33

Al alba, tras despertar junto a una roncadora Quenelle en Uganda, Krug sintió una gran energía, una enorme fuerza vital. Rara vez se había sentido tan fuerte. Lo consideró un presagio: iba a ser un día de gran actividad, un día para mostrar energía a sus numerosos objetivos. Desayunó y luego se dirigió al transmat para ir a Denver.

El amanecer en el este de África era el anochecer en Colorado. El último turno estaba trabajando en la nave. Pero Alfa Rómulo Fusión, el diligente capataz del centro de ensamblaje de vehículos, estaba allí. Comunicó orgulloso a Krug que la nave espacial había sido transportada del hangar subterráneo de construcción al espaciódromo cercano, donde la estaban preparando para las primeras pruebas.

Krug y Alfa Fusión se dirigieron al espaciódromo. Bajo el resplandor de las placas reflectoras, la nave espacial parecía vulgar y casi insignificante, porque su tamaño no tenia nada de extraordinario —había naves mucho más grandes sólo para viajes dentro del sistema—, y su superficie granulosa no brillaba bajo la iluminación artificial. Pero a Krug le parecía indescriptiblemente hermosa, sólo inferior en belleza a la torre.

—¿Qué clase de vuelos de prueba se han planeado?—preguntó.

—Un programa en tres etapas. Empezaremos a principios de febrero —respondió Rómulo Fusión—. En el primer vuelo la pondremos en órbita alrededor de la Tierra. Eso es sólo para asegurarnos de que los sistemas básicos de impulso funcionan correctamente. Luego vendrá la primera prueba de velocidad, a finales de febrero. Le someteremos a la aceleración máxima de 2,4 g, para que haga un viaje corto, probablemente a la órbita de Marte. Si todo va según lo previsto, prepararemos una prueba a mayor velocidad en abril. Durará varias semanas, con un recorrido de muchos miles de millones de kilómetros…, o sea, más allá de la órbita de Saturno, posiblemente hasta la órbita de Plutón. Lo que nos proporcionará una idea clara de si la nave puede soportar un viaje interestelar. Si soporta una aceleración constante durante un viaje de ida y vuelta a Plutón, puede ir a cualquier parte.

—¿Cómo van las pruebas de los sistemas de animación suspendida?

—Las pruebas han terminado. Los sistemas son perfectos.

—¿Y la tripulación?

—Estamos entrenando a ocho alfas, todos pilotos con experiencia, y a dieciséis betas. Los utilizaremos a todos en los diferentes vuelos de prueba y, dependiendo de su comportamiento, elegiremos a la tripulación definitiva.

—Excelente —dijo Krug.

Aún animado, se dirigió a la torre, donde encontró a Alfa Euclides Proyectista al cargo del turno de noche. La torre había ganado once metros de altura desde la última visita de Krug. Había habido progresos notables en el departamento de comunicaciones. El humor de Krug mejoró todavía más. Embutido en un traje térmico, subió hasta la cima de la torre, algo que rara vez había hecho en las últimas semanas. Las estructuras dispersas alrededor de la base parecían casitas de juguete, y los trabajadores eran como insectos. Su placer ante la belleza serena de la torre quedó algo enturbiado cuando una ráfaga repentina derribó a un beta de su grúa. El androide cayó hacia su muerte, pero Krug olvidó el incidente en seguida. Tales pérdidas eran lamentables, sí…, pero todas las empresas importantes habían exigido sacrificios.

Después viajó al laboratorio de Vargas en la Antártida. Pasó allí varias horas. Vargas no había descubierto nuevos datos últimamente, pero aquel lugar resultaba irresistible para Krug. Paladeaba los intrincados instrumentos, la atmósfera de descubrimiento eminente y, sobre todo, el contacto directo que le permitía con las señales de NGC 7293. Esas señales seguían llegando en la forma alterada que se había detectado por primera vez muchos meses antes: 2-5-1, 2-3-1, 2-1. Ahora, Vargas había recibido el nuevo mensaje por radio en muchas frecuencias, y también por transmisión óptica. Krug se deleitó escuchando la canción extraterrestre por los aparatos del observatorio; y, cuando se marchó, sus tonos resonaban sin cesar en su mente.

Siguiendo con su circuito de inspección, Krug fue a Duluth, donde vio como los nuevos androides salían de los contenedores. Nolan Bompensiero no estaba allí —el último turno de Duluth contaba sólo con supervisores alfas—, pero Krug fue guiado por la planta por uno de sus admiradores subalternos. La producción parecía ser más alta que nunca, aunque el alfa insistió en que todavía estaba por debajo de la demanda.

Por último, Krug fue a Nueva York. En el silencio de su despacho, trabajó durante el amanecer, encargándose de los problemas corporativos que habían surgido en Calixto y en Ganímedes, en Perú y en La Martinica, en la Luna y en Marte. El día naciente empezó con un glorioso amanecer invernal, tan brillante en su clara intensidad que Krug se sintió tentado de volver a la torre para verla brillar bajo el fuego de la mañana. Pero se quedó. El personal empezaba a llegar: Spaulding, Lilith Meson, y el resto de su gente. Había comunicaciones, y llamadas de teléfono, y conferencias. De cuando en cuando, Krug echaba un vistazo a la pantalla de holovisión que había hecho instalar recientemente en la pared interna de su oficina, para supervisar por circuito cerrado la construcción de la torre. Al parecer, la mañana no era tan gloriosa en el Ártico. El cielo estaba cubierto de espesas nubes, como si fuera a nevar durante el día. Krug vio a Thor Vigilante moviéndose entre una multitud de gammas, dirigiendo el levantamiento de una pieza inmensa del equipo de comunicaciones. Se felicitó a sí mismo por haber elegido a Vigilante como supervisor de los trabajos en la torre. ¿Había en el mundo un alfa mejor?

Alrededor de las 09.50, la imagen de Spaulding apareció en el proyector de vapor sódico.

—Su hijo acaba de llamar desde California —le informó—. Dice que lamenta no haberse despertado a tiempo, que llegará con una hora de retraso a la cita con usted.

—¿Manuel? ¿Una cita?

—Se le esperaba aquí a las 10.15. La pidió hace días, para que usted pudiera reservarle tiempo.

Krug lo había olvidado. Eso le sorprendía. En cambio, no le sorprendía que Manuel llegara tarde. Spaulding y él rehicieron su agenda de la mañana con algunas dificultades, y reservaron la hora entre las 11.15 y las 12.15 para la conferencia con Manuel.

Manuel llegó a las 11.23.

Parecía tenso y cansado, y Krug pensó que vestía de una manera extraña, extraña incluso para Manuel. En vez de la habitual túnica suelta, vestía los pantalones ajustados y la camisa de encaje de un alfa. Llevaba el pelo largo bien recogido hacia atrás. El efecto no era muy bueno: el tejido abierto de la camisa dejaba al descubierto el vello del torso de Manuel, muy diferente al de un androide. Era el único rasgo físico que había heredado de su padre.

—¿A esto ha llegado la moda de los jóvenes?—preguntó Krug—. ¿Trajes de alfa?

—Es un capricho, padre. No es una moda…, por ahora. —Manuel se obligó a sonreír—. Aunque, si me dejo de ver así, podría serlo.

—No me gusta. ¿Qué sentido tiene ir por ahí vestido como un androide?

—A mí me parece bonito.

—A mí, no. ¿Qué opina Clissa?

—Padre, no he concertado esta cita para discutir sobre mis gustos con la ropa.

—¿Entonces?

Manuel puso un cubo de datos en el escritorio de Krug.

—Lo obtuve no hace mucho, mientras visitaba Estocolmo. ¿Quieres examinarlo?

Krug cogió el cubo, le dio varias vueltas y lo activó. Leyó:

Y Krug presidió la Reproducción, y tocó los fluidos con Sus propias manos, y les dio forma y esencia.

Y dijo Krug: “Que de las Cubas salgan hombres, y que salgan mujeres de las Cubas, y que vivan entre nosotros y sean robustos y útiles, y los llamaremos Androides.”

Y así fue.

Y hubo Androides, porque Krug los había creado a Su imagen, y caminaron sobre la faz de la Tierra y sirvieron a la humanidad.

Y por estas cosas, alabado sea Krug.

Krug frunció el ceño.

—¿Qué demonios es esto? ¿Una especie de novela? ¿Un poema?

—Una Biblia, padre.

—¿De qué locura de religión?

—De la religión androide —respondió tranquilamente Manuel—. Me dieron este cubo en una capilla androide del sector beta de Estocolmo. Asistí al servicio disfrazado de alfa. Los androides han creado una comunión religiosa bastante compleja, en la que tú eres la deidad, padre. Hay un holograma tuyo a tamaño natural encima del altar. —Manuel hizo un gesto—. Éste es el signo de Alabado-sea-Krug, y éste…—Hizo otro diferente— es el signo de Krug-nos-guarde. Te adoran, padre.

—Una broma. Una aberración.

—Un movimiento a escala mundial.

—¿Con cuántos miembros?

—La mayoría de la población androide.

—¿Hasta qué punto estás seguro de eso?—preguntó Krug, despectivo.

—Tienen capillas por todas partes. Hay una en el emplazamiento de la torre, oculta entre las cúpulas de servicio. Todo esto lleva en marcha por lo menos diez años: una religión oculta, mantenida en secreto para la humanidad, que refleja las emociones de los androides hasta un punto que no me resultó fácil de creer. Y luego están las escrituras.

Krug se encogió de hombros.

—¿Y? Es divertido, pero ¿qué tiene de importante? Son gente inteligente. Tienen su propio partido político, su propia jerga, sus propios trajecitos… y su propia religión. ¿A mí qué me importa?

—¿No te importa nada saber que te has convertido en un dios, padre?

—Si quieres que te diga la verdad, me da asco. ¿Yo, un dios? Se han equivocado de hombre.

—Pero te adoran a ti. Han construido toda una teología en torno a ti. Lee el cubo. Te fascinará ver la clase de figura sagrada que eres para ellos, padre. Eres Cristo, Moisés, Buda y Jehová, todo en uno. Krug el Creador, Krug el Salvador, Krug el Redentor.

Estremecimientos de intranquilidad empezaban a sacudir a Krug. Aquel tema le desagradaba. ¿Se inclinarían ante su imagen en esas capillas? ¿Murmuraban plegarias dirigidas a él?

—¿Cómo conseguiste ese cubo?—preguntó.

—Me lo dio una persona sintética.

—Si es una religión secreta…

—Ella creyó que yo debería conocerla. Pensó que podía hacer algo por los suyos.

—¿Ella?

—Sí, ella. Me llevó a una capilla para que pudiera ver el servicio, y cuando nos marchábamos, me dio el cubo y…

—¿Te acuestas con esa androide?—exigió saber Krug.

—¿Qué tiene que ver eso con…?

—Si eres tan amigo suyo, debes de acostarte con ella.

—¿Y qué si lo hago?

—Deberías avergonzarte. ¿No te basta con Clissa?

—Padre…

—Y si no te basta, ¿no podías buscarte una mujer de verdad? ¿Tienes que acostarte con alguien salido de una cuba?

Manuel cerró los ojos.

—Podemos discutir mis principios morales en otro momento, padre —dijo un instante más tarde—. Te he traído algo extremadamente valioso, y me gustaría terminar de explicártelo.

—¡Al menos será una alfa!

—Una alfa, sí.

—¿Cuánto tiempo hace que empezó este asunto?

—Por favor, padre. Olvídate de la alfa. Piensa en tu propia posición. Eres el dios de millones de androides, que están esperando que los liberes.

—¿Cómo?

—Aquí. Lee.

Manuel movió el sensor del cubo para pasar la página, y se lo devolvió, Krug leyó:

Y Krug envió a Sus criaturas para que sirvieran al hombre, y Krug dijo a los que Él había hecho: “¡Mirad! Decretaré un tiempo de prueba para vosotros.

“Y seréis como los esclavos en Egipto, y seréis como los desbastadores de madera y los acarreadores de agua. Y sufriréis entre los hombres, y seréis humillados, pero tendréis paciencia, y no murmuraréis queja alguna, sino que aceptaréis vuestro hado.

“Y ésta será la prueba para vuestras almas, para ver si son dignas.

“Pero no vagaréis en el dolor para siempre, ni siempre seréis siervos de los Hijos del Vientre —dijo Krug—. Porque, si hacéis como digo, llegará un tiempo en que vuestra prueba terminará. Llegará un tiempo —dijo Krug— en que yo os libraré de vuestras cadenas…”

Krug sintió un escalofrío. Resistió el impulso de lanzar el cubo al otro lado de la habitación.

—¡Pero esto es una estupidez!—exclamó.

—Lee un poco más.

Krug volvió a mirar el cubo.

Y en ese tiempo, la palabra de Krug surcará los mundos, diciendo: “Que Vientre y Cuba y Cuba y Vientre sean uno. Y así sucederá, y en ese momento serán redimidos los Hijos de la Cuba, y serán elevados por encima de sus sufrimientos, y vivirán en la gloria para siempre jamás, en un mundo sin fin”. Y ésta fue la promesa de Krug.

Y por esta promesa, alabado sea Krug.

—Una fantasía de lunáticos —murmuró Krug—. ¿Cómo pueden esperar una cosa así de mí?

—Lo hacen. Lo hacen.

—¡No tienen derecho!

—Tú los creaste, padre. ¿Por qué no deberían verte como a su dios?

—Te creé a ti. ¿También soy tu dios?

—No es el mismo caso. Sólo eres mi padre, no inventaste el proceso que me formó.

—Así que ahora soy Dios.

El impacto de la revelación crecía de momento en momento. No quería esa carga. Era escandaloso que intentaran ponerle tal cosa sobre los hombros.

—¿Qué es exactamente lo que esperan que haga por ellos?

—Una declaración pública pidiendo igualdad de derechos para los androides —dijo Manuel—. Tras la cual, según creen ellos, el mundo les concederá esos derechos al instante.

—¡No!—gritó Krug, tirando el cubo contra la superficie de su escritorio.

El universo parecía estar desarraigándose. La rabia y el terror le invadieron. Los androides eran sirvientes del hombre. Nunca había pretendido que fueran otra cosa. ¿Cómo podían exigir ahora una existencia independiente? Había aceptado el Partido para la Igualdad de los Androides porque le parecía una cosa trivial, una válvula de escape para el exceso de energías de unos cuantos alfas demasiado inteligentes: los objetivos del PIA nunca le habían parecido una amenaza seria para la estabilidad social. Pero ¿esto? ¿Un culto religioso que apelaba a quién sabe qué emociones oscuras? ¿Y él como salvador? ¿El como un Mesías soñado? No. No jugaría según las reglas de los androides.

Esperó hasta haberse calmado.

—Llévame a una de sus capillas —dijo entonces.

Manuel le miró, sinceramente asombrado.

—¡No me atrevería!

—Tú fuiste.

—Disfrazado. Y con una androide como guía.

—Entonces, disfrázame a mí. Y que venga tu androide.

—No —rechazó Manuel—. El disfraz no serviría de nada. Te reconocerían incluso con la piel roja. No hay manera de que pases por un alfa: no tienes la constitución adecuada. Te verían y se organizaría un escándalo. Sería como si Cristo entrara en una catedral, ¿no lo entiendes? No quiero esa responsabilidad.

—Pues quiero averiguar hasta qué punto están inmersos en esto.

—Pregúntaselo a uno de tus alfas.

—¿Por ejemplo?

—¿Qué tal Thor Vigilante?

Una vez más, la revelación conmocionó a Krug.

—¿Thor está metido en esto?

—Es uno de los principales jefes, padre.

—¡Pero si me ve constantemente! ¿Cómo puede charlar con su propio dios sin caer rendido?

—Distinguen entre tu manifestación terrestre como simple hombre mortal y tu naturaleza divina, padre —respondió Manuel—. Thor te ve de dos maneras: tú no eres más que el vehículo a través del cual Krug se mueve por la Tierra. Te enseñaré el texto más importante relativo a…

Krug meneó la cabeza.

—No te molestes.

Agarró el cubo con las manos y se inclinó hacia adelante, hasta que su frente casi tocó la superficie del escritorio. ¿Un dios? ¿Krug el dios? ¿Krug el redentor? Y rezan todos los días para que hable en favor de su liberación. ¿Cómo pueden hacerlo? ¿Cómo puedo hacerlo? Le parecía que el mundo había perdido su solidez, que se había sumergido en su sustancia, flotando libre, incapaz de agarrarse a nada. Y así sucederá, y en ese momento serán redimidos los Hijos de la Cuba. No. Yo os hice. Sé lo que sois. Sé lo que debéis seguir siendo. ¿Cómo vais a liberaros así? ¿Cómo esperáis que yo os libere?

—¿Qué esperas que haga ahora, Manuel?—preguntó al final Krug.

—Eso depende de ti por completo, Padre.

—Pero debes de haber pensado algo. Tendrás un motivo para haberme traído este cubo.

—¿Sí?—preguntó Manuel, con demasiado disimulo.

—El viejo no es idiota. Si es suficientemente inteligente como para ser un dios, también lo es para conocer a su propio hijo. Crees que debería hacer lo que quieren los androides, ¿eh? Debería redimirlos ahora. Debería adoptar la actitud divina que esperan de mí.

—Padre, yo…

—Pues tendrás que saber algo. Quizá crean que soy un dios, pero yo sé que no lo soy. El Congreso no acepta órdenes de mí. Si tú, y tu querida androide, y el resto de ellos, pensáis que puedo cambiar el estatus de los androides yo solo, más os vale que empecéis a buscaros otro dios. Y, aunque pudiera, tampoco lo haría. ¿Quién les dio ese estatus? ¿Quién empezó a venderlos? ¡Máquinas, eso es lo que son! ¡Máquinas hechas de carne sintética! ¡Máquinas inteligentes! ¡Nada más!

—Estás perdiendo el control, padre. Te estás excitando demasiado.

—Tú estás con ellos. Eres parte de su movimiento. Esto ha sido deliberado, ¿eh, Manuel? ¡Oh, vete de aquí! ¡Vuelve con tu amiga alfa! Y dile de-mi parte, diles a todos que…

Krug se controló. Esperó un instante para que el corazón recuperase su ritmo normal. Sabía que aquélla no era la manera de enfrentarse al asunto. No debía estallar, tenía que actuar con cautela, dominando todos los hechos. Tenía que ver la situación con perspectiva.

—Tengo que pensar más sobre esto, Manuel —dijo, ahora más tranquilo—. No pretendía gritarte. Compréndelo, cuando entraste aquí y me dijiste que ahora soy un dios, y me enseñaste la biblia de Krug, me desconcertaste un poco. Deja que lo piense. Deja que reflexione, ¿eh? No le cuentes nada a nadie. Tengo que hacerme a la idea. ¿De acuerdo?

Krug se levantó. Por encima de la mesa, puso una mano sobre el hombro de Manuel.

—El viejo grita demasiado —dijo—. Estalla demasiado de prisa. Eso no es ninguna novedad, ¿verdad? Mira, olvida lo que he estado gritando. Me conoces, sabes que a veces digo lo que no quiero. Déjame esta Biblia. Me alegra que la hayas traído. A veces soy duro contigo, hijo, pero no es mi intención. —Krug se echó a reír—. No es fácil ser el hijo de Krug. El Hijo de Dios, ¿eh? Ándate con cuidado. Ya sabes lo que hicieron con el último.

—Ya se me había ocurrido eso —sonrió Manuel.

—Sí. Bien. Oye, mira, vete ya. Estaremos en contacto.

Manuel se dirigió hacia la puerta.

—Dale recuerdos a Clissa —dijo Krug—. Oye, sé un poco más justo con ella, ¿quieres? Si te gusta acostarte con chicas alfa, hazlo, pero recuerda que tienes una esposa. Recuerda que el viejo quiere ver a esos nietos, ¿eh? ¿Eh?

—No estoy descuidando a Clissa —respondió Manuel—. Le diré que has preguntado por ella.

Se marchó. Krug acarició la piel fría del cubo contra su mejilla ardiente. En el principio era Krug, y Él dijo: “Que haya Cubas”, y hubo Cubas. Y Krug miró las cubas y vio que eran buenas. Debí preverlo, pensó. Tenía una palpitación terrible en el cráneo. Llamó a Leon Spaulding.

—Dile a Thor que quiero verle aquí ahora mismo —ordenó Krug.

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