TERCERA PARTE . Tiempo de esfuerzo

Capítulo 23

Correr.

Lo mejor que podía. A Sachs las piernas le pesaban y calambres de dolor provocados por la artritis recorrían su cuerpo. Estaba empapada en sudor y ya se sentía mareada por el calor y la deshidratación.

Todavía se sentía conmocionada al pensar en lo que había hecho.

Garrett estaba a su lado, corriendo silenciosamente a través del bosque que se hallaba en las afueras de Tanner's Corner.

Esto es demasiado estúpido, muchacha…

Cuando Sachs entró en la celda para entregar a Garrett The Miniature World, observó la cara feliz del chico cuando cogió el libro. Pasaron uno o dos segundos y, casi como si otra persona la obligara a ello, pasó los brazos por los barrotes y tomó al chico por los hombros. Aturdido, Garrett desvió la mirada.

– No, mírame -le ordenó Sachs-. Mírame.

Por fin él lo hizo. Ella estudió entonces su cara inflamada, su boca temblorosa, los pozos oscuros de los ojos, las espesas cejas.

– Garrett, necesito saber la verdad. Esto es sólo entre tú y yo. Dime, ¿mataste a Billy Stail?

– Juro que no lo hice. ¡Lo juro! Fue ese hombre, el de mono castaño. Él mató a Billy. ¡Esa es la verdad!

– Eso no es lo que demuestran los datos, Garrett.

– Pero la gente puede ver una cosa de forma diferente -había contestado el chico con voz tranquila-. Digamos, de la forma en que nosotros podemos ver lo mismo que ve una mosca, pero no es lo mismo.

– ¿Qué quieres decir?

– Nosotros vemos que algo se mueve, algo confuso cuando la mano de alguien trata de aplastar la mosca, pero la forma en que trabajan los ojos de la mosca consiste en que ve una mano que se detiene cien veces en mitad del movimiento hacia abajo. Como un montón de fotos fijas. Es la misma mano, el mismo movimiento, pero la mosca y nosotros lo vemos de forma diferente… y los colores… miramos algo de color rojo definido para nosotros, pero algunos insectos ven una docena de tipos diferentes de rojo.

Las evidencias sugieren que es culpable, Rhyme. No lo prueban. Las evidencias se pueden interpretar de muchas formas diferentes.

– Lydia -insistió Sachs, cogiendo con más firmeza al muchacho- ¿por qué la secuestraste?

– Ya le conté a todos por qué… Porque ella también estaba en peligro. Blackwater Landing… es un lugar peligroso. La gente muere allí. La gente desaparece. Sólo la estaba protegiendo.

Por supuesto que es un lugar peligroso, pensó Sachs. ¿Pero es peligroso a causa tuya? Amelia le dijo entonces:

– Ella dijo que la ibas a violar…

– No, no, no… Lydia saltó al agua y su uniforme se mojó y se desgarró. Yo le miré, bueno, la parte superior. Su pecho. Y me excité. Pero eso es todo.

– Y Mary Beth. ¿Le hiciste daño, la violaste?

– ¡No, no, no! ¡Ya te lo dije! Se golpeó en la cabeza y yo le limpié la herida con ese pañuelo. Nunca haría una cosa así, no a Mary Beth.

Sachs lo miró un rato más.

Blackwater Landing… es un lugar peligroso.

Finalmente preguntó:

– Si te saco de aquí, ¿me llevarás donde está Mary Beth?

Garrett había fruncido el ceño.

– Si lo hago, la traerás de vuelta a Tanner's Corner. Y podrían hacerle daño.

– Es la única manera, Garrett. Te sacaré de aquí si me llevas a ella. Lincoln Rhyme y yo podemos garantizar su seguridad.

– ¿Podéis hacerlo?

– Sí. Pero si no estás de acuerdo te quedarás en la cárcel durante mucho tiempo. Si Mary Beth muere por tu causa, se tratará de asesinato, como si le hubieras disparado. Nunca saldrás de la cárcel.

Él miró por la ventana. Parecía que sus ojos seguían el vuelo de un insecto que Sachs no podía ver.

– Está bien.

– ¿Cuan lejos está?

– A pie, nos llevará ocho, diez horas. Depende.

– ¿De qué?

– De cuántos nos persigan y de lo cuidadosos que seamos al partir.

Garrett lo dijo rápidamente. Su tono seguro preocupó a Sachs, era como si el chico ya hubiera pensado que alguien lo sacaría de allí, o que se escaparía y que ya había maquinado cómo evitar la persecución.

– Espera aquí -respondió Sachs. Regresó a la oficina. Se acercó al cajón, sacó su pistola y su cuchillo y, contra todo lo que había aprendido y contra todo buen sentido, apuntó el Smith & Wesson hacia Nathan Groomer.

– Lamento hacer esto -murmuró-. Necesito la llave de la celda y después quiero que te vuelvas y pongas las manos a la espalda.

Con los ojos muy abiertos Nathan vaciló, debatiéndose, quizá entre sacar o no el arma que tenía al costado. O tal vez, se dijo ella sin pensar nada. El instinto o los reflejos o simplemente la cólera podrían haber hecho que sacara el arma de la cartuchera.

– Esto es demasiado estúpido, muchacha -dijo.

– La llave.

Él abrió el cajón y puso la llave sobre la mesa y colocó sus manos a la espalda. Ella lo esposó con sus propias esposas. Luego arrancó el teléfono del muro.

Después liberó a Garrett, a quien había esposado también. La puerta trasera de la cárcel parecía estar abierta. Como creyó oír pisadas y el motor de un coche en marcha; optó por la puerta delantera. Se escaparon tranquilamente, sin que nadie los detectara.

Ahora, a dos kilómetros de la ciudad, rodeados de matorrales y árboles, el chico la guió por un sendero mal definido. Las cadenas de las esposas hacían ruido cuando señalaba la dirección que debían tomar.

Ella pensaba: «¡Pero, Rhyme, no podía hacer otra cosa! ¿Lo comprendes? No tenía opción». Si el centro de detención de Lancaster era lo que suponía, al chico lo violarían y lo golpearían desde el primer día y quizá lo asesinaran antes que pasara una semana. Sachs sabía también que ésta era la única forma de encontrar a Mary Beth. Rhyme había agotado las posibilidades de las evidencias y el desafío que se leía en los ojos de Garrett le decía que el muchacho nunca cooperaría.

«No, no confundo los sentimientos maternales con la preocupación por los demás, doctor Penny. Todo lo que sé es que si Lincoln y yo tuviéramos un hijo sería tan testarudo y obcecado como nosotros y si algo nos sucediera, rogaría para que alguien lo protegiera en la forma que estoy protegiendo a Garrett…».

Andaban con rapidez. Sachs se asombraba por la elegancia con que el muchacho se deslizaba por el bosque, a pesar de tener las manos esposadas. Parecía saber dónde poner sus pies exactamente, qué plantas se podían apartar con facilidad y cuáles ofrecían resistencia. Sabía dónde el suelo era demasiado blando para poder caminar sobre él.

– No pises aquí -le dijo serio-. Esa es arcilla de la bahía de Carolina. Te atrapará como pegamento.

Marcharon durante media hora hasta que el suelo se encharcó y el aire se enrareció, con olores de metano y podredumbre. Por fin la ruta se hizo intransitable, el sendero terminaba en una densa ciénaga, y Garrett la condujo a un camino asfaltado de doble vía. Caminaron por los matorrales que estaban al lado del arcén.

Varios coches pasaron tranquilamente, sus conductores no prestaban atención al delito que estaban presenciando.

Sachs los observó con envidia. Estaba huyendo desdé hacía sólo veinte minutos, reflexionó, y ya sentía nostalgia, que le apretaba el corazón, por la normalidad de la vida de los demás e inquietud por el viraje que había dado la suya.

Esto es demasiado estúpido, muchacha.


* * *

– ¡Eh, aquí!

Mary Beth McConnell se despertó de un salto.

Con el calor y la atmósfera opresiva de la cabaña, sé había quedado dormida en el maloliente canapé.

La voz, muy cerca, llamó de nuevo.

– Señorita, ¿está bien? ¿Hola? ¿Mary Beth?

Saltó de la cama y caminó rápidamente hacia la ventana rota. Se sentía mareada, tuvo que bajar la cabeza durante un instante y apoyarse en el muro. El dolor martillaba ferozmente su sien. Pensó: «Que te jodan, Garrett».

El dolor disminuyó algo, su visión se aclaró. Siguió caminando hacia la ventana.

Era el Misionero. Traía con él a su amigo, un hombre alto y casi calvo con pantalones grises y una camisa de trabajo. El Misionero llevaba un hacha.

– ¡Gracias, gracias! -murmuró Mary Beth.

– Señorita, ¿está bien?

– Estoy bien. El chico no regresó -su voz todavía sonaba ronca y le dolía la garganta. Le alcanzaron otra cantimplora con agua y ella se la bebió toda.

– Llamé a la policía de la ciudad -le dijo el Misionero-. Están en camino. Llegaran en quince o veinte minutos. Pero no los esperaremos. Vamos a sacarte ahora, entre los dos.

– No se lo puedo agradecer lo suficiente.

– Apártate un poco. He estado cortando leña toda mi vida y esa puerta se convertirá en un montón de astillas en un minuto. Este es Tom. Trabaja para el condado también.

– Hola, Tom.

– Hola. ¿Tu cabeza está mejor? -preguntó Tom, frunciendo el ceño.

– Parece peor de lo que es -dijo ella, tocando la costra.

Tum, tum.

El hacha se incrustó en la puerta. Desde la ventana ella podía ver la hoja cuando el hombre la levantaba y captaba los rayos del sol. El filo de la herramienta brillaba, lo que significaba que era muy agudo. Mary Beth solía ayudar a su padre a cortar leña para la chimenea. Recordaba cómo le gustaba mirarle cuando al final de la tarea sacaba filo al hacha con una piedra de afilar. Las chispas naranja volaban por el aire como los fuegos de artificio del cuatro de julio.

– ¿Quién es este muchacho que te secuestró? -preguntó Tom-. ¿Alguna especie de pervertido?

Tum, tum.

– Es un chico del instituto de Tanner's Corner. Da miedo. Mire todo esto -señaló los insectos en los botes.

– Caramba -dijo Tom, acercándose a la ventana y mirando hacia adentro.

Tum.

Se oyó un crujido porque el Misionero había arrancado un trozo de madera de la puerta.

Toc.

Mary Beth miró a la puerta. Garrett debía de haberla reforzado, quizá clavó dos puertas juntas. Le dijo a Tom:

– Me siento como si fuera uno de sus malditos insectos. Él… -Mary Beth se sintió desmayar cuando el brazo izquierdo de Tom atravesó velozmente la ventana y la cogió del cuello de la camisa. Su mano derecha se adhirió a su pecho. Tom dio un tirón hacia la ventana y la aplastó contra los barrotes. Plantó su boca húmeda, con olor a tabaco y cerveza, sobre sus labios. Su lengua salió de repente y trató de penetrar entre los dientes de Mary Beth.

Tom le tanteó el pecho, pellizcándola, tratando de encontrar su pezón a través de la camisa, mientras ella doblaba la cabeza para alejarla de él, escupiendo y gritando.

– ¿Qué diablos estás haciendo? -exclamó el Misionero, dejando caer el hacha. Corrió hacia la ventana.

Pero antes que pudiera apartar a Tom, Mary Beth cogió la mano que toqueteaba su pecho y la empujó hacia abajo con fuerza. Incrustó la mano de Tom en una punta del cristal que sobresalía del marco de la ventana. Él gritó de dolor y sorpresa y la soltó, trastabillando.

Enjugándose la boca, Mary Beth corrió desde la ventana al centro del cuarto.

El Misionero le gritó a Tom:

– ¿Por qué mierda haces eso?

¡Golpéalo! Pensaba Mary Beth. Clávalo con el hacha. Está loco. Entrégalo a la policía también.

Tom no escuchaba. Subió el brazo ensangrentado y examinó el corte.

– Jesús, Jesús, Jesús…

El Misionero musitó:

– Te dije que tuvieras paciencia. La hubiéramos sacado en veinte minutos y estaría con las piernas abiertas en tu casa en media hora. Ahora tenemos un lío.

Con las piernas abiertas…

Este comentario se registró en la mente de Mary Beth un instante antes que su consecuencia: que no habían llamado a la policía; que nadie vendría a rescatarla.

– Hombre, ¡mira esto! ¡Mira! -Tom levantó su muñeca cortada, de donde la sangre caía en cascada sobre su brazo.

– Joder -susurró el Misionero-. Tenemos que hacer que lo suturen. Estúpido de mierda. ¿Por qué no pudiste esperar? Vamos, te lo tienen que ver.

Mary Beth vio a Tom marchar a tropezones por el campo. Se detuvo a tres metros de la ventana.

– ¡Jodida puta! Prepárate. Volveremos. -Miró hacia abajo y se agachó un momento, desapareciendo. Cuando se levantó tenía en su mano sana una roca del tamaño de una naranja grande. La tiró entre los barrotes. Mary Beth trastabilló al entrar en el cuarto. No le dio por treinta centímetros escasos. La chica, sollozando, se hundió en el canapé.

Mientras los hombres caminaban hacia el bosque, escuchó a Tom repetir:

– ¡Prepárate!


* * *

Estaban en la casa de Harris Tomel, una hermosa mansión colonial de cinco dormitorios con un terreno de buen tamaño cubierto de césped, que su dueño nunca había cuidado. La idea de Tomel sobre el mantenimiento del jardín consistía en aparcar su F-250 al frente y su Suburban al fondo.

Lo hacía así porque, al ser el chico ilustrado del trío, y como poseía más camisetas que camisas escocesas, Tomel tenía que parecer un hombre duro con más empeño. Oh, seguro, había pasado un tiempo en una prisión federal, pero fue por un timo de porquería en Raleigh, donde vendía acciones y bonos de compañías cuyo único problema consistía en que no existían. Podía disparar tan bien como un francotirador, pero Culbeau nunca supo que hubiera zurrado a nadie solo, piel contra piel, al menos a nadie que no estuviera atado. Tomel también pensaba demasiado las cosas, dedicaba demasiado tiempo a sus ropas y pedía bebidas caras, aun en Eddie's.

De manera que, a diferencia de Culbeau, que trabajaba duro en lo suyo, tanto en lo legal e ilegal, y a diferencia de O'Sarian, que trabajaba duro seduciendo camareras que le mantuvieran limpia su caravana, Harris Tomel dejaba que su casa y su patio se deterioraran, con la esperanza, deducía Culbeau, de provocar la impresión de que era un tipo jodido y despreciable.

Pero eso era asunto de Tomel y los tres hombres no estaban en su casa, con su desaliñado patio, para discutir de jardinería; estaban allí por una única razón. Porque Tomel había heredado una colección de armas que superaba a todas las demás, después de que su padre fuera a Spivy Pond para pescar en el hielo, una víspera de Año Nuevo de hacía algunos años, y no saliera a la superficie unos días después.

Los tres estaban en la bodega recubierta de madera, mirando las cajas de armas de la misma forma que Culbeau y O'Sarian habían estado, hace veinte años, frente al quiosco de golosinas baratas de Peterson's Drugs en Maple Street, decidiendo qué robar.

O'Sarian escogió el negro Cok AR-15, una versión del M-16, porque siempre estaba hablando de Vietnam y miraba todas las películas bélicas que podía encontrar.

Tomel cogió la hermosa escopeta Browning con incrustaciones, que Culbeau codiciaba tanto como a todas las mujeres de la región, aún cuando era amante de los rifles y muy capaz de acertar en el pecho de un ciervo a trescientos metros antes de convertir de un tiro a un pato en un nido de plumas. Aquel día eligió el elegante Winchester 30-06 de Tomel, con una mira telescópica del tamaño de Tejas.

Empacaron muchas municiones, agua, el teléfono móvil de Culbeau y comida. Licor ilegal, por supuesto.

También llevaron sacos de dormir. A pesar de que ninguno de ellos esperaba que la caza durara mucho tiempo.

Capítulo 24

Un sombrío Lincoln Rhyme penetró en el desmantelado laboratorio forense del edificio del condado de Paquenoke.

Lucy Kerr y Mason Germain estaban al lado de la mesa donde antes habían puesto los microscopios. Tenían los brazos cruzados y cuando entraron Thom y Rhyme, ambos policías miraron al criminalista y a su ayudante con una mezcla de desprecio y sospecha.

– ¿Cómo demonios pudo hacerlo? -preguntó Mason-. ¿En qué estaba pensando?

Pero estos eran dos de los muchos interrogantes acerca de Amelia Sachs que no podían ser contestados, al menos no todavía, de manera que Rhyme se limitó a preguntar:

– ¿Hay alguien herido?

– No -dijo Lucy-. Pero Nathan quedo muy trastornado después de ver que le apuntaba el cañón de la Smith & Wesson. Que nosotros cometimos la locura de entregarle a Sachs.

Rhyme se esforzó por aparentar tranquilidad en la superficie, su corazón, no obstante, albergaba muchos temores por la chica. Lincoln Rhyme confiaba en las evidencias sobre todas las cosas y las evidencias mostraban claramente que Garrett Hanlon era un secuestrador y un asesino. Sachs, engañada por el calculado montaje del chico, estaba tan en riesgo como Mary Beth o Lydia.

Jim Bell entró en el cuarto.

– ¿Se llevó algún coche? -prosiguió Rhyme.

– No lo creo -dijo Bell-. Estuve averiguando y no falta ningún vehículo por ahora.

Bell miró el mapa, todavía sujeto al muro.

– Esta no es una región desde donde sea fácil salir sin ser visto. Hay muchos cenagales y pocos caminos. Yo he…

Lucy dijo:

– Consigue algunos perros, Jim. Irv Wanner entrena un par de mastines para la policía del Estado. Llama al capitán Dexter de Elizabeth City y que te de el número de Irv. Él les seguirá la pista.

– Buena idea -dijo Bell-. Nosotros…

– Quiero proponer algo -interrumpió Rhyme.

Mason lanzó una carcajada irónica.

– ¿Qué? -preguntó Bell.

– Quiero hacer un trato contigo.

– No hay trato -dijo Bell-. Ella es una delincuente en fuga. Armada, por añadidura.

– No le va a disparar a nadie -dijo Thom.

Rhyme continuó:

– Amelia está convencida de que no hay otra forma de encontrar a Mary Beth. Por eso lo hizo. Va con el chico a donde está escondida.

– No me interesa -dijo Bell-. No se puede andar sacando asesinos de la cárcel.

– Dame veinticuatro horas antes de llamar a la policía del Estado. Los encontraré para ti. Podemos arreglar algo con los cargos. Pero si se involucran perros y algunos agentes estatales, sabemos que se ajustaran a los reglamentos y eso significa que hay posibilidad de que alguien salga lastimado.

– Ese es un trato muy difícil y arriesgado, Lincoln -dijo Bell-. Tu amiga nos ha arrebatado a nuestro prisionero…

– No hubiera sido vuestro prisionero a no ser por mí. Nunca lo habríais encontrado por vuestra cuenta.

– Ni hablar -dijo Mason-. Estamos perdiendo tiempo y están más lejos cada minuto que pasamos hablando. Soy de la opinión de hacer que todos los hombres de la ciudad salgan a buscarlos ahora. Con el rango de policías. Haz lo que sugirió Henry Davett. Entrega rifles y…

Bell lo interrumpió y preguntó a Rhyme:

– Si te damos veinticuatro horas, entonces, ¿qué ganamos nosotros?

– Me quedaré y te ayudaré a encontrar a Mary Beth. Lleve el tiempo que lleve.

Thom dijo:

– La operación, Lincoln…

– Olvida la operación -murmuró Rhyme, sintiendo desesperación al decirlo. Sabía que la agenda de la doctora Weaver era tan apretada que si perdía la cita asignada para operarse tendría que anotarse de nuevo en la lista de espera. Luego le pasó por la mente que una de las razones por la cual Sachs hacía lo que hacía era evitar que Rhyme se sometiera a la cirugía. Ganar unos pocos días más y darle la oportunidad de cambiar de opinión. Pero apartó este pensamiento, diciéndose con rabia: encuéntrala, sálvala. Antes de que Garrett la añada a la lista de sus víctimas.

La picaron 137 veces…

Lucy dijo:

– Estamos presenciando algo que podríamos llamar lealtad dividida, ¿verdad?

Mason:

– Sí, ¿cómo sabemos que no nos enviará al granero de Robin Hood y la dejará escapar?

– Porque -explicó pacientemente Rhyme- Amelia está equivocada. Garrett es un asesino y sólo la utilizó para escapar de la cárcel. En cuanto no la necesite la matará.

Bell caminó unos instantes, mirando al mapa.

– Bien, lo haremos Lincoln. Tienes veinticuatro horas.

Mason suspiró.

– ¿Y cómo diablos la va a encontrar en esa selva? -señaló el mapa-. ¿Irá a llamarla y preguntarle dónde está?

– Es exactamente lo que voy a hacer. Thom, pongamos de nuevo el equipo en condiciones. ¡Y que alguien traiga de vuelta a Ben Kerr!


* * *

Lucy Kerr estaba hablando por teléfono en la oficina contigua al cuarto de investigaciones.

– Policía del Estado de Carolina del Norte, Elizabeth City -respondió una fresca voz de mujer-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Detective Gregg.

– Un momento, por favor.

– ¿Hola? -se escuchó la voz de un hombre después de un instante

– Pete, soy Lucy Kerr y estoy en Tanner's Corner.

– Hola, Lucy, ¿qué pasa? ¿Qué hay de esas chicas perdidas?

– Lo tenemos bajo control -dijo Lucy, con voz tranquila a pesar de que sentía rabia porque Bell había insistido en que recitara las palabras que Lincoln Rhyme le había dictado-. Pero tenemos otro pequeño problema.

Pequeño problema…

– ¿Qué necesitas? ¿Un par de agentes?

– No, sólo la localización de un teléfono celular.

– ¿Tienes una autorización?

– Un empleado del juez te la manda en este momento.

– Dame los datos del teléfono y los números de serie.

Lucy le dio la información.

– ¿Cuál es el código del área, dos uno dos?

– Es un número de Nueva York. El que lo posee está dando vueltas ahora.

– No es ningún problema -dijo Gregg-. ¿Quieres una grabación de la conversación?

– Sólo la localización.

Y una clara visualización del objetivo…

– Cuando… espera. Aquí está el fax… -Hizo una pausa mientras leía-. Oh, ¿sólo se trata de una persona perdida?

– Eso es todo -contestó Lucy a su pesar.

– Sabes que es caro. Tendremos que hacerte una factura.

– Lo comprendo.

– Bien, espera un momento, llamaré a los técnicos. -Se oyó un sonido débil.

Lucy se sentó al escritorio, con los hombros caídos, flexionando la mano izquierda y mirando sus dedos, toscos por sus años de jardinera, con una vieja cicatriz hecha con el asa de metal de un cajón de estiércol y la huella dejada en su dedo anular por los cinco años que usó el anillo de boda.

Flexionar, extender.

Observando las venas y los músculos ocultos por la piel, Lucy Kerr se dio cuenta de algo. Que el delito de Amelia Sachs había reventado una cólera que vivía en su interior y que era más intensa que cualquier cosa que hubiera sentido en su vida.

Cuando le sacaron una parte de su cuerpo se había sentido avergonzada y luego abandonada. Cuando su marido la dejó, se había sentido culpable y resignada y cuando finalmente sintió rabia por esos acontecimientos, se enfadó con una especie de cólera que irradia un calor inmenso pero nunca estalla en llamaradas.

Pero por una razón que no podía comprender, esta mujer policía de Nueva York había hecho que la simple furia al rojo vivo saliera con una explosión del corazón de Lucy, como las avispas que habían irrumpido fuera del nido y matado a Ed Schaeffer de una forma tan horrible.

Una furia al rojo vivo por la traición a Lucy Kerr, que nunca causó un daño intencionado a nadie, mujer que amaba las plantas, que había sido una buena esposa para su marido, una buena hermana, una buena mujer policía, una mujer que sólo quería los placeres inocentes que la vida proporciona con generosidad a todos, pero que parecía rehusarle a ella.

No más vergüenza o culpa o resignación o pena.

Simple furia, ante las traiciones en su vida. La traición de su cuerpo, de su marido, de Dios.

Y ahora de Amelia Sachs.

– ¿Hola, Lucy? -preguntó Pete desde Elizabeth City-. ¿Estás ahí?

– Sí, estoy aquí.

– Vale… ¿estás bien? Suenas un poco rara.

Ella se aclaró la garganta.

– Muy bien. ¿Arreglaste todo?

– Para cuando quieras. ¿Cuándo va a hacer una llamada ese tipo?

Lucy miró hacia el otro cuarto. Gritó:

– ¿Listo?

Rhyme asintió.

Al teléfono, ella dijo:

– En cualquier momento a partir de ahora.

– Quédate en línea -dijo Gregg-. Me conectaré.

Por favor, haz que funcione, pensó Lucy. Por favor…

Y luego agregó una posdata a su oración:…y, Dios querido, déjame hacer un disparo certero contra esa Judas.


* * *

Thom ajustó los cascos a la cabeza de Rhyme. El ayudante marcó después un número.

Si el teléfono de Sachs estaba desconectado sonaría tres veces y luego el agradable tono de voz de la señorita del buzón comenzaría a hablar.

Una llamada… dos…

– Hola.

Rhyme creyó que nunca había sentido tanto alivio como al escuchar su voz.

– Sachs, ¿estás bien?

Una pausa.

– Estoy bien.

Vio que en el otro cuarto la cara taciturna de Lucy asentía.

– Escúchame, Sachs. Escúchame. Sé por qué lo hiciste, pero tienes que entregarte. Tú… ¿estás ahí?

– Estoy aquí, Rhyme.

– Sé lo que estás haciendo. Garrett accedió a llevarte hasta Mary Beth.

– Es verdad…

– No puedes confiar en él -dijo Rhyme, pensando con desesperación: en mí tampoco. Vio a Lucy mover un dedo haciendo un círculo, queriendo decir: que siga hablando-. He hecho un trato con Jim. Si lo traes de vuelta arreglaran algo con los cargos contra ti. Todavía no está involucrado el Estado. Y yo estaré aquí todo el tiempo necesario para encontrar a Mary Beth. He postergado la operación…

Por un instante cerró los ojos, traspasado por la culpa. Pero no tenía opción. Se imaginó cómo había sido la muerte de esa mujer en Blackwater Landing, la muerte de Ed Schaeffer… Imaginó a las avispas pululando por el cuerpo de Amelia. Tenía que traicionarla con el fin de salvarla.

– Garrett es inocente, Rhyme. Sé que lo es. No podía dejar que fuera al centro de detención. Lo matarían allí.

– Entonces procuraremos que lo encierren en otro lugar. Y repasaremos las evidencias. Encontraremos más evidencias. Lo haremos juntos. Tú y yo. Lo decimos así, Sachs, ¿verdad? Tú y yo… Siempre tú y yo. No hay nada que no podamos encontrar.

Hubo una pausa.

– Nadie está del lado de Garrett. Está solo, Rhyme.

– Lo podemos proteger.

– No puedes proteger a nadie de toda una ciudad, Lincoln.

– No menciones nombres de pila -dijo Rhyme-. Eso trae mala suerte, ¿recuerdas?

– Todo este asunto es de mala suerte.

– Por favor, Sachs…

Ella dijo:

– A veces sólo tienes que guiarte por la fe.

– ¿Ahora quién está recitando máximas? -se obligó a reír, en parte para tranquilizarla, en parte, para tranquilizarse él.

Débiles ruidos de estática.

Vuelve a casa, Sachs, estaba pensando Rhyme. ¡Por favor! Todavía podemos salvar algo de todo esto. Tu vida es tan precaria como el nervio de mi cuello, la delgada fibra que todavía funciona.

Y que me es tan preciosa como tú.

Ella dijo:

– Garrett me dice que podemos llegar hasta Mary Beth esta noche o mañana por la mañana. Te llamaré cuando la tenga.

– Sachs, no cortes aún. Una cosa. Déjame decirte una cosa.

– ¿Qué?

– Sea lo que sea lo que pienses de Garrett, no confíes en él. Tú piensas que es inocente. Pero trata de aceptar que quizá no lo sea. Tú sabes cómo nos manejamos en las escenas de crimen, Sachs.

– Con una mente abierta -recitó la regla-. Sin prejuicios. En la creencia de que todo es posible.

– Correcto. Prométeme que lo recordarás.

– Está esposado, Rhyme.

– Mantenlo así. Y no permitas que se acerque a tu arma.

– No lo haré. Te llamaré cuando tenga a Mary Beth.

– Sachs…

La línea quedó muda.

– Maldición -murmuró el criminalista. Cerró los ojos, trató de sacarse los cascos con una sacudida furiosa. Thom se inclinó hacia delante y levantó el aparato de la cabeza de Rhyme. Con un movimiento le arregló el oscuro cabello.

Lucy colgó el teléfono en el otro cuarto y se alejó de él. Rhyme pudo ver por su expresión que la localización no había funcionado.

– Pete dijo que están a cuatro kilómetros del centro de Tanner's Corner.

Mason musitó:

– ¿No pueden calcular con más exactitud?

Lucy dijo:

– Si hubiera estado hablando unos minutos más la habrían podido localizarla con una exactitud de cinco metros.

Bell estaba examinando el mapa.

– Bien, cuatro kilómetros hacia fuera de la ciudad.

– ¿Crees que regresaría a Blackwater Landing? -preguntó Rhyme.

– No -dijo Bell-. Sabemos que se dirigen a los Outer Banks y Blackwater Landing le llevaría a la dirección opuesta.

– ¿Cuál es el mejor camino para ir a los Banks? -preguntó el criminalista.

– No pueden ir a pie -dijo Bell, caminando hacia el mapa-. Tendrán que conseguir un coche o un coche y un bote. Hay dos formas de llegar allí. Pueden tomar la ruta 112 hacia el sur, hasta la 17. Eso los llevaría hasta Elizabeth City y podrían coger un bote o seguir por la 17 todo el tramo hasta la 158 y conducir hasta las playas. O podrían tomar Harper Road… Mason, lleva a Frank Sturgis y a Trey y vete a la 112. Haz una barricada en Belmont.

Rhyme notó que aquella era la ubicación M-10 del mapa.

El sheriff continuó:

– Lucy, tú y Jesse iréis por Harper hasta Millerton Road. Quedaos allí -eso era en H-14.

Bell llamó a su cuñado a la habitación.

– Steve, tu coordinarás las comunicaciones y proporcionarás a todos receptores de mano si todavía no los tienen.

– Seguro, Jim.

Bell les dijo a Lucy y a Mason:

– Decid a todos que Garrett tiene puesto uno de nuestros monos para detenidos. Son azules. ¿Qué tiene puesto tu chica? No lo recuerdo.

– Ella no es mi chica -dijo Rhyme.

– Perdón…

Rhyme masculló:

– Vaqueros y una camiseta negra.

– ¿Tiene sombrero?

– No.

Lucy y Mason se dirigieron a la puerta.

Un instante después en el cuarto solo estaban Bell, Rhyme y Thom.

El sheriff llamó a la policía del Estado y dijo al detective que los había ayudado con el localizador de llamadas que mantuviera a alguien en aquella frecuencia pues la persona perdida podría llamar más tarde.

Rhyme notó que Bell hizo una pausa. Miró a Rhyme y dijo al teléfono:

– Te agradezco la oferta, Pete. Pero hasta ahora se trata de una persona perdida. Nada serio. -colgó y luego murmuró-. Nada serio. Jesús, por Dios…


* * *

Quince minutos más tarde, Ben Kerr entraba en la oficina. Realmente parecía contento por estar de vuelta, pese a que se le notaba afligido por las noticias que habían hecho necesario su regreso.

Con ayuda de Thom terminó de desembalar el equipo forense de la policía estatal mientras Rhyme observaba el mapa y los diagramas de las evidencias que estaban en el muro.


ENCONTRADO EN LA ESCENA PRIMARIA DEL CRIMEN BLACKWATER LANDING


Kleenex con sangre

Polvo de caliza

Nitratos

Fosfatos

Amoniaco

Detergente

Canfeno


ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN EL CUARTO DE GARRETT


Almizcle de mofeta

Agujas de pino cortadas

Dibujos de insectos

Fotos de Mary Beth y de su familia

Libros de insectos

Hilo de pescar

Dinero

Llave desconocida

Queroseno

Amoniaco

Nitratos

Canfeno


ENCONTRADO EN UNA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – LA MINA


Vieja bolsa de arpillera – Con un nombre ilegible

Maíz -¿Forraje y cereales?

Huellas de algo chamuscado

Agua Deer Park

Crackers de queso

Mantequilla de cacahuete Planters


ENCONTRADO EN UNA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – EL MOLINO


Mapa de los Outer Banks

Arena de una playa oceánica

Residuos de hojas de roble y arce


Mientras Rhyme miraba éste último diagrama, se dio cuenta de cuan pocas evidencias había encontrado Sachs en el molino. Siempre se daba el mismo problema cuando se localizaban pistas evidentes en escenas de crímenes, como el mapa y la arena. Psicológicamente la atención del observador flaquea y busca con menos diligencia. Ahora deseaba que tuvieran más evidencias de esa escena.

Entonces Rhyme recordó algo. Lydia había dicho que Garrett se había cambiado de ropas en el molino cuando la patrulla de rescate se acercaba. ¿Por qué? La única razón era que sabía que las ropas que había escondido podían revelar dónde había escondido a Mary Beth. Miró a Bell.

– ¿Dijiste que Garrett tiene puesto un mono de la prisión?

– Es verdad.

– ¿Tienes la ropa que vestía cuando fue detenido?

– Debe de estar en la cárcel.

– ¿Puedes hacer que las envíen?

– ¿Las ropas? Enseguida.

– Haz que las pongan en una bolsa de papel -ordenó-. Que no las desdoblen.

El sheriff llamó a la cárcel y dijo a un policía que trajera las ropas. Por la parte de conversación que escuchó, Rhyme dedujo que el policía estaba más que contento de ayudar a encontrar a la mujer que lo había amarrado de forma tan vergonzosa.

Rhyme observó el mapa de la costa este. Podrían limitar la búsqueda a las casas viejas, por la lámpara de canfeno, y a las que estaban alejadas de la playa, por la pista de las hojas de roble y arce. Pero el enorme tamaño de la región abrumaba. Cientos de kilómetros.

El teléfono de Bell sonó. Contestó y habló durante un minuto, luego cortó. Caminó hacia el mapa.

– Ya han colocado las barricadas. Garrett y Amelia pueden dirigirse hacia al interior para evitarlas -señaló la ubicación M-10- pero desde donde están Mason y Frank tienen una buena perspectiva y los verían.

Rhyme preguntó:

– ¿Qué me dices de esa línea de ferrocarril al sur de la ciudad?

– No se usa para el transporte de pasajeros. Es una línea de carga y no tiene horario programado para trenes. Pero se puede marchar por los rieles. Por eso puse la barricada en Belmont. Yo creo que tomarán ese camino. También estoy pensando en que Garrett podría esconderse por un tiempo en la reserva de Vida Salvaje de Manitou Falls, con su interés por los bichos, la naturaleza y demás, probablemente pasa mucho tiempo allí -Bell señaló la ubicación T-10.

Farr preguntó:

– ¿Qué nos dices del aeropuerto?

Bell miró a Rhyme.

– ¿Amelia puede robar un aeroplano?

– No, no sabe volar.

Rhyme observó una referencia en el mapa. Preguntó:

– ¿Qué es esa base militar?

– Se utilizó como depósito de armas en las décadas de los sesenta y setenta. Ha permanecida cerrada durante años. Pero hay túneles y refugios antiaéreos por todo el lugar. Necesitaríamos dos docenas de hombres para custodiar el recinto y aun así Garrett podría encontrar un sitio para esconderse.

– ¿Está patrullada?

– Ya no.

– ¿Qué es ese espacio cuadrado? ¿En la ubicación E-5 y la E-6?

– ¿Eso? Probablemente un viejo parque de diversiones -dijo Bell, mirando a Farr y a Ben.

– Así es -dijo Ben-. Mi hermano y yo solíamos ir cuando éramos niños. Se llamaba, ¿cómo?, Indian Ridge o algo parecido.

Bell asintió:

– Era una recreación de un poblado indio. Lo cerraron hace unos años, porque nadie iba ya. Williamsburg y Six Flags eran mucho más populares. Es buen lugar para esconderse pero queda en dirección opuesta a los Outer Banks. Garrett no iría allí.

Bell tocó el lugar H-14.

– Lucy está aquí. Garrett y Amelia tienen que continuar por Harper Road en esos lugares. Si salen del camino se meterían en cenagales llenos de arcilla. Llevaría días atravesarlos, si sobrevivieran, lo que es muy dudoso. De manera que… Creo que nos limitaremos a esperar y ver que sucede.

Rhyme asintió distraído y movió los ojos como su amiga, la mosca inquieta, ahora ausente, de un mojón topográfico del condado de Paquenoke a otro.

Capítulo 25

Garrett Hanlon llevó a Amelia por el ancho camino asfaltado; andaban más lentamente que antes, exhaustos por el ejercicio y el calor.

A Sachs la zona le resultaba familiar. Se dio cuenta de que iban por Canal Road: la ruta que habían tomado desde el edificio del condado, aquella mañana, para examinar las escenas de crimen de Blackwater Landing. Enfrente podía ver el oscuro fluir del río Paquenoke. A través del canal se hallaban esas casas señoriales y hermosas de las que habían hablado con Lucy cuando estuvieron juntas en el lugar.

Miró a su alrededor.

– No lo entiendo. Esta es la entrada principal a la ciudad. ¿Por qué no hay barricadas?

– Piensan que vamos por una ruta diferente. Colocaron barricadas al sur y al este.

– ¿Cómo lo sabes?

Garrett respondió:

– Todos piensan que soy imbécil. Piensan que soy estúpido. Cuando eres diferente es lo que la gente cree. Pero no lo soy.

– ¿Pero vamos hacia donde está Mary Beth?

– Seguro. Sólo que no es por donde piensan.

Una vez más la confianza y reserva de Garrett la preocuparon, pero su atención se centró nuevamente en la ruta y siguieron caminando en silencio. En veinte minutos estaban a poco menos de un kilómetro de la intersección donde Canal Road terminaba en la ruta 112, el lugar en que Billy Stail fuera asesinado.

– ¡Escucha! -musitó el chico, tomándole el brazo con sus manos esposadas.

Ella levantó la cabeza pero no oyó nada.

– A los matorrales -salieron de la ruta y se colocaron junto a un grupo de acebos pinchudos.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Shhh.

Un momento después un gran camión de plataforma apareció detrás de ellos.

– Viene de la fábrica -murmuró Garrett-. Está por ahí arriba.

El letrero del camión indicaba que era de Davett Industries. Sachs reconoció el nombre del hombre que los había ayudado con las evidencias. Cuando pasó volvieron al camino.

– ¿Cómo lo pudiste oír?

– Hay que ser cauteloso todo el tiempo. Como las polillas.

– ¿Las polillas? ¿Qué quieres decir?

– Las polillas son muy inteligentes. Digamos que sienten las ondas de ultrasonido. Tienen unas cosas que les sirven como detectores de radar. Cuando el murciélago emite un sonido para encontrarlas, las polillas cierran sus alas, se tiran al suelo y se esconden. Los insectos también pueden percibir campos magnéticos y electrónicos. Pueden captar cosas de las que nosotros no nos damos cuenta. ¿Sabes que pueden dirigir insectos por medio de ondas de radio? O hacerlos ir; depende de la frecuencia -se calló, movió la cabeza hacia otro lado y quedó inmóvil en esa posición. Luego la miró nuevamente y dijo-: tienes que escuchar todo el tiempo. De otra manera te pueden pillar.

– ¿Quiénes? -Preguntó Sachs, insegura.

– Lo sabes, todos. -De inmediato indicó el camino con la cabeza, hacia Blackwater Landing y Paquenoke-. En diez minutos estaremos seguros. Nunca nos encontrarán.

Sachs se estaba preguntando qué le sucedería a Garrett verdaderamente cuando encontraran a Mary Beth y volvieran a Tanner's Corner. Habría todavía algunos cargos contra él. Pero si Mary Beth corroboraba la historia del asesino verdadero, el hombre con el mono castaño, entonces el fiscal del distrito podría aceptar que secuestró a Mary Beth por el bien de ella. Todos los juzgados penales reconocían la defensa de otros como justificación. Probablemente anularían los cargos.

¿Y quién era el hombre del mono? ¿Por qué andaba al acecho en los bosques de Blackwater Landing? ¿Había sido él el que asesinara a los otros residentes en los últimos años y trataba de culpar a Garrett de las muertes? ¿Era él el que había aterrorizado al joven Todd Wilkes hasta que se suicidó? ¿Había una banda de narcotraficantes en la que estaba implicado Billy Stail? Ella sabía que los problemas de droga en una ciudad pequeña eran tan serios como en una ciudad grande.

Luego se le ocurrió algo más: que Garrett podía identificar al verdadero asesino de Billy Stail, el hombre del mono, quien en éste momento podría estar enterado de la huida y andar a la caza de Garrett y de ella misma. Para silenciarlos. Quizá tendrían…

De repente Garrett se quedó inmóvil con expresión de alarma en su rostro. Se dio vuelta.

– ¿Qué? -susurró Sachs.

– Un coche, a gran velocidad.

– ¿Dónde?

– Shhh.

Un rayo de luz que venía de atrás captó sus miradas.

Tienes que escuchar todo el tiempo. De otra manera te pueden pillar.

– ¡No! -gritó Garrett, consternado, y la arrastró a un grupo de juncos.

Dos patrulleros del condado de Paquenoke corrían por Canal Road. Sachs no pudo ver quien conducía el primero, pero el policía del asiento de pasajeros, el mismo que había conseguido la pizarra para Rhyme, fruncía los ojos mientras escudriñaba los bosques. Llevaba una escopeta. Lucy Kerr conducía el segundo coche. Jesse Corn estaba sentado a su lado.

Garrett y Sachs yacían en una mata tupida que los ocultaba.

Las polillas cierran sus alas y se dejan caer al suelo…

Los coches pasaron a gran velocidad y frenaron hasta detenerse en el lugar en que Canal Road llegaba a la ruta 112. Aparcaron perpendicularmente a la ruta, bloqueando ambos sentidos. Los policías bajaron con sus armas preparadas.

– Barricada -musitó Sachs-. Mierda.

– No, no, no -susurró Garrett, atónito-. Se suponía que pensarían que estábamos yendo para el otro lado, al este. ¡Tenían que pensarlo así!

Un turismo pasó por su lado y disminuyó la velocidad al final de la ruta. Lucy le hizo señas e interrogó al conductor. Lo hicieron salir del vehículo y abrieron la cajuela, que examinaron con mucho cuidado.

Garrett se acurrucó en el nido de pasto.

– ¿Cómo demonios se imaginaron que vendríamos por aquí? -susurró-. ¿Cómo?

«Porque tienen a Lincoln Rhyme», se respondió Sachs.


* * *

– Todavía no ven nada, Lincoln -le dijo Jim Bell.

– Amelia y Garrett no van a estar caminando en medio de Canal Road -dijo Rhyme de mal humor-. Estarán entre los arbustos, tratando de no ser vistos.

– Ya establecieron una barricada y se encuentran controlando todos los coches -dijo Jim Bell-. Incluso cuando conocen a los conductores.

Rhyme miró otra vez el mapa del muro.

– ¿No hay otra forma en que puedan ir al oeste desde Tanner's Corner?

– Desde la cárcel el único camino a través de los pantanos es Canal Road hasta la ruta 112 -pero Bell parecía dudar-. Debo decir, sin embargo, Lincoln, que llevar a todos a Blackwater Landing es un gran riesgo… Si realmente se dirigen al este, a los Outer Banks, van a pasar por otro lado y no los encontraremos jamás. Esta idea tuya, bueno… es un poco inverosímil.

Pero Rhyme creía que era correcta. Cuando estuvo mirando el mapa veinte minutos antes, siguiendo la ruta que el chico había tomado con Lydia, que llevaba al Great Dismal Swamp y poco más, se había empezado a preguntar sobre el secuestro de Lydia. Recordó entonces lo que dijo Sachs aquella mañana, cuando estaban en el campo persiguiendo a Garrett:

Lucy dice que no tiene sentido que venga por aquí.

Eso hizo que se autoformulase una pregunta que nadie había contestado satisfactoriamente aún.«¿Por qué exactamente Garrett secuestró a Lydia Johansson?». Para matarla como víctima sustituta era la respuesta del doctor Penny. Pero, como resultó después, no la había matado a pesar de tener el tiempo suficiente para hacerlo. Ni la violó. Ni existía ningún otro motivo para secuestrarla. Eran dos desconocidos, ella no lo había provocado, él no parecía estar obsesionado con ella y ella no fue testigo del asesinato de Billy. ¿Por qué lo habría hecho?

Entonces Rhyme recordó cómo Garrett contó a Lydia, por propia iniciativa, que Mary Beth permanecía oculta en los Outer Banks, y que allí estaba feliz. Que no necesitaba que la rescataran. ¿Por qué daría voluntariamente esta información? Y la evidencia en el molino, la arena de playa, el mapa de los Outer Banks… Lucy lo había encontrado con facilidad, de acuerdo a lo dicho por Sachs. Con demasiada facilidad. La escena, decidió Rhyme, fue preparada, como dicen los expertos forenses cuando las pruebas han sido colocadas para engañar a los investigadores.

Rhyme gritó con amargura:

– ¡Nos engañó!

– ¿Qué quieres decir, Lincoln? -preguntó Bell.

– Nos engañó -dijo el criminalista. Un chico de dieciséis años los había burlado a todos. Desde el principio. Rhymele explicó a Bell que Garrett se había quitado la zapatilla de forma intencional, en la escena del secuestro de Lydia. La llenó de polvo de caliza, lo que haría que cualquiera con conocimientos de la región, Davett, por ejemplo, pensara en la mina, donde el chico había colocado otra evidencia, la bolsa chamuscada y el maíz, que a su vez conducían al molino.

Se suponía que los perseguidores encontrarían a Lydia, junto con el resto de evidencias sembradas, para convencerlos de que Mary Beth estaba en una casa en los Outer Banks.

Lo que significaba, por supuesto, que estaba en la dirección opuesta, al oeste de Tanner's Corner.

El plan de Garrett era brillante. Pero había cometido un solo error, suponer que llevaría varios días a la patrulla de rescate encontrar a Lydia, para quien había dejado toda esa comida. Para entonces el muchacho estaría con Mary Beth en el verdadero escondite y los policías permanecerían peinando los Outer Banks.

Por eso Rhyme seguía preguntado a Bell cuál era el mejor camino para ir al oeste de Tanner's Corner. «Blackwater Landing», contestaba sin dudar, el sheriff, «la ruta 112». Y Rhyme había ordenado que Lucy y los policías se dirigieran allí tan rápido como fuera posible.

Cabía la posibilidad de que Garrett y Sachs ya hubieran pasado por la intersección y estuvieran camino al oeste, pero Rhyme ya tenía calculadas las distancias y no pensaba que andando, y manteniéndose ocultos, pudieran llegar tan lejos en tan poco tiempo.

Lucy ahora llamaba desde la barricada. Thom puso la llamada en el altavoz. La mujer policía, a todas luces todavía sospechando y sin saber bien de qué lado estaba Rhyme, dijo con escepticismo:

– No veo señales de ellos por aquí y hemos controlado todos los turismos que pasaron. ¿Está seguro de lo que hacemos?

– Sí -anunció Rhyme-. Estoy seguro.

Ella, a pesar de lo que pudiera pensar de esta respuesta arrogante, se limitó a decir:

– Espero que esté en lo cierto. Hay posibilidades de pasarlo muy mal aquí -dijo, y cortó.

Un momento después sonó el teléfono de Bell. Escuchó. Miró a Rhyme.

– Otros tres policías acaban de llegar a Canal Road, cerca de una milla al sur de la 112. Van a hacer una batida a pie hacia el norte, donde están Lucy y los otros. Localizarán a Garrett y Sachs -estuvo al teléfono un instante más. Miró a Rhyme, después apartó los ojos y siguió hablando-: Sí, está armada… y… sí, me han dicho que tira bien.


* * *

Sachs y Garrett estaban acurrucados en los arbustos, mirando los turismos que esperaban para pasar la barricada.

Luego, detrás de ellos, otro sonido que, aun sin el oído sensible de una polilla, Sachs pudo detectar perfectamente: sirenas. Vieron un segundo grupo de luces parpadeantes, provenientes del otro extremo de Canal Road, del sur. Otro coche patrulla se detuvo y de él bajaron otros tres policías, también armados con escopetas. Comenzaron a caminar lentamente por los arbustos, aproximándose a Garrett y Sachs. En diez minutos se encontrarían ya, justo en el matorral de juncos donde se escondían los fugitivos.

Garrett la miró expectante.

– ¿Qué? -preguntó ella.

Él miró el arma.

– ¿No vas a usarla?

Ella lo miró atónita.

– No. Por supuesto que no.

Garrett señaló la barricada con la cabeza.

– Ellos lo harán.

– ¡Nadie va a iniciar ningún tiroteo! -murmuró con rabia, horrorizada porque él hubiera llegado a pensarlo. Miró hacia atrás, a los bosques. Era un suelo pantanoso e imposible de atravesar sin que los vieran u oyeran. Frente a ellos estaba la valla de eslabones encadenados que rodeaba las Industrias Davett. A través de la red vio los coches del aparcamiento.

Amelia Sachs había trabajado durante un año en la delincuencia callejera. Esa experiencia, combinada con lo que sabía de coches, significaba que podía introducirse en cualquier vehículo y hacerlo arrancar en menos de treinta segundos.

Pero aun cuando tomara gran velocidad, ¿cómo podrían salir del terreno de la fábrica? Había una entrada de entrega y recepción de artículos pero también daba a Canal Road. Todavía tendrían que pasar por la barricada. ¿Podrían robar un cuatro por cuatro o una camioneta y atravesar la valla por donde nadie los viera y luego dirigirse a campo traviesa hasta la ruta 112? Había colinas empinadas y abruptas, laderas que daban a pantanos por todas partes, en los alrededores de Blackwater Landing; ¿podrían escapar sin chocar contra un camión y matarse?

Los policías de a pie estaban a sólo sesenta metros.

Hicieran lo que hicieran, ahora era el momento. Sachs decidió que no tenían opción.

– Vamos, Garrett. Tenemos que atravesar la valla.

Agachados, se movieron hacia el aparcamiento.

– ¿Estas pensando en un coche? -preguntó el chico, viendo hacia dónde se dirigían.

Sachs miró hacia atrás. Los policías estaban a treinta metros.

Garrett continuó:

– No me gustan los coches. Me asustan.

Pero ella no le prestaba atención. Seguía escuchando sus palabras de hacía un rato, que circulaban por su pensamiento.

Las polillas cierran sus alas y se dejan caer al suelo.


* * *

– ¿Dónde están ahora? -preguntó Rhyme-. ¿Los policías que hacen la batida?

Bell transmitió la pregunta a su teléfono, escuchó y luego tocó un lugar del mapa casi a medio camino del cuadrado G-10.

– Están cerca de aquí. Ésta es la entrada de la empresa de Davett. Veinte o treinta metros, yendo al sur.

– ¿Pueden Amelia y Garrett rodear la fábrica para ir al este?

– No, la propiedad de Davett está vallada. Más allá hay un pantano intransitable. Si van al oeste tienen que nadar por el canal y probablemente no puedan subir por los bancos de la orilla. De todos modos no se pueden ocultar allí. Lucy y Trey los verían de seguro.

La espera era tan difícil que Rhyme sabía que Sachs se rascaría y pellizcaría su piel en un intento de aliviar la ansiedad que constituía un oscuro complemento a su energía y talento. Hábitos destructivos, sí, pero cómo se los envidiaba. Antes de su accidente, Rhyme descargaba las tensiones dando pasos y caminando. Ahora no tenía nada que hacer sino mirar el mapa y obsesionarse con el riesgo que corría Sachs.

Una secretaria asomó la cabeza por la puerta.

– Sheriff Bell, la policía del Estado en la línea dos.

Jim Bell entró en la oficina que estaba al otro lado del hall y cogió la llamada. Habló unos pocos minutos y regresó al trote al laboratorio. Dijo excitadamente:

– ¡Los tenemos! Localizaron la señal de su móvil. Está en marcha hacia el oeste por la ruta 112. Dejaron atrás la barricada.

Rhyme preguntó:

– ¿Cómo…?

– Parece que se escabulleron hasta el aparcamiento de Davett y robaron un camión o un cuatro por cuatro. Anduvieron por el campo hasta volver a la ruta. Hombre, se necesita conducir muy bien para hacerlo.

Esa es mi Amelia, pensó Rhyme. Esa mujer puede subirse a un muro conduciendo un coche…

Bell continuó:

– Va a abandonar el vehículo y conseguir otro.

– ¿Cómo lo sabes?

– Está hablando por el móvil con una empresa de alquiler de coches en Hobeth Falls. Lucy y los otros están detrás, en una persecución silenciosa. Estamos hablando con la gente de Davett para ver quién echa de menos un coche del aparcamiento. Pero no necesitaremos una descripción si se queda en la línea un rato más. Otros pocos minutos y los técnicos tendrán su ubicación exacta.

Lincoln Rhyme miró el mapa, aunque para entonces ya lo tenía impreso en su mente. Después de un instante suspiró y luego murmuró:

– Buena suerte.

Pero no podía decir si su deseo se refería al cazador o a la presa.

Capítulo 26

Lucy Kerr puso el al Crown Victoria a 130 kilómetros por hora.

Amelia, conduces rápido, ¿eh?

Bueno, yo también.

El coche corría por la ruta 112, con el foco rotativo en el techo dando vueltas a lo loco mientras emitía luces rojas, blancas y azules. La sirena estaba apagada. Jesse Corn iba al lado de Lucy, hablando por teléfono con Pete Gregg, de la oficina de la policía del Estado de Elizabeth City. En el coche patrulla que los seguía se encontraban Trey Williams y Ned Spoto. Mason Germain y Frank Sturgis, un hombre tranquilo que acababa de ser abuelo, iban en el tercer coche.

– ¿Dónde están ahora? -preguntó Lucy.

Jesse hizo esta pregunta a la policía estatal y asintió al recibir la respuesta. Dijo:

– Sólo a 8 kilómetros. Salieron de la carretera rumbo al sur.

«Por favor», Lucy rezó otra plegaria, «por favor, quédate al teléfono sólo un minuto más»

Apretó el acelerador.

«Tú conduces rápido, Amelia. Yo también conduzco rápido»

«Tú tienes buena puntería».

«Pero yo también tengo buena puntería. No lo demuestro como lo haces tú, que te complaces con todas esas tonterías de desenfundar en un segundo, pero he vivido con armas toda mi vida»

Recordó que cuando Buddy la dejó, ella cogió toda la munición en buenas condiciones que había en la casa y la tiró en las tenebrosas aguas del canal Blackwater. Le preocupaba que se pudiera despertar una noche, mirar el costado vacío de su cama y entonces apretar los labios alrededor del caño aceitado de su revólver de servicio y mandarse al lugar donde su marido y la naturaleza parecían querer que estuviera.

Lucy había andado durante tres meses y medio con un arma descargada, deteniendo a destiladores de licor ilegal, milicianos, adolescentes grandotes y despreciables drogados con aerosoles. Ella los había manejado a todos con su engaño.

Se despertó una mañana y como si una fiebre la hubiera abandonado, fue a la ferretería de Shakey, en Maple Street y compró una caja de cartuchos Winchester 357. «Epa, Lucy, el condado está peor de finanzas de lo que imaginé, si hace que te tengas que comprar tus propias municiones». Volvió a su casa, cargó el arma y desde entonces la tuvo cargada.

Resultó un suceso significativo para ella. El arma recargada constituyó un emblema de supervivencia.

«Amelia, compartí contigo mis momentos más terribles. Te conté mi operación; que es un agujero negro en mi vida. Te hablé de mi timidez con los hombres. Acerca de mi amor por los niños. Te respaldé cuando Sean O'Sarian te sacó el arma. Pedí disculpas cuando tú tuviste razón y yo no»

«Confié en ti. Yo…»

Una mano tocó su hombro. Miró y vio a Jesse Corn, que le brindaba una de sus amables sonrisas.

– Más adelante la carretera hace una curva -dijo-. Me gustaría que nosotros también la hiciéramos.

Lucy exhaló lentamente, se sentó hacia atrás y dejó que sus hombros se relajaran. Disminuyó la velocidad.

Sin embargo, cuando tomaron la curva que Jesse había mencionado, y que tenía un cartel que indicaba 60 kilómetros, ella iba a cien.


* * *

– Unos tres metros de la ruta -susurró Jesse Corn.

Los policías habían salido de sus coches y se agrupaban alrededor de Mason Germain y Lucy Kerr.

La policía del Estado al final había perdido la señal del móvil de Amelia, pero sucedió después de que hubiera estado estacionada cerca de cinco minutos en la ubicación que ahora estaban mirando: un granero a diez metros de una casa, en el bosque, a un kilómetro y medio de la ruta 112. Estaba, notó Lucy, al oeste de Tanner's Corner. Justo como había predicho Rhyme.

– ¿No crees que Mary Beth esté allí, verdad? -preguntó Frank Sturgis, tocando su bigote manchado de amarillo-. Quiero decir, estamos a once kilómetros del centro de la ciudad. Me sentiría muy tonto si esa chica hubiese estado todo el tiempo tan cerca.

– No, sólo están esperando que pasemos -dijo Mason-. Entonces se irán a Hobeth Falls a coger el coche alquilado.

– De todas formas -dijo Jesse-, alguien vive aquí -había averiguado a quién pertenecía esa dirección-. Pete Hallburton. ¿Alguien lo conoce?

– Creo que sí -respondió Trey Williams-. Casado. Sin ninguna conexión con Garrett que yo sepa.

– ¿Tienen niños?

Trey se encogió de hombros.

– Podría ser. Me parece recordar un partido de fútbol del año pasado…

– Es verano. Los chicos pueden estar en casa -masculló Frank-. Garrett puede haberlos tomado como rehenes.

– Quizá -dijo Lucy-. Pero la triangulación de la señal del móvil de Amelia los ubicó en el granero, no en la casa. Podrían haber entrado pero no sé… No me los imagino tomando rehenes. Mason tiene razón, me parece que sólo se están escondiendo hasta que crean que es seguro llegar a Holbeth para conseguir el coche.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Frank-. ¿Bloquear la entrada con nuestros coches?

– Si nos acercamos y lo hacemos, nos oirán -dijo Jesse.

Lucy asintió.

– Pienso que debemos llegar al granero andando rápido desde dos direcciones…

– Yo tengo gas CS -dijo Mason. CS-38, un poderoso gas lacrimógeno militar, que se guardaba bajo cinco llaves en la oficina del sheriff Bell. No lo habían distribuido y Lucy se preguntó cómo lo habría conseguido Mason.

– No, no -protestó Jesse-. Pueden entrar en pánico.

Lucy pensó que eso no debería importar en absoluto. Apostó que él no quería exponer a su nueva amiguita a un gas espantoso. Sin embargo, estuvo de acuerdo con él y pensando que, como los policías no llevaban máscaras, el gas podría volverse contra ellos, dijo:

– Nada de gas. Yo voy al frente. Trey, tú llevas…

– No -dijo Mason con calma-. Yo voy al frente.

Lucy dudó y después continuó hablando:

– Bien. Yo voy por la puerta lateral. Trey y Frank, vosotros por el fondo y el lateral más lejano -miró a Jesse-. Quiero que tú y Ned mantengáis la vista en las puertas del frente y del fondo de la casa. Allí…

– Lo haremos -dijo Jesse.

– Y las ventanas -gritó Mason con severidad a Ned-. No quiero que nadie desde el interior nos tome por la espalda.

Lucy continuó:

– Si salen en el coche, disparad a los neumáticos o si tenéis una Magnum como Frank apuntad al bloque del motor. No disparéis contra Amelia o Garrett, a menos que tengáis que hacerlo. Todos conocéis las normas. -Miraba a Mason cuando hablaba, pensando en el tiroteo del molino. Pero el policía pareció no escucharla. Lucy llamó por su radio para informar a Jim Bell de que estaban a punto de irrumpir en el granero.

– Tengo una ambulancia preparada -exclamó Bell.

– Éste no es un operativo SWAT [15] -dijo Jesse, oyendo la transmisión-. Tenemos que ser muy cuidadosos y evitar los disparos.

Lucy apagó la radio. Señaló el edificio con la cabeza.

– Vamos.

Corrieron, agachados, usando los robles y pinos para cubrirse. Los ojos de Lucy estaban fijos en las oscuras ventanas del granero. Dos veces tuvo la certeza de ver movimientos en el interior. Quizá fueran el reflejo de los árboles y de las nubes mientras corría pero no lo podía comprobar. Cuando se aproximaron, Lucy se detuvo pasando el arma a la mano izquierda. Se secó la palma y llevó el revólver nuevamente a su mano derecha, con la que tiraba.

Los policías se apiñaron en la parte trasera del granero, que no tenía ventanas. Estaba pensando que nunca había hecho una cosa igual.

Esta no es una operación SWAT…

Pero estás equivocado, Jesse. Eso es exactamente lo que es.

Dios querido, permíteme hacer un disparo certero a mi Judas.

Una torpe libélula chocó contra Lucy. La apartó con la mano izquierda. El insecto retornó y revoloteó en las cercanías, como un mal presagio, como si Garrett la hubiera enviado para distraerla.

Qué pensamiento estúpido, se dijo y luego apartó con furia nuevamente a la libélula.

El Muchacho Insecto…

«Estáis perdidos», pensó Lucy en un mensaje para los dos fugitivos.

– No voy a decir nada -manifestó Mason-. Me limitaré a entrar. Cuando me escuches abrir la puerta de una patada, Lucy, entra por el costado.

Ella asintió. Preocupada como estaba por la ansiedad de Mason y deseosa como se sentía por coger a Amelia Sachs, se encontraba, no obstante, contenta de compartir la carga de su difícil tarea.

– Deja que me asegure de que la puerta del costado esté abierta -susurró.

Se dispersaron, marchando a sus posiciones. Lucy se agachó frente a una de las ventanas, apresurándose a llegar a la puerta del costado. No tenía llave y estaba entreabierta. Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza hacia Mason, que estaba de pie en un ángulo, observándola. Él respondió de la misma forma levantando diez dedos, queriendo señalar, ella dedujo, que contara los segundos hasta que él entrara, luego desapareció.

Diez, nueve, ocho…

Se volvió a la puerta y olió el aroma mohoso de la madera mezclado con el dulce olor de gasolina y aceite que emanaba el granero. Escuchó con cuidado. Oyó un ruido, el del motor del coche o el camión que había robado Amelia.

Cinco, cuatro, tres…

Tomó aliento para calmarse. Otra vez…

Lista, se dijo.

Al entrar Mason se escuchó un fuerte estrépito en la parte delantera del edificio.

– ¡Policía del condado! -gritó-. ¡Que nadie se mueva!

¡Ve!, pensó Lucy.

Pateó la puerta del costado, que se movió apenas unos centímetros atascándose; dio con una gran cortadora de césped ubicada justo detrás de la puerta. No podía abrir más. Empujó dos veces con el hombro, pero la puerta ni se movió.

– Mierda… -murmuró, corriendo hacia el frente del granero.

Antes de que hiciera la mitad del camino, oyó que Mason exclamaba:

– ¡¡Oh, Jesús!!

Y entonces escuchó un disparo.

Seguido, tras un instante, por otro más.


* * *

– ¿Qué está pasando? -preguntó Rhyme.

– Bien -dijo Bell inseguro, sosteniendo el teléfono. Había algo en su postura que alarmó a Rhyme; el sheriff estaba con el teléfono presionado contra la oreja y el otro puño apretado, alejado del cuerpo. Movía la cabeza mientras escuchaba. Miró a Rhyme.

– Hubo disparos.

– ¿Disparos…?

– Mason y Lucy entraron al granero. Jesse dice que hubo dos disparos -levantó la vista y gritó hacia el otro cuarto-. Enviad la ambulancia a casa de Hallburton. Badger Hollow Road, fuera de la ruta 112.

Steve Farr gritó:

– Ya está en camino.

Rhyme apretó la cabeza contra el cabecero de la silla. Miró a Thom, que no dijo nada.

¿Quién disparaba? ¿Quién había sido herido?

Oh, Sachs…

Con desasosiego en la voz, Bell dijo:

– ¡Bueno, entérate, Jesse! ¿Hay alguien herido? ¿Qué demonios está pasando?

– ¿Amelia está bien? -gritó Rhyme.

– Lo sabremos en un minuto -dijo Bell.

Pero parecía que eran días.

Por fin Bell se puso nuevamente rígido cuando Jesse Corn u otra persona se puso al teléfono. Movió la cabeza.

– Jesús, ¿qué hizo? -escuchó unos instantes más para luego mirar la cara alarmada de Rhyme-. Está todo bien. No hay ningún herido. Mason entró de una patada al granero y vio unos monos colgados en el muro. Había un rastrillo o una pala al frente. Estaba muy oscuro. Pensó que era Garrett con un arma. Disparó dos veces. Eso es todo.

– ¿Amelia está bien?

– Ni siquiera estaban allí. Sólo encontraron el camión que robaron. Garrett y Amelia. Deben de haber estado en la casa pero probablemente al escuchar los tiros huyeron hacia los bosques. No pueden ir muy lejos. Conozco el terreno, está rodeado de ciénagas.

Rhyme exclamó enfadado:

– Quiero que Mason salga de este caso. No se trató de un error, disparó a propósito. Te dije que es demasiado exaltado.

Bell obviamente estuvo de acuerdo. Al teléfono, dijo:

– Jesse, ponme a Mason… -hubo una pausa corta-. Mason, ¿qué diablos es todo esto?… ¿por qué disparaste?… Bueno, ¿y qué hubiera pasado si era Pete Hallburton? ¿O su mujer o uno de los chicos?… No me interesa. Te vuelves aquí en este mismo momento. Es una orden… Bueno, déjales que ellos investiguen en la casa. Súbete al coche y regresa… No te lo diré de nuevo. Yo… mierda -Bell colgó. Un momento después el teléfono volvió a sonar-. Lucy, ¿qué está pasando?… -el sheriff escuchó, frunciendo el ceño, con los ojos clavados en el suelo. Dio unos pasos-. Oh, Jesús… ¿Estás segura? -movió la cabeza y luego dijo-: Bien, quedaos allí. Te llamaré de nuevo. -cortó.

– ¿Qué sucedió?

Bell hizo un signo negativo con la cabeza.

– No lo creo. Nos engañaron. Nos preparó un numerito, tu amiga.

– ¿Qué?

Bell dijo:

– Pete Hallburton está allí. Está en su hogar, en su casa. Lucy y Jesse acaban de hablar con él. Su mujer trabaja en la empresa de Davett, en el turno de tres a siete y olvidó el bocadillo, de manera que Pete se lo llevó hace media hora y volvió a casa.

– ¿Volvió a casa? ¿Amelia y Garrett estaban escondidos en el camión?

Bell suspiró, disgustado.

– Tiene una camioneta. No hay ningún lugar donde esconderse. Al menos no para que ellos se escondan. Pero hay mucho espacio para el móvil de Amelia. Detrás de una nevera portátil que tenía en la parte posterior.

En ese momento, Rhyme, como si ladrara, lanzó una cínica carcajada.

– Sachs llamó a la empresa de coches de alquiler esta mañana. Se puso furiosa porque la dejaron esperando tanto tiempo.

– Sabía que pondríamos un localizador para el móvil -dijo Bell-. Esperaron hasta que Lucy y los coches patrulla dejaran Canal Road para luego irse tan campantes por el maldito camino -miró al mapa-. Nos llevan cuarenta minutos. Podrían estar en cualquier parte.

Capítulo 27

Después de que los coches patrulla de la policía abandonaran la barricada y desaparecieran por la ruta 112, hacia el oeste, Garrett y Sachs corrieron hasta el final de Canal Road, cruzando la carretera.

Rodearon las escenas del crimen de Blackwater Landing, luego doblaron a la izquierda y marcharon rápidamente a través de los matorrales y un bosque de robles, siguiendo el río Paquenoke.

Ochocientos metros bosque adentro, llegaron hasta un afluente del Paquo. Era imposible rodearlo y Sachs no estaba dispuesta a cruzarlo a nado, pues sus aguas eran oscuras, pululaban los insectos y había mucho fango y basura.

Pero Garrett había hecho otros arreglos. Señaló con sus manos esposadas un lugar en la costa.

– El bote…

– ¿El bote? ¿Dónde?

– Allí, allí. -Señaló otra vez.

Sachs frunció el ceño y apenas pudo divisar la forma de un bote pequeño. Estaba cubierto de arbustos y hojas. Garrett caminó hacia él, y trabajó lo mejor que pudo con las esposas puestas. Comenzó a sacar el follaje que cubría la nave. Sachs lo ayudó.

– Camuflaje -dijo el chico con orgullo-. Lo aprendí de los insectos. Como ese pequeño grillo de Francia, la truxalis. Es muy inteligente, para adaptarse a los diferentes verdes del césped durante la estación, cambia de color tres veces cada verano. Los depredadores difícilmente lo pueden ver.

Bueno, Sachs también había utilizado parte de los conocimientos esotéricos del chico sobre los insectos. Cuando Garrett comentó los hábitos de las polillas, su capacidad de percibir señales electrónicas y de radio, se pudo dar cuenta que, naturalmente, Rhyme había instalado un localizador para su teléfono celular. Recordó que esa mañana, cuando llamó a la Piedmont-Carolina Car Rental, la habían mantenido en espera un largo tiempo. Tras escabullirse dentro del aparcamiento de Industrias Davett, llamó a la empresa de alquiler de coches y tiró el móvil, por el que se oía un interminable hilo musical, a la parte posterior de una camioneta vacía cuyo motor estaba en marcha, aparcada frente a la entrada de empleados del edificio.

Aparentemente el truco tuvo éxito. Los policías se fueron después que la camioneta dejara el lugar.

Mientras descubrían el bote, Sachs preguntó a Garrett:

– ¿El amoniaco y el pozo con el nido de avispas? ¿También lo aprendiste de los insectos?

– Sí -confesó el chico.

– ¿No tenías intenciones de lastimar a nadie, verdad?

– No, no, el pozo de la hormiga león era para asustaros, para retrasaros. Puse un nido vacío allí a propósito. El amoniaco era para advertirme si os acercabais demasiado. Es lo que hacen los insectos. Los olores son, para ellos, digamos, como un sistema de advertencia preventiva o algo así -sus ojos rojos y húmedos brillaban con curiosa admiración-. Fue muy inteligente lo que hiciste para encontrarme en el molino. Nunca pensé que llegaríais tan pronto como lo hicisteis.

– Y dejaste esa evidencia falsa en el molino, el mapa y la arena, para llevarnos a otro lado.

– Sí, te lo dije, los insectos son listos. Tienen que serlo.

Terminaron de destapar el deteriorado bote. Estaba pintado de un gris oscuro. Tenía casi tres metros de largo y un pequeño motor fuera de borda. Dentro se veían una docena de botellas plásticas de cuatro litros de agua cada una y una nevera portátil. Sachs sacó el tapón a una de las botellas y bebió unos cuantos tragos. Le alcanzó la botella a Garrett y él también bebió. De inmediato el muchacho abrió la nevera. En su interior había cajas de galletas y patatas fritas. Garrett las miró con cuidado para confirmar que todo estaba tal como las dejó. Asintió y luego subió al bote.

Sachs lo siguió y se sentó de espaldas a la proa, de frente al chico. Él sonrió con complicidad, como si reconociera que ella no le tenía suficiente confianza como para darle la espalda. Tiró de la cuerda del arranque y el motor comenzó a funcionar. Garrett alejó el bote de la orilla con un empujón. Como modernos Huck Finn, navegaron río abajo.

Sachs reflexionaba: «Éste es un tiempo de esfuerzos».

Era una frase que usaba su padre. Un hombre atildado, con una calvicie incipiente, que casi toda su vida trabajó como policía de calle en Brooklyn y Manhattan. Había hablado seriamente con su hija cuando ella le dijo que quería dejar su empleo como modelo e ingresar en la policía. Estaba de acuerdo con la decisión, pero le dijo esto acerca de la profesión:

– Amie, tienes que entenderlo: a veces es todo urgencia, a veces consigues modificar algo, a veces te aburres y a veces, no con demasiada frecuencia, gracias a Dios, es tiempo de esfuerzos. Puño con puño. Estás completamente sola, con nadie que te ayude. No me refiero tan sólo a situaciones de enfrentamiento con delincuentes. A veces estarás contra tu jefe. A veces contra tus jefes. Puede ocurrir que te enfrentes con tus propios compañeros. Si quieres ser policía, debes estar dispuesta a encontrarte sola. No hay manera de evitarlo.

– Puedo manejarlo, papá.

– Esa es mi chica. Vamos a pasear, cariño.

Sentada en este bote destartalado, pilotado por un joven conflictivo, Sachs nunca se había sentido tan sola en toda su vida.

Tiempo de esfuerzos… puño con puño.

– Mira allí-dijo Garrett rápidamente, señalando un insecto-. Es mi favorito entre todos. El barquero acuático. Vuela bajo el agua. -Su rostro se iluminó con indescriptible entusiasmo-. ¡Lo hace en verdad! Oye, esto es muy ingenioso, ¿verdad? Volar bajo el agua. Me gusta el agua. Me hace bien a la piel -la sonrisa se desvaneció y se restregó el brazo-. Esta maldita hiedra venenosa… me pasa todo el tiempo. A veces me pica mucho.

Comenzaron a navegar trabajosamente a través de pequeñas ensenadas, alrededor de islas, raíces y árboles grises, semi-sumergidos. Siempre retomaban el rumbo al oeste, hacia el sol poniente.

A Sachs se le ocurrió una idea, como un eco de algo que había pensado con anterioridad, en la celda del chico, antes de que lo sacara de allí: al ocultar un bote lleno de provisiones, con abundante combustible, Garrett había anticipado que de alguna manera se escaparía de la cárcel. Y que el papel de Sachs en aquel viaje era parte de un plan elaborado y premeditado.

Sea lo que sea lo que pienses de Garrett, no confíes en él. Tú piensas que es inocente. Pero trata de aceptar que quizá no lo sea. Tú sabes cómo nos manejamos en las escenas de crimen, Sachs.

«Con una mente abierta. Sin ideas preconcebidas. En la creencia de que todo es posible…»

Entonces miró al muchacho otra vez. Sus ojos brillantes saltaban de felicidad de objeto en objeto. Mientras guiaba el bote a través de los canales, no tenía en absoluto el aspecto de un criminal fugado, sino el de un adolescente entusiasta en una salida de acampada, contento y excitado por lo que podría encontrar a la vuelta de la próxima curva del río.


* * *

– Es muy buena en esto, Lincoln -dijo Ben, refiriéndose al truco del móvil.

– Es buena -pensó el criminalista. Añadiendo para sí: tan buena como yo. A su pesar tuvo que admitir, que, aquella vez, ella había sido mejor.

Rhyme estaba furioso consigo mismo por no haberlo previsto. Esto no es un juego, pensó, un ejercicio, como los desafíos a los que la sometía cuando caminaba la cuadrícula o cuando analizaban evidencias en el laboratorio de Nueva York. Su vida estaba en peligro. Quizá sólo tuviera horas antes de que Garrett la atacara o la matara. No podía permitirse otro desliz.

Un policía apareció en la puerta. Llevaba una bolsa de papel de Food Lion. Contenía las ropas de Garrett, las que habían quedado en la cárcel.

– ¡Bien! -dijo Rhyme-. Haced un diagrama, alguno de vosotros. Thom, Ben… haced un diagrama. Encontrado en la escena secundaria del crimen, el molino. Ben, ¡escribe, escribe!

– Pero ya tenemos uno -dijo Ben, señalando la pizarra.

– No, no, no -gruñó Rhyme-. Bórrala. Esas pistas eran falsas. Garrett las dejó para engañarnos. Como la caliza en la zapatilla que dejó cuando se llevó a Lydia. Si podemos encontrar alguna evidencia en sus ropas -señaló la bolsa con la cabeza-, nos diría donde está Mary Beth realmente.

– Si tenemos suerte -dijo Bell.

No, pensó Rhyme, si somos habilidosos. Gritó a Ben:

– Corta un trozo de los pantalones, cerca de los bajos, y pásalo por el cromatógrafo.

Bell salió de la oficina para hablar con Steve Farr para obtener frecuencias prioritarias en las radios, sin alertar a la policía del Estado de lo que estaba sucediendo, como Rhyme había insistido.

Ahora el criminalista y Ben esperaban los resultados del cromatógrafo. Mientras, Rhyme preguntó:

– ¿Qué más tenemos? -preguntó, haciendo un movimiento hacia las ropas.

– Manchas de pintura marrón en los pantalones de Garrett -informó Ben mientras los examinaba-. Marrón oscuro. Parecen recientes.

– Marrones -repitió Rhyme, mirándolos-. ¿Cuál es el color de la casa de los padres de Garrett?

– No lo sé -empezó Ben.

– No esperaba que lo supieras -refunfuñó Rhyme-. Llámalos.

– Oh -Ben encontró el número en el archivo del caso y llamó. Habló brevemente con alguien y cortó-. Qué hijo de puta tan poco cooperador… el padre adoptivo de Garrett. De todos modos su casa es blanca y no hay nada pintado de marrón oscuro en la propiedad.

– De manera que es el color del lugar donde la tiene escondida.

El joven preguntó:

– ¿Hay una base de datos de pinturas en algún lugar para poder compararla?

– Buena idea -dijo Rhyme-. Pero la respuesta es no. Tenía una en Nueva York pero no nos servirá aquí, y la base de datos del FBI se refiere a automóviles. Pero sigamos. ¿Qué hay en los bolsillos? Ponte…

Pero Ben ya se estaba colocando los guantes de látex.

– ¿Esto es lo que ibas a decir?

– Sí -murmuró Rhyme.

Thom comentó:

– Odia que se le anticipen.

– Entonces trataré de hacerlo más seguido -dijo Ben-. Ah, aquí hay algo… -Rhyme entrecerró los ojos para mirar varios objetos blancos y pequeños que el joven extrajo del bolsillo de Garrett.

– ¿Qué es?

Ben olisqueó.

– Queso y pan.

– Más comida. Como las galletas y…

Ben se reía.

Rhyme frunció el ceño.

– ¿Qué es gracioso?

– Es comida, pero no es para Garrett…

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Nunca ha pescado? -preguntó Ben.

– No, nunca he pescado -refunfuñó Rhyme-. Si quieres pescado lo compras, lo cocinas y lo comes. ¿Qué demonios tiene que ver la pesca con estos emparedados de queso?

– No son pedacitos de emparedados de queso -explicó Ben-. Son bolas pestilentes. Cebo para pesca. Juntas pan y queso y los dejas que se pongan rancios. Los peces de aguas profundas los prefieren. Como los bagres. Cuanto más malolientes, mejor.

La ceja de Rhyme se levantó.

– Ah, eso sí que es útil.

Ben examinó los bajos. Cepilló una cantidad de polvo sobre una tarjeta de suscripción de la revista People y luego la miró al microscopio.

– Nada muy claro -dijo-. Excepto pequeñas partículas de algo… Blancas…

– Déjame ver.

El zoólogo llevó el gran microscopio Bausch & Lomb a donde estaba Rhyme, quien miró por los oculares.

– Bien, muy bien. Son fibras de papel.

– ¿Lo son? -preguntó Ben.

– Es obvio que es papel. ¿Qué otra cosa podría ser? Papel absorbente. Sin embargo no tengo pista alguna de dónde procede. Ahora, también… ese polvo es muy interesante. ¿Puedes conseguir más? ¿De los bajos?

– Trataré.

Ben cortó las puntadas que aseguraban los bajos de los pantalones y las desdobló. Cepilló más polvo en la tarjeta.

– Ponla al microscopio -ordenó Rhyme.

El zoólogo preparó un portaobjetos y lo colocó en la platina del microscopio compuesto. Luego lo sostuvo con firmeza para que Rhyme pudiera mirar por los oculares.

– Hay un montón de arcilla. Digo: un montón. Rocas feldespáticas, probablemente granito. Y, ¿qué es eso? ¡¡Oh!!, musgo de turba.

Impresionado, Ben preguntó:

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Lo sé -Rhyme no tenía tiempo para entrar en una discusión acerca de la forma en que un criminalista debe conocer tanto del mundo físico como del crimen. Preguntó-: ¿Qué más hay en los bajos? ¿Qué es eso? -señaló con la cabeza algo que quedaba en la tarjeta de suscripción-. ¿Esa cosa pequeña verde blancuzca?

– Es de una planta -dijo Ben-. Pero ese no es mi campo. Estudié botánica marina pero no era mi asignatura favorita. Prefiero las formas de vida que tienen la posibilidad de escapar cuando las colecciono. Me parece más deportivo.

Rhyme ordenó:

– Descríbela.

Ben la miró con una lupa.

– Un tallo rojizo y una gota de líquido al final. Parece viscoso. Hay una flor blanca, en forma de campana, pegada al tallo… Si tuviera que arriesgarme…

– Tienes que hacerlo -gruñó Rhyme-. Y rápido…

– Estoy casi seguro de que es de una drosera.

– ¿Qué demonios es eso? Suena a lavavajillas.

Ben dijo:

– Es como un atrapamoscas de Venus. Comen insectos. Son fascinantes. Cuando era niño solía sentarme y observarlas durante horas. La forma en que comen es…

Fascinante -repitió Rhyme con sarcasmo-. No estoy interesado en sus costumbres manducatorias. ¿Dónde se las encuentra? Eso es lo fascinante para mí.

– Oh, por todas partes en esta región.

Rhyme frunció el entrecejo.

– Inútil. Mierda. Está bien, coloca una muestra de esa tierra en el cromatógrafo después de la muestra del tejido -luego miró la camiseta de Garrett, que estaba extendida sobre la mesa-. ¿Qué son esas manchas?

Había varias manchas rojizas en la camiseta. Ben la estudió con detenimiento y se encogió de hombros. Sacudió la cabeza.

Los delgados labios del criminalista se curvaron en una sonrisa irónica.

– ¿Eres capaz de probarlas?

Sin vacilar, Ben levantó la camiseta y lamió una pequeña porción de la mancha.

Rhyme exclamó:

– Bien hecho.

Ben levantó una ceja.

– Deduje que era un procedimiento habitual.

– Ni por todo el oro del mundo lo hubiera hecho yo -respondió Rhyme.

– No lo creo ni por un minuto -comentó Ben. La lamió de nuevo-. Zumo de frutas, creo. No puedo distinguir de qué sabor.

– Bien, agrégalo a la lista, Thom -Rhyme señaló el cromatógrafo con la cabeza-. Saquemos los resultados de los trozos de tejido del pantalón y luego pasemos los detritus de los bajos.

Pronto la máquina les dijo de qué vestigios de sustancias estaban incrustadas las ropas de Garrett y cuáles se encontraban en el polvo de los bajos: azúcar, más canfeno, alcohol, keroseno y levadura. El keroseno estaba en cantidades significativas. Thom lo añadió a la lista y los hombres examinaron el diagrama.


ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN EL MOLINO

Pintura marrón en los pantalones

Drosera

Arcilla

Musgo de turba

Zumo de frutas

Fibras de papel

Cebo de bolas malolientes

Azúcar

Canfeno

Alcohol

Keroseno

Levadura


¿Qué significaba todo esto?, se preguntó Rhyme. Eran demasiadas pistas. No podía ver ninguna relación entre ellas. ¿Pertenecía el azúcar al zumo de frutas o a otro lugar donde habría estado el muchacho? ¿Compró el keroseno o sólo se había escondido en una estación de servicio o granero donde el propietario lo almacenaba? El alcohol se encuentra en más de tres mil productos comunes del hogar o la industria, desde disolventes a loción para después de afeitar. La levadura era indudable que la había cogido en el molino, donde se muele el grano y se hace harina.

Después de unos minutos, los ojos de Rhyme se posaron en otro diagrama.


ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – EL CUARTO DE GARRETT


Almizcle de mofeta

Agujas de pino cortadas

Dibujos de insectos

Fotos de Mary Beth y de su familia

Libros de insectos

Hilo de pescar

Dinero

Llave desconocida

Queroseno

Amoniaco

Nitratos

Canfeno

Se le ocurrió algo que Sachs mencionó cuando estaba examinando el cuarto del chico.

– Ben, ¿puedes abrir ese cuaderno que está allí, el cuaderno de Garrett? Lo quiero mirar otra vez.

– ¿Quieres que ponga el dispositivo para dar vuelta las hojas?

– No, hojéalo tú -le dijo Rhyme.

Fueron pasando los dibujos de insectos realizados por el chico: un barquero de agua, una araña acuática, un zapatero.

Recordó que Sachs había dicho que, con excepción del bote de las avispas, la caja fuerte de Garrett, todos los insectos de su colección estaban en botes que contenían agua.

– Todos son acuáticos.

Ben asintió.

– Así parece.

– Le atrae el agua -musitó Rhyme y miró a Ben-. ¿Y ese cebo? Tú dijiste que es para los que se alimentan en las profundidades.

– ¿Las bolas malolientes? Correcto.

– ¿De agua salada o dulce?

– Bueno, dulce. Por supuesto.

– Y el keroseno, los botes lo usan en sus motores, ¿no?

– Gasolina blanca -dijo Ben-. Los pequeños motores fuera de borda lo utilizan.

Rhyme dijo:

– ¿Qué les parece esta idea? ¿Van hacia el este en un bote por el río Paquenoke?

Ben dijo:

– Parece sensata, Lincoln. Y apuesto que hay tanto keroseno porque ha necesitado reabastecerse mucho, hizo muchos viajes, de ida y vuelta entre Tanner's Corner y el lugar en el que tiene a Mary Beth. Lo estaba preparando para ella.

– Buen razonamiento. Llama a Jim Bell y dile que venga, por favor.

Pocos minutos después Bell regresó y Rhyme le explicó su teoría.

Bell preguntó:

– Los bichos acuáticos te dieron la idea, ¿no?

Rhyme asintió.

– Si sabemos de insectos, conoceremos a Garrett Hanlon.

– Tu idea no resulta más fantasiosa que muchas de las cosas que pasaron hoy -musitó Jim Bell.

Rhyme preguntó:

– ¿Tienes un barco policial?

– No. Pero de todos modos no nos serviría. No conoces el Paquo. En el mapa parece como cualquier otro río, con bancos y todo, pero tiene miles de ensenadas y brazos que entran y salen de los pantanos. Si Garrett va por él, no se quedará en el canal principal. Te lo garantizo. Será imposible encontrarlo.

Los ojos de Rhyme siguieron el curso del Paquenoke hacia el oeste.

– Si estuvo llevando provisiones al lugar donde tiene encerrada a Mary Beth, eso significa que probablemente no esté muy alejado del río. ¿Cuánto tiene que desplazarse hacia el oeste para encontrar una región habitable?

– Tiene que haber un lugar. ¿Ves aquí? -Bell tocó un lugar alrededor de la ubicación G-7-. Esto es al norte del Paquo; nadie vive allí. Al sur del río hay un área residencial. De seguro lo verían.

– ¿De manera que al menos diez millas al oeste o algo así?

– Así es -dijo Bell.

– ¿Ese puente? -Rhyme señaló el mapa con la cabeza. Miró la localización G-8.

– ¿El puente Hobeth?

– ¿Cómo son las comunicaciones en las cercanías? ¿La carretera?

– Es un terreno rellenado. Pero en una gran extensión. El puente tiene una altura de doce metros de manera que las rampas que conducen a él son largas. Oh, espera… Piensas que Garrett tendrá que volver al canal principal para pasar bajo el puente.

– Correcto. Porque los ingenieros deben haber rellenado los canales más pequeños cuando construyeron los accesos.

Bell estaba asintiendo.

– Sí… Tiene sentido para mí.

– Haz que vayan allí Lucy y los otros. Al puente. Ben, tú llama a ese tipo, Henry Davett. Dile que lo lamentamos pero que necesitamos nuevamente su ayuda.

WWJD…

Al pensar otra vez en Davett, Rhyme rezó una plegaria, pero no a alguna deidad, iba dirigida a Amelia Sachs: Oh, Sachs, ten cuidado. Es cuestión de tiempo que Garrett se invente una excusa para que le saques las esposas. Luego te llevará a algún lugar desierto. Más tarde se las compondrá para arrebatarte el arma… No dejes que las horas que pasen te hagan confiar en él, Sachs. No bajes la guardia. Ten la paciencia de una mantis religiosa.

Capítulo 28

Garrett conocía los canales navegables como un experto piloto fluvial y dirigió el bote por lo que parecían ser vías sin salida; sin embargo siempre lograba encontrar, a través del laberinto, arroyuelos estrechos como hilos de araña, que llevaban sin pausas hacia el oeste.

El muchacho señaló a Sachs nutrias de río, ratones almizcleros y castores, observaciones que podrían haber excitado a naturalistas aficionados, pero que a ella la dejaron fría. Su contacto con la vida silvestre se reducía a ratas, palomas y ardillas de la ciudad, sólo en la medida en que resultaban útiles para su trabajo forense y el de Rhyme.

– ¡Mira allí! -gritó el muchacho.

– ¿Qué?

Garrett señalaba algo que ella no podía ver. El chico miró fijamente un punto cerca de la orilla, ensimismado en algún drama minúsculo que se representaba en el agua. Todo lo que Sachs podía ver era un bicho que se deslizaba por la superficie del agua.

– Zapatero -le informó Garrett, volviéndose a sentar cuando hubieron pasado. Su rostro se puso serio-. Los insectos son, cómo diríamos, mucho más importantes que nosotros. Quiero decir, en lo que se refiere a que nuestro planeta siga viviendo. Mira, leí en algún lugar que, si toda la gente de la tierra desapareciera mañana, el mundo seguiría andando muy bien. Pero si los insectos desaparecieran, entonces, también la vida desaparecería rápidamente, digamos, en una generación. Morirían las plantas, luego los animales y la tierra se convertiría de nuevo en la gran roca que fue un día.

A pesar de su lenguaje adolescente, Garrett hablaba con la autoridad de un profesor universitario y el entusiasmo de un predicador. Continuó:

– Sí, algunos insectos son un grano en el culo. Pero eso pasa con pocos, más o menos el uno o dos por ciento -su cara se animó y dijo con orgullo-:… y los que comen las cosechas y cosas parecidas, bueno, pero yo tengo esta idea, ¡es estupenda! Quiero criar una clase especial de crisopa dorada, para controlar los insectos dañinos, para reemplazar a los insecticidas, de manera que los insectos buenos y demás animales no mueran. La crisopa es el mejor. Nadie lo ha hecho todavía…

– ¿Piensas que lo puedes hacer, Garrett?

– Aún no sé cómo exactamente. Pero aprenderé.

Sachs recordó lo que había leído en el libro del chico, el término de E. O. Wilson, biofilia: afecto que la gente siente por otros tipos de vida en el planeta. A medida que lo escuchaba contar todos estos detalles, todos prueba de amor por la naturaleza y la sabiduría, lo primero que se le ocurría era que nadie que estuviera tan fascinado por las criaturas vivientes como este chico y que en su particular y extraña manera las amara, podía ser un violador y un asesino en manera alguna.

Amelia se aferró a este pensamiento, que la sostuvo mientras navegaban por el Paquenoke, escapando de Lucy Kerr, del misterioso hombre del mono marrón y de la simple y conflictiva ciudad de Tanner's Corner.

Escapando también de Lincoln Rhyme. De su inminente operación y las terribles consecuencias que podría tener para los dos.

El angosto bote pasaba camuflado por los afluentes, que ya no tenían aguas negras sino doradas, reflejando la luz del sol que se ocultaba, de la misma forma que el grillo francés del que Garrett le había hablado. Finalmente el chico salió de las aguas secundarias y enfiló por el canal principal del río, bordeando la orilla. Sachs miró hacia atrás, hacia el este, para ver si los seguían barcos de la policía. No vio nada excepto una de las grandes barcas de Industrias Davett, que se dirigía río arriba, se alejaba de ellos. Garrett dio marcha atrás al motor y condujo hacia una cala pequeña. Escudriñó a través de la rama pendiente de un sauce y miró hacia el oeste, hacia un puente que cruzaba el Paquenoke.

– Tenemos que pasar por debajo -dijo-. No podemos rodearlo -estudió su extensión-. ¿Ves a alguien?

Sachs miró. Vio unos cuantos destellos de luz.

– Quizá. No lo puedo decir. Hay demasiado resplandor.

– Ese es el lugar donde esos imbéciles nos deberían esperar -dijo Garrett, nervioso-. Siempre me preocupa el puente. Te pueden ver.

¿Siempre?

Garrett varó el bote y apagó el motor. Desembarcó y desenroscó una tuerca que sostenía el motor fuera de borda, lo sacó y lo escondió en la hierba, junto al tanque de combustible.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Sachs.

– No podemos correr el riesgo de que nos localicen.

Garrett sacó del bote la nevera portátil y los botellones de agua y ató los remos a los asientos con dos trozos de cuerda grasienta. Derramó el agua de media docena de botellones y les puso nuevamente la tapa, luego los dejó a un lado. Señaló las botellas con la cabeza:

– Lástima de agua. Mary Beth no tiene nada. Necesitará algo para beber. Pero puedo conseguírsela del estanque que está cerca de la cabaña -luego anduvo con dificultad por el río y cogió al bote por un costado-. Ayúdame -le dijo- tenemos que volcarlo.

– ¿Vamos a hundirlo?

– No. Sólo le daremos la vuelta. Pondremos los botellones dentro. Flotará muy bien.

– ¿La vuelta?

– Seguro…

Sachs se dio cuenta de lo que Garrett pensaba hacer. Se pondrían debajo del bote y pasarían el puente flotando. El oscuro casco, al pasar por debajo, sería casi imposible de ver desde el puente. Una vez que hubieran pasado, podrían darle vuelta otra vez y remar hasta donde estaba Mary Beth.

Garrett abrió la nevera y encontró una bolsa plástica.

– Podemos poner nuestras cosas en ella de manera que no se mojen.

Colocó dentro su libro, The Miniature World. Sachs echó su cartera y el arma. Se puso la camiseta por dentro de los pantalones y deslizó la bolsa en la parte anterior.

Garrett dijo:

– ¿Me puedes quitar las esposas? -acercó sus manos.

Sachs vaciló.

– No quiero ahogarme -dijo el chico con ojos suplicantes.

Tengo miedo. ¡Dile que se detenga!

– No haré nada malo. Lo prometo.

De mala gana, Sachs buscó la llave en su bolsillo y abrió las esposas.


* * *

Los indios Weapemeoc, nativos de lo que es ahora Carolina del Norte, pertenecían, por su lenguaje, a la nación algonquina y estaban relacionados con los Powhatans, los Chowans y las tribus Pamlico de la región mesoatlántica de Estados Unidos.

Eran granjeros excelentes, y los demás nativos norteamericanos los envidiaban por sus proezas en el arte de la pesca. Eran extremadamente pacíficos y mostraban poco interés por las armas. Trescientos años atrás, el científico británico Thomas Harriot escribió: «Las armas que poseen son sólo arcos hechos con madera de castaño y flechas de caña; tampoco tienen mucho con que defenderse, excepto escudos realizados con corteza de árbol, y algunas armaduras hechas de varas unidas por hilo».

Los colonizadores británicos se encargaron de tornarlos belicosos y lo hicieron con mucha eficacia al usar varios métodos simultáneos: los amenazaron con la ira de Dios si no se convertían de inmediato, diezmaron la población al importar la gripe y la viruela, exigieron alimentos y vivienda, porque eran demasiado holgazanes para buscarlos por sí mismos y asesinaron a uno de los jefes más respetados de la tribu, Wingina, pues los colonizadores estaban convencidos de que preparaba un ataque contra los asentamientos británicos, lo que resultó completamente erróneo como se demostró después.

Ante la sorpresa indignada de los colonizadores, los indios prefirieron jurar lealtad a sus propias deidades, unos espíritus llamados Manitús, a aceptar a Jesucristo en sus corazones; luego hicieron la guerra contra los británicos. La primera acción de esta contienda, de acuerdo a la historia escrita por la joven Mary Beth McConnell, fue el ataque contra los colonos perdidos de la isla Roanoke.

Después de que huyeran los colonizadores, la tribu, previendo refuerzos británicos, tomó una postura distinta frente a las armas: comenzó a utilizar el cobre en la manufactura de sus propias armas. Hasta entonces sólo lo usaban para la decoración. Las puntas de flecha de metal eran mucho más agudas que el pedernal y más fáciles de hacer. Sin embargo, al contrario de lo que pasa en las películas, una flecha arrojada por un arco, que tiene poca fuerza, no penetra mucho en la piel y raramente es mortal. Por ello, para liquidar a su adversario el guerrero Weapemeoc le asestaba un coup de grace, golpe en la cabeza con un garrote llamado, adecuadamente, un «palo mortal», que la tribu sabía construir con mucha habilidad.

Un «palo mortal» no era nada más que una piedra grande y redondeada, unida al extremo hendido de un palo y atada con una tira de cuero. Era un arma muy eficaz, y la que Mary Beth estaba fabricando, basada en su conocimiento de la arqueología de los nativos americanos, era de seguro tan letal como las que, según su teoría, habían aplastado los cráneos y quebrado las espinas dorsales de los colonos de Roanoke cuando pelearon en su última batalla a las orillas del Paquenoke, en lo que ahora se llamaba Blackwater Landing.

Había hecho el arma con dos varas curvas de la antigua silla de comedor de la cabaña. La piedra era la que Tom, el amigo del Misionero, le había arrojado. La montó entre las dos varas y la ató con largas tiras de tela desgarradas de la parte posterior de su camisa. El arma era pesada, tres o cuatro kilos, pero no demasiado para ella, que por lo general levantaba rocas de quince o veinte kilos en sus excavaciones arqueológicas.

Ahora se levantó de la cama y blandió el arma varias veces, complacida por el poder que el garrote le proporcionaba. A su oído llegó un zumbido, los insectos en los botes. Le hizo recordar el desagradable hábito de Garrett de hacer sonar sus uñas. Tembló de rabia y levantó el palo para descargarlo sobre el bote más cercano.

Pero entonces se detuvo. Odiaba a los insectos, sí, pero su cólera no estaba dirigida contra ellos. Era con Garrett con quien estaba furiosa. Dejó de preocuparse de los botes y caminó hacia la puerta, luego la golpeó con el garrote varias veces, cerca de la cerradura. La puerta ni se movió. Bueno, no había esperado que lo hiciera. Pero lo importante era que había atado la piedra al extremo de las varas muy firmemente. No se soltó.

Naturalmente, si el Misionero y Tom volvían con un arma de fuego, el garrote no serviría de mucho, pero había decidido que si entraban, mantendría el garrote escondido detrás de ella y el primero que la tocara saldría con el cráneo destrozado. El otro podría matarla pero se llevaría uno con ella. Se imaginaba que así había muerto Virginia Dare.

La chica se sentó y miró por la ventana, al sol que se ponía y a la hilera de árboles donde vio por primera vez al Misionero.

¿Qué sentimiento la dominaba? Supuso que el miedo.

Pero determinó que no se trataba en absoluto de miedo, sino de impaciencia. Quería que sus enemigos volvieran.

Levantó el palo y lo puso en la falda.

Prepárate, le había dicho Tom.

Bueno, se había preparado.


* * *

– Hay un bote.

Lucy se inclinó hacia delante a través de las hojas de un punzante laurel, en la orilla cercana al puente Holbeth. Su mano estaba sobre su arma.

– ¿Dónde? -le preguntó a Jesse Corn.

– Allí -señaló río arriba.

Lucy pudo ver vagamente una leve oscuridad sobre el agua, a media milla. Se movía con la corriente.

– ¿Qué quieres decir con que hay un bote? -preguntó-. Yo no veo…

– No, mira. Está dado vuelta.

– Apenas lo puedo ver -dijo Lucy-. Tienes buena vista.

– ¿Son ellos? -preguntó Trey.

– ¿Qué pasó? ¿Se dio la vuelta?

Pero Jesse Corn dijo:

– No, están debajo.

Lucy frunció el ceño.

– ¿Cómo lo sabes?

– Sólo tengo un presentimiento -dijo Jesse.

– ¿Hay suficiente aire ahí abajo? -preguntó Trey.

Jesse dijo:

– Seguro. Está bastante alto sobre el agua. Solíamos hacer lo mismo con canoas en el lago Bambert. Cuando éramos niños. Jugábamos al submarino.

Lucy dijo:

– ¿Qué hacemos? Necesitamos un bote o algo para llegar hasta ellos -comentó, mirando a su alrededor.

Ned se quitó su cinto y se lo entregó a Jesse Corn.

– Diablos, me acercaré y lo empujaré hasta la orilla.

– ¿Puedes nadar por aquí? -le preguntó Lucy.

El hombre se quitó las botas.

– He nadado por este río un millón de veces.

– Te cubriremos -dijo Lucy.

– Están bajo el agua -seguía diciedo Jesse-. No creo que vayan a dispararle a nadie.

Trey comentó:

– Un poco de grasa en los cartuchos y aguantan semanas bajo el agua.

– Amelia no va a disparar -dijo Jesse, el defensor de Judas.

– Pero no vamos a correr riesgos -agregó Lucy. Luego se dirigió a Ned-: No lo des vuelta. Limítate a nadar hasta el bote y tráelo para aquí. Trey, tu vas al otro lado, cerca del sauce, con la escopeta de perdigones. Jesse y yo estaremos aquí en la orilla. Los atraparemos en un fuego cruzado si pasa algo.

Ned, descalzo y sin camisa, caminó con brío por el embarcadero pedregoso hasta la playa barrosa. Miró a su alrededor con cuidado, Lucy supuso que por las víboras, y entró en el agua. Nadó con grandes brazadas hacia el bote, en silencio, manteniendo la cabeza fuera del agua. Lucy sacó su Smith & Wesson de la cartuchera. Montó el percutor. Miró a Jesse Corn, que echó una mirada al arma, nervioso. Trey estaba de pie junto a un árbol, con la escopeta en las manos y el cañon levantado. Vio el arma cargada de Lucy y metió un cartucho en la recámara del Remington.

El bote estaba a diez metros, cerca de la mitad de la corriente.

Ned era un buen nadador y cubría la distancia con rapidez. Estaría allí en…

El disparo sonó fuerte y cercano. Lucy brincó cuando un espumarajo de agua saltó al aire a unos centímetros de Ned.

– ¡Oh, no! -gritó Lucy, levantando el arma y buscando al tirador.

– ¿Dónde, dónde? -gritó Trey, agachándose y cogiendo con firmeza su escopeta.

Ned se zambulló bajo la superficie.

Otro disparo. El agua saltó al aire. Trey bajó la escopeta y comenzó a disparar contra el bote. Disparos de pánico. El arma calibre doce no tenía más que siete cartuchos. El policía los disparó en segundos, acertando los siete en el bote, las astillas de la madera y el agua volaban por doquier.

– ¡No! -gritó Jesse-. ¡Hay gente allí abajo!

– ¿Desde dónde están disparando? -exclamó Lucy-. ¿De debajo del bote? ¿Del otro lado? No lo puedo entender. ¿Dónde están Amelia y Garrett?

– ¿Dónde está Ned? -preguntó Trey-. ¿Le dieron? ¿Dónde está Ned?

– No lo sé -gritó Lucy con la voz ronca por el pánico-. No lo puedo ver…

Trey volvió a cargar y apuntó al bote una vez más.

– ¡No! -ordenó Lucy-. No dispares. ¡Cúbreme!

Corrió por el embarcadero y entró con dificultad en el agua. De repente, cerca de la orilla, escuchó un jadeo como de ahogo y Ned apareció en la superficie.

– ¡Ayúdame! -estaba aterrorizado y miró hacia atrás antes de salir del agua.

Jesse y Trey apuntaron sus armas a la orilla opuesta y caminaron lentamente por la pendiente hacia el río. Los ojos consternados de Jesse estaban fijos en el bote acribillado, en los terribles e irregulares agujeros del casco.

Lucy entró en el agua, guardó su pistola y tomó a Ned por un brazo, lo arrastró a la orilla. Había estado bajo el agua tanto tiempo como se pudo, se encontraba pálido y débil por la falta de oxígeno.

– ¿Dónde están? -se empeñó en preguntar, ahogándose.

– No lo sabemos -contestó Lucy y lo llevó hacia un montón de arbustos. Ned se dejó caer a su lado, escupiendo y tosiendo. Lucy lo examinó cuidadosamente. No estaba herido.

Se les unieron Trey y Jesse, ambos en cuclillas y con los ojos fijos en el río, en busca de sus atacantes.

Ned se ahogaba todavía.

– Maldita agua. Sabe a mierda.

El bote se dirigía lentamente hacia ellos, ahora casi sumergido.

– Están muertos -murmuró Jesse Corn, mirando el bote-. Tienen que estarlo.

El bote se acercó. Jesse se sacó el cinto y caminó hacia él.

– No -dijo Lucy, sus ojos en la lejana orilla-. Deja que venga a nosotros.

Capítulo 29

El bote volcado flotó hasta un cedro cuyas raíces sobresalían y se extendían hasta el río, y allí se detuvo.

Los policías esperaron unos instantes. No había más movimiento que el balanceo del bote destrozado. El agua tenía un color rojizo y Lucy no llegaba a discernir si ese color se debía a la sangre o al ardiente crepúsculo.

Un Jesse Corn pálido y preocupado miró a Lucy, que asintió. Los otros tres policías siguieron apuntando al bote con sus armas mientras Jesse se movía con dificultad en el agua. Lo dio vuelta.

Restos de varias botellas de agua, rotas, surgieron desde abajo y flotaron tranquilamente por el río. No había nadie.

– ¿Qué pasó? -preguntó Jesse-. No lo entiendo.

– Demonios -murmuró Ned con amargura-. Nos engañaron. Era una maldita emboscada.

Lucy no podía creer que la ira pudiera aumentar a ese punto. Sintió que la sacudía como una corriente eléctrica. Ned tenía razón; Amelia había usado el bote como uno de los señuelos de Nathan y les había preparado una emboscada desde la orilla opuesta.

– No -protestó Jesse-. Amelia no haría una cosa así. Si disparó fue sólo para asustarnos. Conoce las armas de fuego. Podría haberle dado a Ned, de haber querido.

– Por Dios bendito, Jesse, abre los ojos de una vez -soltó Lucy-. ¿Disparando a cubierto como lo hizo? No importa lo buena tiradora que sea, podría haber errado. ¿Y sobre el agua? La bala podría haber rebotado. Y si Ned se hubiera dejado llevar por el pánico, se podría haber colocado en la trayectoria de alguna bala.

Jesse Corn no tenía respuestas para estos argumentos. Se frotó la cara con la mano y miró hacia la orilla lejana.

– Bien, esto es lo que haremos -dijo Lucy en voz baja-. Se está haciendo tarde. Marcharemos todo lo que podamos mientras haya luz, luego haremos que Jim nos envíe algunas provisiones para la noche. Acamparemos a cielo abierto. Vamos a suponer que nos quieren atacar y vamos a reaccionar de la manera adecuada. Ahora, crucemos el puente y busquemos sus rastros. ¿Tenéis preparadas las armas?

Ned y Trey respondieron afirmativamente. Jesse Corn miró un instante el bote destrozado y luego asintió lentamente.

– Entonces vamos.

Los cuatro policías anduvieron los cincuenta metros del puente, sin protección, pero sin apiñarse. Fueron uno detrás del otro de manera que si Amelia Sachs disparaba de nuevo, no pudiera acertar más que a uno, antes de que los demás buscaran refugio y contestaran el fuego. La formación era idea de Trey, que la había visto en una película sobre la Segunda Guerra Mundial y como fue él quien la había propuesto, pensó que debía ponerse en el primer lugar. Lucy insistió en ser ella quien lo ocupara.


* * *

– Casi le das.

Harris Tomel dijo:

– De ningún modo.

Pero Culbeau persistió:

– Te dije que los asustaras. Si le hubieras dado a Ned, ¿sabes en qué clase de mierda estaríamos metidos?

– Yo sé lo que hago, Rich. Confía en mí.

Maldito niño de escuela, pensó Culbeau.

Los tres hombres estaban en la orilla norte del Paquo, en marcha a lo largo de un sendero que corría paralelo al río.

En realidad, si bien Culbeau estaba enfadado porque Tomel había disparado muy cerca del policía que nadaba hacia el bote, estaba seguro de que el tiroteo había hecho efecto. Lucy y los demás policías estarían tan inquietos como ovejas y se moverían con cuidado y lentitud.

Los disparos también lograron otro resultado beneficioso, Sean O'Sarian estaba más atemorizado y tranquilo que nunca.

Caminaron veinte minutos y luego Tomel preguntó a Culbeau:

– ¿Tu sabes que el chico va en esta dirección?

– Así es.

– Pero no tienes idea de dónde se detendrá.

– Por supuesto que no -dijo Culbeau-. Si lo supiera podríamos ir directamente hacia allí, ¿verdad?

Vamos, niñato. Usa tu maldita cabeza.

– Pero…

– No te preocupes. Lo encontraremos.

– ¿Puedo tomar agua? -preguntó O'Sarian.

– ¿Agua? ¿Quieres agua?

O'Sarian contestó, complaciente:

– Sí, eso es lo que quiero.

Culbeau lo miró con sospecha y le alcanzó una botella. Nunca había visto al joven delgaducho beber otra cosa que no fuera cerveza, whisky o licor ilegal. Sean bebió toda el agua, se enjugó la boca rodeada de pecas y tiró la botella a un lado.

Culbeau suspiró y dijo con sarcasmo:

– Oye, Sean, ¿estás seguro de querer dejar algo con tus huellas digitales en el camino?

– Oh, cierto -el joven corrió hacia los matorrales y recuperó la botella-. Lo lamento.

¿Lo lamento? ¿Sean O'Sarian pidiendo perdón? Culbeau lo miró un momento con incredulidad y luego hizo una seña para que continuaran.

Llegaron a una curva del río y como estaban en un terreno elevado, pudieron observar el panorama varias millas río abajo.

Tomel dijo:

– Eh, mirad allí. Hay una casa. Apuesto que el chico y la pelirroja van hacia allá.

Culbeau suspiró y escudriñó por la mira telescópica de su rifle para ciervos. Unos tres kilómetros valle abajo descubrió una casa de veraneo con techo a dos aguas, justo a la orilla del río. Sería un escondite lógico para el chico y la mujer policía. Asintió.

– Apuesto a que están allí. Vamos.


* * *

Río abajo desde el puente Hobeth, el Paquenoke hace una curva cerrada hacia el norte.

Hay muy poca profundidad en ese lugar, cerca de la orilla y los bancos de barro están cubiertos de restos de maderas, vegetación y basuras.

Como esquifes a la deriva, dos formas humanas que flotaban en el agua evitaron la curva y fueron llevadas por la corriente hasta aquel montón de desechos.

Amelia Sachs soltó la botella de agua, su improvisado flotador, y extendió la mano arrugada para coger una rama. Se dio cuenta de que no era una acción muy inteligente puesto que sus bolsillos estaban llenos de piedras que servían de lastre y sintió que la empujaban hacia abajo, hacia las oscuras aguas. Enderezó las piernas y descubrió que el lecho del río estaba sólo a un metro debajo de la superficie. Se puso de pie, insegura, y caminó con dificultad. Garrett apareció a su lado un instante después; la ayudó a salir del agua y pisar el suelo barroso.

Subieron a gatas una suave pendiente, a través de una maraña de arbustos y se dejaron caer en un claro cubierto de hierba. Permanecieron así unos minutos, recuperando el aliento. Sachs sacó del interior de su camiseta la bolsa de plástico. Perdía un poco de agua, pero no se había producido ningún daño serio. Le entregó al chico su libro de insectos y abrió el tambor de su revólver. Lo puso encima de una mata de césped quebradizo y amarillo para que se secara.

Se había equivocado acerca de lo que planeaba Garrett. Es cierto que deslizaron botellas de agua vacías debajo del bote volcado para que flotara, pero luego él lo había enviado a la mitad de la corriente sin ponerse debajo. Le indicó que se llenara los bolsillos de piedras. Hizo lo mismo y corrieron río abajo, sobrepasando el bote unos dos metros, para luego entrar ambos en el agua, cada uno con una botella de agua semillena para ayudarles a flotar. Garrett le enseñó cómo poner la cabeza hacia atrás. Con las piedras como lastre, sólo sus rostros sobresalían del agua. Flotaron río abajo de la corriente, delante del bote.

– La araña acuática lo hace así -le explicó-. Como un submarinista que lleva el aire a su alrededor -en el pasado lo había hecho varias veces para «huir», aunque tampoco explicó de quién había estado escapando ni hacia dónde se dirigía. Garrett le había dicho que si la policía no estaba en el puente, entonces nadarían hasta el bote, lo traerían a la playa, lo sacarían del agua y continuarían el camino remando. Si los policías estaban en el puente, su atención se centraría en del bote y no verían a Amelia y a Garrett flotando delante. Una vez que pasaran el puente, volverían a la orilla y seguirían el viaje andando.

Bueno, tuvo razón en esa parte; pasaron el puente sin ser detectados. Pero Sachs estaba todavía conmocionada por lo que había pasado a continuación: sin mediar provocación alguna, los policías habían disparado varias veces contra el bote volcado.

Garrett también estaba muy trastornado por los disparos.

– Pensaron que estábamos abajo -susurró-. Los malditos trataron de matarnos.

Sachs no dijo nada.

Él agregó:

– He hecho algunas cosas malas… pero no soy ninguna phymata.

– ¿Qué es eso?

– Un bicho que prepara emboscadas. Se queda esperando y mata. Es lo que pensaban hacer con nosotros. Dispararnos. No darnos ninguna posibilidad.

Oh, Lincoln, qué desastre es esto. ¿Por qué lo hice? Debería rendirme ahora. Esperar aquí a los policías, abandonar todo. Volver a Tanner's Corner y rendir cuentas de lo que hice.

Pensando así, Amelia miró a Garrett, quien se abrazaba y temblaba de miedo. Supo que no podía echarse atrás. Tendría que seguir, llegar hasta el fin del juego.

Tiempo de esfuerzos…

– ¿Dónde vamos ahora?

– ¿Ves esa casa de allí?

Una casa marrón con techo a dos aguas.

– ¿Está allí Mary Beth?

– No, pero tienen un pequeño bote para pescar que podemos tomar prestado. Y nos podemos secar y comer algo.

Bueno, ¿qué podría importar irrumpir y entrar en una propiedad frente a los cargos criminales que ya había acumulado?

Garrett de repente tomó el revólver. Sachs se paralizó, mirando el arma negra y azul en manos del chico, que observó el tambor, viendo que estaba cargado con seis balas. Lo colocó en su lugar y balanceó el arma con una familiaridad que la puso nerviosa.

Pienses lo que pienses de Garrett, no confíes en él…

El chico la miró y sonrió. Luego le entregó el arma, tomándola del cañón.

– Vamos por aquí -señaló un sendero.

Sachs volvió a poner el revólver en su funda y sintió el revoloteo de su corazón por el susto.

Caminaron hacia la casa.

– ¿Está vacía? -preguntó Sachs, señalándola con la cabeza.

– No hay nadie ahora. -Garrett se detuvo y miró hacia atrás. Después de un momento murmuró-: Ahora los policías están furiosos y nos buscarán con todas sus armas y ganas. ¡¡Mierda!! -gritó. Se volvió y la condujo por una senda hacia la casa. Estuvo callado unos minutos-. ¿Quieres saber algo, Amelia?

– ¿Qué?

– Estaba pensando en esta polilla, la polilla gran emperador.

– ¿Qué pasa con ella? -preguntó distraída, escuchando todavía los terribles disparos de escopeta, dirigidos a ella y al chico. Lucy Kerr trataba de matarla. El eco de los tiros nublaba todo lo que tuviera en la mente.

– La coloración de sus alas -le dijo Garrett-. Cuando están abiertas parecen los ojos de un animal. Quiero decir que es muy interesante, hasta tiene una pequeña manchita blanca como si reflejara la luz en la pupila, los pájaros la ven y piensan que se trata de un zorro o un gato, se asustan y se van.

– ¿Los pájaros no pueden oler que es una polilla y no un animal? -preguntó Sachs, sin concentrarse en la conversación.

Él la miró un instante para ver si bromeaba. Dijo:

– Los pájaros no pueden oler -replicó, como si ella acabara de preguntar si la tierra era plana. Volvió a mirar atrás, río arriba otra vez-. Tenemos que hacer que vayan más despacio. ¿Crees que están cerca?

– Muy cerca -respondió Sachs.

Con todas sus armas y sus cosas.


* * *

– Son ellos.

Rich Culbeau estaba mirando las huellas de pies en el barro de la orilla.

– El rastro es de hace diez o quince minutos.

– Y se encaminan a la casa -dijo Tomel.

Se movieron con cautela por un sendero.

O'Sarian seguía sin comportarse de la forma extraña en que solía. Lo que en él era realmente singular. Daba miedo. No había tomado ningún trago de licor no había hecho travesuras, ni siquiera hablado, y Sean era el charlatán número uno de Tanner's Corner. El tiroteo en el río lo tenía conmocionado. Ahora, mientras caminaban por el bosque, apuntaba con el cañón de su rifle militar a todo sonido proveniente de los matorrales.

– ¿Vieron disparar a ese negro? -dijo al fin-. Debe de haber dado con diez proyectiles en ese bote en menos de un minuto.

– Eran perdigones -lo corrigió Harris Tomel.

En lugar de negar y tratar de impresionarlos con lo que sabía de armas y actuar como el imbécil voluble que era, O'Sarian se limitó a decir:

– ¡¡Ah, perdigones!! Claro. Debí pensarlo -movió la cabeza como un niño de escuela que acaba de aprender algo nuevo e interesante.

Se acercaron a la casa. Parecía un bonito lugar, pensó Culbeau. Probablemente una casa de veraneo, quizá de algún abogado o médico de Raleigh o Winston-Salem. Un lindo pabellón de caza, un buen bar, dormitorios, un frigorífico para la carne de venado.

– Oye, Harris -llamó O'Sarian.

Culbeau nunca había oído al joven usar el nombre de pila de nadie.

– ¿Qué?

– ¿Esta cosa dispara alto o bajo? -preguntó mostrándole el Colt.

Tomel miró a Culbeau, probablemente tratando también de imaginar dónde habría ido a parar el lado oscuro de O'Sarian.

– El primer tiro da justo en el blanco, pero el retroceso es un poco más alto del que estás acostumbrado. Baja el cañón para los próximos tiros.

– Porque la caja es de plástico -comentó O'Sarian-. ¿Significa que es más liviano que la madera?

– Sí.

Sean asintió otra vez. Su cara estaba aún más seria que antes.

– Gracias.

¿Gracias?

Los bosques terminaron y los hombres pudieron ver un gran claro alrededor de la casa, fácilmente cincuenta metros en todas direcciones, sin siquiera un árbol para cubrirse. Acercarse sería difícil.

– ¿Crees que están dentro? -preguntó Tomel, acariciando su espléndida escopeta.

– Yo no… ¡Esperad, agachaos!

Los tres hombres se agacharon con rapidez.

– Vi algo en la planta baja. Por esa ventana a la izquierda. -Culbeau miró por la mira telescópica de su rifle para ciervos-. Alguien se mueve. En la planta baja. No puedo ver bien por las persianas. Pero estoy seguro de que hay alguien allí -escudriñó las otras ventanas-. ¡Mierda! -Un susurro aterrado. Se tiró al suelo.

– ¿Qué? -preguntó O'Sarian, alarmado, empuñando su arma y haciendo un círculo.

– ¡Agachaos! Uno de ellos tiene un rifle con una mira telescópica. Miran justo frente a nosotros. En la ventana de arriba. ¡Maldición!

– Debe de ser la chica -dijo Tomel-. El chico es demasiado marica para saber de qué extremo sale la bala.

– Que se joda esa perra -musitó Culbeau. O'Sarian estaba escondido detrás de un árbol, apretando su arma de Vietnam cerca de la mejilla.

– Desde allí puede cubrir todo el campo -dijo Culbeau.

– ¿Esperamos a que se haga de noche? -preguntó Tomel.

– ¿Oh, con esa pequeña señorita policía sin tetas detrás de nosotros? No pienso que vaya a funcionar, ¿eh, Harris?

– Bueno, ¿le puedes disparar desde aquí? -Tomel señaló la ventana.

– Probablemente -dijo Culbeau con un suspiro. Estaba a punto de regañar a Tomel cuando O'Sarian dijo con voz curiosamente normal:

– Pero si Rich dispara, Lucy y los otros lo oirán. Pienso que debemos acercarnos por los costados. Ir alrededor de la casa y tratar de entrar. Un disparo dentro será más silencioso.

Era exactamente lo que Culbeau estaba a punto de decir.

– Eso nos llevará media hora -soltó Tomel, quizá enfadado porque O'Sarian se les había adelantado con la idea.

Sean seguía con su conducta inusual. Sacó el seguro del arma y frunció el entrecejo mirando la casa.

– Bueno, diría que tenemos que hacerlo en menos de media hora. ¿Qué piensas, Rich?

Capítulo 30

Steve Farr condujo nuevamente a Henry Davett al laboratorio. El empresario le dio las gracias y luego saludó a Rhyme.

– Henry -dijo Rhyme-, gracias por venir.

Como antes, el empresario no prestó atención al estado del criminalista. Esta vez, no obstante, Rhyme no se alegró por esta actitud. La preocupación por Sachs lo consumía. Seguía oyendo la voz de Jim Bell.

Generalmente se tienen veinticuatro horas para encontrar a la víctima; después, ésta se deshumaniza a los ojos del secuestrador que puede matarla sin dar importancia al hecho.

Esta regla, que había aplicado a Lydia y Mary Beth, ahora incluía también el destino de Amelia Sachs. La diferencia estribaba, según creía Rhyme, en que Sachs podría tener mucho menos de veinticuatro horas.

– Pensé que habían detenido a ese muchacho. Es lo que oí.

Ben dijo:

– Se nos escapó.

– ¡No! -Davett frunció el ceño.

– Sí, se escapó -comentó Ben-. Una huida de cárcel a la vieja usanza.

Rhyme añadió:

– Tengo más evidencias, pero no sé como interpretarlas. Esperaba que me pudiera ayudar otra vez.

El empresario se sentó.

– Haré lo que pueda.

Rhyme fijó la mirada a la tira de corbata y a la inscripción WWJD. Inmediatamente señaló el diagrama con la cabeza y dijo:

– ¿Podría echarle una mirada?… a esa lista de la derecha.

– El molino, ¿es allí donde lo encontraron? ¿En ese viejo molino al noreste de la ciudad?

– Correcto.

– Conocía ese lugar -Davett hizo una mueca airada-. Debería haber pensado en él.

Los criminalistas no deben permitir que el verbo «debería» se introduzca en su vocabulario. Rhyme dijo:

– Es imposible pensar en todo en este oficio. Pero mire el diagrama. ¿Hay algo en él que le resulte familiar?

Davett leyó cuidadosamente.


ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – EL MOLINO


Pintura marrón en los pantalones

Drosera

Arcilla

Musgo de turba

Zumo de frutas

Fibras de papel

Cebo de bolas malolientes

Azúcar

Canfeno

Alcohol

Keroseno

Levadura


Mientras miraba la lista, Davett habló con voz perturbada:

– Es como un rompecabezas.

– Esa es la esencia de mi profesión -espetó Rhyme.

– ¿Cuánto puedo fantasear? -preguntó el empresario.

– Tanto como quiera. -contestó Rhyme.

– Muy bien -aceptó Davett. Pensó un instante y luego continuó-: una torca de Carolina.

Rhyme preguntó:

– ¿Qué es eso? ¿Un caballo?

Davett miró a Rhyme para ver si estaba bromeando, Luego dijo:

– No, es una estructura geológica que se ve en la costa este de los EEUU. Sin embargo, la mayoría se encuentra en las dos Carolinas. Norte y Sur. Básicamente se trata de estanques ovales, con una profundidad de un metro o un metro y medio, con agua dulce. Pueden tener una extensión desde menos de media hectárea a doscientas hectáreas. El fondo consiste por lo general en arcilla y turba. Justo lo que hay allí, en el diagrama.

– Pero la arcilla y la turba son muy comunes por aquí -dijo Ben.

– Lo son -convino Davett-. Y si se hubieran encontrado nada más que esos dos elementos no tendría ni idea de dónde proceden. Pero se ha encontrado algo más. Una de las características más interesantes de los estanques de Carolina es que a su alrededor crecen plantas que matan insectos. Se pueden ver cientos de atrapamoscas de Venus, droseras y ascidium alrededor de esas torcas, probablemente porque fomentan la presencia de insectos. Si se encuentra drosera junto a arcilla y turba, entonces no quedan dudas de que el chico pasó un tiempo al lado de una torca de Carolina.

– Bien -dijo Rhyme, para luego mirar el mapa y preguntar-: ¿Qué significa exactamente «torca»? ¿Una entrada de agua?

– No, se refiere a los laureles [16]. Crecen alrededor de los estanques. Sobre estos lugares existen todo tipo de mitos. Los colonos solían pensar que habían sido excavadas por monstruos marinos o brujas en sus sortilegios. Durante unos años se creyó que los meteoritos eran los causantes, pero sólo son depresiones naturales provocadas por los vientos y las corrientes de agua.

– ¿Son específicas de una región en particular de aquí? -interrogó Rhyme, esperando poder delimitar la búsqueda.

– De alguna forma, sí. -Davett se levantó y caminó hacia el mapa. Con su dedo trazó un círculo abarcando una amplia región al oeste de Tanner's Corner. Localización B- 2 a E-2 y F-13 y B-12-. Se encuentran generalmente por aquí, en esta región, justo antes de llegar a las colinas.

Rhyme estaba desalentado. Lo que había delimitado abarcaba setenta u ochenta millas cuadradas.

Davett percibió la reacción de Rhyme y dijo:

– Me gustaría ser de más ayuda.

– No, no, se lo agradezco. Nos será de ayuda. Sólo necesitamos delimitar un poco más las pistas.

El empresario leyó:

– Azúcar, zumo de frutas, keroseno… -serio, sacudió la cabeza-. Tiene una difícil profesión, señor Rhyme.

– Estos son casos complejos -convino Rhyme-. Cuando no se tienen pistas se puede fantasear con libertad. Cuando se tienen muchas, generalmente se obtiene la respuesta muy rápido. Pero teniendo unas pocas pistas como estas… -la voz de Rhyme se apagó.

– Estamos atrapados por los hechos -musitó Ben.

Rhyme se volvió hacia él.

– Exactamente, Ben. Exactamente…

– Tengo que irme a casa -dijo Davett-. Mi familia me espera. -Escribió un número en una tarjeta comercial-. Puede llamarme cuando quiera.

Rhyme le dio las gracias una vez más y volvió la mirada al diagrama de las evidencias.

Atrapados por los hechos…


* * *

Rich Culbeau lamió la sangre de su brazo donde las zarzas le habían producido profundos rasguños. Escupió contra un árbol.

Les había llevado veinte minutos de dificultosa caminata llegar al porche lateral de la casa de veraneo con techo a dos aguas. Todo para no ser vistos por la puta que seguía con el arma de caza. Hasta Harris Tomel, que por lo general parecía recién salido del patio de un country club, estaba manchado de sangre y polvo.

El nuevo O'Sarian, tranquilo, pensativo y cuerdo, esperaba en el sendero, tumbado en el suelo y con su escopeta negra, como un soldado de infantería en Khe Sahn, listo para detener a Lucy y los demás vietcongs disparando sobre sus cabezas, en el caso que aparecieran siguiendo el rastro en dirección a la casa.

– ¿Estás listo? -preguntó Culbeau a Tomel, quien asintió.

Culbeau movió el pomo de la puerta del cuarto donde se dejaban la ropa y botas embarradas y la abrió. Empujó la puerta con su arma levantada y preparada. Tomel lo siguió. Estaban atemorizados como gatos, sabiendo que la policía pelirroja, con el rifle para ciervos, que seguramente sabría usar, podría estar esperándolos, en cualquier lugar de la casa.

– ¿Oyes algo? -susurró Culbeau.

– Sólo música.

Era soft rock, del tipo que Culbeau solía escuchar porque odiaba el country-western.

Los dos hombres se movieron lentamente por el oscuro vestíbulo, con las armas preparadas. Disminuyeron la marcha. Delante tenían la cocina donde Culbeau había visto a alguien, probablemente el muchacho en movimiento, cuando escudriñó la casa con la mira telescópica de su rifle. Señaló la habitación con la cabeza.

– No creo que nos oigan -dijo Tomel. La música estaba bastante alta.

– Entramos juntos. Disparamos a sus piernas o rodillas. No lo mates todavía, tenemos que hacerle decir dónde está Mary Beth.

– ¿A la mujer también?

Culbeau pensó un instante.

– Sí, ¿por qué no? Podríamos querer que se mantenga con vida un rato. Sabes para qué…

Tomel asintió.

– Uno, dos… tres.

De un salto entraron a la cocina y se encontraron a punto de disparar contra un locutor que daba la predición del tiempo en una gran pantalla del televisor. Se agacharon y giraron buscando al chico y a la mujer. No los vieron. Culbeau, miró el televisor. Se dio cuenta de que no estaban allí. Alguien había traído el televisor de la sala y la había puesto delante de la cocina, mirando hacia las ventanas.

Culbeau echó un vistazo a través de las persianas.

– Mierda. Pusieron el televisor aquí para que lo viéramos a través del campo, desde el sendero y pensáramos que había alguien en la casa -subió las escaleras de dos en dos.

– Espera -dijo Tomel-. Ella está allí arriba. Con el rifle.

Pero por supuesto la pelirroja no estaba allí en absoluto. Culbeau irrumpió en el dormitorio donde había visto el cañón del rifle con la mira telescópica apuntándoles y ahora encontró lo que esperaba: un trozo de caño angosto sobre el cual habían atado la parte posterior de una botella de Corona.

Disgustado, explicó:

– Ese es el rifle y la mira. Jesucristo. Lo prepararon para engañarnos. Nos ha retrasado una maldita media hora. Y los jodidos policías están probablemente a cinco minutos de aquí. Debemos irnos.

Pasó como una tromba por detrás de Tomel, quien comenzó a decir:

– Es una chica muy inteligente… -pero al ver el fuego de los ojos de Culbeau, decidió no terminar la frase.


* * *

La batería se agotó y el pequeño motor eléctrico del bote enmudeció.

El angosto esquife que habían robado de la casa de veraneo iba a la deriva por la corriente del Paquenoke, a través de la niebla oleosa que cubría el río. El agua ya no era dorada sino de un gris triste.

Garrett Hanlon cogió un remo del fondo del bote y lo dirigió a la costa.

– Debemos desembarcar en algún lugar -dijo- antes de que sea totalmente de noche.

Amelia Sachs notó que el paisaje había cambiado. Los árboles escaseaban y grandes charcos cenagosos llegaban al río. El chico tenía razón; un rumbo equivocado los llevaría a una ciénaga impenetrable y sin salida.

– Eh, ¿qué te pasa? -le preguntó Garrett viendo su expresión preocupada.

– Estoy muy lejos de Brooklyn.

– ¿Eso queda en Nueva York?

– Exacto -le contestó.

El chico hizo sonar las uñas.

– ¿Y te disgusta no estar allí?

– Ya lo creo.

Mientras dirigía el bote hacia la orilla, Garrett dijo:

– Es lo que más atemoriza a los insectos.

– ¿Qué?

– Digamos, es extraño. No les importa trabajar y no les importa pelear, pero se encolerizan tremendamente en un lugar que no les es familiar. Aun cuando sea seguro. Lo odian, no saben qué hacer.

Bien, pensó Sachs, creo que soy un insecto de tomo y lomo. Prefería la forma en que lo decía Lincoln: pez fuera del agua.

– Siempre te das cuenta cuando un insecto está trastornado. Se limpian las antenas una y otra vez… Las antenas de los insectos hablan sobre sus estados de ánimo. Como nuestros rostros. La única diferencia -agregó misteriosamente- está en que ellos no fingen como lo hacemos nosotros -y se rió de una extraña forma, con un sonido que ella no había oído antes.

El chico se metió al agua por un costado del bote y lo empujó a tierra. Sachs salió. Él la condujo por los bosques. Parecía saber exactamente adonde iba, a pesar de la oscuridad del crepúsculo y la ausencia de senderos.

– ¿Cómo sabes por dónde vamos? -preguntó Sachs.

Garrett dijo:

– Creo que soy como las monarcas. Encuentro el rumbo muy bien.

– ¿Las monarcas?

– Ya sabes, las mariposas. Migran a una distancia de mil millas y saben exactamente adonde van. Es realmente estupendo, realmente estupendo, navegan por el sol y, digámoslo así, cambian el rumbo automáticamente dependiendo de dónde se halle en el horizonte. Oh, y cuando está nublado u oscuro, usan el otro sentido que tienen, perciben los campos magnéticos de la tierra.

Cuando el murciélago emite un sonido para encontrarlas, las polillas cierran sus alas, se tiran al suelo y se esconden.

Sachs sonreía al escuchar la entusiasta conferencia de Garrett, cuando se detuvo de repente y se agachó.

– Cuidado -murmuró-. ¡Allí! Hay una luz.

Una débil luz se reflejaba en un lóbrego estanque. Una espeluznante luz amarilla, como una linterna a punto de apagarse.

Pero Garrett se reía.

Ella lo miró interrogativa.

– Sólo un fantasma. -dijo él.

– ¿Qué? -preguntó Sachs.

– Es la Señora del Pantano. Ya sabes, una doncella india que murió la noche antes de su boda. Su fantasma todavía chapotea por el pantano Dismal buscando al tipo con el que se iba a casar. No estamos en el Great Dismal pero está cerca -señaló el resplandor con la cabeza-. Realmente es un fuego fatuo, causado por ese hongo voluminoso que resplandece.

A Sachs no le gustaba esa luz. Le recordaba la inquietud que sintió cuando pasaron por Tanner's Corner aquella mañana y vieron el pequeño féretro en el funeral.

– No me gusta el pantano, con o sin fantasmas -dijo.

– ¿Sí? Quizá te llegue a gustar. Algún día… -agregó Garrett.

La condujo por un camino y después de diez minutos tomó una carretera estrecha, cubierta de vegetación. Había una vieja caravana asentada en un claro. En la oscuridad Sachs no podía ver bien, pero parecía destartalada, se inclinaba a un costado, los neumáticos estaban desinflados y la hiedra y el musgo la cubrían.

– ¿Es tuya?

– Bueno, nadie vive aquí desde hace años, de manera que creo que es mía. Tengo una llave pero está en casa. No tuve ocasión de buscarla -dio la vuelta por un costado y logró abrir una ventana, se izó y penetró por ella. Un instante después abrió la puerta.

Sachs entró. Garrett estaba revolviendo una alacena de la minúscula cocina. Encontró unas cerillas y prendió una lámpara de propano que dio una luz cálida y amarilla. Abrió otra alacena y escudriñó su contenido.

– Tenía unos Doritos pero los ratones se los comieron -sacó unas fiambreras y las miró-. Se los tragaron. Mierda. Pero tengo unos macarrones John Farmer. Son buenos. Los como todo el tiempo. Y unos guisantes también -empezó a abrir latas mientras Sachs examinaba el remolque. Unas pocas sillas, una mesa. En el dormitorio podía ver un colchón sucio. Había una gruesa estera y una almohada en el suelo de la sala. El remolque en sí irradiaba pobreza: puertas y herrajes rotos, agujeros de bala en los muros, ventanas rotas, una alfombra tan sucia que no había modo de limpiarla. En sus días de oficial patrullero en el NYPD había visto muchos lugares tan tristes como aquél, pero siempre desde el exterior; ahora ése era su hogar temporal.

Pensó en las palabras de Lucy esa mañana.

Las reglas normales no se aplican a nadie al norte del Paquo. Es nosotros o ellos. Te puedes encontrar disparando antes de leerle a nadie sus derechos y estaría perfectamente bien.

Recordó el tremendo estruendo de la escopeta, cuyos proyectiles iban dirigidos a ella o a Garrett.

El chico colgó trozos de tela grasienta en las ventanas para que nadie pudiera ver la luz de dentro. Salió un momento y luego regresó con una taza mohosa, llena presumiblemente, de agua de lluvia. Se la alcanzó. Ella sacudió la cabeza.

– Me siento como si hubiera bebido la mitad del Paquenoke.

– Esto es mejor.

– Seguro que lo es. Sin embargo no quiero.

Él bebió el contenido de la taza y luego revolvió la comida que se calentaba en la pequeña cocina de propano. En voz baja cantó una y otra vez una melodía escalofriante: «Farmer John, Farmer John. Enjoy it fresh from Farmer John[17]» No era nada más que una cancioncilla publicitaria pero a Sachs le sacaba de quicio, así que se alegró cuando dejó de cantarla.

Estaba a punto de rechazar la comida, pero se dio cuenta de repente de que tenía mucha hambre. Garrett vertió el contenido en dos cuencos y le entregó una cuchara. Ella escupió en el cubierto y lo secó en su camisa. Comieron durante unos minutos en silencio.

Sachs percibió un sonido afuera, un ruido chillón y agudo.

– ¿Qué es eso? -preguntó-. ¿Cigarras?

– Sí -contestó el muchacho-. Son los machos los que hacen ese ruido. Sólo los machos. Hacen todo ese ruido con esas placas que tienen en el cuerpo -frunció el ceño y reflexionó un instante-. Viven una vida totalmente espeluznante… Las ninfas cavan el suelo y se quedan allí, digamos, veinte años antes de salir a la luz. Cuando aparecen se suben a un árbol. Su piel se rompe en el dorso y el adulto se libra de ella. Todos esos años en el suelo, escondiéndose, antes de salir y convertirse en adultos.

– ¿Por qué te gustan tanto los insectos, Garrett? -preguntó Sachs.

Él vaciló.

– No lo sé. Me gustan.

– ¿Nunca te preguntaste por qué?

Él dejó de comer. Se rascó una de las ronchas de la hiedra venenosa.

– Creo que mi interés por ellos despertó después de que mis padres murieron. Cuando eso sucedió me sentí muy desgraciado. Sentía que mi cabeza funcionaba raro. Estaba confundido y, no lo sé bien, me sentía diferente… Los psicólogos de la escuela dijeron que era porque mamá y papá y mi hermana murieron. Me dijeron que tenía que trabajar duro para superarlo. Pero yo no podía hacerlo. Me sentía como si no fuera una persona de verdad. No me importaba nada. Todo lo que hacía era quedarme acostado en la cama o ir al pantano o los bosques y leer. Durante un año fue todo lo que hice. Además, nunca veía a nadie. Estuve en varios hogares adoptivos… Pero luego leí algo estupendo. En ese libro de allí…

Abrió The Miniature World y encontró una página. Se la mostró. Había trazado un círculo alrededor de un pasaje llamado «Características de las Criaturas Vivientes Sanas». Sachs lo ojeó y leyó algunas de las entradas de una lista de ocho o nueve.


Una criatura sana se empeña en crecer y desarrollarse.

Una criatura sana se empeña en sobrevivir.

Una criatura sana se empeña en adaptarse a su medio.


Garrett dijo:

– Lo leí y fue como, guau, podría ser así. Podría ser sano y normal otra vez. Traté por todos los medios de seguir las reglas que establecía. Eso hizo que me sintiera mejor. De manera que me sentí cercano a ellos, a los insectos, quiero decir.

Un mosquito aterrizó en el brazo de Sachs. Ella se rió.

– Pero también te chupan la sangre -lo golpeó-. Le di…

– A ella -la corrigió Garrett-. Son las hembras las que chupan sangre. Los machos beben néctar.

– ¿De veras?

El chico asintió y luego se quedó quieto un instante. Miró la manchita de sangre en el brazo.

– Los insectos nunca se van.

– ¿Qué quieres decir?

Garrett encontró otro pasaje en el libro y leyó en voz alta: «Si alguna criatura puede ser llamada inmortal es el insecto, que habitó la tierra millones de años antes de la aparición de los mamíferos y que estará aquí mucho después que la vida inteligente haya desaparecido». Garrett dejó el libro y la miró:

– Mira, la cosa es que si matas uno siempre hay más. Si mamá, papá y mi hermana fueran insectos y murieran, siempre habría algunos como ellos y no estaría solo.

– ¿No tienes amigos?

Garrett se encogió de hombros.

– Mary Beth. Es la única, se podría decir.

– ¿Realmente te gusta, verdad?

– Por completo. Me salvó de ese chico que me iba a hacer algo malo. Y, digamos que habla conmigo… -meditó un momento-. Creo que eso es lo que me gusta de ella. Habla conmigo. Estaba pensando que quizá dentro de unos años, cuando yo sea mayor, ella quiera salir conmigo. Podríamos hacer las cosas que hace la gente. Ya sabes, ir al cine, o a picnics. La observé una vez en un picnic. Estaba con su madre y unos amigos. Se divertían. Los observé durante, digamos, horas. Me senté debajo de una mata de acebo con un poco de agua y unos Doritos y fingí que estaba con ellos. ¿Fuiste a un picnic alguna vez?

– Sí, por supuesto.

– Yo iba mucho con mi familia. Quiero decir, con mi verdadera familia. Me gustaba. Mamá y Kaye ponían la mesa y cocinaban cosas en un pequeño grill. Papá y yo nos quitábamos los zapatos y las medias y nos parábamos en medio del agua a pescar. Recuerdo como era el barro del fondo y el agua fría.

Sachs se preguntó si aquella era la razón de que le gustaran tanto el agua y los insectos acuáticos.

– ¿Y pensaste que tú y Mary Beth iríais a picnics?

– No lo sé. Quizá -luego sacudió la cabeza y esbozó una triste sonrisa-. Creo que no. Mary Beth es bonita e inteligente y tiene un montón de años más que yo. Terminará saliendo con alguien guapo y brillante. Pero quizá podamos ser amigos, ella y yo. Pero aun si no lo fuéramos, todo lo que me importa en el mundo es que esté bien. Se quedará conmigo hasta que esté a salvo. Tú o tu amigo, ese hombre en silla de ruedas de quien todos hablan, podéis ayudarla a ir a algún lugar en que esté a salvo -miró por la ventana y calló.

– ¿A salvo del hombre del mono? -preguntó Sachs.

El chico tardó un instante antes de contestar, luego afirmó con la cabeza:

– Sí, es cierto.

– Voy a tomar un poco del agua que me ofreciste -dijo Sachs.

– Espera -dijo el chico. Cortó unas hojas secas de una rama pequeña que reposaba sobre la encimera de la cocina, le pidió que se frotara los brazos, el cuello y las mejillas con ellas. Emanaban un fuerte olor a hierbas-. Es una planta de toronjil -explicó-. Ahuyenta los mosquitos. No tendrás que aplastarlos más.

Sachs tomó la taza. Salió, miró el barril con agua de lluvia. Estaba cubierto por una fina pantalla. La levantó, llenó la taza y bebió. El agua parecía dulce. Escuchó los ruidos de los insectos.

Tú y ese hombre en silla de ruedas de quien todos hablan podéis ayudarla a ir a algún lugar en que esté a salvo.

La frase resonaba en su cabeza: el hombre en silla de ruedas, el hombre en silla de ruedas…

Volvió al remolque. Dejó la taza. Miró la pequeña sala.

– ¿Garrett, me harías un favor?

– Sí

– ¿Confías en mí?

– Sí.

– Ven y siéntate aquí.

El chico la miró por un momento, luego se puso de pie y caminó hacia el viejo sillón que señalaba Sachs. Ella cruzó el minúsculo cuarto y tomó una de las sillas de paja que estaban en el rincón. La llevó donde se sentaba el muchacho y la puso sobre el suelo, frente a él.

– ¿Garrett, recuerdas lo que el doctor Penny te dijo que hicieras, cuando estabas en la cárcel? ¿Con la silla vacía?

– ¿Hablar con la silla? -preguntó Garrett, mirándola, inseguro-. Ese juego.

– Correcto. Quiero que lo juegues otra vez. ¿Lo harás?

El muchacho vaciló y se limpió las manos en las perneras de los pantalones. Durante un momento miró fijamente la silla. Por fin dijo:

– Sí.

Capítulo 31

Amelia Sachs recordaba el cuarto de interrogatorios y la sesión con el psicólogo.

Desde el lugar privilegiado en que se encontraba, Sachs había observado al muchacho con detenimiento, a través de la ventana del otro lado, que era un espejo. Recordó cómo el doctor trató de hacerle imaginar que Mary Beth estaba en la silla, pero si bien Garrett no quiso decir nada a la chica, pareció desear hablar con otra persona. Sachs había visto la expresión en la cara del joven, cuando el doctor lo desvió del camino que quería tomar: denotaba ansia, decepción y también cólera.

Oh, Rhyme, comprendo que te gusten las evidencias duras y frías. Que no podamos depender de esas «cosas blandas», palabras, expresiones y lágrimas, de la vivacidad de los ojos de quien escuchamos historias cuando estamos sentados enfrente a él…, pero eso no significa que esas historias sean siempre falsas. Creo que hay más en el caso de Garrett Hanlon de lo que la evidencia nos muestra.

– Mira la silla -le dijo-. ¿Quién quieres imaginarte sentado allí?

Él sacudió la cabeza.

– No lo sé.

Sachs acercó la silla. Le sonrió para alentarlo.

– Dime. Todo está bien. ¿Una chica? ¿Alguien de la escuela?

Garrett sacudió de nuevo la cabeza.

– Dime…

– Bueno, no lo sé. Quizá… -después de una pausa, exclamó-: Quizá mi padre.

Enfadada, Sachs recordó los ojos fríos y malévolos modos de Hal Babbage. Supuso que Garrett tendría mucho que decirle.

– ¿Sólo tu padre? ¿O la señora Babbage también?

– No, no, él no. Quiero decir, mi verdadero padre.

– ¿Tu verdadero padre?

Garrett asintió. Estaba agitado, nervioso. Hacía sonar las uñas con frecuencia.

Las antenas de los insectos manifiestan sus estados de ánimo…

Al mirar su rostro, Sachs se dio cuenta con preocupación de que no tenía idea de lo que estaba haciendo. Los psicólogos utilizaban todo tipo de métodos para levantar las defensas de sus pacientes, para guiarlos, protegerlos cuando practicaban algún tipo de terapia. ¿Existía alguna posibilidad de que lo que iba a hacer empeorara el estado de Garrett? ¿Que lo empujara a traspasar una línea de manera que realmente hiciera algo violento, se lastimara o lastimara a otra persona? Sin embargo, iba a probar. El apodo de Amelia en el Departamento de Policía de Nueva York era P. D., que significaba «la hija del patrullero», o sea la hija de un policía de calle, y, a todas luces, salió a su padre: afición por los coches, amor por el trabajo policial, impaciencia con las tonterías y, en especial, talento para aplicar la psicología necesaria para su tarea. Lincoln Rhyme la denigraba por ser una «policía popular» y le advirtió que esa actitud la llevaría a la ruina. Él alababa su talento como criminalista y, si bien ella era una científica forense con mucho talento, en el fondo del corazón era igual que su padre; para Amelia Sachs el mejor tipo de evidencia era la que se encontraba en el corazón humano.

Los ojos de Garrett se desviaron hacia la ventana, donde los insectos golpeaban contra la pantalla herrumbrosa como si quisieran suicidarse.

– ¿Cuál era el nombre de tu padre?

– Stuart. Stu.

– ¿Cómo lo llamabas?

– La mayoría de las veces «papá». A veces «señor». -Garrett sonrió con tristeza-. Eso era cuando había hecho algo malo y pensaba que sería mejor portarme bien.

– ¿Os llevabais bien?

– Mejor que la mayoría de mis amigos con sus padres. A ellos a veces los castigaban con azotes y los padres siempre estaban gritándoles: «¿Por qué perdiste ese tanto…?» «¿Por qué está tan desordenado tu cuarto…?» «¿Por qué no hiciste las tareas para la escuela…?» Pero papá era bueno conmigo. Hasta… -su voz se apagó.

– Sigue.

– No sé. -Se encogió de hombros.

Sachs insistió.

– ¿Hasta qué, Garrett?

Silencio

– Dilo.

– No quiero decírtelo. Es estúpido.

– Bueno, no me lo digas a mí. Díselo a él, a tu padre -señaló la silla con la cabeza-. Aquí está tu padre, justo frente a ti. Imagínalo -el chico se inclinó hacia delante, mirando la silla casi con miedo-. Stu Hanlon está sentado aquí. Hablale.

Por un instante apareció una mirada de tanta añoranza en los ojos de Garrett que a Sachs le dieron ganas de llorar. Sabía que estaban cerca de algo importante y temía que él se echara atrás.

– Hablame de él -le dijo, cambiando levemente el rumbo-. Cuéntame cómo era. Lo que vestía.

Después de una pausa el muchacho continuó:

– Era alto y bastante delgado. Tenía el pelo oscuro y siempre se le quedaba de punta después de cortárselo. Se tenía que poner gomina para mantenerlo peinado dos días después del corte. Siempre usaba ropas bastante buenas. Ni siquiera tenía vaqueros, creo. Siempre usaba camisas con cuello. Y pantalones con los bajos vueltos -Sachs recordó que en el momento de examinar su cuarto había notado que Garrett no tenía vaqueros, sino pantalones con los bajos vueltos. Una leve sonrisa iluminó el rostro de Garrett-. Solía dejar caer una moneda por el costado de los pantalones y trataba de que cayera en los bajos. Si lo lograba, la moneda era para mi hermana o para mí. Era una especie de juego que teníamos entre los tres. En Navidad traía a casa dólares de plata y los deslizaba por los pantalones hasta que los cogíamos.

Los dólares de plata del bote de avispas, recordó Sachs.

– ¿Tenía alguna afición? ¿Los deportes?

– Le gustaba leer. Nos llevaba mucho a las librerías y nos leía, mucha historia; libros de viajes y cosas sobre la naturaleza. Oh, también pescaba. Casi todos los fines de semana.

– Bueno, imagina que está sentado aquí en la silla vacía, y tiene puestos sus pantalones y su camisa. Está leyendo un libro. ¿De acuerdo…?

– Creo que sí.

– Deja a un lado el libro…

– No, primero marcaría la página por donde iba. Tenía una tonelada de señaladores. Casi los coleccionaba. Mi hermana y yo le regalamos uno en la Navidad antes del accidente.

– Bien, señala el lugar y deja a un lado el libro. Te está mirando. Ahora tienes la ocasión de decirle algo. ¿Qué dirías?

Garrett se encogió de hombros, sacudió la cabeza. Miró nerviosamente por el oscuro remolque.

Pero Sachs no iba a soltar su presa.

Tiempo de esfuerzos…

Le dijo:

– Pensemos en algo concreto que te gustaría hablar con él. Un incidente. Algo que te preocupa. ¿Había algo así?

Pero papá era bueno conmigo. Hasta…

El chico apretaba las manos, se las frotaba, hacía sonar las uñas.

– Díselo, Garrett.

– Bien, creo que hubo algo.

– ¿Qué?

– Bueno, esa noche… la noche que murieron.

Sachs sintió un leve escalofrío. Supo que se adentraban en un tema muy difícil. Pensó por un momento en echarse atrás. Pero no estaba en su naturaleza el achantarse y no lo hizo.

– ¿Qué pasó esa noche? ¿Quieres hablar con tu padre acerca de algo que sucedió?

Al chico asintió.

– Mira, estaban en el coche. Iban a cenar. Era un miércoles. Todos los miércoles íbamos a Bennigan's. Me gustan los palitos de pollo. Comería los palitos de pollo, patatas fritas y bebería una Coca-cola. Mi hermana Kaye pediría aros de cebolla y dividiríamos las patatas fritas y los aros. A veces hacíamos dibujos en un plato vacío con la botella de ketchup.

Su rostro estaba pálido y tenso. Sachs pudo observar en él muchísima pena. Trató de controlar sus propias emociones.

– ¿Qué recuerdas de esa noche?

– Sucedió fuera de la casa, en el sendero. Estaban en el coche, mamá y papá y mi hermana. Se iban a cenar… y -tragó- sea por lo que fuere se iban sin mí.

– ¿Sin ti?

Garrett asintió.

– Yo había llegado tarde. Había estado en los bosques de Blackwater Landing y perdí la noción del tiempo. Corrí algo así como media milla. Pero mi padre no me dejó entrar. Debía de estar furioso porque llegaba tarde. Yo quería entrar desesperadamente. Hacía mucho frío. Recuerdo que estaba temblando y ellos también. Hacia tanto frío que había escarcha en las ventanillas. Pero no me dejaban entrar.

– Quizá tu padre no te vio. A causa de la escarcha.

– No, me vio. Estaba justo del lado del coche donde estaba mi padre. Yo golpeaba la ventanilla y él me miró, pero no abrió la puerta. Se limitó a fruncir el ceño y gritarme. Yo seguía pensando: está furioso conmigo y tengo frío y no voy a comer mis palitos de pollo ni mis patatas fritas. No voy a cenar con mi familia -las lágrimas rodaron por sus mejillas.

Sachs quiso poner un brazo alrededor de los hombros del muchacho pero se quedó donde estaba.

– Continúa -señaló la silla con la cabeza-. Habla con tu padre. ¿Qué quieres decirle?

Garrett la miró pero ella señaló la silla. Finalmente él se volvió hacia el mueble.

– ¡Hace tanto frío! -dijo, jadeando-. Hace frío y quiero entrar en el coche. ¿Por qué no me deja hacerlo?

– No. Pregúntaselo a él. Imagina que está aquí.

Sachs estaba pensando que aquella era la misma forma en que Rhyme le obligaba a imaginar como actuaba el criminal en las escenas de crimen. Resultaba algo totalmente mortificante. Sentía el temor del chico con absoluta claridad. Sin embargo, no cejó.

– Dile… dile a tu padre.

Garrett miró la silla, nervioso. Se inclinó hacia delante.

– Yo…

Sachs murmuró:

– Continúa, Garrett. Todo está bien. No dejaré que te pase nada. Díselo.

– ¡Yo sólo quería ir a Bennigan's con vosotros! -dijo, sollozando-. Eso es todo. Digamos, para cenar, todos juntos. Sólo quería ir con vosotros. ¿Por qué no me dejaste entrar en el coche? Me viste llegar y cerraste la puerta. ¡No llegué tan tarde! -Garrett se iba enfadando cada vez más-. ¡Me dejaste afuera al poner el seguro! Estabas furioso conmigo y no era justo. Lo que hice, llegar tarde… no era tan malo. Debo de haber hecho algo más para que te enfadaras tanto. ¿Qué? ¿Por qué no querías que fuera con vosotros? Dime qué hice -se ahogó-. Vuelve y dímelo. ¡Vuelve! ¡Quiero saberlo! ¿Qué hice? ¡Dime, dime, dime!

Sollozando, se levantó de un salto dando una fuerte patada a la silla, que voló por el cuarto y cayó de costado. Garrett cogió la silla y gritando con furia, la rompió contra el suelo del remolque. Sachs retrocedió y parpadeó conmocionada por la cólera que había desatado. El chico aplastó la silla una docena de veces contra el suelo hasta que no fue más que una masa informe de madera y mimbre. Al final, Garrett cayó al suelo, rodeándose con sus brazos. Sachs se levantó y lo abrazó mientras él sollozaba y temblaba.

Después de cinco minutos dejó de llorar. Se puso de pie y enjugó el rostro con la manga.

– Garrett -comenzó Sachs en un susurro.

Pero el chico sacudió la cabeza.

– Me voy afuera -dijo. Seguidamente se levantó y empujó la puerta.

Ella se quedó unos instantes sentada sin saber qué hacer. Estaba completamente exhausta pero no se acostó en la estera que el chico le había dejado ni trató de dormir. Apagó la lámpara y quitó el trapo de la ventana, luego se sentó en el desvencijado sillón. Se inclinó hacia delante, oliendo el aroma picante del toronjil y observó la silueta encorvada del muchacho, sentado sobre el tocón de un roble mientras miraba fijamente las móviles constelaciones de bichitos de luz que llenaban el bosque a su alrededor.

Capítulo 32

Lincoln Rhyme murmuró:

– No lo creo.

Acababa de hablar con una furiosa Lucy Kerr, quien le informó que Sachs había disparado varias veces contra un policía bajo el puente Hobeth.

– No lo creo -repitió en un susurro a Thom.

El ayudante era un maestro en manejar cuerpos deshechos y espíritus quebrantados a causa de ello. Pero este era un asunto diferente, mucho peor, y todo lo que podía hacer era comentar:

– Se trata de una confusión. La han tomado por otra persona. Amelia no haría algo así.

– No lo haría -murmuró Rhyme. Esta vez dirigía su desmentido a Ben-. De ninguna manera. Ni siquiera para ahuyentarlos -se dijo que nunca dispararía contra un compañero, ni en el caso de tener que huir. Sin embargo, también pensaba en lo que hace la gente desesperada. Los demenciales riesgos que corre. (Oh, Sachs, ¿por qué tienes que ser tan impulsiva y terca? ¿Por qué tienes que parecerte tanto a mí?)

Bell estaba en la oficina frente al vestíbulo. Rhyme podía escuchar que murmuraba palabras tiernas en el teléfono. Supuso que la mujer del sheriff y su familia no estaban acostumbrados a aquellas ausencias nocturnas, la labor policial en una ciudad como Tanner's Corner probablemente no exigía tantas horas como el caso de Garrett Hanlon.

Ben Kerr estaba sentado al lado de uno de los microscopios, con los enormes brazos cruzados sobre el pecho. Miraba el mapa. A diferencia del sheriff, no había llamado a su casa y Rhyme se preguntó si tendría mujer o novia, o si la vida de aquel hombre tímido estaba totalmente dedicada a la ciencia y los misterios del océano.

El sheriff colgó. Volvió al laboratorio.

– ¿Tienes más ideas, Lincoln?

Rhyme señaló con la cabeza el diagrama de evidencias.


ENCONTRADO EN LA ESCENA SECUNDARIA DEL CRIMEN – EL MOLINO


Pintura marrón en los pantalones

Drosera

Arcilla

Musgo de turba

Zumo de frutas

Fibras de papel

Cebo de bolas malolientes

Azúcar

Canfeno

Alcohol

Keroseno

Levadura


Repitió lo que sabían de la casa donde estaba oculta Mary Beth.

– Hay un estanque camino de la casa o cerca de ella. La mitad de los pasajes marcados en sus libros de insectos trata de camuflaje y la pintura marrón de los pantalones es del color de la corteza de los árboles, de manera que el lugar está dentro de un bosque o en sus proximidades. Las lámparas de canfeno datan del siglo XIX, así que el lugar es antiguo, probablemente de la época victoriana. Pero el resto de las pistas no ayuda mucho. La levadura sería del molino. Las fibras de papel pueden provenir de cualquier parte. ¿El zumo de frutas y el azúcar? De la comida o las bebidas que Garrett tenia con él. Sólo que no puedo…

Sonó el teléfono.

El dedo anular izquierdo de Rhyme se crispó sobre el ECU y el criminalista contestó la llamada.

– Hola -dijo al altavoz.

– Lincoln.

Reconoció la voz suave y cansada de Mel Cooper.

– ¿Qué tienes, Mel? Necesito buenas noticias.

– Espero que sean buenas. Investigamos la llave que encontraron. Estuvimos consultando libros y bases de datos toda la noche. Finalmente descubrimos de dónde es.

– ¿De dónde?

– Es de un remolque construido por la McPherson Deluxe Mobile Home Company. Los remolques de este tipo se construyeron desde 1946 hasta principios de los setenta. La empresa ya no existe pero según los catálogos, el número de serie de la llave que tienes se ajusta a un remolque de 1969.

– ¿Alguna descripción?

– No hay imágenes en el catálogo.

– Demonios. Dime, ¿se puede vivir en esas cosas en un parque específico? ¿O se pueden conducir como si fuera un Winnebago?

– Vive en ellas, me imagino. Miden dos metros y medio por seis. No es la clase de vivienda en la que harías un viaje. De todas maneras, no tiene motor. Hay que remolcarla.

– Gracias, Mel. Duerme un poco.

Rhyme colgó el teléfono.

– ¿Qué piensas, Jim? ¿Hay algún parque para caravanas por aquí?

El sheriff parecía dudar.

– Hay un par a lo largo de la ruta 17 y 158. Pero no se hallan cerca del lugar a donde se dirigían Garrett y Amelia. Y están llenos. Es difícil ocultarse en un lugar así. ¿Debo mandar a alguien para que controle?

– ¿A qué distancia están?

– Once o doce kilómetros.

– No. Garrett probablemente encontró un remolque abandonado en algún lugar de los bosques y se lo apropió -Rhyme miró el mapa. Pensó: «Y está aparcado en algún lugar en cien millas cuadradas de territorio selvático».

También se preguntó si se habría librado el muchacho de las esposas. ¿Tenía el revólver de Sachs? En aquellos momentos, la chica estaría durmiendo, con la guardia baja y Garrett esperaría el instante en que estuviera inconsciente. Se levantaría, se acercaría agazapado con una roca o un nido de avispas…

Con la ansiedad carcomiéndolo, extendió la cabeza hacia atrás y sintió el ruido de un hueso. Se paralizó, preocupado por las atroces contracturas que ocasionalmente torturaban los músculos que todavía estaban conectados a los nervios sanos. Parecía por completo injusto que el mismo trauma que dejaba paralizada la mayor parte de su cuerpo también sometiera a la parte sensible a unos temblores de agonía.

Esta vez no hubo dolor, pero Thom notó la alarma en el rostro de su jefe.

El ayudante dijo:

– Lincoln, ya está bien… Te tomo la tensión y te vas a la cama. Sin discusión.

– Esta bien, Thom, Está bien. Sólo tengo que hacer una llamada telefónica antes.

– Mira la hora que es… ¿Quién puede estar despierto?

– No es cuestión de quién puede estar despierto ahora -dijo Rhyme con cansancio-. Es cuestión de quién está a punto de estarlo.


* * *

Medianoche, en el pantano.

Los sonidos de los insectos. Las sombras veloces de los murciélagos. Una lechuza o dos. La luz helada de la luna.

Lucy y los demás policías marcharon siete kilómetros hasta la ruta 30, donde les esperaba una caravana. Bell hizo uso de su influencia y «requisó» el vehículo de «Winnebagos Fred Fisher». Steve Farr lo había conducido hasta allí para encontrarse con la patrulla y proporcionarles un lugar para pasar la noche.

Entraron a la minúscula vivienda. Jesse, Trey y Ned comieron con apetito los bocadillos de ternera que Farr les trajo. Lucy bebió una botella de agua y dejó la comida. Farr y Bell, Dios los bendiga, también habían encontrado uniformes limpios para los exploradores.

Lucy llamó y contó a Jim Bell que habían seguido las huellas de los dos fugitivos hasta una casa de veraneo con techo a dos aguas, en la que habían entrado.

– Parece que estuvieron mirando la tele, por increíble que parezca.

Pero estaba demasiado oscuro para seguir las huellas desde allí y decidieron esperar hasta el alba para seguir con la búsqueda.

Lucy cogió ropas limpias y entró al aseo. En la pequeña ducha dejó que el débil chorro de agua cayera por su cuerpo. Se empezó a lavar el pelo, la cara y el cuello y luego, como siempre, sus manos tantearon el pecho liso, percibieron los bordes de las cicatrices y se hicieron más firmes al dirigirse al abdomen y muslos.

Se preguntó otra vez por qué sentía tanta aversión a la silicona o a la cirugía reconstructiva con la que según le explicó el doctor, sacando tejido adiposo de sus muslos o nalgas se podían rehacer los pechos. Hasta los pezones se podían reconstruir, o se los podía tatuar.

Porque era falsa, se contestó. Porque no era real.

Y entonces, ¿por qué preocuparse?

Pero entonces, Lucy pensó: Mira a ese Lincoln Rhyme. Es sólo un hombre a medias. Sus piernas y sus brazos son falsos, una silla de ruedas y un ayudante. Pensar en él le hizo recordar a Amelia y la cólera la invadió una vez más. Dejó a un lado sus cavilaciones, se secó y se puso una camiseta, mientras recordaba distraída el cajón de sostenes que guardaba en la cómoda del cuarto de huéspedes de su casa, y que tenía intención de tirar desde hacía dos años, aunque, por alguna razón, nunca lo había hecho. Después se vistió con la blusa y los pantalones del uniforme. Salió del aseo. Jesse estaba hablando por teléfono.

– ¿Novedades?

– No -dijo-. Todavía están trabajando con las evidencias, Jim y el señor Rhyme.

Lucy rechazó con un movimiento de cabeza la comida que Jesse le ofrecía, luego se sentó a la mesa y sacó el revólver de servicio de la funda.

– Steve -llamó a Farr.

El joven de pelo bien cortado dejó de leer el periódico y la miró con una ceja levantada.

– ¿Me trajiste lo que te pedí?

– Oh, sí. -Abrió la guantera y le entregó una caja amarilla y verde de balas Remington. Lucy retiró los cartuchos de punta redonda de su pistola y los reemplazó por las balas nuevas, de punta hueca, con mucho más poder de penetración y de causar daño en los tejidos blandos cuando alcanzan un ser humano.

Jesse Corn la observó con detenimiento pero pasó un instante hasta que habló, como ella sabría que haría.

– Amelia no es peligrosa -dijo en voz baja, pues las palabras iban dirigidas sólo a Lucy.

Ella dejó el arma sobre la mesa y lo miró a los ojos.

– Jesse, todos dijeron que Mary Beth estaba cerca del océano y resulta que está en la dirección opuesta. Todos decían que Garrett era sólo un chico estúpido, pero es listo como una víbora y nos engañó media docena de veces. No sabemos nada de nada. Quizá Garrett tenga un depósito de armas en algún lugar y algún que otro plan para eliminarnos cuando caigamos en su trampa.

– Pero Amelia está con él. No dejará que suceda.

– Amelia es una maldita traidora y no podemos fiarnos de ella ni una pizca. Escucha, Jesse, te vi esa mirada en la cara cuando te diste cuenta de que no estaba bajo el bote. Sentías alivio. Sé que te gusta y que esperas gustarle a ella… No, no, déjame terminar. Ella sacó por la fuerza a un asesino de la cárcel y si tú hubieras estado allá en el río en el lugar de Ned, Amelia te hubiera disparado lo mismo.

Jesse comenzó a protestar, pero la mirada helada de sus ojos lo hizo callarse.

– Es fácil enamorarse de alguien como ella -continuó Lucy-. Es guapa y viene de otro lugar, un lugar exótico… pero no entiende la vida de este pueblo y no comprende a Garrett. Tú lo conoces, es un muchacho enfermo y sólo por un golpe de suerte no está condenado a cadena perpetua.

que Garren es peligroso. No te lo discuto. Es en Amelia en quien pienso…

– Bueno, yo pienso en nosotros y en toda la gente de Blackwater Landing. El chico podría estar planeando matar mañana o la próxima semana o el próximo año si se nos escapa. Cosa que podría conseguir gracias a Amelia. Ahora necesito saber si puedo contar contigo. Si no, te puedes ir a casa y haré que Jim envíe a otra persona en tu lugar.

Jesse miró la caja de proyectiles y luego a Lucy.

– Puedes contar conmigo, Lucy. De verdad.

– Bien. Espero que lo digas en serio. Porque con las primeras luces seguiré su rastro y los traeré de vuelta. Espero que vivos, pero, te lo advierto, eso es secundario.


* * *

Mary Beth McConnell estaba sentada sola en la cabaña, exhausta pero con miedo a dormirse.

Escuchaba ruidos por todas partes.

Había dejado el canapé. Temía que si se quedaba allí se tumbaría y se quedaría dormida y luego se despertaría para encontrar al Misionero y a Tom mirándola por la ventana, listos para entrar. De manera que se hallaba sentada en el borde de una silla del comedor, que era tan cómoda como un ladrillo.

Ruidos…

En el techo, en el porche, en los bosques…

No sabía qué hora era. Hasta tenía miedo de encender la débil lucecilla de su reloj pulsera para mirar el cuadrante, con el loco temor de que la luz de alguna manera atrajera a sus atacantes.

Exhausta. Demasiado cansada como para preguntarse otra vez por qué le había pasado aquello a ella y qué podría haber hecho para prevenirlo.

Ninguna obra buena queda sin castigo…

Miró hacia el campo que estaba frente a la cabaña, ahora por completo en la oscuridad. La ventana era como un marco alrededor de su destino: ¿a quién mostraría acercándose por el campo? ¿A sus asesinos o a los que la rescatarían?

Escuchó.

¿Qué era ese ruido: una rama rozando la corteza? ¿O el chasquido de una cerilla?

¿Qué era ese punto de luz en el bosque: una luciérnaga o el fuego de un campamento?

Ese movimiento: ¿un ciervo impulsado a correr por el olor de un lince o el Misionero y su amigo sentados alrededor del fuego, para beber cerveza y comer y luego deslizarse por el bosque para venir a buscarla y satisfacer sus cuerpos de otra forma?

Mary Beth McConnell no lo podía distinguir. Aquella noche, como en tantos momentos de la vida, sólo se sentía llena de dudas.

Encuentras restos de colonos muertos hace siglos y te preguntas si tu teoría es errónea.

Tu padre muere de cáncer, una muerte larga y desgastante que los médicos dicen que es inevitable pero tú piensas: a lo mejor no era así.

Dos hombres están allá afuera en los bosques, planeando violarte y matarte.

Pero quizá no.

Quizá hayan abandonado sus planes. Quizá estén demasiado embriagados. O atemorizados por las consecuencias, en la creencia de que sus obesas mujeres o sus manos callosas son más seguras que lo que habían planeado para ella.

Con los miembros extendidos en tu casa…

Un agudo chasquido llenó la noche. Saltó ante el sonido. Un disparo. Parecía venir de donde había visto el fuego. Un momento después hubo un segundo disparo. Más cerca.

Respiró con dificultad por el miedo y cogió el garrote. Incapaz de mirar por la ventana, incapaz de no hacerlo. Aterrorizada al pensar que vería la cara pastosa de Tom aparecer lentamente en la ventana, sonriendo.

Volveremos.

Se levantó viento y dobló los árboles, los matorrales, el pasto.

Creyó que oía la risa de un hombre, cuyo sonido se perdió enseguida en el viento apagado, como el llamado de uno de los espíritus Manitú de los Weapemeocs.

Creyó escuchar a un hombre gritar:

– Prepárate, prepárate…

Pero quizá no era así.


* * *

– ¿Escuchaste esos disparos? -preguntó Rich Culbeau a Harris Tomel.

Estaban sentados alrededor de un fuego que se extinguía. Se sentían intranquilos y ni la mitad de borrachos que hubieran estado si se tratara de una excursión normal de caza, ni la mitad de borrachos que hubieran querido estar. El licor ilegal no hacía efecto.

– Pistola -dijo Tomel-. De gran calibre. Diez milímetros o una 44, 45. Automática.

– Tonterías -le increpó Culbeau-. No puedes saber si es automática o no.

– Puedo -peroró Tomel-. Un revólver suena más fuerte, a causa de la brecha entre el tambor y el cañón. Lógico…

– Tonterías -repitió Culbeau. Luego preguntó-: ¿A qué distancia?

– Aire húmedo. Es de noche… cálculo que a seis o siete kilómetros.

Tomel suspiró:

– Quiero que esto termine. Estoy harto.

– Te comprendo -dijo Culbeau-. Era más fácil en Tanner's Corner, ahora se está complicando.

– Malditos bichos -dijo Tomel, aplastando un mosquito.

– ¿Por qué crees que alguien está disparando a estas horas de la noche? Casi es la una…

– Un mapache en la basura, un oso negro en una tienda, un hombre que se tira la mujer de otro.

Culbeau asintió.

– Mira, Sean se ha dormido. Ese hombre puede dormir a cualquier hora, en cualquier lugar -desparramó las ascuas para apagarlas.

– Está medicándose.

– ¿Ah, sí? No lo sabía.

– Esa es la razón por la que se duerme a cualquier hora en cualquier lugar. Se porta de una forma extraña, ¿no crees? -preguntó Tomel, mirando al hombre delgado como si fuera una víbora echando una siesta.

– Me gustaba más cuando era impredecible. Ahora que está tan serio mete miedo. Coge el arma como si fuera su polla y todo.

– Tienes razón en eso -murmuró Tomel, luego miró durante unos minutos el sombrío bosque. Suspiró y dijo-: Eh, ¿tienes el antimosquitos? Me están comiendo vivo… Ya que estás, alcánzame también la botella de licor.


* * *

Amelia Sachs abrió los ojos cuando sonó el disparo de pistola.

Miró al dormitorio de la caravana, donde Garrett dormía sobre el colchón. No había oído el ruido.

Otro disparo.

«¿Por qué alguien está disparando tan tarde?», se preguntó.

Los disparos le recordaron el incidente en el río, Lucy y los otros disparando contra el bote debajo del cual pensaban que estaban Garrett y ella. Se imaginó los chorros de agua causados por los terribles impactos.

Prestó atención pero no escuchó más disparos. No oyó otra cosa más que el viento. Y las cigarras, por supuesto.

Viven una vida totalmente espeluznante… Las ninfas cavan el suelo y se quedan allí, digamos, veinte años antes de salir a la luz… Todos esos años en el suelo, escondiéndose, antes de salir y convertirse en adultos.

Su mente se vio otra vez ocupada por lo que había estado considerando antes de que los disparos interrumpieran sus pensamientos.

Amelia Sachs había estado pensando en una silla vacía.

No en la técnica terapéutica del doctor Penny, o en lo que Garrett le había contado de su padre y aquella noche terrible de cinco años atrás. No, estaba pensando en una silla diferente, la silla de ruedas roja Storm Arrow de Lincoln Rhyme.

Aquello era lo que, en definitiva, les había llevado a Carolina del Norte. Rhyme ponía en riesgo todo, su vida, lo que le quedaba de salud, la vida de ambos, con el propósito de llegar a salir de esa silla. De dejarla atrás, vacía.

Acostada en aquel asqueroso remolque, hecha una delincuente, afrontando sola su propio tiempo de esfuerzos, Amelia Sachs por fin admitió para sí misma lo que la había perturbado tanto de la insistencia de Rhyme en la operación. Naturalmente, se encontraba angustiada por la posibilidad de que muriese durante la misma. O de que quedase peor que antes. O de que no diera resultado y Rhyme se hundiera en una depresión.

Pero esos no eran sus temores principales. No eran la razón por la que había hecho todo lo que había podido para evitar que se operara. No, no. Lo que más le asustaba era que la operación tuviera éxito.

Oh, Rhyme, ¿no lo comprendes? No quiero que cambies. Te amo como eres. Si fueras como todo el mundo, ¿qué pasaría con nosotros?

Dices: «Siempre estaremos tú y yo, Sachs». Pero el tú y el yo se basa en lo que somos ahora. Yo y mis malditas uñas y mi impulsiva necesidad de moverme, moverme, moverme… Tú y tu cuerpo dañado, tu brillante mente funcionando con más velocidad y a mayor distancia de lo que yo podría andar con mi Cámaro, preparado y despojado de todo lo superfluo.

Esa mente tuya que me atrapa con más fuerza que el amante más apasionado.

¿Y si volvieras a la normalidad? Cuando tengas tus propios brazos y piernas, Rhyme, ¿entonces para qué me querrías? ¿Por qué me necesitarías? Me convertiré en una policía de calle más con cierto talento para la ciencia forense. Encontrarás a otra de las traicioneras mujeres que en el pasado descarrilaron tu vida, otra esposa egoísta, otra amante casada, y te irás de mi vida de la misma forma en que el marido de Lucy Kerr la abandonó después de la cirugía.

Te quiero como eres…

Se estremeció al pensar cuan tremendamente egoísta era aquel deseo. Sin embargo, no lo podía negar.

¡Quédate en tu silla, Rhyme! No la quiero vacía… Quiero pasar mi vida contigo, una vida como la que hemos tenido siempre. Quiero hijos contigo, hijos que crecerán para saber exactamente cómo eres.

Amelia Sachs descubrió que estaba mirando el techo negro. Cerró los ojos. Pero pasó una hora antes que el sonido del viento y las cigarras, con sus élitros sonando como monótonos viollines, la indujeran finalmente al sueño.

Capítulo 33

Sachs se despertó justo después de la aurora a causa de un zumbido, que en su sueño era provocado por plácidas cigarras, pero que en realidad era la alarma de su reloj Casio. La apagó.

Le dolía todo el cuerpo, la respuesta de la artritis por haber dormido sobre una fina estera en el suelo de metal remachado.

Pero se sentía extrañamente optimista. Tomó como un buen presagio que los primeros rayos del sol atravesaran las ventanas del remolque. Aquel día iban a encontrar a Mary Beth McConnell y volverían con ella a Tanner's Corner. La chica confirmaría la historia de Garrett y Jim Bell y Lucy Kerr comenzarían a buscar al verdadero asesino, el hombre del mono castaño.

Observó cómo despertaba Garrett en el dormitorio y se erguía sobre el apelmazado colchón. Con sus largos dedos se peinó el desordenado cabello. Se parece a cualquier otro adolescente por las mañanas, pensó Amelia. Larguirucho, listo y adormilado. Preparado para vestirse, tomar el autobús para la escuela y ver a sus amigos, para aprender cosas en clase, para tontear con las chicas, para jugar a la pelota. Al observarlo buscar a tientas la camisa, percibió su estructura huesuda y vio la necesidad de proporcionarle buena comida, cereales, leche, frutas, lavar su ropa y asegurarse de que tomara una ducha. Esto, pensó, es lo que significa tener hijos propios. No pedir prestados a los amigos niños por algunas horas, como su ahijada, la niña de Amy. Sino estar allí todos los días cuando se despiertan, en sus desordenados cuartos y enfrentar sus difíciles actitudes adolescentes, prepararles la comida, comprarles ropa, discutir con ellos, cuidarlos. Ser el norte de sus vidas.

– Buenos días -Sachs sonrió.

El chico le devolvió la sonrisa.

– Tenemos que irnos -dijo-. Debemos llegar a donde está Mary Beth. Ha estado sola mucho tiempo. Debe sentirse muy asustada y sedienta.

Sachs se puso de pie torpemente.

Garrett se miró el pecho, con las manchas de la hiedra venenosa, y pareció avergonzado. Se puso la camisa con rapidez.

– Salgo afuera. Tengo que ocuparme de algunas cosas, ya sabes. Dejaré un par de nidos de avispas vacíos en los alrededores. Puede retrasarlos un poco, si vienen por aquí -salió pero regresó un instante después. Dejó una taza de agua en la mesa que estaba al lado de Sachs-. Es para ti -Salió de nuevo.

Sachs la bebió. Añoró un cepillo de dientes y tiempo para una ducha. Quizá cuando llegaran a…

– ¡Es él! -dijo la voz de un hombre en un susurro.

Sachs quedó paralizada y miró por la ventana. No vio nada. Pero de un grupo de arbustos altos cercano al remolque el forzado susurro continuó:

– Lo tengo en la mira. Tengo un blanco perfecto.

La voz le resultó familiar y decidió que sonaba como la del amigo de Culbeau, Sean O'Sarian. El flacucho. El trío de bribones los había encontrado, iban a matar al chico o a torturarlo para que dijera donde estaba Mary Beth con el propósito de cobrar la recompensa.

Garrett no había oído la voz. Sachs lo podía ver, estaba a diez metros, poniendo un nido de avispas en el sendero. Escuchó pisadas en los arbustos, que se acercaban hacia el claro donde estaba el chico.

Sachs cogió el Smith & Wesson y salió en silencio fuera del remolque. Se agachó e hizo desesperadas señas a Garrett. Él no la vio.

Las pisadas de los arbustos se acercaron.

– Garrett -murmuró.

El muchacho se dio vuelta y vio a Sachs que le hacía señas para que se acercara. Frunció el ceño al ver la urgencia en los ojos de ella. Luego dirigió la mirada a su izquierda, a los arbustos. Sachs vio el terror pintado en su rostro. El chico extendió los brazos en un gesto defensivo. Gritó:

– ¡No me hagas daño, no me hagas daño, no me hagas daño!

Sachs se puso de cuclillas, rodeó con su dedo el gatillo, martilló la pistola y apuntó hacia los arbustos.

Todo sucedió muy rápido…

Garrett se tiró al suelo, asustado, y gritó:

– ¡No, no!

Amelia levantó el arma, adoptó la postura de combate con ambas manos en el revólver, con el gatillo preparado y esperando que se presentase el blanco…

El hombre saltó de los arbustos hacia el claro, con su arma levantada contra Garrett…

En ese momento el policía Ned Spoto daba la vuelta a la esquina del remolque y aparecía al lado de Sachs, parpadeaba con sorpresa y saltaba hacia ella, con los brazos extendidos. Asustada, Sachs trastabilló tratando de alejarse de él. Su arma se disparó y la golpeó fuerte en la mano.

A diez metros, más allá de la leve nube de humo de la boca del arma, Sachs vio que la bala de su revólver alcanzó la sien del hombre que había estado en los arbustos, no Sean O'Sarian sino Jesse Corn. Un punto negro apareció sobre un ojo del joven policía y cuando su cabeza saltó hacia atrás, una horrible nube rosada surgió en su entorno. Sin un ruido cayó al suelo.

Sachs jadeó, mirando el cuerpo, que se contrajo dos veces y luego quedó completamente inmóvil. Sintió que le faltaba el aire. Cayó de rodillas y el arma se le escapó de las manos.

– Oh, Jesús -murmuró Ned, conmocionado, también mirando el cuerpo. Antes de que el policía pudiera recobrarse y sacar su arma, Garrett se adelantó. Cogió la pistola de Sachs del suelo y apuntó a la cabeza de Ned, luego tomó el arma del policía y la tiró a los arbustos.

– ¡Tírate al suelo! -le ordenó Garrett, furioso-. ¡Cara abajo!

– Lo mataste, lo mataste -musitó Ned.

– ¡Ahora!

Ned hizo lo que le ordenaba, y las lágrimas rodaron por sus atezadas mejillas.

– ¡Jesse! -llamó la voz de Lucy en las cercanías-. ¿Dónde estás? ¿Quién dispara?

– No, no, no… -gimió Sachs. Observó cómo salía una enorme cantidad de sangre del cráneo destrozado del policía.

Garrett Hanlon miró el cuerpo de Jesse. Luego más allá. Hacia el lugar desde donde llegaba el sonido de pisadas que se aproximaban. Puso el brazo alrededor de Sachs.

– Tenemos que irnos…

Ella no contestó, se limitó a mirar, completamente obnubilada, la escena ante sus ojos, el fin de la vida del policía y el fin de la suya propia. Garrett la ayudó a ponerse de pie, luego la cogió de la mano y la llevó tras él. Desaparecieron en el bosque.

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