SEGUNDA PARTE . La cierva blanca

Capítulo 13

Fuera de la ventana había un gran nido de avispas.

Apoyando la cabeza contra el grasiento cristal de su prisión, una exhausta Mary Beth lo miraba fijamente.

Más que cualquier otra cosa de ese lugar terrible, el nido, gris y húmedo y repugnante, le producía una sensación de desesperanza.

Más que los barrotes que Garrett había soldado con tanto cuidado fuera de las ventanas. Más que la gruesa puerta de roble, bien cerrada con tres grandes cerrojos. Más que el recuerdo de la terrible marcha desde Blackwater Landing en compañía del Muchacho Insecto.

El nido de las avispas tenía la forma de cono, con su vértice hacia el suelo. Se apoyaba sobre la bifurcación de una rama que Garrett había apuntalado cerca de la ventana. El nido debía de ser el hogar de cientos de insectos lustrosos y de color negro y amarillo que salían y entraban del agujero que estaba en su parte inferior.

Garrett ya se había ido cuando ella despertó esa mañana y después de quedarse en la cama cerca de una hora, atontada y con náuseas por el golpe brutal que recibiera en la cabeza la noche anterior, Mary Beth se irguió sobre sus inseguras piernas y miró por la ventana.

La primera cosa que vio fue el nido fuera de la ventana del fondo, cerca del dormitorio.

Las avispas no habían hecho su nido allí; era Garrett quien lo había colocado fuera de la ventana. Al principio, ella no podía imaginar la causa. Pero después, con una sensación de desesperación, lo comprendió: su captor lo había dejado como un estandarte de victoria.

Mary Beth había aprendido bien sus lecciones de historia. Sabía acerca de guerras, de ejércitos que conquistaban otros ejércitos. La razón por la que llevaban banderas y estandartes no consistía sólo en identificar a los bandos; también consistía en recordar a los vencidos quién los controlaba ahora.

Y Garrett había vencido.

Bueno, había ganado la batalla; todavía estaba por verse el resultado de la guerra.

Mary Beth se tocó la herida de la cabeza. Había sido un golpe terrible en la sien, que le había arrancado unos trozos de piel. Se preguntó si se infectaría.

Encontró una banda elástica en su mochila y ató su largo pelo castaño en una coleta. El sudor goteaba por su cuello y sintió una aguda necesidad de beber. Estaba sin aliento a causa del calor asfixiante de los cuartos cerrados. Pensó en quitarse su gruesa camisa de denim, preocupada por las víboras y las arañas, siempre llevaba mangas largas cuando iba a cavar alrededor de matorrales o de pastos crecidos. Pero ahora, a pesar del calor, decidió dejarse la camisa. No sabía cuando retornaría su captor y llevaba sólo un sujetador de encaje rosa bajo la camisa. Garrett Hanlon de seguro no necesitaba ningún aliciente en ese sentido.

Con una última mirada al nido, Mary Beth se alejó de la ventana. Luego caminó una vez más por los tres ambientes de la choza, buscando inútilmente una brecha en el lugar. Se trataba de un edificio sólido y muy antiguo, con gruesas paredes, una combinación de troncos cortados a mano y pesadas tablas unidas entre sí por clavos. Por la ventana de enfrente se veía un gran campo con altos pastos que terminaba en una hilera de árboles a cien metros de la casa. La propia cabaña se encontraba en otro grupo de gruesos árboles. Mirando por la ventana de atrás, la del nido de avispas, apenas si podía ver a través de los troncos la superficie brillante del estanque que habían rodeado el día anterior para llegar a la casa.

Los cuartos en sí mismos eran pequeños pero sorprendentemente limpios. En la sala había un largo canapé marrón y dorado, varias sillas viejas alrededor de una mesa de comedor barata y una segunda mesa donde se encontraban una docena de botellas de zumo cubiertas con malla de red y llenas de los insectos que el chico coleccionaba. Un segundo cuarto contenía un colchón y una cómoda. Un tercer cuarto estaba vacío, excepto por varios botes medio llenos de pintura marrón, ubicados en un rincón; parecía que Garrett había pintado recientemente el exterior de la cabaña. El color era oscuro y deprimente y no podía imaginar por qué lo había elegido así, hasta que se dio cuenta de que tenía el mismo tono que la corteza de los árboles que rodeaban la cabaña. Camuflaje. Se le ocurrió nuevamente algo que ya había pensado antes, que el chico era mucho más cauteloso, y más peligroso de lo que había imaginado.

En la sala había pilas de alimentos: comida basura e hileras de frutas y vegetales enlatados de la marca Farmer John. Desde el rótulo un impasible granjero le sonreía, una imagen tan obsoleta como la Betty Crocker de los años cincuenta. Examinó desesperadamente la cabaña para encontrar agua o gaseosas, algo para beber, pero no encontró nada. Las frutas y vegetales envasados estarían llenos de zumo pero no había ningún abrelatas ni ninguna clase de herramienta o utensilio para abrirlos. Tenía su mochila con ella, pero había dejado sus herramientas de arqueología en Blackwater Landing. Trató de abrir un bote golpeándolo contra un costado de la mesa, pero el metal no cedió.

Escaleras abajo se encontraba un sótano o depósito subterráneo, al que se llegaba por una puerta que estaba en el suelo de la habitación principal de la choza. La miró una vez y se estremeció de repugnancia, sintió que su piel se erizaba. La noche anterior, después de que pasara un tiempo desde que se fuera Garrett, Mary Beth había reunido todo su valor y había descendido los endebles escalones, llegando a un sótano de techo bajo, donde buscó una salida de la horrible cabaña. Pero no había salida, sólo docenas de cajas, botes y bolsas viejas.

No había oído el regreso de Garrett y de repente el chico corrió escaleras abajo hacia ella. Mary Beth gritó y trató de huir, pero lo único que recordaba era que yacía en el suelo sucio, con su pecho salpicado de la sangre que también se pegaba en sus cabellos, y Garrett, que olía a adolescente sin bañar, y caminaba lentamente hacia ella, la rodeaba con sus brazos, con los ojos fijos en sus pechos. La levantó y ella sintió su pene rígido mientras la llevaba lentamente hacia la planta superior, sordo a sus protestas…

¡No!, se dijo. No pienses en eso.

O en el dolor. O en el miedo.

¿Y dónde estaba Garrett ahora?

Tan asustada como se había sentido ayer, con él dando vueltas alrededor de la cabaña, ahora casi se sentía igual, temiendo que la hubiera olvidado. O se hubiera matado en un accidente, o le hubieran disparado los policías que la buscaban. Y se moriría de sed en aquel lugar. Mary Beth recordaba un proyecto en el que se había implicado junto a su tutor universitario: el desenterramiento, patrocinado por la Sociedad Histórica de Carolina del Norte, de una tumba, para realizar análisis de ADN en el cuerpo de un cadáver y verificar si correspondía a un descendiente de Sir Francis Drake, como afirmaba una leyenda local. Para su horror, cuando se quitó la tapa del ataúd, los huesos del brazo del cadáver estaban levantados y había rasguños en el interior de la tapa. El hombre había sido enterrado vivo.

Esta cabaña sería su ataúd. Y nadie…

¿Qué era eso? Mirando por la ventana del frente, creyó ver movimientos justo en el límite del bosque. A través de los matorrales y las hojas le pareció que podía ser un hombre. Sus ropas y su sombrero de ala ancha eran oscuros, y había algo que inspiraba confianza en su postura y modo de andar, pensó: parece un misionero en la selva.

Pero espera… ¿Había realmente alguien allí? ¿O se trataba solamente de la luz en los árboles? No lo podía discernir.

– ¡Aquí! -gritó. Pero la ventana estaba cerrada con clavos y aun si hubiera estado abierta, dudaba que la pudieran oír a esa distancia, ya que su voz estaba muy débil a causa de la sequedad de su garganta.

Agarró su mochila, esperando que todavía tuviera el silbato que su paranoide madre había comprado para protegerla. Mary Beth se había reído de la idea, ¿un silbato contra las violaciones en Tanner's Corner?, pero ahora lo buscó desesperadamente.

Pero el silbato no estaba. Quizá Garrett lo hubiera encontrado y cogido cuando ella se desmayó en el colchón ensangrentado. Bueno, de todos modos gritaría para conseguir ayuda, gritaría tan fuerte como pudiera, a pesar de su garganta reseca. Mary Beth tomó uno de los botes de insectos, con la intención de romperlo contra la ventana. Lo elevó hacia atrás como un lanzador de béisbol a punto de arrojar la última pelota de un partido. Luego su mano descendió. ¡No! El Misionero se había ido. Donde había estado veía ahora un oscuro tronco de sauce, pasto y un laurel, moviéndose con el viento cálido.

Quizá eso era todo lo que había visto.

Quizá él no hubiera estado allí en absoluto.

Para Mary Beth McConnell, acalorada, asustada, torturada por la sed, la verdad y la ficción se mezclaban y todas las leyendas que había estudiado sobre ese terrible territorio de Carolina del Norte parecían tornarse reales. Quizá el Misionero fuera uno más del elenco de personajes imaginarios, como la Dama del lago Drummond.

Como los otros fantasmas del Great Dismal Swamp.

Como la Cierva Blanca de la leyenda india, una historia que se parecía en forma alarmante a la suya propia.

Con la cabeza a punto de estallar, mareada por el calor, Mary Beth se acostó en el canapé con olor a moho y cerró los ojos, mientras las avispas volaban cerca, para luego entrar al nido gris, el estandarte de la victoria de su captor.


* * *

Lydia sintió el fondo del arroyo bajo sus pies y dio un salto hacia la superficie.

Ahogada y escupiendo agua, se encontró en un charco pantanoso cerca de 15 metros aguas abajo del molino. Con las manos todavía atadas a su espalda, movió las piernas con fuerza para enderezarse e hizo una mueca de dolor. Tenía un esguince o se había roto el tobillo al chocar con la paleta de madera de la rueda hidráulica cuando saltó al canal. Pero en aquel punto el agua tenía dos metros de profundidad y si no pataleaba se ahogaría.

El dolor de su tobillo era tremendo, pero Lydia consiguió remontar a la superficie. Descubrió que al llenar los pulmones y descansar sobre la espalda podía flotar y mantener su rostro sobre la superficie, mientras daba patadas con su pierna sana dirigiéndose a la orilla.

Había avanzado un metro y medio cuando sintió algo frío y resbaladizo en la nuca, que se enrollaba alrededor de su cabeza y oreja, en búsqueda de su cara. ¡Una víbora! Se percató con pánico. Recordó un caso del mes anterior en la sala de urgencias: un hombre que trajeron con la picadura de una víbora de agua, su brazo hinchado casi al doble de su tamaño. Estaba loco de dolor. Lydia dio una vuelta completa y la musculosa víbora se deslizó ante su boca. Gritó. Pero con los pulmones vacíos y sin poder flotar, se hundió bajo la superficie y comenzó a ahogarse. Perdió de vista a la víbora. ¿Dónde está? ¿Dónde? pensó ansiosamente. Una picadura en la cara podría dejarla ciega. En la yugular o la carótida, moriría.

¿Dónde? ¿Estaba encima? ¿Dispuesta a picar?

Por favor, por favor, ayúdame, suplicó a su ángel guardián.

Y quizá el ángel la escuchó. Porque cuando apareció nuevamente en la superficie no había señales de la víbora. Finalmente tocó la suciedad del fondo del arroyo con sus pies cubiertos por las medias. Había perdido los zapatos en la zambullida. Hizo una pausa, recobrando el aliento, tratando de calmarse. Con lentitud se dirigió a la orilla, subió por el empinado terraplén de barro y palos resbaladizos que le hacían descender un paso por cada dos que conseguía subir a tropezones. Cuidado con la arcilla de Carolina, se dijo; puede tragarte como arenas movedizas.

Justo cuando lograba salir del agua, un disparo, muy cercano, hendió el aire.

¡Jesús! ¡Garrett tiene un arma! ¡Está disparando!

Se tiró nuevamente al agua y se hundió bajo la superficie. Permaneció tanto como pudo, pero al final tuvo que salir. Luchando por recobrar el aliento, subió a tierra firme en el momento en que un castor golpeaba nuevamente con la cola, haciendo un nuevo estruendo. El animal desapareció rumbo a su dique, grande, de 60 metros de largo. Sintió que una risa histérica se apoderaba de ella a causa de la falsa alarma, pero pudo controlarse.

Luego caminó con dificultad hacia los carrizos y el barro y se recostó, jadeando y escupiendo agua. Después de cinco minutos recuperó el aliento. Se sentó y miró a su alrededor.

Ni señales de Garrett. Se esforzó por ponerse de pie. Trató de liberar sus manos, pero la cinta adhesiva se mantenía firme, a pesar de haberse empapado. Desde allí podía ver la chimenea quemada del molino. Se orientó y decidió qué dirección tomar para encontrar el sendero que la llevaría al sur del Paquo, a casa. No estaba muy lejos de él; su trayecto por el arroyo no la había conducido muy lejos del molino.

Pero Lydia no tenía la voluntad suficiente para moverse.

Se sentía paralizada por el miedo, por la desesperanza.

Entonces pensó en su serie de televisión favorita, Touched by an Ángel, y cuando pensaba en el programa tuvo otro recuerdo, de la última vez que la había visto. Justo cuando terminó y empezó la publicidad, la puerta de su casa en la ciudad se abrió y apareció su novio con un paquete con seis botellas. Era poco común que le hiciera una visita sorpresa y Lydia se quedó encantada.

Pasaron juntos dos horas gloriosas. Decidió que su ángel le había proporcionado ese recuerdo en ese momento como una señal de que había esperanzas cuando menos las esperaba…

Asiéndose a ese pensamiento con firmeza, rodó con dificultad y se puso de pie. Comenzó a andar por los juncos y los pastos del pantano. De un lugar cercano le llegó un sonido gutural. Un leve gruñido. Sabía que había linces por ahí, al norte del río. También osos y jabalíes. Pero aun cuando cojeaba y sentía mucho dolor, se encaminó con tanta confianza hacia el sendero como si estuviera haciendo las rondas en su trabajo, distribuyendo pildoras y chismorreos, levantando el ánimo a los pacientes bajo su cuidado.


* * *

Jesse Corn encontró una bolsa.

– ¡Aquí! Mirad aquí. Tengo algo. Una talega.

Sachs bajó por una ladera rocosa hacia donde estaba el policía, señalando algo en un saliente calizo, que había quedado plana por una explosión. Podía ver las ranuras donde los taladros habían horadado la piedra para colocar la dinamita. No era de extrañar que Rhyme hubiera encontrado tanto nitrato; aquel lugar era un gran campo de demoliciones.

Se acercó a Jesse. Estaba de pie frente a una vieja bolsa de tela.

– Rhyme, ¿puedes oírme? -dijo Sachs por su teléfono.

– Adelante. Hay mucho ruido de estática pero te puedo oír.

– Encontramos una bolsa por aquí -le contó ella. Luego le preguntó a Jesse-. ¿Cómo la llamáis?

– Talega. Lo que en otros lugares llaman bolsa de arpillera.

Sachs le dijo a Rhyme:

– Es una vieja bolsa de arpillera. Parece que hay algo en ella.

Rhyme preguntó:

– ¿Garrett la dejó?

Sachs miró al suelo, donde el piso de piedra se unía a los muros.

– Se trata sin lugar a dudas de las huellas de Garrett y de Lydia. Conducen a una subida hacia el borde de la mina.

– Vayamos en su búsqueda -dijo Jesse.

– Todavía no -dijo Sachs-. Necesitamos examinar la bolsa.

– Descríbela -ordenó el criminalista.

– Arpillera.Vieja. Unos 60 por 90 centímetros. No hay mucho dentro. Está cerrada. No atada, sólo doblada.

– Ábrela con cuidado, recuerda las trampas.

Sachs bajó un costado de la bolsa y miró adentro.

– Está limpia, Rhyme.

Lucy y Ned descendieron por el sendero y los cuatro permanecieron alrededor de la bolsa como si fuera el cuerpo de un ahogado que hubieran sacado de la mina.

– ¿Qué hay en ella?

Sachs se puso guantes de látex, que estaban muy blandos a causa del sol. Inmediatamente sus manos comenzaron a sudar y a escocer por el calor.

– Botellas de agua vacías. Deer Park. No tienen el precio de la tienda ni etiqueta de inventario. Envolturas de dos paquetes de mantequilla de cacahuete Planters y de crackers de queso. Tampoco se puede identificar la procedencia. ¿Quieres los códigos UPC [5] para localizar las partidas?

– Si tuviéramos una semana, quizá -murmuró Rhyme-. No, no te molestes. Más detalles de la bolsa -le ordenó.

– Hay algo impreso en ella. Pero está demasiado descolorido para que lo podamos leer. ¿Alguien quiere probar?

Nadie pudo leer la inscripción.

– ¿Alguna idea de lo que contenía originalmente? -preguntó Rhyme.

Sachs tomó la bolsa y la olió.

– Rancio. Debe de haber estado guardada durante mucho tiempo. No puedo decir qué contenía. -Sachs dio vuelta a la bolsa de adentro hacia afuera y la golpeó fuertemente con la palma de la mano. Unos pocos granos de maíz, viejos y arrugados, cayeron al suelo-. Maíz, Rhyme.

– Como mi nombre [6] -rió Jesse.

Rhyme preguntó:

– ¿Hay granjas por allí?

Sachs hizo la pregunta a la patrulla.

– Granjas lecheras, no de cereales -dijo Lucy, mirando a Ned y a Jesse, que asintieron.

Jesse dijo:

– Pero se les da de comer maíz a las vacas.

– Claro -dijo Ned-, diría que la bolsa proviene de algún depósito de forraje y granos. O de un almacén.

– ¿Escuchaste eso, Rhyme?

– Forraje y grano. Bien. Haré que Ben y Jim Bell lo investiguen. ¿Algo más, Sachs?

Ella se miró las manos. Estaban ennegrecidas. Dio vuelta a la bolsa.

– Parece que hubiera hollín y restos de fuego en la bolsa, Rhyme. No se quemó, pero estaba apoyada en algo que ardió.

– ¿Alguna idea de qué fue?

– Parecen pedazos de carbón vegetal. De manera que creo que se trata de madera.

– Bien -dijo Rhyme-. Lo pongo en la lista.

Sachs miró las huellas de Lydia y de Garrett.

– Seguimos tras sus pasos de nuevo -le dijo a Rhyme.

– Te llamaré cuando tenga más respuestas.

Sachs anunció a la patrulla de rescate:

– Volvemos arriba -sintió el dolor lacerante de sus rodillas, miró hacia arriba, al borde de la mina y murmuró-: No parecía tan alto cuando llegamos aquí.

– Oh, sí, es una norma. Las colinas son dos veces más altas al subirlas que al bajarlas -dijo Jesse Corn, quien parecía tener una reserva inagotable de aforismos, mientras cortésmente la dejaba pasar delante para subir el angosto sendero.

Capítulo 14

Lincoln Rhyme, ignorando una mosca negra y verde que volaba por las inmediaciones, estudiaba el último diagrama de evidencias.


ENCONTRADO EN UNA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – LA MINA


Vieja bolsa de arpillera – Con un nombre ilegible

Maíz – ¿Forraje y cereales?

Huellas de algo chamuscado

Agua Deer Park

Crackers de queso

Mantequilla de cacahuete Planters


La evidencia más inusual es la mejor. Nada le hacía más feliz a Rhyme que encontrar en una escena del crimen algo completamente imposible de identificar. Porque eso significaba que si lo conseguía sólo habría unas limitadas procedencias con las que se podía relacionar.

Pero estos elementos, la evidencia que Sachs encontró en la mina, eran comunes. Si la inscripción de la bolsa hubiera sido legible, entonces la podría haber rastreado y encontrar una única procedencia. Pero no se podía leer. Si el agua y las galletas tuvieran etiquetas con el precio, podrían relacionarse con las tiendas que las vendieron o dar con un empleado que recordara a Garrett y que pudiera tener alguna información sobre dónde encontrarlo. Pero no las tenían. ¿Y madera chamuscada? Conducía a todas las barbacoas del condado Paquenoke. Inútil.

El maíz podía ser de utilidad y Jim Bell y Steve Farr estaban en ese momento al teléfono, llamando a proveedores de maíz y cereales; pero Rhyme dudaba que los empleados tuvieran algo más que decir salvo: «Sí. Vendemos maíz. En viejas bolsas de arpillera. Como lo hace todo el mundo».

¡Maldición! No se sentía nada cómodo en aquel lugar. Necesitaba semanas, meses, para conocer la región.

Pero por supuesto, no tenían ni semanas ni meses.

Sus ojos se movieron de diagrama en diagrama, tan veloces como la mosca.


ENCONTRADO EN LA ESCENA PRIMARIA DEL CRIMEN BLACKWATER LANDING


Kleenex con sangre

Polvo de caliza

Nitratos

Fosfatos

Amoniaco

Detergente

Canfeno


Nada más se podía deducir de ese diagrama. Volveré a los libros de insectos, decidió.

– Ben, ese libro de allí, The Miniature World. Quiero mirarlo.

– Sí, señor -dijo el joven, que estaba distraído, mirando en el diagrama de evidencias. Levantó el libro y se lo acercó a Rhyme.

Por un momento el libro permaneció en el aire sobre el pecho del criminalista. Rhyme echó a Ben una mirada irónica, que lo miró a su vez, después de un instante, dio un salto repentino y retrocedió, al darse cuenta de que le ofrecía algo a alguien que necesitaría de la intervención divina para cogerlo.

– Oh, pues, Sr. Rhyme… mire -dijo abruptamente Ben, con la cara roja-. Lo lamento tanto. No estaba pensando, señor. Hombre, qué estupidez. Yo realmente…

– Ben -dijo Rhyme con calma- cierra tu jodida boca.

El hombretón pestañeó, conmocionado. Tragó saliva. El libro, minúsculo en su mano grande, descendió.

– Fue un accidente, señor. Ya le dije que yo…

– Cállate.

Ben se calló. Cerró la boca. Miró alrededor del cuarto para encontrar ayuda, pero no había ayuda en el horizonte. Thom estaba de pie contra el muro, silencioso, de brazos cruzados, sin deseos de convertirse en un guardián de paz de la ONU.

Rhyme continuó, rezongando en voz baja:

– Actúas como si estuvieras pisando huevos y me tienes harto. Deja de humillarte, joder.

– ¿Humillarme? Sólo trataba de comportarme de forma amable con alguien que… Quiero decir…

– No, no es eso lo que hacías. Has estado tratando de maquinar cómo diablos salir de aquí sin mirarme más de lo necesario y sin inquietar tu propia y delicada pequeña psique.

Los corpulentos hombros se pusieron rígidos.

– Bueno, bien, señor, no creo que lo que dice sea completamente justo.

– Gilipolleces. Ya es hora de que me quite los guantes… -Rhyme rió con sarcasmo-. ¿Te gusta esta metáfora? ¿Yo, quitándome los guantes? Algo que no podré hacer con mucha rapidez, ¿te parece?… ¿Qué tal como chiste de inválidos?

Ben estaba desesperado por escapar, por salir corriendo, pero sus piernas macizas estaban fijas como troncos de roble.

– Lo que tengo no es contagioso -rugió Rhyme-. ¿Piensas que te lo puedo pegar? No es así. Caminas por aquí como si respiraras un aire contaminado y luego tuvieran que arrastrarte a ti en una silla de ruedas. ¡Demonios, si hasta temes que solo con mirarme pudieras terminar como yo!

– ¡Eso no es verdad!

– ¿No lo es? Pienso que sí… ¿Cómo es posible que te aterrorice de esa manera?

– ¡No es así! -gritó Ben-. ¡En absoluto!

Rhyme estaba furioso.

– Sí, te atemorizo. Estás aterrado de encontrarte en el mismo cuarto donde estoy yo. Eres un jodido cobarde.

El joven se inclinó hacia delante, arrojando saliva por los labios, con su mandíbula temblando, y contestó a los gritos:

– ¡Bueno, que te jodan, Rhyme! -por un momento la rabia lo dejó sin habla. Luego continuó-. Vine aquí para hacerle un favor a mi tía. ¡Me trastoca todos los planes y no me pagan ni un centavo! Escucho que ordena a todos los que le rodean como si fuera alguna jodida prima donna. Quiero decir, no sé de dónde diablos sale, señor… -su voz se extinguió y miró a Rhyme, que se reía a carcajadas…

– ¿Qué? -rugió Ben-. ¿De qué demonios se ríe?

– ¿Ves que fácil es? -preguntó Rhyme, con una risa ahogada. También Thom tenía dificultades para evitar sonreír.

Ben respiró hondo y se enderezó, luego se limpió la boca. Irritado, fatigado. Movió la cabeza.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué es fácil?

– Mirarme a los ojos y decirme que soy un pesado. -Rhyme siguió, con una voz tranquila-. Ben, yo soy como todos. No me gusta cuando la gente me trata como a una muñeca de porcelana. Y sé que a la gente no le gusta tener que preocuparse porque vayan a romperme.

– Me toma por tonto. Dijo todas esas cosas sólo para hacerme enfadar.

– Digamos que para hacerte entender -Rhyme estaba seguro de que Ben nunca sería como Henry Davett, un hombre que se interesaba sólo por el corazón, el espíritu, de un ser humano e ignoraba la envoltura. Pero al menos había conseguido que el zoólogo diera unos pasos en dirección al entendimiento.

– Debería irme por esa puerta y no regresar nunca.

– Mucha gente lo haría así, Ben. Pero te necesito. Eres capaz. Tienes talento para la investigación forense. Bueno, sigamos. Rompimos el hielo. Sigamos trabajando.

Ben comenzó a montar The Miniature World en el marco que daba vuelta las páginas. Mientras lo hacía, miró a Rhyme y preguntó:

– ¿De manera que hay mucha gente que lo mira a los ojos y lo llama hijo de puta?

Rhyme miraba la cubierta del libro y lo remitió a Thom, quien dijo:

– Oh, seguro… Por supuesto que lo hacen después de que llegan a conocerlo.


* * *

Lydia todavía estaba a 30 metros del molino.

Se movía tan rápido como podía hacia el sendero que la llevaría a la libertad, pero su tobillo le dolía mucho y obstaculizaba significativamente su avance. También tenía que moverse despacio. Un trayecto que fuera realmente silencioso requería del uso de las manos. Pero, como algunas víctimas de lesiones cerebrales con las que había trabajado en el hospital, tenía un equilibrio limitado y sólo se limitaba a avanzar tropezando de claro en claro, haciendo mucho más ruido de lo deseable.

Recorrió un amplio círculo en el espacio frente al molino. Se detuvo. Ni una señal de Garrett. Ningún sonido en absoluto, excepto el ruido de la corriente del arroyo desviado al caer al condenado pantano.

Un metro y medio más, tres metros.

Vamos, ángel, pensó. Quédate conmigo un poco más. Ayúdame a pasar por esto. Por favor… Apenas unos minutos y estaremos listos para irnos a casa.

Oh, por Dios, cómo duele. Se preguntó si se le habría roto el hueso. El tobillo estaba hinchado y ella sabía que, si se trataba de una fractura, caminar sin un soporte como ahora podría empeorar las cosas diez veces. El color de la piel se ponía oscuro, lo que significaba vasos rotos. La septicemia era una posibilidad. Pensó en la gangrena. Amputación. ¿Si eso le pasara qué diría su novio? La dejaría, supuso. Su relación, en el mejor de los casos, era informal, al menos por parte de él. Además Lydia sabía, por su trabajo en oncología, cómo desaparecía la gente de la vida de los pacientes cuando comenzaban a perder partes del cuerpo.

Se detuvo y escuchó, miró a su alrededor. ¿Había huido Garrett? ¿Había desistido de encontrarla y se había ido a los Outer Banks para estar con Mary Beth?

Lydia se siguió moviendo hacia el sendero que la conduciría de vuelta a la mina. Una vez que lo encontrara tendría que moverse aún con más cuidado, para evitar la trampa explosiva. No recordaba exactamente dónde la había preparado el chico.

Otros metros… y allí estaba, el sendero que llevaba a casa.

Se detuvo una vez más, escuchando. Nada. Observó una víbora plácida, de piel oscura, que tomaba el sol en el tocón de un viejo cedro. Hasta luego, la saludó. Me voy a casa.

Lydia avanzó.

Y entonces la mano del Muchacho Insecto surgió de debajo de un frondoso laurel y la cogió por el tobillo sano. Con las manos atadas, Lydia no pudo hacer mucho más que doblarse hacia un lado de manera que su sólido trasero amortiguara la fuerza de la caída. La víbora despertó asustada por su grito y desapareció.

Garrett se le montó encima, aplastándola contra el suelo, con el rostro rojo de furia. Debía de haber permanecido en aquel lugar quince minutos. En silencio, sin moverse ni un centímetro hasta que la chica estuviera a la distancia adecuada para cogerla. Como una araña esperando su próxima presa.

– Por favor -murmuró Lydia, sin aliento por la sorpresa y horrorizada al ser traicionada por su ángel-. No me hagas daño…

– Silencio -susurró el chico con rabia, mirando alrededor-. Se me acabó la paciencia contigo -la hizo levantarse con brusquedad. Podría haberla tomado de un brazo o haberla hecho ponerse de espaldas y facilitar así la postura. Pero no lo hizo; la rodeó por atrás con los brazos y sus manos tocaron sus pechos, así la puso de pie. Ella sintió el cuerpo tenso del muchacho que se frotaba desagradablemente contra su espalda y trasero. Finalmente, después de un instante interminable, la soltó pero le rodeó el brazo con sus dedos huesosos y la impulsó detrás de él hacia el molino, indiferente a sus sollozos. Sólo se detuvo una vez, para examinar una larga fila de hormigas que llevaban minúsculos huevos a través del sendero.

– No les hagas daño -murmuró. Y observó los pies de ella cuidadosamente para asegurarse de que obedecía.


* * *

Con un sonido que Rhyme siempre comparaba con el de un carnicero afilando un cuchillo, el dispositivo dio vuelta a otra hoja de The Miniature World, que era, a juzgar por su deteriorado estado, el libro favorito de Garrett Hanlon.


Los insectos están extraordinariamente bien preparados para sobrevivir. La polilla del abedul, por ejemplo, es blanca por naturaleza, pero en las regiones que circundan la Manchester industrial, en Inglaterra, el color de la especie se torna negro para mimetizarse con el hollín de los troncos de los árboles y aparecer con menos nitidez ante sus enemigos.


Rhyme pasó algunas páginas más, accionando el botón de su controlador ECU con su dedo anular izquierdo sano. Leyó los pasajes que Garrett había marcado. El párrafo sobre el pozo de la hormiga león salvó a la patrulla de rescate de caer en una de las trampas del muchacho y Rhyme estaba tratando de sacar más conclusiones del libro.

Como especialista en peces, Ben le había dicho que la conducta animal a veces constituye un buen modelo para los humanos, especialmente en lo que a asuntos de supervivencia se refiere.


La mantis religiosa se frota el abdomen contra las alas, produciendo un sonido espantoso que desorienta a sus perseguidores. La mantis, por otra parte, puede ingerir cualquier criatura viviente más pequeña que ella misma, incluyendo pájaros y mamíferos…


Se cree que los escarabajos peloteros proporcionaron al hombre antiguo la idea de la rueda…


Un naturalista llamado Réaumur observó en el siglo XVIII que las avispas hacen nidos de papel a partir de fibras de madera y saliva. Eso le dio la idea de hacer papel a partir de la pulpa de madera, no de tela, como los fabricante de papel venían haciendo hasta entonces…


Entre todo esto, ¿qué era valioso para el caso? ¿Habría algo que pudiera ayudar a Rhyme a encontrar a dos seres humanos que andaban por algún lugar en ciento sesenta kilómetros cuadrados de bosques y pantanos?


Los insectos hacen mucho uso del sentido del olfato. Para ellos es un sentido multidimensional. Realmente «sienten» los olores y los utilizan para muchas cosas. Para la educación, para la inteligencia, para la comunicación. Cuando una hormiga encuentra comida, vuelve al nido dejando una huella olorosa, al tocar esporádicamente el suelo con su abdomen. Cuando otras hormigas encuentran el rastro lo siguen hasta dar con la comida. Conocen en qué dirección ir porque el olor tiene «forma» el extremo más angosto del mismo señala hacia la comida como una flecha direccional. Los insectos también usan los olores para localizar a enemigos que se aproximan. Ya que un insecto puede detectar una sola molécula de olor a millas de distancia, raramente es sorprendido por un enemigo…


El sheriff Jim Bell entró rápidamente en el cuarto. En su atormentado rostro lucía una sonrisa.

– Acabo de hablar con una enfermera del hospital. Hay noticias de Ed. Parece que está saliendo del coma y dijo algo. Su médico nos va a llamar dentro de unos minutos. Espero descubrir lo que quiso decir con «oliva» y si vio algo específico en ese mapa del refugio.

A pesar de su escepticismo acerca del testimonio de las personas, Rhyme decidió que se sentiría feliz con un testigo. El desaliento, la desorientación de un pez fuera del agua pesaban con agobio sobre él.

Bell caminó lentamente por el laboratorio, mirando con expectación hacia la puerta cada vez que se acercaban unos pasos.

Lincoln Rhyme nuevamente se desperezó, apoyando la cabeza en el cabecero de la silla. Sus ojos iban al diagrama de las evidencias, luego al mapa, luego de vuelta al libro. Y todo el tiempo la mosca verde y negra volaba alrededor del cuarto con una desesperación sin objeto, que parecía equipararse con la suya.


* * *

En las cercanías un animal cruzó corriendo el sendero y desapareció.

– ¿Qué fue eso? -preguntó Sachs señalando con la cabeza. A ella el animal le había parecido un cruce entre un perro y un gran gato de albañal.

– Un zorro gris -dijo Jesse-. No los veo con demasiada frecuencia. Pero es cierto que no voy a menudo a pasear por el norte del Paquo.

Caminaron con lentitud mientras trataban de seguir las difusas indicaciones del paso de Garrett por el lugar. Todo el tiempo se mantenían alerta ante el temor que hubiera más trampas mortales y emboscadas en los bosques y matorrales circundantes.

Una vez más Sachs tuvo el presentimiento que la había acosado desde que vieron el funeral del niño esa mañana. Dejaron atrás los pinos y se encontraron en un tipo diferente de bosque. Los árboles eran los que se verían en una jungla tropical. Cuando le preguntó por ellos, Lucy le dijo que eran gomeros túpelo, viejos cipreses pelones, cedros. Estaban unidos por una red de musgos y viñas trepadoras que absorbían el sonido como una niebla espesa y que acentuaba la sensación de claustrofobia de Sachs. Había setas, moho y hongos por todas partes y los rodeaban ciénagas de aguas espumosas. El aroma en el aire era de podredumbre.

Sachs miró el suelo del camino. Le preguntó a Jesse:

– Estamos a millas de la ciudad, ¿quién hace estos senderos?

Él se encogió de hombros.

– En su mayoría malos pagadores.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sachs, recordando que Rich Culbeau había dicho lo mismo.

– Ya sabes, alguien que no paga sus deudas. Básicamente significa gentuza. Destiladores de licor ilegal, chicos, gente del pantano, falsificadores.

Ned Spoto tomó un sorbo de agua y dijo:

– A veces recibimos llamadas: ha habido un tiroteo, alguien está gritando, alguien necesita ayuda, hay luces misteriosas que hacen señales. Cosas como esas. Sólo que en el momento que llegamos, no hay nada… Ni un cuerpo, ni un asesino, ni un testigo. A veces encontramos un rastro de sangre pero no lleva a ninguna parte. Respondemos a la llamada, debemos hacerlo, pero nadie del departamento viene solo por estos lugares, nunca.

Jesse dijo:

– Te sientes diferente por aquí. Ya sé que suena cómico, pero sientes que la vida es diferente, más barata. Prefiero arrestar a un par de chicos armados y drogados en un supermercado que venir aquí respondiendo a una llamada. Al menos en la ciudad hay reglas. De alguna manera sabes qué esperar. Por aquí… -se encogió de hombros.

Lucy asintió.

– Es verdad. Y las reglas normales no se aplican a nadie al norte del Paquo. Ni a nosotros, ni a ellos. Te puedes encontrar disparando antes de leerle a alguien sus derechos y estaría perfectamente bien. Es difícil de explicar.

A Sachs no le gustó esa conversación tensa. Si los demás policías no hubieran estado tan sombríos y calmos, hubiera pensado que estaban montando un espectáculo para asustar a la chica de Nueva York.

Finalmente se detuvieron en un lugar donde el sendero se bifurcaba en tres direcciones. Caminaron cerca de quince metros por cada una de ellas pero no pudieron encontrar ninguna pista de cuál habían tomado Garrett y Lydia. Volvieron al cruce.

Sachs escuchó las palabras de Rhyme resonando en su mente: «Ten cuidado, Sachs, pero avanza velozmente. No pienso que nos quede mucho tiempo».

Avanza velozmente…

Pero no había indicios de la dirección que deberían tomar y cuando Sachs miró los obstruidos senderos, pareció imposible que alguien, ni siquiera Lincoln Rhyme, descubriera por donde se había ido su presa.

Entonces sonó el teléfono y tanto Lucy como Jesse la miraron con expectación, esperando, como Sachs, que Rhyme tuviera alguna nueva sugerencia acerca del camino a tomar.

Sachs respondió, escuchó al criminalista y asintió. Colgó. Tomó aliento y miró a los tres policías.

– ¿Qué? -preguntó Jesse Corn.

– Lincoln y Jim acaban de saber de Ed Schaeffer. Parece que se despertó el tiempo suficiente para decir, «amo a mis hijos», y luego murió… Piensan que anteriormente había dicho algo como «Olivo», pero resulta que todo lo que trataba de decir es «amo». Es todo lo que dijo. Lo lamento.

– Oh, Jesús -murmuró Ned.

Lucy bajó la cabeza y Jesse le puso un brazo alrededor de los hombros.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó.

Lucy levantó la vista. Sachs pudo ver lágrimas en sus ojos.

– Vamos a detener a ese muchacho, eso es lo que vamos a hacer -dijo con una triste determinación-. Vamos a elegir el sendero más lógico y seguiremos en esa dirección hasta encontrarlo. Y vamos a caminar rápido. ¿Estás de acuerdo? -preguntó a Sachs, que no tenía problema en ceder el mando momentáneamente a la policía.

– Por supuesto.

Capítulo 15

Lydia había visto cien veces esa mirada en los ojos de los hombres.

Una necesidad. Un deseo. Un apetito.

A veces, una urgencia sin sentido. A veces, una inepta expresión de amor.

Esta muchacha grandota, con pelo grasoso, que en su adolescencia tuvo granitos y luego el rostro como picado de viruelas, creía que tenía poco que ofrecer a los hombres. Pero sabía también que le pedirían, al menos durante algunos años, una cosa y hacía tiempo que había decidido que para pasarlo bien tendría que explotar el poco poder que poseía; por ello, Lydia Johansson se encontraba ahora en un terreno de juego que le era muy familiar.

Estaban de regreso en el molino, nuevamente en la oscura oficina. Garrett estaba de pie a su lado y su cuero cabelludo relucía por el sudor a través de su pelo corto e irregular. Su erección era muy evidente a través de los pantalones.

Sus ojos se deslizaron por el pecho de Lydia, donde el uniforme empapado y translúcido se había desgarrado en su caída al canal (¿o lo había hecho él cuando la cogió en la senda?), el tirante de su sostén estaba roto (¿lo había roto Garrett?).

Lydia se alejó un poco, con una mueca de dolor por su lesión en el tobillo. Apretándose contra la pared, sentada, con las piernas extendidas, estudió esa mirada en los ojos del muchacho. Sintió una repulsión fría, como ante una araña.

Y sin embargo, pensó: ¿Debería permitirle?

Él era joven. Se correría en un instante y todo acabaría. Quizá después se durmiera y Lydia podría encontrar su cuchillo y liberarse las manos. Luego le daría un golpe y lo ataría a él.

Pero esas manos rojas y huesudas, la cara llena de granos próxima a la mejilla, el repugnante aliento y el hedor de su cuerpo… ¿Cómo podría soportarlos? Lydia cerró los ojos un instante. Rezó una plegaria tan insustancial como su sombra de ojos Blue Sunset. ¿Sí o no?

Pero si había ángeles cerca se mantuvieron en silencio sobre esta decisión particular.

Todo lo que tendría que hacer sería sonreírle. Estaría dentro de ella en un minuto. O ella podría tomarlo en su boca… No significaría nada.

Fóllame rápido y luego veamos una película… Una broma entre su novio y ella. Lo recibía en la puerta, con el conjunto rojo que había comprado en Sears por correo. Le echaba los brazos alrededor de los hombros y le susurraba esas palabras.

Si lo haces, pensó, podrías escapar.

¡Pero no puedo!

Los ojos de Garrett estaban fijos en ella. Recorrían su cuerpo. Su pene no la podía violar con más plenitud de lo que la violaban sus ojos en aquellos momentos. Jesús, no era sólo un insecto, el chico era una mutación de uno de los libros de terror de Lydia, algo que podrían haber imaginado Dean Koontz o Stephen King.

Sus uñas hacían ruido.

Ahora estaba examinando sus piernas, redondas y suaves, su mejor parte, creía Lydia.

Garrett rugió:

– ¿Por qué estás llorando? Fue culpa tuya que te hicieras daño. No deberías haberte escapado. Déjame ver. -Señaló el tobillo hinchado-. Unos imbéciles de la escuela me empujaron colina abajo detrás de la estación Mobile el año pasado -dijo-. Me torcí el tobillo. Tenía ese mismo aspecto. Dolía como la gran puta.

Termina con todo esto, se dijo Lydia. Estarás mucho más cerca de casa.

Fóllame rápido…

¡No!

Pero no se alejó cuando Garrett se sentó frente a ella. Tomó su pierna. Sus largos dedos, Dios, qué grandes, la sujetaron por la pantorrilla y luego rodearon el tobillo. Temblaba. Miró los agujeros de sus medias blancas, por donde sobresalía su carne rosada. Estudió su pie.

– No hay una herida. Pero está todo negro. ¿Por qué?

– Puede ser una fractura.

El chico no respondió, tampoco parecía condolido. Era como si el dolor no tuviera sentido para él. Como si no pudiera entender que un ser humano podía estar sufriendo. Su interés constituía sólo una excusa para tocarla.

Ella extendió un poco más la pierna y los músculos palpitaron con el esfuerzo de levantarla. Su pie tocó el cuerpo de Garrett cerca de la ingle.

Los párpados del chico bajaron. Su respiración se hizo más rápida.

Lydia tragó saliva.

El movió el pie de Lydia. Frotó su pene a través de la ropa mojada. Estaba tan rígido como la paleta de madera de la rueda hidráulica con la que la chica se había golpeado tratando de escapar.

Garrett deslizó la mano hacia arriba de la pierna. Lydia sintió que las uñas rasgaban su panty.

No…

Sí…

Entonces el chico se paralizó.

Su cabeza se echó hacia atrás y se dilataron las ventanas de su nariz. Inhaló profundamente. Dos veces.

Lydia también olisqueó el aire. Tenía un olor agrio. Pasó un momento hasta que lo reconoció. Amoniaco.

– Mierda -murmuró el chico, con los ojos muy abiertos de horror-. ¿Cómo han llegado tan rápido?

– ¿Qué? -preguntó ella.

Él saltó.

– ¡La trampa! ¡La pisaron! ¡Estarán aquí en diez minutos! ¿Cómo diablos pueden haber llegado tan pronto? -Se inclinó hacia la cara de Lydia. Ella nunca vio tanta furia y odio en los ojos de alguien-. ¿Dejaste algo en la senda? ¿Les enviaste un mensaje?

Lydia se encogió, segura de que estaba a punto de matarla. Parecía completamente fuera de control.

– ¡No! ¡Lo juro! Lo prometo.

Garrett se le acercó. Lydia trató de huir pero él pasó a su lado rápidamente. Estaba frenético; rasgó la tela cuando se quitó la camisa y los pantalones, la ropa interior, los calcetines. Ella observó su cuerpo delgado, la erección que sólo había disminuido un poco. Desnudo, corrió a un rincón del cuarto. Había otras ropas dobladas sobre el suelo. El chico se las puso. Zapatos también.

Lydia levantó la cabeza y miró por la ventana, a través de la cual llegaba un fuerte olor a amoniaco. De manera que su trampa no había sido una bomba, había usado el amoniaco como un arma en sí mismo; había llovido sobre la patrulla de rescate, quemándolos y dejándolos ciegos.

Garrett siguió, hablando casi en un susurro:

– Tengo que llegar adonde está Mary Beth.

– No puedo caminar -dijo Lydia sollozando-. ¿Qué vas a hacer conmigo?

Él sacó la navaja del bolsillo de sus pantalones. La abrió con un fuerte chasquido. Se volvió hacia ella.

– No, no, por favor…

– Estás lesionada. No hay manera que puedas seguirme.

Lydia miró la hoja de la navaja. Estaba manchada y mellada. Su aliento era entrecortado.

Garrett se le acercó. Lydia comenzó a gritar.


* * *

¿Cómo habían llegado tan pronto? Garrett Hanlon se lo preguntó otra vez, mientras corría desde la parte delantera del molino hacia el arroyo, el pánico que sentía tan a menudo invadía su corazón de la forma en que el veneno del cedro había lastimado su cara.

Sus enemigos habían cubierto el territorio desde Blackwater Landing hasta el molino en unas pocas horas. Estaba asombrado; había pensado que encontrar su rastro les llevaría al menos un día, probablemente dos. El chico miró hacia el sendero que venía de la mina. Ni señal de ellos. Se volvió hacia la dirección opuesta y comenzó a caminar lentamente por otro sendero que llevaba más allá de la mina, río abajo desde el molino.

Hizo sonar las uñas mientras se preguntaba: «¿Cómo, cómo, cómo?»

«Relájate», se dijo. «Hay mucho tiempo». Después de que la botella de amoniaco se hiciera pedazos contra las rocas, los policías se moverían tan despacio como escarabajos peloteros empujando bolas de estiércol, preocupados por la existencia de otras trampas. En unos minutos él estaría en las ciénagas y no podrían seguirlo. Ni siquiera con perros. Estaría con Maty Beth en ocho horas.

Entonces Garrett se detuvo.

A un costado de la senda había una botella plástica de agua, vacía. Parecía que alguien acabase de arrojarla. El chico husmeó el aire, tomó la botella, olió dentro. ¡Amoniaco!

Una imagen atravesó su mente: una mosca atrapada en la tela de una araña. Pensó: ¡Mierda! ¡Me engañaron!

Una voz de mujer ladró:

– Quieto ahí, Garrett -una linda pelirroja en vaqueros y camiseta negra salió de los matorrales. Tenía una pistola en la mano y apuntaba directamente a su pecho. Sus ojos se dirigieron al cuchillo del chico y luego a su cara.

– Está aquí -gritó la mujer-. Lo tengo -luego bajó la voz y miró a Garrett a los ojos-. Haz lo que te digo y no saldrás lastimado. Quiero que dejes caer la navaja y te tumbes en el suelo, boca abajo.

Pero el muchacho no se tumbó.

Se limitó a quedarse quieto, en una postura desgarbada e incómoda, haciendo un ruido compulsivo con sus uñas. Parecía totalmente asustado y desesperado.

Amelia Sachs observó otra vez el cuchillo manchado, que el chico sostenía firmemente en la mano.

Mantuvo la mira del Smith & Wesson en el pecho de Garrett.

Los ojos le ardían por el amoniaco y el sudor. Se pasó una manga por la cara.

– Garrett… -habló con calma-. Túmbate. Nadie te va a lastimar si haces lo que te decimos.

Oyó unos gritos en la distancia.

– Tengo a Lydia -avisó Ned Spoto-. Está bien. Mary Beth no está aquí.

La voz de Lucy preguntaba, «¿Dónde estás, Amelia?»

– En el sendero hacia el arroyo -exclamó Sachs-. Tira la navaja, Garrett. Al suelo. Luego túmbate.

Él la miró con cautela, las manchas rojas en su piel y los ojos húmedos.

– Vamos, Garrett. Somos cuatro. No hay forma de escapar.

– ¿Cómo? -preguntó-. ¿Cómo me encontraron? -su voz era infantil, no parecía la de un muchacho de dieciséis años.

Amelia no le dijo que habían encontrado la trampa de amoniaco y el molino gracias a Lincoln Rhyme, por supuesto. Justo cuando habían empezado a marchar por el sendero del medio, en la encrucijada del bosque, el criminalista la había llamado. Había dicho: «Uno de los empleados de los depósitos de forraje y granos con el que habló Jim Bell dijo que por aquí no se utiliza el maíz para la alimentación de animales. Dijo que probablemente el maíz provenía de un molino y Jim conoce un molino abandonado que se quemó el año pasado. Eso explicaría las marcas de hollín».

Bell se puso al teléfono y explicó a la patrulla cómo llegar al molino. Luego Rhyme habló de nuevo y añadió: «También tengo una idea acerca del amoniaco».

Rhyme había estado leyendo los libros de Garrett y encontró un pasaje subrayado acerca del uso que hacen los insectos de los olores para comunicarse advertencias. Había decidido que como el amoniaco no se encuentra en explosivos comerciales, como el tipo utilizado en la mina, Garrett había preparado, probablemente, algo con amoniaco en una trampa con el hilo de pescar, con el propósito de que cuando los perseguidores lo desparramaran, él lo podría oler y saber que estaban cerca para escapar.

Después de que encontraron la trampa, había sido idea de Sachs llenar una de las botellas de agua de Ned con amoniaco, rodear silenciosamente el molino y verter el amoniaco en el suelo fuera del edificio, para hacer salir al chico.

Y lo hizo salir.

Pero todavía Garrett no escuchaba las instrucciones. Miró alrededor y estudió la cara de Sachs, como si tratara de decidir si ella le dispararía realmente.

Se rascó un grano de la cara y se enjugó el sudor, luego agarró el arma con más firmeza, miró a derecha y a izquierda mientras sus ojos se llenaban de desesperación y pánico.

Con temor a hacerlo correr o a que la atacara, Sachs trató de hablarle como una madre que quiere hacer dormir a su hijo.

– Garrett, haz lo que te digo. Todo saldrá bien. Sólo haz lo que te digo. Por favor.


* * *

– ¿Lo tienes en la mira? Dispara -estaba susurrando Mason Germain.

A cien metros de donde esa perra de Nueva York se enfrentaba con el asesino, Mason y Nathan Groomer se encontraban en la cima de una colina pelada.

Mason estaba de pie. Nathan estaba tendido boca abajo sobre el suelo caliente. Había afirmado el Ruger con bolsas de arena en un suave declive de oportunas rocas y se concentraba en el control de su respiración, de la forma en que se supone hacen los cazadores de alces, gansos y los seres humanos antes de disparar.

– Sigue -le urgió Mason-. No hay viento. Tienes una visión clara. ¡Dispara!

– Mason, el chico no está haciendo nada.

Vieron a Lucy Kerr y a Jesse Corn caminar hacia el claro, unirse a la pelirroja, sus armas también apuntaban al muchacho. Nathan continuó:

– Todos lo tienen cubierto y él sólo tiene una navaja. Una pequeña e insignificante navaja. Parece que se va a entregar.

– No se va a entregar -escupió Mason Germain, que pasó su peso liviano de un pie a otro con impaciencia-. Te lo digo, está fingiendo. Va a matar a uno de nosotros tan pronto como tengan la guardia baja. ¿No significa nada para ti que Ed Schaeffer esté muerto? -Steve Farr había llamado hacía media hora con la triste noticia.

– Vamos, Mason. Estoy tan afligido por eso como cualquiera. No tiene nada que ver con las reglas de combate. Además, mira, por favor. Lucy y Jesse están a dos metros del chico.

– ¿Estas preocupado por si les das a ellos? Joder, si a esta distancia puedes acertar a una moneda, Nathan. Nadie tira mejor que tu. Dispara. Haz tu disparo.

– Yo…

Mason estaba observando la curiosa obrita de teatro que tenía lugar en el claro. La pelirroja bajó su arma y dio un paso adelante. Garrett todavía tenía la navaja. Su cabeza se movía hacia atrás y hacia delante.

La mujer dio otro paso hacia él.

Oh, eso es mucha ayuda, perra.

– ¿Está en tu línea de fuego?

– No. Pero, escucha -explicó Nathan-, ni se supone siquiera que estemos aquí.

– Esa no es la cuestión -musitó Mason-. Estamos aquí. Yo autoricé un apoyo para proteger a la patrulla de rescate y te estoy ordenando que hagas un disparo. ¿Quitaste el seguro?

– Sí, lo quité.

– Entonces dispara.

Observó por la mira telescópica.

Mason vio como el cañón del Ruger se paralizaba, mientras Nathan se mimetizaba con su arma. Mason lo había visto antes, cuando cazaba con amigos que eran mucho mejores deportistas que él mismo. Era una cosa espeluznante que Mason no comprendía. Tu arma se vuelve parte de ti antes de disparar, casi por ella misma.

Mason esperó el estruendoso ruido del arma al disparar.

Ni una leve brisa. Una diana nítida. Un fondo claro.

¡Dispara, dispara, dispara! Era el mensaje silencioso de Mason.

Pero en lugar del ruido del disparo del rifle, escuchó un suspiro. Nathan bajó la cabeza.

– No puedo.

– Dame el jodido rifle.

– No, Mason. Vamos.

Pero la expresión de los ojos del policía veterano silenció al tirador, que le entregó el rifle y se puso a un lado.

– ¿Cuántos proyectiles hay en el cargador? -soltó Mason.

– Yo…

– ¿Cuántos proyectiles? -dijo Mason mientras se acostaba sobre el vientre y tomaba una posición idéntica a la de su colega un momento antes.

– Cinco. Pero no lo tomes como algo personal, Mason, tú no eres el mejor tirador de rifle en el mundo y hay tres inocentes en el campo de mira y si tu… -pero su voz se desvaneció. Había sólo un lugar al que podía ir esa frase y Nathan no quiso continuar.

Ciertamente, Mason sabía que no era el mejor tirador del mundo. Pero había matado cien ciervos. Y había conseguido puntuaciones altas en el campo de tiro de la policía estatal de Raleigh. Además, buen o mal tirador, Mason sabía que el Muchacho Insecto tenía que morir y tenía que morir ahora.

Él también respiró con regularidad, dobló el dedo alrededor del gatillo que tenía un reborde y descubrió que Nathan había mentido; nunca había quitado el seguro del rifle. Ahora Mason apretó el botón con enfado y empezó a controlar su respiración una vez más.

Dentro, fuera.

Enfocó la mira en la cara del muchacho.

La pelirroja se acercó más a Garrett y por un momento su hombro estuvo en la línea de fuego.

Jesús, mi Dios, lo estás poniendo difícil, señorita. Ella se ladeó y salió de su vista. Luego su nuca apareció en el centro de la mira. Osciló a la izquierda pero permaneció cerca del centro de la mira.

Respira, respira.

Mason, dejando de lado el hecho de que sus manos temblaban mucho más de lo que deberían, se concentró en la cara manchada de su diana.

Bajó la mira al pecho de Garrett.

La pelirroja se ladeó nuevamente entrando en la línea de fuego. Luego se movió y salió.

Mason sabía que tenía que apretar el gatillo con suavidad. Pero, como le ocurría tan a menudo en la vida, la cólera lo invadió y decidió por él. Apretó el gatillo con un movimiento espasmódico.

Capítulo 16

Detrás de Garrett, un trozo de tierra saltó en el aire; él se llevó la mano a la oreja, donde, como Sachs, había sentido pasar la trayectoria de la bala.

Un instante después, el sonido estruendoso del rifle llenó el claro.

Sachs se dio vuelta. De la demora entre el ruido de la bala y el del rifle dedujo que el tiro no había partido de Lucy ni de Jesse, que estaban a unos cien metros. Los policías también miraron hacia atrás, con las armas levantadas, tratando de detectar al tirador.

Agachada, Sachs miró la cara de Garrett y vio sus ojos, llenos de terror y confusión. Por un momento, apenas un instante, no era el asesino que había aplastado el cráneo de un muchacho ni el violador que había ensangrentado a Mary Beth McConnell e invadido su cuerpo. Era un niño pequeño asustado, gimoteando:

– ¡No, no!

– ¿Quién es? -gritó Lucy Kerr-. ¿Culbeau? -se ocultaron tras unos matorrales.

– Cúbrete, Amelia -exclamó Jesse-. No sabemos a quién disparan. Podría ser un amigo de Garrett, que nos toma de blanco.

Pero Sachs no lo creía. La bala estaba destinada a Garrett. Escudriñó las cimas de las colinas cercanas, buscando señales del francotirador.

Otro bala silbó. Todavía más lejos de su objetivo.

– Santa María -dijo Jesse Corn, emitiendo con dificultad este juramento aparentemente desacostumbrada en él-. Mirad, allá arriba, ¡es Mason! Y Nathan Groomer. En ese alto.

– ¿Es Germain? -preguntó Lucy con amargura, entrecerrando los ojos. Furiosamente apretó el botón de transmisión de su Handi-Talkie y rugió-: Mason, ¿qué diablos estás haciendo? ¿Estás allí? ¿Me recibes?… Central. Vamos, Central. Maldición, no tengo recepción.

Sachs sacó su teléfono celular y llamó a Rhyme, que le contestó un segundo después. Ella escuchó su voz, apagada, a través del altavoz.

– Sachs, ¿has…?

– Lo tenemos, Rhyme. Pero ese policía, Mason Germain, está en una colina cercana, disparando contra el muchacho. No podemos comunicarnos con él por radio.

– ¡No, no, no! No puede matarlo. Controlé la degradación de la sangre en el pañuelo de papel. ¡Mary Beth estaba viva anoche! Si Garrett muere nunca la encontraremos.

Sachs dio a gritos esta información a Lucy pero todavía la policía no podía llegar a Mason con la radio.

Otro disparo. Una roca se hizo añicos y los roció con polvo.

– ¡Detenedlo! -sollozó Garrett-. No, no…Tengo miedo. ¡Haced que se detenga!

Sachs le dijo a Rhyme:

– Pregunta a Bell si Mason tiene un teléfono celular y haz que lo llame y le diga que deje de disparar.

– Está bien, Sachs…

Rhyme colgó.

Si Garrett muere nunca la encontraremos…

Amelia Sachs tomó una rápida decisión y arrojó su arma al suelo. Luego caminó hacia delante, enfrentando a Garrett, a sólo medio metro del chico, poniéndose directamente entre él y el rifle de Mason. Pensó: en el tiempo que tarde en moverme, Mason podría apretar el gatillo y la bala, precediendo la ola de sonido del disparo, podría dirigirse en línea recta a mi espalda.

Dejó de respirar. Se imaginó que podía sentir el proyectil penetrando en su cuerpo.

Pasaron unos segundos. No hubo más disparos.

– Garrett, tienes que dejar esa navaja.

– ¡Tratasteis de matarme! ¡Me engañasteis!

Ella se preguntó si le clavaría el cuchillo, con ira o pánico.

– No. No tenemos nada que ver con eso. Mira, estoy frente a ti. Te protejo. No volverá a disparar.

Garrett estudió detenidamente el rostro de Sachs con sus ojos crispados.

Ella se preguntó si Mason estaba esperando que se moviera hacia un costado lo suficiente como para apuntar a Garrett. A todas luces Mason era un mal tirador e imaginó que una bala destrozaba su espina dorsal.

Ah, Rhyme, pensó, estás aquí para operarte a fin de ser más como yo, quizá hoy yo me vuelva más como tú…

Jesse Corn corría colina arriba a través de los matorrales. Movía sus brazos y gritaba:

– ¡Mason, deja de disparar! ¡Deja de disparar!

Garrett seguía examinando a Sachs de cerca. Luego tiró la navaja a un costado y empezó compulsivamente a hacer ruido con las uñas una y otra vez.

Mientras Lucy se apresuraba a poner las esposas a Garrett, Sachs se volvió hacia la colina desde donde Mason había disparado. Lo vio de pie, hablando por teléfono. Pareció mirarla directamente, luego guardó el teléfono en el bolsillo y empezó a bajar la colina.


* * *

– ¿En qué demonios estabas pensando? -rugió Sachs al ver a Mason. Caminó en línea recta hacia él. Se detuvieron a medio metro uno del otro; ella lo sobrepasaba en treinta centímetros.

– Estaba salvándote el culo, señorita -replicó Mason groseramente-. ¿No te diste cuenta de que el chico tenía un arma?

– Mason… -Jesse Corn intentó suavizar la situación-, ella trataba de poner un poco de calma, es todo. Hizo que el chico se entregara.

Pero Amelia Sachs no necesitaba hermanos mayores. Dijo:

– He estado realizando arrestos durante años. No me iba a atacar. La única amenaza provenía de ti. Podrías haber herido a alguno de nosotros.

– Tonterías -Mason se inclinó hacia ella y Sachs pudo oler su loción para después de afeitar, que parecía usar en cantidad.

Se alejó de la nube de perfume y dijo:

– Y si hubieras matado a Garrett, Mary Beth probablemente habría muerto de hambre o asfixia.

– Ella está muerta -soltó Mason-. Esa chica yace en una tumba en algún lugar y nunca encontraremos su cuerpo.

– Lincoln tiene un informe sobre su sangre -respondió Sachs-. Estaba viva anoche.

Mason hizo una pausa. Murmuró:

– Anoche no es ahora.

– Vamos, Mason -dijo Jesse-. Todo salió bien.

Pero Mason no se calmaba. Levantó los brazos y se golpeó los muslos. Miró a Sachs a los ojos y dijo:

– De todos modos, no sé para qué mierda te necesitamos aquí.

– Mason -irrumpió Lucy Kerr-, déjalo ya. No hubiéramos encontrado a Lydia de no ser por el señor Rhyme y Amelia. Les estamos agradecidos. Termina ya.

Ella es la que no termina.

– Cuando alguien me coloca en la línea de fuego es mejor que tenga una muy buena razón para ello -dijo Sachs con calma-. Y que estés a la caza de ese chico porque no has sido capaz de sustentar un caso contra él, no es ninguna razón.

– No te metas en mi forma de hacer el trabajo. Yo…

– Bien, esto se tiene que terminar aquí -dijo Lucy- tenemos que volver a la oficina. Todavía trabajamos en la presunción de que Mary Beth no está muerta y tenemos que encontrarla.

– Eh -llamó Jesse Corn-. Aquí está el helicóptero.

Un helicóptero del centro médico aterrizó en un claro cerca del molino de donde los médicos sacaron a Lydia en una camilla; padecía una leve insolación y tenía un tobillo en malas condiciones. Le había dado un ataque de histeria cuando Garrett se le había acercado con un cuchillo y aunque resultó que lo que quería era cortar un trozo de tela adhesiva para ponerle en la boca, todavía estaba muy conmocionada. Logró calmarse lo suficiente para contar que Mary Beth no estaba en ningún lugar cerca del molino. Garrett la había escondido cerca del mar en alguna parte, en los Outer Banks. No sabía dónde exactamente. Lucy y Mason habían tratado de que Garrett hablara, pero siguió mudo y se sentó, con las manos esposadas en la espalda, mirando el suelo con mal humor.

Lucy dijo a Mason:

– Tú, Nathan y Jesse id con Garrett hasta la Easedale Road. Haré que Jim os mande un coche. En el desvío Possum Creek. Amelia quiere examinar el molino. Yo la ayudaré. Enviad otro coche a Easedale en media hora aproximadamente para buscarnos.

Sachs se sintió feliz manteniendo por largo tiempo los ojos fijos en los de Mason, desafiante. Pero él volcó su atención hacia Garrett. Miró al chico asustado como un guardián que vigilara a un prisionero en el corredor de la muerte. Mason hizo una señal con la cabeza a Nathan.

– Vayámonos. ¿Las esposas están bien puestas?

– Sí, lo están -contestó Jesse.

Sachs estaba contenta de que Jesse fuera con ellos para mantener a Mason bajo control. Había oído historias de prisioneros «fugados» a los que los oficiales que los transportaban habían apaleado. En ocasiones terminaban muertos.

Mason cogió a Garrett fuertemente del brazo y le obligó a levantarse. El chico lanzó una mirada desesperanzada hacia Sachs. Luego Mason lo llevó por el sendero.

Sachs le dijo a Jesse Corn:

– Manten un ojo en Mason. Necesitaremos la cooperación de Garrett para encontrar a Mary Beth. Si está demasiado asustado o furioso no le sacarás nada.

– Me aseguraré de que no sea así, Amelia -la miró con calor-. Se necesitan agallas para hacer lo que hiciste. Ponerte delante del chico. Yo no lo habría hecho.

– Bueno -Amelia no estaba en condiciones de soportar más admiración-. A veces te limitas a actuar y no piensas.

Él asintió con entusiasmo, como si agregara esta reflexión a su repertorio.

– Oh, ejem… te quería preguntar, ¿tienes un apodo?

– Ninguno.

– Bien. Me gusta «Amelia» tal como suena.

Por un momento ridículo ella pensó que él la besaría para celebrar la captura. Entonces Jesse empezó a caminar detrás de Mason, Nathan y Garrett.

Vaya, pensó una exasperada Amelia Sachs, mirando como Jesse se volvía para saludarla alegremente con la mano: uno de los policías quiere matarme de un disparo y otro está deseando reservar turno en la iglesia y preparar el banquete de bodas.


* * *

Sachs recorrió la cuadrícula cuidadosamente dentro del molino, concentrándose en el cuarto en el que Garrett había mantenido a Lydia. Caminó hacia atrás y hacia delante, un paso cada vez.

Sabía que habría algunas pistas que podrían acercarles a donde estaba oculta Mary Beth McConnell. Sin embargo, a veces la conexión entre un criminal y una localización determinada era tan sutil que existía sólo microscópicamente y aunque Sachs trabajó meticulosamente en el cuarto no encontró nada útil. Solo polvo, restos de quincalla y madera quemada proveniente de los muros que se habían caído durante el incendio del molino, comida, agua, envoltorios vacíos y la cinta adhesiva que Garrett había traído (todo sin etiquetas identificatorias). Encontró el mapa que el pobre Ed Schaeffer había vislumbrado. Mostraba la ruta de Garrett hacia el molino, pero no estaba marcada ninguna otra localización final.

Con todo, investigó dos veces. Luego otra más. Parte de ello se debía a las enseñanzas de Rhyme, parte también a la propia naturaleza de Sachs. (¿Y también sería, se preguntó, una táctica inconsciente de dilación? ¿Para posponer lo más posible la cita de Rhyme con la doctora Weaver?)

Luego oyó la voz de Lucy:

– Tengo algo.

Sachs había sugerido que la policía investigara el cuarto de molienda. Allí era donde Lydia les había dicho que había tratado de escapar de Garrett y Sachs razonó de que si había habido una lucha algo podría haber caído de los bolsillos de Garrett. Le había impartido a la policía un curso rápido de cómo caminar por la cuadrícula, le había dicho qué buscar y cómo manipular adecuadamente las pruebas.

– Mira -dijo Lucy con entusiasmo mientras le entregaba a Sachs una caja de cartón-. La encontré oculta detrás de la rueda del molino.

Dentro había un par de zapatos, una chaqueta impermeable, una brújula y un mapa de la costa de Carolina del Norte. Sachs también notó el manto de fina arena que cubría los zapatos y su presencia en los dobleces del mapa.

Lucy empezó a abrir el mapa.

– No -dijo Sachs-. Podría haber alguna pista dentro. Espera hasta que estemos con Lincoln.

– Pero podría haber marcado el lugar donde tiene a Mary Beth.

– Podría haberlo hecho. Pero seguirá marcado cuando lleguemos al laboratorio. Si perdemos un indicio ahora, lo perdemos para siempre. Sigue buscando adentro -añadió-. Yo quiero examinar el sendero por donde iba el chico cuando lo detuvimos. Lleva al agua. Quizá haya escondido un bote por allí. Podría haber otro mapa o algo.

Sachs abandonó el molino y marchó hacia el arroyo. Mientras pasaba la altura desde donde había disparado Mason, dobló una curva y se encontró con dos hombres que la miraban. Llevaban rifles.

Oh, no. Ellos no.

– Bueno -dijo Rich Culbeau. Alejó con la mano una mosca que había aterrizado en su frente tostada. Movió la cabeza y su trenza gruesa y brillante osciló como la cola de un caballo.

– Gracias mil, señora -le dijo el otro con un leve sarcasmo.

Sachs recordó su nombre: Harris Tomel, el que se parecía a un empresario sureño tanto como Culbeau parecía un ciclista.

– Nos quedamos sin recompensa -continuó Tomel-. Y estuvimos afuera todo el día bajo el sol caliente.

Culbeau dijo:

– ¿Les dijo el chico donde está Mary Beth?

– Deberéis hablar con el sheriff Bell de ello -respondió Sachs.

– Sólo pensé que lo podría haber dicho.

Entonces ella se preguntó cómo habrían encontrado el molino. Podrían haber seguido la patrulla de rescate, pero también podrían haber recibido un aviso confidencial, quizá de Mason, que esperaba un poco de apoyo a su operativo con el francotirador.

– Yo tenía razón -continuó Culbeau.

– ¿En qué?-preguntó Sachs.

– Sue McConnell elevó la recompensa a dos mil dólares. -dijo, y se encogió de hombros.

Tomel agregó:

– Tan cerca y sin embargo tan lejos.

– Si me disculpan, tengo trabajo que hacer. -Sachs pasó a su lado, preguntándose dónde estaría el otro de esta banda, el delgaducho.

Oyó un ruido fuerte a su espalda y notó inmediatamente que la pistola salía de la funda. Se dio la vuelta de inmediato y se agachó, mientras el arma desaparecía en la mano del flacucho y pecoso Sean O'Sarian, que se alejó de ella con rapidez, sonriendo como el travieso de la clase.

Culbeau sacudió la cabeza:

– Sean, vamos.

Ella alargó la mano.

– Quiero que me la devuelvas.

– Sólo miraba. Buen arma. Harris colecciona armas. Esta es buena, ¿no te parece, Harris?

Tomel no dijo nada, se limitó a suspirar y se enjugó el sudor de la frente.

– Te estás metiendo en problemas -dijo Sachs.

Culbeau dijo:

– Devuélvesela, Sean. Está demasiado enfadada por tu travesura.

Sean simuló entregársela, con la culata hacia delante, luego sonrió y alejó la mano.

– Oye, cariño, ¿de dónde eres exactamente? Oí que de Nueva York. ¿Cómo es por allí? Apostaría que es un lugar desenfrenado.

– Deja de jugar con la maldita arma -musitó Culbeau-. Perdimos el dinero. Hagámonos a la idea y volvamos a la ciudad.

– Dame el arma ahora -masculló Sachs.

Pero O'Sarian daba vueltas, apuntando a los árboles como si fuera un niño de diez años jugando a policías y ladrones.

– Pum, pum…

– Bien, olvídalo -Sachs se encogió de hombros-. De todos modos no es mía. Cuando te canses de jugar, llévala de vuelta al departamento del sheriff -dio la vuelta alejándose de O'Sarian.

– Eh -dijo él, con el ceño fruncido por el disgusto que le provocaba que ella no quisiera jugar más-. Tú no…

Sachs se escabulló a la derecha de Sean, se agachó y apareció detrás del hombre velozmente, aferrándolo por la nuca con una llave. En medio segundo, la navaja automática estaba fuera del bolsillo de Sachs, la hoja abierta y la punta haciendo manchitas rojas en la parte inferior del mentón de O'Sarian.

– ¿Qué demonios estás haciendo? -soltó el hombre; entonces se dio cuenta de que al hablar su garganta presionaba contra el filo del cuchillo. Se calló.

– Está bien, está bien -dijo Culbeau, levantando las manos-. No…

– Dejad caer vuestras armas al suelo -dijo Sachs-. Todos vosotros.

– Yo no hice nada -protestó Culbeau.

– Escuche, señorita -dijo Tomel tratando de parecer razonable-, no queremos problemas. Nuestro amigo es…

La punta de la navaja se incrustó en el mentón barbudo de Sean.

– Ahh, ¡hacedlo, hacedlo! -dijo desesperado, O'Sarian, con los dientes apretados-. Poned en el suelo las jodidas armas.

Culbeau bajó su rifle y lo dejó en el suelo. Tomel también.

Asqueada por el olor a suciedad de O'Sarian, Sachs deslizó la mano por el brazo del hombre y cogió su pistola. Él la soltó. Sachs retrocedió, empujó a O'Sarian y le apuntó.

– Sólo estaba jugando -dijo O'Sarian-. Lo suelo hacer. Me hago el tonto. No significa nada. Decidle que hago el tonto…

– ¿Qué pasa aquí? -dijo Lucy Kerr, caminando sendero abajo, la mano en la culata de su pistola.

Culbeau movió la cabeza.

– Sean hacía el imbécil.

– Lo que le matará algún día -dijo Lucy.

Sachs cerró la navaja automática con una mano y se la puso de nuevo en el bolsillo.

– Mirad, estoy herido. Mirad, ¡sangre! -O'Sarian mostró un dedo manchado.

– Maldición -dijo Tomel respetuosamente, si bien Sachs no tenía ni idea de a qué se refería.

Lucy miró a Sachs.

– ¿Quieres hacer algo respecto a todo esto?

– Tomar una ducha -respondió.

Culbeau rió.

Sachs añadió:

– No tenemos tiempo que perder con ellos.

La policía señaló a los hombres con la cabeza.

– Esta es la escena de un crimen. Vosotros, muchachos, perdisteis la recompensa -señaló los rifles-. Si queréis cazar, hacedlo en otra parte.

– Oh, como si estuviéramos en temporada -observó O'Sarian con sarcasmo, burlándose de Lucy por la estupidez de su comentario-. Quiero decir, demonios.

– Entonces volved a la ciudad, antes de que compliquéis vuestras vidas más de lo que lo habéis hecho hasta ahora.

Los hombres levantaron sus rifles. Culbeau bajó la cabeza y dijo algo al oído de O'Sarian. Éste se encogió de hombros y sonrió. Por un momento Sachs pensó que Culbeau lo iba a golpear. Pero entonces el hombre se calmó y se dirigió a Lucy.

– ¿Encontraron a Mary Beth?

– Todavía no. Pero tenemos a Garrett y él nos dirá dónde está.

Culbeau dijo:

– Me gustaría haber ganado la recompensa pero me alegro de que lo hayáis cogido. Ese chico es conflictivo.

Cuando se fueron, Sachs preguntó:

– ¿Encontraste algo más en el molino?

– No. Pensé que sería mejor venir aquí para ayudarte a encontrar el bote.

Mientras seguían andando por el sendero, Sachs dijo:

– Una cosa que olvidé. Debemos enviar a alguien a esa trampa, el nido de avispas, para que las mate y tape el pozo.

– Oh, Jim envió a Trey Williams, uno de nuestros policías, que fue allí con un bote de líquido para rociar las avispas y una pala. Pero no había avispas. Era un nido viejo.

– ¿Vacío?

– Así es.

De manera que al final no era una trampa, sólo una treta para demorar su marcha. Sachs reflexionó también en que la botella de amoniaco tampoco tenía el fin de lastimar a alguien. Garrett podía haberla preparado para que se derramara sobre sus perseguidores, dejándolos ciegos. Pero la había colgado al costado de un pequeño risco. Si no hubieran encontrado el hilo de pescar y hubieran tropezado con él, la botella hubiera caído sobre rocas que estaban a tres metros por debajo del sendero, advirtiendo a Garrett por el olor del amoniaco, pero sin herir a nadie.

Una vez más se le presentó la imagen de los ojos abiertos y asustados de Garrett.

Estoy asustado. ¡Haz que se detenga!

Sachs se dio cuenta de que Lucy le hablaba.

– ¿Perdona?

La policía dijo:

– ¿Dónde aprendiste a usar ese arpón para sapos. ¿Es tuyo ese cuchillo?

– Entrenamiento en la selva.

– ¿En la selva? ¿Dónde?

– Un lugar llamado Brooklyn -respondió Sachs.


* * *

Esperar.

Mary Beth McConnell estaba de pie al lado de la sucia ventana. Se encontraba nerviosa y mareada por el asfixiante calor de su prisión y la torturante sed. No había encontrado en toda la casa ni una gota de líquido para beber. Mirando a través de la ventana posterior de la cabaña, más allá del nido de avispas, podía ver botellas de agua vacías en un montón de basura. Se burlaban de ella y su vista la hacía sentirse aún más sedienta, si cabe. Sabía que con ese calor no podía durar más de uno o dos días sin nada que beber.

¿Dónde estás? ¿Dónde? Le habló silenciosamente al Misionero.

Si hubiera estado un hombre allí, y no fuera sólo una creación de su imaginación desesperada y enloquecida por la sed.

Se inclinó contra el muro caliente de la cabaña. Se preguntó si se desmayaría. Trató de tragar pero no había ni una gota de humedad en su boca. El aire envolvía su rostro, asfixiándola como lana caliente.

Luego pensó con ira: Oh, Garrett… Sabía que traerías problemas. Recordó el viejo dicho: Ninguna buena obra queda sin castigo.

Nunca tendría que haberle ayudado… Pero, ¿cómo no hacerlo? ¿Cómo no salvarlo de esos compañeros de instituto? Recordó haber visto a cuatro de ellos, observando a Garrett después de que el año pasado se desmayara en Maple Street. Un muchacho alto y despreciativo, amigo de Billy Stail, del equipo de fútbol, se bajó la cremallera de sus pantalones Guess y sacó su pene dispuesto a orinar sobre él. Ella se acercó corriendo, le gritó de todo y cogió el teléfono celular del muchacho para llamar una ambulancia para Garrett.

Lo tenía que hacer, por supuesto.

Pero cuando lo salvé, fui suya…

Al principio, después de este incidente, a Mary Beth le divertía que él la siguiera como un tímido admirador. La llamaba a su casa para contarle cosas que había escuchado en las noticias, le dejaba regalos (pero qué regalos: una lustrosa cucaracha verde en una pequeña jaula; torpes dibujos de arañas y ciempiés; una libélula en un hilo, ¡viva!).

Pero luego ella empezó a notar que él se encontraba cerca con demasiada frecuencia. Solía escuchar sus pisadas a sus espaldas cuando caminaba desde el coche para dirigirse a su casa, tarde por la noche. Veía una figura en los árboles, cerca de su casa en Blackwater Landing. Escuchaba su voz aguda y misteriosa musitando palabras que no podía entender, hablando o cantando para sí. Él se hacía el encontradizo en Main Street y se dirigía a ella en línea recta, dándole charla, ocupando su valioso tiempo, haciéndola sentirse más y más nerviosa. Observando, tan avergonzado como deseoso, sus pechos, piernas y pelo.

Mary Beth, Mary Beth… ¿Sabes que si se extendiera, por decirlo así, una tela de araña alrededor del mundo, pesaría menos de 30 gramos…? Oye, Mary Beth, ¿sabes que una tela de araña es algo casi cinco veces más resistente que el acero? ¿Y que es mucho más elástica que el nylon? Algunas telas son realmente cómodas, son como hamacas. Las moscas se acuestan sobre ellas y nunca vuelven a despertar.

Debería haberse dado cuenta, reflexionó ahora, de que muchas de sus conversaciones se referían a arañas e insectos que cazan sus presas.

Así recordó otros momentos: para evitar encontrarse con él encontró nuevas tiendas donde comprar, distintos caminos a su casa, diferentes senderos por donde andar con su bicicleta de montaña.

Pero luego pasó algo que anuló todos los esfuerzos por distanciarse de Garrett Hanlon: Mary Beth había hecho un descubrimiento. Sucedió a orillas del río Paquenoke, justo en el corazón de Blackwater Landing, un lugar que el muchacho consideraba su reino particular. Sin embargo, era un descubrimiento tan importante que ni siquiera una banda de destiladores de licor ilegal y mucho menos un muchacho huesudo, obsesionado con los insectos, hubieran podido apartarla del lugar.

Mary Beth no sabía por qué la historia le gustaba tanto. Pero siempre había sido así. Recordó cuando fue al Williamsburg colonial siendo pequeña. Se trataba de un trayecto de sólo dos horas desde Tanner's Corner, un lugar donde la familia iba a menudo. Mary Beth memorizó las rutas de acceso a la ciudad para saber cuándo habían casi llegado a destino. Entonces, cerraba los ojos y después de que su padre aparcaba el Buick, hacía que su madre la llevara de la mano al parque, de manera que pudiera abrir los ojos y jugar a que estaba verdaderamente de regreso en la América colonial.

Sintió este mismo alborozo, sólo que cien veces mayor, cuando andaba caminando por las orillas del Paquenoke en Blackwell Landing la semana anterior, con los ojos en el suelo. Notó algo medio enterrado en la tierra barrosa. Cayó de rodillas y comenzó a apartar la tierra con el cuidado de un cirujano al exponer un corazón enfermo. Y, sí, allí estaban: viejos vestigios, la evidencia que una asombrada Mary Beth McConnell, de veintitrés años, había estado buscando con desesperación. Evidencias que podrían confirmar su teoría, con las que rescribiría la historia americana.

Como todos los de Carolina del Norte, y la mayoría de los escolares de América, Mary Beth McConnell había estudiado sobre la Colonia Perdida de Roanoke en la clase de historia: a fines del siglo xvi, un asentamiento de colonos ingleses llegó a la isla Roanoke, entre la tierra firme de Carolina del Norte y los Outer Banks. Después de contactos mayormente armoniosos entre los colonos y nativos del lugar, las relaciones se deterioraron. Como el invierno se acercaba y las provisiones escaseaban, el gobernador John White, que había fundado la colonia, se embarcó hacia Inglaterra en búsqueda de auxilio. Pero cuando regresó a Roanoke, los colonos, más de cien hombres, mujeres y niños, habían desaparecido.

La única pista sobre lo que había sucedido era la palabra «Crotoan» tallada en la corteza de un roble cercano a la colonia. Se trataba del nombre indio de Harteras, unos ochenta kilómetros al sur de Roanoke. La mayoría de los historiadores sostenían que los colonos murieron en el mar camino a Harteras, o que fueron asesinados al llegar, si bien no existían registros de que alguna vez hubieran desembarcado allí.

Mary Beth había visitado la isla Roanoke varias veces y vio la reproducción de la tragedia representada en un pequeño teatro de la localidad. Se sintió conmovida y pasmada por la obra. Pero nunca pensó demasiado acerca del suceso histórico hasta que fue mayor y estaba estudiando en la Universidad de Carolina del Norte en Avery, donde leyó con detenimiento sobre la Colonia Perdida. Un aspecto de la historia que presentaba interrogantes sin respuesta acerca del destino de los colonos se refería a una muchacha llamada Virginia Dare y la leyenda de la Cierva Blanca.

Era una historia que Mary Beth McConnell, hija única, con algo de rebelde y empecinada, podía comprender muy bien. Virginia Dare fue la primera niña inglesa nacida en los Estados Unidos. Era la nieta del gobernador White y una de los colonos perdidos. Supuestamente, decían los libros de historia, murió con ellos en Harteras o en el camino hacia allí. Pero a medida que Mary Beth seguía con la investigación, descubrió que no mucho después de la desaparición de los colonos, cuando más británicos comenzaron a asentarse en Eastern Seaboard, empezaron a surgir leyendas locales sobre la Colonia Perdida.

Un relato contaba que los colonos no fueron asesinados directamente, sino que sobrevivieron y siguieron habitando entre las tribus locales. Virginia Dare creció y se convirtió en una hermosa joven rubia y de tez blanca, con fuerte voluntad e independencia. Un curandero se enamoró de ella, pero Virginia lo rechazó y poco después desapareció. El curandero alegó que no le había hecho daño pero que, por haberlo rechazado, la había convertido en una cierva blanca.

Nadie le creyó, por supuesto, pero pronto la gente de la región comenzó a ver a una hermosa cierva blanca que parecía ser la jefa de todos los animales de la región. La tribu, temerosa por los poderes aparentes de la cierva, organizó una partida para capturarla.

Un valiente joven logró seguir sus huellas y realizó un disparo casi imposible con una flecha con punta de plata. Penetró en el pecho de la cierva y cuando agonizaba, levantó los ojos hacia el cazador, con una mirada asombrosamente humana.

Él tartamudeó:

– ¿Quién eres?…

– Virginia Dare -murmuró la cierva y murió.

Mary Beth había decidido estudiar con ahínco la historia de la Cierva Blanca. Pasó largos días y noches en los archivos académicos de la UNC en Chapel Hill y en la Universidad Duke. Leyó diarios viejos y gacetas de los siglos XVI y XVII; encontró una gran cantidad de referencias a «ciervos blancos» y misteriosas «bestias blancas» en el noreste de Carolina del Norte. Pero no se las había visto por Roanoke ni por Hatteras. Las criaturas eran vistas a lo largo de «los bancos de aguas negras del río Serpentine, que fluye al oeste del Great Swamp».

Mary Beth conocía el poder de la leyenda y también creía que hay algo de verdad hasta en los cuentos más fantasiosos. Razonó que quizá los colonos perdidos, temerosos de un ataque de las tribus locales, habían dejado escrita la palabra «Crotoan» para despistar a sus atacantes y escaparon al oeste, no al sur, donde se asentaron a lo largo del serpenteante río Paquenoke, cerca de Tanner's Corner, en lo que ahora se llamaba Blackwater Landing. Allí los colonos perdidos se hicieron más y más poderosos y los indios, asustados ante la amenaza, los atacaron y mataron. Virginia Dare, se permitió imaginar Mary Beth, interpretando la leyenda de la Cierva Blanca, podría haber sido uno de los últimos colonos vivos, luchando hasta la muerte.

Bueno, aquella era su teoría, pero no había encontrado hasta entonces ninguna prueba que la sustentara. Había pasado días rondando alrededor de Blackwater Landing con antiguos mapas, tratando de ubicar con exactitud dónde podrían haber desembarcado los colonos y dónde había estado su asentamiento. Finalmente aquella semana, caminando a lo largo de las orillas del Paquo, había hallado evidencias de la Colonia Perdida.

Recordó el horror de su madre cuando le dijo que iba a realizar un trabajo arqueológico en Blackwater Landing.

– Allí no -dijo la obesa mujer con amargura, como si ella misma estuviera en peligro-. Allí es donde el Muchacho Insecto mata a la gente. Si te encuentra, te hará daño.

– Madre -replicó Mary Beth-, eres como esos gilipollas de la escuela que lo molestan.

– Has dicho esa palabra otra vez.Te pedí que no lo hicieras. La palabra con "G".

– Mamá, por favor, pareces baptista ortodoxo sentado en el banco de los ansiosos -lo que significaba la primera fila de la iglesia, donde se sentaban los feligreses que estaban particularmente preocupados por su propio estado moral, o más posiblemente, por el ajeno.

– Hasta el mismo nombre da miedo -susurró Sue McConnell. «Blackwater» [7].

Mary Beth le explicó que había docenas de ríos llamados Blackwater en Carolina del Norte. Cualquier río que fluyese de las tierras pantanosas se denominaba río de aguas negras ya que estaban oscurecidas por depósitos de vegetación en descomposición. El Paquenoke era alimentado por el Great Dismal Swamp y las ciénagas circundantes.

Pero esta información no sirvió en absoluto de alivio a su madre.

– Por favor, no vayas, cariño -la mujer disparó su propia flecha con punta de plata-. Ahora que tu padre no está, si algo te sucediera a ti no tendría a nadie… Estaría sola. No sabría qué hacer. No quieres eso, ¿verdad?

Pero Mary Beth, alentada por la adrenalina que empujaba a los exploradores y científicos, había empacado sus pinceles, botes y bolsas de recolección, la pala de jardinero, y se había ido el día anterior por la mañana con el calor húmedo y amarillo a continuar con su trabajo arqueológico.

¿Y qué había pasado? Había sido atacada y secuestrada por el Muchacho Insecto. Su madre había tenido razón.

Ahora, sentada en aquella cabaña calurosa y desagradable, dolorida, mareada y casi delirando por la sed, pensó en su madre. Tras perder a su marido por culpa de un cáncer que lo consumió, la vida de esta mujer estaba destrozada. Había dejado a sus amigas, el trabajo voluntario en el hospital y cualquier semejanza con una vida de rutina y normalidad. Mary Beth se encontró asumiendo el papel de padre, mientras su madre se hundía en un mundo reducido a la televisión a todas horas y a la comida basura. Regordeta, insensata y egoísta, no era más que un niño patético.

Pero una de las cosas que su padre había enseñado a Mary Beth, a través de su vida así como de su penosa muerte, era que uno tenía que hacer lo que estaba destinado a realizar y no variar el rumbo por nadie. Ella no había dejado de estudiar y después buscó un empleo cerca de la casa, como le había rogado su madre. Equilibró la necesidad de apoyo que le pedía su progenitora con sus propios deseos, terminar la universidad primero y, cuando se graduara el año siguiente, encontrar un empleo para hacer un trabajo de campo serio en antropología americana. Si el empleo estaba cerca, bien. Pero si consistía en realizar excavaciones para estudiar a los nativos en Santa Fe o a los esquimales en Alaska, o a los afroamericanos en Manhattan, allí es donde iría. Estaría siempre presente para su madre, pero tenía su propia vida que cuidar.

Excepto que en vez de estar cavando y recogiendo más evidencias en Blackwater Landing, consultando con su tutor universitario y escribiendo propuestas, realizando análisis de los restos que había encontrado, estaba atrapada en el nido de amor de un adolescente psicótico.

Una ola de desaliento la invadió.

Sintió las lágrimas.

Pero las detuvo en seco.

¡Para!… Sé fuerte. Sé la hija de tu padre, que luchó contra su enfermedad cada minuto del día, sin descansar. No seas la hija de tu madre.

Sé Virginia Dare, que reanimó a los colonos perdidos.

Sé la Cierva Blanca, la reina de todos los animales del bosque.

Y entonces, justo cuando pensaba en una ilustración de un ciervo majestuoso que había visto en un libro de leyendas de Carolina del Norte, hubo otro atisbo de movimiento al borde del bosque. El Misionero salió de entre los árboles, con una enorme mochila sobre los hombros.

¡Era real!

Mary Beth cogió uno de los botes de Garrett, que contenía un escarabajo tan grande como un dinosaurio, y lo estrelló contra la ventana. El bote destrozó el cristal y se hizo añicos en los barrotes de hierro del exterior.

– ¡Ayúdeme! -gritó con una voz que apenas se podía oír a causa de su garganta seca-. ¡Ayuda!

A cien metros el hombre hizo una pausa. Miró alrededor.

– ¡Por favor! ¡Ayúdeme! -un largo gemido.

El hombre miró hacia atrás. Luego a los bosques.

Ella respiró hondo y trató de gritar otra vez pero su garganta se cerró. Comenzó a ahogarse, escupió sangre.

A través del campo, el Misionero siguió caminando hacia adentro del bosque. Un momento más tarde desapareció de su vista.

Se sentó pesadamente sobre el enmohecido canapé e inclinó la cabeza con desaliento contra el muro. De repente miró hacia arriba; sus ojos habían detectado un movimiento otra vez. Estaba cerca, en la cabaña. El escarabajo del bote, el triceratops en miniatura, había sobrevivido al trauma de perder su casa. Mary Beth lo observó subir obstinadamente hacia la cima de un cristal roto, abrir un conjunto de alas, luego extender un segundo conjunto, que revoloteó invisible y lo llevó del alféizar de la ventana a la libertad.

Capítulo 17

– Lo cogimos -le contó Rhyme a Jim Bell y a su cuñado, el policía Steve Farr-, Amelia y yo. Ése era el trato. Ahora debemos volver a Avery.

– Bueno, Lincoln -comenzó Bell con delicadeza-, lo que sucede es que Garrett no dice nada. No nos dice nada acerca de dónde está Mary Beth.

Ben Kerr permanecía cerca, al lado de la línea quebrada que aparecía en la pantalla del ordenador conectada al cromatógrafo, y parecía inseguro. Su vacilación inicial había desaparecido y ahora parecía lamentar el final de la tarea. Amelia Sachs estaba en el laboratorio también. Mason Germain no, lo que era positivo, Rhyme estaba furioso con él, porque con el tiroteo del molino puso en peligro la vida de Sachs. Bell había ordenado airadamente al policía que, de momento, se mantuviera fuera del caso.

– Sí, lo reconozco -dijo Rhyme, respondiendo a la tácita solicitud de más ayuda de Bell y rechazando la idea-. Pero la chica no está en peligro inmediato -Lydia había informado que Mary Beth estaba viva y les había indicado en líneas generales dónde podía estar. Una búsqueda bien dirigida en los Outer Banks probablemente daría con ella en unos días. Rhyme ahora estaba listo para la operación. Se aferraba a un extraño amuleto de buena suerte, el recuerdo de la agria discusión con Henry Davett, el hombre de la mirada de acero templado. La imagen del empresario lo impulsaba a regresar al hospital para terminar con los análisis y someterse al bisturí. Estaba a punto de indicarle a Ben cómo empaquetar el equipo forense cuando Sachs asumió la causa de Bell.

– Encontramos algunas evidencias en el molino, Rhyme. En realidad, Lucy lo hizo. Buenas evidencias.

Rhyme dijo con acritud:

– Si son buenas entonces otra persona será capaz de descubrir adonde conducen.

– Mira, Lincoln -comenzó Bell con su razonable acento de Carolina-, no deseo presionarte pero tú eres el único de aquí que tiene experiencia en delitos graves como éste. Estaríamos perdidos si tratáramos de entender lo que eso nos dice, por ejemplo -señaló con la cabeza el cromatógrafo-. O si este montón de tierra o esa huella significan algo.

Rhyme restregó la cabeza contra el mullido cabecero de la Storm Arrow y miró la cara suplicante de Sachs. Con un suspiro, preguntó finalmente:

– ¿Garrett no dice nada?

– Ha hablado -dijo Farr, tocando una de sus inmensas orejas-. Pero niega haber matado a Billy y dice que sacó a Mary Beth de Blackwater Landing por su propio bien. Eso es todo. No dice una palabra acerca de dónde se encuentra.

Sachs dijo:

– Con este calor, Rhyme, podría morir de sed.

– O de inanición -señaló Farr.

Oh, por Dios santo…

– Thom -gruñó Rhyme-, llama a la doctora Weaver. Dile que estaré aquí un tiempo más. Recalca que será poco.

– Es todo lo que te estamos pidiendo, Lincoln -dijo Bell con el alivio reflejado en su cara arrugada-. Una hora o dos. Te aseguro que lo valoramos, te haremos ciudadano honorario de Tanner's Corner -bromeó el sheriff-. Te daremos la llave de la ciudad..

Lo que me hará abrir la puerta con más velocidad y salir corriendo de aquí, pensó cínicamente Rhyme. Le preguntó a Bell:

– ¿Dónde está Lydia?

– En el hospital.

– ¿Está bien?

– Nada serio. La mantendrán en observación un día.

– ¿Qué dijo exactamente? -preguntó Rhyme.

Sachs dijo:

– Que Garrett le contó que tiene a Mary Beth al este de aquí, cerca del mar. En los Outer Banks. También dijo que no la secuestró realmente. Se fue con él por su propia voluntad. Él la andaba buscando y ella se sintió feliz de estar donde estaba. También me dijo que cogimos a Garrett completamente desprevenido. Él nunca pensó que llegáramos tan rápido al molino. Cuando olió el amoniaco entró en pánico, se cambió la ropa, la amordazó y salió por la puerta.

– Bien… Ben, tenemos algunas cosas que examinar.

El zoólogo asintió, se puso los guantes de látex, una vez más, sin que Rhyme tuviera que decírselo, y esperó expectante.

Rhyme preguntó acerca de la comida y el agua encontradas en el molino. Ben se las mostró. El criminalista observó:

– No hay etiquetas de tiendas. Como en las otras cosas. Nada que nos sea útil. Mira si hay algo adherido a los lados pegajosos de la cinta adhesiva.

Sachs y Ben se inclinaron sobre el rollo y pasaron diez minutos examinándolo, lupa en mano. Sachs extrajo fragmentos de madera del lado pegajoso y Ben nuevamente sostuvo el instrumento de manera que Rhyme pudiera ver por los oculares. Pero bajo el microscopio quedaba claro que los fragmentos correspondían a la madera del molino.

– Nada -dijo Sachs.

Ben entonces buscó el mapa que mostraba el condado de Paquenoke. Estaba marcado con una equis y flechas que indicaban el camino de Garrett hacia el molino desde Blackwater Landing. Tampoco tenía una etiqueta con el precio, ni proporcionaba indicaciones de hacia dónde se había dirigido el muchacho tras abandonar el molino.

Rhyme le dijo a Bell:

– ¿Tenéis un ESDA?

– ¿Un qué?

– Un aparato de detección electrostática.

– Ni siquiera sé lo que es.

– Detecta las muescas que quedan cuando se ha escrito sobre un papel. Si Garrett hubiera escrito algo en un papel que estuviera sobre el mapa, el nombre de una ciudad o una dirección, podríamos verlo.

– Bueno, no tenemos uno. ¿Llamo a la policía del Estado?

– No. Ben, enciende una linterna sobre el mapa en un ángulo pequeño, casi paralelo. Fíjate si hay muescas.

Ben lo hizo y a pesar de que buscaron en cada centímetro del mapa no pudieron ver evidencias de escritura u otras marcas.

Rhyme le ordenó a Ben que examinara el otro mapa, el que Lucy había encontrado en el molino harinero.

– Veamos si hay algún vestigio en los dobleces. Es demasiado grande para que usemos tarjetas de suscripción de las revistas. Ábrelo sobre un periódico.

Salió más arena. Rhyme percibió inmediatamente que en realidad era arena marina, de la clase que podría encontrarse en los Outer Banks. Los granos eran claros y no opacos, como hubiera ocurrido si se tratase de arena del interior del territorio.

– Observa una muestra en el cromatógrafo. Veamos si hay algún otro vestigio que nos sea útil.

Ben encendió el ruidoso artefacto.

Mientas esperaban los resultados, extendió el mapa sobre la mesa. Bell, Ben y Rhyme lo examinaron cuidadosamente. Mostraba la costa este de los EE UU, desde Norfolk, en Virginia, y las rutas marítimas de Hampton Roads siguiendo hacia el sur hasta Carolina del Sur. Observaron cada centímetro pero Garrett no había rodeado con un círculo ni marcado ninguna localidad.

Por supuesto que no, pensó Rhyme, nunca es tan fácil. También usaron la linterna con este mapa. Pero no encontraron muescas de escritura.

Los resultados del cromatógrafo brillaron sobre la pantalla. Rhyme los miró rápidamente.

– No nos ayudan mucho. Cloruro de sodio, sal, junto con yodo, material orgánico… todo corresponde con el agua de mar. Pero casi no hay ningún otro vestigio. No nos ayuda a relacionar la arena con una ubicación específica. -Rhyme señaló con la cabeza las zapatillas que estaban en la caja con el mapa. Le preguntó a Ben-: ¿Algún otro vestigio en ellas?

El joven las examinó con cuidado, les quitó los cordones, justo antes de que Rhyme le pidiera que lo hiciese. Este chico posee buenas cualidades para ser criminalista, pensó. No tendría que malgastar su talento en peces neuróticos.

Las zapatillas eran unas Nike viejas, tan comunes que era imposible rastrearlas en una tienda específica donde Garrett las hubiera comprado.

– Parece que hay trozos de hojas secas. Arce y roble. Por decir algo.

Rhyme asintió.

– ¿Nada más en la caja?

– Nada.

Rhyme observó los otros diagramas de evidencias. Sus ojos se detuvieron en las referencias al canfeno.

– Sachs, ¿en el molino había lámparas antiguas en los muros? ¿O faroles?

– No -contestó Sachs-. Ninguno.

– ¿Estás segura -insistió con un gruñido- o sencillamente no te fijaste?

Ella se cruzó de brazos y dijo con calma:

– Los suelos eran de tablas de castaño de veinte centímetros de ancho, los muros de yeso y listones. Había un grafiti en uno de los muros, realizado en pintura en aerosol azul. Decía: «Josh y Brittany, amor perpetuo» con faltas de ortografía. Se veía una mesa estilo Shaker, agrietada en el medio, pintada de negro, tres botellas de agua Deer Park, un paquete de galletas de mantequilla de cacahuete Reese, cinco bolsas de Doritos, dos bolsas de patatas fritas Cape Cod, seis botes de Pepsi, cuatro botes de Coca Cola, ocho paquetes de mantequilla de cacahuete y galletas de queso Planters. Había dos ventanas en el cuarto. Una estaba tapada. En la otra quedaba solo un cristal entero, los demás estaban rotos, y habían robado todos los herrajes de puertas y ventanas. Había enchufes anticuados y salientes en los muros. Y, sí, estoy segura que no había lámparas antiguas.

– Ja, te pilló, Lincoln -dijo Ben riendo.

Siendo ahora uno del grupo, el joven fue recompensado con una mirada furiosa de Rhyme. El criminalista miró una vez más a las evidencias, luego sacudió la cabeza y dijo a Bell:

– Lo lamento, Jim, todo lo que puedo decirte es que Mary Beth está oculta en una casa no lejos del océano, si las hojas caídas están cerca del lugar, no cerca del agua. Porque el arce y el roble no crecen en la arena. Y es vieja, por lo de las lámparas de canfeno. Siglo xix. Es todo lo que puedo decirte, me temo.

Bell estaba mirando al mapa de la costa este, negando con su cabeza.

– Bueno, voy a hablar con Garrett nuevamente, y veré si quiere cooperar. Si no, haré una llamada al fiscal del distrito e intentaré obtener una instancia de información. Si ocurre lo peor, organizaré una búsqueda en los Outer Banks. De verdad, Lincoln, me salvas la vida. No te lo puedo agradecer suficiente. ¿Te quedas un momento?

– Sólo el suficiente para mostrarle a Ben como guardar el equipo.

Rhyme pensó espontáneamente en su talismán, Henry Davett. Pero descubrió con sorpresa que su alivio por haber terminado la tarea se veía disminuido por su frustración porque la respuesta definitiva al enigma del paradero de Mary Beth McConnell todavía se le escapaba. Pero, como su ex mujer solía decirle cuando salía por la puerta de su piso, a la una o las dos de la madrugada para investigar la escena de un crimen, no se puede salvar a todo el mundo.

– Te deseo suerte, Jim.

Sachs le dijo a Bell:

– ¿Te importa si voy contigo? ¿A ver a Garrett?

– Por supuesto que no -le contestó el sheriff. Parecía querer agregar algo, quizá sobre el encanto femenino que les podía ayudar a obtener más información del chico. Pero luego, aparente y sensatamente, reflexionó Rhyme, Bell se lo pensó mejor.

Rhyme dijo:

– Vamos a trabajar, Ben… -movió su silla hasta la mesa que sostenía los tubos de gradiente de densidad-. Ahora escucha con cuidado. Las herramientas de un criminalista son como las armas de un oficial táctico. Tienen que ser empacadas y guardadas correctamente. Debes tratarlas como si la vida de alguien dependiera de ellas porque, créeme, así será. ¿Me estás oyendo, Ben?

– Le escucho.

Capítulo 18

La cárcel de Tanner's Corner era una estructura que quedaba a doscientos metros largos del Departamento del sheriff.

Sachs y Bell caminaron hacia el lugar a lo largo de la acera abrasadora. Ella se sintió nuevamente afectada por la cualidad de ciudad fantasma de Tanner's Corner. Los borrachos que habían visto cuando llegaron por primera vez aún estaban en el centro de la ciudad, sentados en un banco, silenciosos. Una mujer huesuda y bien peinada aparcó su Mercedes en una hilera de lugares vacíos, salió del coche y caminó hacia el salón de manicura. El coche reluciente parecía por completo fuera de lugar en la pequeña ciudad. No había nadie más en la calle. Sachs notó que media docena de tiendas habían quebrado. Una de ellas había sido una juguetería. En el escaparate se podía ver el maniquí de un bebé que tenía puesto un body desteñido por el sol. ¿Dónde, pensó otra vez, están todos los niños?

Miró entonces al otro lado de la calle y vio un rostro que la observaba desde las oscuras profundidades del bar de Eddie. Entrecerró los ojos.

– ¿Esos tres tipos? -dijo, señalando con la cabeza.

Bell miró.

– ¿Culbeau y sus compinches?

– Sí. Son conflictdvos. Me quitaron el arma -dijo Sachs-. Uno de ellos. O'Sarian.

El sheriff frunció el ceño.

– ¿Qué sucedió?

– La recuperé -contestó ella, lacónica.

– ¿Quieres que lo haga arrestar?

– No. Sólo pensé que deberías saberlo: están molestos porque perdieron la recompensa. Si me lo preguntas, sin embargo, te diré que es algo más que eso. Están a la caza del chico.

– Ellos y el resto del pueblo.

Sachs dijo:

– Pero el resto del pueblo no lleva armas cargadas.

Bell rió y dijo:

– Bueno, no todos, por supuesto.

– También tengo cierta curiosidad por saber cómo aparecieron en el molino.

El sheriff pensó un momento.

– ¿Estás pensando en Mason?

– Sí -dijo Sachs.

– Quiero que se vaya de vacaciones esta semana. Pero no hay posibilidad de que ello suceda. Bueno, ya llegamos. No es una cárcel muy grande. Pero funciona.

Entraron al edificio de una planta, construido con bloques livianos de hormigón. Por suerte, el ruidoso acondicionador de aire mantenía los cuartos frescos. Bell dijo a Sachs que colocara su pistola en un cajón. Él también lo hizo y ambos se dirigieron al cuarto de interrogatorios. Bell cerró la puerta.

Con un mono azul, cortesía del Estado, Garrett Hanlon estaba sentado frente a una mesa, frente a Jesse Corn. El policía sonrió a Sachs y ella contestó con una sonrisa más pequeña. Luego miró al chico y le impresionó su expresión de tristeza y desesperación.

Estoy asustado. ¡Haz que se detenga!

En su cara y en sus manos había ronchas que no estaban allí antes. Sachs preguntó:

– ¿Qué le pasa a tu piel?

Él se miró el brazo y se lo frotó tímidamente.

– Hiedra venenosa -musitó.

Con una voz amable, Bell le dijo:

– ¿Te leyeron tus derechos, verdad? ¿Te los leyó la policía Kerr?

– Sí.

– ¿Y los comprendes?

– Creo que sí.

– Hay un abogado en camino. El señor Fredericks. Viene de una reunión en Elizabeth City y llegará enseguida. No tienes que decir nada hasta que esté aquí. ¿Lo entiendes?

El chico asintió.

Sachs miró al espejo que permite ver sin ser visto. Se preguntó quién estaría del otro lado, manipulando la cámara de vídeo.

– Pero esperamos que hables con nosotros, Garrett -siguió Bell-. Tenemos cosas realmente importantes que preguntarte. Primero de todo, ¿es verdad? ¿Mary Beth está viva?

– Seguro que lo está.

– ¿La violaste?

– Pero, nunca lo haría -dijo el muchacho y el sentimiento dio paso momentáneamente a la indignación.

– Pero tú la secuestraste -dijo Bell.

– Realmente no.

– ¿Realmente no?

– Ella, digamos, no comprendía que Blackwater Landing es peligroso. Tuve que sacarla de allí o no estaría segura. Eso es todo. La salvé. Digamos que a veces uno tiene que hacer que alguien haga cosas que no quiere hacer. Por su propio bien. Y… ¿sabe?, luego lo entienden.

– ¿Ella está en algún lugar cerca de la playa, no? ¿En los Outer Banks, verdad?

El chico parpadeó al oír esto y sus ojos rojos se estrecharon. Se estaría dando cuenta de que habían encontrado el mapa y hablado con Lydia. Bajó los ojos a la mesa. No dijo nada más.

– ¿Dónde está exactamente, Garrett?

– No puedo decírselo.

– Hijo, estás en una situación difícil. Tienes por delante una posible condena por asesinato.

– Yo no maté a Billy.

– ¿Cómo sabes que es Billy de quién te estoy hablando? -preguntó rápidamente Bell. Jesse Corn levantó una ceja mirando a Sachs, impresionado por el ingenio de su jefe.

Las uñas de Garrett sonaron.

– Todo el mundo sabe que mataron a Billy -sus ojos veloces abarcaron el cuarto. Se detuvieron inevitablemente en Amelia Sachs. Ella pudo soportar la mirada suplicante sólo durante un instante, luego tuvo que mirar a otro lado.

– Tenemos tus huellas dactilares en la pala que lo mató.

– ¿La pala? ¿Que lo mató?

– Sí.

El chico pareció pensar en lo que había sucedido.

– Recuerdo haberla visto tirada sobre el suelo. Quizá la levanté.

– ¿Por qué?

– No lo sé. No pensaba en lo que hacía. Me sentía muy raro al ver a Billy tirado allí, todo ensangrentado.

– Bueno, ¿tienes idea de quién mató a Billy?

– Ese hombre. Mary Beth me dijo que estaba, digamos, haciendo este proyecto para la universidad allí, cerca del río y Billy se detuvo para hablar con ella. Entonces apareció ese hombre. Había estado siguiendo a Billy, comenzaron a discutir, a pelear y ese tipo tomó la pala y lo mató. Entonces llegué yo y se escapó.

– ¿Lo viste?

– Sí, señor.

– ¿Por qué estaban discutiendo? -preguntó Bell, con escepticismo.

– Por drogas o algo así, dijo Mary Beth. Sonaba como que Billy le estaba vendiendo drogas a los chicos del equipo de fútbol. Digamos, ¿esos esteroides?

– Sí -dijo Jesse Corn, con una risa irónica.

– Garrett -dijo Bell-. Billy no andaba en la droga. Lo conocí bien y nunca tuvimos información acerca de esteroides en el instituto.

– Sabemos que Billy te molestaba mucho -dijo Jesse-. Billy y un par de otros muchachos del equipo.

Sachs pensó que no era correcto que dos policías adultos se asociaran para hacerlo hablar.

– Se burlaban de ti. Te llamaban Chico Bicho. Una vez le diste un golpe a Billy y él y sus amigos te dieron una paliza.

– No recuerdo.

– El director Gilmore nos lo contó -dijo Bell-. Tuvieron que llamar a los de seguridad.

– Quizá. Pero no lo maté.

– Ed Schaeffer murió, sabes. Lo picaron esas avispas que estaban en el refugio y murió.

– Lamento que haya sucedido. No fue culpa mía. Yo no puse allí ese nido.

– ¿No era una trampa?

– No, se encontraba allí, en el refugio de caza. Yo iba allí muchas veces, hasta dormía ahí, y no me molestaban. Las avispas de chaqueta amarilla sólo pican cuando temen que hagas daño a su familia.

– Bueno, cuéntanos de ese hombre que dices que mató a Billy -dijo el sheriff-. ¿Lo has visto antes por los alrededores?

– Sí, señor. Dos o tres veces en los últimos dos años. Caminaba a través de los bosques que circundan Blackwater Landing. Una vez lo vi cerca de la escuela.

– ¿Blanco, negro?

– Blanco y era alto. Quizá de la edad del señor Babbage…

– ¿Alrededor de los cuarenta años?

– Sí, creo. Tenía el pelo rubio; usaba un mono de color marrón y una camisa blanca.

– Pero sólo encontramos tus huellas dactilares y las de Billy en la pala -señaló Bell-. Las de nadie más.

Garrett dijo:

– Ya. Creo que llevaba guantes.

– ¿Por qué llevaría guantes en esta época del año? -preguntó Jesse.

– Probablemente para no dejar huellas digitales -respondió Garrett.

Sachs volvió a pensar en las huellas de fricción encontradas en la pala. Ni ella ni Rhyme las habían tomado personalmente. A veces es posible obtener imágenes de huellas de fibras en guantes de cuero. Las huellas de guantes de lana o algodón eran mucho menos detectables, si bien las fibras de tela se pueden desprender y quedar atrapadas en las minúsculas astillas de una superficie de madera como el mango de una herramienta.

– Bueno, lo que dices puede haber sucedido, Garrett -dijo Bell-. Pero a nadie le parece que sea la verdad.

– ¡Billy estaba muerto! Yo sólo levanté la pala y la miré. Lo que no debería haber hecho. Pero lo hice. Eso es todo lo que pasó. Sabía que Mary Beth estaba en peligro, así que me la llevé para que estuviera segura -dijo, lanzando a Sachs una mirada suplicante.

– Volvamos a ella -dijo Bell-. ¿Por qué estaba en peligro?

– Porque estaba en Blackwater Landing -hizo sonar de nuevo sus uñas. Es una costumbre diferente a la mía, reflexionó Sachs. Yo me hinco las uñas en la carne, el las hace sonar. ¿Cuál es peor? Se preguntó. La mía, decidió, es más destructiva.

El chico volvió sus ojos húmedos y encendidos hacia Sachs. ¡Para! ¡No puedo aguantar esa mirada! pensó ella, mirando hacia otro lado.

– ¿Y Todd Wilkes? ¿El chico que se colgó? ¿Lo amenazaste?

– ¡No!

– Su hermano te vio gritándole la semana pasada.

– Estaba arrojando cerillas encendidas en un hormiguero. Eso es malo y mezquino y le dije que parara.

– ¿Qué pasó con Lydia? -dijo Bell-. ¿La secuestraste?

– Estaba preocupado por ella también.

– ¿Porque estaba en Blackwater Landing?

– Correcto.

– Ibas a violarla, ¿no?

– ¡No! -Garrett comenzó a llorar-. No le iba a hacer daño. ¡Ni a nadie! ¡Y no maté a Billy! ¡Todos tratan de hacerme decir que hice algo que no hice!

Bell consiguió un kleenex y se lo alcanzó al muchacho.

La puerta se abrió de repente y entró Mason Germain. Probablemente era la persona que observaba a través del espejo simulado y por el aspecto de su rostro era obvio que había perdido la paciencia. Sachs olió su colonia barata; había llegado a detestar aquel perfume persistente.

– Mason… -comenzó Bell.

– Escúchame, muchacho, ¡dinos donde está esa chica y dínoslo rápido! Porque si no lo haces te vas a Lancaster y te quedarás allí hasta que te rompan el culo… ¿Has oído hablar de Lancaster, no? Porque en caso de que no lo hayas hecho, déjame decirte…

– Muy bien, ya es suficiente -ordenó una voz aguda.

Un hombre pequeño, pero de aspecto combativo entró en el cuarto. Era más bajo que Mason, con el pelo cortado a navaja y perfectamente peinado. Vestía un traje gris, con todos los botones abrochados, una camisa azul bebé y una corbata a rayas. Llevaba zapatos con tacones de seis centímetros.

– No digas una palabra más -le indicó a Garrett.

– Hola Cal -dijo Bell, poco complacido por la presencia del visitante. El sheriff presentó a Sachs y a Calvin Fredericks, el abogado de Garrett.

– ¿Qué demonios estáis haciendo interrogando a mi cliente sin estar yo presente? -señaló a Mason con la cabeza-. ¿Y qué demonios es toda esa charla sobre Lancaster? Tendría que hacer que tú fueras detenido por hablar así a mi cliente.

– Él sabe dónde está la chica, Cal -murmuró Mason-. No lo quiere decir. Le leyeron sus derechos…

– ¿Un muchacho de dieciséis años? Bueno, me inclino a desechar por completo este caso, así llegaré a casa temprano para la cena. -Se volvió hacia Garrett-. ¿Qué tal, jovencito, cómo te va?

– Me pica la cara.

– ¿Te han rociado con Mace [8]?

– No señor, me pasa así, sin más.

– Haremos que te lo miren, que te pongan alguna crema o algo. Bien, seré tu abogado. El Estado me designó. No tienes que pagarme. ¿Te leyeron tus derechos? ¿Te dijeron que no tienes que decir nada?

– Sí, señor. Pero el sheriff Bell quería hacerme unas preguntas.

El abogado le dijo a Bell:

– Oh, esto es muy interesante, Jim. ¿En qué estabas pensando? ¿Cuatro policías en el cuarto?

Mason dijo:

– Estábamos pensando en Mary Beth McConnell. La chica que secuestró.

– Supuestamente.

– Y violó -murmuró Mason.

– ¡No lo hice! -gritó Garrett.

– Tenemos un maldito pañuelo de papel con su semen en él -gruñó Mason.

– ¡No, no! -dijo el chico y su cara se puso roja como un tomate-. Mary Beth se lastimó. Eso es lo que pasó. Se golpeó la cabeza y yo, digamos, le limpié la sangre con un kleenex que tenía en el bolsillo. Y acerca de lo demás… a veces yo, sabéis, me toco… Sé que no debo. Sé que está mal. Pero no puedo evitarlo.

– Shhh, Garrett -dijo Fredericks- no le tienes que explicar nada a nadie. Ahora, este interrogatorio terminó -le dijo a Bell-. Llevadlo de vuelta a su celda.

Mientras Jesse Corn lo conducía hacia la puerta, Garrett se detuvo de repente y miró a Sachs.

– Por favor, tienes que hacer algo por mí. ¡Por favor! En mi cuarto en casa, tengo unos botes.

– Vamos, Jesse -ordenó Bell-. Llévatelo.

Pero Sachs se encontró diciendo:

– Espera. ¿Los botes? ¿Con tus insectos?

El chico asintió.

– ¿Les pondrás agua? O al menos déjalos salir. Para que tengan una posibilidad. El señor y la señora Babbage no harán nada para mantenerlos con vida. Por favor…

Sachs vaciló, sintiendo sobre ella los ojos de todos. Luego asintió.

– Lo haré. Te lo prometo.

Garrett le sonrió débilmente.

Bell le lanzó a Sachs una un mirada inquisitiva, luego señaló la puerta y Jesse se llevó al muchacho. El abogado iba a ir tras ellos, pero Bell le incrustó un dedo en el pecho.

– Tú no vas a ningún lado, Cal. Nos sentamos aquí hasta que aparezca McGuire.

– No me toques, Bell -murmuró. Pero se sentó como le indicaron-. Señor Jesús, qué es todo este follón, vosotros hablando con un adolescente de dieciséis años sin…

– Joder, Cal, cállate. No estaba induciendo a una confesión, que de todos modos no nos dio, y aunque lo hubiera hecho no la usaría. Tenemos más pruebas de las necesarias para encerrarlo de por vida. Todo lo que me importa es encontrar a Mary Beth. Está en algún lugar de los Outer Banks y ese territorio constituye un pajar muy grande para encontrar una aguja sin ayuda.

– De ninguna manera. No dirá otra palabra.

– Podría morir de sed, Cal, de inanición. De insolación, enfermar…

Como el abogado no le contestó, el sheriff dijo:

– Cal, ese chico es una amenaza. Hay gran cantidad de informes de denuncias contra él…

– Que mi secretaria me leyó cuando veníamos hacia aquí. Demonios, la mayoría son por vagancia. Oh, y por fisgonear, lo que resulta cómico, ya que ni siquiera estaba en la propiedad del demandante, sólo holgazaneando en la acera.

– El nido de avispas hace unos años -dijo Mason con ira-. Meg Blanchard.

– Vosotros lo dejasteis libre -señaló contento el abogado-. Ni siquiera se le acusó de ello.

Bell dijo:

– Esta vez es diferente, Cal. Tenemos testigos, tenemos evidencias incontrastables y ahora Ed Schaeffer está muerto. Podemos hacerle a este chico todo lo que queramos.

Un hombre delgado, con traje azul de lino, entró en el cuarto de interrogatorios. Tenía el pelo gris y ralo, la cara arrugada de un hombre de cincuenta y cinco años. Saludó a Amelia con un leve movimiento de cabeza y a Federicks con expresión sombría.

– He escuchado lo suficiente como para pensar que se trata de uno de los casos más fáciles de asesinato en primer grado, secuestro y ataque sexual que he tenido en años.

Bell le presentó a Sachs a Bryan McGuire, el fiscal del condado de Paquenoke.

– Tiene dieciséis años -dijo Fredericks.

Con una voz firme, el fiscal del distrito dijo:

– Si no fuera esta jurisdicción lo juzgarían como un adulto y le darían doscientos años de cárcel.

– Dése prisa McGuire -dijo Fredericks con impaciencia-. Usted quiere lograr un trato. Conozco ese tono.

McGuire movió la cabeza hacia Bell y Sachs dedujo que el sheriff y el fiscal de distrito ya habían tenido, con anterioridad, una conversación a este respecto.

– Por supuesto que queremos un trato -siguió Bell-. Hay una buena posibilidad de que la chica esté viva y queremos encontrarla antes que pase algo irreparable.

McGuire dijo:

– Cal, tenemos tantos cargos contra este chico, que te asombrarás de lo flexibles que podemos ser.

– Asómbreme -dijo el gallito abogado defensor.

– Podría conformarme con dos cargos de detención ilegal y violencia y dos cargos de homicidio involuntario en primer grado, uno por Billy Stail y otro por el policía que murió. Sí, señor, estoy dispuesto a hacerlo. Todo condicionado a que se encuentre viva a la chica.

– Ed Schaeffer -contraatacó el abogado-. Eso fue accidental.

Mason exclamó con furia:

– Fue una jodida trampa que preparó el muchacho.

– Te daré homicidio involuntario en primer grado por Billy -ofreció McGuire- y homicidio por negligencia por el policía.

Fredericks reflexionó un momento sobre la oferta.

– Dejadme ver qué puedo hacer -haciendo ruido con los tacones, el abogado desapareció en dirección a las celdas para consultar con su cliente. Volvió cinco minutos después. No estaba contento.

– ¿Qué pasó? -preguntó Bell, desalentado al ver la expresión del abogado.

– No hubo suerte.

– ¿Se opone rotundamente?

– Por completo.

Bell musitó:

– Si sabes algo y no nos lo dices, Cal… no me interesa un rábano el secreto entre abogado y cliente.

– No, no, Jim, de verdad. Dice que está protegiendo a la chica, que está contenta donde está y que deberíais ir a buscar a ese otro tipo de mono marrón y camisa blanca.

Bell dijo:

– Ni siquiera tiene una buena descripción y si nos da una la cambiará mañana porque la está inventando.

McGuire atusó su ya bien alisado cabello. La defensa usa Aqua Net, podía oler Sachs. La acusación, Brylcreem.

– Escucha, Cal, es tu problema. Yo te ofrezco lo que te ofrezco. Nos dices el paradero de la chica; si ella está viva, yo mantengo los cargos reducidos. Si no lo consigues, lo llevaré a juicio y pediré la luna. Ese muchacho nunca volverá a ver el exterior de una prisión. Ambos lo sabemos.

Silencio por un momento.

Fredericks dijo:

– Tengo una idea.

– ¿Qué? -dijo McGuire con escepticismo.

– No, escuchad… tuve un caso en Albemarle hace un tiempo, una mujer afirmaba que su hijo había huido del hogar. Pero parecía sospechoso.

– ¿El caso Williams? -preguntó McGuire- ¿Esa mujer negra?

– Ese mismo.

– Oí hablar de él. ¿Tú la representaste?

– Exacto. Nos contaba unas historias muy extrañas y tenía un historial de problemas mentales. Yo contraté a ese psicólogo de Avery, esperando que me pudiera ayudar a demostrar que estaba enajenada. Le hizo unos tests. Durante uno de ellos se quebró y nos contó lo que había pasado.

– Hipnosis, ¿esa tontería sobre la recuperación de la memoria? -preguntó McGuire.

– No, es otra cosa. El psicólogo la llama la terapia de la silla vacía. No sé exactamente cómo funciona, pero realmente la hizo hablar. Como si todo lo que necesitara fuera un empujón. Dejadme hacerle una llamada a este tipo y que venga a hablar con Garrett. El chico puede ser más razonable… Pero -el abogado defensor incrustó un dedo en el pecho de Bell-, todo lo que hablen es secreto y no te pongas impaciente, pues primero lo tenemos que decidir el tutor ad litem y yo.

Bell miró a McGuire y asintió. El fiscal dijo:

– Llámelo.

– Bien -Fredericks se dirigió al teléfono que estaba en el rincón del cuarto de interrogatorios.

Sachs dijo:

– Disculpe.

El abogado se volvió hacia ella.

– Ese caso en el que lo ayudó el psicólogo, el caso Williams…

– ¿Sí?

– ¿Qué pasó con el chico? ¿Huyó?

– No, la madre lo mató. Lo envolvió en alambre de gallinero, le puso un peso y lo ahogó en un estanque que tenía detrás de la casa. Eh, Jim, ¿qué hay que marcar para llamar fuera?


* * *

El grito fue tan fuerte que quemó su seca garganta como fuego; Mary Beth presintió que le dañaría para siempre las cuerdas vocales.

El Misionero, caminando por el borde de los bosques, se paró. Llevaba la mochila sobre uno de sus hombros y en la mano llevaba un tanque, como un rociador de malas hierbas. Miró a su alrededor.

Por favor, por favor, por favor, pensaba Mary Beth. Ignorando el dolor, probó otra vez:

– ¡Por aquí! ¡Ayúdeme!

Él miró la cabaña. Comenzó a alejarse.

Ella tomó aliento, pensó en el sonido de las uñas de Garrett, sus ojos húmedos y la rígida erección, pensó en la muerte valiente de su padre, en Virginia Dare… Y emitió el grito más fuerte que diera nunca.

Esta vez el Misionero se detuvo, miró nuevamente hacia la cabaña. Se quitó el sombrero, dejó la mochila y el tanque en el suelo y comenzó a correr hacia ella.

Gracias… Mary Beth empezó a llorar. ¡Oh, gracias!

Era delgado y estaba muy bronceado. En la cincuentena pero en buena forma. A todas luces un hombre acostumbrado al aire libre.

– ¿Qué pasa? -gritó, jadeando, cuando estaba a quince metros, y disminuyo su velocidad-. ¿Estás bien?

– ¡Por favor! -dijo con voz áspera. El dolor de su garganta era atroz. Escupió más sangre.

Él caminó con cautela hasta la ventana rota, mirando los trozos de cristal en el suelo.

– ¿Necesitas ayuda?

– No puedo salir. Alguien me secuestró…

– ¿Secuestró?

Mary Beth se enjugó la cara, que estaba mojada por las lágrimas de alivio y el sudor.

– Un chico del instituto de Tanner's Corner.

– Espera… Lo escuché. Estaba en las noticias. ¿Tú eres la chica que secuestró?

– Así es.

– ¿Dónde está ahora?

Trató de hablar pero su garganta le dolía demasiado. Respiró profundamente y finalmente contestó:

– No lo sé. Se fue anoche. Por favor… ¿tiene agua?

– Una cantimplora, con mis cosas. La traeré.

– Y llame a la policía. ¿Tiene teléfono?

– No -negó con la cabeza e hizo una mueca-. Trabajo para el condado -señaló la mochila y el tanque-. Estamos matando marihuana, ya sabes, esas plantas que los chicos siembran por aquí. El condado nos provee de teléfonos celulares pero nunca quise tener ninguno. ¿Estas herida? -estudió su cabeza, la sangre seca.

– Estoy bien. Pero… agua… Necesito agua.

Él trotó de vuelta a los bosques y por un terrible momento Mary Beth pensó que se iría. Pero cogió una cantimplora verde oliva y corrió de regreso. La chica la tomó con manos temblorosas y se obligó a beber lentamente. El agua era tibia y olía a moho, pero nunca había bebido algo tan delicioso.

– Voy a tratar de sacarte de aquí -dijo el hombre. Caminó a la puerta delantera. Un momento después Mary Beth escuchó un ruido débil pues él intentó patear la puerta o empujarla con un hombro. Otro ruido. Dos más. Tomó una roca y golpeó contra la madera. No tuvo efecto. Volvió a la ventana-. Ni se mueve -se secó el sudor de la frente mientras examinaba los barrotes de las ventanas-. Desde luego, construyó una prisión en este lugar. Si uso una sierra tardaré horas. Bien, iré por ayuda. ¿Cuál es tu nombre?

– Mary Beth McConnell.

– Voy a llamar a la policía y después volveré y te sacaré.

– Por favor, no tarde.

– Tengo un amigo que no vive muy lejos. Llamaré al nueve-uno-uno desde su casa y volveremos. Ese chico… ¿tiene un arma?

– No sé. No vi ninguna. Pero no lo sé.

– Quédate tranquila, Mary Beth. Vas a estar bien. No suelo correr, pero hoy lo haré -se dio vuelta y corrió a campo traviesa.

– Señor… gracias…

Pero él no escuchó su agradecimiento. Corrió a través de carrizos y pastos altos, desapareciendo en el bosque sin siquiera detenerse a coger sus cosas. Mary Beth se quedó parada frente a la ventana, meciendo la cantimplora como si fuera un niño recién nacido.

Capítulo 19

En la calle, frente a la cárcel, Sachs vio sentada en un banco del parque, en la acera de una charcutería a Lucy Kerr; estaba bebiendo un té helado Arizona.

Observó en la fachada del lugar un cartel de CERVEZA FRÍA… Le preguntó a Lucy:

– ¿Tenéis una ley de envases [9] abiertos en Tanner's Corner?

– Sí -respondió Lucy-. Y nos la tomamos muy en serio. La ley dice que si vas a beber de un envase, debe estar abierto.

Le tomó un segundo registrar la broma. Sachs se rió. Dijo:

– ¿Quieres algo más fuerte?

Lucy negó, mirando el té helado.

– Con esto estoy bien.

Sachs salió un minuto después con una cerveza ligera Sam Adams, con exceso de espuma, en un gran vaso de plástico. Se sentó al lado de la policía. Contó a Lucy la discusión entre McGuire y Fredericks y la idea acerca del psicólogo.

– Espero que funcione -comentó Lucy-. Jim estaba calculando que debe de haber miles de casonas viejas en los Outer Banks. Debemos limitar de algún modo la búsqueda.

No dijeron nada durante unos minutos. Un adolescente solitario pasó montado en un ruidoso monopatín y desapareció. Sachs comentó la ausencia de niños en la ciudad.

– Es verdad -dijo Lucy-. No había pensado en ello, pero no hay muchos niños por aquí. Creo que la mayoría de las parejas se han mudado, a lugares más cercanos a la carretera interestatal, o a ciudades más grandes. Tanner's Corner no es la clase de lugar que elegiría alguien que quiera progresar.

Sachs preguntó:

– ¿Tienes hijos?

– No. Buddy y yo no los tuvimos. Luego nos separamos y después nunca encontré a nadie. Mi gran pena, debo decir, es no tener hijos.

– ¿Cuánto hace que te divorciaste?

– Tres años.

Sachs se sorprendió de que la joven no se hubiera vuelto a casar. Era muy atractiva; en especial por sus ojos. Cuando Sachs había sido modelo profesional en Nueva York, antes de decidirse a seguir la carrera de su padre en la policía, había pasado mucho tiempo con gente muy guapa. Pero muy a menudo la mirada de esas personas era vacía. Si los ojos no eran bonitos, dedujo Amelia Sachs, la persona tampoco lo era.

Dijo a Lucy:

– Oh, encontrarás a alguien y tendrás una familia.

– Tengo mi trabajo -dijo Lucy con rapidez-. No se puede tener todo en la vida, ya sabes.

Quedaba algo sin decir, algo que Sachs sintió que Lucy quería contar. Se preguntó si debía presionarla o no. Probó con un enfoque indirecto.

– Debe de haber miles de hombres en el condado de Paquenoke que se mueran por salir contigo.

Tras un instante, Lucy dijo:

– La verdad es que no salgo mucho.

– ¿De verdad?

Otra pausa. Sachs miró de arriba abajo la calle polvorienta y desierta. El chico del monopatín hacía rato que se había ido. Lucy tomó aliento para decir algo, pero optó por un largo sorbo de té helado. Luego, al parecer guiada por un impulso, la policía dijo:

– ¿Recuerdas el problema médico del que te hablé?

Sachs asintió.

– Cáncer de mama. No estaba muy avanzado, pero el doctor dijo que probablemente necesitara una mastectomía radical de ambos pechos. Y es lo que hicieron.

– Lo lamento -dijo Sachs, frunciendo el ceño comprensivamente-. ¿Pasaste por los tratamientos?

– Sí. Estuve al rape un tiempo. Me daba una apariencia interesante -bebió más té helado-. Hace tres años y medio que no tengo nada. Hasta ahora, muy bien -continuó Lucy-. Realmente me desestabilizó lo que me pasó. No había antecedentes de cáncer en mi familia. La abuela está tan fuerte como un caballo. Mi madre todavía trabaja cinco días a la semana en la Mattamuskeet National Wildlife Reserve [10]. Ella y mi padre se van de marcha por los Apalaches una o dos veces al año.

Sachs preguntó:

– ¿No puedes tener niños a causa de la radiación?

– Oh, no, usaron un escudo protector. Es sólo que… creo que no me siento muy dispuesta a salir. Ya sabes dónde va la mano de un hombre después de que lo besas en serio por primera vez…

Sachs no se lo podía discutir.

– A veces conozco a algún tipo agradable y tomamos un café o algo así, pero en diez minutos me empiezo a preocupar por lo que pensará en el momento en que lo descubra. Termino por no contestar a sus llamadas telefónicas.

Sachs dijo:

– ¿Así que has desechado tener una familia?

– Quizá, cuando sea mayor encuentre un viudo con un par de chicos crecidos. Sería agradable.

Lo dijo de manera casual, pero Sachs podía percibir en su voz que se lo había repetido a menudo a sí misma. Quizá todos los días.

Lucy bajó la cabeza y suspiró.

– Entregaría mi placa en un segundo con tal de tener hijos. Pero la vida no siempre toma la dirección que queremos.

– ¿Y tu ex te dejó después de la operación? Repíteme su nombre.

– Bud. No enseguida. Fue ocho meses más tarde. Demonios, no puedo culparlo.

– ¿Por qué lo dices?

– ¿Qué?

– ¿Que no puedes culparlo? -preguntó Sachs.

– Es que no puedo. Cambié y terminé siendo diferente. Me convertí en alguien por quien él no sentía nada.

Sachs calló por un rato y luego comentó:

– Lincoln es diferente. Tan diferente como puede ser.

Lucy lo pensó bien.

– ¿De manera que hay más entre vosotros dos que el ser… como lo diría mejor… colegas?

– Sí -dijo Sachs.

– Pensé que podría ser así -luego rió-. Tú eres una policía dura de la gran ciudad… ¿Qué opinas acerca de los niños?

– Me gustaría tener hijos. Pop, mi padre, quería tener nietos. También era policía. Le gustaba la idea de tres generaciones en la fuerza. Pensó que la revista People podía publicar algo sobre nosotros. Le gustaba mucho People.

– ¿Hablas en pasado?

– Murió hace unos años.

– ¿Lo mataron en su ronda?

Sachs vaciló pero contestó finalmente:

– Cáncer.

Lucy se quedó callada por un instante. Miró a Sachs de soslayo, luego a la cárcel.

– ¿Él puede tener hijos? ¿Lincoln?

La espuma había bajado en el vaso de cerveza y Sachs bebió con ansia.

– Teóricamente, sí.

Optó por no decir a Lucy que esa mañana, cuando estaban en el Instituto de Investigaciones Neurológicas de Avery, la razón por la cual se había escabullido del cuarto con la doctora Weaver era para preguntarle si la operación afectaría las posibilidades de tener hijos de Rhyme. La doctora había contestado que no y comenzó a explicarle la intervención necesaria para dejarla embarazada. Pero justo entonces apareció Jim Bell para pedirles ayuda.

Tampoco le dijo a la policía que Rhyme soslayaba el tema de los niños siempre que se suscitaba y ella se quedaba especulando por qué era tan renuente a considerar el asunto. Podría haber cantidad de razones, por supuesto: su temor a que una familia pudiera interferir con su práctica de la criminología, que necesitaba para mantener su cordura, o su conocimiento de que los tetrapléjicos, al menos estadísticamente, tienen un tiempo de vida más corto que los que no lo son. O quizá quisiera conservar la libertad de despertar un día y decidir que ya era suficiente y que no quería vivir más. Quizá todas ellas, junto con la creencia de que él y Sachs difícilmente fueran los padres más normales (a lo que podía haber contestado ella: «¿Y que es exactamente ser normal en estos días?»).

Lucy reflexionó:

– Siempre me pregunté si seguiría trabajando si tuviera hijos. ¿Y tú?

– Llevo un arma pero generalmente me dedico a la escena del crimen. He suprimido los riesgos. Debo conducir más despacio, también. Tengo en estos momentos, en mi garaje de Brooklyn, un Cámaro que le ganaría a trescientos caballos. Realmente no me puedo imaginar poniéndole un asientito de bebé -una carcajada-. Creo que tendría que aprender a conducir una camioneta Volvo con cambios automáticos. Quizá podría tomar lecciones.

– Puedo verte saliendo en estampida del aparcamiento de Food Lion.

El silencio se hizo entre las dos, ese silencio extraño de los desconocidos que han compartido secretos complicados y se dan cuenta de que no pueden ir más lejos.

Lucy miró su reloj.

– Debo volver a la comisaría. Debo ayudar a Jim a hacer llamadas sobre los Outer Banks -tiró la botella vacía a la basura. Movió la cabeza-. Sigo pensando en Mary Beth. Me pregunto cómo estará, si está bien, si está asustada.

Sin embargo, mientras la oía, Amelia Sachs no pensaba en la chica sino en Garrett Hanlon. Como habían estado hablando de niños, Sachs se estaba imaginando cómo se sentiría si ella tuviera un hijo acusado de asesinato y secuestro. Que enfrentaba la perspectiva de pasar la noche en un calabozo. Quizá cientos de noches, quizá miles.

Lucy se detuvo.

– ¿Vuelves?

– En un minuto o dos.

– Espero verte antes de que os vayáis. -La policía desapareció por la calle.

Unos pocos minutos después, la puerta de la cárcel se abrió y salió Mason Germain. Ella nunca lo había visto sonreír y tampoco lo hacía ahora. Contempló la calle pero no la vio. Caminó por la deteriorada acera y desapareció en uno de los edificios, una tienda o un bar, en camino hacia el edificio del condado.

Entonces un coche se detuvo del otro lado de la calle y salieron dos hombres. Uno era el abogado de Garrett, Cal Federicks, y el otro un hombre corpulento en la cuarentena. Usaba camisa y corbata, el botón superior desabrochado y el torpe nudo de su corbata a rayas a bastantes centímetros del mentón. Había enrollado las mangas y llevaba una chaqueta deportiva colgada del brazo. Sus pantalones color castaño tenían arrugas impresionantes. Su cara tenía la bondad de un maestro de escuela primaria. Entraron a la cárcel.

Sachs tiró el vaso en un barril de aceite que estaba al lado de la charcutería. Cruzó la calle vacía y los siguió adentro.

Capítulo 20

Cal Fredericks presentó al doctor Elliot Penny a Sachs.

– Oh, ¿trabajas con Lincoln Rhyme? -preguntó el doctor, sorprendiendo a Sachs.

– Cierto.

– Cal me dijo que la detención de Garrett se debe en gran parte a vosotros dos. ¿Está aquí? ¿Lincoln?

– En este momento está en el edificio del condado. Probablemente no permanezca allí mucho tiempo.

– Tenemos un amigo en común. Me gustaría saludarlo. Pasaré a verlo si tengo la posibilidad.

Sachs dijo:

– Estará allí todavía una hora o algo así -se volvió a Cal Fredericks-. ¿Puedo preguntarle algo?

– Sí, señora -dijo el abogado defensor con cautela; Sachs estaba, al menos en teoría, trabajando para el enemigo.

– Mason Germain estaba hablando con Garrett hace un rato. Mencionó un lugar llamado Lancaster. ¿Qué es?

– El Centro de Detención para Delincuentes Violentos. Garrett será trasladado allí después de la acusación. Permanecerá allí hasta el juicio.

– ¿Es un centro juvenil?

– No, no. De adultos.

– Pero Garrett tiene dieciséis años -dijo Sachs.

– McGuire lo juzgará, si no podemos conseguir una alegación, como a un adulto.

– ¿Cómo es de malo ese Centro?

– ¿Qué, Lancaster? -El abogado encogió sus estrechos hombros-. Le harán daño. No hay forma de evitarlo. No sé cuanto daño. Pero se lo harán sin duda. Un chico como él va a estar al final de la cadena alimentaria en VFDC [11].

– ¿No podría estar separado de los demás?

– Allí no. Todos los internos están juntos. Básicamente constituye un gran corral. Lo mejor que podemos hacer es esperar que los guardias lo protejan.

– ¿No hay posibilidad de fianza?

Fredericks se rió.

– No hay juez en el mundo que fije una fianza en un caso como este. Garrett sólo espera eso para escapar.

– ¿Hay algo que podamos hacer para que lo lleven a otro centro? Lincoln tiene amigos en Nueva York.

– ¿Nueva York? -Fredericks le obsequió con una sonrisa sureña, amable pero forzada-. No creo que esas relaciones tengan mucho peso al sur de la línea Mason-Dixon. Probablemente ni siquiera al oeste del Hudson. -Señaló a Penny con la cabeza-. No, nuestra mejor apuesta consiste en hacer que Garrett coopere y luego conseguir una alegación.

– ¿No deberían estar aquí sus padres adoptivos?

– Sí que deberían. Los llamé pero Hal dijo que el chico se las tiene que arreglar solo. Ni siquiera me dejó hablar con Maggie, su madre.

– Pero Garrett no puede estar tomando decisiones por sí mismo -protestó Sachs-. Sólo es un chico.

– Bueno -explicó Fredericks-, antes de que se acuerde la acusación o el alegato, el juzgado designará un tutor ad litem. No se preocupe, estará protegido.

Sachs se volvió al doctor:

– ¿Qué va a hacer? ¿Qué es este test de la silla vacía?

El doctor Penny miró al abogado, que asintió con la cabeza, autorizando la explicación.

– No es un test. Es una especie de terapia Gestalt, una técnica conductual, conocida porque se obtienen resultados muy velozmente en la comprensión de ciertos tipos de conducta. Voy a hacer que Garrett imagine que Mary Beth está sentada en una silla frente a él y haré que le hable. Que le explique por qué la secuestró. Espero hacerle comprender que la chica está trastornada y asustada y que lo que hizo es incorrecto. Que ella estará mejor si nos dice donde está.

– ¿Y eso funcionará?

– En realidad no suele utilizarse para este tipo de situaciones pero pienso que dará resultado.

El abogado miró su reloj.

– ¿Está listo, doctor?

El doctor asintió.

– Vamos -el doctor y Fredericks desaparecieron en el cuarto de interrogatorios.

Sachs se quedó atrás y sacó un vaso de agua del refrigerador. Lo bebió lentamente. Cuando el policía que estaba tras el mostrador volvió a prestar atención al periódico, Sachs se introdujo rápidamente en el cuarto de observación, donde estaba la cámara de video que grababa a los sospechosos. El cuarto estaba vacío. Cerró la puerta y se sentó. Observó el cuarto de interrogatorios. Podía ver en el medio a Garrett, en una silla. El doctor se sentaba a la mesa. Cal Fredericks permanecía en el rincón, de brazos cruzados, con un tobillo sobre una rodilla, lo que revelaba la altura de sus gruesos tacones.

Una tercera silla, desocupada, estaba frente a Garrett.

Sobre la mesa había refrescos. Los botes transpiraban por la condensación.

A través del altavoz barato y ruidoso, puesto sobre el espejo, Sachs escuchó sus voces.

– Garrett, soy el doctor Penny. ¿Cómo estás?

No hubo respuesta.

– Hace un poco de calor aquí, ¿verdad?

Garrett no dijo nada. Miró hacia abajo. Hizo sonar sus uñas. Sachs no pudo escuchar el sonido. Descubrió que su propio pulgar se hundía en la carne de su dedo índice. Sintió la humedad. Vio la sangre. Detente, detente detente, pensó y se obligó a bajar los brazos.

– Garrett, estoy aquí para ayudarte. Trabajo con tu abogado, el señor Fredericks, y estamos tratando de conseguirte una sentencia reducida por lo que pasó. Podemos ayudarte pero necesitamos tu cooperación.

Fredericks dijo:

– El doctor te hablará, Garrett. Vamos a tratar de descubrir algunas cosas. Pero todo lo que digas quedará entre nosotros. No se lo contaremos a nadie sin tu permiso. ¿Lo entiendes?

Garrett asintió.

– Recuerda, Garrett -dijo el doctor-, nosotros somos los chicos buenos. Estamos de tu lado… Ahora quiero probar algo.

Los ojos de Sachs observaban al muchacho, que se rascó una roncha. Dijo:

– Está bien.

– ¿Ves esta silla aquí?

El doctor Penny señaló la silla con la cabeza y el chico la miró.

– La veo.

– Vamos a hacer una especie de juego. Tú vas a simular que hay alguien muy importante sentado en la silla.

– ¿Como el presidente?

– No, quiero decir alguien muy importante para ti. Alguien a quien conozcas en la vida real. Vas a fingir que está sentado frente a ti. Quiero que le hables. Y quiero que seas muy sincero con esta persona. Que le digas todo lo que quieres decirle. Comparte tus secretos con ella. Si estás enfadado, se lo dices. Si la quieres también. Si la deseas, como desearías a una chica, se lo dices. Recuerda que está bien decir absolutamente todo. Nadie se sentirá mal contigo.

– ¿Sólo hablar con la silla? -Garrett preguntó al doctor-. ¿Por qué?

– Por una parte, te hará sentir mejor acerca de las cosas que sucedieron hoy.

– ¿Quiere decir cosas como que me detuvieron?…

Sachs sonrió.

El doctor Penny pareció reprimir una sonrisa también y movió la silla vacía hacia Garrett.

– Ahora, imagina que alguien importante está sentado aquí. Digamos Mary Beth McConnell. Y que tienes algo que decirle, ahora es tu oportunidad. Algo que nunca dijiste antes porque es demasiado fuerte. Algo realmente importante. No alguna tontería.

Garrett miró nerviosamente alrededor del cuarto, contempló a su abogado, que lo alentó con un movimiento de cabeza. El chico respiró profundamente y luego expiró con lentitud.

– Bien. Creo que estoy listo.

– Bueno. Ahora imagínate a Mary Beth en la…

– Pero no quiero decirle nada a ella -interrumpió Garrett.

– ¿No quieres?

Negó con la cabeza.

– Ya le dije todo lo que quería decirle.

– ¿No hay nada más?

El chico vaciló.

– No sé… Quizá. Sólo… la cosa es que me imagino a otra persona en la silla. ¿Podría ser de esta manera?

– Bueno, por ahora quedémonos con Mary Beth. Dices que quizá haya algo que querías decirle. ¿Qué es? ¿Quieres decirle cómo te falló o te lastimó? ¿O te hizo enfadar? ¿Cómo quieres arreglar las cosas con ella? Cualquier cosa, Garrett. Puedes decir cualquier cosa. Estará bien.

Garrett se encogió de hombros.

– Hum, ¿por qué no puede ser otra persona?

– Por ahora, digamos que tiene que ser Mary Beth.

El muchacho se volvió de repente hacia el espejo y miró directamente hacia donde estaba sentada Sachs. Involuntariamente, Sachs retrocedió, como si él supiera que ella estaba allí, aun cuando de ninguna manera podía verla.

– Sigue -lo alentó el doctor.

El chico se volvió hacia el doctor Penny.

– Bien. Creo que puedo decir que estoy contento porque está segura.

La casa del doctor se iluminó.

– Bien, Garrett. Comencemos por ahí. Dile que la salvaste. Dile por qué -señaló la silla con la cabeza.

Garrett miró nerviosamente la silla vacía. Comenzó:

– Ella estaba en Blackwater Landing y…

– No. Recuerda que estás hablando con Mary Beth. Finge que está sentada en la silla.

El muchacho se aclaró la garganta.

– Estabas en Blackwater Landing. Era muy, muy peligroso. La gente resulta herida en Blackwater Landing, puede ser asesinada. Estaba preocupado por ti. No quería que el hombre del mono te hiciera daño.

– ¿El hombre del mono? -preguntó el doctor.

– El que mató a Billy.

El doctor miró al abogado que estaba detrás de Garrett y movía la cabeza.

El doctor Penny preguntó:

– Garrett, tú sabes que aun cuando hayas salvado de verdad a Mary Beth, ella puede pensar que hizo algo para enfadarte.

– ¿Enfadarme? No hizo nada para enfadarme.

– Bueno, la alejaste de su familia.

– Me la llevé para asegurarme de que estuviera a salvo -recordó las reglas del juego y miró otra vez hacia la silla-. Te llevé para asegurarme de que estuvieras a salvo.

– No puedo evitar pensar -dijo el doctor con suavidad-, que hay algo más que quieres decir. Lo sentí hace un momento, que hay algo muy importante pero no quieres.

Sachs también lo había notado en la cara del muchacho. Sus ojos estaban confundidos pero estaba intrigado por el juego del doctor. ¿Qué pasaba por su cabeza? Había algo que quería decir. ¿Qué era?

Garrett se miró las uñas largas y mugrientas.

– Bueno, quizá haya algo.

– Sigue.

– Es… algo fuerte.

Cal Fredericks se inclinó hacia delante, tenía un lapicero y un block de papel.

El doctor Penny dijo suavemente:

– Veamos la escena… Mary Beth está aquí. Está esperando. Quiere que se lo digas.

Garrett preguntó:

– ¿Lo quiere? ¿Usted piensa que sí?

– Sí -lo animó el doctor-. ¿Quieres decirle algo acerca del lugar en que está ahora? ¿Del lugar adonde la llevaste? ¿Cómo es? ¿Quizá quieras decirle por qué la llevaste allí en particular?

– No -dijo Garrett-. No quiero decirle nada acerca de eso.

– ¿Entonces qué le quieres decir?

– Yo… -su voz se quebró. Sus uñas sonaron.

– Sé que es difícil.

Sachs también se inclinó hacia adelante en su silla. Vamos, se encontró diciendo, vamos, Garrett. Queremos ayudarte. Coopera un poco.

El doctor Penny continuó con voz hipnótica.

– Sigue, Garrett. Aquí está Mary Beth sentada en la silla. Está esperando. Se pregunta qué le vas a decir. Hablale -el doctor acercó a Garrett el refresco y el chico tomó unos largos sorbos. Las esposas chocaron contra el bote cuando lo levantó con ambas manos. Después de este respiro momentáneo, el doctor continuó-: ¿Qué es lo que realmente le quieres decir? ¿Eso tan importante? Veo que lo quieres decir. Veo que lo necesitas decir. Y pienso que ella necesita escucharlo.

El doctor acercó la silla vacía con un empujoncito.

– Aquí está, Garrett, sentada justo frente a ti, mirándote. ¿Qué es lo que quieres decirle y que hasta ahora no has podido? Ahora es tu oportunidad. Adelante.

Otro trago de Coca-cola. Sachs percibió que las manos del chico temblaban. ¿Qué vendría?, se preguntó. ¿Qué estaba apunto de decir?

De repente, sobresaltando a los hombres que estaban en el cuarto, Garrett se inclinó hacia delante y le declaró a la silla:

– Tú me gustas realmente, Mary Beth. Y… pienso que te amo -hizo algunas inspiraciones profundas, hizo sonar las uñas varias veces, luego cogió los brazos de la silla nerviosamente y bajó la cabeza, con la cara roja como un tomate.

– ¿Eso es lo que querías decir?

Garrett asintió.

– ¿Nada más?

– Uhm, no.

Esta vez fue el doctor quien miró al abogado y movió la cabeza.

– Señor -empezó Garrett-. Doctor… Tengo, digamos, una pregunta.

– Adelante, Garrett.

– Bien… hay un libro mío que me gustaría que me trajeran de casa. Se llama The Miniature World. ¿Sería posible?

– Veremos si se puede hacer -dijo el doctor. Miró, más allá de Garrett, hacia Fredericks, que puso los ojos en blanco mostrando su frustración. Los hombres se levantaron y se pusieron las chaquetas.

– Es todo de momento, Garrett.

El muchacho asintió.

Sachs se levantó rápidamente y salió hacia la habitación delantera. El policía del mostrador no se había dado cuenta de nada.

Fredericks y el doctor salieron mientras Garrett era llevado nuevamente a su celda.

Jim Bell entró por la puerta. Fredericks lo presentó al doctor y el sheriff peguntó:

– ¿Algo?

Fredericks negó con la cabeza.

– Nada.

Bell dijo en un tono sombrío:

– Acabo de estar con el magistrado. Van a hacer la acusación a las seis y llevarlo a Lancaster esta noche.

– ¿Esta noche? -dijo Sachs.

– Es mejor sacarlo de la ciudad. Hay algunas personas por aquí a quienes les gustaría llevar el asunto a su modo.

El doctor Penny dijo:

– Puedo probar después. Ahora está muy agitado.

– Por supuesto que está agitado -murmuró Bell-. Acaba de ser arrestado por asesinato y secuestro. Eso me pondría nervioso a mí también. Haga todo lo que quiera en Lancaster pero McGuire establecerá los cargos y nosotros lo llevaremos antes de la noche. Por otra parte, Cal, debo decírtelo: McGuire lo acusará de asesinato en primer grado.


* * *

En el edificio del condado, Sachs encontró a Rhyme tan intratable como pensó que estaría.

– Vamos, Sachs, ayuda al pobre Ben con el equipo y vamonos ya. Le dije a la doctora Weaver que estaríamos en el hospital en algún momento de este año.

Pero ella se paró junto a la ventana y miró afuera. Finalmente dijo:

– Rhyme…

El criminalista levantó los ojos; parpadeó mientras la estudiaba como estudiaría un fragmento de evidencia que no pudiera identificar.

– No me gusta esto, Sachs.

– ¿Qué?

– No me gusta ni un poco. Ben, no. Tienes que sacarle la armadura antes de guardarlo.

– ¿Armadura? -Ben luchaba para cerrar la caja del ALS, la fuente alternativa de luz, utilizada para representar sustancias invisibles al ojo desnudo.

– La varilla -explicó Sachs y se encargó ella misma de empaquetar el artefacto.

– Gracias. -Ben empezó a enrollar un cable de ordenador.

– Esa mirada que tienes, Sachs. Eso es lo que no me gusta. Tu mirada y el tono de tu voz.

– Ben -preguntó Sachs-, ¿nos puedes dejar solos unos minutos?

– No, no puede -gruñó Rhyme-. No tenemos tiempo. Tenemos que terminar e irnos.

– Cinco minutos -dijo ella.

Ben miró de Rhyme a Sachs y, como ella lo contemplaba con una mirada implorante y no enojada, le ganó la batalla y el joven salió del cuarto.

Rhyme trató de convencerla.

– Sachs, hicimos todo lo que pudimos. Salvamos a Lydia. Encontramos al criminal. Garrett presentará un alegato y les dirá donde está Mary Beth.

– No les va a decir donde está.

– Pero ese no es nuestro problema. No hay nada más.

– No creo que Garrett sea culpable.

– ¿De haber matado a Mary Beth? Estoy de acuerdo contigo. La sangre demuestra que probablemente esté viva pero…

– Quiero decir, de haber matado a Billy.

Rhyme sacudió la cabeza, para sacarse un molesto mechón de pelo de la frente.

– ¿Crees que lo hizo ese hombre de mono castaño que mencionó Jim?

– Sí, así es.

– Sachs, es un muchacho conflictivo y sientes pena por él. Yo también siento pena por él. Pero…

– Eso no tiene nada que ver.

– Tienes razón, no tiene nada que ver -gruñó Rhyme-. Lo único que interesa son las evidencias. Y las evidencias muestran que no hay un hombre en mono castaño y que Garrett es culpable.

– Las evidencias sugieren que es culpable, Rhyme. No lo prueban. Las evidencias pueden interpretarse de muchas formas. Además, yo poseo algunas evidencias propias.

– ¿Cuáles son?

– Me pidió que le cuidara los insectos.

– ¿Y?

– ¿No te parece un poco raro que un asesino de sangre fría se preocupe por lo que le sucede a unos jodidos insectos?

– Eso no es una evidencia, Sachs. Esa es su estrategia. Es la guerra psicológica, que trata de destruir nuestras defensas. Recuerda que el chico es inteligente. Tiene un alto coeficiente, buenas notas. Mira su material de lectura. Son cosas sesudas; ha aprendido mucho de los insectos. Una, por ejemplo, es que no poseen un código moral. Todo lo que les importa es sobrevivir. Ésas son las lecciones que Garrett aprendió. Ése ha dominado su desarrollo infantil. Resulta triste, pero no es nuestro problema.

– ¿Sabes?, esa trampa que puso, la trampa cubierta de ramas de pino…

Rhyme asintió.

– Sólo tenía medio metro de profundidad. ¿Y el nido de avispas en su interior? Estaba vacío. No había avispas. Y la botella de amoniaco no estaba preparada para hacer daño a nadie, sino para advertirle de alguna manera que una patrulla de rescate se acercaba al molino.

– Esa no es una evidencia empírica, Sachs. Como el pañuelo de papel ensangrentado, por ejemplo.

– Dijo que se había masturbado. Y que Mary Beth se golpeó la cabeza y él le limpió la herida con el pañuelo. De todas formas, si la hubiera violado, ¿qué sentido tiene el pañuelo?

– Para limpiar después…

– No encaja en el perfil de violación que conozco.

Rhyme se citó a sí mismo, del preámbulo a su texto sobre ciencia criminalística:

– «Un perfil es una guía. La evidencia es…»

– …Dios» -ella completó la cita-. Bien, entonces, había muchas huellas en la escena. Recuerda que habían pisado por todas partes. Alguna de esas huellas podrían ser del hombre del mono.

– No hay otras huellas dactilares en el arma del crimen.

– Garrett afirma que el hombre usaba guantes -contestó ella.

– Pero tampoco había huellas de fragmentos de cuero.

– Podrían haber sido de tela. Déjame examinarlo y…

– «Podría ser,podría ser…». Vamos, Sachs, estas son puras especulaciones.

– Pero tú deberías haberlo oído cuando hablaba de Mary Beth. Estaba preocupado por ella.

– Actuaba. ¿Cuál es mi regla número uno?

– Tienes un montón de reglas número uno -musitó ella.

Él siguió imperturbable.

– No puedes confiar en los testigos.

– El chico cree que la ama, se preocupa por ella. Realmente piensa que la está protegiendo.

Una voz de hombre los interrumpió.

– Oh, la está protegiendo. -Sachs y Rhyme miraron hacia la puerta. Era el doctor Elliot Penny. Agregó-: La está protegiendo de sí mismo.

Sachs los presentó.

– Quería conocerte, Lincoln -dijo el doctor Penny-. Soy experto en psicología forense. Bert Markham y yo estuvimos juntos en un congreso de la AALEO el año pasado y él siente mucha admiración por ti.

– Bert es un buen amigo -dijo Rhyme-. Lo acaban de nombrar jefe del área forense del Departamento de Policía de Chicago.

El doctor Penny señaló el pasillo con la cabeza.

– El abogado de Garrett está allí con el fiscal del distrito, pero no creo que el resultado de esa entrevista sea muy positivo para el chico.

– ¿Qué quería decir hace un momento, acerca de que él la quiere proteger de sí mismo? -preguntó Sachs con cinismo-. ¿Es algún tipo de tontería sobre personalidades múltiples?

– No -replicó el doctor, en absoluto confundido por su abrasivo escepticismo-. Hay a todas luces algún conflicto emocional o mental, pero no es nada tan exótico como un caso de personalidades múltiples. Garrett sabe exactamente lo que hizo a Mary Beth y Billy Stail. Estoy completamente seguro de que la ha escondido en algún lugar para mantenerla alejada de Blackwater Landing, donde es probable que haya matado a esa otra gente en el transcurso de los últimos años. Y asustó a… ¿cómo se llama?, ese chico Wilkes e hizo que se suicidara. Pienso que estaba planeando violar y matar a Mary Beth al mismo tiempo que asesinó a Billy pero que la parte de él que, entre comillas, la ama, no le dejó. La sacó de Blackwater Landing tan pronto como pudo para evitar hacerle daño. Pienso que realmente la violó, a pesar de que para él eso no es una violación, sino sólo la consumación de lo que ve como, entre comillas, su relación. Tan normal para él como para un marido con su mujer en la luna de miel. Pero todavía sentía el impulso de matarla y por eso volvió a Blackwater Landing el día siguiente y consiguió una víctima sustituta, Lydia Johansson. Sin duda iba a matarla en lugar de Mary Beth.

– Supongo que no trabaja para la defensa -dijo Sachs con acritud- si ese es su comprensivo testimonio.

El doctor Penny negó con la cabeza.

– Por lo que pude oír ese muchacho irá a la cárcel con o sin testigos expertos.

– Yo no pienso que haya matado al chico. Y pienso que el secuestro no está tan claro como usted lo pinta.

El doctor Penny se encogió de hombros.

– Mi opinión profesional es que lo hizo. Es obvio que no lo sometí a todos los tests, pero exhibe una clara conducta asocial y psicopática, y estoy pensando en tres importantes sistemas diagnósticos -The International Classification of Diseases[12], el DSM-IV[13] y el Revised Psy-chopathy Checklist[14]. ¿Debería hacerle una batería completa de tests? Por supuesto. Pero claramente presenta una personalidad sin afectividad y antisocial/criminal. Tiene un alto coeficiente intelectual, exhibe modelos de pensamiento estratégico y conducta de delincuente organizado, considera aceptable la venganza, no manifiesta remordimientos… es una persona muy peligrosa.

– Sachs -dijo Rhyme- ¿qué sentido tiene? Ya no es nuestra tarea.

Ella lo ignoró, a él y a sus ojos penetrantes.

– Pero, doctor…

El doctor levantó una mano.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

– ¿Qué?

– ¿Usted tiene hijos?

Una vacilación.

– No -contestó-, ¿por qué?

– Es comprensible que usted sienta simpatía por él, pienso que todos la sentimos, pero podría estar confundiéndola con algún sentimiento maternal latente.

– ¿Qué quiere decir?

El doctor continuó:

– Quiero decir que si siente usted algún deseo de tener hijos puede no ser capaz de adoptar una opinión objetiva acerca de la inocencia o la culpa de un adolescente de dieciséis años. En especial de uno que es huérfano y ha padecido momentos difíciles en su vida.

– Yo puedo adoptar un papel perfectamente objetivo -masculló Sachs-. Lo que pasa es que hay demasiadas cosas que no cuadran. Los motivos de Garrett no tienen sentido, él…

– Los motivos son la pata floja de la mesa de la evidencia, Sachs, lo sabes.

– No necesito más máximas, Rhyme -gruñó ella.

El criminalista suspiró frustrado y miró al reloj.

El doctor Penny prosiguió:

– Le escuché preguntar a Cal Fredericks sobre Lancaster, acerca de lo que le pasaría al muchacho.

Ella levantó una ceja.

– Bueno, pienso que puede ayudarlo -dijo el doctor-. Lo mejor que puede hacer es pasar algún tiempo con él. El condado designará un asistente social para que trabaje con el tutor que nombra el tribunal y usted tendrá que obtener su aprobación pero estoy seguro de que se puede arreglar. Hasta quizá le cuente lo que pasó con Mary Beth.

Mientras consideraba estas palabras Thom apareció en la puerta.

– La camioneta está afuera, Lincoln.

Rhyme miró el mapa por última vez y luego se volvió hacia la puerta.

– Una vez más en la brecha, queridos amigos…

Jim Bell entró al cuarto y puso una mano sobre el brazo insensible de Rhyme.

– Estamos organizando una búsqueda por los Outer Banks. Con un poco de suerte la encontraremos en unos días. Oye, no puedo agradecerte lo suficiente, Lincoln.

Rhyme aceptó sus palabras con un movimiento de cabeza y deseó buena suerte al sheriff.

– Iré a visitarte al hospital, Lincoln -dijo Ben-. Te llevaré algo de scotch. ¿Cuándo te dejaran comenzar a beber nuevamente?

– No lo suficientemente pronto.

– Le ayudaré a Ben a terminar con esto -le dijo Sachs.

Bell le dijo:

– Luego te acercamos a Avery.

Sachs asintió.

– Gracias. Estaré pronto allí, Rhyme.

Parecía que el criminalista ya hubiera partido de Tanner's Corner, mental si no físicamente. No dijo nada. Sachs sólo escuchó el quejido cada vez más débil de la Storm Arrow a medida que se alejaba por el pasillo.


Quince minutos después ya habían guardado la mayor parte del equipo forense. Sachs mandó a Ben a su casa, agradeciéndole sus esfuerzos como voluntario.

De inmediato apareció Jesse Corn a su lado. Ella se preguntó si habría estado al acecho en el pasillo, esperando la oportunidad de encontrarla sola.

– Es un personaje, ¿verdad? -preguntó Jesse-. Me refiero al señor Rhyme. -El policía comenzó a apilar cajas sin ninguna necesidad.

– Lo es -dijo Sachs sin comprometerse.

– Esa operación de la que habla, ¿lo pondrá bien?

Lo matará. Lo pondrá peor. Lo convertirá en un vegetal.

– No.

Sachs pensó que Jesse preguntaría, ¿entonces por qué se somete a ella? Pero el policía le ofreció otro de sus dichos: «A veces uno se encuentra en la necesidad de hacer algo. Sin importar que parezca inútil».

Sachs se encogió de hombros, pensando: Sí, a veces es así.

Cerró los pasadores en la caja de un microscopio y enrolló los últimos cables eléctricos. Se fijó en una pila de libros sobre la mesa, los que había encontrado en el cuarto de Garrett de la casa de sus padres adoptivos. Cogió The Miniature World, el libro que el chico había pedido al doctor Penny. Lo abrió. Pasó las páginas, leyó un pasaje.


Hay 4.500 especies conocidas de mamíferos en el mundo pero más de 980.000 especies conocidas de insectos y se estima que dos o tres millones más no han sido descubiertas aún. La diversidad y asombrosa resistencia de estas criaturas despiertan más que la simple admiración. Uno piensa en el término acuñado por el biólogo y entomólogo de Harvard E. O. Wilson «Biofilia», con el cual designa la afiliación emocional que los seres humanos sienten hacia otros organismos vivos. A todas luces existe una oportunidad tan favorable para conectar con los insectos como para hacerlo con los animales domésticos, un perro o un caballo de carreras, o, para el caso, con otros seres humanos.


Sachs miró hacia el pasillo, donde Cal Fredericks y Bryan McGuire todavía estaban trabados en su complicado torneo verbal. Era obvio que el abogado de Garrett lo perdía.

Sachs cerró el libro de golpe. Escuchó en su mente las palabras del doctor.

Lo mejor que puede hacer es simplemente pasar algún tiempo con él.

Jesse dijo:

– Oye, puede ser un poco complicado que vayamos al campo de tiro. Pero, ¿te apetece tomar un café?

Sachs se rió interiormente. De manera que después de todo había conseguido su invitación.

– Realmente no puedo. Voy a dejar este libro en la cárcel. Luego tengo que ir al hospital en Avery. ¿Y si lo dejamos para otra ocasión?

– Prometido.

Capítulo 21

En Eddie's, el bar ubicado a cien metros de la cárcel, Rich Culbeau dijo con severidad:

– Esto no es un juego.

– No creo que sea un juego -dijo Sean O'Sarian-. Yo sólo me reí. Quiero decir, mierda… que es una risa, nada más. Estaba mirando ese anuncio de ahí -señaló con la cabeza la grasienta pantalla de televisión que se encontraba sobre el estante de Beer Nuts-. En donde este tipo trata de llegar al aeropuerto y su coche…

– Lo haces demasiado a menudo. Te distraes. No prestas atención.

– Está bien. Te escucho. Vamos por atrás. La puerta estará abierta.

– Eso es lo que iba a preguntar -dijo Harris Tomel-. La puerta de atrás de la cárcel nunca está abierta. Siempre está cerrada con llave y tiene, como sabes, una tranca por la parte interior.

– La tranca no estará y la puerta no tendrá cerrojo. ¿Está bien?

– Si tú lo dices -comentó Tomel con escepticismo.

– Estará abierta -siguió Culbeau-. Entramos. La llave de su celda estará sobre la mesa, la pequeña mesa de metal. ¿Sabéis cuál?

Por supuesto que lo sabían. Cualquiera que hubiese pasado una noche en la cárcel de Tanner's Corner tendría que haberse golpeado los tobillos en esa jodida mesa fijada en el suelo cerca de la puerta, en especial si entraba por embriaguez.

– Sí, adelante -dijo O'Sarian, ahora prestando atención.

– Abrimos la celda con la llave y entramos. Le doy al chico con el aerosol de pimienta. Le coloco una bolsa, tengo un costal como el que uso para ahogar gatitos en el estanque, se lo pongo en la cabeza y lo saco por atrás. Puede gritar si quiere pero nadie lo oirá. Harris, tu estarás esperando en el camión. Colócalo con la parte posterior bien cerca de la puerta. Déjalo en marcha.

– ¿Adonde lo llevaremos? -preguntó O'Sarian.

– A ninguna de nuestras casas -dijo Culbeau, preguntándose si O'Sarian pensaba que llevarían a un preso secuestrado a una de sus casas. Lo que significaba, si es que era sí, que el joven flacucho era más estúpido de lo que Culbeau pensaba-. El viejo garaje, cerca de las vías.

– Bien -aceptó O'Sarian.

– Lo sacamos del camión allí. Tengo mi soplete de propano y empezamos a trabajar en el chico. Me imagino que nos llevará cinco minutos, a lo más, y nos dirá donde está Mary Beth.

– Y entonces nosotros… -la voz de O'Sarian se apagó.

– ¿Qué? -gruñó Culbeau. Luego murmuró-. ¿Vas a decir algo que quizá no quieres decir, en voz alta y en público?

O'Sarian también le contestó en un susurro:

– Estabas hablando de usar un soplete con el muchacho. No me parece a mí que sea peor lo que yo pregunto… acerca de después.

Culbeau no pudo por menos que estar de acuerdo, aunque sin embargo no se lo dijo a O'Sarian. Se limitó a comentar:

– Suceden accidentes.

– Es verdad -acordó Tomel.

O'Sarian jugó con el tapón de una botella de cerveza, con el que se limpió las uñas. Se había puesto de mal humor.

– ¿Qué pasa? -preguntó Culbeau.

– Esto se está volviendo arriesgado. Sería más fácil llevar al chico a los bosques. Al molino.

– Pero él ya no está en los bosques cerca del molino -dijo Tomel.

O'Sarian se encogió de hombros.

– Me estoy preguntando si el dinero merece la pena.

– ¿Quieres echarte atrás? -Culbeau se rascó la barba, pensando que hacía tanto calor que debería afeitársela, pero de esa manera su triple mentón se vería más-. Preferiría dividirlo entre dos que entre tres.

– No… tú sabes que no. Todo está muy bien -los ojos de O'Sarian vagaron nuevamente hacia la televisión. Una película llamó su atención y movió la cabeza, abriendo enormes los ojos, ante la aparición de una de las actrices.

– Esperad un momento -dijo Tomel, mirando por la ventana-. Mirad -señalaba con la cabeza el exterior.

La policía pelirroja de Nueva York, la que era tan rápida con el cuchillo, caminaba por la calle, llevando un libro.

Tomel dijo:

– Es una chica muy bonita. No me importaría conocerla mejor.

Pero Culbeau recordó sus fríos ojos y la punta firme del cuchillo bajo la barbilla de O'Sarian. Dijo:

– Este pájaro no vale la pólvora que se gasta en él.

La pelirroja entró en la cárcel.

O'Sarian también estaba mirando.

– Bueno, esto nos jode un poco las cosas.

Culbeau dijo lentamente:

– No, de ninguna manera. Harris, trae aquí ese camión. Y deja en marcha el motor.

– ¿Pero qué hacemos con ella? -preguntó Tomel.

Culbeau dijo:

– Tengo suficiente aerosol de pimienta.


* * *

Dentro de la cárcel, el policía Nathan Groomer se recostó sobre la destartalada silla y saludó a Sachs.

El enamoramiento de Jesse Corn se había vuelto tedioso; la sonrisa formal de Nathan resultó un alivio para ella.

– Buenas, señorita.

– ¿Eres Nathan, verdad?

– Sí.

– Éste de aquí es un señuelo, ¿no? -Sachs miró hacia el escritorio.

– ¿Esta cosa vieja? -preguntó con humildad.

– ¿Qué es?

– Una hembra de pato salvaje. De cerca de un año. El pato. No el señuelo.

– ¿Tú mismo los haces?

– Es una afición que tengo. En mi escritorio del edificio principal tengo dos más. Puedes verlos, si quieres. Pensé que os ibais.

– Nos iremos pronto. ¿Cómo está?

– ¿Quién? ¿El sheriff Bell?

– No, Garrett.

– Oh, no lo sé. Mason vino a verlo, estuvieron conversando. Trató de hacerle decir dónde está la chica. Pero Garrett no dijo nada.

– ¿Mason está dentro ahora?

– No, ya se fue.

– ¿Qué sabes del sheriff Bell y de Lucy?

– Nada, ya se fueron. Están en el edificio del condado. ¿Te puedo ayudar en algo?

– Garrett quería este libro -lo sostuvo en alto-. ¿Se lo puedo dar?

– ¿Qué es, una Biblia?

– No, es sobre insectos.

Nathan lo tomó y lo examinó cuidadosamente, buscando armas, supuso ella. Luego se lo devolvió.

– Ese chico me da escalofríos. Parece salido de una película de terror. Deberías darle una Biblia.

– Me parece que sólo le interesa este libro.

– Creo que estás en lo cierto. Pon tu arma en esa caja que está allí y te dejaré pasar.

Sachs puso el Smith & Wesson dentro y caminó hacia la puerta, pero Nathan la miraba expectante. Ella levantó una ceja.

– Bueno, creo que tienes un cuchillo también.

– Oh, seguro. Me olvidé.

– Las normas son las normas, ya sabes.

Ella entregó la navaja automática. Él la dejó caer al lado de la pistola.

– ¿Quieres las esposas, también? -Sachs tocó el estuche donde las guardaba.

– No. No puede haber mucho problema con ellas. Recuerdo el caso de un reverendo que sí tuvo un problema, pero eso sucedió sólo porque su esposa llegó temprano a casa y lo encontró esposado a los barrotes del cabecero con Sally Anne Carlson encima. Ven, te dejaré entrar.


* * *

Rich Culbeau, flanqueado por un nervioso Sean O'Sarian, estaba de pie al lado de un mustio matorral de lilas en la parte posterior de la cárcel. La puerta trasera del edificio daba a un gran campo lleno de pastos, basura, restos de automóviles y electrodomésticos. También algunos flácidos condones.

Harris Tomel condujo su flamante Ford F-250 sobre el bordillo y retrocedió. Culbeau pensó que debería de haber venido por el otro lado porque corrían el riesgo de que se les viera mucho, pero no había nadie en las calles y además, después de que el quiosco cerrara, no había motivo para que alguien parara por aquel lugar. Al menos el camión era nuevo y tenía un buen silenciador; no hacía ningún ruido.

– ¿Quién está en la oficina? -preguntó O'Sarian.

– Nathan Groomer.

– ¿Esa chica policía está con él?

– No lo sé. ¿Cómo demonios puedo saberlo? Pero si está allí, habrá tenido que saltar su pistola y ese cuchillo con el que te tatuó en la cara.

– ¿Oirá Nathan si la chica grita?

Evocando una vez más los ojos de la pelirroja y el destello de la hoja de su cuchillo, Culbeau dijo:

– Es más probable que grite el muchacho.

– Bueno, entonces, ¿qué pasa si lo hace?

– Le pondremos la bolsa en la cabeza enseguida. Ten. -Culbeau entregó a O'Sarian un bote rojo y blanco de pimienta en aerosol-. Apunta hacia abajo porque la gente se agacha.

– ¿Qué pasará?… Quiero decir, ¿nos alcanzará a nosotros?

– No, si no te lo tiras en tu jodida cara. Es como un chorro. No como una nube.

– ¿Quién de los dos me toca?

– El chico.

– ¿Qué pasa si la chica está más cerca?

Culbeau musitó:

– Ella es mía.

– Pero…

– Ella es mía.

– Bien -acordó O'Sarian.

Bajaron la cabeza cuando pasaron por la ventana mugrienta de la parte posterior de la cárcel y se detuvieron en la puerta de metal. Culbeau se dio cuenta de que estaba abierta unos centímetros.

– Ves, no tiene el cerrojo -murmuró. Sintió que le había ganado una partida a O'Sarian. Luego se preguntó por qué sentía que necesitaba hacerlo-. Bien, haré una señal con la cabeza. Entonces entramos rápido, les echamos el aerosol… y sé generoso con esa porquería -le entregó a O'Sarian una gruesa bolsa-. Luego le pones esto en la cabeza.

O'Sarian cogió el bote con firmeza, y señaló con la cabeza una segunda bolsa que había aparecido en la mano de Culbeau.

– De manera que también nos llevamos a la chica.

Culbeau suspiró y dijo exasperado:

– Sí, Sean. La llevamos…

– Oh. Está bien. Sólo quería saber.

– Cuando hayan caído, los arrastráis hacia fuera rápido. No os detengáis por nada.

– Bien… Oh, quería decirte que traje mi Colt.

– ¿Qué?

– Tengo mi 38. Lo traje -señaló su bolsillo con la cabeza.

Culbeau se detuvo un momento. Luego dijo:

– Bien…

Cerró su gran mano alrededor del pomo de la puerta.

Capítulo 22

¿Sería este paisaje lo último que viera? Se preguntó.

Desde su cama del hospital, Lincoln Rhyme podía ver el parque del Centro Médico Universitario de Avery. Árboles frondosos, una senda que caracoleaba a través del césped tupido y verde y una fuente de piedra que, según le había dicho la enfermera, era una réplica del famoso pozo del campus de la UNC en Chapel Hill.

Desde el dormitorio de su casa en Central Park West en Manhattan, Rhyme podía ver el cielo y algunos edificios de la Quinta Avenida, pero sus ventanas estaban muy alejadas del suelo y no podía visualizar el propio Central Park, a menos que la cama se ubicara justo contra los cristales, lo que le permitía mirar hacia abajo y ver el césped y los árboles.

Aquí, quizá porque el edificio había sido construido pensando en los pacientes con lesiones medulares y afecciones neurológicas, las ventanas estaban más bajas; hasta las vistas son accesibles aquí, se dijo con ironía.

Luego se preguntó, otra vez, si la operación tendría éxito o no. Si sobreviviría.

Lincoln Rhyme sabía que lo más frustrante era la incapacidad de hacer las cosas simples.

El viaje de Nueva York a Carolina del Norte, por ejemplo, había sido un proyecto preparado con tanta anticipación, planeado con tanto cuidado, que la dificultad del trayecto no le había traído ningún problema. Pero la carga agobiante de su lesión se volvía más pesada cuando se trataba de pequeñas tareas que una persona sana podía hacer sin pensar. Rascarte cuando te pica la sien, cepillarte los dientes, enjuagar los labios, abrir una gaseosa, sentarte en una silla para mirar por la ventana y observar cómo se rebozan las golondrinas en la tierra del parque…

Reflexionó sobre la tontería que estaba haciendo.

Había consultado los mejores neurólogos del país y él mismo, que era un científico, había leído y comprendido todo lo escrito sobre la casi imposibilidad de una mejora neurológica en un paciente con una lesión espinal del C4. Sin embargo, estaba decidido a seguir adelante con la operación propuesta por Cheryl Weaver, a pesar de la posibilidad de que el panorama bucólico en un hospital desconocido, de una ciudad desconocida, constituyera la última imagen de la naturaleza que viera en su vida.

Por supuesto que hay riesgos.

Entonces, ¿por qué lo hacía?

Oh, había una muy buena razón.

Sin embargo, era una razón que al frío criminalista que había se la hacía difícil aceptar. Una razón que nunca se atrevería a manifestar en voz alta. Porque no tenía nada que ver con ser capaz de andar por la escena de un crimen buscando evidencias. Nada que ver con cepillarse los dientes o sentarse en la cama. No, no, se trataba exclusivamente de Amelia Sachs.

Por fin había admitido la verdad: que le aterrorizaba perderla. Había meditado que más tarde o más temprano ella encontraría otro Nick, el guapo agente que había sido su amante hace unos años. Pensaba que era algo inevitable, en tanto él permaneciera inmóvil como estaba. Ella quería hijos. Quería una vida normal y por eso Rhyme estaba dispuesto a arriesgar su vida, a arriesgarse a que su estado empeorara, con la esperanza de alguna mejora.

Sabía por supuesto que la operación no le permitiría pasear por la Quinta Avenida con Sachs del brazo. Sólo esperaba una mejora minúscula; acercarse levemente a lo que sería una vida normal. Acercarse levemente a Sachs. Pero impulsado por toda su prodigiosa imaginación, Rhyme podía verse cerrando la mano sobre la de ella, apretándola y sintiendo la débil presión de su piel.

Algo muy pequeño para cualquier otra persona del mundo, pero un milagro para Rhyme.

Thom entró en el cuarto. Después de una pausa dijo:

– Un comentario…

– No quiero ninguno. ¿Dónde está Amelia?

– Te lo haré de todos modos. No has tomado alcohol en cinco días.

– Lo sé. Y me molesta mucho.

– Estás preparándote para la operación.

– Son las órdenes del médico -dijo Rhyme malhumorado.

– ¿Cuándo han significado algo para ti las órdenes de un médico?

Un encogimiento de hombros.

– Me van a llenar el cuerpo de no se qué tipo de porquería. Pensé que no sería inteligente añadir algo al cóctel de mi circulación sanguínea.

– No lo sería, tienes razón. Pero le hiciste caso a tu doctora. Me siento orgulloso de ti.

– Oh, orgullo, esa sí que es una emoción útil.

Pero Thom no se impresionó por su sarcasmo. Continuó:

– Pero quiero decirte algo…

– Lo vas a decir de todos modos, lo quiera yo o no.

– He leído algo, Lincoln, acerca del procedimiento.

– Oh, ¿lo has hecho? En tu tiempo libre, supongo.

– Sólo quiero decirte que si esta vez no funciona, volveremos. El año próximo. Dos años. Cinco años. Entonces saldrá bien.

Dentro de Lincoln Rhyme los sentimientos estaban tan muertos como su médula espinal, pero logró decir:

– Gracias, Thom. Ahora, ¿dónde está esa doctora? Estuve trabajando duro para coger a unos secuestradores psicóticos para esta gente. Pensé que me tratarían un poco mejor de lo que lo están haciendo.

Thom respondió:

– Sólo se ha retrasado diez minutos, Rhyme. Y hoy le hemos cambiado la cita dos veces.

– Se acerca más a los veinte minutos. Ah, aquí está…

La puerta del cuarto del hospital se abrió de golpe. Rhyme levantó la vista, esperando ver a la doctora Weaver. Pero no era ella.

Entró el sheriff Jim Bell, con la cara cubierta de sudor. En el pasillo, detrás de él, estaba su cuñado, Steve Farr. Ambos hombres parecían muy trastornados.

El primer pensamiento del criminalista fue que habían encontrado el cuerpo de Mary Beth. Que el chico la había matado realmente y su próximo pensamiento fue que Sachs reaccionaría muy mal ante la noticia, pues su fe en el chico se vería destruida.

Pero Bell traía novedades diferentes.

– Lamento tener que decírtelo, Lincoln -Rhyme supuso que el mensaje era algo más cercano a él personalmente y no relacionado con Garrett Hanlon y Mary Beth McConnell-. Iba a llamarte por teléfono -dijo el sheriff-. Pero entonces pensé que debía decírtelo en persona. De manera que vine.

– ¿Qué pasa, Jim? -preguntó Rhyme.

– Se trata de Amelia.

– ¿Qué? -preguntó Thom.

– ¿Qué pasa con ella? -Rhyme no podía, como es lógico, sentir a su corazón golpeando en el pecho, pero podía sentir la sangre agolpándose en su barbilla y sienes-. ¿Qué pasó? ¡Dime!

– Rich Culbeau y sus compinches fueron a la cárcel. No sé exactamente que tenían en mente, probablemente nada bueno, pero, de todos modos, lo que encontraron fue a mi policía, Nathan, esposado en el cuarto de delante. Y la celda estaba vacía.

– ¿La celda?

– La celda de Garrett -continuó Bell, como si esto explicara todo.

Rhyme todavía no podía entender su significado.

– ¿Qué…?

Con voz áspera el sheriff explicó:

– Nathan dijo que Amelia lo redujo a punta de pistola y sacó a Garrett de la cárcel. Es una huida criminal. Están fugados, están armados y nadie tiene pista alguna de adonde van.

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