En el castillo del Barón Mohl, hallé de nuevo a mis hermanos mayores. Tiempo hacía ya que fueron armados caballeros. Como tales, permanecían al servicio del Barón y formaban parte de su pequeña corte.
Me recibieron con despego y aun diría que franco disgusto. Jamás me habían amado lo más mínimo y recordaba los insultos, puntapiés y desprecio que me prodigaron en casa de mi padre. Desde muy niño les oí designarme como fruto repugnante de seniles concupiscencias, retoño de malsana longevidad y cosas del mismo o parecido tenor. Los encontré tal como los recordaba: inseparables entre sí, hoscos hacia el resto del mundo. Valientes hasta la crueldad, temerarios hasta la insensatez.
Eran altos y fuertes, pero no gallardos. Temidos, pero no respetados. Se apreciaba su fuerza y su valor, pero no eran estimados, y mucho menos amados. De forma que siendo en osadía y coraje lo más florido de las huestes del Barón, eran los menos distinguidos por él. Y de otro lado a ellos era a quien más entrega y sacrificios exigía. Notoria es, sin duda alguna, la falta de equidad con que eran tratados. Pero apenas bastaba una mirada sobre sus personas para que estas cosas pareciesen de todo punto merecidas y aun justificadas. No obstante, ellos tenían de sí mismos muy distinta opinión y tales injusticias enconaban aún más su carácter y más ensombrecían, si cabe, sus espíritus. Se esforzaban en todo momento por dar prueba de su fiereza y gran valor. En encuentros y juegos guerreros -a los que era muy aficionado el Barón Mohl- sobresalían con gran distancia de los demás. Pero jamás consiguieron un puesto de honor en la mesa de su señor (ni en parte alguna). De otro lado, ningún caballero o dignatario del castillo era más aborrecido por vasallos, pajes y sirvientes y, en suma, por todo componente de aquel vasto y poderoso dominio.
Huelga decir que se apresuraron a vengar sus rencores y descargar su amargura sobre mi agreste y recién llegada persona. Y he de señalar que, en el lujo y ornato desplegado en aquel castillo, mi aspecto vino a aumentar su humillación. Llenábales de vergüenza admitir que, bien a su pesar, al fin y al cabo yo era su hermano. Y ocurrió que mis innumerables torpezas recaían sobre ellos y mi zafia y salvaje persona los cubría de oprobio ante unas gentes tan alejadas del ambiente donde había crecido yo.
No hubo de pasar mucho tiempo, desde mi llegada, para que saltara a mis ojos la inmensa diferencia que había entre el castillo, modales y costumbres de un gran señor y el ambiente, costumbres, casa y persona de mi padre. Otros más lerdos que yo hubieran apreciado sin la más mínima dificultad semejantes distancias y tal vez sufrido, como sufrí yo, el aturdimiento y confusión que semejantes cosas me produjeron.
Inmediatamente hizo notar el Barón -aunque en aquel tiempo no me dirigía la palabra directamente- la extrañeza y disgusto que le causaba el que mi padre me hubiera enviado tan tarde y en tan agreste estado a su servicio. Lo que le inducía a pensar cuánto había descuidado mi educación. Por un momento temí que me devolviera a mi padre. Tal vez pensó hacerlo, pero acaso porque apreciara la robustez de mi cuerpo, o porque descubriera en mi persona cualquier cosa de su agrado, el caso es que no lo hizo y me admitió en su grey. Antes empero me envió a lo que podría llamarse el más elemental pulimento de mis modales y aspecto. Con lo que me sentí en verdad muy mortificado, ya que fui objeto de burlas y chanzas por parte de los otros jóvenes escuderos que allí labraban méritos para -tal y como yo mismo aspiraba- ser en su día armados caballeros.
Lo cierto es que hube de comenzar mi vida en aquel lugar junto a muchachos mucho menores que yo -algunos de ellos, apenas rebasaban los ocho años-, y por el más somero y humillante principio. Así, en los primeros tiempos, se me entregó prácticamente en manos de las damas del castillo. Damas entre las que, como resulta presumible, dominaba y descollaba la propia Baronesa Mohl.
Ella fue quien tomó con verdadero interés mi persona, ella quien se ocupó y preocupó, en suma, de acelerar el vejatorio e inusitado aprendizaje que comúnmente sólo destinaban a los más tiernos principiantes y que se suponía yo debía desde hacía tiempo poseer. Suposición absolutamente errónea, pues milagro era ya -entonces tuve conciencia de ello- haber llegado allí con vida, o al menos con todos los huesos y miembros en su debido lugar.
Apenas pisé el recinto del castillo, pude apreciar la diferencia que existía entre la verdadera vida de un noble señor y la que yo arrastrara hasta entonces. Como principio señalaré que aquello que mi propio padre tenía por fortaleza -y aun castillo- no pasaba de ser una destartalada y sucia granja, medianamente protegida por toscas empalizadas donde escaseaba la piedra y sobraba la madera podrida. Y aquel tosco y sombrío torreón que tan orgullosamente se erguía por sobre las antiguas habitaciones de mis abuelos, así como su mezquino recinto y tierra toda, no alcanzaba ni en proporciones, ni en solemnidad, a la más humilde dependencia del castillo de Mohl. Y ni que decir tiene, cuanto había fuera y dentro de él no tenía punto de comparación con todo lo que hasta aquel momento yo había conocido.
Largas y sólidas murallas de piedra, rodeadas de un foso, daban acceso al recinto interior del castillo, al que se entraba a través de una gran puerta de hierro, con puente levadizo, flanqueada por dos estrechas y altas torres. Allí se alojaban los soldados de Mohl, y estos soldados vestían con decencia, ostentaban los colores de su señor y aparecían bien armados y nutridos. En nada recordaban a los desechos humanos, cosidos a cicatrices (y algunos hasta mutilados) que a fuerza de adular y llenar su cabeza con lances, hazañas y glorias fantasmales, subsistían en torno a mi padre.
Tras aquella imponente fortaleza exterior, se alzaba otra empalizada de madera, pero sólida y bien aguzada. El recinto interior (que tenía cuatro grandes torres y otras muchas dependencias) albergaba una granja tres veces mayor que la nuestra, con establos y cuadras repletas de reses y hermosos caballos. Vivían allí dos herreros, tres alfareros, varios carpinteros, albañiles y toda clase de gentes afanadas en las mil tareas que la vida de tal señor exigía. Adosadas a la muralla exterior, junto al foso y en la pendiente que descendía desde su altozano hasta el Gran Río, apiñábanse multitud de cabañas donde vivían los siervos y otra mucha gente que trabajaba para él.
No lejos divisábanse los burgos y las villas nacidas a cobijo del castillo que les defendía. Y todos se afanaban sin reposo en servir a tan grande e imponente dueño de sus vidas y haciendas.
En verdad, Mohl era un hombre importante y puedo asegurar que jamás había visto otro parecido a él. Compartían su vida en el castillo muchos caballeros y escuderos de reconocida nobleza, pero ninguno podía compararse a Mohl, en gallardía, imponente figura, regios ademanes y autoridad singular. Amén de la riqueza y poderío que le hacían tan temido como respetado. Ni tan sólo el Gran Rey (caso de haberse personado en tan lejano punto de sus dominios y acordado alguna vez de nuestras vidas) hubiera empalidecido semejante prestigio.
La torre donde habitaban el Barón, su familia y la pequeña corte que le rodeaba, era la más grande y lujosa o así me lo pareció a mí que pudiera imaginarse. Y en ella se desarrolló mi vida desde entonces.
En un principio realicé las funciones de paje de las damas. La Baronesa era una mujer alta y hermosísima, de cabello tan suave, brillante y dorado que parecía metal bruñido. Hacía peinar por sus doncellas, con gran ostentación, sus largas trenzas, artísticamente entrelazadas en cordones de diverso color (aunque solía preferir el blanco). Su tez era tan pálida que a menudo parecía transparentar sus huesos. Y tenía cejas altas y muy bien curvadas, lo que daba una expresión de continuo asombro, o extrañeza un poco burlona a sus ojos de color de miel (un tanto fijos y como atónitos). pocas mujeres había tenido yo ocasión de conocer. Mi madre fue la única dama, propiamente dicha, que alcanzaron mis ojos hasta aquel momento. Y al recordar y comparar su cuerpo breve y nervudo, sus indiscretos ojos negros -bastante impíos-, su boca fruncida y su naturaleza áspera y lenguaraz, tuve para mí que la aseveración oída tanto a campesinos como a caballeros, de que todas las mujeres son iguales, debió cocerse en molleras muy hueras. No obstante y sin mengua de tanta mesura y elegante porte, el primer "Dios te guarde" con que me acogió la Baronesa fue la orden de que me zambullera en una cuba llena de agua y refregara mi cuerpo y rostro "hasta darle -según dijo- oportunidad de conocer el color de mi verdadera piel". Con gran empeño en complacerla, aunque un tanto asombrado, cumplí este cometido. Luego, me entregaron un jubón con los colores del Barón Mohl. Y éste, aunque resultó algo molesto -ceñía de tal modo bajo los brazos y en el cuello, que no permitía expansión suficiente a mi habitual holgura de movimientos-, me envaneció, sin saber con exactitud por qué razón. Luego, la Baronesa ordenó a sus doncellas que desenmarañasen mi cabello, lo cual resultó operación en verdad tan dolorosa para mí como para ellas. Desanimada al fin ante lo arduo -y hasta peligroso- de semejante capricho, hizo llamar al barbero, para que lo cortara según sus indicaciones. Lo que me apenó, pues estaba ya acostumbrado a los mechones que caían aquí y allá y que, dada mi hosca naturaleza, servían para ocultar el rostro según la ocasión conviniera. Esta tarea fue en verdad ingrata y para mí muy vejatoria ya que constituyó una regocijada diversión para la Baronesa, sus doncellas y damas. Sobre todo me molestó porque entre ellas se hallaban dos jóvenes sobrinas aproximadamente de mi edad y pude oír cómo cuchicheaban con gran aspaviento, que yo olía a cabra, jabalí y leña ahumada. Cosa que me irritó tanto como sumió en gran estupor, pues jamás pensé que tales olores pudieran chocar, ni aún menos ofender a nadie, ya que a mí no me resultaban en absoluto desagradables. A la par, me causó extrañeza que tan finos olfatos no hubieran percibido también otros muchos de los variados aromas que expelía mi persona, tales como el sebo con que me frotaba los brazos y piernas -Krim-Guerrero decía que esto los reforzaba-, o el del queso algo rancio que llenaba mis bolsillos.
Poco a poco, aprendía a salir de tamaños -y otros aún mayores- errores y aberraciones. La Baronesa me enseñó a pulsar el arpa, cosa en la que, confieso, no llegué a descollar, ni aun aprender medianamente. Y aunque muchos fueron sus esfuerzos por enseñarme a cantar, sólo llegué a emitir ciertos sonidos que, según la misma Baronesa apreció, poseían escasa semejanza con los comúnmente producidos por garganta humana. No debo insistir en el hecho de que estas cosas me parecieron tan fútiles -si es que no necias-, que durante aquellos primeros tiempos de mi vida en el castillo fue creciendo mi amargura y despecho hasta tal punto que pensé más me valía ensillar a Krim-Caballo y partir por esos mundos en busca de otro noble señor que, sin exigir a sus escuderos tanto remilgo y hueros aprendizajes, me preparase como yo esperaba. Esto es: a portarme como guerrero valiente y caballero digno. Sólo el pensamiento (y certeza) de que con tal huida daría una gran satisfacción a mis hermanos, detuvo mis impulsos.
Día a día fui, si no amoldándome, al menos resignándome a tan peregrinas enseñanzas. Y así puse empeño en avanzar cuanto pudiese en amaestramientos tan insulsos. Pues me decía, debía tomar estas cosas como quien se enfrenta a una complicada aunque estúpida y menuda pero necesaria batalla. Sólo tras su victoria alcanzaría un puesto en el grande y verdadero combate.
De este modo, me enseñaron y aprendí a moderar mis expresiones, voz y ademanes. A comer con dignidad y elegancia: tomando las porciones de comida con el índice y el pulgar de la mano derecha -y no a puñados, como solía-, sin verter salsa o grasa en mi traje, ni dejar churretes esparcidos aquí y allá. Procuré, según me aconsejaban, no dar rienda suelta a explosiones intempestivas de disgusto -tampoco de risa eran aconsejables, pero en mi caso no era necesario reprimirla, puesto que no me reía nunca-. Escuché canciones, lecturas poéticas y pasajes de la Biblia sin roncar, y me instruí, día a día, en otras menudencias que me hicieron reflexionar sobre lo contradictorio y en verdad misterioso de esta vida. Pues, a juzgar por lo que veía hacer a la mayoría de caballeros y escuderos, estas cosas (que sin duda les habían inculcado y probablemente llegaron a aprender a tierna edad) en su habitual comportamiento brillaban por su ausencia.
No resultaba de todos modos tan muelle o vana la totalidad de mi jornada. Entre mis muchas obligaciones junto a la Baronesa, las había bastante más pesadas. A menudo me encargaba cuidar su caballo o su jauría y acompañarla en pequeñas cacerías. He de admitir que, pese a la fragilidad de su apariencia, era mujer muy dura y hasta cruel, pues alguna vez se ensañó con su presa, o así me lo pareció. Y éstas fueron las únicas ocasiones en que la vi sonreír. Con ello, tuve oportunidad de sorprenderme ante la largura y delgadez de sus blanquísimos dientes.
Por lo demás, se mostraba muy delicada. No tejía lana, ni hilaba, como mi madre: sólo bordaba, o se ocupaba de labores harto complicadas. Y huelga añadir que jamás vi entre sus manos la vaina de una legumbre. Pero no tardé en sospechar que mi señora no amaba las tareas exquisitas y, por el contrario, prefería galopar en su caballo y cazar. Sentía verdadero placer y entusiasmo al presenciar los encuentros de caballeros y los ejercicios o juegos guerreros que, con mucha frecuencia, se celebraban en el castillo.
Esta primera época en dominios de Mohl fue la única en que mis hermanos me dejaron relativamente tranquilo. E incluso llegué a imaginar que me habían olvidado (cosa, para mi mal, del todo falsa).
Al fin, más pronto de lo que suponía, la Baronesa consideró que ya había alcanzado suficientes conocimientos a su lado, y pasé al aprendizaje propio de un joven escudero, entre muchachos de mi misma edad. Pero no por ello dejó de llamarme a menudo. Y disponía de mis servicios con más frecuencia de la que yo hubiera deseado.
La primavera se mostraba espléndida y en sazón. En las grandes praderas, junto al río, la hierba se mecía, alta y verde. Y los juncos de las riberas brillaban, como delgados ejércitos de lanzas, entre los arces y los abedules. Una selva espesa y negra se extendía hacia el norte, atravesada por gritos misteriosos y sensuales de pájaros, u otras desconocidas criaturas, según oí decir. Hacia la estepa, tras las dunas, el mundo parecía infinito y a menudo lo observaba yo con inquietud y deseo mezclados. Amaba tanto las planicies como los árboles y la caza. Y si torpe fue mi educación en cuanto a maneras cortesanas y señoriales, no así mi vida solitaria en los bosquecillos y praderas que rodeaban el pequeño dominio paterno. De suerte que muy pronto me destaqué entre los escuderos por la fuerza y habilidad de mi brazo, tanto en el manejo de las armas como en cualquier otra empresa de habilidad y destreza. Y puedo asegurar que entre todos los jóvenes nobles que conmigo llevaban a cabo su aprendizaje de futuros caballeros, fui el mejor jinete y el mejor cazador. En estas cosas logró al fin explayarse y desarrollarse mi naturaleza, e incluso gozar en ello, de suerte que mi existencia en el castillo empezó a tornarse no sólo soportable, sino, en ocasiones, henchida de alicientes y hasta hermosa.
Hube de aprender aún muchas cosas que ignoraba y perfeccionar otras ya conocidas. Me enseñaron a cabalgar con mejor estilo y eficacia, a defenderme y parar los golpes tan sólo con mi escudo, sin usar la espada, destinada únicamente a abrir o traspasar la carne. Hube también de pasar por las lecciones del capellán y con gran asombro mío, aprendí fácilmente a leer. Asombro que fue compartido por todos -nadie, supongo, imaginaba que yo pudiera conseguir semejante cosa- pues, incluso, llamó la atención del Barón.
De esta forma pasaron la primavera y el verano. Y cuando entró el otoño, a menudo me hicieron leer en voz alta durante las veladas nocturnas. Y esto no sólo no me molestó, sino que incluso llegó a agradarme de forma insospechada. Pero el propio capellán me dijo que un noble guerrero no precisa en demasía saber leer, y así lo comprendí. De forma que una vez aprendí algo de Matemáticas, geografía, y unas cuantas oraciones en latín, este aspecto de mi educación no alcanzó mayores vuelos.
Por contra, mis sentimientos de cazador y jinete se agudizaron. Aprendí a diferenciar las distintas señales y llamadas de los cuernos de caza, a manejar debidamente la jabalina -las gentes del barón cazaban sin escrúpulo alguno el jabalí- y apoyar su extremo en el suelo, de forma que pudiera resistir el peso de la bestia. Afiné aún más la puntería, me instruí en el amaestramiento de los halcones de Mohl -su halconería era famosa, y en verdad la más nutrida y valiosa que pueda imaginarse-. Jamás volví a matar un corzo menor de ocho años, ni hostigar (y menos aún dar muerte) a cualquier animal en época de celo. Entre otras muchas cosas, en fin, llegué a gobernar y aun dominar la jauría, y a cuidar mi caballo como era debido, si éste caía enfermo, o herido: pues entendí que la vida de todo caballero depende grandemente de su montura.
Erguido como un huso sobre la silla, durante largas galopadas salvé zanjas, filas de empalizadas e incluso muros. Empuñé una espada desgastada por el uso, de punta cien mil veces afilada, con la que endurecía la fuerza de mi brazo ya que, sonada la hora del verdadero combate, blandiría una mucho más pesada en torno a mi cuerpo. Supe manejar la maza, el hacha y la bola con bastante brío y tino. Y, sobre todo esto, me adiestré con especial cuidado en el manejo de la lanza. Usé siempre aquella que mi padre encargó para mí, con mango de fresno y afilada punta. Llegué a portarla debidamente en mi diestra y apuntalarla sobre la cabeza de mi caballo, de forma que el escudo pudiera protegernos a ambos en el momento de la carga. Este ejercicio constituía un complejo y minucioso arte, nada fácil. Pues mucho ejercicio precisé hasta llegarla a balancear con el tino preciso y, en el último instante, arrojarla con la debida fuerza. Para este ejercicio -que entre todos prefería y en el que con gran ventaja sobresalí entre mis compañeros- había dos clases de entrenamientos: el uno consistía en lanzarse a caballo sobre una tinaja, hincada en tierra y provista de movibles brazos. uno de los cuales portaba una bola encadenada. Si se erraba el blanco, el brazo armado giraba en redondo, con riesgo de golpear al jinete y aun de abrirle la cabeza, como más de una vez ocurrió. El segundo adiestramiento consistía en el ejercicio llamado del anillo: un aro pendía de una cuerda y tras embestirlo a caballo, debía quedar ensartado en la punta de la lanza. Este difícil adiestramiento solía contemplarlo con particular (y aun diría que exaltado) interés, mi señor el Barón Mohl.
De este modo, aunque aún no nos estaba permitido participar activamente en los duelos y juegos guerreros, podíamos tomar parte en ellos como escuderos de ambos contrincantes, y adiestrarnos así en sus mil agudezas y sagacidades.
Continué descollando de tal guisa en todas estas cosas, que muy pronto desperté la admiración de algunos y la envidia de los más. De suerte que conocí también el sentimiento del orgullo y la supremacía de la fuerza. Se afinó mi instinto de defensa y alerta y, en fin, de todos mis sentidos. Pues no en vano percibía a mi alrededor el aleteo de una vaga, pero indudable amenaza. Aunque no sabía propiamente su motivo, ni de dónde partía (ni puse mucho empeño en averiguarlo).
Jamás volví a designar groseramente un apareamiento de perros y distinguí con propiedad jaurías, rebaños y bandadas, sin nombrar a todos los grupos animales, como tan burdamente solía, de una forma: montones (dado las burlas e insultos que en principio tan primitivo lenguaje me valieron).
En estos afanes pasó el tiempo y llegó el invierno. Grandes nevadas rodearon el castillo. Parecían aislarlo del mundo. En la forzada reclusión, aprendí a jugar al ajedrez y a los dados. Y también, por vez primera, a servir a mi señor.
Había tres aspectos a elegir en este aprendizaje: atender a su mesa, su cuadra o la propia alcoba y persona del Barón (en cuyo caso, debíase poner bajo las órdenes del Caballero Ortwin, su Ayudante Personal, señor que desde muy antiguo ostentaba tan honroso, al parecer, cometido). En verdad, el mismo Mohl resolvía generalmente estas dudas. Con voz que no admitía apelación, ordenaba quiénes debían desempeñar con mayor o menor asiduidad tales menesteres. Pronto entendí que me había destinado, con preferencia -y así fue durante mucho tiempo-, al servicio de su mesa. Con lo que tuve que adiestrarme concienzudamente en el arte de cortar el pan como él tenía mandado y mucho le placía contemplar: las rebanadas debían deslizarse con suavidad por el filo del cuchillo y saltar sobre la punta hasta su mano. Debo señalar que era diestro en recogerlas en el aire. Aprendí a servir el vino sin derramar una sola gota y a seccionar las diferentes clases de carnes y aves que comía -cabritos, patos, ocas, gallinas y pollos; ciervos, e incluso, jabalí-. Cada una cortada y dispuesta de distinta forma en los platos, según convenía a su clase y calidad. Fueron éstas unas obligaciones en modo alguno fáciles. Y mucho me extrañó que otros muchachos, más hábiles que yo en semejantes menesteres, no fueran preferidos por mi señor en tan engorrosas tareas. Durante estas comidas, debía concentrar todos mis sentidos en las manos o en los menores gestos del Barón. De pie junto a su silla, con un lienzo al brazo -que le ofrecía cuando deseaba enjugarse los dedos-, puedo jurar que me sentía muy desplazado e inquieto. Más de una torpeza cometí; pero en vano esperé que, por ello, me relevaran de aquel puesto.
La estancia más importante del castillo de Mohl la constituía, sin duda alguna, la sala destinada a las comidas y cenas. Era amplia, pero con ventanas tan pequeñas y estrechas, que, dado la cantidad de gente allí congregada -amén del gran fuego que siempre ardía dentro-, a menudo el aire se hacía irrespirable; y a ello contribuía no poco el humo y el olor de los asados, que solían llegar desde la cocina. A la derecha de la mesa de Mohl, tras un biombo, guardábase el pan, el vino y varias clases de viandas. El suelo aparecía cubierto con esterilla de finos juncos y así los residuos de comida y los orines, o los excrementos de los perros -Mohl no se separaba nunca de su jauría, que jadeaba amorosamente a su espalda-, quedaban muy bien enjugados y aun disimulados. La mesa de Mohl se armaba como las otras, sobre caballetes, pero alzada en una plataforma, de modo que quedase por encima de las cabezas de todos sus comensales. Esto prestaba a su figura un aire aún más poderoso. E inspiraba toda su persona gran suntuosidad y respeto.
Durante las comidas, Mohl solía conversar abundantemente, pero sin que diera la impresión de acaparar excesivamente la atención, o de abusar de su autoridad (como, en rigor, hacía). Procuraba invitar a casi todos a participar en sus pláticas, demandando respuestas y aun provocando sutilmente opiniones diversas a la suya. En estas comidas (en verdad muy largas) la conversación se desarrollaba libre y extensamente. Y mi señor ponía cuidado en que su voz no sufriese alteraciones demasiado vivas. Llevaba pocas joyas: sólo una gruesa cadena de oro al cuello y en su índice algún anillo con los signos de la Caballería, o su propio escudo. Generalmente, el tono de su voz componía una rara mezcla de altivez y dulzura, pese a la energía que serpenteaba en ella. Pero había algo muy chocante en mi señor. De improviso se aunaban a estas virtudes otras particularidades de más notoria agresividad (e incluso brutal tinte), muy sorprendentes en caballero tan lleno de mesura. Así, en ocasiones, brusca y en verdad bronca -hasta me atrevería a decir que grosera- saltaba su risa. Una risa tan infrecuente como estremecedora, que tenía el don de alejar en quienes la escuchaban toda sospecha o ánimo de regocijo. Según pude apreciar, esta explosión de sentimiento, tan poco acorde con su natural compostura, tenía la virtud de esparcir en sus oyentes un silencio muy ostensible y cuajado de temor. Como si aquella risa fuera preludio o augurio de muy poco estimulantes consecuencias. Después de oírla, costaba un verdadero esfuerzo romper el silencio y proseguir cualquier tema. La otra particularidad (también inesperada, pues ningún incidente o comentario anterior daba lugar a suponerlo), era la importuna inclusión de relatos o recuerdos guerreros narrados con tal minucia y delectación en sus más cruentos pormenores (la forma detallada, por ejemplo, de cómo llevó a cabo la muerte de un rival derrotado, o el tormento elegido para un castigo ejemplar) que oírle erizaba el pelo. En estas ocasiones, tras su máscara prudente y bien compuesta, creí percibir estallando de ahogo, una naturaleza cruel y casi tan salvaje como la mía. Pese a que, oyéndole, un largo escalofrío recorría mi espalda -y he de admitir que esto ocurría muy raramente-, me sentí fuertemente atraído por aquel aspecto tan inusitado en la naturaleza de mi señor. Mucho más atraído por esto que por las cualidades de equidad, señorío y buenos modales que, por otra parte, le daban justa fama. (Más tarde tuve constatación de este amordazado aspecto de su ser. Y llegué a comprender que se trataba del más pujante o acaso verdadero de su persona).
En el curso de tales comidas y conversaciones, muchas cosas aprendí, entreví, y aun confusamente adiviné. Y llegué -como todos- a acostumbrarme al lenguaje de mi señor, que pasaba con facilidad y ligereza envidiable (o al menos sorprendente) del tema delicado, incluso poético, al más feroz de los delirios guerreros.
De otra parte, mi señor era tan refinado que jamás le vi sonarse, ni pegar a sus sirvientes, ni orinar en el suelo, ni llorar ruidosamente -aun tras las muchas libaciones-. No se embriagaba nunca de forma tan indecorosa que rozara la dignidad y aplomo de su continente y cuando arrojaba los huesos sobrantes de su plato, lo hacía siempre en dirección a su jauría (que amaba muy sinceramente) y cuyos componentes permanecían alerta, sentados sobre las patas traseras. En suma, y sin desdoro de la verdad, aseguro que mi señor no se parecía a ningún hombre, noble o villano, de cuantos conocí.
Cuando las cenas terminaban, los escuderos y pajes recogíamos las mesas, tableros y caballetes. Una vez arrimados a los muros, nos tendíamos en el suelo para dormir, a ser posible cerca del fuego. Allí me sentía muy abrigado y confortable. Lejos quedaban ya las duras noches junto a caminantes y mendigos, bajo la escalera del mugriento torreón de mi padre. De las paredes pendían escudos, lanzas y trofeos de caza o guerra.
Cascos, espadas y armas de todo tipo, encendían mi admiración y codicia. Cuando todos dormían, a menudo permanecía mucho rato con los ojos abiertos contemplando el fulgor de las llamas en el bruñido metal o escuchando rugir al viento en torno a la torre. Era la única hora de mi jornada -en verdad sin resquicio para holganzas- en que una tenue melancolía me llegaba: como en aquella ocasión, tras la vendimia, y en brazos de la mujer del herrero.
Así, en la forzada reclusión y promiscuidad a que nos obligaba el invierno, empecé a intuir (y constatar) algunos aspectos antes inadvertidos del verdadero carácter y naturaleza del Barón Mohl. Y también de mi señora, la Baronesa. De suerte que muchos rumores y murmuraciones llegaron a mis oídos. Y muchas cosas descubrieron por primera vez mis ojos (y mis sentidos).