III. El lagar

Llegó la fiesta de la vendimia y yo calzoseumplí trece años. Desde que salí de la tutela de mi madre, estas celebraciones tuvieron la virtud o maleficio de alejarme de donde se celebraran. Solía pasar esos tres días encerrado en algún lugar apartado de la torre o del bosque, negándome a mí mismo cualquier contacto con el júbilo, la excitación y la virulencia colectivas. Tal vez en los primeros años persistiera aún en mi ánimo el recuerdo y el olor de aquel suceso que, en su día, tanto me trastornaron. Pero en los últimos tiempos tal recuerdo yacía acurrucado en mi memoria. Si no olvidado, lo cierto es que permanecía enterrado bajo capas de embotamiento y brutalidad, de forma que, voluntariamente, sin yo mismo saberlo, habíase borrado casi toda huella de él.

En aquella ocasión fue otro mi comportamiento. Comenzaban estas fiestas cuando ya había terminado la recolección y afanábanse los viñadores en la elaboración del vino. Se pisaban las uvas en el lagar y un viento loco, ácido, sacudía las ramas de los árboles, el olor de la tierra y los sentidos. Por única vez al año el vino corría sin tasa entre viñadores y sirvientes. Eran distribuidas raciones de carne, pan y empanadas de fruta. Y había gran libertad y aun disculpa para todos los excesos. Así sucedió siempre, desde muy remotos tiempos. Y así seguía y seguiría ocurriendo, aún por muchos más.

En verdad que en estos días afluían con mayor fuerza los ancianos resabios, ritos y aun remedos de sacrificios. Y la sombra de los dioses muertos vagaba invisible, aunque pesada, sobre la tierra toda. Un largo grito se podía percibir, rastreando entre sarmientos y racimos. Los odres y las cubas rebosaban en las bodegas, en el viento se respiraba mosto y los ojos de todas las criaturas, aun a través de la más ruidosa alegría, transparentaban un fuego oculto y a menudo siniestro.

Me acerqué al lagar, despacio. Ya empezaban a mostrarse los ánimos muy elevados y risas bruscas o exultantes rodaban por las dunas del otoño, como un trueno amordazado, o un soterrado presagio de tempestades tras la piel del cielo. La fina lluvia, casi impalpable a través del sol, caía sobre las gentes y las viñas. Algunas mujeres se habían cubierto la cabeza con el manto, y otras permanecían, en cambio, con el cabello suelto, mojado y brillante. Y todos los rostros aparecían enrojecidos y sudorosos.

Un olor acre y violento me llegó, entonces. Olor humano y bestial a la vez, que despertaba un dormido dragón en los más ocultos ríos de mi vida. Alzóse entonces el animal solitario, de ojos iracundos, vi cómo levantaba su cabeza de oro y sangre por sobre las anchas hojas de las vides, entre los granos de uva como enormes gotas de una lluvia encarnada, transparentes y espesos a la vez, que llenaban los cestos. Una luminosa y transparente savia manaba bajo el lagar, y caía en el recipiente de madera. Pequeños ríos de un oro rojo y encendido como el sol o la hoguera corrían sin tino ni prudencia hacia la tierra. Procurando disimular mi presencia, me acerqué entre los árboles que bordeaban el lagar: un grupo de moreras, de fruto parecido a diminutos racimos que teñían de un cerco azul oscuro o casi negro, los labios de quienes los mordían. Algunas moras habían caído al suelo, aplastadas, acaso pisadas. Su sangre amoratada se mezclaba a la lluvia y al vino derramado.

En aquel momento unas mujeres subían de la bodega, portando jarros rebosantes de aquel aromático, delgado y turbulento líquido, que tanto apreciaban los Mohl y mi padre. Y que (de pronto me di cuenta) tanta sed despertaba en mí mismo. Una sed que como nunca antes recordaba haber padecido, se apoderó de mí. Bruscamente, arrebaté el jarro de las manos de una de las mujeres, y ante su asustado asombro, primero -sentía yo mientras bebía y bebía que su terror me cercaba, y creía que en el vino naufragaría la distancia, el gran miedo que sin yo proponérmelo les inspiraba-, y después, ante su risa suave y tímida seguida de otra más osada (hasta provocar otras muchas, que me envolvieron), continué bebiendo, hasta que me faltó el aliento. Entonces dejé caer el jarro, que se estrelló a mis pies. El vino salpicó mis piernas, y las miré, agrupadas en derredor a mí, e intenté, a mi vez, reírme. O al menos sonreír.

No sé si lo logré, ni lo sabré nunca. Pero si la sombra del recelo no había desaparecido, habíase convertido al menos en un suave terror, tan venenosamente placentero, que avivaba el fuego enterrado o encendía acaso, en su desconocida madriguera, los ocultos sarmientos siempre ardientes. Yo lo sabía, sentía mis labios, manos y piernas mojados por el vino y la lluvia, en una mezcla de cólera y placer, nuevo y agresivo. En el aire que, muy fatigosamente, respiraba y que parecía abrasarse en mi garganta.

Luego salté al interior del lagar y presa de furia en verdad salvaje pisoteé los granos, brinqué, gritando, una vez y mil, sobre ellos. Resbalé y caí muchas veces, y me revolqué entre sus husmos y su sangre.

Había una risa espléndida dentro y fuera de mí; una inmensa carcajada que de improviso me salvaba de toda tristeza o timidez, de la ira o muerte. La inmensa carcajada me sacudía de arriba abajo y mil o dos mil o siete mil veces caí en aquel espeso mar, torpe y deleitoso a un tiempo, atroz y bello como jamás había conocido ni presentido. Cómo podía imaginar la extrema libertad y belleza del mundo. Miles y miles de carcajadas idénticas me apretaban, me ceñían y levantaban otra vez. Sentí que muchos brazos me ayudaban a incorporarme, que mesaban mis empapados cabellos, mi rostro, mi cuerpo entero. De improviso, sentía sobre mi piel infinidad de manos, como un estremecimiento oscuro y tan hondo como la hoja de un puñal hundido. Por primera vez, a través de la encendida espesura de los nuevos sentidos que desfallecían en el vaho del lagar, conocía el roce de la piel humana sobre mi propia piel. Y aquella piel sobre mi piel era el más exasperado de todos los fuegos y el más penetrante. Mis sentidos parecieron multiplicarse, desparramarse en innumerable lluvia sobre el mundo y sobre mí mismo, puesto que la tierra entera era mi piel y despertaba una tan avasalladora, casi aterradora conciencia de libertad sin límites, de absoluta y total libertad, que me creí sacudido como un trueno. Y él me derribó, izó, y obligó a llamar a mi único amigo Krim-Caballo, para que entrara en el lagar y sintiera conmigo, bajo sus pezuñas, el estallido de una sangre tan poderosa, riente y estremecedora. Hasta que me sacaron de allí, probablemente casi inerme. Luego, recuerdo tan sólo el balanceo de las ramas de una morera y unas manos frescas sobre mi frente.

El cielo de septiembre huía sobre mi cabeza; algo se llevaba. Algo que yo debía retener, sobre todas las cosas, algo recién descubierto y sin cuya posesión no me sentía capaz de continuar viviendo.

– Despierta -me decía una de las mujeres, zarandeando suavemente mi cabeza-. ¡Despierta!…

Entonces vi su rostro, inclinado sobre el mío. Su cabello oscuro, suelto y mojado, me rozaba. Tenía la frente abombada, casi redonda. Parecía una manzana.

Levanté la mano con cautela y la rocé. Ella dejó entonces de reír, e intentó incorporarme. La reconocí en aquel momento: era la mujer-niña del herrero. La había visto cien veces, y jamás había sospechado cuán tersa y brillante era su piel. Tenía ojos como granos de uva, menudos y brillantes, arrancados sin piedad a algún racimo tan maligno y dulce como el veneno del sueño, o la locura. al reírse, dos pequeños hoyos hendían las comisuras de su boca y tenía dientes pequeños, dientes de niño. Toda ella, en verdad, parecía un niño: hasta sus manos breves y ásperas, sucias de barro. Y vi que, en su boca, habían dejado un cerco azulado las moras, o el vino.

Por primera vez en mi vida mordí aquel veneno y me pareció que el cielo mojado y la enardecida tierra de las ya devastadas viñas, como en batalla mansa y traidora, levantábanse y lanzábanse en combate extraño, donde cabía todo el desasosiego y júbilo del mundo. Sobre el viejo terror, que se alejaba más y más junto a un dragón centelleante, crecían las aguas del Gran Río. Cerré los ojos y sentí la torpeza de mis manos y brazos, de mi cuerpo todo, sobre una cálida blandura que me traía el recuerdo y el aroma de una ceniza presentida, tal vez olvidada. De unos sarmientos perennemente rojos, crepitando sin descanso bajo la primera y más frágil corteza de aquella tierra que, hasta el momento, pisara tan ignorante. Había oído hablar de estas cosas a los soldados, pero no se parecían sus historias a la que me estaba sucediendo, ni a lo que luego sucedió, ni a las que otras muchas veces sucederían. En alguna pradera, oía galopar a mi caballo.

Tengo la certeza de que en aquella exaltación y desatado ensueño pasaron tres días. Sé que fueron tres, porque es lo que acostumbra a durar la fiesta de las uvas. Pero sobre mí pasó un tiempo distinto.

Al fin, como tras galope sin tino, desperté tendido en el suelo, más allá del río. Tenía la convicción de haberme caído del caballo, pero nada me dolía. Por contra, una gran calma, fresca y transparente, me bañaba. Cara al cielo de otoño, donde se alejaban rebaños de nubes y huían los pájaros, escuché y sentí el viento que balanceaba, a mis costados, la alta hierba de la pradera. Distinguí al fin la silueta de mi caballo, vi su belfo palpitante sobre las últimas flores de la estación: una suerte de lirios pequeños, de color aterido, que anunciaban el invierno. Krim-Caballo pastaba mansamente flores olvidadas, vestigios de un dominio que tocaba a su fin. Al verle me regresó una tristeza tan leve que pensé si aquello sería lo que las gentes llaman veneno de los días perdidos. Luego, un largo estremecimiento oscureció el aire, oí entrechocar de espadas y de lanzas, largos gritos a través de las dunas y el río, galopes de jinetes que huían, o que se aproximaban.

Todo sucedía en mí y en torno a mí: y continué así, inmóvil, fijos los ojos en el otoño alto y aún radiante que huía, sin retorno posible, hacia el invierno. Entonces, en mi memoria y en el aire mismo, creí reconocer el último mugido de aquel jabalí de pelaje dorado, vi fluir y avanzar por entre sus colmillos la muerte, rojo manantial. Y me ganó un placer tan hondo, y tan violento, que se nubló mi vista.

Días más tarde, mi padre me mandó llamar. Permanecía postrado por una ya incurable dolencia. Le encontré tendido en su lecho entre sus pieles, cubierto de llagas, junto a la cabra y las reliquias. Pero dueño de súbita lucidez en hora tan decisiva de mi vida:

– Hacia la primavera, apenas rompan los primeros brotes, irás al castillo del Barón Mohl -me dijo, con la última energía que le conocí-. Allí, seguirás el ejemplo de tus hermanos: pórtate como debes y tantas veces te he aconsejado, hasta que merezcas el honor de ser armado caballero. Después, tu vida está en tus manos. Y tu fortuna, en este mundo, sólo de ti depende.


***

Llegó el invierno. A veces veía a la mujer del herrero. Me bastaba salir al galope en dirección al bosque, o al río; ella acudía entonces a la vieja cabaña abandonada, donde solíamos reunirnos.

– Sólo tenía nueve años -me dijo un día, frente a las llamas, arrebujada junto a mí y estremecida por los aullidos que ya se percibían en la lejanía-. Vagaba por los caminos, huérfana y sin amparo… Él se casó conmigo, sólo para protegerme del hambre, de los lobos y del frío.

– Pero tuvisteis un hijo -le dije, con acritud. Pues con las últimas hojas de los árboles la espesa dulzura y la libertad y la alegría del lagar habían huido de mí. En cambio, una encrespada tristeza, el tedio y la inquietud maltrataban mi ánimo.

– Y murió -dijo ella, mansamente-. Murió en su misma cuna.

Como un rayo me vino entonces la vieja ira. Brutalmente, la golpeé en el rostro. Vi manar por entre sus labios de muchacha vagabunda un hilo delicado y rojo, pero tenebroso como el zumo de la mora.

– ¡Y mandasteis a la hoguera a dos inocentes…! -grité.

Ella restañaba la sangre con una punta de su manto.

– Yo no envié a la hoguera a nadie -murmuró-. ¡Yo no estuve allí, aquel día…!

En aquel instante su rostro se transformó ante mis ojos en la cabeza degollada de jabalí dorado, aquella que arrojé al barranco, con la sangre ya seca y negruzca entre los colmillos. El horror se adueñó de mí y caí en tierra, revolcándome y gritando.

Por vez primera añoré las manos huesudas de mi madre, metiendo mi cabeza en una tina de agua o abofeteándome. Creo que cuando al fin me quedé solo, derramé lágrimas por su muerte. O acaso por su vida y mi vida en aquel tiempo.

Pero aquélla fue la última vez que lloré.


***

Cedió el frío, y los primeros brotes en las veredas de los senderos y a la orilla de los manantiales anunciaron el retorno del tiempo cálido y brillante.

De nuevo, mi padre me llamó. Esta vez, para despedirme. Se le habían enconado las úlceras y supuraban un jugo amarillento y pestilente. Los jorobados que solían portarle restañaban aquella miseria, y se me hacía insoportable respirar el aire corrompido de la estancia. Me resultaba totalmente repulsivo aquel despojo humano que me llamaba hijo. Enflaquecido, la piel le colgaba en bolsas laceradas por sobre la carne y, como dormía desnudo, la visión de aquel cuerpo derrumbado entre apolilladas y mugrientas pieles parecía la extrema expresión de vejación humana.

Con tanta evidencia lo sentí que precisé un gran esfuerzo para no salir corriendo. Un crucifijo de madera sustituía ahora, en la maraña blanca de su pecho, al collar de oro que solía lucir en el cuello.

– Acércate para que pueda distinguir tu rostro -me dijo.

Cosa extraña, al obedecerle desapareció mi repugnancia y por primera vez me pareció descubrir nobleza y dignidad en su semblante.

De nuevo me recomendó, entonces, que fuera valiente, leal y honesto. Buen cristiano, defensor de la virtud y enemigo implacable del mal. Que venerara las reliquias y el ejemplo de San Arlón, nuestro protector; y (por decirlo de una vez, aunque él así no lo manifestara) que aspirase en esta vida a encarnar una imagen totalmente contraria a la suya propia.

Luego, pidió al herrero -cuyo nombre y vista me hicieron temblar, no sabía si de remordimiento o de odioque me entregase la espada, el escudo y la lanza que le había encargado. Y ordenó también que me dieran la mejor silla para Krim-Caballo, una que perteneció al más amado de sus potros capturado en la estepa.

Tomé todas estas cosas y besé la reliquia de San Arlón. Acerqué mis labios a la mano que mi padre me tendía de nuevo, y me sentí preso de un invencible vómito. Pero por fortuna su mano estaba raramente limpia. Después, aquella misma mano se tendió al vacío, como buscando algo. Y mansamente la vieja cabra colocó el cuello bajo su palma.

– Ve en paz, hijo mío -murmuró cerrando los ojos.

Mas al punto lanzó un aullido de irritado hastío.

– ¡Parte de una vez, pasmarote, y déjame dormir tranquilo…!

Así lo hice. Pero antes de salir, sentí en mi nuca unos ojos de fuego. Volví el rostro, y hallé las pupilas amarillas y redondas de la vieja cabra, dilatadas en una fría desesperación. En verdad, el recuerdo más perdurable que guardo de la casa de mi padre -el que me acompañó durante todo el viaje, hacia mi nuevo destino- fue la mirada pálida y fosforescente, casi humana, de aquel misterioso animal.


***

Mi padre había despilfarrado su poco lucida fortuna y en la ocasión de mi partida ni tan sólo pudo ofrecerme, como escolta, la compañía de un paje. Así pues, en soledad hice aquel trayecto y en soledad llegué al castillo del Barón Mohl. Pero antes de que esto sucediera me ocurrió algo, aunque insignificante en apariencia, que trastornó mi espíritu muy vivamente.

No era demasiado largo el camino, pero en tales días, aún reciente el hambre del invierno, multitud de vagabundos, ladrones, dudosas gentes de camino y malhechores salían de sus cuevas, como alimañas, en desquite de la miseria. De suerte que anduve con el ánimo alerta, dispuesto a defenderme de cualquier emboscada. Por primera vez vestía un traje digno de mi alcurnia -o así lo creía- y en un pequeño cofre portaba enseres y viandas que podían despertar la codicia de cualquier desesperado, a todas luces mucho más pobre que yo.

Tres días me llevó aquel viaje, siguiendo la ruta del Gran Río, hacia el norte. Y en el transcurso de la última noche -aunque evitaba cuanto podía echarme a dormir, para acelerar la llegada y evitar desagradables sorpresas nocturnas-, rendido de fatiga y sueño, desmonté y apañándome con la silla de montar, y una manta de piel un tanto apolillada, mas portadora de antiguos esplendores (por primera vez se contaba entre mis haberes algo semejante), me dispuse a dormir con un ojo abierto y otro cerrado. Busqué el abrigo de los árboles y, como no quería llamar la atención ni espabilar ojos posiblemente ávidos, a pesar de que las noches eran frías, me abstuve de prender fuego.

Todavía quedaban trozos de escarcha junto a los arroyos y nieve en los altozanos. Comí algo de pan y queso, y reservé la carne ahumada para mejor ocasión. Esta carne de ciervo, en verdad más dura que el cuero de mi montura, fue la primera y última que me llegó, directamente, de manos paternas.

A pesar de que me alimenté muy frugalmente, lo cierto es que, cosa rara, no tenía hambre. Tampoco sentía sed, ni sueño. Me arrebujé en la vieja piel que mi padre mandó descolgar en mi obsequio y que, en rigor, constituía la parte más sustanciosa de mi patrimonio. En vano traté de dormir. Una suerte de paroxismo interior me sacudía, algo que no era impaciencia, ni deseo, ni terror, ni siquiera ambición o esperanzas de gloria y dominio. Algo me mantenía en vela, los ojos muy abiertos, tanto, como sólo había experimentado una vez, a los seis años. Y no sabía si mi espíritu se estremecía por la más extrema forma de gozo o desesperación humana. Me dije entonces que, en verdad, no tenía motivo para ninguna de las dos cosas, pues nada conocía que pudiera justificar, hasta tal punto, estado de ánimo semejante; intenté serenarme, cerrar los ojos, pero no conseguí ni lo uno ni lo otro.

Súbitamente, un terror centelleante pareció atravesarme las entrañas. No era terror a la muerte, ni a criatura alguna, algo atroz y difuso a un tiempo, que me hacía temblar, como un poseído. Por entre las ramas de los árboles donde me había amparado distinguí el brillo lejano y frío de diminutos astros. Y vi, claramente, infinidad de noches transparentes o esferas errantes: praderas de aire y fuego se deslizaban bajo mis pies y sobre mi cabeza, inundándome de un resplandor tan vivo como ningún fuego podía producir. Con lúcido estupor como si de un sueño largo y pesado renaciese, me pregunté hacia dónde rodarían mis noches, hacia dónde erraban o caían todos mis días conocidos y olvidados. Me pareció que por primera vez, a través de aquellas ramas, se me ofrecía la total y absoluta visión de la vida y del mundo. Y que en su resplandor yo persistía y renacía continuamente y aún más: eran parte de mí mismo. Luego, el fuego declinó y de nuevo se interpuso entre mis visiones y mis ojos la noche lisa y dura, con sus lejanísimas estrellas.

Me dormí entonces, con tal abandono y pesadez, que ya estaba muy entrado el día cuando el relincho y coceo de Krim-Caballo me despertaron. Abrí los ojos, dudé si había soñado o en verdad había visto aquellas cosas, y en esta duda continué mi camino, pero con ánimo tan conturbado que bien puedo decir que el muchacho que llegó al castillo de Mohl no era el mismo que salió de la hacienda de mi padre.

En una vuelta del camino los árboles clarearon, se ensancharon cielo y tierra y divisé nuevamente el brillo del Gran Río. Brotó entonces del fondo de la tierra un alarido, que reconocí. Un alarido desprovisto de humanidad, imposible de ser emitido por la garganta de animal alguno. Sólo las grutas o los abismos o el fondo de los océanos podían propagarlo así y sacudir -como en verdad creí que sucedía- desde el cielo a la tierra. Aquel grito me trajo la visión de un odre magullado, ardiente, ennegrecido y aventado hasta que el invierno borró sus huellas. Me así con fuerza a la cruz de mi montura, temiendo que algún rayo me derribase. Sudoroso, me esforcé en dominar el temblor de mis brazos y piernas.

Y entonces, invertida en las aguas del Gran Río, distinguí la silueta y las torres del castillo de Mohl. Por un instante creí presenciar, en el misterioso e incansable fluir de las aguas, cómo el mundo se vaciaba y volvía del revés. Mas luego descubrí mi error. Y apenas salido de mi angustia creí que nuevamente había perdido la voz.

No era así: gritando con todas mis fuerzas, espoleé mi montura. Y galopé, lleno de furia, de alegría y de estupor (del todo inmotivados) hacia el lugar donde, si así lo merecía, algún día sería investido caballero.

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