7

Manuel Krug había tenido un día muy ajetreado. 08.00, California. Despertar en su casa de la costa Mendocino. El turbulento Pacifico casi en su puerta delantera. Un bosque de secoyas de mil hectáreas como jardín. Clissa junto a él, en la cama, suave y tímida como una gata. Tenia la mente empañada por la fiesta del Grupo Espectro, la noche anterior, en Taiwan, donde se había permitido a si mismo beber demasiado licor de jengibre y mijo de Nick Ssu-ma. La imagen de su criado beta en la pantalla flotante, que susurraba apremiante: “Señor, señor, por favor, levántese. Su padre le espera en la torre”. Clissa acurrucándose más junto a él. Manuel parpadeando, luchando por atravesar la niebla que envolvía su cerebro. “¿Señor? ¡Disculpe, pero dejó instrucciones irrevocables para que le despertara!” Una nota de cuarenta ciclos subiendo del suelo. Un cono de sonido de quince megaciclos bajando del techo. Él, empalado entre ambos, incapaz de escapar para volver al sueño. Crescendo. Despierto, reluctante, refunfuñando. Entonces, una sorpresa: Clissa se estremece, tiembla, toma su mano y la guía hacia uno de sus pequeños pechos fríos. Los dedos de él cerrándose sobre el pezón, descubriéndolo todavía suave. Como era de esperar. Una osadía por parte de la niña-mujer, pero de carne aún débil, aunque el espíritu fuera voluntarioso. Llevaban dos años casados, y pese a todos sus intentos y su habilidad, aún no había conseguido despertar plenamente los sentidos de su esposa.

—Manuel…—susurró ella—. Manuel…, ¡tócame!

Se sintió muy cruel al rechazarla.

—Luego —dijo, mientras las terribles púas de sonido se le clavaban en el cerebro—. Ahora tenemos que levantarnos; el patriarca nos espera. Hoy vamos a la torre.

Clissa hizo un puchero. Se tambalearon fuera de la cama y, al momento, el condenado ruido cesó. Se ducharon, desayunaron y se vistieron.

—¿Estás seguro de que quieres que vaya?—preguntó ella. Y añadió—: ¿De verdad?

—Mi padre insistió mucho. Cree que ya va siendo hora de que veas la torre. ¿No quieres ir?

—Tengo miedo de hacer alguna tontería, de decir algo ingenuo. Cuando estoy cerca de él, me siento horriblemente joven.

—Eres horriblemente joven. De todos modos, te quiere mucho. Sólo tienes que fingir que su torre te fascina hasta lo indecible, y te perdonará cualquier tontería que puedas decir.

—Y los demás…, el senador Fearon, y el cientifico, y no sé quién más…, ¡ya estoy avergonzada, Manuel!

—Clissa…

—Vale, vale.

—Y recuerda: la torre te va a parecer la empresa más maravillosa que haya intentado la humanidad desde el Taj Mahal. Cuando la veas, díselo. No con tantas palabras, sino a tu manera.

—Se toma muy en serio lo de la torre, ¿no?—preguntó—. Pretende de verdad hablar con la gente de las estrellas.

—¿Cuánto costará?

—Miles de millones —respondió Manuel.

—Está despilfarrando nuestra herencia en construir esa cosa. Lo está gastando todo.

—No todo. Nunca nos moriremos de hambre. Además, él ganó el dinero. Déjale que se lo gaste.

—Pero es una obsesión…, es una fantasía.

—Ya basta, Clissa. No es asunto nuestro.

—Al menos, dime una cosa. Supón que tu padre muriera mañana, y tú te hicieses cargo de todo. ¿Qué sucedería con la torre?

Manuel fijó las coordenadas para el salto en transmat hasta Nueva York.

—Al día siguiente, detendría los trabajos —concluyó—. Pero si se lo dices a él, te mato. Venga, sube. Nos vamos.


11.40, Nueva York. Ya mediaba la mañana, y sólo llevaba despierto cuarenta apresurados minutos, después de levantarse a las ocho. Ése era uno de los pequeños problemas de la sociedad transmat: si saltabas de oeste a este, perdías constantemente fragmentos de tiempo por agujeros invisibles en los bolsillos.

Naturalmente, la cosa quedaba compensada cuando viajabas en dirección contraria. En el verano del 16, el día anterior a su boda, Manuel y algunos de sus amigos del Grupo Espectro habían hecho retroceder el amanecer recorriendo el mundo en dirección oeste. Empezaron a las 06.00 del sábado en el Coto de Caza de Amboseli, con el sol saliendo tras el Kilimanjaro. Desde allí viajaron a Kinshasa, Accra, Rio, Caracas, Veracruz, Albuquerque, Los Angeles, Honolulu, Auckland, Brisbane, Singapur, Pnom Penh, Calcuta y La Meca. En el mundo transmat no se necesitaban visados ni pasaportes. Disponiendo del viaje instantáneo, tales cosas habrían sido absurdas. El sol se desplazaba con lentitud, como siempre, a pocos miles de kilómetros por hora. Los viajeros no sufrían tal inconveniente. Aunque se detenían quince minutos aquí, veinte minutos allá, tomando un cóctel o bebiendo un flotador, compraban pequeños recuerdos, visitaban famosos monumentos de la antigüedad, ganando tiempo constantemente, se adentraban cada vez más en la noche anterior, adelantando al sol mientras recorrían el globo. Y llegaron a la noche del viernes. Por supuesto, perdieron todo lo que habían ganado cuando cruzaron la línea de cambio de fecha, y cayeron en la tarde del sábado. Pero ahogaron la pérdida en más copas mientras seguían viajando hacia el oeste. Y cuando volvieron al Kilimanjaro, no eran aún las once de la misma mañana de sábado en que habían partido, aunque habían vivido un viernes y medio.

El transmat permitía hacer tales cosas. Además, calculando cuidadosamente los saltos, se podían ver una docena de ocasos en un solo día, o pasar toda la vida bajo el brillo de un mediodía eterno. De todos modos, al llegar a Nueva York desde California a las 11.40, Manuel lamentó haber tenido que ceder al transmat aquella parte de la mañana.

Su padre le recibió formalmente en su despacho con una presión en las palmas de las manos, y abrazó a Clissa con algo más de calidez. Leon Spaulding se mantuvo al margen, incómodo. Quenelle estaba junto a la ventana, de espaldas a todos examinando la ciudad. Manuel no se llevaba bien con ella. Por lo general, le desagradaban las amantes de su padre. El viejo las elegía siempre del mismo tipo: labios carnosos, pechos llenos, nalgas grandes, ojos llameantes y redondas caderas. Ganado de campesino.

—Estamos esperando al senador Fearon, a Tom Buckleman y al doctor Vargas —dijo Krug—. Thor nos guiará en la visita a la torre. ¿Qué vas a hacer después, Manuel?

—No había pensado…

—Ve a Duluth. Quiero que aprendas algo sobre las operaciones de aquella planta. Leon, notifica a Duluth que mi hijo llegará a primera hora de la tarde, en visita de inspección.

Spaulding salió. Manuel se encogió de hombros.

—Como quieras, padre.

—Es hora de que tengas más responsabilidades, chico. Hay que desarrollar tus capacidades de dirección. Algún día serás el jefe de todo esto, ¿eh? Algún día, cuando hablen de Krug, se referirán a ti.

—Intentaré estar a la altura de la confianza que pones en mi —dijo Manuel.

Sabia que su locuacidad no engañaba al viejo. Y la exhibición de orgullo paternal por parte del viejo no le engañaba a él. Manuel era consciente de que su padre le despreciaba. Podía verse a través de sus ojos: un derrochador, un eterno juerguista. Contra eso, interponía su propia imagen de si mismo: sensible, compasivo, demasiado refinado como para luchar con uñas y dientes en el cuadrilátero comercial. Luego le pasó por la mente la imagen, quizá más auténtica, de otro Manuel Krug: vacío, ansioso, idealista, inútil, incompetente. ¿Cuál era el verdadero Manuel? No lo sabía. No lo sabia. Cuanto más envejecía, menos se comprendía a sí mismo.

El senador Fearon salió del transmat.

—Ya conoces a mi hijo Manuel, Henry —le presentó Krug—. El futuro Krug de Krug, el heredero forzoso…

—Han pasado muchos años —dijo Fearon—. ¿Cómo estás, Manuel?

Manuel estrechó la palma fría del político. Consiguió esbozar una sonrisa amistosa.

—Nos conocimos hace cinco años, en Macao —señaló cortésmente—. Usted iba de paso, hacia Ulan Bator.

—Exacto. Exacto. ¡Qué buena memoria! ¡Krug, tienes un buen muchacho! —exclamó Fearon.

—Espera y verás —replicó Krug—. ¡Cuando yo dimita, os demostrará cómo funciona un auténtico constructor de imperios!

Manuel carraspeó y apartó la vista, avergonzado. Algún sentimiento compulsivo de necesidad dinástica obligaba al viejo Krug a fingir que su hijo único era un heredero apropiado para la constelación de empresas que él había fundado o absorbido. Dé ahí su constante muestra de preocupación por el “entrenamiento” de Manuel; de ahí la insistencia pública, abrasiva, reiterativa, de que Manuel le sucedería algún día en la dirección.

Manuel no tenia el menor deseo de tomar el mando del imperio de su padre. Tampoco se creía capaz de hacerlo. No había hecho más que empezar a superar su fase de calavera, buscando a tientas su salida de la frivolidad, igual que otros buscan a tientas la salida del ateísmo. Buscaba un objetivo, un recipiente que contuviera sus ambiciones y habilidades informes. Quizá lo encontrara algún día. Pero dudaba mucho que Empresas Krug fuera ese recipiente.

El viejo lo sabia tan bien como Manuel. En su interior, despreciaba la inutilidad de su hijo, y a veces ese desprecio afloraba. Pero nunca dejaba de fingir que apreciaba las habilidades potenciales de su hijo, su criterio, astucia y capacidad administrativa. Delante de Thor Vigilante, de Leon Spaulding o de cualquiera que quisiese escucharle. Krug narraba una y otra vez las virtudes del heredero forzoso. “Hipocresía autoengañosa —pensó Manuel—. Intenta creerse lo que él mismo sabe condenadamente bien que nunca será cierto. Y no funcionará. No puede funcionar. En realidad, siempre ha tenido más fe en su amigo androide, Thor, que en su propio hijo. Y con razón, además. ¿Por qué no preferir a un androide con talento en vez de a un hijo inútil? Al fin y al cabo, nos dio vida a los dos, ¿no? Pues que se quede con la compañía de Thor Vigilante.”

Los demás miembros del grupo estaban llegando. Krug les guió hacia las hileras de transmats.

—A la torre —exclamó—. ¡A la torre!


11.10, la torre. De cualquier manera, había recuperado casi una hora de lo perdido por la mañana con el salto de un huso horario hacia el oeste partiendo desde Nueva York. Pero podría haber prescindido del viaje. Ya era bastante malo soportar el frío otoño ártico, obligándose a admirar la absurda torre de su padre —la Pirámide de Krug, como Manuel la llamaba en privado—, y encima llegó el asunto del bloque que aplastó a algunos androides. Un incidente desagradable.

Clissa se puso casi histérica.

—No mires —le dijo Manuel, estrechándola entre unos brazos que querían ser protectores mientras la pantalla del centro de control mostraba la escena del levantamiento del bloque sobre los cadáveres—. Un sedante, rápido —pidió a Spaulding.

El ectógeno le encontró un tubo de algo. Manuel apretó la embocadura contra el brazo de Clissa, y lo activó. La droga atravesó su piel en un suave chorro ultrasónico.

—¿Han muerto?—preguntó la chica, todavía desviando la mirada.

—Eso parece. Probablemente haya sobrevivido uno. Los demás ni siquiera supieron qué les golpeó.

—Pobre gente.

—No son gente —indicó Leon Spaulding—. Son androides. Sólo androides.

Clissa levantó la cabeza.

—¡Los androides son personas!—estalló—. ¡No quiero volver a oír nada por el estilo! ¿Acaso no tienen nombres, sueños, personalidades…?

—Clissa —dijo suavemente Manuel.

—… ambiciones —siguió ella—. Claro que son personas. Unas cuantas personas acaban de morir bajo ese bloque. ¿Y cómo puedes decir lo contrario? Tú menos que nadie…

—¡Clissa!—exclamó Manuel, angustiado.

Spaulding estaba rígido, los ojos le brillaban de rabia. El ectógeno parecía temblar al borde de un ataque de ira, pero su estricta disciplina le ayudó a contenerse.

—Lo siento —murmuró Clissa, mirando al suelo—. No quería insultarte, Leon. Yo…, yo… Oh, Dios, Manuel, ¿por qué ha tenido que suceder esto?

Empezó a sollozar de nuevo. Manuel hizo una señal para pedir otro tubo sedativo, pero su padre meneó la cabeza, se adelantó y tiró de Clissa, abrazándola.

Krug acunó a la chica entre sus brazos inmensos, casi aplastándola contra su enorme pecho.

—Calma —dijo—. Calma, calma, calma. Ha sido una cosa terrible, si, pero no sufrieron. Fue una muerte limpia. Thor cuidará de los heridos, desconectará sus centros de dolor y hará que se sientan mejor. Pobre Clissa, pobre, pobre, pobre, pobre Clissa. Nunca habías visto morir a nadie, ¿verdad? Cuando es tan repentino, parece terrible, lo sé. Lo sé.

La reconfortó con ternura, acariciando su largo pelo sedoso, palmeándole la espalda, besándole las mejillas húmedas. Manuel lo observaba, atónito. Jamás había visto a su padre tan cariñoso.

Pero claro, Clissa era algo especial para el viejo: el instrumento de sucesión dinástica. Se suponía que la chica había de ser la influencia estabilizadora que guiaría a Manuel hacia una aceptación de sus responsabilidades, y además cargaba con la labor de perpetuar el nombre de Krug. Una paradoja: Krug trataba a su nuera con la delicadeza con la que trataría a una frágil muñeca de porcelana, aunque esperaba que pronto surgiera de entre sus piernas un torrente de hijos.

—Lástima que la visita haya terminado así —dijo Krug ahora a sus invitados—. Pero, al menos, ya lo habíamos visto todo antes de que sucediera. Senador, caballeros, les agradezco que hayan venido a ver mi torre. Espero que vuelvan cuando esté un poco más adelantada. Ahora podemos irnos, ¿eh?

Clissa parecía más tranquila. A Manuel le preocupaba que hubiera sido su padre quien consiguió calmarla, y no él.

La tomó del brazo.

—Creo que Clissa y yo deberíamos volver a California —dijo—. Un par de horas juntos en la playa y se encontrará mejor. Nosotros…

—Te esperan esta tarde en Duluth —dijo Krug, inflexible.

—Pero…

—Ordena que los androides de tu casa vengan a buscarla —dijo—. Tú irás a la planta.

Krug dio la espalda a Manuel, despidió a sus invitados e hizo una señal a Leon Spaulding.

—Nueva York. Al despacho superior.


11.38, la torre. Casi todo el mundo se había marchado ya: Krug, Spaulding, Manuel, Quenelle y Vargas, de vuelta a Nueva York; Fearon y Buckleman, a Ginebra; Maledetto, a Los Angeles, y Thor Vigilante en dirección a los androides heridos. Dos de los betas sirvientes de Manuel habían llegado para llevarse a Clissa de vuelta a Mendocino. Justo antes de que entrara en el transmat con ellos, Manuel la abrazó ligeramente y la besó en la mejilla.

—¿Cuándo vendrás?—le preguntó ella.

—A primera hora de la noche, supongo. Creo que tenemos una cita en Hong Kong. Volveré a tiempo de vestirme para cenar.

—¿Por qué no antes?

—Tengo que ir a Duluth. La planta de androides.

—Líbrate del compromiso.

—No puedo. Ya le has oído. Además, el viejo tiene razón: va siendo hora de que la vea.

—Qué aburrimiento. ¡Pasar la tarde en una fábrica!

—Tengo que hacerlo. Duerme bien, Clissa. Cuando despiertes, quiero que hayas olvidado esa cosa horrible que ha sucedido. ¿Quieres que te programe una secuencia de borrado?

—Sabes que no me gusta que jueguen con mi memoria, Manuel.

—Si. Lo siento. Será mejor que te marches ya.

—Te quiero —dijo ella.

—Te quiero —le respondió.

Hizo una señal de asentimiento a los androides, que la tomaron por los brazos y la guiaron al transmat.

Se quedó solo, a excepción de un par de betas desconocidos que habían llegado para encargarse del centro de control durante la ausencia de Vigilante. Pasó entre ellos para dirigirse al despacho privado de Vigilante, en la parte trasera de la cúpula. Cerró la puerta y rozó ligeramente la entrada del teléfono. La pantalla se iluminó. Manuel pulsó los números de llamada de un código desmodulador, y la pantalla le respondió con el dibujo abstracto que indicaba que su intimidad estaba garantizada. Luego tecleó el número de Lilith Meson, alfa, en el distrito androide de Estocolmo.

La imagen de Lilith brilló en la pantalla: una mujer de rasgos elegantes, con lustroso pelo negro azulado, nariz de puente alto y ojos color platino. Tenia una sonrisa deslumbrante.

—¿Manuel? ¿Desde dónde llamas?—preguntó.

—Desde la torre. Voy a llegar tarde.

—¿Muy tarde?

—Dos o tres horas.

—Me marchitaré. Me apagaré.

—No puedo evitarlo, Lilith. Su majestad me ordena visitar la planta de androides de Duluth. Tengo que ir.

—¿Incluso aunque haya redistribuido los turnos de toda una semana para estar contigo esta noche?

—Eso no puedo decírselo —respondió Manuel—. Mira, no serán más que unas horas. ¿Podrás perdonarme?

—¿Qué otra cosa puedo hacer? Pero qué aburrimiento, ir a husmear en cubas, cuando podrías…

—Ya se sabe que nobleza obliga. Además, me ha entrado curiosidad sobre los hechos de la vida androide desde que tú y yo…, desde que nosotros… ¿Sabes que nunca he estado en el interior de una de las plantas?

—¿Nunca?

—Nunca. Ni siquiera me interesaba. Sigue sin interesarme, excepto por un aspecto especial: tengo la oportunidad de averiguar qué clase de cosas hay bajo tu adorable piel escarlata. Tengo la oportunidad de ver cómo Sintéticas Krug hace Liliths por destilación.

—¿Estás seguro de que quieres ir?—preguntó ella, dejando que su voz adquiriese los tonos bajos de un violoncelo.

—Quiero saber todo lo posible sobre ti —afirmó Manuel—. Para bien o para mal. Así que perdóname si llego tarde, ¿de acuerdo? Estaré tomando una lección de Lilith en Duluth.

—Te quiero —dijo Alfa Lilith Meson al hijo de Simeon Krug.


11:58, Duluth. La principal planta terrestre de Sintéticas Krug, Ltd. —había otras cuatro, en otros tantos continentes, y muchas plantas fuera del planeta— ocupaba un enorme edificio de una manzana, que media casi un kilómetro de largo, junto a la orilla del Lago Superior. Dentro de ese edificio, operando virtualmente como provincias independientes, estaban los laboratorios que formaban las etapas del camino para la creación de vida sintética.

Ahora Manuel recorría esas etapas del camino como un procónsul visitante, y calibraba el trabajo de los subalternos. Viajaba en un coche burbuja afelpado, tan seductoramente confortable como un vientre, que se deslizaba sobre una pista de fluido que recorría todo el largo del edificio, muy por encima del suelo, donde tenían lugar las operaciones. En el coche, junto a él, viajaba el supervisor humano de la fábrica, un hombre de unos cuarenta años, pulcro y elegante, llamado Nolan Bompensiero, que además era uno de los hombres clave en los dominios de Krug. Se sentaba tenso y rígido, obviamente temeroso de cualquier señal de disgusto por parte de Manuel. No sospechaba hasta qué punto detestaba Manuel aquel trabajo, lo aburrido que estaba, la poca intención que tenia de esgrimir el poder para causar problemas a los empleados de su padre. Manuel no tenia sitio en la cabeza para otra cosa que no fuera Lilith. “En este lugar nació Lilith —pensaba—. Así fue como nació Lilith.”

En cada sección de la fábrica, un alfa —el supervisor de la sección— entraba en el coche, y viajaba con Manuel y Bompensiero hasta el limite de su zona de responsabilidad. La mayor parte del trabajo de la planta estaba bajo la dirección de alfas. En toda la gigantesca instalación, no trabajaban más de medía docena de humanos. Cada alfa parecía tan nervioso como el mismo Bompensiero.

Manuel cruzó primero las habitaciones donde se sintetizaban los nucleótidos energetizados que constituían el ADN, el ladrillo básico de la vida. De mala gana, prestó algo de atención a la breve perorata nerviosa de Bompensiero, concentrándose sólo en alguna frase concreta.

—…agua, amoniaco, metano, cianuro hidrogenado y otros productos químicos… Utilizamos una descarga eléctrica para estimular la formación de grupos orgánicos complejos… La adición de fósforo…

»…un proceso sencillo, casi primitivo, ¿no cree? Está en la línea del experimento clásico de Miller, en 1952…, aquí mismo, ciencia medieval…

»…el ADN determina la estructura de las proteínas en la célula. La célula viva estándar requiere cientos de proteínas, casi todas actúan como enzimas, catalizadores biológicos…

»…una proteína estándar es una cadena molecular que contiene unas doscientas subunidades de aminoácidos, unidos en una secuencia especifica…

»…el código de cada proteína lo transporta un solo gen, que es una zona particular en la molécula lineal de ADN… Pero claro, ya debe de saber todo esto, disculpe que le explique cosas tan elementales, disculpe, sólo quería…

—Por supuesto —respondió Manuel.

—Y aquí, en estas cubas, hacemos los nucleótidos y los unimos para formar dinucleótidos, que luego encadenamos para formar el ADN, al ácido nucleico que determina la composición del…

¿Lilith salió de esas cubas? ¿Lilith salió de ese apestoso brebaje químico?

El coche avanzaba con lentitud. Un supervisor alfa se marchó. Subió otro alfa, inclinándose rígidamente, con una sonrisa agarrotada.

—Diseñamos las plantillas de ADN, los planos de la forma de vida que queremos crear —siguió Bompensiero—, pero luego hay que conseguir que la materia viviente se autoduplique. Evidentemente, no podemos construir un androide célula a célula. Hay que llegar a lo que llamamos etapa de despegue. Pero claro, usted ya sabe que el ADN no interviene directamente en la síntesis de proteínas, que es otro ácido nucleico el que actúa como intermediario, el ARN, que puede ser codificado para transportar los mensajes genéticos del ADN…

»…el código lo forman cuatro bases de subunidades químicas, dispuestas en diferentes combinaciones: adenina, guanina, uracilo, citosina…

»…en estas cubas… casi se puede imaginar la formación de las cadenas… el ARN transmite las instrucciones de ADN… la síntesis proteica la conducen unas partículas celulares llamadas ribosomas, que son mitad proteína y mitad ARN…, adenina, guanina, uracilo, citosina… El código de cada proteína lo transporta un solo gen, y el código, inscrito en el ARN mensajero, adquiere la forma de una serie de tercetos de las cuatro bases de ARN… ¿Me sigue?

—Si, claro —dijo Manuel, que vio a Lilith nadando en las cubas.

—Así. Adenina, adenina, citosina. Citosina, citosina, guanina. Uracil, uracil, guanina. ACC, CCG, UUG… Es casi litúrgico ¿verdad, señor Krug? Tenemos sesenta y cuatro combinaciones de bases de ARN con los que podemos especificar los veinte aminoácidos… ¡Un vocabulario muy adecuado para nuestro objetivo! Podría recitarle la lista entera mientras atravesamos esta sala, AAA, AAG, AAC, AAU, AGA, AGG, AGC, AGU, ACA…

El alfa que viajaba con ellos en aquel momento carraspeó fuertemente, y, doblándose por la cintura, hizo una mueca.

—¿Sí?—inquirió Bompensiero.

—Un espasmo repentino —explicó el alfa—. Dificultades de digestión. Discúlpenme.

Bompensiero volvió a concentrarse en Manuel.

—Bueno, no hace falta repasar toda la secuencia. Así que ya ve, unimos las proteínas construyendo moléculas vivientes exactamente como sucede en la naturaleza, excepto por el hecho de que en la naturaleza el proceso lo provoca la fusión de gametos sexuales, mientras que aquí sintetizamos los ladrillos genéticos. Seguimos la pauta genética humana, pero, si quisiéramos, podríamos sintetizar cerdos, sapos, caballos, proteoides centaurinos, cualquier forma de vida que eligiéramos. ¡Elegimos nuestro código, organizamos nuestro ARN, y allá vamos! ¡El producto final sale exactamente como deseábamos!

—Por supuesto —intervino el alfa—, no seguimos el código genético humano en todos sus aspectos.

Bompensiero asintió rápidamente.

—Mi amigo ha señalado un punto vital. Durante los primeros días de la síntesis de androides, su padre decidió que, por razones sociológicas obvias, los androides debían ser instantáneamente identificables como creaciones sintéticas. Así que introdujimos ciertas modificaciones genéticas. La piel roja, la ausencia de vello corporal, la textura de piel característica, todo eso se hizo principalmente para propósitos de identificación. Luego están las modificaciones programadas para una mayor eficacia corporal. Si podemos representar el papel de dioses, ¿por qué no hacerlo perfecto?

—¿Por qué no?—dijo Manuel.

—Entonces, fuera apéndice. Reorganización de la estructura ósea de la espalda y la pelvis para eliminar todos los problemas que nos causa nuestra propia construcción defectuosa. Agudización de los sentidos. Programación del equilibrio óptimo entre grasa y músculo, en función de la estética física, la resistencia, la habilidad y los reflejos. ¿Por qué hacer androides feos o perezosos o torpes?

—¿Diría usted que los androides son superiores al ser humano normal?—preguntó Manuel fingiendo indiferencia.

Bompensiero parecía intranquilo. Titubeó, como si intentara calibrar todos los impactos políticos de la respuesta, y sin saber cuál sería la postura de Manuel en el polémico tema de los derechos civiles de los androides.

—Creo que su superioridad física resulta indudable —dijo al fin—. Nosotros los hemos programado desde el momento de su concepción para que sean fuertes, atractivos y sanos. En cierto modo, es lo mismo que hemos hecho durante las dos últimas generaciones con los seres humanos, pero no tenemos el mismo grado de control, o al menos no hemos intentado obtenerlo, por las objeciones humanísticas, la oposición de los eliminacionistas y todo eso. De todos modos, si consideramos que los androides son estériles, que la inteligencia de la mayoría de ellos es bastante baja, que incluso los alfas han demostrado (discúlpame, amigo mío) relativamente poca habilidad creativa…

—Sí —respondió Manuel—. Claro. —Señaló hacia el lejano suelo—. ¿Qué están haciendo ahí abajo?

—Ésas son las cubas de reproducción —dijo Bompensiero—. Ahí es donde las cadenas de materia nucleica básica sufren la división y la extensión. Cada cuba contiene una sopa de zigotos recién concebidos en la etapa de despegue, producidos por nuestros procedimientos de síntesis de proteínas, en vez de por el proceso sexual de unión de gametos naturales. ¿Me explico?

—Bastante bien —respondió Manuel.

Observaba fascinado el inmóvil fluido rosa de los grandes tanques circulares. Imaginó que podía ver pequeñas motas de materia viviente en ellas. Una ilusión, lo sabía.

El coche siguió avanzando en silencio.

—Estas son las cámaras de crianza —explicó Bompensiero cuando entraron en la siguiente sección.

Al mirar hacia abajo, vieron hileras de brillantes bóvedas metálicas, unidas por una intrincada telaraña de tubos.

—En esencia, son vientres artificiales. En cada uno hay una docena de embriones, inmersos en una solución de nutrientes. Aquí, en Duluth, producimos alfas, betas y gammas, todos los androides posibles. Las diferencias cualitativas entre los tres niveles se incluyen durante el primer proceso de síntesis, pero también les proporcionamos diferentes valores nutricionales. Abajo, a la izquierda, están las cámaras de los alfas. A la derecha están las de los betas. Y la sala siguiente está dedicada por completo a los gammas.

—¿Cuál es la curva de distribución?

—Un alfa por cada cien betas por cada mil gammas. Su padre marcó las proporciones desde el principio, y nunca han sido alteradas. La distribución encaja perfectamente con las necesidades humanas.

—Mi padre es un hombre muy previsor —replicó Manuel con vaguedad.

Se preguntó cómo seria el mundo actual si el cártel Krug no le hubiera dado los androides. Quizá no muy diferente. En vez de una pequeña elite humana, culturalmente homogénea, servida por computadoras, robots mecánicos y hordas de androides complacientes, habría una pequeña elite humana, culturalmente homogénea, servida sólo por computadoras y robos mecánicos. En cualquier caso, el hombre del siglo XXIII tendría una vida fácil y cómoda.

Ciertas tendencias determinantes se habían establecido en los últimos siglos, mucho antes de que el primer y torpe androide saliera de su cuba. Para empezar, a finales del siglo XX, tuvo lugar el enorme descenso de la población humana. La guerra y la anarquía general habían acabado con cientos de millones de civiles en Asia y en África. El hambre asoló estos continentes, así como Sudamérica y el Oriente Próximo. En los países desarrollados, las presiones sociales y los anticonceptivos infalibles habían producido el mismo efecto. En menos de dos generaciones, el crecimiento de la población cesó y bajó en picado. La erosión y la desaparición casi absoluta del proletariado fue una consecuencia sin precedentes en la historia. Como fuera que el descenso de la población vino acompañado por la sustitución del hombre por la máquina en casi todas las formas de trabajo humildes, y en algunos no tan humildes, se fomentó la no reproducción entre aquellos que carecían de habilidades útiles para la nueva sociedad. Rechazados, desalentados, desplazados, el número de los ineducados y los ineducables fue menguando de generación en generación; a este proceso darwiniano contribuyeron, primero sutil, luego abiertamente, funcionarios públicos bienintencionados que se encargaron de que las ventajas de la anticoncepción no estuvieran fuera del alcance de ningún ciudadano. Para cuando las masas fueron una minoría, las leyes genéticas ya habían reforzado la tendencia. Los inadaptados no podían reproducirse en absoluto. Los que simplemente estaban a la altura de la norma, podían tener dos hijos por pareja, pero no más. Sólo los que superaban la norma podían contribuir a la reserva humana del mundo. De esta manera, la población permaneció estable. De esta manera, los inteligentes heredaron la Tierra.

La reestructuración de la sociedad tuvo carácter mundial. La llegada del viaje transmat había convertido el orbe en una aldea. Y los habitantes de esa aldea hablaban el mismo idioma y pensaban de la misma manera. Cultural y genéticamente, tendían al mestizaje. Aquí y allá se mantenían reductos puros como atracción turística, pero, a finales del siglo XXI, había pocas diferencias de aspecto físico, actitud o cultura entre los ciudadanos de Karachi, El Cairo, Minneápolis, Atenas, Addis Abeba, Rangún, Pekin, Canberra y Novosibirsk. El transmat también hizo absurdas las diferencias nacionales, y los antiguos conceptos de soberanía se disolvieron.

Pero este colosal cataclismo social, que conllevó ocio, elegancia y comodidad universales, había acarreado también una escasez de mano de obra inmensa y permanente. Los robots dirigidos por computadora habían demostrado no ser adecuados para muchas tareas: eran excelentes barrenderos para las calles y trabajadores para las fábricas, pero no resultaban tan útiles como mayordomos, canguros, cocineros o jardineros. Construiremos robots mejores, dijeron algunos. Pero otros soñaban con humanos sintéticos que solucionaran sus necesidades. La ectogénesis, la crianza artificial de embriones fuera del vientre, la incubación de bebés a partir de óvulos y esperma almacenados, era una realidad desde hacia tiempo, sobre todo por comodidad para las mujeres que no querían que sus genes se perdieran en el olvido, pero tampoco soportar todos los riesgos y cargas del embarazo. Los ectógenos, nacidos de hombre y mujer eran de un origen demasiado humano para ser utilizados como herramientas; pero ¿por qué no llevar el proceso un paso más allá, y manufacturar androides?

Krug lo había conseguido. Había ofrecido al mundo humanos sintéticos —mucho más versátiles que los robots—, longevos, con personalidades complejas, y completamente subordinados a las necesidades humanas. Se compraban, no se contrataban; y, por consenso general, la ley los consideraba propiedades, no personas. En resumen, eran esclavos. A veces, Manuel pensaba que habría sido más sencillo arreglárselas con robots. Los robots eran cosas en las que se podía pensar como en cosas y tratar como cosas. Pero los androides tenían una apariencia incómodamente similar a la de las personas, por lo que quizá no se conformaran por siempre con su estatus de cosas.

El coche se deslizó sala tras sala por las cámaras de crianza, silenciosas, oscuras, vacías a excepción de unos cuantos monitores androides. Cada nuevo androide pasaba los dos primeros años de su vida sellado en una de esas cámaras, según informó Bompensiero, y las salas que atravesaban contenían lotes sucesivos que iban desde las pocas semanas a más de veinte meses de edad. En algunas salas, las cámaras estaban abiertas; escuadrillas de técnicos beta las preparaban para recibir nuevas infusiones de zigotos en el nivel de despegue.

—En esta sala —dijo Bompensiero, muchos compartimentos más adelante—, tenemos un grupo de androides maduros a punto de “nacer”. ¿Quiere descender a la zona del suelo para observar la decantación de cerca?

Manuel asintió.

Bompensiero pulsó un interruptor. Lentamente, el coche se salió de la pista y bajó por una rampa. Al llegar abajo, se apearon. Manuel vio un ejército de gammas agrupados en torno a una de las cámaras de crianza. Los androides del interior llevaban ahora unos veinte minutos respirando aire por primera vez en sus vidas. Se estaban abriendo las escotillas de la cámara.

—Es ahí. Acérquese más, señor Krug, acérquese más.

La cámara estaba abierta. Manuel echó un vistazo hacia el interior.

Vio una docena de androides adultos, seis varones y seis hembras, caídos en el suelo metálico. Tenían las bocas abiertas, los ojos inexpresivos, sus brazos y piernas se movían débilmente. Parecían indefensos, vacíos, vulnerables. “Lilith —pensó—. ¡Lilith!”

—En los dos años que transcurren entre el despegue y la decantación —susurró Bompensiero a su lado—, el androide alcanza la plena madurez física, un proceso que en los humanos dura de trece a quince años. Es otra de las modificaciones genéticas introducidas por su padre, en interés de la economía. Aquí no producimos androides infantiles.

—He oído en alguna parte —dijo Manuel—, que diseñamos una línea de bebés androides, para ser criados como sustitutos por mujeres humanas que no podían…

—¡Por favor! —le interrumpió bruscamente Bompensiero—. No discutimos…—Se detuvo en seco, como si acabara de recordar a quién estaba amonestando—. Sé muy poco sobre ese tema —prosiguió, en un tono más moderado—. En esta planta no efectuamos ese tipo de operaciones.

Los gammas estaban sacando a la docena de androides recién nacidos, para llevarlos a máquinas asombrosas, mitad sillas de ruedas, mitad traje blindado. Los varones eran esbeltos y musculosos, las mujeres delgadas y con pechos altos; pero su falta de inteligencia tenia algo de repugnante. Completamente pasivos, carentes de alma, los androides húmedos y desnudos no reaccionaban de ninguna manera al ser encerrados de uno en uno en aquellos receptáculos metálicos. Sólo sus rostros siguieron siendo visibles, mirando inexpresivos a través de los visores transparentes.

—Aún no pueden utilizar los músculos —explicó Bompensiero—. No saben mantenerse en pie, ni caminar, ni hacer nada. Estas máquinas de entrenamiento estimularán el desarrollo muscular. Dentro de un mes, los androides podrán arreglárselas físicamente. Ahora, si volvemos al coche…

—Estos androides que he visto —le interrumpió Manuel— son gammas, claro…

—Alfas.

Manuel estaba conmocionado.

—Pero parecían tan… tan…—le faltaban las palabras— estúpidos.

—Son recién nacidos —señaló Bompensiero—. ¿Cree que deberían salir de las cámaras de crianza ya preparados para manejar un ordenador?

Volvieron al coche.

“¡Lilith!”

Manuel vio androides jóvenes que daban sus primeros pasos titubeantes, que tropezaban y se reían, y volvían a ponerse de pie, haciéndolo mejor la segunda vez. Visitó una clase donde la asignatura que se estaba impartiendo era el control de los esfínteres. Vio a betas adormecidos, que sufrían impronta de personalidad: se estaba grabando un alma en cada mente informe. Le entregaron un casco y escuchó la grabación del lenguaje. Según le dijeron, la educación de un androide duraba un año en el caso de los gammas, dos para los betas y cuatro para un alfa. Por tanto, el tiempo máximo necesario para que un androide alcanzara la plena madurez era de seis años a partir del momento de la concepción. Hasta entonces. Manuel no había apreciado nunca la rapidez con que se desarrollaba todo. De alguna manera, este nuevo conocimiento hacia que los androides le parecieran mucho menos humanos. Manuel se dio cuenta de que Thor Vigilante, el afable, autoritario, eficaz Thor Vigilante, debía de tener nueve o diez años. Y la adorable Lilith Meson tendría…, ¿cuántos? ¿Siete? ¿Ocho?

De pronto, Manuel sintió una necesidad terrible de huir de aquel lugar.

—Tenemos un grupo de betas a punto de salir de la fábrica —dijo Bompensiero—. Están pasando por la revisión definitiva, con exámenes de precisión lingüística, coordinación, respuesta motriz, ajustes metabólicos y otros muchos aspectos. Quizá le gustaría inspeccionarlos personalmente…

—No —replicó Manuel—. Ha sido fascinante. Pero ya le he robado demasiado tiempo, y tengo una cita en otro lugar, así que debo marcharme…

Bompensiero no pareció que sintiera demasiado librarse de él.

—Como quiera —respondió servicialmente—. Seguiremos a su servicio si en cualquier otro momento decide visitarnos de nuevo, por supuesto…

—¿Dónde está el cubículo transmat, por favor?


22.41, Estocolmo. Al saltar en dirección oeste hacia Europa, Manuel perdió el resto del día. Una noche oscura y gélida había llegado allí. Las estrellas brillaban, y un viento con aguanieve agitaba la superficie del Mälar.

Para eliminar cualquier posibilidad de que le siguieran, había saltado al cubículo transmat público del vestíbulo del marail1oso y antiguo Grand Hotel. Ahora, tiritando, caminaba rápidamente en la penumbra otoñal hacia otro cubículo, situado en el exterior de la gran masa gris que era la Royal Opera; puso el pulgar en el dispositivo de carga, y adquirió un viaje hacia la zona de Estocolmo bañada por el Báltico. Apareció en el venerable distrito residencial de Ostermalm. Ahora era un barrio de androides. Caminó apresuradamente por Birger Jarlsgate, hacia el otrora espléndido edificio de apartamentos del siglo XIX donde vivía Lilith. Se detuvo fuera, y miró cautelosamente a su alrededor. Vio que las calles estaban desiertas, y entró presuroso en el edificio. El robot del vestíbulo le examinó y le preguntó con voz ronca su objetivo en el apartamento.

—Visitar a Lilith Meson, alfa —dijo Manuel.

El robot no puso ninguna objeción. Manuel podía elegir entre subir en ascensor o utilizar la escalera. Optó por la escalera. Olores a humedad le persiguieron, y las sombras bailaron junto a él durante todo el ascenso hasta el quinto piso.

Lilith le recibió vestida con una túnica larga, suntuosa, alta en el espectro. No era más que una película monomolecular, así que no ocultaba ningún rasgo de su cuerpo. Ella se adelantó con los brazos extendidos, los labios entreabiertos, los senos agitados por la respiración, susurrando su nombre. Manuel fue hacia ella.

La vio como una mota, a la deriva en un cuba.

La vio como una masa de nucleótidos dividiéndose.

La vio desnuda, y húmeda, y con los ojos vacíos, saliendo a trompicones de la cámara de crianza.

La vio como una cosa, una creación de los hombres.

Cosa. Cosa. Cosa. Cosa. Cosa. Cosa. Cosa.

Lilith.

Hacía cinco meses que la conocía. Eran amantes desde hacía tres. Ella trabajaba para Krug, y Thor Vigilante los había presentado.

Lilith apretó el cuerpo contra el suyo. Él alzó la mano y presionó uno de sus pechos. Lo notó cálido, auténtico, firme a través de la túnica monomolecular. Pasó el pulgar por la punta del pezón, que se endureció y se irguió por la excitación. Auténtico. Auténtico.

Cosa.

La besó. Su lengua se deslizó entre los labios de Lilith. Saboreó el sabor de los productos químicos. Adenina, guanina, citosina, uracilo. Olió el olor de las cubas. Cosa. Cosa. Cosa bella. Cosa en forma de mujer. Muy adecuado el nombre de Lilith. Cosa.

Ella se apartó.

—¿Estuviste en la fábrica?

—Sí.

—Y descubriste más cosas de las que querías saber sobre los androides.

—No, Lilith.

—Ahora me ves con otros ojos. No puedes evitar el recuerdo de lo que soy en realidad.

—Eso no es cierto —replicó Manuel—. Te quiero, Lilith. Ya sabia antes lo que eras. Y no me importa en absoluto. Te quiero. Te quiero.

—¿Te apetece una copa?—preguntó ella—. ¿Marihuana? ¿Un narcótico? Pareces agotado.

—Nada —respondió—. Ha sido un día muy largo. Ni siquiera he comido, y me siento como si llevara cuarenta horas levantado. Sólo necesito relajarme, Lilith. Nada de hierba ni de drogas.

Se desabrochó la ropa, y ella le ayudó a quitársela. Luego, Lilith hizo una pirueta ante un doppler; hubo una breve ráfaga de sonido, y su túnica desapareció. Su piel era de un color rojo claro, excepto por el marrón oscuro de los pezones. Tenia los pechos llenos, la cintura fina, las caderas redondeadas en una imposible promesa de fertilidad. Su belleza era inhumanamente impecable. Manuel combatió la sequedad que sentía en la garganta.

—Noté que habías cambiado en cuanto me tocaste —dijo ella con tristeza—. Tu roce era diferente. En el había… ¿miedo…? ¿O quizá repugnancia?

—No.

—Hasta esta noche, yo era algo exótico para ti, pero humana al fin y al cabo, como lo seria un bosquimano o un esquimal. No me creías de una categoría al margen de la raza humana. Ahora te dices a ti mismo que te has enamorado de un montón de productos químicos. Crees que tener un asunto conmigo bien pudiera ser algo enfermizo.

—Basta ya, Lilith, te lo ruego. ¡Todo eso te lo estás imaginando!

—¿Si?

—Vine aquí. Te besé. Te dije que te quería. Estoy esperando irme a la cama contigo. Quizá estés proyectando tus propios sentimientos de culpabilidad cuando dices…

—Manuel, hace un año, ¿qué habrías dicho de un hombre que admitiera acostarse con una androide?

—Conozco a muchos hombres que…

—¿Qué habrías dicho de él? ¿Con qué tipo de palabras lo definirías? ¿Qué pensarías de él?

—Nunca me he parado a pensarlo. Esas cosas nunca me habían preocupado.

—Eso es una evasiva. Recuerda, prometimos que nunca jugaríamos a los juegos de mentiras que suele practicar la gente. ¿De acuerdo? No puedes negar que, en muchos niveles sociales, se consideran una perversión las relaciones sexuales entre humanos y androides. Debe de ser la única perversión que queda en el mundo. ¿Estoy en lo cierto? ¿Me responderás?

—Muy bien.

Sus ojos buscaron los de ella. Nunca había conocido a una mujer con los ojos de aquel color.

—La mayoría de los hombres consideran…, bueno, sucio, acostarse con androides. He oído que lo comparan con la masturbación. Como hacerlo con una muñeca de plástico. Cuando oía tales afirmaciones, me parecían expresiones estúpidas del prejuicio antiandroide. Obviamente, yo no albergaba ese tipo de actitudes, o nunca me habría enamorado de ti.

Una parte de su mente canturreaba burlona. “¡Recuerda las cubas! ¡Recuerda las cubas!” Apartó ligeramente la vista, y se concentró en el pómulo de Lilith.

—Juro ante todo el universo, Lilith —continuó, sombrío—, que nunca he pensado que hubiera nada de vergonzoso o sucio en el hecho de amar a una androide. Y repito que, pese a lo que digas haber detectado en mí tras mi visita a la fábrica, sigo sin pensarlo. Para demostrarlo…

La atrajo hacia él. Su mano recorrió la piel sedosa, desde los senos al vientre y a la entrepierna. Los muslos se separaron, y él llevó los dedos hasta el monte de Venus, tan desprovisto de vello como el de una niña, y de pronto se estremeció ante la textura extraña que notaba allí, y se sintió emasculado por ella, aunque antes nunca le había molestado. Tan suave, tan terriblemente suave. Bajó la vista hacia ella, hacia su desnudez. Desnuda, sí, pero no porque se hubiera depilado. En aquella zona, era como una niña. Como… como una androide. Volvió a ver las cubas. Vio a los húmedos alfas escarlata, con sus rostros inexpresivos. Se dijo una y otra vez que amar a una androide no era pecado. Empezó a acariciarla, y ella respondió, como habría respondido una mujer, con lubricación, con ráfagas entrecortadas de aliento, con una presión de los muslos sobre su mano. Le besó los pechos, la estrechó contra él. En aquel momento, le pareció que la imagen brillante de su padre flotaba en el aire ante él, como una columna de fuego. ¡Vaya diablo, el viejo! ¡Qué inteligente al diseñar un producto así! Un producto. Camina, habla, seduce, gime de pasión. Un producto cuyos labios menores se hinchan. ¿Y qué soy yo? Otro producto, ¿no? Una mezcolanza de productos químicos, distribuidos según una pauta muy parecida… mutatis mutandis, claro. Adenina. Guanina. Citosina. Uracilo. Nacido en una cuba, criado en un vientre…, ¿cuál es la diferencia? Somos de una sola carne. De razas diferentes, pero de una sola carne.

El deseo de poseerla volvió con una fuerza mareante. Giró, se colocó sobre Lilith y entró profundamente en ella. Los talones de ella le golpearon las pantorrillas en el éxtasis. El valle de su sexo palpitaba, agarrándose a él con auténtico frenesí. Ascendieron, subieron, se remontaron.

Luego, todo acabó, y volvieron a la realidad.

—Ha sido despreciable por mi parte —dijo ella.

—¿El qué?

—La escena que te hice. Intentar decirte lo que creía que tenias en la cabeza.

—Olvídalo, Lilith.

—Tú tenias razón. Supongo que estaba proyectando mis propios recelos. Quizá me sienta culpable por ser la amante de un humano. Quizá desee que pienses que soy una cosa hecha de goma. Tal vez, en mi interior, es así como yo me veo.

—No. No.

—No podemos evitarlo; es algo que nos rodea constantemente. Se nos recuerda mil veces al día que no somos auténticos.

—Eres tan auténtica como cualquier humano que yo haya conocido. Más auténtica que algunos. —Más auténtica que Clissa, pensó pero no añadió—. Nunca te había visto así, Lilith. ¿Qué está pasando?

—Tu viaje a la fábrica —dijo ella—. Hasta hoy, siempre había estado segura de que tú eras diferente. Que jamás te había preocupado ni por un momento cómo o dónde nací, ni si estaríamos haciendo algo malo. Pero tenia miedo de que, una vez que vieras la fábrica, el proceso entero con todos sus detalles clínicos, podrías cambiar…, y entonces, cuando llegaste esta noche, había algo en ti, algo escalofriante que nunca te había visto antes… —Se encogió de hombros—. Quizá lo imaginé. Estoy segura de que lo imaginé. No eres como los demás, Manuel, eres un Krug. Eres como un rey. No tienes que labrarte una posición poniendo a los demás por debajo de ti. No divides el mundo en personas y androides. Nunca lo has hecho. Y un simple vistazo a las cubas no iba a cambiar eso.

—Claro que no —dijo con la voz ansiosa que utilizaba siempre que mentía—. Los androides son personas, las personas son personas. Nunca he pensado de otra manera, y nunca lo haré. Y tú eres preciosa. Te quiero muchísimo. Y quienquiera que piense que los androides son una especie de raza inferior, es un loco peligroso.

—¿Apoyas la plena igualdad de derechos para los androides?

—Por supuesto.

—Te refieres a los androides alfa, ¿no?—dijo ella, traviesa.

—Esto…, bueno…

—Todos los androides deberían ser iguales a los humanos. Pero los alfas deberían ser más iguales que otros.

—Zorra. ¿Ya estás jugando conmigo otra vez?

—Defiendo las prerrogativas de los alfas. ¿Es que un grupo étnico oprimido no puede tener sus propias distinciones internas de clase? Oh, Manuel, te quiero. No me tomes en serio constantemente.

—No puedo evitarlo. No soy tan inteligente como para saber cuándo bromeas. —Le besó los pezones—. Tengo que irme.

—¡Pero si acabas de llegar!

—Lo siento, de veras.

—Llegaste tarde, y luego perdimos la mitad del tiempo en una discusión estúpida. …, ¡quédate una hora más, Manuel!

—Tengo una esposa que me espera en California —dijo—. El mundo real interviene de vez en cuando.

—¿Cuándo volveré a verte?

—Pronto. Pronto. Pronto.

—Pasado mañana.

—Me temo que no. Pero pronto. Te llamaré antes.

Se vistió. Las palabras de Lilith le crepitaban en la mente. “No eres como los demás, Manuel… No divides el mundo en personas y androides.” ¿Era cierto? ¿Podía ser cierto? Él le había mentido Alimentaba prejuicios, y la visita a Duluth había abierto la caja de venenos que había en su mente. Pero quizá pudiera pasar por encima de tales cosas mediante un acto de voluntad Se preguntaba si no habría descubierto su vocación aquella noche. ¿Qué diría la gente si el hijo de Simeon Krug abrazara la explosiva causa de la igualdad androide? Manuel, el despilfarrador, el perezoso, el tarambana… ¿convertido en Manuel, el cruzado? Jugó con la idea. Quizá. Quizá. Era una buena oportunidad de librarse del vacío que le marcaba como un estigma. ¡Una causa, una causa, una causa! ¡Una causa, por fin! Quizá, Lilith le siguió hasta la puerta. Volvieron a besarse, y Manuel, los ojos cerrados, acarició su esbeltez. Para su desesperación, la sala de las cubas brilló contra sus párpados, y Nolan Bompensiero volvió a su cerebro, explicándole cómo se enseñaba a los androides recién decantados a controlar sus esfínteres. Dolido, se apartó de Lilith.

—Pronto —dijo—. Te llamaré.

Y se marchó.


16.44, California. Salió del cubículo transmat al suelo de baldosas del patio interior de su casa. El sol de la tarde se ponía en el Pacifico. Tres de sus androides se acercaron a él, para llevarle ropa limpia, una tableta refrescante y un periódico.

—¿Dónde está la señora Krug?—preguntó—. ¿Sigue durmiendo?

—Está en la playa —le dijo el criado beta.

Manuel se cambió rápidamente, se tomó el refrescante y se dirigió a la playa. Clissa estaba a unos cien metros, y nadaba entre las olas. Tres aves zancudas trazaban perezosos círculos en torno a ella, y Clissa las llamaba, riendo y palmoteando. No advirtió la presencia de Manuel. Después de la voluptuosidad de Lilith, parecía casi perversamente inmadura: caderas estrechas, nalgas planas de chiquillo, los pechos de una niña de doce años. El oscuro triángulo de vello en la base de su vientre parecía incongruente, inadecuado. “Me caso con niñas y me acuesto con mujeres de plástico”, pensó.

—¿Clissa?—llamó.

Ella se dio la vuelta.

—¡Oh! ¡Me has asustado!

—¿Pasándolo bien en el océano? ¿No está muy fría para ti el agua?

—Nunca está demasiado fría para mi. Ya lo sabes, Manuel. ¿Te divertiste en la fábrica de androides?

—Fue interesante —respondió—. ¿Y tú? Ya veo que te encuentras mejor.

—¿Mejor? ¿Estaba enferma?

La miró, extrañado.

—Esta mañana… cuando estábamos en la torre…, bueno, parecías muy disgustada…

—¡Ah, eso! Casi se me había olvidado. Dios, fue terrible ¿verdad? ¿Tienes hora, Manuel?

—Las 16.48, minuto más o menos.

—Entonces, será mejor que me vista pronto. Tenemos que estar temprano en Hong Kong para la cena.

Él admiraba su habilidad para superar los traumas.

—Aún no es mediodía en Hong Kong —dijo—. No hay prisa.

—Bueno, ¿por qué no te bañas conmigo? El agua no está tan fría como crees. Oh…—Hizo una pausa—, todavía no me has dado mi beso de hola.

—Hola —dijo él.

—Hola. Te quiero.

—Te quiero.

Besarla era como besar el alabastro. Aún sentía el sabor de Lilith en los labios. Se preguntó cuál era la mujer apasionada vital, y cuál la cosa fría y artificial. Al abrazar a su esposa, no sentía absolutamente nada. La soltó. Ella le agarró por la cintura y le obligó a seguirla hacia las olas. Nadaron un rato, y salieron del agua helados y temblorosos.

Al anochecer, tomaron un cóctel juntos en el patio interior.

—Pareces muy distante —dijo ella—. Son todos esos saltos transmat. Nos afectan más de lo que creen los médicos.

Para la fiesta de aquella noche, sólo se puso una joya, un collar de cuentas cristalinas en forma de pera, color hollín. Una sonda de Empresas Krug había recogido aquellos fragmentos de materia a 7,5 años luz de la Tierra, en la periferia de la moribunda y cenicienta Estrella Volker. Krug se los había dado como regalo de boda. ¿Qué otra mujer podía llevar un collar hecho de pedazos de una estrella oscura? Pero, en el círculo social de Clissa, los milagros eran algo que se daba por hecho. Ninguno de sus compañeros de cena pareció fijarse en el collar.

Manuel y Clissa se quedaron en la fiesta hasta bien pasada la medianoche, hora de Hong Kong. Así que, cuando volvieron a Mendocino, California, la mañana ya estaba muy avanzada. Se programaron ocho horas de sueño y sellaron el dormitorio. Manuel le había perdido el rastro a la secuencia temporal, pero sospechaba que llevaba más de veinticuatro horas seguidas despierto. Pensó que, a veces, la vida transmat se escapaba de las manos, y corrió un velo sobre el día.

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