Desperté confortado por un gran fuego, en una cámara limpia y abrigada. Los muros aparecían cubiertos de pieles y tapices. Y junto a ellos, distinguí muchos cofres de madera tallada y bellos herrajes. En lugar de las estrechas ranuras acostumbradas, sus ventanas eran tan amplias como jamás viera, cubiertas con vidrios de color verde claro. Estaba tendido en algo blando y muelle, volví la cabeza y con un sobresalto descubrí ciertas pieles negras, veteadas de plata azulada, que me eran harto conocidas. Cerré los ojos y deseé retroceder a un mundo inexistente, donde me alejara en la nada y me sumiera, al fin, en ella. No tenía valor para mirar a mi señor, ni para mantenerme en su presencia. Y comprendí que aquélla era la otra mitad de la cámara a donde solía arrebatarme la ogresa. Por lo tanto, era en la propia cámara del Barón donde me hallaba, por lo que no salía de mi estupor.
Cuando tuve valor para abrir los párpados, descubrí a un extremo de la habitación un lecho muy amplio, cubierto por dosel y cortinas, con bordados de pájaros azules y verdes, muy bellos. Entonces oí una risa apagada, casi un murmullo, e incorporándome alcancé a distinguir, sentados en el suelo, dos muchachos muy jóvenes y una niña casi tan rubia como yo. Jamás había contemplado, ni fuera del castillo, ni en el castillo, ni en parte alguna, seres tan hermosos ni tan extraña aunque lujosamente adornados: con cintas y flores por todas partes de su cuerpo. En rigor, estaban desnudos de otra cosa, lo que explicaba el enorme fuego que allí ardía. Empecé a creerme víctima de una alucinación, o embrujo: tal como había oído relatar, durante las veladas, a algún insensato -así lo juzgué, torpemente- a quien no diera excesivo crédito.
Uno de los muchachos se acercó, e inclinó su rostro hacia el mío. Vi que tenía la piel muy blanca, casi luminosa de puro blanca, junto a la intensa negrura de sus rizos. En cambio, tenía ojos tan azules como los míos.
– ¿Quién eres? -farfullé molesto, apartándole con bastante brusquedad.
Casi se tambaleó bajo el empellón, y poco faltó para que cayera sobre mí, de forma que el balanceo de sus rizos rozó mi frente. En lugar de responderme, volvieron a reír los tres tan suave y apagadamente como antes. Luego, con gran gentileza, el muchacho acercó una copa y diome de beber una bebida fresca, que me apercibió de cuanta sed acumulaban mi paladar y garganta.
Mientras yo bebía ansiosamente, en el mismo tono, bajo y ligero, murmuró que no debía incorporarme, ni moverme: pues así lo había ordenado el físico. Obedecí con laxitud y de nuevo recliné la cabeza. Entonces, un grande y apacible descanso me ganó enteramente. Un descanso y una paz que, en verdad, hacía mucho tiempo no había experimentado. (O que, acaso, no había conocido nunca).
Un tironeo de brazos y piernas, nada gentil, me devolvió al mundo vulgar y conocido: el físico me zarandeaba. Alzó duramente mi cabeza y me miró los dientes. Luego acercó a mi nariz un frasco, por el que asomaban unas ramitas. Tras guardarlo de nuevo entre los pliegues de su túnica, me informó de que ya estaba curado.
– ¿Curado? -murmuré, como si me extrajesen de un pozo de confusiones.
Y desazonándome de nuevo, el anciano me comunicó que no tenía que asustarme, puesto que sólo había sufrido "la pequeña muerte", muy común, al parecer, en los muchachos de mi edad.
– Eres duro y fuerte como un jamelgo; pero demasiado alto -manifestó, con severo reproche-. ¡Procura detener tu crecimiento!
Secamente me indicó que debía reincorporarme a mis tareas habituales. Según comprobé, me hallaba de nuevo sobre el suelo, cubierto de juncos que hasta entonces me había parecido confortable. A mi alrededor despertaban los muchachos escuderos; se acordonaban la ropa y el calzado y me miraban con burla. Soporté en silencio sus chanzas, pero no atinaba a descifrar su significado. Y supuse que aquella limpia y mullida cámara, con sus bellos adolescentes (y tal vez, todo lo que creí vivir en la nieve, junto a mi señor: el frustrado combate, y el grito desgarrador del Conde Lazsko sobre el río helado), no eran sino frutos de una pesadilla, encantamiento o visión. "Algún mal -me dije- ha entrado y salido de mi cuerpo". Por lo que, después de todo, debía felicitarme de salir tan bien parado de ello. Pero una idea me desazonaba: "Una pequeña muerte", meditaba, "Una pequeña muerte…". Y por más que lo intenté, no lograba hallar sustancia alguna en estas palabras, ni atinar qué clase de mal embrujo, o ensueño, encubrían.
Nadie dio importancia a mi enfermedad, sueño o desvanecimiento: lo consideraban un mal pasajero. Tan sólo alguna irónica alusión me recordó, a veces, el incidente. Mi vida de sirviente y escudero se reanudó, igual que antes. Ni mi señor, ni su esposa, daban señales de haberse apercibido de mis osadías o mis turbulentas noches. Sin embargo, un cambio muy profundo tenía lugar en mí. O mejor dicho, sentíame objeto de una suerte de recuperación o encuentro conmigo mismo. Pero por más que atormentaba mi memoria, tampoco lograba descifrar qué clase de reencuentro se verificaba en mi ánimo. Y a menudo, en cualquier rincón oscuro, o lugar solitario, tropezaba con la sombra de mis hermanos. Aunque sólo los encontré, realmente, en presencia de otras personas. O los veía de lejos, galopando en la nieve.
Cierta noche, bajé a echar una partida de dados con los soldados. Uno de ellos, de edad avanzada y barba encanecida, había luchado con mi señor en muchos combates. Él y aquel exsoldado de Lazsko, usaban con más frecuencia que los otros el lenguaje de sobreentendidos y oscuras alusiones que yo no alcanzaba. Sin embargo, a través de la recóndita burla que en sus palabras entreveía, me pareció que en los ojos del hombre de la barba blanca alentaba una inmensa tristeza.
Aquella noche, guiado por un raro presentimiento, le pregunté casi en voz baja, de manera que no me oyeran los otros, mientras lanzaba los dados:
– Dime, ¿quiénes son los muchachos que se ocultan en la cámara de mi señor?
Él alzó los ojos; y vi un destello de sobresalto en ellos. Pero mantuve su mirada con toda la serenidad que me inculcaron las lecciones de mi señora, y que tan ejemplarmente observaba mi señor, de forma que el recelo de sus ojos declinó en una vieja y conocida socarronería, ésa que habita, agazapada, entre los arrugados párpados de todo campesino. Al tiempo que reía quedamente, respondió:
– Joven escudero, ¿eres tú, por ventura, un muchacho inocente…? ¡No lo creo!
Y a través de tan cautas como lacónicas palabras, supe que, al fin, se había rasgado un velo; y que, en adelante, su lenguaje ya no sería oscuro, ni incomprensible para mí. De forma que respondí como mejor pude a su sonrisa, y no le pregunté nada más.
Noche tras noche, partida tras partida de dados, fue desvaneciéndose en mi mente la sombra de cuanto me pareciera incomprensible o misterioso. Comprendí que, en verdad, hasta el momento fui sólo un joven cándido, salvaje y desprovisto de toda aptitud para entender el humano lenguaje. Pues día tras día habían ocurrido muchas cosas a mi alrededor y ante mí, y no las habían percibido mis ojos, ni captado mis oídos, ni albergado mi espíritu. Y palabras claramente pronunciadas en mi presencia no revestían sentido alguno hasta entonces, cuando todos los jóvenes escuderos del castillo y los caballeros y las damas y los soldados (y hasta el último de los sirvientes) tenían por viejo y conocido cosas que yo ni siquiera sospeché.
Desde el momento mismo que tuvo lugar tan curioso despertar de todo mi ser, las partidas de dados menudearon. Pues, aunque ya nada nuevo iban a descubrirme, me aficioné a ellas. Incluso estimé la áspera cerveza, la tosquedad de lenguaje y hasta llegué a participar en las burlas (que ya no se me antojaron impenetrables, sino groseras, y un tanto insípidas).
Así, otro día supe que el ahijado de Lazsko había abandonado a su protector, para, según rumores, unirse a una partida de salteadores de caminos. En las frías noches, junto al fuego de los soldados, los vagabundos y gentes de camino contaban a la guardia que el viejo Conde había caído en una desesperación obsesa y embrutecedora, que sólo abandonaba su fortaleza y borrachera para salir a la nieve y el viento, en busca de tan ingrata criatura. Y el nombre de este malvado muchacho rodaba por la estepa y las dunas, fundido en el aullido de los lobos.
El invierno finalizaba y sólo muy de tarde en tarde volvía la furia del viento. Pero más de una noche, durante mis clandestinos compadrazgos con la baja soldadesca, ganando o perdiendo, ora una prenda, ora un arreo, oí el chirriar de una puerta, hasta entonces secreta (o que imaginé secreta) y unos suaves pasos que se deslizaban a lo largo del muro. El viejo soldado de la barba cana me guiñaba un ojo, maliciosamente. Él, u otro cualquiera, pues ya no había recelos entre los soldados y yo. Jóvenes muchachos y tiernas niñas salían o entraban de la torre, con pasitos furtivos; ávidos y perversos gatitos, reyes de la noche y de una muy efímera felicidad. Luego oía cascos de caballos, alejándose hacia las murallas.
– A veces mueren -me dijo, borracho, el ex soldado de Lazsko.
Pero nadie, excepto yo, pareció escuchar estas palabras. El viento de los ogros ya no era un misterio para nadie.
Día a día, el sol fue alegrando de nuevo nuestro cielo y se reanudaron los juegos guerreros.
Empezó a resultar notoria mi habilidad y mi fuerza en tales ejercicios. Algunos escuderos alcanzaríamos muy pronto la edad o el mérito suficiente para ser investidos caballeros. Y por tanto, la rivalidad en el aprendizaje se hacía más dura y más empeñada la competencia.
En el curso de estos entrenamientos -que mi señor seguía con gran atención- Mohl me mostró cierta buena voluntad. Aunque jamás me hablara directamente, salvo para darme órdenes, yo notaba que había reparado en algún aspecto de mi persona que no le era ingrato. Aunque no acertaba a desentrañar cuál era, pues no sabía si apreciaba mi fuerza, mi habilidad, o simplemente, mi presencia. ¿O, mi aún muy primitiva naturaleza, que sobresalía también por su brusco talante y carencia de refinamiento?…
Lo cierto es que, por una u otra causa -y averiguarla en hombre tan mesurado y frío como él, no resultaba empresa fácil- aquella buena voluntad fue transparentando (o así me lo pareció) una indudable predilección. Requirió con más frecuencia mis servicios y me elevó y distinguió entre los jóvenes escuderos. Por tanto, la primera vez que en presencia de sus comensales me dirigió la palabra, un gran asombro cruzó la estancia, desde el primero hasta el último puesto de la mesa (allí donde mis tres hermanos comían en hosco silencio).
Aunque no me miró -ni siquiera volvió el rostro hacia mí-, bien se entendía que hacia mi persona iban dirigidas sus palabras. Y no las pronunció en voz baja, sino tan alta, que ni un solo presente dejó de percibirlas. Mientras escanciaba vino en su copa, le oí decir:
– Ese rubio cabello y esa mirada nos devuelven la herencia del pasado, hasta el más alejado confín de la tierra, a nadie se puede hallar tan rubio, ni de tan azules y feroces ojos. Al contemplar a este muchacho, siento en mi nuca el aliento de los dioses perdidos.
Tan insólitas palabras (que semejaban una adivinanza) fueron, no obstante, comprendidas al instante por mí; pero no así, imagino, por la mayoría de quienes las escucharon. Mas, dado que a menudo Mohl pronunciaba frases misteriosas y luego pasaba sin transición a otros temas, la extrañeza causada por semejante comentario borróse fácilmente de todos los oyentes (salvo de mis tres hermanos). Un temblor inoportuno se apoderó de mi mano y hube de hacer un gran esfuerzo para no derramar el vino sobre el hombre que había pronunciado tales sentencias.
El Barón quedó sumido en un raro silencio, y acaso con el propósito de que mis oídos y entendederas captaran más exactamente que se había dignado referirse a mi poco relevante persona añadió al fin:
– Conozco muy bien la causa de que, aún tan joven, seas ya muy temido. Y vaticino que lo serás mucho más, en grado creciente, hasta el último de tus días. No eres hermoso, ni gentil, pero tu naturaleza vive más allá de tan perecederas cualidades. Y puede, incluso, resultar mucho más tentadora que la belleza y la dulzura.
Tras aquellos memorables -al menos, para mí- vaticinios, mi señor pasó mucho tiempo sin volver a dar muestras de notar mi existencia.
Al fin llegó el último día del invierno. Y con el buen tiempo, cobraron más y más vigor los ejercicios violentos. Organizáronse varios encuentros de caballeros y los juegos guerreros menudearon. A presenciar algunos, fueron invitadas las damas, de suerte que acudían muy animadas y contentas. Y la que más, entre todas, mi señora. A los jóvenes no investidos, no nos estaba permitido tomar parte en las lides pero sí portar las armas, seguir de cerca a nuestros caballeros. Y si caían heridos, sacarlos del campo como mejor pudiéramos.
Tras celebrarse uno de estos encuentros entre los caballeros de Mohl y los de un barón de las cercanías, se sirvió una abundante comida sobre la hierba, pues tras el frío invierno, la primavera se ofrecía en todo su esplendor.
La Baronesa me llamó, indicándome que me arrodillara a su lado. Aguardé así alguna de sus órdenes. Pero en lugar de hacerlo me tendió una copa donde, sobre aguamiel, flotaban pétalos de flores. Y dijo:
– Llegado ese día, querría presenciar tu primer combate, puesto que yo inicié, desde lo más sumario, los pasos de tu aprendizaje. He sido tu maestra y, como tal, esa fecha revestirá un recuerdo muy emotivo para mí.
Quedé un tanto perplejo. En verdad había mucha razón en sus palabras; pero no atinaba a calibrar hasta qué punto ella misma era consciente de su doble filo. Sus cejas permanecían imperturbablemente altas y arqueadas, y su mirada como amparándose en algún sueño interior. Tomé la copa entre las manos, pero no me atreví a probarla. El dulzor de la miel me repugnaba y los pétalos que la cubrían me parecieron, de improviso, una sarta de diminutos animales -mariposas o luciérnagas, injustamente asfixiadas- sinceramente repugnantes. Tuve miedo de mirar sus ojos: de antiguo conocía esas pupilas amarillas, intensas y fríamente exasperadas. Bruscamente, sus dedos largos y duros izaron mi barbilla y sus ojos se apoderaron impíamente de los míos, sin permitirles un posible resquicio a la huida, o refugio alguno.
– En verdad -murmuró en voz baja y lenta- que, como dijo mi señor, eres feo. Pero he oído comentar, también, que allí de donde vienes, o hacia donde vas, se percibe muy cerca la sombra de los dioses perdidos.
Quedó en silencio un momento. Y mientras duró llegué a creer que sus ojos prenderían fuego a los míos. Al fin, añadió:
– Pero los dioses han muerto. O, tal vez, yo los he olvidado. Diles que algún día regresen a mí…
Lleno de turbación, notaba cómo renacían en mis venas un rencor y una desolación infinitos, que imaginaba enterrados. Un dragón sacudía de su lomo cenizas ardientes, alzaba la cabeza y me devolvía a un tiempo en que disputaba a los perros los huesos que arrojaba mi padre de su plato. Contemplé el cuello largo y blanco, parecido al de un cisne, de la Baronesa. Un gusto a sangre inundó mi lengua, y deseé hundir en él mi daga, degollarla, como hice con el jabalí de pelaje dorado -sagrado o infernal despojo-; y luego, tuve la súbita revelación de que aborrecía a mi padre, y a mi perdida infancia, al tiempo que los añoraba hasta el dolor.
Pero la Baronesa ignoraba, sin duda alguna, esta doble naturaleza, tanto en ella, como en mí mismo. Deseé entonces, muy violentamente, que mudara en ogresa, allí mismo, sobre la hierba, en el sol de los guerreros, el ruido de las armas y el galope de los caballos. Pero ella, con un gesto de la mano, me despidió.
Y mi ogresa no vino a buscarme, ni aquel día, ni muchos después.
Pasó la primavera. Y cuando ya el verano declinaba, el Barón dispuso una gran cacería. Me ordenó entonces que formara parte de sus escuderos, aunque esto era contrario a las costumbres (no sólo suyas, sino generales), pues aquel puesto sólo se lograba tras relevantes méritos, o por la pureza del linaje.
Cuando me dispuse a cumplir sus órdenes, no supe discernir, con sorpresa y malestar, si aquéllas que tuve por visiones en la nieve y que el físico denominó "muerte pequeña" -esto es: la imagen de un Barón Mohl, de metal negro, rígidamente alzado en el blanco patio de armas- eran tales o, por contra, sucedieron fuera de los sueños (aunque no formaban parte de la realidad que conocía). No sentí, pues, satisfacción ni orgullo alguno por tal distinción, a todas luces extraña y, como no tardé en apreciar, peligrosa.
Llegadas a este punto las distinciones del Barón, mis hermanos sintiéronse especialmente ultrajados. Así lo evidenciaba la dañina expresión de sus ojos clavados en mí cuando me vieron portando su jabalina. Y hubieran manifestado su odio y su despecho de forma harto más contundente, de no hallarse presente la gente del Barón y el Barón mismo.
Apareció entonces en la cumbre de un altozano la Baronesa, mi señora, sobre su blanco corcel. Peinaba las trenzas en torno a su cabeza, como una diadema de oro, y sus ojos mostraban su peculiar y asombrado desdén. Llevaba un halcón al puño y se cubría con un manto que, a la luz de la mañana, parecía de plata. Iba acompañada de la menor de sus sobrinas, aquélla por la que yo sentí un recatado e inane amor. Y comprobé al instante que este sentimiento había desaparecido por completo. Junto al rostro frío, delgado y blanquísimo de mi señora, el lozano y juvenil de la muchacha parecía una empanada. En cambio, todo mi ser ardía al contemplar y recrear en mi recuerdo a mi amada ogresa.
El Barón frunció el entrecejo y dijo:
– ¿Por qué ese halcón, mi señora…? No atino a comprender su puesto, en la presente cacería.
Ella sonrió, con los labios cerrados; pero había una profunda seriedad en sus ojos, al responder:
– Este halcón, mi señor, tiene su puesto en mi puño.
Entre la bruma de la mañana, su voz parecía un delgado río. Inclinó luego la cabeza, en una suerte de acatamiento y saludo, tan gentiles, que mucho contrastaban con sus palabras y actitud. Luego, con ímpetu inusitado en tan delicada persona, espoleó su montura y se alejó.
Cuando partió la comitiva y llenóse el aire con los ladridos de los perros, las voces de los ojeadores y el ulular del cuerno que abría la jornada de caza, sentí un deseo muy violento de subir hacia lo alto de la torre vigía: de allí había partido, una vez, un grito de alarma, sobresaltándome hasta el punto de no saber si relegarlo al reino de lo inmaterial o al de lo humano. El sol se alzaba ya tras las almenas y me pareció más brillante que nunca. Entonces recordé que estaba ya muy próxima la época de la vendimia, que pronto cumpliría quince años y que, según todos los indicios, sería armado caballero. Por primera vez, esta idea no me produjo alegría, el impaciente júbilo acostumbrado. Lleno de malestar, azucé mi montura, en pos de mi señor (tal y como me había sido ordenado) y noté físicamente, clavándose en mi nuca, el odio de sus escuderos. Con toda seguridad, en aquella jornada el número de mis enemigos en el castillo aumentó de forma singular.
Las sombras de tres jinetes, que demasiado conocía, parecían morder la grupa de mi caballo. Y aún más: creí verlas alzándose del suelo y extender un agorero vuelo sobre mí. Sentí entonces su peso, el chirriar metálico de sus alas, como si estuvieran hechas de una sustancia más densa y mortal que el hierro de la espada.
El Barón volvió la cabeza hacia mí:
– Yo no desdeño las advertencias de los dioses, tus dioses y mis dioses -dijo-, pero has de saber que en nada estimo el don de la fecundidad. Y aunque ningún hombre noble, mísero mendigo o simple villano entendería estas palabras, lo cierto es que no deseo descendencia, ni la deseé jamás. El día que yo muera, habré elegido mi heredero a mi placer, y otorgaré cuantos bienes dispongo a quien juzgue más digno de ellos, sin tener que debatirme entre mis sentimientos de padre y la posible -o quizá probable- imbecilidad de mis hijos.
Como puede suponerse, tras el inesperado comentario de mi señor tan confidencial y tan extraño, ningún juicio o parecer salió de mi boca. Aunque algo se me hubiera ocurrido decir -que no se me ocurrió-, me hubiera guardado mucho de exponerlo en voz alta: no era ya tan cándido, ni tan temerario como en el presunto o verdadero sueño de la nieve.
La caza no ofreció singular emoción, ni aun atractivo alguno. Pues tras haber manifestado -aunque de alambicada manera- su ausencia de escrúpulos por el acto de matar jabalíes, mi señor pareció perder todo interés en ello. Y si él perdía interés en algo, todos los que le seguían y acompañaban lo perdían en el acto y al unísono.
Ya descendía el sol hacia las praderas cuando Mohl manifestó su deseo de reposar un rato bajo la sombra de los abedules, a la orilla del río. Se detuvo la cabalgata y, aunque los pajes y sirvientes se apresuraron a izar la pequeña tienda y preparar las bebidas y refrescos, Mohl se alejó, solo y evidentemente olvidado de cuanto le rodeaba.
Lo vimos desmontar, junto a los árboles. Y luego se sentó en las piedras de la orilla, como un vulgar villano. A poca distancia, aunque respetando su manifiesto deseo de soledad, le seguí yo (tal como me había ordenado en un principio). Pues mucho me encareció que no me alejara apenas de él.
De nuevo noté, a mi espalda, las largas sombras de mis hermanos. En aquel momento el Barón alzó el brazo derecho y me hizo señas para que me aproximara. Al punto, viendo recortarse en el aire su guante negro, un extraño terror me invadió. Como si aquel o aquello que me reclamaba fuera el signo, o anuncio, de algo aún más oscuro que la misma muerte.
Con ánimo conturbado, obedecí su orden de llevarle una bebida. Y cuando le tendí la copa, por vez primera me miró de frente y a los ojos. Con sorpresa y sobresalto comprobé entonces que en la sombra de sus párpados brillaban unas claras pupilas, tan centelleantes y grises como el resplandor del agua bajo el sol. "¿Cómo es posible?", me dije, sintiendo crecer el temor. "Siempre creí que no existían ojos tan negros como los suyos…"
El Barón apartó de mí su mirada y quedó pensativo, contemplando el borde de su copa.
– Observa con atención -dijo entonces.
– ¿El qué, mi señor? -balbuceé confuso.
– El Gran Río: él es, en verdad, el camino que lleva a nuestra patria. Y te confieso que nunca admití la creencia, tan común, de que mi raza proviene de la tierra. No, yo no procedo de esta árida y triste planicie, ni deseo tampoco que a ella vayan a parar mis huesos. Ordenaré a mis herederos que arrojen mi cadáver a las aguas, rumbo a aquella vasta pradera, que a menudo sueño; ésa donde acude a beber la gaviota.
Dio un sorbo a su copa y sus labios brillaron, teñidos de vino:
– Según oí a quienes saben estas cosas -añadió-, por esa corriente llegaron a esta tierra nuestros dioses. Y todos ellos eran tan rubios y tan feroces como tú.
No pude dominar por más tiempo mi lengua y me oí decir apasionadamente:
– ¿Desde dónde, desde cuándo navegaban ellos, mi señor…?
(Pues yo conocía también la gran pradera de la gaviota, y oía sus gritos en un viento salado).
Inmediatamente tuve conciencia de mi osadía y esta vez no era visión, ni fruto de la extraña dolencia que llamaban "pequeña muerte". Mas el Barón no tomó mi pregunta como impertinencia, antes bien, pareció complacerse en ella. Con una tristeza que hasta aquel momento nunca había percibido en su voz, murmuró:
– No lo sé, hijo mío.
Y antes de que pudiera anonadarme por tan insólito tratamiento, prosiguió:
– Sólo puedo decir que tengo por muy cierta (y así yace en mi memoria más remota) la imagen errante de un pueblo que navega sin cesar… Un pueblo temido, insaciable y profundamente desdichado.
Tras estas palabras, el detenido viento que de antiguo conocía llegó de nuevo a mí. Y no agitaba una sola hoja, o rama. Era otra vez el viento de mi infancia, atrapado, acechante. Me estrechó y rodeó de tal manera, que creí oír el crujido de todos mis huesos; pues me sabía preso en él, desde una perdida vendimia donde ardió, en mil llamas impías, un árbol humano. Miré desesperadamente hacia el río, y vi descender corriente abajo un enorme dragón, con la cabeza alta y los ojos de oro, donde aún brillaba la última mirada que me llevé de la casa de mi padre. En su lomo se erizaban cien lanzas y cien guerreros, todos tan altos y tan rubios como yo. Y proferían el mismo grito que yo llevaba en las entrañas. Supe entonces que era un largo, remoto y vastísimo grito de guerra: lo conocía y profería, desde mucho tiempo y muchos hombres anteriores.
El Barón me preguntó qué era lo que con tanto ahínco miraba, y aún me repitió por tres veces su pregunta. Y agazapado en su voz -a despecho de lo increíble-, descubrí el latido de un vago terror.
– Veo un dragón, mi señor -respondí. Aunque oía mi voz, pero no podía despegar los labios.
– ¡Mátalo! -gritó Mohl, con toda la furia que se escondía bajo su piel (la furia que le impelía a intercalar, sin motivo ni oportunidad aparente, en medio de la más plácida de sus pláticas, relatos atroces y sangrientos).
Luego, casi sin transición, su voz cambió y perdió todo matiz de flaqueza, de miedo o de furia. Se levantó del suelo, desenvainó su espada y, entregándomela, lanzó al aire la brusca y brutal carcajada que tanto estremecía a quienes la escuchaban. Noté cómo aquella risa paralizaba la sombra de mis hermanos, a nuestras espaldas. Y esto fue, en verdad, lo más sorprendente de tan insólitos sucesos. Pues mientras me ofrecía el arma, añadió, con tan salvaje alegría, que se antojaba aún más temible que su cólera:
– ¡Ve, corre y mata al dragón!
Creí que de mi ser brotaba un nuevo yo. Me vi a mí mismo tomar con ambas manos aquella inmensa espada casi sagrada y correr en dirección al Gran Río. Entré en el agua, blandiendo la pesada hoja en alto mientras sentía sobre mi cabeza un fulgor de relámpago y el blanco restallar de su látigo.
Cuando el agua me llegó a la cintura y noté su voraz deseo de hundirme y arrastrarme, el dragón ya había partido. Pues había sucedido todo en un tiempo muy alejado de mi vida.
Luché contra la corriente, abrumado en la angustia de una irremediable derrota. Llegué a la orilla empapado de agua. Y muy humillado, regresé junto a mi señor.
El Barón, sus caballeros y escuderos y la gente que le acompañaba se reían con gran alborozo. Y comprendí que todos se burlaban de mí.
Todos, excepto mis hermanos, cuyas sombras parecían formar parte de la misma tierra que pisaban. En lo alto de la colina, mi señora también permanecía seria. Erguida y blanca sobre su caballo, el puño alzado y el halcón posado en él.
Declinaba la tarde, cuando la comitiva regresó. Los caballos avanzaban por la orilla del río y, entre los árboles, un prolongado eco o algún desazonado y triste augurio repetía la llamada de los cuernos de caza.
Por aquella parte del río había un profundo remanso que arremolinaba las aguas. En su verde nocturno giraban enloquecidamente ramas desprendidas y desdichados animales: ardillas o nutrias, inopinadamente muertas. Según decían las gentes, era aquél un lugar peligroso, donde se prodigaban misteriosas y menudas muertes de animales, mientras en las húmedas orillas danzaban los elfos en su proclama de la luna llena.
Al llegar a este punto, Hal, el caballo de mi señor, se detuvo en seco: los ojos desorbitados, temblorosos los remos y la crin encrespada por un viento en verdad imperceptible. La jauría lanzó al aire un aullido atroz e innumerable, algún perro arrancó las correas que le sujetaban y se lanzó, enajenado, hacia el río. En la tarde, aún dorada y hermosa, se recortó entonces el halcón de mi señora. Voló en círculos despaciosos sobre la montura de mi señor y luego, cual flecha embrujada, se lanzó sobre él: los ojos inflamados de cólera y el pico dispuesto al ataque. En verdad que sus redondas pupilas semejaban diminutos soles, abrasados por un odio que se adivinaba muy largamente madurado. La mano enguantada de negro se alzó y protegió el rostro de Mohl cuando la flecha de uno de sus escuderos atravesó el ave, apenas a tiempo de que lograra alcanzarle. El halcón cayó sordamente sobre la cruz de su montura y salpicó su rostro de rojo.
Entonces vi por última vez a mi señora ogresa. Aquélla a quien amaba, sin saberlo, sobre todas las cosas de este mundo. Giraba en el torbellino maldito del remanso y su cabeza de oro sobresalía de la turbia espuma, como un redondo girasol. Se le había desprendido el manto y tras ella flotaba, como la estela de una nave sin rumbo: sus trenzas sueltas, en la huida, clamaban por alguna venganza o la tardía furia de una destruida inocencia. Caí de rodillas y sin que mi mente alcanzara otra más sensata o al menos dolorosa idea, me dije tan sólo que no debía mi señora haber puesto tanto cuidado en arrollar y trenzar sus cabellos (más resplandecientes que el verano y tan agonizantes como él) si al fin se habían deslizado de su frente y ahora de tal guisa naufragaban tras ella en innumerables hilos de oro.
Tres caballeros se arrojaron al agua del peligroso remanso. Y cuando la sacaron de allí, vi en la frente de mi amada una fosforescente corona de lágrimas vegetales y, en torno a sus labios, el azulado cerco del jugo de las moras.
Mi señor honró su memoria con suntuosos funerales. Y se le guardó un luto, aunque breve, tan riguroso como intachable.