Primera parte

DESDE JUNIO DEL 68 A. J.C.

HASTA MARZO DEL 66 A. J.C.

– Bruto, no me gusta el aspecto de tu piel. Ven aquí, a la luz, por favor.

El muchacho de quince años no dio muestras de haber oído nada, se limitó a permanecer encorvado sobre una única cuartilla de papel con la pluma roja, cuya tinta hacía mucho tiempo que se había secado, dispuesta en el aire.

– Ven aquí inmediatamente, Bruto -le repitió su madre plácidamente.

El la conocía bien, así que bajó la pluma; aunque no le tuviera un miedo mortal a su madre, no tenía ganas de alentar el descontento en ella. Se podía ignorar la primera llamada sin peligro alguno, pero la segunda significaba que esperaba que se le obedeciera, incluso tratándose de él. Bruto se levantó y se acercó a Servilia, que se encontraba de pie junto a una ventana cuyos postigos estaban abiertos de par en par, porque Roma se estaba abrasando bajo una temprana ola de calor impropia de aquella época del año.

Aunque Servilia era de baja estatura y Bruto últimamente había empezado a crecer hasta lo que ella esperaba que fuera una estatura considerable, la cabeza del muchacho no sobresalía excesivamente de la de su madre; ésta levantó una mano, lo sujetó por la barbilla y comenzó a examinar de cerca varios granos rojos e irritados que le abultaban la piel a su hijo alrededor de la boca. Luego lo soltó y cambió la mano de sitio para apartarle de la frente unos rizos oscuros y sueltos. ¡Más erupciones!

– ¡Cómo me gustaría que llevases siempre el pelo corto! -comentó tirándole de un mechón que amenazaba con taparle la visión al muchacho lo suficientemente fuerte como para que a éste se le humedecieran los ojos.

– Mamá, el pelo corto no es propio de intelectuales -protestó.

– El pelo corto es práctico. No se cae sobre la cara y además no irrita la piel. Oh, Bruto, en qué martirio te estás convirtiendo para mí!

– Mamá, si lo que querías era un guerrero con la cabeza rapada, deberías haber tenido más hijos con Silano en lugar de un par de chicas.

– Un hijo se puede mantener, pero con dos hay que estirar el dinero más de lo que da de sí. Por otro lado, si le hubiera dado un varón a Silano, tú no serías su heredero, además de ser el heredero de tu padre.

– Se acercó a paso majestuoso al escritorio donde él había estado trabajando y se puso a revolver con dedos impacientes los rollos de papel que había encima-. ¡Mira qué desorden! No es de extrañar que tengas los hombros caídos y la espalda hundida. Sal al Campo de Marte con Casio y con los otros muchachos de la escuela, no pierdas el tiempo intentando condensar toda la obra de Tucídides en una hoja de papel.

– Resulta que soy yo quien escribe los mejores compendios de toda Roma -afirmó su hijo en tono altanero.

Servilia lo miró con ironía.

– Tucídides no era muy prolífico con las palabras -dijo-, aunque tuviera que escribir muchos libros para relatar el conflicto entre Atenas y Esparta. ¿Qué ventaja hay en destruir su hermoso griego para que los romanos perezosos puedan obtener un árido resumen y luego se feliciten a sí mismos por saberlo todo acerca de la guerra del Peloponeso?

– La literatura se está haciendo demasiado vasta para que un hombre cualquiera la abarque toda sin recurrir a resúmenes -insistió Bruto.

– Se te está estropeando la piel -repitió Servilia volviendo así a lo que en realidad le interesaba.

– Eso es bastante corriente en los muchachos de mi edad.

– Pero no entra en los planes que tengo para ti.

– ¡Y que los dioses ayuden a cualquier hombre o cosa que no entre en los planes que tú tienes para mí! -gritó Bruto, enfadado de repente.

– ¡Vístete, vamos a salir! -fue lo único que contestó ella; y salió de la habitación.

Cuando entró en el atrio de la espaciosa casa de Silano, Bruto vestía la toga de orla púrpura propia de la infancia, porque oficialmente no se convertiría en hombre hasta diciembre, cuando llegara la fiesta de Juventas. Su madre ya estaba esperándolo y lo observó con ojo crítico mientras se acercaba a ella.

Sí, decididamente tenía los hombros caídos y la espalda hundida. ¡Con el niño tan guapo que había sido de pequeño! Encantador hasta el pasado enero, cuando ella le había encargado a Antenor, el mejor escultor retratista de toda Italia, un busto de Bruto. Pero ahora la pubertad se estaba haciendo notar de una forma más agresiva, y la temprana belleza de su hijo se iba desvaneciendo incluso a los parciales ojos de Servilia. Bruto seguía teniendo los ojos grandes, oscuros y soñadores, con párpados interesantes y pesados, pero la nariz no se le estaba convirtiendo en el imponente edificio romano que ella esperaba, sino que permanecía obstinadamente corta y con la punta bulbosa, como la de ella. Y la piel, que antes había tenido aquel exquisito color aceitunado, suave y sin defectos, ahora llenaba de temores a Servilia. ¿Y si su hijo fuera uno de aquellos horribles desafortunados a los que se le formaban unas pústulas tan nocivas que les quedaban cicatrices? ¡Era demasiado joven! Tener quince años significaba una infección prolongada. ¡Granos! Qué asqueroso y vulgar. Bueno, al día siguiente mismo haría consultas entre los médicos y herbolarios… y le gustase a Bruto o no, iba a ir al Campo de Marte cada día para hacer ejercicio como es debido y formarse en las habilidades marciales que necesitaría cuando cumpliera diecisiete años y tuviera que alistarse en las legiones romanas. Como contubernalis, claro está, no como un simple soldado raso; sería cadete bajo el mando personal de algún comandante consular que lo llamaría por su nombre. La cuna y posición de su hijo le aseguraban ese puesto.

– ¿Adónde vamos? -le preguntó Bruto todavía irritado porque ella lo había arrancado a la fuerza de su tarea de compendiar a Tucídides.

– A casa de Aurelia.

De no haber tenido la mente concentrada en el problema de cómo condensar semejante mina de información en una sola frase -y de haber sido el día algo más clemente-, su corazón habría saltado de gozo; pero en cambio gruñó: ¡no me hagas ir a los barrios bajos hoy!

– Sí.

– ¡Está tan lejos! ¡Y es una zona tan tétrica!

– Puede que sea una zona tétrica, hijo mío, pero la señora está muy bien relacionada. Todo el mundo se habrá reunido allí.

– Hizo una pausa y lo miró de reojo, astutamente-. Todo el mundo, Bruto, todo el mundo.

A lo cual su hijo no respondió ni palabra.

Con dos esclavos que le facilitaban el avance, Servilia bajó con esfuerzo los escalones de los Fabricantes de Anillos y se metió en el estruendo infernal del Foro Romano, donde a todo el mundo le encantaba reunirse, escuchar, mirar, pasear y codearse con los poderosos. Ni el Senado ni ninguna de las Asambleas tenía previsto reunirse aquel día, y las cortes disfrutaban de unas breves vacaciones, pero no obstante algunos poderosos iban y venían por allí, y se les distinguía fácilmente por los fasces, oscilantes haces de varillas atados con correas rojas, que sus lictores portaban a la altura del hombro para proclamar su imperio.

– ¡Esta cuesta es muy pronunciada, mamá! ¿No puedes ir más despacio? -jadeaba Bruto mientras su madre marchaba Clivus Orbius arriba, al final del Foro; el muchacho sudaba profusamente.

– Si hicieras más ejercicio no te quejarías -dijo Servilia sin impresionarse.

Hedores nauseabundos y putrefactos asaltaron las fosas nasales de Bruto a medida que los altos edificios de viviendas de Subura se hacinaban apretados entre sí y cerraban el paso a la luz el sol; las paredes desconchadas rezumaban limo, las acequias de las aceras llevaban regueros oscuros y espesos hacia el interior de las rejillas y las diminutas cavernas sin iluminación que eran las tiendas pasaban incontables. Por lo menos la sombra húmeda y malsana hacía que la temperatura resultase algo más fresca, pero aquélla era una parte de Roma de la que el joven Bruto de buena gana hubiera prescindido, por mucho que allí estuviera «todo el mundo».

Por fin llegaron a la parte exterior de una puerta bastante presentable de roble curado, bien tallada en forma de paneles y con un brillante y pulido llamador orichalcum en forma de cabeza de león con las fauces abiertas. Uno de los esclavos de Servilia golpeó con él vigorosamente la puerta, que se abrió de inmediato. Tras ella, de pie, se encontraba un anciano griego manumitido, más bien rollizo, que les hizo una profunda reverencia mientras les franqueaba la entrada.

Era una reunión de mujeres, desde luego; si Bruto hubiera sido lo bastante mayor como para ponerse la toga blanca sin adornos, la toga virilis, y ya hubiera estado iniciado en las filas de los hombres, no se le habría permitido acompañar a su madre. Aquella idea le provocaba pánico a Bruto. ¡Mamá debía tener éxito en su petición, él tenía que seguir viendo a su querido amor después de diciembre, cuando alcanzara la categoría de hombre adulto! Pero sin traicionar en absoluto ese sentimiento, Bruto abandonó las faldas de Servilia en el mismo momento en que empezaron los saludos efusivos, y se escabulló hacia un rincón tranquilo de aquella habitación llena de chillidos, procurando hacer todo lo posible por mezclarse con la decoración, carente de pretensiones.

– ¡Ave, Bruto! -dijo una voz ligera aunque ronca.

Este volvió la cabeza, miró hacia abajo y sintió que el pecho se le hundía.

– Ave, Julia.

– Ven, siéntate conmigo -le exigió la hija de la casa al tiempo que lo conducía hasta un par de sillas pequeñas que había justo en el rincón. Se instaló en una de ellas mientras Bruto se agachaba con dificultad para acomodarse en la otra.

Sólo ocho años… ¿cómo era posible que fuese ya tan hermosa?, se preguntaba el deslumbrado Bruto, que la conocía bien porque su madre era una gran amiga de la abuela de la niña. Blanca como el hielo y la nieve, con la barbilla puntiaguda, los pómulos bien formados, los labios débilmente rosados y tan deliciosos como una fresa, y unos ojos azules muy abiertos que miraban con gentil viveza todo lo que abarcaban; si Bruto había ahondado en la poesía del amor era a causa de aquella niña a quien había amado durante… ¡oh, durante varios años! Y sin haber comprendido en realidad que aquello era amor hasta hacía poco tiempo, cuando Julia había vuelto la mirada hacia él con una sonrisa tan dulce que el descubrimiento de aquella comprensión había sido para Bruto algo semejante al sobresalto que provoca el estallido de un trueno.

Aquella misma noche Bruto había acudido a su madre y la había informado de que deseaba casarse con Julia cuando ésta creciera lo suficiente.

Servilia lo había mirado fijamente, atónita.

– ¡Si no es más que una niña, mi querido Bruto! Tendrás que esperar nueve o diez años.

– Se prometerá en matrimonio mucho antes de que sea lo suficientemente mayor para casarse -le había respondido Bruto haciendo evidente su angustia-. ¡Por favor, mamá, en cuanto su padre regrese a casa pídele la mano de Julia en matrimonio!

– Es muy posible que cambies de opinión.

– ¡Nunca, nunca!

– Su dote es mínima.

– Pero su cuna es todo lo que podrías desear en mi esposa.

– Cierto.

– Aquellos ojos negros que podían adoptar una expresión tan dura reposaron en el rostro de su hijo no exentos de comprensión; Servilia apreciaba la fuerza de aquel argumento. De manera que estuvo dándole vueltas mentalmente durante unos instantes, y luego asintió-. Muy bien, Bruto, la próxima vez que su padre venga a Roma, se lo pediré. No necesitas una esposa rica, pero es esencial que su cuna esté a la altura de la tuya, y una Julia sería ideal. Especialmente esta Julia, patricia por ambas partes.

Y así lo habían dejado, en espera de que el padre de Julia regresara de la Hispania Ulterior, donde desempeñaba el cargo de cuestor. Y a pesar de que era la inferior de las magistraturas importantes, no era de extrañar que Servilia supiera que el padre de Julia había desempeñado el cargo extremadamente bien. Lo que sí resultaba extraño era que ella nunca lo hubiera conocido en persona, considerando lo poco numeroso que era el grupo de verdaderos aristócratas de Roma. Ella era una; él, otro. Pero, según los rumores femeninos, aquel hombre era una especie de marginado entre los de su clase, demasiado ocupado para hacer la vida social que la mayoría de sus iguales cultivaban cuando se encontraban en Roma. Habría sido más fácil solicitar la mano de su hija en nombre de Bruto si ella ya lo conociese, aunque albergaba pocas dudas de cuál iba a ser la respuesta. Bruto era muy buen partido, incluso ante los ojos de un Julio.

El salón de recepción de Aurelia no podía compararse a un atrio palatino, pero era lo bastante grande como para albergar cómodamente a la docena aproximadamente de mujeres que lo habían invadido. Los postigos abiertos daban a lo que comúnmente se consideraba un bonito jardín, gracias a Cayo Matio, el inquilino del otro apartamento de la planta baja; él había hallado la manera de que las rosas pudieran florecer en la sombra; había conseguido que las parras escalasen los doce pisos de paredes con celosías y balcones, había podado los arbustos de boj hasta formar esferas perfectas y había instalado un habilidoso sistema de alimentación basado en la fuerza de gravedad hasta el estanque de mármol, lo que permitía que un encabritado delfín de dos colas escupiera agua por aquella espantosa boca suya.

Las paredes del salón de recepción estaban bien conservadas y pintadas con el color rojo de moda; el suelo de terrazo barato se había bruñido hasta adquirir un atractivo brillo de color rosa rojizo, y el techo se había pintado simulando un cielo de mediodía con nubes algodonosas, aunque no podía presumir de ornamentos caros. No era la residencia de uno de los poderosos, pero sí adecuada para un senador de rango inferior, suponía Bruto mientras lo observaba todo sentado junto a Julia, que a su vez miraba a las mujeres; Julia lo sorprendió, así que Bruto también dirigió la mirada hacia las mujeres.

Su madre había tomado asiento junto a Aurelia en un canapé, desde donde podía exhibirse a sus anchas a pesar de que a su anfitriona, aunque había alcanzado ya los cincuenta y cinco años, se la consideraba una de las mayores bellezas de Roma. La figura de Aurelia era elegantemente esbelta y le favorecía permanecer en reposo, porque entonces no se le notaba que cuando se movía lo hacía con demasiada viveza como para resultar grácil. Ni un asomo de canas le enturbiaba el cabello de color castaño, y tenía la piel lisa y lechosa. Era ella quien le había recomendado a Servilia una escuela para Bruto, porque era la principal confidente de la madre de éste.

A causa de ese pensamiento la mente de Bruto dio un salto hasta la escuela, una digresión típica para una mente que tenía tendencia a la divagación. Su madre no deseaba enviar a Bruto a la escuela, pues temía que su hijo se viera expuesto a niños de rango y salud inferiores, y estaba preocupada asimismo porque la naturaleza estudiosa de Bruto fuera motivo de risas. Mejor que Bruto tuviera su propio tutor en casa. Pero entonces el padrastro de Bruto había insistido en que aquel único hijo varón necesitaba el estímulo y la competencia de una escuela.

«Un poco de sana actividad y unos compañeros de juegos corrientes», así era como lo había expresado Silano, no precisamente celoso de que Bruto ocupase el lugar predilecto en el corazón de Servilia, sino más bien preocupado porque cuando Bruto madurase por lo menos debería haber aprendido a asociarse con diferentes tipos de personas. Naturalmente, la escuela que Aurelia recomendó era una muy exclusiva, pero los pedagogos de todas las escuelas en general tenían una manera de pensar inquietantemente independiente que los llevaba a aceptar chicos brillantes aunque sus medios familiares fueran menos selectos que el de un Marco Junio Bruto, por no hablar ya de dos o tres chicas brillantes.

Teniendo a Servilia por madre, era inevitable que Bruto odiase la escuela, aunque Cayo Casio Longino, el compañero de estudios que más merecía la aprobación de Servilia, procedía de una familia tan buena como un Junio Bruto. Este, sin embargó, toleraba a Casio sólo porque haciéndolo mantenía a su madre contenta. ¿Qué tenía él en común con un muchacho ruidoso y turbulento como Casio, enamorado de la guerra, de la lucha, de todas aquellas hazañas que entrañan gran atrevimiento? Sólo el hecho de haberse convertido rápidamente en el favorito del maestro había logrado reconciliar a Bruto con la espantosa prueba que había sido la escuela. Eso y compañeros como Casio.

Desgraciadamente la persona a la que más anhelaba Bruto llamar amigo era a su tío Catón; pero Servilia se negaba a oír siquiera que su hijo quisiese establecer ninguna clase de intimidad con su despreciado hermanastro. El tío Catón, ella nunca se cansaba de recordárselo a su hijo, descendía de un campesino tusculano y una esclava celtíbera, mientras que en Bruto se unían dos linajes separados de exaltada antigüedad, uno el de Lucio Junio Bruto, el fundador de la República -que había depuesto al último rey de Roma, Tarquinio el Soberbio-, y el otro el de Cayo Servilio Ahala -que había matado a Melio cuando éste había intentado proclamarse a sí mismo rey de Roma unas décadas después de estar instalada la nueva República-. Por ello, un Junio Bruto, que por parte de madre era además un patricio Servilio, no podía en modo alguno relacionarse con basura advenediza como el tío Catón.

– ¡Pero tu madre se casó con el padre de tío Catón y tuvo con él dos hijos, la tía Porcia y el tío Catón! -había protestado Bruto en una ocasión.

– ¡Y por eso cayó en desgracia para siempre! -dijo con desprecio Servilia- ¡Yo no reconozco esa unión ni a su progenie… y tampoco lo harás tú, hijo mío!

Fin de la discusión. Y fin de cualquier esperanza de que se le permitiera ver al tío Catón con más frecuencia de lo que la decencia familiar aconsejaba. ¡Qué tipo tan maravilloso era el tío Catón! Un verdadero estoico, enamorado de las antiguas costumbres austeras de Roma, a quien le repugnaba el boato y la ostentación, rápido en criticar las pretensiones de grandeza de Pompeyo el Grande, otro advenedizo que, tristemente, carecía de los antepasados adecuados. Pompeyo, que había asesinado al padre de Bruto y había dejado viuda a su madre, había capacitado a un peso ligero como el enfermizo Silano para que se metiera en la cama con ella y engendrara dos niñas con la cabeza en forma de burbuja que Bruto llamaba hermanas a regañadientes…

– ¿En qué piensas, Bruto? -le preguntó Julia sonriente.

– Oh, en nada importante -le respondió él distraídamente.

– Eso es una evasiva. ¡Dime la verdad!

– Estaba pensando en la persona tan estupenda que es mi tío Catón.

Julia arrugó la amplia frente.

– ¿Tu tío Catón?

– Tú no lo conoces porque todavía no es lo bastante mayor para estar en el Senado. En realidad está tan cerca de mi edad como de la de mi madre.

– ¿Es aquel que no permitió que los tribunos de la plebe derribaran una columna que obstruía el paso dentro de la basílica Porcia?

– ¡Ése es mi tío Catón! -exclamó Bruto con orgullo.

Julia se encogió de hombros.

– Mi padre dice que eso fue una estupidez por su parte. Si hubieran derribado la columna, los tribunos de la plebe habrían tenido una sede más cómoda.

– Tío Catón tenía razón. Catón el Censor puso allí la columna cuando construyó la primera basílica de Roma, y ése es el lugar que le corresponde de acuerdo con la mos maiorum. Catón el Censor permitió que los tribunos de la plebe utilizaran el edificio como sede porque comprendió la difícil situación en que se encontraban; porque ellos son magistrados elegidos únicamente por la plebe, no representan a todo el pueblo y no pueden utilizar un templo como sede. Pero no les regaló el edificio, sólo les permitió el uso de una parte de él. Entonces parecieron estar bastante agradecidos por ello. Ahora quieren cambiar la construcción que costeó Catón el Censor. El tío Catón no tolera la mutilación de un lugar tan señalado que lleva el nombre de su bisabuelo.

Puesto que Julia era por naturaleza pacífica y no le gustaba discutir, volvió a sonreír, le puso una mano en el brazo a Bruto y le dio un cariñoso apretón. Bruto era un niño muy mimado, muy estirado y pagado de sí mismo; y a pesar de que lo conocía desde hacía bastante tiempo, sentía -aunque no sabía bien por qué- mucha pena por él. ¿Sería, quizás, porque la madre de Bruto era una persona tan… retorcida?

– Bueno, eso ocurrió antes de que mi tía Julia y mi madre murieran, así que yo diría que ya nadie derribará la columna -dijo ella.

– ¿Esperáis que tu padre llegue pronto a casa? -le preguntó Bruto virando mentalmente hacia el matrimonio.

– Cualquier día de éstos.

– Julia se removió llena de contento-. ¡Oh, cómo lo echo de menos!

– Dicen que está resolviendo problemas en la Galia Cisalpina, en la parte más lejana del río Po -comentó Bruto haciéndose así eco, aunque de forma inconsciente, del tema que se estaba convirtiendo en animado motivo de debate entre el grupo de mujeres que rodeaba a Aurelia y Servilia.

– ¿Por qué habría César de hacer eso? -estaba preguntando Aurelia al tiempo que arrugaba las oscuras y rectas cejas. Aquellos famosos ojos de color morado miraban con enojo-. ¡Verdaderamente, hay veces en que Roma y los nobles romanos me dan asco! ¿Por qué tienen que señalar siempre a mi hijo para hacerle víctima de las críticas y el cotilleo político?

– Porque es demasiado alto, demasiado guapo, demasiado arrogante y tiene demasiado éxito con las mujeres -dijo Terencia, la mujer de Cicerón, tan directa como avinagrada-. Y además -añadió ella, que estaba casada con un famoso poeta y orador-, habla muy bien y escribe con mucho estilo.

– ¡Esas cualidades son innatas, ninguna de ellas merece las calumnias de algunos a los que podría mencionar por el nombre!

– dijo bruscamente Aurelia.

– ¿Te refieres a Lúculo? -preguntó Mucia Tercia, la mujer de Pompeyo.

– No, por lo menos a él no se le puede culpar de eso -dijo Terencia-. Supongo que el rey Tigranes y Armenia le han quitado de la cabeza cualquier cosa que tenga que ver con Roma, excepto esos caballeros que se dedican a recoger impuestos en las provincias y que nunca tienen bastante.

– A quien te refieres es a Bíbulo, que ahora está de regreso en Roma -dijo una majestuosa figura que estaba sentada en la mejor silla. Sólo ella, en medio de aquel grupo vestido de vivos colores, iba ataviada de blanco de la cabeza a los pies, con vestiduras tan amplias y largas que ocultaban cualquier encanto femenino que hubiera podido poseer. Sobre la regia cabeza se alzaba una corona hecha de siete trenzas superpuestas de lana virgen; el tenue velo que le pendía flotó al darse ella la vuelta para mirar a las dos mujeres que se encontraban en el sofá. Perpenia, jefa de las vírgenes vestales, soltó un bufido al reprimir la risa-. ¡Oh, pobre Bíbulo! Nunca puede esconder la desnudez de su animosidad.

– Todo lo cual nos lleva de nuevo a lo que yo he dicho anteriormente, Aurelia -intervino de nuevo Terencia-. Si tu alto y atractivo hijo se gana enemigos en tipos pequeñajos como Bíbulo, no tiene que culpar a nadie más que a sí mismo de que lo calumnien. Es el colmo del disparate hacer quedar como un tonto a un hombre delante de sus iguales poniéndole de mote la Pulga. Bíbulo se ha convertido en su enemigo de por vida.

– ¡Qué ridiculez! Eso pasó hace diez años, cuando ambos no eran más que unos muchachos jóvenes -dijo Aurelia.

– Venga ya, tú sabes perfectamente lo sensibles que son los hombres pequeños para los rumores que se basan en su tamaño -apuntó Terencia-Tú perteneces a una antigua familia de políticos, Aurelia. En política la imagen pública de un hombre lo es todo. Tu hijo ofendió la imagen pública de Bíbulo. La gente todavía lo llama la Pulga. Nunca perdonará ni olvidará.

– Por no hablar de que Bíbulo tiene un público ávido de sus calumnias en seres como Catón -intervino Servilia ásperamente.

– Qué es lo que va diciendo Bíbulo exactamente? -preguntó Aurelia con los labios apretados…

– Oh, que en lugar de regresar directamente de Hispania a Roma, tu hijo ha preferido fomentar la rebelión entre aquellas personas de la Galia Cisalpina que no poseen la ciudadanía romana -le respondió Terencia.

– ¡Eso es una completa tontería! -dijo Servilia.

– ¿Y por qué es una tontería, señora? -preguntó una profunda voz de hombre.

La sala quedó paralizada hasta que la pequeña Julia salió alborozada de su rincón y saltó por los aires para caer encima del recién llegado.

– ¡Tata! ¡oh, tata!

César levantó a la niña del suelo, la besó en los labios y en las mejillas, la abrazó y le alisó con ternura el cabello escarchado.

– ¿Cómo está mi niña? -preguntó sonriéndole sólo a ella.

Pero lo único que Julia lograba decir, mientras escondía la cabeza en el hombro de su padre, era:

– ¡Oh, tata!

– ¿Por qué crees que es una tontería, señora? -repitió César al tiempo que se colocaba a la niña cómodamente en el antebrazo derecho; ahora que contemplaba a Servilia la sonrisa de aquel hombre había desaparecido incluso de los ojos, que miraban a los de ella reconociendo, en cierto modo, su sexo, aunque sin concederle al hecho mayor importancia.

– César, ésta es Servilia, esposa de Décimo Junio Silano -dijo Aurelia, al parecer sin sentirse en absoluto ofendida por el hecho de que su hijo todavía no hubiera encontrado el momento oportuno para saludarla.

– ¿Por qué, Servilia? -volvió a preguntar César inclinando la cabeza al pronunciar el nombre.

Ella mantuvo un tono de voz tranquilo e igual, y midió sus palabras como un joyero mide el oro.

– No hay lógica en un rumor así. ¿Por qué ibas a molestarte tú en fomentar la rebelión en la Galia Cisalpina? Si te dirigieras a aquellos que no poseen la ciudadanía romana y les prometieras que trabajarías en su nombre para conseguirles el derecho al voto, ello no sería más que una conducta muy adecuada para un noble romano que aspira al consulado. Estarías, sencillamente, reclutando clientes, cosa que es apropiada y admirable para alguien que quiere ascender en la escala política. Yo estuve casada con un hombre que de hecho fomentó la rebelión en la Galia Cisalpina, así que creo encontrarme en posición de saber lo desesperada que es esa alternativa. Lépido y mi marido Bruto juzgaron intolerable vivir en la Roma de Sila. La carrera de ambos había fracasado, mientras que la tuya no está haciendo más que empezar. Ergo, ¿qué podrías esperar fomentando la rebelión donde fuera?

– Muy cierto -dijo él con un indicio de ironía asomándole lentamente a los ojos, que a Servilia le habían parecido un poco fríos hasta ese momento.

– Verdaderamente cierto -respondió Servilia-. Hasta la fecha, tu carrera, al menos por lo que yo sé, me sugiere que, si bien es cierto que fuiste a hacer una gira por la Galia Cisalpina para hablar con aquellos que no son ciudadanos, lo que hacías en realidad era ganar clientes.

César inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, con un magnífico aspecto; y él sabía muy bien, pensó Servilia, que tenía un aspecto magnífico. Aquel hombre no haría nada sin haber calculado antes el efecto que ello produciría en los presentes, aunque el instinto que le decía aquello a Servilia no era más que eso, un instinto; César no dejó traslucir ni un solo vestigio de aquel cálculo.

– Es cierto que he estado reuniendo clientes.

– Pues ahí lo tienes -dijo Servilia al tiempo que le aparecía un asomo de sonrisa en la comisura izquierda de su pequeña y reservada boca-. Nadie puede reprocharte eso, César.

– Tras lo cual añadió solemnemente y en el más condescendiente de los tonos-: No te preocupes, yo misma me encargaré de que se ponga en circulación la versión correcta del incidente.

Pero aquello era ir demasiado lejos. César no estaba dispuesto a dejarse tratar condescendientemente por una Servilia, perteneciera o no a la rama patricia del clan; apartó la mirada de la mujer con un parpadeo de desprecio y luego, de entre todas las demás que allí había, que escuchaban embelesadas la conversación, la posó en Mucia Tercia. César dejó a la pequeña Julia en el suelo y le cogió afectuosamente las dos manos a Mucia Tercia.

– ¿Cómo estás, esposa de Pompeyo? -le preguntó.

Ella pareció azorada y murmuró algo inaudible. Acto seguido César pasó a Cornelia Sila, que era hija de Sila y prima hermana de César. Una a una fue recorriendo todo el grupo, a todas las conocía salvo a Servilia. Y ésta contemplaba el avance de aquel hombre con gran admiración, una vez que había logrado superar el susto que se había llevado cuando él la interrumpió. Incluso Perpenia sucumbió al encanto, y en cuanto a Terencia… ¡aquella formidable matrona estaba decididamente embobada! Luego sólo quedaba su madre, a la cual César se acercó en último lugar.

– Tienes buen aspecto, mater.

– Estoy bien. Y tú pareces curado -le dijo ella con aquella voz suya secamente prosaica y profunda.

Un comentario que, de alguna manera, hirió a César, pensó Servilia con un sobresalto. ¡Ajá! ¡Por aquí hay corrientes subterráneas!

– Estoy completamente curado -dijo él con calma al tiempo que se sentaba en el sofá junto a su madre, pero en el extremo más alejado de Servilia-. ¿Obedece esta fiesta a algún motivo concreto? -le preguntó.

– Es nuestra asociación. Nos reunimos cada quince días en casa de alguien. Hoy me toca a mí.

Ante lo cual César se levantó y se excusó diciendo que estaba sucio a causa del viaje, aunque Servilia pensó que nunca había visto a un viajero tan inmaculado. Pero antes de que pudiera abandonar la habitación, Julia se acercó a él llevando a Bruto cogido de la mano.

– Tata, éste es mi amigo Marco Junio Bruto.

La sonrisa y el saludo fueron amplios; Bruto estaba claramente impresionado -como sin duda era natural que estuviera, pensó Servilia todavía dolida.

– ¿Tu hijo? -le preguntó César a Servilia por encima del hombro.

– Sí.

– Y tienes alguno de Silano?

– No, sólo dos hijas.

Una de las cejas de César salió disparada hacia arriba; sonrió. Luego se marchó de allí.

Y en cierto modo la fiesta después de aquello fue… si no un sufrimiento, sí algo bastante más insípido. Terminó mucho antes de la hora de la cena, y Servilia deliberadamente fue la última en marcharse.

– Tengo cierto asunto que deseo comentar con César -le dijo a Aurelia cuando ya estaban a la puerta, mientras Bruto, situado detrás de ella, no dejaba de dirigirle miradas de cordero a Julia-. No estaría bien visto que yo viniera junto con sus clientes, así que me preguntaba si podrías arreglarlo para que lo viese en privado. Cuanto antes mejor.

– Desde luego -dijo Aurelia-. Te mandaré recado.

No hubo preguntas por parte de Aurelia, ni muestras de curiosidad. Aquélla era una mujer que se ocupaba estrictamente de sus propios asuntos, pensó la madre de Bruto con cierta gratitud; y se marchó.

¿Se alegraba de estar en casa? Había permanecido ausente durante más de quince meses. No era la primera vez, ni tampoco la ausencia más prolongada, pero en esta ocasión había sido oficial, y eso suponía cierta diferencia. Porque como el gobernador Antistio Veto no se había llevado con él un legado a la Hispania Ulterior, César había sido el segundo romano más importante en la provincia: sesiones jurídicas, finanzas, administración. Una vida solitaria, galopando de un extremo al otro de la Hispania Ulterior siempre de cabeza; sin tiempo para hacer auténticas amistades con otros romanos. Típico quizás que el único hombre al que le había tomado afecto no fuera romano; típico también que Antistio Veto, el gobernador, no le hubiera tomado afecto a su segundo en el mando, aunque congeniaban bastante bien y compartían alguna conversación de vez en cuando, más bien de negocios, durante la cena, siempre que casualmente se encontrasen en la misma ciudad. Si el hecho de ser un patricio de los Julios Césares llevaba implícito algún inconveniente, era que hasta la fecha todos sus superiores habían sido excesivamente conscientes de lo mucho más grande y más augusta que era la estirpe de César comparada con la de ellos. Para un romano de cualquier clase, tener unos antepasados ilustres era algo mucho más importante que cualquier otra cosa. Y César siempre les recordaba a sus superiores al propio Sila. El linaje, la evidente brillantez y eficiencia, la impresionante apariencia física, los ojos helados…

Así que, ¿se alegraba de estar en casa? César observó detenidamente el cuidadoso orden de su despacho: las superficies sin polvo, cada rollo de papel en su cubo o en su casilla, el elaborado dibujo de hojas y flores de la marquetería de su escritorio, al que sólo un tintero de cuerno de carnero y un bote de ardilla lleno de plumas ocultaban en parte.

Por lo menos la entrada inicial en su hogar había sido más animada de lo que se esperaba. Cuando Eutico le había abierto la puerta y le había dejado a la vista una escena de mujeres en plena conversación, su primer impulso había sido echar a correr, pero luego había caído en la cuenta de que aquél era un excelente comienzo; el vacío del hogar sin su querida Cinnilla permanecería eternamente, ni que decir tiene. Antes o después la pequeña Julia sacaría ese tema, pero no en aquellos primeros momentos, no hasta que los ojos de él se hubieran acostumbrado a la ausencia de Cinnilla y no se llenasen de lágrimas. Apenas recordaba aquel apartamento sin ella, sin la mujer que había vivido parte de su infancia y de su edad de hombre adulto como su hermana, antes de tener edad suficiente para convertirse en su esposa. Una amada señora es lo que había sido, que ahora se hallaba convertida en cenizas en una tumba fría y oscura.

Su madre entró, compuesta y distante como siempre.

– ¿Quién ha estado difundiendo rumores sobre mi visita a la Galia Cisalpina? -le preguntó César al tiempo que acercaba otra silla a la suya para que se sentase su madre.

– Bíbulo.

– Ya comprendo.

– Se sentó y suspiró-. Bueno, era de esperar, supongo. No se puede insultar a una pulga como Bíbulo del modo como yo lo hice sin que uno se convierta en su enemigo para el resto de sus días. ¡Cómo me desagrada ese hombre!

– Lo mismo que tú continúas desagradándole a él.

– Hay veinte cuestores, y tuve suerte. El sorteo hizo que me tocara un destino lejos de Bíbulo. Pero él es casi dos años mayor que yo, lo que significa que siempre estaremos juntos en el cargo mientras ascendemos en el cursus honorum.

– De modo que tienes intención de aprovechar la dispensa de Sila para los patricios y presentarte al cargo de curul dos años antes de lo que les está permitido a los plebeyos como Bíbulo -dijo Aurelia dándolo como seguro.

– Sería tonto si no lo hiciera, y yo no lo soy, mater -dijo César-. Si me presento a las elecciones de pretor a los treinta y siete, habré estado en el Senado durante dieciséis o diecisiete años, sin contar los pasados de flamen Dialis. Eso es un tiempo de espera más que suficiente para cualquier hombre.

– Pero todavía faltan seis años. Y mientras tanto, ¿qué?

César se removió inquieto.

– ¡Oh, ya siento que las paredes de Roma me aprisionan, aunque sólo las haya franqueado hace unas horas! Cualquier día me marcharé a vivir al extranjero.

– Seguro que aquí habrá casos judiciales de sobra. Eres un abogado famoso, a la altura de Cicerón y Hortensio. Te ofrecerán algunos casos jugosos.

– Pero dentro de Roma, siempre dentro de Roma. Hispania -continuó diciendo César al tiempo que se inclinaba hacia adelante con impaciencia- fue una revelación para mí. Antistio Veto resultó ser un gobernador apático que se sentía feliz de darme todo el trabajo que yo estuviera dispuesto a aceptar, a pesar de mi baja posición. Así que fui yo quien llevó a cabo todas las sesiones jurídicas por la provincia y quien manejó los fondos del gobernador.

– Pues este último deber debe de haber sido una dura prueba para ti -comentó secamente su madre-. El dinero no te fascina.

– Aunque parezca extraño, esta vez sí me ha fascinado, pues se trataba del dinero de Roma. Tomé clases de contabilidad de un tipo de lo más extraordinario, un banquero gaditano de origen púnico llamado Lucio Cornelio Balbo el Mayor. Tiene un sobrino casi de su misma edad, Balbo el Menor, que es su socio. Trabajaron mucho para Pompeyo Magnus cuando éste estaba en Hispania, y ahora parece que poseen la mayor parte de Gades. Lo que Balbo el Mayor no sepa de banca y de otros asuntos fiscales no tiene mayor importancia. Ni que decir tiene que el erario público estaba en la ruina. Pero gracias a Balbo el Mayor lo puse espléndidamente en orden. Me caía bien, mater.

– César se encogió de hombros; parecía triste- En realidad ha sido el único amigo verdadero que he hecho allí.

– La amistad va en ambas direcciones -dijo Aurelia-. Tú conoces más individuos que todos los demás nobles de Roma juntos, pero no permites que se te acerque ningún romano de tu misma clase. Por eso es por lo que los pocos amigos verdaderos que haces son siempre extranjeros o romanos de clases inferiores.

César sonrió.

– ¡Tonterías! Me llevo mejor con los extranjeros porque crecí en tu bloque de apartamentos rodeado de judíos, de sirios, de galos, de griegos y sólo los dioses saben de qué más.

– Échame a mí la culpa -dijo Aurelia secamente.

César prefirió ignorar aquel comentario.

– Marco Craso es amigo mío, y no puedes decir de él más que es un romano tan noble como yo.

Aurelia le preguntó con viveza:

– ¿Has hecho algo de dinero en Hispania?

– Un poco aquí y un poco allá gracias a Balbo. Desgraciadamente, la provincia era pacífica, para variar, así que no había bonitas guerras fronterizas que librar contra los lusitanos. Si las hubiese habido, sospecho que de todos modos Antistio Veto las habría llevado a cabo en persona. Pero descansa tranquila, mater. Mis ahorros piráticos están intactos, tengo suficiente para aspirar a las magistraturas superiores.

– ¿Incluso a edil curul? -le preguntó ella en tono de presentimiento.

– Puesto que soy un patricio y por ello no puedo hacerme una reputación como tribuno de la plebe, no tengo mucho donde elegir -dijo César.

Cogió una de las plumas del bote para colocarla en el escritorio; él no acostumbraba a juguetear con nada, pero a veces necesitaba tener algo que mirar que no fueran los ojos de su madre. Resultaba extraño. Se le había olvidado lo desconcertante que su madre podía llegar a ser.

– Incluso con tus ahorros piráticos en reserva, César, ser edil curul resulta terriblemente ruinoso. ¡Te conozco!.No te contentarás con ofrecer unos juegos moderadamente buenos. Insistirás en ofrecer los mejores juegos que se puedan recordar.

– Probablemente. Ya me preocuparé de eso cuando llegue el momento, dentro de tres o cuatro años -dijo César tranquilamente-. Mientras tanto pienso presentarme a las elecciones del mes que viene para el puesto de curator de la vía Apia. Ningún Claudio quiere el empleo.

– ¡Otra empresa ruinosa! El tesoro te concederá un sestercio por cada cien millas, y tú te gastarás por lo menos cien denarios en cada milla. César se había cansado de aquella conversación; su madre estaba empezando, como ocurría siempre que intercambiaban más de unas cuantas frases, a machacar sobre el asunto del dinero y sobre la falta de interés que él mostraba por el mismo.

– Las cosas no cambian nunca, ¿sabes? -dijo levantando del escritorio la pluma y volviéndola a dejar en el tintero-. Se me había olvidado. Mientras estaba ausente había empezado a pensar en ti como todo hombre sueña que debe ser su madre. Pero he aquí la realidad. Un sermón perpetuo sobre mi tendencia a la extravagancia. ¡Déjalo ya, mater! Lo que a ti te parece importante no lo es para mí.

Aurelia apretó los labios, pero permaneció en silencio durante unos instantes; luego, mientras se ponía en pie, dijo:

– Servilia desea tener una entrevista privada contigo lo antes posible.

– ¿Para qué? -Sin duda te lo dirá cuando la veas.

– ¿Tú lo sabes?

– Yo no le hago preguntas a nadie salvo a ti, César. De ese modo no me dicen mentiras.

– Entonces, ¿a mí me exoneras de mentir?

– Naturalmente.

César había empezado a levantarse, pero se hundió de nuevo en la silla y sacó otra pluma del bote al tiempo que fruncía el entrecejo.

– Esa mujer es bastante interesante.

– Echó la cabeza hacia un lado-. Sus observaciones sobre el rumor de Bíbulo fueron asombrosamente exactas.

– Por si no lo recuerdas, hace varios años que te dije que era la mujer más astuta, políticamente hablando, de todas las que conozco. Pero lo que te expliqué no te impresionó lo suficiente como para que desearas conocerla.

– Bueno, pues ahora ya la conozco. Y estoy realmente impresionado… aunque no por su arrogancia. En realidad presumió de favorecerme a mí.

Algo en la voz de César hizo que Aurelia detuviera el avance hacia la puerta; dio media vuelta y miró fijamente a su hijo.

– Silano no es tu enemigo -le dijo con altivez.

Eso le provocó una carcajada a César, pero la risa se le apagó rápidamente.

– ¡A veces se me antoja alguna mujer que no es la esposa de un enemigo, mater! Y me parece que ésta se me antoja sólo a medias. Ciertamente, tengo que averiguar qué quiere. ¿Quién sabe? Puede que lo que quiera sea yo.

– Con Servilia es imposible saberlo. Es una mujer enigmática.

– En cierto modo me recuerda a Cinnilla.

– No te dejes engañar por los sentimientos románticos, César. No hay parecido alguno entre Servilia y tu difunta esposa.

– Se le empañaron los ojos-. Cinnilla era la muchacha más dulce que he conocido en mi vida. A los treinta y seis años, Servilia no es ninguna niña, y está muy lejos de ser dulce. En realidad, yo diría que es tan dura y fría como una losa de mármol.

– ¿No te cae bien?

– Me cae muy bien. Pero como lo que es.

– Esta vez Aurelia llegó a la puerta sin girarse-. La cena estará lista en seguida. ¿Vas a comer aquí?

El rostro de César se suavizó.

– Cómo voy a darle una desilusión a Julia yendo a ninguna parte hoy? -Se puso a pensar en otra cosa y añadió-: Un muchacho raro, ese Bruto. Como aceite en la superficie, pero sospecho que en algún lugar en su interior hay una clase de hierro muy especial. Julia se comportó como si él fuera de su propiedad. Nunca habría imaginado que le atrajera ese muchacho.

– Dudo que sea así. Pero son buenos amigos.

– Esta vez fue la cara de ella la que se suavizó-. Tu hija es extraordinariamente buena. En eso se parece a su madre. No hay nadie más de quien pueda haber heredado esa característica.

Como a Servilia le resultaba imposible caminar despacio, volvió a casa a su acostumbrado paso vivo, con Bruto a su lado esforzándose por mantener el paso, aunque sin proferir ninguna queja; ya había pasado la hora de más calor, y él estaba de nuevo inmerso en el desventurado Tucídides. Julia quedaba olvidada de momento. Y también tío Catón.

Normalmente Servilia le habría dirigido la palabra a su hijo de vez en cuando, pero aquel día, para el caso que le hizo, tanto habría dado que no estuviera con ella. La mente de Servilia estaba ocupada en Cayo Julio César. Parecía que mil gusanos le hubiesen hormigueado por la boca en el momento en que lo había visto, dejándola atónita, impresionada, incapaz de moverse. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto antes? La pequeñez del círculo en que se movían debía haber garantizado que se encontrasen en alguna ocasión. ¡Pero jamás le había puesto los ojos encima! Oh, oír hablar de él… ¿qué mujer romana noble no había oído hablar de él? En la mayoría de los casos, cuando oían la descripción de César, salían corriendo en busca de cualquier estratagema que pudiera hacer que se lo presentasen, pero Servilia no era de esa clase de mujeres. Sencillamente, lo había desechado como a otro Memmio o a otro Catilina, como a alguien que fulminaba a las mujeres con una sonrisa y sacaba provecho de ello. Una mirada a César le habría bastado para saber que aquel hombre en modo alguno era como Memmio o como Catilina. Oh, él fulminaba con la sonrisa y se aprovechaba de ello -¡no cabía la menor duda al respecto!-, pero en él había mucho más. Remoto, distante, inalcanzable. Ahora comprendía mejor por qué a las mujeres a las que concedía una breve relación después se consumían, lloraban y se desesperaban. Les daba algo que para él no tenía valor, pero nunca se entregaba él mismo.

Como poseía la cualidad de la objetividad, Servilia pasó luego a analizar la reacción que había tenido ante él. ¿Por qué él precisamente, por qué durante treinta y seis años ningún hombre había significado para ella más que seguridad, condición social? Desde luego, tenía predilección por los hombres rubios. A Bruto no lo había elegido ella; la primera vez que lo vio fue el día de la boda. El hecho de que fuera un hombre muy moreno había causado una desilusión tan grande para ella como resultó ser luego el resto de su persona. Silano, un hombre rubio y sorprendentemente guapo, sí había sido elección de ella. Elección que seguía satisfaciéndola a nivel visual, aunque en todos los demás aspectos también se había llevado una triste desilusión. No era un hombre fuerte y sano, ni de intelecto, ni tenía agallas. ¡No era raro que no hubiera podido engendrar ningún hijo varón en ella! Servilia creía de todo corazón que el sexo de su prole dependía enteramente de ella, y la primera noche que pasó en brazos de Silano la había llevado a tomar la resolución de que Bruto continuaría siendo su único hijo varón. De ese modo lo que ya era una fortuna muy considerable se vería aumentada por la también muy considerable fortuna de Silano.

¡Lástima que estuviera fuera de su influencia asegurar una tercera y mucho mayor fortuna para Bruto! Servilia se olvidó de César porque su hijo se había metido por medio y empezó a recrearse en aquellos quince mil talentos de oro que su abuelo Cepión el Cónsul había logrado robar de un convoy en la Galia narbonesa hacía unos treinta y siete años. Más oro del que poseía el Tesoro Romano había pasado a poder de Servilio Cepión, aunque hacía mucho tiempo que había dejado de ser oro en lingotes. En cambio había sido convenido en propiedades de todas clases: ciudades industriales en la Galia Cisalpina, vastos campos de trigo en Sicilia y en la provincia de África, edificios de apartamentos de un extremo a otro de la península Itálica y asociaciones comanditarias en empresas arriesgadas de negocios que el rango senatorial prohibía. Cuando murió Cepión el Cónsul todo pasó al padre de Servilia, y cuando éste murió en la guerra italiana pasó al hermano de ella, el tercero que llevó el nombre de Quinto Servilio Cepión en vida de ella. ¡Oh, sí, todo había pasado a su hermano Cepión! Su tío Druso había hecho todo lo necesario para asegurarse de que él heredase, aunque el tío Druso sabía toda la verdad. ¿Y cuál era la verdad? Que el hermano de Servilia, Cepión, era sólo su hermanastro: en realidad era el primer hijo que su madre le había dado a aquel advenedizo, Catón Saloniano, aunque todavía estaba casada con el padre de Servilia. El cual se encontró con un cuco en el nido de Servilio Cepión, un cuco de largo cuello, alto, pelirrojo y con una nariz que proclamaba a los cuatro vientos por toda Roma de quién era hijo. Ahora que Cepión era un hombre de treinta años, sus verdaderos orígenes eran ya conocidos por todos los personajes ilustres de Roma. ¡Qué risa! ¡Y qué justicia! El Oro de Tolosa había pasado finalmente a un cuco que había en el nido de Servilio Cepión.

Bruto hizo una mueca de dolor al salir bruscamente de su ensimismamiento; su madre había rechinado los dientes mientras iba caminando a paso largo, un sonido espantoso que hacía que todo el que lo oía palideciera y saliera huyendo. Pero Bruto no podía huir. Lo único que podía hacer era confiar en que su madre rechinase los dientes por algún motivo que no tuviera nada que ver con él. Lo mismo esperaban los esclavos que la precedían, que se dirigían miradas aterrorizadas mientras el corazón les latía con fuerza y el sudor les manaba en abundancia.

De todo ello ni siquiera se percató Servilia, cuyas piernas fuertes y robustas se abrían y se cerraban como las tijeras podadoras de Atropos al avanzar enfurecida. ¡Cepión era un miserable! Bueno, ahora ya era tarde para que heredara Bruto. Cepión se había casado con la hija del abogado Hortensio, que pertenecía a una de las familias plebeyas más antiguas e ilustres de Roma, y Hortensia estaba saludablemente embarazada de su primer hijo. Habría muchos hijos más; la fortuna de Cepión era tan extensa que ni una docena de hijos podría hacerle mella. En cuanto al propio Cepión, estaba tan en forma y tan fuerte como lo estaban todos los de la casta de los Catones, descendientes de aquel ridículo y escandaloso matrimonio en segundas nupcias que Catón el Censor había contraído, ya cercano a los ochenta años, con la hija de su esclavo Salonio. Eso había sucedido hacía cien años, y Roma en aquella época se había tronchado de risa para luego ir perdonando a aquel repugnante viejo libertino y admitir a su prole descendiente de esclavos en las filas de las Familias Famosas. Desde luego, cabía la posibilidad de que Cepión muriera en un accidente, como le había ocurrido a su padre biológico, Catón Saloniano. Otra vez se oyó el sonido de los dientes de Servilia. ¡Vana esperanza! Cepión había sobrevivido a varias guerras sin un rasguño, aunque era un hombre valiente. No, adiós al Oro de Tolosa. Bruto nunca heredaría las cosas que se habían podido adquirir con ese oro. ¡Y eso no era justo! Por lo menos Bruto era un auténtico Servilio Cepión por parte de madre. ¡Oh, si Bruto pudiera heredar aquella tercera fortuna, seria más rico que Pompeyo Magnus y Marco Craso juntos!

A escasos pies de distancia de la puerta de Silano, ambos esclavos se precipitaron hacia la misma, la aporrearon y se esfumaron en el momento en que entraron atropelladamente en la casa. Así que cuando se les franqueó la entrada a Servilia y a su hijo, el atrio estaba desierto; el personal de la casa ya sabía que Servilia había rechinado los dientes. Por ello no recibió aviso acerca de quién la aguardaba en la sala de estar y entró allí de modo fulminante y rumiando malhumorada la mala suerte de Bruto en aquella cuestión del Oro de Tolosa. Los ultrajados ojos de Servilia cayeron nada menos que sobre su hermanastro, Marco Porcio Catón, el queridísimo tío de Bruto.

Había adoptado un nuevo engreimiento, y le había dado por no llevar túnica debajo de la toga porque en los primeros tiempos de la República nadie la había llevado. Y, si los ojos de Servilia hubieran estado menos llenos de odio hacia él, quizás habría tenido que reconocer que aquella sorprendente y extraordinaria moda -de cuya adopción Catón no podía convencer a nadie- le favorecía. A los veinticinco años de edad estaba en la cima de la salud y de la buena forma física; había vivido dura y precariamente como soldado raso durante la guerra contra Espartaco y no comía nada sabroso ni bebía otra cosa que no fuese agua. Aunque el cabello corto y ondulado tenía un tono castaño rojizo y los ojos eran grandes y de color gris claro, tenía la piel suave y bronceada, así que lograba un aspecto maravilloso al dejar al descubierto todo el lado derecho del tronco, desde el hombro a la cadera. Hombre magro, duro y agradablemente lampiño, había desarrollado bien los músculos pectorales, tenía un vientre plano y un brazo derecho que exhibía vigorosas protuberancias en los lugares apropiados. La cabeza, que coronaba un larguísimo cuello, tenía una hermosa forma y la boca era turbadoramente encantadora. En realidad, de no haber sido por aquella asombrosa nariz, podría haber rivalizado con César, Memmio o Catilina en la espectacular apostura. Pero la nariz reducía todo lo demás a pura insignificancia, ya que era enorme, delgada, afilada y curvada. Una nariz con vida propia, decía la gente, reverenciada hasta convertirse en culto.

– Ya estaba a punto de marcharme -anunció Catón en voz alta y ronca, nada musical.

– Lástima que no lo hayas hecho -dijo Servilia entre dientes, sin hacerlos rechinar, aunque tenía ganas de hacerlo.

– ¿Dónde está Marco Junio? Me han dicho que te lo has llevado contigo.

– ¡Bruto! ¡Llámalo Bruto, como todo el mundo! -dijo Servilia alzando la voz.

– No apruebo el cambio que esta última década ha traído a nuestros nombres -dijo Catón en voz todavía más alta-. Un hombre puede tener uno, dos o incluso tres apodos, pero la tradición exige que se le llame por su primer nombre y el nombre de su familia solamente, no por un apodo.

– ¡Bueno, pues yo por mi parte me alegro profundamente del cambio, Catón! Y en cuanto a Bruto, no está disponible para ti.

– Crees que me daré por vencido -continuó diciendo Catón, cuya voz había adquirido ahora aquel habitual tono tan apropiado para echar bravatas-, pero no será así, Servilia. Mientras viva, nunca me daré por vencido en nada. Tu hijo es mi sobrino carnal, y no hay ningún hombre en su mundo. Te guste o no, pienso cumplir mis deberes con él.

– Su padrastro es el paterfamilias, no tú.

Catón se echó a reír, un relincho estridente.

– ¡Décimo Junio es un pobre bobo vomitón no más apropiado que un pato moribundo para encargarse de supervisar la educación de tu hijo!

Aunque Catón tenía pocos puntos débiles en su enormemente grueso pellejo, Servilia sabía dónde estaba cada uno de ellos. Emilia Lépida, por ejemplo. ¡Cuánto la había amado Catón cuando éste tenía dieciocho años! Tan chiflado como un griego por un jovencito. Pero lo único que había hecho Emilia Lépida era utilizar a Catón para hacer que Metelo Escipión viniera arrastrándose.

– He visto a Emilia Lépida en casa de Aurelia esta tarde. ¡Qué guapa está! Una verdadera esposa y madre. Dice que está más enamorada de Metelo Escipión que nunca -dijo Servilia sin que viniera a cuento.

El dardo hizo blanco con toda claridad; Catón palideció.

– Me utilizó como cebo para recuperarlo a él -dijo con amargura-. Una típica mujer: taimada, engañosa, sin principios.

– ¿Es eso lo que piensas de tu propia esposa? -le preguntó Servilia con una gran sonrisa.

– Atilia es mi esposa. Si Emilia Lépida hubiera honrado su promesa y se hubiera casado conmigo, pronto se habría dado cuenta de que yo no le consiento artimañas a ninguna mujer. Atilia hace lo que se le dice y lleva una vida ejemplar. No estoy dispuesto a permitir conducta alguna que no raye la perfección.

– ¡Pobre Atilia! ¿Ordenarías que la matasen si notaras que le huele a vino el aliento? Las Doce Tablas te permiten hacer eso, y tú eres un ardiente defensor de las leyes antiguas.

– Soy un ardiente defensor de las costumbres antiguas, las costumbres y las tradiciones de la mos maiorum de Roma -dijo Catón con irritación al tiempo que los agujeros de la nariz se le hinchaban hasta parecer ampollas a ambos lados de la misma-. Mi hijo, mi hija, ella y yo comemos los alimentos que Atilia en persona ha visto preparar, vivimos en habitaciones que ella personalmente ha visto arreglar, y llevamos ropa que ella misma ha hilado, ha tejido y ha cosido.

– ¿Es por eso por lo que vas tan desnudo? ¡Qué esclava debe de ser del trabajo!

– Atilia lleva una vida ejemplar -repitió Catón-. No tolero que se encomiende la educación de los hijos a siervos y niñeras, así que ella es responsable por completo de una niña de tres años y de un niño de uno. Atilia está siempre ocupada.

– Lo que digo, es una esclava del trabajo. Tú puedes pagar suficientes criados, Catón, y ella lo sabe. Pero en cambio te cierras la bolsa y la conviertes en una esclava. No te lo agradecerá.

– Los espesos párpados blancos se levantaron y la irónica mirada negra de Servilia recorrió a Catón de pies a cabeza-. Un día de éstos, Catón, puede que llegues a casa temprano y descubras que ella busca un poco de solaz extramarital. ¿Quién podría culparla? ¡Qué guapo estarías luciendo cuernos en la cabeza!

Pero aquel dardo no dio en el blanco; Catón se limitó a adoptar un aire de suficiencia.

– Oh, ni hablar de eso -dijo confiado-. Incluso en estos tiempos exagerados que corren puede que yo no sobrepase el precio tope que pagaba mi abuelo por un esclavo, pero te aseguro que elijo gente que me teme. Soy escrupulosamente justo… ¡Ningún sirviente que valga su sal sufre bajo mi cuidado…! Pero cada uno de los esclavos me pertenece, y lo sabe.

– Una organización doméstica idílica -comentó Servilia sonriendo-. Tengo que acordarme de decirle a Emilia Lépida lo que se está perdiendo.

– Le volvió la espalda a Catón, con aspecto de estar aburrida-. ¡Márchate ya, Catón! Sólo conseguirás a Bruto por encima de mi cadáver. Puede que no compartamos el mismo padre, ¡y le doy gracias a los dioses por ello!, pero sí que compartimos la misma clase de firmeza. Y yo, Catón, soy mucho más inteligente que tú.

– Se las arregló para producir un sonido que recordaba el ronroneo de un gato-. En realidad soy mucho más inteligente, con diferencia, que cualquiera de mis hermanastros.

Este tercer dardo perforó a Catón hasta la médula. Se puso rígido y apretó sus hermosas manos hasta cerrar los puños.

– Puedo tolerar tu malicia cuando va dirigida a mí, Servilia, ¡pero no cuando el blanco es Cepión! -rugió Catón-. ¡Esa es una infamia inmerecida! ¡Cepión es tu hermano legítimo, no el mío! ¡Oh, ojalá fuera mi hermano legítimo! ¡Lo quiero más que a nadie en el mundo! ¡Pero no permitirá esa calumnia, especialmente cuando viene de ti!

– Mírate al espejo, Catón. Toda Roma sabe la verdad.

– Nuestra madre tenía algo de sangre Rutilia: ¡Cepión heredó su color de esa parte de la familia!

– ¡Tonterías! Los Rutilios son rubios como la arena, como poco, y carecen por completo de la nariz de un Catón Saloniano.

– Servilia bufó despreciativamente-. Gusto por gusto, Catón. Desde el momento en que naciste, Cepión se entregó a ti. Sois guisantes de la misma vaina, y habéis seguido tan juntos y mezclados como el puré de guisantes toda la vida. No os separáis, nunca discutís… ¡Cepión es tu hermano legítimo, no mío!

Catón se levantó.

– Eres una mujer malvada, Servilia.

Esta bostezó ostentosamente.

– Sencillamente, has perdido la batalla, Catón. Adiós y buen viaje.

Catón arrojó la última palabra tras de sí cuando salía de la habitación.

– ¡Al final ganaré! ¡Yo siempre gano!

– ¡Sólo ganarás sobre mi cadáver, Catón! Pero tú habrás muerto antes que yo.

Después de lo cual Servilia tuvo que vérselas con otro de los hombres de su vida: su marido, Décimo Junio Silano, a quien Catón había definido muy acertadamente como un bobo vomitón. Fuera el que fuese el problema de sus intestinos, lo cierto era que tenía tendencia a vomitar, y era indiscutiblemente un hombre tímido, resignado y más bien falto de carácter. Todas sus cualidades, pensó Servilia para sus adentros mientras lo observaba durante la cena, están encima del mostrador. No es más que una cara bonita, no hay nada detrás. Sin embargo, obviamente aquello no se podía decir de otra cara bonita, la que pertenecía a Cayo Julio César. «César… estoy encantada con él, me fascina. Durante un momento, allí, pensé que yo también lo estaba fascinando a él, pero luego permití que la lengua me traicionase y le ofendí. ¿Por qué olvidé que era un Julio? Ni siquiera una patricia Servilia como yo presume de arreglarle la vida o los asuntos a un Julio…»

Las dos niñas de Silano que ella había engendrado estaban presentes en la cena, atormentando a Bruto como siempre -no le tenían ninguna consideración-. Junia era un poco más pequeña que la Julia de César, siete años, y Junilla tenía casi seis. Las dos tenían un color castaño medio y eran atractivas en extremo. ¡No había que temer que desagradaran a sus maridos! La belleza y la abultada dote eran una combinación irresistible. Sin embargo, ya estaban formalmente prometidas en matrimonio con los herederos de dos grandes casas. Sólo Bruto seguía sin compromiso, aunque ya había dejado muy claro cuál era su elección. La pequeña Julia. Qué raro era Bruto. ¡Enamorarse de una niña! Aunque Servilia no solía confesárselo a sí misma, aquella tarde se encontraba en un estado de ánimo predispuesto a la verdad, y reconocía que a veces Bruto era un misterio para ella. ¿Por qué, por ejemplo, se empeñaba en ser un intelectual? Si no llegaba a conocer por sí mismo aquel cenagal tan peculiar, su carrera pública no prosperaría. A no ser que, como a César, les acompañara también la fama de valientes soldados, o que tuvieran, como Cicerón, una tremenda reputación en los tribunales, a los intelectuales generalmente se les despreciaba. Bruto no era vigoroso, ni rápido, ni amante de salir de casa, como César o Cicerón. Quizás fuera bueno que se convirtiera en yerno de César. Quizás se le contagiara parte de esa energía mágica y de aquel encanto, tenía que contagiársele por fuerza.

Al día siguiente César le envió un mensaje en el que decía que le complacería verla en privado en los aposentos que poseía en el bajo Vicus Patricii, en el segundo piso del edificio de apartamentos situado entre el taller de tinte de Fabricio y los baños suburanos. A la cuarta hora del día por la mañana, un tal Lucio Decumio estaría esperándola en el pasaje situado en la planta baja para conducirla arriba.

Aunque a Antistio Veto se le había prorrogado el período como gobernador de la Hispania Ulterior, a César no se le había concedido el honor de permanecer allí con él; César no se había molestado en asegurarse un destino personal, sino que había preferido correr el riesgo de que le tocase por sorteo cualquier provincia. En cierto aspecto le habría gustado permanecer en la Hispania Ulterior, pero el puesto de cuestor no era demasiado importante para, apoyándose en él, formarse una reputación en el Foro. César era consciente de que los próximos años de su vida tendría que pasarlos, en la mayor medida posible, en Roma; Roma debía ver su rostro constantemente, Roma debía oír su voz constantemente.

Porque César se había ganado la corona cívica por su destacado valor a la edad de veinte años, había sido admitido en el Senado diez años antes de la edad acostumbrada, treinta años, y se le había permitido hablar dentro de aquella cámara desde el principio, en lugar de permanecer bajo la ley del silencio hasta que fuera elegido magistrado de rango superior al de cuestor. No es que hubiera abusado de aquel extraordinario privilegio, César era demasiado inteligente como para convertirse en un pelma añadiéndose a la lista, ya demasiado larga, de oradores. No necesitaba utilizar la oratoria como medio para llamar la atención, pues llevaba en su persona un recordatorio visible de su posición casi única. La ley de Sila estipulaba que siempre que apareciera en los actos públicos debía llevar puesta en la cabeza la corona cívica de hojas de roble. Y todo el mundo, en el momento en que él apareciese, estaba obligado a levantarse y a aplaudirle, incluso los más venerables cónsules y censores. Ello lo situaba en un lugar aparte y por encima de los demás, dos estados que le gustaban mucho. Quizás otros pudieran cultivar tantos amigos íntimos cuantos fueran capaces, pero César prefería caminar solo. Oh, un hombre debía tener multitud de clientes, tenía que ser conocido como un patrono de tremenda distinción. Pero subir hasta la cima -¡y él estaba decidido a hacerlo!- a costa de crear ataduras con alguna camarilla no formaba parte de los planes de César. Las camarillas siempre controlaban a sus miembros.

Ahí, por ejemplo, estaban los boni, los «hombres buenos». De las muchas facciones del Senado, eran ellos los que tenían la mayor fuerza política. A menudo dominaban las elecciones, proveían el personal para los tribunales superiores y gritaban más fuerte en las Asambleas. ¡Pero los boni en realidad no representaban nada! Lo más que podía decirse de ellos era que lo único que tenían en común entre sí era un arraigado desagrado por todo lo que significase cambio. Mientras que César sí era partidario del cambio. ¡Había tantas cosas que pedían a gritos un cambio, un arreglo, una abolición! Desde luego, si el servicio en la Hispania Ulterior le había enseñado algo a César era que el cambio tenía que llegar. La corrupción y la rapacidad gubernamental acabarían con el Imperio a no ser que se frenase a los responsables; y aquél era sólo uno de los muchos cambios que César deseaba ver y llevar a cabo él mismo. Cualquier aspecto de Roma que se considerase necesitaba desesperadamente atención, regulación. Pero los boni se oponían tradicional y obstinadamente al menor cambio, por pequeño que fuese. No así las personas como César. Y por eso César no era popular entre ellos; aquellas narices exquisitamente sensibles habían olfateado hacía mucho tiempo el radical que había en César.

En realidad existía sólo un camino seguro para ir hacia donde César se dirigía: el camino del mando militar. Pero antes de que pudiera llegar legalmente a general de uno de los ejércitos de Roma, tendría que ascender por lo menos a pretor, y para asegurarse de que lo eligieran como uno de esos ocho hombres que supervisan los tribunales y el sistema de justicia, hacía falta pasar los siguientes seis años en la ciudad. Solicitando el voto, haciendo propaganda electoral, luchando por adaptarse a la caótica escena política, procurando que su persona se mantuviese en primer plano, acumulando influencia, poder, clientes, el apoyo de caballeros pertenecientes a la esfera del comercio, de seguidores de todas clases. Tal como él era y únicamente por sí mismo, no como miembro de los boni o de cualquier otro grupo, que insistían en que sus miembros pensaran todos igual, o mejor, que no se molestasen en pensar en absoluto.

Aunque la ambición de César iba mucho más allá de ser el líder de su propia facción; quería convertirse en una institución llamada el Primer Hombre de Roma. Primus inter pares, el primero entre iguales, el que reunía lo bueno de todos los hombres. Quería convertirse en el que poseyera mayor auctoritas, mayor dignitas; el Primer Hombre de Roma era la influencia personificada. Cualquier cosa que dijera se escuchaba, y nadie podía derribarlo porque no era ni rey ni dictador; sustentaba su posición en el más puro poder personal, era lo que era por sí mismo, no a través de ningún cargo, y no tenía un ejército a sus espaldas. El viejo Cayo Mario lo había hecho al estilo antiguo al conquistar a los germanos, porque no poseía antepasados para decirles a los hombres que merecía ser el Primer Hombre de Roma. Sila sí tenía antepasados, pero no se ganó el título porque hizo de sí mismo un dictador. Simplemente era Sila, gran aristócrata, autócrata, ganador de la impresionante corona de hierba, general invicto. Una leyenda militar incubada en la arena política, eso era el Primer Hombre de Roma.

Por eso el hombre que fuera el Primer Hombre de Roma no podía pertenecer a ninguna facción; tenía que constituir una facción él mismo, estar en primera posición en el Foro Romano no como secuaz de nadie, sino como el más temible aliado. En la Roma de aquel tiempo ser un patricio lo hacía más fácil, y César lo era. Sus remotos antepasados habían sido miembros del Senado cuando éste no consistía más que en un simple centenar de hombres que aconsejaban al rey de Roma Antes de que Roma existiera siquiera, sus antepasados habían sido reyes a su vez de Alba Longa, en el monte Albano. Y antes de eso su treinta y nueve veces bisabuela había sido la propia diosa Venus; ella era la madre de Eneas, rey de Dardania, el que había navegado hasta la Italia latina y había fundado un nuevo reino en lo que un día sería la sede del dominio de Roma. El hecho de provenir de tan brillante árbol genealógico predisponía a la gente a considerar que un hombre debía ser líder de su facción; a los romanos les gustaban los hombres con antepasados ilustres, y cuanto más augustos fueran esos antepasados, más posibilidades tenía un hombre de crear su propia facción.

Así era como César comprendía que tenía que obrar desde entonces hasta el momento de ostentar el cargo de cónsul, para el que todavía le quedaban nueve años. Tenía que predisponer a los hombres a considerarlo digno de convertirse en el Primer Hombre de Roma. Lo cual no significaba conciliar a sus iguales, sino dominar a aquellos que no eran sus iguales. Sus iguales lo temerían y lo odiarían, como ocurría con todos los que aspiraban a ser el Primer Hombre de Roma. Sus iguales lucharían contra su ambición con uñas y dientes, sin detenerse ante nada con tal de hacerlo caer antes de que fuera demasiado poderoso. Por eso odiaron a Pompeyo el Grande, que se imaginaba a sí mismo el actual Primer Hombre de Roma. Bueno, no duraría. Ese título le pertenecía a César y nada, animado o inanimado, le impediría obtenerlo. Y lo sabía porque se conocía a sí mismo.

Al día siguiente a su llegada a Roma, fue gratificante descubrir que, al amanecer, un pequeño y ordenado grupo de clientes habían acudido a presentarle sus respetos; la sala de recepción estaba llena de ellos, y a Eutico, el mayordomo, se le había puesto radiante aquel grueso rostro suyo al verlos. También resplandecía de contento el viejo Lucio Decumio, animado y anguloso como un grillo, que daba saltitos ansiosos de un pie a otro cuando César salió de sus aposentos privados.

Un beso en la boca para Lucio Decumio, una muestra de respeto reverencial para muchos que presenciaron el encuentro.

– Te he echado de menos más que a nadie después de Julia, papá -le confesó César al tiempo que envolvía a Lucio Decumio en un enorme abrazo.

– ¡Roma tampoco es lo mismo cuando tú no estás, Pavo! -fue la respuesta de aquél, que utilizó el antiguo mote de Pavo Real que él mismo le había puesto a César cuando éste empezaba a dar sus primeros pasos.

– Parece que no envejezcas, papá.

Eso era cierto. Nadie sabía realmente qué edad tenía Lucio Decumio, aunque debía de estar más cerca de los setenta que de los sesenta. Probablemente viviría eternamente. Pertenecía a la cuarta clase solamente y a la tribu urbana Suburana, nunca sería lo bastante importante para tener un voto que contase en ninguna Asamblea, pero Lucio Decumio era un hombre de gran influencia y poder en ciertos círculos. Era el custodio del colegio de encrucijada que tenía su sede en la ínsula de Aurelia, y todos los hombres que vivían en aquel vecindario, por muy alta que fuera la clase a la que pertenecieran, se veían obligados a presentarle sus respetos, por lo menos de vez en cuando, en el interior de lo que era tanto una taberna como un lugar de reuniones religiosas. Como custodio de su colegio, Lucio Decumio poseía autoridad; también había logrado acumular considerables riquezas debido a sus muchas actividades inicuas, y no era adverso a prestar dinero a un interés muy razonable a aquellos que pudieran ser útiles para los fines de Lucio Decumio… o a los fines de su patrono, César. César, a quien él amaba más que a cualquiera de sus dos fornidos hijos; César, con quien había compartido algunas de sus dudosas aventuras de muchacho, César, César…

– Tengo tus habitaciones de calle abajo completamente preparadas -dijo el viejo esbozando una amplia sonrisa-. Cama nueva… todo muy bonito.

Se le iluminaron los ojos, más bien helados y de color azul pálido; César volvió a sonreír y le hizo un guiño.

– La probaré antes de dar mi veredicto personal sobre eso, papá. Lo cual me recuerda… ¿querrías llevarle mi mensaje a la esposa de Décimo Junio Silano?

Lucio Decumio frunció el entrecejo.

– ¿A Servilia? -Veo que la señora es famosa.

– No podría ser de otra forma. Es una mujer muy dura con sus esclavos.

– Cómo sabes eso? Supongo que sus esclavos frecuentan un colegio de encrucijada en el Palatino.

– ¡Pero corre la voz, corre la voz! Es capaz de ordenar la crucifixión cuando cree que alguno de sus esclavos necesita una lección. Hace que se lleve a cabo en el jardín, delante de todos los demás. Fíjate, primero los hace azotar, para que no duren mucho después de ser atados a la cruz.

– Eso es muy considerado por su parte -dijo César.

Y se puso a dictar el mensaje para Servilia. No cometió el error de pensar que Lucio Decumio estaba intentando advertirle para que no se enredara con ella, o que tuviera la presunción de criticar su gusto; Lucio Decumio simplemente estaba cumpliendo con su deber de pasarle información relevante.

La comida le importaba poco a César -no era un gourmet, y tampoco, desde luego, seguidor de Epicuro-, así que pasó de cliente en cliente sin dejar de masticar con aire ausente un panecillo crujiente y recién hecho del panadero que había más abajo, en la calle de Aurelia, y bebiendo agua de una taza. Sabedor de la generosidad de César, su mayordomo ya había pasado unas bandejas repletas de los mismos panecillos, había servido vino a aquellos que lo preferían al agua sola, y había ofrecido pequeños tazones de aceite o miel para mojar el pan. ¡Qué espléndido era ver que la clientela de César aumentaba!

Algunos habían ido por la sencilla razón de mostrarle a César que estaban a sus órdenes, pero otros se habían acercado hasta allí con un propósito concreto: pedirle una recomendación. para un empleo que necesitaban, un puesto en alguna vacante del Tesoro o de los Archivos para algún hijo con los debidos estudios, o consultarle qué le parecía esta oferta que había recibido alguno por su hija, o aquella otra por un pedazo de tierra. Unos cuantos habían ido a pedirle dinero, y a éstos también se les complació con dispuesta alegría, como si la bolsa de César fuera tan abundante como la de Marco Craso, cuando en realidad era extremadamente poco abundante.

La mayoría de los clientes se marcharon una vez que hubieron intercambiado las cortesías de rigor y se hubo conversado un poco. Los que se quedaron necesitaban algunos renglones escritos por César, y aguardaron mientras éste, sentado a su escritorio, dispensaba los papeles. El resultado de todo ello fue que, antes de que se marchase el último visitante, habían transcurrido más de cuatro horas de aquella larga mañana de primavera; el resto del día le pertenecía a César. Los clientes no se habían ido lejos, desde luego; cuando salió de su apartamento una hora después, tras haber despachado lo más apremiante de su correspondencia, se unieron a él para darle escolta adonde quiera que sus asuntos pudieran llevarle. ¡Un hombre con clientes tenía que exhibirlos en público!

Desgraciadamente nadie significativo se hallaba presente en el Foro Romano cuando César y su séquito llegaron al pie del Argilium y pasaron entre la basílica Emilia y las gradas de la Curia Hostilia. Y allí estaba el centro absoluto de todo el mundo romano: el Foro Romano inferior, un espacio pródigamente salpicado de objetos de reverencia o utilidad y antigüedades. Habían pasado unos quince meses desde la última vez que César lo había visto. No es que hubiera cambiado. Nunca cambiaba.

El Foso de los Comicios bostezaba delante del espacio engañosamente pequeño, unas gradas circulares de anchos peldaños, que conducían, muy por debajo del nivel del suelo, a la estructura en la que se reunían ambas Asambleas, la Plebeya y la Popular. Cuando estaba lleno por completo podía albergar unos tres mil hombres. Junto al muro trasero, de cara a la parte lateral de los peldaños de la Curia Hostilia, estaban los rostra, desde los cuales los políticos se dirigían a la multitud apiñada debajo, en la hondonada. Y allí estaba la propia Curia Hostilia, venerablemente antigua, hogar del Senado a través de los siglos desde que lo construyera el rey Tulo Hostilio, demasiado pequeño para el alistamiento mayor que había hecho Sila, con aspecto deteriorado y sucio a pesar del maravilloso mural lateral. El estanque de Curtio, los árboles sagrados, Escipión el Africano en lo alto de su elevada columna, los rostra de naves capturadas montados en otras columnas, estatuas a porrillo sobre imponentes plintos con miradas furiosas como el viejo Apio Claudio el Ciego, o con un aspecto sereno y presumido como el astuto y brillante viejo Escauro, príncipe del Senado. Las losas de la vía Sacra estaban más gastadas que el pavimento travertino que las rodeaba -Sila había reemplazado el pavimento, pero la mos maiorum prohibía que se realizara cualquier mejora en la carretera-. En el extremo más alejado de aquel espacio abierto, apretadas por dos o tres tribunales, se alzaban las dos basílicas poco elegantes, la Optimia y la Sempronia, con el glorioso templo de Cástor y Pólux a la izquierda. Realmente era un misterio cómo podían celebrarse reuniones, procesos judiciales y asambleas entre tanto impedimento, pero se celebraban: siempre había sido así y siempre lo sería.

Al norte se alzaba la mole del Capitolio, con una joroba más alta que su gemela, una absoluta confusión de templos con pilares pintados en llamativos colores, frontones, estatuas doradas, todo sobre tejados anaranjados. El nuevo hogar de Júpiter Optimo Máximo -el viejo se había destruido en un incendio varios años antes- estaba todavía en construcción, advirtió César, que frunció el entrecejo al verlo; decididamente, Catulo era un custodio de las obras bastante lento, nunca tenía prisa. Pero el enorme Tabulario de Sila ya estaba completamente terminado, y ocupaba toda la falda frontal y central del monte con soportales y galerías destinados a albergar todos los archivos de Roma, las leyes y las cuentas. Y al pie del Capitolio había otras instalaciones públicas: el templo de la Concordia, y junto a él el pequeño Senáculo antiguo, en el que las delegaciones extranjeras eran recibidas por el Senado.



Foro Romano


En la esquina del fondo, más allá del Senáculo, separando el Vicus Iugaris del Clivus Capitolinus, estaba el lugar hacia donde se dirigía César. Este era el templo de Saturno, muy antiguo, grande y sobriamente dórica excepto por los colores chillones que embadurnaban sus paredes y pilares de madera, hogar de una antigua estatua del dios que había que mantener llena de aceite y envuelta en tela para que no se desintegrase. También -y más relacionado con el propósito de César- era la sede del Tesoro de Roma.

El templo propiamente dicho estaba montado sobre un podio de veinte peldaños de altura, una infraestructura de piedra dentro de la cual se abría un laberinto de pasillos y salas. Parte del mismo se usaba de almacén para las leyes una vez que habían sido labradas en piedra o bronce, pues la constitución en gran parte escrita de Roma exigía que todas las leyes fueran depositadas allí; pero el tiempo y la plétora de tablillas ahora exigía que cada nueva ley fuera metida rápidamente por una entrada y sacada por otra para ser almacenada en otro lugar.

La mayor parte de aquel espacio pertenecía al Tesoro. Aquí, en salas fuertes situadas tras grandes puertas de hierro, yacía la tangible riqueza de Roma en forma de lingotes de oro y plata, cuyo valor ascendía a muchos miles de talentos. Allí, en unos despachos sombríos iluminados por parpadeantes lámparas de aceite y con rejas en lo alto de los muros exteriores, trabajaba el núcleo de los funcionarios que llevaban los libros de cuentas públicas de Roma, desde aquellos de importancia suficiente como para ostentar el título de tribuni aerarii hasta los humildes contables y los aún más humildes esclavos públicos que barrían los polvorientos suelos, pero que solían ingeniárselas para pasar por alto las telarañas que festoneaban las paredes.

El crecimiento de las provincias y de los beneficios de Roma había hecho que el templo de Saturno se quedase pequeño para su propósito fiscal hacía ya mucho tiempo, pero los romanos eran muy poco dados a abandonar una sede una vez que el lugar se hubiera destinado a alguna empresa gubernamental, de manera que Saturno seguía allí, indeciso, como depositario del Tesoro. Otros tesoros menores de dinero acuñado y oro en barras estaban relegados a otras bóvedas bajo templos distintos; las cuentas que pertenecían a los años anteriores al corriente habían sido destinadas al Tabulario de Sila y, en consecuencia, los oficiales del Tesoro y sus subalternos habían proliferado. Otro anatema romano, los funcionarios, pero el Tesoro era, al fin y al cabo, el Tesoro; el dinero público tenía que ser sembrado, cultivado y cosechado como es debido, aunque aquello significase unas cantidades aborreciblemente grandes de empleados públicos.

Mientras la comitiva de César se quedaba rezagada para mirarlo todo con ojos brillantes y llenos de orgullo, éste subió lentamente hasta la gran puerta que estaba tallada en el muro lateral del podio de Saturno. César iba ataviado con una inmaculada toga blanca y en el hombro derecho de la túnica llevaba la ancha franja púrpura de senador; portaba una guirnalda de hojas de roble alrededor de la cabeza porque tenía que llevar su corona cívica en todas las ocasiones en que actuase en público. Mientras que otro hombre quizás le hubiese hecho una seña a un criado para que golpease la puerta con el llamador, César lo hizo él mismo, y luego aguardó hasta que la puerta se abrió con cautela y una cabeza apareció por la rendija.

– Cayo Julio César, cuestor de la provincia de Hispania Ulterior bajo el gobierno de Cayo Antistio Veto, desea presentar las cuentas de su provincia, como exige la ley y la costumbre -dijo César con voz serena.

Le fue franqueada la entrada y la puerta se cerró tras él; todos los clientes permanecieron fuera, al aire fresco.

– Tengo entendido que llegaste ayer, ¿es cierto? -le preguntó Marco Vibio, el jefe del Tesoro, cuando condujeron a César hasta su tenebroso despacho.

– Sí.

– Estas cosas no corren ninguna prisa, ya lo sabes.

– Por lo que a mí respecta, sí tengo prisa. Mi deber como cuestor no termina hasta que haya presentado las cuentas.

Vibio parpadeó.

– ¡Pues entonces preséntalas, no faltaría más!

César sacó del interior del pliegue de la toga siete rollos, cada uno de ellos sellado dos veces, una de ellas con el anillo de César y otra con el de Antitio Veto. Cuando Vibio se disponía a romper los sellos del primer rollo, César le detuvo.

– ¿Qué ocurre, Cayo Julio?

– No hay testigos presentes.

Vibio volvió a parpadear.

– Oh, bueno, no solemos preocuparnos mucho por pequeñeces de ese tipo -dijo desenfadadamente; y cogió el rollo con una sonrisa irónica en los labios.

César alargó una mano y sujetó la muñeca de Vibio.

– Pues te sugiero que empieces a preocuparte por pequeñeces como ésta -le dijo en tono agradable-. Estas son las cuentas oficiales de mi misión como cuestor en Hispania Ulterior, y solicito que haya testigos durante toda mi presentación. Si no es el momento adecuado para que sé presenten los testigos, entonces dime qué hora resulta conveniente y volveré.

El ambiente cambió dentro de la habitación, se hizo más escarchado.

– Desde luego, Cayo Julio.

Pero los primeros cuatro testigos no fueron del agrado de César y sólo después de haber examinado a doce hallaron cuatro que sí fueron de su gusto. Luego procedió a la entrevista con una rapidez e inteligencia que hizo jadear a Marco Vibio, porque no estaba acostumbrado a que los cuestores entendieran de contabilidad, ni a que tuvieran una memoria tan buena que los capacitase para ir recitando relaciones enteras de fechas sin consultar ningún material escrito. Cuando César hubo terminado, Vibio estaba sudando.

– Tengo que decir con toda sinceridad que rara vez, si es que ha ocurrido en alguna ocasión con anterioridad, he visto a un cuestor que presentase tan bien todas sus cuentas -confesó Vibio; y se limpió la frente-. Todo está en orden, Cayo Julio. De hecho, la Hispania Ulterior debería concederte un voto de agradecimiento por poner en orden tal embrollo.

Esto lo dijo con una sonrisa conciliadora; Vibio estaba empezando a comprender que aquel individuo altivo tenía intención de llegar a cónsul, así que le pareció oportuno lisonjearle.

– Si todo está en orden, me darás un documento oficial que así lo exprese. Ante testigos.

– Estaba a punto de hacerlo.

– ¡Excelente!

– ¿Y cuándo llegará el dinero? -le preguntó Vibio cuando acompañaba a la salida a su incómodo visitante.

César se encogió de hombros.

– Eso no está bajo el control de mi provincia. Supongo que el gobernador esperará para traer todo el dinero consigo al final de su mandato.

Un matiz de amargura asomó al rostro de Vibio.

– ¿No es eso normal? -preguntó retóricamente-. Lo que debería ser de Roma este año permanecerá en manos de Antitio Veto el tiempo suficiente como para que lo emplee en inversiones a su nombre y saque beneficio de ello.

– Eso es completamente legal, y no me corresponde a mí criticarlo -dijo César con suavidad, entornando los ojos al salir a la brillante luz del sol del Foro.

– ¡Ave, Cayo Julio! -se despidió súbitamente Vibio; y cerró la puerta.

Durante la hora que había durado la entrevista, el Foro inferior se había llenado bastante, y la gente corría de un lado a otro para terminar sus tareas antes de que se hiciera demasiado tarde y llegase la hora de la cena. Y entre las caras nuevas, observó César suspirando interiormente, estaba la que pertenecía a Marco Calpurnio Bíbulo, a quien él en otro tiempo levantara del suelo sin esfuerzo para colocarlo encima de un elevado armario delante de seis de sus iguales. Luego le puso el mote de Pulga. ¡Y no sin motivo! Cuando aún no habían hecho más que echarse una mirada el uno al otro, ya se detestaban; y eso ocurría de vez en cuando. Bíbulo lo había insultado de tal manera que la ofensa requería reparación fisica, seguro de que su diminuto tamaño le impediría a César pegarle. Había dado a entender que César había obtenido una magnífica flota del viejo rey Nicomedes de Bitinia prostituyéndose al propio rey. En otras circunstancias César quizás no hubiera dejado libre su mal genio, pero ello había ocurrido justo después de que el general Lúculo había dado a entender lo mismo. Y dos veces era ya demasiado; de manera que Bíbulo fue a parar a lo alto del armario, y el acto estuvo acompañado de unas cuantas palabras ofensivas. Y eso había sido el comienzo de casi un año viviendo en los mismos aposentos que Bíbulo mientras Roma, representada en la persona de Lúculo, le demostraba a la ciudad lesbia de Mitilene que no podía desafiar a su soberano. Las filas se habían dividido. Bíbulo era un enemigo.

No había cambiado en los diez años que habían transcurrido desde entonces, pensó César al aproximarse el nuevo grupo con Bíbulo a la cabeza. La otra rama de la Famosa Familia Calpurnio, apellidada Piso, estaba llena de algunos de los individuos más altos de Roma; pero la rama apellidada Bíbulo -que significaba esponjoso, en el sentido de que se empapaban de vino- era físicamente lo contrario. Ningún miembro de la nobleza romana habría tenido dificultad para decidir a qué rama de la Famosa Familia pertenecía Bíbulo. No era solamente pequeño, era diminuto, y tenía la tez tan clara que parecía desteñida; tenía pómulos salientes, el pelo incoloro, las cejas invisibles y los ojos de color gris plateado. No es que fuera poco atractivo, es que daba miedo.

Clientes aparte, Bíbulo no estaba solo; iba caminando al lado de un hombre que no llevaba túnica debajo de la toga. El joven Catón, a juzgar por el color de la tez y por la nariz. Bueno, aquella amistad tenía sentido. Bíbulo estaba casado con una Domicia que era prima carnal del cuñado de Catón, Lucio Domicio Ahenobarbo. Era raro que todas las personas detestables se juntasen, incluso uniéndose por el lazo del matrimonio. Y como Bíbulo era miembro de los boni, sin duda eso significaba que Catón también lo era.

– ¿En busca de un poco de sombra, Bíbulo? -le preguntó César dulcemente cuando se encontraron al tiempo que paseaba la mirada desde su viejo enemigo hasta su muy alto compañero, que gracias a la posición del sol y del grupo, realmente lanzaba su sombra sobre Bíbulo.

– Catón puede darnos sombra de sobra a todos nosotros -respondió Bíbulo con frialdad.

– La nariz servirá de ayuda a ese respecto -comentó César.

Catón se dio unas palmaditas cariñosas en su rasgo más prominente, nada ofendido, pero tampoco divertido; su sentido del humor no captaba el ingenio.

– Así nadie confundirá nunca mis estatuas con las de otros -le contestó.

– Eso es cierto.

– César miró a Bíbulo-. ¿Has pensado en presentarte a algún cargo este año? -le preguntó.

– ¡Yo no!

– ¿Y tú, Marco Catón?

– A tribuno militar -repuso Catón tensamente.

– Lo harás bien. He oído decir que tienes una gran colección de condecoraciones como soldado en el ejército de Publícola en la guera contra Espartaco.

– ¡Es cierto, las tiene! -intervino bruscamente Bíbulo-. ¡No todos en el ejército de Publícola eran cobardes!

César alzó las rubias cejas.

– Yo no he dicho eso.

– No hacía falta que lo dijeras. Tú elegiste a Craso para que luchara en su campaña.

– No tuve elección en ese tema, como tampoco la tendrá Marco Catón cuando sea elegido tribuno militar. Como magistrados militares, vamos donde Rómulo nos envía.

Y en ese punto la conversación tocó fondo, y hubiera terminado de no ser por la llegada de otro par de hombres que congeniaban mucho mejor con César: Apio Claudio Pulcher y Marco Tulio Cicerón.

– Vas un poco desnudo, ¿no te parece, Catón? -dijo alegremente Cicerón.

Bíbulo ya tenía bastante, por lo que se marchó de allí en compañía de Catón.

– Extraordinario -dijo César mirando cómo se alejaba Catón-. ¿Por qué no lleva túnica?

– Dice que forma parte de la mos maiorum, e intenta convencernos a todos para que volvamos a las viejas costumbres -dijo Apio Claudio, un miembro típico de su familia, pues era un hombre moreno, de talla mediana y considerablemente guapo. Le palmeó a Cicerón el diafragma y sonrió-. Está muy bien para tipos como César y él, pero no creo que dejar al descubierto tu pellejo impresione a un jurado -le dijo a Cicerón.

– Todo eso no es más que pura afectación -dijo éste-. Ya se le pasará con el tiempo.

– Aquellos ojos oscuros, inmensamente inteligentes, descansaron en César y se pusieron a bailotear-. Fíjate, todavía me acuerdo de cuando tus excentricidades relativas a la vestimenta disgustaron a algunos miembros de los boni, César. ¿Te acuerdas de aquellas orlas púrpuras que solías llevar en las mangas largas?

César se echó a reír.

– En aquella época estaba aburrido y me pareció que lo más seguro era que aquello irritase a Catulo.

– ¡Y así fue, así fue! Como líder de los boni, Catulo se cree el guardián de las costumbres y tradiciones de Roma.

– Hablando de Catulo, ¿cuándo piensa terminar el templo de Júpiter Óptimo Máximo? No veo ningún avance. había sentado en el senado.

– Oh, el templo fue dedicado hace un año -le dijo Cicerón-. En cuanto a cuándo podrá usarse, ¿quién sabe? Sila dejó a ese tipo en verdaderas dificultades económicas en lo que respecta a la obra, ya sabes. La mayor parte del dinero tiene que ponerlo de su propio bolsillo.

– Puede permitírselo; estaba cómodamente asentado en Roma haciendo dinero a costa de Cinna y Carbón mientras Sila estaba en el exilio. Darle a Catulo la tarea de reconstruir el templo de Júpiter Optimo Máximo fue la venganza de Sila.

– ¡Ah, sí! Las venganzas de Sila siguen siendo famosas, aunque lleve muerto diez años.

– Era el Primer Hombre de Roma -dijo César.

– Y ahora tenemos a Pompeyo Magnus reclamando ese título -dijo Apio Claudio poniendo en evidencia su desprecio.

– Me alegro de que estés otra vez en Roma, César. Hortensio está envejeciendo, no ha vuelto a ser el mismo desde que le vencí en el caso Verres, así que me vendrá bien un poco de competencia en los tribunales.

– ¿Envejeciendo a los cuarenta y siete años? -preguntó César.

– Lleva una vida regalada -dijo Apio Claudio.

– Lo mismo que todos en ese círculo.

– Yo no diría que Lúculo viva regaladamente de momento.

– Es cierto, no hace mucho que volviste del servicio con él en el Este -dijo César; se dispuso a marcharse y le hizo una inclinación de cabeza a su séquito.

– Y me alegro de estar fuera de ello -dijo Apio Claudio con emoción. Soltó una risita-. ¡Sin embargo, le envié a Lúculo un sustituto!

– ¿Un sustituto?

– Mi hermano, Publio Clodio.

– ¡Oh, eso le complacerá! -dijo César riéndose también.

Y así César se marchó del Foro algo más cómodo con el pensamiento de que los próximos años debería pasarlos en Roma. No iba a ser fácil, y eso le complacía. Catulo, Bíbulo y el resto de los boni se asegurarían de que él lo pasara mal. Pero también había amigos; Apio Claudio no estaba ligado a una facción, y siempre estaría a favor de un colega patricio.

Pero, ¿y Cicerón? Desde que con su brillantez e innovación había enviado a Cayo Verres al exilio permanente, todo el mundo conocía a Cicerón, que tenía que abrirse camino bajo la gran desventaja de no tener antepasados dignos de mención. Un homo novus. Un hombre nuevo. El primero de su respetable familia rural que se había sentado en el Senado. Procedía del mismo distrito de Mario, y era pariente suyo; pero algún fallo de su carácter le había cegado ante el hecho de que, fuera del Senado, la mayor parte de Roma seguía rindiendo culto a la memoria de Cayo Mario. Así que Cicerón renunció a sacar partido de ese parentesco, evitó por completo toda mención de sus orígenes en Arpinum y pasaba sus días tratando de hacer creer que era un romano de los romanos. Incluso tenía máscaras de cera de muchos antepasados en su atrio, pero pertenecían a la familia de su esposa Terencia; como Cayo Mario, también él había contraído matrimonio entre la más alta nobleza, y contaba con las relaciones de Terencia para abrirse camino hacia el consulado.

La mejor manera de describirle era como trepador social, algo que su pariente Cayo Mario no había sido nunca. Mario se había casado con la hermana mayor del padre de César, la querida Julia, tía de César, y por los mismos motivos Cicerón se había casado con su fea esposa Terencia. Aunque para Mario el consulado nada más había sido el camino para asegurarse el mando militar, mientras que Cicerón veía en el consulado en sí la cima de sus ambiciones. Mario había querido ser el Primer Hombre de Roma. Cicerón sólo quería pertenecer por derecho a la más alta nobleza de la tierra. ¡Oh, lo conseguiría! En los tribunales de justicia no tenía igual, lo que significaba que había acumulado un formidable grupo de villanos agradecidos que ejercían una influencia colosal en el Senado. Por no mencionar que era el mejor orador de toda Roma, cosa que significaba que estaba muy solicitado por otros hombres de enorme influencia para que hablase en nombre de ellos.

Como no era un esnob, César estaba contento de aceptar a Cicerón por sus propios méritos, y esperaba convencerlo para que entrase a formar parte de su facción. El problema estribaba en que Cicerón era un vacilante incurable; aquella mente inmensa veía tantos rasgos potenciales que al final probablemente dejaba que su timidez tomase las decisiones por él. Y para un hombre como César, que nunca había permitido que el miedo dominara sus instintos, la timidez era el peor de todos los amos. Tener a Cicerón de su parte le haría más fácil la vida política a César. Pero, ¿vería Cicerón las ventajas que esa fidelidad le comportaría? Eso era algo que sólo podrían decirlo los dioses.

Además Cicerón era un hombre pobre, y César tampoco tenía el dinero necesario para comprarlo. La única fuente de ingresos del abogado, aparte de las tierras de su familia en Arpinum, era su esposa; Terencia era extremadamente acaudalada. Por desgracia ella controlaba sus propias finanzas y no cedía ante el gusto de Cicerón por las obras de arte y las villas en el campo. ¡Oh, el dinero! Allanaba tantos obstáculos, especialmente para un hombre que deseaba convertirse en el Primer Hombre de Roma. He ahí a Pompeyo el Grande, que, amo de indecibles riquezas, podía permitirse comprar adictos… Mientras que César, con todo su ilustre árbol genealógico, no tenía dinero suficiente para comprar adictos ni votos. A ese respecto, Cicerón y él eran iguales. Dinero. Si había algo que podía derrotarle, pensó César, era la falta de dinero. A la mañana siguiente César despidió a sus clientes después del ritual del amanecer y bajó solo por el Vicus Patricii hasta las habitaciones que había alquilado en una elevada ínsula situada entre el taller de tintes de Fabricio y los baños suburanos. Aquél se había convertido en su refugio a su regreso de la guerra contra Espartaco, cuando la presencia viviente de su madre, su esposa y su hija dentro del propio hogar se había hecho a veces tan abrumadoramente femenina que le había resultado intolerable. Todo el mundo en Roma estaba acostumbrado al ruido, incluso aquellos que moraban en casas espaciosas sobre el Palatino y las Carinae: los esclavos gritaban, cantaban, reían y disputaban mientras realizaban sus tareas, y los bebés lloraban, los niños pequeños chillaban y las mujeres cotorreaban incesantemente cuando no estaban entrometiéndose para dar la lata o quejarse. Una situación tan normal que apenas afectaba a la mayoría de los hombres que estaban a la cabeza de una casa. Pero en ese aspecto César se irritaba, porque en él residía un auténtico gusto por la soledad y no tenía paciencia para lo que consideraba trivialidades. Siendo como era un verdadero romano, no había intentado reorganizar su entorno doméstico prohibiendo el ruido y las intrusiones femeninas, sino que, en lugar de eso, decidió evitarlas proporcionándose un refugio para sí mismo. Le gustaban los objetos hermosos, de modo que las tres habitaciones que tenía alquiladas en el segundo piso de aquella ínsula se contradecían con el lugar donde estaban situadas. Su único amigo de verdad, Marco Licinio Craso, era un incurable comprador de fincas y propiedades, y por una vez había sucumbido a un impulso generoso y le había vendido a César a un precio muy barato el suficiente suelo de mosaico para las dos habitaciones que César usaba para él. Cuando Craso había comprado la casa de Marco Livio Druso, había despreciado la antigüedad del suelo; pero el gusto de César era infalible, él sabia que hacía cincuenta años que no se fabricaba nada tan bueno. Asimismo, Craso se había mostrado complacido por poder emplear el apartamento de César como entrenamiento para las cuadrillas de esclavos sin cualificar que él -muy provechosamente- formaba en oficios tan apreciados y costosos como el enyesado de las paredes, el vaciado de molduras y pilastras con ornamentos dorados y la pintura de frescos. Así, cuando César entró en aquel apartamento dejó escapar un suspiro de pura satisfacción al contemplar las perfecciones del despacho, el recibidor y el dormitorio. ¡Bien, bien! Lucio Decumio había seguido sus instrucciones al pie de la letra y había dispuesto los muebles nuevos exactamente donde César los quería. Los había encontrado en Hispania Ulterior y los había enviado por barco a Roma por adelantado: una mesa muy brillante tallada en mármol rojizo con patas de león, un canapé dorado cubierto por tapicería púrpura también de Tiria y dos sillas espléndidas. Allí, observó no sin cierta diversión, estaba la cama nueva de la que había hablado Lucio Decumio, una estructura espaciosa de ébano y oro con una colcha púrpura también de Tiria. ¿Quién habría podido imaginar, viendo a Lucio Decumio, que su gusto pudiera igualarse al de César?

El propietario de aquel establecimiento no se molestó en inspeccionar la tercera habitación, que era en realidad una parte de la terraza que bordeaba el patio de luces interior. Cada extremo de la misma había sido vallado para ganar intimidad con respecto a los vecinos, y el patio de luces, a su vez, tenía gruesas persianas que dejaban entrar el aire, pero que impedían a las miradas curiosas cualquier vista del interior. Allí estaban localizados los servicios, desde un baño de bronce del tamaño de un hombre hasta una cisterna que almacenaba agua y un orinal. No había instalaciones para cocinar, y César no tenía ningún criado que viviera en el apartamento. De la limpieza se ocupaban los sirvientes de Aurelia, a quienes Eutico enviaba regularmente para vaciar el agua del baño y mantener llena la cisterna, el orinal pulcro, la ropa lavada, los suelos barridos y todo lo demás limpio de polvo. Lucio Decumio ya se encontraba allí, encaramado al canapé; tenía las piernas colgando lejos del tritón de exquisitos colores dibujado en el suelo, y la mirada fija en el rollo que sostenía entre las manos.

– ¿Qué, asegurándote de que cuadren las cuentas del colegio para la auditoría del pretor urbano? -le preguntó César al cerrar la puerta.

– Algo parecido -contestó Lucio Decumio al tiempo que dejaba que el rollo rodase produciendo un chasquido al soltarlo. César se acercó al reloj de agua para consultar la hora.

– Según esta pequeña bestia, ya es hora de que bajes, papá. Quizás ella no sea puntual, sobre todo si Silano no es amante de los cronómetros, pero a mí no se me antoja que la señora sea una persona que ignore el paso del tiempo.

– A mí no me necesitarás aquí, Pavo, así que la acompañaré hasta la puerta y me iré a casa -dijo Lucio Decumio; y salió de allí presuroso. César se sentó ante el escritorio para escribir una carta a la reina Oradalis de Bitinia, pero no había hecho más que poner el papel delante cuando se abrió la puerta y entró Servilia. Las estimaciones de César eran ciertas: aquélla no era señora que ignorase el tiempo. Se levantó y dio la vuelta al escritorio para saludarla, intrigado al ver que ella le tendía una mano como haría un hombre. El se la estrechó exactamente con la cortés presión que huesos tan pequeños exigían, pero de la misma forma que si le hubiera estrechado la mano a un hombre. Había una silla dispuesta ante el escritorio, aunque antes de que Servilia llegase César no sabía bien si llevar a cabo aquella entrevista con el escritorio de por medio o instalados más acogedoramente en una proximidad más íntima. Su madre estaba en lo cierto: Servilia no era fácil de predecir. Así que la acompañó a la silla situada al otro lado de la mesa y volvió a ocupar la suya. Con las manos juntas, aunque no apretadas, puestas ante sí sobre el escritorio, la miró con aire solemne. Se conservaba muy bien si realmente se acercaba a los treinta y siete años de edad, decidió César, e iba vestida de forma elegante con una túnica bermellón, cuyo color se parecía peligrosamente a la llama de la toga de una prostituta, aunque a pesar de ello lograba parecer intachablemente respetable. ¡Sí, era lista! Llevaba el cabello, espeso y tan negro como los reflejos, que eran más azules que rojos, peinado hacia atrás y separado por una raya en el centro, lo que hacía que ambas partes se reunieran con un mechón separado que le cubría la parte superior de cada oreja, y luego todo el conjunto iba atado en un moño justo en el nacimiento del cuello. Algo poco corriente, pero también muy respetable. La boca pequeña y en cierto modo fruncida, una hermosa piel tersa y blanca, los ojos negros de pesados párpados bordeados de largas pestañas rizadas, unas cejas que sospechó que ella se depilaba muchísimo y -lo más interesante de todo- una ligera flaccidez en los músculos de la mejilla derecha que también había observado en el hijo de aquella mujer, Bruto. Ya era hora de romper el silencio, puesto que parecía que Servilia no pensaba hacerlo.

– ¿Cómo puedo ayudarte, domina? -le preguntó César en un tono muy formal.

– Décimo Silano es nuestro paterfamilias, Cayo Julio, pero hay ciertas cosas que atañen a los asuntos de mi difunto primer marido, Marco Junio Bruto, que prefiero tratar personalmente. Mi actual marido no goza de buena salud, así que intento ahorrarle cargas. Es importante que no malinterpretes mis acciones, que a simple vista pueden parecer usurpación de deberes que entran más en la esfera del paterfamilias -le informó ella aún con mayor formalidad. La expresión de interés distante que César había mantenido en el rostro desde el momento en que se sentó, no cambió; sólo se recostó un poco más en la silla.

– No las mal interpretaré -dijo. Sería imposible decir si la mujer se relajó al oír aquello, porque desde que había hecho su entrada en las habitaciones de César, en ningún momento había dado la impresión de no estar relajada. Pero sí que apareció un matiz más seguro en la cautela de Servilia; miró a César francamente.

– Anteayer conociste a mi hijo, Marco Junio Bruto -dijo.

– Un chico agradable.

– Sí, eso mismo creo yo.

– Aunque técnicamente un niño.

– Sí, todavía lo será durante unos meses. Este asunto le concierne a él, e insiste en que no puede esperar.

– Una débil sonrisa le iluminó la comisura izquierda de la boca, que, cuando se veía hablar a Servilia, parecía más móvil que la comisura derecha-. La juventud es impetuosa.

– A mí no me pareció impetuoso -dijo César.

– No lo es en la mayoría de las cosas.

– ¿De manera que he de suponer que tu recado es para comunicarme algo que el joven Marco Junio Bruto quiere? -Eso es.

– Bien -dijo César exhalando profundamente-, una vez establecido el protocolo de rigor, quizás me digas qué quiere.

– Desea desposar a tu hija Julia. ¡Un autodominio magistral!, aplaudió Servilia incapaz de detectar ninguna reacción en los ojos de César, ni en el rostro ni en el cuerpo.

– Sólo tiene ocho años -dijo César.

– Y él todavía no es oficialmente un hombre. Sin embargo, lo desea.

– Puede que cambie de idea.

– Eso le dije yo. Pero me asegura que no lo hará. Y acabó por convencerme de su sinceridad.

– No estoy seguro de querer prometer a Julia en matrimonio todavía.

– Por qué no? Mis dos hijas ya están comprometidas, y son más pequeñas que Julia.

– La dote de Julia es muy pequeña.

– Eso no es nuevo para mí, Cayo Julio. Sin embargo la fortuna de mi hijo es grande. No necesita una esposa adinerada. Su padre lo dejó bien provisto, y además es el heredero de Silano.

– Tú todavía podrías tener un hijo de Silano.

– Es posible.-Pero no probable, ¿verdad?-Silano engendra hijas. César volvió a inclinarse hacia adelante, con apariencia distante todavía.

– Dime qué motivos habría yo de tener para acceder al emparejamiento, Servilia. Ésta alzó las cejas.

– ¡Yo diría que el asunto es evidente por sí mismo! ¿Cómo podría Julia buscar un marido que tuviese mejor posición? Por mi parte, Bruto es un patricio Servilio, por parte de su padre se remonta a Lucio Junio Bruto, el fundador de la República. Todo esto ya lo sabes. Su fortuna es espléndida, su carrera política con toda certeza lo llevará al consulado, y puede que hasta acabe siendo censor ahora que se ha restaurado esa magistratura. Está emparentado con los Rutilios, así como con los Servilios Cepiones y los Livios Drusos. Además hay amicitia a través de la devoción del abuelo de Bruto hacia tu tío por matrimonio, Cayo Mario. Ya me doy cuenta de que tú estás muy emparentado con la familia de Sila, pero ni mi familia ni la de mi marido tuvieron ningún problema con él. Tu propia dicotomía entre Mario y Sila es más pronunciada de lo que pueda afirmar ningún Bruto.

– ¡Oh, argumentas como un abogado! -comentó César apreciativamente; y por fin sonrió.

– Me lo tomaré como un cumplido.

– Deberías hacerlo. César se levantó, dio la vuelta al escritorio y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.

– ¿No voy a recibir respuesta, Cayo Julio? -Tendrás respuesta, pero no hoy.

– ¿Cuándo, entonces? -preguntó Servilia mientras caminaba hacia la puerta. Un débil pero seductor perfume emanaba de ella, que caminaba delante de César; éste estaba a punto de decirle que le daría la respuesta después de las elecciones, cuando de pronto se fijó en algo que le fascinó y que hizo que deseara verla de nuevo antes de tal fecha. Aunque Servilia iba irreprochablemente cubierta, como su clase y condición exigían, la parte de atrás de la túnica se había torcido ligeramente dejando al descubierto la piel del cuello y la columna vertebral hasta la mitad de los omóplatos. Y allí, como un fino trazo de pluma, una línea central de vello negro le bajaba desde la cabeza para desaparecer en las profundidades de la ropa. Tenía un aspecto sedoso más que áspero y estaba plano encima de la piel, pero no se encontraba colocado como debía porque la persona que le había secado la espalda a Servilia después del baño no había tenido suficiente cuidado de alisárselo debidamente formando una cresta a lo largo de las bien almohadilladas vértebras de la espina dorsal. ¡Cómo pedía a gritos esa pequeña atención!

– Vuelve mañana, si te va bien -le dijo César al tiempo que pasaba delante de ella para abrirle la puerta. Ningún sirviente esperaba en el diminuto rellano de la escalera, así que César la acompañó hasta el vestíbulo. Pero cuando se disponía a seguirla al exterior, ella le detuvo.

– Gracias, Cayo Julio; con que me hayas acompañado hasta aquí es suficiente.

– ¿Estás segura? Este no es precisamente el mejor vecindario.

– Tengo escolta: Hasta mañana, entonces. César volvió a subir la escalera hasta las últimas ráfagas flotantes de aquel sutil perfume y tuvo la sensación de que de algún modo la habitación estaba más vacía que nunca. Servilia… ella era profunda, y cada una de las capas de su ser era de una dureza diferente: hierro, mármol, basalto y diamante. No era nada simpática. Ni femenina tampoco, a pesar de aquellos grandes y bien formados pechos. Podría resultar desastroso volverle la espalda, porque César la imaginaba con dos rostros, como Jano, uno para ver adónde iba y otro para ver quién la seguía. Un completo monstruo. No era extraño que todos dijeran que Silano estaba cada vez más enfermo. Ningún paterfamilias intercedería por Bruto; no hacía falta que ella se lo hubiese explicado. Estaba muy claro que Servilia se ocupaba de sus propios asuntos, incluido su hijo, dijera lo que dijese la ley. De manera que, ¿sería idea de ella lo del compromiso con Julia, o de verdad partiría de Bruto? Aurelia quizás lo supiera. Iría a casa y se lo preguntaría. Y a casa fue, todavía pensando en Servilia y en cómo sería regular y disciplinar aquella tenue línea de vello negro que le bajaba por la espalda.

– ¡Mater! -la llamó irrumpiendo en su despacho-. ¡Necesito hacerte una consulta urgente, así que deja lo que estés haciendo y ven a mi estudio! Aurelia dejó la pluma y miró a César llena de asombro.

– Es día de rentas -dijo.

– No me importa si es el día de pago del trimestre. Y ya había desaparecido antes de pronunciar esa frase tan breve, dejando que Aurelia abandonase sus cuentas profundamente impresionada. ¡Aquello no era propio de César! ¿Qué le pasaría? -Bueno, ¿de qué se trata? -preguntó entrando a largos pasos en el tablinum de él; lo encontró de pie, con las manos detrás de la espalda y balanceándose sobre los pies, desde el talón a la punta de los dedos y viceversa. La toga se encontraba hecha un montón en el suelo, así que Aurelia se agachó para recogerla y la arrojó dentro del comedor antes de cerrar la puerta. Durante un momento César actuó como si ella no hubiera entrado todavía; luego empezó. La miró fugazmente con una mezcla de diversión y… ¿euforia?, antes de avanzar hacia ella para ayudarla a sentarse en la silla que su madre siempre utilizaba.

– Mi querido César, ¿es que no puedes estarte quieto, aunque no te sientes? Pareces un gato callejero en celo. Aquello a él se le antojó gracioso en extremo y se puso a rugir de risa.

– ¡Es que probablemente me sienta como un gato callejero en celo! El día de rentas desapareció; Aurelia comprendió con quién acababa de entrevistarse César.

– ¡Oh! ¡Servilia!

– Servilia -repitió él; y se sentó, recuperándose de pronto de aquel efervescente estado de exaltación.

– Estás enamorado, ¿verdad? -le preguntó la madre fríamente. César reflexionó y luego negó con la cabeza.

– Lo dudo. Lujurioso, quizás, aunque ni siquiera de eso estoy seguro. Creo que me desagrada.

– Un comienzo prometedor. Estás aburrido.

– Cierto. Verdaderamente aburrido de todas esas mujeres que me contemplan con adoración y se tumban en el suelo para que me limpie los pies en ellas.

– Servilia no hará eso, César.

– Ya lo sé, ya lo sé.

– ¿Para qué quería verte? ¿Para empezar una aventura? -Oh, no hemos avanzado nada en nuestra relación a ese respecto, mater. En realidad no tengo ni idea de si mi lujuria es correspondida. Bien podría no serlo, porque en mí sólo empezó realmente cuando ella me dio la espalda para marcharse.

– Mi curiosidad crece por momentos. ¿Qué quería? -Adivina -dijo César sonriendo.

– ¡No juegues conmigo!

– ¿No quieres adivinar? -Haré algo más que negarme a adivinar, César, si no dejas de comportarte como un niño de diez años, me marcharé.

– No, no, quédate ahí, mater, me portaré bien. Pero es una sensación tan buena la de verse enfrentado a un desafío, un poco de terra incógnita.

– Sí, eso lo comprendo -dijo ella; y sonrió-. Cuéntame.

– Vino a verme en nombre de su hijo para pedirme que consienta en un compromiso de matrimonio entre el joven Bruto y mi hija Julia. Aquello, evidentemente, la cogió por sorpresa; Aurelia parpadeó varias veces.

– ¡Qué extraordinario!

– La cosa es, mater, ¿de quién es la idea? ¿Suya o de Bruto? Aurelia echó la cabeza hacia un lado y se quedó pensando. Por fin asintió y dijo: -De Bruto, diría yo. Cuando la queridísima nieta de una no es más que una niña, una no se espera que ocurran cosas así, pero pensándolo bien ha habido ciertas muestras de ello. Él, desde luego, tiene tendencia a mirarla con ojos de cordero degollado.

– Hoy estás llena de notables metáforas animales, mater! Desde gatos callejeros a corderos.

– Deja de hacerte el chistoso aunque la madre del muchacho te inspire lujuria. El futuro de Julia es demasiado importante. César se puso serio al instante.

– Sí, desde luego. Considerada con toda crudeza, es una oferta maravillosa, incluso para una Julia.

– Estoy de acuerdo, especialmente en este momento, antes de que tu carrera política esté cerca de su cenit. Un compromiso de matrimonio con un Junio Bruto, cuya madre es de la familia de los Servilios Cepiones, te reportaría un apoyo inmenso entre los boni, César. Todos los Junios, los Servilios, tanto patricios como plebeyos, Hortensio, algunos de los Domicios, muchos de los Cecilios Metelos… incluso Catulo tendría que pararse a pensar.

– Tentador -dijo César.

– Muy tentador si las intenciones del muchacho son serias.

– Su madre me asegura que lo son.

– Yo también lo creo. No me parece que sea de los que cambian según sopla el viento. Bruto es un chico sobrio y cauto.

– ¿Le gustaría eso a Julia? -preguntó César frunciendo el entrecejo. Aurelia alzó las cejas.

– Ésa es una pregunta extraña viniendo de ti. Tú eres su padre, su destino marital está totalmente en tus manos, y nunca me has dado ningún motivo para suponer que considerarías la posibilidad de permitirle que se casara por amor. Ella es demasiado importante, es tu única hija. Además, Julia hará lo que se le diga. Yo la he educado para que comprenda que las cosas como el matrimonio no son para que ella las decida.

– Pero me gustaría que a ella le agradase la idea.

– Tú no eres muy dado a dejarte llevar por el sentimentalismo, César. ¿Es que a ti, personalmente, no te gusta mucho el muchacho? -le preguntó Aurelia astutamente. César suspiró.

– En parte, quizás. Oh, no me desagrada tanto como su madre, pero parecía un perro triste.

– ¡Metáforas animales! Aquello hizo reír a César, pero no duró mucho.

– Es una niñita tan dulce y tan vivaz. Su madre y yo fuimos muy felices y me gustaría que ella también lo fuera en su matrimonio.

– Los perros tristes son buenos maridos -dijo Aurelia.

– Tú estás a favor del emparejamiento.

– Lo estoy. Si dejamos pasar esta ocasión, puede que no se presente otra en el camino de Julia ni la mitad de buena. Las hermanas de Bruto se han comprometido con el joven Lépido y el hijo mayor de Vatia Isáurico, así que ahí van dos parejas muy convenientes y solicitadas que ya han desaparecido. ¿Se la entregarías mejor a un Claudio Pulcher o a un Cecilio Metelo? ¿O al hijo de Pompeyo Magnus?

César se estremeció e hizo una mueca de desagrado.

– Tienes toda la razón, mater. ¡Siempre es mejor un perro triste que un lobo rapaz o un perro sarnoso de mala raza! Yo más bien albergaba la esperanza de emparejar a Julia con uno de los hijos de Craso. Aurelia dejó escapar un bufido.

– Craso es un buen amigo para ti, César, pero sabes perfectamente que no permitiría que ninguno de sus hijos se casara con una chica que no poseyese una dote digna de mención.

– Otra vez estás en lo cierto, mater. Como siempre.

– César se dio unos golpes con las palmas de las manos en las rodillas, señal de que ya había tomado una determinación-. ¡Que sea Marco Junio Bruto, pues! ¿Quién sabe? A lo mejor resulta ser un muchacho irresistiblemente atractivo, como Paris, una vez que haya superado la etapa de los granos.

– Ojalá no tuvieras esa tendencia a la frivolidad, César! -le dijo su madre al tiempo que se levantaba para volver a los libros-. Ello será un estorbo para tu carrera en el Foro, igual que le ocurre a Cicerón de vez en cuando. Ese pobre muchacho nunca será atractivo. Ni gallardo.

– En ese caso -comentó César con completa seriedad-, el muchacho tiene suerte. La gente nunca se fía de los individuos que son demasiado apuestos.

– Si las mujeres pudiéramos votar -le comentó Aurelia con una sonrisa maliciosa-, eso no tardaría en cambiar. Cada Memmio sería rey de Roma.

– Por no decir cada César, ¿no? Gracias, mater, pero prefiero las cosas como son. Cuando regresó a casa, Servilia no les mencionó la entrevista con César ni a Bruto ni a Silano. Ni tampoco les dijo que a la mañana siguiente iba a volver a verlo. En la mayoría de los hogares la noticia se habría filtrado entre los sirvientes, pero no en los dominios de Servilia. Los dos griegos que empleaba como escolta personal siempre que salía a la calle eran antiguos criados que llevaban muchos años en la familia y la conocían lo suficientemente bien como para no ir con cotilleos, ni siquiera entre sus compatriotas. La historia de la niñera que Servilia había hecho azotar y crucificar por dejar caer a Bruto cuando era un bebé la había acompañado desde la casa de Bruto a la de Silano, y nadie había cometido el error de considerar a Silano lo bastante fuerte como para enfrentarse al temperamento de su mujer ni a su mal genio. Desde entonces no había tenido lugar ninguna otra crucifixión, pero había castigado con azotes las suficientes veces como para asegurarse la obediencia instantánea y que las lenguas permanecieran quietas. Tampoco era aquélla una casa donde a los esclavos se les manumitiese, donde pudieran llevar puesto el gorro de la libertad o llamarse hombres y mujeres libres. Una vez que uno era vendido y pasaba a ser propiedad de Servilia, era ya un esclavo para siempre. Así, cuando los dos griegos la acompañaron al pie del Vicus Patricii a la mañana siguiente, no hicieron el menor intento por ver qué había en el interior del edificio, ni soñaron siquiera con subir sigilosamente la escalera un poco más tarde para ponerse a escuchar detrás de la puerta o para mirar por el ojo de la cerradura. No es que sospechasen que Servilia tenía un enredo con algún hombre; se la conocía lo suficiente como para estar por encima de cualquier reproche a ese respecto. Era una esnob, y generalmente se daba por sentado en todo su mundo, desde iguales a sirvientes, que ella se consideraría superior al mismísimo Júpiter Óptimo Máximo. Y quizás habría sido así de habérsele acercado el gran dios, pero una relación amorosa con Cayo Julio César ciertamente se le hacía de lo más atractivo, pensaba Servilia mientras subía la escalera sola; encontró significativo que aquella mañana aquel peculiar y más bien ruidoso hombrecillo del día anterior no se hallase a la vista aquella mañana. La convicción de que algo más que un compromiso matrimonial saldría de aquella entrevista con César no se le había pasado por la cabeza hasta que, al acompañarla éste a la puerta el día anterior, Servilia notó en él un cambio lo bastante palpable como para desencadenar la esperanza… no, la emoción. Desde luego, toda Roma sabía que a César le fastidiaba una cosa en las mujeres, y era que no fuesen escrupulosamente limpias. Así que se había bañado con extremo cuidado y había reducido su perfume a un rastro incapaz de disfrazar los olores naturales; por suerte no sudaba más que de forma muy moderada, y nunca se ponía una túnica más de una vez entre lavado y lavado. El día anterior llevaba una de color bermellón; hoy había elegido una ámbar intenso, y se había puesto unos pendientes y un collar de cuentas del mismo color. Ahora estoy preparada para que me seduzcan, pensó; y llamó a la puerta. Le abrió César en persona; la acompañó a la silla y se sentó detrás del escritorio exactamente igual que el día anterior. Pero no la miró como la había mirado la víspera; ahora los ojos no parecían distantes ni fríos. Había en ellos algo que Servilia nunca había visto en los ojos de un hombre, una chispa de intimidad y posesión que le decía que no iba a ponerle obstáculos, pero que no hacía que lo desechase por impúdico o crudo. ¿Por qué le pareció a Servilia que dicha chispa la honraba y la distinguía entre todas las demás mujeres? -¿Qué has decidido, Cayo Julio? -le preguntó.

– Aceptar el ofrecimiento del joven Bruto. Aquello complació a Servilia; sonrió ampliamente por primera vez desde que él la conocía y reveló definitivamente que tenía la comisura derecha de la boca menos fuerte que la izquierda.

– ¡Excelente! -dijo; y dejó escapar un suspiro a través de una sonrisa pequeña y tímida.

– Tu hijo significa mucho para ti.

– Lo es todo para mí -repuso ella simplemente. Había una hoja de papel encima del escritorio; César la miró fugazmente y dijo: -He redactado un pacto legal como es debido para el compromiso matrimonial de tu hijo y mi hija -dijo-, pero si lo prefieres podemos dejar el asunto en un terreno más informal durante una temporada, por lo menos hasta que Bruto lleve algún tiempo como hombre adulto. Podría cambiar de opinión.

– No lo hará, y yo tampoco -contestó Servilia-. Concluyamos el trato aquí y ahora.

– Si es eso lo que deseas. Pero debo advertirte que una vez que un pacto está firmado, ambas partes y sus guardianes están sujetos legalmente y se les puede llevar a pleito por rompimiento de promesa, y también se les puede obligar a satisfacer una compensación igual a la cantidad a que ascienda la dote.

– ¿Cuál es la dote de Julia? -preguntó Servilia.

– La he fijado por escrito en cien talentos. Aquello provocó en ella un grito ahogado.

– Tú no tienes cien talentos para dárselos de dote, César!

– En este momento no, pero Julia no alcanzará la edad de contraer matrimonio hasta que yo sea cónsul, porque no tengo intención de permitir que se case antes de que haya cumplido los dieciocho años. Y cuando llegue ese día, tendré los cien talentos para su dote.

– Creo que sí, en efecto -dijo Servilia-. Sin embargo, eso significa que si mi hijo cambia de idea yo me quedaré cien talentos más pobre.

– ¿Ya no estás tan segura de su constancia? -le preguntó César con una sonrisa.

– Exactamente igual de segura que antes -repuso Servilia-. Concluyamos el trato.

– ¿Tienes poder legal para firmar en nombre de Bruto, Servilia? No me ha pasado por alto que ayer dijiste que Silano es el paterfamilias del muchacho. Servilia se humedeció los labios.

– Yo soy la custodia legal de Bruto, César, no Silano. Ayer me preocupaba que pensases mal de mí por acudir a ti en persona en lugar de enviar a mi marido. Vivimos en casa de Silano, de la cual él es, sin duda, el paterfamilias. Pero mi tío Mamerco fue el albacea testamentario de mi difunto marido y de mi grandísima dote. Antes de que me casase con Silano, el tío Mamerco y yo pusimos en orden mis asuntos, lo cual incluía las propiedades de mi difunto marido. Silano aceptó de buena gana que yo retuviera el control de lo que es mío y actuase como custodia de Bruto. El acuerdo ha funcionado bien, y Silano no se entromete.

– ¿Nunca? -le preguntó César con ojos chispeantes.

– Bueno, sólo en una ocasión -confesó Servilia-. Insistió en que yo debía enviar a Bruto a la escuela en lugar de retenerlo en casa con un preceptor. Comprendí la fuerza de sus argumentos y accedí a intentarlo. Con gran sorpresa por mi parte, la escuela resultó ser algo bueno para Bruto. El muchacho tiene una tendencia natural hacia lo que él llama la intelectualidad, y si hubiera tenido a su propio pedagogo dentro de casa esa tendencia se habría visto reforzada.

– Sí, un pedagogo particular tiende a hacer eso -comentó César con seriedad-. Bruto todavía va a la escuela, naturalmente.

– Hasta finales de año. Después irá al Foro y a un grammaticus, bajo el cuidado del tío Mamerco.

– Una elección muy acertada y un espléndido futuro. Mamerco es también pariente mío. ¿Cabría la posibilidad de que me permitieras participar en la educación retórica de Bruto? Al fin y al cabo, estoy destinado a ser su padre político -dijo César al tiempo que se ponía en pie.

– Me encantaría -dijo Servilia, consciente de una inmensa e inquietante decepción. ¡No iba a ocurrir nada! ¡Su instinto se había equivocado terrible, espantosa, horriblemente! César dio la vuelta a la mesa hasta situarse detrás de la silla de Servilia; ésta creyó que lo hacía con intención de ayudarla a marcharse, pero de algún modo las piernas se negaron a responderle; se vio obligada a permanecer sentada como una estatua; se sentía realmente mal.

– ¿Sabes -oyó decir a César con una voz completamente diferente y gutural- que tienes una deliciosa crestita de vello que te baja por la espina dorsal hasta donde alcanzo a ver? Pero me doy cuenta de que nadie la cuida como es debido, está arrugada y desordenada tanto hacia un lado como hacia el otro. Ayer pensé que era una lástima. César comenzó a acariciarle la nuca justo debajo del gran moño que formaba el cabello de Servilia, y ésta primero pensó que la estaba tocando con la punta de los dedos, unos dedos lisos y lánguidos. Pero César tenía la cabeza inmediatamente detrás de la suya; rodeó a Servilia con ambas manos y le cogió los pechos. El aliento de él le refrescaba el cuello como un soplo de brisa sobre la piel húmeda, y entonces comprendió lo que César estaba haciendo. Le estaba lamiendo aquel crecimiento de vello superfluo que ella tanto odiaba y que su madre había despreciado y ridiculizado hasta el día en que murió. Lo lamió primero por un lado y luego por el otro, siempre en dirección hacia la cresta de la columna vertebral, avanzando lentamente hacia abajo, cada vez más hacia abajo. Y lo único que Servilia pudo hacer fue quedarse sentada presa de sensaciones que ni siquiera había imaginado que existieran, quemada y empapada en una tormenta de emociones. Aunque había estado casada durante dieciocho años con dos hombres muy diferentes, en toda su vida jamás había tenido ocasión de conocer nada parecido a aquella fiera y penetrante explosión de los sentidos que surgía hacia afuera partiendo del foco de la lengua de César y que se sumergía en ella para invadirle los pechos, el vientre y el alma. En cierto momento logró ponerse en pie, no para ayudarle a desatar el ceñidor que la rodeaba por debajo de los pechos, ni para desprender de sus hombros las capas de ropa que llevaba puestas y que acabaron cayendo al suelo -eso lo hizo él sin ninguna ayuda-, sino exclusivamente para permanecer de pie mientras él seguía con la lengua la línea de vello hasta que ésta disminuía y se hacía invisible allí donde empezaba la hendidura entre las nalgas. Si él sacase un cuchillo y me lo hundiese en el corazón hasta la empuñadura, pensó Servilia, no sería capaz de moverme ni un centímetro para impedírselo. Ni siquiera querría impedírselo. Nada importaba salvo la gratificación que sentía de una parte de sí misma, que ella nunca había soñado siquiera que poseyera. La ropa de César, toga y túnica, permanecieron en su sitio hasta que él llegó al final del viaje con la lengua, y entonces Servilia notó que César daba un paso atrás para separarse de ella, pero no pudo volverse y situarse frente a él porque si soltaba el respaldo de la silla, se caería al suelo.

– Oh, así está mejor -le oyó decir-. Así es como debe estar siempre. Perfecto. Volvió a acercarse a ella y la obligó a darse la vuelta, tirándole de los brazos para que le rodeara por la cintura, y Servilia sintió por fin el contacto de la piel de aquel hombre; levantó el rostro para recibir el beso que él no le había dado todavía. Pero en lugar de eso, César la cogió en brazos y la condujo hasta el dormitorio, donde la colocó sin esfuerzo sobre las sábanas que ya había dejado abiertas de antemano. Servilia tenía los ojos cerrados, lo único que podía sentir era la presencia de él moviéndose por encima de ella y a su lado, pero los abrió cuando César le puso la nariz en el ombligo e inhaló profundamente.

– Dulce -comentó; y luego fue bajando hasta el mons Veneris-. Rollizo, dulce y jugoso -dijo riéndose. ¿Cómo era posible que se riera? Pero sí, se reía; después, cuando Servilia abrió los ojos de par en par al ver la erección de César, éste la atrajo hacia sí y la besó por fin en la boca. No como Bruto, que le metía la lengua hasta adentro y con tantas humedades que llegaba a revolverla; tampoco como Silano, cuyos besos eran reverentes hasta el punto que resultaban castos. Aquello era perfecto, algo con que deleitarse, a lo cual unirse, haciéndolo durar. Una mano le acariciaba la espalda desde las nalgas hasta los hombros; los dedos de la otra exploraban con suavidad entre los labios de la vulva, lo que la hacía temblar y estremecerse. ¡Oh, qué lujo! ¡La gloria absoluta de no preocuparse por qué impresión estaba produciendo, de no importar si era demasiado echada hacia adelante o demasiado retraída! A Servilia le daba lo mismo lo que pudiera pensar César de ella. Aquello era para ella. Así que se subió encima de él y le agarró la erección con ambas manos para conducirla a su interior; luego se sentó encima y comenzó a mover las caderas hasta que se puso a gritar de éxtasis, tan traspasada y paralizada como un animal atravesado por la lanza de un cazador. Finalmente cayó hacia adelante contra el pecho de aquel hombre, tan lacia y acabada como aquel animal muerto. Pero César no había acabado con ella. El acto sexual continuó durante lo que parecieron horas, aunque Servilia no supo en qué momento alcanzó él su propio orgasmo, o si hubo muchos o sólo uno, porque César no produjo sonido alguno y permaneció en erección hasta que de repente se detuvo.

– Realmente es grandísimo -comentó ella levantando el pene y dejándolo caer sobre el vientre de César.

– Sí, y está muy pegajoso -dijo éste; y se incorporó con agilidad y desapareció de la habitación. Cuando regresó, Servilia ya había recuperado la vista lo suficiente para observar que él era lampiño como la estatua de un dios, y que estaba formado con tanto cuidado como un Apolo de Praxíteles.

– Qué hermoso eres -le dijo mirándolo fijamente.

– Piénsalo si no puedes evitarlo, pero no lo digas -fue la respuesta de César.

– ¿Cómo puedo gustarte si tú no tienes vello? -Porque eres dulce, rolliza y jugosa, y esa línea de vello negro que te baja por la espalda me fascina.

– Se sentó al borde de la cama y le dirigió una sonrisa que hizo que el corazón le latiera a Servilia con más fuerza-. Y además, tú has disfrutado. Eso, por lo que a mí concierne, es la mitad de la diversión.

– ¿Es ya hora de irse? -le preguntó Servilia, sensible al hecho de que él no parecía tener intención de volver a tumbarse.

– Sí, es hora de irse.

– Se echó a reír-. Me pregunto si técnicamente esto se cuenta como un incesto. Nuestros hijos están comprometidos en matrimonio. Pero ella carecía del sentido de lo absurdo que tenía César, y frunció el entrecejo.

– ¡Pues claro que no!

– Era broma, Servilia, era una broma -le dijo él suavemente; se levantó-. Espero que la ropa que llevabas puesta no se arrugue. Todavía sigue en el suelo de la otra habitación. Mientras Servilia se vestía, César empezó a llenar el baño con agua de la cisterna; metía un cubo de cuero en ella y la vertía incansablemente en el baño. No se detuvo cuando ella se acercó para mirar.

– ¿Cuándo podremos volver a vemos? -le preguntó Servilia.

– No con demasiada frecuencia, si no dejará de gustarnos; y preferiría que no fuese así -respondió César sin dejar de echar agua en el baño. Aunque Servilia no era consciente de ello, ésta era una de las pruebas a las que César sometía a sus amantes; si la receptora del acto sexual empezaba a derramar lágrimas o a expresar grandes protestas para demostrar cuánto le importaba él, el interés de César decaía.

– Estoy de acuerdo contigo -dijo ella. El cubo se detuvo a mitad de la trayectoria; César la observó impresionado.

– ¿De verdad? -Absolutamente -dijo Servilia asegurándose de que tenía los pendientes de ámbar bien enganchados en su sitio-. ¿Tienes otras mujeres? -De momento no, pero eso puede cambiar cualquier día. Ésta era la segunda prueba, más rigurosa que la primera.

– Sí, es verdad que tienes una fama que has de mantener; lo comprendo.

– ¿Lo dices de veras? -Claro.

– Aunque el sentido del humor de Servilia era rudimentario, sonrió un poco y añadió-: Ahora comprendo lo que todas las mujeres dicen de ti, ya ves. Voy a estar tiesa y escocida durante días.

– Entonces veámonos de nuevo el día después de las elecciones de la Asamblea Popular. Me presento para el cargo de curator de la vía Apia.

– Y mi hermano Cepión para el de cuestor. Mi marido, naturalmente, se presentará antes de eso para el cargo de pretor en las centurias.

– Y tu otro hermano, Catón, sin duda saldrá elegido tribuno militar. Servilia arrugó la cara, endureció la boca y los ojos se le volvieron de piedra.

– Catón no es mi hermano, es mi hermanastro -puntualizó.

– Pues eso dicen también de Cepión. La misma yegua, el mismo semental. Servilia tomó aliento y miró a César con compostura.

– Soy consciente de lo que dicen, y creo que es cierto. Pero Cepión lleva mi mismo apellido y, por lo tanto, lo reconozco como hermano.

– Muy sensato por tu parte -dijo César. Y continuó trabajando con el cubo; Servilia, tras asegurarse de que su aspecto era aceptable, aunque no tan impecable como unas horas antes, se marchó. César se metió en el baño con rostro pensativo. Aquélla era una mujer fuera de lo corriente. ¡Un tormento sobre seductoras plumas de vello negro! Qué cosa más tonta para causarle a él su caída. Caída hacia abajo, como el vello. Un buen juego de palabras, aunque accidental. Ahora que se habían convertido en amantes, no estaba muy seguro de que ella le resultase más simpática, aunque César sabía que tampoco estaba dispuesto a despedirla. Además, ella era una rareza en otros aspectos, aparte de en su carácter. Las mujeres de la clase a la que pertenecía Servilia que sabían comportarse entre las sábanas sin inhibición eran tan escasas como los cobardes en un ejército de Craso. Incluso su querida Cinnilla había conservado el recato y el decoro. Bien, así era como se las educaba, pobrecillas. Y, como César había caído en la costumbre de ser honrado consigo mismo, tuvo que admitir que no haría nada por tratar de que Julia fuera educada de otro modo. Oh, también había marranas entre las mujeres de su clase, ya lo creo, mujeres que eran tan famosas por sus artimañas sexuales como cualquier puta, desde la difunta gran Colubra hasta la ya entrada en años Precia. Pero cuando a César le apetecía una juerga sexual desinhibida, prefería procurársela entre las honradas, francas, prácticas y decentes mujeres de Subura. Hasta el día que había conocido a Servilia en ese terreno. ¿Quién iba a imaginarlo? Y además, ella no iría por ahí cotilleando sobre su aventura amorosa. Se volvió del otro lado dentro del baño y alcanzó la piedra pómez; era inútil usar una strigilis con el agua fría, un hombre tenía que sudar para poder frotarse.

– Y ahora, ¿qué parte de todo esto le cuento yo a mi madre? -le preguntó al gris pedacito de piedra pómez-. ¡Qué extraño! Ella es tan distante que normalmente no me resulta difícil hablar con ella de mujeres. Pero creo que llevaré puesta la toga de color púrpura oscuro de censor cuando mencione a Servilia. Las elecciones se celebraron puntualmente aquel año, primero las de las centurias, para elegir cónsules y pretores, luego toda la gama de patricios y plebeyos en la Asamblea Popular para escoger a los magistrados menores, y finalmente las tribus en la Asamblea Plebeya, que restringía sus actividades a la elección de los ediles plebeyos y los tribunos de la plebe. Aunque según el calendario era el mes de quintilis, y por ello debía de haber sido el punto álgido del verano, las estaciones se iban quedando rezagadas porque Metelo Pío, pontífice máximo, se había mostrado reacio durante varios años a insertar aquellos veinte días extra en el mes de febrero cada dos años. Quizás no fuera tan sorprendente, pues, que Cneo Pompeyo Magnus -Pompeyo el Grande- se viera movido a visitar Roma para contemplar el oportuno proceso de la ley electoral en la Asamblea Plebeya, ya que el tiempo era primaveral y apacible. A pesar de que se tenía a sí mismo por el Primer Hombre de Roma, Pompeyo detestaba la ciudad y prefería vivir en sus propiedades situadas en el norte de Picenum. Allí era prácticamente un rey; en Roma, sin embargo, sabía que la mayor parte del Senado lo odiaba más incluso de lo que él odiaba a Roma. Entre los caballeros que dirigían el mundo de los negocios de Roma, Pompeyo era extremadamente popular y tenía muchos adeptos, pero ese hecho no podía aliviar la sensible y vulnerable imagen de sí mismo cuando ciertos miembros del grupo senatorial de los boni y de otras camarillas aristócratas dejaban claro que no lo tenían por otra cosa que por un advenedizo presuntuoso, un intruso no romano. Su árbol genealógico era mediocre, pero en modo alguno inexistente, porque su abuelo había sido miembro del Senado y había entrado por su matrimonio en una familia impecablemente romana, los Lucilios, y su padre había sido el famoso Pompeyo Estrabón, cónsul, general victorioso de la guerra italiana, protector de los elementos conservadores en el Senado cuando Roma había estado amenazada por Mario y Cinna. Pero Mario y Cinna habían ganado, y Pompeyo Estrabón murió a causa de una enfermedad en el campamento situado a las afueras de la ciudad. Los habitantes del Quirinal y el Viminal culparon a Pompeyo Estrabón de la epidemia de fiebre entérica que había hecho estragos en la sitiada Roma y arrastraron su cuerpo desnudo por las calles atado a un asno. Para el joven Pompeyo fue un ultraje que nunca había perdonado. Su oportunidad se había presentado cuando Sila volvió del exilio e invadió la península Itálica; con sólo veintidós años, Pompeyo había reclutado tres legiones de veteranos de su padre muerto y las había hecho marchar para reunirse con Sila en Campania. Consciente de que Pompeyo le había hecho chantaje obligándole a asumir un mando conjunto, el habilidoso Sila lo había utilizado para alguna de sus empresas más dudosas que lo llevarían hacia la dictadura que luego ostentó. Incluso después de retirarse y morir, Sila cuidó de esta espiga ambiciosa y presuntuosa al introducir una ley que permitía que le fuera encomendado el mando de los ejércitos de Roma a un hombre que no perteneciese al Senado. Porque Pompeyo le había tomado antipatía al Senado y se negó a pertenecer a él. Luego habían seguido seis años de la guerra de Pompeyo contra el rebelde Quinto Sertorio en Hispania, durante los cuales Pompeyo se vio obligado a revalidar su capacidad militar; había ido a Hispania completamente confiado de que aplastaría en seguida a Sertorio, pero se encontró frente a uno de los mejores generales de la historia de Roma. Al final resultó que, sencillamente, cansó a Sertorio hasta rendirlo. Así que el Pompeyo que regresó a Italia era una persona muy cambiada: taimado, sin escrúpulos, empeñado en demostrar al Senado -que lo había mantenido escandalosamente escaso de dinero y de refuerzos en Hispania-, al cual él no pertenecía, que podía refregarle la cara en el polvo. Y Pompeyo había procedido a hacerlo con la connivencia de otros dos hombres: Marco Craso, victorioso contra Espartaco, y nada menos que César. Con un César de veintinueve años tirando de los hilos, Pompeyo y Craso utilizaron la existencia de sus dos ejércitos para obligar al Senado a permitirles que se presentaran como candidatos al consulado. Ningún hombre había sido elegido nunca para la más importante de todas las magistraturas sin haber sido como mínimo miembro del Senado, pero Pompeyo se convirtió en cónsul senior y Craso en su colega. Así, este extraordinario hombre de Picenum, a pesar de ser excesivamente joven para el cargo, alcanzó su objetivo por la vía más anticonstitucional, aunque había sido César, seis años más joven que él, quien le había enseñado cómo hacerlo. Para aumentar aún más la desgracia del Senado, el consulado conjunto de Pompeyo el Grande y Marco Craso había sido un triunfo, un año de fiestas, circos, alegría y prosperidad. Y cuando acabó, ambos hombres declinaron aceptar el mando de provincias; en lugar de ello se retiraron a la vida privada. La única ley importante que ellos habían puesto en vigor restituía plenos poderes a los tribunos de la plebe, a quienes la legislación de Sila había dejado prácticamente en la impotencia. Ahora Pompeyo estaba en la ciudad para ver a los tribunos de la plebe que saldrían elegidos para el año siguiente, y eso intrigaba a César, que se los encontró a él y a su multitud de clientes en la esquina de la vía Sacra y el Clivus Orbius, justo a la entrada del Foro inferior.

– No esperaba verte en Roma -le dijo César cuando se juntaron ambos grupos de clientes. Observó a Pompeyo abiertamente de la cabeza a los pies y sonrió-. Tienes buen aspecto, y muy saludable, además -le comentó-. Veo que aún conservas el tipo en la edad madura.

– ¿Edad madura? -le preguntó Pompeyo indignado-. ¡Que yo haya sido cónsul no significa que esté chocho! ¡No cumpliré los treinta y ocho hasta finales de setiembre!

– Mientras que yo -dijo César con aire presumido- acabo de cumplir los treinta y dos hace muy poco; y a esa edad, Pompeyo Magnus, tú tampoco eras cónsul.

– Oh, me tomas el pelo -dijo Pompeyo calmándose-. Eres como Cicerón, seguirías bromeando aunque te llevaran a la hoguera.

– Ojalá fuera yo tan ingenioso como Cicerón. Pero no me has contestado a la seria pregunta que te he hecho, Magnus. ¿Qué haces en Roma si no tienes mejor motivo que ver cómo eligen a los tribunos de la plebe? No diría que tengas necesidad de emplear tribunos de la plebe en estos tiempos.

– Un hombre siempre necesita un tribuno de la plebe o dos, César.

– ¿Ah, sí? ¿Qué te traes entre manos, Magnus? Aquellos vivos ojos azules se abrieron completamente y le dirigieron una mirada candorosa a César.

– No me traigo nada entre manos, César.

– ¡Oh, mira! -gritó César señalando hacia el cielo-. ¿Lo has visto, Magnus? -¿Si he visto qué? -le preguntó Pompeyo al tiempo que se esforzaba por examinar las nubes.

– Ese cerdo rosa que vuela como un águila.

– No me crees.

– Exacto, no te creo. ¿Por qué no desembuchas? Yo no soy tu enemigo, como bien sabes. En realidad te he sido de enorme ayuda en el pasado, y no hay razón para que no deba seguir sirviéndote de ayuda en tu carrera en el futuro. No soy mal orador, eso tienes que reconocerlo.

– Pues…

– empezó a decir Pompeyo; pero luego guardó silencio.

– ¿Pues qué? Pompeyo se detuvo, echó una mirada hacia la multitud de clientes que tenía detrás, que venían siguiéndolo, movió la cabeza y se desvió un poco para apoyarse en una de las bonitas columnas de mármol que soportaban la arcada de la cámara principal de la basílica Emilia. César comprendió que aquél era el modo que tenía Pompeyo de evitar que le oyesen a escondidas, así que se colocó al lado del Gran Hombre para escuchar lo que decía mientras la horda de clientes permanecía, con los ojos brillantes y muertos de curiosidad, demasiado lejos como para poder oír una palabra.

– ¿Y si alguno sabe leer los labios? -preguntó César.

– ¡Vuelves a estar de broma!

– No exactamente. Pero no estaría de más que les diéramos la espalda y fingiéramos que estamos orinando en el corredor central de la basílica Emilia. Aquello fue demasiado; Pompeyo hasta lloró de risa. Sin embargo, cuando se calmó, César observó que se volvía lo suficientemente de espaldas a sus clientes como para quedar de perfil a ellos y que movía los labios de manera tan furtiva como un vendedor de pornografía en el Foro.

– De hecho -cuchicheó Pompeyo-, tengo un buen individuo entre los candidatos de este año.

– ¿Aulo Gabinio? -¿Cómo lo has adivinado? -Es natural de Picenum, y formaba parte de tu personal privado en Hispania. Además es un buen amigo mío. Fuimos juntos tribunos militares de categoría junior en el asedio de Mitilene.

– El rostro de César adquirió un matiz irónico-: A Gabinio tampoco le caía simpático Bíbulo, y con los años no se ha hecho precisamente simpatizante de los boni, que digamos.

– Gabinio es un individuo excelente, uno de los mejores que conozco -le aseguró Pompeyo.

– Y extraordinariamente capaz.

– Eso también.

– ¿Qué va a legislar él para ti? ¿Despojará del mando a Lúculo y te lo entregará en bandeja de oro? -¡No, no! -respondió bruscamente Pompeyo-. ¡Es demasiado pronto para eso! Primero necesito una breve campaña para calentar los músculos.

– Los piratas -aseveró César al instante.

– ¡Acertaste otra vez! De los piratas se trata. César dobló la rodilla derecha para plegar la pierna contra la columna que tenía a su lado y puso cara de que entre ellos no estuviera teniendo lugar otra cosa que una agradable charla acerca de los viejos tiempos.

– Te aplaudo, Magnus. Eso no sólo es muy inteligente, sino también muy necesario.

– ¿No te impresiona Metelo Pequeña Cabra de Creta? -Ese hombre es un tonto testarudo, y venal por añadidura. No parecía cuñado de Verres para nada… y en más de un aspecto. Con tres excelentes legiones apenas consiguió ganar una batalla en tierra contra veinticuatro mil cretenses desorganizados y sin instrucción militar a los que conducían hombres que eran marineros más que soldados.

– Terrible -dijo Pompeyo moviendo la cabeza con aire lúgubre-. Y yo te pregunto, César, ¿de qué sirve librar batallas en tierra cuando los piratas operan en el mar? Está muy bien decir que lo que hace falta erradicar son sus bases en tierra, pero a menos que se les capture en el mar no se podrá destruir su medio de vida: sus barcos. El arte de la guerra naval moderna no es como en Troya, no se les puede quemar los barcos cuando están varados en la orilla. Mientras la mayor parte de los piratas le mantienen a uno a raya lejos, el resto forma tripulaciones de reducido número de miembros y se lleva la flota a otra parte.

– Sí -dijo César moviendo la cabeza afirmativamente-, todo el mundo ha cometido el mismo error hasta el momento, desde ambos Antonios hasta Vatia Isáurico. Quemar aldeas y saquear pueblos. Para esa tarea hace falta un hombre con verdadero talento para la organización.

– ¡Exactamente! -gritó Pompeyo-. ¡Y yo soy ese hombre, te lo prometo! Si mi voluntaria inercia del último par de años no ha servido para otra cosa, por lo menos me ha proporcionado tiempo para pensar. En Hispania me limité a bajar los cuernos y cargué ciegamente para entrar en batalla. Lo que debería haber hecho es idear el modo de ganar la guerra antes de sacar un pie de Mutina. Tendría que haberlo investigado todo de antemano, no sólo el modo de abrir una ruta nueva a través de los Alpes, de ese modo habría sabido cuántas legiones necesitaba, cuántos hombres a caballo, cuánto dinero en mis arcas de guerra… y habría aprendido a entender a mi enemigo. Quinto Sertorio era un hombre que tenía una táctica brillante. Pero, César, las guerras no se ganan sólo a base de táctica. ¡La estrategia es la clave!

– ¿Así que has estado haciendo los deberes acerca de ese asunto de los piratas, Magnus? -Desde luego que sí. Y de forma exhaustiva. He estudiado todos y cada uno de los aspectos, desde el mayor hasta el más pequeño. Mapas, espías, barcos, dinero, hombres. Sé muy bien cómo llevar a cabo el trabajo -dijo Pompeyo mostrando una clase de confianza diferente de la que tenía antes. Hispania había sido la última campaña del Muchacho Carnicero. En el futuro ya no sería carnicero en ningún aspecto. Así César contempló con gran interés la elección de los diez tribunos de la plebe. Aulo Gabinio sería con toda certeza uno de los elegidos, y desde luego quedó muy arriba en las votaciones, lo cual significaba que sería presidente del nuevo Colegio de los Tribunos de la plebe que entraría en ejercicio el día décimo del próximo mes de diciembre. Como los tribunos de la plebe promulgaban la mayoría de las leyes nuevas, y tradicionalmente eran los únicos legisladores a los que les gustaba ver cambios, todas las facciones poderosas del Senado necesitaban «poseer» por lo menos un tribuno de la plebe. Incluso los boni, que utilizaban a sus hombres para bloquear cualquier legislación nueva; el arma más poderosa de que disponían los tribunos de la plebe era el veto, que podían ejercer contra sus compañeros, contra todos los demás magistrados e incluso contra el Senado. Eso significaba que los tribunos de la plebe que pertenecieran a los boni no se encargaban de promulgar nuevas leyes, sino de vetarlas. Y, desde luego, los boni habían logrado que eligieran a tres de sus hombres: Glóbulo, Trebelio y Otón. Ninguno de ellos era brillante, pero claro, un tribuno de la plebe que perteneciera a los boni no necesitaba ser brillante, sino simplemente ser capaz de articular la palabra «¡Veto!». Pompeyo tenía dos hombres excelentes en el nuevo colegio para perseguir sus fines. Aulo Gabinio quizás careciera, relativamente, de antepasados y fuera un hombre pobre, pero llegaría lejos; César lo sabía ya desde la época del asedio de Mitilene. Naturalmente, el otro hombre de Pompeyo también era de Picenum: un tal Cayo Cornelio, que no era patricio nada más que por ser miembro de la venerable gens Cornelia. Quizás no estuviera tan atado a Pompeyo como lo estaba Gabinio, pero ciertamente no vetaría ningún plebiscito que Gabinio pudiera proponerle a la plebe. Aunque todo esto era interesante para César, el único hombre elegido que le preocupaba no estaba atado ni a los boni ni a Pompeyo el Grande. Se trataba de Caro Papirio Carbón, un hombre radical con un hacha propia que blandir. Desde hacía algún tiempo se le oía decir en el Foro que pensaba acusar al tío de César, Marco Aurelio Cotta, por retención ilegal del botín capturado en Heraclea durante la campaña de Marco Cotta en Bitinia contra el rey Mitrídates, viejo enemigo de Roma. Marco Cotta había regresado triunfal hacia el final de aquel consulado conjunto de Pompeyo y Craso, y entonces nadie había puesto en tela de juicio su integridad. Pero ahora Carbón estaba muy atareado removiendo viejas aguas, y como tribuno de la completamente restaurada plebe estaría investido de poder suficiente especialmente convocado al efecto. Como César amaba y admiraba a su tío Marco, la elección de Carbón le producía gran preocupación. Contada la última baldosa a modo de papeleta, los diez hombres victoriosos se pusieron de pie en los rostra para agradecer las aclamaciones; luego César dio media vuelta y regresó a su casa caminando despacio. Estaba cansado: demasiado poco sueño, demasiada Servilia. No habían vuelto a verse hasta el día después de las elecciones en la Asamblea Popular, hacía unos seis días, y, como era de esperar, ambos tenían algo que celebrar. A César lo habían elegido conservador de la vía Apia. «Qué demonios te ha entrado para asumir ese trabajo? -le había preguntado en tono exigente Apio Claudio Pulcher, atónito-. Es la carretera de mi antepasado, pero yo no soy tan tonto. Te arruinarás en un año.» El presunto hermano de Servilia, Cepión, había salido elegido como uno de los veinte cuestores. La suerte le había proporcionado un destino dentro de Roma en calidad de cuestor urbano, lo cual significaba que no tendría que servir en una provincia. Así que se habían reunido con un estado de ánimo lleno de satisfacción y anhelo mutuo, y el día que pasaron juntos en la cama les había resultado tan placentero que ninguno de los dos estuvo dispuesto a posponer otro día como aquél. Se veían a diario para darse un festín de labios, lenguas y piel, y cada vez encontraban algo nuevo que hacer, algo diferente que explorar. Hasta aquel día, en que las nuevas elecciones habían hecho imposible un encuentro. Y quizás tampoco encontrarían otra ocasión hasta las calendas de setiembre, porque Silano iba a llevarse a Servilia, a Bruto y a las niñas a la costa de Cumae, donde tenía una villa en la que pasaban las vacaciones. Silano también había tenido éxito en las elecciones de aquel año; era pretor urbano para el año siguiente. Aquella importantísima magistratura elevaría también el perfil público de Servilia; entre otras cosas, ella confiaba en que su casa fuera elegida para los ritos exclusivos de mujeres de Bona Dea, en los que las más ilustres matronas de Roma ponían a la buena diosa a dormir para el invierno. Y también era ya hora de que él le comunicara a Julia que había concertado un matrimonio para ella. La ceremonia oficial de compromiso matrimonial no tendría lugar hasta que Bruto vistiese la toga virilis, pero las formalidades legales estaban hechas, de manera que el destino de Julia estaba sellado. Por qué había pospuesto aquella tarea cuando tal no había sido nunca su costumbre, era una pregunta que le bullía en el fondo de la mente; le había pedido a Aurelia que le comunicase la noticia a Julia, pero ella, muy rigurosa en cuanto al protocolo doméstico, se había negado a hacerlo. El era el paterfamilias; él debía hacerlo. ¡Mujeres! ¿Por qué tendría que haber tantas mujeres en su vida, y por qué creía él que el futuro le reservaba todavía más? Por no decir más problemas por causa de ellas. Julia había estado jugando con Matia, la hija de su querido amigo Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento de la planta baja de la ínsula de Aurelia. Sin embargo volvió a casa antes de la cena con tiempo suficiente como para que César no encontrase ya excusa para posponerlo y no decírselo a la niña, que bailaba por el jardín interior como una joven ninfa, con las vestiduras flotando en el aire alrededor de su figura inmadura entre una bruma de azul lavanda. Aurelia siempre la vestía con ropas de color azul o verdes pálidos y suaves, y tenía razón al hacerlo. Qué hermosa va a ser, pensó César al contemplarla; quizás no igualase a Aurelia en la pureza de huesos griega, pero ella poseía esa mágica cualidad de las Julias que Aurelia, tan pragmática, tan sensata y tan propia de los Cotta, no tenía. Siempre decían que las Julias hacían felices a sus hombres, y él así lo creía cada vez que veía a su hija. El adagio no era infalible; su tía más joven -que había sido la primera esposa de Sila- se había suicidado después de. una larga aventura con el jarro de vino, y su prima Julia Antonia iba por su segundo y horrible marido entre unos ataques de depresión e histeria cada vez más fuertes. Pero Roma continuaba diciéndolo, y él no pensaba contradecirlo; todo noble con riqueza suficiente para no necesitar una esposa rica pensaba primero en una Julia. Cuando Julia vio a su padre apoyado en el alféizar de la ventana del comedor, se le iluminó el rostro; fue volando hacia él, trepó por la pared y saltó por la ventana hasta los brazos de su padre en grácil ejercicio.

– ¿Cómo está mi niña? -le preguntó César llevándola en brazos hasta uno de los tres canapés del comedor y haciéndola sentar a su lado.

– He tenido un día maravilloso, tata. ¿Han sido elegidos todos los hombres adecuados como tribunos de la plebe? Los ángulos externos de los ojos de César se plegaron en abanicos de arrugas al sonreír; aunque tenía la piel por naturaleza muy pálida, Lis muchos años de vida al aire libre en foros, tribunales y campos de entrenamiento militar le habían oscurecido la superficie expuesta a la luz, peno no las profundidades de aquellas arrugas de los ojos, que permanecían muy blancas. Aquel contraste fascinaba a Julia, a quien como más le gustaba su padre era cuando no sonreía y entornaba los ojos, pues de este modo mostraba aquellos abanicos de rayas blancas como pinturas de guerra en un bárbaro. Así que se puso de rodillas y le besó primero un abanico y luego el otro, mientras él inclinaba la cabeza hacia los labios de la niña y se derretía por dentro como no le había sucedido nunca con ninguna otra hembra, ni siquiera con Cinnilla.

– Tú sabes muy bien que las personas adecuadas nunca son elegidas tribunos de la plebe -le contestó César una vez acabado todo aquel ritual-El nuevo colegio es la acostumbrada mezcla de buenos, malos, indiferentes, siniestros e intrigantes. Pero creo que serán más activos que el grupo de este año, así que el Foro estará muy ajetreado alrededor de año nuevo. Julia estaba, desde luego, muy versada en asuntos políticos, ya que tanto su padre como su abuela procedían de grandes familias políticas; pero vivir en Subura significaba que sus compañeras de juegos -incluso Matia, la vecina de abajo- no eran del mismo tipo, sino que tenían escaso interés por las maquinaciones y permutas del Senado, por las Asambleas y los tribunales. Por ese motivo Aurelia la había enviado a la escuela de Marco Antonio Gnifón cuando cumplió seis años; Gnifón había sido el tutor privado de César, pero cuando César vistió las laena y apex del flamen Dialis a la llegada de la edad viril oficial, Gnifón se había puesto de nuevo a dirigir una escuela cuya clientela era noble. Julia había resultado ser una pupila muy brillante y aplicada, con el mismo amor a la literatura que poseía su padre, aunque en matemáticas y geografía su habilidad era menos acentuada. Tampoco tenía la pasmosa memoria de César. Una buena cosa, habían concluido, sabiamente, todos los que la amaban; las chicas despiertas e inteligentes eran excelentes, pero las chicas intelectuales y brillantes no eran más que un obstáculo, incluso para ellas mismas.

– ¿Por qué estamos aquí dentro, tata? -le preguntó la niña un poco desconcertada.

– Tengo que darte una noticia y me gustaría hacerlo en un lugar tranquilo -le dijo César, que, una vez que había tomado la decisión de comunicársela, ya no se sentía perdido sobre cómo hacerlo.

– ¿Una buena noticia? -Pues no lo sé bien, Julia. Eso espero, pero yo no vivo dentro de tu piel. Quizás no sea una noticia demasiado buena, pero creo que cuando te acostumbres a ella no la encontrarás intolerable. Como Julia era despierta e inteligente, aunque no hubiera nacido para erudita, lo comprendió de inmediato.

– Me has buscado un marido -dijo.

– Sí. ¿Te complace? -Mucho, tata. Junia está prometida en matrimonio y se comporta como un déspota con todas las que no lo estamos. ¿Quién es? -El hermano de Junia, Marco Junio Bruto.

– César la estaba mirando a los ojos, así que captó el veloz destello propio de un animal herido antes de que ella volviera la cabeza y mirara directamente hacia adelante. Se le hizo un nudo en la garganta y tragó saliva-. ¿No te complace? -le preguntó César con el corazón destrozado.

– Es una sorpresa, eso es todo -dijo la nieta de Aurelia, a quien desde que abandonara la cuna le habían enseñado a aceptar cualquier suerte que el destino le deparase en la vida, desde maridos hasta los muy reales peligros que lleva implícita la maternidad. Volvió la cabeza, ahora con los ojos azules abiertos y sonrientes-. Estoy muy complacida. Bruto es agradable.

– ¿Estás segura? -¡Oh, tata, claro que estoy segura! -dijo con tanta sinceridad que la voz le tembló-. De verdad, tata, es una buena noticia. Bruto me querrá y me cuidará, estoy segura. A César se le alivió el peso que sentía en el corazón; suspiró, sonrió, le cogió la manita a Julia y se la besó ligeramente antes de envolverla en un abrazo. No se le pasó por la cabeza preguntarle si ella podría aprender a amar a Bruto, porque el amor no era una emoción de la que César disfrutase, ni siquiera el amor que había experimentado por Cinnilla y por su exquisito duende. Sentir amor lo hacía vulnerable, y eso era algo que César odiaba. Luego Julia se bajó del canapé y desapareció de la vista; César oyó cómo la niña llamaba a su abuela mientras corría hacia el despacho de Aurelia.

– ¡Avia, avia, voy a casarme con mi amigo Bruto! ¿No es espléndido? ¿No es una buena noticia? Poco después César oyó el largo gemido que anunciaba un ataque de llanto. Se quedó escuchando llorar a su hija como si se le hubiera roto el corazón, pero no sabía si de gozo o de pena. Salió a la sala de recepción al tiempo que Aurelia acompañaba a la niña al cubículo donde dormía; Julia llevaba el rostro enterrado en el costado de Aurelia. La madre de César parecía imperturbable.

– ¡Ojalá -dijo dirigiéndose a él- las criaturas hembras rieran cuando son felices! Pero en cambio la mitad de ellas lloran. Incluida Julia.

La Fortuna, ciertamente, continuaba favoreciendo a Cneo Pompeyo Magnus, reflexionó César a primeros de diciembre, sonriendo para sí mismo. El Gran Hombre había señalado su deseo de erradicar la amenaza pirata, y la fortuna, obediente, convino en gratificarle cuando la cosecha de grano de Sicilia llegó a Ostia, el puerto de Roma situado en la desembocadura del río Tíber. Allí los barcos de carga de gran calado descargaban su preciosa mercancía en barcazas para que el grano hiciese el último tramo del viaje Tíber arriba hasta los silos del propio puerto de Roma. Allí la seguridad era absoluta, por fin estaba en casa. Varios cientos de barcos convergieron en Ostia para descubrir que ninguna barcaza los estaba esperando; el cuestor de Ostia había preparado las cosas tan redomadamente mal que había permitido que las barcazas realizasen un viaje extra río arriba a Tuder y Ocriculum, donde la cosecha del valle del Tíber exigía el transporte río abajo hasta Roma. Así que mientras los capitanes de barco y los magnates del grano estaban que echaban humo y el desventurado cuestor corría en círculos cada vez más pequeños, el Senado, airado, le enviaba al único cónsul, Quinto Marcio Rex, para que rectificase las cosas de inmediato. Había sido un año desgraciado para Marcio Rex, cuyo colega en el consulado había muerto poco después de asumir el cargo. El Senado había nombrado un cónsul suplente para que ocupase la vacante, pero éste también murió, y tan pronto que ni siquiera había tenido tiempo de poner el trasero en la silla curul. Una apresurada consulta de los Libros Sagrados puso de manifiesto que no debían tomarse más medidas, lo cual dejó a Marcio Rex gobernando en solitario. Aquello había echado a perder los planes que tenía para pasar durante el consulado a su provincia, Cilicia, que se le había otorgado cuando las hordas de cabilderos, caballeros de negocios, habían logrado que se la quitasen a Lúculo. Ahora, justo cuando Marcio Rex esperaba poder partir por fin para Cilicia, se presentaba aquel caos del grano en Ostia. Rojo de ira, sacó a dos pretores de los tribunales de Roma y los envió con toda urgencia a Ostia para arreglar las cosas, cada uno de ellos precedido de seis lictores de túnica roja que portaban las hachas en sus fasces. Lucio Belieno y Marco Sextilio avanzaron majestuosamente hacia Ostia desde Roma. Y precisamente en aquel mismo momento una flota pirata de más de cien airosas galeras de guerra avanzaba, a su vez sobre Ostia desde el mar Toscano. Cuando llegaron los pretores se encontraron media ciudad en llamas y a los piratas obligando a las tripulaciones de los barcos cargados de grano a remar en sus naves otra vez con rumbo a las rutas marítimas. La audacia de aquel ataque -¿quién iba a soñar siquiera que los piratas invadieran un lugar sito a tan escasa distancia de la poderosa Roma?- había cogido por sorpresa a todo el mundo. Las únicas tropas cercanas eran las que estaban en Capua, la milicia de Ostia se encontraba demasiado ocupada apagando los incendios en tierra para pensar siquiera en ofrecer resistencia, y nadie había tenido el mínimo sentido común para enviar un mensaje urgente a Roma a fin de pedir ayuda. Ninguno de los dos pretores era hombre decidido, así que ambos quedaron en pie atónitos y desorientados en medio de la vorágine de los muelles. Y allí los descubrió un grupo de piratas, los hizo prisioneros a ellos y a sus lictores, los hicieron subir a todos a bordo de una galera y se hicieron alegremente a la mar en pos de la flota de grano, que ya se iba perdiendo de vista. ¡Aquella captura de dos pretores -uno de ellos nada menos que tío del gran noble patricio Catilina- junto con sus lictores y fasces significaba por lo menos doscientos talentos de rescate! El efecto que el ataque produjo en Roma fue tan predecible como inevitable: los precios del grano se elevaron de inmediato; multitudes de furiosos comerciantes, molineros, panaderos y consumidores se dirigieron al Foro inferior para manifestarse contra la incompetencia gubernamental, y el Senado se retiró a deliberar con las puertas de la Curia cerradas para que nadie del exterior pudiera oír cuán lúgubre iba a ser, con seguridad, el debate que tendría lugar allí dentro. Cuando Quinto Marcio Rex hubo llamado sin resultado varias veces para que alguien tomase la palabra, se levantó finalmente -al parecer con enorme reticencia- el tribuno de la plebe electo Aulo Gabinio, que bajo aquella luz tenue y filtrada, pensó César, parecía todavía más galo. Aquél era siempre el mismo problema con todos los hombres naturales de Picenum: que el galo que llevaban dentro se notaba más que la parte romana. Incluido Pompeyo. No era tanto por el pelo rojo o dorado que muchos de ellos lucían, ni por los ojos azules o verdes; muchos romanos impecablemente romanos eran muy rubios. Incluido César. El fallo estaba en la estructura ósea picentina. Rostros redondos, barbillas partidas con hoyuelo, narices cortas -la de Pompeyo era incluso respingona-, labios más bien finos. Eran galos, no romanos. Ello les ponía en desventaja, pues anunciaban a los cuatro vientos que por mucho que clamasen diciendo que procedían de emigrantes sabinos, la verdad era que descendían de galos que se habían asentado en Picenum hacía más de trescientos años. La reacción entre la mayoría de los senadores, que estaban sentados en taburetes plegables, fue palpable cuando Gabinio el Galo se puso en pie: desagrado, desaprobación, taciturnidad. En circunstancias normales le habría tocado más tarde el turno para hablar, pues estaba muy abajo en la jerarquía. En aquellos momentos le pasaban por delante catorce magistrados titulares, catorce magistrados electos y unos veinte consulares, si es que estaban todos presentes, naturalmente. Pero como de costumbre no estaban todos. Sin embargo, que un magistrado tribunicio abriera el debate era algo casi sin precedentes.

– Este no ha sido un buen año, ¿verdad? -preguntó Aulo Gabinio a la cámara después de cumplir con las formalidades de saludar a aquellos que se encontraban por encima y por debajo de él en la jerarquía social-. Durante los últimos seis años hemos intentado hacer la guerra sólo contra los piratas de Creta, aunque los piratas que acaban de saquear Ostia y de capturar la flota de grano, por no mencionar que han secuestrado a dos pretores y las insignias propias de su cargo, no proceden de ningún lugar tan lejano como Creta, ¿no es cierto? No, surcan las aguas del Mare Nostrum desde las bases que tienen en Sicilia, en Liguria, en Cerdeña y en Córcega. Están guiados sin duda por Megadates y Farnaces, quienes durante años han disfrutado de un delicioso pacto con varios gobernadores de Sicilia, como con el exiliado Cayo Verres; según el cual pueden ir donde les plazca dentro de las aguas y puertos de Sicilia. Supongo que reunieron a sus aliados y siguieron a la flota que transportaba el grano durante todo el viaje desde Lilibeo. Quizás en principio tuvieran intención de atacarla en alta mar, pero luego alguna persona emprendedora que tienen en nómina en Ostia los avisó de que no había barcazas allí, y de que era probable que no las hubiera en un plazo de ocho o nueve días. Bien, ¿por qué inclinarse por capturar sólo una parte de la flota de grano atacándola en alta mar? ¡Mejor hacer el trabajo mientras se encuentra parada, intacta y cargada a tope en el puerto de Ostia! ¡Quiero decir que el mundo entero sabe que Roma no tiene legiones en su propia patria, en el territorio del Lacio! ¿Qué iba a poder detenerlos en Ostia? ¿Y qué los detuvo realmente en Ostia? La respuesta es muy breve y simple: ¡nada! Aquella última palabra la pronunció como un bramido; todo el mundo se sobresaltó, pero nadie replicó. Gabinio miró a su alrededor y pensó que ojalá Pompeyo estuviera allí para oírle. Era una verdadera lástima que no estuviera. Sin embargo, ¡a Pompeyo le encantaría la carta que Gabinio pensaba mandarle aquella noche!

– Hay que hacer algo -continuó diciendo Gabinio-, y con ello no me refiero al fracaso habitual tan exquisitamente personificado por la campaña que nuestro jefe Pequeña Cabra continúa librando todavía en Creta. Primero apenas consigue derrotar a esa chusma cretense en una batalla en tierra, luego le pone sitio a Cidonia, que acaba por capitular… ¡pero deja que el gran almirante pirata Panares siga libre! De modo que caen un par de ciudades más, luego pone sitio a Cnosos, dentro de cuyas murallas permanece oculto el gran almirante pirata Lastenes. Cuando la caída de Cnosos parece inevitable, Lastenes destruye todos los tesoros que no puede llevarse consigo y escapa. Una eficiente operación de asedio, ¿verdad? Pero, ¿cuál de estos desastres le causa aún más pena a nuestro jefe Pequeña Cabra? ¿La huida de Lastenes o la pérdida del tesoro? ¡Vaya, pues la pérdida del tesoro, naturalmente! Lastenes no es más que un pirata, y los piratas no se hacen chantaje unos a otros. ¡Los piratas esperan ser crucificados como esclavos que fueron en otro tiempo!

– Gabinio, el galo de Picenum, hizo una pausa, sonriendo salvajemente como sólo un galo sabe hacerlo. Respiró profundamente y luego añadió-: ¡Hay que hacer algo! Y se sentó. Nadie habló. Nadie se movió. Quinto Marcio Rex suspiró.

– Nadie tiene nada que decir? -Paseó la mirada de una grada a otra a ambos lados de la Cámara y no descansó en ninguna parte hasta que se encontró con el rostro de César, que reflejaba una mirada irónica. Pero, ¿por qué miraría César de aquel modo?-. Cayo Julio César, a ti te capturaron los piratas en una ocasión y te las arreglaste para salir lo mejor posible del trance. ¿No tienes nada que decir? -le preguntó Marcio Rex. César se levantó de su asiento en la segunda grada.

– Sólo una cosa, Quinto Marcio -dijo-. Hay que hacer algo. Y se sentó. El único cónsul del año alzó ambas manos al aire como gesto de derrota y levantó la sesión.

– ¿Cuándo vas a dar el golpe? -le preguntó César a Gabinio mientras salían juntos de la Curia Hostilia.

– Todavía no -repuso alegremente Gabinio-. Primero tengo que hacer otras cosas, y también Cayo Cornelio. Sé que es tradicional empezar el año como tribuno de la plebe con las cosas más importantes primero, pero considero que eso es una mala táctica. Dejemos que nuestros estimados cónsules electos Cayo Pisón y Manio Acilio Glabrio se calienten primero el trasero en la silla curul. Quiero que crean que Cornelio y yo hemos agotado nuestro repertorio antes de que yo intente siquiera reabrir el tema de hoy.

– En enero o febrero, entonces.

– Desde luego, no antes de enero -dijo Gabinio.

– Así que Magnus está completamente dispuesto a encargarse de los piratas.

– Hasta sus últimas consecuencias. Puedo asegurarte, César, que en Roma nunca se habrá visto nada semejante.

– Entonces que venga pronto enero.

– César hizo una pausa y volvió la cabeza para mirar irónicamente a Gabinio-. Magnus nunca conseguirá que Cayo Pisón se ponga de su parte, está demasiado unido a Catulo y a los boni, pero Glabrio es más prometedor. No ha olvidado nunca lo que le hizo Sila.

– ¿Cuando le obligó a divorciarse de Emilia Escaura? -Eso es. Él es el cónsul de menor categoría del año próximo, pero siempre resulta útil tener por lo menos a uno de los cónsules por esclavo. Gabinio soltó una risita.

– Pompeyo tiene algo pensado para nuestro querido Glabrio.

– Bien. Si puedes dividir a los cónsules del año, Gabinio, podrás avanzar más y mucho más de prisa.

César y Servilia continuaron viéndose cuando ella regresó de Cumae a finales de octubre, y mantuvieron la relación absortos el uno en el otro, igual que antes. Aunque Aurelia intentaba captar algo de vez cuando, César reducía al mínimo sus informaciones sobre los avances de aquella aventura, y no le proporcionaba a su madre indicaciones sobre el grado de seriedad del asunto, ni de su intensidad. Todavía le resultaba antipática Servilia, pero eso no afectaba a su relación porque no necesitaban sentir simpatía el uno por el otro. O quizás, pensó él, el hecho de que ella le gustase le habría quitado algo vital a todo ello.

– ¿Te caigo bien? -le preguntó César a Servilia el día antes de que los nuevos tribunos de la plebe asumieran el cargo. Ella le dio primero un pecho y luego el otro, y demoró la respuesta hasta que ambos pezones se le pusieron erectos y notó que el calor empezaba a bajarle por el vientre.

– A mí no me cae bien nadie -dijo luego, subiéndose encima de él-. Odio o amo.

– ¿Y es una postura cómoda? Como Servilia carecía de sentido del humor, no interpretó que la pregunta se refiriese a la postura en que se hallaban, sino que fue directa a su verdadero significado.

– Bastante más cómoda que profesar simpatía, diría yo. He observado que cuando las personas se tienen simpatía son incapaces de actuar como debieran. Por ejemplo, posponen decirse cuatro verdades por miedo, al parecer, a que éstas causen heridas. El amor y el odio permiten decirse las cuatro verdades.

– ¿Te gustaría oír una verdad? -le preguntó César sonriendo al tiempo que se quedaba absolutamente quieto; eso distrajo a Servilia; cuando la sangre le ardía necesitaba que César se moviera dentro de ella.

– ¿Por qué no te callas y continúas con lo nuestro, César? -Porque quiero decirte una verdad.

– ¡Bueno, pues entonces dila! -le espetó ella bruscamente mientras se amasaba los pechos ella misma, ya que él no lo hacía-. ¡Oh, cuánto te gusta atormentar!

– A ti te gusta mucho más estar encima que estar debajo, o de lado, o de cualquier otro modo -dijo él.

– Sí, eso es verdad, me gusta. ¿Ya estás contento? ¿Podemos continuar? -Todavía no. ¿Por qué lo que más te gusta estar es encima? -Pues porque estoy encima, naturalmente -repuso Servilia sin comprender.

– ¡Ajá! -dijo César; y la obligó a darse la vuelta-. Ahora soy yo quien está encima.

– Ojalá no lo estuvieras.

– Me alegra gratificarte, Servilia, pero no cuando ello significa que también gratifique tu sentido de poder.

– ¿Qué otra salida tengo para gratificar mi sensación de poder? -le preguntó ella retorciéndose-. ¡Así resultas demasiado grande y demasiado pesado para mí!

– Tienes toda la razón en lo que se refiere a la comodidad -dijo César aprisionándola debajo de él-. No tenerle simpatía a alguien significa que uno no se siente tentado a ceder.

– Cruel -dijo ella con ojos vidriosos.

– El amor y el odio son crueles. Sólo el cariño es bondadoso. Pero Servilia, que no le tenía simpatía a nadie, poseía su propio método de venganza; arañó a César con las bien cuidadas uñas desde la nalga izquierda hasta el hombro y dibujó con la sangre cuatro líneas paralelas. Aunque se arrepintió de haberlo hecho, porque César la cogió por ambas muñecas, se las retorció, la obligó a estar tumbada debajo de él durante lo que pareció una eternidad y luego la penetró violentamente cada vez más adentro, cada vez con más fuerza; al final ella se puso a gritar y a llorar, no sabía si de sufrimiento o de éxtasis, y durante algún tiempo estuvo segura de que el amor que sentía por él se había convertido en odio. Lo peor de aquel encuentro no ocurrió hasta que César regresó a su casa. Aquellas cuatro rayas de color carmesí le escocían mucho, y cuando se quitó la túnica vio que seguía sangrando. Los cortes y arañazos que, en ocasiones, había sufrido en el campo de batalla le habían enseñado que tenía que pedirle a alguien que le lavase y le curase el daño, de lo contrario corría el riesgo de que se le infectase. Si Burgundo se hubiera encontrado en Roma habría sido fácil, pero por aquel entonces éste estaba viviendo, junto con Cardixa y los ocho hijos de ambos, en la villa que César tenía en Bovillae; se encargaba de cuidar de los caballos y de las ovejas que César criaba. Lucio Decumio no le serviría; no era lo bastante limpio. Y Eutico le iría con el cotilleo a su amigo, a los amigos de su amigo y a la mitad de los miembros del colegio de encrucijada. Así pues, tendría que ser su madre. Esta lo miró y dijo: -¡Oh, dioses inmortales!

– Ojalá yo fuera uno de ellos, entonces no me dolería. Y Aurelia salió para buscar dos palanganas, una medio llena de agua y la otra medio llena de vino fortalecido, aunque agrio, junto con unas bolas de lino egipcio limpio.

– Es mejor el lino que la lana; la lana deja pelusa en el fondo de las heridas -dijo ella empezando por el vino fuerte. Los toques que daba Aurelia no eran suaves, pero sí lo bastante concienzudos como para que a César le brotaran las lágrimas; éste estaba tumbado sobre el vientre, cubierto lo mínimo que dictaba el sentido de la decencia, y soportó los cuidados de su madre sin emitir ni un quejido. Cuando Aurelia acabase con ellas, no habría nada capaz de infectar las heridas, se consolaba César. Podría matar a un hombre de gangrena.

– ¿Servilia? -le preguntó Aurelia cuando terminó, satisfecha, por fin, de haber puesto suficiente vino en los arañazos como para acobardar a cualquier cosa infecciosa que pudiera estar al acecho allí, y empezando de nuevo con el agua.

– Servilia.

– ¿Qué clase de relación es ésta? -preguntó Aurelia con aire exigente.

– No es precisamente cómoda. Y César tembló de la risa al decirlo.

– Eso ya lo veo. Podría acabar asesinándote.

– Confío en conservar el suficiente sentido de la alerta como para evitarlo.

– Aburrido no estás.

– Desde luego, aburrido no estoy, mater.

– No creo que esta relación sea saludable -se pronunció por fin Aurelia mientras le secaba el agua a César con unos toquecitos suaves-. Quizás lo más prudente sería ponerle fin, César. Su hijo está prometido en matrimonio con tu hija, lo que significa que los dos tendréis que conservar el decoro durante los años venideros. Por favor, César, acaba con ello.

– Pondré fin a este asunto cuando esté preparado para hacerlo, no antes.

– ¡No, no te levantes aún! -le indicó bruscamente Aurelia-. Deja que primero se seque bien, y luego ponte una túnica limpia.

– Se apartó de él y empezó a buscar en el arcón de ropa hasta que encontró una prenda que satisfizo su olfato-. Es evidente que Cardixa no está aquí, la chica encargada de lavar la ropa no hace su trabajo como debiera. Tendré que llamarle la atención mañana por la mañana.

– Volvió a la cama y dejó la túnica al lado de César-. No saldrá nada bueno de esa relación, no es saludable. A lo cual César no respondió. Cuando bajó las piernas de la cama y metió los brazos en la túnica, su madre ya no se encontraba allí. Y eso, se dijo él, era de agradecer. El décimo día de noviembre los nuevos tribunos de la plebe tomaron posesión del cargo, pero no era Aulo Gabinio el que dominaba la tribuna. Ese privilegio le pertenecía a Lucio Roció Otón, miembro de los boni, quien le dijo a una clamorosa multitud de caballeros importantes que ya era hora, y muy cumplida, de que se restituyeran las antiguas filas del teatro para uso exclusivo de los tribunos. Hasta la dictadura de Sila únicamente ellos habían disfrutado de las catorce filas de asientos que quedaban justo detrás de las dos primeras, que todavía estaban reservadas para los senadores. Pero Sila, que odiaba a los caballeros de cualquier clase, les había quitado ese privilegio, junto con la vida, propiedades y fortunas en metálico de otros mil seiscientos caballeros. La medida de Otón tuvo tanta aceptación que se llevó a cabo inmediatamente, sin que César, que miraba desde las escaleras del Senado, se sorprendiese en absoluto. Los boni eran realmente brillantes en lo que se refiere al tráfico de influencias con los caballeros, ése era uno de los pilares de su continuo éxito. La siguiente reunión de la Asamblea Plebeya le interesaba a César mucho más que el panal ecuestre de Otón: Aulo Gabinio y Cayo Cornelio, los hombres de Pompeyo, tomaron posesión en ella. El primer asunto que iban a tratar era un intento de reducir los cónsules del año siguiente de dos a uno, y el modo como Gabinio lo llevó a cabo fue deliciosamente inteligente. Le pidió a la plebe que concediera al cónsul junior, Glabrio, el gobierno de una nueva provincia en el Este que habría de llamarse Bitinia-Ponto, y a continuación solicitó a la plebe que enviase a Glabrio a gobernarla un día después de jurar el cargo. Aquello dejaría a Cayo Pisón a solas para ocuparse de Roma y de Italia. El odio hacia Lúculo predispuso a los caballeros, que eran los que dominaban la plebe, en favor de ese proyecto de ley, porque ello despojaba de poder a Lúculo… y también le despojaba de las cuatro legiones que le quedaban. Lúculo, que todavía tenía la misión de luchar contra los reyes Mitrídates y Tigranes, no poseía ahora más que un título vacío. Los sentimientos de César ante aquello eran ambivalentes. Personalmente detestaba a Lúculo, que era tan rigorista en lo referente a la forma correcta de hacer las cosas que deliberadamente elegía la incompetencia en los demás si la alternativa a ello era ignorar el protocolo apropiado. Pero el hecho seguía siendo que se había negado a conceder a los caballeros de Roma libertad para esquilmar a los pueblos autóctonos de las provincias. Cosa que era, naturalmente, el motivo por el cual los caballeros lo odiaban de forma tan apasionada y por el que se mostraban a favor de cualquier ley que pusiera en desventaja a Lúculo. Una lástima, pensó César suspirando para sus adentros. La parte de su persona que anhelaba mejores condiciones para los pueblos autóctonos de las provincias de Roma deseaba que Lúculo sobreviviera, mientras que la monumental herida que Lúculo había infligido a su dignitas al dar a entender que él se había prostituido al rey Nicomedes exigía que Lúculo cayera. Cayo Cornelio no se hallaba tan ligado a Pompeyo como lo estaba Gabinio; era uno de esos tribunos de la plebe que se daban de vez en cuando que creían de verdad en la posibilidad de poner remedio a algunos de los males más acusados de Roma, y eso a César le gustaba… Por eso César se encontró deseoso, aunque no dijera nada, de que Cornelio no se diera por vencido una vez que su primen y pequeña reforma fuese derrotada. Lo que Cayo Cornelio le había pedido a la plebe era que prohibiese que las comunidades extranjeras recibieran dinero prestado de los usureros romanos. Los motivos que tenía para ello eran sensatos y patrióticos. Aunque los prestamistas no eran funcionarios romanos, sí que empleaban funcionarios romanos para cobrar cuando las deudas se convertían en delito. Y el resultado era que muchos extranjeros pensaban que el propio Estado estaba metido en aquel negocio de prestar dinero. El prestigio de Roma resultaba dañado por ello. Pero, desde luego, las comunidades extranjeras crédulas o desesperadas constituían una valiosa fuente de ingresos para los caballeros; así pues, no era de extrañar que Cornelio fracasase, pensó César con tristeza. La segunda medida que propuso Cayo Cornelio también estuvo a punto de fracasar, y le enseñó a César que aquel individuo vicentino era capaz de mantener los compromisos, cosa que no era frecuente entre los de su casta. Cornelio tenía intención de acabar con el poder del Senado para emitir decretos que eximieran a un individuo del cumplimiento de alguna ley. Naturalmente, sólo aquellos que eran muy ricos o que pertenecían a la aristocracia eran capaces de procurarse una exención, normalmente concedida cuando el portavoz del Senado celebraba una reunión convocada al efecto y se aseguraba de que a tal sesión asistieran las personas convenientes. Siempre celoso guardián de sus prerrogativas, el Senado se opuso a Cornelio con tanta violencia que éste comprendió que iba a perder. Así que enmendó el proyecto de ley de modo que permitía que el Senado conservase el poder de exención… pero con la condición de que sólo pudiese hacer uso de dicho poder cuando estuviera presente un quórum de doscientos senadores para emitir el decreto. Y el proyecto se aprobó. Pero ahora el interés de César por Cayo Cornelio iba aumentando a pasos agigantados. A continuación fueron los pretores los que atrajeron la atención de César. Desde la dictadura de Sila los deberes de los mismos estaban restringidos al derecho, tanto civil como penal. Y la ley decía que cuando un pretor entraba en funciones tenía que publicar sus edicta, las normas y disposiciones según las cuales administraría personalmente justicia. El problema era que la ley no especificaba que los pretores tuvieran que atenerse a sus edicta, y en el momento en que un amigo necesitaba un favor o hubiera por medio algo de dinero que ganar, los edicta se ignoraban. Cornelio se limitó a pedir a la plebe que terminara de una vez con aquella laguna legal y obligase a los pretores a ser consecuentes con sus edicta tal como habían sido publicados. En esta ocasión la plebe comprendió con tanta claridad como César que aquella medida tenía sentido, y votó a favor de la ley. Desgraciadamente, lo único que César podía hacer era votar. A ningún patricio se le permitía participar en los asuntos de la plebe, por eso no podía ponerse en pie en el Foso de los Comicios, ni votar en la Asamblea Plebeya, ni hablar en ella, ni formar parte en un proceso judicial que se celebrase en la misma. Ni tampoco presentarse a las elecciones como candidato a tribuno de la plebe. Así que César se limitó a permanecer con sus colegas patricios en las gradas de la Curia Hostilia, que era lo máximo que se le permitía acercarse a la plebe reunida en sesión. Las actividades de Cornelio presentaban un intrigante parecido con la forma de hacer de Pompeyo, de quien César nunca hubiese pensado que tuviera el más mínimo interés por enderezar entuertos. Pero, al fin y al cabo, quizás lo tuviera, dado que la tenaz persistencia de Cayo Cornelio se refería a gestiones que en modo alguno afectaban a los planes de Pompeyo. Sin embargo, César dedujo que lo más probable era que Pompeyo estuviera utilizando a Cornelio para echar arena a los ojos de hombres como Catulo y Hortensio, líderes de los boni. Porque los boni se oponían de forma muy obstinada a los mandos militares especiales, y Pompeyo andaba una vez más tras la concesión de un mando especial. La mano del Gran Hombre se hizo más evidente en la siguiente propuesta de Cornelio. Cayo Pisón, destinado a gobernar él solo ahora que Glabrio se iba al Este, era un hombre colérico, mediocre y vengativo que pertenecía por completo a Catulo y a los boni. Era evidente que protestaría a voz en grito contra la concesión de cualquier mando militar para Pompeyo hasta que el techo de la Cámara del Senado temblase, con Catulo, Hortensio, Bíbulo y el resto de la jauría aullando detrás de él. Como poseía pocos atractivos aparte de su nombre, Calpurnio Pisón, y de su linaje eminentemente respetable, Pisón había tenido que recurrir a fuertes sobornos para asegurarse la elección. Ahora Cornelio proponía una nueva ley contra los sobornos; Pisón y los boni notaron un viento frío que les soplaba en la nuca, en particular cuando la plebe dejó lo suficientemente claro que tenía intenciones de aprobar el proyecto de ley. Desde luego, cualquier tribuno de la plebe perteneciente a los boni podía interponer el veto, pero Otón, Trebelio y Globulo no estaban seguros de su propia influencia para ejercer el veto. En cambio los boni se movieron poderosamente para manipular a la plebe -y a Cornelio- y convencerlos de que accedieran a que el propio Cayo Pisón fuera quien redactase la nueva ley contra los sobornos. Lo cual, pensó César dejando escapar un suspiro, daría como resultado una ley que no pondría en peligro a nadie, y menos aún a Cayo Pisón. Al pobre Cornelio le habían hecho una buena jugarreta. Cuando tomó la palabra Aulo Gabinio, no pronunció ni una sola frase sobre los piratas ni sobre la concesión de un mando especial para Pompeyo el Grande. Prefirió concentrarse en asuntos de poca importancia, porque era un hombre mucho más sutil y mucho más inteligente que Cornelio. Y, desde luego, menos altruista. El pequeño plebiscito, cuya aprobación logró, que prohibía que los enviados extranjeros en Roma recibieran dinero prestado en dicha ciudad, era evidentemente una versión menos drástica que la medida de Cornelio de prohibir el préstamo de dinero a las comunidades extranjeras. Pero, ¿qué se proponía Gabinio cuando consiguió que se legislase la obligación del Senado de no ocuparse de otra cosa más que de las delegaciones extranjeras durante el mes de febrero? Cuando César lo comprendió se echó a reír interiormente, en silencio. ¡Qué inteligente era Pompeyo! ¡Cuánto había cambiado el Gran Hombre desde que entró en el Senado como cónsul llevando en la mano el manual de conducta de Varrón para no cometer errores embarazosos! Porque esta particular lex Gabinia sirvió para que César comprendiese que Pompeyo planeaba ser cónsul por segunda vez, y que estaba asegurando su dominio antes de que ese segundo año llegase. Nadie conseguiría más votos, así que él sería el cónsul senior. Eso significaba que tendría las fasces -y la autoridad- en enero. En febrero le tocaría el turno al otro cónsul, y en marzo las fasces volverían otra vez al cónsul senior. En abril irían al cónsul junior. Pero si en febrero el Senado tenía obligación de ocuparse exclusivamente de los asuntos extranjeros, entonces el cónsul junior no tendría ocasión de hacer notar su presencia hasta abril. ¡Brillante!

En medio de toda esta agradable turbulencia, otro tribuno de la plebe entró a formar parte de la vida de César de un modo mucho menos agradable. Este hombre era Cayo Papirio Carbón, quien presentó un proyecto de ley a la Asamblea Plebeya en el que solicitaba que se acusase al tío materno de César, Marco Aurelio Cotta, del cargo de robo de los despojos de la ciudad bitinia de Heraclea. Desgraciadamente el colega de Marco Cotta en el consulado aquel año no había sido otro que Lúculo, y era bien sabido que los dos eran amigos. El odio de Lúculo hacia los caballeros hacía que predispusiera a la plebe contra cualquier amigo o aliado suyo, por eso la plebe permitió que Carbón se saliera con la suya. El querido tío de César tendría que someterse a juicio por extorsión, pero no ante el tribunal especial que Sila había establecido para personas que gozaban de una posición social excelente, sino que el jurado de Marco Cotta estaría compuesto por varios miles de hombres que ansiaban hacer caer a Lúculo y a sus compinches.

– ¡No había nada que robar! -le dijo Marco Cotta a César-. Mitrídates había utilizado Heraclea como base durante meses y luego el lugar fue asediado durante varios meses más; cuando entré allí, César, la ciudad estaba tan desnuda como una rata recién nacida. ¡Cosa que era sabido de todos! ¿Qué crees que dejaron allí trescientos soldados y marineros pertenecientes a Mitrídates? ¡Ellos se encargaron de saquear Heraclea de forma mucho más concienzuda a como Cayo Verres saqueó Sicilia!

– A mí no tienes que explicarme que eres inocente, tío -dijo César con aire lúgubre-. No puedo defenderte porque es un juicio de la plebe y yo soy patricio.

– Eso ya lo sé. Pero lo hará Cicerón.

– No lo hará, tío. ¿No has oído nada? -¿Oír qué? -Cicerón está abrumado por el dolor. Primero murió su primo Lucio, y luego, hace pocos días, ha muerto su padre. Por no hablar de que Terencia tiene una clase de dolencia reumática que en esta época del año empeora en Roma. ¡Y ella es quien dirige todo el cotarro! Cicerón se ha marchado a Arpinum.

– Entonces tendrán que ser Hortensio, mi hermano Lucio y Marco Craso -dijo Cotta.

– No será tan efectivo, pero bastará, tío.

– Lo dudo; de veras que lo dudo. La plebe quiere mi pellejo.

– Bueno, cualquiera que públicamente sea amigo del pobre Lúculo es un blanco para los caballeros. Marco Cotta miró irónicamente a su sobrino.

– ¿El pobre Lúculo? -le preguntó-. ¡El no es amigo tuyo!

– Cierto -dijo César-. Sin embargo, tío Marco, no puedo evitar dar mi aprobación a sus arreglos financieros en el Este. Sila le mostró el camino, pero Lúculo llegó aún más lejos. En lugar de permitir que los caballeros publicani sangrasen las provincias de Roma en el Este hasta dejarlas secas, Lúculo se ha asegurado de que los impuestos y tributos de Roma no sólo sean justos, sino además populares entre las comunidades autóctonas. Antiguamente, cuando se les permitía a los publicani que estrujasen sin piedad, quizás se consiguieran mayores beneficios para los caballeros, pero significaba también mucha animosidad contra Roma. Yo aborrezco a ese hombre, sí. Lúculo no sólo me insultó de un modo imperdonable, sino que además me negó la buena reputación militar que me merecía. Pero como administrador es soberbio, y lo siento por él.

– Es una lástima que vosotros dos no os llevaseis bien, César. En muchos aspectos sois como gemelos. Sobresaltado, César miró fijamente al hermanastro de su madre. La mayoría de las veces no veía demasiado parecido de familia entre Aurelia y ninguno de sus tres hermanastros. ¡Pero aquel seco comentario de Marco Cotta era propio de Aurelia! Su madre estaba también allí, en los grandes ojos grises que tiraban a púrpura de Marco Cotta. Cuando el tío Marco se convertía en mater era el momento de marcharse. Además, tenía que acudir a una cita con Servilia. Pero eso también resultó ser un asunto desgraciado. Si Servilia llegaba primero, siempre la encontraba desnuda en la cama, esperándole. Pero aquel día estaba sentada en el despacho y llevaba puesta hasta la última capa de ropa.

– Quiero hablar contigo de un asunto -le dijo a César.

– ¿Problemas? -le preguntó éste al tiempo que se sentaba frente a Servilia.

– Del tipo más elemental; y, pensándolo bien, inevitable. Estoy embarazada. Ninguna emoción identificable asomó a los tranquilos ojos de César, que dijo: -Comprendo.

– Miró a Servilia con perspicacia-. ¿Y eso es una dificultad? -En muchos aspectos.

– Se humedeció los labios, una señal de nerviosismo desacostumbrada en ella-. ¿A ti qué te parece? César se encogió de hombros.

– Estás casada, Servilia. Eso convierte el problema en cosa tuya, ¿no? -Sí. ¿Y si es un varón? Tú no tienes ningún hijo.

– ¿Estás segura de que es mío? -inquirió él rápidamente.

– De eso no cabe la menor duda -repuso Servilia poniendo énfasis en las palabras-. Hace más de dos años que no duermo en la misma cama que Silano.

– En ese caso el problema sigue siendo tuyo. Tendré que correr el riesgo de que sea un varón, porque yo no podría reconocerlo como hijo mío a menos que tú te divorciases de Silano y te casases conmigo antes de que naciera. Una vez que haya nacido dentro del matrimonio de Silano, el hijo es suyo.

– ¿Estarías dispuesto a correr ese riesgo? -le preguntó Servilia. César no titubeó.

– No. Mi intuición dice que es una niña.

– No lo sé. Nunca pensé que esto ocurriera, así que no me concentré en hacer que fuera niño o niña. Tendrá que aceptar el sexo que le toque en suerte. Si su propia conducta era indiferente, también lo era la de ella, admitió César con cierta admiración. Era una señora que tenía un gran dominio de sí misma.

– En ese caso, Servilia, creo que lo mejor que puedes hacer es meterle prisa a Silano para que se suba a tu cama lo antes posible. ¿Ayer, supongo? Servilia movió lentamente la cabeza de un lado a otro, una negativa absoluta.

– Me temo que eso quede fuera de toda discusión -dijo-. Silano no goza de buena salud. Si dejamos de dormir juntos no fue por culpa mía, eso te lo aseguro. Silano es incapaz de mantener una erección, y eso lo llena de desconsuelo. Ante aquella noticia César reaccionó: el aliento le salió siseando entre los dientes.

– De modo que nuestro secreto pronto ya no será un secreto-le comentó. Servilia, cosa que fue muy meritoria para ella, no se enfadó por la actitud de César ni lo condenó por egoísta ni a causa de su desinterés por la difícil situación en que ella se veía. En muchos aspectos eran iguales, y quizás ése fuera el motivo por el que César no podía sentirse emocionalmente atado a ella: dos personas cuyas cabezas prevalecían siempre sobre sus corazones… y sobre sus pasiones.

– No necesariamente -le dijo ella esbozando una sonrisa-. Hoy veré a Silano cuando él regrese a casa del Foro. Es posible que consiga convencerle para que guarde el secreto.

– Sí, eso sería lo mejor, sobre todo si tenemos en cuenta el compromiso matrimonial de nuestros hijos. No me importa cargar con la responsabilidad de mis propios actos, pero no me siento nada cómodo con la idea de hacerles daño a Julia o a Bruto. Eso suponiendo que el resultado de nuestra aventura se convierta en un cotilleo general.

– Se inclinó hacia adelante para cogerle la mano a Servilia, se la besó y sonrió mirando a la mujer a los ojos-. Lo nuestro no es una aventura corriente, ¿verdad? -No -repuso Servilia-, cualquier cosa menos corriente.

– Volvió a humedecerse los labios-. Mi estado todavía no es muy avanzado, así que podemos continuar hasta mayo o junio. Si quieres, claro.

– Oh, sí -dijo César-. Claro que quiero, Servilia.

– Me temo que después no podremos volver a vernos durante siete u ocho meses.

– Lo echaré de menos. Y a ti también. Esta vez fue ella quien le cogió la mano, aunque no se la besó, sino que se limitó a sostenérsela y a sonreír.

– Querría que me hicieras un favor durante ese tiempo, César.

– ¿Cuál? -Seducir a Atilia, la esposa de Catón. César estalló en carcajadas.

– Quieres que me mantenga ocupado con una mujer que no tiene ninguna oportunidad de suplantarte, ¿no es así? Muy inteligente de tu parte -Es cierto, soy inteligente. ¡Compláceme, por favor! ¡Seduce a Atilia! Con el entrecejo fruncido, César le estuvo dando vueltas mentalmente a aquella idea.

– Catón no es un blanco que merezca la pena, Servilia. ¿Cuántos años tiene, veintiséis? Estoy de acuerdo en que en el futuro podría convertirse en una espina que se me clavara en un costado, pero prefiero esperar a que lo sea.

– ¡Hazlo por mí, César, por mí! ¡Por favor!

– ¿Tanto lo odias? -Lo suficiente como para desear verlo hecho pedacitos -le confesó Servilia hablando entre dientes-. Catón no se merece una carrera política.

– El hecho de que yo seduzca a Atilia no impedirá que eso suceda, como tú bien sabes. Sin embargo… si tanto significa para ti… ¡de acuerdo!

– ¡Oh, maravilloso! ¡Muchas gracias! -dijo ella resollando de contento; luego pensó en otra cosa-. ¿Por qué no has seducido nunca a Domicia, la esposa de Bíbulo? Ella le debe, desde luego, el placer de ponerle los cuernos, y él ya es un enemigo peligroso. Además Domicia es prima del marido de mi hermanastra Porcia, y eso también le haría daño a Catón.

– Supongo que en parte se debe al pájaro de presa que hay en mí. Sólo el hecho de pensar en seducir a Domicia me excita tanto que siempre estoy posponiendo el hecho en sí.

– Catón es mucho más importante para mí -dijo Servilia. De pájaro de presa, nada, pensó ella para sus adentros mientras regresaba al Palatino. Aunque quizás él se vea como un águila, concluyó Servilia, pero la conducta que mantiene con la esposa de Bíbulo es, sencillamente, felina. El embarazo y los hijos formaban parte de la vida; y, con la excepción de Bruto, todo ello no era más que algo que había que soportar con un mínimo de incomodidad. Bruto había sido sólo de ella; era ella quien lo había alimentado, quien le había cambiado los pañales, quien lo había bañado, quien había jugado con él y quien lo había entretenido. Pero la actitud hacia sus dos hijas había sido muy diferente. Una vez que las hubo parido, las había puesto en manos de nodrizas y más o menos se había olvidado de ellas hasta que crecieron lo suficiente para necesitar una vigilancia más de acuerdo con las costumbres romanas. A esto se aplicó con mucho interés y ningún amor. Cuando cada una de ellas cumplió los seis años, las envió a la escuela de Marco Antonio Gnifón porque Aurelia se la había recomendado como muy apropiada para niñas, y no había tenido motivos para lamentar aquella decisión. Ahora, siete años después, iba a tener un hijo fruto del amor, fruto de una pasión que gobernaba su vida. Lo que ella sentía por Cayo Julio César no era ajeno a su naturaleza, que, al ser intensa y poderosa, resultaba muy apropiada para un gran amor; no, su principal desventaja procedía de César y de la naturaleza de éste, que ella interpretaba correctamente como un carácter muy poco dispuesto a dejarse dominar por las emociones que pudieran surgir de cualquier tipo de relaciones personales. Aquella temprana e instintiva premonición la había salvado de incurrir en los errores que era corriente que las mujeres cometieran, desde poner a prueba los sentimientos de César, hasta esperar fidelidad y demostraciones abiertas de interés por otra cosa que no fuera lo que sucedía entre ellos en aquel discreto apartamento suburano. Así que aquella tarde no había ido a verle llena de emoción y dispuesta a contarle la noticia con la esperanza de provocar en él gozo alguno o de añadir algún sentimiento de posesión de él; y había hecho bien predisponiéndose para no tener esperanzas. César no estaba ni complacido ni contrariado; como le había dicho, aquello era asunto de ella, no tenía nada que ver con él. ¿Había acariciado ella la esperanza, aunque fuese en el fondo, de que César quisiera reclamar aquel hijo? Creía que no, no se dirigía a su casa consciente de estar decepcionada o deprimida. Como César no tenía esposa, sólo una unión habría necesitado el trámite legal del divorcio: la de Silano y ella. Pero había que ver cómo Roma había condenado a Sila por divorciarse de Elia. No es que a Sila le hubiera importado, una vez que la joven esposa de Escauro había quedado libre -tras la muerte de su marido- para casarse con él. Y a César tampoco le habrían importado los rumores. Pero César tenía un sentido del honor del que Sila carecía. Oh, no era un sentido del honor particularmente estricto, estaba demasiado rodeado de lo que él pensaba de sí mismo y de lo que quería ser. César se había establecido su propio modelo de conducta que abarcaba todos los aspectos de la vida. No sobornaba a los jurados, no practicaba la extorsión en su provincia, no era un hipócrita. Y todo ello era, ni más ni menos, la evidencia de que lo haría todo del modo más difícil; no recurriría a las técnicas diseñadas para hacer más fácil el progreso político. La confianza que César tenía en sí mismo era indestructible, y nunca dudaba ni por un momento de su capacidad para llegar hasta donde se proponía. Pero, ¿reclamar este hijo como suyo y pedirle a ella que se divorciase de Silano para poder casarse antes de que naciera el niño? No, eso ni siquiera se le pasaría por la cabeza a César. Y Servilia sabía exactamente por qué. Por la única razón de que ello demostraría a sus iguales en el Foro que estaba a merced de un inferior: una mujer. Servilia deseaba desesperadamente casarse con él, desde luego, aunque no para que César reconociera la paternidad del hijo que estaba en camino. Quería casarse con él porque lo amaba con el alma tanto como con el cuerpo, porque Servilia reconocía en César a uno de los grandes romanos, a un marido digno que nunca defraudaría las esperanzas sobre actuaciones militares y políticas puestas en él, a un marido cuyo linaje y dignitas no podían hacer otra cosa que reforzar los de ella. El era un Publio Cornelio Escipión el Africano, un Cayo Servilio Ahala, un Quinto Fabio Máximo el Contemporizador, un Lucio Emilio Paulo. Perteneciente a la auténtica aristocracia patricia -la quintaesencia de un romano-, César poseía un intelecto, una energía, una decisión y una fuerza inmensos. Un marido ideal para una mujer de la familia de los Servilios Cepiones. Un padrastro ideal para su amado Bruto. Cuando Servilia llegó a casa no faltaba mucho para la hora de la cena, y Décimo Julio Silano, según le informó el mayordomo, se encontraba en el despacho. Se preguntó qué le ocurriría a su marido al tiempo que entraba en la habitación, donde lo encontró escribiendo una carta. A pesar de tener cuarenta años de edad, Silano parecía más cerca de los cincuenta; arrugas causadas por el sufrimiento físico le bajaban a ambos lados de la nariz, y el cabello, prematuramente gris, entonaba con la piel grisácea. Aunque se esforzaba por quedar bien como pretor urbano, las exigencias del cargo estaban minando su ya frágil vitalidad. La dolencia que padecía era lo bastante misteriosa como para haber derrotado la capacidad de diagnóstico de todos los médicos de Roma, aunque la opinión médica general era que el avance del mal resultaba demasiado lento para sugerir que existiera un peligro inminente; nadie había hallado ningún tumor palpable, ni el hígado se le había agrandado. Al cabo de dos años podría presentarse como candidato al consulado, pero Servilia ya sabía que su marido no tendría la vitalidad suficiente como para montar una campaña que lo condujese al éxito.

– ¿Cómo te encuentras hoy? -le preguntó ella al tiempo que se sentaba en la silla que había delante del escritorio. Silano había levantado la vista y le había sonreído al verla entrar, y ahora dejó la pluma sobre la mesa con cierto placer. Su amor hacia Servilia había ido en aumento a lo largo de casi diez años de matrimonio, pero su incapacidad para ser un verdadero marido para su esposa, en todos los aspectos, lo corroía más que la enfermedad. Consciente de sus innatos defectos de carácter, creyó que Servilia se volvería contra él y le llenaría de reproches y críticas después del nacimiento de Junilla, cuando la enfermedad empezó a agravarse; pero ella nunca había actuado así, ni siquiera después de que el dolor y el ardor de estómago que le invadían durante la noche le obligaron a trasladarse a otro cubículo para dormir. Cuando, en medio de la vergüenza de la impotencia, todo intento de hacer el amor concluía en fracaso, a Silano le pareció más amable y menos mortificante evitarle a su esposa su presencia fisica; aunque él se habría contentado con abrazos y besos, Servilia no era acogedora en el acto del amor, y tampoco era propensa al juego amoroso. Así que respondió a la pregunta de Servilia con toda sinceridad y dijo: -Ni peor ni mejor que lo que es normal.

– Esposo, quiero hablar contigo -le dijo ella.

– Claro, Servilia.

– Estoy embarazada y tú tienes buenas razones para saber que la criatura no es tuya. El color de Silano cambió del gris al blanco, y luego se tambaleó. Servilia se levantó de un salto de la silla y se acercó a la consola donde siempre había dos jarros y unas copas, sirvió vino sin aguar en una de ellas y sujetó a su marido mientras éste bebía presa de ligeras náuseas.

– ¡Oh, Servilia! -exclamó cuando el estimulante le hizo efecto.

– Si te sirve de consuelo -le dijo Servilia que había vuelto a sentarse en la silla-, este hecho no tiene nada que ver con tu enfermedad o tus discapacidades. Aunque fueras tan viril como Príapo, yo habría caído igualmente en los brazos de ese hombre. Silano notó cómo las lágrimas se le agolpaban en los ojos y le rodaban cada vez con más rapidez por las mejillas.

– ¡Usa el pañuelo, Silano! -le indicó bruscamente Servilia. Sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.

– ¿Quién es? -consiguió preguntar Silano.

– Todo a su debido tiempo. Primero necesito saber qué piensas hacer con respecto a mi situación. El padre de la criatura no se casará conmigo. Hacerlo iría en menoscabo de su dignitas, y eso para él es más importante de lo que yo podría serlo nunca. No lo culpo por ello, lo comprendo.

– ¿Cómo puedes ser tan racional? -le preguntó él maravillado.

– No le veo ninguna utilidad a ser de otra manera! ¿Preferirías que hubiera entrado aquí gritando, llorando y convirtiendo en comidilla de todos lo que sólo es asunto nuestro? -Supongo que no -respondió Silano cansado. Suspiró y se guardó el pañuelo-. No, claro que no. Pero eso habría demostrado que eras humana. Si hay algo en ti que me preocupa, Servilia, es tu falta de humanidad, tu incapacidad para comprender la fragilidad. Perforas como un taladro aplicado al armazón de tu vida con la habilidad y el empuje de un artesano profesional.

– Esa es una metáfora muy confusa -dijo Servilia.

– Bueno, eso es lo que siempre he notado en ti… y quizás lo que envidiaba de ti, porque yo no lo tengo. Lo admiro enormemente. Pero no es cómodo y obstaculiza la piedad.

– No malgastes conmigo tu piedad, Silano. Todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Qué piensas hacer sobre mi situación? Silano se puso en pie y se sostuvo agarrándose al respaldo de la silla hasta que estuvo seguro de que las piernas lo mantendrían en pie. Luego se puso a pasear arriba y abajo por la habitación durante unos instantes antes de mirar a Servilia. ¡Tan tranquila, tan compuesta, tan poco afectada por el desastre!

– Puesto que no piensas casarte con ese hombre, creo que lo mejor que puedo hacer es volver a trasladarme a nuestro dormitorio durante el tiempo suficiente para hacer que el origen del niño parezca obra mía -dijo al tiempo que regresaba a la silla. Oh, ¿por qué no podía Servilia darle al menos la satisfacción de verla relajada, aliviada o contenta? ¡No, Servilia, no! Se limitó a mantener exactamente el mismo aspecto, incluso la mirada.

– Eso es bastante sensato, Silano -comentó ella-. Es lo que yo habría hecho en tu situación, pero una nunca sabe cómo va a ver un hombre aquello que le afecta al orgullo.

– Es evidente que me afecta, Servilia, pero prefiero que mi orgullo permanezca intacto, por lo menos a los ojos de nuestro mundo. ¿Nadie lo sabe? -Lo sabe él, pero no aireará la verdad.

– ¿Tu estado es muy avanzado? -No. Si tú y yo volvemos a dormir juntos, dudo que nadie sea capaz de adivinar por la fecha del nacimiento de la criatura que es de otra persona.

– Bueno, debes de haberte comportado con bastante discreción, porque no he oído ningún comentario, y siempre hay gente de sobra para echar a rodar ese tipo de rumores y hacerlos llegar hasta el cornudo del marido.

– No habrá ningún rumor.

– ¿Quién es él? -volvió a preguntar Silano.

– Cayo Julio César, naturalmente. Yo no habría puesto en peligro mi reputación con nadie inferior a él.

– No, claro, eso no lo habrías hecho. El origen de ese hombre es tan grandioso como, según se dice, lo son sus atributos procreadores -dijo amargamente Silano-. ¿Estás enamorada de él? -Oh, sí.

– Puedo comprender por qué, a pesar de que ese hombre me desagrada mucho. Las mujeres tienden a ponerse en ridículo por él.

– Yo no me he puesto en ridículo -le aseguró llanamente Servilia.

– Eso es cierto. ¿Y piensas volver a verlo? -Sí. Nunca dejaré de verlo.

– Algún día se sabrá, Servilia.

– Probablemente, pero a ninguno de los dos nos conviene que lo nuestro se haga público, así que intentaremos evitarlo.

– Por lo cual supongo que yo debería mostrarme agradecido. Con un poco de suerte, estaré muerto antes de que eso ocurra.

– Yo no te deseo la muerte, marido. Silano se echó a reír, pero no había diversión en aquella risa.

– Cosa por la que también debería estarte agradecido! No me extrañaría que acelerases mi muerte si creyeras que ello podría servir a tus fines.

– No sirve a mis fines.

– Eso lo comprendo.

– La respiración se le había vuelto entrecortada-. ¡Oh, dioses, Servilia, vuestros hijos están formalmente comprometidos mediante contrato para casarse! ¿Cómo es posible que confíes en mantener el asunto en secreto? -No entiendo por qué Bruto y Julia han de ponernos en peligro, Silano. No nos vemos cuando ellos están cerca.

– Ni cuando hay nadie cerca, eso es obvio. Suerte que los sirvientes te tienen miedo.

– Naturalmente. Silano apoyó la cabeza entre las manos.

– Ahora me gustaría estar solo, Servilia. Esta se levantó inmediatamente.

– La cena estará preparada en seguida.

– Hoy no voy a cenar.

– Pues tendrías que comer -dijo ella cuando ya iba camino de la puerta-. No he pasado por alto que el dolor se te alivia durante unas horas después de comer, sobre todo cuando comes bien.

– ¡Hoy no! ¡Y ahora vete, Servilia, vete! Servilia se marchó, muy satisfecha por el resultado de aquella entrevista y en mejores relaciones con Silano de lo que había esperado estar.

La Asamblea Plebeya declaró a Marco Aurelio Cotta culpable de desfalco, le impuso una multa superior a la cantidad que alcanzaba su fortuna y le prohibió fuego y agua a menos de cuatrocientas millas de Roma.

– Lo cual me niega Atenas -le comentó él a Lucio, su hermano menor, y a César-, pero la idea de Masilla me revuelve. Así que creo que me iré a Esmirna, a reunirme con tío Publio Rutilio.

– Mejor compañía que Verres -le indicó Lucio Cotta, horrorizado por el veredicto.

– He oído decir que la plebe va a votar a Carbón insignia consular como prueba de su estima -dijo César curvando los labios.

– ¿Incluso con lictores y fasces? -inquirió Marco Cotta ahogando un grito.

– Confieso que no nos vendría mal un segundo cónsul ahora que Glabrio se ha ido a gobernar su nueva provincia conjunta, tío Marco; pero aunque la plebe sea capaz de dispensar togas con bordes púrpura y sillas curules, ¡es algo nuevo para mí que pueda otorgar imperium! -dijo César bruscamente, todavía temblando de ira-. ¡Todo esto sucede por culpa de los publicani asiáticos!

– Déjalo estar, César -dijo Marco Cotta-. Los tiempos cambian, es así de simple. A esto se le podría llamar la última revancha del castigo de Sila a la ordo equester. Por suerte para mí, todos reconocimos lo que podía ocurrir y transferí la titularidad de mis tierras y mi dinero a Lucio, aquí presente.

– Los ingresos te seguirán hasta Esmirna -le aseguró Lucio Cotta-. Aunque hayan sido los caballeros los que te han causado la ruina, había algunos elementos en el Senado que también pusieron su óbolo. Exculpo de ello a Catulo, a Cayo Pisón y al resto de ese núcleo, pero Publio Sila, su secuaz Autronio y toda esa pandilla fueron una valiosa ayuda para las acusaciones de Carbón. Y también Catilina. No lo olvidaré nunca.

– Ni yo -dijo César. Intentó sonreír-. Ya sabes que te quiero muchísimo, Marco, pero ni siquiera por ti estoy dispuesto a hacer que Publio Sila se convierta en un cornudo si para ello tengo que seducir a la bruja de la hermana de Pompeyo. Aquello provocó una carcajada, y el nuevo consuelo que resultó de que los tres hombres se imaginasen que quizás Publio Sila ya estuviera cosechando una pequeña retribución al verse obligado a vivir con la hermana de Pompeyo, una mujer que no era joven ni atractiva, aunque sí demasiado aficionada al jarro de vino. Aulo Gabinio por fin dio el golpe hacia finales de febrero. Sólo él sabía lo difícil que había sido estar sentado mano sobre mano y engañar a Roma para que pensase que él, el presidente del Colegio de los Tribunos de la plebe, no era, al fin y al cabo, más que un peso ligero. Aunque vivía bajo el odio que suponía ser un hombre de Picenum -y la criatura de Pompeyo-, Gabinio no era precisamente un hombre nuevo. Su padre y su tío se habían sentado en el Senado antes que él, y además en los Gabinios había sangre romana respetable de sobra. Tenía la ambición de desprenderse del yugo de Pompeyo y actuar por cuenta propia, aunque el sentido común le decía que nunca sería lo bastante poderoso para encabezar su propia facción. Mejor dicho, Pompeyo el Grande no era lo bastante grande. Gabinio anhelaba aliarse con un hombre más romano, porque había muchas cosas de Picenum y de los picentinos que lo exasperaban, sobre todo la actitud que tenían hacia Roma. Pompeyo era más importante que Roma, y Gabinio encontraba eso muy difícil de aceptar. ¡Oh, era natural! En Picenum Pompeyo era un rey, y en Roma ejercía una inmensa influencia política. La mayoría de los hombres que eran de un lugar concreto se sentían orgullosos de apoyar a un paisano que había establecido su dominio sobre personas a las que generalmente se consideraba mejores. Ese Aulo Gabinio, de tez clara y agradable apariencia, no estaba satisfecho con la idea de que tener a Pompeyo por amo fuese algo que no podía contar a nadie más que a Cayo Julio César. César y él se habían conocido en el asedio de Mitilene y se habían caído bien de inmediato. Gabinio había estado observando fascinado cómo el joven César, que tenía aproximadamente su misma edad, demostraba tener una clase de capacidad y una fuerza que hacían que él se considerase un privilegiado por ser amigo de un hombre que algún día tendría una importancia inmensa. Otros hombres tenían el mismo aspecto, la misma estatura, el físico, el encanto, incluso los antepasados; pero César tenía mucho más. Poseer un intelecto como el suyo, y a pesar de ello ser el más valiente de los valientes, ya era distinción suficiente, porque los hombres que son extraordinariamente inteligentes suelen ver demasiados riesgos en el valor. Era como si César pudiera cerrar la puerta y dejar fuera cualquier cosa que amenazase la empresa del momento. Siempre hallaba la manera exacta y más adecuada de utilizar sólo aquellas cualidades que había en él que le capacitaban para concluir aquella empresa con el máximo efecto. Y tenía un poder que Pompeyo nunca tendría, algo que emanaba de él y que doblaba todo hasta darle la forma que deseaba. Hacía las cosas al precio que fuese, no le tenía miedo a nada en absoluto. Y aunque en los años que habían transcurrido desde Mitilene no se habían visto con demasiada frecuencia, César continuaba hechizando a Gabinio. Y éste decidió que cuando llegase el día en que César dirigiera su propia facción, Aulo Gabinio sería uno de sus más incondicionales seguidores. Sin embargo no sabía cómo iba a conseguir zafarse de sus obligaciones como cliente de Pompeyo. Este era su patrono, por ello Gabinio tenía que trabajar para él como debería hacerlo cualquier cliente como es debido. Todo lo cual significaba que una vez que decidió dar el golpe lo hizo con la intención de impresionar más al relativamente joven y oscuro César que a Cneo Pompeyo Magnus, el Primer Hombre de Roma. Su patrón. No se molestó en ir primero al Senado; desde que se habían restituido por completo los poderes de los tribunos de la plebe, eso no era preceptivo. Lo mejor era atacar al Senado sin previo aviso e informar primero a la plebe, y además en un día en que nadie pudiera sospechar que fueran a producirse cambios sísmicos. Sólo había unos quinientos hombres desperdigados aquí y allá alrededor del Foso de los Comicios cuando Gabinio subió a la tribuna para hablar. Estos constituían la plebe profesional, ese núcleo de hombres que nunca se perdía una reunión y era capaz de recitar de memoria discursos memorables enteros, por no hablar de detallados y notables plebiscitos que se remontaban en el pasado por lo menos una generación. Las gradas de la Cámara del Senado no estaban tampoco muy pobladas de gente; sólo se hallaban en ellas César, algunos de los clientes senatoriales de Pompeyo, incluidos Lucio Afranio y Marco Petreyo, y Marco Tulio Cicerón.

– ¡Si alguna vez hubiéramos necesitado que nos recordasen cuán grave es para Roma el problema de los piratas, el saqueo de Ostia y la captura de nuestro primer envío de grano siciliano, hace sólo tres meses debería haber supuesto un gigantesco estímulo! -le dijo Gabinio a la plebe… y a los observadores situados en las gradas de la Curia Hostilia-. ¿Y qué hemos hecho para limpiar el Mare Nostrum de esta nociva plaga? -preguntó con un bramido-. ¿Qué hemos hecho para salvaguardar el abastecimiento de grano, para asegurar que los ciudadanos de Roma no padezcan hambrunas o no tengan que pagar por el pan más de lo que pueden permitirse, siendo como es el pan un alimento de primera necesidad? ¿Qué hemos hecho para proteger a nuestros comerciantes y a sus bajeles? ¿Qué hemos hecho para impedir que secuestren a nuestras hijas, que rapten a nuestros pretores? Muy poco, miembros de la plebe. ¡Muy poco! Cicerón se acercó a César y le tocó un brazo.

– Estoy intrigado -le dijo-, pero no sorprendido. ¿Sabes adónde quiere ir a parar, César? -Oh, sí. Y Gabinio continuó hablando, disfrutando muchísimo al hacerlo.

– Lo poquísimo que hemos hecho desde que Antonio el Orador intentó llevar a cabo una purga de piratas hace más de cuarenta años tuvo sus inicios como consecuencia del reinado de nuestro dictador, cuando su leal aliado y colega Publio Servilio Vatia fue a gobernar Cilicia con órdenes de barrer a los piratas. Tenía pleno imperium de procónsul, y autoridad para reunir flotas de todas las ciudades y estados afectados por los piratas, incluidas Chipre y Rodas. Empezó en Licia, y se las vio con Zenicetes. ¡Le costó tres años derrotar a un solo pirata! Y ese pirata tenía la base en Licia, no entre las rocas y los riscos de Panfilia y Cilicia, donde se encuentran los peores piratas. El resto del tiempo que pasó en el palacio del gobernador en Tarso lo dedicó a hacer una hermosa guerrita contra una tribu de campesinos de tierra adentro, unos destripaterrones panfilios, los isauros. Cuando los derrotó y tomó cautivas a sus dos patéticas aldeas, nuestro precioso Senado le dijo que añadiera un nombre extra a Publio Servilio Vatia… Isáurico. ¡Por favor! Bien, Vatia no resulta muy inspirador, ¿no es cierto? ¡Llamarse de sobrenombre «rodillas juntas»! ¿Se le puede reprochar a ese pobre tipo que quisiera pasar de ser un Publio de la rama plebeya de los Servilios que tiene las Rodillas Juntas, a Publio Servilio Rodillas Juntas el Conquistador de los Isauros? ¡Debéis reconocer que Isáurico le añade un matiz de lustre más a un nombre de otro modo deslustrado! Para ilustrar este punto de la argumentación, Gabinio se alzó la toga para mostrar sus bien torneadas piernas desde medio muslo hacia abajo, y se puso a caminar dando unos pasitos adelante y atrás por la tribuna con las rodillas juntas y los pies muy separados; el público respondió riéndose y vitoreándolo.

– El siguiente capítulo de esta saga -continuó diciendo Gabinio- sucedió en la isla de Creta y alrededores. Por el único motivo de que a su padre el Orador, ¡un hombre mucho mejor y más capaz que aún no había logrado hacer el trabajo!, el Senado y el pueblo de Roma le habían encomendado eliminar la piratería en el Mare Nostrum, Marco Antonio hijo se apropió de la misma misión hace unos siete años, aunque esta vez sólo el Senado se la encomendó, gracias a las nuevas normas de nuestro dictador. El primer año de su campaña Antonio orinó vino sin diluir en todos los mares al oeste del Mare Nostrum y reclamó para sí una victoria o dos, pero nunca presentó pruebas tangibles de ello, como despojos o restos de naves. Luego, hinchando las velas a base de eructos y pedos, Antonio se fue de parranda camino de Grecia. Una vez allí salió, lleno de resolución, durante dos años a luchar contra los almirantes piratas de Creta, con las desastrosas consecuencias que todos conocemos. ¡Lastenes y Panares le dieron, sencillamente, una paliza! Y al final, al destrozado hombre de tiza, ¡porque eso es lo que significa también Cretico!, no le quedó más remedio que quitarse la vida para no dar la cara ante el Senado de Roma, que le había encomendado la misión. «Después vino otro hombre de brillante apodo, ese Quinto Cecilio Metelo, que es nieto de Macedónico e hijo de Macho Cabrío: Metelo Cabrito. ¡Sin embargo, por lo visto ese Metelo Cabrito aspira a ser otro Cretico! Pero, ¿resultará que Cretico significa el conquistador de los cretenses o el hombre de tiza? ¿Qué os parece a vosotros, colegas plebeyos? -¡Hombre de tiza! ¡Hombre de tiza!

– Fue la respuesta. Gabinio terminó en tono informal.

– Y todo eso, queridos amigos, nos lleva al presente. ¡A la debacle de Ostia, al estancamiento de Creta, a la inviolabilidad de cualquier refugio pirata desde Gades, en Hispania, hasta Gaza, en Palestina! ¡No se ha hecho nada! ¡Nada! Como se le había descolocado un poco la toga al demostrar cómo camina un hombre que tiene las rodillas juntas, Gabinio hizo una pausa para colocársela debidamente.

– ¿Qué sugieres que hagamos, Gabinio? -le gritó Cicerón desde las gradas del Senado.

– ¡Vaya! ¡Hola, Marco Cicerón! -le saludó alegremente Gabinio-. ¡Y también saludo a César! El mejor par de oradores de Roma están escuchando los humildes parloteos de un hombre de Picenum. Me siento muy honrado, especialmente porque estáis ahí arriba casi solos. ¿No está Catulo, ni Cayo Pisón, ni Hortensio, ni Metelo Pío, el pontífice máximo? -Sigue a lo tuyo, hombre -le pidió Cicerón, que estaba de muy buen humor.

– Gracias, eso es lo que voy a hacer. Me has preguntado qué podemos hacer. La respuesta es muy simple, miembros de la plebe. Buscamos a un hombre que ya haya sido cónsul, para que no quepa la menor duda acerca de cuál es su posición constitucional. Un hombre cuya carrera militar no se haya abierto camino luchando desde los primeros bancos del Senado, como la de algunos a quienes yo podría nombrar. Buscamos a ese hombre. Y cuando digo buscamos, colegas plebeyos, me refiero a nosotros, los miembros de esta Asamblea. ¡No al Senado! El Senado ya lo ha probado todo, desde rodillas que se juntan al caminar hasta sustancias cretáceas, y todo sin éxito alguno, así que yo digo que el Senado debe abrogar su poder en este asunto, que nos afecta a todos. Repito, buscamos a un hombre que sea un consular de habilidad militar demostrada. Y luego nosotros le encomendaremos la misión de limpiar el Mare Nostrum de toda clase de piratería, desde las Columnas de Hércules hasta la desembocadura del Nilo, y de limpiar también el mar Euxino. Nosotros le daremos a ese hombre un plazo de tres años para que lo haga, y en esos tres años tendrá que haber terminado el trabajo… porque si no lo hace, miembros de la plebe… ¡si no lo hace, nosotros lo acusaremos, lo juzgaremos y lo desterraremos de Roma para siempre! Algunos de los boni habían acudido corriendo, desde dondequiera que sus negocios los tuvieran ocupados, llamados por clientes que habían enviado al Foro para seguir de cerca cualquier reunión de la Asamblea, incluso la menos sospechosa. Se estaba corriendo la voz de que Aulo Gabinio había comenzado a hablar de un mando militar contra los piratas, y los boni -por no hablar de otras muchas facciones- sabían que aquello significaba que Gabinio iba a pedirle a la plebe que le concediera ese mando a Pompeyo. Y no estaban dispuestos a consentir que ocurriese una cosa así. ¡De ninguna manera Pompeyo podía volver a recibir otro mando especial! ¡Nunca! Ello le permitiría creer que era mejor y más grande que sus iguales.

Con la libertad de mirar a su alrededor que Gabinio no tenía, César se fijó en que Bíbulo descendía hasta el fondo del Foso con Catón, Ahenobarbo y el joven Bruto detrás de él. Un interesante cuarteto. Servilia no se sentiría complacida si se enteraba de que su hijo se asociaba con Catón. Pero era evidente que Bruto comprendía este hecho; parecía un furtivo, como si le persiguieran. Quizás debido a eso no daba la impresión de estar escuchando lo que Gabinio decía, aunque Bíbulo, Catón y Ahenobarbo reflejaban con toda claridad la ira en sus rostros.

Gabinio seguía con lo suyo.

– Ese hombre necesita tener absoluta autonomía. No debe estar sometido a ninguna restricción por parte del Senado ni del pueblo una vez que comience. Eso, naturalmente, significa que le dotaremos de un imperio ilimitado… ¡pero no sólo en el mar! Su poder debe extenderse hasta cincuenta millas tierra adentro en todas las costas, y dentro de esa franja de tierra sus poderes tienen que ser superiores al imperio de cualquier gobernador provincial afectado. Deben concedérsele por lo menos quince legados de categoría propretoriana y la libertad de elegirlos y desplegarlos él mismo, sin que nadie le ponga obstáculos. Si hace falta se le facilitará todo el contenido del Tesoro, y debe otorgársele igualmente el poder de reclutar todo lo que necesite, desde dinero hasta barcos y milicia local, en cada uno de los lugares que entren dentro del alcance de su imperium. Debe disponer de tantos barcos, flotas y flotillas como exija, y tantos soldados de Roma como pida.

Al llegar a dicho punto Gabinio se fijó en los recién llegados y dio un enorme y teatral respingo de sorpresa. Miró hacia abajo, a los ojos de Bíbulo, y luego sonrió con deleite. Ni Catulo ni Hortensio habían llegado, pero con Bíbulo, uno de los herederos de éstos, era suficiente.

– ¡Si concedemos este mando especial contra los piratas a un solo hombre, miembros de la plebe -continuó diciendo Gabinio a gritos-, entonces puede que veamos el final de la piratería! Pero si permitimos que ciertos elementos del Senado nos achanten o nos lo impidan, entonces nosotros, y no ningún otro cuerpo de hombres romanos, seremos, por nuestro fracaso a la hora de actuar, los responsables directos de los desastres que ocurran. ¡Librémonos de la piratería de una vez por todas! Ya es hora de que prescindamos de las medidas a medias y de los compromisos, y de que dejemos de dar coba a la supuesta importancia de familias e individuos que insisten en que el derecho de proteger a Roma les pertenece sólo a ellos. ¡Ha llegado el momento de acabar con esta actitud pasiva de no hacer nada! ¡Hay que empezar a hacer bien las cosas!

– ¿No vas a decirlo, Gabinio? -le gritó Bíbulo desde el fondo del Foso.

Gabinio puso cara de inocente.

– ¿Decir qué, Bíbulo?

– ¡El nombre, el nombre, el nombre!

– No tengo ningún nombre, Bíbulo, sólo una solución.

– ¡Tonterías! -resonó la voz ronca y estrepitosa de Catón-. ¡Eso es una absoluta tontería, Gabinio! ¡Claro que tienes un nombre, vaya si lo tienes! ¡El nombre de tu jefe, ese advenedizo picentino cuyo principal placer es destruir todas las tradiciones y costumbres de Roma! ¡Tú no estás ahí arriba diciendo todo eso por puro patriotismo, sino que estás sirviendo los intereses de tu jefe, Cneo Pompeyo Magnus!

– ¡Un nombre! ¡Catón ha pronunciado un nombre! -gritó Gabinio con aspecto de estar rebosante de júbilo-. ¡Marco Porcio Catón ha propuesto un nombre!

– Gabinio se inclinó hacia adelante, dobló las rodillas, bajó la cabeza todo lo que pudo acercándola a Catón y añadió con mucha suavidad-: ¿No te han elegido tribuno militar por este año, Catón? ¿No te ha tocado en el sorteo ir a prestar servicio con Marco Rubrio en Macedonia? ¿Y no ha partido ya Marco Rubrio hacia su provincia? ¿No crees que deberías estar fastidiando en compañía de Rubrio en Macedonia en lugar de ser un fastidio aquí, en Roma? ¡Pero gracias por habemos propuesto un nombre! Yo no tenía ni idea de qué hombre podía ser el más adecuado hasta que tú has sugerido a Cneo Pompeyo Magnus.

Dicho lo cual levantó la sesión antes de que pudiera llegar ninguno de los tribunos de la plebe de los boni.

Bíbulo dio media vuelta con un breve tirón de cabeza en dirección a los otros tres; tenía los labios apretados y los ojos glaciales. Cuando llegó a la superficie de la parte inferior del Foro sacó una mano y agarró a Bruto por el antebrazo.

– Tú vas a llevar un mensaje de mi parte, joven -le dijo-, y luego vete a tu casa. Busca a Quinto Lutacio Catulo, a Quinto Hortensio y a Cayo Pisón el cónsul. Diles que se dirijan a mi casa cuanto antes.

Poco después los tres importantes líderes de los boni estaban sentados en el despacho de Bíbulo. Catón se encontraba allí todavía, pero Ahenobarbo se había marchado; Bíbulo consideraba que era demasiada carga intelectual para una reunión en la que también estuviera Cayo Pisón, que ya era bastante espeso de por sí sin necesidad de refuerzos.

– Todo ha sido demasiado discreto, y Pompeyo Magnus ha estado muy callado -dijo Quinto Lutacio Catulo, un hombre delgado de color arenoso cuya estirpe César se hacía menos evidente en él que la parte Domicio Ahenobarbo de su madre. Catulo César, el padre de Catulo, había sido un hombre más importante que éste; se había opuesto a un enemigo de mayor envergadura, Cayo Mario, y había perecido durante la espantosa matanza que Mario había infligido a Roma al comienzo de su infame séptimo consulado. El hijo había quedado atrapado en una posición delicada al preferir quedarse en Roma durante los años del exilio de Sila, porque él nunca había confiado en que realmente Sila venciera a Cinna y a Carbón. Así que cuando Sila se convirtió en dictador, Catulo tuvo que moverse con gran cautela hasta que logró convencer al dictador de su lealtad. Fue Sila quien le había nombrado cónsul junto con Lépido, que se rebeló contra aquél, otra oportunidad desgraciada para Catulo. Aunque él, Catulo, había sido el vencedor de Lépido, fue Pompeyo quien consiguió el trabajo luchando contra Sertorio en Hispania, una empresa mucho más importante. En cierto modo ese tipo de cosas se habían convertido en la pauta de la vida de Catulo: no estar nunca en primera fila a fin de no sobresalir del modo en que lo había hecho su padre.

Amargado y ya bien entrado en la cincuentena, escuchó el relato de Bíbulo sin tener la menor idea de cómo enfrentarse a lo que Gabinio proponía, aparte de la técnica tradicional de unir al Senado para oponerse a cualquier mando especial.

Mucho más joven y movido por una mayor reserva de odio hacia los tipos guapos que sobresaldrían por encima de todos los demás, Bíbulo comprendía que demasiados senadores se inclinarían en favor del nombramiento de Pompeyo si la tarea que se le iba a encomendar era tan vital para Roma como lo era la erradicación de los piratas.

– No funcionará -le dijo a Catulo.

– ¡Tiene que funcionar! -gritó Catulo al tiempo que daba una palmada-. ¡No podemos permitir que ese patán picentino que es Pompeyo y todos sus secuaces dirijan Roma como si fuera una dependencia de Picenum! ¿Acaso Picenum es algo más que un estado periférico italiano lleno de presuntos romanos que en realidad descienden de galos? Mirad a Pompeyo Magnus… ¡es un galo! Mirad a Gabinio… ¡es un galo! Y sin embargo, ¿se espera que nosotros, los auténticos romanos, nos rebajemos ante Pompeyo Magnus? ¿Que lo elevemos a una posición aún más prestigiosa de lo que los auténticos romanos podemos tolerar? ¡Magnus! ¿Cómo es posible que un patricio romano como Sila permitiese que Pompeyo tomara un nombre que significa grande?

– ¡Estoy de acuerdo! -dijo con fiereza Cayo Pisón-. ¡Es intolerable!

Hortensio suspiró.

– Sila lo necesitaba, y se habría prostituido a Mitrídates o a Tigranes si ésa hubiera sido la única manera de volver del exilio para gobernar en Roma -dijo encogiéndose de hombros.

– De nada sirve despotricar contra Sila -dijo Bíbulo-. Tenemos que conservar la cabeza sobre los hombros, de lo contrario perderemos esta batalla. Gabinio tiene las circunstancias de su parte. Y la realidad sigue siendo, Quinto Catulo, que el Senado no ha solucionado lo de los piratas, y no creo que el buen Metelo tenga éxito en Creta. El saqueo de Ostia era sólo la excusa que Gabinio necesitaba para proponer esta solución.

– ¿Estás diciendo que no lograremos impedir que Pompeyo consiga el mando que Gabinio sugiere? -le preguntó Catón.

– Sí, eso es.

– Pompeyo no puede vencer contra los piratas -dijo Cayo Pisón esbozando una agria sonrisa.

– Exactamente -dijo Bíbulo-. Puede ser que tengamos que contemplar cómo la plebe le otorga ese mando especial; pero luego nos quedaremos tranquilamente recostados en el asiento y haremos caer a Pompeyo de una vez por todas en cuanto fracase.

– No -intervino Hortensio-. Hay un modo de impedir que Pompeyo consiga el encargo. Proponer otro nombre que la plebe preferirá al de Pompeyo.

Se hizo un breve silencio que fue roto por el brusco sonido de la mano de Bíbulo al aporrear el escritorio.

– ¡Marco Licinio Craso! -dijo a gritos-. ¡Brillante, Hortensio, muy brillante! Es tan bueno como Pompeyo y tiene un apoyo colosal entre los caballeros de la plebe. A ellos lo único que les importa es no perder dinero, y los piratas les hacen perder millones y millones cada año. Nadie en Roma olvidará nunca cómo manejó Craso la campaña contra Espartaco. Ese hombre es un genio para la organización, tan imparable como una avalancha y tan despiadado como el viejo rey Mitrídates.

– No me gusta ese hombre ni lo que representa, pero es cierto que tiene la sangre que hace falta -dijo Cayo Pisón complacido-. Y sus posibilidades no son menores que las de Pompeyo.

– Muy bien, pues. Pidámosle a Craso que se ofrezca voluntario para el mando especial contra los piratas -indicó Hortensio con satisfacción-. ¿Quién irá a proponérselo?

– Lo haré yo -dijo Catulo. Miró seriamente a Pisón-. Mientras tanto, cónsul, te sugiero que tus funcionarios convoquen una sesión del Senado mañana al amanecer. Gabinio no ha convocado otra reunión de la plebe, así que nosotros sacaremos a colación el asunto en la Cámara y aseguraremos un consultum que le indique a la plebe que nombre a Craso.

Pero otra cosa se interpuso antes, como había de descubrir Catulo cuando localizó a Craso en su casa unas horas más tarde.

César había abandonado apresuradamente las gradas del Senado y se había ido directamente desde el Foro a las oficinas de Craso, que estaban situadas en una ínsula detrás del Macellum Cuppedenis, un mercado de flores y especias que el Estado se había visto obligado a subastar unos años antes, por lo que habían pasado a ser propiedad privada; había sido la única manera de poder sostener las campañas de Sila en el Este contra Mitrídates. Craso, que en aquella época era un hombre joven, no disponía de dinero para comprarlo; durante las proscripciones de Sila tuvo lugar otra subasta, y entonces Craso ya se hallaba en posición de pujar fuertemente. Así que ahora poseía una gran cantidad de selectas propiedades detrás del borde oriental del Foro, entre las que se contaban una docena de almacenes donde los mercaderes almacenaban sus preciosos granos de pimienta, nardo, incienso, canela, bálsamos, perfumes y demás productos aromáticos.

Craso era un hombre corpulento, más alto de lo que aparentaba a causa de su anchura, y no tenía ni un gramo de grasa. El cuello, los hombros y el tronco eran de constitución robusta, y eso, combinado con cierta placidez que emanaba de su rostro, había hecho que todos cuantos le conocían le vieran un cierto parecido con un buey; un buey que daba cornadas. Se había casado con la viuda de sus dos hermanos mayores, una señora sabina de muy buena familia llamada Axia a la que todo el mundo conocía como Tertula, porque se había casado con tres hermanos; Craso tenía dos prometedores hijos, aunque el mayor, Publio, era en realidad hijo de su hermano Publio y de Tertula. Al joven Publio le faltaban diez años para llegar al Senado, mientras que el hijo de Craso, Marco, era algunos años más joven. Nadie podía ponerle peros a Craso como hombre de familia; hacía ostentación de su amor, y su devoción familiar era famosa. Pero la familia no era su verdadera pasión. Marco Licinio Craso tenía una sola pasión: el dinero. Algunos decían de él que era el hombre más rico de Roma, aunque César pensó, mientras subía las lúgubres y estrechas escaleras que llevaban a su guarida, situada en el quinto piso de la ínsula, que no era para tanto. La fortuna de los Servilios Cepiones era infinitamente mayor, así como también lo era la fortuna del hombre que motivaba la visita que iba a hacerle a Craso, Pompeyo el Grande.

Que hubiera preferido subir cinco tramos de escaleras en lugar de ocupar un local más cómodo en una planta más baja era típico de Craso, quien conocía las rentas muy bien. Cuanto más alto fuera el piso más bajo era el alquiler. ¿Por qué desperdiciar unos cuantos miles de sestercios utilizando él mismo uno de los rentables pisos inferiores que podía alquilar? Además, subir escaleras era un buen ejercicio. Y a Craso tampoco le importaban las apariencias; se sentaba ante un escritorio situado en un rincón de aquella habitación, que era un continuo torbellino, para tener a todos sus empleados de mayor categoría ante sus ojos, y no le importaba en absoluto que le empujasen con el codo o que hablasen a voz en grito.

– ¡Es hora de tomar un poco de aire fresco! -gritó César al tiempo que hacía un movimiento con la cabeza para indicar la puerta que quedaba detrás de él.

Craso se levantó inmediatamente para seguir a César escaleras abajo y salir a otra clase diferente de torbellino, el del Macellum Cuppedenis.

César y Craso eran buenos amigos, lo habían sido desde que César sirviera con Craso en la guerra contra Espartaco. A muchos les resultaba extraña aquella peculiar amistad, porque las diferencias que había entre ellos cegaban a los observadores con respecto a las similitudes existentes, mucho mayores. Bajo aquellas dos contrastadas fachadas existía la misma clase de acero, cosa que ellos comprendían muy bien, aunque el mundo no.

Ninguno de los dos hacía lo que habría hecho la mayoría de los hombres, por ejemplo, acercarse a un famoso establecimiento de comidas y comprar sabrosa carne de cerdo con especias envuelta en un hojaldre deliciosamente ligero hecho a base de cubrir la pasta de harina con manteca fría, doblarla y enrollarla para luego ponerle más manteca, y repetir así el proceso muchas veces. César, como de costumbre, no tenía hambre, y Craso consideraba un despilfarro comer en ningún sitio que no fuera su propia casa. En lugar de ello encontraron una pared para apoyarse entre una concurrida escuela de niños de ambos sexos que recibían lecciones al aire libre y un puesto de granos de pimienta.

– Muy bien, ahora estamos a salvo de oídos curiosos -dijo Craso al tiempo que se rascaba el cuero cabelludo, que se había hecho de pronto visible después de que durante el año que había pasado como cónsul de Pompeyo se le cayera la mayor parte del pelo, hecho que Craso atribuía a la preocupación de tener que ganar mil talentos extra para reponer lo que se había gastado en asegurarse de que acabaría siendo el cónsul con mejor reputación entre el pueblo. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza que lo más probable era que la calvicie se debiera a su edad, pues aquel año cumpliría cincuenta. Para él era algo irrelevante. Marco Craso le echaba la culpa de todo a las preocupaciones por el dinero.

– Pronostico que esta tarde recibirás una visita nada menos que de nuestro querido Quinto Lutacio Catulo -dijo César con los ojos fijos en una adorable niñita morena que asistía a aquella clase improvisada.

– ¿Ah, sí? -repuso Craso con la mirada fija en el exorbitante precio que estaba escrito con tiza en una tabla apoyada contra un tarro de cerámica vidriada de pimienta de Taprobane-. ¿Qué flota en el aire, César?

– Deberías haber abandonado tus libros de cuentas y haber venido a la reunión de la Asamblea Plebeya que se ha celebrado hoy -le dijo César.

– ¿Ha sido interesante?

– Fascinante, aunque no inesperada, al menos para mí. Tuve una pequeña conversación con Magnus el año pasado, así que ya estaba preparado. Dudo que nadie más lo estuviera, salvo Afranio y Petreyo, quienes me acompañaban en las gradas de la Curia Hostilia. Me atrevería a decir que pensaron que alguien podía oler de qué parte soplaba el viento si se quedaban en el Foso de los Comicios. Cicerón también me acompañaba, pero a él le movía sólo la curiosidad. Tiene un olfato maravilloso para presentir a qué reuniones merece la pena asistir.

Como no era tonto, políticamente hablando, Craso apartó la mirada de los carísimos granos de pimienta y la fijó en César.

– ¡Vaya! ¿Qué pretende conseguir nuestro amigo Magnus?

– Gabinio le propuso a la plebe que legislase conceder un imperium ilimitado, y todo lo demás también absolutamente ilimitado, a un solo hombre. Naturalmente, no nombró a ese hombre. El objeto de todo ello es acabar con los piratas -dijo César, que sonrió cuando vio cómo una niña le estampaba la pizarra encerada en la cabeza al niño que tenía a su lado.

– Un trabajo ideal para Magnus -dijo Craso.

– Desde luego. Por cierto, tengo entendido que ha estado haciendo los deberes durante más de dos años. No obstante, esa misión no gozará de popularidad en el Senado, ¿no crees?

– No entre Catulo y sus muchachos.

– Ni entre la mayoría de los miembros del Senado, pronostico yo. Nunca le perdonarán a Magnus que les obligase a legitimar su deseo de ser cónsul.

– Yo tampoco -dijo Craso con aire lúgubre. Tomó aire-. Así que tú crees que Catulo me pedirá que me presente yo para ese trabajo en oposición a Pompeyo.

– Estoy seguro.

– Tentador -dijo Craso, cuya atención se vio atraída hacia la escuela porque el niño estaba llorando y el pedagogo intentaba evitar una riña general entre sus pupilos.

– Pues no te sientas tentado de aceptar, Marco -le dijo César con suavidad.

– ¿Por qué no?

– No saldría bien, Marco. Créeme, no saldría bien. Si Magnus está tan preparado como creo que está, permite que le den a él el trabajo. Tus negocios sufren los efectos de la piratería tanto como cualquier otro negocio. Si eres inteligente te quedarás en Roma y recogerás los beneficios que supone el hecho de que las vías marítimas estén libres de piratas. Ya conoces a Magnus. Hará el trabajo, y lo hará bien. Pero todos los demás estarán esperando a ver qué pasa. Puedes sacar partido de este escepticismo, aunque dure muchos meses, pues ello te permitirá estar preparado para cuando lleguen los buenos tiempos, que seguro que vendrán -dijo César.

Aquél era, como bien sabía César, el argumento más convincente que se podía esgrimir ante Craso.

Este asintió y se incorporó.

– Me has convencido -dijo; y miró fugazmente al sol-. Es hora de trabajar un poco más en mis libros de contabilidad antes de que me vaya a casa a recibir a Catulo.

Los dos hombres se abrieron paso despreocupadamente entre el caos que había caído sobre la escuela, y César, al pasar junto a la niña, le dedicó una sonrisa cómplice a la causante de todo ello.

– ¡Adiós, Servilia! -le dijo.

Craso, que estaba a punto de marcharse en la otra dirección, pareció sobresaltado.

– ¿La conoces? -le preguntó-. ¿Es una Servilia?

– No, no la conozco -respondió César desde cierta distancia, ya a quince pies-. Pero me recuerda vivamente a la futura suegra de Julia.

Y así fue como, cuando Pisón el cónsul convocó al Senado al amanecer del día siguiente, las lumbreras principales de aquel colectivo no habían podido encontrar un rival digno de proponer para que se opusiera a Pompeyo; la entrevista de Catulo con Craso había fracasado.

La noticia que flotaba en el aire se había ido corriendo desde las gradas posteriores, de unas a otras, y la oposición se había endurecido desde todos los frentes, con gran deleite por parte de los boni. El fallecimiento de Sila era demasiado reciente para que la mayor parte de aquellos hombres hubiesen olvidado cómo había tenido al Senado sometido a chantaje, a pesar de sus favores; y Pompeyo había sido su mascota, su ejecutor. Pompeyo había matado a demasiados senadores de entre los seguidores de Cinna y Carbón, también había matado a Bruto y había obligado al Senado a consentir que él fuese elegido cónsul sin haber sido siquiera senador. Y este último crimen era el más imperdonable de todos. Los censores Lentulo Clodiano y Publícola todavía ejercían gran influencia en favor de Pompeyo, pero sus empleados más poderosos, Filipo y Cetego, ya no estaban; uno se había retirado y llevaba una vida voluptuosa y el otro había cumplido con los trámites de la muerte.

No era pues tan sorprendente que cuando aquella mañana entraron en la Curia Hostilia con las togas de censores de color púrpura puestas, Lentulo Clodiano y Publícola decidieran, tras mirar tantas caras serias, que aquel día no hablarían en favor de Pompeyo el Grande. Ni tampoco lo haría Curión, otro empleado de Pompeyo. En cuanto a Afranio y el viejo Petreyo, sus habilidades retóricas eran tan limitadas que tenían órdenes estrictas de no intentarlo siquiera. Craso se encontraba ausente.

– ¿No va a venir Pompeyo a Roma? -le preguntó César a Gabinio cuando se percató de que Pompeyo no estaba allí.

– Ya está en camino -le respondió Gabinio-, pero no comparecerá hasta que su nombre se mencione en la plebe. Ya sabes cómo odia al Senado.

Una vez que se efectuaron los augurios y que Metelo Pío, el pontífice máximo, hubo dirigido las plegarias, Pisón -que ostentaba las fasces durante febrero porque Glabrio se había marchado hacia el Este- dio comienzo a la reunión.

– En primer lugar, me doy cuenta -dijo desde la silla curul que ocupaba, situada sobre la elevada plataforma que quedaba al fondo de la cámara- de que la reunión de hoy no está, según estipula la legislación reciente de Aulo Gabinio, tribuno de la plebe, relacionada con los asuntos que han de tratarse en febrero. Ahora bien, puesto que concierne a un mando extranjero, sí que lo está. Todo lo cual viene al caso. ¡Nada en esa lex Gabinia puede impedir que la reunión de este cuerpo trate asuntos urgentes de cualquier tipo durante el mes de febrero!

– Se puso en pie; era un Calpurnio Pisón típico, pues era alto, muy moreno y poseía unas cejas muy pobladas-. Este mismo tribuno de la plebe, Aulo Gabinio, de Picenum -señaló con un gesto de la mano la parte posterior de la cabeza de Gabinio, que se encontraba más abajo que él en el extremo de la izquierda del banco tribunicio-, ayer, sin notificárselo primero a este cuerpo, convocó la Asamblea de la plebe y les dijo a sus miembros, o a los pocos que se encontraban presentes, qué había que hacer para librarnos de la piratería. ¡Sin consultarnos, sin consultar a nadie! ¡Dijo que pusiésemos imperio ilimitado, dinero y fuerzas en el regazo de un solo hombre! No mencionó ningún nombre. Pero, ¿quién de nosotros puede dudar de que sólo había un nombre dentro de esa cabeza picentina suya? Este Aulo Gabinio y su compañero picentino, Cayo Cornelio, el tribuno de la plebe que no pertenece a ninguna familia distinguida, a pesar de su nomen, ya nos han ocasionado a nosotros, los que hemos heredado Roma como responsabilidad nuestra, más problemas de los necesarios desde que entraron en posesión de sus cargos. Yo, por ejemplo, me he visto obligado a redactar una contralegislación contra los sobornos que tienen lugar en las elecciones curules. Yo, por ejemplo, he sido astutamente privado de un colega en el consulado de este año. Yo, por ejemplo, he sido acusado de innumerables crímenes relacionados con los sobornos electorales.

»Todos los aquí presentes hoy sois conscientes de la gravedad de esta nueva lex Gabinia propuesta ahora, y también sois conscientes de hasta qué punto infringe cualquier aspecto de la mos maiorum. Pero no es deber mío abrir este debate, sólo conducirlo. De modo que, como es demasiado pronto en el año como para que ningún magistrado electo se halle presente, procederé a llamar primero a los pretores de este año y pediré un portavoz.

Como el orden del debate ya había sido establecido, ningún pretor se ofreció voluntario, y tampoco ningún edil, ni curul ni plebeyo; Cayo Pisón pasó a las filas de los consulares, situados a ambos lados de la Cámara. Eso significaba que la más poderosa pieza de artillería oratoria dispararía primero: Quinto Hortensio.

– Honorable cónsul, censores, magistrados, consulares y senadores -empezó a decir-. ¡Es hora de que acabemos de una vez para siempre con las llamadas misiones militares especiales! Todos sabemos por qué el dictador Sila incorporó esa cláusula en su enmienda a la constitución: para poder utilizar los servicios de un hombre que no pertenecía a este augusto y venerable cuerpo; un caballero de Picenum que tuvo la presunción de reclutar y acaudillar tropas al servicio de Sila cuando contaba poco más de veinte años, y que, una vez que hubo probado la dulzura de la descarada inconstitucionalidad, continuó adhiriéndose a ella… ¡aunque se negó a adherirse al Senado! Cuando Lépido se sublevó, él ocupó la Galia Cisalpina, y tuvo incluso la temeridad de ordenar la ejecución de un miembro de una de las mejores y más antiguas familias de Roma:

Marco Junio Bruto, cuya traición, si es que realmente puede considerarse como tal, la determinó este cuerpo al incluir a Bruto en el decreto que ponía a Lépido fuera de la ley. ¡Un decreto que no le daba a Pompeyo el derecho de hacer que un secuaz le cercenase la cabeza a Bruto en el mercado de Regium Lepidum! ¡Ni de incinerar la cabeza y el cuerpo, y luego enviar las cenizas desenfadadamente a Roma con una nota breve y semianalfabeta de explicación!

»Después de lo cual, Pompeyo mantuvo sus preciadas legiones picentinas en Módena hasta que obligó al Senado a que le encomendara a él, ¡que no era senador ni magistrado!, la misión de ir a Hispania con imperium proconsular, gobernar la parte de la provincia más cercana en nombre del Senado y hacer la guerra contra Quinto Sertorio. Cuando durante todo el tiempo, padres conscriptos, teníamos en la provincia ulterior un hombre eminente de adecuada familia y circunstancias, el buen Quinto Cecilio Metelo, pontífice máximo, que ya combatía contra Sertorio. ¡Un hombre que, añado, hizo más por derrotar a Sertorio de lo que nunca hiciera este extraordinario y no senatorial Pompeyo! ¡Aunque fuese Pompeyo quien se llevó la gloria, quien recogió los laureles!

Hortensio, que era un hombre guapo de imponente presencia, se dio la vuelta despacio describiendo un círculo; dio la impresión de que miraba a cada uno de los presentes a los ojos, un truco que ya había utilizado con anterioridad y que había causado efecto en los tribunales de justicia durante más de veinte años.

– Y luego, ¿qué hace este don nadie picentino, Pompeyo, cuando regresa a nuestro amado país? ¡Contra lo estipulado en la constitución, trae a su ejército a través del Rubicón y entra en Italia, donde lo asienta y procede a chantajeamos para que permitamos que se presente a cónsul! No tuvimos otra elección. Pompeyo se convirtió en cónsul. ¡Y aun hoy, padres conscriptos, me niego con todas las fibras de mi ser a otorgarle ese abominable nombre de Magnus que él mismo se concedió! ¡Porque él no es grande! ¡Es un forúnculo, un carbúnculo, una pútrida llaga infectada en el maltratado pellejo de Roma!

»¿Cómo se atreve Pompeyo a dar por supuesto que puede volver a chantajear a este cuerpo de nuevo? ¿Cómo osa poner en esto a su secuaz Gabinio, ese lameculos? Imperio ilimitado, fuerzas ilimitadas y dinero ilimitado. ¡Por favor! ¡Cuando durante todo este tiempo el Senado tiene un comandante muy capaz en Creta que está haciendo un excelente trabajo! Repito, ¡un excelente trabajo! ¡Excelente, excelente!

– El estilo asiánico de la oratoria de Hortensio estaba ahora en pleno apogeo, y la Cámara se había instalado cómodamente, sobre todo porque estaba de acuerdo con cada palabra que él decía, para escuchar a uno de sus mejores oradores de todos los tiempos-. Yo os digo, colegas miembros de esta Cámara, que nunca consentiré en que se otorgue ese mando. ¡No importa el nombre que quiera dársele! ¡Sólo en nuestra época ha tenido Roma que recurrir al imperium ilimitado, al mando sin límites! ¡Son anticonstitucionales, desmedidos e inaceptables! ¡Nosotros limpiaremos el mar Nuestro de piratas, pero lo haremos al estilo romano, no al estilo picentino!

En este punto Bíbulo empezó a vitorear y a mover rítmicamente los pies, y toda la Cámara se unió a él. Hortensio se sentó, sonrojado a causa de la dulce victoria.

Aulo Gabinio había estado escuchando impasible; al final se encogió de hombros y levantó las manos.

– ¡El estilo romano ha degenerado hasta un punto tal de ineficacia que quizás fuera mejor llamarlo el estilo pisidiano! -dijo con voz fuerte cuando los vítores se apagaron-. Si Picenum es lo que necesita este trabajo, entonces tiene que ser Picenum. Porque, ¿qué es Picenum, si no es Roma? ¡Trazas fronteras geográficas, Quinto Hortensio, que no existen!

– ¡Cierra la boca, cierra la boca, cierra la boca! -gritó Pisón al tiempo que se ponía en pie de un salto y bajaba del estrado curul para enfrentarse al banco tribunicio que quedaba debajo-. ¿Te atreves a hablar sobre Roma, tú, un galo que ha salido de un nido de galos? ¿Te atreves a poner en el mismo montón a la Galia y a Roma? ¡Ojo, pues, Gabinio el galo, no vayas a sufrir la misma suerte que Rómulo y no regreses nunca de tu expedición de caza!

– ¡Una amenaza! -gritó Gabinio poniéndose en pie de un brinco-. ¿Lo habéis oído, padres conscriptos? ¡Me amenaza con matarme, porque eso fue lo que le ocurrió a Rómulo! ¡Fue asesinado por hombres que no eran dignos ni de atarle las botas, que le acechaban en las marismas de la Cabra del Campo de Marte!

Estalló un griterío infernal, pero Pisón y Catulo lograron acallarlo, pues no querían que la Cámara se disolviese antes de tener oportunidad de decir lo que tenían que decir. Gabinio había vuelto a encaramarse en su asiento, situado al flnal del banco donde se sentaban los tribunos de la plebe, y estuvo contemplándolo todo con ojos brillantes mientras el cónsul y el consular consumían sus turnos en un intento de apaciguar, con chasquidos de la lengua, y convencer a los hombres de que volvieran a poner el trasero sobre los taburetes.

Y luego, cuando más o menos reinaba de nuevo la tranquilidad y Pisón estaba a punto de preguntarle a Catulo su opinión, Cayo Julio César se puso en pie. Como llevaba puesta su corona cívica, y por ello se le podía equiparar a cualquier consular a la hora de hacer uso de la palabra, Pisón, que le tenía antipatía, le echó una sucia mirada que lo invitaba a sentarse de nuevo. César permaneció de pie, por lo que Pisón se puso furioso.

– ¡Déjalo hablar, Pisón! -gritó Gabinio-. ¡Está en su derecho!

Aunque no ejercía su privilegio oratorio en la Cámara muy a menudo, César era reconocido como el único rival auténtico de Cicerón; el estilo asiánico de Hortensio había dejado de gozar de favor desde la llegada del estilo ateniense de Cicerón, más sencillo pero más poderoso, y César también prefería ser ático. Si había una cosa que todos los miembros del Senado tenían en común, era que eran expertos en la apreciación de la oratoria. Aunque esperaban a Catulo, todos optaron por César.

– Como ni Lucio Belieno ni Marco Sextilio han vuelto todavía a nuestro seno, creo que hoy soy el único miembro presente en esta Cámara que ha sido capturado alguna vez por piratas -dijo con aquella voz alta y absolutamente clara que adoptaba para los discursos en público-. Ello me convierte, por decirlo así, en un experto en el tema, si la pericia puede derivar de la experiencia de primera mano. A mí no me resultó una prueba edificante, y mi aversión empezó en el momento en que vi aquellas dos galeras de guerra perfectamente equipadas avanzando hacia mi pobre y lento bajel mercante. Porque, padres conscriptos, fui informado por el capitán de mi barco de que intentar ofrecer resistencia armada con toda seguridad daría como resultado muertes, cosa que sería inútil. Y yo, Cayo Julio César, tuve que rendir mi persona a un vulgar individuo llamado Polígono, que había estado sometiendo a pillaje a los mercaderes en aguas lidias, carias y licias durante más de veinte años.

»Aprendí mucho durante los cuarenta días que permanecí prisionero de Polígono -continuó diciendo César en tono más desenfadado-. Aprendí que hay un baremo de rescate ya prefijado para todos los prisioneros que son demasiado valiosos para que se les envíe a los mercados de esclavos o para quedar encadenados al servicio de esos piratas en sus propias guaridas. Para un simple ciudadano romano significa la esclavitud. Un simple ciudadano romano no vale doscientos sestercios, que es el precio más bajo que podría reportar en los mercados de esclavos. Para un centurión romano o un romano situado en la mitad de la jerarquía de los publicani, el rescate es medio talento. Para un caballero romano en lo alto de la escala, o publicano, el precio es un talento. Para un noble romano de alta familia que no sea miembro del Senado, el precio es de dos talentos. Para un senador romano pedarius, el rescate es de diez talentos. Para un senador romano que tenga la categoría de magistratura junior, cuestor, edil o tribuno de la plebe, el rescate es de veinte talentos. Para un senador romano que ha ostentado el cargo de pretor o cónsul, el rescate es de cincuenta talentos. Cuando son capturados al completo con lictores y fasces, como en el caso de nuestros dos últimos pretores, el precio se eleva a cien talentos cada uno, como hemos sabido hace sólo unos días. Los censores y los cónsules notables reportan cien talentos. Aunque no estoy seguro de qué valor le darían los piratas a cónsules como nuestro querido Cayo Pisón, aquí presente… ¿un talento, quizás? Yo no pagaría más por él, os lo aseguro. Pero claro, ¡yo no soy un pirata, aunque a veces me hago preguntas acerca de Cayo Pisón a ese respecto!

«Se espera que uno durante el cautiverio -continuó César del mismo modo informal- palidezca de miedo y se ponga a suplicar por su vida. Algo que estas julianas rodillas mías no están acostumbradas a hacer… y no hicieron. Yo pasaba el tiempo reconociendo el terreno, calculando la posible resistencia ante un ataque, investigando qué partes estaban protegidas, mirando los alrededores. También empleé el tiempo en asegurarme de que cuando se pagara mi rescate, que era de cincuenta talentos, yo regresaría, tomaría el lugar, enviaría a las mujeres y a los niños a los mercados de esclavos y crucificaría a los hombres. Consideraron que aquello era una broma maravillosa. Me aseguraron que yo no podría encontrarlos nunca. Pero sí que los encontré, padres conscriptos, y tomé el lugar, y envié a las mujeres y a los niños a los mercados de esclavos, y también crucifiqué a los hombres. Podría haber traído conmigo a mi regreso los rostra de cuatro barcos piratas para adornar las tribunas, pero como utilicé a los rodios para la expedición, se los llevaron ellos para colocarlos encima de una columna en Rodas, junto al nuevo templo de Afrodita que contribuí a construir con mi parte del botín.

«Ahora bien, Polígono era sólo uno entre cientos de piratas de ese extremo del Mare Nostrum, y ni siquiera se trataba de un pirata importante, si es que hay que clasificarlos en categorías. Fijaos, Polígono había tenido una época tan lucrativa trabajando él solo con cuatro galeras, que no vio la utilidad de aunar fuerzas con otros piratas para formar una pequeña armada bajo el mando de un almirante competente como Lastenes o Panares… o Farnaces o Megadates, para acercarse un poco más a casa. Polígono se contentaba con pagar quinientos denarios a un espía en Mileto o en Priene a cambio de información sobre los barcos que merecía la pena abordar. ¡Y qué diligentes eran sus espías! Ningún botín importante les pasaba inadvertido. En el tesoro que tenía había muchas joyas hechas en Egipto, lo cual indica que atacaba naves entre Pelusio y Pafos también. Así que su red de espías debía de haber sido enorme. Y pagaba sólo la información que le reportaba una buena presa, naturalmente, no les pagaba de modo rutinario. Si uno mantiene a los hombres en la escasez y con la nariz afilada, al final, aparte de más barato, es también más efectivo.

«No obstante, aunque son nocivos y suponen una gran molestia, los piratas como Polígono son un asunto de escasa importancia comparados con las flotas piratas comandadas por almirantes piratas. Éstas no necesitan esperar a que pase un barco solitario, o barcos en convoyes desarmados. Estas pueden atacar flotas de barcos de transporte llenos de grano escoltados por galeras soberbiamente armadas. Y luego proceden a vender a intermediarios romanos aquello que desde un principio era de Roma, aquello que ya se había comprado y pagado. No es de extrañar que las barrigas romanas se encuentren vacías, y que la mitad de ese vacío sea producido por la falta de grano y la otra mitad porque el poco grano que hay se venda a tres o cuatro veces su precio, a pesar de la lista de precios que han llevado a cabo los ediles.

César hizo una pausa, pero nadie quiso intervenir, ni siquiera Pisón, cuyo rostro estaba enrojecido por el insulto que le habían lanzado como quien no quiere la cosa.

– No necesito insistir en un punto porque no le veo ninguna utilidad -continuó diciendo César sin alterarse-. Ha habido gobernadores provinciales nombrados por este cuerpo que se han confabulado con los piratas para proporcionarles instalaciones portuarias, comida e incluso vinos de solera en determinadas franjas de la costa que de otro modo habrían estado cerradas a la ocupación de los piratas. Todo ello salió a la luz pública durante el juicio de Cayo Verres, y aquellos de vosotros que os encontráis hoy aquí sentados y que, o bien os dedicasteis a esta práctica, o bien permitisteis que otros se dedicasen a ella, sabéis bien quiénes sois. Y si el destino de mi pobre tío Marco Aurelio Cotta ha de tener algún sentido, que os sirva de ejemplo de que el paso del tiempo no es garantía de que no se os vaya a pedir cuentas de los crímenes cometidos, reales o imaginarios.»Ni tampoco pienso insistir en otro punto tan obvio que es muy viejo y está ya muy gastado. A saber, que hasta ahora Roma, ¡y al decir Roma me refiero tanto al Senado como al pueblo!, ni siquiera ha tocado el problema de la piratería, y mucho menos ha empezado a combatirlo. No hay manera alguna de que un hombre en un insignificante lugar, ya sea ese punto Creta, las Baleares o Licia, pueda tener esperanza de poner fin a las actividades de los piratas. Atacan en un lugar, y luego lo único que ocurre es que los piratas cogen sus bártulos y se van navegando a otra parte. ¿Acaso ha logrado Metelo en Creta cortarle realmente la cabeza a algún pirata? Lastenes y Panares no son más que dos de las cabezas que posee esa monstruosa hidra, y las otras todavía permanecen sobre sus hombros y siguen navegando por los mares que rodean Creta.

»¡Lo que hace falta no es sólo la voluntad de triunfar, no es sólo el deseo de triunfar, no es sólo la ambición de triunfar! -gritó César subiendo el tono de la voz-. Lo que hace falta es un esfuerzo supremo en todos los lugares de una vez, una operación dirigida por una sola mano, una sola mente, una sola voluntad. Y mano, mente y voluntad han de pertenecer a un hombre cuya destreza en la organización sea también conocida y esté tan sometida a prueba que nosotros, el Senado y el pueblo de Roma, podamos confiarle a él la tarea con la seguridad de que por una vez nuestro dinero, nuestros hombres y nuestro material no sean desperdiciados.

– Tomó aliento-. Aulo Gabinio ha sugerido un hombre. Un hombre que es consular y cuya carrera indica que puede hacer el trabajo como hay que hacerlo. ¡Pero yo lo haré mejor todavía que Aulo Gabinio, y sí nombraré a ese hombre! ¡Propongo que este cuerpo otorgue mando contra los piratas con imperium ilimitado en todos los aspectos a Cneo Pompeyo Magnus!

– ¡Tres hurras para César! -gritó Gabinio saltando encima del banco tribunicio con las dos manos puestas por encima de la cabeza-. ¡Yo también digo lo mismo! ¡Otorgad el mando en esta guerra contra la piratería a nuestro general más notable, a Cneo Pompeyo Magnus!

Toda la atención, con Pisón al frente, se volvió de César a Gabinio; Pisón saltó del estrado curul, agarró salvajemente a Gabinio y tiró de él hacia abajo. Pero el cuerpo de Pisón le sirvió a Gabinio de protección, así que se agachó, esquivó un puñetazo que se le acercaba con fuerza, se remangó la toga alrededor de los muslos por segunda vez en dos días y se precipitó hacia las puertas con medio Senado persiguiéndole.

César se abrió camino entre los taburetes volcados hacia donde estaba sentado Cicerón, pensativo y con la barbilla apoyada en la palma de una mano; puso en pie el taburete volcado que había junto a Cicerón y se sentó a su lado.

– Magistral -le dijo Cicerón.

– Ha sido muy amable por parte de Gabinio desviar las iras de mi cabeza hacia la suya -le indicó César mientras suspiraba y estiraba las piernas.

– Es más difícil lincharte a ti. Tienen una barrera levantada en el interior de la cabeza porque eres un patricio juliano. Y en cuanto a Gabinio, él es, ¿cómo lo expresó Hortensio?, un secuaz lameculos. A lo que hay que añadir, aunque se sobreentiende que es picentino y pompeyano, por lo cual se le puede linchar impunemente. Además él estaba más cerca de Pisón que tú, y no se ha ganado eso -añadió Cicerón señalando la corona de hojas de roble que llevaba César-. Creo que quizás haya muchas ocasiones en que media Roma quiera lincharte a ti, César, pero sería un grupo interesante el que lo consiguiera. Y, desde luego, no estaría dirigido por gente de la calaña de Pisón.

Los ruidos de gritos y de violencia del exterior fueron subiendo de tono; a continuación Pisón volvió a entrar en la cámara con varios miembros de los profesionales de la plebe detrás de él. Catulo, que entró a continuación, se escondió detrás de una de las puertas abiertas, y Hortensio detrás de la otra. Pisón cayó en manos de los atacantes, que volvieron a arrastrarlo, con la cabeza sangrando, al exterior.

– Vaya, parece que va en serio -observó Cicerón con un frío interés-. Quizás linchen a Pisón.

– Espero que así sea -dijo César sin inmutarse.

Cicerón soltó una risita.

– Bueno, si tú no te mueves para ayudar, no veo por qué habría de hacerlo yo.

– Oh, Gabinio los convencerá para que no lo hagan, y así quedará de maravilla. Además, esto está más tranquilo aquí arriba.

– Precisamente ése es el motivo por el que trasladé aquí mi esqueleto.

– ¿Deduzco que estás a favor de que Magnus obtenga ese mando gigantesco? -inquirió César.

– Decididamente sí. Es un buen hombre, aunque no pertenezca a los boni. Nadie más tiene esperanza; de poder hacerlo, me refiero.

– La hay, para que lo sepas. Pero a mí no me darían el trabajo de todos modos, y yo creo que en realidad Magnus puede hacerlo.

– ¡Vanidoso! -gritó Cicerón atónito.

– Hay una diferencia entre verdad y vanidad.

– ¿Pero tú la conoces?

– Desde luego.

Guardaron silencio durante un rato; luego, al tiempo que el ruido exterior empezaba a apagarse, ambos hombres se levantaron, descendieron hasta el suelo de la cámara y salieron resueltamente al pórtico.

Allí se veía claramente que la victoria había sido para los pompeyanos; Pisón estaba sangrando sentado en un escalón; lo atendía Catulo, pero de Quinto Hortensio no había ni señal.

– ¡Tú! -gritó Catulo con rencor cuando César pasó a su lado-. ¡Qué traidor eres para los de tu clase, César! Justo como te dije hace años, cuando viniste a rogarme que te dejara servir en mi ejército contra Lépido. No has cambiado y nunca cambiarás. ¡Siempre de parte de esos demagogos mal nacidos que están decididos a destruir la supremacía del Senado!

– Con la edad que tienes, Catulo, me imaginaba que ya podrías haberte dado cuenta de que sois vosotros, los tipos ultraconservadores con la boca fruncida como el ano de un gato, quienes haréis eso -le dijo César sin apasionamiento-. Yo creo en Roma y en el Senado. Pero tú no le haces ningún bien oponiéndote a unos cambios que tu propia incompetencia han hecho necesarios.

– ¡Yo defenderé a Roma y al Senado de Pompeyo y de los de su calaña hasta el día que muera!

– Cosa que, viéndote, es posible que no esté tan lejos.

Cicerón, que se había acercado a oír lo que Gabinio estaba diciendo subido a la tribuna, volvió al pie de las gradas.

– ¡Otra reunión de la plebe pasado mañana! -anunció a gritos al tiempo que agitaba la mano para decir adiós.

– He ahí a otro que nos destruirá -dijo Catulo curvando los labios con desprecio-. ¡Un advenedizo Hombre Nuevo con el don de la palabra y una cabeza demasiado grande para entrar por esas puertas!

Cuando la Asamblea Plebeya se reunió, Pompeyo estaba en la tribuna al lado de Gabinio, que ahora propuso su lex Gabinia de piratis persequendis con un nombre ya decidido: Cneo Pompeyo Magnus. A juzgar por las aclamaciones quedó claro que era del agrado de todos. Aunque era un orador mediocre, Pompeyo tenía en su persona algo más valioso, que era un físico lozano, abierto, honrado y cautivador, desde los grandes ojos azules hasta la amplia y franca sonrisa. Y esa cualidad, reflexionó César, que estaba observando y escuchando desde los escalones del Senado, él no la tenía. Aunque tampoco la codiciaba. Era el estilo de Pompeyo, pero el suyo funcionaba igual de bien con la gente.

La oposición de aquel día a la lex Gabinia de piratis persequendis iba a ser más formal, aunque probablemente no menos violenta; los tres tribunos de la plebe conservadores estaban en la tribuna, muy visibles, Trebelio de pie un poco más adelante que Roscio Otón y Glóbulo, para dejar bien claro que el líder era él.

Pero antes de que Gabinio entrase en los detalles de su proyecto de ley, invitó a hablar a Pompeyo, y ninguno de los miembros del núcleo irreductible de Senado, desde Trebelio o Catulo hasta Pisón, intentó impedírselo; la multitud estaba de su parte. Estuvo todo muy bien hecho. Pompeyo comenzó afirmando enérgicamente que él había puesto sus armas al servicio de Roma desde su más temprana juventud, y que ya estaba muy cansado de que se le llamara para servir a Roma una vez más otorgándole otro de aquellos mandos especiales. Continuó enumerando todas sus campañas -tenía más campañas que años, dijo al tiempo que dejaba escapar un suspiro melancólico-, y luego explicó que los celos y el odio aumentaban cada vez que volvía a hacerlo, cada vez que salvaba a Roma. ¡Oh, él no quería que hubiese más celos, más odio! Sólo deseaba que lo dejasen ser un hombre de familia, un hacendado del campo, un caballero particular. Y les suplicó a Gabinio y a la multitud, con ambas manos extendidas, que buscasen a otro.

Naturalmente nadie se tomó aquello en serio, aunque, desde luego, todos aprobaron de corazón la modestia de Pompeyo. Lucio Trebelio solicitó permiso a Gabinio, el presidente del colegio, para hablar, pero éste se lo negó. Cuando, a pesar de todo, lo volvió a intentar, la multitud ahogó sus palabras con abucheos, gritos de protesta y silbidos. Así que cuando Gabinio continuó adelante con el procedimiento, Lucio Trebelio sacó la única arma de la que Gabinio no podía hacer caso omiso.

– ¡Interpongo mi veto contra la lex Gabinia de piratis persequendis! -gritó en tono enérgico.

Se hizo el silencio.

– Retira el veto, Trebelio -le pidió Gabinio.

– No pienso hacerlo. ¡Veto la ley de tu jefe!

– No me obligues a tomar medidas, Trebelio.

– ¿Qué medidas puedes tomar, Gabinio, aparte de arrojarme desde le roca Tarpeya? Y eso no puede cambiar mi veto. Estaré muerto, pero no se aprobará esta ley tuya -dijo Trebelio.

Aquélla era la verdadera prueba de fuerza, porque ya habían pasado los tiempos en que las reuniones podían degenerar en violencia con impunidad para el hombre que convocaba la reunión, los tiempos en que una airada plebe podía intimidar físicamente a los tribunos para que retirasen el veto mientras el hombre que presidía la plebe se mantenía como un inocente espectador. Gabinio sabía que si estallaba un disturbio durante aquella reunión formal de la plebe, él tendría que rendir cuentas ante la ley. Por ello resolvió el problema de una manera constitucional que nadie podría censurar.

– Puedo pedir a esta Asamblea que legisle tu abandono del cargo, Trebelio -le advirtió Gabinio-. ¡Retira el veto!

– Me niego a retirar el veto, Aulo Gabinio.

Había treinta y cinco tribus de ciudadanos romanos. Todos los procedimientos de voto en las asambleas se realizaban a través de las tribus, lo que significaba que al final de la votación de varios miles de hombres, sólo se registraban treinta y cinco votos reales. En las elecciones todas las tribus votaban simultáneamente, pero cuando se trataba de aprobar leyes las tribus votaban una después de otra, y lo que ahora pretendía Gabinio era una ley para deponer a Lucio Trebelio. Por ello Gabinio llamó a las treinta y cinco tribus a votar sucesivamente, y una tras otra votaron que había que deponer a Trebelio. La mayoría la constituían dieciocho votos, así que eso era todo lo que necesitaba Gabinio. En solemne silencio y perfecto orden, la votación se llevó a cabo inexorablemente: Suburana, Sergia, Palatina, Ouirina, Horacia, Aniense, Menenia, Oufentina, Maecia, Pompetina, Estelatina, Clustumina, Tromentina, Voltinia, Papiria, Fabia… La tribu que votaba en decimoséptimo lugar era Cornelia, y el voto fue el mismo. Deponer a Lucio Trebelio.

– ¿Ves, Lucio Trebelio? -preguntó Gabinio volviéndose hacia su colega con una gran sonrisa-. Diecisiete tribus seguidas han votado contra ti. ¿Llamo a los hombres de Camilia para que hagan dieciocho y con ello se llegue a la mayoría, o estás dispuesto a retirar tu veto?

Trebelio se pasó la lengua por los labios, miró desesperadamente a Catulo, a Hortensio, a Pisón, y luego al remoto y distante pontífice máximo, Metelo Pío, que debía haber hecho honor al hecho de pertenecer a los boni, pero que desde su regreso de Hispania cuatro años antes había cambiado: ahora era un hombre callado, un hombre resignado. Sin embargo, fue a él a quien Trebelio dirigió su apelación.

– Pontífice máximo, ¿qué debo hacer? -le preguntó a gritos.

– La plebe ha puesto de manifiesto cuáles son sus deseos en ese asunto, Lucio Trebelio -le dijo Metelo con voz clara y potente, sin la menor vacilación-. Retira el veto. La plebe te ha mandado que retires el veto.

– Retiro el veto -dijo Trebelio; se dio la vuelta sobre los talones y se retiró a la parte de atrás de la plataforma de la tribuna.

Pero, una vez resumido el proyecto de ley, Gabinio ya no parecía tener prisa porque se aprobara. Le pidió a Catulo que hablase, y luego a Hortensio.

– Un muchacho listo, ¿eh? -dijo Cicerón, un poco molesto de que nadie le pidiera a él que hablase-. ¡Escucha a Hortensio! ¡Anteayer, en el Senado, dijo que moriría antes de que se aprobase ningún otro mando especial más con imperio ilimitado! Hoy sigue en contra de los mandos especiales con imperio ilimitado, pero si Roma insiste en crear este animal, entonces que sea Pompeyo, a ningún otro debería ponérsele la cuerda en la mano. Eso nos dice ciertamente de qué lado sopla el viento en el Foro, ¿no?

Y así era en realidad. Pompeyo concluyó la reunión derramando unas cuantas lágrimas y anunciando que si Roma insistía, entonces a él no le quedaba más remedio que echar sobre sus hombros aquella nueva carga, a pesar del agotamiento letal que produciría. Después de lo cual Gabinio levantó la sesión, de momento sin haberse recogido la votación. Sin embargo, el tribuno de la plebe Roscio Otón tuvo la última palabra. Enojado, frustrado, deseando matar a toda la plebe, se adelantó hasta el borde de la tribuna y levantó el puño derecho; luego, muy lentamente, extendió el dedo medicus en toda su longitud y lo movió en el aire.

– ¡Métetelo por el culo, plebe! -dijo riendo Cicerón, pues apreciaba aquel gesto inútil.

– Así que estás contento de concederle a la plebe un día para meditar el voto, ¿eh? -le preguntó a Gabinio cuando el colegio bajó de la tribuna.

– Lo haré todo exactamente como deba hacerse.

– ¿Cuántos proyectos de ley?

Uno general, luego otro que le concede el mando a Cneo Pompeyo, y un tercero para detallar las condiciones de su mando.

Cicerón cogió por el brazo a Gabinio y echó a andar.

– Me ha encantado ese trocito del final del discurso de Catulo. ¿A ti no? Ya sabes, cuando Catulo le preguntó a la plebe qué ocurriría si Pompeyo resultaba muerto. En ese caso, ¿a quién pondría la plebe en su lugar?

Gabinio se dobló de la risa.

– Y todos gritaron a la vez: «¡A ti, Catulo! ¡A ti y a nadie más que a ti!»

– ¡Pobre Catulo! Veterano de una derrota en una batalla de una hora librada a la sombra del Quirinal.

– Pero lo ha comprendido.

– Lo han jodido -dijo Cicerón-. Ése es el problema que tiene ser un núcleo irreductible. Que uno contiene el orificio posterior fundamental.

Al final Pompeyo consiguió más de lo que Gabinio había pedido: su imperio fue maius en el mar y abarcaba hasta cincuenta millas tierra adentro desde todas las costas, lo que significaba que su autoridad superaba la de todos los gobernadores provinciales y la de aquellos que tenían mandos especiales, como Metelo Pequeña Cabra en Creta y Lúculo en su guerra contra los dos reyes. Nadie podía contradecirle si no había una revocación de la ley en la Asamblea Plebeya. Dispondría de quinientos barcos a expensas de Roma y de todos aquellos que necesitase en cualquier ciudad o estado costeros; contaría con una tropa de ciento veinte mil hombres y de todos los que considerase necesario reclutar de las provincias; dispondría también de cinco mil soldados de caballería; tendría veinticuatro legados de categoría pretoriana, todos ellos elegidos por él, y dos cuestores; se le entregarían de inmediato ciento cuarenta y cuatro millones de sestercios procedentes del Tesoro, y más cuando lo necesitase. En resumen, la plebe le otorgaba un mando como nunca se había visto otro igual.

Pero, para hacerle justicia, Pompeyo no malgastó el tiempo sacando pecho y refregándole la victoria por la cara a personas como Catulo y Pisón; estaba demasiado ansioso por empezar lo que había planeado hasta el último detalle. Y, por si necesitaba más pruebas de la confianza del pueblo en su capacidad para acabar con la piratería en alta mar de una vez para siempre, podía observar con orgullo el hecho de que el día en que las leges Gabiniae fueron aprobadas, el precio del grano bajó en Roma.

Aunque algunos se extrañaron de ello, Pompeyo no eligió a sus dos antiguos lugartenientes de Hispania, Afranio y Petreyo, para formar parte de sus legados. En cambio trató de suavizar los temores de los boni eligiendo hombres irreprochables como Sisenna y Varrón, dos de los Manlios Torcuatos, Lentulo Marcelino y Metelo Nepote, el más joven de los dos hermanastros de su esposa Mucia Tercia. No obstante, fue a sus dóciles censores, Publícola y Lentulo Clodiano, a quienes dio los mandos más importantes; a Publícola el del mar Toscano, y a Lentulo Clodiano el del mar Adriático. Italia reposó entre ellos, segura y a salvo.

Dividió el mar Medio en trece regiones, a cada una de las cuales destinó a un comandante y a un segundo, naves, tropas y dinero. Y esta vez no habría insubordinaciones ni asunción de iniciativa por parte de ninguno de sus legados.

– No puede ocurrir lo mismo que en Arausio -aseguró gravemente en la tienda de mando, en una reunión con los legados antes de que la gran empresa diera comienzo-. Si a uno de vosotros se le ocurre siquiera tirarse un pedo en una dirección que previamente no haya establecido yo en persona como la dirección correcta para tirarse pedos, le cortaré las pelotas y lo enviaré a los mercados de eunucos de Alejandría -dijo; y lo decía en serio-. Mi imperio es maius, y eso significa que puedo hacer lo que me plazca. Desde el primero hasta el último de vosotros recibirá órdenes escritas tan detalladas y completas que ni siquiera tendréis que decidir por vosotros mismos qué cenaréis pasado mañana. Vosotros haréis lo que se os diga. Si alguno no está dispuesto a obedecer, que hable ahora. De lo contrario cantará como una soprano en la corte del rey Ptolomeo. ¿Entendido?



Disposiciones de Pompeyo contra los piratas.


– Puede que no sea elegante en la fraseología o en las metáforas -le dijo Varrón a Sisenna, su colega literatus-, pero no se le puede negar que tiene una manera maravillosa para convencer a la gente de que lo que dice va en serio.

– No puedo dejar de imaginarme a un todopoderoso aristócrata como Lentulo Marcelino echando las amígdalas al trinar para deleite del rey Ptolomeo, el flautista de Alejandría -dijo Sisenna con una expresión soñadora en el rostro, y ambos se echaron a reír.

Aunque la campaña no era cosa de risa. Se desarrolló con asombrosa rapidez y absoluta eficiencia exactamente del modo como Pompeyo la había planeado, y ni uno solo de sus legados osó hacer otra cosa que lo que dictaban las órdenes escritas que tenían. Si la campaña llevada a cabo en África por Pompeyo para Sila había asombrado a todos por su rapidez y eficacia, esta otra campaña oscureció a aquélla para siempre.

Empezó en el extremo oeste del mar Medio, y utilizó las naves, las tropas y -sobre todo- los legados para aplicar a las aguas un barrido naval y militar. Barrer, barrer, siempre barriendo un confuso e impotente montón de piratas bajo la escoba; cada vez que un destacamento pirata huía en busca de refugio en la costa africana, gálica, hispánica o ligur, no lo hallaba en absoluto, porque dondequiera que fuese había un legado esperándolo. Como gobernador de ambas Galias, el cónsul Pisón emitió la orden de que ninguna de las dos provincias a su cargo había de proporcionar ayuda de ninguna clase a Pompeyo, por lo que el delegado de Pompeyo en aquella zona, Pomponio, se vio obligado a luchar para conseguir resultados. Pero Pisón también mordió el polvo cuando Gabinio le amenazó con legislar su cese de las provincias que le correspondían si no desistía en su actitud. Como las deudas que tenía iban en aumento con espantosa rapidez, Pisón necesitaba las Galias para recuperarse de sus pérdidas, así que desistió.

El propio Pompeyo siguió el barrido de oeste a este, programando su visita a Roma justo en el centro del trayecto para coincidir con las acciones de Gabinio contra Pisón, y parecía más magnífico que nunca cuando públicamente convenció a Gabinio para que no se mostrara tan canalla.

– ¡Oh, qué farsante! -exclamó César mientras se lo contaba a su madre, aunque sin ánimo de crítica.

A Aurelia, sin embargo, no le interesaban los manejos que se producían en el Foro.

– Tengo que hablar contigo, César -le indicó mientras se instalaba cómodamente en una silla en el tablinum de su hijo.

La jovialidad de César desapareció; dejó escapar un suspiro.

– ¿Sobre qué?

– Sobre Servilia.

– No hay nada que decir, mater.

– ¿Le has hecho algún comentario a Craso sobre Servilia? -le preguntó su madre.

César frunció el entrecejo.

– ¿A Craso? No, claro que no.

– Entonces, ¿por qué vino ayer Tertula a verme para ver si pescaba algo? -Aurelia soltó una carcajada-. ¡No hay mejor pescadora en Roma que Tertula! Le viene de su ascendencia sabina, supongo. Las colinas no son terreno de pesca para nadie excepto para los verdaderos expertos con la caña.

– Te juro que no le he comentado nada, mater.

– Bueno, pues Craso tiene una vaga sospecha, y se la ha comunicado a su esposa. Supongo que sigues prefiriendo mantener el asunto de Servilia en secreto, ¿no es así? ¿Tienes intención de reanudar la relación cuando haya nacido la criatura?

– Sí, ésa es mi intención.

– Entonces, César, te sugiero que le eches un poco de tierra en los ojos a Craso. No me preocupa ese hombre, ni tampoco su esposa sabina, pero los rumores siempre empiezan en alguna parte, y esto es un comienzo.

César frunció todavía más el entrecejo.

– ¡Oh, qué fastidio, los rumores! A mí particularmente no me preocupa la parte que me toca en esto, mater, pero no tengo queja alguna contra el pobre Silano, y sería mucho mejor que nuestros hijos permanecieran ignorantes de la situación. No creo que la paternidad del niño se pueda poner en duda, puesto que tanto Silano como yo somos rubios, y en cambio Servilia es muy morena. Resulte como resulte la criatura, si no se parece a su madre, el niño tanto podrá ser de Silano como mío.

– Cierto. Estoy de acuerdo contigo, César. ¡Aunque de veras desearía que hubieras elegido a otra que no fuera Servilia!

– Ya lo he hecho, ahora que a ella su estado le impide estar disponible.

– ¿Te refieres a la esposa de Catón?

César lanzó un gruñido.

– ¡La esposa de Catón! Es demasiado aburrida.

– A la fuerza tiene que serlo para poder sobrevivir en aquella casa.

Las manos de César descansaron sobre el escritorio que tenía delante; se puso serio de pronto.

– Muy bien, mater. ¿Qué sugieres?

– Creo que deberías volver a casarte.

– No quiero volver a casarme.

– ¡Ya lo sé! Pero es el mejor modo de arrojar un poco de tierra a los ojos de todos. Si, como parece, es probable que el rumor empiece a circular, lo mejor es crear un nuevo rumor que lo eclipse.

– Muy bien, volveré a casarme.

– ¿Tienes alguna mujer en particular con la que te apetezca casarte?

– Ninguna, mater. Soy arcilla en tus manos.

Aquello complació a Aurelia de inmediato; suspiró llena de satisfacción.

– ¡Estupendo!

– Dime a quién has elegido.

– A Pompeya Sila.

– ¡Dioses, no! -gritó César espantado-. ¡Cualquier mujer menos ésa!

– Tonterías. Pompeya Sila es ideal.

– Pompeya Sila tiene la cabeza tan vacía que podría usarse como cubilete de dados -murmuró César entre dientes-. Por no hablar de que es onerosa, holgazana y monumentalmente tonta.

– Una esposa ideal -afirmó Aurelia-. Tus escarceos amorosos no le preocuparán, es demasiado estúpida para poder sumar dos y dos, y tiene una fortuna propia lo suficientemente adecuada para todas sus necesidades. Además es sobrina segunda tuya al ser hija de Cornelia Sila y nieta de Sila, y los Pompeyos Rufos son una rama más respetable de esa familia picentina que la rama a la que pertenece Magnus. Tampoco está en la primera juventud… no sería una novia inexperta para ti.

– Yo tampoco estaría dispuesto a tomar una que lo fuera -dijo César con aire lúgubre-. ¿Tiene hijos?

– No, aunque su matrimonio con Cayo Servilio Vatia duró tres años. Fíjate, no creo que Cayo Vatia gozara de buena salud. Su padre, el hermano mayor de Vatia Isáurico, por si hace falta que te lo recuerde, murió demasiado joven para entrar en el Senado, y prácticamente lo único que la Roma política obtuvo del hijo fue darle un consulado. Que muriera antes de poder asumir el cargo era típico de su carrera. Pero ello significa que Pompeya es viuda, y por lo tanto más respetable que una mujer divorciada.

Aurelia comprendió que César estaba pensándolo, por lo que permaneció sentada y no blandió más argumentos; ya había lanzado la idea, y César podía manejarla por sí solo.

– ¿Cuántos años tiene Pompeya Sila? -le preguntó César con voz pausada.

– Veintidós, creo.

– ¿Y Mamerco y Cornelia Sila lo aprobarían? Por no hablar de Quinto Pompeyo Rufo, su hermanastro, y Quinto Pompeyo Rufo, su hermano.

– Mamerco y Cornelia Sila me preguntaron si te interesaría casarte con ella, así es como se me ocurrió a mí la idea -le confesó Aurelia-. En cuanto a sus hermanos, el verdadero es demasiado joven para que se le consulte seriamente, y el hermanastro lo único que teme es que Mamerco se la coloque a él en su casa en lugar de permitir que Cornelia Sila le de cobijo.

César se echó a reír con una risa irónica.

– ¡Veo que la familia entera está confabulada contra mí!

– Se puso serio-. De todos modos, mater, no creo que un ave joven tan exótica como Pompeya Sila consintiera en vivir en un apartamento de la planta baja justo en medio de Subura. Podría resultar una dolorosa prueba para ti. Cinnilla era tanto tu hija como tu nuera, ella nunca te habría disputado el derecho de gobernar este particular gallinero aunque hubiera vivido cien años. Mientras que una hija de Cornelia Sila quizás tenga visiones de grandeza.

– No te preocupes por mí, César -dijo Aurelia poniéndose en pie muy satisfecha; él también estaba a punto de hacerlo-. Pompeya Sila hará lo que se le diga, y se aguantará tanto conmigo como con este apartamento.

Así fue como Cayo Julio César tomó su segunda esposa, que era nieta de Sila. La boda fue tranquila, a ella sólo asistió la familia próxima, y tuvo lugar en la domus de Mamerco, en el Palatino, entre escenas de gran regocijo, en particular por parte del hermanastro de la novia, que se veía ahora liberado de la horrorosa perspectiva de tener que darle cobijo.

Pompeya era muy hermosa, toda Roma lo decía, y César -que no era precisamente un novio ardiente- decidió que Roma tenía razón. Su nueva esposa tenía el pelo rojizo oscuro y los ojos de un color verde luminoso, una especie de compromiso de reproducción entre el rojo dorado de la familia de Sila y el rojo zanahoria de los Pompeyos Rufos, supuso César; la cara tenía la forma oval clásica y poseía unos huesos bien estructurados, buena figura y una estatura considerable. Pero ni la más mínima luz de inteligencia brillaba en aquellas órbitas de color hierba, y los planos del rostro eran tan lisos que parecían de mármol muy pulido. Vacío. Casa para alquilar, pensaba César mientras la llevaba en brazos entre una regocijada pandilla de invitados desde el Palatino hasta el apartamento de su madre, en Subura, fingiendo que la tarea le resultaba mucho más ligera de lo que era en realidad. Nada le obligaba a llevarla en brazos todo el trayecto, sólo tenía que hacerlo para traspasar el umbral del nuevo hogar de la mujer, pero César era una persona que siempre se empeñaba en demostrar que era mejor que el resto de la gente que le rodeaba, y ello se extendía a las hazañas de fuerza que su delgadez parecía contradecir.

Ciertamente ello impresionó a Pompeya, que iba riéndose como una chiquilla, arrullando y arrojando puñados de pétalos de rosa ante los pies de César. Pero el acoplamiento nupcial fue una hazaña de fuerza menor que la del paseo nupcial; Pompeya pertenecía a esa escuela de mujeres que creían que lo único que tenían que hacer era tenderse de espaldas, abrir las piernas y dejar que las cosas ocurrieran. Oh, sí que hubo cierto placer en los preciosos pechos y en aquel delicioso techo de paja que era el vello púbico color rojo oscuro -¡una auténtica novedad!-, pero Pompeya no era jugosa. Ni siquiera agradecida, y eso, pensó César, colocaba por delante de ella incluso a la pobre Atilia, aunque ésta fuera una criatura gris de pecho plano que estaba muy apagada a causa de los cinco años de matrimonio con el joven y pesado Catón.

– ¿Te apetece un tallo de apio? -le preguntó César a Pompeya al tiempo que se incorporaba en la cama y se apoyaba en un codo para mirarla.

La mujer parpadeó y al hacerlo las pestañas ridículamente largas y oscuras le aletearon.

– ¿Un tallo de apio? -preguntó distraídamente.

– Para masticarlo mientras yo trabajo -dijo César-. Así tendrías en qué entretenerte, y yo oiría cómo cruje.

Pompeya soltó una risita tonta porque cierto joven encapuchado le había dicho en una ocasión que era el sonido más delicioso, igual que el agua cantarina que pasa por encima de piedras preciosas en el lecho de un arroyuelo.

– ¡Oh, qué tonto eres! -dijo.

Y César se dejó caer otra vez, pero no encima de ella.

– Tienes toda la razón -dijo-. Soy verdaderamente tonto.

Y por la mañana le comentó a su madre:

– No esperes verme mucho por aquí, mater.

– Oh, vaya -dijo Aurelia plácidamente-. ¿Tan mal te ha ido?

– ¡Antes prefiero masturbarme! -dijo César lleno de rabia; y se marchó antes de que su madre lo pusiera como un trapo por aquella vulgaridad.

César comenzaba a darse cuenta ahora que encargarse del cuidado de la vía Apia exigía desembolsos de dinero mucho mayores de lo que había imaginado, a pesar de la advertencia de su madre. La gran carretera que comunicaba Roma con Brundisium estaba pidiendo a gritos amorosos cuidados, pues nunca se había mantenido adecuadamente. Aunque tenía que sufrir el fuerte pisoteo de innumerables ejércitos y las ruedas de incontables caravanas de transporte, era tan vieja que se daba por hecho que había de ser así; más allá de Capua se encontraba especialmente mal.

Los cuestores encargados del Tesoro aquel año se mostraban sorprendentemente comprensivos, aunque uno de ellos era el joven Cepión, cuya relación con Catón y los boni había hecho que César pensara que tendría que luchar incesantemente para conseguir fondos. Los fondos estaban a su disposición, pero, sencillamente, siempre eran insuficientes. Así que cuando el coste de la construcción de puentes o de la reparación de calzadas sobrepasaba la asignación de fondos públicos, César se veía obligado a contribuir con su propio dinero. En eso no había nada de extraordinario; Roma siempre esperaba donaciones privadas.

El trabajo, desde luego, le atraía enormemente, así que lo supervisaba en persona y realizaba toda la labor de ingeniería. Después de casarse con Pompeya apenas visitaba Roma. Seguía, naturalmente, el progreso de Pompeyo en aquella fabulosa campaña contra los piratas, y tenía que reconocer que a duras penas habría podido mejorarlo él mismo. Llegó hasta el punto de aplaudir la clemencia de Pompeyo cuando la guerra se desarrolló a lo largo de la costa de Cilicia y Pompeyo se ocupó de los miles de cautivos volviendo a instalarlos en ciudades desiertas lejos del mar. Desde luego, todo lo estaba haciendo del modo apropiado, e incluso se había asegurado de que su amigo y amanuense Varrón fuera condecorado con una corona naval por supervisar el reparto del botín de modo que ningún legado pudiera coger más que aquello a lo que tenía derecho, y el resto sirviera para engrosar considerablemente el Tesoro. Había tomado la fortaleza de Coracesium, situada en una cumbre, de la mejor manera posible, mediante sobornos llevados a cabo desde el interior, y cuando dicha plaza cayó, ningún pirata de los que quedaron con vida podía engañarse a sí mismo creyendo que Roma no era dueña ahora de lo que ya se había convertido en el Mare Nostrum, el Mar Nuestro. La campaña se había extendido hacia el interior del Euxino, y también allí Pompeyo se lo llevó todo por delante. Megadates y Farneces, su hermano gemelo con aspecto de lagarto, habían sido ejecutados; el abastecimiento de grano a Roma estaba ahora organizado y garantizado en el futuro.

Sólo en el tema de Creta había fracasado, y eso fue debido a Metelo Pequeña Cabra, quien testarudamente se negó a honrar el imperium superior de Pompeyo y desairó a su legado Lucio Octavio cuando llegó para suavizar las cosas; se decía también que había sido la causa del fatal ataque de apoplejía de Lucio Cornelio Sisenna. Aunque Pompeyo hubiera podido deponerlo, eso habría supuesto entrar en guerra con él, como dejó bien claro Metelo. Así que al final Pompeyo hizo lo más sensato, le dejó Creta a Metelo y por ello acordó tácitamente compartir una diminuta parte de la gloria con el inflexible nieto de Metelo Macedónico. Porque aquella campaña contra los piratas era, como le había dicho Pompeyo a César, un simple calentamiento, una manera de estirar los músculos a fin de prepararlos para tareas más importantes.

Así Pompeyo no tenía intención de volver a Roma; permaneció en la provincia de Asia durante el invierno y se dedicó a apaciguarla, reconciliándola con una nueva ola de recaudadores de impuestos que sus propios censores habían hecho posible. Desde luego Pompeyo no tenía necesidad de volver a Roma, prefería estar en otra parte; tenía a otro leal tribuno de la plebe para sustituir al saliente Aulo Gabinio; de hecho tenía dos. Uno de ellos, Cayo Memmio, era hijo de su hermana y del primer marido de ésta, aquel Cayo Memmio que había perecido en Hispania mientras servía a las órdenes de Pompeyo contra Sertorio. El otro, Cayo Manilio, era el más capaz de los dos, y se le había asignado la tarea más difícil de todas: conseguir para Pompeyo el mando contra el rey Mitrídates y el rey Tigranes. Era, en opinión de César, que consideró prudente permanecer en Roma durante los meses de diciembre y enero, una tarea más fácil que la que Gabinio había tenido que afrontar; sencillamente porque Pompeyo había vencido decisivamente la oposición senatorial contra él al derrotar por completo a los piratas en el breve espacio de un verano; y con un coste mínimo teniendo en cuenta lo que habría podido costar la campaña; y demasiado rápido como para necesitar concesiones de terrenos para las tropas, primas para las ciudades y estados que habían cooperado en él, y compensaciones por las flotas prestadas. Al final de aquel año, Roma estaba dispuesta a darle a Pompeyo cualquier cosa que quisiera.

En contraste, Lucio Licinio Lúculo había soportado un año atroz en el campo de batalla, pues había sufrido derrotas, motines y desastres. Todo lo cual lo situaba a él y a sus agentes en Roma en una posición que en manera alguna podía contrarrestar las pretensiones y argumentos de Manilio de que Bitinia, Pontus y Cilicia le fueran entregadas a Pompeyo, inmediatamente, y de que Lúculo fuera despojado por completo del mando y se le ordenase volver a Roma con deshonra. Glabrio perdería el control sobre Bitinia y Pontus, pero ello no podría estorbar el nombramiento de Pompeyo, puesto que Glabrio, actuando de forma avariciosa, se había apresurado a marcharse para gobernar su provincia en cuanto empezó a ejercer el consulado, con lo que no le hizo ningún servicio a Pisón. Y tampoco Quinto Marcio Rex, el gobernador de Sicilia, había obtenido logros notables. El Este era el blanco para Pompeyo el Grande.

No es que Catulo y Hortensio no lo intentasen. Libraron una batalla oratoria en el Senado y en los Comicios, oponiéndose todavía a aquellos mandos extraordinarios que lo abarcaban todo. Manilio iba a proponer que se le concediera a Pompeyo imperium maius otra vez, lo cual lo colocaría por encima de cualquier gobernador, y también quería proponer que se incluyera una cláusula que permitiría a Pompeyo hacer la guerra y la paz sin necesidad de preguntar o consultar ni al Senado ni al pueblo. No obstante, aquel año César no habló sólo en apoyo de Pompeyo. Como ahora era pretor en el Tribunal de Extorsión, Cicerón tronó en la Cámara y en los Comicios; y lo mismo hicieron los censores Publícola y Lentulo Clodiano, y Cato Escribonio Curión, y -¡un auténtico triunfo!- los consulares Cayo Casio Longino y… ¡nada menos que el propio Publio Servilio Vatia Isáurico en persona! ¿Cómo podían resistirse el Senado o el pueblo? Pompeyo obtuvo el mando y fue capaz de derramar una lágrima o dos cuando recibió la noticia mientras recorría Cilicia. ¡Oh, qué enorme peso el de aquellas despiadadas misiones especiales! ¡Oh, cómo deseaba volver a casa, a una vida de paz y tranquilidad! ¡Oh, qué agotamiento!

Servilia dio a luz a su tercera hija a primeros de setiembre, una niña pequeñita de cabello rubio cuyos ojos prometían permanecer azules. Como Junia y Junilla eran mucho mayores, y por lo tanto acostumbradas ya a sus nombres, esta Junia se llamaría Tercia, que significaba tercera y tenía un sonido agradable. El embarazo había transcurrido lentamente de un modo terrible desde que César decidiera no verla a mediados de mayo, cosa que se vio agravada por el hecho de que cuando más pesada se encontraba era cuando el tiempo resultaba más caluroso, y a Silano no le pareció prudente abandonar Roma para irse a la costa a causa del estado de gestación en que ella se hallaba y a su edad. Silano había continuado mostrándose bueno y considerado. Nadie que los observase habría podido sospechar que las cosas no andaban bien entre ellos. Sólo Servilia detectó una expresión nueva en la mirada de su marido, una mirada en parte herida y en parte triste, pero como la compasión no formaba parte de su naturaleza, Servilia no le concedió más importancia que cualquier otro hecho de la vida y no suavizó su actitud hacia él.

Como sabía que las habladurías le harían llegar a César la noticia del nacimiento de su hija, Servilia no intentó ponerse en contacto con él. Un asunto difícil de todos modos, empeorado ahora por la nueva esposa de César. ¡Qué impresión le había causado aquello! Parecía que de pronto una bola de fuego hubiera salido de la nada desde un cielo despejado para aplastarla, para matarla, para reducirla a cenizas. Los celos la corroían noche y día, porque ella, naturalmente, conocía a la joven señora. Nada de inteligencia, ninguna profundidad… ¡pero tan hermosa con aquel cabello rojo y aquellos ojos verdes tan vivos! Además nieta de Sila, muy rica y con todas las relaciones convenientes y un pie en cada bando del Senado. ¡Qué inteligente por parte de César gratificar los sentidos al tiempo que fortalecía su posición política! Porque al no tener manera de comprobar el estado de ánimo de su amado, Servilia supuso automáticamente que aquél era un matrimonio por amor. ¡Bueno, pues que se pudriera! ¿Cómo podría vivir ella sin César? ¿Cómo podría vivir sabiendo que alguna otra mujer significaba más que ella misma para César? ¿Cómo podría seguir viviendo?

Bruto, naturalmente, veía a Julia con regularidad. A los dieciséis años y convertido ya oficialmente en hombre, a Bruto le revolvía la idea del embarazo de su madre. El, un hombre, tenía una madre que todavía… que todavía… ¡Oh, dioses, qué vergüenza! ¡ Qué humillación!

Pero Julia veía las cosas de un modo diferente, y así se lo dijo a Bruto.

– Qué bonito para ella y Silano -le había dicho la niña de nueve años sonriendo con ternura-. No debes enfadarte con ella, Bruto, de verdad. ¿Qué pasaría si después de haber estado casados durante veinte años o así nosotros tuviéramos un hijo más? ¿Comprenderías tú el enojo de tu hijo mayor?

Bruto tenía la piel peor de lo que la había tenido un año atrás: siempre en estado de erupción, llagas amarillas y granos rojos, úlceras que picaban o quemaban, que necesitaban rascarse, comprimirse o arrancarse. El odio hacia sí mismo había avivado el odio hacia la condición en que se hallaba su madre, y ahora le era difícil guardárselo ante aquella pregunta razonable y caritativa. Puso mala cara y gruñó, pero luego repuso de mala gana:

– Comprendería su enojo, sí, porque yo lo siento ahora. Pero también comprendo lo que quieres decir.

– Pues eso no está mal, para empezar -dijo la pequeña sabia-. Servilia ya no es lo que se dice una niña, avia me lo explicó y me dijo que necesitaría mucha ayuda y comprensión.

– Lo intentaré por ti, Julia -dijo Bruto.

Y se fue a casa dispuesto a intentarlo.

Todo lo cual se redujo a la insignificancia cuando a Servilia se le presentó la oportunidad menos de dos semanas después de haber dado a luz a Tercia. Su hermano Cepión fue a visitarla con interesantes noticias.

Como era uno de los cuestores urbanos, a principios de aquel año lo habían destinado a la reserva para ayudar a Pompeyo en su campaña contra los piratas, pero nunca había pensado que necesitaran que saliera de Roma.

– ¡Pero me han mandado llamar, Servilia! -le comunicó a gritos con la felicidad asomándole en los ojos y en la sonrisa-. Cneo Pompeyo quiere que se le envíen dinero e informes a Pérgamo, y es a mí a quien corresponde hacer el viaje. ¿No es maravilloso? Podré atravesar por Macedonia y así visitaré a mi hermano Catón. ¡Lo echo muchísimo de menos!

– Me alegro por ti -dijo Servilia con apatía, sin que le interesase lo más mínimo la pasión que Cepión sentía por Catón, ya que había formado parte de la vida de todos ellos durante veintisiete años.

– Pompeyo no me espera hasta diciembre, así que si me pongo en camino inmediatamente puedo pasar bastante tiempo con Catón antes de continuar el viaje -siguió diciendo Cepión, todavía en aquel estado de ánimo de felicidad por lo que le aguardaba-. El tiempo se mantendrá sin cambios hasta que me marche de Macedonia, y podré continuar por carretera.

– Se estremeció-. ¡Odio el mar!

– Últimamente libre de piratas, según he oído decir.

– Gracias, pero prefiero la tierra firme.

Luego Cepión quiso conocer a la pequeña Tercia; le dijo ternezas e hizo chasquidos con la lengua, movido tanto por el auténtico cariño como por obligación, y comparó a la hija de su hermana con su propia criatura una niña también -Una carita preciosa -dijo cuando se disponía a marcharse-. Unos huesos realmente muy distinguidos. Me pregunto de dónde los habrá sacado.

«Oh -pensó Servilia-. ¡Y yo aquí engañándome a mí misma y diciéndome que soy la única que ve el parecido con César!» Sin embargo, aunque su sangre era la de los Porcio Catón, Cepión carecía de malicia, de manera que aquel comentario había sido del todo inocente.

La mente le cambió de ese pensamiento a otro que era su continuación habitual, la actitud indigna y manifiesta de Cepión para heredar los frutos del Oro de Tolosa, seguida de un ardiente resentimiento al pensar que su propio hijo, Bruto, no pudiera heredar nada. Cepión, el cuco en el nido de su familia. El hermano de padre y madre de Catón, no de ella.

Hacía meses que Servilia era incapaz de concentrarse en nada que no fuera la perfidia de César al casarse con aquella joven boba y deliciosa, pero aquellas reflexiones sobre el destino del Oro de Tolosa fluían ahora hacia un horizonte completamente diferente que no estaba nublado por las emociones que le producía César. Porque miró por la ventana abierta y vio que Sinón bajaba haciendo ágiles piruetas por la galería situada en el lado más alejado del jardín peristilo. A Servilia le encantaba aquel esclavo, aunque aquel sentimiento no era casual. Había pertenecido a su marido, pero poco después de casarse, ella le había pedido dulcemente a Silano que le traspasase la propiedad de Sinón. Una vez cumplimentada la escritura de traspaso, Servilia había llamado a su presencia a Sinón y le había informado de su cambio de situación; pensaba que el esclavo se horrorizaría, aunque albergaba esperanzas de que no fuese así. Y no se había horrorizado, sino que había recibido la noticia con júbilo, por lo que ella, desde entonces, lo amaba.

– Hace falta que cada cual se conozca a sí mismo -había comentado él descaradamente.

– Si es así, Sinón, has de tener presente que yo soy tu superior, yo tengo el poder.

– Comprendo -contestó él esbozando una sonrisa satisfecha-. Eso está bien, ¿sabes? Mientras Décimo Junio era mi dueño siempre existía la tentación de llevar las cosas demasiado lejos, y eso bien hubiera podido dar como resultado mi perdición. Contigo por dueña, nunca se me olvidará mirar dónde piso. ¡Muy bien, muy bien! Pero recuerda, domina, que soy tuyo para lo que ordenes.

Y en efecto, Servilia le había dado algunas órdenes de vez en cuando. Catón, ella lo sabía desde la infancia, no le temía absolutamente a nada excepto a las arañas grandes y peludas, que lo dejaban sumido en un pánico que lo hacía hablar de forma ininteligible. De modo que a Sinón se le permitía de vez en cuando salir de ronda por los alrededores de Roma en busca de arañas grandes y peludas, y se le pagaba extraordinariamente bien por introducirlas en casa de Catón, en la cama, en el canapé o en los cajones del escritorio. Y además ni una sola vez lo habían descubierto haciéndolo. La hermana de padre y madre de Catón, Porcia, que estaba casada con Lucio Domicio Ahenobarbo tenía un horror permanente a los escarabajos gordos, por lo que Sinón los cazaba y los introducía en aquella casa. A veces Servilia le daba instrucciones para que descargase miles de gusanos, pulgas, moscas, grillos o cucarachas en alguna de las dos residencias, y enviaba notas anónimas que contenían maldiciones con gusanos o pulgas o la maldición que viniera al caso. Esas actividades habían mantenido entretenida a Servilia, pero desde que César había entrado en su vida habían dejado de ser necesarias, y Sinón había dispuesto de todo el tiempo sólo para él. No se mataba a trabajar excepto para procurar aquellas plagas de insectos, pues el manto de la señora Servilia lo envolvía.

– ¡Sinón! -le llamó ella.

Sinón se detuvo, se dio la vuelta, se acercó dando saltos por la galería y dobló la esquina hacia el cuarto de estar de Servilia. Era un tipo bastante guapo, tenía cierta gracia y despreocupación que lo hacían agradable a aquellos que no le conocían bien; Silano, por ejemplo, seguía teniendo muy buen concepto de él, y también Bruto. De complexión ligera, era una persona morena, de piel oscura, ojos y pelo castaño claro, y orejas, barbilla y dedos puntiagudos. No era de extrañar que muchos de los sirvientes hicieran la señal para protegerse del mal de ojo cuando aparecía Sinón. Tenía cierto aire de sátiro.

– ¿Domina? -preguntó al tiempo que saltaba por el alféizar de la ventana.

– Cierra la puerta, Sinón, y luego cierra también las contraventanas.

– ¡Oh, qué bien! ¡Trabajo! -dijo él obedeciendo.

– Siéntate. Sinón se sentó y se quedó mirándola con una mezcla de curiosidad y descaro. ¿Arañas? ¿Cucarachas? ¿Acaso su dueña ascendería y se graduaría en serpientes?

– ¿Qué te parecería tu libertad, Sinón, acompañada de una abultada bolsa de oro? -le preguntó Servilia.

Eso no se lo esperaba. Durante un momento el sátiro se desvaneció para dejar al descubierto otro aspecto casi humano y menos atractivo que había debajo, cierto ser salido de una pesadilla infantil. Luego eso también desapareció, y Sinón se limitó a permanecer alerta y a mostrar interés.

– Me gustaría muchísimo, domina.

– ¿Tienes idea de lo que yo te pediría que hicieras para poder ganarte esa recompensa?

– Un asesinato por lo menos -respondió él sin vacilar.

– Así es -dijo Servilia-. ¿Te resulta tentador?

Sinón se encogió de hombros.

– ¿A quién en mi posición no le resultaría tentador?

– Hace falta valor para cometer un asesinato.

– Soy consciente de eso. Pero yo tengo valor.

– Tú eres griego, y los griegos no tenéis sentido del honor. Con ello quiero decir que no cumplís lo pactado.

– Yo cumpliría, domina, si lo único que tuviera que hacer fuera asesinar y luego pudiera desaparecer con una bolsa de oro bien repleta.

Servilia estaba reclinada en un canapé, y no cambió de postura lo más mínimo durante toda la conversación. Pero, una vez que hubo obtenido la respuesta de él, se incorporó; los ojos se le habían puesto absolutamente fríos y tranquilos.

– No puedo confiar en ti porque no me fío de nadie -le dijo-, pero éste no es un asesinato que haya que cometer en Roma, ni siquiera en Italia. Tendrá que cometerse en algún lugar entre Tesalónica y el Helesponto, un lugar ideal desde el que se pueda desaparecer. Pero hay maneras de mantenerte en mi poder, Sinón, no lo olvides. Una es pagarte parte de tu recompensa ahora y enviarte el resto a un destino en la provincia de Asia.

– Sí, domina. Pero, ¿cómo sé yo que mantendrás tu parte del trato? -preguntó Sinón con cautela.

A Servilia se le ensancharon los orificios nasales a causa de una inconsciente altivez.

– Soy una patricia Servilio Cepión -dijo.

– Aprecio eso en lo que vale.

– Es la única garantía que necesitas de que yo mantendré mi parte del trato.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Antes de nada tienes que procurarte un veneno de la mejor clase. Con eso me refiero a un veneno que no falle, a un veneno que no despierte sospechas.

– Puedo hacerlo.

– Mi hermano Quinto Servilio Cepión parte para el Este dentro de un día o dos -le dijo Servilia con voz tranquila-. Le preguntaré si puedes acompañarle, porque tengo asuntos de los que quiero que te encargues en la provincia de Asia. Accederá a llevarte con él, desde luego. No existe razón alguna por la que pudiera decir que no. El será portador de pagarés y cuentas para Cneo Pompeyo Magnus en Pérgamo, y no llevará dinero en efectivo que pueda tentarte. Porque es imprescindible, Sinón, que hagas lo que te pido y luego te marches sin trastocar ni la más mínima cosa. Su hermano Catón es tribuno de los soldados en Macedonia, y es un tipo muy diferente: suspicaz, duro y despiadado cuando se le ofende. Sin duda su hermano Catón irá al Este para ocuparse de las exequias de mi hermano Cepión, forma parte de su carácter hacerlo así. Y cuando llegue Catón, Sinón, no debe existir la menor sospecha de que otra cosa que no sea la enfermedad se ha cobrado la vida de mi hermano Quinto Servilio Cepión.

– Comprendo -dijo Sinón sin mover un músculo.

– ¿Sí?

– Por completo, domina.

– Dispones del día de mañana para encontrar lo que te hace falta. ¿Podrás hacerlo?

– Podré hacerlo.

– Bien. Entonces ahora echa a correr hasta la casa de mi hermano Quinto Servilio Cepión, a la vuelta de la esquina, y pídele que venga a verme hoy sin falta por una cuestión que me corre cierta prisa -le dijo Servilia.

Sinón se fue. Servilia se recostó de espaldas en el canapé, cerró los ojos y sonrió.

Y así continuaba cuando Cepión regresó poco después; las casas de ambos se encontraban muy cerca una de la otra.

– ¿Qué sucede, Servilia? -le preguntó Cepión, preocupado-. Tu sirviente parecía muy apremiante.

– ¡Oh, vaya, espero que no te haya asustado! -repuso Servilia bruscamente.

– No, no, te lo aseguro.

– ¿No te habrá caído mal por eso?

Cepión parpadeó.

– ¿Por qué iba a ser así?

– No tengo ni idea -dijo Servilia al tiempo que comenzaba a dar palmaditas en el borde del canapé-. Siéntate hermano. Tengo que pedirte un favor y asegurarme de que hagas una cosa.

– ¿De qué favor se trata?

– Sinón es mi criado de confianza, y tengo un asunto que quiero que me resuelva en Pérgamo. Debería haber pensado en ello cuando estuviste aquí antes, pero no me acordé, así que te pido disculpas por haberte hecho volver. ¿Te importaría que Sinón viajase en tu expedición?

– ¡Claro que no! -repuso Cepión con sinceridad.

– Oh, espléndido -ronroneó Servilia.

– ¿Y qué es lo que se supone que he de hacer?

– Testamento -dijo Servilia.

Cepión se echó a reír.

– ¿Y eso es todo? ¿Qué romano sensato no les deja un testamento a las vestales desde el momento en que se convierte oficialmente en hombre?

– Pero el tuyo, ¿está actualizado? Tienes esposa y una hija pequeña, pero no hay ningún heredero en tu propia casa.

Cepión suspiró.

– La próxima vez, Servilia, la próxima vez. Hortensia se llevó una decepción al tener primero una niña, que, por cierto, es un encanto, pero afortunadamente mi mujer no tuvo problemas en el parto. Tendremos hijos varones.

– De modo que le has dejado todo a Catón en el testamento -dijo Servilia dándolo por sentado.

El horror se reflejó en aquel rostro, tan parecido al de Catón.

– ¿A Catón? -preguntó Cepión con voz aguda-. ¡No puedo dejar la fortuna de los Servilio Cepión a un Porcio Catón, por mucho que lo ame! ¡No, no, Servilia! Se la he dejado a Bruto porque sé que a él no le importará ser adoptado como un Servilio Copión y no pondrá ningún impedimento a la hora de asumir el nombre. Pero, ¿Catón? -Se echó a reír-. ¿Puedes imaginarte a nuestro hermano pequeño consintiendo en llevar otro nombre que no sea el suyo?

– No, no puedo -dijo Servilia; y se echó a reír también. Luego los ojos se le llenaron de lágrimas y los labios comenzaron a temblarle-. ¡Qué conversación tan morbosa! Sin embargo, era necesario que yo hablase de esto contigo. Nunca se sabe.

– No obstante, Catón es mi albacea -dijo Cepión mientras se disponía a marcharse de la habitación por segunda vez en el transcurso de una hora-. El se asegurará de que Hortensia y la pequeña Servilia de los Cepiones hereden todo aquello que la lex Voconia me permite dejarles en herencia, y se asegurará asimismo de que a Bruto se le dote debidamente.

– ¡Qué tema tan ridículo! -dijo Servilia levantándose para acompañar a su hermano hasta la puerta y sorprendiéndole con un beso-. Gracias por permitir que Sinón vaya contigo, y gracias también por disipar todos mis temores. Temores vanos, ya lo sé. ¡Seguro que regresarás!

Servilia cerró la puerta una vez que él hubo salido y permaneció de pie unos instantes, sintiéndose tan débil que incluso se tambaleó. ¡Ella tenía razón! ¡Bruto era el heredero de Cepión porque Catón nunca consentiría en ser adoptado en un clan patricio como el Servilio Cepión! Ya ni siquiera la deserción de César le resultaba tan dolorosa como unas horas antes.

Tener a Marco Porcio Catón a su servicio, aunque sus obligaciones técnicamente se redujeran a las legiones de los cónsules, era un sufrimiento que el gobernador de Macedonia nunca se hubiese imaginado hasta que le sucedió. Si aquel joven hubiera sido un nombramiento personal, habría ido de vuelta a casa por mucho que su padrino hubiera sido el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo; pero como el pueblo lo había nombrado por mediación de la Asamblea Popular, no había nada que el gobernador Marco Rubrio pudiera hacer salvo sufrir la continua presencia de Catón.

Pero, ¿cómo podía vérselas con un joven que no dejaba de hurgar y fisgonear, que hacía preguntas incesantemente, que quería saber por qué esto iba allí, por qué aquello valía más en los libros que en el mercado, por qué Fulanito reclamaba una exención de impuestos? Catón nunca paraba de preguntar por qué. Si se le recordaba con tacto que sus preguntas e inquietudes no tenían nada que ver con las legiones de los cónsules, Catón respondía simplemente que todo lo de Macedonia pertenecía a Roma, y Roma, tal como la había personificado Rómulo, lo había elegido a él como uno de sus magistrados. Ergo, todo lo de Macedonia era asunto suyo tanto desde el punto de vista legal como desde el punto de vista moral y ético.

El gobernador Marco Rubrio no era el único que tenía esta opinión. Sus legados y tribunos militares -electos o no-, sus escribas, sus guardianes, alguaciles y publicani, sus amantes y esclavos, todos detestaban a Marco Porcio Catón. Este era un maníaco del trabajo, y ni siquiera podían librarse de él enviándolo a algún puesto avanzado de la provincia, porque al cabo de dos o tres días, a lo sumo, regresaba, y con el trabajo bien hecho.

Gran parte de la conversación de Catón -si es que una arenga a voz en grito podía llamarse conversación- giraba en torno a su bisabuelo, Catón el Censor, cuya frugalidad y anticuadas maneras él estimaba inmensamente. Y puesto que Catón era Catón, él se esforzaba por emular al Censor en todos los aspectos salvo en uno. Iba caminando a todas partes en lugar de ir a caballo, comía sobriamente y no bebía otra cosa que no fuese agua, su forma de vivir no era mejor que la de un soldado raso y sólo tenía un esclavo para atender a sus necesidades.

Entonces, ¿cuál era esa única transgresión de los principios de su bisabuelo? Catón el Censor aborrecía Grecia, a los griegos y a las cosas griegas, mientras que el joven Catón los admiraba, y no guardaba en secreto esa admiración. Eso le causó considerables burlas por parte de aquellos que tenían que soportar su presencia en la Macedonia griega, todos los cuales se morían de ganas de perforarle aquella piel increíblemente gruesa. Pero ninguna de esas burlas hicieron mella en el integumento de Catón; cuando alguien le tomaba el pelo diciéndole que había traicionado los preceptos de su bisabuelo al asumir la forma de pensar de los griegos, esa persona se encontraba con que se le ignoraba y se le consideraba poco importante. Ah, y lo que Catón sí consideraba importante era lo que más sacaba de quicio a sus superiores, iguales e inferiores: la vida regalada, lo llamaba él, y tan fácil era que criticara la evidencia de una vida regalada en el gobernador como en un centurión. Como él moraba en una casa de ladrillos de adobe de dos habitaciones en las afueras de Tesalónica y la compartía con su querido amigo Tito Munacio Rufo, un colega tribuno de los soldados, nadie podía decir que el propio Catón llevase una vida regalada.

Había llegado a Tesalónica en el mes de marzo, y a finales de mayo el gobernador ya había llegado a la conclusión de que si no se desembarazaba de Catón de alguna manera, allí se cometería un asesinato. Las quejas, procedentes de publicani, de cobradores de impuestos, de mercaderes de grano, de contables, de centuriones, de legionarios, de legados y de diversas mujeres a las que Catón había acusado de impudicia, no dejaban de apilarse encima del escritorio del gobernador.

«¡Hasta tuvo el descaro de decirme que él se había mantenido casto hasta que se casó! -le dijo muy sofocada una señora a Rubrio; se trataba de una amiga íntima-. ¡Marco, se enfrentó a mí en el ágora delante de mil griegos que sonreían con ironía y me puso como un trapo hablándome de cuál era la conducta apropiada de las mujeres romanas que viven en una provincia! ¡Líbrate de él, o te juro que pagaré a alguien para que lo asesine!»

Afortunadamente para Catón, fue poco después aquel mismo día cuando casualmente le hizo un comentario a Marco Rubrio acerca de la presencia en Pérgamo de un tal Atenodoro Cordilión.

– ¡Cómo me encantaría oírle! -ladró Catón-. Normalmente se mueve por Antioquía y Alejandría; esta gira que está realizando ahora no es habitual.

– Bien -dijo Rubrio, con la lengua viajando detrás de una brillante idea-. ¿Por qué no te tomas un par de meses libres y vas a Pérgamo a oírle?

– ¡Yo no podría hacer eso! -dijo Catón impresionado-. Mis obligaciones están aquí.

– Todo tribuno militar tiene derecho a una licencia, mi querido Marco Catón, y nadie se la merece más que tú. ¡Ve, hazlo! Insisto en que lo hagas. Y llévate también a Munacio Rufo contigo.

Así que Catón se marchó acompañado de Munacio Rufo. El contingente romano de Tesalónica casi se volvió loco de júbilo, porque Munacio Rufo veneraba a Catón como a un héroe, tanto que lo imitaba constantemente. Pero justo dos meses después de partir ya se encontraba de regreso en Tesalónica, y Rubrio pensó que era el único romano que había conocido en toda su vida que se tomara tan al pie de la letra una sugerencia para pasar algún tiempo ausente. Y Catón se trajo consigo nada menos que a Atenodoro Cordilión, filósofo estoico de cierto renombre, dispuesto a representar el papel de Panecio para el Escipión Emiliano de Catón. Como era un estoico, no se esperaba ni deseaba el tipo de lujos que Escipión Emiliano había extendido en Panecio… cosa que tampoco estaba mal. El único cambio que hizo en el modo de vida de Catón fue que él, Munacio Rufo y Catón alquilaron una casa de adobe de tres habitaciones en lugar de una con dos, y que había tres esclavos en lugar de dos. ¿Qué era lo que había impulsado a aquel eminente filósofo a vivir con Catón? Simplemente que había visto en él a alguien que un día tendría una enorme importancia, y mantenerse cerca de Catón le serviría para asegurarse de que su propio nombre se recordase. De no haber sido por Escipión Emiliano, ¿quién habría recordado nunca el nombre de Panecio?

El elemento romano de Tesalónica se había puesto a protestar poderosamente cuando Catón regresó de Pérgamo, y Rubrio demostró que él no estaba dispuesto a sufrir a Catón: aseguró que tenía asuntos urgentes en Atenas y partió hacia allí apresuradamente. ¡Ningún consuelo para los que dejaba atrás! Pero entonces llegó Quinto Servilio Cepión que iba en camino hacia Pérgamo al servicio de Pompeyo, y Catón, de tan contento como se puso el ver a su querido hermano, se olvidó por completo de los recaudadores de impuestos y de la vida regalada.

El lazo entre ellos había surgido poco después del nacimiento de Catón, época en la que Cepión sólo tenía tres años. Ailing, la madre de ambos, que habría de morir al cabo de dos meses, puso al bebé Catón en las dispuestas manos del pequeñajo Cepión. Nada salvo el deber los había separado desde entonces, aunque incluso en el deber habrían flaqueado a medida que iban creciendo de no haber sido porque a su tío Druso lo mataron a puñaladas en la casa que todos compartían; cuando eso ocurrió, Cepión tenía seis años y Catón apenas tres. Aquella dura y espantosa prueba había forjado la unión en medio de fuegos de horror y tragedia tan intensos que después perduró todavía más fortalecida. La infancia de ambos había sido solitaria, desgarrada por la guerra, sin cariño, sin humor. No quedaba ningún pariente próximo, los tutores que tenían eran fríos y las dos mayores de los seis niños, Servilia y Servililla, detestaban a los dos más pequeños, Catón y su hermana Porcia.

¡Y no es que la batalla entre mayores y menores resultara siempre favorable a las dos Servilias! Puede que Catón fuera el más pequeño, pero también era el que más gritaba y el que menos miedo tenía de los seis.

Cuando al niño Catón le preguntaban «¿Tú a quién quieres?», él contestaba: “Quiero a mi hermano.» Y si le presionaban para que abundase en aquella afirmación y dijese a quién quería más, su respuesta era siempre la misma: «Quiero a mi hermano.»

En realidad nunca había amado a nadie más excepto a la hija del tío Mamerco, Emilia Lépida, una horrible experiencia; y si el amor hacia Emilia Lépida le había enseñado algo a Catón, fue a detestar y a desconfiar de las mujeres, actitud que ya venía fomentada por una infancia pasada al lado de Servilia.

Mientras que lo que sentía por Cepión era algo que formaba parte de su ser, completamente recíproco, un sentimiento de corazón, una cuestión de carne y sangre. Aunque él nunca admitiría, ni siquiera ante sí mismo, que Cepión era más que hermanastro suyo. No hay nadie tan ciego como aquellos que no quieren ver, ni nadie más ciego que Catón cuando quería estar ciego.

Viajaron a todas partes, lo vieron todo, y por esta vez Catón era el experto. Y si Sinón, aquel humilde hombrecillo liberado que viajaba en la comitiva de Cepión por encargo de Servilia, se vio tentado alguna vez de tomarse a la ligera la advertencia que le había hecho Servilia acerca de Catón, una mirada a éste le hizo comprender por completo por qué ella había considerado digno de mención a Catón, por qué lo había considerado como un peligro para el verdadero encargo que tenía Sinón. No es que a Catón le llamase la atención Sinón; un miembro de la nobleza romana no se molestaba con presentaciones a inferiores. Sinón miraba desde la parte de atrás de una muchedumbre de servidores y subordinados, y se guardaba muy bien de hacer cualquier cosa que tuviese como consecuencia que Catón se fijase en él.

Pero todas las cosas buenas deben llegar a un final, así que a primeros de diciembre los hermanos se separaron y Cepión continuó viaje por la vía Egnacia acompañado de su séquito. Catón lloró sin avergonzarse de ello. Y también Cepión, a quien se le hizo aún más difícil porque a Catón se le ocurrió ir caminando detrás de ellos durante muchas millas sin dejar de agitar la mano, llorando, gritándole a Cepión que tuviera cuidado, que tuviera cuidado, que tuviera cuidado…

Quizás fuese que tenía un presentimiento de inminente peligro para Cepión; lo cierto es que cuando, un mes más tarde, recibió la nota de Cepión, su contenido no le sorprendió como hubiera debido sorprenderle.

Mi queridísimo hermano:

He caído enfermo en Aenus, y temo por mi vida. Sea cual sea el problema, y ninguno de los médicos de aquí parecen saber cuál es, empeoro de día en día.

Por favor, querido Catón, te ruego que vengas a Aenus y me acompañes en mis últimas horas. Me encuentro muy solo, y aquí nadie puede consolarme como me consolaría tu presencia. No encontraré una mano más querida que la tuya a la que coger mientras emito mi último aliento. Ven, te lo ruego, y hazlo pronto. Intentaré esperar hasta que llegues.

Tengo el testamento en orden bajo la custodia de las vestales y, tal como habíamos hablado, el joven Bruto será mi heredero. Tú eres el albacea, y a ti te he dejado, como tú estipulaste, exclusivamente la suma de diez talentos. Ven pronto.

Cuando se le informó de que Catón necesitaba inmediatamente un permiso de urgencia, el gobernador Marco Rubio no le puso ningún obstáculo. El único consejo que le dio fue que viajase por carretera, pues las tormentas de finales del otoño azotaban la costa de Tracia y ya se había tenido noticia de varios naufragios. Pero Catón no quiso hacerle caso; por carretera el viaje duraría cuando menos diez días por muy de prisa que galopase, mientras que los vientos que soplaban del noroeste llenarían las velas de un barco y le infundirían velocidad, tanta que se podía albergar la esperanza de llegar a Aenus en tres o cuatro días. Y, una vez que hubo encontrado un capitán de barco lo bastante audaz como para acceder a llevarlo -a cambio de unos buenos honorarios- desde Tesalónica a Aenus, el febril y frenético Catón embarcó. Atenodoro Cordilión y Munacio Rufo también fueron con él, cada uno de ellos acompañado de un esclavo solamente.

La travesía fue una pesadilla de olas enormes, mástiles rotos y velas destrozadas. Sin embargo, el capitán había llevado consigo mástiles de repuesto, y también velas; el pequeño barco surcaba y se balanceaba al avanzar por el mar, a flote e impulsado, según les parecía a Atenodoro Cordilión y a Munacio Rufo, de algún modo enigmático por la mente y la voluntad de Catón. Quien, una vez que llegaron al puerto de Aenus al cuarto día, ni siquiera esperó a que el barco atracase. Saltó de éste a pocos pies del muelle y echó a correr como un loco en medio de una lluvia torrencial. Sólo se detuvo en una ocasión para preguntarle a un atónito y desabrigado buhonero dónde estaba la casa del ethnarch, porque él sabía que Cepión estaría allí.

Irrumpió en la casa y en la habitación donde yacía su hermano una hora demasiado tarde para que Cepión aún se diera cuenta de que Catón le sostenía la mano. Quinto Servilio Cepión estaba muerto.

Mientras el agua le chorreaba en el suelo a su alrededor, Catón se detuvo junto a la cama y se quedó mirando hacia aquel que había sido el centro y el solaz de su vida entera, una figura inmóvil y espantosa desprovista de color, de vigor y de fuerza. Le habían cerrado los ojos y sobre los párpados, a modo de peso, le habían puesto monedas; y el canto curvo de una moneda de plata le sobresalía entre los labios. Otra persona le había proporcionado a Cepión el precio de la travesía en barca para cruzar la laguna Estigia, convencido de que Catón no vendría.

Catón abrió la boca y produjo un sonido que aterró a todos los que lo oyeron; no era un lamento, ni un alarido, ni un chirrido, sino una extraña mezcla de las tres cosas, animal, salvaje, espantoso. Todos los que se encontraban presentes en la habitación se echaron hacia atrás instintivamente y se pusieron a temblar al tiempo que Catón se arrojaba en la cama, sobre Cepión ya muerto, y cubría de besos aquel rostro soñador, llenaba de caricias el cuerpo sin vida mientras las lágrimas se derramaban hasta que de la nariz y de la boca parecieron correr también ríos, sin que aquellos espantosos ruidos dejaran de brotar violentamente de él una y otra vez. Y el paroxismo de dolor continuó sin interrupción mientras Catón lloraba la muerte de la única persona en el mundo que lo significaba todo para él, que había sido su consuelo en una horrible infancia, áncora y roca a la que sujetarse en su juventud y en su edad madura. Cepión había sido quien le había obligado a apartar sus ojos de niño de tres años del tío Druso, que sangraba y chillaba en el suelo, quien había acogido aquellos ojos en la calidez de su propio cuerpo y había asumido la carga de aquellas espantosas horas sobre sus hombros de niño de seis años; Cepión había sido quien escuchaba pacientemente mientras el zopenco de su hermano pequeño aprendía los hechos de la vida del modo más difícil, a base de repetir sin cesar; Cepión había sido quien razonaba, le mimaba y le consolaba durante el insoportable período que siguió al abandono de Emilia Lépida, y quien le convenció para que volviera a vivir otra vez; Cepión había sido quien lo llevó consigo en su primera campaña, quien le enseñó a ser un soldado valiente y sin temor, quien se mostró radiante de alegría cuando él recibió armillae y phalerae por su valor en un territorio que solía ser más famoso por la cobardía, porque ellos habían pertenecido al ejército de Clodiano y Publícola, que había sido derrotado tres veces por Espartaco; Cepión siempre había estado con él.

Y ahora Cepión ya no estaba. Cepión había muerto solo y sin amigos, sin nadie que le sujetara la mano. La culpa y el remordimiento volvieron a Catón completamente loco en la misma habitación donde Cepión yacía muerto. Cuando unas personas trataron de llevárselo, él se resistió. Cuando intentaron convencerle con palabras para que se fuera, se limitó a aullar. Durante casi dos días se negó a moverse del lugar donde yacía, cubriendo a Cepión, y lo peor de todo era que nadie -¡nadie!- podía empezar siquiera a comprender el terror de aquella pérdida, la soledad que provocaría en su vida para siempre. Cepión se había ido, y con él se habían ido también el amor, la cordura, la seguridad.

Pero por fin Atenodoro Cordilión consiguió abrirse paso a través de la locura con palabras concernientes a las actitudes de los estoicos, a la conducta que le correspondía a alguien que, como Catón, profesaba el estoicismo. Catón, todavía ataviado con una tosca túnica y una laena maloliente, sin afeitar, con la cara sucia e incrustada con los restos secos de tantos ríos de dolor, se levantó y se fue a organizar el funeral de su hermano. Pensaba utilizar los diez talentos que Cepión le había dejado en ese funeral, y por mucho que intentó gastárselo todo en los sepultureros locales y en los mercaderes de especias, todo lo que pudo conseguir ascendió a un talento; se gastó otro talento en una caja de oro adornada con joyas para depositar las cenizas de Cepión, y los otros ocho en una estatua de Cepión que había de erigirse en el ágora de Aenus.

– Pero no intentes reproducir con exactitud el color de su piel, de su pelo ni de sus ojos -dijo Catón con la misma voz dura y ronca, más ronca incluso a causa de los sonidos que su garganta había estado produciendo-, y tampoco quiero que esta estatua se parezca a un hombre vivo. Quiero que todo el que la vea sepa que Cepión está muerto. La harás en mármol de Taso de color gris sólido y la pulirás hasta que mi hermano resplandezca bajo la luz de la luna. Él es una sombra, y quiero que su estatua parezca una sombra.

El funeral fue el más impresionante que aquella pequeña colonia griega al este de la desembocadura del Hebrus había visto nunca; en él participaron todas las plañideras profesionales, y se quemaron sobre la pira de Cepión todas las varitas de especias aromáticas que había en Aenus. Cuando acabaron las exequias, el propio Catón recogió las cenizas y las colocó en la exquisita cajita, de la que nunca se separó a partir de aquel día hasta que llegó a Roma un año después y se la entregó, como era su deber, a la viuda de Cepión.

Escribió a tío Mamerco en Roma dándole instrucciones para actuar tanto como fuera necesario en el testamento de Cepión antes de que él mismo regresase, y se sorprendió mucho al enterarse de que no necesitaba escribir a Rubrio, que estaba en Tesalónica. El ethnarch, actuando correctamente, le había notificado a Rubrio la muerte de Cepión el mismo día que ocurrió, y Rubrio había visto en ello su oportunidad. Así que con la carta de condolencia que le envió a Catón llegaron todas las pertenencias de Catón y de Munacio Rufo. «Vuestro año de servicio ya está tocando a su fin, muchachos -decía la perfecta caligrafía del escriba del gobernador-. Y yo no osaría pediros a ninguno de los dos que regresarais aquí cuando el tiempo se ha hecho tan inclemente y todo el pueblo de los besos se ha ido a casa, al Danubio, para pasar el invierno! Tomaos unas largas vacaciones en el Este y recuperaos del modo adecuado, de la mejor manera.»

– Eso haré -dijo Catón con la caja entre las manos-. Viajaremos hacia el Este, no hacia el Oeste.

Pero Catón había cambiado, cosa que tanto Atenodoro Cordilión como Tito Munacio Rufo comprobaron, ambos con tristeza. Catón siempre había sido un faro en funcionamiento, un rayo de luz fuerte y firme que giraba sin parar. Ahora la luz se había apagado. La cara era la misma, el cuerpo cuidado y musculoso no estaba más encorvado o desmadejado que en otro tiempo. Pero ahora aquella voz que amedrentaba tenía una falta de tono que era algo absolutamente nuevo, y Catón no se excitaba, ni se entusiasmaba, ni se indignaba, ni se enfadaba. Y lo peor de todo, la pasión se había desvanecido.

Sólo Catón sabía lo fuerte que había necesitado ser para seguir viviendo. Sólo él mismo sabía la determinación que había tomado, que nunca jamás volvería a estar expuesto a aquella tortura, a aquella devastación. Amar era perder para siempre. Por ello amar era un anatema. Catón no volvería a amar nunca. Nunca.

Y mientras aquella destartalada banda formada por tres hombres libres y tres servidores esclavos avanzaban lentamente a pie por la vía Egnacia hacia el Helesponto, un liberto llamado Sinón se apoyaba en el pasamano de un pulcro barquito que lo llevaba por el Egeo, empujado por un viento invernal vivo pero constante, con destino a Atenas. Allí tomaría pasaje hacia Pérgamo, donde encontraría el resto de la bolsa de oro. De ese último hecho no tenía ninguna duda. Aquella mujer, la gran señora patricia Servilia, era demasiado astuta para no pagarle. Durante un momento a Sinón se le pasó por la cabeza la idea del chantaje, pero luego se echó a reír, se encogió de hombros y arrojó un dracma de expiación en la viva estela espumosa como ofrenda a Poseidón. ¡Llévame a salvo, padre de las profundidades! No sólo soy libre, sino también rico. La leona está tranquila en Roma. Y yo no la despertaré para conseguir más dinero. En cambio, procuraré aumentar lo que ya es legalmente mío.

La leona de Roma se enteró de la muerte de su hermano por el tío Mamerco, que fue a visitarla en cuanto recibió la carta de Catón. Servilia derramó lágrimas, pero no demasiadas; nadie mejor que tío Mamerco sabía cómo se sentía ella. Las instrucciones que Servilia había dado a sus banqueros en Pérgamo se habían enviado poco después de partir Cepión, pues ella había decidido correr el riesgo antes de que se consumase el hecho. Sabia Servilia. Ningún contable ni banquero curioso se preguntaría por qué después de la muerte de Cepión su hermana enviaba una gran suma de dinero a un liberto llamado Sinón, que lo recogería en Pérgamo.

Y aquel mismo día, más tarde, Bruto le dijo a Julia:

– He de cambiarme el nombre, ¿no es sorprendente?

– ¿Has sido adoptado en el testamento de alguien? -le preguntó ella, sabedora del modo habitual en el que el nombre de un hombre cambiaba.

– Mi tío Cepión ha muerto en Aenus, y yo soy su heredero.

– Los tristes ojos castaños de Bruto parpadearon para borrar unas lágrimas-. Era un hombre agradable, a mí me gustaba. Supongo que más que nada era porque tío Catón lo adoraba. El pobre tío Catón llegó junto a él una hora demasiado tarde. Ahora tío Catón dice que no va a volver a casa en mucho tiempo. Lo echaré de menos.

– Ya lo echas de menos -le dijo Julia al tiempo que sonreía y le apretaba una mano a Bruto. Éste sonrió y le devolvió el apretón. No había necesidad de preocuparse por la conducta de Bruto hacia su prometida; era tan circunspecta como cualquier abuela encargada de vigilarlos pudiera desear. Aurelia había dejado de actuar como carabina inmediatamente después de firmase el contrato. Bruto hacía honor a su madre y a su padrastro.

Julia, que no hacía mucho tiempo que había cumplido los diez años -su cumpleaños era en enero-, se alegraba profundamente de que Bruto hiciera honor a su madre y a su padrastro. Cuando César le había dicho cuál iba a ser su destino marital, ella se había quedado aterrada, porque, aunque se compadecía de Bruto, era consciente de que, por mucho tiempo que ella estuviera tratándole, eso no haría que la compasión se convirtiera en cariño, en esa clase de cariño que mantiene unidos a los matrimonios. Lo mejor que podía decir de él era que era simpático. Lo peor, que Bruto resultaba bastante aburrido. Aunque su edad imposibilitaba cualquier sueño romántico, Julia, como la mayoría de las niñas de su misma posición social, estaba muy en armonía con lo que habría de ser su vida de adulta, y por ello tenía grandes conocimientos del matrimonio. Le había resultado difícil ir a la escuela de Gnifón y contarles a sus compañeros que estaba prometida, aunque ella siempre había pensado que le produciría gran satisfacción estar en la misma situación que sus compañeras Junia y Junilla, que de momento eran las únicas niñas que había allí que estuvieran prometidas en matrimonio. Pero el Vatia Isáurico de Junia era un tipo delicioso, y el Lépido de Junilla resultaba deslumbrantemente atractivo. Mientras que ella, ¿qué podía decir de Bruto? Ninguna de sus dos hermanastras podía soportarlo… por lo menos esa impresión daba oyéndolas hablar de él en la escuela. Al igual que Julia, lo tenían por un pelmazo pomposo. ¡Y ahora se iba a casar con él! ¡Oh, sus amigos le tomarían el pelo sin piedad! Y se compadecerían de ella.

«¡Pobre Julia!», había dicho Junia echándose a reír alegremente.

Sin embargo, de nada servía tomarse a mal su destino. Tenía que casarse con Bruto, y ya está.

– ¿Has oído la noticia, tata? -le preguntó a su padre cuando éste llegó a casa poco después de la hora de la cena.

Ahora que Pompeya vivía allí, la situación era horrible. César nunca dormía en casa, y rara vez comía con ellas; sólo iba de paso. Por eso, el hecho de tener noticias que quizás lo hicieran detenerse para cruzar una palabra o dos era maravilloso; Julia cogió al vuelo la oportunidad.

– ¿Noticia? -preguntó César con aire ausente.

– Adivina quién ha venido a verme hoy -dijo ella jubilosa.

Los ojos de su padre lanzaron destellos.

– ¿Bruto? -¡Vuelve a adivinar!

– ¿Júpiter Óptimo Máximo?

– ¡Tonto! Júpiter no es una persona, sólo una idea.

– Entonces, ¿quién? -le preguntó César, que ya empezaba a removerse inquieto; Pompeya estaba en casa; podía oírla moverse en el tablinum, del que ahora ella se había apropiado porque César ya nunca trabajaba allí.

– ¡Oh, tata, por favor, quédate un poco más!

Los grandes ojos azules estaban tensos debido a la ansiedad; el corazón y la conciencia de César le afligieron. Pobre niña, ella era la que más sufría a causa de Pompeya, porque no veía mucho a tata.

César suspiró, levantó a la niña en brazos y la llevó hasta una silla; se sentó y puso a Julia sobre sus rodillas.

– ¡Te estás haciendo muy alta! -dijo, un poco sorprendido.

– Eso espero.

Julia comenzó a besarle los abanicos blancos que eran los párpados.

– ¿Quién ha venido a verte hoy? -le preguntó César quedándose muy quieto.

– Quinto Servilio Cepión.

César giró bruscamente la cabeza de un tirón.

– ¿Quién?

– Quinto Servilio Cepión.

– ¡Pero si está ejerciendo de cuestor con Cneo Pompeyo!

– No, ya no.

– Julia, el único miembro de esa familia que queda vivo no se encuentra en Roma -le dijo César.

– Me temo que el hombre al que te refieres ya no está vivo -le indicó Julia con suavidad-. Murió en Aenus en enero. Pero hay un nuevo Quinto Servilio Cepión, porque se le nombra en el testamento, y será adoptado formalmente muy pronto.

César ahogó una exclamación.

– ¿Bruto?

– Sí, Bruto. Dice que a partir de ahora se le conocerá como Quinto Servilio Cepión Bruto en lugar de como Cepión Juniano. El nombre de Bruto es más importante que el de Junio.

– ¡Por Júpiter!

– Tata, estás muy impresionado. ¿Por qué?

César se llevó la mano a la cabeza y se dio una bofetada en broma en la mejilla.

– Bien, cómo ibas tú a saberlo: -Luego se echó a reír-. ¡Julia, te casarás con el hombre más rico de Roma! Si Bruto es el heredero de Cepión, entonces esta tercera fortuna que añade a su herencia hace palidecer a las otras dos como cosas insignificantes. Serás más rica que una reina.

– Bruto no me ha dicho nada de eso.

– En realidad es probable que no lo sepa. Tu prometido no es precisamente un joven curioso -dijo César.

– Yo creo que le gusta el dinero.

– ¿Acaso no le gusta a todo el mundo? -le preguntó César con un deje de amargura. Se puso en pie y dejó en el sillón a Julia-. En seguida vuelvo -le dijo.

Y salió precipitadamente por la puerta, pasó al comedor y luego, según supuso Julia, entró en su despacho.

A continuación llegó Pompeya con aspecto indignado y miró ofendida a Julia.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Julia a su madrastra, con la cual de hecho se llevaba bastante bien. Pompeya le servía de entrenamiento para saber tratar a Bruto, aunque a Bruto lo absolvía de la estupidez de Pompeya.

– ¡Me ha echado! -dijo Pompeya.

– Será sólo un momento, estoy segura.

Y, desde luego, sólo fue un momento. César se sentó y le escribió una nota a Servilia, a quien no había visto desde mayo del año anterior. Naturalmente, tenía intención de sacar tiempo para verla de nuevo antes de aquel momento -estaban ya en marzo-, pero le había faltado tiempo, pues estaba ocupado friendo otros varios pescados. Qué sorprendente. ¡El joven Bruto resultaba finalmente heredero del Oro de Tolosa!

Decididamente, era hora de mostrarse simpático con la madre del muchacho. Aquél era un compromiso matrimonial que no podía romperse por ningún motivo.

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