Llegó la víspera de Pentecostés. Y tal como lo prometiera, el Barón Mohl dispuso y ordenó todos los pormenores y preparativos para la ceremonia de mi investidura, con el mismo celo que hubiera tenido para con su propio hijo.
En la jornada que precedió a tan señalada ocasión, tuve oportunidad de sentir, físicamente, sobre la misma piel, la variedad de zarpazos y rasguños que componían tan maliciosa expectación sobre mi persona; y, como si en lugar de ojos y dientes tratárase de aguijones o dardos, cuando más de una persona se reunía a mis espaldas, innumerables miradas y sonrisas venían a clavarse en mi nuca. Y notaba el escurridizo rastrear de malignas sospechas y burlas soeces enroscándose en mi cuerpo. Ora aquí, ora allá, me llegaba el rancio husmo de insinuaciones procaces -cuando la ignorancia se ufanaba de sagacidad- y el acre tufo de groseras certezas -si la hipocresía parodiaba escandalizado sonrojo-; pues todas estas cábalas iban destinadas a interpretar la verdadera índole de aquella predilección tan manifiesta que me dispensaba Mohl. Creo que pocas veces -o acaso nunca-, llegada la víspera de tan solemne fecha para él, un joven escudero de noble cuna fue menos agasajado, o amistosamente tratado, por quienes con él convivían. De tan abierta malquerencia, no se desentendieron mis compañeros; incluso podría decir que sus murmuraciones fueron las más enconadas, y los más osados comentarios salieron de sus labios.
Pero ninguna de estas cosas alcanzaba -pues resultaban volanderas e inocentes en su comparación- al huracán de resentimiento, disfavor y revuelta de muy enquistadas hieles, que encrespó el ánimo de mis hermanos. De suerte que, si de lejos o de cerca los avisté durante todo aquel día, buen cuidado tuve en distanciar, con tanta discreción como diligencia, nuestras mutuas personas. Pues el resplandor de la hoguera que entre los tres venían alimentando harto tiempo, lamía y abrasaba, como lengua de dragón, todo mi ser, y hasta diría que mi sombra, o la huella de mis pasos. Y sentíame, en tales instantes, pavorosamente solo -aun en medio de la abigarrada promiscuidad en que, por lo común, transcurría la vida del castillo-. Y creía hallarme a merced de alguna fuerza sobrenatural y exterminadora, más poderosa que ninguna, si llegaba a sentir -aun de lejos- sus ojos en mi persona. Tan sólo la polvareda amarilla que levantaban los cascos de sus caballos, o la negra mancha que recortaba en el suelo el contorno de tres jinetes (o acaso, tres misteriosos abedules), me atenazaba en una suerte de húmedo estupor, que llegaba a inmovilizar mi cuerpo entero. "No hay miedo, no hay muerte…", me repetía. Pero bien sabía que únicamente en lo más alto de la torre vigía lograba poseerme tal convencimiento.
Acercóse, al fin, la hora en que Ortwin debía conducirme a la cámara privada de Mohl, donde se iniciaría el primero de los ritos que componían tan prolija ceremonia: el baño purificador. Más tarde, comenzaría la vela nocturna, en la soledad de la capilla, donde debía embeberme en meditación y pureza absolutas, pues, cuando un nuevo sol incendiase el contorno de las dunas, habría amanecido el día en que se integraría mi vida a la vida de los caballeros. Y, de pronto, considerando la inminencia de tal circunstancia, antojóseme ése un día inscrito ya -y hasta olvidado- en un tiempo tan remoto y ajeno, que en verdad pertenecía -o perteneció- a una criatura que nada tenía en común conmigo. Y mientras Ortwin me precedía por el escalonado corredor que conducía a la cámara de mi señor, consideré, también, que mucho debía apreciarme éste; pues ceder el privado santuario de sus más íntimos dominios, como escenario de tales preparativos, en otro habría revelado gentileza, pero en el Barón -tan celoso de su tristeza, sólo visible allí dentro- más podría considerarse generosidad inaudita, y hasta escandaloso desvarío. Y demostraba, una vez más, su indudable inclinación hacia mi persona (que tanta irritación despertaba en las de los demás).
Nos hallábamos ya al final de nuestro camino, cuando una frase -ciertamente empapada de malignidad y salaz intención- rebotó en las húmedas piedras del corredor; y, antes de caer al pozo del rencor, brilló tan venenosamente que, aun siendo de todo punto imposible alcanzar los labios de quienes la proferían, reconocí en ella la voz triplemente bronca de mis hermanos: acaso únicamente así aliviaban el grandísimo dolor que hería y ultrajaba -con tanta distinción hacia mi persona- su en verdad muy pisoteado orgullo. "Te batirás con tus hermanos, uno a uno", culebreó entonces, por el techo del corredor, otra voz. Y reconocí la voz de un hombre muy antiguo, que erraba, por igual, en pos de la soledad y del amor; tal como antaño oscilaba entre la violencia y la dulzura o el olvido y la eternidad, hoy. "Dispondrás de sus vidas como mejor estimes o plazca a tu capricho…" Mis manos se crisparon sobre el cinto: aquél de donde, a partir del siguiente día, pendería para siempre mi espada.
– Ortwin… -llamé. Mas en voz tan baja, que creí no podría oírme.
Por el contrario, se volvió a mí tan rápidamente como si esperara esta llamada. Y como ya habíamos alcanzado el último peldaño, y nos hallábamos a pocos pasos de la cámara de mi señor, su rostro quedó bajo la luz de las cuatro antorchas que, ensartadas, llameaban entre las piedras del muro. Aquel resplandor arrancaba diminutos soles a su roja barba, y su cabello -que tan cuidadosamente desenmarañaba con el peine de hueso- semejaba un casco muy bruñido. De nuevo, aquella figura y aquel rostro, tan conocidos, me parecieron huidos: una historia narrada a un niño por algún viejo exmercenario; un bello y atroz lance de guerra, acaso falso, ya sólo capaz de fascinar al fantasma de un muchacho solitario, que vagaba por las praderas, soñaba con la guerra, e inventaba, cielos adelante, el reluciente jinete de la gloria. "Más allá del odio"… rememoré, con agria melancolía. Y me dije que no sólo el guerrero vivía más allá del odio, o del amor. Pues yo no era, ni sería jamás, un verdadero Señor de la Guerra, ni apenas me lograba reconocer como simple y humana criatura; y, sin embargo, galopaba ya, enajenadamente, más allá de ambas ataduras.
Sabía que todas las voces oídas, aun cuando sólo el viento las empuje y lleguen a nosotros a través de los entresijos de las piedras, son verdaderas, certeras y premonitorias, o vestigios de ambas cosas. Y de tal guisa, vagan por las almenas, o los oscuros corredores de las torres; y su injuria, o su llamada, golpean muros y conciencias por igual. Tal como temía, regresó entonces la voz de mis hermanos. Y no sólo su voz, sino la innumerable y dispersa oración de toda malquerencia y recelo que rondaban mi persona. Mas no había otra razón, ni otro destino a tal inquina, que la inmensa insatisfacción y ofensa que despertaba por doquier la predilección que me mostraba el Barón Mohl. Así, todas aquellas voces se encontraron y entrechocaron como espadas; y, al fin, encajáronse una sobre otra, ajustándose con precisión -igual a idénticos caparazones-, y formaban una y múltiple protesta, reproche y desafío.
Mucho me costó desprender mis oídos, y el galope de mi corazón, de aquellas voces. Y consideré, con amarga laxitud, que si quienes de tal forma emponzoñaban con semejantes sospechas -en verdad nada limpias- la relación que me unía al Barón, hubieran reflexionado someramente sobre la evidencia de que mi fea y tosca persona se hallaba bien lejos de incorporar el ideal que de habitual encendía las debilidades -carnales o sentimentales- de mi señor, acaso hubieran desechado tanta murmuración, presunciones o íntimas certezas de que tales infundios respondieran a una verdad. Pero, en el aire del castillo, bien se respiraba que todos, o casi todos, consideraban el afecto que me mostraba Mohl como signo indudable de una nueva pasión, entre las muchas -en verdad, harto desbocadas en los últimos tiempos- que alegraban sus ocios. Pues, desde el día y hora en que el árbol blanco de la muerte clavara su raíz en la sien de mi señor, todo disimulo, o recato, habíanse aventado de sus costumbres como el humo. Lejos quedaban ya unos días en que, si el viento azotaba el gris de la tarde, los ogros salían a caballo, a la muy secreta caza de preciadas presas: criaturas de piel transparente y encendidos labios, cuyo sabor paladeaba en la más estricta y acallada intimidad. Pues aquel ogro que salía en busca de carne fresca, refrenaba, incluso, la burda cháchara de la soldadesca; ya que con tanto secreto salía de caza, como volvía de ella; y en tan riguroso como delicado misterio retirábase a dar cuenta de su víctima, que tan sólo los verdes vidrios de su ventana hubieran podido repetir los pormenores sucedidos en el transcurso de tan arraigada como decorosa voracidad. Por contra, en los presentes días, el ogro hacía ostentación, alardes y aun exhibición muy poco sutiles de los devaneos y antojos que agitaban su naturaleza; y el ogro cazador mostraba hacia sus víctimas un talante en verdad versátil, y a veces bastante cruel, a los ojos de quien pudiera contemplar tales excesos.
Mas estas reflexiones, con todo y responder a la verdad, no empañaban otros aspectos, aún muy estimables, en quien fuera tan cumplido caballero, pues el Barón sentía hacia mí una clase de afecto que, según me placía imaginar, ennoblecíale y elevábale sobre las ataduras de otros goces -sin duda mucho más regalados y variopintos- que, tan irremediable como míseramente, le convertían día a día en su propio cautivo. Aun descartado -por obvio e innecesario- el hecho de que jamás hombre tan melindroso, rebuscado y exigente en lo tocante a sus amorosas elecciones, pudiera algún día -ni tan sólo proponiéndoselo como severa penitencia a sus otros desvaríos- intentar una historia de amor, de añoranza (o de simple desesperación) en mi persona, tengo para mí que el buen señor habría muerto de horror e inapetencia, sin llegar a reunir el coraje suficiente para siquiera atisbar las primicias de una empresa semejante. Pues nada más lejos de las mórbidas y frescas piezas por él buscadas que tamaña fiera de piel áspera y quemada como era mi persona; ni podría hallarse cosa más opuesta a la rizada seda de unos negros tirabuzones -cual yo los comprobé, en sueños o no, cierto día que desperté en su cámara- que los pegajosos mechones que con tanta abundancia como escasa pulcritud untaba, antes de trenzarlos como él ordenara (con más aplicación y buena voluntad que sutilidad olfativa), en ungüentos fabricados por el buen Ortwin. Y en cuanto a mis manos, huelga decir que si zarpas parecían por propia constitución, feroces y desgarradoras armas hubiéranse antojado al compararlas con aquellas otras cubiertas de hoyuelos y duchas en tiernísimas sabidurías, como a él placían. Y no hacía falta mucha imaginación para suponer que tales extremidades (aunque mucho me sirvieran para llevar a buen término toda clase de juegos guerreros, o para valerse en la rudeza donde habitualmente solían debatirse) poco indicadas resultaban para el pellizco retozón, la carantoña amorosa o el jugueteo de alcoba. Y, aun en la imposibilidad de que tal cosa se les pidiera, más que gorjeos de placer, hubieran arrancado a su infeliz destinatario aullidos de dolor; y excusa decir, cuanto peor en el caso de que fuera tal destinatario un catador de deleites tan repulgoso como mi señor, el Barón Mohl. Sin olvidar que el mal talante que me distinguió desde la infancia (tan escasamente capacitado para toda suerte de arrumacos) hubiera aniquilado, de inmediato, la más aplicada voluntad de autopunición, o de auténtico fervor, en tan contraria naturaleza. Pues si bien mi ogresa solazábase otrora clavando sus agudos puñalillos blancos y recorriendo así la corteza y entresijos de una criatura que tan escasos primores albergaba, no resultaba un secreto, ni para el más zote, que muy distintos eran los apetitos -tanto carnales como sentimentales- de cónyuges tan nobles, hermosos y placenteros, como contradictorios.
Diciéndome estas cosas caí en la trampa de recuerdos entrañables, y no deseché -como otras veces- la evocación de mi gentil bienamada; antes bien, me deleité recordándola mientras tensaba su arco, dispuesta a rematar -aunque no precisase tal cosa la ya muy aguijoneada pieza- el corzo, zorro, o cualquier otra criatura propicia (puesto que las de su especie, si bien presumo mucho le hubiera placido utilizarlas en tales fines, no estaban a tan fácil alcance de su desenfado). Y al igual que en ocasiones de violento esparcimiento, en que tanto se gozaba cuando daba en ogresa, un rocío centelleante coronaba sus sienes, brillaban sus largos y blancos dientes y dilatábanse las finas aletas de su nariz, antes de devorarme, o rematarme (tal como hacía con los moradores del bosque). Y, no obstante, tamaños excesos habían logrado arrancarme de la espesa ignorancia y embrutecimiento en que me hallaba hundido cuando la conocí; y, día a día, convirtióme en la más complacida víctima de sus apetitos.
En estas evocaciones, a punto estaba de permitir a mi ánimo el atropello que supone reverdecer tan viejo como dolorido amor -amor que sólo entendí la tarde en que la vi flotando en las aguas del remanso maldito-, cuando el buen Ortwin me salvó de aquellas peliagudas remembranzas, dejando caer su mano en mi hombro.
Pese a que no me tengo por desmedrado, ni mucho menos dengoso, lo cierto es que tal expresión de su poco expansiva naturaleza, produjo en mí una reacción semejante a la habida si, en vez de una mano, hubiérase desplomado sobre aquella parte de mi cuerpo una maza de proporciones más que regulares y virulencia manifiesta. Su golpe sacudió, pues, no sólo la dulce turbación de tan peligrosa corriente en que había empezado a abandonarme, sino todos mis tendones (desde el cuello al talón de aquel flanco). Por las mismas razones que no suelen gemir los caballos, no lo hice yo; pero, si hubiera ocurrido tal contrasentido de la naturaleza, más que gemido hubiera estremecido, hasta la última mazmorra del castillo, un aullido descomunal. Me contuve, empero, como contienen las nobles bestias toda clase de efusiones. Y segadas de un tajo toda suerte de reflexiones sobre la condición de mi señor, la mía o la de mi señora, aventáronse por igual razonamientos melancólicos y rememoranzas, de forma que sólo hube pensamiento para escucharáa aquél que con tanta evidencia reclamaba mi atención. Y como era lento y minucioso en el hablar -y en arrancar a ello-, hube tiempo, antes no se decidió a hacerlo, de reflexionar sobre el hecho de que tan sólo una persona en el castillo quedaba a salvo del veneno que destilaban todos hacia la verdadera índole de una relación tan simple y paternal como la que acercaba al Barón a mi persona; y la única persona ajena a semejantes murmuraciones y rencillas, era aquélla que con tanto brío y pausa dejaba pesar su mano sobre mi hombro. Y, aunque aquel peso crecía, y en verdad maceraba mi hombro, debía tenerlo en gran estima, pues gran alboroto de reflexiones y mezclados sentimientos debía rebullir en el inmutable Ortwin para, de semejante forma, quebrantar su habitual comedimiento e inexpresividad. Y no resultaba difícil, observando su rostro rubicundo, y sus ojos manchados de verde y amarillo, que semejaban maduros granos de uva, adivinar la causa de tales trastornos; pues, a buen seguro, obedecían a lo mucho que debían mortificarle el barullo de habladurías que por doquier estallaban y manchaban la de todo punto honesta actitud del Barón hacia mí.
En desquite (o justicia) hacia algunos de los que propagaban toda suerte de historietas obscenas a este respecto, debo señalar que, acaso más que auténtica malicia o afán de propagar infamias, delataban fanfarrón alarde de una supuesta agudeza, o vaporoso gracejo de lo que imaginaban el más alambicado tono cortesano (aunque las salacidades cocidas en sus poco inspirados caletres hubieran desvanecido de rubor, tanto por su descabellada estupidez como burda deshonestidad, al más empedernido soldado de la guardia).
Mientras aguardaba las difíciles palabras de Ortwin, comprobé que mucho se esforzaba en aquel instante su mollera. Allá en lo hondo (mucho más allá de la plegada y rubicunda frente) atareábase su cacumen en la elección de las palabras que habría de manejar. Aplicábase, sin duda, a esta elección, como se podría ajetrear en las profundidades de un recóndito almacén o cofre; pues proponíase ordenar y aderezar, como mejor conviniera, alguna importante comunicación que deseaba hacerme. Cuando, de súbito, una cólera del todo inesperada vino a apoderarse de los dos granos de uva que semejaban sus ojos:
– No prestes atención, ni permitas que llegue a apenarte -dijo- la abyecta comadrería que ronda tu persona y la del Barón. No malgastes siquiera tu desprecio, arrojando unas migajas hacia quienes propagan tamañas insensateces, o rebañan con lengua hambrienta los fondos del nefando perol de la maledicencia. Pues ten bien presente que cuanto cocina la envidia en la olla de seseras ceporras llegaría a maravillarte por la pestilencia y ranciedad de su caldo, tanto como por su abundancia; máxime, si consideras el raquítico tamaño, mal estado y peor factura de semejante recipiente.
Quedé perplejo ante la excelente disposición y aun economía de medios de que se había servido para, al fin, exponer el conjunto de sus ideas: con tanto esmero acabado, como ponía al elegir un adecuado atuendo. Pero noté que Ortwin aún no había desembuchado la parte más sustanciosa de sus reflexiones, o consejos, pues una distensión de sus torcidos labios (deformados por el tajo que a punto estuvo de dejarle mudo, ya que hubo de tragarse, por ello, la mitad de su barba) anunció el intento de una sonrisa. Y aunque poco me importaban, en verdad, tanto las alabanzas como las bigardías que se pudieran solazar en la reputación de mi persona, y aunque nada nuevo añadía a mi propio sentir y opinión en tales cuestiones, estimé su consejo, y aguardé en silencio diera rienda suelta a la totalidad de sus manifestaciones. Y tuve tiempo de apercibirme de que la misma enajenada docilidad de aquella espera animaba mis pasos hacia la cámara de Mohl, donde, a buen seguro, ya me aguardaban los caballeros encargados de aleccionarme en la primera de las iniciaciones acostumbradas: con idéntico ánimo, el día siguiente, emprendería la ruta que había de integrarme al mundo de los caballeros o de los vagabundos, a que, en suma, pertenecen todas las criaturas. Aceptaría tal consagración, de manos de Mohl; y así sería de por vida -una vez aquel hombre que era, a un tiempo, mi padre, mi protector y mi protegido golpeara mis hombros con la espada-. Pues, así lo entendí entonces: todo lo que podía despertar una criatura como yo en un señor como él, no era otra cosa sino una recóndita sed de cobijo, o amparo, a sus muchas flaquezas y contradicciones.
Cuando Ortwin continuó sus advertencias, o confidencias -no sabría cómo llamarlas-, atisbé en su voz una suerte de abandono, como si se reconociera víctima de alguna inexorable ley que le había relegado -desde inmemoriales tiempos y raíces- al desengaño y la decepción del mundo en que le tocó vivir.
– Conozco hace tiempo a Mohl -dijo tan despaciosamente como solía-. Tiempo y tiempo estuve a su lado: tanto en los combates, como en la paz de su recinto. Por eso, puedo decirte que le conozco bien. Y habrás observado, acaso, que podemos mantener diálogos muy cuerdos, y desprovistos de toda floritura o palabrería; pues sin que abra los labios, con sólo un leve gesto suyo atino a ofrecerle el guante que prefiere, el arma, o el manto. Lo demás, sobra entre nosotros. Así que muy bien se trasluce, a mis ojos, cuanto pasa por su mente, y por su corazón.
Una rara melancolía empañó la mirada de Ortwin y tan extraordinario era esto, que un frío soplo me caló hasta los huesos.
– Tú sabes -dijo al fin- cuán poco distingo hace el Barón entre uno u otro sexo; esto es, que, para su solaz, igual toma un muchacho que una doncella. Pero esto no significa en él -como creen los mentecatos, o inventan los resentidos- una relajación moral, o física. Te dice, quien bien le conoce, que en esas criaturas que con tanto afán y tristeza persigue -muchachos o muchachas- no busca Mohl el placer, ni el amor. Largo tiempo ha que emprendió un desenfrenado galope -en verdad, una huida, de la que jamás podrá regresar-; y en tal huida, y, en tales criaturas, sólo le anima una sed larga y desesperada por retener junto a sí la juventud y la vida.
Apenas dijo estas últimas palabras, se alejó de mí. Y, en verdad, que me abandonó, y para siempre.
Comprendí -o así lo creí entonces- que Ortwin era tan sólo un espectro, una huella o un eco; que nunca había convivido realmente conmigo; que tan sólo se me había manifestado muy brevemente, en aquel instante, como testigo de unos hechos sucedidos en un tiempo, y en una tierra, para mí inaccesibles.
Por tanto, no me acompañó a la cámara, como estaba mandado. Y por primera vez -que yo sepa- quebró una tradición, o una costumbre, que hubieran debido ser para él -en normales circunstancias- de capital importancia. Y me sentí en una soledad y un vacío verdaderamente fuera de lo común (y aun diría que amenazadores).
En el agua tibia, deshojadas, flotaban unas rosas salvajes. Su vista trajo a mi memoria, de inmediato, la copa de mi ogresa, donde iguales o parecidos pétalos sobrenadaban en aguamiel. Y la sensación de repugnancia -y aun horror- que entonces me inspiraran, regresó a mí.
En torno al baño ritual, me aguardaban cinco de entre los más distinguidos y maduros caballeros de Mohl. Intentarían -en tanto yo purificaba mi cuerpo- verificar igual limpieza en mi espíritu. Pues, a través de sus consejos, prepararían mi ánimo de forma que éste -sabiamente adiestrado por ellos- se mantuviese, durante mi vida entera de caballero, firme en sus consignas.
Dábase por supuesto que tales consejos, advertencias y ejemplares instrucciones obedecían a una rigurosa práctica en las costumbres y vida general de quienes se disponían verterlos, tanto en mis oídos, como en mi conciencia. Dos de ellos lucían en el cuello y rostro alguna cicatriz, marca o costurón, como muestras de indudable valor y arrojo en el combate. Los otros probablemente atesoraban idénticos honores, aunque en zonas menos visibles de su cuerpo. Pero, sin duda alguna, los cinco habían sido elegidos entre lo más florido, si no en belleza -cosa muy evidente-, sí en cuanto a valentía; a fuer de suponérseles tan generosos como honrados, y honorables como honestos. "No todas las heridas son símbolo del valor, ni del honor", oí clamar, entonces, a una voz delgada; voz que semejaba un caparazón, totalmente vacío de vida; o acaso, el rebote de palabras remotas en algún solitario paraje batido por el viento; una de aquellas voces, en suma, que galopaban por el cielo estepario, entre resplandecientes y muy heroicos combates, perdidos sin remedio en la memoria de los hombres. Todo mi ser se estremeció, pues reconocí el eco de otra voz: una que me rogaba, sobre los pétalos flotantes de una copa, el imposible regreso de los dioses. Abatido en una marchita tristeza, donde se mezclaba la repugnancia y el caduco amor que se llevó la estela de dos largas trenzas de oro, contemplé una por una las contradictorias cataduras de aquellos seres supuestamente dotados de excelentes virtudes. Y hubo de extrañarme que proviniera de tales criaturas el tesoro de honor, hidalguía, fortaleza y magnanimidad que, según presumía, iban a derramar, como el agua perfumada de aquel baño, sobre mi neófita persona. Y aunque todos ellos, como mejor atinaban, componían un semblante donde cupiera imaginar, o al menos no rechazar, la dignidad y contención más extremas -o lo que por tal tenían-, lo cierto es que me parecieron en verdad infatuados. Y muy grande sería, para percibirse de forma tan ostensible, la ufana necedad que inútilmente se acurrucaba bajo el manto de suntuoso silencio con el cual me recibieron. Pues, aunque tal vez aquel silencio, y su envarado continente, fueran destinados a revestir el acto de la mayor solemnidad, lo cierto es que a duras penas conseguían ahuyentar del mismo una torva y notoria cazurrería.
No era, ni mucho menos, la primera vez que los veía, aunque jamás habían llamado especialmente mi atención. Mientras me desnudaba, fui recordándoles en sus habituales afanes: engurgitando cerveza a tragos ruidosos, o vino -si así lo disponía o permitía el Barón-, con tal aplicación y contumacia, que no cejaban en su empeño hasta tambalearse, o -cuando menos- vomitar. No fue difícil rememorarles, a uno o a otro, cometiendo toda clase de abusos sin sombra de disimulo, en personas o contingencia capaces de satisfacer su avaricia o su brutal naturaleza: apaleando a troche y moche a cuanta miseria, debilidad o desventura cayera bajo su codicia o su simple fuerza; sonándose a manos llenas; orinando sobre la esterilla de juncos que tan cumplidamente cubría el suelo de la sala de ágapes; y un sinnúmero de cosas parecidas que, aun teniéndolas por habituales y sin relieve de particular importancia, el hecho de que jamás viera practicarlas en público a mi señor, me reveló (en un tiempo que ahora me parecía muerto) el gran abismo que va de hacer o no hacer lo que hasta el momento teníamos por natural y cotidiano, y que, de súbito, consideramos inútil o de todo punto ingrato.
Fue al entrar en el agua, cuando tuve realmente conciencia de todas las comparaciones que inconscientemente hiciera, desde que conocí al Barón Mohl. Y la rara melancolía que me produjo comprobar cómo mi señor había declinado de tal forma que, en los presentes días, si no igual, ya era parecido a ellos.
Mostrábase tan cálida la estación, tan dorado el sol de aquella tarde, que habían abierto las ventanas de la cámara de suerte que una de ellas quedaba justo frente a mi baño. Y pude aún distinguir el fresco resplandor del último cielo que asistiría a mis ya breves horas de joven escudero. Creí percibir, en la lejanía, el vaivén de los abedules, a la orilla del Gran Río; y luego, en el fulgor del sol, ya en declive, vislumbré -o imaginé acaso- la silueta del Barón, caballero sobre Hal; mas tan delgada y transparente que a poco fundíase totalmente en el relumbre de un recuerdo, cada vez más apagado. Pensé entonces en Ortwin, en su brusco abandono y quebrantamiento de obligaciones; en la limpia estolidez de sus ojos, en las batallas y avatares que siempre compartió, de algún modo, con mi señor; y en aquel cofre donde guardaba el guante negro: aquél que ni tan sólo precisaba pedir su dueño, para sentirlo al punto apresando su mano. Mano que por igual sabía abatir enemigos, amigos, o sus más encendidos afectos. Entonces no sólo oí, sino que vi, muy claramente, la voz del Barón: cruzaba el cielo de la tarde, el sol maduro y último de mi juventud, y repetía, cada vez más lejana, y sin embargo, cada vez más audiblemente: "Hombres errantes… ¿Hasta cuándo…?" Me pareció que la luz y el polvo lo habían devorado, hacía mucho tiempo. De forma que su recuerdo era ya igual a una nevada, una batalla o un amor, espectralmente contemplados a través de unos vidrios verdes.
Me tendí en el baño; sentía los ajados pétalos, rozando mi pecho, exhalando un último perfume que empezaba a despertar oscuras voracidades. En algún árbol invisible, miles y miles de criaturas, tan diminutas como ningún ojo humano podría llegar a distinguir, rebullían de gozo, en la víspera de algún siniestro banquete; un festín, cuya proximidad, aunque enigmática, me estremeció.
Los caballeros me rodeaban. Alcé los ojos hacia ellos y, en un estupor donde se mezclaba el terror más inane, contemplé sus nobles y sabias bocas, abriéndose y cerrándose sobre mí. Probablemente hablaban de honor, justicia, limpieza de corazón y protección al débil; pero no oía sus voces. Y me parecía que, al igual que los pétalos flotaban y se arremolinaban en el agua, giraba yo, sin peso, en el dulce y falaz torbellino de un mundo sustentado en reflejos, ecos de voces, sombras de cuerpos, frágiles huellas en la arena movediza del olvido. Y sentí, y vi, que todos -ellos, y yo, y todas las cosas visibles o no visibles que guardaba aquella habitación- nos habíamos convertido ya en un recuerdo, empalidecido, cubierto de musgo; un abandonado recuerdo que ya nadie recreaba, ni guardaba del viento, que tan impíamente borra las pisadas de los hombres. Muy negras me parecieron, entonces, aquellas bocas que se abrían y cerraban entre el amasijo de barbas entrecanas, rojinegras, o casi azules, de los nobles caballeros cuyo prestigio había arracimado en torno a mi baño. Ya no sabía, ni podía recordar, el significado de aquella ceremonia, o rito, ni qué clase de purificación simbólica, ni cuál era la encomienda, o el destino, de mi nueva condición privilegiada entre los hombres. Cerré los ojos, sumido en un perfume sensual, casi nauseabundo; en la tibieza de una clase de abluciones que jamás, antes, practicara, pues sólo las aguas del manantial, entre escalofríos, habían mojado mi piel. A través de los cerrados párpados, adiviné que el día se volvía ceniza, y la noche lo aventaba hacia su húmedo reino de estrellas y luciérnagas; y en el centro de ambos poderes -que, bien lo comprendí, jamás se encontrarían- deslizáronse por la fina arena de mis ojos cerrados legiones de criaturas sedientas, feroces, tristes e insatisfechas; nómadas sin reposo sobre la vieja corteza del mundo. Comprendí que si no me resistía a aquel éxodo, éste me ganaría y arrastraría en su corriente, tan dulce como insidiosa. De forma que, sobreponiéndome a aquella suerte de embriaguez, abrí de nuevo los párpados, y vi que la noche se había apoderado de la tierra y del cielo. Alguien había cerrado las ventanas y encendido antorchas. A través de los vidrios verdes, la noche vibraba en un tenue soplo, como hierba mecida por el viento (aquélla que una vez, apenas roto el invierno, se mostró tan oscura y azul en la pradera que llegó a parecer un mar a mi alcance jamás conocido).
Entonces, los pálidos Señores de la Guerra me ofrecieron las prendas que simbolizaban lo más esencial e imperioso de su encomienda: camisa blanca y nueva de lino, cota negra, y manto rojo. Colores que portaban consigo, y para siempre, consignas de pureza -o acaso ignorancia-, de muerte y de sangre. Luego, el más anciano, noble y feroz de mis verdugos -o víctimas- alzó mi nueva espada: la vi, levantándose entre sus manos, negra y agresiva como un grito de guerra; para mostrar a mí y al mundo la razón más poderosa y pesada de la tierra. Brillaron sus dientes, y repitió una vez más, sobre mi cabeza, que al día siguiente, luego de la ceremonia y el torneo -donde acaso mataría, uno por uno, a mis hermanos-, podría lucirla para siempre al cinto, sin rebozo ni temor alguno. "Pues por tus méritos te has hecho acreedor a un honor semejante, y así, con el nuevo sol, alcanzarás aquello a lo que todo noble aspira, promete y está obligado a cumplir".
Mas yo sabía que no había mérito alguno en mis actos, que no había alcanzado ninguna victoria, ni era acreedor a reconocimiento u honor de ninguna especie, pues -ya sin remedio- me sabía simple navegante, o jinete; alejándome sin freno, ni retorno posible, de todos los hombres, todas las espadas, todas las promesas y todos los recuerdos.
Tras vestir la camisa blanca, me dejaron a solas. A poco, entró el Barón. Y sin hablarme, ni mirarme apenas -como si le inundara una suerte de resignada cólera, aunque no podría precisar hacia quién iba dirigida-, me indicó con un gesto que me sentara: en aquel mismo lugar, casi a sus pies, donde una tarde permanecimos tanto rato en silencio; aquélla en que miramos juntos la última nevada de cierto invierno, tras su ventana. Me pareció que había envejecido de una forma casi monstruosa. No envejecía un hombre -pensé- en años, ni en meses. Sino, acaso, en un minuto, un día o una noche.
Inútilmente, aguardé que me hablara. Que me dijese -que repitiese, una vez más- aquello que ya empezaba a sonar en mis oídos casi como un sangriento escarnio: que en adelante debía comportarme con la mayor nobleza y valentía; que debía mostrarme generoso, devoto, compasivo, escudo del desamparado y azote del tirano; que repartiera, mundo adelante, justicia y amor entre los hombres… pero no fue así. Mohl no dijo nada.
Y luego de transcurrido un tiempo que me pareció largo -aunque no sé si duró apenas unos minutos-, tomó bruscamente mis manos; y pude percibir, en mi propia piel, el helado temblor de las suyas. Después las abandonó sobre mis rodillas tan dulcemente como abandonaba sobre una mesa uno de sus negros guantes. Y dijo:
– Guarda el más certero golpe de tu lanza para cuando te lo reclame. Pues algún día llegará en que te pida -como me lo pidió Lazsko- que me devuelvas lo imposible, o me atravieses con ella.
Y sin más, me despidió.
Varios caballeros -entre los que en vano busqué a Ortwin- me condujeron al patio de armas. Allí me aguardaban mi escudo, lanza y espada, junto al blanco caballo que fue de mi señora, y me donó el Barón. En la verdosa luz de la noche, aún reciente, me pareció ver sobre su lomo el vacío que en el aire abría la ausencia de un cuerpo alto y blanco; y el suave resplandor de unas trenzas de oro.
Luego, me condujeron a la capilla, y por fin, me dejaron solo.
Debía velar en oración durante toda la noche; de forma que mi espíritu se mantuviera tan ligero y bien dispuesto, como mi cuerpo tras el duro aprendizaje de tantos años.
Apenas se cerró a mis espaldas la doble puerta de la capilla (y aún vibraba en el aire el chocar del hierro, parecido al de las espadas), me despojé rápidamente del manto rojo -y de toda la sangre que no iba a verter-, de la cota negra -y de la muerte que no me estaba destinada-. Me descalcé, y liberé mi cuerpo de toda prenda, excepto de la corta túnica de lino; una pureza que ignoraba, aunque no rechazaba, puesto que no se puede rechazar lo que no se entiende, conoce, ni distingue.
Permanecí mucho rato, oyendo el relincho de mi blanco caballo, tras la puerta de la capilla. Al día siguiente, tras la misa, el Barón Mohl golpearía tres veces mis hombros con el plano de mi propia espada: aquélla que forjó el hombre que prendió fuego a los sarmientos en una lejana vendimia de mi infancia. Me entregarían luego escudo y lanza; y yo debería montar de un salto en mi caballo, introducido por mis compañeros en el atrio. De allí saldría, al galope; y del mismo modo, me seguiría toda la comitiva hasta el campo, donde resplandecía la primavera, tan nueva todavía. Una larga cabalgata de caballeros, con Mohl al frente, sería contemplada de lejos por los campesinos, los niños, los perros y el viento. Y luego celebraríase la justa, donde, tras vencer uno a uno a mis hermanos, podría darles, al fin, muerte. Y el banquete que a este duelo seguiría, constituiría sus únicos funerales.
Invadido por una súbita, recuperada violencia, tomé la espada entre mis manos: era grande, negra y pesada, como el mundo. Sentí que me nacía una ira blanca, tanto como la misma pureza que pretendía simbolizar mi túnica de lino. Me ajusté el cinto, prendí en él mi espada y, con furioso desafío, apreté el pomo hasta sentir que se clavaba en mi carne. Dispuesto a atravesar a todo aquél, o aquello, que osara interponerse en mi camino.
Entonces, me cegó un vértigo grande, jamás conocido. Sentí cómo me tambaleaba; y recordé aquel día en que vi por vez primera el castillo de Mohl reflejado a la inversa en las aguas del Gran Río: cuando creí que el mundo se había vaciado y vuelto del revés.
Las paredes, el suelo, la bóveda, desaparecieron de mi vista. Y me hallé solo, frente a una gran ventana abierta en la nada, a través de la que se agitaban, con vida propia, infinidad de partículas doradas, rojas, verdes. Un joven guerrero apoyaba el pie sobre la testa de un dragón, y, a su espalda, se adivinaba el contorno de un mar, o de una estepa, pero lejanos y luminosos; y no estaban hechos de agua, ni de seca tierra, sino de la misma luz, acaso. Entonces, me vi a mí mismo saltando a lomos del caballo que fuera de mi amada ogresa, con mi túnica blanca y mi espada negra; me vi hostigando mi montura y, al fin, enfurecidos por igual jinete y caballo, saltamos hacia la fantasmal ventana; y me vi huir hacia el campo abierto. Contemplé, así, mi propia cabalgadura, jinete sin freno, hacia una llanura tan vasta que resultaba imposible adivinar su confín. Y me alejé, más y más, estepa adelante; y pude verme cada vez más pequeño, más borroso, más lejano, hasta desaparecer definitivamente en el polvo.
Regresaron entonces las paredes, la bóveda y el suelo. No había ventana alguna, ni destellos de vida lucientes, movibles y desazonados. Tan sólo el muro de la capilla, y sus húmedas piedras, donde el musgo asomaba por entre las junturas. Oí nuevamente relinchar en el pórtico a mi caballo. Desenvainé la espada y grité, a los muros y a mi conciencia, que no iría por propia voluntad hacia mi extinción; que jamás galoparía, tan ciega y neciamente, en pos de mi propia agonía. Que nunca sería un dócil y apagado habitante del polvo, tan ansioso y presto a devorarme.
Estaba solo, pero con la respiración tan agitada, y tan sudoroso y exaltado, como si en verdad hubiera librado una dura batalla. Pensé que tal vez amanecía; que yo estaba encerrado entre los muros de una capilla solitaria, con una espada entre las manos, frente a unos cirios ya casi consumidos. Pero no había alucinación alguna; ya no había sueños, ni vanas visiones, para mí. Se aplacó mi furia, o mi terror -pues tan confundidos estaban que ya no lograba separarlos-. Y revestido de una calma tan suave como la brisa del campo, fui hacia la puerta de hierro, descorrí sus cerrojos y salí de allí.
Avancé, en el húmedo resplandor de la noche, dejé atrás la empalizada, atravesé la muralla, y no me detuve hasta alcanzar la orilla del Gran Río.
De aquellos tres abedules que un día me parecieron la sombra de alguna tristeza, surgieron los tres jinetes negros que tan bien conocía. En estrecha tenaza, me rodearon, para luego cerrarse y caer sobre mí. Oí tres gritos, y me atravesaron tres nombres hermanos; batieron sobre mí los cascos de sus monturas, derribándome. Como una vez (hacía tanto tiempo) hiciera un ultrajado amor con un muchacho de cabello rojo-fuego, galoparon en círculo, en torno a mi cuerpo caído. Sentí las puntas de tres lanzas, atravesándome una y mil veces, entre la amarilla polvareda que levantaban las pezuñas de sus caballos. Oí crujir mis huesos bajo sus golpes, sus lanzadas y sus cascos; y vi fluir mi sangre, como una delgada fuente, en dirección al río.
Un gran silencio sucedió al galope de sus caballos alejándose.
Entonces oí los gritos de los primeros tordos, el suave rastrear de la culebra en las ortigas; varias salamandras me contemplaban, con sus ojos de oro: ínfimos dragones, desprovistos de todo poderío. De alguna forma, me vi inclinado sobre el agua, que se tiñó de rojo. En el centro de aquella sangre vi, flotando, mi cabeza degollada. (Pero no era mi cabeza, sino otra, que mucho se parecía a la de mi padre).
Después, tropezaron mis manos con el pomo de mi espada, y acto seguido la oí, golpeando contra los escalones de la torre vigía. Porque, si bien mi cuerpo habíase liberado de todo peso, ella arrastraba de mi cinto, y chocaba y rebotaba en todos los peldaños.
El vigía había muerto, o huido, aunque no podía precisar cuándo: si desapareció para siempre del torreón de mi padre, la noche en que partí con él mi caza; o en un tiempo en que solía otear hacia la lejanía, doblado su cuerpo sobre las almenas; o acaso, mucho después, una vez todas estas cosas ya se habían cumplido. En todo caso, allí no estaba, ahora, pues al hombre cuyo cadáver yacía junto a la cornamusa, no lo conocía yo, ni le había visto nunca. Allá abajo, junto al Gran Río, tres abedules se movían dulcemente, en una tierra tan olvidada como la imagen de un joven recién investido caballero, o un escudero que escanciaba vino en la copa de su señor.
La hierba de la pradera -y de todas las praderas del mundo- se balanceaba, como un mar atrapado en un intento de huida. Contemplé las lágrimas de todas las madrugadas de la tierra; y vi al dragón, y su lomo erizado de lanzas y guerreros (aquellos que venían de Septentrión); lanzaban un grito largo, que yo reconocía: un grito que no movía las hojas, ni los cabellos, ni las ropas de las gentes; al igual que otro viento, que ya nada podía contra mí. Los guerreros arrojaron al aire sus lanzas, que se perdieron, en oscura bandada, hacia las nubes. Luego, el dragón zozobró, y, al fin, se hundió definitivamente en el vasto firmamento. De forma que pude contemplar a mi pasado, a mi vieja naturaleza, a mis antiguos dioses, sueños y terrores, tragados en el olvido.
De las tierras altas, de los bosques, surgieron los jinetes blancos y los jinetes negros. Y de las murallas del castillo de Mohl fueron a su encuentro jinetes blancos y negros. Entonces vi al Señor de los Enemigos; tan arrogante, y gallardo, y valiente, que un último grito de violencia se levantó en mi ánimo. Me enorgullecí de su furia, admiré su valor y su crueldad, me devolvió la imagen de mi infancia, tendido en la pradera, nublados los ojos de placer ante el sueño de la guerra y de la sangre. Pero la espada negra se alzó de mis propias manos, y segó, para siempre, el orgullo, la crueldad, el valor y la gloria. "El Mal ha muerto", me dije.
Entonces, distinguí sobre la hierba a mi señor, el Barón Mohl. Estaba muy distante y, sin embargo, la profunda sombra de sus ojos buscaba -y encontraba- los míos. Le vi derribado de su caballo Hal, herido. La sangre fluía mansamente de su boca, y en aquella roja y débil fuente percibí claramente su llamada, el reclamo de una prometida lanzada. Hal le había abandonado; vi su desenfrenada carrera hacia los negros caballos, en dirección a alguna selva, o alguna calcinada planicie. Yo había dado promesa de atravesar su cuerpo, el día en que me pidiera lo imposible, pero mi promesa se había perdido en una tierra y en un tiempo inalcanzables. Entonces, la piedad regresó a mí, y, tal vez, el amor. Pero alcé la espada, y el amor, y la piedad, quedaron segados para siempre. Y me dije: "El Bien ha muerto".
Miles de flechas taladraban mi cuerpo, pero no podía, ya, sentir dolor alguno. Y grité, espada en alto, que estaba dispuesto a partir en dos el mundo: el mundo negro y el mundo blanco; puesto que ni el Bien ni el Mal han satisfecho, que yo sepa, a hombre alguno.
El alba trepaba por las piedras de la torre; mostraba antiguas y nuevas huellas de todas las guerras y todos los vientos. En algún lugar persistía el enfurecido piafar de negros y blancos animales, agrediéndose, aún, tras la muerte de los hombres.
Pero yo alcé mi espada cuanto pude, decidido a abrir un camino a través de un tiempo en que
Un tiempo
A veces se me oye, durante las vendimias. Y algunas tardes, cuando llueve.