamientos acerca de Amelia Sachs, se volvió lentamente hacia Mary Beth.
– ¿Qué huesos? -preguntó.
– Los de Blackwater Landing, donde Garrett me secuestró.
Rhyme sacudió la cabeza.
– ¿Qué quieres decir?
El rostro de Mary Beth mostró preocupación.
– Los huesos, esos eran los vestigios que encontré. Estaba desenterrando el resto cuando Garrett me secuestró. Son muy importantes… ¿Quiere decir que se han perdido?
– Nadie recuperó ningún hueso de la escena del crimen -dijo Rhyme-. No estaban en el informe de las evidencias.
Ella sacudió la cabeza.
– No, no… ¡No pueden haberse perdido!
– ¿Qué clase de huesos?
– Encontré los restos de algunos de los Colonos Perdidos de Roanoke. Son de finales del siglo XVI.
La historia que conocía Rhyme se limitaba en gran medida a la de la ciudad de Nueva York.
– No estoy demasiado familiarizado con eso -dijo, si bien asintió cuando ella le explicó acerca de los colonos de Roanoke y su desaparición-. Recuerdo algo de lo que aprendí en la escuela. ¿Por qué piensas que eran sus restos?
– Los huesos eran realmente viejos y deteriorados y no se encontraban en un lugar de enterramiento de los Algonquin ni en un cementerio colonial. Estaban enterrados en el suelo sin inscripciones ni nada. Es típico de lo que los guerreros hacían con los cuerpos de sus enemigos. Aquí… -abrió su mochila- ya había guardado algunos antes de que me llevara Garrett -le mostró varios, envueltos en papel cebolla, ennegrecidos y carcomidos. Rhyme reconoció un radio, una porción de omóplato, una cadera y varios centímetros de fémur.
– Había una docena más -dijo la chica-. Este es uno de los mayores descubrimientos en la historia arqueológica de los Estados Unidos. Son muy valiosos. Tengo que encontrarlos.
Rhyme miró fijamente el radio, uno de los dos huesos del antebrazo. Después de un momento levantó la vista.
– ¿Podrías ir por el pasillo hasta el departamento del sheriff? Pregunta por Lucy Kerr y pídele que venga aquí un minuto.
– ¿Es por lo de los huesos?
– Podría ser.
Era una expresión del padre de Amelia: cuando te mueves no pueden pillarte.
La expresión significaba varias cosas. Pero más que nada era una declaración de la filosofía que compartían padre e hija. Ambos admiraban los coches veloces, amaban el trabajo policial en las calles, temían los espacios cerrados y las vidas que iban a ninguna parte.
Pero ahora la habían encerrado.
Para siempre.
Y sus valiosos coches, su hermosa vida como policía, su vida con Lincoln Rhyme, su futuro con hijos… todo estaba destruido.
Sachs, en la celda de la prisión, sufría el ostracismo. Los policías que le traían comida y café no decían nada, se limitaban a mirarla con frialdad. Rhyme logró que un abogado volara desde Nueva York pero, como gran parte de los oficiales de policía, Sachs conocía tanto derecho penal como la mayoría de los abogados. Sabía que, aunque el eminente defensor de Nueva York y el fiscal de distrito del condado de Paquenoke llegaran a un acuerdo, su vida tal como era hasta entonces había terminado. Su corazón estaba tan paralizado como el cuerpo de Rhyme.
Sobre el suelo un insecto de alguna clase hacía un caminito diligente desde un muro al otro. ¿Cuál era su misión? ¿Comer, aparearse, encontrar refugio?
Si toda la gente de la Tierra desapareciera mañana, el mundo seguiría andando muy bien. Pero si los insectos desaparecieran, entonces, también la vida desaparecería rápidamente, digamos en una generación. Morirían las plantas, luego los animales y la Tierra se convertiría de nuevo en la gran roca que fue un día.
La puerta de la oficina principal se abrió. Un policía que no conocía apareció en el umbral.
– Tiene una llamada.
Abrió la puerta de la celda y la condujo hasta una pequeña mesa de metal donde estaba el teléfono. Sería su madre, supuso Sachs. Rhyme iba a hablar con ella y contarle lo sucedido. O quizá fuera su mejor amiga de Nueva York, Amy.
Pero no, cuando cogió el auricular, con las pesadas cadenas en sus muñecas haciendo ruido, la que escuchó fue la voz de Rhyme.
– ¿Cómo estás, Sachs? ¿Cómoda?
– Estoy bien -musitó ella.
– Ese abogado estará aquí esta noche. Es bueno. Se dedica al derecho penal desde hace veinte años. Consiguió la libertad de un sospechoso en un caso de robo en donde yo fundamenté la acusación. Cualquiera que haga eso tiene que ser capaz, tú lo sabes.
– Rhyme, vamos a ver. ¿Por qué se iba a tomar tanta molestia? Soy una extraña que saqué a un asesino de la cárcel y maté a uno de los policías locales. No tengo ninguna posibilidad.
– Hablaremos de tu caso más tarde. Tengo que preguntarte algo más. Pasaste un par de días con Garrett. ¿Hablasteis de algo?
– Ya lo creo.
– ¿De qué?
– No lo sé. Insectos. Los bosques, el pantano… -¿Por qué le preguntaba esas cosas?-. No me acuerdo.
– Necesito que te acuerdes. Necesito que me repitas todo lo que dijo.
– ¿Por qué molestarse, Rhyme? -insistió.
– Vamos, Sachs. Complace a un viejo inválido.
Lincoln Rhyme estaba solo, en el laboratorio improvisado, mirando los diagramas de evidencias.
ENCONTRADO EN LA ESCENA PRIMARIA DEL CRIMEN – BLACKWATER LANDING
Kleenex con sangre
Polvo de caliza
Nitratos
Fosfatos
Amoniaco
Detergente
Canfeno
ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – EL CUARTO DE GARRETT
Almizcle de mofeta
Agujas de pino cortadas
Dibujos de insectos
Fotos de Maiy Beth y de su familia
Libros de insectos
Hilo de pescar
Dinero
Llave desconocida
Queroseno
Amoniaco
Nitratos
Canfeno
ENCONTRADO EN UNA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – LA MINA
Vieja bolsa de arpillera – Con un nombre ilegible
Maíz
¿Forraje y cereales?
Huellas de algo chamuscado
Agua Deer Park
Crackers de queso
Mantequilla de cacahuete Planters
ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – EL MOLINO
Pintura marrón en los pantalones
Drosera
Arcilla
Musgo de turba
Zumo de frutas
Fibras de papel
Cebo de bolas malolientes
Azúcar
Canfeno
Alcohol
Keroseno
Levadura
Luego estudió el mapa, y recorrió con sus ojos el curso del río Paquenoke desde el pantano Great Dismal, por Blackwater Landing, hasta la terminación en meandros al oeste.
Había un pico en el rígido papel del mapa, una arruga que daban ganas de alisar.
Esa ha sido mi vida en los últimos años, pensó Lincoln Rhyme: picazones que no pueden rascarse.
Quizá pronto sea capaz de hacerlo. Después de que la doctora Weaver corte y suture y me llene con sus pociones mágicas y los ungüentos de tiburones jóvenes… quizá entonces sea capaz de deslizar la mano por mapas como esos y alisar una pequeña arruga.
Un gesto innecesario, realmente sin sentido. Pero qué victoria sería.
Sonaron unas pisadas. Botas, dedujo Rhyme por el sonido. Con sólidos tacones de cuero. Por los intervalos entre las pisadas tenía que ser un hombre alto. Rhyme esperaba que fuera Jim Bell y así resultó.
Respiró con cuidado en el controlador que manejaba su silla de ruedas y se alejó de la pared.
– Lincoln -exclamó el sheriff-. ¿Qué pasa? Nathan dijo que era urgente.
– Entra. Cierra la puerta. Pero primero, ¿hay alguien en el vestíbulo?
Bell dibujó una débil sonrisa ante tanta intriga y miró con cuidado.
– Vacío.
Rhyme pensó que el primo de este hombre, Roland, hubiera pronunciado algún dicho del Sur. «Tranquilo como una iglesia el día de paga» era uno que había escuchado decir de vez en cuando al Bell del norte.
El sheriff cerró la puerta y luego se acercó a la mesa, se apoyó en ella y cruzó los brazos. Rhyme se volvió un poco y siguió estudiando el mapa de la región.
– Nuestro mapa no abarca suficiente terreno al norte como para mostrar el canal del pantano Dismal, ¿verdad?
– ¿El canal? No, no aparece allí.
Rhyme preguntó:
– ¿Qué sabes de él?
– No mucho, realmente -dijo Bell con deferencia. Conocía a Rhyme desde hacía poco tiempo pero sabía cuándo hablar con franqueza.
– He estado investigando un poco -dijo Rhyme, señalando el teléfono-, el canal del pantano Dismal es parte de la Vía Navegable Intercostera. ¿Sabes que puedes tomar un barco desde Norfolk, Virginia y navegar hasta Miami sin tener que salir a mar abierto?
– Seguro. Todos en Carolina conocen la Intracoastal. Nunca navegué por ella. No soy un gran navegante. Me mareo viendo Titanio.
– Tardaron doce años en construir el canal. Tiene veintidós millas de largo. Se cavó totalmente a mano. Sorprendente, ¿no crees?… Relájate, Jim. Ya llegaremos al tema. Te lo prometo. Mira a esa línea de allí, la que está entre Tanner's Corner y el río Paquenoke. G-l 1 a G-10 en el mapa.
– ¿Te refieres a nuestro canal, el canal Blackwater?
– Exacto. Bien, un barco podría navegar por ahí hasta el Paquo, luego al Great Dismal y…
Las pisadas que se acercaban no eran tan ruidosas como las de Bell, pues la puerta estaba cerrada y no se hicieron oír hasta que se abrió la puerta. Rhyme dejó de hablar.
Mason Germain estaba en el umbral. Miró a Rhyme, luego a su jefe y dijo:
– Me preguntaba dónde te habrías metido, Jim. Tenemos que hacer una llamada a Elizabeth City. El capitán Dexter tiene algunas preguntas acerca de lo que sucedió en la cabaña de los destiladores.
– Sólo estaba aquí charlando con Lincoln. Hablábamos de…
Pero Rhyme lo interrumpió con rapidez.
– Escucha, Mason, me pregunto si nos podrías dejar solos unos minutos.
Mason miró a uno y a otro. Asintió lentamente.
– Tienen pensado hablar contigo enseguida, Jim -salió antes de que Bell pudiera contestarle.
– ¿Ya se fue? -preguntó Rhyme.
Nuevamente Jim miró por el pasillo y asintió.
– ¿De qué se trata, Lincoln?
– ¿Podrías mirar por la ventana y asegurarte que Mason se fue? Oh, y cierra de nuevo la puerta, por favor.
Bell hizo lo que le pedía. Luego fue hacia la ventana y miró para afuera.
– Sí. Va calle arriba. ¿Por qué todo este…? -levantó las manos para completar su pensamiento.
– ¿Conoces bien a Mason?
– Tan bien como a la mayoría de mis policías. ¿Por qué?
– Porque él asesinó a la familia de Garrett Hanlon.
– ¿Qué? -Bell comenzó a sonreír pero enseguida se borró su sonrisa-. ¿Mason?
– Mason -dijo Rhyme.
– ¿Pero por qué razón?
– Porque Henry Davett le pagó para que lo hiciera.
– Espera un poco -dijo Bell-. Vas demasiado rápido para mí.
– Todavía no lo puedo probar. Pero estoy seguro.
– ¿Henry? ¿Por qué está involucrado?
Rhyme dijo:
– Tiene que ver con el canal Blackwater -empezó a dar una conferencia con los ojos en el mapa-. Bien, la razón de la construcción de canales en el siglo XVIII consistía en contar con medios de transporte seguros porque las rutas eran muy malas. Pero en cuanto las rutas y los ferrocarriles mejoraron, los transportistas dejaron de usar los canales.
– ¿Dónde lo averiguaste?
– En la Sociedad Histórica de Raleigh. Hablé con una dama encantadora, Julie De Veré. Según lo que me contó, el canal Blackwater se cerró justo después de la Guerra Civil. No se usó durante ciento treinta años. Hasta que Henry Davett comenzó a usar barcazas en su curso.
Bell asintió.
– Eso fue hace cinco años.
Rhyme continuó.
– Déjame preguntarte, ¿nunca se te ocurrió pensar por qué comenzó a usarlo?
El sheriff sacudió la cabeza.
– Recuerdo que algunos de nosotros estábamos un poco preocupados por si los chicos trataban de nadar hasta las barcazas y se lastimaban o ahogaban, pero nunca lo hicieron y no pensamos más en ello. Pero ahora que lo mencionas, no sé por qué usaría el canal. Tiene camiones que van y vienen todo el tiempo. Norfolk está muy cerca para los camiones.
Rhyme señaló con la cabeza el diagrama de evidencias.
– La respuesta está ahí. Esa pequeña pista que nunca supe de dónde provenía: el canfeno.
– ¿El combustible para lámparas?
Rhyme sacudió la cabeza e hizo una mueca.
– No. Me equivoqué en eso. Es cierto que el canfeno se usaba para lámparas. Pero también se usa para algo más. Puede procesarse para lograr toxafeno.
– ¿Qué es eso?
– Uno de los pesticidas más peligrosos que existen. Se usaba mayormente en el Sur, hasta que fue prohibido en la década de los ochenta por la EPA [21] en casi todos sus usos. -Rhyme sacudió la cabeza encolerizado-. Supuse que como el toxafeno es ilegal no tenía sentido considerar a los pesticidas como origen del canfeno y que tenía que provenir de lámparas antiguas. Pero nunca encontramos ninguna. Mi mente siguió senderos trillados y no podía encontrar la respuesta. ¿No había lámparas antiguas? Entonces debería haber seguido con la lista y empezar a buscar insecticidas. Cuando lo hice, esta mañana, encontré el origen del canfeno.
Bell asitió, fascinado.
– ¿Y dónde lo encontraste?
– Por todas partes -dijo Rhyme-. Hice que Lucy tomara muestras de tierra y de agua por los alrededores de Tanner's Corner. Hay toxafeno por todas partes, el agua, la tierra. Debería haber escuchado lo que Sachs me contó el otro día cuando estaba buscando a Garrett. Vio enormes extensiones de tierras yermas. Pensó que era por la lluvia acida, pero no es así. El toxafeno lo hizo. Las concentraciones más altas se encuentran en tres kilómetros a la redonda de la fábrica de Davett, Blackwater Landing y el canal. Davett fabrica asfalto y papel alquitranado como tapadera porque en realidad elabora toxafeno.
– Pero está prohibido, creo que dijiste.
– Llamé a un agente del FBI amigo mío y habló con la EPA. No está totalmente prohibido, los granjeros lo pueden usar en una emergencia. Pero no es así como Davett gana sus millones. Este agente de la EPA explicó algo llamado «el círculo de veneno».
– No me gusta cómo suena.
– Y con razón. El toxafeno está prohibido aquí, pero la prohibición en los Estados Unidos se refiere sólo al uso. Puede fabricarse aquí y venderse a países extranjeros.
– ¿Y ellos lo pueden usar?
– Es legal en la mayoría de los países latinoamericanos y del Tercer Mundo. Ese es el círculo: esos países rocían los alimentos con pesticidas y los envían a los Estados Unidos. La FDA [22] sólo inspecciona un pequeño porcentaje de las frutas y verduras importadas, de manera que hay muchas personas en este país que todavía están envenenadas, aun cuando el toxafeno esté prohibido.
Bell soltó una risa cínica.
– Y Davett no puede transportarlo por carretera para así evitar todos los condados y poblaciones que no dejan que la carga tóxica pase por sus territorios. Y la documentación de la ICC [23] de los camiones establece cuál es la carga. Sin mencionar el problema de relaciones públicas si se supiera en todas partes lo que Davett está haciendo.
– Exactamente -dijo Rhyme asintiendo-. Así que volvió a abrir el canal para enviar el toxafeno a través de la Intracoastal Waterway hasta Norfolk, donde es embarcado en navios extranjeros. Sólo había un problema, cuando el canal se cerró en el siglo XVIII, las propiedades que lo rodeaban se vendieron en forma privada. Las personas cuyas casas daban al canal tenían derecho a controlar quién lo usaba.
Bell dijo:
– De manera que Davett les pagó para alquilarles su parte del canal -movió la cabeza al entenderlo todo-. Y debe de haber pagado mucho dinero, mira cómo son de grandes esas casas de Blackwater Landing. Y piensa en esos lindos camiones y Mercedes y Lexus que la gente conduce por aquí. ¿Pero qué tiene que ver eso con Mason y la familia de Garrett?
– La tierra del padre de Garrett estaba sobre el canal. Pero no quería vender sus derechos de uso. De modo que Davett o alguien de su empresa pagó a Mason para que convenciera al padre de Garrett de vender y cuando no quiso, Mason escogió a unos delincuentes locales para que le ayudaran a matar a la familia: Culbeau, Tomel y O'Sarian. Luego me inclino a pensar que Davett sobornó al albacea testamentario para que le vendiera la propiedad.
– Pero la familia de Garrett murió en un accidente. Un accidente de coche. Yo mismo vi el infome.
– ¿Fue Mason el oficial que lo redactó?
– No recuerdo, pero pudo haber sido -admitió Bell. Miró a Rhyme con una sonrisa de admiración-. ¿Cómo diablos descubriste todo?
– Oh, resultó fácil, porque no hay escarcha en julio. Al menos no en Carolina.
– ¿Escarcha?
– Hablé con Amelia. Garrett le dijo que la noche en que su familia murió, el coche estaba cubierto de escarcha y sus padres y su hermana temblaban de frío. Pero el accidente tuvo lugar en julio. Recuerdo haber visto un artículo en el archivo, una foto de Garrett y su familia. El chico llevaba una camiseta y la foto la sacaron en una fiesta por el Cuatro de Julio. El artículo periodístico decía que la foto fue sacada una semana antes que sus padres murieran.
– ¿Entonces de qué hablaba el chico? ¿Escarcha, temblores?
– Mason y Culbeau utilizaron el toxafeno de Davett para matar a la familia. Hablé con mi doctora del centro médico. Me dijo que en casos extremos de envenenamiento neurotóxico, el cuerpo tiene espasmos. Ese es el temblor que vio Garrett. La escarcha se debía probablemente a los vapores o a los residuos del producto químico en el coche.
– ¿Si lo vio por qué no se lo dijo a nadie?
– Le describí el muchacho a la doctora. Y dijo que parece que él también se envenenó esa noche. Justo lo suficiente para provocarle MCS, sensibilidad química múltiple. Pérdida de memoria, daño cerebral, reacción aguda a otros productos químicos en el aire y el agua. ¿Recuerdas las ronchas en su piel?
– Seguro.
– Garrett piensa que se debe a la hiedra venenosa pero no es así. La doctora me dijo que las erupciones en la piel constituyen un síntoma clásico de MCS. Aparecen cuando uno se expone a pequeñas cantidades de sustancias que no afectarían a nadie más. Hasta el jabón o el perfume pueden causar una erupción en estas personas.
– Tiene sentido -dijo Bell. Luego, con el ceño fruncido, añadió-: Pero si no tienes ninguna evidencia concreta todo lo que hacemos es especular.
– Oh, debería mencionar -Rhyme no pudo resistirse a sonreír levemente, la modestia nunca fue una cualidad de la que pudiera alardear- que tengo una evidencia concreta. Encontré los cuerpos de la familia de Garrett.
En el Albemarle Manor Hotel, a cien metros de la cárcel del condado de Paquenoke, Mason Germain no esperó el ascensor y subió por las escaleras cubiertas por una desgastada alfombra marrón.
Encontró el cuarto 201 y golpeó.
– Está abierto -contestó una voz.
Abrió la puerta lentamente y entró en un cuarto rosa bañado por la luz del sol color naranja. Dentro hacía un calor insoportable. Mason no pudo imaginar que al ocupante del cuarto le gustara aquella temperatura, de manera que dedujo que o era demasiado perezoso para encender el acondicionador de aire o demasiado estúpido para saber cómo funcionaba. Lo que aumentó sus sospechas.
El hombre de color, delgado y con piel particularmente oscura, vestía un traje negro arrugado, que parecía por completo fuera de lugar en Tanner's Corner. Quieres atraer la atención, ¿por qué no?, pensó Mason con desdén. Malcom Maldito X.
– ¿Tú eres Germain? -preguntó el hombre.
– Sí.
Tenía los pies sobre una silla y cuando retiró la mano de una copia del Charlotte Observer, sus largos dedos sostenían una pistola automática.
– Eso contesta una de mis preguntas -dijo Mason-. Si tenías o no un arma.
– ¿Cuál es la otra? -preguntó el hombre del traje.
– Si sabes cómo usarla.
El hombre no dijo nada pero marcó con cuidado un párrafo del artículo periodístico que estaba leyendo, usando un lápiz romo. Parecía un escolar de tercer grado luchando con el alfabeto.
Mason lo estudió nuevamente, sin decir una palabra, luego sintió un irritante hilo de sudor que bajaba por su cara. Sin pedir permiso al hombre, se dirigió al baño, cogió una toalla y se enjugó la cara con ella. Luego la dejó caer en el suelo.
El hombre rió, de una manera tan irritante como las gotas de sudor, y dijo:
– Tengo la clara impresión de que a ti no te gustan los de mi tipo…
– No, creo que no -respondió Mason-. Pero si sabes lo que haces, lo que a mi me guste o me deje de gustar no tiene importancia.
– Totalmente cierto -respondió el negro con frialdad-. Entonces, dime. No quiero estar aquí más tiempo del necesario.
Mason continuó:
– Así están las cosas. En estos momentos Rhyme está hablando con Jim en el edificio del condado. Y esa Amelia Sachs, está en la cárcel, calle arriba.
– ¿Dónde deberíamos ir primero?
Sin vacilar, Mason dijo:
– La mujer…
– Entonces, eso es lo que haremos -aseveró el hombre, como si hubiera sido idea suya. Guardó el arma, colocó el periódico sobre la cómoda y, con una cortesía que Mason pensó que era más burla que otra cosa, prosiguió-: Después de ti -e hizo un gesto hacia la puerta.
– ¿Los cuerpos de los Hanlon? -preguntó Jim Bell a Rhyme-. ¿Dónde están?
– Allí -dijo Rhyme. Señaló la pila de huesos que habían salido de la mochila de Mary Beth-. Ésos son los restos que Mary Beth encontró en Blackwater Landing -dijo el criminalista-. Ella pensó que eran los huesos de los sobrevivientes de la Colonia Perdida. Pero tuve que decirle que no son tan antiguos. Parecen deteriorados pero eso se debe a que fueron parcialmente quemados. He trabajado mucho en antropología forense y supe enseguida que han estado enterrados sólo cinco años, el tiempo transcurrido desde que mataron a la familia de Garrett. Son los huesos de un hombre de treinta y pico años, de una mujer de la misma edad que tuvo hijos y de una niña de diez. Coincide perfectamente con la familia de Garrett.
Bell los miró.
– No entiendo.
– La propiedad de la familia de Garrett estaba en Blackwater Landing, justo al lado de la ruta 112 desde el río. Mason y Culbeau envenenaron a la familia, luego quemaron y enterraron los cuerpos. Hundieron el coche en el agua. Davett sobornó al juez de instrucción para que redactara un informe falso y pagó a alguien de la funeraria para que simulara cremar los restos. Te garantizo que las tumbas están vacías. Mary Beth debe de haber mencionado a alguien que encontró unos huesos y la noticia llegó hasta Mason. Pagó a Billy Stail para que fuera a Blackwater Landing a matarla y a robar la evidencia, los huesos.
– ¿Qué? ¿Billy?
– Sólo que Garrett estaba allí, vigilando a Mary Beth. Tenía razón, sabes: Blackwater Landing es un lugar peligroso. La gente muere allí, recuerda los otros casos de los últimos años. Sólo que no fue Garrett quien los mató. Fueron Mason y Culbeau. Los asesinaron porque habían enfermado con el toxafeno y comenzaron a hacer preguntas acerca de la causa. Todos en la ciudad conocían al Muchacho Insecto de manera que Mason o Culbeau mataron a esa otra chica, Meg Blanchard, con el nido de avispas para que pareciera que Garrett era el asesino. A los otros los golpearon en la cabeza y luego los arrojaron al canal para que se ahogaran. A la gente que no hizo preguntas cuando enfermó, como el padre de Mary Beth o Lucy, la dejaron tranquila.
– Pero las huellas dactilares de Garrett estaban en la pala… el arma del crimen.
– Ah, la pala -musitó Rhyme-. Hay algo muy interesante en esa pala. Me equivoqué otra vez… Había dos conjuntos de huellas en ella…
– Es verdad. Las de Billy y las de Garrett.
– ¿Pero dónde estaban las de Mary Beth? -preguntó Rhyme.
Los ojos de Bell se achicaron. Asintió.
– Cierto. No había ninguna de ella.
– Porque no era su pala. Mason se la dio a Billy para que la llevara a Blackwater Landing, después de quitar sus propias huellas, por supuesto. Pregunté a Mary Beth sobre el asunto. Me dijo que Billy salió de los matorrales con la pala. Mason imaginó que sería el arma del crimen perfecto, porque como arqueóloga, Mary Beth probablemente llevaría con ella una pala. Bueno, Billy llega a Blackwater Landing y ve a Garrett con la chica. Piensa en matar también al Muchacho Insecto. Pero Garrett le quitó la pala y golpeó a Billy. Pensó que lo había matado. Pero no lo hizo.
– ¿Garrett no mató a Billy?
– No, no, no… Únicamente golpeó a Billy dos o tres veces. Lo desmayó pero no lo lesionó seriamente. Luego Garrett llevó con él a Mary Beth a la cabaña de los destiladores ilegales. Mason apareció primero en la escena. Lo admitió.
– Es cierto. Él cogió la llamada…
– Es mucha coincidencia que estuviera tan cerca, ¿no crees? -preguntó Rhyme.
– Creo que sí. No lo pensé en su momento.
– Mason encontró a Billy. Levantó la pala, con los guantes de látex puestos, y golpeó al muchacho hasta que murió.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por la posición de las huellas de látex. Hice que Ben volviera a examinar el mango de la pala hace una hora con una fuente alternativa de luz. Mason sostuvo la pala como un bate de béisbol. No es la forma en que alguien cogería una evidencia en la escena de un crimen. Y modificó varias veces la posición de las manos para hacer palanca mejor. Cuando Sachs estuvo en la escena del crimen informó de que la forma de las manchas de sangre demostraban que primero Billy recibió un golpe en la cabeza y cayó al suelo. Pero todavía estaba vivo. Hasta que Mason lo golpeó en la nuca con la pala.
Bell miró por la ventana. Su rostro estaba demudado.
– ¿Por qué Mason mataría a Billy?
– Probablemente imaginó que Billy se asustaría y diría la verdad. O quizá el chico estaba consciente cuando Mason llegó allí y le dijo que estaba harto y deshacía el acuerdo.
– De manera que por eso querías que Mason se fuera… hace unos minutos. Me preguntaba de qué se trataría. Entonces, ¿cómo vamos a probar todo lo que me has dicho?
– Tengo las huellas de látex en la pala. Tengo los huesos, que dieron positivo en el test de toxafeno en grandes concentraciones. Quiero que un submarinista busque el coche de los Hanlon en el Paquenoke. Alguna prueba habrá sobrevivido, aun después de cinco años. Luego deberíamos examinar la casa de Billy y ver si hay algún dinero que se pueda conectar con Mason. También registraremos la casa de Mason. Será un caso difícil -Rhyme dibujó una débil sonrisa-. Pero soy bueno, Jim. Puedo hacerlo -su sonrisa se desvaneció-. Pero si Mason no presta una declaración en regla contra Henry Davett será muy difícil sostener un caso contra él. Todo lo que tenemos es eso. -Rhyme señaló con la cabeza un frasco de muestras de plástico lleno con aproximadamente un cuarto litro de un líquido claro.
– ¿Qué es eso?
– Toxafeno puro. Lucy consiguió una muestra del depósito de Garrett hace media hora. Dijo que debería de haber allí como diez mil galones de la sustancia. Si podemos establecer la identidad en la composición entre el elemento químico que mató a la familia Garrett y lo que está en el frasco, podríamos convencer al fiscal de preparar un caso contra Davett.
– Pero Davett nos ayudó a encontrar a Garrett.
– Por supuesto que lo hizo. Le interesaba encontrar al muchacho… y a Mary Beth, tan pronto como fuera posible. Davett era quien más quería tenerla muerta.
– Mason -murmuró Bell, sacudiendo la cabeza-… Lo conozco desde hace años… ¿Piensas que sospecha?
– Tú eres el único a quien se lo he dicho. Ni siquiera se lo conté a Lucy, sólo le pedí algunas tareas de rutina. Tuve miedo que alguien nos oyera y se lo contara a Mason o a Davett. Esta ciudad, Jim, es un nido de avispas. No sé en quién confiar…
Bell suspiró.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que es Mason?
– Porque Culbeau y sus amigos aparecieron en la cabaña de los destiladores justo después de que nos dimos cuenta dónde estaba. Mason era el único que lo sabía… aparte de tú y yo y Ben. Debió llamar a Culbeau y decirle donde estaba la cabaña. De manera que… llamemos a la policía estatal, hagamos que venga aquí uno de sus submarinistas e investigue Blackwater Landing. También deberíamos conseguir los permisos para registrar los domicilios de Billy y de Mason.
Rhyme observó que Bell asentía. Pero en lugar de dirigirse al teléfono, caminó hacia la ventana y la cerró. Luego fue hacia la puerta, la abrió, miró si había alguien y la cerró.
Colocó el cerrojo.
– ¿Jim, qué estás haciendo?
Bell dudó y luego dio un paso hacia Rhyme.
El criminalista miró al sheriff a los ojos y cogió el controlador rápidamente entre los labios. Sopló en él y la silla de ruedas comenzó a moverse. Pero Bell se colocó detrás y desconectó la batería. La Storm Arrow se movió hacia adelante unos centímetros y se detuvo.
– Jim -murmuró Rhyme-. ¿Tú también estás en esto?
– Sí, así es…
Los ojos de Rhyme se cerraron.
– No, no -susurró. Bajó la cabeza. Pero sólo unos pocos milímetros. Como en casi todos los grandes hombres, sus gestos de derrota eran muy sutiles.