Existían muchos aspectos de la humana vida, harto conocidos por la mayoría de los muchachos de mi edad -y aún más pequeños- y que yo, apenas salido de la salvaje soledad de mi infancia, ignoraba completamente. Debe disculparse tal ignorancia en gracia al hecho de que, hasta mi llegada al castillo, jamás tuve oportunidad -si exceptúo aquel joven trotamundos que me robó el cuchillo- de acabar una frase completa con alguna criatura, no digo ya de mi edad y condición, sino siquiera humana. Hasta el momento, sólo Krim-Caballo fue mi mudo oyente. En cuanto al tropel de desventurados que rodeaba a mi padre y cuya cháchara, espectralmente acribillada de hazañas muertas, adormecía sus veladas, apenas me daban acceso a muy sucintas intervenciones.
El caso es que, hasta aquel invierno, apenas tuve noticia de la existencia de criaturas entre humanas y bestias, entre divinas e infernales, que poblaban el mundo. Muchas de las cuales, sin duda alguna, convivían de manera más o menos disimulada entre los hombres. Sólo en algunas ocasiones, durante aquellas inolvidables veladas invernales, mientras escuchaba relatos de este tipo, resurgían en mi memoria ciertas fábulas que adormecieron mis sueños de niño: ora canturreadas por mi madre, ora por sus sirvientas.
En las veladas del castillo, al abrigo de la lumbre, mientras el viento y la nieve se arremolinaban en la noche invernal, muchas historias y sucedidos de esta clase fueron abriendo mis ojos y aguzando mis oídos. Y así, tales criaturas llegaron a ser tan minuciosamente conocidas por mí como por el más avisado en tales cuestiones.
Cierta mañana muy especial, apenas amanecido, fui requerido por la Baronesa, mi señora, para que ensillase su montura y la acompañara, a pesar de los hielos que endurecían y hacían resbaladizos los caminos, en una de sus singulares correrías. Al ayudarla a montar sentí el filo de unas afiladas uñas en mi mano. Y al tiempo que mi señora ordenaba ciñese a sus piernas la manta de pieles, surgió de ésta una mano delgada y palidísima, rematada por menudos y rosados puñales. Desnuda de su guante, aquella mano me produjo una rara exaltación, donde se agitaban muy oscuros y placenteros devaneos. Pues, súbitamente desprovista de sus habituales tapujos, aquella mano me pareció encarnar la desnudez total de mi señora (cosa que, hasta aquel momento, ni me atreví a imaginar). Alcé los ojos hacia ella: su cabeza rubia y lisa como pálido metal aparecía también libre del capuchón de pieles. Se recortaba nítida, casi cruelmente, bajo un cielo tan reluciente como escudo frotado con arena. La mano de la Baronesa oprimió la mía contra la manta de piel y sentí bajo mi palma su rodilla (que imaginé, de pronto, desnuda y tersa como la de un niño). Entonces, mi señora sonrió. Y esto era en ella tan extraordinario -que yo supiera, no había pieza en que ensañarse, todavía- que me llenó de pavor. Por segunda vez, a la luz rosada del amanecer vi sus dientes. Y me parecieron teñidos por un resplandor de sangre, delicada y fresca, pero muy cruenta. Era, empero, una sangre que yo conocía, y en su rara sonrisa se mezclaron estremecedoramente el jugo de las moras, el primer jabalí a quien di muerte y la triste mueca de la mujer del herrero (aquella vez que tan brutal como injustificadamente la apaleé). Sentí entonces un vértigo desmesurado, de todo punto impropio, al extremo de que hube de aferrarme a la montura de mi señora para no rodar por el suelo. Un viejo y conocido terror ascendió desde mis entrañas, paralizando mis brazos y piernas. Y si no fuera por las pacientes enseñanzas de la propia Baronesa (que tanto me recomendaron mesura en los gestos y disimulo en todas las intemperancias, tanto propias como ajenas) hubiera roto en aullidos y tal vez llegado a revolcarme por el suelo (como en los tiempos en que a tales desmanes de mi naturaleza, mi madre aplicaba remedios harto contundentes, aunque de indudable eficacia).
En lugar de las pasadas jerigonzas, atiné, con claridad en verdad extraordinaria dada la confusión en que se sumiera mi entendimiento, que no eran tan desatinadas y hueras las enseñanzas de mi señora. Y con este juicioso pensamiento en el meollo rodé a tierra, supongo que con la máxima dignidad asimilada en las antedichas lecciones y consejos.
Lo primero que al abrir los ojos apreciaron mis sentidos fue una antigua sensación, conocida por mí cierto día de vendimia. Aquélla que, por breve tiempo, me hizo creer la más viva y desatada criatura de la tierra. Como entonces, unas manos recorrían mi cuerpo y también como entonces parecían las primeras manos que acercaban su calor a mi calor. Por contra, por única vez en mi vida me repugnó el olor a estiércol que invadía el aire. Estaba aterido, en verdad helado. Y creo que temblaba, pues así me lo hizo notar el violento castañeteo de mis dientes. No obstante, un recelo y una cautela infinitos (también agudizados en la convivencia con aquellas, al menos para mí, singulares gentes del castillo) me aconsejaban la mayor prudencia. Pero sabía que mi sangre galopaba sin freno y que mi corazón coceaba furioso en un recinto cada vez más estrecho e insuficiente para cobijarlo. Pues lo sentía, en verdad, como fiera enjaulada, pugnando por romper lo que le separaba de aquella libertad sin límites, de aquel ácido y violento goce que conocí una sola vez: cuando aplastaba, bajo los pies, las uvas del lagar. Mas sabía bien cuán lejos quedaba de mí aquel vino, aquel instante hermoso y cruel en que me convertí, aun por tiempo tan breve, en el amo de la tierra, el aire, el mar y el fuego.
Llegó hasta mí entonces una más cercana y reconocible sensación: la de unas uñas finas, afiladas como garras de halcón, que arañaban nuevamente mi piel. Luego, oí decir a la Baronesa:
– Dime cuál es tu verdadera edad. Si eres mayor de lo que confiesas, no temas, nadie lo sabrá. Pues tú no eres culpable de que hayan descuidado tu persona de tal modo… Y asombra y place que un alma cándida y salvaje se halle encadenada a cuerpo tan gallardo y varonil. Uno de los más gallardos, apuestos, nobles y valientes que vieron mis ojos.
Tras estas palabras, sentí un oscuro estremecimiento. Y al fin murmuré:
– Tengo catorce años.
Todo lo que sucedía me dejaba atónito. Pero tal vez el mismo asombro sirvió de afilado puñal, y rasgó la casi voluntaria ignorancia en que me cobijaba. Entreabrí los párpados y vi (como jamás hubiera imaginado ver tan noble dama) a mi señora sentada sobre el heno en que yo mismo me hallaba tendido. Y como no vi palafrenero o criado alguno, se me ocurrió que no parecía normal en tan delicada criatura la posibilidad de que ella misma me hubiera transportado en brazos hasta aquel lugar. Por lo que volví muy cautamente a cerrar los ojos, diciéndome (ignoro por qué razón semejante idea me tranquilizaba) que, con toda seguridad, me habría arrastrado sin miramientos por el suelo como a una piel de zorro, hasta arrojarme en aquel montón de heno, como pudo haberlo hecho en cualquier otro lugar.
No estaba en las caballerizas. Un vagido amable y animal llegó a mis oídos y luego otro. Y como nada más lejos de mi mente que la sospecha de que tal sonido (por cálido y entrañable que me resultara) hubiera surgido de labios tan delicados y señoriales como los de la Baronesa, comprendí que me hallaba en el establo, entre las vacas y bueyes que componían una parte de la nutrida hacienda Mohl. Además, para un campesino como yo, inconfundible resulta el aire caliente que en tales lugares se respira, aun en el rigor del invierno: pues más de una noche helada, con mi silla de montar a hombros -único bien que poseía en esta tierra-, hube de refugiarme entre las cabras de mi padre y en su compañía pasar abrigadamente muchas de mis noches.
La Baronesa me zarandeó entonces, con escaso mimo. Y en aquella sacudida rememoré los convincentes remedios que en circunstancias, si no iguales, al menos parecidas, solía aplicarme mi madre. así que torné a abrir los ojos y clavé en ella una mirada que, tengo para mí, fue de simple terror. Ella no lo estimó así, ya que murmuró:
– Jamás vi en criatura alguna ojos tan fieros y osados…
Dicho lo cual me estrujó entre sus brazos -que eran tan finos y delgados como fuertes, tal como los adiviné al verla tensar el arco-. Y sentí sus delgados y agudos dientes sobre mis labios, rostro y cuello y aun sobre varios puntos más de mi persona que el mismo asombro que sentía (y aun a esta distancia me alcanza) me impiden enumerar con más detalle.
Sólo puedo asegurar, sin menoscabo de la verdad más rigurosa, que en medio de tan tempestuosas efusiones un nombre se repetía y golpeaba como timbal de guerra en mi sesera: "Ogresa, ogresa, ogresa…"
Turbiamente inmerso en la densidad de una reconocida embriaguez -pero ahora exenta de toda impresión de libertad y, por contra, encadenada a la muy ciega y hasta lúgubre posesión de que me sentía objeto-, atiné aún a decirme, como una suerte de explicación que, en verdad, nadie pedía, que la Baronesa no salía a galopar o cazar en el invierno helado, sino a devorar inocentes criaturas. A desgarrar carnes con sus finas y curvadas uñas y a hundir los afilados colmillos en sus entrañas, según yo mismo constataba.
Luego de un rato en que anduvo devorándome a medias, me preguntó mi señora si conocí mujer antes de aquel momento. Y como la pequeña herrera me parecía un ser totalmente inasociable al que ella me mostraba, nada contesté. Pues, en rigor, no podía saberlo. Y cuando lentamente fue desprendiéndose de mis sentidos la rara luz nocturna (teñida en sangre y humo de hojarascas remotamente otoñales, rojas y viscosas en el cieno donde innumerables viñadores pisoteaban negras moras de cerco azul y carnosos labios) me hallé tan solo, tan vacío de mí mismo, como aquellos derrotados reyes que (según oí a los mercenarios) erraban por la estepa tras el espectro de su antiguo dominio. Unicamente acerté entonces a decirme que jamás hubiera sospechado en dama tan exigente en cuestiones olfativas, que eligiera un lugar semejante para iniciar su íntimo y devastador conocimiento de mi persona, por insignificante que ésta fuese. Aunque, según pude considerar, esa insignificancia no era tal, en opinión de tan altiva como brusca dama.
Volvió luego a insistir, con una contumacia que me pareció fuera de lugar, sobre la verdad de mis años. Y creo que deseaba le dijese, o mintiese, alguno más. Como todos los varones de mi familia, representaba bastantes más de los que contaba, pero yo era entonces muy inocente y sincero.
– No he engañado a nadie sobre la verdad de mi edad -repetí, neciamente-. ¡Tengo catorce años…!
Debí parecerle tan estúpido y loco o, en fin, tan singular, que una vez aplacadas sus tiernas furias, me besó en la frente, como a un niño. Y aun me ayudó a recoger y a vestir las esparcidas ropas, a alisar mis cabellos y a sacudir de mi persona toda brizna o vestigio de heno y -preciso es confesarlo- estiércol. Pues en los lances de la refriega, había rodado del uno al otro, sin apercibirme mayormente de ello.
Con todo lo cual, mi conocimiento de las mujeres iba tornándose cada vez más sorprendente.
Una vez restituidos cada uno a su lugar, empecé a creer que aquel incidente había sido fruto de algún desvarío causado por el frío, o el agotador trabajo a que, por lo común, nos sometían. Mi señora se comportaba con la misma frialdad y altivez que tenía por costumbre y nada en ella, en su porte o en su manera de dirigirse a mí, hacía presumir la apasionada y casi bestial criatura que en el establo me mostrara tan crudamente su indudable predilección. De suerte que hubiera jurado -lo haría hoy si fuera preciso (y no lo es)- que ni tan sólo el más leve recuerdo de aquel suceso rozaba, ya, su blanca frente. Como si con la última brizna de heno sacudida de mi persona y de la suya propia hubiera eliminado, también, toda memoria o huella en nuestras mentes (sobre todo, en la suya) de semejantes desafueros.
Sin embargo, algún tiempo después, cierta noche junto al fuego en que alguien me pidió que leyera en voz alta -cosa que yo hacía con placer y esmero-, sentí fijos en mí unos ojos que tenía por muy conocidos. El azoramiento me trabó la lengua, temblaron mis manos y en vano traté de atrapar algún retazo de las recién aprendidas normas sobre el dominio de los sentimientos, o la serenidad de que -al menos teóricamente- debe revestirse en todo momento un auténtico caballero. Antes de levantar mis ojos hacia el punto exacto de aquella abrasadora mirada, sabía lo que encontraría: en la penumbra lamida por el fuego de la estancia, relucían las amarillas pupilas de aquel animal medio sagrado medio infernal que veneraba mi padre. Entendí entonces por qué razón siempre me había estremecido y, en lo profundo de mi ser, de alguna manera reconocí aquellos ojos en los ojos de mi señora, la arrogante y contradictoria Baronesa.
Aquella noche no fue el establo el lugar elegido para nuestros turbulentos (a fuer que placenteros) desvaríos. Y también sangrientos. Pues mucho costó restañar de mi muy recorrida piel (por dulces que en determinados momentos se me antojaran) arañazos y huellas de colmillo.
Tuvo lugar este segundo encuentro en su propia alcoba y un inmenso terror me paralizaba al suponerla compartida por el Barón. Mas, con extrañeza y alivio, vi que no era así, que habíanla dividido por un espeso muro cubierto de tapices.
Al igual que en la anterior ocasión, en los días siguientes la actitud de la Baronesa no difirió en absoluto de su habitual y fría distancia; tenía justa fama de amable y cortés, pero se respiraba hielo a su lado.
Coincidió por aquellos días un contertulio que, en las veladas, narró con todo detalle la espeluznante historia de una Reina Ogresa. A través de aquel relato, me enteré de que sólo en determinados momentos esas criaturas transmutaban a tal condición: ignorándolo u olvidándolo, antes y después del trance. No me cupo ya la más ligera duda de que ogresa era también mi señora. Y por ogresa la tuve desde aquel día y para siempre.
Pero también desde entonces ya no pude dudar (como dudé, cuando ella me lo preguntara en el establo) sobre el hecho de haber llegado a conocer mujer. Y acto seguido, me nació un amor lacio y desesperanzado por una de las dos jóvenes sobrinas de mi señora: precisamente por la que menos caso me hacía.
He de señalar, no obstante, que si esta jovencita me hubiera dirigido una mirada ligeramente atenta, por leve que fuera, el susto, el asombro y el convencimiento de que las cosas no marchaban como debían habrían fulminado al instante tal sentimiento. Pero no hubo lugar a ello y aquel amor se esfumó, llegado el momento oportuno, tan inocuo y necio como vino.
Tras estos acontecimientos, sin duda importantes y reveladores, otros sucesos y descubrimientos tuvieron lugar. Como si en aquel invierno me hubiera llegado el turno de abrir los ojos, oídos, inteligencia y, en suma, despertar, por fin, de mi embotada y cándida naturaleza.
Las próximas revelaciones tuvieron una estrecha relación con la persona de mi señor (y con otras muchas criaturas que a su alrededor vivían, alentaban o acechaban). Y llegué a decirme si estas cosas o estos seres eran causa de la constante amenaza que, desde que pisé el castillo, rondaba mis pasos y olisqueaba mi fino instinto de cazador.
En las primeras horas de la mañana, el Barón Mohl, solía alimentarse muy frugalmente. Tras su despertar, sólo ingería pan y vino. Tras esta brevísima colación, efectuaba dos abundantes comidas durante la jornada, una al mediodía, otra a la noche. Pero su mesa permanecía abierta y dispuesta para acoger a cuantos llegaran y apetecieran catar sus manjares, o beber su vino.
Por ello, no sólo yo pude nutrirme abundantemente y hasta saciar sin tino viejas hambres infantiles, sino que tal generosidad -sobre todo en el invierno, que obligaba a la reclusión más tediosa en las moradas- atraía de continuo al castillo de Mohl la visita de nobles pobres, cuyos castillos o mansiones se esparcían por los contornos. Eran siempre bien acogidos por mi señor, alimentados y embriagados a su placer. De modo que comprendí muy bien la rigurosa puntualidad con que Mohl exigía a mi padre -y supongo que también a otros- su derecho al tercio en la cosecha de la vendimia. Pues en aquella fría latitud, en tocante a bebidas no inocentes sólo cerveza producía la tierra.
Sucedía entonces que una gran animación llenaba el torreón de mi señor. Envueltos en sus pieles, enrojecido de frío el rostro y amoratados los labios, llegaban visitantes de todos los puntos aun muy lejanos. Ansiosos, no sólo de las sustanciosas vituallas con que se resarcían de sus más o menos agudas parquedades, sino también porque en el castillo de mi señor ocurrían cosas amenas y singulares. Se jugaban diferentes y muy variados entretenimientos -adivinanzas, prendas, ajedrez, damas-, se oía música, se leían o narraban historias que iban desde las gestas guerreras o leyendas de nuestros remotos antepasados (cuyo paganismo era en apariencia menospreciado pero secretamente fascinante y aun deleitoso a todos) hasta los sucesos más misteriosos de nuestros días. Y aun en medio de tan rigurosa temperatura, si entre el nublado cielo llegaba a lucir el sol pálidamente, organizábanse galopadas, cacerías e incluso algún que otro encuentro de caballeros.
También llegaban muchos caminantes y truhanes a las puertas del castillo. Pero sólo tenían acceso a las estancias de mi señor los que podían ofrecer alguna curiosa habilidad: cantar, predecir el porvenir, o narrar historias, unas verdaderas, otras amañadas. Y aun venidos desde tierras muy distantes, acogió el Barón a juglares, bardos, y gentes de raza muy distinta a la nuestra: hombres de cabello negro, corto y rizado, que tensaban la flecha como nadie, galopaban de espaldas y tragaban antorchas ardientes, como si de inocentes avecillas se tratara (previamente asadas, se entiende). y en cierta ocasión llegó un hombre de nariz aguileña y ojos de halcón que conocía la lengua del sol, de la luna y las estrellas. E inclusive platicó con ellos un ratito, muy plácidamente. Cosa que despertó la común maravilla.
Pues bien, a todos ellos atendía, escuchaba y hasta aplaudía mi señor. Y aunque, como es natural, unos le placían más que otros, y alguno quizá le defraudó, pues en alguna ocasión le vi bostezar recatadamente tras sus negros guantes, todos partían de su casa muy bien recompensados por sus esfuerzos. Y con el vientre suficientemente aprovisionado y hasta repleto, pues quién sabía cuándo, ni dónde, hallarían de nuevo tan generosa acogida. Debían resistir aún entre la nieve, el viento y el acoso de los lobos, jornadas y jornadas de camino.
Cuando el viento del invierno se enfurecía y cargaba contra los muros del castillo, en verdad que estremecía. Nada era el viento de nuestra tierra -protegida por el recodo del Gran Río, a cuyo amor se extendían los viñedos de mi padre- comparado a este otro viento, que envolvía y aun parecía, a veces, dispuesto a arrancar de cuajo almenas y torres. Levantaba la nieve en blancas polvaredas, tan ligeras como plumas, y, en la lejanía, las dunas semejaban una extraña fortaleza, que a trechos variaba su contorno, lo que -al menos para mí- le confería la amenaza de un inquietante y fantasmal ejército que avanzaba, dispuesto a no dejar piedra sobre piedra.
Erguido en su pequeño promontorio, el castillo de Mohl se mantenía como un desafío al viento, expuesto a su azote constante. Oyendo aquel rugido múltiple y ululante, a menudo sentía un largo escalofrío. Y me embargaba un espumoso terror, casi lánguido, al tiempo que se encendía mi ánimo en una oscura sed de matar o de aniquilar alguna cosa. Mas el blanco de tales exaltaciones no pude llegar a conocerlo nunca, ya que lo mismo abarcaba el mundo entero, que la desconocida y pavorosa sombra que inútilmente intentaba descifrar.
Pronto aprecié que durante las noches, o los días en que la furia del viento arreciaba -como si en ella se centrasen la ira, y el bramido de todas las guerras, o todas las vendimias, pasadas y futuras-, mi señora solía dar en ogresa. Y era en este viento donde súbitamente reconstruía el grito de mis seis años, frente a un árbol de fuego, cuando aparecían en la oscuridad de los corredores o en la blanca soledad de la nieve los rostros enjutos y los despiadados ojos de mis tres hermanos.
Seguían ocupando el último lugar en la mesa de Mohl y aquel invierno tuve varias ocasiones de comprobar con cuánta frecuencia éste les hacía objeto de su desdén. Un gran malestar me invadía entonces. Y si tropecé con ellos en las escaleras o en algún corredor, me golpearon sin motivo. Inútil era, en tales trances, que me revolviera como un lobo, que mordiera sus manos y tratara de atacarles con mi puñal. Solían sujetarme entre dos, mientras el tercero me apaleaba a su sabor. Y en este placer se turnaban con mucha escrupulosidad (desde los tiempos del reparto de muslos y alones, habíase agudizado grandemente su insobornable manía de aquilatar turnos y cantidades en cualquier cuestión). Yo notaba entonces cuánto les odiaba; y me juré que algún día, tal vez más pronto de lo que deseaba o parecía prudente, los mataría a los tres: uno a uno, en escrupuloso orden de edad y distribuyendo las puñaladas equitativamente, como correspondía a su ordenado sentido en el reparto de la vida y de la muerte.
Sin embargo, por aquellos días ocurrió algo que me dejó profundamente consternado y varió en mi ánimo la violencia de tales sentimientos.
Desde el primer instante en que hubimos de morar bajo el mismo techo, tuve oportunidades sin cuento para considerar el poco afecto que inspiraban mis hermanos en cualquiera criatura. Mi señora jamás les dirigía la palabra y bien entendí, por el modo como a veces les sorprendí mirándola, que alguno de ellos (o tal vez los tres) hubiera deseado ardientemente conocerla durante los ratos en que ella daba en ogresa. Esa clase de mirada ya no era indescifrable para mí, pues en las carnívoras correrías que efectué por el mundo de tales criaturas (no humanas o ferozmente humanas, que no sabría cómo mejor cuadra llamarlas), fui perfeccionando en gran medida tales distingos y sutilezas. Y puedo dar fe de ello, ya que la raza de los ogros (o al menos el ejemplar que me fue dado conocer) tienen de los humanos entresijos y de la disposición y buen juego de sus sentidos corporales, un muy singular conocimiento. Así como gran agudeza e infinitos recursos para despertarlos de su embotamiento (o simple candor). Y el candor y la ignorancia iba alejándose de mi vida, como se alejaba la infancia. Y la ruda y violenta naturaleza que me había distinguido -y aún me distingue de los demás muchachos aguzaba día a día sus aristas.
A su vez, los otros jóvenes escuderos mostráronse ora afables, ora malévolos hacia mi persona. Y con estupor y extrañeza, recordaba el tiempo en que deseé entablar amistad, cruzar unas palabras o siquiera tener simple oportunidad de compartir y roer huesos con una criatura de mi especie. Ya no experimentaba ningún deseo de hablar con ellos, ni solía prolongar una conversación más allá de lo preciso. Por contra, más amaba y añoraba, día a día, la antigua soledad, la reflexión y los sueños. Si alguna vez cambié palabras con algún muchacho, fue sólo a causa de temas guerreros, lances de armas o caballería. Por lo demás, prefería la plática silenciosa con mis propios pensamientos o consideraciones de cualquier tipo: mano a mano con mis descubrimientos y revelaciones. Y guardaba todos mis atisbos con gran discreción y singular prudencia.
Como antes señalé, mis hermanos eran siempre los últimos en recibir distinción o muestra afectuosa alguna (si es que alguien se la hubiera prodigado, cosa que yo no presencié jamás). Pero sus esfuerzos para lograrlo eran tan grandes, que incluso resultaba extraño no fueran, al menos una vez, acreedores a una palabra, si no de halago, cuando menos reveladora de que alguien se había apercibido de tan patéticos afanes. Contrariamente a esta indiferencia y aun ignorancia de sus vidas, tan pronto se precisaba de la fuerza, o el valor, o el sacrificio, eran puntualmente elegidos por el Barón. En muy peligrosos y arriesgados trances los vi, durante mi vida entre aquellas gentes. Y justo es reconocer que de tan ingratas encomiendas salieron siempre airosos, y que las llevaron a cabo aún más cumplidamente de lo que de ellos se esperaba. De forma que no mentiría si aseguro que, en ocasiones, llegaron a excederse en el celo y cumplimiento de las misiones encargadas. Apaleaban, mataban, o castigaban muy sanguinaria y fríamente, sin vacilación ni temor alguno, a cuantos a tal efecto designaba mi señor. En recompensa, retornaban a la oscuridad, el olvido y el humillante último lugar en la mesa de Mohl. Jamás, empero, oí una queja de sus labios. Cosa que me hubiera parecido asaz comprensible, e incluso disculpable. Por lo que no vacilo en considerar que, después de todo, pese al rigor y poca honorabilidad con que solían celebrar nuestros encuentros o tropezones por los pasillos solitarios, puede llegarse a la conclusión -e incluso disculpa- de que eran muy desdichados.
Entre las muchas comprobaciones que tuve ocasión de verificar en aquel tiempo, destaca la que me hizo apreciar la gran distancia habida entre un soldado auténtico y lo que hasta entonces tuve por tal. Durante aquel invierno en que tantas veces la reclusión se hacía forzosa, pese a las muchas amenidades que se esforzaba en acumular la dueña del castillo, la vida se tornaba a menudo pesada, sofocante y monótona.
A despecho del ejemplo de los jóvenes escuderos -que lo juzgaban cosa desdeñable e impropia de un caballero entablé entonces, si no amistad, cierta relación con los soldados de Mohl. Su vida y relatos me atraían más que cualquier otra distracción al alcance. Los dados fueron el mejor camino para llegar a un más profundo conocimiento entre ellos y yo. Y así, muchas noches, cuando mis nobles compañeros dormían abrigadamente en la sala de los ágapes, sobre la esterilla de junco, me alejé de allí con cautela. Y agitando los dados, fui a probar mi suerte con la guardia, y beber, en su compañía, algún que otro jarro de cerveza.
Supe por ellos de muchas andanzas en verdad pavorosas, tanto referentes a mis hermanos como al aparentemente imperturbable señor de nuestra vida. Así como del tenebroso carácter que se agazapaba tras la oscurísima sombra que ocultaba su mirada. En honor a la verdad, cuando le servía a la mesa -únicas ocasiones, hasta el momento, en que le tuve cerca-, más de una vez pude apreciar la rara negrura que cubría sus ojos, de forma que parecía jamás pudiera, no ya entrar en ellos, sino rozarlos siquiera la luz.
Según oí repetidas veces a la soldadesca, de entre los muchos y variados enemigos con que contaba Mohl, el peor y más peligroso era, sin duda alguna, el Conde Lazsko. Habitaba este Conde en un torreón grande y bien defendido -aunque, según oí también, dado lo soez de su naturaleza y escasez de su entendimiento, carente del más sucinto bienestar-. Poseía abundante tropa, extraída de la leva campesina, pero casi tan bien adiestrada y armada como la mesnada de Mohl. No obstante, el poder de Mohl era más sólido y vasto: poder que, en el caso presente, me parecía, a pesar de todo, un tanto exagerado. Comparábalo con el Conde, cuyas fuerzas, armas y aun astucias guerreras eran semejantes a la suya. Y llegué a la conclusión de que la supremacía de Mohl consistía en la muy superior naturaleza que le distinguía, no sólo de Lazsko, sino de los demás hombres que hasta el momento conocí. Aquella singular naturaleza, que le obligaba a dominar un carácter tan violento, o más aún, que el de sus enemigos. Que le impelía a cultivar y ejercitar su espíritu tanto como su cuerpo, tierras y gentes de armas. Tal circunstancia le llevaba a proteger a estudiosos frailes, o sabios, tanto como a las caravanas de mercaderes; y aun, para éstos, abrió libres pasos en sus dominios, en vez de agredirles y robarles, como era más común. Se interesaba por las rutas del Sol, la Luna y las Estrellas, por los textos latinos y la Matemática. Y con frecuencia adquiría objetos raros, más bellos que valiosos. Tenía a gala anteponer la justicia a sus sentimientos y así se le tenía por el más ecuánime noble señor conocido. En éstas y otras cosas residía, según llegué a decirme, su verdadera fuerza. Y aunque confusamente, empecé a comprender aquella forma de dominio, y día llegó en que tuve constancia de lo acertado de mis suposiciones. Por contra, ninguno entre sus vecinos -amigos o enemigos- hallóse más torpe sanguinario (a fuer de ignorante y obtuso) que el Conde Lazsko.
Entre los soldados con los que solía yo jugar, o beber, o charlar, había uno que, antes de entrar al servicio de Mohl, combatió en las filas del Conde. Según sus palabras, le conocía bien. Y describía a Lazsko con vivas tintas, asegurando que ignoraba incluso la lengua con que pretendía hacerse entender por sus semejantes. Según le oí, mejor se entendía a Lazsko cuando gruñía que cuando llegaba a formular alguna de las pocas palabras que conocía o que lograban abrirse paso entre sus voraces labios. Al parecer, Lazsko sonreía siempre con expresión tal que, en un principio, tomábase por bondadosa y aun angelical hasta que despertaba las sospechas de si tal sonrisa, en lugar de un afable natural, encubría la más enconada imbecilidad. Vivía retirado en su sombría fortaleza, más allá de las dunas, hacia el este. Corría el rumor y la creencia de que su origen provenía de los pueblos esteparios. Así lo hacían sospechar sus trenzados cabellos, quemados por el sol y el viento, su extraordinaria manera de galopar y casi vivir sobre el caballo -alguien afirmaba que dormía sobre él-, y la manifiesta crueldad de su naturaleza. Este origen -fuera o no cierto- le valía el despego de los demás señores y en especial el de Mohl (que odiaba ferozmente a aquella raza errante y a caballo). Pero Lazsko negaba con gran ira semejante procedencia y hacía grandes alardes de piedad, y aun devoción, hacia la religión cristiana, sus ritos y costumbres -o lo que él tenía por tales-. Sólo se le conocía un verdadero afecto: su ahijado. Según oí a los hombres de mi señor, este jovencito, casi un niño, era tan delirantemente amado por el Conde, que a fuerza de halagos y arrumacos habíale convertido en una suerte de alimaña, de ademanes dulces, tan caprichoso como una doncella y tan feroz como su tío. Pues, con evidente placer, le secundaba en cuantas tropelías imaginaba éste. Y aun, por su cuenta, llevaba a cabo las que le venía en gana.
Entre los muchos atropellos que llevaban ambos a cabo, uno de los más persistentes consistía en un contumaz y obsesivo deseo que les impelía a apoderarse de ciertas tierras pertenecientes al dominio de Mohl. Aunque, según pude atrapar por éste o aquel solapado comentario, tal vez no faltaba razón al supuesto estepario, pues corría el rumor de que, con anterioridad, Mohl se las había arrebatado a él. Por esta razón, las escaramuzas en ocasiones revistieron un carácter sangriento.
Debo señalar que el viento nunca estaba ausente en semejantes circunstancias y ocasiones. Por lo general la disputa comenzaba de esta manera: Lazsko enviaba un hombre, distinguido por su insensatez o su desdicha, con el encargo de propinar puntapiés a unas hileras de tinajas que, hincadas en tierra aquí y allá, marcaban someramente las fronteras que Mohl tenía a bien considerar propias. una vez derribados y aporreados tan arbitrarios lindes, comenzaba la larga cadena de rencillas y resentimientos donde crecía el odio. Mohl no toleraba tal ofensa, mientras Lazsko sustentaba convicciones asaz diferentes sobre el lugar o emplazamiento de tales límites. Trataba de desbaratarlos y a su manera recuperar aquel o este pedacito de tierra con que, si no resarcirse de lo que consideraba (y tal vez era) usurpado, darse, al menos, a sí mismo una pequeña satisfacción por la que brindar con sus gentes, en las frecuentes borracheras de su torreón. Mohl no le daba ocasión a gozar demasiado tiempo de tales delicias. El desdichado o insensato que dio de puntapiés a éste o aquel recipiente fronterizo, lo daba también a su propia cabeza. Las apostadas gentes que mantenía Mohl en constante vigilancia, brotaban de todas partes: de las dunas, de los árboles e incluso -parecía- del suelo. Como energúmenos -así debían parecerle, al menos, al osado o cándido pateador de lindes- se lanzaban tras él, hasta apresarlo y colgarlo del árbol más propicio. La visión de su cuerpo bamboleante excitaba los ánimos al otro lado y, a su vez, gentes de Lazsko caían sobre los chamizos o los villorrios esparcidos en tierras de Mohl. Incendiaban, mataban y robaban. Cometían todo cuanto desafuero pasaba por sus mentes, o se ofrecía sin dificultades mayores a su rencor y rapiña. Iniciábase entonces entre ambos bandos una lucha dispersa y entrecortada, pero sañuda. Mas según dijo aquel soldado, la verdadera razón, el sueño dorado que propagaba Lazsko durante sus enconadas borracheras -únicas ocasiones en que, al parecer, lograba hacerse con un puñado de palabras, más o menos razonablemente dispuestas- era llegar a enfrentarse algún día en duelo cuerpo a cuerpo con el propio Barón. Éste, empero, hasta el presente jamás le dio ocasión para desahogar anhelos tan largamente acariciados. Dirimía Mohl estas cuestiones, enviando a mis hermanos frente a un puñado de gente armada. Y en verdad que éstos eran quienes más rápida y eficazmente solucionaban tales incidencias y los que más pronto regresaban, ondeando una ensangrentada y escuálida paz, que, dadas las circunstancias, conseguían lo más duradera posible.
Mezcladas a estas cosas, fui percibiendo en las charlas de aquellos hombres una suerte de entendimiento, hecho de alusiones y sobreentendidos, con que aludían frecuentemente a alguna cosa, suceso o persona para mí ininteligible. Y que, no obstante, flotaba en el aire todo de aquel castillo. Según pude ir entendiendo, su causa era del dominio de todos aunque permanecía silenciada. Una oscura burla, al tiempo temerosa y osada, serpenteaba a través de estas charlas y alusiones. Y yo percibía su naturaleza, tan evidente y tan enigmática a un tiempo. A la par que una confusa y nada razonada inquietud, sentía invencible necesidad de conocer lo que se me ocultaba tras la sutil niebla que envolvía sus comentarios. De mi señor se trataba, sin duda alguna, pero se me hacía muy extraño y contradictorio descubrir un aleteo de burla -por temerosa y aun siniestra que la presintiera- tocante a un hombre como él. Pues a fuer de temido y respetado por su valor y temple era a todas luces admirado por aquellos hombres. Tal misterio me instaba a menudear las visitas a la guardia, las partidas de dados y las libaciones en su compañía. Aunque cada día me atraían menos los juegos de azar y la cerveza agria y áspera que ellos ingerían no ofrecía particular encanto a mi paladar.
Un día de frío muy intenso y cielo tan oscuro que siendo aún la primera tarde, parecía de noche, mi señor salió a caballo sin compañía alguna. Comenté con los soldados la extrañeza que estas solitarias salidas me causaban, pues había notado que solían producirse en días semejantes. Tuve ocasión entonces de escuchar un curioso comentario, seguido de una sonrisa que, más que tal, semejaba un relámpago de terror:
– Va en busca de carne fresca… ¿no hueles el viento?
Quedé muy impresionado ante aquellas palabras y me dije, estremecido, que tal vez más de un ogro habitaba entre aquellas paredes.
Al amanecer del día siguiente el viento pareció detenerse, como acechante. Un gran silencio se adueñó de cada rincón y de cada hombre. Desperté junto a mis compañeros, sobresaltado por el clamor que venía de lo alto. Por sobre la muralla, desde la torre vigía, llegaba el ulular del cuerno que avisaba el avance de gentes armadas y probablemente enemigas, en la brumosa lejanía de la pradera.
Apenas se había extinguido la llamada de alerta, sentí que una invisible espada me rasgaba de la cabeza a los pies, partiéndome en dos mitades. Y a mis pies se recortó una dura sombra, muy negra, junto a la lívida blancura del amanecer. Sin saber cómo -o sin poderlo recordar ahora- me hallé fuera de la sala donde dormían los jóvenes escuderos, y en el centro del patio de armas. Oía las voces y las pisadas de los soldados que corrían a sus puestos; las campanas de las villas, que llamaban a las gentes; el crujir de las ruedas de los carros, y los gritos de los campesinos, que acudían a refugiarse tras las murallas del castillo. Todo esto, empero, se deslizaba sobre mí como una lluvia leve, carente de importancia. Empuñaba la espada, así el escudo con fuerza y busqué, ansioso, una conocida silueta.
Al fin lo vi, erguido sobre la nieve, muy alto y casi negro entre sus pieles. Corrí hacia él, y cometí la más grave osadía de mi vida pues, como en sueños, me oí decir:
– ¡Déjame combatir a tu lado, señor…!
No tenía conciencia de cómo ni por qué me hallaba ante él, con la espada y el escudo tan fuertemente asidos, temblando de ira, una ira que no lograba encauzar, ni tan sólo reconocer. Sabía que mi actitud podía acarrearme la expulsión del castillo, o aún algo peor. Pues mi mente no se mostraba confusa, en ese sentido. Sin embargo, allí permanecía, firme y aun agresivo, mirando el rostro de quien jamás había vuelto hacia mí sus ojos. La barba castaña y corta, las mandíbulas agudas de mi señor parecían talladas en algún mineral muy antiguo y súbitamente reconocido por mí. Entre sus párpados erraba la opaca sombra que tantas veces me inquietara: allí donde, en lugar de mirada, parecía abrirse una sima sin fondo.
– Vete -respondió, sin ira ni paciencia. Su voz formaba parte de aquel remoto y reconocido mineral de que estaba hecho.
Pero insistí, presa de una fría exasperación:
– ¡Déjame combatir a tu lado!
No sé cuánto tiempo estuve así, aguardando que ocurriera algo. Sólo recuerdo una distancia inmensa, cubierta por la nieve, en cuyo confín se alzaba la estatua viva del Barón Mohl.
Al fin le oí:
– Los escuderos que no han sido armados caballeros, no pueden combatir. No obstante, monta tu caballo y sígueme: nadie sino tú portará mis armas y mi escudo.
Sólo cuando salté sobre Krim-Caballo y avancé a su lado, hacia la muralla, advertí la gran temeridad que acababa de realizar, y sentí sobre mí el odio de innumerables ojos: los escuderos habituales de Mohl, me harían pagar cara tal acción. Sentía cómo el odio extendía su sombra sobre la nieve, lenta y mansamente, tal y como invade la luz del día el firmamento nocturno y borra de él toda estrella. Así, cubrió y arrebató cuanto alcanzaban mis ojos. Mezclóse en mi ánimo una tersa e inmensa soledad y una distancia sin posible fin crecía en torno al Barón y mi persona. Hasta que tan gran asombro y lucidez fue hollado (en verdad pisoteado) por el galope de los caballos que montaban mis hermanos.
El mayor se acercó a mi señor, con las primeras noticias:
– El Conde Lazsko envía dos emisarios, en son de paz. Él aguarda con gente armada en la pradera, mas no tiene ánimo de lucha. Sólo reclama, y repite sin cesar, un nombre.
Clavó luego sus ojos en mí, con tal aborrecimiento, que sentí mi cuerpo y espíritu desplomarse de un golpe.
De nuevo un terror nacido de mis propios huesos (o así me lo parecía) me obligó a apretar las mandíbulas hasta el dolor, para no sentir el convulso entrechocar de mis dientes. Y hundí las rodillas en los flancos de mi montura. Con gran esfuerzo, mantuve aún el cuerpo erguido, pero como si éste no fuera mío. Y así pude contemplarme caído en una zanja, derrotado por una oscura voluntad más alta y más feroz.
Aquel día comenzó mi verdadera historia. Muchas veces, después, intenté reconstruir el frío de la mañana, la luz de la nieve, la silueta de las almenas en el silencio de un espacio blanco, sin viento ni confines. Pero nada más consigo retener en mi memoria.
No hubo combate alguno. Tal como dijo mi hermano, el Conde Lazsko reclamaba -en verdad mendigaba- únicamente un nombre. Un nombre que nadie conocía (o nadie quería reconocer). Desde la pradera, lanzaba Lazsko su grito, tan terco como inútil: jinete espectral, cargaba su furia desolada contra las murallas del castillo de Mohl; y el eco lo devolvía, convertido en huella, misterioso guerrero a cuyo desafío nadie respondía.
Aun mucho tiempo después de que Mohl, a través de mis hermanos, le diese su palabra de que nadie en sus tierras conocía a aquél a quien con tanto ahínco suplicaba, Lazsko permaneció allí clavado en la ventisca que, a poco, sacudió el cielo y la tierra. Patético y temible a la vez, Lazsko aguardaba la sombra de unas pisadas, de una voz acaso, en el huracanado invierno de la planicie.
Así perdió la única ocasión que, hasta el momento, se le ofreciera de realizar su viejo y acariciado sueño: combatir en duelo, cuerpo a cuerpo, con su aborrecido y admirado Mohl. Pero este sueño, parecía ser ya de todo punto indiferente, o ajeno, a él. Y aún se oyó largo rato, sobre el río helado por donde desfilaban los soldados, de regreso a las dunas, su voz desgarrada, que mezclaba al viento un nombre, tan hambriento y pavoroso como el aullido mismo de los lobos.
No recuerdo más porque, a poco, me caí del caballo. Y me sumí en una especie de fiebre, rodeada de tinieblas, donde sólo se oía el inconfundible galope de tres jinetes, que muy bien conocía: acercándose y alejándose, sin cesar, en mi delirio.
Al fin, con un júbilo bestial (al que gozosamente respondí), entró en mi noche la ogresa y me arrastró, una vez más, al sangriento -aunque ya muy deseado- torrente de sus dominios.