Con la desaparición de mi señora, empezó a llamear en mil sentidos la violencia de mi naturaleza y a veces la sentía estallar en mis entrañas, y fluir, igual que un río. Otras la veía desplomarse, como un ave alcanzada. Mas, casi siempre, sabía que se distribuía en mil y dispersábase luego, como lluvia o viento. Tomé más afición a los dados que a las armas y en compañía de la soldadesca -que no de los nobles escuderos, o caballeros pasaba cuanto tiempo me era posible. Llegué a obsesionarme y fijar todos mis pensamientos en cosas tan singulares como un número determinado. De forma que si en él pensaba intensamente, cuando lanzaba el dado el número respondía a mi llamada y ganaba la partida.
Pronto empecé a tener fama de peligroso y cada vez se me hizo más difícil hallar compañero, o rival, en estos lances. Por lo que, apenas encontraba ya quien quisiera probar su suerte conmigo y así decayeron, también, aquellas compañías que, aunque de baja condición, me placían más que otra alguna. Poco a poco mi ánimo se replegó en sí mismo; y a menudo me sentí un ovillado caracol, ligado a un cobijo del que desea liberarse al tiempo que teme hacerlo: como si conociera que en tal empeño había de perder la vida (vida que, en verdad, estaba aún muy lejos de mí). En tales momentos sentía la presencia y roce de una blanda, sumisa locura. Y cuando contra ella me revolvía y la rebeldía me salvaba de su acecho, descubría, galopando ante mis ojos, aquel joven corcel a quien mataron su primer jinete, y cuyo nombre era Tristeza.
A veces, por algún motivo en verdad muy fútil, la ira ascendía a mí. Entonces creía oír una voz llamándome desde muy lejanos manantiales. Y esa voz avisaba para que no la malgastase. Pues, según creía entender, tal violencia e ira eran la llave con que algún día abriría la última y definitiva puerta por donde huir de una mísera condición. En tales ocasiones fui desvelando, con irritación y desasosiego, la imagen verdadera del mundo en que me hallaba. Y con dolor físico (como no lo hubiera arrancado de mi carne arma alguna) contemplaba el mundo y lo veía yacer, presto a la defensa y al ataque. De cada piedra, montículo, planicie, valle o comunidad humana, brotaban muros defensivos: piedra, empalizadas, horca, fosos poblados de reptiles, lanzas, fuego; el mundo contra el mundo, defendía y agredía vanamente algún terror vasto y común, sembrando aquí y allí la negra semilla de la muerte, y así, más que a temerla, llegué a odiar esa muerte. Muchas veces desperté con la certeza de haber luchado sin esperanza alguna con semejante dama; y puedo asegurar que jamás hubo, ni habrá, despertar menos halagüeño. La muerte seguía mis talones a lo largo del día (como la sombra de tres jinetes que se decían mis hermanos). Lanzaba su amarilla sonrisa sobre mis torpes afanes, se burlaba de los dados, del vino, de las espadas. E incluso de mis esperanzas, o de mis ya marchitas ilusiones de llegar a ser, algún día, investido caballero. Luego cuando la sonrisa de la muerte se alejaba, de nuevo me parecía distinguir la silueta de mis hermanos recortada en los arcos, o cabalgando junto al río.
No me volví, empero, cobarde. Ni me hurtaba a la pelea. Muchos fueron mis lances agresivos, y hasta hechos sanguinarios. Mas, por no haber sido aún investido, tales cosas se producían en rigurosa clandestinidad. En alguna ocasión, por puro desafío, robé su espada a un escudero somnoliento. E iba luego a dirimir estas cuestiones junto al Gran Río, a la hora del mediodía, la más peligrosa de las horas cuando el mundo parecía dormir. En dos ocasiones vi negrear en el suelo las sombras de los abedules y en otra, la de mi propio cuerpo bajo mis pies. Y de tal forma las vi, que trajeron a mi memoria la conocida lucha o contubernio -no podía esclarecer tal cosa- de la sombra y de la luz, del color blanco y el color negro.
Dejé entonces caer el arma y huí, como el peor de los cobardes. Aunque no era blandura lo que me dominaba, ni cobardía, sino muy al contrario, la deslumbrante certeza de cobijar en todo mi ser una grande y escondida fuerza, que tanto presagiaba un viento lúgubre y salado, como, por contra, llenábame de luz, y me traía esperanza; pues intuía que tal vez algún día me permitiría sobrevivir, a despecho de tanta sangre y desolación como rodeaban mi existencia. Quedaba luego asombrado de mí mismo: de mis manos, mis piernas, e incluso de mi propio peso sobre el suelo. Por lo que, en suma y como desquitándome de tanta confusión y pesadillas, me mostré jactancioso, peleador y osado. Al tiempo que, de tarde en tarde, huidizo y como enajenado. No es raro, pues, que al cabo de estas cosas, se me llegara a tener por criatura extravagante y aun peligrosa (como, en rigor, lo era).
A nadie, excepto ahora, pude explicar que desde el día de la frustrada cacería distinguí muchas veces en el río cien hombres con cien lanzas, a lomos de un dragón. Todos ellos guerreros, y tan rubios, feroces y desdichados como yo. Y no podía explicarme por qué, al verlos, yo sabía que había sucedido en otro tiempo, anterior o posterior. Ni por qué me hallaba en el centro de tan grande e insalvable soledad. Una soledad en verdad de todo punto desquiciada, dado que habitaba en abigarrada compañía, en una fortaleza donde tanta gente se apretujaba y rebullía ruidosamente. En ocasiones, tres abedules blancos solían contemplarme, y puedo asegurar que nunca un rostro humano tuvo, a mis ojos, mayor expresión de tristeza.
Tristeza que ya se repetía en todas las cosas: en el gesto del soldado al lanzar los dados, en las agudas estacas de la empalizada o en las cabalgadas o gritos de aquellos jóvenes escuderos, que hubieran debido ser mis amigos y no lo eran.
Estaba ya entrado el otoño y rebasado en mucho el día que cumplí quince años. Pero nada decía hasta el momento el Barón referente a la fecha, si es que ésta llegaba, de mi investidura.
En los últimos tiempos menudeaban las solitarias salidas a caballo de Mohl. Regresaba tarde, fatigado y pálido. Retirábase a su cámara en lúgubre silencio y yo oía o creía oír la voz de aquel soldado, que murmuraba: "Va en busca de carne fresca…".
Las animadas veladas, los conciertos, las lecturas y danzas y la vida en suma del castillo, declinaron, ya que no estaba mi señora para presidirlas, ni complacerse en ellas.
Desde la muerte de la Baronesa, las damas habían abandonado casi completamente la fortaleza. Las comidas y las cenas transcurrían, muchas veces, en silencio absoluto. En cambio, las libaciones aumentaron.
Cierta mañana en que mi señor partió a sus solitarias galopadas -hacía ya mucho frío, y el viento se arremolinaba sobre las dunas-, tardó más de lo usual en regresar. Durante su ausencia, se agitaron sin cesar las ramas de los abedules y la noche estremecida parecía apresada en el grito de las lechuzas o el acecho de las ya hambrientas alimañas. El aullido de los lobos se aproximaba a las villas y cuando siervos y campesinos se acercaban al bosque o las dunas, se armaban de horcas y cuchillos. Negras manadas de relucientes ojos y fauces abiertas, empujadas por el cercano invierno de la estepa, avanzaban hacia los poblados.
Al cabo de tres días el Barón regresó, portando una extraña presa. Atado a su montura, medio extenuado de fatiga, frío y tal vez hambre, arrastraba a un joven bandido. Desde la muralla les vi acercarse y cruzar el puente levadizo.
Entró mi señor en el castillo con arrogancia y júbilo tales que jamás guerrero alguno, tras su mejor batalla, parecería más triunfal. El viento agitaba sus cabellos castaño dorados, donde empezaba a brillar una suerte de invernal escarcha. Su figura se erguía y aun se estremecía, con orgullo apenas refrenado, desde la frente hasta los cascos de su montura. Y me pareció que el viento desataba alguna furia, guardada de antiguo para tal ocasión.
Cuando entró en el patio de armas, Mohl desató al prisionero, lo arrojó al suelo y lanzó su caballo al galope. Y cosa extraña en tan contenido caballero, dio varias vueltas en torno a su presa, de forma que parecía honrar -tal como solían hacer nuestros viejos guerreros- alguna muerte. O, acaso, celebraba una oscura fiesta que únicamente él podía conocer. Luego, ordenó que encadenaran al muchacho y que, sin hacerle daño, lo condujeran a la mazmorra.
A la noche, durante la cena, se mostró más locuaz que de costumbre: tanto, como sólo tiempo atrás -o quizá nunca- le habíamos conocido.
Al fin, una vez iniciadas las libaciones de sobremesa, manifestó:
– He apresado a una criatura muy singular.
Se apresuraron todos a comentar aquel incidente. Pero el Barón no dio más detalles sobre el suceso y yo sentí algo semejante a un húmedo aliento. Me estremecí y al punto Mohl me miró intrigado:
– Sirve más vino -dijo-. ¡Hemos de celebrar un acontecimiento de gran importancia!
Pero si bien todos bebieron y brindaron abundantemente, nadie supo qué era aquello que se celebraba tan generosamente. Se habló mucho de los bandidos que infestaban los contornos, de sus asaltos y crímenes, de su feroz saña. Luego, hablaron de lobos. Y así, sus conversaciones se prolongaron hasta el alba.
Sólo cuando todos, o casi todos, estaban embriagados, mi señor, dando pruebas de mayor resistencia y temple que sus caballeros, se retiró a su cámara.
Levantamos las mesas, las arrimamos a los muros y nos tendimos a dormir, disputando, como de costumbre, el mejor y más cercano puesto junto al fuego. El viento arreció contra los muros y del gran paladar del hogar brotó humo y un enjambre de chispas y negras partículas cayó sobre nosotros. Tuvimos que pasar mucho tiempo pisoteándolas para que no prendieran en los juncos secos y nos abrasaran.
Al día siguiente, sin explicación ni comentario al efecto, el Barón ordenó que condujeran al joven prisionero a su presencia. Solían celebrarse juicios para castigar o descargar todo delito, por pequeño que fuera. En tales ocasiones, mi señor imponía la justicia; mas nunca según su albedrío, sino apelando a otros hombres, previamente convocados y elegidos para ello. No se trataba de una ley, no existía en nuestra tierra un código especial para estos usos. Era sólo una costumbre; mas, como tal, arraigaba tan hondo como las más viejas raíces de los bosques. Un grupo formado por villanos, clérigos, feudales y caballeros, junto a mi señor, deliberaban, esclarecían y al fin juzgaban delincuente y delito. Y de sus reflexiones desprendíase el castigo o el perdón.
Así había sido siempre, y así esperábamos que fuese para el joven que todos suponíamos bandido. Sin embargo, no hubo juicio alguno. Mohl ordenó que le quitaran las cadenas, lo alimentaran y le dieran ropas limpias (y aun lujosas). Y más todavía: mandó preparar un baño, con agua perfumada y caliente -como solía hacerse con los jóvenes escuderos en vísperas de su investidura-, con destino al descostre y aseo de semejante criatura. Y como, en verdad, nadie tenía constancia -pues nada dijo Mohl a este respecto- de que el joven fuera realmente un bandido, o delincuente alguno (sino que así nos lo trajo al castillo), nadie pudo, o supo, formular una protesta válida a este respecto.
Mas tales hechos despertaron un malestar de oscuro augurio, aunque no preciso, en el castillo. Y ese malestar crecía, aunque no osaba manifestarse o estallar de forma satisfactoria.
Lo cierto es que desde aquel momento la fama de justicia y equidad que caracterizaba a Mohl sufrió un rudo golpe. En verdad, volvióse tiránico e intolerante; afloró la retenida crueldad en todos sus gestos y acciones y nadie osó, ya, inmiscuirse en el hecho de que aquel vagabundo, o bandido (o quién sabe qué extraño ser albergaba la curiosa presa del Barón), apareciera lujosamente ataviado y adornado en sus estancias, ni que desde aquel punto y hora, Mohl lo retuviera consigo y no lo apartara de su lado. No llevaba la vida de los jóvenes escuderos, ni dormía en la misma estancia que nosotros; ni tan sólo le servía a la mesa. Limitábase mi señor a llevarlo tras sí, de la misma manera que gustaba de ser escoltado por la jauría; o le encargaba portar en el puño el halcón predilecto. Comenzaron a circular rumores de que el muchacho pasaba la noche tendido a los pies de su lecho, como un perro fiel o un esclavo.
A simple vista el muchacho representaba unos doce o trece años; tan grácil y delicada era la configuración de su cuerpo, que en suavidad de movimientos recordaba los de una muchacha o una gacela. Y tan extraordinario era el brillo de sus largos cabellos, de un raro color oro-fuego. Pero, observando con atención el ángulo de sus mandíbulas, la dureza de sus largos dedos y, sobre todo, el metálico brillo de sus ojos grises, podía sospecharse en él -o aun adivinarse- bastante más edad y más firmeza -si es que no rudeza- de la que aparentaba poseer bajo su gracioso, gentil y cándido aspecto. Sus modales y lenguaje eran tan refinados y sutiles como los del propio Mohl, de suerte que la primitiva sospecha de que tratábase de un maleante, vagabundo o bandido, comenzó a disiparse de las mentes. No obstante, en cierta ocasión, el Barón le dio, como por juego, una afilada daga. Encendióse entonces su mirada en salvaje alegría y lanzó el arma con tal fuerza y puntería sobre el blanco donde los escuderos solíamos ejercitarnos, que el propio Mohl arrebató la daga de su mano y la guardó, con bastante recelo. No volvió a darle ninguna otra ocasión de mostrar -al menos en nuestra presencia- tan sorprendente habilidad, fuerza y destreza. De forma que, aun disipadas las sospechas sobre el enigma de su origen ("al menos -se decían los nobles señores-, no es de origen villano, pues ninguna de esas toscas criaturas podría ofrecer tan exquisita corrección y donaire, aun en los momentos de más relajamiento"), lo cierto es que la zozobra y la inquietud rondaban siempre la presencia de tan extraña como atractiva criatura.
Sería comprometido especificar el papel que representaba ese muchacho en la pequeña corte del Barón. No era ni paje, ni sirviente ni escudero. No era, en modo alguno, juglar -creo que detestaba las canciones y poesías, y no lo ocultaba con demasiado ahínco-; no sabía pulsar ningún instrumento, ni siquiera leer o recordar historia alguna, por simple que fuera. La única tarea que, de tarde en tarde, le confiaba mi señor -aparte la de seguirle como su propia sombra- era portar al puño o al hombro (más como placer que obligación) su halcón preferido.
Hasta el día en que, atado y medio a rastras, trajo al castillo a este jovencito, los sentimientos íntimos del Barón Mohl habían permanecido en la sombra (hasta incluso llegar a parecer muertos). Y su afición por los adolescentes, aunque conocida, constituía asimismo una suerte de secreto sobreentendido. No obstante, a partir del día que apareció con su prisionero y luego de ornado y acicalado (tanto como antes astroso y macilento), su actitud no mostró recato ni prudencia alguna. Posaba su mirada sobre el joven sin moderación ni aun la discreción más somera, de forma que, más que ojos, parecían los suyos dos hambrientos lobos al acecho. Y llevado por tan insólita falta de contención y aplomo, apoyó más de una vez su mano sobre la cabeza oro-fuego del muchacho. No llegó -en público- a acariciarlo. Pero el temblor de sus dedos hacía presumir ese deseo y aun otros muchos más violentos y mucho menos cándidos.
El halcón preferido del Barón que a veces llevaba en el hombro su prisionero, era un ave singularmente amada por mi señor. Tanto, que en lugar de permanecer en la halconería, como los demás, dormía junto a su cabecera. Este animal, de mirada arrogante y un tanto necia, iba adornado y alhajado de forma -al menos a mi juicio- harto aberrante. Y para colmo de excentricidad, Mohl le había hecho fabricar un collar de oro, en cuyo centro lucía una piedra de reflejos azules, seguramente muy valiosa. A veces, entre la vasta y abigarrada compañía del Barón Mohl, descubrí en la mirada de más de uno, un relámpago de codicia e irritación. Pero también es cierto que todo intento de llevar a cabo intenciones tan evidentes como sofocadas, quedaba fulminado por el alarido de pavor que en la intimidad de tan gozosos desvaríos provocaba la sola idea de realizar tal hazaña. Antes hubiera osado la víctima de tan peligrosas tentaciones abofetear al propio Barón (bofetada que tampoco tuve ocasión de presenciar) que cometer en el pájaro semejante desafuero. Desde la llegada al castillo (primero un tanto vejatoria, luego triunfal) del muchacho del pelo llameante, nadie había osado ni tan sólo tocar la peligrosa ave. Ave que, dicho sea de paso, inspiraba suntuosos ensueños de estrangulamiento en las mentes más apocadas. No es extraño, pues, que la envidia despertada por el animal se desahogara al menos en algo tan inocente como el clandestino alborozo de apodarle "Avechucho", en vez de Kunh, como era su nombre. Según oí a Ortwin, su Ayudante de Cámara, la primera mirada del Barón, cuando abría los ojos al nuevo día, era para Kunh; y lo hacía con verdadero deleite, o incluso amor.
No revestía para mí ningún secreto el que mi señor no hiciera distinción entre uno y otro sexo, entre los adolescentes de su elección. Dicho de otro modo: le daba igual que se tratara de muchacho o muchacha, con tal que fueran hermosos, de suaves modales y dulce temple. No podría aseverar, empero, si fueron sueños o realidades las criaturas que vi en cierta ocasión en su cámara -si es que aquélla era su cámara, y si es que realmente la vi-; lo cierto es que en semejante habitación no entraba nadie, excepto su leal Ortwin. Y si en un principio mucho me extrañó que no la compartiera con su esposa -para ello habíala dividido, como ya hice notar-, de seguir tan ignorante y cándido como en aquel tiempo, más me hubiera extrañado que esta habitación fuera tan celosamente prohibida a las gentes del castillo. Máxime, si se tiene en cuenta que la mayoría de los señores hacían de estas estancias, no sólo cámara conyugal, sino que por ser comúnmente las más amplias, lujosas y abrigadas en ellas solían tener lugar los esparcimientos invernales donde reunían no sólo a sus familiares, sino también a sus caballeros, escuderos y vasallos predilectos. Nadie ignoraba la tendencia de mi señor hacia la más extrema juventud. Y yo mismo hube de oír puyas maliciosas a raíz de la indudable predilección que me mostraba. Pero, siendo yo feo, y de modales nada refinados -incluso imagino que hasta groseros-, difícilmente coincidía mi aspecto con el que tanta satisfacción como ansia despertaba en mi señor. Así que deseché tales habladurías con desdén, y poco caso hice de ellas.
A causa de la falta de discreción que caracterizó las relaciones de mi señor y el muchacho misterioso -nadie atinaba a saber si respondía al nombre de prisionero, esclavo u objeto de lujo-, este relajamiento en su porte debía, con toda seguridad, mortificar íntimamente al Barón. A pesar de la indudable ternura y pasión que le embargaban ante semejante individuo, pasado un cierto tiempo, como si en lugar de tan sesudo caballero se tratase de la más caprichosa y antojadiza dama, empezó a variar su carácter, y mudar de humor. Tal vez deseaba vengar la pasión que el mancebo le inspiraba, tal vez deseaba castigarse o castigarle a él por ello; el caso es que, a menudo, trataba al jovencito con crueldad, al menos de palabra, y le humillaba y vejaba, sin rebozo, ante los otros. Cosa ésta, a mi juicio, tan desaforada como las públicas demostraciones de su pasión. Así, ora lo encadenaba aunque fuera con cadena de oro, y maniatado de esta guisa, lo arrastraba tras de sí, ora le obligaba a comer en el suelo, a sus pies, mientras le propinaba suaves pero nada honrosos puntapiés donde mejor le pluguiera. En otras ocasiones designábale con nombres que solía emplear para sus perros, o sus caballos; o bien, refiriéndose a su persona, lo llamaba simplemente "cosa" o "carne". Una vez, lo tuvo encadenado a la pata de su mesa, durante todo lo que duró la cena y sus largas libaciones.
Pero al tiempo que sucedíanse tan insensatas como impropias escenas, abandonaba toda severidad apenas sin transición. Suavizábase su voz y en ella llameaba el amor, de forma singular. Y mostrábalo sin mesura, ni orgullo. De modo que tan febriles sentimientos acabaron por escandalizar a muchos, y a ser blanco de conmiseración o mofa en otros. Sobre todo cuando, pasadas las extravagantes exhibiciones de ira o amor de que hacíale objeto y aun durante ellas, el jovencito empezó a hacer caso omiso, tanto de humillaciones como de cálidas efusiones públicas. La burla más descarada fue abriéndose paso en sus cautas facciones, tan sagazmente revestidas de inocencia. Día a día, mostróse más cínico y osado, y ante aquel hombre (aún tan respetado y temido) él se permitía burlonas sonrisas, descarados mohínes y más de una mirada repleta de desdeñosa indulgencia.
Comenzó a murmurarse, ya sin rebozo, sobre las alarmantes proporciones que iba tomando en mi señor tan funesta esclavitud. Y mucho indignaba el hecho, ya proclamado sin secreto, de que el Barón llevara todas las noches a su joven prisionero hasta lo más remoto y profundo de sus sueños. Y no porque esto fuera en él cosa nueva, ni extraordinaria, sino porque ni siquiera trataba de ocultarlo.
Apuntaban los primeros hielos, cuando cierta mañana despertó el Barón sacudido por una horrenda pesadilla. Aún bañado en el sudor de tales espantos, buscaba con la mirada una presencia íntima y consoladora, cuando pudo contemplar al inefable Kunh degollado a sus pies. Notoria se hizo, empero, la ausencia del lujoso collar, así como la del gentil y descarado prisionero.
Solía dormir el Barón sin más prendas encima que su cadena de oro al cuello, y el anillo con las Armas de la Caballería. A despecho de su distinguido porte e indudable arrogancia, saltó del lecho como un lobo; y de tal guisa -esto es, en cueros vivos- recorrió el castillo, exhalando en desaforada profusión rugidos y ululaciones tales como jamás lograría emular, ni en fiereza, ni en poderío, una jauría entera.
Algo más tarde, lúgubremente aplacado, regresó a su cámara; y dejándose caer en el puro suelo -así lo explicó el afectado Ortwin-, abandonóse a un silencio donde se presumían pocas bonanzas. Inmóvil, permaneció en tal postura durante muchas horas. Cerca del mediodía levantó despacio sus párpados, como si despertara de un pesado y largo sueño. Aún pálido y demudado, pero con gran aplomo y recogimiento, ordenó salir prestamente veinte hombres armados en pos del ingrato, con orden y promesa conjuntas de traerlo vivo a su presencia antes del anochecer, o cobrarse en sus cabezas el fracaso de la expedición. Después, dedicó un buen rato a envolver en un banderín con sus colores al malogrado Kunh. Una vez liado a su gusto lo entregó a un sirviente, para que lo enterraran en cualquier parte.
Antes de la hora vespertina, los ladridos de los perros y las indiscretas aclamaciones (en verdad, maliciosas) de aquellos hombres enviados con tan poco estimulante señuelo, anunciaron, a partes iguales, el presto cumplimiento de sus órdenes, y el alivio de saberse aún en disposición de las propias testas.
Ya recobradas la continencia y serenidad perdidas (al tiempo que su manto de negras pieles), el Barón Mohl reunió a los caballeros y jóvenes escuderos, así como a los capitanes de su tropa, en el patio de armas. Rodeado de todos, entre los que me contaba, y de un gran silencio, armado de su escudo y lanza, permaneció Mohl erguido sobre su montura. Dos de sus más ayunos y sañosos perros de caza tironeaban con fuerza de sus correas, mal reprimidos por un lacayo asustado.
Al fin, aproximáronse los ladridos, el ruido de los cascos y las blasfemias; mas todo quedó segado por la imponente figura de mi señor. Arrojaron al centro del patio -y a las propias pezuñas de Hal, que reculó de espanto- una criatura casi desconocida para quienes, poco antes, la vieran triscar burlonamente por aquel lugar: tan rotas y enlodadas aparecían sus ropas, enmarañado su cabello de fuego, lívido y demudado su semblante. Un pequeño río fluía de su nariz a su boca, pero el rojo oscuro de aquella sangre, ya muy espesa, revelaba, aun a las mentes menos sagaces, qué clase de agasajos y zalemas le habían dispensado sus perseguidores, una vez le echaron la zarpa encima.
Encadenado de manos y pies, apenas si podía arrastrarse, de rodillas por el suelo. Nadie hubiera reconocido en tan lamentable criatura al joven lobezno capturado por mi señor, ni al bello y descarado gurrumino que trotaba poco antes tras su sombra.
El Barón le contempló sin pronunciar palabra. Sólo el jadeo del muchacho, y los gruñidos mal reprimidos de los perros, arañaban tan inmóvil como tormentosa forma de silencio. Al fin, el Barón tomó el collar del infortunado Kunh que le tendía uno de los sudorosos hombres: a pesar del frío, sudaban también otras muchas frentes, aunque no tomaron parte en la búsqueda y captura del mancebo.
Una vez tuvo el collar en sus manos, Mohl lo observó con detenimiento, como si jamás lo hubiera visto. Luego, lo ensartó en la punta de su lanza, y lo acercó, casi con delicadeza, a la boca del muchacho:
– ¡Trágalo! -ordenó.
Tal vez aguardaba, o anhelaba, alguna queja. Acaso una súplica. Pero el muchacho parecía mudo, sólo parecían vivir sus ojos, inhumanamente fijos en el rostro de su señor, y había en ellos una expresión de asombro y desesperación unidas, como sólo he visto, a veces, en la mirada de un animal herido.
Acercó más el Barón el collar, en la afilada punta de su lanza, al joven y éste intentó apartar el rostro. Aquel gesto levantó toda la furia de Mohl. Retrocedió en su montura, cimbreó su lanza y cargó sobre el muchacho, atravesándole la boca: igual que si del ejercicio del anillo se tratara (y que con tanto gusto solía presenciar). Lo llevó a cabo tan certeramente, y con tan singular puntería dio una y otra vez en el blanco, que, a poco, una masa sanguinolenta y viscosa sustituía a aquella boca fresca, descarada y riente, que tanta pasión -aunque más dulce- despertara otrora en mi señor.
Una sutil nevada comenzó a caer. El Barón levantó el rostro al cielo, y una centelleante lluvia de copos le cubrió la frente y resbaló por sus mejillas. En el suelo yacía el muchacho, sacudido por un estertor largo, cálidamente animal. Entonces Mohl levantó el brazo, blandió la lanza con gran sabiduría, y la arrojó sobre el cuerpo tendido. El arma se hundió en el centro de aquella frágil y hermosa criatura: lo atravesó, y clavó en el suelo. El Barón hizo una seña al lacayo, y éste soltó a los perros.
Y cuando lo despedazaban entre gruñidos de salvaje placer, el Barón espoleó su caballo; y, en torno al informe amasijo de sangre y carne desgarrada que aún palpitaba entre los dientes de los canes, repitió una y otra vez su conocido galope circular, antiguo y fúnebre. Una y otra vez -no puedo saber cuántas-, estrechó y ciñó en su cerco al informe guiñapo: ayer aún causa de tan honda, exasperada y tristísima dulzura.
En lo alto de la torre vigía, el alba iluminó los ensartados e irreconocibles despojos de aquel que a tan noble, ponderado y orgulloso caballero como el Barón Mohl puso en trance de mostrar, ante ojos indiscretos, la soledad de su corazón.
No había llegado la primera tarde cuando el vigía dio la señal de alarma.
Esta vez, sólo un jinete se divisaba en la pradera. Pausado, macizo y oscuro, avanzaba en el silencio de la nieve. Un cielo quieto, reluciente como un inmenso escudo, parecía aguardar un grito, alguna cólera. El jinete cruzó el río helado, y las sombras de los abedules se agitaron al recuerdo de un eco, que traía el espectro de un nombre. Por sobre la torre vigía, oí el aleteo de dos buitres. Después los vi volar hacia las dunas.
Aún no se distinguía el rostro del jinete, cuando Mohl lo reconoció. Y pese a saber quién era, no mostró desdén o repugnancia. Antes bien, requirió prestamente su caballo, lanza y escudo.
Entonces retornó a mis ojos una escena soñada -o quién sabe si verdadera-. Mas esta vez no fui yo, sino el propio Barón quien requirió:
– Ensilla tu caballo, y sígueme.
A nadie más permitió acompañarle. Pero eran tan extraordinarias todas las cosas, que ni siquiera sentí mi propio asombro, o el odio que tan desacostumbrado mandato hubiera despertado en sus caballeros. Le seguí, consciente de que no pisaba la blancura de un sueño, sino tal vez de un recuerdo que aún no había llegado a mí, al que observaba desde muy vastas lejanías.
El viento levantó nubes blancas del suelo. El jinete atravesó el río y, siempre en la misma calma, fue a nuestro encuentro. Cuando estuvo a una cierta distancia se detuvo. Recio, torpe y casi anciano. Bajo la bruñida tersura del cielo, brillaban sus cabellos rojiblancos, y mecíanse, junto a su rostro, dos flacas trenzas.
Un aullido largo, mucho más largo y ululante que el de los lobos de la estepa, rasgó mis oídos. En él crecía, de nuevo, aquel nombre: se tensaba como el arco, y huía una y otra vez hasta fundirse en el brillo del cielo.
– ¡Vete! -le gritó Mohl-. ¡Vuelve a la estepa! ¡No quiero luchar contigo!
Pero el Conde Lazsko avanzó aún: primero en un trote menudo, luego más briosamente. Se arrojó al fin, con pesada furia, lanza en ristre, contra mi señor.
Mohl paró y resistió el golpe; su escudo pareció abrirse en cuatro rayos blancos. Pero en lugar de responder al ataque, retrocedió en su montura, y gritó de nuevo:
– ¡Vuelve a la estepa! ¡Nunca debiste salir de allí!
Lazsko tomó nuevo impulso, alzó el arma en su corto brazo y aulló:
– ¡Devuélvemelo, maldito! ¡Devuélvemelo!
Aún dos veces más cargó con furia contra Mohl. Cuando chocaba su lanza contra el escudo de mi señor, comprobaba la firmeza de éste al parar la furia, torpe pero poderosa, de cada embestida. Aunque me causaba estupor ver que Mohl no respondía a los ataques: se limitaba solamente a rechazarlos.
El viejo Lazsko reculó de nuevo su caballo. Y de pronto, sus hombros se desplomaron, e inclinó la cabeza sobre su pecho. Sobre las pieles que cubrían su pecho vi balancearse las escuálidas trenzas, de un oro rojizo e impropio, cuya visión acreció en mi ánimo un inconcreto malestar. La voz del viejo Conde se abandonó entonces a aquel nombre, un nombre que parecía desgarrarse entre los dientes de los lobos, o formar parte misma del viento estepario. Un bramido ronco, totalmente inhumano, surgió de su garganta.
– ¡Devuélvemelo, o mátame…!
Mi señor blandió su lanza y, por primera vez, galopó y cargó contra su viejo y ya inexistente enemigo. Lo atravesó, sin que el grueso brazo de Lazsko alzara siquiera su escudo. El macizo jinete se tambaleó: un trozo de la astillada lanza se erizaba, aún, en su vientre. Luego cayó al suelo, de lado, y levantó en la nieve una blanquísima polvareda.
Me pareció que transcurría un tiempo largo, donde sólo habitaban el relincho y el coceo asustados de su hermoso corcel estepario. Al fin, el caballo volvió grupas y partió, sin jinete, hacia las dunas.
La mano enguantada y negra de mi señor se alzó en el aire, llamándome. Obedecí, presa de un súbito terror, sin voluntad, ni voz. El Barón acercó nuestros caballos al cuerpo derribado de Lazsko. Y juntos estuvimos durante mucho rato contemplándolo.
El viento levantaba su cabello, arrojaba grandes manchas blancas sobre el antiguo enemigo, se arremolinaba en su cuerpo, y parecía lamer o saborear la muerte.
Al cabo, dijo Mohl:
– ¿Quién hará igual conmigo, el día que lo precise…? ¿Quién, hijo mío?
Y me llamó hijo, aún dos o tres veces. O quizá, mil veces más. Sólo esta palabra traía el viento, en tanto regresábamos, vencedores sin gloria, hacia el castillo.
En verdad que aquel combate no fue el que yo soñaba tantas veces, cuando aún era una pobre y salvaje criatura, la espalda contra la hierba, cara a las nubes, la vista nublada por un sanguinario y ya imposible placer.
Cuando llegamos a la muralla, un sol casi transparente iluminaba las almenas. Lo primero con que mis ojos tropezaron fue la sombra triple de mis hermanos. Y tan negra aparecía en el suelo, como blanca mostrábase la nieve.