Quinta PARTE . La ciudad sin niños

Capítulo 42

Mason Germain y el hosco hombre de color caminaron lentamente por la callejuela próxima a la cárcel de Tanner's Corner. El negro sudaba. Con irritación mató de una palmada a un mosquito. Murmuró algo y pasó la larga mano por su pelo corto y ondulado.

Mason sintió el impulso de fastidiarlo, pero se controló.

El hombre era alto y al erguirse de puntillas pudo mirar por la ventana de la cárcel. Mason advirtió que usaba botines negros, de brillante charol, lo que por algún motivo aumentó el desdén del policía por el forastero. Se preguntó a cuántos hombres habría disparado.

– Está allí -dijo el hombre-. Está sola.

– Garrett está encerrado al otro lado.

– Tú vas por el frente. ¿Se puede entrar por la parte de atrás?

– Soy policía, ¿recuerdas? Tengo una llave. Puedo abrirla -lo dijo con un tono sarcástico, preguntándose nuevamente si el hombre era medio tonto.

Consiguió que le respondiera con otro sarcasmo.

– Sólo preguntaba si hay una puerta en la parte de atrás. No lo sé, pues nunca estuve antes en este estercolero de ciudad.

– Oh. Sí, hay una puerta.

– Bueno, vamos.

Mason notó que el hombre sostenía el arma en la mano y que no le había visto sacarla.


* * *

Sachs estaba sentaba en un banco de su celda, hipnotizada por el vuelo de una mosca.

¿De qué clase es?, se preguntó. Garrett lo sabría en un instante. Era un pozo de sabiduría. Se le ocurrió una idea: debe de haber un momento en que el conocimiento que tiene un chico sobre un tema sobrepasa al de sus padres. Debe ser algo maravilloso, excitante, saber que uno ha producido esta creación que se ha elevado más alto. Te hace más humilde también.

Una experiencia que ahora nunca conocería.

Pensó nuevamente en su padre. El hombre quería disuadir a los delincuentes. Nunca disparó su arma en todos los años de servicio. Orgulloso como estaba de su hija, le preocupaba su fascinación por las armas. «Dispara la última», le aconsejaba a menudo.

Oh, Jesse… ¿Qué te puedo decir?

Nada, por supuesto. No puedo decir una palabra. Estás muerto.

Creyó ver una sombra fuera de la ventana de la celda. Pero la ignoró, y sus pensamientos se concentraron en Rhyme.

Tú y yo, pensaba. Tú y yo.

Evocó el momento, unos meses atrás, en que yacían juntos en la opulenta cama Clinitron de Lincoln, en su casa de Manhattan, mientras observaban la elegante versión de Baz Luhrmann de Romeo y Julieta, modernizada y situada en Miami. Con Rhyme, la muerte siempre rondaba cerca y, mirando las últimas escenas de la película, se había dado cuenta de que, como los personajes de Shakespeare, ella y Rhyme eran amantes perseguidos por el destino. Y también había surgido en su mente otro pensamiento: que ambos morirían juntos.

No se había animado a compartir aquel pensamiento con el racional Lincoln Rhyme, que no poseía ni una célula de sentimiento en el cerebro. Una vez que se le ocurrió la idea, se asentó permanentemente en su mente y por alguna razón le produjo un gran alivio.

Sin embargo, ahora ni siquiera podía encontrar solaz en aquel extraño pensamiento. No, ahora, gracias a ella, vivirían separados y morirían separados. Los dos.

La puerta de la cárcel se abrió y entró un joven policía. Ella lo reconoció. Era Steve Farr, el cuñado de Jim Bell.

– Hola, tú -gritó.

Sachs saludó con la cabeza. Luego percibió dos cosas en él. Una era que tenía puesto un reloj Rolex que debía costar la mitad del salario anual de un poli típico de Carolina del Norte.

La otra era que llevaba un arma en el cinto y que la lengüeta de la funda estaba suelta, a pesar del cartel colgado en el exterior de la puerta de acceso a las celdas: COLOQUE TODAS LAS ARMAS EN LA CAJA ANTES DE ENTRAR AL ÁREA DE CELDAS.

– ¿Cómo te va? -le preguntó Farr.

Ella lo miró, sin reaccionar.

– ¿Estás silenciosa hoy, eh? Bueno, señorita, tengo buenas noticias para ti. Estás libre y puedes irte -se tocó una de sus prominentes orejas.

– ¿Libre? ¿Para irme?

Él buscó las llaves.

– Sí. Decidieron que el tiroteo fue accidental. Puedes irte.

Ella estudió su cara minuciosamente. Él no la miraba.

– ¿Y qué hay del informe resolutorio?

– ¿Qué es eso? -preguntó Farr.

– Nadie que esté acusado de un delito puede ser liberado y salir de prisión sin un informe resolutorio que lo exonere de los cargos firmado por el fiscal.

Farr quitó el cerrojo de la puerta y retrocedió. Su mano se acercó a la culata de la pistola.

– Oh, quizá sea así como hacen las cosas en la gran ciudad. Pero por aquí somos mucho más informales. Sabes, dicen que somos mucho más lentos en el Sur. Pero no es cierto. No, señora. En realidad somos más eficientes.

Sachs se quedó sentada.

– ¿Puedo preguntarte porqué llevas pistola en la cárcel?

– Oh, ¿ésta? -palmeó la pistola-. Nosotros no tenemos reglas firmes al respecto. Bueno, vamos. Estás libre y puedes irte. La mayoría de la gente estaría dando saltos de alegría ante la noticia.

– ¿Por la puerta de atrás?

– Cierto.

– No le puedes disparar por la espalda a un preso que huye. Constituye un asesinato.

Él asintió lentamente.

¿Cómo lo habrían preparado?, se preguntó Sachs. ¿Habría otra persona fuera de la puerta para realizar los disparos? Probablemente. Farr se golpea la cabeza y grita pidiendo ayuda. Hace un disparo al techo. Fuera, alguien, quizá un ciudadano «interesado», alega que oyó un disparo y deduce que Sachs está armada y la mata de un tiro.

Ella no se movió.

– Ponte de pie ya y mueve el culo afuera -Farr desenfundó la pistola.

Lentamente ella se puso de pie.

Tú y yo, Rhyme…


* * *

– Te acercaste mucho, Lincoln -dijo Jim Bell. Después de un instante, añadió-: Noventa por ciento de exactitud. Mi experiencia policial me indica que es un buen porcentaje. Resulta una desgracia para ti que yo sea el diez por ciento de error.

Bell apagó el aire acondicionado. Con la ventana cerrada, el cuarto se caldeó inmediatamente. Rhyme sintió las gotas de sudor en su frente. Su respiración se hizo trabajosa.

El sheriff continuó:

– Dos familias asentadas a lo largo del canal Blackwater le negaron al señor Davett el permiso para que pasaran las barcazas. -Rhyme tomó nota del respetuoso señor Davett-. De manera que su jefe de seguridad nos empleó a varios de nosotros para resolver el problema. Tuvimos una larga charla con los Conklin y decidieron otorgar el permiso. Pero el padre de Garrett nunca estuvo de acuerdo. Íbamos a hacer algo que pareciera un accidente de coche y conseguimos una lata de esta porquería -señaló con la cabeza el frasco que estaba sobre la mesa- para dejarlos inconscientes. Sabíamos que la familia salía a cenar todos los miércoles. Derramamos el veneno por la rejilla de ventilación del coche y nos escondimos en el bosque. Montaron en el coche y el padre de Garrett encendió el aire acondicionado. La sustancia se desparramó encima de ellos. Pero usamos demasiada… -miró nuevamente el frasco-. Había suficiente como para matar a un hombre dos veces. -continuó, frunciendo el ceño ante el recuerdo-. La familia empezó a temblar y tener convulsiones… Era algo muy feo de ver. Garrett no estaba en el coche, pero corrió hacia él y vio lo que estaba sucediendo. Trató de entrar pero no pudo. Le llegó bastante cantidad del veneno, no obstante, y se convirtió en este zombi que conocemos. Se dirigió tambaleando al bosque antes de que pudiéramos detenerlo. En el momento que reapareció, una semana o dos después, no recordaba lo que había pasado. Esa cosa MCS que mencionaste, supongo. De manera que por el momento lo dejamos tranquilo, era demasiado sospechoso que muriera justo después que su familia… Entonces hicimos lo que supusiste. Prendimos fuego a los cuerpos y los enterramos en Blackwater Landing. Empujamos el coche hasta la ensenada de Canal Road. Pagamos al juez de instrucción cien mil dólares para que hiciera unos informes amañados. Siempre que nos enterábamos de que alguien tenia algún tipo de cáncer extraño y andaba preguntando la razón, Culbeau y los otros se ocupaban de ellos.

– Ese funeral que vimos al llegar a la ciudad. ¿Vosotros matasteis al chico, verdad?

– ¿Todd Wilkes? -dijo Bell-. No. Se suicidó.

– Pero porque estaba enfermo a causa del toxafeno, ¿no es así? ¿Qué tenía, cáncer? ¿Lesiones hepáticas? ¿Daño cerebral?

– Quizá. No lo sé -pero la cara del sheriff indicaba que lo sabía muy bien.

– Pero Garrett no tuvo nada que ver con ello, ¿no?

– No.

– ¿Y qué es de esos hombres en la cabaña de los destiladores ilegales? ¿Los que atacaron a Mary Beth?

Bell asintió una vez más, torvo.

– Tom Boston y Lott Cooper. También estaban en esto, se ocupaban de probar las toxinas de Davett en las montañas donde hay menos población. Sabían que estábamos buscando a Mary Beth, pero cuando Lott la encontró supongo que postergaron darme la noticia hasta que se divirtieran un rato con ella. Y… sí, contratamos a Billy Stail para matarla, pero Garrett llegó antes de que pudiera hacerlo.

– Y me necesitabais para encontrarla. No para salvarla, sino para poder matarla y destruir las demás evidencias que pudiera haber encontrado.

– Después de que encontraras a Garrett y lo trajéramos de vuelta del molino, dejé la puerta de la cárcel abierta para que Culbeau y sus compinches pudieran, digamos, convencer a Garrett para que nos dijera donde estaba Mary Beth. Pero tu amiga fue y lo sacó antes de que llegara Culbeau.

Rhyme dijo:

– Y cuando encontré la cabaña, llamaste a Culbeau y los otros. Los enviaste allí a matarnos a todos.

– Lo lamento… se ha convertido en una pesadilla. No quería pero… así son las cosas.

– Un nido de avispas…

– Oh, sí, esta ciudad tiene unas cuantas avispas.

Rhyme sacudió la cabeza.

– Dime, ¿vale la pena destruir toda una ciudad por unos coches lujosos, unas enormes mansiones y una gran cantidad de dinero? Mira a tu alrededor, Bell. El del otro día era un funeral por un chico, pero no había niños en el cementerio. Amelia me dijo que casi no hay niños en la ciudad. ¿Sabes por qué? La gente es estéril.

– Es un riesgo pactar con el diablo -dijo Bell, secamente-. Pero, en lo que a mí respecta, la vida consiste en una compensación enorme entre riesgos y ganancias -miró a Rhyme durante un largo momento, caminó hacia la mesa. Se puso unos guantes de látex y tomó el frasco de toxafeno. Se acercó a Rhyme y lentamente comenzó a desenroscar el tapón.


* * *

Steve Farr condujo con brusquedad a Amelia Sachs hacia la puerta de atrás de la cárcel, con la pistola apoyada en la espalda de la mujer.

Steve cometía el error clásico de apoyar la boca del cañón del arma contra el cuerpo de la víctima. Le otorgaba a Sachs una posibilidad: cuando caminara hacia el exterior de la cárcel, sabría exactamente dónde estaba la pistola y podría darle un golpe con el codo. Si tenía suerte, Steve Farr dejaría caer el arma y ella correría a toda velocidad. Si pudiese llegar a Main Street encontraría testigos y Farr dudaría en disparar.

Él abrió la puerta de atrás.

Un haz de ardiente luz solar inundó la polvorienta cárcel. Sachs parpadeó. Una mosca zumbó alrededor de su cabeza.

Si Farr se mantenía justo detrás, apretando la pistola contra su piel, ella tendría una oportunidad…

– ¿Y ahora qué? -preguntó.

– Libre para irte -le dijo Farr alegremente, y se encogió de hombros. Ella se puso tensa, lista para golpearlo, planeando todos sus movimientos. Pero en ese momento él retrocedió con rapidez y la empujó hacia el terreno descuidado de la parte de atrás de la cárcel. Farr permaneció dentro, fuera de su alcance.

De un lugar cercano, detrás de un alto matorral, ella escuchó otro sonido. Creyó que alguien martillaba una pistola.

Pensó nuevamente en Romeo y Julieta.

Y en el hermoso cementerio sobre la colina que dominaba Tanner's Corner por el que habían pasado hacía un tiempo que ahora parecía toda una vida.

Oh, Rhyme…

La mosca voló cerca de su rostro. Instintivamente la apartó y comenzó a andar hacia los pastos bajos.


* * *

Rhyme le dijo a Bell:

– ¿No piensas que se harán preguntas si muero de esta forma? Difícilmente puedo abrir un frasco.

El sheriff respondió:

– Tropezaste con la mesa. El tapón no estaba firme. Se derramó sobre ti. Yo fui a buscar ayuda pero no te pudimos salvar.

– Amelia no lo dejará pasar. Lucy tampoco.

– Tu novia no será un problema mucho tiempo más. ¿Y Lucy? Podría enfermar de nuevo… y esta vez quizá no haya nada que cortar para salvarla.

Bell dudó apenas un instante, luego se acercó y derramó el líquido sobre la boca y la nariz de Rhyme. Vertió el resto sobre la delantera de la camisa.

El sheriff tiró el frasco en el regazo de Rhyme, retrocedió rápidamente y se cubrió la boca con un pañuelo.

La cabeza de Rhyme cayó hacia atrás, sus labios se abrieron involuntariamente y parte del líquido se deslizó a su boca. Empezó a ahogarse.

Bell se sacó los guantes y los guardó en los pantalones. Esperó un momento, estudió a Rhyme con calma, luego caminó con lentitud hacia la puerta, le quitó el cerrojo y la abrió. Gritó:

– ¡Ha habido un accidente! ¡Necesito ayuda! -caminó por el pasillo-. Necesito…

Fue derecho hacia la línea de fuego de Lucy, cuya pistola apuntaba a su pecho.

– ¡Jesús, Lucy!

– Basta ya, Jim. Quédate ahí quieto.

El sheriff retrocedió. Nathan, el policía de la buena puntería, entró en el cuarto, detrás de Bell, y cogió la pistola del sheriff de su funda. Otro hombre entró, un hombre grande con un traje marrón y una camisa blanca.

También Ben entró corriendo, ignoró a todos y se acercó a Rhyme. Le enjugó el rostro con una servilleta de papel.

El sheriff miró fijamente a Lucy y los demás.

– ¡No, no lo entendéis! ¡Hubo un accidente! El veneno se derramó. Debéis…

Rhyme escupió en el suelo y estornudó a causa del líquido y los gases astringentes. Le dijo a Ben:

– ¿Puedes limpiarme más arriba en la mejilla? Temo que me entre en los ojos. Gracias.

– Seguro, Lincoln.

Bell dijo:

– ¡Estaba pidiendo ayuda! ¡Esa cosa se derramó! Yo…

El hombre del traje sacó unas esposas de su cinto y las colocó en las muñecas del sheriff. Dijo:

– James Bell, soy el detective Hugo Branch de la Policía del Estado de Carolina del Norte. Está arrestado -Branch miró a Rhyme con amargura-. Le dije que lo derramaría sobre la camisa. Deberíamos haber puesto el dispositivo en otro lugar.

– ¿Pero ha grabado lo suficiente?

– Oh, mucho. Ese no es el problema. El problema es que esos transmisores cuestan dinero.

– Yo lo pagaré -dijo Rhyme con acritud, mientras Branch abría la camisa del criminalista y despegaba el micrófono y el transmisor.

– Estaba arreglado -murmuró Bell.

– Estás en lo cierto.

– Pero el veneno…

– Oh, no es toxafeno -dijo Rhyme-. Apenas un poco de licor ilegal. De ese frasco que examinamos. Ya que estamos, Ben, si queda algo, me tomaría un trago ahora. Y, por Dios, ¿puede alguien encender el aire acondicionado?


* * *

Prepárate, vete hacia la izquierda y corre como el diablo. Me darán pero si tengo suerte no me detendrán.

Cuando te mueves no te pueden pillar…

Amelia Sachs dio tres pasos hacia el pasto.

Lista…

Preparada…

Luego la voz de un hombre, desde atrás, desde el área de la prisión, gritó:

– ¡Quieto, Steve! -pon el arma en el suelo. ¡Ahora! ¡No te lo diré dos veces!

Sachs se volvió y vio a Mason Germain con su pistola apuntando a la cabeza de cabello bien recortado del joven, que tenía las orejas color tomate. Farr se agachó y dejó la pistola en el suelo. Mason se apresuró a esposarlo.

Sonaron pisadas desde afuera y las hojas crujieron. Mareada por el calor y la adrenalina, Sachs se dio la vuelta y vio a un negro delgado que salía de los matorrales y guardaba una gran Browning automática.

– ¡Fred! -gritó Sachs.

El agente del FBI Fred Dellray, sudando copiosamente en su traje negro, se le acercó y cepilló con petulancia su manga.

– Hola, Amelia. Dios, hace demasiado calor por aquí. No me gusta esta ciudad ni un poquito. Y mira este traje. Está todo, cómo decir, polvoriento o algo así. ¿Qué es esta mierda, polen? No tenemos algo así en Manhattan. ¡Mira esta manga!

– ¿Qué haces por aquí? -preguntó Sachs, atónita.

– ¿Qué crees? Lincoln no estaba seguro de en quién confiar y en quién no, de manera que me pidió que viniera y me enganchó con el policía Germain, aquí presente, para cuidarte. Me imaginé que necesitaría ayuda, al ver que no podía confiar en Jim Bell o los suyos.

– ¿Bell? -murmuró Sachs.

– Lincoln piensa que es él quien organizó todo. En estos momentos está averiguando la verdad. Pero parece que tiene razón, ya que este es su cuñado -Dellray señaló con la cabeza a Steve Farr.

– Casi me mata -dijo Sachs.

El delgado agente rió.

– Nunca corriste ni una pizca de riesgo, de ninguna manera. Le estuve apuntando a ese individuo justo en medio de sus dos grandes orejas desde el segundo en que se abrió la puerta de atrás. Si hubiera intentado apuntarte siquiera, lo hubiera matado antes.

Dellray percibió que Mason lo estudiaba con sospecha. El agente se rió y dijo a Sachs:

– A nuestro amigo de la policía local no le gusta demasiado la gente de mi clase. Me lo dijo…

– Espera -protestó Mason-. Yo sólo dije…

– Apuesto a que te refieres a los agentes federales -dijo Dellray.

El policía sacudió la cabeza y respondió con brusquedad:

– Me refería a los norteños.

– Es cierto, no le gustan -confirmó Sachs.

Ella y Dellray se rieron. Pero Mason se calló, solemne. No eran las diferencias culturales las que lo ponían de mal humor. Le dijo a Sachs:

– Perdona, pero tengo que llevarte de vuelta a la celda. Todavía estás bajo arresto.

La sonrisa de Sachs se desvaneció y ella miró nuevamente al sol que bailaba sobre el pasto amarillo y reseco. Inhaló el aire ardiente del exterior una vez y luego otra. Finalmente se dio la vuelta y caminó de regreso a la cárcel oscura.

Capítulo 43

– Tú mataste a Billy, ¿verdad? -preguntó Rhyme a Jim Bell.

Pero el sheriff no dijo nada.

El criminalista continuó:

– La escena del crimen quedó sin protección durante una hora y media. Y, es cierto, Mason fue el primer oficial en llegar, pero tú estuviste allí antes que él. No recibiste una llamada de Billy anunciándote la muerte de Mary Beth y comenzaste a preocuparte, de manera que te dirigiste a Blackwater Landing y encontraste que ella se había ido y Billy estaba herido. El chico te contó que Garrett se había llevado a Mary Beth. Entonces te pusiste los guantes de látex, cogiste la pala y lo mataste.

Al fin la cólera del sheriff se manifestó, desbaratando su pose:

– ¿Por qué sospechaste de mí?

– Al principio pensé que se trataba de Mason, sólo nosotros tres y Ben sabíamos lo de la cabaña de los destiladores. Supuse que llamó a Culbeau y lo envió allí. Pero se lo pregunté a Lucy y lo que sucedió es que Mason la llamó a ella y la mandó a la cabaña, para asegurarse de que Amelia y Garrett no escaparan otra vez. Luego me dio por pensar y me di cuenta de que en el molino Mason intentó matar a Garrett. Cualquiera que estuviera en la conspiración hubiera querido que siguiera con vida, como lo hiciste tú, de manera que pudiera llevarte hacia donde estaba Mary Beth. Controlé las finanzas de Mason y descubrí que vive en una casa barata y que tenía muchas deudas de MasterCard y Visa. Nadie le pagaba dinero sucio. A diferencia de tu cuñado y de ti mismo, Bell. Posees una casa de cuatrocientos mil dólares y mucho dinero en el banco. Steve Farr tiene una casa valorada en trescientos noventa mil dólares y un barco que cuesta ciento ochenta mil. Hemos pedido una orden judicial para echar una ojeada a tus cajas de seguridad. Me pregunto cuánto encontraremos allí.

Rhyme continuó:

– Tenía un poco de curiosidad por saber por qué Mason estaba tan ansioso por coger a Garrett, pero él tenía una buena razón para hacerlo. Me dijo que se sentía muy preocupado cuando tú asumiste el cargo de sheriff, no llegaba a imaginar la razón, puesto que él tenía mejores antecedentes y más antigüedad. Pensó que si podía arrestar al Muchacho Insecto, la Junta de Supervisores lo designaría sheriff cuando tu mandato se cumpliera.

– Toda tu jodida comedia… -murmuró Bell-. Pensaba que tú sólo creías en las evidencias.

Rhyme raramente cruzaba fintas verbales con su presa. Las burlas resultaban inútiles excepto como un bálsamo para el alma y él todavía tenía que descubrir alguna evidencia concreta sobre el lugar de residencia y la naturaleza del alma. Sin embargo, dijo a Bell:

– Hubiera preferido la evidencia. Pero a veces hay que improvisar. Realmente no soy la prima donna que todos piensan.


* * *

La silla de ruedas Storm Arrow no entraba a la celda de Amelia Sachs.

– ¿No es accesible para inválidos? -se quejó Rhyme-. Constituye una violación de las leyes contra la discriminación.

Sachs pensó que aquella fanfarronada era en su honor, para que pudiera presenciar que aún conservaba sus familiares arranques. Pero no dijo nada.

A causa del problema de la silla de ruedas, Mason Germain sugirió que probaran con el cuarto de interrogatorios. Sachs arrastró los pies hasta allí, pues tenía los grilletes en tobillos y muñecas que el policía insistió en colocarle; después de todo, ya había conseguido escapar del lugar una vez.

El abogado de Nueva York había llegado. Se llamaba Salomón Geberth y su pelo era gris. Miembro de los colegios de abogados de Nueva York, Massachussets y Washington, fue admitido en la jurisdicción de Carolina del Norte pro hac vice, por un único caso, el del Pueblo contra Sachs. Curiosamente, con su cara suave y bien proporcionada y sus gestos aún más suaves, parecía más un gentil abogado sureño sacado de una novela de John Grisham que un bulldog litigante de Nueva York. El cuidado cabello brillaba con loción y su traje italiano resistía con éxito las arrugas, pese a la sorprendente humedad de Tanner's Corner.

Lincoln Rhyme estaba sentado entre Sachs y el abogado. Ella puso su mano en el apoyabrazos de la deteriorada silla de ruedas.

– Trajeron un fiscal especial desde Raleigh -explicaba Geberth-. Con el sheriff y el juez de instrucción acusados de soborno, no creo que confíen plenamente en McGuire. De todos modos, ha examinado la evidencia y decidió anular los cargos contra Garrett.

Sachs se interesó.

– ¿Lo hizo?

Geberth dijo:

– Garrett admitió haberle pegado al chico, Billy; llegó a pensar que lo había matado. Pero Lincoln tenía razón. Fue Bell quien mató al muchacho. Y aunque llegaran a acusarlo de lesiones, queda en claro que Garrett actuó en defensa propia. ¿Ese otro policía… Ed Schaeffer? Se determinó que su muerte fue accidental.

– ¿Qué hay del secuestro de Lydia Johansson? -preguntó Rhyme.

– Cuando ella se dio cuenta de que Garrett nunca tuvo la intención de hacerle daño, levantó los cargos. Mary Beth hizo lo mismo. Su madre quería seguir con la acusación pero deberíais haber oído a esa chica hablar con su madre. Salían chispas durante la conversación.

– ¿De manera que Garrett está libre? -Preguntó Sachs, con los ojos en el suelo.

– Lo soltarán en unos minutos -respondió Geberth. Luego dijo-: Bien, ahora lo desagradable, Amelia. La posición del fiscal es que aun si Garrett resultó no ser un delincuente, tú ayudaste a escapar a un preso que estaba arrestado en base a una causa probable y mataste a un policía durante la perpetración de ese delito. El fiscal va por asesinato en primer grado y agregará los delitos por lo general menos incluidos: dos cargos de homicidio, voluntario e involuntario, y homicidio por imprudencia y homicidio por negligencia criminal.

– ¿Primer grado? -saltó Rhyme-. No fue premeditado. ¡Fue un accidente! ¡Por Dios!

– Que es lo que yo intentaré demostrar en el juicio -dijo Geberth-. Ese otro policía, el que te cogió, constituye una causa inmediata parcial del disparo. Pero aseguró que conseguirán una condena por homicidio imprudente. Con estos hechos no hay dudas de ello.

– ¿No hay posibilidades de una absolución?

– Pocas. Un diez o quince por ciento, en el mejor de los casos. Lo lamento, pero debo aconsejarte que hagas una alegación.

Sachs sintió como un golpe en el pecho. Cerró los ojos y cuando respiró pareció que el alma abandonaba su cuerpo.

– Jesús -murmuró Rhyme.

Sachs estaba pensando en Nick, su antiguo novio. Cuando fue arrestado por apropiación ilícita y aceptar sobornos, rehusó hacer una alegación y corrió el riesgo de un juicio por jurado. Entonces le dijo: «Es como dice tu padre, Amelia, si te mueves no te pueden pillar. Es todo o nada».

El jurado se tomó dieciocho minutos para condenarlo. Todavía estaba en una prisión de Nueva York.

Sachs miró a Geberth y sus afeitadas mejillas. Preguntó:

– ¿Qué ofrece el fiscal para que haga la alegación?

– Todavía nada. Pero probablemente acepte homicidio voluntario, si cumples la condena totalmente. Pienso en ocho o diez años. Debo decirte, sin embargo, que en Carolina del Norte cumplir la condena es duro. Aquí no hay clubes de campo.

Rhyme gruñó:

– Contra una posibilidad del diez por ciento de absolución.

Geberth dijo:

– Así es -luego el abogado agregó-: Tienes que comprender que no se producirá ningún milagro, Amelia. Si vamos a juicio, el fiscal va a probar que eres una policía profesional y una campeona de tiro y al jurado le resultará difícil aceptar que el disparo fue accidental.

Las reglas normales no se aplican a nadie al norte del Paquo. Ni a nosotros ni a ellos. Te puedes encontrar disparando antes de leerle a alguien sus derechos y estaría perfectamente bien.

El abogado continuó:

– Si eso sucede te podrían condenar por asesinato en primer grado y te darían veinticinco años.

– O pena de muerte -murmuró Sachs.

– Sí, es una posibilidad. No te puedo decir que no lo sea.

Por alguna razón la imagen que apareció en su mente en ese momento fue la de los halcones peregrinos que hacían su nido fuera de la ventana de Lincoln Rhyme en la casa de Manhattan: el macho, la hembra y el polluelo. Dijo:

– Si hago una alegación de homicidio involuntario, ¿cuánto tiempo cumpliré de condena?

– Probablemente seis o siete años. Sin libertad condicional.

Tú y yo, Rhyme.

Respiró profundamente.

– Haré la alegación.

– Sachs… -empezó Rhyme.

Pero ella le repitió a Geberth:

– Haré la alegación.

El abogado se puso de pie. Asintió.

– Llamaré al fiscal ahora y veremos si acepta. Te informaré en cuanto sepa algo. -Con un saludo a Rhyme abandonó el cuarto.

Mason observó la cara de Sachs. Se puso de pie y caminó hacia la puerta. Sus botas hicieron ruido.

– Los dejaré solos durante unos minutos. No tengo que registrarte, ¿verdad, Lincoln?

Rhyme sonrió débilmente.

– No tengo armas, Mason.

Cerró la puerta.

– Qué follón, Lincoln -dijo Sachs.

– Uh-uh, Sachs. No digas nombres.

– ¿Por qué no? -preguntó ella cínicamente, casi en un susurro-. ¿Mala suerte?

– Quizá.

– No eres supersticioso. O al menos es lo que me dices.

– Generalmente no. Pero este es un lugar espeluznante.

Tanner's Cprner… La ciudad sin niños.

– Debería haberte escuchado -dijo Rhyme-. Tenías razón respecto a Garrett. Yo estaba equivocado. Miré a la evidencia y me equivoqué por completo.

– Pero yo no sabía que tenía razón. No sabía nada. Sólo tuve una corazonada y actué.

Rhyme dijo:

– Pase lo que pase, Sachs, no me voy a ningún lado -señaló con la cabeza la Storm Arrow y rió-. No podría ir muy lejos aun si quisiera. Si cumples una condena, estaré aquí cuando salgas…

– Palabras, Rhyme -dijo Sachs-. Sólo palabras… Mi padre dijo también que no iba a ningún lado. Eso fue una semana antes que el cáncer lo callara para siempre.

– Soy demasiado terco para morir.

Pero no eres demasiado terco para ponerte mejor, pensó ella, para encontrar a otra persona. Para seguir tu camino y dejarme atrás.

La puerta del cuarto de interrogatorios se abrió. Garrett estaba en el umbral y Mason detrás. Las manos del chico, que ya no tenían grilletes, estaban unidas.

– Eh -dijo Garrett como saludo-. Mirad lo que encontré. Estaba en mi celda -abrió la mano y un insecto salió volando-. Es una esfinge. Les gusta buscar su alimento en las flores de valeriana. No se ven mucho en los interiores. Son muy listas.

Sachs sonrió apenas y le agradaron los ojos llenos de entusiasmo del chico.

– Garrett, hay algo que quiero que sepas.

Garrett se acercó y la miró.

– ¿Recuerdas lo que me contaste en el remolque? ¿Cuándo estabas hablando con tu padre en la silla vacía?

El chico asintió, dudoso.

– Me contaste cómo te sentiste de mal cuando pensaste que tu padre no te quería en el coche esa noche.

– Me acuerdo.

– Pero ahora sabes por qué no te quería… Estaba tratando de salvarte la vida. Sabía que había veneno en el coche y que iban a morir. Si entrabas al coche con ellos también morirías. Y no quería que sucediera.

– Creo que lo sé -dijo el chico. Su voz sonaba insegura y Amelia Sachs supuso que reescribir la propia historia era una tarea abrumadora.

– Sigue recordándolo.

– Lo haré.

Sachs observó la polilla pequeña, de color beis, que volaba por el cuarto de interrogatorios.

– ¿Me dejaste a alguien en la celda? ¿Para que me haga compañía?

– Sí. Hay un par de mariquitas, su nombre verdadero es coccinellidae. Y un saltamontes y una mosca syrphus o mosca de las flores. Es fantástico la forma en que vuelan. Los puedes observar durante horas -hizo una pausa-. Escucha, lamento haberte mentido. La cosa es que si no lo hubiera hecho, no podría haber salido y no podría haber salvado a Mary Beth.

– Está bien, Garrett.

El chico miró a Mason.

– ¿Me puedo ir ahora?

– Puedes irte.

Garrett caminó hacia la puerta, se dio la vuelta y dijo a Sachs:

– Vendré y me quedaré un rato. Si está bien.

– Me gustaría que lo hicieras.

El muchacho salió y a través de la puerta abierta Sachs pudo verlo dirigirse a un cuatro por cuatro. Era el de Lucy Kerr. Sachs la vio salir y abrirle la puerta, como una madre buscando a su hijo después de practicar fútbol. La puerta de la prisión se cerró y ocultó esta escena doméstica.

– Sachs -comenzó Rhyme. Pero ella sacudió la cabeza y empezó a arrastrar los pies hacia la celda. Quería estar lejos del criminalista, lejos del Muchacho Insecto, lejos de la ciudad sin niños. Quería estar en la oscuridad de la soledad.

Y enseguida lo estuvo.


* * *

En las afueras de Tanner's Corner, en la ruta 112, donde todavía conserva dos carriles, hay una curva cerca del río Paquenoke. Justo al lado del arcén se ve un frondoso matorral de pastos plumosos, carrizos, índigos y altos colombos que mostraban sus particulares flores rojas como banderas.

La vegetación crea un rincón que constituye un popular aparcamiento para los policías del condado de Paquenoke, que beben té helado y escuchan radio mientras esperan que en los visores de sus radares se registren velocidades de 90 kilómetros por hora o superiores. Entonces aceleran hacia la ruta en persecución del conductor sorprendido en falta para agregar otros cien dólares al erario del condado.

Hoy domingo, mientras un negro Lexus pasaba por esta curva de la ruta, el visor del radar en el salpicadero de Lucy registraba unos legales 75 kilómetros por hora. Pero ella puso en marcha el coche patrulla, movió el interruptor que hacía funcionar el faro que estaba sobre el techo del coche y se dirigió velozmente detrás del cuatro por cuatro.

Se acercó al Lexus y estudió detenidamente el vehículo. Había aprendido, tiempo atrás, a controlar el espejo retrovisor de los coches que detenía. Si se veían los ojos del conductor, se podía tener una idea del tipo de delitos que podría haber cometido, en caso de haberlo hecho, aparte de la velocidad excesiva o alguna luz trasera que no funcionaba. Drogas, armas robadas, alcoholismo. Se percibe la peligrosidad de la acción policial. Ahora vio que los ojos del hombre se dirigían al espejo y la miraban sin un asomo de culpa o preocupación.

Ojos invulnerables…

Lo que hizo que su cólera aumentara, pero respiró profundamente para controlarla.

El coche, de grandes dimensiones, se detuvo en el arcén polvoriento y Lucy lo hizo detrás. Las reglas establecían que debía pedir la documentación, pero Lucy no se molestó en hacerlo. No había nada que tuviera interés para ella en ese registro. Con manos temblorosas abrió la puerta y salió del coche patrulla.

Los ojos del conductor ahora se movieron hacia el espejo central para seguir examinándola con mirada crítica. Mostraron algo de sorpresa, al notar, supuso Lucy, que no llevaba uniforme, sólo vaqueros y una camisa de trabajo, a pesar de tener el arma en la cadera. ¿Qué estaría haciendo un policía fuera de servicio que detiene a un conductor que no sobrepasa el límite de velocidad?

Henry Davett bajó la luna.

Lucy Kerr miró hacia adentro, más allá de Davett. En el asiento delantero iba una mujer en la cincuentena, su bien peinado cabello sugería frecuentes visitas a la peluquería. Llevaba diamantes en las muñecas, las orejas y el pecho. Una chica adolescente se sentaba atrás, repasando algunas cajas de CD, disfrutando mentalmente de la música que su padre no le dejaba oír.

– Oficial Kerr -dijo Davett-, ¿cuál es el problema?

Pero ella pudo ver en sus ojos, ya no por el espejo, que él sabía exactamente cuál era el problema.

Todavía esos ojos permanecían tan libres de culpa y bajo control como cuando habían registrado los giros de las luces intermitentes de su Crown Victoria.

Estaba tan enfadada que apenas podía mantener el control; ordenó:

– Salga del coche, Davett.

– Cariño, ¿qué has hecho?

– Oficial, ¿qué sentido tiene? -preguntó Davett con un suspiro.

– Afuera. Ahora -Lucy metió la mano y abrió las puertas.

– ¿Puede hacer eso, cariño? ¿Puede…?

– Cállate, Edna.

– Está bien. Lo siento.

Lucy abrió la puerta. Davett soltó el cinturón de seguridad y salió al polvoriento arcén.

Un semirremolque pasó a toda velocidad y los cubrió de polvo. Davett miró con disgusto la arcilla gris de Carolina que se posaba en su blazer azul.

– Mi familia y yo estamos llegando tarde a la iglesia y no pienso…

Lucy lo tomó del brazo y lo empujó del hombro hasta la sombra de arroz salvaje y espadañas al lado de un pequeño arroyo, afluente del Paquenoke, que corría al lado de la carretera.

Davett repitió, exasperado:

– ¿Cuál es el motivo?

– Lo sé todo…

– ¿Lo sabe, oficial Kerr? ¿Sabe todo? ¿Y qué sabe…?

– El veneno, lo asesinatos, el canal…

Davett dijo con calma:

– Nunca tuve el menor contacto con Jim Bell ni nadie de Tanner's Corner. Si hay algunos malditos estúpidos en mi nómina que emplearon a otros malditos estúpidos para hacer cosas ilegales no es culpa mía. Y si eso sucedió, cooperaré con las autoridades al cien por ciento.

Como si no hubiera oído su tranquila respuesta, Lucy gruñó:

– Se condenará junto con Bell y su cuñado.

– Por supuesto que no. Nada me relaciona con ningún delito. No hay testigos. No hay cuentas, ni transferencias de dinero, ni evidencia de ningún hecho ilegal. Soy un fabricante de productos petroquímicos, ciertos limpiadores, asfalto y algunos pesticidas.

– Pesticidas ilegales.

– Falso -retrucó Davett-. La EPA todavía permite que el toxafeno se use en los Estados Unidos en algunos casos. Y no es ilegal en absoluto en la mayoría de los países del Tercer Mundo. Lea un poco, policía Kerr; sin pesticidas, la malaria, la encefalitis y la hambruna matarían a cientos de miles de personas cada año y…

– Provocan cáncer, defectos genéticos y enfermedades hepáticas a las personas expuestas a ellos y…

Davett se encogió de hombros.

– Muéstreme los estudios, policía Kerr. Muéstreme las investigaciones que lo demuestran.

– ¿Si es tan jodidamente inofensivo, entonces por qué dejó de transportarlo en camiones? ¿Por qué comenzó a usar barcazas?

– No podía llevarlo a puerto de ninguna otra forma porque hay algunos condados y ciudades impulsivos que prohibieron el transporte de ciertas sustancias de las que no saben nada. Y yo no tenía tiempo para emplear grupos de presión que cambiaran las leyes.

– Bueno, apuesto a que la EPA está interesada en lo que hace usted por aquí.

– Oh, por favor -se burló Davett-. ¿La EPA? Olvídela. Yo le daré su número de teléfono. Si alguna vez llegan a visitar la fábrica, encontraran niveles permitidos de toxaféno por todo Tanner's Corner.

– Quizá lo que hay sólo en el agua tiene un nivel permitido, quizá sólo el aire, quizá sólo los productos locales… ¿Pero qué me dice la mezcla de todos ellos? ¿Qué me dice de un niño que toma un vaso de agua del pozo de sus padres, luego juega en el césped, después come una manzana de una huerta local, después…?

Davett se encogió de hombros.

– Las leyes son claras, policía Kerr. Si no le gustan, escriba a su representante en el Congreso.

Ella lo cogió de la solapa. Dijo con furia:

– No entiende. Irá a prisión.

Él se liberó y murmuró con saña:

– No, usted no entiende, oficial. Yo soy muy, muy bueno en lo que hago. No cometo errores -miró el reloj-. Tenemos que irnos ahora.

Davett regresó a su vehículo, arreglando su escaso cabello. El sudor lo había oscurecido y pegado en las sienes.

Subió al coche dando un portazo.

Lucy caminó hacia el lado del conductor cuando Davett lo puso en marcha.

– Espere -dijo.

Davett la miró. Pero la policía lo ignoró. Miraba a sus pasajeras.

– Me gustaría que vierais lo que hizo Henry -sus fuertes manos hicieron saltar los botones de la camisa. Las mujeres del coche se quedaron con la boca abierta mirando las cicatrices rosadas que remplazaban los pechos de Lucy.

– Oh, por Dios -dijo Davett, mirando para otro lado.

– Papá… -murmuró la chica, conmocionada. Su madre observaba, sin habla.

Lucy dijo:

– ¿Dice que no comete errores, Davett? Falso. Cometió éste.

El hombre puso el coche en primera, apretó la señal de giro, controló el ángulo muerto y condujo el coche lentamente hacia la carretera.

Lucy quedó de pie por un largo momento, mirando desaparecer al Lexus. Buscó en sus bolsillos y se cerró la blusa con unos imperdibles. Se apoyó contra el coche patrulla un instante, luchando contra las lágrimas, luego se le ocurrió bajar la vista y percibió una flor pequeña y rojiza al lado de la carretera. Entrecerró los ojos. Era una cypripedium rosa, un tipo de orquídea. Sus flores parecen minúsculas chinelas. Esas plantas eran raras en el condado de Paquenoke, y Lucy nunca había visto una tan bonita. En cinco minutos y con la ayuda del limpiaparabrisas para nieve, la arrancó de raíz y la guardó cuidadosamente en una lata grande de 7 Eleven. Prefirió sacrificar la gaseosa por la belleza de su jardín.

Capítulo 44

La placa colocada en el edificio de los tribunales explicaba que el nombre del estado provenía del latín Carolus, que significa Carlos. Fue el rey Carlos III quien otorgó un título territorial para que se asentara la colonia.

Carolina…

Amelia Sachs suponía que el estado se llamaba así por Carolina, alguna reina o princesa. Nacida y educada en Brooklyn, era evidente que tenía poco interés en la realeza, o conocimientos sobre ella.

Ahora se sentaba, todavía esposada, entre dos guardias, en un banco de los tribunales. El edificio, construido con ladrillos rojos, era antiguo, de suelos de mármol y muebles de caoba. Hombres severos, con trajes negros, que Sachs supuso serían jueces o gobernadores, la miraban desde cuadros al óleo, como si supieran que era culpable. No parecía que hubiera aire acondicionado pero las brisas y la oscuridad refrescaban el lugar gracias a la eficiente ingeniería del siglo XVIII.

Fred Dellray se dirigió a ella:

– Eh, tú, ¿quieres un café u otra cosa?

El guardia que estaba a la izquierda alcanzó a decir:

– No se puede hablar con… -antes de que la tarjeta de identificación del Departamento de Justicia acabara con el recitado.

– No, Fred. ¿Dónde está Lincoln?

Eran cerca de las nueve y media.

– No lo sé. Ya lo conoces. Para un hombre que no camina, anda por ahí más que cualquier persona que conozco.

Lucy y Garrett tampoco habían llegado.

Sol Geberth, en un costoso traje gris, se dirigió hasta ella. El guardia de la derecha se movió a un costado, dejando que el abogado se sentara.

– Hola, Fred -saludó Geberth al agente.

Dellray fríamente movió la cabeza y Sachs dedujo que, como le había pasado con Rhyme, el abogado de la defensa debía de haber conseguido absoluciones de sospechosos que el agente había detenido.

– Ya está acordado -comentó Geberth a Sachs-. El fiscal está de acuerdo con el homicidio involuntario, sin otros cargos. Cinco años. Sin libertad condicional.

Cinco años…

El abogado continuó:

– Hay un aspecto en este caso en el que no pensé ayer…

– ¿Cuál es? -preguntó Sachs, tratando de evaluar a partir de su mirada la seriedad del nuevo problema.

– El problema es que tú eres policía.

– ¿Qué tiene que ver?

Antes de que el abogado pudiera decir algo, Dellray acotó:

– El que seas un oficial para garantizar el cumplimiento de la ley te pone en una situación distinta. Dentro… -como Sachs todavía no comprendía, el agente le explicó-: Dentro de la prisión. Tendrás que estar segregada. O no durarías ni una semana. Será duro, Amelia. Será terriblemente duro.

– Pero nadie sabe que soy policía.

Dellray rió apenas.

– Todo lo que hay que saber sobre ti, por pequeño que sea el detalle, lo sabrán en el mismo momento en que te entreguen el uniforme y la ropa de cama.

– No he detenido a nadie por aquí. ¿Por qué tiene que importarles que sea policía?

– No importa de dónde provengas -dijo Dellray, mirando a Geberth, quien asintió con la cabeza-. No te pondrán con los presos comunes de ninguna manera.

– Entonces básicamente son cinco años en aislamiento.

– Me temo que sí -dijo Geberth.

Sachs cerró los ojos y una sensación de náusea recorrió su cuerpo.

Cinco años sin moverse, de claustrofobia, de pesadillas…

Y, como ex convicta, ¿de que manera podría encarar una futura maternidad? Se ahogaba de desesperación.

– ¿Entonces? -preguntó el abogado-. ¿Qué hacemos?

Sachs abrió los ojos.

– Me quedo con la alegación.


* * *

La habitación estaba llena de gente. Sachs vio a Mason Germain y a otros pocos policías. Una pareja doliente, con los ojos rojos, probablemente los padres de Jesse Corn, se sentaba en primera fila. Le hubiera gustado decirles algo pero la mirada desdeñosa que recibió la disuadió. Sólo vio dos caras que la miraban con bondad: Mary Beth McConnell y una mujer obesa que presumiblemente era su madre. No había señales de Lucy Kerr. Ni de Lincoln Rhyme. Supuso que no había tenido valor para ver como la llevaban encadenada. Bueno, estaba bien; ella tampoco quería verlo en esas circunstancias.

El alguacil la condujo a la mesa de la defensa. Le dejó los grilletes. Sol Geberth se sentó a su lado.

Se pusieron de pie cuando entró el juez, un hombre, enjuto y fuerte, vestido con una voluminosa toga negra que se sentó en un banco alto. Pasó unos minutos ojeando documentos y hablando con su secretario. Por fin, hizo una señal con la cabeza y el secretario dijo:

– El pueblo del estado de Carolina del Norte contra Amelia Sachs.

El juez señaló con un movimiento de cabeza al fiscal de Raleigh, un hombre alto y de cabellos grises, quien se puso de pie.

– Señoría, la acusada y el Estado han acordado un arreglo de alegación, por el cual la acusada conviene en declararse culpable de homicidio en segundo grado en la muerte del policía Jesse Randolph Corn. El Estado desecha todos los otros cargos y recomienda una sentencia de cinco años, que deberán cumplirse sin posibilidad de libertad condicional ni reducción de la pena.

– Señorita Sachs, ¿ha hablado de este arreglo con su abogado?

– Sí, Señoría.

– ¿Y le ha dicho que tiene el derecho de rechazarlo y presentarse a juicio?

– Sí.

– Y usted comprende que al aceptar el trato se declara culpable en una acusación de homicidio criminal.

– Sí.

– ¿Toma esta decisión voluntariamente?

Ella pensó en su padre, en Nick. Y en Lincoln Rhyme.

– Sí, así es.

– Muy bien. ¿Cómo se declara en la acusación de homicidio en segundo grado hecha en su contra?

– Culpable, Su Señoría.

– A la luz de la recomendación del Estado la alegación será registrada y por lo tanto la condeno…

Las puertas de cuero rojo que llevaban al pasillo se movieron hacia adentro y con un chirrido agudo, la silla de ruedas de Lincoln Rhyme maniobró para entrar. Un alguacil había tratado de abrir las puertas para la Storm Arrow pero Rhyme parecía tener prisa y arremetió contra ellas. Una golpeó contra el muro. Lucy Kerr iba detrás.

El juez levantó la vista, dispuesto a reprender al intruso. Cuando vio la silla, se refugió, como la mayoría de la gente, en la corrección política que Rhyme despreciaba y no dijo nada. Se volvió hacia Sachs:

– Por lo tanto la condeno a cinco años…

Rhyme dijo:

– Perdóneme, Señoría. Necesito hablar un minuto con la acusada y su abogado.

– Señor -se quejó el juez-, estamos en el medio de una audiencia. Puede hablar con ella en algún otro momento.

– Con todo respeto, Señoría -respondió Rhyme-, necesito hablar con ella ahora -su voz también expresaba una queja, pero mucho más ruidosa que la del jurista.


* * *

Justo como en los viejos tiempos, estar en una sala de tribunal.

La mayor parte de la gente piensa que la única tarea de un criminalista consiste en buscar y analizar evidencias. Pero cuando Lincoln Rhyme dirigía las actuaciones forenses del NYPD, la División de Investigaciones y Recursos, pasaba casi tanto tiempo testimoniando en juicios como en el laboratorio. Era un buen testigo experto. (Blaine, su ex esposa, a menudo comentaba que Rhyme prefería actuar frente a la gente, incluida ella misma, antes que interactuar con los demás.)

Cuidadosamente, Rhyme se dirigió a la barandilla que separaba las mesas de los abogados de la galería en los Tribunales del Condado de Paquenoke. Miró a Amelia Sachs y lo que vio casi le rompió el corazón. En los tres días de permanencia en prisión, había perdido mucho peso y su rostro estaba amarillento. Su pelo rojo estaba sucio y atado en un ajustado moño, el mismo que se hacía en las escenas de crímenes para evitar que algunos cabellos sueltos tocaran la prueba; estas circunstancias hacían que su cara, bonita como siempre, pareciera severa y demacrada.

Geberth caminó hacia Rhyme y se agachó. El criminalista habló con él unos minutos. Por fin, Geberth asintió y se puso de pie.

– Señoría, comprendo que ésta es una audiencia referente a un arreglo de alegación. Pero tengo una propuesta inusual. Hay unas nuevas evidencias que han salido a la luz…

– Que usted puede presentar en el juicio -gruñó el juez-, si su cliente opta por rechazar el arreglo de alegación.

– No me propongo presentar nada al tribunal; me gustaría dar a conocer al estado esta evidencia, para ver si mi digno colega consiente en considerarla.

– ¿Con qué propósito?

– Posiblemente para modificar los cargos contra mi cliente -añadió Geberth tímidamente-: Lo que podría hacer que la lista de casos pendientes de Su Señoría parezca menos abrumadora.

El juez puso los ojos en blanco para mostrar que la maña de los yanquis no contaba para nada en su jurisdicción. Sin embargo, miró al fiscal y preguntó:

– ¿Bien?

El fiscal de distrito le preguntó a Geberth:

– ¿Qué tipo de evidencia? ¿Un nuevo testigo?

Rhyme no se pudo controlar más.

– No -dijo-. Evidencia física.

– ¿Usted es el Lincoln Rhyme del que he oído hablar? -preguntó el juez.

Como si hubiera dos criminalistas inválidos haciendo su trabajo en el estado de Carolina del Norte.

– Lo soy, sí.

El fiscal preguntó:

– ¿Dónde está esta evidencia?

– Bajo mi custodia, en el Departamento de Policía del condado de Paquenoke -dijo Lucy Kerr.

El juez le preguntó a Rhyme:

– ¿Consiente en dar testimonio bajo juramento?

– Ciertamente.

– ¿Está de acuerdo, señor fiscal? -preguntó el juez.

– Lo estoy, Señoría, pero si es una maniobra táctica o si la evidencia resulta irrelevante, presentaré una acusación de interferencia contra el señor Rhyme.

El juez pensó unos instantes y luego dijo:

– Para que conste, esto no es parte de ninguna audiencia. La corte se limita a prestarse a las partes para que se haga una deposición anterior al arreglo. El examen se realizará de acuerdo a las normas de procedimiento penal de Carolina del Norte. Tome juramento al declarante.

Rhyme se colocó frente al juez. Cuando un empleado se acercó, inseguro, llevando la Biblia en la mano, el criminalista dijo:

– No, no puedo levantar mi mano derecha -luego recitó-: Juro que el testimonio que voy a prestar es la verdad, de acuerdo a mi solemne juramento -trató de captar la mirada de Sachs, pero ella tenía la vista puesta en los desvaídos mosaicos del suelo de la sala.

Gerberth caminó hacia el frente de la sala.

– Señor Rhyme, puede darnos su nombre, domicilio y ocupación.

– Lincoln Rhyme, 345 Central Park West, ciudad de Nueva York. Soy criminalista.

– Eso es más que un científico forense, ¿no es cierto?

– Algo más que eso, pero la ciencia forense constituye el núcleo de lo que hago.

– ¿Y cómo conoció a la acusada, Amelia Sachs?

– Ha sido mi asistente y compañera en una cantidad de investigaciones criminales.

– ¿Y cómo llegaron a Tanner's Corner?

– Estábamos ayudando al sheriff James Bell y al departamento de policía del condado de Paquenoke. Investigábamos el asesinato de Billy Stail y las desapariciones de Lydia Johansson y Mary Beth McConnell.

Geberth preguntó:

– Entonces, señor Rhyme, ¿dice que tiene nuevas evidencias que presentar en este caso?

– Sí, así es.

– ¿Cuál es esa evidencia?

– Después de que supimos que Billy Stail había ido a Blackwater Landing a matar a Mary Beth McConnell comencé a preguntarme por qué lo habría hecho. Llegué a la conclusión de que le habían pagado para hacerlo. Él…

– ¿Por qué pensó que le pagaron?

– La razón era obvia -gruñó Rhyme. Tenía poca paciencia con las preguntas irrelevantes y Geberth se desviaba de su guión.

– Compártala con nosotros, por favor.

– Billy no tenía una relación romántica de ningún tipo con Mary Beth. No estaba involucrado en el asesinato de la familia de Garrett Hanlon. Ni siquiera la conocía. De manera que no tenía ningún motivo para matarla salvo que fuera por un beneficio económico.

– Siga.

Rhyme continuó:

– Quien lo contrató no le iba a pagar con un talón, por supuesto, sino en efectivo. La policía Kerr fue a la casa de los padres de Billy Stail, quienes le dieron permiso para examinar su cuarto. Descubrió diez mil dólares escondidos bajo el colchón.

– ¿Qué tiene que ver…?

– ¿Por qué no me deja terminar el relato? -preguntó Rhyme al abogado.

El juez dijo:

– Buena idea, señor Rhyme. Pienso que el abogado ha trabajado bien los preliminares.

– Por sugerencia de la oficial Kerr, hice un análisis del borde de fricción, es un examen de las huellas dactilares, de los billetes primero y último del fajo. Encontré un total de sesenta y una huellas latentes. Aparte de las huellas de Billy, dos de esas huellas resultaron ser de una persona involucrada en este caso. La policía Kerr consiguió otra orden judicial para allanar la casa de esa persona…

– ¿También la examinó? -preguntó el juez.

Rhyme contestó con una paciencia forzada:

– No, no lo hice. No era accesible para mí. Pero dirigí la investigación, que fue hecha por la policía Kerr. Dentro de la casa encontró un recibo por la compra de una pala idéntica al arma del crimen y ochenta y tres mil dólares en efectivo, sujetos con unas fajas idénticas a las encontradas alrededor de los dos fajos de billetes en la casa de Billy Stail -teatral como siempre, Rhyme había dejado lo mejor para el final-. La policía Kerr también encontró fragmentos de huesos en la barbacoa de la parte posterior de la casa. Estos fragmentos concuerdan con los huesos de la familia de Garrett Hanlon.

– ¿A quién pertenece la casa de la que habla?

– Al policía Jesse Corn.

De los asientos de la sala de audiencias se elevó un acentuado murmullo. El fiscal siguió impasible, pero se irguió apenas y sus zapatos se movieron sobre el suelo de mosaicos. Susurró a sus colegas, mientras consideraban las implicaciones de la revelación. En la galería los padres de Jesse se miraron, conmovidos; la madre sacudió la cabeza y comenzó a llorar.

– ¿Adonde quiere ir a parar exactamente, señor Rhyme?

Rhyme se resistía a decir al juez que la conclusión era obvia. Dijo:

– Señoría, Jesse Corn era uno de los individuos que conspiraron con Jim Bell y Steve Farr para matar a la familia de Garrett Hanlon hace cinco años y luego para matar a Mary Beth McConnell el otro día.

Oh, sí. Esta ciudad tiene algunas avispas.

El juez se reclinó en su sillón.

– Esto no tiene nada que ver conmigo. Ustedes dos deben arreglarlo. -Señaló con la cabeza a Geberth y al fiscal-. Tienen cinco minutos, luego ella puede aceptar el arreglo de la alegación o fijo la fianza y doy fecha para el juicio.

El fiscal le dijo a Geberth:

– No significa que no haya matado a Jesse. Aun si Corn era otro de los conspiradores, sigue siendo la víctima de un homicidio.

Ahora le tocó al norteño poner los ojos en blanco.

– Oh, vamos -soltó Geberth, como si el fiscal del distrito fuera un estudiante atrasado-. Lo que significa es que Corn estaba operando fuera de su jurisdicción como policía y que cuando se enfrentó a Garrett era un criminal armado y peligroso. Jim Bell admitió que planeaban torturar al chico para encontrar el paradero de Mary Beth. Una vez que la hubieran encontrado, Corn habría llegado con Culbeau y los otros para matar a Lucy Kerr y los demás policías.

Los ojos del juez se movían de derecha a izquierda lentamente mientras asistía a aquel partido de tenis sin precedentes.

El fiscal:

– Yo sólo puedo concentrarme en el crimen al que nos referimos. Si Jesse Corn iba a matar a alguien o no, no tiene importancia.

Geberth sacudió lentamente la cabeza. El abogado dijo al secretario del tribunal:

– Suspendemos la sesión. Esto queda fuera del acta -luego se dirigió al fiscal-: ¿Qué sentido tiene seguir? Corn era un asesino.

Rhyme se le unió y habló con el fiscal:

– Lleve esto a juicio ¿y qué piensa que sentirá el jurado cuando demostremos que la víctima era un policía corrompido que planeaba torturar un chico inocente para encontrar a una jovencita y luego matarla?

Geberth cotinuó:

– No quiere esta muesca en su pistola. Tiene a Bell, tiene a su cuñado, al juez de instrucción…

Antes de que el fiscal pudiera protestar nuevamente, Rhyme levantó la vista hacia él y dijo en voz baja:

– Le ayudaré…

– ¿Qué? -preguntó el fiscal.

– Usted sabe quién está detrás de todo esto, ¿verdad? ¿Sabe quién está matando a la mitad de los residentes de Tanner's Corner?

– Henry Davett -dijo el fiscal-. He leído los expedientes y las declaraciones.

Rhyme preguntó:

– ¿Y cómo va el caso contra él?

– Mal. No hay evidencias. No hay relación entre él y Bell, nadie de la ciudad. Utilizó intermediarios y todos callan o están fuera de mi jurisdicción.

– Pero -dijo Rhyme-, ¿no le gustaría cogerlo antes de que más gente muera de cáncer? ¿Antes que más niños enfermen y se suiciden? ¿Antes que más bebés nazcan con defectos genéticos…?

– Por supuesto que sí.

– Entonces me necesita a mí. No encontrará a ningún criminalista de este Estado que pueda incriminar a Davett. Yo puedo. -Rhyme miró a Sachs. Podía ver lágrimas en sus ojos. Sabía que el único pensamiento que ocupaba su mente era que, la mandaran o no a la cárcel, no había matado a un inocente.

El fiscal lanzó un profundo suspiro. Luego asintió. Rápidamente, como si pudiera cambiar de decisión, dijo:

– De acuerdo -miró al juez-. Señoría, en el caso del Pueblo contra Sachs, el Estado retira todos los cargos.

– Así queda establecido -dijo un juez aburrido-. La acusada puede irse. Siguiente caso -ni siquiera se molestó en bajar el martillo.

Capítulo 45

– No sabía si aparecerías -dijo Lincoln Rhyme.

Estaba sorprendido de verdad.

– Yo tampoco sabía si iba a venir -replicó Sachs.

Estaban en el cuarto de hospital de Rhyme, en el centro médico de Avery.

Él dijo:

– Acabo de bajar de visitar a Thom en la quinta planta. Qué extraño que en este momento tenga más movilidad que él.

– ¿Cómo está?

– Se pondrá bien. Saldrá en un día o dos. Le dije que iba a considerar la terapia física desde un ángulo completamente distinto. No le hizo gracia.

Una agradable guatemalteca, la cuidadora temporal, estaba sentada en un rincón, tejiendo un chal amarillo y rojo. Parecía soportar bien los cambios de humor de Rhyme, si bien él creía que eso se debía a que no comprendía el inglés lo suficientemente bien como para apreciar sus sarcasmos e insultos.

– Sabes, Sachs -dijo Rhyme-, cuando supe que habías sacado por la fuerza a Garrett de la cárcel, casi se me ocurre que lo habías hecho para darme la posibilidad de pensar dos veces en la operación.

Una sonrisa curvó los labios de Sachs, tan parecidos a los de Julia Roberts.

– Quizá hubo algo de eso.

– ¿De manera que ahora estás aquí para convencerme de que no lo haga?

Sachs se levantó de la silla y caminó hasta la ventana.

– Hermosa vista.

– Tranquila, ¿verdad? Fuente y jardín. Plantas. No sé de que clase.

– Lucy te lo podría decir. Conoce las plantas de la misma forma que Garrett conoce los bichos. Perdona, insectos. El bicho es sólo un tipo de insecto… No, Rhyme, no estoy aquí para convencerte de que no te operes. Estoy aquí para acompañarte ahora y estar en el cuarto de recuperación cuando despiertes.

– ¿Cambiaste de parecer…?

Ella se volvió hacia él.

– Cuando Garrett y yo estábamos huyendo, me contó sobre algo que leyó en uno de sus libros, The Miniature World.

– Tengo un respeto que antes no sentía por los escarabajos peloteros después de leerlo -dijo Rhyme.

– Había algo que me mostró, un pasaje. Era una lista de las características de las criaturas vivientes. Una de ellas consiste en que los seres sanos se esfuerzan por crecer y por adaptarse al medio. Me di cuenta de que es algo que tú tienes que hacer, Rhyme, pasar por el quirófano. No puedo interferir.

Después de un momento, Rhyme comenzó a hablar:

– Sé que no me va a curar, Sachs. ¿Pero cuál es la naturaleza de nuestro trabajo? Las pequeñas victorias. Encontramos una fibra allí, una huella dactilar parcial allá, unos pocos granos de arena que pueden conducir a la casa del asesino. Eso es todo lo que busco en este lugar, una pequeña mejora. No voy a salir de esta silla, lo sé. Pero necesito una pequeña victoria.

Quizá la ocasión de tomarte de la mano de verdad.

Ella se inclinó, lo besó con fuerza y luego se sentó sobre la cama.

– ¿Por qué pones esa cara, Sachs? Pareces un poco retraída.

– Volvamos al pasaje del libro de Garrett…

– Bien.

– Había otra característica de las criaturas vivientes que quería mencionar.

– ¿Cuál es?

– Todas las criaturas vivientes se esfuerzan por perpetuar la especie.

Rhyme gruñó:

– ¿Me equivoco o es otro arreglo judicial el que se viene? ¿Un trato de algún tipo?

Ella respondió:

– Quizá podamos hablar de algunas cosas cuando regresemos a Nueva York.

Una enfermera apareció en la puerta.

– Necesito llevarlo a la sala pre-operatoria, señor Rhyme. ¿Listo para el paseo?

– Oh, apuesto que sí… -Se volvió hacia Sachs-. Seguro que hablaremos.

Sachs lo besó una vez más y le apretó la mano izquierda, donde Rhyme podía, apenas levemente, sentir la presión en su dedo anular.


* * *

Las dos mujeres se sentaban a cada lado de un grueso haz de luz solar.

Frente a ellas, sobre una mesa naranja cubierta de marcas marrones, producidas en la época en que en los hospitales se permitía fumar, había dos vasos de papel con café de máquina muy malo.

Amelia Sachs miró a Lucy Kerr, que estaba inclinada hacia delante, con las manos juntas, apagada.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sachs-. ¿Estás bien?

La policía dudó y finalmente dijo:

– Oncología está en el ala de al lado. Pasé meses allí. Antes y después de la operación. -Sacudió la cabeza-. Nunca se lo dije a nadie pero el Día de Acción de Gracias, después de que Buddy me dejara, vine aquí. Anduve dando vueltas. Tomé café y bocadillos de atún con las enfermeras. ¿No es divertido? Podía haber ido a ver a mis padres y primos de Raleigh, y hubiera comido pavo y me hubiera puesto elegante. O a casa de mi hermana y su marido en Martinsville, los padres de Ben. Pero quería estar donde me sentía en casa. Que de seguro no era en mi casa.

Sachs dijo:

– Cuando mi padre se moría, mi madre y yo pasamos tres fiestas en el hospital. Acción de Gracias, Navidad y Año Nuevo. Papá hizo una broma. Dijo que deberíamos hacer pronto nuestras reservas para Semana Santa. Sin embargo, no vivió hasta entonces.

– ¿Tu madre vive todavía?

– Oh, sí. Anda mejor que yo. Yo heredé la artritis de papá. En cantidad -Sachs casi hizo una broma acerca de que esa era la razón por la cual tiraba tan bien, para no tener que correr atrás de los delincuentes. Pero entonces se acordó de Jesse Corn, evocó el agujero de la bala en su frente y se quedó en silencio.

Lucy dijo:

– Se pondrá bien, sabes. Lincoln.

– No, no lo sé -respondió Sachs.

– Tengo un presentimiento. Cuando has pasado tanto como yo pasé, en los hospitales, quiero decir, tienes presentimientos.

– Te lo agradezco -dijo Sachs.

– ¿Cuánto tiempo crees que tardará? -preguntó Lucy.

Una eternidad…

– Cuatro horas, calculó la doctora Weaver.

A la distancia apenas si podían escuchar el superficial y forzado diálogo de una serie televisiva. Un reclamo distante de un médico. Una alarma de reloj. Una carcajada.

Alguien pasó al lado y se detuvo.

– Hola, chicas.

– Lydia -dijo Lucy sonriendo-. ¿Cómo estás?

Lydia Johansson. Al principio Sachs no la había reconocido porque llevaba uniforme verde y una cofia. Recordó que Lydia trabajaba de enfermera en ese centro médico.

– ¿Te has enterado? -preguntó Lucy-. Jim y Steve están arrestados ¿Quién lo hubiera pensado?

– Ni en un millón de años -dijo Lidia-. Toda la ciudad habla de ello -luego le preguntó a Lucy-: ¿Tienes una cita en oncología?

– No. El señor Rhyme se opera hoy. De la espina dorsal. Somos sus animadoras.

– Bueno, le deseo todo lo mejor -dijo Lydia a Sachs.

– Gracias.

La muchacha siguió por el pasillo, saludó con la mano y pasó por una puerta batiente.

– Buena chica -dijo Sachs.

– ¿Te imaginas qué trabajo, ser enfermera en oncología? Cuando lo de mi operación, pasaba por el pabellón todos los días. Tan alegre como podía estar. Tiene más agallas que yo.

Pero Sachs apenas la escuchaba. Miró al reloj. Eran las once de la mañana. La operación estaría a punto de comenzar.


* * *

Trataba de portarse bien.

La enfermera de la sala preoperatoria le explicaba cosas y Lincoln Rhyme asentía pero ya le habían dado un Valium y no prestaba atención.

Quería decirle a la mujer que se callara y siguiera con los preparativos, sin embargo suponía que había que ser muy cortés con la gente que está a punto de abrirle el cuello a uno.

– ¿De verdad? -dijo cuando ella hizo una pausa-. Es interesante -no tenía ni idea de lo que le había dicho.

Luego llegó un celador y lo trasladó desde la sala preoperatoria a la misma sala de operaciones.

Dos enfermeras lo trasladaron de la camilla a la mesa de operaciones. Una de ellas fue a un extremo alejado de la sala y comenzó a sacar instrumental del autoclave.

La sala de operaciones era más informal de lo que hubiera creído. Los azulejos eran verdes, el equipo de acero inoxidable, se veían los instrumentos y los tubos previstos. También cantidad de cajas de cartón y un radiograbador portátil. Estaba a punto de preguntar que clase de música iban a oír cuando recordó que estaría inconsciente y en consecuencia no debía preocuparse por la banda sonora.

– Es muy divertido -murmuró como un borracho a una enfermera que estaba cerca. Ella se volvió. Rhyme sólo podía ver sus ojos por encima de la mascarilla.

– ¿Qué es tan divertido? -preguntó la enfermera.

– Me operan en el único lugar en el que necesito anestesia. Si fueran a sacarme el apéndice podrían cortar sin darme nada.

– Es gracioso, señor Rhyme.

Él se rió brevemente y pensó: de manera que me conoce.

Miró al techo, con humor reflexivo y confuso. Lincoln Rhyme dividía a la gente en dos categorías: los que viajaban y los que llegaban. Algunos gozaban del viaje más que de la llegada. Él, por naturaleza, era una persona de llegada, encontrar las respuestas a los interrogantes forenses era su meta y disfrutaba descubriendo las soluciones más que el proceso de buscarlas. Sin embargo ahora, acostado sobre la espalda y mirando la pantalla cromada de la lámpara quirúrgica, sintió lo opuesto. Prefería quedarse en este estado de esperanza, disfrutar de la alentadora sensación de anticiparse.

La anestesista, una mujer india, entró y le colocó una aguja en el brazo, preparó una inyección y la ajustó al tubo conectado con la aguja. Tenía manos muy hábiles.

– ¿Listo para echar una siesta? -le preguntó con un leve acento cantarín.

– Totalmente listo -musitó.

– Cuando inyecte esta sustancia le pediré que cuente hacia atrás desde cien. Se dormirá antes de lo que piensa.

– ¿Cuál es el récord? -bromeó Rhyme.

– ¿De contar hacia atrás? Un hombre, que era mucho más grande que usted llegó al setenta y nueve antes de dormirse.

– Yo llegaré a setenta y cinco.

– Hará que este quirófano lleve su nombre si lo hace -replicó ella, inexpresiva.

Rhyme observó como deslizaba un tubo con un líquido claro en la intravenosa. Después, se volvió para observar el monitor. Rhyme comenzó a contar.

– Cien, noventa y nueve, noventa y ocho, noventa y siete…

La otra enfermera, la que había mencionado su nombre, se agachó. En voz baja le dijo:

– Hola.

Un tono extraño en la voz.

Rhyme la miró.

Ella siguió:

– Yo soy Lydia Johansson. ¿Me recuerda? -antes de que pudiera contestarle que sí, por supuesto, ella agregó en un sombrío murmullo-: Jim Bell me pidió que le dijera adiós.

– ¡No! -murmuró Rhyme.

La anestesista, con los ojos en el monitor, dijo:

– Está bien. Sólo relájese. Todo está bien.

Con su boca a centímetros de la oreja de Rhyme, Lydia murmuró:

– ¿No se preguntó cómo Jim y Steve Farr descubrieron a los pacientes de cáncer?

– ¡No! ¡Deténgase!

– Yo di sus nombres a Jim para que Culbeau se asegurara de que sufrieran accidentes. Jim Bell es mi novio. Hace años que tenemos una relación. Es él el que me envió a Blackwater Landing después de que Mary Beth desapareciera. Esa mañana fui a poner flores para estar por ahí en caso de que Garrett apareciera. Iba a hablar con él para darle a Jesse y a Ed Schaeffer la ocasión de cogerlo, Ed estaba con nosotros también. Luego le iban a obligar a decirles dónde estaba Mary Beth. Pero nadie pensó que me secuestraría a mí.

Oh, sí, esta ciudad tiene algunas avispas…

– ¡Deténgase! -gritó Rhyme. Pero su voz salió entre dientes.

La anestesista dijo:

– Pasaron quince segundos. Quizá rompa el récord después de todo. ¿Está contando? No lo escucho.

– Volveré enseguida -dijo Lydia acariciando la frente de Rhyme-. Hay muchas cosas que pueden salir mal durante una cirugía, ya sabe. Se puede obstruir el tubo de oxígeno, se pueden administrar las drogas equivocadas. ¿Quién sabe? Lo podrían matar o dejarlo en coma. Pero de seguro no va a poder ir a testificar.

– ¡Espere! -jadeó Rhyme- ¡Espere!

– Ja -dijo la anestesista, riendo, con los ojos aun en el monitor-. Veinte segundos. Creo que va a ganar, señor Rhyme.

– No, no creo que lo haga -susurró Lydia y lentamente se puso de pie mientras Rhyme veía que el quirófano se tornaba gris y luego negro.

Capítulo 46

Amelia pensó que se trataba de uno de los lugares más bonitos del mundo.

Para ser un cementerio.

Tanner's Corner Memorial Gardens, en la cima de una redondeada colina, dominaba el río Paquenoke, que fluía a unas millas de distancia. Desde el mismo cementerio se apreciaba mejor su belleza que visto desde la carretera, como lo hizo Amelia cuando se acercaba desde Avery.

Entornó los ojos a causa del sol, percibiendo la cinta resplandeciente del canal Blackwater que se unía al río. Desde allí, hasta sus aguas, oscuras y coloreadas, que habían producido tanta pena a tantos, le daban un aire amable y pintoresco.

Amelia se encontraba entre un grupo de gente de pie ante una tumba abierta. Uno de los hombres de la empresa funeraria colocaba en la fosa una urna. Amelia Sachs estaba al lado de Lucy Kerr. Garrett Hanlon se mantenía próximo a ellas. Del otro lado de la tumba se podía ver a Mason Germain y a Thom, que llevaba un bastón y estaba vestido con pantalones y camisa inmaculados. Lucía una corbata audaz, con estampado rojo estridente, que parecía apropiada a pesar de lo sombrío del momento.

También estaba ahí, a un costado, Fred Dellray, de traje negro, solo, pensativo, como si recordara algún pasaje de uno de los libros de filosofía que le gustaba leer. Hubiera parecido un reverendo de la Nación del Islam si llevara una camisa blanca en lugar de la verde limón con lunares amarillos.

No había ministro que oficiara, aun cuando esa región se destacaba por su religiosidad y, probablemente, se podía encontrar una docena de clérigos a espera que los llamaran para oficiar funerales. El director de la funeraria miró a la gente reunida y preguntó si alguien quería decir algo a la asamblea. Mientras todos miraban a su alrededor, preguntándose si habría voluntarios, Garrett comenzó a hurgar en sus amplios pantalones de los que sacó un libro muy manoseado, The Miniature World.

Con voz titubeante, el chico leyó:

– «Están los que sugieren que no existe una fuerza divina, pero nuestro cinismo se pone a prueba cuando consideramos el mundo de los insectos, que ha sido agraciado con tantas características sorprendentes: alas tan finas que apenas parecen haber sido hechas con materia viviente, cuerpos sin un solo miligramo de exceso de peso, detectores de velocidad del viento tan exactos que registran hasta una fracción de milla por hora, movimientos tan eficientes que los ingenieros mecánicos los toman como modelo para robots y, lo que es más importante, la extraordinaria capacidad de los insectos para sobrevivir frente a la abrumadora oposición del hombre, los predadores y los elementos. En momentos de desesperación, podemos recurrir al ingenio y la perseverancia de estas criaturas milagrosas para encontrar solaz y restaurar nuestra fe perdida». -Garrett levantó la vista y cerró el libro. Hizo sonar sus uñas nerviosamente. Miró a Sachs y preguntó-: ¿Quieres decir algo?

Ella se limitó a negar con la cabeza.

Nadie más habló y después de unos minutos, todos los que rodeaban la tumba se volvieron, disgregándose colina arriba por un sinuoso sendero. Antes de que rodearan la cima que llevaba a la zona de comidas campestres, el personal del cementerio había comenzó a rellenar la tumba con una excavadora. Cuando llegaron a la cima de la colina poblada de árboles, cerca del aparcamiento, Sachs respiraba con dificultad.

Recordó la voz de Lincoln Rhyme:

No es un mal cementerio. No me molestaría que me enterraran en un lugar así…

Se detuvo para enjugar el sudor de su rostro y recobrar el aliento; el calor de Carolina del Norte todavía resultaba inmisericorde. Sin embargo Garrett no pareció percibir la temperatura. Se adelantó corriendo y comenzó a sacar bolsas de alimentos del maletero del Bronco de Lucy.

No era exactamente ni el lugar ni el momento para hacer un picnic, pero Sachs supuso que la ensalada de pollo y el melón constituían una forma de recordar a los muertos tan buena como cualquier otra.

También el whisky escocés, por supuesto. Amelia buscó en varias bolsas de la compra, hasta encontrar finalmente la botella de Macallan de dieciocho años. Sacó el corcho que hizo un leve ruido.

– Ah, mi sonido favorito -dijo Rhyme.

Se acercaba en su silla de ruedas, conduciendo con cuidado por el césped desigual. La colina que descendía hasta la tumba era demasiado empinada para la Storm Arrow por lo que tuvo que esperar en la zona ajardinada.

Había observado desde la cima cómo enterraban las cenizas de los huesos que Mary Beth había encontrado en Blackwater Landing, los restos de la familia de Garrett.

Sachs sirvió el whisky en el vaso de Rhyme, equipado con una larga pajita y se sirvió un poco para ella. Todos los demás tomaban cerveza.

Rhyme dijo:

– El licor ilegal es realmente malo, Sachs. Evítalo a toda costa. Esto es mucho mejor.

Sachs miró a su alrededor:

– ¿Dónde está la mujer del hospital? ¿La cuidadora?

– ¿La señora Ruiz? -Murmuró Rhyme-. Es una inútil. Se fue. Me dejó en la estacada.

– ¿Se fue…? -comentó Thom-. La volviste loca. Sería lo mismo que si la hubieras despedido.

– Fui un santo -gruñó el criminalista.

– ¿Cómo anda tu temperatura? -preguntó Thom.

– Está bien -masculló Rhyme-. ¿Cómo anda la tuya?

– Probablemente un poco alta pero yo no tengo problemas de tensión.

– No, tienes un agujero de bala.

El ayudante insistió:

– Deberías…

– Te dije que estoy bien.

– …ubicarte más allá, en la sombra.

Rhyme gimió y se quejó del suelo inestable pero por fin se ubicó a la sombra, un poco más lejos.

Garrett colocaba con cuidado comida, bebida y servilletas sobre un banco bajo un árbol.

– ¿Cómo te va? -le preguntó Sachs a Rhyme en un susurro-. Y antes de que me gruñas a mí también, no te hablo del calor.

Él se encogió de hombros, emitiendo un gruñido silencioso con el cual quería decir: estoy bien.

Pero no estaba bien. Un estimulador del nervio frénico impulsaba corriente a su cuerpo para ayudar a sus pulmones a inhalar y exhalar. Odiaba el artefacto, se había librado de él hacía unos años, pero no había duda de que ahora lo necesitaba. Dos días antes, en la mesa de operaciones, Lydia Johansson había estado muy cerca de detener para siempre su respiración.

En la sala de espera del hospital, después de que Lydia se despidiera de Sachs y de Lucy, la pelirroja había notado que la enfermera desaparecía por la puerta que decía: NEUROCIRUGÍA. Sachs había preguntado:

– ¿No me dijiste que trabaja en oncología?

– Así es.

– ¿Entonces para qué entró allí?

– Quizá para saludar a Lincoln -sugirió Lucy.

Pero Sachs no creía que las enfermeras hicieran visitas de cortesía a pacientes a los que estaban a punto de operar.

Entonces pensó: Lydia sabría acerca de los nuevos diagnósticos de cáncer en pacientes de Tanner's Corner. Inmediatamente recordó que alguien había dado información a Bell sobre los pacientes con cáncer, las tres personas de Blackwater Landing que Culbeau y sus amigos mataron. ¿Quién mejor que una enfermera en el pabellón de oncología? Era un poco fantasioso, pero Sachs se lo mencionó a Lucy, quien cogió su móvil y realizó una llamada de emergencia a la compañía telefónica, cuyo departamento de seguridad hizo una búsqueda en sus registros, si bien apresurada y a vuelo de pájaro, de las llamadas telefónicas de Jim Bell. Había cientos de Lydia y para ella.

– ¡Lo va a matar! -gritó Sachs. Y las dos mujeres, una con el arma en la mano, irrumpieron en la sala de operaciones, escena digna de un episodio melodramático de la serie Urgencias, justo cuando la doctora Weaver iba a realizar la primera incisión.

Lydia se descontroló y antes de que la dos mujeres la detuvieran, al tratar de escapar, o de hacer lo que le había pedido Bell, arrancó el tubo de oxígeno de la garganta de Rhyme. A causa de ese trauma y de la anestesia, los pulmones de Rhyme dejaron de funcionar. La doctora Weaver lo revivió, pero luego su respiración no volvió a ser la de antes y tuvo que recurrir al estimulador.

Lo que resultaba bastante malo. Incluso peor, la doctora Weaver, para enfado y desagrado de Rhyme, se negaba a realizar nuevamente la operación antes de que transcurrieran al menos seis meses, hasta que las funciones respiratorias estuvieran normalizadas completamente. Lincoln trató de insistir, pero la cirujana se demostró tan obcecada como él.

Sachs sorbió más scotch.

– ¿Le contaste a Roland Bell lo de su primo? -preguntó Rhyme.

Ella asintió.

– Se lo tomó muy mal. Dijo que Jim era la oveja negra, pero que nunca hubiera creído que hiciera algo como lo que hizo. Está muy trastornado por la noticia -miró al noreste-. Mira -dijo-, por allí. ¿Sabes lo que es?

Tratando de seguir sus ojos, Rhyme preguntó:

– ¿Qué miras? ¿El horizonte? ¿Una nube? ¿Un avión? Acláramelo, Sachs.

– El pantano Great Dismal. Allí es donde está el lago Drummond.

– Fascinante -comentó Rhyme, con sorna.

– Está lleno de fantasmas -agregó ella, como una guía turística.

Lucy se acercó y vertió un poco de whisky en un vaso de papel. Lo probó. Luego hizo una mueca.

– Es horrible. Sabe a jabón -abrió una Heineken.

Rhyme dijo:

– Cuesta ochenta dólares la botella.

– Jabón caro, entonces.

Sachs observó a Garrett mientras llenaba su boca de copos de maíz y luego corría por el pasto. Le preguntó a Lucy:

– ¿No tienes noticias del condado?

– ¿De los papeles para ser madre adoptiva? -preguntó Lucy. Luego negó con la cabeza-. Me rechazaron. No por ser soltera, no hay problema con eso, sino por mi trabajo. Soy policía. Trabajo muchas horas.

– ¿Ellos qué saben? -Rhyme frunció el entrecejo.

– No importa lo que saben -dijo Lucy-. Lo que importa es lo que hacen. Se va a ir con una familia de Hobeth. Buena gente. Los estudié muy bien.

Sachs no dudó de que lo había hecho.

– Pero nos vamos de excursión la semana próxima.

En las cercanías, Garrett cruzaba por el césped, al acecho de un espécimen.

Cuando Sachs se dio vuelta, vio que Rhyme la estaba observando mientras ella miraba al muchacho.

– ¿Qué? -le preguntó, frunciendo el ceño ante su expresión tímida.

– Si tuvieras que decirle algo a una silla vacía, Sachs, ¿qué le dirías?

Ella vaciló un instante:

– Creo que eso me lo quedo para mí por el momento, Rhyme.

De repente, Garrett soltó una fuerte carcajada y empezó a correr por el césped. A través del aire polvoriento perseguía un insecto, que no hacía caso de su perseguidor. El chico lo alcanzó y con los brazos extendidos, hizo ademán de cogerlo y se cayó al suelo. Un rato después se levantó, mirando a sus manos unidas y caminando hacia los bancos del picnic.

– Adivinad lo que he encontrado -gritó.

– Ven a enseñárnoslo -dijo Amelia Sachs-. Quiero verlo.

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