Sexta parte

DESDE MAYO DEL 60 A. J.C.

HASTA MARZO DEL 58 A. J.C.


Pompeyo el Grande



Julia


A Cayo Julio César, procónsul en Hispania Ulterior, de Cneo Pompeyo Magnus, triumphator; escrito en Roma, en los idus de mayo, durante el consulado de Quinto Cecilio Metelo Celer y Lucio Afranio:

Pues bien, César, entrego la presente a los dioses y a los vientos con la esperanza de que los primeros doten a los segundos de velocidad suficiente para que tengas una oportunidad. Otros te están escribiendo, pero yo soy el único dispuesto a poner el dinero para alquilar el barco más veloz que pueda encontrar sólo parar transportar una carta.

Los boni se encuentran en el poder y nuestra ciudad se está desintegrando. Yo podría vivir con un gobierno dominado por los boni si ese gobierno en realidad hiciera algo, pero un gobierno de los boni se dedica sólo a una finalidad: a no hacer absolutamente nada y a bloquear a cualquier otra facción que quiera cambiar esa situación.

Se las arreglaron para retrasar mi triunfo hasta los dos últimos días de setiembre, y lo hicieron con mucha suavidad, además. ¡Anunciaron que yo había hecho tanto por Roma que me merecía desfilar triunfalmente el día de mi cumpleaños! Así que estuve perdiendo el tiempo en el Campo de Marte durante nueve meses. Aunque el motivo de su actitud me desconcierta, supongo que la principal objeción que tienen en mi contra es que he tenido tantos mandos especiales en mi vida que está definitivamente demostrado que soy un peligro para el Estado. Según ellos me propongo ser rey de Roma. ¡Eso es una absoluta tontería! No obstante, el hecho de que ellos sepan que es una absoluta tontería no les impide decirlo.

Sinceramente, César, no los entiendo. Si alguna vez ha habido un pilar de la clase dirigente, ése es con toda certeza Marco Craso. Es decir, comprendo que a mí, el presunto rey de Roma, me llamen advenedizo picentino y todo lo demás, pero, ¿a Marco Craso? ¿Por qué convertirlo a él en blanco de sus puyas? Él no representa un peligro para los boni; está muy cerca de ser uno de ellos. De excelente cuna, terriblemente rico y además no es ningún demagogo, ciertamente. ¡Craso es inofensivo! Y lo digo yo, un hombre que no le tiene simpatía, que nunca se la tuve y nunca se la tendré. Compartir con él el consulado fue como acostarme en la misma cama que Aníbal, Yugurta y Mitrídates. Lo único que hizo fue trabajar para destruir mi imagen a los ojos del pueblo. A pesar de lo cual, Marco Craso no es ninguna amenaza para el Estado.

De modo que, ¿qué le habrán hecho los boni a Marco Craso para provocarme a mí precisamente a mí entre todos los hombres, para que yo dé la cara por él? Han creado una auténtica crisis, eso es lo que han hecho. Todo empezó cuando los censores hicieron públicos los contratos para recoger los impuestos de mis cuatro provincias orientales. ¡Oh, gran parte de la culpa la tienen los propios publicani! Vieron el enorme botín que yo había traído conmigo del Este, hicieron cuentas y decidieron que el Este era mucho mejor que una mina de oro. De manera que presentaron unas ofertas para dichos contratos que no eran en absoluto realistas. Le prometieron al Tesoro incontables millones, y pensaron que podían hacer eso al mismo tiempo que obtenían sustanciosas ganancias para ellos mismos. Naturalmente, los censores aceptaron las ofertas más elevadas. Es deber suyo hacerlo. Pero no pasó mucho tiempo antes de que Ático y los otros publicani plutócratas se dieran cuenta de que las cantidades que se habían comprometido a pagar al Tesoro no eran factibles. Mis cuatro provincias orientales de ninguna manera podían pagar lo que se les estaba pidiendo que pagasen, por mucho que quisieran exprimirlas los publicani.

Pero a lo que vamos: Ático, Opio y algunos otros acudieron a Marco Craso y le solicitaron que hiciera una petición al Senado para que cancelase los contratos de recaudación de impuestos del Este y luego diese instrucciones a los censores para que sacasen nuevos contratos que exigieran dos tercios de las sumas inicialmente acordadas. Pues bien, Craso hizo la petición. Ni soñar con que los boni quisieran -¡o pudieran!-convencer a la Cámara en pleno para decir NO. Pero eso fue lo que pasó. El Senado dio un sonoro NO.

A estas alturas confieso que me produjo risa; fue un gran placer ver a Marco Craso aplastado… ¡oh, qué aplastado estaba! Con todo aquel heno pegado alrededor de los cuernos, y, sin embargo, Craso el buey estaba allí de pie, atónito y derrotado. Pero luego comprendí qué jugada tan estúpida había sido por parte de los boni, y dejé de reírme. Parece que han decidido que ya va siendo hora de que los caballeros se enteren de una vez para siempre de que el Senado es supremo, de que el Senado gobierna Roma y de que los caballeros no pueden decirle lo que debe hacer. Bien, el Senado puede darse coba a sí mismo diciendo que gobierna Roma, pero tú y yo sabemos que no es así. Si no se les permite a los negociantes de Roma que hagan negocios provechosos, entonces Roma está acabada.

Cuando la Cámara le dijo NO a Marco Craso, los publicani se tomaron la revancha y se negaron a pagarle al Tesoro un solo sestercio. ¡Oh, qué tormenta provocó aquello! Me atrevo a decir que los caballeros esperaban que aquello obligase al Senado a dar instrucciones a los censores para que cancelasen los contratos porque éstos no se estaban respetando… y, naturalmente, cuando se convocaran nuevas ofertas las sumas ofrecidas habrían sido mucho más bajas. Sólo que los boni controlan la Cámara y, en consecuencia, la Cámara no quiere cancelar los contratos. Es un una situación sin salida.

El golpe asestado a la posición de Craso fue colosal, tanto ante la Cámara como entre los caballeros. Él ha sido el portavoz de estos últimos durante tanto tiempo y con tanto éxito que nunca se les pasó por la cabeza ni a los caballeros ni a él que no conseguiría lo que pidiera. En particular siendo como era tan razonable su solicitud de que se redujeran los contratos asiáticos.

¿Ya quién crees que habían logrado reclutar los boni como su principal portavoz en la Cámara? ¡Pues nada menos que a mi ex cuñado, Metelo Celer! Durante años Celer y su hermanito Nepote fueron mis más leales adictos. Pero desde que repudié a Mucia se han convertido en mis peores enemigos. Sinceramente, César, ¡cualquiera diría que Mucia ha sido la única esposa repudiada en la historia de Roma! Yo tenía todo el derecho a repudiarla, ¿no? Fue una adúltera, se pasó todo el tiempo que yo estuve ausente enredada en un asunto amoroso con Tito Labieno, ¡mi propio cliente! ¿Qué se suponía que tenía que hacer yo? ¿Cerrar los ojos y fingir que no me había enterado sólo porque la madre de Mucia sea también la madre de Celer y de Nepote? Bueno, pues yo no estaba dispuesto a cerrar los ojos. ¡Pero tal como Celer y Nepote han actuado a partir de entonces, cualquiera pensaría que fui yo quien cometió adulterio! ¿Su preciosa hermana repudiada? ¡Oh, dioses, qué insulto tan intolerable!

Desde entonces me han estado causando problemas todo el tiempo. ¡No sé cómo lo han hecho, pero incluso han logrado encontrar otro marido para Mucia de cuna y rango lo suficientemente elevados como para que parezca que fue ella la parte ultrajada! Mi cuestor Escauro, ¿qué te parece? Ella es lo bastante mayor como para ser su madre. Bueno, casi. El tiene treinta y cuatro años y ella cuarenta y siete. Qué pareja. Aunque yo creo que encajan en cuanto a inteligencia, pues ninguno de los dos posee ninguna. Tengo entendido que Labieno quería casarse con ella, pero los hermanos Metelo se ofendieron mucho ante esa idea. Así que se trata de Marco Emilio Escauro, el que me embrolló en todo aquel asunto de los judíos. Corre el rumor de que Mucia está preñada, otra mancha contra mí. Espero que se muera al dar a luz al mocoso.

Tengo una teoría en cuanto al motivo de que los boni se hayan vuelto de repente tan increíblemente obtusos y destructivos. La muerte de Catulo. Cuando éste desapareció, el irreductible núcleo conservador del Senado cayó por completo en las garras de Bíbulo y Catón. ¡Es caprichoso: volver hacia arriba los dedos de los pies y morirte porque no se te pidió que hablases el primero o el segundo entre los consulares en un debate de la Cámara! Pero eso fue lo que hizo Catulo. Dejarle su facción a Bíbulo y a Catón, los cuales no poseen el mismo mérito que Catulo, a saber: la habilidad para distinguir entre la mera negatividad y el suicidio político. También tengo una teoría sobre por qué Bíbulo y Catón se han vuelto contra Craso. Catulo dejó vacante un puesto de sacerdote, y Lucio Ahenobarbo, el cuñado de Catón, lo quería para sí. Pero Craso llegó primero y lo consiguió para su hijo Marco. Un insulto mortal para Ahenobarbo, pues no hay ningún Domicio Ahenobarbo en el colegio. Qué insignificancia. Por cierto, ya soy augur. Me hace mucha gracia, te lo aseguro. ¡Pero no me granjeé las simpatías de Catón, ni de Bíbulo ni de Ahenobarbo cuando fui elegido! Era la segunda elección en un breve espacio de tiempo en que Ahenobarbo perdía.

Mis propios asuntos -las tierras para mis veteranos, la ratificación de mis convenios en el Este, etcétera- han fracasado. Me gasté millones en sobornos para poner a Afranio en la silla de cónsul junior… ¡ha sido un dinero desperdiciado, te lo aseguro! Afranio ha resultado ser mejor soldado que político, pero Cicerón va por ahí diciéndole a todo el mundo que es mejor bailarín que político. Y eso porque Afranio se emborrachó de un modo asqueroso en su banquete inaugural del día de año nuevo y estuvo haciendo piruetas por todo el templo de Júpiter Optimo Máximo. Para mí fue una vergüenza, pues todo el mundo sabe que yo le compré el cargo en un intento de controlar a Metelo Celer, el cual, como cónsul senior, le ha pasado por encima a Afranio como si éste no existiera.

Cuando Afranio por fin logró que se debatieran mis asuntos en la Cámara durante el mes de febrero, Celer, Catón y Bíbulo lo echaron todo a perder. Sacaron de su retiro a Lúculo, que está medio imbécil con sus hongos y cosas por el estilo, y lo utilizaron para deshacerse de mí. ¡oh, yo sería capaz de matarlos a todos! Cada día lamento haber hecho lo que debía hacer al licenciar a mi ejército, por no hablar de que les pagué a mis tropas la parte que les correspondía del botín mientras todavía nos encontrábamos en Asia. Por supuesto, eso también está siendo objeto de críticas. Catón afirmó que no entraba dentro de mis atribuciones repartir el botín sin el consentimiento del Tesoro -es decir, del Senado-, y cuando le recordé que yo poseía un imperium maius que me daba el poder suficiente para hacer lo que quisiera en nombre de Roma, dijo que yo había obtenido ese imperium maius de modo ilegal en la Asamblea Plebeya, que no me había sido otorgado por el pueblo. ¡Un puro disparate, pero la Cámara le aplaudió!

Luego, en marzo, acabó el debate sobre mis asuntos. Catón impulsó una votación en el Senado sobre la propuesta de que no se debatiera asunto alguno hasta que quedase resuelto el problema de la recaudación de impuestos… ¡y los muy idiotas lo votaron! ¡Sabiendo que Catón estaba a la vez bloqueando cualquier solución al problema de la recaudación de impuestos! El resultado es que ya no se ha debatido nada más. En el momento en que Craso saca a colación el problema de la recaudación de impuestos, Catón pone en marcha una maniobra obstruccionista. ¡Y los padres conscriptos están convencidos de que Catón es un fuera de serie! No logro comprenderlo, César, sencillamente no puedo. ¿Qué ha hecho Catón en su vida? Sólo tiene treinta y cuatro años, no ha ocupado ninguna magistratura senior, es un orador chocante y un pedante de primer orden. Pero en algún momento de la trayectoria los padres conscriptos se han convencido de que es completamente incorruptible, y eso lo convierte en una maravilla. ¿Por qué no pueden comprender que la incorruptibilidad es desastrosa cuando está aliada con una mente como la de Catón? En cuanto a Bíbulo, bueno, él también es incorruptible, según ellos. Y los dos no dejan de parlotear diciendo que han prometido ser enemigos implacables de todos aquellos hombres que sobresalgan aunque sea una fracción de pulgada por encima de sus iguales. Un objetivo muy laudable. Sólo que algunos hombres simplemente no pueden evitar sobresalir por encima de sus iguales porque son mejores. Si todos tuviéramos que ser iguales, todos seríamos creados exactamente de la misma manera. Pero no es así, y ése es un hecho que no se puede evitar.

Adonde quiera que yo me dirija, César, me aúlla una manada de enemigos. ¿No comprenden los muy tontos que mi ejército puede que esté licenciado, pero que sus miembros están aquí mismo, en Italia? Lo único que tengo que hacer es dar una patada en el suelo para que broten soldados deseosos de obedecer mis órdenes. Te lo aseguro, siento grandes tentaciones de hacerlo. Yo conquisté el Este, casi doblé los ingresos de Roma, y lo hice todo como es debido. Así que, ¿por qué están en contra mía?

Pero bueno, basta ya de hablar de mí y de mis problemas. Esta carta en realidad es para advertirte de que tú también vas a verte envuelto en problemas.

Todo empezó con esos estupendos informes que le mandas con regularidad al Senado: una perfecta campaña contra los lusitanos y los galaicos; montones de oro y tesoros; apropiada disposición de los recursos y funciones de la provincia; las minas están produciendo más plata, más plomo y más hierro que durante medio siglo; perdón para las ciudades que Metelo Pío castigó; los boni deben de haberse gastado una fortuna en enviar espías a la Hispania Ulterior para cogerte en alguna falta. Pero no han podido hacerlo y, según los rumores, nunca lo harán. No les ha llegado ni el más pequeño tufillo de extorsión o especulación de ningún tipo en los círculos próximos a ti, sino cubos de cartas de agradecidos residentes de Hispania Ulterior en las que dicen que a los culpables se les castiga y a los inocentes se les exonera. El viejo Mamerco, príncipe del Senado -se está deteriorando gravemente, por cierto-, se levantó en la Cámara y dijo que tu conducta como gobernador había proporcionado un manual de conducta gubernativa, y los boni no pudieron refutar ni una palabra de lo que dijo. ¡Cómo duele eso!

Toda Roma sabe que tú serás cónsul senior. Aunque dejemos aparte el hecho de que tú siempre eres quien saca más votos en las elecciones, tu popularidad está creciendo a pasos agigantados. Marco Craso va por ahí diciéndoles a todos los caballeros de las Dieciocho que cuando tú seas cónsul senior, el asunto de la recaudación de impuestos se arreglará en seguida. De lo cual deduzco que sabe que va a necesitar tus servicios… y también sabe que los tendrá.

Pues bien, yo también necesito tus servicios, César. ¡Mucho más de lo que los necesita Marco Craso! Lo único que está en juego en su caso es su influencia dañada, mientras que yo necesito tierras para mis veteranos y tratados que ratifiquen mis convenios en el Este.

Desde luego, hay muchas probabilidades de que tú ya te encuentres de camino, de regreso a casa -Cicerón, ciertamente, parece creer que así es- pero a mí me da en la nariz que tú eres como yo, propenso a quedarte hasta el último momento para que todo quede bien atado y cualquier enredo quede aclarado.

Los boni acaban de dar el golpe, César, y han sido extraordinariamente astutos. Todos los candidatos a las elecciones para cónsul tienen que presentar la candidatura como muy tarde antes de las nonas de junio, aunque las elecciones no se celebrarán hasta cinco días antes de los idus de quintilis, como es habitual. Animado por Celer, Cayo Pisón, Bíbulo -que es candidato él mismo, desde luego, pero que se encuentra a salvo dentro de Roma porque es como Cicerón, no quiere irse nunca a gobernar una provincia- y por el resto de los boni, Catón logró que se aprobase un consultum para poner la fecha de cierre de las candidaturas en las nonas de junio. Más de cinco nundinae antes de las elecciones, en vez de las tres nundinae que establecen la costumbre y la tradición.

Alguien debe de haber hecho correr el rumor de que tú viajas como el viento, porque luego han ideado otra estratagema para fustrarte: ésta por si llegas a Roma antes de las nonas de junio. Celer le pidió a la Cámara que fijase una fecha para tu triunfo. Se mostró muy afable, lleno de elogios para el espléndido trabajo que has hecho como gobernador. ¡Después de lo cual sugirió que la fecha de tu desfile triunfal se fijase en los idus de junio! Y a todos les pareció una idea espléndida, así que la moción se aprobó.

De manera, César, que si logras llegar a Roma antes de las nonas de junio, tendrás que solicitar al Senado que te permita presentar tu candidatura a cónsul in absentia. No puedes cruzar el pomerium y entrar en la ciudad para inscribir tu candidatura en persona sin renunciar a tu imperium y, por consiguiente, a tu derecho al triunfo. Añado que Celer tuvo buen cuidado en hacer notar a la Cámara que Cicerón había hecho aprobar una ley que prohibía que los candidatos al consulado presentasen su candidatura in absentia. Un suave recordatorio que yo interpreté como que quería dar a entender que los boni piensan oponerse a tu petición de presentar la candidatura in absentia. ¡Te tienen agarrado por las pelotas, exactamente como tú dijiste -con toda razón!- que me tienen agarrado a mí. Me pondré a trabajar para convencer a nuestras senatoriales ovejas -por qué se dejan conducir por un simple puñado de hombres que ni siquiera tienen nada de especiales?- para que hagan que se te permita presentar la candidatura in absentia. Y lo mismo harán Craso, Mamerco, el príncipe del Senado, y muchos otros, yo lo sé.

Lo principal es que llegues a Roma antes de las nonas de junio. Oh, dioses, ¿podrás hacerlo aun cuando los vientos lleven a mi barco alquilado hasta Gades en un tiempo mínimo? Lo que espero es que estés ya bien adelantado en tu camino de regreso por la vía Domicia. He enviado un mensajero a tu encuentro para el caso de que sea así, sólo por si andas por ahí perdiendo el tiempo.

¡Tienes que conseguirlo, César! Te necesito desesperadamente, y no me avergüenza decirlo. Tú me has sacado de grandes apuros otras veces, y siempre de un modo acorde con la legalidad. Lo único que puedo decir es que si no estás a mano para ayudarme esta vez, quizás tenga que dar esa patada en el suelo. No quiero hacerlo. Si lo hiciera pasaría a los libros de historia como alguien que no fue mejor que Sila. Mira cómo todo el mundo lo odia a él. Es verdaderamente incómodo ser odiado, aunque a Sila nunca pareció importarle.

La carta de Pompeyo llegó a Gades el vigésimo primer día de mayo, una travesía extraordinariamente rápida. Y casualmente César se encontraba allí para recibirla.

– Hay mil quinientas millas por carretera desde Gades a Roma -le dijo a Lucio Cornelio Balbo el Viejo-, lo que significa que no puedo estar en Roma para las nonas de junio ni aunque consiga una media de cien millas al día. ¡Que se pudran los boni!

– Ningún hombre puede hacer una media de cien millas al día -le dijo el pequeño banquero gaditano con expresión ansiosa.

– Yo puedo hacerlo en un calesín rápido enganchado a cuatro buenas mulas, siempre que pueda cambiar de mulas con la suficiente frecuencia -dijo César tranquilamente-. No obstante, la carretera no es posible. Tendré que ir a Roma por barco.

– La estación del año no es buena. La carta de Magnus es prueba de ello. Cinco días con el viento soplando a favor.

– ¡Ah, Balbo, pero yo tengo suerte!

César, desde luego, tenía suerte, reflexionó Balbo. Por muy mal aspecto que tuvieran las cosas, de alguna manera aquella suerte mágica -y desde luego era mágica- venía a sacarlo de apuros. Aunque parecía fabricársela él mismo a base de fuerza de voluntad. Como si, después de haber tomado una decisión, tuviera poder para obligar a las fuerzas naturales y sobrenaturales a obedecerle. El último año había sido la experiencia más regocijante y más estimulante de toda la vida de Balbo, se había esforzado y había corrido en pos de César desde una punta a la otra de Hispania. ¿A quién se le habría ocurrido pensar alguna vez que César se haría a la mar ante el viento del océano Atlántico en persecución de unos enemigos que estaban convencidos de que ya se encontraban fuera del alcance de Roma? Pero no era así. Los barcos salieron de Olisipo y las legiones se les echaron encima. Luego más travesías hasta la remota Brigantium, tesoros indecibles, un pueblo que por primera vez sentía el viento del cambio, una influencia del mar Mediterráneo que ya no se acabaría nunca. ¿Qué había dicho César? No era el oro, era el alcance de Roma lo que importaba. ¿Qué tenían los de aquella pequeña raza procedente de una pequeña ciudad en la ruta de la sal de Italia? ¿Por qué sería que barrían todo lo que se les ponía por delante? No en forma de ola gigantesca, más bien como una piedra de molino que muele con mucha paciencia todo lo que se le echa sacándole provecho a todo. Los romanos nunca se daban por vencidos.

– ¿Y en qué consistirá esta vez la suerte de César?

– Para empezar, un solo myoparo. Dos equipos de los mejores remeros que Gades pueda proporcionar. Nada de equipaje y nada de animales. Como pasajeros sólo tú, Burgundo y yo. Y un fuerte viento del sudoeste -dijo César sonriendo.

– Pues no pides tú nada -dijo Balbo sin responder a la sonrisa. El rara vez sonreía; los banqueros gaditanos de impecable linaje fenicio no eran propensos a tomarse a la ligera la vida ni las circunstancias. Balbo parecía lo que era, un hombre sutil y plácido de extraordinaria inteligencia y capacidad.

César ya se encontraba a medio camino hacia la puerta.

– Voy a buscar el myoparo adecuado. Tu trabajo consiste en encontrarme un piloto capaz de navegar sin tener tierra a la vista. Nos vamos por la ruta directa: pasando por las Columnas de Hércules, una parada para recoger comida y agua en Nueva Cartago, luego la Balearis Minor. Desde allí pondremos rumbo directo al estrecho entre Sardinia y Corsica. Tenemos que recorrer mil millas de agua, y no podemos esperar que haya la clase de vientos que han empujado la carta de Magnus y nos la han hecho llegar en cinco días. Disponemos de doce días.

– Son algo más de ochenta millas entre la salida y la puesta de sol. Eso no es ninguna pequeñez -dijo Balbo al tiempo que se ponía en pie.

– Pero es posible, siempre que no tengamos vientos en contra. ¡Déjalo en manos de mi suerte y de los dioses, Balbo! Les haré ofrendas magníficas a los lares permarini y a la diosa Fortuna. Ellos me escucharán.

Los dioses escucharon, aunque cómo se las arregló César para apretar todo lo que hizo en cinco horas escasas antes de hacerse a la mar desde Gades era algo más de lo que Balbo era capaz de calcular. El cuestor de César era un joven muy eficiente que se lanzó con enorme entusiasmo a organizar el transporte de las pertenencias del gobernador por la ruta terrestre existente desde Hispania a Roma, la vía Domicia; el botín se había enviado hacía mucho tiempo, acompañado por la única legión que César había elegido para que marchase con él en su desfile triunfal. Con cierta sorpresa por su parte, el Senado había accedido a su petición de triunfo sin un solo murmullo de protesta por parte de los boni, pero aquel misterio quedó completamente explicado en la carta de Pompeyo. No tenían motivo para negarle lo que ellos tenían plena intención de hacer que fuera un asunto catastrófico. Y catastrófico sería. Sus tropas habían de llegar al Campo de Marte para los idus de junio: una irónica trampa, dado que Celer había asignado ese día para el desfile triunfal. De serle permitido a César que se presentase como candidato a cónsul in absentia y el desfile se llevase adelante, desde luego sería un triunfo verdaderamente pobre. Soldados cansados, ningún tiempo disponible para fabricar carrozas suntuosas y demostraciones militares, el botín metido de cualquier manera en carretas. No era la clase de triunfo que César esperaba. No obstante, el primer problema era llegar a Roma antes de las nonas de junio. ¡Recemos para que haya un fuerte viento del sudoeste!

Y de hecho los vientos soplaron procedentes del sudoeste, pero fueron suaves en lugar de fuertes. Un mar ligero con el viento de popa ayudó a los remeros, igual que ayudó un pequeño empuje de la vela, pero fue un trabajo como para romperse la espalda casi todo el camino. César y Burgundo remaron un turno completo de tres horas cuatro veces cada día, con lo cual, unido a la alegre animosidad de César, se ganaron la simpatía de los remeros profesionales. Las primas merecerían la pena, así que pusieron todos sus hombros en la tarea y remaron mientras Balbo y el piloto se afanaban en llevarles amphorae de agua débilmente condimentadas con un buen vino hispánico a aquellos que lo pedían.

Cuando el piloto condujo el myoparo ante la costa italiana y vieron que allí, delante de ellos, estaba la desembocadura del Tíber, la tripulación se animó a sí misma con voz ronca, luego se emparejaron en cada remo y dirigieron a velocidad forzada al pulcro y pequeño monorreme hacia el puerto de Ostia; la travesía había durado doce días, y se alcanzó el puerto dos horas después del amanecer del tercer día de junio.

Después de dejar que Balbo y Burgundo se encargasen de recompensar al piloto y a los remeros del myoparo, Cesar montó en un buen caballo alquilado y se dirigió a Roma a galope tendido. Su viaje acabaría en el Campo de Marte, pero no así sus esfuerzos penosos; tendría que buscar a alguien que se apresurase a entrar en la ciudad y localizase a Pompeyo, decisión que no agradaría a Craso, de eso César ya se daba cuenta, pero era la decisión correcta. Pompeyo tenía razón. Él necesitaba a César más que Craso. Y además Craso era un viejo amigo de César; se apaciguaría cuando éste le explicase las cosas.

La noticia de que César se encontraba a las puertas de Roma llegó a oídos de Catón y Bíbulo casi al mismo tiempo que a los de Pompeyo, porque los tres se encontraban en la Cámara soportando todavía otra sesión más para debatir el destino de los recaudadores de impuestos en Asia. El mensaje se le entregó a Pompeyo, quien dio un alarido tan fuerte que los amodorrados senadores que estaban en las gradas de atrás casi se cayeron de los taburetes y luego se pusieron en pie de un salto.

– Te ruego que me excuses, Lucio Afranio -le dijo Pompeyo riéndose muy satisfecho ya de camino hacia la salida-. ¡Cayo César está en el Campo de Marte, y yo debo ser el primero en ir a darle la bienvenida en persona!

Lo cual, en cierto modo, dejó tan aplanados a los que quedaban en la reunión, donde la concurrencia era escasa, como un publicanus de Asia. Afranio, que tenía las fasces durante el mes de junio, disolvió la asamblea por aquel día.

– Mañana, una hora después del amanecer -dijo, consciente de que tendría que oír la petición de César para presentar su candidatura in absentia, y consciente también de que el día siguiente era el último antes de las nonas de junio, cuando el oficial electoral (Celer) cerraría la barraca.

– Ya os dije que lo haría -comentó Metelo Escipión-. Es como un pedazo de corcho. Por mucho que se intente hundirle, siempre consigue salir a flote sin apenas mojarse.

– Bueno, siempre ha habido muchas probabilidades de que apareciera -dijo Bíbulo con los labios apretados-. Al fin y al cabo, ni siquiera sabemos cuándo salió de Hispania. Sólo porque hubiéramos oído que tenía planeado permanecer en Gades hasta últimos de mayo, eso no significa que lo hiciera de verdad. Pero no puede saber lo que le espera.

– Lo sabrá en cuanto Pompeyo llegue al Campo de Marte -dijo Catón con dureza-. ¿Por qué crees que el Bailarín ha convocado otra reunión para mañana? César hará la solicitud para presentar su candidatura in absentia, de eso no cabe la menor duda.

– Echo de menos a Catulo -dijo Bíbulo-. En ocasiones como la de mañana era cuando su influencia resultaba extraordinariamente útil. A César le ha ido en Hispania mejor de lo que ninguno de nosotros habíamos pensado, de manera que las ovejas se verán inclinadas a dejar que el muy ingrato se presente in absentia. Pompeyo lo recomendará así encarecidamente, y Craso también. ¡Y Mamerco! ¡Ojalá se hubiera muerto! Catón se limitó a sonreír y adoptó un aire misterioso.

Mientras tanto, en el Campo de Marte Pompeyo no tenía nada por lo que sonreír y ningún misterio que pensar. Encontró a César apoyado en la redondeada pared de mármol de la tumba de Sila, con la brida del caballo colgada de un brazo; por encima de la cabeza se leía aquel famoso epitafio: «NINGUN AMIGO MEJOR, NINGÚN ENEMIGO PEOR.» Igual se podía haber escrito para César que para Sila. O para él mismo, Pompeyo.

– ¿Qué demonios haces aquí? -exigió Pompeyo.

– Me pareció que era un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar.

– ¿No has oído hablar de una villa en Pincia?

– No pienso estarme aquí el tiempo suficiente como para alquilarla.

– Hay una posada que no queda lejos de aquí por la vía Lata; iremos allí. Minicio es un buen hombre, y tienes que poner la cabeza bajo algún techo, César, aunque sólo sea durante unos días.

– Me pareció que era más importante encontrarme contigo antes de pensar en dónde alojarme.

Aquello le derritió el corazón a Pompeyo; él también había desmontado -desde que había vuelto a ocupar su puesto en el Senado tenía un pequeño establo dentro de Roma-, y ahora dio media vuelta y echó a andar despacio por la perfectamente recta y amplia carretera que de hecho era el comienzo de la vía Flaminia.

– Supongo que nueve meses aquí perdiendo el tiempo te habrán proporcionado tiempo de sobra para averiguar dónde están todas las posadas.

– Yo eso lo averigüé antes de ser cónsul.

La posada era un establecimiento bastante cómodo y respetable, y su propietario estaba acostumbrado a ver por allí a famosos militares romanos; saludó a Pompeyo como a un amigo que hiciera mucho tiempo que no veía, e indicó con cierto encanto que se daba cuenta de quién era César. Los acompañaron a un salón privado y cómodo donde dos braseros calentaban el aire, lleno de humo, e inmediatamente les sirvieron agua y vino junto con manjares tales como cordero asado, salchichas, pan reciente, cuya corteza estaba crujiente, y ensalada aliñada con aceite.

– ¡Estoy hambriento! -exclamó César sorprendido.

– Pues atibórrate. Te confieso que no me importa ayudarte. Minicio se enorgullece de su comida.

Entre bocado y bocado César logró hacerle a Pompeyo un escueto resumen de su travesía.

– ¡Viento del sudoeste en esta época del año! -exclamó el Gran Hombre.

– No, no creo que a aquello se le pudiese llamar un viento noble. Pero bastó para darme un empujón en la dirección correcta. Supongo que los boni no se esperarían verme tan pronto, ¿no?

– Catón y Bíbulo se llevaron un desagradable sobresalto, en efecto. Mientras que otros, como Cicerón, se limitaron a aparentar que daban por sentado que tú ya haría mucho tiempo que te habrías puesto en camino; no obstante, no tenían espías en Hispania Ulterior que los mantuvieran informados de tus intenciones.

– Pompeyo frunció el entrecejo-. ¡Cicerón! ¡Qué hombre tan farsante! ¿Sabes que tuvo la desfachatez de levantarse en la Cámara y referirse al hecho de desterrar a Catilina como una «gloria inmortal»? Cada discurso que pronuncia contiene alguna clase de sermón sobre cómo salvó a la patria.

– He oído que estabas a partir un piñón con él -le dijo César mientras mojaba pan en el aceite de la ensalada.

– A él ya le gustaría. Tiene miedo.

– ¿De qué? -César se recostó y dio un suspiro de satisfacción.

– Del cambio de situación de Publio Clodio. El tribuno de la plebe Herenio hizo que la Asamblea Plebeya trasladase a Clodio del patriciado a la plebe. Y ahora Clodio dice que piensa presentarse a tribuno de la plebe y exiliar a Cicerón para siempre por la ejecución de ciudadanos romanos sin haber celebrado previamente un juicio. Es el nuevo propósito que tiene Clodio en la vida. Y Cicerón está blanco de miedo.

– Bueno, comprendo que un hombre como Cicerón le tenga terror a nuestro Clodio. Clodio es una fuerza de la naturaleza. No está loco del todo, pero tampoco está completamente cuerdo. Sin embargo, Herenio se ha equivocado al utilizar a la Asamblea Plebeya. Un patricio sólo puede convertirse en plebeyo por adopción.

Minicio entró y se afanó en recoger los platos, lo que dio lugar a una pausa en la conversación que César agradeció. Era hora de ir al grano.

– ¿Todavía está atascado el Senado en el asunto de los recaudadores de impuestos? -preguntó.

– Eternamente, gracias a Catón. Pero en cuanto Celer cierre la barraca electoral voy a enviar a mi tribuno de la plebe Flavio otra vez a la plebe con mi proyecto de ley de las tierras. ¡Mutilado, gracias a ese tonto oficioso de Cicerón! Logró que se quitara del proyecto de ley todo ager publicus anterior al tribunato de Tiberio Graco, y luego dijo que los veteranos de Sila, ¡los mismísimos que se aliaron con Catilina!, debían recibir la confirmación de sus concesiones de terrenos, y que Volaterra y Aretio debían ser autorizados a conservar los terrenos públicos. La mayor parte de la tierra de mis veteranos, por lo tanto, habrá que comprarla, y el dinero tendrá que salir de los tributos incrementados procedentes del Este. Lo cual le dio a mi ex cuñado Nepote una magnífica idea. Sugirió que los aranceles e impuestos portuarios debían eliminarse en toda Italia, y al Senado aquello le pareció maravilloso. Así que consiguió un consultum del Senado y logró que su ley fuera aprobada en la Asamblea Popular.

– ¡Inteligente! -comentó César apreciativamente-. Eso significa que los ingresos estatales procedentes de Italia se han quedado reducidos a dos fuentes solamente: el cinco por ciento sobre la manumisión de esclavos y las rentas del ager publicus.

– Me deja bueno a mí, ¿no? El tesoro acabará por no ver ni un solo sestercio extra procedente de mi trabajo, entre la pérdida de los ingresos portuarios, la pérdida del ager publicus cuando se le conceda a mis veteranos y el coste de comprar más tierras.

– ¿Sabes, Magnus? -le dijo César con aire irónico-, yo siempre estoy esperando que llegue el día en que esos brillantes tengan en más estima a su propia tierra de origen que a desquitarse con sus enemigos. Todo movimiento político que ellos hacen está dirigido a atacar a otro individuo o encaminado a proteger los privilegios de unos pocos, en lugar de hacerlo por el bien de Roma y de sus dominios. Tú te has esforzado enormemente por ensanchar el alcance de Roma y rellenarle su bolsa pública. Mientras que ellos se esfuerzan poderosamente por ponerte a ti en tu lugar… a expensas de la pobre Roma. Me decías en tu carta que me necesitabas. Y aquí me tienes, a tu servicio.

– ¡Minicio! -bramó Pompeyo.

– ¿Sí, Cneo Pompeyo? -preguntó el posadero, que apareció con gran prontitud.

– Tráenos material para escribir.

– Sea como sea -dijo César al terminar su breve carta-, yo creo que sería mejor que Marco Craso entregase mi petición para presentar mi candidatura in absentia para el consulado. Le enviaré esta carta con un mensajero.

– ¿Por qué no puedo entregar yo tu petición? -le preguntó Pompeyo, molesto de que César prefiriera utilizar a Craso.

– Porque no quiero que los boni se den cuenta de que hemos llegado a ninguna clase de acuerdo -le explicó César con paciencia-. Ya les habrás dejado extrañados al salir precipitadamente de la Cámara anunciando que ibas a verme en el Campo de Marte. No los infravalores, Magnus, por favor. Ellos saben distinguir un rábano de un rubí. El lazo que existe entre nosotros debe mantenerse en secreto durante algún tiempo de ahora en adelante.

– Sí, ya me doy cuenta de eso -dijo Pompeyo un poco más suave-. Es que, sencillamente, no quiero que te comprometas más con Craso que conmigo. No me importa que le ayudes en lo de los recaudadores de impuestos y las leyes de soborno dirigidas a los caballeros, pero es mucho más importante conseguir tierras para mis soldados y ratificar mis acuerdos en el Este.

– Desde luego -dijo César con serenidad-. Envía a Flavio a la plebe, Magnus. Eso echará tierra a los ojos de muchos.

En aquel momento llegaron Balbo y Burgundo. Pompeyo saludó al banquero gaditano con grandes muestras de júbilo, mientras César dedicaba su atención a Burgundo, que parecía muy cansado. Su madre diría que había sido muy desconsiderado al esperar que un hombre tan viejo como Burgundo se esforzase ante un remo doce horas al día durante doce días.

– Me voy -dijo Pompeyo.

César acompañó al Gran Hombre a la puerta de la posada.

– Pasa inadvertido y haz ver que sigues peleando tu propia guerra sin ayuda.

– A Craso no le gustará que me mandases llamar a mí.

– Probablemente ni siquiera lo sepa. ¿Estaba en la Cámara?

– No -repuso Pompeyo sonriendo-. Dice que es demasiado nocivo para su salud. Escuchar a Catón le produce dolor de cabeza.

Cuando el Senado se reunió una hora después del amanecer el cuarto día de junio, Marco Craso pidió la palabra. Lucio Afranio le concedió su gracioso consentimiento y aceptó la petición de César de presentar su candidatura al consulado in absentia.

– Es una petición muy razonable que esta Cámara debería aprobar -dijo Craso al final de una concienzuda perorata-. Hasta el último de vosotros sabe muy bien que a César no se le puede achacar la más ligera insinuación de conducta impropia en su provincia, y la conducta impropia fue la causa de la ley de nuestro consular Marco Cicerón. Ahora se trata de un hombre que lo ha hecho todo correctamente, incluso solucionando un engorroso problema que Hispania Ulterior había padecido durante años: Cayo César introdujo la mejor y más justa legislación sobre deudas que yo haya visto nunca, y ni un solo individuo, deudor o acreedor, se ha quejado.

– Seguramente eso no te sorprende a ti, Marco Craso -dijo Bíbulo arrastrando las palabras-. Si hay alguien que sepa cómo vérselas con las deudas, ése es Cayo César. Probablemente debía dinero en Hispania también.

– Entonces bien podría ser que tuvieras que acudir a él en busca de información, Marco Bíbulo -le dijo Craso, como siempre sin alterarse-. Si logras hacer que te elijan cónsul, estarás hasta las cejas de deudas a base de sobornar a tus electores.

– Se aclaró la garganta y aguardó una respuesta; al no recibir ninguna, continuó-: Repito, ésta es una solicitud muy razonable que la Cámara debería aprobar.

Afranio llamó a otros oradores consulares a hacer uso de la palabra, y todos indicaron que estaban de acuerdo con Craso. Muy pocos de los pretores titulares de aquel año quisieron añadir nada, hasta que Metelo Nepote se levantó.

– ¿Por qué iba esta Cámara a otorgarle favores a un tristemente famoso homosexual? -preguntó-. ¿Es que todos habéis olvidado cómo perdió la virginidad nuestro magnífico Cayo César? ¡Boca abajo sobre un canapé en el palacio del rey Nicomedes, con un pene real metido por el culo! ¡Haced lo que os plazca, padres conscriptos, pero si queréis conceder a un maricón como Cayo César el privilegio de convenirse en cónsul sin enseñar su cara bonita dentro de Roma, no contéis conmigo! ¡Yo no le hago favores especiales a un hombre que tiene el ano bien hurgado!

El silencio era absoluto; nadie se atrevía ni a respirar.

– ¡Retira eso, Quinto Nepote! -le dijo Afranio bruscamente.

– ¡Vete a tomar por culo, hijo de Aulo! -exclamó Nepote; y salió a grandes zancadas de la Curia Hostilia.

– Escribas, borraréis los comentarios de Quinto Nepote -ordenó Afranio con el rostro enrojecido por los insultos que había recibido él mismo-. No se me ha pasado por alto que los modales y la conducta de algunos miembros del Senado de Roma han sufrido un marcado deterioro durante los años que yo llevo perteneciendo a lo que en otro tiempo era un cuerpo augusto y respetable. Por la presente prohíbo la asistencia de Quinto Nepote a las reuniones del Senado mientras me corresponda a mí tener las fasces. Y ahora, ¿quién más tiene algo que decir?

– Yo, Lucio Afranio -dijo Catón.

– Pues habla, Marco Porcio Catón.

Catón dio la impresión de tardar una eternidad en acomodarse; se removió, manoseó, se aclaró las vías respiratorias con unos ejercicios de respiración profunda, se alisó el cabello, se colocó la toga y, por fin, abrió la boca para ladrar las palabras.

– Padres conscriptos, el estado de la moral en Roma es una tragedia. Nosotros, los hombres que estamos por encima de todos los demás porque somos miembros del cuerpo gubernamental más importante de Roma, no estamos cumpliendo con nuestro deber de custodios de la moral romana. ¿Cuántos hombres de los aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántas esposas de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántos padres y madres de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? ¿Cuántos hijos o hijas de hombres aquí presentes son culpables de adulterio? Mi bisabuelo el Censor, el mejor hombre que Roma haya dado nunca, sostenía opiniones rotundas acerca de la moralidad, y acerca de todo lo demás. El nunca pagó más de cinco mil sestercios por un esclavo. Nunca robó los afectos de ninguna mujer romana, ni se acostó con ella. Cuando murió su esposa, Licinia, se conformó con los servicios de una esclava, como corresponde a un hombre de setenta y tantos años. Pero cuando su propio hijo y su nuera se quejaron de que la esclava se había hecho la reina de la casa, él puso en su lugar a la chica y volvió a casarse. Pero no quiso elegir una esposa entre sus iguales, porque se consideraba demasiado anciano para ser un marido adecuado para cualquier noble romana. Así que se casó con la hija del liberto Salonio, su esclavo manumitido. Yo desciendo de esa estirpe, y me enorgullece decirlo. Catón el Censor era un hombre moral, un hombre recto, un adorno para este Estado. Le gustaban las tormentas y los truenos porque su esposa se abrazaba a él llena de terror y así podía permitirse a sí mismo abrazarla delante de los sirvientes y de los miembros libres de la casa. Porque, como todos sabemos, un marido romano decente y moral no debería darle gusto a sus sentidos en lugares y a horas que no son los adecuados para actividades íntimas. Yo he modelado mi propia vida y conducta según el ejemplo de mi bisabuelo, el cual, cuando le llegó la hora de la muerte, prohibió que gastasen grandes sumas en sus exequias. Fue a una pira modesta y sus cenizas se guardaron en una sencilla urna barnizada. Su tumba es aún más sencilla, aunque se encuentra al lado de la vía Apia y siempre está adornada con flores que le lleva algún ciudadano admirador. Pero, ¿y si Catón el Censor tuviera que pasear por las calles de la Roma moderna? ¿Qué verían aquellos claros ojos? ¿Qué oirían aquellos oídos tan perceptivos? ¿Qué pensaría aquel lúcido y formidable intelecto? Me estremece hablar de ello, padres conscriptos, pero me temo que debo hacerlo. No creo que él soportase vivir en este estercolero que llamamos Roma. Las mujeres se sientan en las cunetas tan borrachas que vomitan, Los hombres acechan en los callejones para atracar y asesinar. Niños de ambos sexos se prostituyen a la puerta de Venus Euxina. ¡Incluso he visto a quienes parecían hombres respetables levantarse la túnica y agacharse para defecar en la calle cuando tenían a la vista una letrina pública! La intimidad para las funciones corporales y la modestia en la conducta se consideran algo pasado de moda, ridículo, risible. Catón el Censor lloraría. Luego se iría a casa y se colgaría. ¡Oh, cuántas veces he tenido yo que resistir la tentación de hacer lo mismo!

– ¡No, Catón, no resistas ni un momento más esa tentación! -le gritó Craso.

Catón continuó dando la tabarra sin darse cuenta de aquello, por lo visto.

– Roma es un estofado. Pero, ¿qué otra cosa puede esperarse uno cuando los hombres que se sientan en esta Cámara se dedican a saquear a las esposas de otros hombres, o que sólo piensan en la santidad de su carne para abrirse paso por indecibles orificios hacia actos que no se pueden ni mencionar? Catón el Censor lloraría. ¡Y miradme, padres conscriptos! ¿Veis cómo lloro? ¿Cómo puede ser fuerte un estado, cómo puede pensar en gobernar el mundo cuando los hombres que gobiernan ese estado son degenerados, decadentes, llagas asquerosas y rezumantes? ¡Debemos detener todo este interés por irrelevancias ajenas a nosotros, como los publicani de Asia, y dedicar un año entero a librar de malas hierbas el jardín de Roma! A devolver la decencia a este lugar como nuestra más alta prioridad! ¡A promulgar leyes que hagan imposible que unos hombres violen a otros hombres, que delincuentes patricios fanfarroneen abiertamente de relaciones incestuosas, que los gobernadores de nuestras provincias exploten sexualmente a niños! Las mujeres que cometen adulterio deberían ser ejecutadas, como en los viejos tiempos. Las mujeres que beben vino deberían ser ejecutadas, como en los viejos tiempos. Las mujeres que aparecen en reuniones públicas en el Foro para abuchear y gritar insultos soeces deberían ser ejecutadas… aunque no como en los viejos tiempos, ¡porque en los viejos tiempos ninguna mujer habría osado ni en sueños hacer semejante cosa! ¡Las mujeres llevan en su seno y dan a luz hijos, no sirven para otra cosa! Pero, ¿dónde están las leyes que necesitamos para reforzar una moral como es debido? ¡No existen, padres conscriptos! ¡Y, sin embargo, si Roma ha de sobrevivir, esas leyes deben ser promulgadas!

– Cualquiera diría que les está hablando a los habitantes de la República ideal de Platón, no a hombres que tienen que revolcarse en la mierda de Rómulo -le cuchicheó Cicerón a Pompeyo.

– Va a seguir perorando hasta que se ponga el sol -dijo Pompeyo con aire lúgubre-. ¡Qué sandeces más completas está diciendo! Los hombres somos hombres y las mujeres son mujeres. Empleaban los mismos trucos bajo el mandato de los primeros cónsules que utilizan hoy bajo el mandato de Celer y Afranio.

– Fijaos bien -rugió Catón-. ¡Las actuales condiciones escandalosas son resultado directo de una excesiva exposición a la laxitud oriental! ¡Desde que expandimos nuestro dominio por el Mare Nostrum hasta lugares como Anatolia y Siria, nosotros, los romanos, hemos caído en hábitos asquerosamente sucios importados de esos sumideros de iniquidad! Por cada cereza o cada naranja que hemos traído de allí para incrementar la productividad de nuestra amada tierra, hemos traído diez mil males. Es una mala acción conquistar el mundo, y no tengo reparos en decirlo. Que Roma continúe siendo lo que siempre fue en los viejos tiempos, un lugar moral y contenido lleno de ciudadanos trabajadores que se ocupaban de sus propios asuntos y no les importaba lo que sucediera en Campania o en Etruria, ¡y no digamos en Anatolia o en Siria! Todo romano era entonces feliz y estaba contento. El cambio vino cuando hombres avarientos y ambiciosos se levantaron por encima del nivel establecido para todos los hombres. ¡Debemos dominar Campania, debemos imponer nuestro gobierno en Etruria, todo italiano debe convertirse en romano! ¡Y todas las carreteras deben conducir a Roma! El gusano empezó a carcomer… lo que era bastante dinero ya no bastaba, y el poder se hizo más embriagador que el vino. ¡Mirad el número de funerales pagados por el Estado que soportamos en estos tiempos! ¿Con qué frecuencia en los viejos tiempos desembolsaba el Estado su precioso dinero para enterrar a hombres que bien podían pagarse sus propios funerales? ¿Con qué frecuencia hace eso el Estado ahora? ¡A veces da la impresión de que soportamos un funeral estatal cada nundinum! Yo fui cuestor urbano, ¡y sé cuánto dinero público se despilfarra en frivolidades como funerales y festines! ¿Por qué ha de contribuir el Estado a pagar banquetes públicos para que el proletariado pueda regalarse con anguilas y ostras y se lleve a su casa las sobras en un saco? ¡Yo os diré por qué! ¡Para que algún hombre ambicioso pueda comprarse el consulado! «¡Oh, grita ese hombre, pero si el proletariado no puede darme votos! ¡Yo soy un patriota romano, a mí simplemente me gusta dar placer a los que no pueden pagarse el placer!» ¡No, el proletariado no puede darles votos! ¡Pero todos los comerciantes que abastecen la comida y la bebida sí que pueden y le dan los votos! ¡Mirad las flores de Cayo César cuando fue edil curul! ¡Por no hablar de que repartió refrigerios suficientes para llenar doscientas mil barrigas que no se lo merecían! ¡Intentad sumar, si sabéis, el número de vendedores de pescado y de flores que le deben a Cayo César su primer voto! Pero es legal, nuestras leyes contra el soborno no pueden tocar a César…

En ese punto Pompeyo se levantó y salió, y a continuación dio comienzo un éxodo masivo de senadores. Cuando el sol se puso sólo quedaban cuatro hombres para escuchar una de las mejores peroratas de Catón: Bíbulo, Cayo Pisón, Ahenobarbo y el desventurado cónsul que tenía las fasces, Lucio Afranio.

Tanto Pompeyo como Craso le enviaron cartas a César al Campo de Marte, donde éste se alojaba en la posada de Minicio. Se encontraba muy cansado porque -a pesar de su enorme corpulencia y fuerza- ya no era lo bastante joven como para remar varios días seguidos; Burgundo estaba sentado en silencio en un rincón del salón privado de César mirando cómo su amado amo conversaba en voz baja con Balbo, que había preferido hacerle compañía antes que entrar en Roma sin César.

Las cartas llegaron transportadas por el mismo mensajero, y a César le llevó poco tiempo leerlas. César levantó la mirada hacia Balbo.

– Bueno, al parecer no voy a poder presentarme a cónsul in absentía -le dijo con calma-. La Cámara parecía dispuesta a concederme el favor, pero Catón estuvo hablando hasta que se puso el sol e impidió que se votase. Craso viene de camino para verme ahora. Pompeyo no vendrá porque cree que lo están vigilando, y es muy probable que tenga razón.

– ¡Oh, César! -A Balbo se le empañaron los ojos, pero lo que hubiera dicho después nunca llegó a ser pronunciado; Craso irrumpió en la habitación echando chispas.

– ¡El muy mojigato, remilgado y engreído! ¡Detesto a Pompeyo Magnus y desprecio a idiotas como Cicerón, pero a Catón es que lo mataría! ¡Vaya líder que ha heredado ese núcleo irreductible en su persona! ¡Catulo seguiría el ejemplo de su padre y se asfixiaría aspirando exhalaciones de yeso fresco si lo supieral ¿Quién ha dicho que la incorruptibilidad y la honestidad son las virtudes que más importan? Yo prefiero tratar con el usurero más tramposo y más rastrero del mundo antes que mear en la dirección general de Catón! ¡Él es más advenedizo que cualquier Hombre Nuevo que haya pisado la vía Flaminia escarbándose los dientes con una espiga! ¡Mentula! ¡Verpa! ¡Cunnus! ¡Puaf!

Todo aquello lo escuchó César fascinado y con una deleitada sonrisa de oreja a oreja.

– Mi querido Marco, nunca creí que tuviera que decírtelo a ti, pero, ¡cálmate! ¿Por qué sufrir un ataque por causa de alguien como Catón? El no ganará, con toda su muy ensalzada integridad.

– César, ¡él ya ha ganado! Ahora no puedes ser cónsul en el año nuevo, y, ¿qué va a ser de Roma? Si no hay un cónsul lo bastante fuerte para aplastar a babosas como Catón y Bíbulo, ¡yo me desesperaré! ¡No habrá ninguna Roma! ¿Y cómo voy a proteger mi posición con las Dieciocho si tú no eres cónsul senior?

– No pasa nada, Marco, de verdad. Yo seré cónsul senior en el año nuevo, aunque me toque cargar con Bíbulo como colega.

La rabia de Craso se desvaneció; Craso, boquiabierto, miró a César.

– ¿Quieres decir que estás dispuesto a renunciar a tu desfile triunfal? -graznó.

– Desde luego que sí.

– César se dio la vuelta en su asiento-. Burgundo, ya empieza a ser hora de que vayas a ver a Cardixa y a tus hijos. Ve a la domus publica y quédate allí. Dale a mi madre dos recados: que llegaré a casa mañana por la noche, y que empaquete mi toga candida y me la envíe aquí esta noche. Mañana al amanecer cruzaré el pomerium y entraré en Roma.

– ¡César, es un sacrificio demasiado grande! -protestó Craso, al borde de las lágrimas.

– ¡Tonterías! ¿Qué sacrificio? Ya habrá otros triunfos para mí:

no pienso irme a una provincia pacífica después de mi consulado, te lo aseguro. Ya deberías conocerme, Marco. Y si yo siguiera adelante y desfilase triunfalmente en los idus, ¿qué clase de espectáculo sería? Nada digno de mí. Es muy difícil competir con Magnus, quien tardó dos días en presentar todo el desfile. No, cuando yo triunfe será tomándome el tiempo que haga falta, y será algo nunca visto. Yo soy Cayo Julio César, no Metelo Pequeña Cabra Crético. Roma deberá hablar de mi desfile durante generaciones. Nunca consentiré ser un fracasado.

– ¡No me creo lo que oigo! ¿Renunciar a tu triunfo? ¡Cayo, Cayo, ésa es la cima de la gloria de cualquier hombre! ¡Mírame a mí! ¡Durante toda mi vida el triunfo se me ha escapado, y es lo único que anhelo antes de morir!

– Entonces tendremos que conseguir que tengas tu triunfo. Anímate, Marco, venga. Siéntate y bébete una copa del mejor vino de Minicio, y luego cenemos. He descubierto que remar doce horas al día durante doce días le abre a cualquiera un enorme apetito.

– ¡Yo sería capaz de matar a Catón! -dijo Craso; y se sentó.

– Como no hago más que repetir a oídos enormemente sordos, la muerte no es castigo apropiado ni siquiera para Catón. La muerte birla la mejor victoria, pues le ahorra a los enemigos de uno el verse derrotados. A mí me encanta medirme con los Catones y los Bíbulos. Nunca ganarán.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Simple -dijo César sorprendido-. Ellos no desean ganar con tanta pasión como lo deseo yo.

La rabia había desaparecido, pero Craso aún no había logrado adoptar su habitual semblante impasible cuando dijo, con cierta incomodidad; -Tengo algo menos importante que contarte, pero quizás tú no lo veas igual que yo.

– ¿Ah, sí?

Después de lo cual Craso realmente se acobardó.

– Lo dejaremos para más tarde. Hemos estado hablando como si tu amigo ahí presente no existiera.

– ¡Oh, dioses! ¡Balbo, perdóname! -exclamó César-. Ven aquí que te presente a un plutócrata mucho más forrado que tú. Lucio Cornelio Balbo el Viejo, éste es Marco Licinio Craso.

«Y ése -pensó César- sí que es un apretón de manos entre iguales donde los haya. No comprendo qué placer les produce ganar dinero, pero entre los dos probablemente podrían comprar y vender toda la península Ibérica. Y qué encantados están de conocerse por fin. No es tan raro que no se hayan conocido antes. Los días de Craso en Hispania habían acabado cuando Balbo aún no era conocido allí. Y éste es el primer viaje de Balbo a Roma, donde tengo muchas esperanzas de que establezca su residencia.»

Los tres hombres celebraron una alegre comida, porque al parecer una vez que el imperturbable Craso se veía catapultado fuera de su imperturbabilidad, le resultaba difícil recuperar ese estado mental. Hasta que no se retiraron los platos y se despabilaron las lámparas no se refirió Craso a la otra noticia que tenía para César.

– Tengo que decírtelo, Cayo, pero no te va a gustar -dijo.

– ¿Que no me va a gustar qué?

– Nepote pronunció un breve discurso en la Cámara referente a tu solicitud de presentarte in absentia.

– No a mi favor.

– Todo lo contrario.

Craso dejó de hablar.

– ¿Qué dijo? ¡Venga, Marco, no puede ser tan malo!

– Peor.

– Entonces será mejor que me lo digas.

– Dijo que no quería otorgarle ningún tipo de favor a un homosexual tristemente famoso como tú. Esa fue la parte amable. Ya conoces a Nepote, muy ácido, desde luego. El resto fue extraordinariamente gráfico y se refería al rey Nicomedes de Bitinia.

– Craso se detuvo de nuevo, pero como César no decía nada, se apresuró a seguir-. Afranio ordenó a los escribas que borrasen aquella declaración de las actas, y le prohibió a Nepote asistir a ninguna reunión del Senado mientras él tenga las fasces. Resolvió la situación muy bien, realmente.

Desde luego César no estaba mirando ni a Craso ni a Balbo; la luz era tenue. César no se movió, no había expresión alguna en aquel rostro suyo que pudiera producir alarma. Y, sin embargo, ¿por qué dio la impresión de que la temperatura de la habitación se había hecho de pronto muchísimo más fría?

La pausa no fue lo suficientemente prolongada como para calificarla de silencio antes de que César dijera, en un tono de voz normal:

– Esa fue una tontería por parte de Nepote. Les haría más servicio a los boni en la Cámara que desterrado de ella. Debe asistir a todos los consejos de los boni, y debe ser uña y carne con Bíbulo. He esperado años a que se removiese ese bulo. Bíbulo levantó gran parte de esa noticia falsa hace casi media vida, pero luego el rumor pareció apagarse.

– La sonrisa de César destelló, pero no había diversión en ella-. Amigos míos, os predigo que éstas van a ser unas elecciones muy sucias.

– En la Cámara aquello no sentó bien -le explicó Craso-. Hubiera podido oírse el ruido que produce una polilla al posarse sobre una toga. Nepote debió de darse cuenta de que se había perjudicado a sí mismo más de lo que había logrado perjudicarte a ti, porque cuando Afranio lo conminó a marcharse, Nepote le soltó a él también una grosería, le dijo la vieja pulla de «hijo de Aulo», y salió de la Cámara.

– Me decepciona Nepote, creí que tenía más astucia.

– O quizás esté protegiendo una tendencia suya en ese mismo sentido -dijo ruidosamente Craso-. En su momento resultaba gracioso, pero si recuerdas cómo se comportaba él durante las reuniones de la plebe cuando él era tribuno, siempre movía mucho las pestañas y les tiraba besos a los zoquetes pesados como Termo.

– Todo lo cual está fuera del tema -dijo César poniéndose en pie al mismo tiempo que Craso-. Nepote ha perjudicado mi dignitas. Eso significa que yo tendré que perjudicar a Nepote.

Cuando volvió al salón después de acompañar a Craso a la salida, encontró a Balbo enjugándose las lágrimas.

– ¿Afligido por algo tan vulgar como Nepote? -le preguntó.

– Conozco tu orgullo, así que sé cómo te duele.

– Sí -dijo César dejando escapar un suspiro-, me duele, Balbo, pero no lo admitiré ante ningún romano de mi propia clase. Otra cosa sería si fuera cierto, pero no lo es. Y en Roma una acusación de homosexualidad es muy dañina. La dignitas padece.

– Yo creo que Roma se equivoca -dijo Balbo con suavidad.

– En realidad, yo también. Pero eso no tiene importancia. Lo que importa es la mos maiorum, nuestras costumbres y tradiciones de siglos. Por la razón que sea, y no sé cuál es esa razón, la homosexualidad no se aprueba. Nunca se ha aprobado. ¿Por qué crees que hubo tanta resistencia en Roma a las cosas griegas hace dos siglos?

– Pero también debe de existir aquí, en Roma.

– A carretadas, Balbo, y no sólo entre aquellos que no pertenecen al Senado. Catón el Censor lo decía de Escipión el Africano, y de Sila desde luego era cierto. ¡No importa, no importa! ¡Si la vida fuera fácil, qué aburridos estaríamos!

El cónsul senior y oficial electoral, Quinto Cecilio Metelo Celer, había instalado su barraca en el Foro inferior bastante cerca del tribunal del pretor urbano, y allí presidía para tomar en consideración las numerosas solicitudes que le eran presentadas por aquellos que deseaban presentarse a las elecciones de pretores o de cónsules. Sus obligaciones abarcaban también las otras dos tandas de elecciones, que se celebraban más tarde, en el mes de quintilis, lo cual le había proporcionado a Catón excusa para adelantar el cierre de las candidaturas curules. De ese modo, decía Catón, el oficial electoral podía dedicar la atención y la consideración debidas a los candidatos curules antes de tener que entendérselas con el pueblo y la plebe.

El hombre que se presentaba como candidato para cualquier magistratura se ataviaba con la toga candida, una prenda de cegadora blancura lograda a base de blanquearla al sol y de darle un frotado final con yeso. En pos del candidato iban sus clientes y amigos, cuanto más importantes mejor. Aquellos que tenían mala memoria empleaban un nomenclator, cuya obligación consistía en susurrar el nombre de cada uno de los hombres con que se encontraba en el oído permanentemente inclinado del candidato, cosa que resultaba difícil últimamente, pues los nomenclatores habían sido declarados oficialmente ilegales.

El candidato inteligente hacía acopio incluso de la última onza de paciencia y se preparaba para escuchar a cualquicra, a todo aquel que quisiera hablar con él, por muy prolongada o prolijamente que fuera. Si por casualidad se encontraba con una madre y su bebé, le sonreía a la madre y besaba al pequeño; en eso no había votos, desde luego, pero bien podía ser que ella convenciera al marido para que lo votase. El candidato se reía ruidosamente cuando venía al caso, lloraba copiosamente si le contaban cuentos de infortunio, se ponía solemne y serio cuando se abordaban temas solemnes y serios; pero nunca ponía cara de aburrimiento o de falta de interés, y se cercioraba de no decirle alguna inconveniencia a quien no debía. Estrechaba tantas manos que tenía que meter la mano en agua fría cada noche. Convencía a sus amigos famosos por su oratoria para que se subieran a la tribuna o la plataforma de Cástor y se dirigieran a los asiduos del Foro para hablarles del hombre tan sublime que era él, de qué firme pilar del sistema era él, de cuántas generaciones de imagines llenaban su atrio… y de lo malísimos, reprensibles, deshonestos, corruptos, no patrióticos, viles, sodomizadores, comedores de heces, violadores de niños, incestuosos, bestiales, depravados, amantes de la buena vida, perezosos, glotones y alcohólicos que eran todos sus oponentes. Le prometía todo a todo el mundo, por muy imposible que resultase cumplir tales promesas.

Muchas eran las leyes que Roma había puesto en las tablillas para restringir al candidato: no debía contratar al necesario nomenclator, no podía ofrecer espectáculos de gladiadores, se le prohibía agasajar a la gente, con excepción de sus más íntimos amigos y familiares, no podía hacer regalos y, desde luego, no podía pagar dinero como soborno. De manera que lo que ocurría era que con algunas de las cosas que estaban prohibidas -el nomenclator, por ejemplo- se hacía la vista gorda, y otras, como lo de los gladiadores y los banquetes, habían caído en desuso y el dinero que habrían costado se utilizaba en cambio para sobornos en metálico.

Lo interesante de un romano era que si consentía en ser comprado, comprado quedaba. Lo tenían como un asunto de honor, y a un hombre que no cumpliera después de ser sobornado se le hacía el vacío. Casi nadie que estuviera por debajo del nivel de un caballero de las Dieciocho era impermeable al soborno, cosa que suponía una muy bienvenida pequeña cantidad de dinero que tanto se necesitaba. Los principales beneficiarios eran hombres de la primera clase inferiores al nivel de las Dieciocho Centurias senior, y, en menor medida, los hombres de la segunda clase. La tercera, cuarta y quinta clases no merecían el gasto, pues rara vez se les convocaba a votar en las elecciones centuriadas. Un hombre que tuviera de su parte a todas las Centurias no tenía verdadera necesidad de sobornar a la segunda clase, tanto peso tenían las Centurias en favor de los votantes de la primera clase, que también eran los más ricos, pues las Centurias estaban clasificadas basándose en los medios económicos.

Más difícil resultaba influir en las elecciones tribales mediante sobornos, pero no imposible. Ningún candidato a edil o a tribuno de la plebe se tomaba la molestia de sobornar a los miembros de las extensas cuatro tribus urbanas; en lugar de ello, dichos candidatos ponían el esfuerzo en las tribus rurales que tenían unos cuantos miembros dentro de Roma en época de elecciones.

La cantidad que cada hombre ofreciera dependía de él. Podían ser mil sestercios a cada uno de dos mil votantes, o cincuenta mil a cada uno de cuarenta votantes con suficiente influencia como para convencer a otros hombres. Los clientes tenían obligación de votar a sus patrones, pero un regalo en dinero en metálico también ayudaba en ese terreno. Un desembolso de dos millones de sestercios en total era la suma que un hombre extraordinariamente rico podía pensar en gastarse; a lo sumo. Algunas elecciones eran igualmente famosas porque los sobornantes eran muy tacaños, y aquellos que esperaban que les sobornasen criticaban dichas elecciones con dureza.

Los sobornos se distribuían en su mayor parte antes del día de las votaciones, aunque la mayoría de los candidatos que habían desembolsado grandes sumas de dinero para sobornar se aseguraban de poner interventores tan cerca como fuera posible de las cestas para comprobar lo que un votante había grabado en su tablilla. Y el peligro radicaba en sobornar a la persona inadecuada; Catón era famoso por reunir a un buen número de hombres para que aceptase sobornos y luego los utilizaba como testigos ante el Tribunal de Sobornos. Aquello no era deshonroso, pues el hombre sobornado votaba desde luego como debía, pero luego no tenía remordimientos para prestar declaración en un procesamiento porque había sido reclutado precisamente para hacer eso antes de haber aceptado el dinero. Por ese motivo la mayoría de los hombres que eran procesados por soborno electoral habían logrado ser elegidos, desde Publio Sila hasta Autronio o Murena. No solía juzgarse a los sobornados, sólo juzgaban a los que habían pagado sobornos y salían elegidos.

Normalmente había hasta un total de diez candidatos a cónsules, seis o siete era el número más frecuente, y por lo menos la mitad de ellos procedían de las Familias Famosas. El electorado solía tener un campo donde elegir rico y variado. Pero el año en que César se presentó a cónsul la Fortuna favoreció a Bíbulo y los boni. A la mayoría de los pretores del año de César les habían concedido una prórroga en sus respectivas provincias, así que no estaban en Roma para competir en unas elecciones donde el peso se inclinaba tanto en dirección a un hombre: todo romano al tanto de la política sabía que César no podía perder. Y ese hecho reducía las posibilidades de todos los demás. Sólo otro hombre aparte de César podía convertirse en cónsul, y si acaso sería cónsul junior. César, con toda seguridad, sacaría el máximo número de votos, lo cual lo convertiría en cónsul senior. Por tanto, muchos hombres que aspiraban a ser cónsules decidieron no presentarse en el año de César. Una derrota siempre era perjudicial.

Por consiguiente, los boni decidieron apostarlo todo a un solo hombre, Marco Calpurnio Bíbulo, e iban por todas partes convenciendo a los candidatos en potencia de familia noble o antigua para que no se presentase compitiendo con Bíbulo. ¡Él tenía que ser cónsul junior! Como cónsul junior estaría en posición de hacerle la vida a César como cónsul senior muy difícil y frustrante.

El resultado fue que sólo hubo cuatro candidatos, sólo dos de los cuales procedían de familias nobles: César y Bíbulo. Los otros dos candidatos eran Hombres Nuevos, y de los dos, sólo uno tenía alguna probabilidad: Lucio Luceyo, un famoso abogado y leal partidario de Pompeyo. Naturalmente Luceyo sobornaría, pues la fortuna de Pompeyo lo respaldaba, así como la considerable fortuna que él mismo poseía. La cantidad de dinero ofrecida en sobornos le daba a Luceyo una oportunidad, pero sólo una oportunidad remota. Bíbulo era un Calpurnio, le respaldaban los boni y sin duda él también recurriría a los sobornos.

César cruzó el pomerium y entró en Roma al romper el alba.

Acompañado sólo de Balbo, bajó por la vía Lata a pie hacia la colina de los Banqueros, entró en la ciudad por la puerta Fontinalis, y bajó al Foro; la prisión Lautumiae le quedaba a la derecha y la basílica Porcia a la izquierda.

Cogió desprevenido, hábilmente, a Metelo Celer, pues el oficial electoral curul estaba sentado en su barraca mirando con embeleso un águila que se encontraba posada en el tejado del templo de Cástor, y no advirtió movimiento alguno procedente de la dirección de la prisión.

– Un auspicio interesante -le dijo César.

Celer se sofocó, se atragantó, barrió todos los papeles, hizo un montón con ellos y se puso en pie de un bote.

– ¡Llegas demasiado tarde, ya he cerrado! -exclamó.

– Venga ya, Celer, no creo que te atrevas a ser tan inconstitucional. Estoy aquí para presentar mi candidatura para el consulado antes de las nonas de junio. Hoy tienes abierto, el Senado así lo ha decretado. Cuando llegué a tu presencia, tú estabas sentado dispuesto a trabajar. Por lo tanto, aceptarás mi candidatura. No existe impedimento alguno.

De pronto el Foro inferior se había llenado de bote en bote; todos los clientes de César estaban allí, y era un hombre tan importante, al que Celer conocía, que no se atrevió a cerrar la barraca. Marco Craso avanzó con paso majestuoso hasta César y se colocó junto a su brillante y blanco hombro.

– ¿Hay algún problema, César? -gruñó.

– Ninguno, que yo sepa. ¿Y bien, Quinto Celer?

– No has entregado las cuentas de tu provincia.

– Sí que lo he hecho, Quinto Celer. Llegaron al Tesoro ayer por la mañana, con instrucciones de que fueran revisadas inmediatamente. ¿Quieres que vayamos juntos dando un paseo hasta el templo de Saturno ahora y averigüemos si existe alguna discrepancia?

– Acepto tu candidatura para el consulado -le dijo Celer; y se inclinó hacia adelante-. ¡Eres un tonto! -le gruñó-. Has renunciado a tu desfile triunfal. ¿Y para qué? ¡Bíbulo te tendrá atado de pies y manos, eso te lo juro! Deberías haber esperado hasta el año que viene.

– Para el año que viene no existiría Roma si a Bíbulo se le dejase campar a sus anchas. No, ésa no es la expresión apropiada, habría que decir si Bíbulo estuviera sin hacer nada y prohibiéndolo todo. Sí, eso lo expresa mejor.

– ¡Te lo prohibirá todo aunque tú seas su superior!

– Una pulga quizás lo intente.

César dio media vuelta, le echó un brazo por los hombros a Craso y se adentraron entre una multitud extasiada pero llorosa, tan disgustada por la pérdida del triunfo de César como rebosante de júbilo al verlo aparecer dentro de la ciudad.

Durante un momento Celer contempló aquel recibimiento emocionado y luego les hizo una breve seña a sus ayudantes.

– Esta barraca está cerrada -dijo; y se puso en pie-. ¡Lictores, a la casa de Marco Calpurnio Bíbulo, y daos prisa por una vez!

Como eran las nonas y no estaba fijada ninguna sesión del Senado, Bíbulo se encontraba en casa cuando llegó Celer.

– ¿Adivinas quién acaba de declararse candidato? -le preguntó entre dientes mientras irrumpía en el despacho de Bíbulo.

El rostro huesudo y pelado que lo recibió se puso todavía más pálido, algo que cualquiera habría dicho que era imposible.

– ¡Bromeas!

– No bromeo -dijo Celer mientras se dejaba caer en una silla y le echaba una mirada de desagrado al ocupante de la silla de las personas importantes, Metelo Escipión. ¿Por qué tenía que estar allí aquel lúgubre mentula?-. César ha cruzado el pomerium y ha renunciado a su imperium.

– ¡Pero si tenía que desfilar en triunfo! -Ya os advertí que él ganaría -dijo Metelo Esqipión-. ¿Y sabéis por qué gana siempre? Porque no se detiene a contar el gasto. Él no piensa como nosotros. Ninguno de nosotros habría renunciado a un triunfo teniendo la posibilidad de ser cónsul cualquier otro año.

– Ese hombre está loco -dijo Celer; y frunció el entrecejo.

– Muy loco o muy cuerdo, nunca estoy seguro -dijo Bíbulo, y dio unas palmadas. Cuando apareció un criado le dio órdenes-: Manda a llamar a Marco Catón, Cayo Pisón y Lucio Ahenobarbo.

– ¿Un consejo de guerra? -preguntó Metelo Escipión, que suspiraba como si tuviera delante la perspectiva de otra causa perdida.

– ¡Sí, sí! ¡Aunque te lo advierto, Escipión, ni una palabra acerca de que César siempre gana! No nos hace falta un profeta fatalista entre nosotros; en lo referente a profetizar la fatalidad tú estás en la liga de Casandra.

– ¡De Tiresias, muchas gracias! -dijo Metelo Escipión muy estirado-. ¡Yo no soy una mujer!

– Bueno, él lo fue durante algún tiempo -dijo Celer con una risita tonta-. ¡Y ciego también! ¿Has estado viendo copular serpientes últimamente, Escipión?

Cuando César entró en la domus publica era después del mediodía. Todo se había detenido, tanta era la gente que había afluido al Foro para verle, y también había tenido que ocuparse de Balbo; a Balbo había que concederle todas las atenciones distinguidas, y César le había ido presentando a todos los hombres preeminentes con que se encontraron.

Llevó algún tiempo instalar a Balbo en una de las habitaciones para invitados del piso de arriba, y más tiempo todavía saludar a su madre, a su hija y a las vestales. Pero por fin, no mucho antes de la cena, pudo cerrar la puerta del despacho al resto del mundo y quedarse solo para meditar.

El triunfo era cosa del pasado; no perdió mucho tiempo pensando en ello. Muchísimo más importante era decidir qué hacer a continuación… y adivinar qué pensarían hacer a continuación los boni. La veloz partida de Celer del Foro no le había pasado inadvertida, lo cual significaba sin duda que los boni en aquel momento estarían celebrando un consejo de guerra.

Era una gran lástima lo de Celer y Nepote. Ellos habían sido antes unos aliados excelentes. Pero, ¿por qué se habían metido en el problema de convertirse ahora en mortales antagonistas suyos? Pompeyo era el blanco al que ellos apuntaban, y tampoco tenían ninguna prueba verdadera de que César, una vez que fuera cónsul, pensase convertirse en la marioneta de Pompeyo. Era cierto que César siempre había hablado en favor de Pompeyo en la Cámara, pero nunca habían sido amigos íntimos, ni les unía ningún parentesco de sangre. Pompeyo no le había ofrecido a César ningún cargo como legado suyo mientras estuvo conquistando el Este; no existía ningún estado de atnicitia entre ellos. ¿Se habrían visto obligados los hermanos Metelo a hacer suyos todos los enemigos de los boni como precio por ser admitidos en sus filas? No era muy probable, dada la influencia que poseían los hermanos Metelo. No tenían necesidad de dar coba a los boni. Los boni hubieran acudido a ellos arrastrándose.

Lo más desconcertante de todo era aquel ataque absolutamente difamatorio de Nepote en la Cámara; aquello era indicio de un rencor colosal, de un odio muy personal. ¿Por qué? ¿Lo odiaban ya dos años atrás, cuando habían colaborado con él de un modo tan espléndido? Decididamente no. César no era Pompeyo, no era víctima de la clase de inseguridad que llevaba a Pompeyo a inquietarse por si la gente lo estimaba o lo despreciaba; ahora su sentido común le decía a César que hacía dos años aquel odio no existía. Entonces, ¿por qué se habían vuelto contra él los hermanos Metelo? ¿Por qué? ¿Mucia Tercia? ¡Sí, por todos los dioses, Mucia Tercia! ¿Qué les habría dicho ella a sus hermanos de madre para justificar su forma de obrar en ausencia de Pompeyo? Entregar su noble cuerpo a alguien como Tito Labieno no la habría dejado en buen lugar ante los ojos de los dos Cecilios Metelos más influyentes que quedaban vivos, y sin embargo ellos no sólo la habían perdonado, sino que habían salido en su defensa en contra de Pompeyo. ¿Le había echado ella la culpa a César, a quien conocía desde hacía veintiséis años, cuando ella se casó con el joven Mario? ¿Les habría dicho ella que César había sido su seductor? El rumor tenía que haber salido de alguna parte. ¿Qué mejor fuente que Mucia Tercia?

De manera que los hermanos Metelo eran ahora sus enconados enemigos. Bíbulo, Catón, Cayo Pisón, Ahenobarbo y una multitud de boni menos importantes, como Marco Favonio y Munacio Rufo, harían cualquier cosa menos asesinarlo con tal de hacerlo caer. Lo cual sólo dejaba a Cicerón. El mundo estaba ampliamente provisto de hombres que nunca podían tomar una decisión, flirteaban con este grupo, halagaban a aquel otro, y acababan por no tener ningún aliado y muy pocos amigos. Así era Cicerón. De qué parte estaría él en aquel momento era algo que cualquiera tendría que adivinar; probablemente ni el propio Cicerón lo sabía. En un momento dado adoraba a su queridísimo Pompeyo, y al momento siguiente odiaba todo lo que Pompeyo era o representaba. ¿Qué oportunidad tenía César, siendo amigo de Craso? Sí, César, abandona toda esperanza acerca de Cicerón…

Lo más sensato era formar una alianza política con Lucio Luceyo. César lo conocía bien porque habían trabajado en muchos juicios juntos, casi siempre con César en el estrado. Abogado brillante, orador espléndido y hombre inteligente que merecía ennoblecerse a sí mismo y ennoblecer a su familia. Luceyo y Pompeyo podían permitirse sobornar, y sin duda sobornarían. Pero, ¿daría resultado? Cuanto más pensaba César en aquello, menos confiado se sentía. ¡Ojalá el Gran Hombre tuviera seguidores en el Senado y en las Dieciocho! El problema era que no los tenía, particularmente en el Senado, un sorprendente estado de cosas que podía atribuirse directamente a su antiguo desprecio por la ley y por la constitución no escrita de Roma. Les había pasado por la nariz al Senado sus propios excrementos con el fin de obligarlos a que le permitieran presentarse a cónsul sin siquiera haber sido senador. Y ellos no lo habían olvidado, ninguno de los padres conscriptos que hubiera pertenecido al Senado en aquella época lo había olvidado. Había sido en una época no muy lejana, en realidad. Una simple década. Los únicos partidarios senatoriales leales a Pompeyo eran sus paisanos picentinos como Petreyo, Afranio, Gabinio, Lolio, Labieno, Luceyo y Herenio, y ésos, precisamente, no tenían importancia. Entre todos no podían convencer a un senador de los bancos de atrás para que votase de determinada manera a menos que el senador de la parte de atrás fuera picentino. El dinero podía comprar algunos votos, pero la logística de distribuir bastante dinero entre los suficientes votantes derrotaría a Pompeyo y a Luceyo si los boni también decidían sobornar.

Por lo tanto los boni estarían sobornando. Oh, sí, decididamente. Y si Catón daba el visto bueno a los soborno, no habría manera de descubrirlo a menos que el propio César adoptase la táctica de Catón. Cosa que no haría. No por principios, sino simplemente por falta de tiempo y de saber a quién acudir para que actuase como informador. Para Catón aquello era un perfecto arte; llevaba años haciéndolo. Así que prepárate para la lucha, César, vas a tener a Bíbulo por colega junior, te guste o no…

¿Qué más podían hacer? Conseguir que a los cónsules del año siguiente se les negase después el acceso a las provincias. Y bien podía ser que lo lograsen. En aquel momento las dos Galias eran las provincias consulares que se asignaban a los cónsules, debido al malestar que existía en la provincia ulterior entre los alóbroges, los eduos y los secuanos. Las Galias solían trabajarse en tándem, la Galia Cisalpina servía como base de reclutamiento y abastecimiento para la Galia de más allá de los Alpes; un gobernador luchaba y el otro mantenía las fuerzas. A los cónsules del año en curso, Celer y Afranio, se les habían concedido ya las Galias para el año siguiente, y era Celer el que tenía que luchar más allá de los Alpes, y Afranio le respaldaría desde el lado de acá de los Alpes. Qué fácil sería prorrogarlos durante uno o dos años más. La pauta ya se había establecido, pues la mayor parte de los actuales gobernadores de provincias estaban en su segundo o incluso tercer año de permanencia.

Si los alóbroges ya se habían calmado auténticamente -y todos parecían pensar que así era-, entonces la lucha en la Galia Transalpina era un asunto entre tribus, más que una guerra dirigida contra Roma. Hacía más de un año que los eduos se habían quejado amargamente al Senado de que los secuanos y los arvernos estaban construyendo carreteras que se adentraban en territorio eduo; el Senado no les había hecho caso. Ahora les tocaba quejarse a los secuanos. Habían formado una alianza con una tribu germana del otro lado del Rin, los suevos, y le habían dado al rey Ariovisto de los suevos un tercio de sus tierras. Desgraciadamente Ariovisto no había considerado que un tercio fuese suficiente. Quería dos tercios. Luego los helvecios habían empezado a salir de los Alpes en busca de nuevos hogares en el valle del Ródano. Ninguno de estos pueblos le interesaba en realidad a César, que se alegraba de que Celer tuviera la responsabilidad de arreglar los estropicios que varias tribus guerreras de galos pudieran originar.

César quería la provincia de Afranio, la Galia Cisalpina. El sabía hacia dónde iba: al interior de Nórica, Mesia, Dacia, las tierras de alrededor del río Danubio, todo el trayecto hasta el mar Euxino. Las conquistas que hiciera enlazarían Italia con las conquistas de Pompeyo en Asia, y las fabulosas riquezas de aquel enorme río le pertenecerían a Roma, él le proporcionaría a Roma una ruta terrestre hacia Asia y el Cáucaso. Si el viejo rey Mitrídates había creído que podía hacerlo moviéndose de este a oeste, ¿por qué no iba a hacerlo César avanzando de oeste a este?

Las provincias consulares las seguía asignando el Senado según una ley promulgada por Cayo Graco; esa ley estipulaba que las provincias que habían de concederse a los cónsules del año siguiente debían decidirse antes de que los cónsules hubieran sido elegidos. De ese modo los candidatos para los consulados del próximo año sabían por adelantado a qué provincia irían.

César la consideraba una ley excelente, pues estaba diseñada para impedir que los hombres hiciesen maquinaciones para asegurarse la obtención de la provincia que se les antojase después de haber sido elegidos cónsules y tener poderes consulares. Bajo las actuales circunstancias, lo mejor era saber lo más pronto posible qué provincia sería la suya. Si las cosas no iban como ellos querían -si a los cónsules del año siguiente no se les concedían las provincias, por ejemplo-, entonces la ley de Cayo Graco le permitía por lo menos diecisiete meses para maniobrar, para pensar y planear cómo acabar consiguiendo la provincia que quería. ¡La Galia Cisalpina, él tenía que conseguir la Galia Cisalpina! Resultaba muy interesante que Afranio pudiera resultar ser un obstáculo peor que Metelo Celer. ¿Estaría dispuesto Pompeyo a quitarle a Afranio un premio, a quien se lo había prometido, para dárselo a César si le ayudaba cuando fuese un cónsul senior?

Durante el tiempo que había pasado gobernando la Hispania Ulterior, la manera de pensar de César había cambiado un poco. La experiencia auténtica de gobernar había sido enriquecedora. Y también había contribuido a ello el hecho de encontrarse ausente de la propia Roma. A aquella distancia encajaban mejor muchas cosas que no había logrado comprender hasta entonces, y otras ideas habían sufrido modificaciones. Pero sus metas no habían cambiado: él no sólo sería el Primer Hombre de Roma, sino además el más grande de todos los que lo habían sido.

No obstante, ahora veía que aquellas metas eran imposibles de alcanzar a la manera antigua. Hombres como Escipión el Africano y Cayo Mario habían salido de una asombrosa y gigantesca zancada del consulado y se habían metido a ostentar un mando militar de tal magnitud que ello les valió el título, la influencia y la fama duradera. Catón el Censor había hecho pedazos a Escipión el Africano después de que éste se convirtió en el innegable Primer Hombre de Roma, y Mario se había destrozado solo cuando su mente se desgastó gracias a aquellos ataques de apoplejía. Ninguno de aquellos dos hombres se habían visto obligados a entendérselas con una oposición organizada y sólida como los boni. La presencia de los boni había cambiado la situación de raíz.

César comprendía ahora que no podría llegar a la meta él solo, que necesitaba aliados más poderosos que los hombres de una facción creada por sí mismo para sí mismo. Su facción se iba formando estupendamente, y en ella se contaban hombres como Balbo, Publio Vatinio -cuya riqueza e inteligencia lo hacían inmensamente valioso-, el gran banquero romano Cayo Opio, Lucio Pisón, desde que éste lo había salvado de los prestamistas, Aulo Gabinio, Cayo Octavio, marido de la sobrina de César y un hombre enormemente rico que era pretor además.

Necesitaba a Marco Licinio Craso, por una parte. Qué extraordinario que la suerte hubiera arrojado en sus brazos abiertos a Craso; los contratos de la recaudación de impuestos constituían una novedad que nadie hubiera podido predecir. Si cuando él fuera cónsul senior conseguía resolverle los asuntos a Craso, sabía que en adelante todas las buenas relaciones que tenía aquel hombre serían también suyas.

Pero también necesitaba a Pompeyo el Grande. Necesito a ese hombre, necesito a Pompeyo Magnus. ¿Pero cómo voy a ligarlo a mí cuando le haya conseguido sus tierras y haya hecho que sus convenios en el Este se ratifiquen? Él ni es un verdadero romano ni agradecido por naturaleza. ¡Como sea, sin quedar yo bajo su dominio, tengo que conservarlo de mi parte! En ese momento Aurelia invadió su intimidad.

– Llegas justo a tiempo -le dijo César mientras sonreía y se levantaba para ayudarla a sentarse-. Mater, ya sé adónde voy.

– Eso no me sorprende, César. A las estrellas.

– Si no a las estrellas, sí a los confines de la tierra.

Aurelia frunció el entrecejo.

– Sin duda te habrán contado lo que Metelo Nepote dijo en la Cámara, ¿no es así?

– Pues sí. Me lo ha dicho Craso. Y estaba muy trastornado.

– Bueno, tenía que salir a la superficie tarde o temprano. ¿Cómo llevarás ese asunto?

Ahora le tocó a César fruncir el entrecejo.

– No estoy muy seguro. Aunque me alegro de no haber estado allí para oírle… habría podido matarle, lo cual no hubiese sido nada beneficioso para mi carrera. ¿Debería yo, por ejemplo, tirarle besos y trasladar la sospecha de mis hombros a los suyos? Craso cree que Nepote tiene inclinaciones en ese sentido.

– No -dijo Aurelia con firmeza-. Haz caso omiso de lo que dijo e ignóralo a él. Hay más cadáveres femeninos, bueno, metafóricamente hablando, sembrados a tu paso de los que hubo detrás de Adonis. Tú no has intrigado con ningún hombre, ni tus enemigos han sido capaces de sacar del aire ningún nombre de hombre por más que lo han intentado. No pueden conseguir nada mejor que el pobre viejo rey Nicomedes. Sigue siendo la única acusación casi veinticinco años después. El tiempo por sí solo lo va debilitando, César, si lo consideras con frialdad. Me doy cuenta de que tu paciencia se está agotando, pero te ruego que contengas el mal genio cuando salga a colación este tema. No hagas caso, ignóralo, no hagas caso.

– Sí, tienes razón.

– César suspiró-. Sila solía decir que para un hombre no había una carretera más difícil que la que lleva al consulado ni lo pasaba nunca tan mal como cuando por fin era cónsul. Pero me temo que yo lo pasaré aún peor.

– ¡Eso está bien! Sila sobresalió por encima de los demás, y todavía sobresale.

– A Pompeyo no le gustaría que lo odiasen como algunos hombres odiaron a Sila, pero pensando en ello, mater, yo preferiría que me odiasen antes que hundirme en el olvido. Uno nunca sabe qué le depara el futuro. Lo único que puede hacer es estar preparado para lo peor.

– Y actuar -dijo Aurelia.

– Eso siempre. ¿Está lista la cena? Todavía estoy reponiendo lo que perdí remando.

– En realidad había venido para decirte que la cena estaba preparada.

– Aurelia se puso en pie-. Me cae bien ese Balbo. Un estupendo aristócrata, ¿me equivoco?

– Igual que yo, puede seguir su árbol genealógico hasta hace mil años. Es púnico. Su nombre verdadero es asombroso: Kinahu Hadasht Byblos.

– ¿Tres nombres? Sí, es un noble.

Salieron al pasillo y torcieron en dirección a la puerta del comedor.

– ¿No hay problemas con las vestales? -le preguntó César.

– Ninguno en absoluto.

– ¿Y mi pequeño mirlo?

– Floreciente.

En ese momento Julia apareció procedente de la escalera, y César tuvo la suficiente presencia de ánimo para verla bien. ¡Oh, cuánto había crecido en su ausencia!¡Qué hermosa! ¿O era que la veía con el prejuicio propio de un padre?

Pero no era así. Julia había heredado la estructura ósea de César, que él, a su vez, había heredado de Aurelia. Seguía siendo tan rubia que la piel brillaba transparente, y su rica mata de pelo casi no tenía color, una combinación que le otorgaba una fragilidad exquisita que se reflejaba en unos enormes ojos azules colocados en medio de tenues sombras violeta. Tan alta como un hombre de estatura media, tenía el cuerpo quizás demasiado delgado y los pechos un poco pequeños para el gusto masculino, pero la distancia ahora le mostraba a su padre que, desde luego, la muchacha tenía su propio encanto y embelesaría a cualquier hombre. ¿La habría deseado yo de no haber sido su progenitor? No estoy seguro de si la habría deseado, pero creo que la habría amado. Es una verdadera Julia, hará felices a los hombres de su vida.

– Cumplirás diecisiete años en enero -le dijo César una vez que hubieron puesto la silla de Julia enfrente de la de él, y la de Aurelia frente a Balbo, quien ocupaba el locus consularis en el canapé-. ¿Cómo está Bruto?

Julia respondió a la pregunta con toda compostura, aunque el rostro, observó César, no se le iluminó al oír mencionar el nombre de su prometido.

– Está bien, tata.

– ¿Se está haciendo un nombre en el Foro?

– Más bien en los círculos editoriales. Sus epítomes son muy apreciados.

– La muchacha sonrió-. En realidad me parece que lo que más le gusta son los negocios, así que es una pena que tenga rango senatorial.

– ¿Teniendo como tenemos el ejemplo de Marco Craso? El Senado no le pondrá limitaciones si es listo.

– Sí, es listo.

– Julia respiró profundamente-. Le iría mucho mejor en la vida pública sólo con que su madre lo dejase en paz. La sonrisa de César no contenía ni rastro de enojo.

– Estoy de acuerdo contigo de todo corazón, hija. Yo no hago más que decirle a ella que no lo convierta en un conejo, pero, ay, Servilia es Servilia.

El nombre captó la atención de Aurelia.

– Ya sabía yo que tenía otra cosa que decirte, César. Servilia desea verte.

Pero fue a Bruto a quien vio primero; llegó a la domus publica para visitar a Julia justo cuando los cuatro salían del comedor. Tan avergonzado como siempre, le dio la mano a César con flaccidez y miró a todas partes menos a los ojos de César, característica que siempre había irritado a éste, pues le parecía algo sospechoso. Aquel espantoso acné tenía aún peor aspecto que antes, aunque a los veintitrés años ya debería haber empezado a desaparecer. Si no hubiera sido tan moreno, quizás la barba corta que se le extendía descuidadamente por las mejillas, el mentón y la mandíbula no le habría dado un aspecto tan infame; no era de extrañar que prefiriera garabatear papeles a la oratoria. De no haber sido por todo aquel dinero y el impecable árbol genealógico que tenía, ¿quién habría podido nunca tomarse en serio a Bruto?

No obstante, era evidente que estaba tan enamorado de Julia como hacía años. Bueno, gentil, fiel, cariñoso. Al posar los ojos en ella se le llenaban de afecto, y le cogía la mano como si se le fuera a romper. ¡No había necesidad de preocuparse de que la virtud de Julia hubiera estado nunca sometida a asedio! Bruto esperaría hasta que estuvieran casados. De hecho, ahora se le ocurría a César que Bruto esperaría hasta que estuvieran casados… es decir, que él no había tenido ningún tipo de experiencia sexual. En cuyo caso el matrimonio le haría mucho bien en todos los sentidos, incluidos la piel y el espíritu. Pobre, pobre Bruto. La Fortuna no había sido buena con él cuando le dio por madre a aquella arpía de Servilia. Reflexión que le llevó a preguntarse cómo se las arreglaría Julia teniendo a Servilia por suegra. ¿Sería la hija de César otra persona sobre la que la arpía clavase uñas y dientes y la acobardase sometiéndola a obediencia perpetua?

César se reunió con su arpía al día siguiente al atardecer en las habitaciones del Vicus Patricii. Cuarenta y cinco años, aunque no los aparentaba. La voluptuosa figura no se había ensanchado, ni los maravillosos pechos se le habían caído; de hecho, tenía un aspecto magnífico.

Se esperaba un frenesí, pero Servilia le ofreció una languidez lenta y erótica que César encontró irresistible, una enredada telaraña de los sentidos que ella tejió formando dibujos tortuosos que lo redujeron a él a un éxtasis indefenso. Al principio de conocerla, César había sido capaz de aguantar una erección durante horas sin sucumbir al orgasmo, pero Servilia, ahora él lo admitía, lo había vencido por fin. Cuanto más tiempo hacía que la conocía, menos capaz era de resistirse al hechizo sexual de ella. Lo cual significaba que la única defensa que tenía César era ocultarle esos hechos a ella. ¡Nunca le daría información vital a Servilia! Ella roería esa información hasta dejarla seca.

– He oído decir que desde que cruzaste el pomerium y presentaste tu candidatura, los boni te han declarado una guerra total-le dijo Servilia cuando estaban tumbados juntos en el baño.

– No te esperarías otra cosa, ¿verdad?

– No, desde luego que no. Pero la muerte de Catulo ha soltado el freno. Bíbulo y Catón son una combinación terrible en el sentido de que tienen dos ventajas que ahora pueden utilizar sin miedo a la crítica o a la desaprobación: una es la habilidad de racionalizar cualquier acción atroz y convertirla en virtud, y la otra es una total falta de previsión. Catulo era un hombre vil porque tenía una pequeñez de carácter que su padre nunca tuvo; eso le venía de tener por madre a una Domicia. La madre de su padre era una Popilia de mucho mejor cepa. Pero Catulo sí que tenía cierta idea de lo que significa ser un noble romano, y de vez en cuando alcanzaba a ver el resultado de ciertas tácticas de los boni. Así que te lo advierto, César, su muerte es un desastre para ti.

– Magnus también me ha dicho algo así acerca de Catulo. No estoy pidiéndote consejo, Servilia, pero me interesa tu opinión. ¿Qué crees tú que debería hacer yo para contrarrestar a los boni?

– Me parece que ha llegado la hora de que admitas que no puedes ganar sin algunos aliados fuertes, César. Hasta ahora has librado una batalla en solitario. Desde ahora debe ser una batalla librada junto con otras fuerzas. Tu partido se ha quedado demasiado pequeño. Agrándalo.

– ¿Con qué? O mejor dicho, ¿con quién?

– Marco Craso te necesita para recuperar su influencia entre los publicani, y Ático no es tan tonto como para adherirse ciegamente a Cicerón. Tiene debilidad por Cicerón, pero mucha mayor debilidad por sus actividades comerciales. No necesita dinero, pero anhela con fuerza tener poder. Quizás sea una suerte que nunca le haya llamado la atención el hecho de tener poder político, pues de otro modo tú te habrías encontrado con cierta competencia por su parte. Cayo Opio es el banquero más importante de Roma. Tú ya tienes a Balbo, que es el mayor banquero de todos los banqueros, en tu partido. Arréglatelas para convencer a Opio de que se pase a tu campo también. Bruto es tuyo, gracias a Julia.

Servilia estaba tumbada con aquellos hermosísimos pechos flotando suavemente en la superficie del agua; llevaba el abundante pelo negro recogido en rizos sin orden para que no se le mojase, y los grandes ojos negros miraban absolutamente hacia el interior de las capas de su propia mente.

– ¿Qué me dices de Pompeyo Magnus? -le preguntó César como de pasada.

Servilia se puso rígida; de pronto sus ojos se clavaron en los de César.

– ¡No, César, no! ¡Ese carnicero picentino no! El no entiende cómo funciona Roma, nunca lo ha entendido y nunca lo entenderá. Hay en él una mina de habilidad natural, una fuerza enorme para lo bueno o lo malo. ¡Pero no es romano! Si fuera romano, nunca le habría hecho al Senado lo que le hizo antes de ser cónsul. No tiene una vena sutil, no está convencido por dentro de ser invencible. Pompeyo cree que las normas y las leyes se han hecho para romperlas en su beneficio personal. Sin embargo ansía la aprobación de los demás, y se encuentra desgarrado perpetuamente por deseos conflictivos. Quiere ser el Primer Hombre de Roma para el resto de su vida, pero en realidad no tiene ni idea de cuál es la manera correcta de hacer eso.

– Es cierto que no manejó con mucho acierto su divorcio de Mucia Tercia.

– Eso se lo achaco yo a Mucia Tercia -dijo ella-. No hay que olvidar quién es ella. Hija de Escívola, amada sobrina de Craso el Orador. Sólo un patán picentino como Pompeyo la habría encerrado en una fortaleza a doscientas millas de Roma durante varios años seguidos. Así que cuando le puso los cuernos a Pompeyo lo hizo con un palurdo como Labieno. Mucho mejor habría sido si lo hubiera hecho contigo.

– Eso siempre lo he sabido.

– Y también sus hermanos. Por eso la creyeron.

– ¡Ah! Ya me parecía.

– Sin embargo, Escauro le conviene.

– De manera que tú crees que yo debería mantenerme alejado de Pompeyo.

– ¡Mil veces, sí! No puede jugar a este juego porque no conoce las reglas.

– Sila lo controló.

– Y él controló a Sila. No olvides eso nunca, César.

– Tienes razón, así fue. Incluso así, Sila lo necesitó.

– Más tonto fue Sila -dijo Servilia con desprecio.

Cuando Lucio Flavio llevó ante la plebe el proyecto de ley de tierras de Pompeyo, toda posibilidad de aprobación acabó de una vez para siempre. Celer estaba allí, en los Comicios, para atormentar y arengar; tan encarnizada fue la confrontación con el pobre Flavio que acabó por invocar su derecho a llevar las cosas sin que le pusieran obstáculos, e hizo conducir a Celer a las Lautumiae. Desde su celda, Celer convocó una reunión del Senado; luego, cuando Flavio atrancó la puerta de su casa con su propio cuerpo, Celer ordenó echar abajo la pared y personalmente supervisó la demolición. Nada le impedía salir de su celda, siendo como era una de las Lautumiae, pero el cónsul senior prefirió demostrarle a Lucio Flavio quién era él llevando sus asuntos de cónsul y de miembro del Senado desde la celda. Frustrado y muy enfadado, Pompeyo no tuvo más remedio que llamar al orden a su tribuno de la plebe. Con el resultado de que Flavio autorizó que pusieran en libertad a Celer, y no asistió a más reuniones de la Asamblea Plebeya. Fue imposible promulgar la ley de tierras.

Mientras tanto, se desarrollaba la campaña electoral para las elecciones curules a ritmo febril, estimulado enormemente el interés público por el regreso de César. De algún modo, cuando César no estaba en Roma todo tendía a ser aburrido, mientras que su presencia garantizaba que habría revuelo. El joven Curión se subía a la tribuna o a la plataforma del templo de Cástor cada vez que la una o la otra quedaba vacante, y parecía haber decidido sustituir a Metelo Nepote como el crítico más personal de César -Nepote había partido para Hispania Ulterior. El cuento del rey Nicomedes volvió a contarse con mucho embellecimiento chistoso, aunque, según le dijo Cicerón a Pompeyo preso de completa exasperación:

– Es al joven Curión a quien yo llamaría afeminado. Ciertamente fue el cachorro de Catilina, si es que no fue algo más que eso para Catilina.

– Yo creía que pertenecía a Publio Clodio, ¿no? -preguntó Pompeyo, al que siempre le costaba trabajo seguir el hilo de las intrincadas vueltas de las alianzas políticas y sociales.

Cicerón no consiguió reprimir un estremecimiento al oír aquel nombre.

– Él se pertenece en primer lugar a sí mismo -dijo.

– ¿Estás haciendo todo lo que puedes para apoyar la candidatura de Luceyo?

– ¡Naturalmente! -repuso con altivez Cicerón.

Y así era en efecto, aunque no sin constantes, casuales y embarazosos encuentros durante las ocasiones en que lo acompañaba por el Foro.

Gracias a Terencia, Publio Clodio se había convertido en un enemigo muy rencoroso y peligroso. ¿Por qué las mujeres harían la vida tan difícil? Si ella lo hubiera dejado en paz, Cicerón quizás habría podido evitar declarar contra Clodio cuando por fin se le juzgó por sacrilegio hacía doce meses. Porque Clodio anunció que durante la época de la celebración de la Bona Dea se encontraba en Interamno, y presentó algunos testigos respetables para confirmarlo. Pero Terencia sabía que no era así.

– Vino a verte el día de la Bona Dea para decirte que se iba como cuestor al oeste de Sicilia, y quería hacerlo bien -dijo con firmeza-. Era el día de la Bona Dea, ¡yo lo sé! Me dijiste que había venido a pedirte algunos consejos.

– ¡Querida mía, estás equivocada! -había logrado decir Cicerón con voz ahogada-. ¡Las provincias ni siquiera se asignaron hasta tres meses después de eso!

– ¡Tonterías, Cicerón! Tú sabes tan bien como yo que los sorteos se arreglan. ¡Clodio sabía adónde le iba a tocar ir! Es por esa ramera de Clodia, ¿verdad? No quieres declarar contra él por causa de ella.

– No quiero declarar porque el instinto me dice que ésta es una bestia durmiente que yo no debería despertar, Terencia. ¡Clodio nunca se ha preocupado mucho por mí desde que ayudé a defender a Fabia hace trece años! Entonces me caía mal. Ahora lo encuentro detestable. Pero tiene edad suficiente para estar en el Senado y es un patricio Claudio. Su hermano mayor, Apio, es un gran amigo mío y de Nigidio Figulo. La amicitia debe conservarse.

– Lo que sucede es que tú tienes una aventura con su hermana Clodia, y por eso te niegas a cumplir con tu deber -le dijo Terencia con aire terco.

– ¡Yo no tengo una aventura con Clodia! Ella se está desgraciando a sí misma con ese poeta, Catulo.

– Las mujeres no son como los hombres, marido -dijo Terencia con una lógica espantosa-. No tienen tantas flechas en sus carcajs para disparar. Ellas pueden tenderse de espaldas y aceptar un arsenal entero.

Cicerón cedió y prestó declaración, destruyendo así la coartada de Clodio. Y aunque el dinero de Fulvia compró al jurado -que lo absolvió por treinta y un votos contra veinticinco-, Clodio no había perdonado ni olvidado. Además, cuando Clodio, inmediatamente después, ocupó su asiento en el Senado e intentó hacerse el gracioso a expensas de Cicerón, la lengua revoltosa de Cicerón había cubierto a éste de gloria y a Clodio de ridículo: un nuevo rencor que Clodio albergaba.

Al principio del año en curso el tribuno de la plebe Cayo Herenio -era picentino, así que, ¿estaría actuando según órdenes de Pompeyo?- había empezado a iniciar acciones para que la situación de Clodio cambiase de patricio a plebeyo a través de una ley especial en la Asamblea Plebeya. El marido de Clodia, Metelo Celer, había contemplado aquello con cierta diversión, y no había hecho nada para revocarlo. Ahora se le oía decir a Clodio por todas partes que en el momento en que Celer abriese la barraca para las inscripciones de las elecciones de la plebe, él se presentaría a solicitar que se le permitiera presentarse candidato a tribuno de la plebe. Y que una vez que tuviera el cargo haría procesar a Cicerón por ejecutar a ciudadanos romanos sin juicio. Cicerón estaba aterrorizado, y no se avergonzó de decírselo a Ático, a quien le rogó que utilizase la influencia que tenía sobre Clodia e hiciera que ésta convenciera a su hermano pequeño para que desistiera. Ático se negó, y se limitó a decirle que nadie podía controlar a Publio Clodio cuando le daba por llevar a cabo una de sus venganzas. Y Cicerón era la persona que había elegido en aquel momento para vengarse.

A pesar de lo cual, los encuentros fortuitos se producían. Si a un candidato a cónsul no le estaba permitido ofrecer espectáculos de gladiadores en su propio nombre y con su propio dinero, no había nada que impidiera que otra persona ofreciera un grandioso espectáculo en el Foro en honor del tata o del avus del candidato, siempre que ese tata o ese avus fuera también antepasado o pariente del que daba el espectáculo. Por lo tanto, nada menos que Metelo Celer, el cónsul senior, iba a celebrar unos juegos de gladiadores en honor de un antepasado común de Bíbulo y de él.

Clodio y Cicerón iban ambos dándole escolta a Luceyo mientras éste avanzaba por el Foro inferior lanzado poderosamente a hacer propaganda electoral, y se encontraron juntos debido a ciertos movimientos de los que iban rodeando a César, que se encontraba a su vez haciéndose propaganda electoral allí cerca. Y como no había más remedio que poner buena cara y comportarse agradablemente el uno con el otro, Cicerón y Clodio se pusieron a ello.

– He oído decir que ofreciste juegos de gladiadores a tu regreso de Sicilia -le dijo Clodio a Cicerón, cuya cara morena más bien encantadora se transfiguró con una gran sonrisa-. ¿Es cierto eso, Marco Tulio?

– Pues sí, así fue, en realidad -dijo animadamente Cicerón.

– ¿Y reservaste sitio en los asientos de honor para tus clientes sicilianos?

– Esto… no -dijo Cicerón, que se ruborizó. ¿Cómo explicar que habían sido unos juegos modestísimos, con tan pocos asientos que no eran suficientes ni para sus clientes romanos?

– Bueno, pues yo pienso sentar a mis clientes sicilianos. El único problema es que mi cuñado Celer no coopera.

– ¿Y por qué no se lo pides a tu hermana Clodia? Ella debe de tener asientos de sobra a su disposición, seguro. Es la esposa del cónsul.

– ¿Clodia? -El hermano de ésta se encabritó; levantó tanto la voz que atrajo la atención de aquellos que estaban cerca y no se encontraban ya escuchando a los dos enemigos declarados que se comportaban con gran simpatía el uno con el otro-. ¿Clodia? ¡No me cedería ni una pulgada!

Cicerón emitió una risita.

– Bueno, ¿y por qué iba Clodia a darte a ti una pulgada cuando, según tengo entendido, tú le das a ella seis de las tuyas de vez en cuando?

¡Oh, buena la había hecho esta vez! ¿Por qué sería aquella lengua suya tan traicionera? Todo el Foro inferior se revolcó de pronto por el suelo en incontrolado paroxismo de carcajadas, César el primero, mientras Clodio se quedó de piedra y Cicerón sucumbía a la delicia de su propia ocurrencia incluso siendo presa de un pánico que le producía diarrea.

– ¡Me las pagarás! -le dijo Clodio en un susurro; recogió lo poco que quedaba de su dignidad y se marchó a grandes zancadas, con Fulvia del brazo, cuyo rostro se había convertido en todo un tratado de rabia.

– ¡Sí! -chilló ésta-. ¡Esto lo pagarás, Cicerón! ¡Algún día haré una pandereta con tu lengua!

Humillación insoportable para Clodio, que había de descubrir que junio no era su mes de la suerte. Cuando su cuñado Celer abrió la barraca a los candidatos plebeyos y Clodio inscribió su nombre como candidato para el tribunato de la plebe, Celer lo rechazó.

– Tú eres patricio, Publio Clodio.

– ¡Yo no soy patricio! -dijo Clodio apretando los puños-. Cayo Herenio consiguió una ley especial en la plebe que me quitaba la condición de patricio.

– Cayo Herenio no conocería la ley ni aunque cayera de bruces sobre ella -le dijo tranquilamente Celer-. ¿Cómo va a poder despojarte la plebe de tu condición de patricio? No es prerrogativa de la plebe decir nada acerca del patriciado. Y ahora márchate, Clodio, me estás haciendo perder el tiempo. Si quieres ser plebeyo, hazlo como es debido: haz que te adopte un plebeyo.

Y Clodio se marchó echando humo. ¡Oh, cómo iba creciendo aquella lista! Ahora Celer ocupaba en ella un lugar preeminente.

Pero la venganza podía esperar. Primero tenía que encontrar a un plebeyo dispuesto a adoptarlo, puesto que ésa era la única manera de hacerlo.

Le pidió a Marco Antonio que fuera su padre, pero lo único que hizo Antonio fue rugir de risa.

– No necesito el millón que tendría que cobrarte por ello, Clodio, no ahora que estoy casado con Fadia y su tata tiene en camino un nieto que es un Antonio.

Curión se ofendió.

– ¡Tonterías, Clodio! Si piensas que voy a ir por ahí llamándote hijo mío, ya puedes quitártelo de la cabeza. Yo parecería más tonto de lo que estoy intentando que parezca César.

– ¿Y por qué intentas hacer quedar como tonto a César? -le preguntó Clodio, a quien se le había despertado la curiosidad-. A mí me gustaría mucho más que hasta el último miembro del club de Clodio lo apoyase.

– Estoy aburrido -dijo brevemente Curión-, y verdaderamente me gustaría verle perder los estribos; dicen que infunde pavor.

Y tampoco Décimo Bruto estuvo dispuesto a complacerle.

– Mi madre me mataría, si es que no me mataba mi padre antes -le dijo-. Lo siento, Clodio.

E incluso Publícola lo rechazó.

– ¿Que tú me llames tata? ¡No, Clodio, ni hablar!

Y esto, naturalmente, había sido el motivo por el cual Clodio había preferido pagarle a Herenio parte de la ilimitada provisión de dinero de Fulvia para que solicitase aquella ley en la plebe. No se le había ocurrido que lo adoptasen; era demasiado ridículo.

Entonces Fulvia tuvo una inspiración.

– Deja de buscar ayuda entre tus iguales -le dijo-. Los recuerdos duran mucho en el Foro, y todos ellos lo saben. No van a hacer algo que provoque que después se rían de ellos. Así que busca a algún tonto.

¡Bueno, de ésos había muchísimos a su disposición! Clodio se sentó a pensar y de pronto encontró el rostro ideal flotando delante de sus ojos. ¡Publio Fonteyo! Un hombre que se moría de ganas de entrar en el club de Clodio, pero al que constantemente se rechazaba. Rico sí; que se lo mereciera, no. Tenía diecinueve años, no tenía paterfamilias que se lo impidiera y era tan inteligente como un pedazo de madera.

– ¡Oh, Publio Clodio, qué honor! -exclamó Fonteyo cuando se lo propuso Clodio-. ¡Sí, por favor!

– Naturalmente, has de comprender que no puedo reconocerte como mi paterfamilias, lo cual significa que cuando la adopción esté formalizada, tú tendrás que liberarme de tu autoridad. Es muy importante para mí conservar mi propio nombre, compréndelo.

– ¡Claro, claro! Haré todo lo que tú quieras.

Y Clodio se fue a ver a César, el pontífice máximo.

– He encontrado a una persona dispuesta a adoptarme para que yo pertenezca a la plebe -anunció sin mayor preámbulo-, así que necesito permiso de los sacerdotes y augures para obtener una lex Curiata. ¿Puedes conseguírmelo?

Aquel hermoso rostro, que quedaba considerablemente más arriba que el de Clodio, no cambió la expresión, suavemente inquisitiva, ni hubo la menor sombra de duda ni de desaprobación en aquellos ojos penetrantes de color pálido rodeados de tonos oscuros. La boca irónica no se inmutó. Y durante un buen rato César no dijo nada. Por fin habló:

– Sí, Publio Clodio, puedo conseguírtelo, pero me temo que no a tiempo para las elecciones de este año.

Clodio se puso blanco.

– ¿Por qué no? ¡Si es muy simple! -¿Has olvidado que tu cuñado Celer es augur? Él ya rechazó tu solicitud para presentarte al tribunato.

– Oh.

– No te desanimes, lo conseguirás con el tiempo. El asunto puede esperar hasta que él se vaya a su provincia.

– ¡Pero yo quería ser tribuno de la plebe este año!

– Ya lo comprendo. No obstante, no es posible.

– César hizo una pausa-. Pero todo tiene un precio, Clodio -añadió con suavidad.

– ¿Qué precio? -preguntó Clodio con recelo.

– Convence al joven Curión para que deje de ir por ahí parloteando de mí.

Clodio le tendió la mano rápidamente.

– ¡Hecho! -dijo.

– ¡Excelente!

– ¿Estás seguro de que no quieres nada más, César?

– Sólo gratitud, Clodio. Yo creo que tú serás un espléndido tribuno de la plebe, porque eres lo bastante rufián como para darte cuenta del poder dentro de la ley.

Y César dio media vuelta con una sonrisa.

Naturalmente, Fulvia estaba esperando por allí cerca.

– No hay nada que hacer hasta que Celer se vaya a su provincia -le dijo Clodio.

Fulvia le rodeó la cintura con los brazos y lo besó con lascivia, lo que provocó que varios transeúntes que pasaban por allí se escandalizaran.

– Tiene razón -dijo-. ¡Me gusta mucho César, Publio Clodio! Siempre me recuerda a un animal salvaje que finge estar domado. ¡Qué buen demagogo sería!

Clodio experimentó un pinchazo de celos.

– ¡Olvídate de César, mujer! -dijo con desprecio-. ¿Te acuerdas de mí, el hombre con quien estás casada? ¡Yo soy quien será un gran demagogo!

En las calendas de quintilis, nueve días antes de las elecciones curules, Metelo Celer llamó al Senado a sesión para debatir la asignación de las provincias consulares.

– Marco Calpurnio Bíbulo tiene una declaración que hacer -le dijo a la muy concurrida Cámara-, así que le concederé la palabra.

Rodeado de los boni, Bíbulo se levantó con un aspecto tan majestuoso y noble como su diminuto tamaño le permitía.

– Gracias, cónsul senior. Mis estimados colegas del Senado de Roma, quiero contaros una historia que hace referencia a mi buen amigo el caballero Publio Servilio, el cual no pertenece a la rama patricia de esa gran familia, pero comparte el linaje del noble Publio Servilio Vatia Isáurico. Ahora Publio Servilio tiene el censo de cuatrocientos mil sestercios, pero para estos ingresos se basa completamente en un viñedo más bien pequeño en el Ager Falernus. Un viñedo, padres conscriptos, que es tan famoso por la calidad del vino que produce que Publio. Servilio lo deja reposar durante años antes de vendérselo por un precio fabuloso a compradores de todo el mundo. Se dice que tanto el rey Tigranes como el rey Mitrídates lo compraban, mientras que el rey Fraates de los partos todavía lo compra. Quizás el rey Tigranes también lo siga comprando, dado que Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, tomó sobre su propia autoridad absolver a aquel real personaje de sus transgresiones, ¡en nombre de Roma!, e incluso le permitió conservar el volumen de sus ingresos.

Bíbulo hizo una pausa para mirar a su alrededor. Los senadores estaban muy callados, y ninguno de los de la parte de atrás estaba sesteando. Catulo tenía razón: cuéntales un cuento y todos permanecen despiertos para escuchar igual que los niños escuchan a la niñera. César estaba sentado muy erguido, como siempre, en su asiento, con una expresión en el rostro de estudioso interés, truco que él sabía utilizar mejor que nadie, diciéndoles a los que lo veían que estaba absolutamente aburrido, pero que era demasiado bien educado para demostrarlo.

– Muy bien, tenemos a Publio Servilio, el respetado caballero, en posesión de una viña pequeña pero extraordinariamente valiosa. Ayer completamente cualificado para el censo de cuatrocientos mil sestercios que le corresponde a un caballero completo. Hoy un hombre pobre. Pero, ¿cómo puede ser eso? ¿Cómo puede un hombre perder sus ingresos de forma tan súbita? ¿Estaba endeudado Publio Servilio? No, en absoluto. ¿Se murió? No, nada de eso. ¿Hubo una guerra en Campania de la que nadie nos ha hablado? No, en absoluto. ¿Un incendio, entonces? No, en absoluto. ¿Una sublevación de esclavos? No, en absoluto. ¿Quizás un trabajador de los viñedos negligente? No, en absoluto.

Ya los tenía interesados a todos, menos a César. Bíbulo se puso de puntillas y levantó la voz.

– ¡Yo puedo deciros cómo mi amigo Publio Servilio perdió sus únicos ingresos, colegas senadores! La respuesta está en un gran rebaño de ganado al que se conducía desde Lucania a… oh, ¿cuál es ese lugar maloliente de la costa adriática al final de la vía Flaminia? ¿Licenum? ¿Ficenum? Pic… Pic… ¡lo tengo en la punta de la lengua! ¡Picenum! Se conducía el ganado desde los extensos terrenos que Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, heredó de los Lucilios, hasta los terrenos aún más extensos que heredó de su padre, el Carnicero, en Picenum. Las reses son criaturas inútiles, realmente, a menos que uno se dedique al negocio de las armas o a hacer zapatos y recipientes para libros para ganarse la vida. ¡Nadie se come el ganado! Nadie bebe su leche ni hace queso con ella, aunque yo creo que los bárbaros del norte, de la Galia y de Germania, hacen con ella una cosa que llaman mantequilla, que untan con la misma generosidad sobre ese pan oscuro y tosco que comen, como sobre los ejes chirriantes de sus carretas. Bueno, no saben de otra cosa mejor, y viven en tierras demasiado frías e inclementes como para nutrir nuestros hermosos olivos. Pero nosotros, en esta cálida y fértil península, cultivamos el olivo así como la vid, los dos mejores dones que los dioses hicieron a los hombres. ¿Por qué habría nadie de necesitar criar ganado en Italia, y mucho menos hacerlo recorrer cientos de millas desde unos pastos a otros? ¡Es algo que sólo un rey de los armamentos o un zapatero remendón harían! ¿Cuál de las dos cosas suponéis que es Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus? ¿Hace la guerra o hace zapatos? Pero claro, a lo mejor hace botas militares y de guerra. ¡Podría ser a la vez rey de los armamentos y zapatero remendón!

Qué fascinante, pensó César sin dejar de mantener aquella expresión de estudioso interés. ¿Irá detrás de mí o irá detrás de Magnus? ¿O está matando dos pájaros de un tiro? ¡Qué desgraciado parece el Gran Hombre! Si pudiera hacerlo sin que se notase, ahora mismo se levantaría y se marcharía. Pero esto no me suena como una cosa propia de nuestro Bíbulo. ¿Quién le escribirá últimamente los discursos?

– El enorme rebaño de ganado se metió, sin mirar por dónde andaba, en Campania, atendido por unos cuantos pastores bribones, si es que a los que acompañan ganado se les puede llamar pastores -dijo Bíbulo muy al estilo de un narrador de historias-. Como sabéis, padres conscriptos, cada municipium de Italia tiene sus rutas y senderos especiales reservados para el movimiento de ganado de un lugar a otro. Incluso los bosques tienen pistas bien delimitadas para el ganado: para trasladar a los cerdos hasta las bellotas de los robledales durante el invierno; para trasladar a las ovejas desde los pastos altos hasta los bajos al cambiar las estaciones; y, sobre todo, para trasladar a las bestias al mayor mercado de Italia, los corrales del Vallis Camenarnm, en la parte exterior de las murallas servias de Roma. Estas rutas, senderos y pistas son todos ellos terrenos públicos, y el ganado que circule por ellos no puede adentrarse en terrenos de propiedad privada para destruir hierba de propiedad privada, ni cosechas ni… viñas.

– Hizo una pausa muy larga esta vez-. Desgraciadamente -continuó diciendo Bíbulo al tiempo que suspiraba-, los bribones pastores que atendían aquel rebaño no conocían el paradero del sendero apropiado… aunque, añado, ¡siempre tienen esos senderos su buena milla de anchura! El ganado encontró suculentas vides para comer. Sí, mis queridos amigos, esas malvadas e inútiles bestias que pertenecían a Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus, invadieron el precioso viñedo que le pertenecía a Publio Servilio. Lo que no se comieron lo pisotearon hasta enterrarlo. Y, por si no estáis familiarizados con los hábitos y características del ganado, os diré una cosa más al respecto: su saliva mata el follaje, o si no, si las plantas son jóvenes, impide que vuelvan a crecer durante un período de dos años. Pero las vides de Publio Servilio eran muy viejas. De manera que se murieron. Y mi amigo, el caballero Publio Servilio, es ahora un hombre arruinado. Incluso lloró por el rey Fraates de los partos, que nunca más volverá a beber ese noble vino.

Oh, Bíbulo, ¿será posible que quieras ir a parar adonde yo creo que vas?, se preguntó César en silencio, sin cambiar de postura ni de expresión.

– Naturalmente, Publio Servilio se quejó a los hombres que dirigen las amplias propiedades y posesiones de Cneo Pompeyo, equivocadamente llamado Magnus -continuó Bíbulo con un sollozo-, pero sólo para que le dijeran que no había posibilidad de compensarle pagándole por la pérdida del mejor viñedo del mundo. Porque… porque, padres conscriptos, ¡la ruta por la cual ese ganado se estaba transportando había sido supervisada hacía ya tanto tiempo que los linderos habían desaparecido! ¡Los bribones pastores no habían errado, porque no tenían ni idea de dónde se suponía que estaban! Seguramente los linderos no estarían en un viñedo, desde luego. Naturalmente. Pero, ¿cómo podría probarse eso en un juicio o ante el tribunal de] pretor urbano? ¿Conoce alguien, en cada municipium siquiera, dónde están los mapas que muestran las rutas, pistas y senderos reservados para ganado trashumante? ¿Y qué hay del hecho de que hace unos treinta años Roma absorbiera el total de la península Itálica bajo su dominio a cambio de conceder a toda la población la plena ciudadanía? ¿Hace eso que Roma tenga el deber de delinear las rutas, senderos y pistas para ganado de una punta de Italia a la otra? ¡Yo creo que sí!

Catón estaba inclinado hacia adelante como un sabueso atado con una correa, Cayo Pisón había sucumbido a una risa silenciosa, Ahenobarbo estaba gruñendo; y los boni, evidentemente, se preparaban para una victoria.

– Cónsul senior, miembros de esta Cámara, yo soy un hombre pacífico que ha desempeñado lealmente sus deberes militares. No tengo deseo de marcharme en mis mejores años a una provincia para hacer la guerra a unos desventurados bárbaros con el fin de enriquecer mis propias arcas mucho más que las de Roma. Pero soy un patriota. Si el Senado y el pueblo de Roma dicen que debo aceptar obligaciones provinciales cuando acabe mi consulado, ¡porque yo seré cónsul!, entonces obedeceré!. ¡Pero que sean unas obligaciones verdaderamente útiles! ¡Que sean unas obligaciones calladas y modestas! ¡Que sean memorables no por el número de carrozas que se cuenten en el desfile triunfal, sino por una tarea que se necesitaba desesperadamente y ha sido bien hecha por fin! Yo pido que esta Cámara distribuya entre los cónsules del próximo año exactamente un año de servicio proconsular después, inspeccionando y demarcando debidamente las rutas, senderos y pistas públicas para el ganado trashumante en Italia. Yo no puedo devolverle a Publio Servilio las vides que le han sido asesinadas, ni espero calmar su rabia. Pero sí puedo convenceros a todos vosotros de que hay otros posibles servicios proconsulares además de hacerla guerra en países extranjeros, entonces, en cierto modo, habré llevado a cabo una especie de reparación al daño que se le ha causado a mi amigo Publio Servilio.

Bíbulo se detuvo, pero no se sentó, pues al parecer pensaba añadir algo más.

– Nunca le he pedido mucho a este cuerpo durante mis años como senador. Concededme este único favor y nunca pediré nada más. Tenéis la palabra de un Calpurnio Bíbulo.

El aplauso fue entusiasta y general; César también aplaudió de corazón, pero no la propuesta de Bibulo. El discurso había sido genial. Aquello era mucho más efectivo que rechazarle a él la adjudicación de una provincia por adelantado. Asumir una tarea dolorosa e ingrata voluntariamente y dejar por mezquino a cualquiera que pusiera alguna objeción.

Pompeyo seguía sentado con expresión triste mientras muchos hombres lo miraban y se extrañaban de que un hombre tan rico y poderoso pudiera haber tratado al caballero Publio Servilio de un modo tan atroz; fue Lucio Luceyo quien contestó a Bíbulo con mucha fuerza y en voz muy alta, protestando de algo tan ridículo como que aquella tarea era más propia de agrimensores profesionales contratados por los censores. Hubo otros que hablaron, pero siempre para alabar la propuesta de Bíbulo.

– Cayo Julio César, tú eres el candidato favorito para estas elecciones -le dijo Celer dulcemente-. ¿Tienes algo que añadir antes de que pasemos a la votación?

– Nada en absoluto, Quinto Cecilio -respondió César sonriendo.

Lo cual sirvió más bien para desinflar las velas de los boni. Pero la moción para asignar los senderos y pistas de las tierras de pastos y bosques de Italia a los cónsules del año siguiente fue aprobada por abrumadora mayoría. Incluso César votó a favor, al parecer perfectamente contento. ¿Qué se proponía? ¿Por qué no había salido de su jaula rugiendo?

– Magnus, no pongas esa cara tan larga -le dijo César a Pompeyo, que había permanecido en la Cámara después del éxodo masivo.

– ¡Nadie me ha hablado nunca de ese Publio Servilio! -exclamó Pompeyo-. ¡Espera a que les ponga las manos encima a mis administradores!

– ¡Magnus, Magnus, no seas ridículo! ¡No hay ningún Publio Servilio! Bíbulo se lo ha inventado.

Pompeyo se quedó paralizado, con unos ojos tan redondos como su cara.

– ¿Que se lo ha inventado? -graznó-. ¡Oh, eso lo aclara todo! ¡Mataré a ese cunnus!

– No harás tal cosa -le dijo César-. Ven conmigo a mi casa dando un paseo y bébete una copa de un vino mejor que el que nunca haya hecho Publio Servilio. Recuérdame que le mande un anuncio al rey Fraates de los partos, ¿quieres? Creo que le encantará el vino que yo hago. Quizás resulte un modo menos cansado de hacer dinero que gobernar las provincias de Roma… o que inspeccionar las rutas para el ganado trashumante.

Aquella actitud jovial sirvió para que a Pompeyo se le levantara el ánimo; se echó a reír, cogió a César por el brazo y empezó a pasear como éste le había indicado.

– Ya era hora de que tuviéramos una charla -le dijo César mientras servía los refrigerios.

– Te confieso que me he preguntado alguna vez cuándo íbamos a reunirnos.

– La domus publica es una residencia suntuosa, Magnus, pero tiene algunas desventajas. Todo el mundo la ve… y ve quién entra y sale. Lo mismo ocurre con tu casa; eres tan famoso que siempre hay turistas y espías acechando.

– Una taimada sonrisa iluminó los ojos de César-. En realidad eres tan famoso que el otro día, cuando yo iba a casa de Marco Craso, me fijé en que hay puestos enteros en los mercados que venden pequeños bustos tuyos. ¿Te pagan una buena comisión? Esos pompeyos en miniatura se los quitaban de las manos a los vendedores antes de que pudieran sacarlos a la vista.

– ¿De veras? -preguntó Pompeyo con ojos chispeantes-. ¡Bueno, bueno! Tendré que verlo. ¡Figúrate! ¿Pequeños bustos míos?

– Pequeños bustos tuyos.

– ¿Y quiénes los compraban?

– Principalmente jovencitas -dijo César muy serio-. Oh, también había algunos clientes mayores de ambos sexos, pero en general eran jovencitas.

– ¿De un viejo como yo?

– Magnus, tú eres un héroe. La simple mención de tu nombre acelera los latidos de los corazones femeninos. Además -añadió con una sonrisa-, no son grandes obras de arte. Alguien hizo un molde y pare pompeyos de yeso con la misma rapidez que una perra pare cachorros. Tiene un equipo de pintores que dan un brochazo de color en la piel, empapan el pelo de amarillo chillón y luego le encajan dos grandes ojos azules: no queda exactamente como tú eres.

En honor a la verdad, hay que reconocer que Pompeyo también sabía reírse de sí mismo una vez que comprendía que le estaban tomando el pelo sin malicia. Así que se recostó en la silla y se estuvo riendo hasta llorar porque sabía que podía permitírselo. César no mentía nunca. Por lo tanto aquellos bustos se estaban vendiendo. Él era un héroe, y media población femenina adolescente de Roma estaba enamorada de él.

– ¿Ves lo que te pierdes por no visitar a Marco Craso?

Aquello hizo que Pompeyo se pusiera serio. Se irguió y puso una cara fúnebre.

– ¡No puedo soportar a ese hombre!

– ¿Quién dice que tenéis que caeros bien?

– ¿Quién dice que yo tenga que aliarme con él?

– Lo digo yo, Magnus.

– ¡Ah! -La hermosa copa que César le había dado se movió hacia abajo, y los astutos ojos azules se movieron hacia arriba para mirar a los ojos de César, más pálidos y menos consoladores-. ¿No podemos hacerlo tú y yo solos?

– Posiblemente, pero no probablemente. Esta ciudad, país, lugar, idea, llámalo como quieras, se está yendo a pique porque está gobernada por una timocracia que se dedica a deprimir los propósitos y ambiciones de cualquier hombre que quiera sobresalir sobre los demás. En algunos aspectos eso es admirable, pero en otros es fatal. Como lo será para Roma a menos que se haga algo. Debería haber lugar para que los hombres sobresalientes hagan lo que hacen mejor, así como para otros muchos hombres que están menos dotados, pero que no obstante tienen algo que ofrecer en lo referente al servicio público. Las mediocridades no pueden gobernar, ése es el problema. Si supieran hacerlo se darían cuenta de que poner toda su fuerza en la clase de ejercicio ridículo que Celer y Bíbulo llevaron a cabo hoy en el Senado no sirve de nada. Aquí me tienes a mí, Magnus, un hombre muy dotado y capaz, privado de la oportunidad de convertir a Roma en más de lo que es. Tengo que convertirme en agrimensor pisoteando arriba y abajo la península para vigilar equipos de hombres mientras utilizan sus gromae para marcar las rutas donde el ganado trashumante puede comer por un lado y cagar por el otro. ¿Y por qué he de convertirme yo en un funcionario de poca categoría y hacer un trabajo que es muy necesario, pero que podría ser hecho, como dijo Luceyo, con mucha más eficiencia por hombres contratados en las barracas de los censores? Porque, Magnus, igual que tú, yo sueño con mayores cosas y sé que tengo la capacidad para llevarlas a cabo.

– Celos. Envidia.

– ¿Es eso? Quizás en parte sean celos, pero es más complicado que eso. A la gente no le gusta que otros sean a todas luces superiores a ellos, y eso incluye a personas cuya cuna y condición debería hacerles inmunes. ¿Quiénes y qué son Bíbulo y Catón? El uno es un aristócrata a quien la Fortuna hizo demasiado pequeño en todos los sentidos, y el otro es un hipócrita rígido e intolerante que hace procesar a hombres por soborno electoral, pero aprueba ese mismo soborno electoral cuando conviene a sulex agrarias propias necesidades. Ahenobarbo es un oso salvaje, y Cayo Pisón un vacilante totalmente corrupto. Celer está infinitamente más dotado, pero viene a caer en lo mismo: preferiría canalizar sus energías en intentar hacerte caer a ti estrepitosamente antes que olvidar las diferencias personales y pensar en Roma.

– ¿Intentas decir que ellos verdaderamente no son capaces de ver sus insuficiencias? ¿Que ellos realmente se creen a sí mismos tan capaces como nosotros? ¡No pueden ser tan engreídos!

– ¿Por qué no? Magnus, un hombre sólo tiene un instrumento para medir la inteligencia: su propia mente. Así que mide a todos por el mayor intelecto que conoce. El suyo propio. Cuando tú barres del Mare Nostrum a los piratas en el breve espacio de un verano, lo único que estás haciendo en realidad es demostrarle a ese hombre que puede hacerse tal cosa. Ergo, él también hubiera podido hacerlo. Pero tú no se lo permitiste. Tú le negaste la oportunidad. Le obligaste a quedarse plantado mirando cómo lo hacías mediante la promulgación de una ley especial. El hecho de que lo único que se hubiera estado haciendo durante años fuera hablar no viene al caso. Tú le demostraste que puede hacerse. Si admite que él no podría hacerlo como lo hiciste tú, entonces se está diciendo a sí mismo que él no vale la pena, que él no serviría. No es puro engreimiento. Es una ceguera interior emparejada con recelos que él no se atreve a reconocer. Yo llamo a ese hombre la venganza de los dioses sobre hombres que son auténticamente superiores.

Pero Pompeyo se estaba poniendo nervioso. Aunque era muy capaz de asimilar conceptos abstractos, no le parecía que todo aquel ejercicio dialéctico fuera útil.

– Todo eso está muy bien, César, pero especular no nos conduce a ninguna parte. ¿Por qué tenemos que meter a Craso en esto?

Una pregunta lógica y práctica. Era una pena que al formularla Pompeyo estuviera rechazando una oferta de lo que hubiera podido convertirse en una amistad profunda y duradera. Lo que César había estado haciendo era tenderle una mano, de un hombre superior a otro. Era una lástima, pues, que Pompeyo no fuera el hombre superior adecuado. El talento y las aficiones que tenía residían en otra parte. El impulso de César se apagó.

– Tenemos que meter a Craso en esto porque ni tú ni yo tenemos la Influencia que tiene él entre las Dieciocho -le explicó César con paciencia-, ni conocemos una milésima parte del número de caballeros de menos categoría que conoce Craso. Sí, tú y yo conocemos a muchos caballeros, unos importantes y otros menos importantes, así que no te molestes en decirlo. ¡Pero no estamos a la altura de Craso! El es una fuerza con la que hay que contar, Magnus. Ya sé que probablemente tú eres mucho más rico que él, pero no conseguiste tu dinero del mismo modo que lo gana él hasta el día de hoy. Es un ser completamente comercial, no puede remediarlo. Todo el mundo le debe a Craso algún favor. ¡Por eso es por lo que lo necesitamos! En el fondo todos los romanos son negociantes. Si no lo son, ¿por qué se levantó Roma para dominar el mundo?

– A causa de sus soldados y de sus generales -dijo Pompeyo al instante… y a la defensiva.

– Sí, eso también. Y ahí es donde entramos tú y yo. No obstante, la guerra es una situación temporal. Las guerras, además, pueden ser más inútiles y más costosas para un país que los malos negocios, por muchos que sean. Piensa en cuánto más rica podría ser Roma hoy si no hubiera ido a librar una serie de guerras civiles durante los últimos treinta años. Hizo falta tu conquista del Este para volver a poner en pie a Roma desde el punto de vista financiero. Pero la conquista ya está hecha. De ahora en adelante se trata de un negocio, como siempre. Tu contribución a Roma en relación al Este ya ha terminado. Mientras que Craso no ha hecho más que empezar. De ahí es de donde le viene su poder. Lo que ganan las conquistas, lo conserva el comercio. Tú ganas imperios para que Craso los conserve y los romanice.

– Muy bien, me has convencido -dijo Pompeyo mientras cogía la copa-. Digamos que nos unimos los tres, que formamos un triunvirato. ¿De qué servirá eso exactamente?

– Ello nos otorgará la influencia necesaria para derrotar a los boizi, porque nos proporciona los números que necesitamos para promulgar leyes en las Asambleas. No conseguiremos que el Senado lo apruebe, básicamente es un cuerpo diseñado para que los ultraconservadores lo dominen. Las Asambleas son las herramientas adecuadas para el cambio. Lo que tienes que entender es que los boni han aprendido mucho desde que Gabinio y Manilio legislaron tus mandos especiales, Magnus. Mira a Manilio. Nunca lograremos traerlo a casa, así que él es el principal ejemplo para los futuros tribunos de la plebe de lo que puede suceder cuando se desafía demasiado a los boni. Celer hizo pedazos a Lucio Flavio, por eso fracasó tu proyecto de ley de tierras: no fue derrotado en una votación, ni siquiera llegó tan lejos. Murió porque Celer os destrozó a ti y a Flavio. Lo intentaste a la antigua usanza. Pero hoy en día no se les puede tirar faroles a los boni. De ahora en adelante, Magnus, la que irnos mejor que si somos dos, simplemente porque tres tienen más fuerza que dos. Todos podemos hacer cosas por los otros dos si estamos unidos, y conmigo como cónsul senior tendremos de nuestro lado al más poderoso legislador que posee la República. No infravalores el poder consular sólo porque normalmente los cónsules no acostumbren a legislar. Yo pienso ser un cónsul que legisle, y tengo un hombre excelente que será mi tribuno de la plebe:

Publio Vatinio.

Con los ojos clavados en el rostro de Pompeyo, César dejó de hablar para considerar el efecto de sus argumentos. Sí, Pompeyo lo estaba asimilando. No era ningún tonto, aunque necesitaba mucho que le amasen.

– Piensa cuánto tiempo Craso y tú habéis estado esforzándoos denodadamente en vano. ¿Ha logrado algo Craso al cabo de casi un año de intentar conseguir que se enmienden los contratos de la recaudación de impuestos en Asia? No. ¿Has conseguido tú, después de un año y medio, que se ratifiquen los convenios que hiciste en el Este o las tierras para tus veteranos? No. Cada uno de vosotros dos habéis intentado con todas vuestras fuerzas y poder individuales mover la montaña de los boni, y cada uno de vosotros ha fallado. Unidos quizás hubierais tenido éxito. Pero Pompeyo Magnus, Marco Craso y Cayo César unidos pueden mover el mundo.

– Admito que tienes razón -dijo Pompeyo malhumorado-. Siempre me ha asombrado con qué claridad lo ves tú todo, incluso en el pasado, cuando yo creía que Filipo sería el que me conseguiría lo que yo quería. No fue así. Lo hiciste tú. ¿Tú eres político, matemático o mago?

– Mi mejor cualidad es el sentido común -le dijo César riendo.

– Entonces nos acercaremos a Craso.

– No, yo me acercaré a Craso -dijo suavemente César-. Después de la paliza que nos han dado hoy en el Senado a nosotros dos, no será una sorpresa para nadie que ahoguemos nuestras penas juntos en este momento. No se nos conoce como aliados naturales, así que dejemos que todo siga igual. Marco Craso y yo somos amigos desde hace años, parecerá lógico que yo forme una alianza con él. Y tampoco se alarmarán terriblemente los boni ante esa perspectiva. Si somos tres es cuando podremos ganar. Desde ahora hasta el final del año tu participación en nuestro triunvirato, ¡me gusta esa palabra!, es un secreto que sólo conoceremos nosotros tres. Deja que los boni crean que han ganado.

– Espero poder aguantarme el genio cuando tenga que tratar con Craso todo el tiempo.

– Pero si en realidad no tienes que tratar con él casi nada, Magnus. Eso es lo bueno de ser tres. Yo estoy ahí para hacer de intermediario, yo soy el eslabón que hace innecesario que Craso y tú os veáis con demasiada frecuencia. Ya no sois colegas en el consulado, sois privati.

– Muy bien, ya sabemos lo que quiero yo. Sabemos también lo que quiere Craso. Pero, ¿qué es lo que quieres conseguir tú con este triunvirato, César?

– Quiero la Galia Cisalpina e Iliria.

– Afranio sabe desde hoy mismo que tiene una prórroga.

– No tendrá prórroga, Magnus. Eso tiene que quedar entendido.

– Es cliente mío.

– Y hace el papel secundario después de Celer.

Pompeyo frunció el entrecejo.

– ¿La Galia Cisalpina e Iliria durante un año?

– Oh, no. Durante cinco años.

Aquellos vivos ojos azules de pronto se pusieron a mirar hacia otra parte; el león que tomaba el sol sintió que ese sol se escondía tras una nube.

– ¿Qué te propones?

– Un mando grandioso, Magnus. ¿Me lo reprochas tú?

Lo que Pompeyo sabía de César se iluminó ahora con un nueva forma de apreciación: cierta historia acerca de que había ganado una batalla cerca de Trales hacía años, una corona cívica por valentía, un cuestorado bueno pero pacífico, una brillante campaña en el norte de Iberia recién terminada, pero nada en realidad fuera de lo corriente. ¿Adónde se proponía ir? A la cuenca del Danubio, era de suponer. ¿A Dacia? ¿A Mesia? ¿A las tierras de los roxolanos? Sí, ésa sería una gran campaña, pero no como la conquista del Este. Cneo Pompeyo Magnus había batallado con formidables reyes, no con bárbaros ataviados con pintura de guerra y tatuajes. Cneo Pompeyo Magnus había estado en la marcha a la cabeza de ejércitos desde que contaba veintidós años de edad. ¿Dónde estaba el peligro? No podía haber ninguno.

Un escalofrío erizó el cabello del león; Pompeyo sonrió ampliamente.

– No, César, no te lo reprocho en absoluto. Te deseo suerte.

Cayo Julio César pasó por delante de los puestos que exhibían aquellos toscos bustos de Pompeyo el Grande, entró en el Macellum Cuppedenis y subió los cinco tramos de escaleras estrechas para ver a Marco Craso, que aquel día no había estado en el Senado, pues rara vez se molestaba en asistir. Se sentía herido en el orgullo, su dilema no estaba resuelto. La ruina financiera nunca era algo que había que tener en cuenta, pero allí estaba él con toda su influencia y completamente incapaz de cumplir lo prometido en lo que de hecho era una menudencia. Su posición como la mayor estrella y la más brillante del firmamento de los negocios de Roma estaba en peligro, su reputación en ruinas. Cada día importantes caballeros venían a preguntarle por qué no había logrado que se enmendasen los contratos de la recaudación de impuestos, y cada día tenía que intentar explicar que un pequeño grupo de hombres estaban guiando al Senado de Roma como quien guía a un toro con una anilla atravesada en la nariz. ¡Oh dioses, se suponía que él era ese toro! Y algo más que su dignitas estaba menguando; muchos de los caballeros sospechaban ahora que él tramaba algo, que estaba atascando deliberadamente las negociaciones de aquellos desgraciados contratos. ¡Y se le estaba cayendo el pelo como a un gato en primavera!

– ¡No te acerques a mí! -le gruñó a César.

– ¿Y por qué no? -preguntó César sonriendo mientras se sentaba en una esquina del escritorio de Craso.

– Tengo la sarna.

– Estás deprimido. Bueno, anímate, tengo buenas noticias.

– Hay demasiada gente aquí, pero estoy tan cansado que no puedo moverme.

– Abrió la boca y soltó un bramido a las numerosas personas que llenaban la habitación-. ¡Venga, marchaos a casa todos! ¡Venga, a casa! ¡Ni siquiera os rebajaré la paga, así que venga, marchaos!

Se marcharon a toda prisa, encantados; Craso los obligaba a todos a trabajar cada minuto mientras hubiera luz de día, y los días iban siendo cada vez más largos, pues se iba acercando el verano, aunque todavía faltaba mucho. Desde luego, cada octavo día tenían fiesta, y también eran fiestas no laborables las Saturnalia, las Compitalia y los juegos mayores, pero no tenían paga. Si no trabajabas, Craso no te pagaba.

– Tú y yo vamos a formar sociedad -le dijo César.

– No servirá de nada -respondió Craso moviendo la cabeza de un lado a otro.

– Servirá si somos un triunvirato Aquellos grandes hombros se pusieron tensos, aunque el rostro permaneció impasible.

– ¡Con Magnus, no!

– Sí, con Magnus.

– No quiero, y ya está.

– Pues entonces despídete de todo el trabajo de años, Marco. A menos que tú y yo formemos una alianza con Pompeyo Magnus, tu reputación como patrono de la primera clase está completamente destruida.

– ¡Tonterías! Una vez que seas cónsul lograrás que se reduzcan los contratos asiáticos.

– Hoy, amigo mío, me han adjudicado la provincia. Bíbulo y yo vamos a inspeccionar, medir y demarcar las rutas del ganado trashumante de Italia. Craso se quedó con la boca abierta.

– ¡Eso es peor que no conseguir una provincia! Es como para convertirte en el hazmerreír! ¡Un Julio… y un Calpurnio para ese asunto…! ¿Obligados a realizar el trabajo de funcionarios de poca monta?

– Me he fijado en que has dicho un Calpurnio. Así que tú crees que Bíbudo también lo hará. Pero sí, incluso está dispuesto a disminuir su dignitas sólo para ensuciarme a mí. Fue idea suya, Marco, y, ¿es que no te dice eso cuán seria es la situación? Los boni están dispuestos a tumbarse en el suelo para dejarse matar si ello significa que me matan a mí también. Por no decir a Magnus y a ti. Nosotros sobresalimos mucho en ese campo de amapolas, todo lo de Tarquinio el Soberbio se repite otra vez.

– Entonces tienes razón. Formaremos alianza con Magnus.

Y así de simple fue. No hubo necesidad de ahondar. Sólo hubo que ponerle debajo de la nariz los hechos y se dejó convencer. Incluso parecía que empezaba a ponerse contento acerca del proyectado triunvirato al darse cuenta de que, como tanto Pompeyo como él eran privat, no tendría que hacer ninguna aparición en público de la mano del hombre que más detestaba de toda Roma. Con César actuando de mensajero, las decencias se conservarían y aquella sociedad tripartita daría resultado.

– Será mejor que empiece yo a hacer campaña electoral en favor de Luceyo -dijo Craso cuando César se bajaba de la mesa donde estaba encaramado.

– No te gastes mucho dinero, Marco, ese caballo no galopará. Magnus lleva dos meses pagando fuertes sobornos, pero después de lo de Afranio nadie mirará a sus hombres. Magnus no es un político, no hace los movimientos adecuados en el momento adecuado. Labieno debería haber estado donde él puso a Flavio, y Luceyo debería haber sido su primer intento para asegurarse un cónsul dócil.

– César le dio una alegre palmadita a Craso en la calva y se marchó-. Seremos Bíbulo y yo con toda seguridad.

Predicción que las Centurias confirmaron cinco días antes de los idus de quintilis: César arrasó y consiguió el consulado senior, pues tenía a su favor, literalmente, a todas las Centurias; Bíbulo tuvo que esperar mucho más, pues la pugna por el cargo de cónsul junior fue mucho más reñida. Los pretores fueron decepcionantes para los triunvires, aunque podían dar por seguro el apoyo del sobrino de Saturnino después del juicio de Cayo Rabirio, y nada menos que Quinto Fufio Caleno estaba haciendo propuestas, pues sus deudas empezaban ya a hacer que se viera metido en graves apuros. El nuevo Colegio de los Tribunos de la Plebe era una dificultad, porque Meteio Escipión había decidido presentarse, lo cual daba a los boni nada menos que cuatro aliados incondicionales: Metelo Escipión, Quinto Ancario, Cneo Domicio Calvino y Cayo Fanio. En la parte más brillante, los triunvires contaban definitivamente con Publio Vatinio y Cayo Alfio Flavio. Con dos buenos y fuertes tribunos de la plebe bastaría.

Luego transcurrió la larga y exasperante espera para el año nuevo, cosa empeorada aún más por el hecho de que Pompeyo tenía que mantenerse calladito mientras Bíbulo y Catón andaban por ahí pavoneándose, prometiéndole a todo el que estaba dispuesto a escucharles que César no lograría hacer nada. Su oposición se había hecho cosa del dominio público entre todas las clases de ciudadanos, aunque eran pocos, por debajo de la primera clase, los que comprendían exactamente qué pasaba. Lejanos truenos políticos retumbaban, nada más.

Sin inmutarse al parecer, César asistía a la Cámara todos los días en que había reunión en calidad de cónsul senior electo para dar su opinión acerca de muy pocas cosas; por lo demás, dedicaba su tiempo casi exclusivamente a redactar un nuevo proyecto de ley de tierras para los veteranos de Pompeyo. En noviembre le pareció que ya no había motivo para mantenerlo por más tiempo en secreto: que el núcleo irreductible se preguntase qué relación había entre Pompeyo y él, ya era hora de ejercer una cierta dosis de presión. Así que en diciembre envió a Balbo a ver a Cicerón en relación con el proyecto de ley de tierras. Si informar a Cicerón de lo que estaba tramando César no hacía que la noticia se extendiera a lo largo y a lo ancho, nada lo lograría.

El tío Mamerco murió, una pena personal para César, y dio origen a una vacante en el Colegio de los Pontífices.

– Lo cual puede resultarnos de cierta utilidad -le dijo César a Craso después del funeral-. He oído que Léntulo Spinther quiere ser pontífice desesperadamente.

– ¿Y quizás lo logre si está dispuesto a ser un buen chico?

– Precisamente. Tiene influencia, será cónsul antes o después, y en Hispania Citerior no hay gobernador. He oído decir que le escuece no haber conseguido una provincia después de ser pretor, así que quizás nosotros podríamos ayudarle a ir a Hispania Citerior el día de año nuevo. Sobre todo si entonces ya es pontífice.

– ¿Y cómo vas a conseguir eso, César? Hay una larga lista de esperanzados.

– Amañando el sorteo, naturalmente. Me sorprende que me lo preguntes. Ahí es donde ser un triunvirato resulta muy conveniente. Cornelia, Fabia, Velina, Clustumina, Teretina: ya tenemos de nuestra parte a cinco tribus sin movernos siquiera de sitio. Desde luego, Spinther tendrá que esperar hasta que sea aprobado el proyecto de ley de tierras antes de poder ir a su provincia, pero no creo que pongas objeciones a eso. El pobre hombre sigue aún representando papeles secundarios, los boni arrugan la nariz con desprecio porque presumen demasiado. No compensa mirar por encima del hombro a hombres que uno quizás pueda llegar a necesitar alguna vez. Pero si los boni han mirado a Spinther por encima del hombro, peor para ellos.

– Ayer vi a Celer en el Foro -dijo Craso al tiempo que resoplaba con satisfacción-, y me pareció que tenía muy mal aspecto.

Aquello provocó la risa de César.

– No es nada físico, Marco. La pequeña Nola, a la que tiene como esposa, le ha abierto de par en par todas las puertas que posee a Catulo, el tipo ese de Verona que es poeta. Quien, por cierto, parece que ahora está coqueteando con los boni. Sé de muy buena tinta que fue él quien inventó el cuento aquel del viñedo de Publio Servilio para Bíbulo. Eso tiene sentido si tenemos en cuenta que Bíbulo está permanentemente fundido con el empedrado de las calles de la ciudad de Roma. Hace falta ser alguien del campo para saberlo todo acerca del ganado y de las vides.

– Así que por fin Clodia se ha enamorado.

– ¡Lo bastante en serio como para preocupar a Celer!

– Lo mejor que podría hacer es cesar a Pontino y marcharse pronto a su provincia. Para ser un Hombre Militar, Pontino no se ha defendido muy bien en la Galia Transalpina.

– Por desgracia Celer ama a su esposa, Marco, así que en modo alguno quiere irse a su provincia.

– Son tal para cual -fue el veredicto de Craso.

Si a alguien le pareció significativo que César eligiera pedirle a Pompeyo que actuase como augur suyo durante la vigilia nocturna en el auguraculum del Capitolio antes de que el día de año nuevo amaneciera, no se oyó que nadie lo comentase en público. Desde el crepúsculo hasta que la primera luz perló el cielo oriental, César y Pompeyo, ataviados con túnicas a rayas escarlatas y púrpuras, permanecieron de pie, espalda contra espalda, con los ojos fijos en el cielo. Por suerte para César, el año nuevo iba cuatro meses por delante de la estación del año, lo que significaba que las estrellas fugaces de la constelación de Perseo seguían trazando sus chispas por la bóveda celeste; había muchos presagios y auspicios, incluido el destello de un relámpago procedente de una nube situada a la izquierda. Por derecho, Bíbulo y su augur ayudante deberían haber estado presentes también, pero incluso en eso Bíbulo tuvo buen cuidado en demostrar que no estaba dispuesto a cooperar con César. En lugar de eso, recibió los auspicios en su casa: algo completamente correcto, pero no habitual.

Después de lo cual el cónsul senior y su amigo se dirigieron a sus respectivas casas para ponerse los atavíos propios del día. Por parte de Pompeyo las galas triunfales, que ahora le estaban permitidas en todas las ocasiones festivas y no sólo en los juegos; por parte de César, una toga praetexta recién tejida y blanquísima, cuya orla no era de púrpura de Tiro, sino de la misma clase de púrpura corriente que se había usado en los primeros tiempos de la República, cuando los Julios habían sido tan preeminentes como lo eran ahora de nuevo, quinientos años más tarde. Pompeyo había de ser quien llevase un anillo senatorial de oro, pero el anillo de César había de ser de hierro, como lo había sido el de los Julios en la antigüedad. Llevaba puesta la corona de hojas de roble y la túnica a rayas escarlata y púrpura de pontífice máximo.

No fue ningún placer subir caminando por el Clivus Capitolinus al lado de Bíbulo, que no dejaba de murmurar por lo bajo que César no lograría hacer nada, que aunque él tuviera que morir en el empeño se encargaría de que el consulado de César fuera un mojón más que se caracterizase por la inactividad y las cosas triviales. Tampoco fue ningún placer sentarse en la silla de marfil con Bíbulo al lado mientras la multitud de senadores y caballeros amigos los saludaban y los alababan. La suerte de César quiso que su inmaculado toro blanco fuera de buen grado al sacrificio, mientras que el toro de Bíbulo cayó torpemente, intentó ponerse de pie y salpicó de sangre la toga del cónsul junior. Un mal presagio.

Después, en el templo de Júpiter Óptimo Máximo, fue César, como cónsul senior, quien convocó a sesión al Senado, quien fijó las feriae Latinae y quien echó a suertes el reparto de las provincias para los pretores. Quizás no fue ninguna sorpresa que a Léntulo Spinther le tocase la Hispania Citerior.

– Hay algunos otros cambios -dijo el cónsul senior con aquella voz profunda y normal, pues la cella donde se alzaba la estatua de Júpiter Optimo Máximo, de cara al Este, era lo bastante buena acústicamente para que cualquier tipo de voz se oyera con claridad-. Este año volveré a la costumbre que se practicaba al comienzo de la República y ordenaré a mis lictores que me sigan en lugar de precederme durante los meses en que yo no posea las fasces.

Se elevó un murmullo de aprobación, que se transformó en una exclamación ahogada de sorprendida desaprobación cuando Bíbulo dijo con desprecio:

– ¡Haz lo que quieras, César, a mí qué me importa! ¡Pero no esperes que yo haga lo mismo!

– ¡No lo espero, Marco Calpurnio! -dijo César riéndose y poniendo así en evidencia la descortesía de Bíbulo, que había utilizado su cognotnen.

– ¿Alguna cosa más? -le preguntó Bíbulo, quien odiaba no ser un poco más alto.

– Nada que te concierna a ti directamente, Marco Calpurnio. Llevo en esta Cámara mucho tiempo, tanto como senador como al servicio de Júpiter Óptimo Máximo, en cuya casa está reunida esta Cámara en este preciso momento. Como flamen Dialis entré en ella a los dieciséis años, y luego, después de una interrupción de menos de dos años, regresé a ella porque gané la corona cívica. Ahora, a los cuarenta años de edad, soy cónsul senior. Lo cual me concede un total de más de veintitrés años como miembro del Senado de Roma.

– El tono de la voz se le hizo ahora enérgico y formal-. A lo largo de estos veintitrés años, padres conscriptos, he visto algunos cambios para mejor en los procedimientos senatoriales, en particular la costumbre que tenemos ahora de registrar literalmente por escrito nuestras sesiones. No todos nosotros hacemos servir esas actas, pero yo ciertamente sí las utilizo, y lo mismo hacen otros muchos políticos serios. No obstante, esas actas desaparecen en los archivos. También he conocido ocasiones en las cuales dichas actas se parecían muy poco a lo que en realidad se dijo.

Se detuvo para mirar las apretadas filas de rostros; nadie se había tomado la molestia de poner gradas de madera especiales en el templo de Júpiter Optimo Máximo el día de año nuevo, porque aquella reunión siempre era breve y los comentarios se limitaban al cónsul senior.

– Consideremos también al pueblo. La mayoría de nuestras reuniones se celebran con las puertas abiertas de par en par, lo que permite que un pequeño número de personas interesadas se reúnan en el exterior para escucharnos. Lo que ocurre es inevitable. Aquel que mejor oye retransmite lo que ha oído a los que no pueden oír, y a medida que la onda se expande hacia fuera por todo el estanque que es el Foro, la exactitud disminuye. Lo cual es un fastidio para el pueblo, pero también lo es para nosotros.

«Ahora os pido que hagáis dos enmiendas en cuanto a las actas de las reuniones de esta Cámara. La primera se refiere a las dos clases de sesiones, a puertas abiertas y a puertas cerradas. A saber:

que los escribas pasen sus anotaciones a papel, que los dos cónsules y todos los pretores, si se encuentran presentes en la reunión de la que se trate, naturalmente, lean con detenimiento el acta escrita y luego la firmen para dar fe de que es correcta. La segunda enmienda se refiere sólo a las sesiones celebradas a puertas abiertas. A saber: que el acta de las reuniones se exponga públicamente en una zona especial para anuncios del Foro Romano que esté resguardada de las inclemencias del tiempo. Fundo mis razones en algo que me preocupa por todos nosotros, no importa en qué lado de la valla faccional o política estemos situados. Es tan necesario para Marco Calpurnio como lo es para Cayo Julio. Es tan necesario para Marco Porcio como lo es para Cneo Pompeyo.

– En realidad es una idea muy buena, cónsul senior -dijo nada menos que Metelo Celer-. Dudo que yo en el futuro respalde tus leyes, pero ésta la respaldaré, y sugiero que la Cámara considere favorablemente la propuesta del cónsul senior.

Con el resultado de que todos los presentes, excepto Catón y Bíbulo, pasaron a la derecha cuando se puso a votación la propuesta. Poca cosa, sí, pero era lo primero que César proponía, y había tenido éxito.

– Y también tuvo éxito el banquete que vino a continuación -le explicó César a su madre al final de aquel larguísimo día.

Aurelia estaba rebosante de orgullo por él, naturalmente. Todos aquellos años habían valido la pena. Allí estaba él, cuando le faltaban siete meses para cumplir cuarenta y un años, y era cónsul senior del Senado y el pueblo de Roma. La Res Publica. El espectro de las deudas se había desvanecido cuando César regresó a casa de Hispania Ulterior con suficiente dinero en la parte del botín que le correspondía como para llegar a un acuerdo con sus acreedores que lo absolvió de la ruina futura. Aquel querido hombrecito, Balbo, había estado trotando de un despacho a otro armado con cubos de papeles y había negociado hasta conseguir sacar a César de su endeudamiento. Qué extraordinario. A Aurelia no se le hubiera pasado por la cabeza ni por un momento que César no habría de devolver hasta el último sestercio del interés compuesto acumulado durante años, pero Balbo sabía cómo hacer un trato. No quedaba nada para estar en guardia por si a César le daba otro ataque de derroche despilfarrador, pero por lo menos no debía dinero de gastos pertenecientes al pasado. Y, desde luego, tenía unos ingresos respetables procedentes del Estado, además de una casa maravillosa.

Aurelia rara vez se acordaba de su marido, que llevaba muerto veinticinco años. Había sido pretor, pero no había llegado a ser cónsul. Esa corona en la generación del marido de Aurelia había caído sobre su hermano mayor y sobre la otra rama de la familia. ¿Quién podía haber sabido el peligro que existiría en inclinarse para atarse una bota? Ni la impresión que producía un mensajero en la puerta poniéndole a ella en las manos un horrible tarrito: las cenizas de su marido. Y ella ni siquiera lo había visto muerto. Pero quizás si él hubiera vivido le habría puesto frenos a César, aunque Aurelia había sido siempre consciente de que su hijo no tenía freno alguno en su carácter. Cayo Julio, amadísimo esposo, nuestro hijo es hoy cónsul senior, y establecerá un hito para los Julios Césares que ningún otro Julio César ha establecido nunca. Y Sila, ¿qué habría pensado Sila? El otro hombre de su vida, aunque nunca se habían acercado a la indiscreción más que por un beso por encima de un cuenco lleno de uvas. ¡Cómo sufrí por él, pobre hombre atormentado! Los echo de menos a los dos. Pero qué buena ha sido la vida conmigo. Dos hijas bien casadas, nietos, y este… este dios que tengo por hijo.

Pero qué solo está. En otro tiempo yo esperaba que Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento de la planta baja de mi ínsula, sería el amigo y confidente que le falta. Pero César llegó demasiado lejos y demasiado de prisa. ¿Siempre hará lo mismo? ¿No hay nadie a quien él pueda acudir como a un igual? Cómo rezo para que algún día encuentre un amigo verdadero. Pero no en una esposa, ay. Nosotras, las mujeres, no tenemos la amplitud de visión ni la experiencia en la vida pública que él necesita en un verdadero amigo. Sin embargo, esa calumnia que han levantado sobre él y el rey Nicomedes ha hecho que no admita en su intimidad a ningún hombre, es demasiado consciente de lo que diría la gente. En todos estos años no ha habido ningún otro rumor. Cualquiera diría que eso es prueba suficiente de que no es cierto lo del rey Nicomedes. Pero en el Foro siempre hay algún Bíbulo. Y mi hijo tiene ahí a Sila como un aviso. ¡No deseo una vejez como la de Sila para César!

Por fin comprendo que nunca se casará con Servilia, él nunca haría una cosa así. Ella sufre, pero tiene a Bruto para pagar con él sus frustraciones. Pobre Bruto. Ojalá Julia lo amase, pero no lo ama. ¿Cómo puede funcionar ese matrimonio?

Aquel pensamiento hizo encajar en su lugar una de las bolas del ábaco que era su mente.

Pero lo único que dijo fue:

– ¿Asistió Bíbulo al banquete?

– Oh, sí, allí estaba. Y también Catón, y Cayo Pisón y el resto de los boni. Pero el templo de Júpiter Óptimo Máximo es grande, y se colocaron en canapés lo más alejados de mí que pudieron. El querido amigo de Catón, Marco Favonio, era el centro del grupo; por fin ha logrado ser cuestor.

– César soltó una risita-. Cicerón me ha informado de que a Favonio ahora se le conoce en el Foro como el Mono de Catón, un delicioso doble juego de palabras. Pues imita como un mono a Catón en todo lo que puede, incluso en lo de ir desnudo bajo la toga, pero además es tan zoquete que camina igual que un mono. Bonito, ¿verdad?

– Muy acertado, desde luego. ¿Y el mote lo ha acuñado el propio Cicerón?

– Eso me imagino, pero hoy sufría un ataque de modestia, probablemente debido al hecho de que Pompeyo le hizo jurar que se mostraría amable y educado conmigo, y eso es algo que odia después de lo de Rabirio.

– Pareces desconsolado -le dijo Aurelia con cierta ironía.

– Realmente preferiría tener a Cicerón de mi parte, pero no veo cómo pueda ocurrir eso, mater. Así que estoy preparado.

– ¿Para qué?

– Para el día en que Cicerón decida unir su pequeña facción a los boni.

– ¿Crees que llegará tan lejos? A Pompeyo Magnus no le gustaría nada.

– Dudo que llegue a convertirse alguna vez en un ardiente miembro de los boni, a ellos les desagrada su engreimiento tanto como les desagrada el mío. Pero ya conoces a Cicerón. Es un saltamontes con la lengua indisciplinada, si es que tal animal existe. Aquí, allí, en todas partes y durante todo el tiempo, está muy ocupado metiéndose en líos por las cosas que dice. Yo fui testigo de lo que le dijo a Publio Clodio de las seis pulgadas. Terriblemente gracioso, pero a Clodio y a Fulvia no les hizo ninguna gracia.

– ¿Cómo te las arreglarás con Cicerón si se convierte en adversario tuyo?

– Bueno, no se lo he dicho a Publio Clodio, pero he conseguido permiso de los colegios sacerdotales para permitir que Clodio se convierta en plebeyo.

– ¿No ha puesto objeciones Celer? Se negó a permitirle a Clodio que se presentase a tribuno de la plebe.

– E hizo lo correcto. Celer es un abogado excelente. Pero en lo que concierne a la situación de Clodio, a él tanto le da que sea una cosa u otra, ¿por qué iba a importarle? El único objeto de la vena desagradable de Clodio en este momento es Cicerón, que no tiene absolutamente ninguna influencia con Celer ni entre los colegios sacerdotales. No está mal visto que un patricio quiera convertirse en plebeyo. El cargo de tribuno de la plebe tiene atractivo para hombres que tienen una vena de demagogos, como Clodio.

– ¿Por qué no le has dicho todavía a Clodio que has obtenido el permiso?

– No sé si se lo diré alguna vez. Es un hombre inestable; No obstante, si tengo que vérmelas con Cicerón, le echaré encima a Clodio.

– César bostezó y se estiró-. ¡oh, qué cansado estoy! ¿Está Julia?

– No, está en una fiesta para chicas, y como se celebra en casa de Servilia, le he dicho que podía quedarse a pasar la noche. Las muchachas a esa edad pueden pasarse días enteros hablando y riéndose como bobas.

– Cumple diecisiete en las nonas. ¡Oh, mater, cómo vuela el tiempo! Ya hace diez años que murió su madre.

– Pero no la hemos olvidado -dijo Aurelia.

– No, eso nunca.

Se hizo un silencio pacífico y acogedor. Sin preocupaciones económicas que la absorbiesen, Aurelia era un placer, reflexionó su hijo.

De pronto Aurelia tosió y miró a César con un brillo avaro en los ojos.

– César, el otro día tuve la necesidad de ir a la habitación de Julia para mirar entre su ropa. A los diecisiete años, los regalos de cumpleaños deberían ser de ropa. Tú le puedes regalar joyas: te sugiero pendientes y un collar de oro sin piedras. Pero yo le regalaré ropa. Ya sé que ella debería estar tejiendo la tela y haciéndose la ropa ella misma, yo ya lo hacía a su edad, pero por desgracia a Julia le gusta más leer que tejer. Hace años que desistí de intentar obligarla a que tejiera, no valía la pena gastar la energía. Lo que tejía era un desastre.

– ¿Qué es lo que me quieres decir, mater? Realmente me importa un comino lo que haga Julia siempre que no esté por debajo de su condición de ser una Julia.

En respuesta, Aurelia se puso en pie.

– Espérame aquí -le dijo; y salió del despacho de César.

Éste la oyó subir la escalera hasta el piso superior y luego no oyó nada; más tarde le llegó el sonido de unos pasos que bajaban de nuevo. Aurelia entró con las dos manos situadas detrás de la espalda. Muy divertido, César intentó que ella perdiera la seriedad mirándola fijamente, pero no tuvo éxito. Luego Aurelia sacó rápidamente las manos de detrás de la espalda y puso algo encima del escritorio.

Fascinado, César se encontró mirando un pequeño busto nada menos que de Pompeyo. Este estaba considerablemente mejor realizado que los que él había visto en los mercados, pero seguía siendo de producción en serie, ya que se trataba de un vaciado de yeso; el parecido era bastante más elocuente, y la pintura había sido aplicada con mucha delicadeza.

– Lo encontré escondido entre la ropa de cuando era pequeña en un baúl que ella probablemente pensaba que nadie miraría. Te confieso que yo no habría mirado allí de no ser porque se me ocurrió que en Subura hay muchas niñas a las que les vendría muy bien usar la ropa que se le ha quedado pequeña a Julia. Siempre le hemos enseñado, para que no se malcríe, que tenía que pasarse con ropa vieja cuando había niñas como Junia que desfilaban con algo nuevo cada día, pero nunca hemos permitido que fuera con la ropa raída. El caso es que se me ocurrió vaciar el baúl y mandar a Cardixa a Subura con el contenido del mismo. Después de encontrarme con eso, lo dejé todo sin tocar.

– ¿Cuánto dinero le damos a Julia, mater? -preguntó César mientras cogía el busto de Pompeyo y comenzaba a darle vueltas entre las manos; la sonrisa le había aparecido en una de las comisuras de la boca; estaba pensando en todas aquellas muchachas adolescentes que se apiñaban alrededor de los puestos de los mercados, suspirando y arrullando acerca de Pompeyo.

– Muy poco, tal y como acordamos tú y yo cuando ella alcanzó la edad de necesitar algo de dinero para sus gastos.

– ¿Cuánto crees que le costaría esto, mater?

– Por lo menos cien sestercios.

– Sí, eso diría yo. De manera que ella estuvo ahorrando su precioso dinero para comprar esto.

– ¿Y qué deduces tú de todo ello?

– Que está chiflada por Pompeyo, como casi todas las demás muchachas de su círculo. Me imagino que en este preciso momento hay una docena de chicas apiñadas alrededor de una imagen parecida a ésta, de la misma persona, Julia incluida, gimiendo y haciendo aspavientos mientras Servilia intenta dormir y Bruto se afana con su último epítome.

– Para ser alguien que en toda su vida ha sido indiscreta, mater, tu conocimiento acerca de la conducta humana es asombroso.

– Sólo porque siempre haya sido demasiado sensata como para no hacer el tonto yo misma, César, no significa que no sea capaz de detectar la tontería en los demás -dijo Aurelia austeramente.

– ¿Por qué te molestas en enseñarme esto?

– Pues -empezó Aurelia mientras tomaba asiento de nuevo-, en general, yo tendría que decir que Julia no es tonta. ¡Al fin y al cabo, yo soy su abuela! Cuando encontré eso -dijo señalando el busto de Pompeyo-, empecé a pensar en Julia como no había pensado nunca hasta entonces. Tenemos tendencia a olvidarnos de que casi son ya adultos, y eso es una realidad. El año que viene por estas fechas Julia cumplirá los dieciocho y se casará con Bruto. No obstante, cuanto mayor se hace y más se acerca la boda, más recelos albergo yo al respecto.

– ¿Por qué?

– Ella no lo ama.

– El amor no forma parte del contrato, mater -dijo César con suavidad.

– Ya lo sé, y tampoco soy propensa a ponerme sentimental. Y ahora no me estoy poniendo sentimental. Tu conocimiento de Julia es superficial porque tiene que ser superficial. La ves bastante a menudo, pero contigo presenta una cara diferente. Ella te adora, eso es así. Si tú le pidieras que se clavase una daga en el pecho, probablemente lo haría.

César se removió en la silla incómodo.

– ¡Mater, por favor!

– No, lo digo en serio. Por lo que a Julia concierne, si tú le pidieras que hiciera eso, asumiría que era necesario para tu futuro bienestar. Ella es Ifigenia en Aulis. Si su muerte pudiera hacer que los vientos soplasen e hinchasen las velas de tu vida, iría hacia la muerte sin tener en cuenta el precio que suponía para ella. Y esa misma es su actitud al casarse con Bruto, estoy convencida de ello -dijo deliberadamente Aurelia-. Lo hará para complacerte, y será una esposa perfecta para él durante cincuenta años si él vive tanto. Pero nunca será feliz casada con Bruto.

– ¡Oh, yo no podría soportar eso! -exclamó César; y dejó el busto sobre el escritorio.

– No pensaba que pudieras.

– Julia nunca me ha dicho ni una palabra.

– Ni lo hará. Bruto es el cabeza de una familia fabulosamente rica y antigua. Casándose con él traerá a tu dominio a esa familia, ella lo sabe bien.

– Hablaré mañana con ella -dijo César con decisión.

– No, César, no hagas eso. Julia supondrá que has visto cierta falta de disposición en ella, y te jurará que estás equivocado.

– Entonces, ¿qué hago?

Una expresión de satisfacción felina cubrió el rostro de Aurelia; sonrió y ronroneó con voz gutural.

– Yo que tú, hijo mío, invitaría al pobre y solitario Pompeyo Magnus a una agradable cena en familia.

Entre la boca que se le había abierto y la sonrisa que se esforzaba por esbozar para no estar boquiabierto, César tenía la misma cara que cuando era un muchacho. Luego venció la sonrisa y se convirtió en una sonora carcajada.

– Mater, mater -dijo cuando fue capaz de hablar-, ¿qué haría yo sin ti? ¿Julia y Magnus? ¿Tú crees que es posible? Me he devanado la sesera intentando encontrar una manera de ligarlo a mí, ¡pero esto jamás se me había pasado por la cabeza! Tienes razón, no los vemos como adultos. A mí me pareció que los había visto como adultos cuando regresé de Hispania. Pero allí estaba Bruto… y, sencillamente, lo di por hecho.

– Funcionará siempre que sea un matrimonio por amor, pero no de otro modo -dijo Aurelia-, así que no te apresures y no traiciones ni de palabra ni con la mirada a ninguno de los dos lo que está pendiente de su encuentro.

– Desde luego que no, no lo haré. ¿Cuándo te parece que lo hagamos?

– Espera hasta que se solucione lo del proyecto de ley, sea cual sea el resultado. Y no lo presiones, ni siquiera cuando se hayan conocido.

– Ella es guapísima, es joven, es una Julia. Magnus me la pedirá en el momento en que termine la cena.

– Magnus no te la pedirá -dijo Aurelia meneando la cabeza.

– ¿Por qué no?

– Por algo que Sila me dijo en una ocasión. Que Pompeyo siempre ha tenido miedo de pedir la mano de una princesa. Porque eso es lo que es Julia, hijo mío, una princesa de la más alta cuna de toda Roma. Una reina extranjera no la igualaría a los ojos de Pompeyo. Así que no te la pedirá porque tendrá demasiado miedo de que se le rechace. Eso es lo que me dijo Sila; Pompeyo preferiría quedarse soltero antes que arriesgarse a que su dignitas resultase herida con una negativa. Así que está esperando a que alguien que tenga una princesa por hija se lo pida a él. Serás tú quien tenga que hacer la petición, César, no Pompeyo. Pero primero deja que lo desee con ansia. Sabe que Julia está prometida a Bruto. Veremos qué ocurre cuando se conozcan, pero no permitamos que se conozcan demasiado pronto.

– Aurelia se levantó y cogió del escritorio el busto de Pompeyo-. Volveré a dejarlo donde estaba.

– No, ponlo en la repisa al lado de su cama y haz lo que pensabas hacer. Regala la ropa -la conminó César mientras se recostaba en su asiento y cerraba los ojos con satisfacción.

– A ella le resultará mortificante que yo haya descubierto su secreto.

– No si le riñes por aceptar regalos de Junia, que tiene demasiado dinero. Así podrá seguir contemplando a Pompeyo Magnus sin perder su orgullo.

– Acuéstate -le dijo Aurelia desde la puerta.

– Eso pienso hacer. Y gracias a ti, voy a dormir tan profundamente como un marinero hechizado por las sirenas.

– Eso, César, es exagerar un poco.

El segundo día de enero César presentó ante la Cámara el proyecto de ley que había estado preparando para someterlo a consideración, y la Cámara se estremeció a la vista de casi treinta grandes cubos de libros distribuidos alrededor de los pies del cónsul senior. Lo que hasta entonces solía ser la extensión normal de un proyecto de ley ahora parecía diminuto en comparación con ésta; la lex lulia agraria tendría más de cien capítulos.

Como la cámara de la Curia Hostilia no era un lugar con una acústica satisfactoria, el cónsul senior impostó la voz hasta sus tonos agudos y procedió a proporcionar al Senado de Roma una disertación admirablemente concisa, aunque completa, de aquel enorme documento que llevaba su nombre, y nada más que su nombre. Lástima que Bíbulo no se mostrase cooperativo; de lo contrario se habría llamado lex lulia Calpurnia agraria.

– Mis escribas han preparado trescientas copias del proyecto de ley; el tiempo ha impedido que se hicieran más -dijo Cesar-. No obstante, hay suficientes para que cada dos senadores compartan una copia, y hay otras cincuenta copias a disposición del pueblo. instalaré una barraca a la puerta de la basílica Emilia con un secretario legal y un ayudante a fin de que estén de servicio para que aquellos miembros del pueblo que deseen leer el proyecto con detenimiento o quieran exponer sus dudas puedan hacerlo. Junto con cada copia va un resumen de referencias útiles a las cláusulas o capítulos pertinentes, por si algunos de los lectores o de los que tengan preguntas que hacer tienen más interés por algunas disposiciones que por otras.

– ¡Debes de estar bromeando! -le dijo Bíbulo con burla-. ¡Nadie se molestará en leer algo ni la mitad de largo que eso! -Sinceramente, espero que todos lo lean -dijo César al tiempo que levantaba las cejas-. Quiero críticas, quiero sugerencias útiles, quiero saber qué está mal en el proyecto.

– Se puso serio-. Puede que la brevedad sea el meollo del ingenio, pero la brevedad en las leyes que requieren longitud significa que son leyes malas. Toda contingencia debe ser examinada, explorada y explicada. La legislación irrecusable es la legislación larga. Veréis pocos proyectos de ley bonitos y breves que procedan de mí, padres conscriptos. Pero cada uno de los proyectos de ley que pienso presentaros habrá sido redactado personalmente según una fórmula diseñada para cubrir todas las posibilidades previsibles.

– Hizo una pausa para permitir que se hicieran comentarios, pero nadie se ofreció para ello-. Italia es Roma, no cometamos ningún error a ese respecto. Las tierras públicas de las ciudades, de los pueblos, de los municipios y de las comarcas de Italia pertenecen a Roma, y gracias a las guerras y a las migraciones hay muchos distritos de arriba abajo de esta península que se han despoblado tanto y están tan infrautilizados como cualquier parte de la moderna Grecia. Mientras que Roma se ha convertido ahora en una ciudad superpoblada. El subsidio del grano es una carga mayor de la que el Tesoro debería afrontar, y al decir esto no estoy criticando la ley de Marco Porcio Catón. En mi opinión, la suya fue una medida excelente. Sin ella habríamos visto disturbios y malestar general. Pero el hecho es que en lugar de subvencionar el subsidio del grano que crece de día en día, deberíamos estar aliviando la superpoblación dentro de la ciudad de Roma, ofreciendo para ello a los pobres de Roma algo más que la oportunidad de alistarse en el ejército.

«Tenemos además unos cincuenta mil soldados veteranos que vagan arriba y abajo por todo el país, ¡incluida esta ciudad!, sin los medios para establecerse, al llegar a la mediana edad, y convertirse en pacíficos y productivos ciudadanos capaces de procrear legítimamente y proporcionarle a Roma los soldados del futuro, en lugar de engendrar mocosos sin padres que van por ahí colgados de las faldas de mujeres indigentes. Si nuestras conquistas nos han enseñado algo, es, desde luego, que somos los romanos quienes mejor luchamos, quienes damos las victorias a nuestros generales, quienes sabemos mirar con ecuanimidad la perspectiva de un asedio de diez años de duración, quienes sabemos levantarnos después de sufrir pérdidas y sabemos empezar a luchar otra vez desde el principio.

«Lo que yo propongo es una ley que distribuya hasta el último iugerum de tierra pública de esta península, salvo las doscientas millas cuadradas del Ager Campanus y las cincuenta millas cuadradas de tierra pública adyacentes a la ciudad de Capua, que son el principal campo de entrenamiento de nuestras legiones. Ello incluye, pues, las tierras públicas adyacentes a lugares como Volaterra y Aretio. Cuando yo vaya a poner mojones a lo largo de las rutas del ganado trashumante de Italia, quiero saber que éstas son el único terreno público que quede en la península, aparte de Campania. ¿Y por qué no incluir también las tierras de Campania? Sencillamente porque llevan mucho tiempo en arrendamiento, y resultaría repugnante para aquellos que las tienen arrendadas tener que pasar ahora sin ellas. Eso, naturalmente, incluye al maltratado caballero Publio Servilio, el cual espero que ya haya vuelto a plantar sus viñas y les haya aplicado tanto estiércol como esas delicadas plantas sean capaces de tolerar.

Ni siquiera aquello suscitó ningún comentario. Como la silla curul de Bíbulo quedaba ligeramente detrás de la de César, éste no podía verle la cara, pero le resultaba interesante que permaneciera callado. También Catón estaba silencioso; volvía a no llevar túnica debajo de la toga desde que aquel Mono suyo, Favonio, había entrado en la Cámara para imitarlo. Como era cuestor urbano el Mono podía asistir a todas las sesiones del Senado.

– Sin desposeer a ninguna persona que en el presente ocupe nuestro ager publicus bajo las condiciones que establecía una lex agraria anterior, he calculado que las tierras públicas disponibles proporcionarán parcelas de diez iugera cada una para quizás treinta mil ciudadanos que cumplan los requisitos que les dan derecho a ello. Lo cual nos deja con la tarea de encontrar tierras suficientes que en la actualidad sean de propiedad privada para otros cincuenta mil beneficiarios. Estoy contando con que puedan establecerse cincuenta mil soldados veteranos más treinta mil pobres urbanos de Roma. Sin incluir a cuantos veteranos puedan encontrarse dentro de la ciudad de Roma, treinta mil habitantes urbanos pobres trasladados a productivas parcelas en áreas rurales supondrán un alivio para el Tesoro de setecientos veinte talentos al año en dinero de subsidios para el grano. Si añadimos veintitantos mil veteranos que están en la ciudad, el ahorro se aproxima a la carga adicional que la ley de Marco Porcio Catón echó sobre los fondos públicos.

«Pero incluso contando con la adquisición de tantas tierras como son ahora propiedad privada, el Tesoro puede proporcionar la ayuda financiera necesaria a causa de los ingresos, enormemente aumentados, que recibe ahora procedentes de las provincias orientales… aunque, por ejemplo, los contratos de recaudación de impuestos fueran reducidos, digamos, en una tercera parte. Yo no espero que los veinte mil talentos de beneficio neto que Cneo Pompeyo Magnus añadió al Tesoro alcancen para comprar tierras a causa de la relajación de las tarifas y aranceles impuesta por Quinto Metelo Nepote, un gesto munificente que ha privado a Roma de unos ingresos que necesita desesperadamente.

¿Obtuvo aquello alguna respuesta? No, no la obtuvo. El propio Nepote se encontraba todavía gobernando Hispania Ulterior, aunque Celer estaba sentado entre los consulares. Se tomaba tiempo para ir a gobernar su provincia, la Galia Ulterior.

– Cuando examinéis mi lex agraria, encontraréis que no es arrogante. No puede ejercerse presión de ningún tipo sobre los actuales propietarios de las tierras para que se las vendan al Estado, ni hay implícita una reducción de los precios de la tierra. Las tierras que qompre el Senado deben pagarse según el valor que establezcan nuestros estimados censores Cayo Escribonio Curión y Cayo Casio Longino. Las escrituras de propiedad existentes deberán aceptarse como completamente legales, sin ningún recurso ante la ley que las desafíe. En otras palabras, si un hombre ha cambiado sus lindes y nadie se ha querellado por dicha acción, entonces esas piedras de linde son las que definen la extensión de su propiedad puesta en venta.

«Ninguno de los que reciban una concesión de terreno podrá venderla o abandonarla en un período de veinte años.

»Y por último, padres conscriptos, la ley propone que la adquisición y asignación de los terrenos resida en una comisión de veinte caballeros seniors y senadores. Si esta Cámara me concede un consultum para llevarlo al pueblo, entonces esta Cámara tendrá el privilegio de elegir a esos veinte caballeros y senadores. Si no me concede un consultum, entonces ese privilegio será para el pueblo. También habrá un comité de cinco consulares encargados de supervisar el trabajo de los comisionados. Yo, no obstante, no tomo parte en nada de ello. Ni en la comisión ni en el comité. No debe existir ninguna sospecha de que Cayo Julio César se propone enriquecerse o convertirse en el patrono de aquellos a quienes la lex Iulia agraria conceda parcelas.

– César suspiró, sonrió y levantó las manos-. Basta por hoy, honorables miembros de esta Cámara. Os doy doce días para leer el proyecto de ley y prepararos para el debate, lo cual significa que la próxima sesión para tratar de la lex Iulia agraria tendrá lugar dieciséis días antes de las calendas de febrero. La Cámara, no obstante, se reunirá de nuevo dentro de cinco días, que es el día séptimo antes de los idus de enero.

– César puso una cara aviesa-. Como no me gustaría pensar que ninguno de vosotros va sobrecargado de trabajo, he dado instrucciones para que doscientas cincuenta copias de la ley se entreguen en las casas de los doscientos cincuenta miembros de este cuerpo de mayor categoría. ¡Y, por favor, no os olvidéis de los senadores de categoría inferior! Aquellos de vosotros que leáis con rapidez, pasad la copia a otro en cuanto hayáis terminado. De lo contrario, ¿puedo sugerir que los hombres de categoría inferior acudan a sus superiores para pedirles que les dejen compartir la copia?

Después de lo cual disolvió la sesión y se marchó en compañía de Craso; al pasar junto a Pompeyo, saludó al Gran Hombre con una solemne inclinación de cabeza, nada más.

Catón tuvo más que decir mientras Bíbulo y él salían juntos de lo que había tenido que decir mientras se celebraba la reunión.

– Pienso leer hasta la última línea de esos innumerables rollos buscando las trampas -anunció-, y te sugiero que tú hagas lo mismo, Bíbulo, aunque odies leer leyes. En realidad, creo que todos debemos leerlo.

– No ha dejado mucho campo para que critiquemos la ley en sí, si es que es tan respetable como César nos quiere hacer ver. No habrá ninguna trampa.

– ¿Estás diciendo que tú estás a favor? -rugió Catón.

– ¡Pues claro que no! -repuso Bíbulo con brusquedad-. Lo que estoy diciendo es que si bloqueamos la ley parecerá una acción movida por el rencor más que constructiva.

Catón pareció perplejo.

– ¿Y eso te importa?

– En realidad no, pero esperaba que Sulpicio o Rulo elaborasen una nueva versión… algo en lo que pudiéramos intervenir. De nada sirve hacernos más odiosos para el pueblo de lo necesario.

– Es demasiado bueno para nosotros -dijo Metelo Escipión con aire fúnebre.

– ¡No, no lo es! -gritó Bíbulo-. ¡César no ganará, no ganará!

Cuando la Cámara se reunió cinco días después, el tema que salió a la palestra fue el de los publicani para Asia; esta vez no hubo cubos llenos de capítulos, simplemente un único rollo que César llevaba en la mano.

– Este asunto lleva estancado más de un año, durante el cual un grupo de hombres desesperados, recaudadores de impuestos, ha estado destruyendo el buen gobierno de Roma en cuatro provincias orientales: Asia, Cilicia, Siria y Bitinia-Ponto -dijo César en tono duro-. Las cantidades que los censores aceptaron en nombre del Tesoro no se han alcanzado, sin embargo. Cada día que este desgraciado estado de cosas continúe, es un día más durante el cual a nuestros amigos los socii de las provincias del Este se les exprime inexorablemente, un día más durante el cual nuestros amigos los socii de las provincias del Este maldicen el nombre de Roma. Los gobernadores de esas provincias se pasan el tiempo, por una parte aplacando delegaciones de airados socii, y por la otra teniendo que proporcionar lictores y tropas para ayudar a los recaudadores de impuestos a que puedan seguir exprimiendo.

«Tenemos que reducir nuestras pérdidas, padres conscriptos. Así de simple. Tengo aquí un proyecto de ley para presentárselo a la Asamblea Popular en el que le pido que reduzca los ingresos por impuestos procedentes de las provincias del Este en un tercio. Concededme un consultum hoy. Dos tercios de algo es infinitamente preferible a tres tercios de nada.

Pero, naturalmente, César no obtuvo su consultum. Catón prolongó la reunión e impidió que se pudiera llevar a cabo la votación; soltó un discurso sobre la filosofía de Zenón y las adaptaciones que había impuesto sobre ella la sociedad romana.

Poco después del amanecer del día siguiente César convocó a la Asamblea Popular, la llenó con los caballeros de Craso y sometió el asunto a votación.

– ¡Porque si diecisiete meses de contiones sobre este tema no son suficientes, entonces diecisiete años de contiones tampoco bastarán! -dijo-. Hoy votamos, y eso significa que la liberación de los publicani no necesita tardar más de diecisiete días a partir de este momento en producirse.

Una mirada a los rostros que llenaban el Foso de los Comicios les dijo a los boni que oponerse resultaría tan peligroso como infructuoso; cuando Catón intentó hablar lo abuchearon, y cuando intentó hablar Bíbulo los puños se levantaron. En una de las votaciones más rápidas de la historia, los ingresos del Tesoro procedentes de las provincias del Este fueron reducidos en una tercera parte, y la multitud de caballeros vitoreó a César y a Marco Craso hasta quedarse roncos.

– ¡Oh, qué alivio! -dijo Craso radiante.

– Ojalá todo fuera tan fácil -dijo César dejando escapar un suspiro-. Si yo pudiera actuar con tanta rapidez con la lex agraria, se aprobaría antes de que los boni pudieran organizarse. Este asunto tuyo era el único sobre el que yo no tenía que convocar contiones. Los tontos de los boni no comprendieron que yo, sencillamente… ¡lo haría!

– Hay una cosa que me desconcierta, César.

– Qué es?

– Pues que los tribunos de la plebe llevan un mes en el cargo, y sin embargo tú todavía no has utilizado a Vatinio para nada. Y aquí estás promulgando tus propias leyes. Yo conozco a Vatinio. Estoy seguro de que es un buen cliente, pero te cobrará todos sus servicios.

– Nos cobrará, Marco -le dijo César suavemente.

– Todo el Foro está confuso. Un mes entero de tribunos de la plebe sin una sola ley ni un solo alboroto.

– Tengo trabajo de sobra para Vatinio y Alfio, pero todavía no. Yo soy el auténtico abogado, Marco, y me encanta. Los cónsules legisladores son raros. ¿Por qué habría yo de dejar que Cicerón se llevase toda la gloria? No, esperaré hasta que tenga auténticos problemas con la lex agraria, y entonces les echaré a Vatinio y a Alfio. Sólo para confundir el tema.

– De verdad tengo que leerme todo ese montón de papel? -le preguntó Craso.

– No estaría mal, porque quizás tendrías algunas ideas brillantes. No hay nada malo en el documento desde tu punto de vista, desde luego.

– No puedes engañarme, Cayo. No hay manera de que puedas establecer a ochenta mil personas en diez iugera cada una sin utilizar el Ager Campanus y las tierras de Capua.

– Nunca pensé en engañarte a ti. Pero todavía no tengo intención de descorrer la cortina que abre la jaula de la bestia.

– Entonces me alegro de no estar metido en la agricultura y ganadería de los latifundia.

– ¿Y por qué no te metiste en eso?

– Demasiados problemas y pocos beneficios. Todos esos iugera con unas cuantas ovejas y unos cuantos pastores, un montón de trifulcas para meter en vereda a las cuadrillas de trabajadores… los hombres que se dedican al campo son tontos, Cayo. Mira Ático. Por mucho que deteste a ese hombre, como lo detesto, es demasiado listo para tener medio millón de iugera en Italia. A ellos les gusta decir que poseen medio millón de iugera, y a eso es a lo que se reduce todo prácticamente. Lúculo es un ejemplo perfecto. Tiene más dinero que sentido común. O gusto, aunque él eso lo discutiría. No tendrás oposición por mi parte, ni por parte de los caballeros. Explotar las tierras públicas que el Estado les ha arrendado es una especie de diversión para senadores, no un negocio para caballeros. Puede que le de a un senador el censo de un millón de sestercios, pero, ¿qué es un millón de sestercios, César? ¡Unos nimios cuarenta talentos! Yo puedo ganar eso en un día con…

– Sonrió y se encogió de hombros-. Mejor no decirlo. A lo mejor vas y se lo cuentas a los censores.

César se recogió los pliegues de la toga y echó a correr por el Foro inferior en dirección al Velabrum.

– ¡Cayo Curión! ¡Cayo Curión! ¡No te vayas a casa, ve a la barraca de los censores! ¡Tengo información!

Ante la fascinada mirada de varios cientos de caballeros y asiduos del Foro, Craso se recogió los pliegues de la toga y salió detrás de César gritando:

– ¡No! ¡No lo hagas!

Luego César se detuvo, dejó que Craso lo alcanzase y los dos se estuvieron riendo a grandes carcajadas antes de echar a andar en dirección a la dotnus publica. ¡Qué extraordinario! ¿Dos de los hombres más famosos de Roma corriendo por todo el Foro? ¡Y la luna ni siquiera estaba en cuarto creciente, ni mucho menos había luna llena!

Durante todo el mes de enero el duelo entablado entre César y los boni a causa del proyecto de la ley de tierras continuó sin tregua. En cada reunión del Senado destinada a debatir el tema, Catón se ponía a lanzar peroratas. Al sentir interés por ver si la técnica aún funcionaba en alguna medida, César finalmente hizo que sus lictores sacasen a Catón del lugar y lo llevasen a las Lautumiae; los boni iban detrás aplaudiendo a Catón, que llevaba la cabeza alta y la expresión de un mártir en aquel rostro caballuno suyo. No, no iba a funcionar. César llamó a sus lictores, Catón volvió a su lugar y las maniobras obstruccionistas continuaron.

No había más remedio que llevar el asunto ante el pueblo sin aquel decreto senatorial elusivo. Ahora tendría que llevar el asunto a contio durante todo el mes de febrero, que era cuando Bíbulo tenía las fasces y podía oponerse de un modo más legal al cónsul que no las tenía. Así que, ¿cuándo sería la votación, en febrero o en marzo? Nadie lo sabía en realidad.

– ¡Si estás tan en contra de esta ley, Marco Bíbulo, dime por qué! -le gritó César en la primera contio que se celebró en la Asamblea Popular-. ¡No es suficiente con que te pongas ahí de pie y ladres sin parar que te opones a ella, debes decirle a esta legítima asamblea del pueblo romano qué es lo que tiene de malo! ¡Yo estoy aquí ofreciéndoles una oportunidad a las personas que no la tienen, y lo estoy haciendo sin llevar para ello el Estado a la bancarrota y sin engañar ni coaccionar a aquellos que ya poseen tierras! ¡Pero tú sólo sabes decir que te opones, que te opones, y que te opones! ¡Dinos por qué!

– ¡Me opongo sólo porque eres tú quien la promulga, César, por ningún otro motivo! ¡Todo lo que tú haces está maldito, es impío, es malo!

– ¡Hablas en acertijos, Marco Bíbulo! ¡Sé más específico, no seas emocional; dinos por qué te opones a esta ley que es absolutamente necesaria! ¡Expón tus críticas, por favor!

– ¡No tengo ninguna crítica que hacerle, pero me opongo!

Teniendo en cuenta que había varios miles de hombres apretujados en el Foso de los Comicios, el ruido procedente de aquella multitud era mínimo. Había entre la multitud caras nuevas, no estaba compuesta sólo por caballeros, ni por hombres jóvenes pertenecientes a Clodio, ni por profesionales asiduos del Foro; Pompeyo estaba llevando a sus veteranos a Roma a modo de preparación para una votación o para una pelea, nadie sabía para cuál de las dos cosas. Eran hombres elegidos a dedo, en igual número de todas las treinta y una tribus rurales, y por lo tanto inmensamente valiosos como votantes. Pero también útiles en una pelea.

César se volvió hacia Bíbulo y tendió las manos en actitud suplicante.

– Marco Bíbulo, ¿por qué obstruyes una ley que es muy buena y hace mucha falta? ¿No puedes encontrar dentro de tu persona un motivo para ayudar al pueblo en lugar de ponerle obstáculos? ¿No puedes ver en los rostros de todos estos hombres que no se trata de una ley que el pueblo vaya a rechazar? ¡Es una ley que toda Roma quiere! ¿Vas a castigar a Roma porque tú no eres como yo, un hombre único que se llama Cayo Julio César? ¿Es eso digno de un cónsul? ¿Es eso digno de un Calpurnio Bíbulo?

– ¡Sí, es digno de un Calpurnio Bíbulo! -gritó el cónsul junior desde la tribuna-. ¡Soy augur, reconozco el mal cuando lo veo! ¡Tú eres malo, y todo lo que haces es malo! ¡Ningún bien puede venir de cualquier ley que tú promulgues! ¡Por ese motivo declaro aquí que todo día comicial de lo que queda de este año es feriae, festivo, y que por lo tanto no se puede celebrar ninguna reunión del pueblo ni de la plebe en lo que queda de año! -Se puso de puntillas y apretó los puños junto a los costados; los enormes pliegues de la toga que tenía sobre el brazo izquierdo empezaron a deshacerse porque no tenía el codo doblado-. ¡Hago esto porque sé que tengo derecho a recurrir a las prohibiciones religiosas! ¡Porque ahora te digo, Cayo Julio César, que no me importa que hasta la última alma ignorante de toda Italia quiera esta ley! ¡No la obtendrán en el año en que yo soy cónsul!

El odio era tan palpable que aquellos que no estaban adheridos políticamente a ninguno de los dos cónsules se estremecieron, y furtivamente escondieron el pulgar debajo de los dedos corazón y anular para dejar que el dedo índice y el dedo meñique sobresalieran en forma de cuernos: el signo para alejar el mal de ojo.

– ¡Frotaos alrededor de él como animales serviles! -le chilló Bíbulo a la multitud-. ¡Besadlo, contaminadlo, ofreceos en ofrenda a él! ¡Si tanto deseáis esta ley, adelante, hacedlo! ¡Pero no la conseguiréis en el año en que yo soy cónsul! ¡Nunca, nunca, nunca!

Empezaron los abucheos, los insultos, los gritos, las maldiciones, los silbidos, una oleada cada vez más fuerte de violencia vocal, tan enorme y aterradora que Bíbulo recogió lo que pudo de la toga sobre el brazo izquierdo, dio media vuelta y se marchó de la tribuna. Pero sólo se alejó lo suficiente como para estar a salvo; él y sus lictores se quedaron de pie en la escalera de la Curia Hostilia para escuchar.

Luego, como por arte de magia, los insultos se cambiaron por vítores que podían oírse hasta incluso un lugar tan distante como el Forum Holitorium; César sacó del sombrero a Pompeyo el Grande y lo condujo a la parte delantera de la tribuna.

El Gran Hombre estaba enfadado, y la ira le proporcionó palabras, así como poder para poner en ellas. Lo que dijo no le gustó a Bíbulo, y tampoco a Catón, que ahora estaba de pie detrás de él.

– Cneo Pompeyo Magno, ¿me darás tu apoyo contra los que se oponen a esta ley? -le gritó César.

– ¡Que cualquier hombre se atreva a desenvainar la espada en contra de tu ley, Cayo Julio César, y yo levantaré mi escudo! -bramó Pompeyo. Sobre la tribuna también estaba Craso.

– ¡Yo, Marco Licinio Craso, declaro que ésta es la mejor ley de tierras que Roma haya visto nunca! -gritó-. A todos aquellos que estáis aquí reunidos y que pudierais veros afectados en lo referente a vuestras propiedades, os doy mi palabra de que ninguna propiedad de ningún hombre corre peligro, y de que todos aquellos hombres que estén interesados pueden esperar sacar provecho!

Conmocionado, Catón se dirigió a Bíbulo.

– Oh, dioses, Marco Bíbulo, ¿tú ves lo que yo veo? -dijo en voz baja.

– ¡Los tres juntos! -¡No se trata de César, es Pompeyo! ¡Nos hemos equivocado de hombre!

– No, Catón, no es eso. César es la personificación del mal. Pero ya veo lo que tú ves. Pompeyo es el principal autor. ¡Claro que lo es! ¿Qué otra cosa tiene César que ganar excepto dinero? Trabaja para Pompeyo, lo ha estado haciendo todo el tiempo. Y Craso también está metido. Los tres, con Pompeyo como autor principal. Bueno, son sus veteranos los que salen ganando, eso ya lo sabemos. Pero César nos echó tierra a los ojos con esos pobres hombres urbanos… ¡sombras de los Graco y de Sulpicio!

El clamor resultaba ensordecedor; Bíbulo se llevó de allí a Catón, bajaron por la escalera de la Curia Hostilia y entraron en el Argileto.

– Vamos a cambiar nuestra táctica un poco, Catón -dijo cuando la distancia permitió que se oyeran mejor-. De ahora en adelante nuestro primer objetivo será Pompeyo.

– Que es más fácil de vencer que César -apuntó Catón entre dientes.

– Cualquiera es más fácil de vencer que César. Pero no te preocupes, Catón. Si vencemos a Pompeyo, romperemos la coalición. Cuando César tenga que pelear solo, también lo tendremos atrapado.

– Lo de declarar feriae el resto de los días comiciales del año ha sido un truco muy inteligente, Marco Bíbulo.

– Se lo he copiado a Sila. Pero pienso llegar mucho más lejos que él, te lo aseguro. Si no puedo impedir que aprueben leyes, sí puedo hacer que esas leyes sean ilegales -dijo Bíbulo.

– Empiezo a creer que Bíbulo está un poco mal de la cabeza -le dijo César a Servilia más tarde aquel mismo día-. Eso que le ha dado de repente de hablar sobre el mal es para poner los pelos de punta. El odio es una cosa, pero esto es algo más. No hay motivo para ello, no es lógico.

– Los ojos pálidos de César parecían deslavazados: como los ojos de Sila-. El pueblo también lo notó y no le gustó. Las calumnias políticas son una cosa, Servilia, todos tenemos que enfrentarnos a ellas. Pero las cosas con las que salió Bíbulo hoy ponían las diferencias que hay entre él y yo en un plano inhumano. Como si fuéramos dos fuerzas: yo la del mal, él la del bien. Exactamente cómo salió con aquello es algo que me tiene perplejo, a no ser que Bíbulo piense que la falta total de raciocinio y de lógica debe parecerle al observador una manifestación del bien. Los hombres asumimos que las necesidades malas son razonables, lógicas. Así que sin darse cuenta de lo que hacía, creo que Bíbulo me ha puesto en desventaja. El fanático debe ser una fuerza del bien; el hombre que piensa, al ser objetivo, parece malo en comparación. ¿Es esto que estoy diciendo demasiado absurdo?

– No -dijo Servilia, que estaba de pie dándole un masaje en la espalda a César mientras estaba tumbado en la cama-. Comprendo lo que quieres decir, César. La emoción es algo muy poderoso que carece de toda lógica. Como si existiera en un compartimiento separado de la razón. Bíbulo no se doblegó cuando, según todas las reglas de conducta, debería haberse sentido avergonzado, en desventaja, humillado. No podía decirle a ninguno de los allí presentes por qué se oponía a tu proyecto de ley. Pero persistió en hacerlo. ¡Y además con qué empeño, con qué fuerza! Creo que las cosas van a empeorar para ti.

– Gracias por decirme eso -le dijo César, que volvió la cabeza para mirarla y sonreírle.

– No obtendrás consuelo en mí si se pone por medió la verdad; yo no puedo engañarte.

– Dejó el masaje y se sentó en el borde de la cama hasta que César se movió y le dejó sitio para que se tumbase a su lado. Entonces Servilia continuó hablando-: César, comprendo que este proyecto de ley es en parte para gratificar a nuestro querido Pompeyo, hasta un ciego podría darse cuenta. Pero hoy, cuando estabais allí los tres juntos de pie, todo parecía mucho más que un desinteresado intento por resolver uno de los dilemas más persistentes de Roma: qué hacer con los soldados licenciados.

César levantó la cabeza.

– ¿Tú estabas allí? -le preguntó.

– Sí. Tengo un escondite entre la Curia Hostilia y la basílica Porcia, así que no tengo que consultar a Fulvia.

– ¿Qué te pareció a ti que ocurría, entonces? Quiero decir, ¿qué te parecía que había entre nosotros tres?

Servilia se tocó el mentón y lo notó una pizca velludo; tenía que empezar a depilárselo. Tomada tal decisión, devolvió su atención a la pregunta de César.

– Quizás el hecho de hacer salir a Pompeyo no fuera más que una astuta jugada política. Pero Craso hizo que me pusiera muy rígida, te lo aseguro. Me recordó cuando Pompeyo y él fueron cónsules juntos, sólo que se habían colocado uno a cada lado de ti. Sin mirarse con odio, sin sentirse incómodos en absoluto. Los tres parecíais tres pedazos de la misma montaña. ¡Resultó muy impresionante! La multitud se olvidó en seguida de Bíbulo, y eso estuvo muy bien. Te confieso que me extrañó. César, no habrás hecho un pacto con Pompeyo Magnus, ¿verdad? ¿O sí?

– Claro que no -repuso César con firmeza-. Mi pacto es con Craso y con una cohorte de banqueros. Pero Magnus no es ningún tonto, hasta tú admites eso. Me necesita para conseguir tierras para sus veteranos y ratificar sus convenios en el Este. Por otra parte, mi principal preocupación es solucionar la ruina económica que su conquista del Este ha traído consigo. En muchos aspectos Magnus ha sido un estorbo para Roma, no una ayuda. Todo el mundo está gastando demasiado y otorgando demasiadas concesiones a los votantes. Mi política para este año, Servilia, es sacar a suficientes pobres fuera de Roma y de la cola del subsidio de grano para aliviarle esa carga al Tesoro y poner fin al punto muerto en que se encuentra el asunto de los contratos de recaudación de impuestos. Ambas cosas puramente físicas, te lo aseguro. También tengo intención de llegar mucho más lejos que Sila en lo que se refiere a hacerles difícil a los gobernadores el hecho de que gobiernen las provincias como si fuesen sus dominios privados en lugar de pertenecer a Roma. Todo lo cual me convertiría en un héroe ante los caballeros.

Servilia quedó un tanto apaciguada, porque aquella respuesta tenía sentido. Pero cuando volvía caminando a su casa todavía te ni cierta conciencia de intranquilidad. César era habilidoso y despiadado. Si pensaba como un político, era muy capaz de mentirle a ella. Probablemente era el hombre más inteligente que Roma hubiera dado nunca; ella lo había observado durante los meses en que había estado redactando su lex agraria, y no podía creer aquella claridad de percepción de César. Había instalado a cien escribas en el piso superior de la domus publica, que garabateaban sin cesar en tablillas de cera haciendo copias de todo lo que él dictaba sin titubear. Una ley que pesaba un talento, no media libra. Tan organizada, tan decisiva.

Bueno, ella lo amaba. Ni siquiera el espantoso insulto de haberla rechazado en matrimonio había logrado alejarla de él. ¿Habría algo que pudiera alejarla? Por eso era necesario que Servilia creyese que él era más brillante, más dotado, más capaz que cualquier otro hombre que Roma hubiera producido; pensar así era salvaguardar su propio orgullo. ¿Ella, una Servilia Cepión, iba a ir arrastrándose ante un hombre que no fuera el mejor que Roma hubiera producido nunca? ¡Imposible! ¡No, un César no se aliaría con el advenedizo Pompeyo, un hombre de Picenum! En particular cuando la hija de César estaba comprometida en matrimonio con el hijo de un hombre a quien el mismo Pompeyo había asesinado.

Bruto la estaba esperando.

Servilia no se encontraba de humor para ocuparse de su hijo -en otro tiempo le habría dicho sin contemplaciones que se fuera-, pero últimamente lo soportaba con más paciencia, no porque César le hubiera dicho que era demasiado dura con él, sino porque el rechazo de César hacia ella había cambiado la situación en algunos aspectos muy sutiles. Por una vez la razón de Servilia -¿el mal?- no había sido capaz de dominar sus emociones -¿el bien?-, y cuando regresó a su casa después de aquella espantosa entrevista con César, ella había dado rienda suelta al dolor, a la rabia y a la pena que había en su interior. Toda la casa se había removido hasta las entrañas, los sirvientes habían salido huyendo, Bruto se había encerrado en sus habitaciones para escuchar desde allí. Luego ella había entrado como una tromba en el despacho de Bruto y le había contado lo que pensaba de Cayo Julio César, que no quería casarse con ella porque había sido una esposa infiel.

«¡lnfiel! -chilló Servilia al tiempo que se tiraba de los cabellos, con el rostro y la parte del pecho que le quedaba fuera de la túnica arañados y hechos trizas por aquellas horribles uñas-. ¡Infiel! Con él, sólo con él! ¡Pero eso no es lo bastante bueno para un Julio César, cuya esposa debe estar por encima de toda sospecha! ¿Puedes creértelo? ¡Yo no soy lo bastante buena!»

Aquel estallido había sido un error, y Servilia no tardó mucho en descubrirlo. Por una parte sirvió para afirmar más el compromiso de Bruto con Julia, pues ahora ya no había peligro de que la sociedad viera con malos ojos la unión de los padres de la pareja prometida en matrimonio, lo cual técnicamente era incesto aunque no hubiera de por medio lazos de sangre. Las leyes de Roma eran imprecisas acerca del grado de consanguinidad permisible en un matrimonio, y la mayoría de las veces era más una cuestión de la mos maiorum que una ley especificada en las tablillas. Por ello una hermana no podía casarse con un hermano. Pero cuando se trataba de que un niño o una niña se casase con su tía o con su tío, sólo la costumbre, la tradición y la aprobación social lo impedían. Los primos carnales se casaban con mucha frecuencia. Así pues, nadie habría podido condenar legal ni religiosamente el matrimonio de César con Servilia por una parte y de Bruto con Julia por la otra. ¡Pero sin duda alguna no habría estado bien visto! Y Bruto era hijo de su madre. Le gustaba que la sociedad aprobase lo que él hiciera. La unión no oficial de su madre con el padre de Julia no llevaba consigo al mismo grado de oprobio; los romanos eran pragmáticos acerca de cosas como aquélla porque, sencillamente, ocurrían con frecuencia.

El estallido de Servilia también había hecho que Bruto mirase a su madre como a una mujer corriente en vez de como la personificación del poder. Y había implantado un diminuto núcleo de desprecio hacia ella. No se había visto libre del miedo que le tenía a su madre, pero podía soportarlo con más ecuanimidad.

De modo que ahora Servilia le sonrió a su hijo, se sentó y se dispuso a tener una charla con él. ¡Oh, ojalá a Bruto se le limpiase un poco aquel cutis! Las cicatrices que había debajo de aquella impresentable barba sin afeitar debían de ser espantosas, y nunca desaparecerían aunque las pústulas sí que llegasen a eliminarse alguna vez.

– ¿Qué ocurre, Bruto? -le preguntó en un tono amable.

– ¿Tendrías algo que objetar a que yo le pidiese a César que Julia y yo nos casásemos el mes que viene?

Servilia parpadeó.

– ¿A qué viene esto?

– No es que pase nada, sólo que llevamos prometidos muchos años y Julia ya ha cumplido los diecisiete. Muchas muchachas se casan a los diecisiete.

– Eso es cierto. Cicerón permitió que Tulia se casase a los diecisiete… aunque no es que sea ése un gran ejemplo. Sin embargo, los diecisiete años es una edad aceptable para verdaderos miembros de la nobleza. Ninguno de vosotros ha flaqueado.

– Sonrió y le mandó un beso con la mano-. ¿Por qué no?

La antigua dominación se afirmó.

– ¿Preferirías pedírselo tú, mamá, o debería hacerlo yo?

– Desde luego, debes pedírselo tú -dijo Servilia-. ¡Qué maravilla! Una boda el mes que viene. ¿Quién sabe? Puede que César y yo seamos abuelos pronto.

Y Bruto se fue a ver a su Julia.

– Le he preguntado a mi madre si tenía alguna objeción a que nos casásemos el mes que viene -le dijo después de haber besado a Julia con ternura y de haberla acompañado hasta un canapé donde podían sentarse uno al lado del otro-. A ella le parece maravilloso. Así que se lo voy a pedir a tu padre a la primera oportunidad.

Julia tragó saliva. ¡oh, había contado tanto con otro año de libertad! Pero no había de ser así. Y, pensándolo bien, ¿no era mejor como Bruto sugería? Cuanto más tiempo pasase, más odiosa se le iría haciendo a ella la idea. ¡Mejor acabar de una vez! Así que dijo con voz suave:

– Me parece estupendo, Bruto.

– ¿Crees que tu padre nos recibirá ahora? -le preguntó Bruto con ansiedad.

– Bueno, ya es de noche, pero de todos modos él nunca duerme. La ley de la distribución de tierras ya está terminada, pero ahora está trabajando en otro asunto enorme. Los cien escribas siguen instalados aquí. ¿Qué diría Pompeya si supiera que sus antiguas habitaciones se han convertido en oficinas?

– ¿Tu padre nunca va a casarse otra vez? -Me parece que no. Fíjate, no creo que quisiera casarse con Pompeya cuando lo hizo. El amaba a mi madre.

Bruto frunció aquel pobre entrecejo suyo, todo mancillado de granos.

– Pues a mí me parece un estado muy feliz, el de casado, aunque me alegro de que tu padre no se casase con mamá. ¿Era tan encantadora, tu madre?

– Me acuerdo algo de ella, pero no con mucha claridad. No era terriblemente bonita, y tata pasaba mucho tiempo ausente. Pero yo no creo que tata la considerase como la mayoría de los hombres consideran a sus esposas. Quizás él nunca estimará a una esposa por el hecho de que sea una esposa. Mi mamá era más como su hermana, creo yo. Crecieron juntos, y ello estableció ciertos lazos.

– Julia se puso en pie-. Ven, vamos a buscar a avia. Yo siempre la mando a ella primero, ella no tiene miedo de enfrentarse a mi padre.

– ¿Y tú sí?

– Oh, él nunca me ha tratado con rudeza, ni siquiera con despego. ¡Pero está tan desesperadamente atareado, y yo lo quiero tanto, Bruto! Mis pequeños problemas deben parecerle un fastidio, siempre me da esa impresión.

Bueno, aquella sensibilidad prudente y gentil hacia los sentimientos de los demás era uno de los motivos por los que él la amaba con tanta fuerza. Ahora Bruto estaba empezando a saber entendérselas con su madre, y cuando estuviera casado con Julia, estaba seguro de que cada vez le resultaría más fácil llevarse bien con Servilia.

Pero Aurelia estaba resfriada y se había acostado ya; Julia llamó a la puerta del despacho de su padre.

– Tata, ¿puedes recibimos? -preguntó a través de la puerta.

Abrió la puerta él mismo, muy sonriente; le dio un beso en la mejilla a Julia y tendió la mano para estrecharle la suya a Bruto. Entraron en la habitación iluminada por la luz de las lámparas; estaba llena de muchísimas llamitas, aunque César utilizaba el mejor aceite y mechas buenas de lino, lo cual significaba que no había humo ni excesivo olor a estopa ardiendo.

– Esto es una sorpresa -dijo-. ¿Un poco de vino?

Bruto dijo que no con la cabeza; Julia se echó a reír.

– Tata -dijo ella-. Sé lo ocupado que estás, así que no te entretendremos mucho tiempo. Pero queríamos decirte que nos gustaría casarnos el mes que viene.

¿Cómo lograba César comportarse así? Su rostro no experimentó ni el más mínimo cambio, aunque sí se había producido un cambio. Los ojos que los miraban permanecieron exactamente igual.

– ¿Qué ha provocado esto? -le preguntó a Bruto.

Este se encontró tartamudeando.

– Pues… César, llevamos comprometidos casi nueve años, y Julia tiene diecisiete. No hemos cambiado de idea y nos queremos mucho. Muchas muchachas se casan a los diecisiete años. Mamá dice que Junia lo hará. Y Junilla. Igual que Julia, están prometidas a hombres, no a chiquillos.

– ¿Habéis sido indiscretos? -le preguntó César sin alterarse.

Aun a la rojiza luz de las lámparas el sonrojo de Julia fue evidente.

– Oh, tata, no, claro que no! -exclamó.

– ¿Entonces lo que me estáis diciendo es que, a menos que os caséis, sucumbiréis a la indiscreción? -presionó el abogado.

– ¡No, tata, no! -Julia retorció las manos y los ojos se le llenaron de lágrimas-. ¡No es eso!

– No, no es eso -dijo Bruto un poco enojado-. He venido con toda la honra, César. ¿Por qué nos imputas deshonra?

– No lo hago -dijo César en tono objetivo-. Un padre tiene que preguntar esas cosas, Bruto. Hace mucho tiempo que soy un hombre y ésa es la razón por la que la mayoría de los hombres se muestran a la vez protectores y defensivos con respecto a sus hijas. Siento haber erizado tus plumas, no era mi intención insultarte. Pero sólo un padre tonto no hace preguntas.

– Sí, lo comprendo -murmuró Bruto.

– Entonces, ¿podemos casarnos? -insistió Julia, ansiosa por acabar con el asunto y porque se decidiera su destino.

– No -dijo César.

Se hizo un largo silencio durante el cual empezó a parecer que a Julia se le quitaba un gran peso de los hombros; César no había perdido el tiempo en mirar a Bruto, sino que observó a su hija con mucha atención.

– ¿Por qué no? -preguntó Bruto.

– Dije que a los dieciocho, Bruto, y lo dije en serio. Mi pobre primera esposa se casó a los siete años. No importa que ella y yo fuéramos felices cuando de hecho nos convertimos en marido y mujer. Yo hice la promesa de que cualquier hija mía tendría el lujo de vivir su infancia como una niña. A los dieciocho, Bruto. A los dieciocho, Julia.

– Lo hemos intentado -dijo ella cuando hubieron salido y la puerta estuvo cerrada de nuevo-. Procura que no te importe demasiado, querido Bruto.

– ¡Sí que me importa! -dijo él; a continuación se vino abajo y se echó a llorar.

Después de acompañar al desconsolado Bruto a la puerta para que regresase todo el camino hasta su casa envuelto en llanto, Julia volvió a subir a sus habitaciones. Una vez allí se metió en su dormitorio -demasiado espacioso para llamarlo cubículo- y cogió el busto de Pompeyo el Grande del estante que estaba junto a su cama. Se lo puso junto a la mejilla y se lo llevó bailando hasta su cuarto de estar, casi sin poder soportar la felicidad. Ella seguía siendo suya, de Pompeyo.

Cuando llegó a la casa de Décimo Silano, en el Palatino, Bruto ya había recuperado la compostura.

– Pensándolo bien, prefiero que te cases este año a que lo hagas el año que viene -le anunció Servilia desde el cuarto de estar cuando él intentaba pasar de puntillas por delante del mismo.

Bruto se volvió hacia allí.

– ¿Por qué?

– Pues porque si tu boda es el año que viene, le quitaría algo de lustre a la de Junia con Vatia Isáurico -dijo Servilia.

– Entonces prepárate para llevarte una decepción, mamá. César ha dicho que no. Tiene que ser a los dieciocho.

Servilia lo miró fijamente, paralizada.

– ¿Qué?

– Que César ha dicho que no.

Servilia frunció el entrecejo y arrugó los labios.

– ¡Qué raro! ¿Y por qué?

– Por algo que tiene que ver con su primera esposa. Dice que ella sólo tenía siete años. Por ello Julia debe tener cumplidos los dieciocho cuando se case.

– ¡Eso es una absoluta tontería!

– César es el paterfarnilias de Julia, mamá, puede hacer lo que guste.

– Ah, sí, pero este paterfamilias no hace nada por capricho. ¿Qué se propondrá?

– Yo me he creído lo que me ha dicho, mamá. Aunque al principio estuvo bastante desagradable. Quería saber si Julia y yo habíamos… habíamos…

– ¿Ah, sí? -Los ojos negros de Servilia comenzaron a echar chispas-. ¿Y habéis…?

– ¡No!

– Si me hubieras dicho que sí, me habrías hecho caer de la silla de la impresión, lo admito. Te falta seso, Bruto. Tenías que haberle dicho que sí. Entonces él no habría tenido más remedio que permitir que os casaseis ahora.

– ¡Un matrimonio deshonroso está por debajo de nosotros! -dijo Bruto con brusquedad.

Servilia le dio la espalda.

– A veces, hijo mío, me recuerdas a Catón. ¡Márchate!

En un aspecto la declaración de Bíbulo que establecía como festivo todos los días comiciales durante el resto del año -las festividades, sin embargo, no prohibían el desarrollo de los negocios normales, desde los días de mercado hasta los juicios- resultó útil. Dos años antes el entonces cónsul Pupio Pisón Frugi había promulgado una ley, una lex Pupia, que prohibía que el Senado se reuniera en los días comiciales. Esto se había hecho para reducir el poder del cónsul senior, reforzado por la ley de Aulo Gabinio que prohibía los asuntos senatoriales normales durante el mes de febrero, que era el mes del cónsul junior; la mayor parte de los días de enero eran comiciales, lo cual significaba que ahora el Senado no podía reunirse en esos días gracias a la ley de Pisón Frugi.

César necesitaba las Asambleas. Ni Vatinio ni él podían legislar desde el Senado, el cual recomendaba las leyes, pero no podía aprobarlas. ¿Cómo saltarse, pues, aquel frustrante edicto de Bíbulo que convertía en festivos todos los días comiciales?

Convocó a sesión al Colegio de los Pontífices y mandó al quindecimviri sacris faciundis que buscase en los sagrados libros proféticos alguna evidencia que justificase que aquel año tuviera todos sus días comiciales convertidos en festivos. Al mismo tiempo el augur jefe, Mesala Rufo, llamó a sesión al Colegio de los Augures. El resultado de todo aquello fue que se consideró que Bíbulo se había excedido en su autoridad como augur; los días comiciales no podían ser abolidos porque lo dijera un solo hombre.

Mientras se iban celebrando las contiones sobre el proyecto de ley de tierras, César decidió abordar el asunto de los convenios de Pompeyo en el Este. Con una limpia maniobra convocó a sesión al Senado en un día comicial hacia finales de enero, lo cual era perfectamente legal a no ser que se reuniese la Asamblea. Cuando los cuatro tribunos de la plebe pertenecientes a los boni se apresuraron a convocar a la Asamblea Plebeya para estropearle a César la estratagema, se vieron detenidos por miembros del club de Clodio; éste se alegró de complacer al hombre que tenía el poder de convertirlo en plebeyo.

– Es imperioso que ratifiquemos los convenios y acuerdos establecidos por Cneo Pompeyo Magnus en el Este -dijo César-. Si han de fluir los tributos, tienen que ser sancionados por el Senado Romano o por una de las Asambleas Romanas. Los asuntos extranjeros nunca han sido competencia de las Asambleas, que ni entienden de eso ni de cómo se lleva a cabo. El Tesoro ha sufrido graves inconveniencias a causa de los dos años de inercia del Senado a la que yo ahora estoy dispuesto a ponerle fin. Los publicani fijaron los tributos provinciales en cantidades demasiado elevadas, y nadie protestó porque creyeron que se podrían pagar. Eso ahora ya es un asunto resuelto y acabado, pero esas contribuciones no son ni mucho menos las únicas en cuestión. Hay reyes y potentados en todos los nuevos territorios de Roma o en los estados que son clientes de Roma que han accedido a pagar grandes cantidades a cambio de su protección. Por ejemplo, el tetrarca Deiotaro de Galacia, que concluyó un tratado con Cneo Pompeyo que, cuando sea ratificado, supondrá unos ingresos de quinientos talentos al año para el Tesoro. En otras palabras, al ser negligente en ratificar este acuerdo, Roma hasta el momento ha perdido mil talentos de dinero solamente de los tributos de Galacia. Y tenemos otros: Sampsiceramus, Abgaro, Hircano, Farnaces, Tigranes, Ariobárzenes, Filopator, además de una multitud de principillos menores arriba y abajo de las tierras del Éufrates. Todos comprometidos a pagar grandes tributos que todavía no se han cobrado porque los tratados establecidos con ellos no han sido ratificados. ¡Roma es muy rica, pero debería serlo mucho más! Sólo para pacificar y colonizar Italia, Roma necesita más de lo que Roma tiene. Os he convocado aquí para pediros que pongamos a debate este tema hasta que todos los tratados se hayan examinado y las objeciones se hayan discutido largamente.

– Respiró hondo y miró directamente a Catón-. Una palabra de aviso. Si esta Cámara se niega a tratar sobre la ratificación del Este, me encargaré de que la plebe lo haga inmediatamente. ¡Y yo, un patricio, no interferiré ni ofreceré consejos a la plebe! Esta es vuestra única oportunidad, padres conscriptos. O hacemos el trabajo ahora o miramos cómo la plebe lo reduce a la ruina. ¡A mí me da lo mismo, porque por uno de estos dos caminos se llevará a cabo!

– ¡No! -gritó Lúculo, que se encontraba entre los consulares-. ¡No, no y no! ¿Y mis convenios en el Este? ¡Pompeyo no llevó a cabo la conquista, fui yo! ¡Lo único que el malvado Pompeyo hizo fue recoger la gloria! ¡Fui yo quien subyugó al Este, y yo tenía mi convenio preparado para llevarlo a cabo! ¡Te lo digo llanamente, Cayo César, no estoy dispuesto a permitir que esta Cámara ratifique ningún tipo de tratado concluido en nombre de Roma por un paleto sin antepasados procedente de Picenum! ¡Alguien que nos domina como si fuera un rey! ¡Alguien que se pasea por Roma con lujosas galas! ¡No, no y no!

César perdió la paciencia.

– ¡Lucio Licinio Lúculo, ven aquí! -rugió-. ¡Ponte en pie delante de este estrado!

Nunca se habían tenido mutua simpatía, aunque habrían debido tenérsela: ambos eran grandes aristócratas y ambos habían estado comprometidos con Sila. Y quizás precisamente ésa fuera la causa, los celos por parte de Lúculo hacia aquel hombre más joven que era sobrino de Sila por matrimonio. Fue Lúculo el primero que había dado a entender que César era el efebo del viejo rey Nicomedes, fue Lúculo quien había puesto en marcha el rumor para que sapos como Bíbulo lo recogieran.

En aquellos días Lúculo era un gobernador y un general enjuto, elegante, extraordinariamente capaz y eficiente, pero el tiempo y la pasión por las sustancias soporíferas y que producen éxtasis -por no hablar del vino y de las comidas exóticas- habían causado terribles estragos, que se manifestaban en el cuerpo fláccido y barrigón, en el rostro abotargado, en los ojos grises que parecían casi ciegos. El Lúculo de antaño nunca habría respondido a aquella orden dada en forma de bramido; pero este Lúculo avanzó con paso inseguro por el suelo de mosaico para detenerse y mirar hacia arriba, a César, con la boca abierta.

– Lucio Licinio Lúculo -le dijo César con voz más suave, aunque no más bondadosa-, te aviso honradamente. ¡Retráctate de tus palabras o haré que la plebe te haga lo que le hizo a Servilio Cepión! Haré que te procesen bajo la acusación de fracasar en la misión que te fue encomendada por el Senado y el pueblo de Roma de que subyugases el Este y acabases con los dos reyes. Haré que te acusen y me encargaré de que seas enviado al destierro de por vida al pedazo de tierra más mezquino y más desolado que posea el Mare Nostrum, sin medios de vida ni para ponerte una túnica nueva sobre tu espalda. ¿Está claro? ¿Lo entiendes? ¡No me pongas a prueba, Lúculo, porque pienso hacer lo que te estoy diciendo!

La Cámara estaba en completo silencio. Ni Bíbulo ni Catón se movieron. De algún modo, cuando César se ponía así, no parecía que valiera la pena arriesgarse. Aunque este César señalaba el camino hacia aquello en lo que podía convertirse si no lo detenían. Más que un autócrata. Un rey. Pero un rey necesitaba ejércitos. Por ello a César no debía dársele nunca la oportunidad de tener ejércitos. Ni Bíbulo ni Catón tenían edad suficiente para haber participado en modo alguno en la vida política bajo el mandato de Sila, aunque Bíbulo lo recordaba; ahora era fácil reconocer a Sila en César, o lo que ellos creían que había sido Sila. Pompeyo no era nada, no tenía el linaje. ¡Oh, dioses, pero César sí!

Lúculo se desplomó en el suelo y empezó a llorar, moqueando y babeando, empezó a suplicar perdón como un vasallo le hubiera suplicado al rey Mitrídates o al rey Tigranes, mientras el Senado de Roma contemplaba aquel drama horrorizado. Aquello no era apropiado; era una humillación para todos los senadores que se hallaban presentes.

– Lictores, llevadlo a su casa -dijo César.

Nadie habló todavía; dos de los lictores de César de mayor categoría cogieron suavemente a Lúculo por los brazos, lo pusieron en pie y le ayudaron a salir de la Cámara, entre gemidos y lloros.

– Muy bien -dijo luego César-, ¿qué ha de ser? ¿Desea este cuerpo ratificar el convenio con el Este, o lo llevo a la plebe en forma de lex Vatiniae? -¡Llévalo a la plebe! -gritó Bíbulo.

– ¡Llévalo a la plebe! -aulló Catón.

Cuando César pidió la votación, casi nadie pasó a la derecha; el Senado había decidido que cualquier alternativa era preferible a que César se saliera con la suya. Si el asunto iba a la plebe, sería mostrado como lo que era: una arrogancia cuyo autor era Pompeyo y otra arrogancia que poner a la puerta de César. A nadie le gustaba que le dieran órdenes, y la actitud de César aquel día tenía resabios de soberanía. Mejor morir que vivir bajo otro dictador.

– No les ha gustado, y Pompeyo está extraordinariamente disgustado -dijo Craso después de lo que había resultado ser una reunión muy breve.

– ¿Qué otra elección me dejan, Marco? ¿Qué podía hacer? ¿Nada? -exigió César exasperado.

– Pues en realidad, sí -repuso el buen amigo sin esperar que César hiciera caso de sus palabras-. Ellos saben que a ti te encanta trabajar, saben que te gusta hacer cosas. Tu año va a degenerar en un duelo de voluntades. Odian que los empujen, no les gusta que se les diga que son un montón de viejas indecisas y detestan cualquier clase de fuerza que tenga un tufillo a autoritarismo. No es culpa tuya ser un autócrata nato, Cayo, pero lo que está ocurriendo poco a poco se parece a dos carneros en un campo dándose trompazos con la cabeza. Los boni son tus enemigos naturales. Pero, en cierto modo, estás enemistándote con toda la Cámara. Yo estuve observando las caras mientras Lúculo se humillaba a tus pies. El no tenía intención de poner un ejemplo, está demasiado ido para ser tan astuto, y, sin embargo, ha sido un ejemplo. Todos estaban viéndose a sí mismos allí abajo implorando tu perdón, mientras tú estabas de pie como un monarca.

– ¡Eso no son más que tonterías!

– Para ti, sí. Para ellos, no. Si quieres un consejo, César; no hagas nada en lo que queda de año. Deja correr la ratificación del Este y deja correr el proyecto de ley de tierras. Recuéstate en tu asiento y sonríe, muéstrate de acuerdo con ellos y lámeles el culo. Entonces puede que te perdonen.

– ¡Preferiría ir a reunirme con Lúculo en esa isla del Mare Nostrum que chuparles el culo a esta gente! -dijo César con los dientes apretados.

Craso suspiró.

– Sabía que dirías eso. En cuyo caso, César, que caiga sobre tu cabeza.

– ¿Piensas abandonarme?

– No, soy demasiado buen negociante para eso. Tú significas ganancias para el mundo de los negocios, y por eso es por lo que conseguirás lo que quieras de las Asambleas. Pero será mejor que no pierdas de vista a Pompeyo, él está más inseguro que yo. Desea desesperadamente no estar fuera de lugar. Así pues, Publio Vatinio llevó a la Asamblea Plebeya la ratificación del Este en una serie de leyes que manaban de una ley inicial general que consentía en los convenios de Pompeyo. El problema fue que la plebe encontró aquella interminable legislación muy aburrida en cuanto se le pasó la excitación del principio, y obligó a Vatinio a darse prisa. Y, como carecía de la dirección por parte de César -el cual, tal como había dicho en el Senado, se negó a ofrecer cualquier clase de consejo a Vatinio-, el hijo de un nuevo ciudadano romano oriundo de Alba Fucentia no entendía nada de fijar tributos ni de definir las fronteras de los reinos. Así que la plebe avanzó dando palos de ciego ley tras ley, fijando sin parar unos tributos demasiado bajos y definiendo las fronteras de una manera excesivamente borrosa. Y, por su parte, los boni permitieron que todo ello ocurriese sin vetar ni un solo aspecto de la actividad de Vatinio, que duró todo un mes. Lo que querían era quejarse fuerte y prolongadamente cuando todo hubiese terminado, y utilizarlo como ejemplo de lo que ocurría cuando los cuerpos legislativos usurpaban las prerrogativas senatoriales.

Ahora bien:

– ¡No vengáis gritándome a mí! -fue lo que dijo César-. Tuvisteis vuestra oportunidad y os negasteis a aprovecharla. Quejaos a la plebe. O mejor aún, puesto que habéis renunciado a los deberes que os son propios, enseñadle a la plebe cómo se estructuran los tratados y se fijan los tributos. Por lo visto ellos serán quienes lo hagan a partir de ahora. Se ha sentado el precedente.

Todo lo cual palideció ante la perspectiva del voto en la Asamblea Popular del proyecto de ley de tierras de César. Como ya había transcurrido bastante tiempo y se habían celebrado contiones suficientes, César convocó la reunión para votar de la Asamblea Popular el día decimoctavo de febrero, a pesar del hecho de que Bíbulo tenía las fasces.

Para entonces habían llegado todos los veteranos elegidos a dedo por Pompeyo para votar, y le dieron a la lex Iulia agraria el apoyo que le hacía falta para ser aprobada. La multitud que se reunió era tan grande que César no hizo intento alguno por celebrar la votación en el Foso de los Comicios; se instaló sobre la plataforma adyacente al templo de Cástor y Pólux y no perdió tiempo en preliminares. Con Pompeyo actuando como augur y él mismo dirigiendo las plegarias, mandó que se llevase a cabo el sorteo para ver en qué orden votarían las tribus no mucho después de que el sol salió por encima del Esquilmo.

En el momento en que a los hombres de la tribu Cornelia se les llamó a votar en primer lugar, los boni atacaron. Con los lictores que portaban las fasces precediéndole, Bíbulo se abrió paso entre la masa de hombres que rodeaban la plataforma acompañado de Catón, Ahenobarbo, Cayo Pisón, Favonio y los cuatro tribunos de la plebe que controlaba, con Metelo Escipión en cabeza. Los lictores se detuvieron al pie de los escalones de la parte de Pólux; Bíbulo se abrió paso entre ellos y se puso en pie en el primer escalón de abajo.

– ¡Cayo Julio César, tú no posees las fasces! -chilló-. ¡Esta asamblea queda invalidada porque yo, el cónsul que ostenta el cargo este mes, no he dado mi consentimiento para que se celebre! ¡Disuélvela o haré que te procesen!

Apenas había salido de su boca la última palabra cuando la multitud bramó y arremetió hacia adelante, con demasiada rapidez como para que ninguno de los cuatro tribunos de la plebe pudiera interponer el veto, o quizás voceando tan fuerte que hizo imposible que se oyera veto alguno. Como Bíbulo era un blanco perfecto por el lugar donde se encontraba, recibió una verdadera lluvia de inmundicia, y cuando sus lictores avanzaron para protegerlo, sus sagradas personas fueron sujetadas; magullados y apaleados, tuvieron que contemplar cómo sus fasces eran aplastadas y hechas pedazos por cien pares de brazos desnudos y manos fornidas. Luego esas mismas manos se volvieron para arremeter contra Bíbulo y abofetearlo en vez de darle puñetazos, y Catón recibió el mismo tratamiento, mientras que el resto se batió en retirada. Después de lo cual alguien vació un enorme cesto de inmundicia sobre la cabeza de Bíbulo, aunque guardó un poco para Catón. Mientras la muchedumbre aullaba de risa, Bíbulo, Catón y los lictores se retiraron.

La lex lulia agraria fue aprobada y puesta en vigor como ley contundente, pues las primeras dieciocho tribus votaron todas a favor, y la reunión luego dedicó su atención a votar a los hombres que Pompeyo sugirió para que formasen la comisión y el comité. Una colección impecable: entre los comisionados se encontraban Varrón, el cuñado de César; Marco Acio Balbo y aquella gran autoridad en la cría de cerdos: Cneo Tremelio Scrofa; los cinco consulares que formaban el comité fueron Pompeyo, Craso, Mesala Niger, Lucio César y Cayo Cosconio -que no era consular, pero había que agradecerle los servicios prestados-.

Convencidos de que podían ganar después de aquella asombrosa demostración de violencia pública durante una reunión convocada ilegalmente, los boni intentaron hacer caer a César al día siguiente. Bíbulo convocó al Senado a una sesión cerrada y le mostró sus heridas a la Cámara, junto con las magulladuras y vendajes que lucían sus lictores y Catón cuando caminaron arriba y abajo lentamente por el centro para que todos vieran qué les había pasado.

– No intento en modo alguno que Cayo Julio César sea acusado ante el Tribunal de Violencia por dirigir una asamblea ilegal! -le gritó Bíbulo a la nutridísima concurrencia-. Hacerlo sería inútil, pues nadie lo declararía culpable. ¡Lo que pido es mejor y más fuerte! ¡Quiero un senatus consultum ultimum! ¡Pero no en la forma en que se inventó para resolver el asunto de Cayo Graco! Yo quiero que se declare inmediatamente el estado de emergencia. ¡Y quiero que se me nombre dictador hasta que la violencia pública se haya erradicado de nuestro amado Foro Romano, y este perro rabioso de César sea expulsado de Italia para siempre! ¡No quiero ninguna medida a medias, como la que tuvimos que soportar mientras Catiina ocupaba Etruria! ¡Quiero que se haga todo como es debido! ¡Yo mismo quiero ser legalmente elegido dictador, con Marco Porcio Catón como mi segundo en el mando! Cualquier paso que se de será responsabilidad mía: a nadie de esta Cámara se le podrá acusar de traición, ni se le podrán pedir cuentas al dictador de lo que haga o de aquello que su segundo en el mando estime conveniente. ¡Pediré una votación!

– Sin duda la tendrás, Marco Bíbulo -dijo César-, aunque ojalá no fuera así. ¿Para qué ponerte en evidencia a ti mismo? La Cámara no te dará esa clase de autoridad a menos que consigas crecer unas cuantas pulgadas. No podrías ver por encima de las cabezas de tu escolta militar, aunque supongo que podrías reclutar enanos. La única violencia que brotó fue la que tú provocaste. No hubo disturbios. En el momento en que el pueblo te demostró lo que pensaba de tu intento de interrumpir sus procedimientos legalmente convocados, la asamblea recuperó la normalidad y se procedió a la votación. Fuiste maltratado, pero no herido de gravedad. El insulto principal fue un cesto de inmundicia, y ése fue un tratamiento que te merecías de sobra. El Senado no es soberano, Marco Bíbulo, pero el pueblo sí lo es. Tú intentaste destruir esa soberanía en nombre de menos de quinientos hombres, la mayoría de los cuales están sentados hoy aquí. La mayoría de los cuales espero que tengan el sentido común de negarte lo que pides, porque es una petición irrazonable y sin fundamento. Roma no está en peligro de malestar civil. No hay el menor atisbo de revolución que asome por el límite del horizonte más lejano que uno pueda alcanzar a ver desde la cima del Capitolio. Eres un hombrecito malcriado y vengativo que quiere salirse con la suya y no puede soportar que se le contradiga. Y en cuanto a Marco Catón, es más tonto que remilgado. Me fijé en que tus otros seguidores no se entretuvieron ayer para proporcionarte otra excusa más que este débil pretexto basándote en el cual exiges ser nombrado dictador. ¡El dictador Bíbulo! ¡Oh, dioses, qué chiste! Recuerdo demasiado bien tu comportamiento en Mitilene como para palidecer ante la idea del dictador Bíbulo. No serías capaz ni de organizar una orgía en el templo de Venus Erucina ni una bronca en una taberna. ¡Eres un incompetente y engreído gusanillo! ¡Adelante, pide tu votación! ¡De hecho, yo la pediré! Aquellos ojos tan parecidos a los de Sila pasaron de un rostro a otro, y se detuvieron en Cicerón con el fantasma de una amenaza que no sólo Cicerón percibió. ¡Qué poder tenía aquel hombre! Irradiaba de él, y apenas hubo ningún senador allí presente que no comprendiera que lo que funcionaría con cualquier otro, incluso con Pompeyo, no podría detener nunca a César. Si le pillaban en un farol, todos sabían que luego resultaría no ser tal farol. Era algo más que simplemente peligroso. Era el desastre.

Cuando se llevó a cabo la votación, sólo Catón se puso a la derecha de Bíbulo; Metelo Escipión y los demás cedieron.

En vista de lo cual César regresó ante el pueblo y exigió una cláusula adicional para la lex agraria: que todo senador fuera obligado a prestar juramento de acatarla en el momento en que fuera ratificada, cuando hubieran transcurrido los diecisiete días de espera. Existían precedentes, entre los que se encontraba la negativa de Metelo Numídico, que habían tenido como consecuencia un exilio de varios años de duración.

Pero los tiempos habían cambiado y el pueblo estaba enojado; se veía al Senado como deliberadamente obstruccionista, y los veteranos de Pompeyo querían desesperadamente sus tierras. Al principio cierto número de senadores se negaron a jurar, pero César permaneció en sus trece, y uno a uno todos juraron. Excepto Metelo Celer, Catón y Bíbulo. Y cuando Bíbulo cedió sólo quedaron Celer y Catón, que no querían.

– Sugiero que convenzas a ese par para que presten juramento -le dijo César a Cicerón, y sonrió dulcemente-. Tengo permiso de los sacerdotes y augures para obtener una lex Curiata que permite a Publio Clodio ser adoptado por un plebeyo. Hasta el momento no he utilizado ese permiso. Espero no tener que hacerlo nunca. Pero a largo plazo, Cicerón, depende de ti.

Aterrado, Cicerón puso manos a la obra.

– He hablado con el Gran Hombre -les dijo a Celer y a Catón, sin darse cuenta de que había aplicado aquel término irónico refiriéndose a otro que no era Pompeyo-, y está dispuesto a despellejarnos vivos si no juráis.

– Yo estaría muy guapo colgado desollado en el Foro -le dijo Celer.

– ¡Te lo quitará todo, Celer! ¡Lo digo en serio! Si no juras, ello significa tu ruina política. No hay ningún castigo que pueda aplicarse por negarse a jurar, él no es tan estúpido. Nadie puede decir que hayas hecho nada particularmente admirable al negarte, no te acarreará ninguna multa ni el exilio. Lo que significará es un odio tal en el Foro que nunca más serás capaz de dar la cara. Si no juras, el pueblo te condenará por obstruccionista sin motivo. Se lo tomarán como cosa personal, no como un insulto a César. Bíbulo nunca debió decir a gritos en una asamblea del pueblo en pleno que jamás conseguirían esa ley aunque la necesitasen desesperadamente. Lo interpretaron como despecho y malicia. Dejó a los boni en muy mala posición. ¿No comprendes que los caballeros están a favor, que no se trata simplemente de los soldados de Magnus?

Celer parecía inseguro.

– No puedo entender por qué los caballeros están a favor -dijo malhumorado.

– ¡Porque están muy atareados recorriendo Italia de arriba abajo comprando tierras para vendérselas a los comisionados con grandes beneficios! -dijo Cicerón bruscamente.

– ¡Son asquerosos! -gritó Catón, que hablaba por primera vez-. ¡Yo soy bisnieto de Catón el Censor, no bajaré la cabeza ante uno de estos aristócratas de pura raza! ¡Aunque tenga de su parte a los caballeros! ¡Que se pudran los caballeros!

Sabiendo que su sueño de concordia entre las órdenes era cosa del pasado, Cicerón suspiró y tendió las dos manos.

– ¡Catón, querido colega, jura! ¡Comprendo lo que dices acerca de los caballeros, de verdad! Siempre quieren salirse con la suya, y ejercen presiones completamente carentes de escrúpulos sobre nosotros. Pero, ¿qué podemos hacer? Tenemos que aguantarlos porque no podemos prescindir de ellos. ¿Cuántos hombres hay en el Senado? Desde luego, no los suficientes como para hacer un gesto feo con el dedo medicus a los caballeros, y eso es lo que significa negarse a jurar. Estarías ofreciéndole un insulto anal a la ordo equester, y es demasiado poderosa para tolerar eso.

– Prefiero hacer frente al temporal -dijo Celer.

– Lo mismo digo -dijo Catón.

– ¡No seáis infantiles! -exclamó Cicerón-. ¿Hacer frente al temporal? ¡Os hundiréis hasta el fondo, los dos! Pensadlo bien. Si juráis, sobreviviréis, pero si os negáis a jurar tendréis que aceptar la ruina política.

– No veía ningún signo de rendición en ninguno de los dos rostros; Cicerón se preparó para luchar y continuó-: ¡Celer, Catón, jurad, os lo suplico! Al fin y al cabo, ¿qué es lo que está en juego, mirándolo fríamente? ¿Qué es más importante, complacer al Gran Hombre esta única vez en una cosa que no os afecta personalmente, o caer en el olvido para siempre? Si os suicidáis políticamente, no estaréis para continuar la lucha, ¿no es cierto? ¿No veis que es más importante permanecer en la arena que no que os saquen de ella sobre un escudo con un aspecto maravilloso, pero muertos?

Y más, y más. Incluso después de que Celer se avino, el acosado Cicerón tardó otras dos horas, llenas de argumentos, en conseguir que el testarudísimo Catón cediera. Pero cedió. Celer y Catón prestaron juramento, y después de haberlo hecho no abjurarían de ello; César había aprendido de Cinna, y se había asegurado de que ninguno de los dos hombres tuviera una piedra metida en el puño para que el juramento fuera en vano.

– ¡Oh, qué año tan espantoso es éste! -le dijo Cicerón a Terencia con auténtico dolor en la voz-. Es como contemplar a un equipo de gigantes golpeando con martillos una pared que es demasiado gruesa para romperla. ¡Ojalá no estuviera yo aquí para verlo!

Ella le dio unas palmaditas en la mano.

– Marido, pareces absolutamente agotado. ¿Por qué te quedas? Si lo haces, te pondrás enfermo. ¿Por qué no te vienes conmigo a Ancio y Formia? Podríamos tomarnos unas deliciosas vacaciones y no regresar hasta mayo o junio. ¡Piensa en las rosas tempranas! Sé que te encanta estar en Campania para el principio de la primavera. Y podríamos acercarnos a Arpinum a ver cómo van los quesos y la lana.

Aquella perspectiva se le hacía deliciosa a Cicerón, pero dijo que no con la cabeza.

– ¡Oh, Terencia, daría lo que fuera por ir! Pero no es posible. Híbrido ha vuelto de Macedonia, y media Macedonia ha acudido a Roma para acusarlo de extorsión. El pobre hombre fue un buen colega en mi consulado, digan lo que digan. Nunca me causó ningún problema serio. Así que voy a defenderlo. Es lo menos que puedo hacer.

– Entonces prométeme que en cuanto se pronuncie el veredicto, te pondrás en camino -le pidió ella-. Yo me adelantaré, con Tulia y Pisón Frugi; a Tulia le gusta mucho ver los juegos en Ancio. Además, el pequeño Marco no se encuentra bien, se queja de dolores cada vez más fuertes y temo que haya heredado mi reumatismo. Todos necesitamos unas vacaciones. ¡Por favor!

Era tal novedad oír a una Terencia suplicante que Cicerón accedió. En el momento en que acabase el juicio de Híbrido, iría a reunirse con ellos.

El problema era que el hecho de que César le hubiera obligado a convencer a Celer y a Catón ocupaba todavía la parte principal de la mente de Cicerón cuando emprendió la defensa de Cayo Antonio Híbrido. Le escocía haber actuado como lacayo de César; aquello le sentaba mal a alguien cuyo valor y decisión había salvado a su patria.

Por ello no fue tan inexplicable que cuando llegó el momento de pronunciar el discurso final, antes de que el jurado se manifestase a favor o en contra de su colega Híbrido, Cicerón no lograra el control necesario para ceñirse al tema. Hizo su labor bien, como siempre, alabó a Híbrido, lo puso por las nubes y dejó claro para el jurado que aquel brillante ejemplo de nobleza romana nunca le había quitado las alas a una mosca cuando era niño, y mucho menos había cometido ninguno de los crímenes de que le acusaba la mitad de la provincia de Macedonia.

– ¡Oh, cuánto echo de menos los días en que Cayo Híbrido y yo éramos cónsules juntos! -suspiró mientras subía el tono de su perorata-. ¡Qué lugar tan decente y honorable era Roma! Sí, teníamos a Catilina acechando al fondo, dispuesto a demoler nuestra hermosa ciudad, pero Híbrido y yo supimos arreglarlo, ¡él y yo salvamos a nuestra patria! Pero, ¿para qué, caballeros del jurado? ¿Para qué? ¡Ojalá yo lo supiera! ¡Ojalá pudiera deciros por qué Cayo Híbrido y yo permanecimos en nuestros puestos y soportamos aquellos impresionantes acontecimientos! Todo para nada, si uno mira ahora a Roma en este terrible día durante el consulado de un hombre que no es adecuado para vestir la toga praetexta. Y no, no me refiero al gran y buen Marco Bíbulo. ¡Me refiero a ese lobo feroz que es César! El ha destruido la concordia entre las órdenes, se ha mofado del Senado, ha contaminado el consulado! ¡Nos frota por las narices la inmundicia que sale de la cloaca Máxima, nos la refriega desde nuestro trasero hasta los dedos de los pies, nos la tira por encima de nuestras cabezas! ¡En cuanto este juicio termine, yo me marcho de Roma, y no pienso regresar durante mucho tiempo porque, sencillamente, no puedo soportar mirar cómo César defeca sobre Roma! Me voy a la costa, y luego me iré en barco a ver lugares como Alejandría, puerto de saber y buen gobierno…

Terminado el discurso, el jurado votó. CONDEMNO. Cayo Antonio Híbrido se marchó al exilio en Cefalonia, un lugar que conocía bien… y que le conocía a él demasiado bien. En cuanto a Cicerón, hizo su equipaje y abandonó Roma aquella misma tarde; Terencia ya se había marchado antes.

El juicio había terminado por la mañana, y César había permanecido discretamente detrás de la multitud para oír a Cicerón. Se había marchado antes de que el jurado emitiera el veredicto, y había enviado mensajeros en varias direcciones.

Había sido un juicio interesante para César en varios aspectos, empezando por el hecho de que él mismo había intentado derribar a Híbrido bajo cargos de asesinato y mutilación mientras fue comandante de un escuadrón del calvario de Sila en el lago Orcomenes, en Grecia. También había fascinado a César el joven acusador de Híbrido en esta ocasión, porque se trataba de un protegido de Cicerón que ahora tenía el valor de enfrentarse a éste desde el lado opuesto de la valla de la ley. Marco Celio Rufo, un individuo muy guapo y bien plantado que había preparado una brillante actuación y había arrojado por completo a Cicerón a las sombras.

Al cabo de unos momentos de haber iniciado Cicerón su discurso en defensa de Híbrido, César sabía que éste estaba acabado. La reputación de Híbrido era demasiado bien conocida para que nadie creyera que no le había arrancado las alas a una mosca cuando era niño.

Luego vino la digresión de Cicerón.

El mal genio de César se desató por completo. Se sentó en su despacho de la domus publica y se mordió los labios mientras esperaba que aparecieran aquellos a quienes había mandado llamar. De modo que Cicerón se creía inmune, ¿eh? ¿Así que Cicerón creía que podía decir exactamente lo que le diera la gana sin miedo a las represalias? ¡Bueno, Marco Tulio Cicerón, pues ahora se te avecina otra cosa! Te voy a hacer la vida muy difícil, y te lo mereces. Todas las proposiciones que te he hecho me las tiras a la cara, incluso ahora que tu amado Pompeyo te ha indicado que le gustaría que me apoyases. Y toda Roma sabe por qué amas a Pompeyo: porque te ahorró tener que empuñar una espada durante la guerra italiana cubriéndote con el manto de su protección cuando ambos erais cadetes que servíais a las órdenes del padre de Pompeyo, el Carnicero. Ni siquiera por Pompeyo pondrás tu confianza en mí. Así que me encargaré de utilizar a Pompeyo para que me ayude a tirar de ti y hacerte caer. Ya te puse en evidencia con lo de Rabirio pero más que eso, al juzgar a Rabirio, te demostré que tu propio pellejo no está a salvo. Ahora estás a punto de descubrir qué se siente al mirar a la cara el exilio.

¿Por qué parece que todos piensan que pueden insultarme con total impunidad? Bueno, quizás lo que estoy a punto de hacerle a Cicerón les haga comprender que no pueden hacerlo. No me falta poder para tomar represalias. El único motivo por el que no lo he hecho hasta ahora es que temo que, una vez que empiece, no voy a ser capaz de parar.

Publio Clodio llegó el primero, lleno de curiosidad; cogió la copa de vino que César le entregó y se sentó. Luego se puso en pie de un salto, volvió a sentarse, se movió inquieto.

– ¿Es que no puedes estarte quieto, Clodio? -de preguntó César.

– Lo odio.

– Inténtalo.

Clodio presintió que había alguna clase de buena noticia en perspectiva, así que intentó tranquilizarse, pero cuando logró controlar el resto de sus apéndices, la barba de chivo continuó moviéndosele mientras el mentón le oscilaba al sacar y meter el labio inferior. Imagen que, por lo visto, César encontró muy divertida, pues acabó por estallar en carcajadas. Lo raro de César y su regocijo, sin embargo, era que no molestaba a Clodio del mismo modo que -por ejemplo- le molestaba a Cicerón.

– ¿Por qué te empeñas en llevar ese ridículo mechón? -le preguntó César cuando la guasa se lo permitió.

– Todos lo llevamos -dijo Clodio, como si eso lo explicase.

– Ya me había fijado. Excepto mi sobrino Antonio, claro está.

Clodio soltó una risita.

– Al pobre Antonio no le funcionó, le rompió el alma. En lugar de salir hacia afuera, la barba le salía de punta hacia arriba y le hacía cosquillas en la nariz.

– Me permites que adivine por qué os dejáis crecer todos la barba al final de la cara?

– Oh, creo que ya lo sabes, César.

– Para fastidiar a los boni.

– Y a cualquier otro que sea lo bastante tonto como para molestarse.

– Insisto en que te la afeites, Clodio. Inmediatamente.

– ¡Dame una buena razón para ello! -le preguntó Clodio con agresividad.

– Ser excéntrico puede resultar apropiado para un patricio, pero los plebeyos no son suficientemente antiguos. Los plebeyos tienen que seguir la mos maiorum.

Una enorme sonrisa de deleite se extendió por el rostro de Clodio.

– ¿0uieres decir que has obtenido el consentimiento de los sacerdotes y de los augures?

– Oh, sí. Firmado, sellado y entregado.

– ¿Incluso con Celer aún entre ellos?

– Celer se portó como un corderito.

Clodio se bebió el vino y se puso en pie de un salto.

– Será mejor que vaya a buscar a Publio Fonteyo, mi padre adoptivo.

– ¡Siéntate, Clodio! Ya he mandado llamar a tu nuevo padre.

– ¡Oh, puedo ser tribuno de la plebe! ¡Seré el más grande que haya habido en la historia de Roma, César!

Un Publio Fonteyo que también lucía aquella barba de chivo llegó mientras aún resonaban las palabras de Clodio y sonrió, fatuo, cuando le informaron de que él, a los veinte años, se convertiría en padre de un hombre de treinta y dos.

– ¿Estás dispuesto a liberar a Publio Clodio de tu autoridad paterna y te afeitarás esa cosa? -le preguntó César.

– ¡Cualquier cosa, César, lo que sea!

– ¡Excelente! -dijo César de corazón, y dio la vuelta al escritorio para ir a darle la bienvenida a Pompeyo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Pompeyo con una pizca de ansiedad; luego miró a los otros dos hombres que se encontraban presentes-. ¿Qué es lo que ocurre?

– Nada en absoluto, Magnus, te lo aseguro -dijo César volviendo a tomar asiento-. Necesito los servicios de un augur, eso es todo, y pensé que querrías hacerme el favor.

– Siempre que quieras, César. Pero, ¿para qué?

– Pues, como estoy seguro de que ya sabes, Publio Clodio lleva algún tiempo deseoso de abrogar su condición de patricio. Este es su padre adoptivo, Publio Fonteyo. Me gustaría tener el asunto resuelto esta tarde si tú actúas como augur.

No, Pompeyo no era tonto. César no lo había sacado antes de comprender que hacerlo tenía un objeto. El también había estado en el Foro escuchando a Cicerón, y a él le había dolido todavía más que a César, porque cualquier insulto que se echase sobre la cabeza de César se reflejaba en él. Durante años había soportado las vacilaciones de Cicerón; y no le había gustado el modo en que éste se había escaqueado cada vez que él le había pedido ayuda desde su regreso del Este. ¡Vaya un salvador de la patria! ¡Que sufriera un poco para variar, aquel engreído bobo! ¡oh, cómo se iba a aterrorizar cuando supiera que Clodio iba pisándole el rabo!

– Me alegro de poder complacerte -dijo Pompeyo.

– Entonces reunámonos todos en el Foso de los Comicios dentro de una hora -dijo César-. Haré que estén presentes los treinta lictores de las curiae. Y procederemos. Desprovistos de las barbas.

Clodio se entretuvo a la puerta.

– ¿Entra en vigor inmediatamente, César, o tengo que esperarme diecisiete días?

– Como todavía faltan meses para que se celebren las elecciones tribunicias, Clodio, ¿qué más da? -le preguntó César riéndose-. Pero para estar completamente seguros, celebraremos otra pequeña ceremonia cuando hayan transcurrido tres nundinae.

– Hizo una pausa-. Supongo que estás sui iuris, no estarás todavía bajo la mano de Apio Claudio, ¿verdad?

– No, él dejó de ser mi paterfamilias cuando me casé.

– Entonces no hay ningún impedimento.

Y no lo hubo. Pocos de los hombres que tenían importancia en Roma estuvieron allí para presenciar los procedimientos de adrogatio, con sus plegarias, cánticos, sacrificios y rituales arcaicos. Publio Clodio, anteriormente miembro de la patricia gens Claudia, se convirtió en miembro de la plebeya gens Fonteya durante muy pocos momentos antes de volver a asumir su propio nombre y continuar siendo miembro de la gens Claudia… pero ahora de una nueva rama plebeya, distinta de la de los Claudios Marcelos. Estaba, en efecto, fundando una nueva Familia Famosa. Como no le estaba permitido entrar en el círculo religioso, Fulvia estuvo mirando desde el lugar más cercano que pudo, y luego fue a reunirse con Clodio para ir dando alaridos por todo el Foro inferior y diciéndole a todo el mundo que Clodio iba a ser tribuno de la plebe el año siguiente… y que Cicerón tenía los días contados como ciudadano romano.

Cicerón se enteró de ello en el pequeño poblado situado en un cruce de caminos llamado Tres Tabernae, cuando iba de camino hacia Ancio; allí se encontró con el joven Curión.

– Mi querido amigo -dijo afablemente Cicerón, que condujo a Curión a su salón privado en la mejor de las tres posadas-, lo único que me entristece de encontrarme contigo es que ello significa que no has reanudado aún tus brillantes ataques contra César. ¿Qué ha pasado? El año pasado tan ruidoso, y este año tan silencioso.

– Me aburrí -dijo Curión con tirantez.

Uno de los castigos que había que sufrir por coquetear con los boni era que se tenía que aguantar a personas como Cicerón, que también coqueteaban con los boni. Desde luego, él no estaba dispuesto a decirle a Cicerón ahora que había dejado de atacar a César porque Clodio lo había ayudado a salir de un apuro económico, y que el precio había sido guardar silencio sobre el tema de César. Así que, como también estaba resentido, se sentó en compañía de Cicerón y dejó que la conversación fluyera por donde Cicerón quería durante un rato. Luego le preguntó:

– ¿Qué te parece la nueva condición de plebeyo de Clodio?

El efecto fue más de lo que se esperaba. Cicerón se puso blanco y se agarró al borde de la mesa con tal de no desmayarse.

– ¿Qué has dicho? -susurró el salvador de la patria.

– Clodio es plebeyo.

– ¿Desde cuándo?

– No hace muchos días… ya se nota que viajas en litera, Cicerón; te mueves a paso de caracol. Yo no lo vi por mí mismo, pero me enteré de todo por el propio Clodio, que estaba muy contento. Se va a presentar a tribuno de la plebe, según me dijo, aunque no sé bien por qué, aparte de para ajustar cuentas contigo. Tan pronto estaba alabando a César como a un dios porque le había conseguido su lex Curiata, como decía que en cuanto entrase en posesión de su cargo invalidaría todas las leyes de César. ¡Pero así es Clodio!

Ahora el color inundó el rostro de Cicerón, que enrojeció hasta tal punto que Curión se preguntó si no iría a darle un ataque de apoplejía.

– ¿César lo ha convertido en plebeyo?

– El mismo día en que tú soltaste la lengua en el juicio de Híbrido. A mediodía todo era paz y tranquilidad, pero tres horas después allí estaba Clodio chillando y pregonando su nueva condición de plebeyo desde lo alto de los tejados. Y anunciando que te procesaría.

– ¡La libertad de expresión está muerta! -gimió Cicerón sonriendo.

– ¿Y ahora te das cuenta? -dijo Curión con socarronería.

– Pero si César lo ha convertido en plebeyo, ¿por qué amenaza con invalidar las leyes de César?

– Oh, no porque esté enfadado con César -dijo Curión-. Es a Pompeyo a quien odia. Las leyes de César están diseñadas para beneficiar a Magnus, así de simple. Clodio considera a Magnus como un tumor en las entrañas de Roma.

– A veces estoy de acuerdo con Clodio -murmuró Cicerón.

Cosa que no le impidió saludar con júbilo a Pompeyo cuando llegó a Ancio y encontró al Gran Hombre, que estaba alojado allí y se hallaba de regreso a Roma después de un viaje rápido a Campania como uno de los hombres del comité para la distribución de las tierras.

– ¿Te has enterado de que Clodio es ahora plebeyo? -le preguntó Cicerón a Magnus en cuanto consideró educado acabar con las cortesías de los saludos.

– No es que me haya enterado, Cicerón, es que yo tuve que ver en ello -repuso Pompeyo, cuyos brillantes ojos azules chispeaban-. Yo interpreté los auspicios, y además fueron óptimos. ¡El hígado más limpio que puedas imaginar! Clásico.

– Oh, ¿qué va a pasarme a mí ahora? -gimió Cicerón, que empezó a retorcer las manos.

– ¡Nada, Cicerón, nada! -le dijo Pompeyo con franqueza-. A Clodio se le va toda la fuerza por la boca, créeme. Ni César ni yo permitiremos que le haga daño ni siquiera a un pelo de tu venerable cabeza.

– ¿Venerable? -graznó Cicerón-. ¡Tú y yo, Pompeyo, tenemos la misma edad!

– ¿Y quién ha dicho que yo no sea venerable también?

– ¡Oh, estoy perdido!

– ¡Tonterías! -dijo Pompeyo al tiempo que alargaba una mano para darle a Cicerón unas palmaditas en la espalda, entre los hundidos hombros-. ¡Te doy mi palabra de que no te hará daño, de verdad!

Promesa a la que Cicerón quería agarrarse desesperadamente; pero, ¿habría alguien que pudiera mantener a raya a Clodio una vez que tuviera el blanco a la vista?

– ¿Cómo sabes tú que no me hará daño? -preguntó.

– Porque le dije que no lo hiciera en la ceremonia de adopción. ¡Ya era hora de que alguien se lo dijera! Me recuerda a un tribuno militar de categoría junior, realmente presuntuoso y engreído que confunde un poco de talento con un talento auténtico. ¡Bueno, yo estoy acostumbrado a tratar con esos tipos! Lo único que necesitaba era una reprimenda por parte del hombre que tiene el talento auténtico: el general.

Eso era. El rompecabezas de Curión estaba resuelto. ¿Es que Pompeyo no empezaba siquiera a comprenderlo? Un hombre de respetable cuna procedente del medio rural no osa decirle a un patricio romano cómo debe comportarse. Si Clodio no había decidido ya antes que odiaba a Pompeyo, el hecho de ser tratado como un tribuno militar de rango inferior por alguien como Pompeyo Magnus en el preciso momento de su victoria seguramente habría hecho que lo odiase.

Roma era un hervidero durante el mes de marzo, en parte por causa de la política y en parte por la muerte sensacionalista de Metelo Celer. Todavía se demoraba en Roma, y había dejado su provincia de la Galia Transalpina al cuidado de su legado Cayo Pontino; Celer no parecía saber qué era lo que más le convenía hacer. Ya había sido bastante malo que Clodia trazase una pincelada en el cielo de la sociedad romana en medio de la agonía de su apasionado romance con Catulo, pero aquello ya había terminado. El poeta de Verona había enloquecido de dolor; sus alaridos y sollozos podían oírse desde las Carinae hasta el Palatino, y sus maravillosos poemas siempre trataban de lo mismo. Eróticos, apasionados, sinceros, luminosos… si Catulo había buscado eternamente el objeto apropiado para un gran amor, no podía haber hallado nada mejor que su adorada Lesbia, Clodia. Su perfidia, astucia, dureza de corazón y rapacidad le inspiraban palabras que nunca se habría imaginado que él mismo fuera capaz de producir.

Clodia había licenciado a Catulo cuando descubrió a Celio, que estaba a punto de empezar su actuación como acusador en el juicio de Híbrido. Lo que la había atraído hacia Catulo estaba presente hasta cierto punto en Celio, pero dentro de un molde más romano; el poeta era demasiado intenso, demasiado volátil, demasiado dado a la melancolía y a la depresión. Mientras que Celio era sofisticado, ingenioso, alegre por naturaleza. Procedía de buen linaje y tenía un padre rico que estaba ansioso porque su brillante hijo aportase nobleza a la familia Celio alcanzando el consulado. Celio era un Hombre Nuevo, sí, pero no de la clase más odiosa. La sorprendente y turbulenta buena presencia de Catulo la había extasiado, pero los poderosos músculos y el rostro igualmente bello que tenía Celio complacían más a Clodia; ser la amante de un poeta podía convertirse en un duro sufrimiento.

En resumen, Catulo empezó a aburrir a Clodia en el preciso momento en que ésta descubrió a Celio. Así que fue dejar al viejo y empezar con el nuevo. ¿Y cómo encajaba un marido en aquella frenética actividad? La respuesta era que no muy bien. La pasión de Clodia por Celer había durado hasta que ella se acercó a los treinta años, pero allí acabó. El tiempo y la creciente seguridad en sí misma la habían ido alejando de su primo hermano y compañero de la infancia, y habían ido predisponiéndola a buscar lo que fuera que buscase en Catulo, su segundo ensayo en amor ilícito, por lo menos en cuanto se refería a un amor ilícito de descarado conocimiento público. El escándalo por incesto que ella, Clodio y Clodilla habían provocado había despertado un apetito que con el tiempo se hizo demasiado grande como para no sucumbir al mismo. Clodia se encontró con que adoraba ser despreciada por todas las personas a las que ella a su vez apreciaba. El pobre Celer se vio reducido al papel de importante observador.

Clodia era doce años mayor que Marco Celio Rufo, que tenía veintitrés años cuando ella le echó la vista encima, pero no era que él acabase de llegar a Roma entonces; Celio había estado yendo y viniendo desde que fuera a estudiar con Cicerón tres años antes de que éste fuera cónsul. Había coqueteado con Catilina, había sido enviado con deshonor para ayudar al gobernador de la provincia de África hasta que el escándalo se apaciguase porque casualmente Celio Senior era el dueño de una gran cantidad de las tierras que producían trigo junto al río Bagradas en aquella provincia. Hacía poco que Celio había vuelto a Roma para iniciar en serio su carrera en el Foro, y tan a lo grande como fuera posible. Así pues, eligió encargarse de la acusación del hombre a quien ni siquiera Cayo César había sido capaz de hacer que fuera declarado culpable, Cayo Antonio Híbrido.

Para Celer la tristeza no hacía más que aumentar al mismo ritmo que el interés de Clodia por él disminuía. Y luego, además de tener que aceptar que no tenía más remedio que jurar fidelidad y apoyo a la ley de tierras de César, se enteró de que Clodia tenía un nuevo amante: Marco Celio Rufo. Los habitantes de las casas de alrededor de la residencia de Celer oían sin ningún problema las terribles disputas procedentes del peristilo de éste a todas horas del día y de la noche. Marido y mujer se especializaron en proferir a voces amenazas de que se iban a asesinar el uno al otro, y se oían ruidos de bofetadas, proyectiles que aterrizaban, cerámica o cristal que se rompía, voces de sirvientes asustados, chillidos que helaban la sangre. Aquello no podía durar, todos lo vecinos lo sabían, y especulaban acerca de cómo acabaría.

Pero, ¿quién habría podido predecir un final así? Inconsciente, con los sesos saliéndose de las astilladas profundidades de una espantosa herida en la cabeza, Celer fue sacado desnudo de la bañera por los sirvientes mientras Clodia, de pie, chillaba con la túnica empapada porque se había metido en el baño en un intento por sacarlo ella misma, y cubierta de sangre porque le había sostenido la cabeza fuera del agua. Cuando al horrorizado Metelo Nepote se unieron Apio Claudio y Publio Clodio, ella fue capaz de decirles lo que había ocurrido. Celer estaba muy borracho, les explicó, pero insistió en tomar un baño después de haber vomitado… ¿quién podía razonar con un borracho o convencerle de que no hiciera lo que estaba decidido a hacer? Repitiéndole una y otra vez que estaba demasiado borracho para bañarse, Clodia lo acompañó al cuarto de baño y continuó suplicándole mientras él se desnudaba. Luego, dispuesto en el escalón más alto y a punto de meterse en el agua tibia, su marido cayó y se golpeó la cabeza en el borde trasero del baño: un borde afilado, saliente, letal.

Desde luego, cuando los tres hombres entraron en el cuarto de baño para inspeccionar el escenario del accidente, allí, sobre el parapeto trasero, había restos de sangre, de hueso, de sesos. Los médicos y cirujanos introdujeron tiernamente al comatoso Metelo Celer en su cama, y Clodia, llorosa, se negó a moverse de su lado por ningún motivo.

Dos días después Celer murió sin haber llegado a recobrar el conocimiento. Clodia era viuda, y Roma se puso a llorar por Quinto Cecilio Metelo Celer. Su hermano, Nepote, era su principal heredero, pero Clodia había quedado en una excelente situación económica, y ningún pariente por línea masculina de Celer tenía intención de invocar la lex Voconia.

Cuando estaba afanado preparando la defensa de Híbrido, Cicerón había escuchado fascinado a Publio Nigidio Figulo, quien les contó a Ático -que estaba en Roma pasando el invierno- y a él los detalles que le había contado Apio Claudio confidencialmente.

Cuando hubo acabado el relato, a Cicerón le vino la idea a la mente; soltó una risita.

– ¡Clitemnestra! -dijo.

Ante lo cual los otros dos no pronunciaron palabra, aunque parecieron claramente incómodos. No pudo probarse nada, no había habido testigos aparte de Clodia, pero era cierto que Metelo Celer tenía el mismo tipo de herida que el rey Agamenón después de que su esposa, la reina Clitemnestra, le clavó un hacha para asesinarlo en la bañera a fin de poder continuar su relación amorosa con Egisto.

De modo que, ¿quién fue el que propagó el nuevo apodo de Clitemnestra? Aquello tampoco quedó claro nunca. Pero desde entonces a Clodia se la conoció también como Clitemnestra, y muchas personas creyeron implícitamente que ella había asesinado a su esposo en la bañera.

El sensacionalismo no decayó después del funeral de Celer, porque dejó una vacante en el Colegio de los Augures, y había muchos aspirantes en Roma que querían presentarse a la elección. En los viejos tiempos, cuando los hombres eran nombrados para los colegios sacerdotales por cooptación, el nuevo augur habría sido Metelo Nepote, el hermano del hombre muerto. Pero ahora, ¿quién podía saberlo? Los boni tenían partidarios muy ruidosos, pero no constituían la mayoría. Quizás, al darse cuenta de ello, se le oyó decir a Nepote que probablemente él no se presentaría como candidato, pues tenía tan roto el corazón que pensaba pasar varios años viajando por el extranjero.

Las disputas por el puesto de augur quizás no alcanzaron la altura de aquellos espantosos altercados que se habían oído procedentes de la casa de Celer antes de que éste muriera, pero avivaron poderosamente el Foro. Cuando el tribuno de la plebe Publio Vatinio anunció que él iba a presentarse, Bíbulo y el augur jefe, Mesala Rufo, bloquearon su candidatura de una manera muy simple. Vatinio tenía un tumor que le desfiguraba la frente, por lo tanto, no era perfecto.

– ¡Por lo menos tengo el quiste donde todo el mundo puede verlo! -se le oyó decir a Vatinio en voz muy alta, aunque al parecer de muy buen humor-. Pero Bíbulo lo tiene en el culo, aunque Mesala Rufo lo supera: él tiene dos donde antes tenía las pelotas. Voy a proponer moción en la plebe para que en el futuro todos los candidatos a un puesto de augur tengan como requisito desnudarse y desfilar así desnudos por el Foro.

En abril Bíbulo, el cónsul junior, pudo disfrutar por primera vez de la auténtica posesión de las fasces, dado que febrero estaba reservado para asuntos extranjeros. Empezó el mes muy consciente de que no iba todo bien con la ejecución de la lex agraria: los comisionados trabajaban con insólito entusiasmo y los cinco hombres del comité eran enormemente útiles, pero todos los poblados organizados de Italia que tenían en su poder terrenos públicos se mostraban obstruccionistas, y la venta de terrenos privados iba con retraso porque la adquisición de tierras por parte de los caballeros para vendérselas al Estado llevaba tiempo. ¡Pero, oh, la ley estaba tan bien pensada que las cosas se solucionarían solas con el tiempo! El problema era que Pompeyo necesitaba asentar a más veteranos a la vez de lo que era posible.

– Tienen que ver acción -le dijo Bíbulo a Catón, a Cayo Pisón, a Ahenobarbo y a Metelo Escipión-, pero la acción no asoma todavía por el horizonte. Lo que necesitan es una gran extensión de terreno público que ya se haya medido y haya sido repartida en parcelas de diez iugera por algún legislador de terrenos anterior que no viviera lo suficiente para ver cómo su ley entraba en vigor.

La enorme nariz de Catón se contrajo y los ojos comenzaron a echarle fuego.

– ¡No se atreverían! -dijo.

– ¿Atreverse a qué? -preguntó Metelo Escipión.

– Se atreverán -insistió Bíbulo.

– ¿Atreverse a qué?

– A promulgar una segunda ley para utilizar el Ager Campanus y los terrenos públicos de Capua. Doscientas cincuenta millas cuadradas de terrenos parcelados por casi todo el mundo desde Tiberio Graco, listas para su ocupación y colonización.

– Se aprobará -dijo Cayo Pisón enseñando los dientes con los labios tensos.

– Estoy de acuerdo -apuntó Bíbulo-, se aprobará.

– Pero tenemos que impedirlo -dijo Ahenobarbo.

– Sí, tenemos que impedirlo.

– ¿Cómo? -preguntó Metelo Escipión.

– Yo tenía la esperanza de que mi estratagema para convertir en feriae todos los días comiciales diera resultado, aunque debería haber sabido que César utilizaría su autoridad de pontífice máximo -dijo el cónsul junior-. Sin embargo, hay una estratagema religiosa que ni él ni los colegios pueden contrarrestar. Puede que me haya vencido en mi autoridad como un augur en solitario en el asunto de las feriae, pero no será excederme en mi autoridad como augur y cónsul a la vez si abordo el problema desde ambas funciones.

Todos estaban inclinados hacia adelante escuchando con avidez. Quizás Catón fuera el más eminente públicamente de entre ellos, pero no podía haber duda de que el heroísmo de Bíbulo al sugerir un cargo de procónsul doméstico y de muy poca importancia le había hecho pasar por encima de Catón en todas las reuniones privadas de los líderes de los boni. Y a Catón no le escocía aquello, puesto que él no tenía aspiraciones de líder.

– Tengo intención de retirarme a mi casa a contemplar el cielo hasta que finalice mi año de cónsul.

Nadie habló.

– ¿Me habéis oído? -preguntó Bíbulo sonriendo.

– Te hemos oído, Marco Bíbulo -dijo Catón-. Pero, ¿funcionará? ¿De qué puede servir?

– Se ha hecho anteriormente, y está firmemente establecido como parte de la mas maiorum. Además he organizado una pequeña búsqueda secreta en los Libros Sagrados, y he hallado una profecía que fácilmente podría interpretarse como que este año el cielo va a producir un presagio de extraordinaria importancia. Exactamente de qué signo se trata la profecía, no lo dice, y eso es lo que hace posible toda mi estratagema. Pero cuando el cónsul se retira a su casa a contemplar el cielo, todos los asuntos públicos deben suspenderse hasta que el cónsul vuelva a salir para asumir las fasces. ¡Lo cual no tengo intención de hacer!

– Eso no gozará de popularidad -dijo Cayo Pisón, que parecía preocupado.

– Al principio quizás no, pero todos vamos a tener que trabajar de firme para hacer que parezca más popular de lo que en realidad será. Pienso utilizar a Catulo, pues se le da muy bien la sátira, y ahora que Clodia ha terminado con él, no sabe qué hacer para fastidiarla a ella o a su hermanito pequeño. Ojalá pudiera yo conseguir a Curión otra vez, pero no querrá complacerme. Sin embargo, no vamos a centrarnos en César, él está inmunizado. Vamos a hacer de Pompeyo Magnus nuestro principal blanco, y durante el resto del año nos aseguraremos absolutamente de que no pase un solo día sin que haya en el Foro tantos partidarios nuestros como podamos reclutar. Los números en realidad no importan mucho. El ruido y el número en el Foro es lo que cuenta. La mayor parte de la ciudad y del campo quiere las leyes de César, pero ellos casi nunca van al Foro a menos que haya alguna votación o una contio de vital importancia.

– Bíbulo miró a Catón-. A ti te encomiendo una tarea especial, Catón. En cada ocasión que tengas quiero que te pongas tan odioso que César pierda los estribos y te envíe a las Lautumiae. Por algún motivo los pierde con mayor facilidad si sois tú o Cicerón los que provocáis la agitación. Hay que suponer que vosotros dos tenéis la habilidad de meteros debajo de su silla de montar como erizos. Siempre que sea posible arreglaremos las cosas de antemano, de manera que podamos tener el Foro lleno de gente dispuesta a apoyarte y a condenar a la oposición. Pompeyo es el punto débil. Cualquier cosa que hagamos debe tener como fin hacer que él se sienta vulnerable.

– ¿Cuándo piensas retirarte a tu casa? -le preguntó Ahenobarbo.

– El segundo día antes de los idus, el único día entre las Megalesia y las Ceriala, cuando Roma está llena de gente y el Foro repleto de turistas. Es inútil hacerlo si no hay la mayor audiencia posible.

– ¿Y tú crees que todos los asuntos públicos cesarán cuando tú te retires a tu casa? -preguntó Metelo Escipión.

Bíbulo levantó las cejas.

– ¡Sinceramente, espero que no! Todo el objetivo de la estratagema es obligar a César y a Vatinio a legislar en contra de los auspicios. Ello significa que en cuanto dejen sus cargos podemos invalidar sus leyes. Por no hablar de que también los haremos procesar por maiestas. ¿No os parecería maravilloso que los declarasen a los dos culpables de traición?

– ¿Y si Clodio se convierte en tribuno de la plebe?

– No veo cómo puede cambiar eso las cosas. Clodio siente un enorme desagrado por Pompeyo Magnus, ¡el motivo no lo sé!, así que si el año que viene sale elegido se convertirá en nuestro aliado, no en nuestro enemigo.

– El también va detrás de Cicerón.

– ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? Cicerón no es de los boni, es una úlcera. ¡oh, dioses, yo votaría cualquier ley que pudiera cerrarle la boca cuando se pone a echar peroratas acerca de cómo salvó a la patria! Cualquiera diría que Catilina era peor que Aníbal y Mitrídates juntos.

– Pero si Clodio anda detrás de Cicerón, también va a por ti, Catón -le dijo Cayo Pisón.

– ¿Cómo puede ser? -preguntó Catón-. Yo me limité a dar mi opinión en la Cámara. Ciertamente, yo no era el cónsul senior, ni siquiera había asumido el cargo como tribuno de la plebe. La libertad de expresión se está convirtiendo en algo peligroso, pero todavía no hay ninguna ley en las tablillas que le prohíba a un hombre decir lo que piensa durante una sesión del Senado.

Fue a Ahenobarbo a quien se le ocurrió la mayor dificultad.

– Comprendo cómo podemos invalidar cualquier ley que César o Vatinio promulguen desde ahora hasta el final del año -dijo-, pero primero tenemos que saber las cifras de la Cámara. Eso significa que tendrán que ser hombres de los nuestros los que ocupen las sillas curules el año que viene. Pero, ¿quiénes podemos lograr que sean elegidos cónsules, por no hablar de praetor urbanus? Tengo entendido que Metelo Nepote piensa marcharse de Roma para curar su aflicción, así que él queda descartado. Yo seré pretor, y también lo será Cayo Memmio, que odia a su tío Pompeyo Magnus de una forma terrible. Pero, ¿y para cónsul? Filipo se le sienta en las rodillas a César. Y también Cayo Octavio, que está casado con la sobrina de César. Lentulo Níger no saldría elegido. Y tampoco el hermano pequeño de Cicerón, Quinto. Y todos los que fueron pretores antes de esa tanda tampoco pueden tener éxito.

– Tienes razón, Lucio, tenemos que hacer que sean elegidos cónsules hombres de los nuestros -dijo Bíbulo frunciendo el entrecejo-. Aulo Gabinio se presentará, y también Lucio Pisón. Los dos tienen un pie en el campo popularista, y los dos poseen mucha influencia electoral. Tendremos que convencer a Nepote para que se quede en Roma y se presente a augur y luego a cónsul. Y será mejor que el otro candidato nuestro sea Mesala Rufo. Si no tenemos magistrados curules que estén de nuestra parte el año que viene, no conseguiremos invalidar las leyes de César.

– ¿Y qué me decís de Arrio? -quiso saber Catón-. Según tengo entendido, está muy molesto con César porque éste no quiere respaldarlo como candidato consular.

– Es demasiado viejo y no tiene influencia -fue la despreciativa respuesta.

– Yo he oído otra cosa -dijo Ahenobarbo, molesto; nadie había mencionado su nombre en relación con la vacante de augur.

– ¿Qué? -preguntó Cayo Pisón.

– Que César y Magnus están pensando pedirle a Cicerón que ocupe el lugar de Cosconio en el Comité de Cinco. ¡Muy conveniente que se cayese muerto! Cicerón les hará mejor servicio.

– Cicerón es demasiado tonto para aceptar -dijo Bíbulo, muy estirado y arrugando la nariz.

– ¿Ni siquiera aunque se lo implore su querido Pompeyo?

– En este momento tengo entendido que Pompeyo no le resulta demasiado querido -dijo Cayo Pisón riéndose-. ¡Se ha enterado de quién fue el que interpretó los auspicios en la adopción de Publio Clodio!

– Cualquiera diría que eso puede indicarle a Cicerón algo acerca de su verdadera importancia en el plan general de las cosas -dijo con sorna Ahenobarbo.

– ¡Bueno, corre el rumor, procedente de Ático, de que Cicerón dice que Roma está harta de él!

– No se equivoca -dijo Bíbulo suspirando teatralmente.

La reunión se disolvió con gran hilaridad; los boni estaban contentos.

Aunque Marco Calpurnio Bíbulo pronunció su discurso desde la tribuna para anunciar que se retiraba a su casa a contemplar el cielo ante una gran multitud de gente que en su mayoría se había congregado en Roma para los juegos de primavera, César decidió no contestarle públicamente. Convocó al Senado a sesión y llevó a cabo la reunión a puerta cerrada.

– Marco Bíbulo, muy correctamente, ha enviado las fasces al templo de Venus Libitina, y allí se quedarán hasta las calendas de mayo, cuando yo las recogeré, según es mi derecho. No obstante, no podemos permitir que este año sea uno de esos en que todo se reduce a que cualquier asunto público se vaya a pique. Es mi deber para con los electores de Roma cumplir el mandato que me otorgaron a mí, ¡y a Marco Bíbulo!, para que gobernase. Por lo tanto, pienso gobernar. La profecía que citó Marco Bíbulo desde la tribuna es una que conozco, y tengo dos argumentos que hacer en cuanto a la interpretación que ha dado Marco Bíbulo: primero, que el año concreto en que se cumplirá la profecía no está claro; y segundo, que puede interpretarse por lo menos de cuatro maneras. De modo que mientras los quindecimviri sacri faciundis examinan la situación y llevan a cabo las oportunas investigaciones, debo asumir que la acción de Marco Bíbulo está invalidada. Una vez más ha asumido por su cuenta la tarea de interpretar la mos maiorum religiosa de Roma para favorecer sus propios fines políticos. Igual que los judíos, nosotros llevamos nuestra religión como parte del Estado, y creemos que el Estado no puede prosperar si se profanan las leyes y costumbres religiosas. No obstante, somos únicos en el hecho de que tenemos contratos legales con nuestros dioses, con los cuales hacemos tratos de poder y regateamos concesiones. Lo importante es que mantengamos las fuerzas divinas debidamente canalizadas, y la mejor manera de hacerlo es ateniéndonos a nuestra parte del trato y haciendo todo lo que esté en nuestro poder por mantener la prosperidad y el bienestar de Roma. La acción de Marco Bíbulo consigue lo contrario, y los dioses no se lo agradecerán. Morirá lejos de Roma y sin consuelo.

¡Oh, ojalá Pompeyo diera la impresión de encontrarse algo más a gusto! ¡Después de una carrera tan larga como la suya cualquiera pensaría que habría de saber que las cosas no siempre vienen rodadas! Todavía le queda mucho de bebé mimado. Quiere que todo sea perfecto. Espera conseguir aquello que quiere y además que lo apruebe todo el mundo.

– Depende de esta Cámara decidir qué rumbo debo tomar yo -continuó el cónsul senior-. Lo pondré a votación. Aquellos que opinen que debe cesar toda actividad a partir de ahora porque el cónsul junior se ha retirado a su casa a contemplar el cielo, por favor, que formen a mi izquierda. Los que opinen que, por lo menos hasta que los Quince entreguen su veredicto, el gobierno debería continuar normalmente que formen a mi derecha. No haré más apelaciones al buen sentido y amor a Roma. Padres conscriptos, que la Cámara se pronuncie ahora.

Fue una jugada calculada que el instinto le decía a César que no debía posponer; cuanto más reflexionasen las ovejas senatoriales acerca de la acción de Bíbulo, más probable era que tuvieran miedo de desafiarla. En cambio si actuaba ya, cabía una posibilidad.

Pero el resultado sorprendió a todos; casi el Senado entero pasó a la derecha de César, lo cual indicaba la ira que sentían aquellos hombres ante la caprichosa determinación de Bíbulo de derrotar a César, aun a costa de arruinar a Roma. Los pocos boni que se pusieron a la izquierda permanecieron allí de pie atónitos.

– ¡Yo tengo que hacer una enérgica protesta, Cayo César! -gritó Catón mientras los senadores volvían a sus lugares.

Pompeyo, con el ánimo muy alto ante aquella rotunda victoria del buen sentido y el amor a Roma, se volvió contra Catón con las garras sacadas.

– ¡Siéntate y calla, remilgado mojigato! -rugió-. ¿Quién te has creído que eres para erigirte en juez y en jurado? ¡No eres más que un ex tribuno de la plebe que no llegará nunca a ser siquiera pretor!

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! -voceó Catón, que empezó a tambalearse como un mal actor atravesado por una daga de papel-. ¡Escuchad al gran Pompeyo, que fue cónsul antes de estar cualificado siquiera para presentarse a mero tribuno de la plebe! ¿Quién te has creído que eres tú? ¿Qué, ni siquiera lo sabes? ¡Pues permíteme que yo te lo diga! ¡Un anticonstitucional sin principios, un pedazo de arrogante no romano y caprichoso, eso es lo que tú eres! En cuanto a quién eres, eres un galo que piensa como un galo; un carnicero que es el hijo de un carnicero; un alcahuete que se la chupa a los patricios para que le permitan negociar matrimonios que quedan muy por encima de él; un chulo al que le gusta vestir bien para oír a la multitud extasiada y sentimental; un potentado del Este al que le gusta vivir en palacios; un rey que se pavonea; un orador capaz de dormir a un carnero en celo; un político que tiene que contratar a políticos competentes; un radical peor que los hermanos Graco; un general que, en veinte años, no ha luchado en una batalla sin tener por lo menos el doble de tropas que el enemigo; un general que llega haciendo cabriolas y recoge los laureles cuando en realidad otros hombres, mucho mejores que él, han hecho todo el auténtico trabajo; un cónsul que tenía que consultar un libro de instrucciones para saber cómo actuar; ¡Y UN HOMBRE QUE EJECUTÓ A CIUDADANOS ROMANOS SIN JUICIO, POR EJEMPLO A MARCO JUNIO BRUTO!

La Cámara no pudo contenerse. Prorrumpió en vítores, chirridos, silbidos, gritos de júbilo; los pies aporreaban el suelo hasta hacer temblar el techo, las manos aplaudían como tambores… Sólo César supo el esfuerzo tan duro que tuvo que hacer para permanecer sentado impasible, con las manos caídas a los costados y los pies recatadamente juntos. ¡Oh, qué diatriba gloriosa! ¡oh, qué maestría! ¡Oh, haber vivido para oírla era un privilegio!

Luego vio a Pompeyo y se le hundió el corazón. ¡Oh, dioses, el tonto se estaba tomando a pecho aquel histérico aplauso! ¿No lo comprendía aún? A ninguno de los presentes le importaba a quién iba dirigida ni cuál era el objetivo de aquella diatriba. ¡Pero era la mejor diatriba improvisada que se había hecho desde hacía años! ¡El Senado de Roma aplaudiría a un mono tingitano que le echara una reprimenda a un burro sólo con que lo hiciera la mitad de bien que Catón! Pero Pompeyo estaba allí sentado, más abatido de lo que debió estar cuando Quinto Sertorio le dio quince y raya en Hispania. ¡Derrotado! Conquistado por una lengua descarada. Hasta aquel mismo momento César no comprendió qué grande era la inseguridad y el ansia de ser bien considerado que había dentro de Pompeyo el Grande.

Hora de actuar. Después de disolver la reunión permaneció de pie en el estrado curul mientras los extasiados senadores salían hablando unos con otros excitadamente, la mayoría de ellos apiñados alrededor de Catón dándole palmaditas en la espalda y vertiendo elogios sobre su cabeza. Lo peor de todo era que Pompeyo estaba sentado en su silla con la cabeza gacha, y eso significaba que él, César, no podía hacer lo que sabía que era lo correcto: felicitar tan calurosamente a Catón como si hubiera sido un leal aliado político. Pero tuvo que poner cara de indiferencia por si Pompeyo lo veía.

– ¿Has visto a Craso? -le preguntó Pompeyo con tono exigente cuando estuvieron solos-. ¿Lo has visto? -Había levantado la voz hasta convertirla en un chillido estridente-. ¡Poniendo a Catón por las nubes! ¿De qué parte está ese hombre?

– De nuestra parte, Pompeyo. Si te tomas la reacción de la Cámara hacia Catón como una crítica personal, es que no tienes la piel lo suficientemente curtida, amigo mío. El aplauso ha sido para un discurso magnífico, nada más. Normalmente Catón es un aburrimiento aplastante, que no hace más que perorar sin fin. Pero esto de hoy ha sido muy bueno en su estilo.

– ¡Iba dirigido a mí! ¡A mí!

– Ojalá hubiera ido dirigido a mí -dijo César aguantándose el mal genio-. Tu error ha sido no unirte a los vítores. Así habrías salido del trance con deportividad. Nunca muestres debilidad en política, Magnus, no importa cómo te sientas por dentro. Se te ha metido debajo de la armadura y has permitido que todos lo vean.

– ¡Tú también estás con ellos!

– No, Magnus, no estoy con ellos, como tampoco lo está Craso. Digamos que mientras tú andabas por ahí consiguiendo victorias para Roma, Craso y yo estábamos haciendo nuestro aprendizaje en la arena política.

– Se inclinó, le puso una mano debajo del codo a Pompeyo y lo hizo ponerse en pie haciendo gala de una fuerza que Pompeyo no se hubiera esperado en un individuo tan delgado-. Ven, creo que ya se habrán ido.

– ¡No podré aparecer en la Cámara nunca más!

– Tonterías. Estarás allí en la próxima reunión con la cara tan radiante como siempre; te acercarás a Catón, le estrecharás la mano y le felicitarás. Exactamente igual que haré yo.

– ¡No, no, yo no puedo hacerlo!

– Bueno, no convocaré al Senado hasta dentro de varios días. Cuando tengas que hacerlo, estarás preparado. Ahora ven a mi casa y cena conmigo. Si no, te irás a esa enorme casa vacía de las Carinae sin mejor compañía que tres o cuatro filósofos. Verdaderamente, deberías volver a casarte, Magnus.

– Ya me gustaría, pero no he visto ninguna mujer que me guste. No es tan urgente una vez que un hombre tiene un par de hijos y una hija que redondean la familia. ¡Además, mira quién va a hablar! Tampoco hay ninguna esposa en la domus publica, y ni siquiera tienes un hijo.

– Un hijo me gustaría, pero no es necesario. Tengo suerte con mi única hembra, mi hija. No la cambiaría ni por Venus y Minerva juntas, y no lo digo sacrílegamente.

– Está comprometida con el joven Cepión Bruto, ¿verdad?

– Sí.

Cuando entraron en la domus publica, el anfitrión se ocupó de instalar a Pompeyo en la mejor silla que había en el despacho y de ponerle el vino al alcance de la mano; luego se excusó para ir a buscar a su madre.

– Tenemos un invitado a cenar -dijo César asomando la cabeza por la puerta de Aurelia-. Se trata de Pompeyo. ¿Podéis reuniros Julia y tú con nosotros en el comedor?

Ni un destello de emoción cruzó por el rostro de Aurelia. Dijo que sí con la cabeza y se levantó del escritorio.

– Desde luego, César.

– ¿Nos avisarás cuando esté la cena?

– Naturalmente -dijo Aurelia; y se alejó con pasos ligeros hacia la escalera.

Julia estaba leyendo y no oyó entrar a su abuela; por principio Aurelia nunca llamaba, pues pertenecía a esa escuela de padres que consideraban que los jóvenes deberían ser entrenados para continuar comportándose con propiedad aunque se encuentren a solas. Ello enseñaba autodisciplina y cautela. El mundo podía ser un lugar cruel; a un niño le iba mejor si estaba preparado para ello.

– ¿Hoy no está Bruto?

Julia se levantó, sonrió, suspiró.

– No, avia, hoy no. Tiene una especie de reunión con los directores de sus negocios y creo que los tres van a cenar después en casa de Servilia. A ella le gusta enterarse de lo que pasa, aunque ahora ya permite que Bruto se ocupe de sus asuntos.

– Bueno, eso le gustará a tu padre.

– ¿Oh? ¿Por qué? Creí que le caía bien Bruto.

– Le cae muy bien, pero hoy ha traído a un invitado a cenar con nosotros, y quizás quieran conversar en privado. A nosotras no se nos permite quedarnos en cuanto se haya retirado la comida, pero a Bruto no podrían hacerle eso, ¿no te parece?

– ¿Quién es? -preguntó Julia, a quien en realidad eso no le interesaba.

– No lo sé, no me lo ha dicho.

– Hmm, esto va a ser difícil, pensó Aurelia. ¿Cómo la convenzo para que se ponga su túnica más atractiva sin descubrir la estratagema? Se aclaró la garganta-. Julia, ¿te ha visto tata con el vestido nuevo de tu cumpleaños?

– No, creo que no.

– Entonces, ¿por qué no te lo pones ahora? ¿Y las joyas de plata que te regaló? ¡Qué inteligente fue al regalarte plata en lugar de oro! No tengo ni idea de quién está con él, pero es alguien importante, así que le gustará que las dos estemos lo más guapas posible.

Parecía que todo aquello no había sonado demasiado forzado; Julia simplemente sonrió y asintió.

– ¿Cuánto falta para la cena?

– Media hora.

– ¿Qué significa exactamente para nosotros que Bíbulo se haya retirado a su casa a contemplar el cielo? -le preguntó Pompeyo a César-. Por ejemplo, ¿podrían ser invalidadas nuestras leyes el año que viene?

– No las que habíamos ratificado antes de hoy, Magnus, así que Craso y tú estáis a salvo. Es mi provincia la que corre gran peligro, pues tendré que utilizar a Vatinio y a la plebe, aunque la plebe no está sometida a restricciones religiosas, así que dudo mucho de que el hecho de que Bíbulo se dedique a comtemplar el cielo pueda hacer que los plebiscitos y las actividades de los tribunos de la plebe parezcan sacrílegos. No obstante, tendríamos que defenderlo en juicio, y depender del pretor urbano.

El vino, el mejor de César -y el más fuerte-, estaba empezando a devolverle el equilibrio a Pompeyo, aunque su ánimo seguía bajo. La domus publica favorecía a César, reflexionó Pompeyo, todos aquellos colores oscuros y profundos, así como los suntuosos adornos dorados. Nosotros, los rubios, estamos más favorecidos contra fondos así.

– Desde luego, ya sabes que tendremos que legislar otra ley de tierras -dijo bruscamente Pompeyo-. Yo voy y vengo de Roma constantemente, así que he visto por mí mismo cómo les va a los comisionados. Necesitamos el Ager Campanus.

– Y los terrenos públicos de Capua. Sí, ya lo sé.

– Pero Bíbulo lo hace inútil.

– Puede que no, Magnus -dijo César tranquilamente-. Si lo redacto como una ley suplementaria adjunta a la ley original será menos vulnerable. Los comisionados y los hombres del comité no cambiarían, pero eso no es ningún problema. Ello significaría que veinte mil de tus veteranos pueden ser instalados allí durante este año, más cinco mil romanos del proletariado que serán la levadura del nuevo pan de la colonización. Y con la misma rapidez deberíamos ser capaces de instalar a veinte mil veteranos más en otras tierras. Lo cual nos deja con tiempo suficiente para desahuciar de sus terrenos a lugares como Aretio, y así ejercer mucha menos presión sobre el Tesoro para comprar tierras privadas. Ese es el argumento que tenemos para coger el ager publicus de Campania, el hecho de que el Estado ya es dueño de esas tierras.

– Pero entonces dejará de percibir las rentas -dijo Pompeyo.

– Cierto. Aunque tú y yo sabemos que las rentas no son tan lucrativas como deberían ser. Los senadores se muestran reacios a pagar.

– Y también las esposas de senadores con fortuna propia -dijo Pompeyo con una sonrisa.

– ¿Ah, sí?

– Terencia. No quiere pagar ni un sestercio de renta, aunque tiene arrendados bosques enteros de robles para los cerdos. Muy provechoso. ¡Es dura como el mármol, esa mujer! ¡Oh, dioses, me da lástima Cicerón!

– ¿Y cómo consigue ella salirse con la suya?

– Calcula que hay algún bosquecillo sagrado en alguna parte de sus tierras.

– ¡Qué pájara más lista! -dijo César al tiempo que se echaba a reír.

– No está mal, pues el Tesoro no se está portando bien con el hermano de Cicerón, Quinto, ahora que va a regresar de la provincia de Asia.

– ¿En qué sentido? -Insiste en pagarle su último estipendio en cistophori.

– ¿Y qué hay de malo en eso? Son de buena plata, y valen cuatro denarios cada uno.

– Siempre que consigas que alguien te los acepte -dijo Pompeyo riendo entre dientes-. Yo traje conmigo bolsas, bolsas y más bolsas de ellos, pero nunca pensé que fueran a pagarle a la gente con ellos. ¡Ya sabes lo recelosa que es la gente en lo referente a monedas extranjeras! Le sugerí al Tesoro que los fundiera y los convirtiera en lingotes.

– Eso significa que el Tesoro no le tiene simpatía a Quintó Cicerón.

– Me pregunto por qué.

En aquel momento Eutico llamó a la puerta para decir que la cena estaba servida, y los dos hombres recorrieron la corta distancia que los separaba del comedor. A menos que se utilizasen para acomodar a un grupo de personas más numeroso, cinco de los canapés estaban retirados para que no estorbasen; el canapé que quedaba, con dos sillas colocadas enfrente, al otro lado de una mesa larga y estrecha, a la altura de la rodilla, estaban situados en la parte más bonita de la sala, con vistas a la columnata y al peristilo principal.

Cuando César y Pompeyo entraron, dos sirvientes les ayudaron a quitarse las togas, que eran tan enormes y entorpecían tanto que con ellas puestas era completamente imposible reclinarse. Las doblaron cuidadosamente y las pusieron a un lado mientras los hombres se sentaban en el canapé, y se quitaban los zapatos senatoriales, con sus hebillas en forma de media luna, en espera de que los mismos dos sirvientes les lavasen los pies. Pompeyo, naturalmente, ocupó el locus consularis, uno de los extremos del canapé, que era el sitio de honor. Apoyaron la mitad del vientre y la mitad de la cadera izquierda, así como el brazo izquierdo y el codo en un cojín cilíndrico. Como tenían los pies en el borde de atrás del canapé, el rostro les quedaba por encima de la mesa, y todo lo que había en ella bien al alcance de la mano. Les presentaron palanganas para que se lavasen las manos y paños para secarse.

Pompeyo se sentía mucho mejor; ya no le dolía tanto el insulto. Contempló con aprobación el peristilo, con aquellos fabulosos frescos de vírgenes vestales, el magnífico estanque y las fuentes de mármol. Lástima que no entrase allí más sol. Luego empezó a recorrer con la mirada los frescos que adornaban las paredes del comedor, que desarrollaban la historia de la batalla del lago Regilus, cuando Cástor y Pólux salvaron Roma.

Y justo cuando llegó con la mirada a la puerta, la diosa Diana entró en la habitación. ¡Tenía que ser Diana! La diosa de la noche iluminada por la luna, medio etérea, moviéndose con tal gracia y belleza plateada que no hacía ruido. La diosa doncella desconocida por los hombres, quienes la miraban y sufrían de tan casta e indiferente como era ella. Pero esta Diana, que ahora avanzaba por la sala, lo vio mirándola fijamente y se tambaleó un poco y abrió mucho los ojos azules.

– Magnus, ésta es mi hija Julia.

– César indicó con un gesto la silla que estaba enfrente, al lado del canapé que ocupaba Pompeyo-. Siéntate, Julia, y hazle compañía a nuestro invitado. ¡Ah, aquí está mi madre!

Aurelia se sentó enfrente de César mientras algunos de los criados empezaban a servir la comida y otros colocaban copas y servían vino y agua. A las mujeres, observó Pompeyo, solamente se les servía agua.

¡Qué hermosa era! ¡Qué deliciosa, qué encantadora! Y después de aquella ligera vacilación que tuvo al verlo, ella se comportaba como lo haría un ser de ensueño, indicándole cuáles eran los platos que los cocineros hacían mejor, sugiriéndole que probase esto o aquello con una sonrisa que no contenía indicio alguno de timidez, pero que tampoco era sensualmente invitadora. Pompeyo se aventuró a preguntarle cómo pasaba ella su tiempo -¿a quién le importaba cómo empleara ella el tiempo de día… qué era lo que hacía durante las noches, cuando la luna cabalgaba en lo alto y la transportaba en su carroza hasta las estrellas?-, y ella le explicó que leía libros, iba a dar paseos o visitaba a las vestales o a sus amigas, respuesta que dio con una suave voz profunda, como alas negras que se batieran en un cielo luminoso. Cuando Julia se inclinó hacia adelante, él pudo ver cuán tierno y delicado era su pecho, aunque no pudo verle los senos. Tenía los brazos frágiles pero redondos, con un hoyuelo en cada codo, y la piel de alrededor de los ojos tenía un leve tono violeta, y el brillo plateado de la luna en cada párpado. ¡Qué pestañas tan largas y transparentes! Y unas cejas tan rubias que apenas se veían. No llevaba pintura, y aquella boca de color rosa pálido lo volvió loco de deseo por besarla, tan llena de pliegues, con surcos en las comisuras que prometían risa.

Por lo que a ellos dos atañía, César y Aurelia podían no haber existido. Hablaron de Homero y de Hesíodo, de Jenofonte y de Píndaro, y de los viajes de Pompeyo al Este; Julia estaba pendiente de las palabras de él como si tuviera el don de la palabra, como Cicerón, y lo acosaba con toda clase de preguntas acerca de todo, desde los albaneses hasta los lagos cercanos al mar Caspio. ¿Había visto él el monte Ararat? ¿Cómo era el templo judío? ¿De verdad caminaba la gente sobre las aguas del Palus Asphaltites? ¿Había visto alguna vez a una persona negra? ¿Cómo era el rey Tigranes?

¿Era cierto que las amazonas habían vivido en la antigüedad en el Ponto, en la desembocadura del río Termodonte? ¿Había visto él alguna vez a una amazona? Se decía que Alejandro el Grande había conocido a la reina de las Amazonas en algún punto del curso del río Jaxartes. ¡Oh, qué maravillosos nombres eran aquéllos: Oxo y Araxes y Jaxartes…! ¿Cómo había lenguas humanas capaces de inventar unos sonidos tan raros?

Y el seco y pragmático Pompeyo, con aquel estilo tan lacónico y su escasa educación, se alegró profundamente de que su vida en el Este y Teófanes le hubieran iniciado en la afición a la lectura; pronunció palabras de las que no era consciente de que su mente hubiera asimilado, y expresó pensamientos que no había comprendido que pudiera tener. Habría preferido morir antes que decepcionar a aquella exquisita joven que le miraba el rostro como si fuera la fuente de toda sabiduría y la cosa más hermosa que ella nunca hubiera contemplado.

La comida permaneció en la mesa mucho más tiempo del que el atareado e impaciente César solía tolerar, pero cuando empezó a hacerse de noche en el peristilo le hizo una casi imperceptible señal con un movimiento de cabeza a Eutico y reaparecieron los criados. Aurelia se levantó.

– Julia, es hora de que nos vayamos -dijo.

Embebida en la conversación acerca de Esquilo, Julia se sobresaltó y volvió a la realidad.

– Oh, avia, ¿ya? -preguntó-. ¡Cómo ha pasado el tiempo!

Pero, según observó Pompeyo, Julia no dio la impresión de no querer marcharse ni de palabra ni por la expresión, y no pareció que le sentase mal la conclusión de lo que, según le había dicho ella, era una ocasión especial; a Julia no se le permitía estar en el comedor cuando su padre tenía invitados, pues todavía no había cumplido dieciocho años.

Se puso en pie y le tendió la mano a Pompeyo de un modo amistoso, esperando que él se la estrechase. Pero Pompeyo, aunque no era muy dado a ese tipo de cosas, le cogió la mano como si pudiera romperse en fragmentos, se la llevó a los labios y la besó suavemente.

– Gracias por tu compañía, Julia -le dijo al tiempo que le sonreía y la miraba a los ojos-. Bruto es una persona muy afortunada.

– Y cuando las mujeres ya se habían marchado, le dijo a César-: Bruto es realmente un tipo afortunado.

– Eso creo yo -dijo César sonriendo, porque algo le estaba pasando por la cabeza a él.

– ¡Nunca he conocido a nadie como ella!

– Julia es una perla que no tiene precio.

Después de lo cual no parecía que quedase mucho por decir. Pompeyo se despidió.

– Vuelve pronto, Magnus -le dijo César a la puerta.

– ¡Mañana si quieres! Tengo que ir a Campania pasado mañana, y estaré ausente por lo menos ocho días. Tenías razón. No se puede vivir de una manera satisfactoria con sólo tres o cuatro filósofos por compañía. ¿Por qué crees que los tenemos en nuestras casas?

– Para tener una compañía masculina inteligente que no es probable que seduzcan a la mujer de la casa y se conviertan en sus amantes. Y para conservar puro nuestro idioma griego, aunque me han dicho que Lúculo se cuidó de introducir unos cuantos solecismos gramaticales en la versión griega de sus memorias para satisfacer a los literati griegos que no quieren creer que ningún romano hable y escriba griego perfectamente. En lo que a mí respecta, nunca me he sentido tentado de adoptar la costumbre de tener filósofos en mi casa. Son unos parásitos.

– ¡Tonterías! Tú no los tienes porque eres un gato montés. Prefieres vivir y cazar solo.

– Oh, no -dijo César suavemente-. Yo no vivo solo. Soy uno de los hombres más afortunados de Roma, pues vivo con una Julia.

La cual subió a sus habitaciones exaltada y exhausta; sentía vivo en la mano el contacto de aquel beso de Pompeyo. Allí estaba el busto de Pompeyo en el estante; se acercó a él, lo bajó y lo tiró al cubo de basura que había en un rincón. La estatua no era nada, ya no la necesitaba ahora que había visto, había conocido y había hablado con el hombre auténtico. Era bastante alto, aunque no tanto como tata. Tenía unos hombros muy anchos y todo él era muy musculoso; mientras estaba reclinado en el canapé, su vientre permanecía tenso, no tenía una de esas barrigas propias de hombres de mediana edad que le estropeara la figura. Su rostro era maravilloso, con los ojos más azules que ella hubiera visto nunca. ¡Y qué pelo! Oro puro, en grandes cantidades. Cómo se lo peinaba desde la frente formando un tupé. ¡Qué guapo! No como tata, que era un romano clásico, sino bastante más interesante porque resultaba más fuera de lo corriente. Como a Julia le gustaban las narices pequeñas, no encontró nada que criticar en aquel órgano de Pompeyo. ¡Y también tenía las piernas bonitas!

La siguiente parada fue ante el espejo, un regalo de tata que avia no aprobaba, porque estaba montado sobre un pedestal encima de un pivote giratorio, y su elevada superficie de plata pulida reflejaba de la cabeza a los pies al que allí se miraba. Se quitó toda la ropa y se sometió a examen. ¡Demasiado delgada! ¡Apenas tenía pechos! ¡Ni hoyuelos! En vista de lo cual prorrumpió en llanto, se arrojó sobre la cama y estuvo llorando hasta que se quedó dormida, con la mano que él había besado debajo de la mejilla.

– Ha tirado el busto de Pompeyo -le dijo Aurelia a César a la mañana siguiente.

– ¡Edepol! Yo creía que le gustaba de veras.

– Tonterías, César, es una excelente señal! A ella ya no le satisface una réplica, quiere al hombre de verdad.

– Qué alivio.

– César cogió la copa de agua caliente con jugo de limón y dio un trago con una expresión que parecía de alegría-. Hoy viene otra vez a cenar, utilizó un viaje a Campania que tiene que emprender mañana como excusa para volver tan pronto.

– Hoy se completará la conquista -dijo Aurelia.

César sonrió.

– Yo creo que la conquista se completó en el momento en que ella entró en el comedor. Hace años que conozco a Pompeyo, y está tan enganchado al anzuelo que no ha notado siquiera el pincho. ¿No te acuerdas del día en que llegó a casa de tía Julia para pedir a Mucia?

– Sí. Lo recuerdo muy bien. Apestaba a perfume de rosas y parecía tan tonto como un potro en un sembrado. Ayer no se comportó así, ni mucho menos.

– Ha crecido un poco. Mucia era mayor que él. La atracción no es la misma. Julia tiene diecisiete años, y él ya tiene cuarenta y seis.

– César se estremeció-. ¡Mater, eso son casi treinta años de diferencia! ¿Estoy actuando con demasiada sangre fría? No quisiera ver a Julia desgraciada.

– No lo será. Pompeyo parece poseer el don de agradar a sus esposas mientras continúa enamorado de ellas. Nunca dejará de estar enamorado de Julia, pues ello representa para él la juventud perdida.

– Aurelia se aclaró la garganta y se puso un poco roja-. Estoy segura de que eres un espléndido amante, César, pero vivir con una mujer que no sea de tu propia familia te aburre. A Pompeyo le gusta la vida de casado… siempre que la esposa se ajuste a sus ambiciones. No puede poner las miras en nadie por encima de una Julia.

No parecía querer mirar a nadie más elevada que una Julia. Si algo salvó la reputación de Pompeyo después del ataque de Catón, fue el resplandor que Julia le infundió mientras se paseaba por el Foro aquella mañana, después de haber olvidado por completo que había resuelto no volver a aparecer en público. Por el contrario, anduvo de acá para allá hablando con todo el que se presentaba, y era tan evidente que no le importaba la diatriba de Catón que muchos decidieron que la reacción del día anterior había sido solamente la impresión. Hoy no quedaba nada de rencor ni de vergüenza.

Julia ocupaba todo el interior de los ojos de Pompeyo; su imagen se reflejaba en todos los rostros que éste miraba. Niña y mujer en una sola. Y también diosa. ¡Tan femenina, con unos modales tan hermosos, nada afectada! ¿Le habría gustado él a la muchacha? Parecía que sí, aunque nada en su conducta podía interpretarse como una señal, como una seducción. Pero ella estaba prometida con Bruto, que no sólo era inexperto, sino además francamente feo. ¿Cómo podía soportar una criatura tan pura e inmaculada todos aquellos asquerosos granos? Hacía años que estaban prometidos, naturalmente, así que no había sido ella quien había elegido ese matrimonio. En términos sociales y políticos era una unión excelente. Y también estaban los frutos producto del Oro de Tolosa.

Y aquella tarde, después de la cena en la domus publica, Pompeyo tuvo en la punta de la lengua pedírsela a César en matrimonio, a pesar de Bruto. ¿Qué le hizo contenerse? Aquel viejo temor a rebajarse a los ojos de un noble tan patricio como Cayo Julio César. El cual podía entregar a su hija en Roma a quien quisiera. Y se la había entregado a un aristócrata de influencia, riqueza y linaje. Los hombres como César no se paraban a pensar qué pudiera sentir la muchacha, o a tener en cuenta lo que ella desease. Lo mismo, suponía Pompeyo, que le ocurría a él. Su propia hija estaba prometida a Fausto Sila solamente por un motivo: Fausto Sila era producto de la unión entre un patricio, Cornelio Sila -el más grande que había habido en la familia-, y la nieta de Metelo Calvo, el Calvo, hija de Metelo Dalmático, que primero había sido esposa de Escauro, príncipe del Senado.

¡No, César no desearía romper un contrato legal con un Junio Bruto adoptado por los Servilios Cepiones para entregar a su única hija a un Pompeyo de Picenum! A pesar de morirse de ganas de pedirla, Pompeyo nunca la pediría. Así que sintiendo un amor tan profundo como el océano e incapaz de sacarse a aquella diosa de la cabeza, Pompeyo partió para Campania por asuntos propios del comité de tierras y no logró casi nada. Ardía por ella; la deseaba como no había deseado a nadie antes en toda su vida. Y el día después de su regreso a Roma asistió a una nueva cena en la domus publica.

¡Sí, ella se alegró de verle! En aquel tercer encuentro ya habían llegado a la etapa en que Julia le tendía la mano esperando que él se la besase ligeramente, y se sumían inmediatamente en una conversación que excluía a César y a su madre, los cuales evitaban mirarse a los ojos para que no les diera la risa. La cena fue transcurriendo hacia su fin.

– ¿Cuándo te casas con Bruto? -le preguntó entonces Pompeyo en voz baja.

– En enero o en febrero del año que viene. Bruto quería casarse este año, pero tata le dijo que no. Tengo que tener cumplidos los dieciocho.

– ¿Y cuándo cumples dieciocho?

– En las nonas de enero.

– Estamos a principios de mayo, así que faltan ocho meses.

A Julia le cambió la expresión del rostro, y una mirada de desconsuelo le asomó a los ojos. Pero pudo responder con absoluta compostura.

– No es mucho tiempo.

– Amas a Bruto?

Aquella pregunta provocó un pequeño pánico interior, que se reflejó en la mirada de Judia, porque ésta no podía -¿no podía?- mirar hacia otra parte.

– Él y yo somos amigos desde que yo era pequeña. Aprenderé a amarle.

– ¿Y si te enamoras de otro?

Julia parpadeó para borrar lo que parecía ser humedad que le empañaba los ojos.

– No puedo permitir que eso ocurra, Cneo Pompeyo.

– ¿No crees que podría ocurrir a pesar de las resoluciones que tú tomes?

– Sí, creo que podría ser -repuso Julia muy seria.

– ¿Qué harías entonces?

– Me esforzaría por olvidar.

Pompeyo sonrió.

– Pues es una lástima.

– No sería honroso, Cneo Pompeyo, así que tendría que olvidarlo. Si el amor puede nacer, también puede morir.

Pompeyo parecía muy triste.

– He visto mucha muerte en mi vida, Julia. Campos de batalla, mi madre, mi pobre padre, mi primera esposa. Pero nunca ha sido algo que pudiera contemplar desapasionadamente. Por lo menos -añadió sinceramente-, no desde el momento de la vida en que me encuentro ahora. No me gustaría ver morir algo que naciera en ti.

Julia sentía las lágrimas muy cerca; tendría que marcharse.

– ¿Me das tu permiso, tata? -le preguntó a su padre.

– ¿Te encuentras bien, Julia? -quiso saber César.

– Me duele un poco la cabeza, nada más.

– Creo que debes excusarme a mí también, César -dijo Aurelia al tiempo que se levantaba-. Si le duele la cabeza, necesitará jarabe de amapolas.

Lo cual dejó a César a solas con Pompeyo. Una inclinación de cabeza, y Eutico se encargó de que se retiraran los platos. César le sirvió a Pompeyo vino sin agua.

– Julia y tú os lleváis bien -dijo César.

– Sería un estúpido el hombre que no se llevase bien con ella -le dijo Pompeyo, huraño-. Es única.

– A mí también me gusta -dijo César sonriendo-. En toda su vida nunca ha causado un problema, nunca me ha discutido nada, nunca ha cometido un peccatum.

– Ella no ama a Bruto, ese desagradable y desastroso individuo.

– Soy consciente de ello -dijo César tranquilamente.

– Entonces, ¿cómo puedes permitir que se case con él? -exigió Pompeyo airado.

– ¿Y cómo puedes permitir tú que Pompeya se case con Fausto Sila? -preguntó a su vez César.

– Eso es diferente.

– ¿En qué sentido?

– ¡Pompeya y Fausto están enamorados!

– Si no lo estuvieran, ¿romperías el compromiso?

– ¡Claro que no!

– Pues ahí tienes.

César volvió a llenar la copa.

– Sin embargo -dijo Pompeyo tras una pausa mientras contemplaba las rosadas profundidades del vino-, parece especialmente una lástima con Julia. Mi Pompeya es una chica vigorosa y fornida, siempre está alborotando por la casa. Sabrá cuidar de sí misma. Mientras que Julia es muy frágil.

– Esa es la impresión que da -dijo César-. Pero en realidad es muy fuerte.

– Oh, sí, sí que lo es. No obstante, acusará todos los golpes que le de la vida.

César giró la cabeza para mirar a Pompeyo a los ojos.

– Ese comentario ha sido muy perspicaz, Magnus. Pero no viene a cuento.

– A lo mejor es porque yo la veo con más claridad a ella que a otras personas.

– ¿Y por qué habría de ser así?

– Oh, no sé…

– ¿Estás enamorado de ella, Magnus?

Pompeyo miró hacia otra parte.

– ¿Qué hombre no lo estaría? -murmuró.

– ¿Te gustaría casarte con ella?

El pie de la copa, de plata maciza, se quebró; el vino se derramó en la mesa y en el suelo, pero Pompeyo ni se dio cuenta. Se estremeció y tiró la parte de arriba de la copa.

– ¡Daría todo lo que soy y todo lo que tengo con tal de casarme con ella!

– Pues entonces será mejor que me ponga en movimiento -dijo César plácidamente.

Dos ojos enormes se clavaron en el rostro de César; Pompeyo respiró hondo.

– ¿Quieres decir que me la entregarías a mí?

– Sería un honor.

– ¡Oh! -exclamó Pompeyo; se echó hacia atrás en el canapé y casi se cayó al suelo-. Oh, César… lo que tú quieras, cuando tú quieras… ¡La cuidaré, nunca lo lamentarás, estará mejor tratada que la reina de Egipto!

– ¡Sinceramente, eso espero! -dijo César riendo-. Corre el rumor de que la reina de Egipto ha sido suplantada por su hermana, la hija de una concubina de Idumea.

Pero toda respuesta que se le diera a Pompeyo era un desperdicio, pues éste continuaba extasiado, tumbado sin dejar de mirar al techo. Luego se dio la vuelta.

– ¿Puedo verla? -preguntó.

– Creo que no, Magnus. Vete a tu casa como un buen muchacho y déjame que desenrede yo los hilos que ha tenido a bien tejer este día. Seguro que la casa de Servilia Cepión cum Junio Silano organizará un escándalo.

– Yo puedo pagarle a Bruto la dote de Julia -dijo Pompeyo al instante.

– No, no lo harás -le indicó César al tiempo que le tendía la mano-. ¡Levántate, hombre, levántate!

– Sonrió-. Confieso que nunca pensé que tendría un yerno que fuera seis años mayor que yo!

– ¿Soy demasiado viejo para ella? Quiero decir, dentro de diez años…

– Las mujeres son muy extrañas, Magnus -dijo César mientras conducía a Pompeyo hacia la puerta-. He observado a menudo que no son muy dadas a mirar hacia otra parte si son felices en su casa.

– Estás insinuando que Mucia…

– La dejaste sola mucho tiempo, ése fue el problema. No le hagas eso a mi hija, ella no te traicionaría ni aunque estuvieras ausente veinte años, pero con toda seguridad tampoco sería feliz.

– Mis días de militar han acabado -dijo Pompeyo. Se interrumpió y se humedeció los labios lleno de nerviosismo-. ¿Cuándo podremos casarnos? Julia me ha dicho que tú no le permitías casarse con Bruto hasta que ella cumpliera los dieciocho.

– Lo que conviene a Bruto y lo que conviene a Pompeyo Magnus son cosas diferentes. Mayo es un mes aciago para las bodas, pero si es dentro de los tres próximos días los auspicios no son demasiado malos. De aquí a dos días, pues.

– Volveré mañana.

– Tú no volverás aquí hasta el día de la boda… y no se lo cuentes a nadie, ni siquiera a tus filósofos -dijo César al tiempo que le cenaba con firmeza la puerta a Pompeyo en la cara.

– ¡Mater! ¡Mater! -gritó el futuro suegro desde el pie de la escalera delantera.

Su madre bajó a un paso que no resultaba apropiado para una matrona romana de su edad. Tenía los ojos muy brillantes.

– ¿Ya? -le preguntó Aurelia mientras apretaba con las manos el antebrazo derecho de César.

– Ya. ¡Lo hemos conseguido, mater, lo hemos conseguido! ¡Pompeyo se ha ido a su casa flotando en el éter y con el mismo aspecto de un colegial!

– ¡Oh, César! ¡Ya es tuyo, pase lo que pase!

– Y no es ninguna exageración. ¿Qué hay de Julia?

– Se subirá a la luna cuando lo sepa. He estado arriba escuchando con paciencia una maraña de llorosas disculpas por haberse enamorado de Pompeyo Magnus y una serie de protestas por tener que casarse con un espantoso pelmazo como Bruto. Por lo visto Pompeyo le hizo una proposición de matrimonio durante la cena.

– Aurelia suspiró en medio de una amplia sonrisa-. ¡Qué bonito, hijo mío! Hemos logrado lo que queríamos y además hemos hecho infinitamente felices a otras dos personas. ¡Hoy hemos hecho un buen trabajo!

– Mejor trabajo que el que traerá el día de mañana.

La expresión de Aurelia se derrumbó.

– Servilia.

– Yo iba a decir Bruto.

– ¡Oh, sí, pobre joven! Pero no es Bruto quien se encargará de clavar la daga. Yo que tú vigilaría a Servilia.

Eutico tosió con delicadeza y disimuló astutamente el placer que sentía. ¡Los sirvientes principales de una casa tienen confianza suficiente para saber de qué lado sopla el viento!

– ¿Qué ocurre? -le preguntó César.

– Cneo Pompeyo Magnus está en la puerta de la calle, César, pero se niega a entrar en la casa. Dice que le gustaría hablar un momento contigo.

– ¡He tenido una idea brillante! -exclamó Pompeyo retorciéndole la mano a César febrilmente.

– ¡No más visitas por hoy, Magnus, por favor! ¿Qué idea es ésa de que hablas?

– Dile a Bruto que estaré encantado de entregarle a Pompeya a cambio de Julia. Le daré la dote que pida, quinientos, mil, no me importa. Es más importante tenerlo contento a él que complacer a Fausto Sila, ¿no te parece?

Haciendo un hercúleo esfuerzo César consiguió mantener seria la expresión.

– Vaya, gracias, Magnus. Transmitirá tu ofrecimiento, pero no te precipites. Puede que Bruto no tenga ganas de casarse con nadie durante algún tiempo.

Y Pompeyo se marchó por segunda vez diciendo adiós alegremente con la mano.

– ¿De qué se trataba? -preguntó Aurelia.

– Quiere entregarle su propia hija a Bruto a cambio de Julia. Fausto Sila no puede competir con el Oro de Tolosa, por lo visto. Pero es bueno ver que Magnus vuelve a estar en su papel. Ya estaba empezando a extrañarme esa recién descubierta sensibilidad y percepción suya.

– Tú no pensarás llevarles ese mensaje a Bruto y a Servilia, ¿verdad?

– No me queda más remedio que hacerlo. Pero por lo menos tengo tiempo para inventarme una respuesta llena de tacto que darle a mi futuro yerno. Fíjate, está bien que viva en las Carinae. Porque si viviera algo más cerca del Palatino, él mismo oiría los gritos de Servilia.

– ¿Cuándo va a ser la boda? ¡Mayo y junio son unos meses tan aciagos!

– Dentro de dos días. Haz tus ofrendas, mater. Yo también las haré. Preferiría que fuera un hecho consumado antes de que Roma se entere.

– Se inclinó para besarle la mejilla a su madre-. Ahora, si me disculpas, tengo que ir a ver a Marco Craso.

Como Aurelia sabía perfectamente por qué César iba en busca de Craso sin necesidad de preguntárselo, se marchó para hacerle jurar a Eutico que guardaría silencio y para preparar el banquete nupcial. Qué lástima que el hecho de tener que celebrar la boda en secreto supusiera que no habría invitados. Sin embargo, Cardixa y Burgundo podrían actuar como testigos, y las vírgenes vestales podían ayudar al pontífice máximo a oficiar la ceremonia.

– ¿Qué, quemando el aceite de medianoche, como siempre?

– preguntó César.

Craso se levantó de un salto, salpicando de tinta sus pulcras filas de Ms, Cs, Ls y Xs.

– ¿Querrías tener la bondad de dejar de forzar la cerradura de mi puerta?

– No me dejas otra elección, aunque si quieres te instalaré una campanilla y una cuerda. Se me da muy bien ese tipo de cosas -dijo César mientras paseaba por la habitación.

– Ojalá lo hicieras, me cuesta dinero arreglar las cerraduras.

– Considéralo hecho. Mañana vendré con un martillo, una campanilla, algo de cuerda y grapas. Podrás presumir por ahí de tener la única campanilla instalada por el pontífice máximo.

César acercó una silla y se sentó dando un suspiro de pura satisfacción.

– Te pareces al gato que cogió la codorniz que había para cenar y se la comió, Cayo.

– Oh, he cogido más que una codorniz. He conseguido todo un pavo real.

– Me consume la curiosidad.

– ¿Me prestarás doscientos talentos, que te devolveré en cuanto obtenga ingresos de mi provincia?

– ¡Ahora sí que eres sensato! Sí, desde luego.

– ¿No quieres saber por qué?

– Ya te lo he dicho, me consume la curiosidad.

De pronto César frunció el entrecejo.

– En realidad podría ser que no lo aprobaras.

– Si es así, te lo diré. Pero no puedo hacerlo mientras no lo sepa.

– Necesito cien talentos para pagarle a Bruto por romper su compromiso con Julia, y otros cien talentos para dárselos a Magnus como dote de Julia.

Craso dejó la pluma con lentitud y precisión, sin expresión alguna en el rostro. Aquellos astutos ojos grises miraron de reojo a la llama de una lámpara, luego se volvieron para posarse en el rostro de César.

– Siempre he creído que los hijos son una inversión que sólo se realiza por completo si pueden aportar a su padre lo que éste no podría conseguir de no ser por ellos -comenzó a decir el plutócrata-. Lo siento por ti, Cayo, porque sé que habrías preferido que Julia se casase con alguien de mejor linaje. Pero aplaudo tu valor y tu previsión. Aunque me gusta poco ese hombre, a Pompeyo lo necesitamos los dos. Si yo tuviera una hija quizás hubiera hecho lo mismo. Bruto es demasiado joven para servir a tus propósitos, y además su madre no le permitirá desarrollar el potencial que él pueda tener. Si Pompeyo se casa con tu Julia no podemos dudar de él, por mucho que los boni lo pongan mal de los nervios.

– Craso soltó un gruñido-. Además, ella es un tesoro. Hará feliz al Gran Hombre. De hecho, si yo fuera más joven le envidiaría.

– Tertulia te asesinaría -dijo César riéndose entre dientes. Miró a Craso inquisitivamente-. ¿Y tus hijos? ¿Has decidido ya quién se los llevará?

– Publio es para la hija de Metelo Escipión, Cornelia Metela, así que tiene que esperar todavía unos años. Lo cual no está nada mal si tenemos en cuenta la estupidez del tata de ella. La madre de Escipión era la hija mayor de Craso el Orador, así que resulta muy apropiada. Y en cuanto a Marco, he estado pensando para él en la hija de Metelo Crético.

– Haces muy bien colocando un pie en el terreno de los boni -sentenció César.

– Eso creo yo. Me estoy haciendo demasiado viejo para todas estas peleas.

– Mantén en secreto lo de la boda, Marco -le dijo César mientras se levantaba.

– Con una condición.

– ¿Cuál? -Que yo esté presente cuando Catón se entere.

– Es una pena que no podamos ver la cara de Bíbulo cuando lo sepa.

– No, pero siempre podemos mandarle un frasco de cicuta. Va a sentir ganas de suicidarse.

Después de enviar muy correctamente un mensaje por delante para cerciorarse de que lo esperaban, César subió a pie, muy temprano por la mañana, al Palatino, a la casa del difunto Décimo Junio Silano.

– Un placer inusitado, César -ronroneó Servilia, que inclinó la mejilla para recibir un beso.

Al ver aquello Bruto no dijo nada ni sonrió. Desde el día después de que Bíbulo se retiró a su casa a contemplar el cielo, Bruto presentía que algo malo iba a ocurrir. Por una parte, sólo había logrado ver a Julia dos veces desde entonces, y en una de esas ocasiones ella se había mostrado muy distraída. Por otra parte, estaba acostumbrado a cenar en la domus publica regularmente varias veces a la semana, pero últimamente cada vez que lo sugería le ponían la excusa de que tenían importantes invitados a cenar. Y Julia estaba radiante, tan hermosa, tan elevada; no exactamente falta de interés, sino más bien como si su interés radicase en otra parte, en alguna zona dentro de su mente que ella nunca le había querido abrir a él. ¡Oh, Julia había fingido escucharle! Pero no había oído ni una sola palabra, sólo había mirado al vacío, con una media sonrisa dulce y misteriosa. Y no le permitía besarla. En la primera de aquellas dos visitas, porque tenía dolor de cabeza. En la segunda, porque no tenía ganas de que la besase. Cariñosa y pidiéndole disculpas, pero no había beso y se acabó. De no haberla conocido mejor, Bruto habría pensado que había otro que la besaba.

Y ahora se presentaba su padre en una visita oficial, anunciado previamente por un mensajero y ataviado con las galas de pontífice máximo. ¿Habría estropeado las cosas al pedir que Julia se casase con él un año antes de lo acordado? Oh, ¿por qué presentía que todo aquello tenía que ver con Julia? ¿Y por qué no tenía él el mismo aspecto que César? No había ni un solo defecto en aquel rostro. Ni un solo defecto en aquel cuerpo. Si lo hubiera habido, mamá habría perdido el interés por César hacía mucho tiempo.

El pontífice máximo no se sentó, pero no se puso a pasear ni perdió la compostura.

– Bruto -le dijo-, no conozco ningún modo de dar una mala noticia que pueda aliviar el golpe, así que seré franco contigo. Rompo tu contrato de compromiso matrimonial con Julia.

– Colocó sobre la mesa un delgado rollo de papel-. Esto es una orden de pago para mis banqueros por la cantidad de cien talentos, según lo acordado. Lo siento mucho.

La impresión hizo que Bruto cayera tambaleante sobre una silla, donde quedó sentado con la boca abierta y sin poder pronunciar palabra, con aquellos grandes ojos fijos en el rostro de César con la misma expresión que un perro viejo tiene cuando se da cuenta de que su amado amo va a hacer que lo maten porque ya no le es útil. Cerró la boca e intentó hablar, pero no salió de él palabra alguna. Luego la luz de los ojos se le apagó tan evidente y rápidamente como si se soplara una vela.

– Lo siento mucho -dijo César de nuevo, esta vez con más sentimiento.

La impresión había hecho que Servilia se pusiera en pie, y durante unos instantes ella tampoco encontró palabras. Sus ojos se posaron en Bruto a tiempo para presenciar cómo la luz de éste se apagaba, pero no tenía ni idea de qué le estaba pasando a su hijo en realidad, porque su carácter estaba tan alejado del de Bruto como Antioquía de Olisipo.

Así que fue César quien sintió el dolor de Bruto, no Servilia. Aunque nunca le había conquistado una mujer como Julia había conquistado a Bruto, sin embargo comprendía exactamente lo que Julia había significado para éste, y se preguntó si de haber sabido aquello, habría tenido el valor de matar de aquella manera. Pero sí, César, lo habrías hecho. Has matado antes y volverás a matar de nuevo. Aunque rara vez cara a cara, como ahora. ¡Pobre hombre! No se recuperará nunca. Quiere a mi hija desde que tenía catorce años, y nunca ha cambiado ni flaqueado. Yo lo he matado… o por lo menos he matado lo que su madre ha dejado de él con vida. Qué espantoso ser un pelele entre dos salvajes como Serviia y yo. Silano también sufrió, pero no de un modo tan terrible como Bruto. Sí, lo hemos matado. De ahora en adelante es uno de los lemures.

– ¿Por qué? -le preguntó en tono áspero Servilia, que empezaba a jadear.

– Me temo que necesito a Julia para formar otra alianza.

– ¿Una alianza mejor que con un Cepión Bruto? ¡Eso es imposible!

– No en términos de que sea un buen partido, eso es cierto. Tampoco en cuanto a simpatía, ternura, honor e integridad. Ha sido un privilegio tener a tu hijo en mi familia durante tantos años. Pero el hecho es que necesito a Julia para formar otra alianza.

– ¿Quieres decir que tú sacrificarías a mi hijo para adornar con plumas tu propio nido político, César? -preguntó ella enseñando los dientes.

– Sí. Exactamente igual que tú sacrificarías a mi hija si ello sirviera a tus fines, Servilia. Tenemos hijos para que hereden la fama y el realce que nosotros traigamos a la familia, y el precio que han de pagar es estar ahí para servir a nuestras necesidades y a las necesidades de nuestras familias. Nuestros hijos nunca conocen las necesidades, nunca tienen dificultades, nunca les falta cultura y matemáticas. Pero es un padre tonto el que no educa a sus hijos de manera que comprendan el precio que han de pagar por su elevada cuna, su bienestar, su riqueza y su educación. El proletariado puede amar y malcriar a sus hijos con entera libertad. Pero nuestros hijos son los sirvientes de la familia, y a su vez ellos esperarán de sus hijos lo que nosotros esperamos de ellos. La familia es perpetua. Nosotros y nuestros hijos no somos más que una pequeña parte de ella. Los romanos crean a sus propios dioses, Servilia. Y todos los dioses verdaderamente romanos son dioses de la familia. El hogar, alacenas, los miembros de la casa, los antepasados, los padres y los hijos. Mi hija comprende su función como parte de la familia de un Julio. Exactamente como lo comprendí yo.

– ¡Me niego a creer que haya alguien en Roma capaz de ofrecerte más, políticamente, de lo que te ofrece Bruto!

– Eso quizás sea cierto dentro de diez años. Y, desde luego, lo será dentro de veinte. Pero ahora, en este preciso momento, necesito influencia política adicional. Si el padre de Bruto estuviera vivo, las cosas serían diferentes. Pero el cabeza de tu familia tiene veinticuatro años, y eso se puede decir tanto en lo que se refiere a Servilio Cepión como a Junio Bruto. Necesito la ayuda de un hombre de mi misma edad.

Bruto no se había movido, ni había cerrado los ojos, ni había llorado. Incluso oyó todas las palabras que cruzaron César y su madre, aunque en realidad no las asimiló. Estaban allí y significaban cosas que él comprendía. Y las recordaría. Pero, ¿por qué no estaba más enfadada su madre?

De hecho Servilia estaba furiosa, pero el tiempo le había enseñado que César podía vencerla en todos los enfrentamientos si ella se lanzaba directamente contra él. Al fin y al cabo, nada de lo que él pudiera decir podía hacerla enfadar más de lo que ya lo estaba. Contrólate, estate preparada para encontrarle un punto débil, estate preparada para meterte dentro y golpear.

– ¿Qué hombre? -preguntó con la barbilla erguida y los ojos vigilantes.

César, a ti te pasa algo malo. Realmente estás disfrutando con esto. O estarías disfrutando si no fuera por ese joven destrozado de ahí. En el tiempo que tardarás en pronunciar el nombre de Pompeyo verás una escena mejor que la del día en que le dijiste que no te casarías con ella. El amor destruido no puede matar a Servilia. Pero el insulto que voy a infligirle podría…

– Cneo Pompeyo Magnus -dijo.

– ¿Quién?

– Ya me has oído.

– ¡No serás capaz!

– Movió la cabeza en ambos sentidos-. ¡No lo harás!

– Se le salían los ojos-. ¡No lo harás!

– Las piernas se le doblaron, se acercó vacilante a una silla lo más lejos de Bruto que pudo-. ¡No lo harás!

– ¿Por qué no? -le preguntó César tranquilamente-. Dime un aliado político mejor que Magnus y romperé el compromiso entre Julia y él con la misma rapidez que he roto éste.

– ¡El es un… un… advenedizo! ¡Un ignorante! ¡No es nadie!

– En lo primero, estoy de acuerdo contigo. Pero en lo segundo y lo tercero que has dicho no puedo estarlo. Magnus no es ni mucho menos un don nadie. El es el Primer Hombre de Roma. Y tampoco es un ignorante. Te guste o no, Servilia, el muchacho carnicero de Picenum ha excavado un camino más amplio a través del bosque de Roma de lo que logró Sila. Sus riquezas son astronómicas, y su poder aún mayor. Deberíamos agradecer la suerte que tenemos de que nunca llegará tan lejos como llegó Sila porque no se atreve. Lo único que quiere es ser aceptado como uno más de nosotros.

– ¡El nunca será uno de nosotros! -dijo Servilia apretando los puños.

– Casarse con una Julia es dar un buen paso en la dirección adecuada.

– ¡Habría que azotarte, César! Se llevan treinta años… ¡él ya es un viejo, y ella apenas una mujer todavía!

– ¡Oh, cierra la boca! -le ordenó César con hastío-. Puedo aguantarte en la mayoría de tus estados de ánimo, domina, pero no tu justa indignación. Toma.

Le arrojó en el regazo un objeto pequeño y luego se acercó a Bruto.

– Lo siento de verdad, muchacho -dijo tocándole suavemente el hombro, aún encorvado. Bruto no intentó evitar el contacto; levantó los ojos hacia el rostro de César, pero de ellos había desaparecido cualquier rastro de luz.

¿Debería decir César lo que había tenido plena intención de decir, que Julia estaba enamorada de Pompeyo? No. Eso sería demasiado cruel. No había en él lo bastante del carácter de Servilia para pensar que valiera la pena hacer tanto daño. Luego pensó decir que Bruto ya encontraría a otra. Pero no.

Se produjo un remolino escarlata y púrpura; la puerta se cerró detrás del pontífice máximo.

El objeto que había en el regazo de Servilia era un gran guijarro de color fresa. Cuando iba a tirarlo por la ventana abierta, vio cómo se reflejaba en él la luz, de un modo fascinante, y se detuvo. No, no era un guijarro. Aquella forma de corazón regordete no era diferente de una fresa, igual que su color, pero era luminoso, brillante y tan sutilmente lustroso como una perla. ¿Una perla? ¡Sí, una perla! El objeto que César le había echado a Servilia en el regazo era una perla tan grande como la mayor de las fresas de cualquier campo de Campania, una maravilla del mundo.

A Servilia le encantaban las joyas, y las que más le gustaban eran las perlas del océano. La rabia se le fue disipando, como si aquella perla de rico color rojo y rosado la absorbiese y se alimentase de ella. ¡Qué tacto tan sensacional tenía! Suave, fresco y voluptuoso.

Un sonido vino a interrumpirla. Bruto había caído al suelo inconsciente.

Después de que a Bruto, semiinconsciente y delirante, lo metieran en la cama y le administraran una activa dosis de poción de hierbas soporíferas, Servilia se puso una capa y se fue a visitar a Fabricio, el mercader de perlas del Porticus Margaritaria. El cual recordaba bien aquella perla, sabía exactamente de dónde había salido y, en secreto, se maravilló de que un hombre pudiera regalarle aquella belleza a una mujer que no era llamativa, ni encantadora, ni siquiera joven. La valoró en seis millones de sestercios, y accedió a montarla en un engarce de alambre de oro fino unida a una cadena gruesa de oro. Ni Fabricio ni Servilia querían perforar el hoyuelo que tenía en la parte superior; una maravilla del mundo como aquélla debía permanecer intacta.

Desde el Porticus Margaritaria sólo había un par de pasos hasta la domus publica, donde Servilia pidió ver a Aurelia.

– ¡Naturalmente, tú estás de parte de él! -le dijo con agresividad a la madre de César.

Las negras cejas finamente trazadas de Aurelia se alzaron, lo cual hizo que se pareciera mucho a su hijo.

– Naturalmente -repuso con calma.

– Pero, ¿Pompeyo Magnus? ¡César es un traidor para su propia clase!

– ¡Venga ya, Servilia, tú conoces a César mejor que eso! César reducirá sus pérdidas, no se cortará la nariz para hacerse daño en la cara. Él hace lo que quiere hacer porque lo que quiere hacer es lo que debe hacer. Si la costumbre y la tradición sufren, pues es una lástima. El necesita a Pompeyo, tú eres bastante aguda, políticamente hablando, como para comprender eso y para ver lo peligroso que sería depender de Pompeyo si no lo tuviera bien sujeto por un anda tan firme que ninguna tormenta pueda soltarlo.

– Aurelia esbozó una mueca parecida a una sonrisa-. Cuando ha regresado a casa después de decírselo a Bruto, César me ha dicho que le ha costado mucho romper el compromiso. La aflicción de tu hijo lo ha conmovido profundamente.

A Servilia no se le había ocurrido pensar en la aflicción de Bruto porque ella lo consideraba como una posesión suya que había sido mortalmente insultada, no como una persona. Amaba a Bruto tanto como amaba a César, pero a su hijo lo veía como formando parte de ella, daba por hecho que Bruto sentía lo mismo que sentía ella, aunque no podía comprender por qué la conducta de su hijo era tan diferente de la suya. ¡Mira que caerse de bruces desmayado!

– ¡Pobre Julia! -dijo Servilia, que ahora estaba pensando en su perla.

Aquello provocó una carcajada en la abuela de Julia.

– ¡Nada de pobre Julia! Está absolutamente extasiada.

A Servilia se le retiró la sangre de la cara; la perla se desvaneció.

– ¿No querrás decir…?

– ¿Cómo, no te lo ha dicho César? ¡Debió de darle pena por Bruto! Es un matrimonio por amor, Servilia.

– ¡No puede ser!

– Te aseguro que lo es. Julia y Pompeyo están enamorados.

– ¡Pero ella ama a Bruto!

– No. Ella nunca ha amado a Bruto; ésa es la tragedia para él. Julia iba a casarse con él porque se lo decía su padre. Porque todos lo deseábamos y ella es una hija buena y obediente.

– Lo que busca en Pompeyo es a su propio padre -dijo llanamente Servilia.

– Quizás sea así.

– Pero Pompeyo no se parece a César en nada. Julia se arrepentirá de ello.

– Yo creo que será muy feliz. Comprende que Pompeyo es muy diferente de César, pero también existen ciertos parecidos entre ambos. Los dos son soldados, los dos son valientes, los dos son heroicos. Julia nunca ha sido especialmente consciente de su condición social, no venera el patriciado. Lo que tú encontrarías completamente repugnante en Pompeyo no consternaría a Julia lo más mínimo. Supongo que ella lo refinaría un poco, pero en realidad está muy satisfecha con él tal como es.

– Eso me decepciona en ella -murmuró Servilia.

– Entonces alégrate por Bruto, alégrate de que ahora esté libre.

– Aurelia se levantó porque el mismo Eutico trajo el vino dulce con pastas-El líquido siempre encuentra su propio nivel, ¿no te parece? -preguntó mientras servía vino y agua en preciosos vasos-. Si a Julia le gusta Pompeyo, ¡y así es!, entonces Bruto no le habría gustado. Y eso no es ninguna deshonra para Bruto. Mira el asunto positivamente, Servilia, y convence a Bruto para que haga lo mismo. El encontrará a otra.

El matrimonio entre Pompeyo el Grande y la hija de César se celebró al día siguiente en el atrio del templo de la domus publica. Como era una época de mala suerte para las bodas, César ofreció por su hija todo lo que se le ocurrió que podría ayudarla, mientras que Aurelia había ido a ver a todas las deidades femeninas y les había hecho ofrendas también. Aunque hacía mucho tiempo que había pasado de moda casarse confarreatio, incluso entre los patricios, cuando César le sugirió a Pompeyo que aquella unión fuera confarreatio, a Pompeyo le faltó tiempo para decir que sí.

– No insisto, Magnus, pero me gustaría.

– ¡Oh, a mí también! Esta es la última vez para mí, César.

– Eso espero. El divorcio de un matrimonio confarreatio es prácticamente imposible.

– No habrá ningún divorcio -dijo Pompeyo confiado.

Julia llevó la ropa nupcial que su abuela había tejido personalmente para su propia boda cuarenta y seis años antes, y la encontró más fina y más suave que nada de lo que se pudiera comprar en la calle de los Tejedores. El pelo de Julia -espeso, fino, liso y tan largo que podía sentarse sobre él- se dividió en seis trenzas y lo prendieron en alto debajo de una tiara idéntica a las que llevaban las vírgenes vestales, de siete salchichas de lana enrolladas. El vestido era color azafrán, los zapatos y el fino velo de un color llama vivo.

Los dos, novia y novio, tenían que llevar diez testigos, lo cual era una dificultad cuando se suponía que la ceremonia tenía que ser secreta. Pompeyo resolvió el dilema reclutando a diez clientes picentinos que estaban de visita en la ciudad, y César pudo contar con Cardixa, Burgundo, Eutico -hacía muchos años que todos ellos eran ciudadanos romanos- y las seis vírgenes vestales. Como el rito era confarreatio tuvo que hacerse un asiento especial juntando dos sillas y cubriéndolas con una piel de oveja; tanto el flamen Dialis como el pontífice máximo tenían que estar presentes, lo cual no fue problema, porque César era pontífice máximo y había sido flamen Dialis -no podía haber ningún otro hasta después de la muerte de César-. Y Aurelia, que era el décimo testigo por parte de César, actuó de pronuba, la dama de honor.

Cuando llegó Pompeyo vestido con la toga triunfal de color púrpura bordada en oro y la túnica triunfal con bordados de palmeras debajo de la toga, el reducido grupo suspiró sentimentalmente y lo acompañaron hasta el asiento de piel de oveja, donde ya estaba sentada Julia, cuyo rostro estaba oculto por el velo.

Acomodado al lado de ella, Pompeyo aguantó con resignación los pliegues de un enorme velo de color llama que ahora César y Aurelia tendieron por encima de las cabezas de ambos; Aurelia les cogió la mano derecha a cada uno y las ató con una correa de cuero color llama, que era lo que los unía en realidad. Desde aquel momento estaban casados. Pero uno de los pasteles sagrados hechos con espelta tenía que romperse, y el novio tenía que comerse una mitad y la novia la otra, mientras los testigos declaraban solemnemente que todo estaba en orden, que ahora eran marido y mujer.

Después de lo cual César sacrificó un cerdo en el altar y dedicó todas las partes suculentas a Júpiter Farreo, que era el aspecto de Júpiter responsable del crecimiento fructífero del trigo más viejo, y por ello, como el pastel nupcial de espelta se había hecho con eso, también era el aspecto de Júpiter responsable de los matrimonios fructíferos. Ofrecerle todo el animal complacería al dios y alejaría la mala suerte de casarse en mayo. Ningún sacerdote ni ningún padre había trabajado jamás tan duramente como César para exorcizar los malos agüeros de casarse en mayo.

El banquete fue alegre, el pequeño grupo de invitados estaba contento porque era evidente la felicidad de los novios; Pompeyo estaba radiante, no le soltaba la mano a Julia. Después fueron caminando desde la domus publica hasta la extensa y deslumbrante casa de Pompeyo, situada en las Carinae, y Pompeyo fue apresurándose a ir delante para prepararlo todo mientras tres niños acompañaban a Julia y a los invitados de la boda. Cuando llegaron, Pompeyo estaba esperando en el umbral para traspasarlo con la novia en brazos; dentro estaban las cacerolas de fuego y agua, a las cuales la condujo él y estuvo contemplando a Julia mientras ésta pasaba la mano derecha por las llamas y luego por el agua sin herirse. Ella era ahora el ama de la casa, la que mandaba en el fuego y en el agua de Pompeyo. Aurelia y Cardixa, que sólo se habían casado una vez, la llevaron a la habitación en la que estaba la cama, la desnudaron y la pusieron en el lecho.

Después de que las dos mujeres mayores se marcharon, la habitación quedó muy silenciosa; Julia se sentó en la cama y entrelazó las manos alrededor de las rodillas; una cortina de cabello le caía a cada lado de la cara. ¡Aquello no era un cubículo de dormir! Era más grande que el comedor de la domus publica. Apenas había alguna superficie que no tuviera un toque de dorado, la combinación principal de colores era el rojo y el negro, los cuadros de las paredes consistían en una serie de paneles que representaban a diversos héroes y dioses en actitud sexual. Estaba Hércules -que necesitaba ser fuerte para transportar el peso de su pene erecto- con la reina Omphale; Teseo con la reina Hipólita de las Amazonas -aunque ésta tenía dos pechos-; Peleo con Tetis, la diosa del mar -él le estaba haciendo el amor a una parte inferior femenina cuya mitad superior era una sepia-; Zeus atacando a una vaca de aspecto afligido -Io-; Venus y Marte colisionando como barcos de guerra; Apolo a punto de penetrar a un árbol que tenía un nudo parecido a las partes femeninas -¿Dafne?

Aurelia era demasiado estricta como para haber permitido semejante actividad pictórica en su casa, pero a Julia, una joven de Roma, ni le resultaban poco familiares ni la consternaba aquella erótica decoración. En algunas de las casas que solía visitar el erotismo no se limitaba en modo alguno a los dormitorios. De niña la hacían reír, un poco avergonzada, luego le había resultado imposible relacionar aquello en modo alguno con Bruto y ella; como era virgen, aquel arte la intrigaba y le interesaba sin que tuviera una auténtica realidad.

Pompeyo entró en la habitación con la túnica palmata y los pies descalzos.

– ¿Cómo estás? -le preguntó con ansiedad mientras se acercaba a la cama con tanta cautela como un perro a un gato.

– Muy bien -repuso Julia con solemnidad.

– Hum,… ¿está todo bien?

– Oh, sí. Estaba admirando las pinturas.

Pompeyo se sonrojó e hizo un gesto con la mano.

– Es que no tuve tiempo de hacer nada al respecto. Perdona -dijo en un murmullo.

– Sinceramente, no me importa.

– A Mucia le gustaban.

Pompeyo se sentó en su lado de la cama.

– ¿Tienes que volver a decorar tu dormitorio cada vez que cambias de esposa? -le preguntó ella sonriendo.

Aquello pareció tranquilizar a Pompeyo, porque le devolvió la sonrisa.

– Resulta prudente. A las mujeres les gusta poner un toque personal en las cosas.

– Eso haré yo.

– Le tendió la mano-. No estés nervioso, Cneo… ¿quieres que te llame Cneo?

Pompeyo le cogió la mano con firmeza.

– Me gusta más Magnus.

Julia movió los dedos dentro de la mano de él.

– A mí también me gusta.

– Se volvió un poco hacia él-. ¿Por qué estás nervioso?

– Porque todas las demás sólo eran mujeres -dijo él al tiempo que se pasaba la otra mano por el pelo-. Tú eres una diosa.

A lo cual ella no respondió; estaba llena por primera vez de conciencia de poder; acababa de casarse con un romano muy grande y famoso, y él le tenía miedo. Aquello era muy tranquilizador. Y muy bonito. La excitación empezó a surgir en ella de un modo delicioso, así que se tumbó sobre las almohadas y no hizo nada más que mirar a Pompeyo.

Lo cual significa que él tenía que hacer algo. ¡Oh, esto era tan importante! La hija de César, descendiente directa de Venus. ¿Cómo habría actuado el rey Anquises cuando el Amor se manifestó en persona ante él y le dijo que él le agradaba? ¿Habría temblado también como una hoja? ¿Se habría preguntado si estaría a la altura de semejante tarea? Pero luego recordó a Diana entrando en la habitación y se olvidó de Venus. Aún temblando, se inclinó hacia ella y retiró el tapiz que cubría la cama y la sábana de lino que había debajo. Y miró a Julia, blanca como el mármol con tenues venas azules, con miembros y caderas delgados, la cintura pequeña. ¡Qué hermosa!

– Te amo, Magnus -dijo ella con aquella voz ronca que él encontraba tan atractiva-, ¡pero soy demasiado delgada! Te desilusionaré.

– ¿Desilusionarme? -Pompeyo la miraba ahora fijamente a la cara mientras se le disipaba el terror que sentía de desilusionarla a ella. ¡Qué vulnerable! ¡Qué joven era! Bueno, ya vería ella hasta qué punto lo desilusionaba.

La parte externa de un muslo era lo que le quedaba más cerca a Pompeyo; llevó los labios hacia allí, y notó que la carne de Julia saltaba y se estremecía. Sintió que Julia le tocaba el cabello, y él, con los ojos cerrados, apoyó la mejilla en la pierna de ella y se subió poco a poco a la cama. Una diosa, una diosa… Besaría hasta el último pedacito de ella con reverencia, con un deleite casi insoportable, a aquella flor inmaculada, aquella joya perfecta. Las mechas de plata caían por todas partes, y le ocultaban los pechos. Mechón a mechón, Pompeyo las fue retirando, las colocó alrededor de ella y contempló, embelesado, los suaves y pequeños pezones de un color rosa tan pálido que se le fundían con la piel.

– ¡Oh, Julia, Julia, te amo! -exclamó-. ¡Mi diosa, Diana de la luna, Diana de la noche!

Ya habría tiempo de ocuparse de la virginidad. Hoy ella no conocería otra cosa que no fuera el placer. Sí, primero el placer, todo el placer que él pudiera proporcionarle con los labios, la boca y la lengua, con las manos y con su propia piel. Que ella supiera lo que el matrimonio con Pompeyo el Grande le depararía siempre: placer, placer y placer.

– Hemos establecido un hito -le dijo Catón a Bíbulo aquella noche en el peristilo de la casa de este último, donde estaba sentado el cónsul junior contemplando el cielo-. No sólo han repartido Campania e Italia como si fueran potentados del Este, sino que además ahora sellan sus impíos lazos con hijas vírgenes.

– ¡Estrella fugaz, cuadrante izquierdo inferior! -le dijo Bíbulo al escriba que estaba sentado a cierta distancia de él esperando pacientemente para escribir los fenómenos estelares que su amo viera, con la luz de su diminuta lámpara enfocada sobre la tablilla de cera. Luego Bíbulo se levantó, dijo las plegarias que daban por concluida una sesión de contemplación del cielo y condujo a Catón al interior.

– ¿Por qué te sorprende que César venda a su hija? -quiso saber Bíbulo, que no se había molestado en preguntarle a uno de los más empedernidos bebedores de Roma si quería agua en el vino-. Yo me había preguntado cómo lograría atar a Pompeyo a él. ¡Estaba seguro de que lo haría! Pero ésta es la mejor manera y la más inteligente. Se dice que ella es absolutamente exquisita.

– ¿Tú tampoco la has visto?

– Nadie la ha visto, aunque sin duda eso cambiará. Pompeyo la exhibirá como un trofeo. ¿Qué edad tiene, dieciséis?

– Diecisiete.

– A Servilia no puede haberle hecho ninguna gracia.

– Oh, César también supo cómo arreglarlo con ella de un modo muy inteligente -dijo Catón mientras se levantaba para volver a llenar la copa- Le regaló una perla que vale seis millones de sestercios… y le pagó a Bruto los cien talentos de la dote de la muchacha.

– ¿Dónde te has enterado de todo eso?

– Me lo ha dicho Bruto cuando ha ido a verme hoy. Por lo menos ésa es una buena cosa que César ha hecho por los boni. De ahora en adelante Bruto estará firmemente en nuestro bando. Incluso va anunciando que en el futuro no será conocido como Cepión Bruto, sino como Bruto.

– Bruto no nos será ni mucho menos de la misma utilidad que lo que una alianza matrimonial le proporcionará a César -dijo Bíbulo con aire lúgubre.

– De momento, no. Pero tengo esperanzas en cuanto a Bruto ahora que se ha liberado de su madre. La lástima es que no quiere oír una palabra en contra de la chica. Le he ofrecido a mi Porcia una vez que ella tenga edad para casarse, pero la ha rechazado. Dice que no va a casarse nunca.

– Se bebió el resto del vino; luego Catón se dio la vuelta con las manos apretadas alrededor de la copa-. ¡Marco, me dan ganas de vomitar! ¡Ésta es la maniobra política más aborrecible y hecha con más sangre fría que he oído nunca! Desde que Bruto vino a verme he intentado mantener la mente clara, he intentado hablar de un modo racional… ¡pero ya no puedo más! ¡Nada que yo haya hecho nunca iguala esto! ¡Y a César le será útil, eso es lo peor!

– ¡Siéntate, Catón, por favor! Ya te he dicho antes que le será útil a César. ¡Cálmate! No lo derrotaremos despotricando ni demostrando el asco que nos produce este matrimonio. Continúa como empezaste, racionalmente.

Catón se sentó, pero no antes de servirse un poco más de vino. Bíbulo puso mala cara. ¿Por qué bebería tanto Catón? Y no es que eso pareciera debilitarle; quizás fuera su manera de conservar las fuerzas.

– ¿Te acuerdas de Lucio Vetio? -preguntó Bíbulo.

– ¿El caballero al que César hizo golpear con las varas y luego regaló sus muebles a la escoria?

– El mismo. Ayer vino a verme.

– ¿Y? -Odia a César -dijo Bíbulo con actitud meditabunda.

– No me sorprende. El incidente hizo de él un hazmerreír.

– Me ofreció sus servicios.

– Eso tampoco me sorprende. Pero, ¿de qué puede servirte?

– Para meter una cuña entre César y su nuevo yerno.

Catón lo miró fijamente.

– Imposible.

– Estoy de acuerdo en que el matrimonio dificulta la cosa, pero no es imposible. Pompeyo es muy receloso de todo el mundo, incluido César. A pesar de Julia -dijo Bíhulo-. Al fin y al cabo, la chica es demasiado joven para ser un peligro de por sí. Agotará al Gran Hombre, entre sus exigencias físicas y las inevitables rabietas que cogen las hembras inmaduras. En particular si logramos animar a Pompeyo a que desconfíe de su suegro.

– La única manera de conseguirlo es haciendo creer a Pompeyo que César tiene intención de asesinarlo -dijo Catón volviendo a llenar la copa.

Esta vez fue Bíbulo quien se quedó mirándolo fijamente.

– ¡Eso no lo haríamos nunca! Yo me refería a crear entre ellos cierta rivalidad política.

– Podríamos, claro que sí -dijo Catón asintiendo con la cabeza-. Los hijos de Pompeyo no son lo bastante mayores para sucederle en la posición que ocupa, pero César sí. Ahora que la hija de César está casada con él, muchos de los clientes de Pompeyo y de sus partidarios pasarían a César si él muriese.

– Sí, así sería probablemente. Pero, ¿cómo te propones meterle esa idea en la cabeza a Pompeyo?

– A través de Vetio -dijo Catón sorbiendo el vino más lentamente, que ya estaba empezando a hacerle efecto, puesto que era capaz de pensar con lucidez-. Y de ti.

– No sé adónde quieres ir a parar -dijo el cónsul junior.

– Antes de que Pompeyo y su nueva esposa se marchen de la ciudad, te sugiero que lo mandes llamar y le adviertas de que hay una conspiración en marcha para matarlo.

– Puedo hacer eso, sí. Pero, ¿por qué? ¿Para asustarlo?

– No, para alejar de ti las sospechas cuando salga a la luz el complot -dijo Catón sonriendo de un modo salvaje-. Un aviso no asustará a Pompeyo, pero lo predispondrá a creer que hay una conspiración.

– Ilumíname, Catón. Me gusta cómo suena esto -dijo Bíbulo.

Un Pompeyo idílicamente feliz se proponía llevar a Julia a Ancio a pasar lo que quedaba de mayo y parte de junio.

– Está muy ocupada con los decoradores en este momento -le transformarán mi casa de las Carinae.

– Soltó un explosivo suspiro-. ¡Qué buen gusto tiene, César! Todo luminoso y bien ventilado, dice, nada de vulgar púrpura de Tiro y mucho menos adornos dorados. Pájaros, flores y mariposas. ¡No puedo creer que no se me ocurriera a mí! Aunque insisto en que la decoración de nuestro dormitorio sea un bosque iluminado por la luna.

¿Cómo mantener la cara seria? César lo logró, pero con considerable esfuerzo.

– ¿Cuándo os marcháis? -preguntó.

– Mañana.

– Entonces necesitamos celebrar un consejo de guerra hoy.

– Para eso estoy aquí.

– Con Marco Craso.

Pompeyo puso mala cara.

– Oh, ¿tiene que ser con él?

– Sí. Vuelve después de cenar.

Para entonces César había logrado convencer a Craso de que abandonase una serie de importantes reuniones y las dejase en manos de sus inferiores.

Se sentaron al aire libre en el peristilo principal, porque era un día cálido y aquel lugar impedía que nadie pudiera oír lo que decían.

– El segundo proyecto de ley de tierras se aprobará, a pesar de la táctica de Catón y de que Bíbulo se dedique a contemplar el cielo -anunció César.

– Siendo tú el patrono de Capua, según observo -dijo Pornpeyo, con la dicha nupcial evaporada ahora que había que hablar de asuntos duros.

– Sólo en el hecho de que el proyecto de ley es una lex Iulia, y en que, como autor, les otorgo a los habitantes de Capua la condición plena de ciudadanos romanos. Sin embargo, Magnus, eres tú quien estará allí entregándoles las escrituras a los afortunados receptores, y serás tú quien desfile por la ciudad. Capua se considerará parte de tu clientela, no de la mía.

– Y yo estaré en la parte oriental del Ager Campanus, que me considerará como su patrono -dijo Craso con satisfacción.

– De lo que tenemos que hablar hoy no es del segundo proyecto de la ley de tierras -dijo César-. Hemos de dedicarle algo de tiempo al tema de mi provincia para el año que viene, pues no tengo intención de convertirme en un proconsular agrimensor. Además conviene que tengamos nuestros propios magistrados seniors el año que viene. Si no los tenemos, gran parte de lo que hemos promulgado como leyes este año será invalidado el año que viene.

– Aulo Gabinio -dijo Pompeyo al instante.

– De acuerdo. Los votantes lo quieren porque durante su año como tribuno de la plebe impuso medidas importantes, por no hablar de que te permitió a ti limpiar el Mare Nostrum. Si nosotros tres trabajamos a tal fin, deberíamos ser capaces de que fuera elegido cónsul senior. Pero, ¿y el junior?

– ¿Qué te parece tu primo, Lucio Pisón, César? -dijo Craso.

– Tendríamos que comprarlo -comentó Pompeyo-. Es un negociante.

– Pues les ofrecemos buenas provincias a los dos -dijo César-. Siria y Macedonia.

– Pero para más de un año -aconsejó Pompeyo-. Gabinio sería feliz con eso, yo lo sé.

– Yo no estoy muy seguro acerca de Lucio Pisón -dijo Craso frunciendo el entrecejo.

– Por qué salen tan caros los epicúreos? -preguntó Pompeyo en tono exigente.

– Porque cenan en platos y vasos de oro -dijo Craso.

César sonrió.

– ¿Qué os parece un matrimonio? Mi primo Lucio tiene una hija de casi dieciocho años, pero no está muy solicitada que digamos. No tiene dote.

– Una chica guapa, por lo que yo recuerdo -dijo Pompeyo-. Ni señal de las cejas ni de los dientes de Pisón. Lo que no comprendo es lo de la falta de dote.

– En este momento Pisón lo está pasando mal -explicó Craso-. No hay guerras dignas de mención, y tiene todo su dinero invertido en armamento. Tuvo que utilizar la dote de Calpurnia para mantenerse a flote. Sin embargo, César, me niego a entregar a ninguno de mis dos hijos.

– ¡Y si Bruto va a casarse con mi hija, no puedo permitirme entregar a ninguno de mis dos hijos yo tampoco! -dijo a gritos Pompeyo.

César contuvo la respiración, y casi se ahoga al hacerlo. ¡Oh, dioses, había estado tan trastornado que no se había acordado de hablarle a Bruto de aquella alianza!

– ¿Que Bruto va a casarse con tu hija? -preguntó Craso sin acabar de creerse lo que oía.

– Probablemente no -intervino César con calma-. Bruto no se encontraba en condiciones de que yo le hiciera preguntas ni ofertas, así que no cuentes con ello, Magnus.

– Muy bien, no contaré con ello. Pero, ¿quién puede casarse con Calpurnia?

– ¿Por qué no yo? -preguntó César levantando las cejas.

Los otros dos hombres se lo quedaron mirando, y unas sonrisas de deleite les florecieron en los labios.

– Eso sería una respuesta perfecta -dijo Craso.

– Pues muy bien, entonces… Lucio Pisón es nuestro otro cónsul.

– César dio un suspiro-. Pero, ay, no nos irá tan bien en cuanto a los pretores.

– Si tenemos a los dos cónsules, no nos harán falta los pretores -dijo Pompeyo-. Lo mejor de Lucio Pisón y Gabinio es que son hombres fuertes. Los boni no los intimidarán… ni podrán tirarse faroles con ellos.

– Queda el asunto de conseguirme a mí la provincia que quiero. La Galia Cisalpina e Iliria -dijo César pensativamente.

– Harás que Vatinio lo legisle en la Asamblea Plebeya -dijo Pompeyo-. Los boni ni soñaban con que tendrían que oponerse a nosotros tres cuando te asignaron las rutas de ganado trashumante de Italia, ¿no es cierto? -Sonrió-. Tienes razón, César. Con nosotros tres unidos, podemos conseguir lo que queramos en las Asambleas!

– No olvides que Bíbulo está contemplando el cielo -dijo Craso con un gruñido-. Cualquier ley que consigas aprobar seguramente será desafiada, aunque sea dentro de años. Además, Magnus, a tu hombre, Afranio, le ha sido prorrogada la estancia en la Galia Cisalpina. A tus clientes no les parecerá bien que des tu visto bueno para quitársela y dársela a César.

Con el rostro de un rojo apagado, Pompeyo miró enojado a Craso.

– ¡Muy bien expresado, Craso! -dijo con brusquedad-. Afranio hará lo que yo diga, se apartará a un lado para dejarle paso a César voluntariamente. ¡Me costó varios millones comprar para él el cargo de cónsul junior, y él sabe que no se ha ganado el dinero que me costó! ¡No te preocupes por lo de Afranio, que podría darte un ataque de apoplejía!

– Eso quisieras tú -dijo Craso al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.

– Voy a pedirte más que eso, Magnus -intervino César-. Quiero la Galia Cisalpina desde el momento en que Vatinio consiga que su ley sea ratificada, no desde el día de año nuevo. Hay cosas que tengo que hacer allí, cuanto antes mejor.

El león no experimentó escalofríos en el pellejo, pues lo tenía demasiado caliente a causa de las atenciones que le prodigaba la hija de César; Pompeyo se limitó a asentir con la cabeza y a sonreír, y ni siquiera se le ocurrió preguntar cuáles eran las cosas que quería hacer César.

– Ansioso por empezar, ¿verdad? No veo por qué no, César.

– Empezó a removerse en el asiento-. ¿Es todo? ¡Verdaderamente debo irme a casa con Julia, no quiero que piense que tengo una amiguita!

Y allá se fue, riéndose de su propio chiste.

– No hay nada más tonto que un viejo tonto -dijo Craso.

– ¡Sé bueno, Marco! Está enamorado.

– De sí mismo.

– Craso se quitó de la cabeza a Pompeyo y fijó su atención en César-. ¿Qué te propones, Cayo? ¿Por qué necesitas la Galia Cisalpina de inmediato?

– Necesito reclutar más legiones, entre otras cosas.

– Sabe Magnus que estás decidido a suplantarlo como el mayor conquistador de Roma?

– No, he logrado ocultárselo muy bien.

– Bien, verdaderamente tienes suerte, lo admito. La hija de otro hombre habría tenido el aspecto de Terencia y habría hablado como Terencia, pero la tuya es tan encantadora por dentro como por fuera. Lo tendrá embelesado durante años. Y un día Pompeyo se despertará y se encontrará con que tú lo has eclipsado.

– Así será -dijo César sin la menor vacilación en la voz.

– Con Julia o sin ella, entonces se convertirá en tu enemigo.

– Ya me ocuparé de eso cuando ocurra, Marco.

Craso emitió un bufido.

– ¡Eso dices! Pero te conozco, Cayo. Es cierto, tú no intentas saltar los obstáculos antes de que aparezcan. No obstante, no hay ninguna contingencia en la que tú no hayas pensado con años de anticipación antes de que ocurra. Eres astuto, habilidoso, creativo y valeroso.

– ¡Muy bien expresado! -dijo César, cuyos ojos se habían puesto chispeantes.

– Comprendo lo que planeas para cuando seas procónsul -le dijo Craso-. Quieres conquistar todas las tribus y tierras del norte y del este de Italia recorriendo el curso del Danubio hasta el mar Euxino. ¡Sin embargo, el Senado controla las finanzas públicas! Vatinio puede hacer que la Asamblea Plebeya te conceda la Galia Cisalpina juntamente con Iliria, pero aun así tienes que recurrir al Senado en busca de fondos. Aunque los boni no chillasen ultrajados, el Senado tradicionalmente se niega a pagar guerras agresivas. Ahí es donde Magnus estuvo impecable. Todas sus guerras las ha librado contra enemigos oficiales de Roma: Carbón, Bruto, Sertorio, los piratas, los dos reyes. Mientras que tú te propones atacar primero, ser el agresor. El Senado no dará su visto bueno, y muchos de tus propios partidarios tampoco. Las guerras cuestan dinero. El Senado posee el dinero. Y tú no lo conseguirás.

– No me estás diciendo nada que yo no sepa ya, Marco. No tengo pensado acudir al Senado en busca de dinero. Lo encontraré por mi cuenta.

– De tus campañas. ¡Eso es muy arriesgado!

La respuesta de César fue extraña.

– ¿Sigues determinado a anexionar Egipto? -preguntó-. Tengo curiosidad.

Craso parpadeó ante aquel cambio de tema.

– Me encantaría, pero no puedo. Todos los boni morirían, antes de permitírmelo.

– ¡Bien! Entonces seguro que conseguiré esos fondos -dijo César sonriendo.

– Estoy completamente sorprendido.

– Todo se revelará a su debido tiempo.

Cuando César fue a ver a Bruto a la mañana siguiente sólo encontró a Servilia, quien le puso mala cara, advirtió él en seguida, más porque le parecía que debía ponérsela que porque le hubiera herido los sentimientos para siempre. Servilia llevaba alrededor del cuello una gruesa cadena de oro, y colgando de la misma, en una jaula de oro, estaba la enorme perla con forma de fresa. El vestido que llevaba puesto era un poco más claro, pero del mismo color.

– ¿Dónde está Bruto? -le preguntó César después de besarla.

– Ha ido a casa de su tío Catón -respondió Servilia-. Me has jugado una mala pasada, César.

– Según Julia, la atracción entre Catón y Bruto ha existido siempre -le explicó César mientras se sentaba-. Tu perla tiene un aspecto magnífico.

– Soy la envidia de toda mujer de Roma. ¿Cómo está Julia?

– le preguntó con dulzura.

– Bueno, yo no la he visto, pero si hay que creer lo que dice Pompeyo, está muy satisfecha consigo misma. Puedes considerar que tu hijo y tú habéis sido muy afortunados quedando fuera de ello, Servilia. Mi hija ha encontrado la horma conveniente, lo cual significa que su matrimonio con Bruto no habría durado mucho.

– Eso es lo que me dijo Aurelia. Oh, me dan ganas de matarte, César, pero Julia siempre fue idea de Bruto, no mía. Cuando tú y yo nos hicimos amantes, yo veía ese compromiso como un medio para retenerte, pero también se me hacía muy incómodo después de que la noticia salió a la luz. El incesto técnico no es algo que yo ambicione.

– Hizo una mueca-. Es algo que rebaja.

– Las cosas suelen suceder para bien.

– Las perogrulladas no te favorecen, César.

– No le favorecen a nadie.

– ¿Qué te trae por aquí tan pronto? Un hombre prudente se habría mantenido alejado durante algún tiempo.

– Se me olvidó transmitir un mensaje de parte de Pompeyo -dijo César con los ojos chispeantes de malicia.

– ¿Qué mensaje?

– Que si Bruto quería, Pompeyo estaría contento de entregarle a su hija a cambio de la mía. Lo dijo con toda sinceridad.

Servilia se encabritó como un áspid egipcio.

– ¡Sinceridad! -siseó ella-. ¿Sinceridad? ¡Puedes decirle que antes de aceptar a su hija Bruto se abriría las venas! ¿Crees que iba a consentir que mi hijo se casase con la hija del hombre que ejecutó a su padre? -Le transmitiré tu respuesta, pero con algo más de tacto, pues es mi yerno.

Extendió el brazo hacia Servilia, con una expresión en la mirada que le decía a ella que César estaba de humor para coqueteos.

Servilia se puso en pie.

– Hay mucha humedad para esta época del año -dijo.

– Sí. Algo menos de ropa serviría para aliviarlo.

– Por lo menos con Bruto ausente tenemos la casa para nosotros solos -dijo mientras yacía con él en la cama que no había compartido con Silano.

– Tienes la más bonita de las flores -comenzó a decir César lentamente.

– ¿Ah, sí? Nunca me la he visto -dijo ella-. Además, una necesitaría un modelo para establecer comparación. Pero me siento halagada. Tú debes haber olido la mayoría de las flores de Roma en tus tiempos.

– He reunido muchos ramilletes -confesó César con solemnidad, muy atareado con los dedos-. Pero la tuya es la mejor, por no decir la más olorosa. Es tan oscura que podría decirse que parece de color púrpura de Tiro, y tiene la misma capacidad para cambiar de color según la luz. Y el vello de tu espalda es muy suave. No me gustas como persona, pero adoro esa flor tuya.

Ella separó más las piernas y le empujó la cabeza hacia abajo.

– ¡Pues venérala, César, venérala! -exclamó-. ¡Ecastor, eres maravilloso!

Ptolomeo XI Theos Filopator Filadelfo, conocido por el apodo de Auletes el Flautista, había ascendido al trono de Egipto durante la dictadura de Sila, no mucho después de que los airados ciudadanos de Alejandría destrozaron literalmente al anterior rey de diecinueve días arrancándole los miembros uno a uno; aquélla fue la venganza de los ciudadanos por el asesinato que él cometiera en la persona de su esposa, la amada reina, que había sido su esposa durante diecinueve días.

Con la muerte de este rey, Ptolomeo Alejandro II, había acabado la estirpe legítima de los Ptolomeos. Complicado por el hecho de que Sila había tenido como rehén a Ptolomeo Alejandro II durante algunos años, se lo había llevado a Roma y le había obligado a hacer testamento, en el que le dejaba Egipto a Roma en el caso de que muriera sin descendencia. Un testamento irónico, pues Sila sabía bien que Ptolomeo Alejandro II era tan afeminado que nunca engendraría hijos. Roma heredaría Egipto, el país más rico del mundo.

Pero la tiranía de la distancia había derrotado a Sila. Cuando Ptolomeo Alejandro II pasó a mejor vida en el ágora de Alejandría, la camarilla de palacio sabía cuánto tiempo tardaría la noticia de su muerte en llegar a Roma y a Sila. La camarilla de palacio también sabía que había dos posibles herederos al trono que vivían mucho más cerca de Alejandría que Roma. Se trataba de los dos hijos ilegítimos del antiguo rey, Ptolomeo Latiro. Habían sido educados primero en Siria, y luego los enviaron a la isla de Cos, donde habían caído en manos del rey Mitrídates, del Ponto. Este se los llevó misteriosamente al Ponto y con el tiempo los casó con dos de sus muchas hijas: a Auletes con Cleopatra Tryphaena, y a Ptolomeo, más joven, con Mithridatidis Nisa. Ptolomeo Alejandro II había escapado del Ponto y había huido hacia Sila; pero los dos Ptolomeos ilegítimos habían preferido el Ponto a Roma, y siguieron en la corte de Mitrídates. Luego, cuando el rey Tigranes conquistó Siria, Mitrídates envió a los dos jóvenes con sus mujeres hacia el Sur, a Siria, con su tío Tigranes. Él también informó a la camarilla del palacio de Alejandría del paradero de los dos únicos Ptolomeos que quedaban.

Inmediatamente después de la muerte de Ptolomeo Alejandro II se le mandó apresuradamente la noticia al rey Tigranes de Antioquía, el cual con mucho gusto accedió a lo que se le pedía y envió a ambos Ptolomeos a Alejandría con sus esposas. Allí se nombró a Auletes, el mayor, rey de Egipto, y al menor-desde entonces conocido como Ptolomeo el Chipriota- se le envió como regente a la isla de Chipre, una posesión egipcia. Como las reinas de los dos Ptolomeos eran hijas suyas, el anciano rey Mitrídates, del Ponto, pudo felicitarse a sí mismo de que con el tiempo Egipto sería gobernado por sus descendientes.

El nombre de Auletes significaba flautista o gaitero, pero el Ptolomeo llamado Auletes no había recibido ese mote por sus innegables dones para la música; es que, casualmente, tenía una voz muy aguda y aflautada. Afortunadamente, sin embargo, no era tan afeminado como su hermano menor, el Chipriota, que nunca logró engendrar ningún hijo: Auletes y Cleopatra Tryphaena esperaban poder dar herederos a Egipto. Pero una educación no egipcia y nada ortodoxa no había inculcado en Auletes un verdadero respeto por los sacerdotes egipcios nativos que administraban la religión de aquel extraño país, una franja de no más de dos o tres millas de anchura que seguía todo el curso del río Nilo desde el delta hasta las islas de la primera catarata y más allá, hasta la frontera de Nubia. Porque eso no era suficiente para ser rey de Egipto; el gobernador de Egipto tenía que ser también faraón y eso no podía serlo si no daban su consentimiento los sacerdotes egipcios nativos. Sin lograr comprenderlo, Auletes no había hecho ningún intento por conciliarlos. Si eran tan importantes en el esquema de cosas, ¿por qué vivían allá abajo, en Menfis, donde se junta el delta con el río, en vez de vivir en Alejandría, la capital? Porque nunca llegó a comprender que para los egipcios nativos Alejandría era un lugar extranjero que no tenía lazos de sangre ni de historia con Egipto.

¡Fue en extremo exasperante enterarse de que toda la riqueza del faraón estaba depositada en Menfis bajo la custodia de los sacerdotes egipcios nativos! Oh, como rey Auletes tenía el control de los ingresos públicos, que eran enormes. Pero sólo como faraón podía pasar los dedos entre los extensos arcones de joyas, construir pilones con ladrillos de oro, deslizarse por verdaderas montañas de plata.

La reina Cleopatra Tryphaena, la hija de Mitrídates, era mucho más inteligente que su marido, que sufría la desventaja intelectual que traía consigo tanta mezcla de hermana con hermano y tío con sobrina. Cleopatra Tryphaena sabía que no podían engendrar ningún retoño hasta que Auletes fuera coronado por lo menos rey de Egipto, así que decidió ponerse a la tarea de camelarse a los sacerdotes. El resultado fue que cuatro años después de haber llegado ellos a Alejandría, Ptolomeo Auletes fue coronado de manera oficial. Desgraciadamente sólo como rey, no como faraón. Por ello las ceremonias se habían celebrado en Alejandría en lugar de celebrarse en Menfis. Al poco tiempo tuvo lugar el nacimiento del primer hijo, una niña llamada Berenice.

Luego, el mismo año en que se produjo la muerte de la anciana Alejandra, reina de los judíos, nació otra hija; se le dio el nombre de Cleopatra. El año de su nacimiento fue un año aciago, porque en el mismo se produjo el principio del fin de Mitrídates y Tigranes, exhaustos después de las campañas de Lúculo, y se produjo un renovado interés por parte de Roma en la anexión de Egipto como provincia del floreciente imperio. El ex cónsul Marco Craso merodeaba en las sombras. Cuando la pequeña Cleopatra sólo tenía cuatro años y Craso fue elegido censor, éste intentó asegurar la anexión de Egipto en el Senado. Ptolomeo Auletes se puso a temblar de miedo, y pagó enormes sumas de dinero a los senadores romanos para hacer que fracasara el intento de Craso. Los sobornos dieron su fruto. La amenaza de Roma disminuyó.

Pero con la llegada de Pompeyo el Grande al Este para poner fin a las carreras de Mitrídates y Tigranes, Auletes vio que sus aliados del Norte se desvanecían. Egipto estaba peor que solo; su nuevo vecino por cada lado era ahora Roma, que gobernaba Cirenaica y Siria. Aunque este cambio en el equilibrio del poder le resolvió un problema a Auletes. Llevaba algún tiempo con deseos de repudiar a Cleopatra Tryphaena, ya que su hermanastra por parte del antiguo rey, Ptolomeo Latiro, tenía ahora edad para casarse. La muerte del rey Mitrídates le dio la oportunidad de rechazarla. No es que a Cleopatra Tryphaena le faltase sangre de los Ptolomeos. Tenía buenas dosis por parte de padre y de madre, pero no la suficiente. Cuando llegase la hora de que Isis le dotase de hijos varones, Auletes sabía que tanto los egipcios como los alejandrinos aprobarían mucho más a esos hijos si eran de casi pura sangre de los Ptolomeos. Y quizás por fin le nombrasen faraón, y entonces podría poner las manos sobre tantos tesoros que estaría en condiciones de mantener a raya a Roma, sobornándola, para siempre.

Así que Auletes finalmente repudió a Cleopatra Tryphaena y se casó con su propia hermanastra. El hijo de ambos, que con el tiempo gobernaría como Ptolomeo XII, nació en el año del consulado de Metelo Celer y Lucio Afranio; su hermanastra Berenice tenía entonces quince años, y su hermanastra Cleopatra ocho. No es que a Cleopatra Tryphaena la asesinaran, ni siquiera la desterraron. Permaneció en el palacio de Alejandría con sus dos hijas y logró estar en buenas relaciones con la nueva reina de Egipto. Hacía falta algo más que el repudio para acabar con una hija de Mitrídates, y ella, además, estaba maniobrando para asegurar un matrimonio entre el bebé varón heredero del trono con su hija menor, Cleopatra. De ese modo el linaje del rey Mitrídates en Egipto no moriría.

Por desgracia Auletes llevó mal sus negociaciones con los sacerdotes egipcios nativos después del nacimiento de su hijo; veinte años después de su llegada a Alejandría se encontraba tan lejos de ser faraón como cuando llegó. Construyó templos arriba y abajo del Nilo; hizo ofrendas a todas las deidades, desde Isis a Horus y a Serapis; hizo todo lo que se le ocurrió excepto lo que debía.

Era, pues, hora de regatear con Roma.

Y así, a principios de febrero del año del consulado de César, una delegación de cien ciudadanos de Alejandría acudieron a Roma para hacer al Senado la petición de que confirmase la permanencia del rey de Egipto en el trono.

La petición se presentó debidamente en el mes de febrero, pero no obtuvieron respuesta. Frustrados y tristes, los delegados -que tenían órdenes de Auletes de hacer cuanto fuera necesario y quedarse tanto tiempo como hiciera falta- se pusieron a la monótona tarea de entrevistar a docenas de senadores e intentar convencerles para que les ayudasen en lugar de obstaculizarlos. Naturalmente, lo único que les interesaba a los senadores era el dinero. Si había suficiente dinero dispuesto a cambiar de manos, podrían asegurar suficientes votos.

El líder de la delegación era un tal Aristarco, que además era el canciller del rey y el líder de la actual camarilla de palacio. Egipto estaba tan enredado con la burocracia que llevaba doscientos o trescientos años debilitado por esa causa; una costumbre que la nueva aristocracia de Macedonia importada por el primer Ptolomeo no había sido capaz de romper. En cambio, la burocracia se había estratificado en nuevos aspectos, con aquellos de linaje macedonio en la cima, aquellos que tenían mezcla de sangre egipcia y macedonia en el medio, y los egipcios nativos -excepto los sacerdotes- en la capa inferior. Complicado todo aún más por el hecho de que el ejército era judío. Hombre astuto y sutil, Aristarco era descendiente directo de uno de los bibliotecarios más famosos del Museo de Alejandría, y el tiempo en que había sido funcionario civil le había permitido conocer perfectamente cómo funcionaba Egipto. Como no formaba parte de los propósitos de los sacerdotes egipcios permitir que el país acabase siendo propiedad de Roma, había logrado convencerlos para que aumentasen la porción de los ingresos de Auletes que quedaba después de pagar el gobierno de Egipto, así que tenía amplios recursos a su alcance. Más amplios, desde luego, de lo que le había dado él a entender a Auletes.

Cuando ya llevaba un mes en Roma adivinó que buscar votos entre los pedarii y los senadores que nunca llegarían más arriba del cargo de pretor no era la manera de lograr el decreto para Auletes. Necesitaba a algunos de los consulares… pero no de los boni. Necesitaba a Marco Craso, a Pompeyo el Grande y a Cayo César. Pero como llegó a tal decisión antes de que la existencia del triunvirato fuera generalmente conocida, no se dirigió al hombre adecuado de aquellos tres. Eligió a Pompeyo, que era tan rico que no le hacían falta unos cuantos miles de talentos de oro egipcio. Así que Pompeyo se había limitado a escuchar sin expresión alguna en el rostro, y había concluido la entrevista con una vaga promesa de que lo pensaría.

Abordar a Craso seguramente no serviría de nada, aunque la atracción de éste por el oro era legendaria. Era Craso quien había querido anexionar Egipto, y, por lo que sabía Aristarco, quizás siguiera deseando la anexión. Lo cual sólo dejaba a Cayo César, a quien el alejandrino decidió abordar en medio del torbellino producido por la segunda ley agraria, y justo antes de que Julia se casase con Pompeyo.

César era muy consciente de que una ley de Vatinio aprobada por la plebe podía otorgarle una provincia, pero no podía concederle fondos para hacer frente a ninguno de los gastos que tuviera. El Senado le daría una miseria de estipendio, que se reduciría a unos cuantos huesos en castigo por haber acudido a la plebe, y se aseguraría de que tal estipendio se demorase en el Tesoro el mayor tiempo posible. Eso no era en absoluto lo que César quería. La Galia Cisalpina poseía una guarnición de dos legiones, y dos legiones no bastaban para llevar a cabo lo que César se proponía hacer a toda costa. Necesitaba por lo menos cuatro, cada una de ellas en plena fuerza y debidamente equipada. Pero eso costaba dinero, dinero que él nunca conseguiría del Senado, especialmente si no podía alegar una guerra defensiva. César tenía intención de ser el agresor, y ésa no era la política senatorial ni la política romana. Era un placer tener provincias nuevas incorporadas al imperio, pero ello sólo podía ocurrir como resultado de una guerra defensiva como la que había librado Pompeyo en el Este contra los reyes.

César había sabido de dónde iba a salir el dinero para equipar a sus legiones en cuanto la delegación de Alejandría llegó a Roma, pero esperó el momento oportuno para actuar. E hizo sus planes, de los que formaba parte el banquero gaditano Balbo, hombre de su entera confianza.

Cuando Aristarco fue a verle a principios de mayo, César recibió a aquel hombre con gran cortesía en la domus publica, y le enseñó las partes más públicas del edificio antes de instalarlo en el despacho. Desde luego Aristarco se quedó admirado, pero no era muy difícil darse cuenta de que la domus publica en realidad no impresionaba al canciller de Egipto. Pequeña, oscura y mundana: se veía lo que Aristarco pensaba a pesar de mostrarse encantado. César sintió interés por aquel hombre.

– Puedo ser tan obtuso y dar todos los rodeos que desees -le dijo a Aristarco-, pero supongo que después de estar en Roma tres meses sin lograr nada, quizás agradecerías que abordásemos el tema de una forma más directa.

– Es cierto que me gustaría regresar a Alejandría lo antes posible, Cayo César -dijo el evidentemente macedonio puro Aristarco, que era rubio y tenía los ojos azules-. Sin embargo, no puedo marcharme de Roma sin llevarle al rey noticias positivas.

– Podrás llevarle noticias positivas si te avienes a aceptar mis condiciones -le dijo César secamente-. ¿Te resultaría satisfactorio una confirmación senatorial de la permanencia del rey en su trono más un decreto que le nombre a él amigo y aliado del pueblo romano?

– Sólo confiaba en conseguir lo primero -dijo Aristarco, fortalecido en su ánimo-. Conseguir que el rey Ptolomeo Filopator Filadelfo sea nombrado amigo y aliado va más allá de mis más disparatados sueños.

– ¡Pues expande un poco el horizonte de tus sueños, Aristarco! Puede hacerse.

– A un precio.

– Naturalmente.

– Cuál es el precio, Cayo César?

– Por el decreto que confirma la permanencia en el trono, seis mil talentos de oro, dos tercios de los cuales deben pagarse antes de conseguir el decreto, y el último tercio dentro de un año. Por el decreto que lo nombra amigo y aliado, dos mil talentos de oro más, que se harán efectivos en una sola cantidad por adelantado -dijo César con ojos brillantes y penetrantes-. La oferta no es negociable. La tomas o la dejas.

– Veo que aspiras a ser el hombre más rico de Roma -dijo Aristarco, curiosamente decepcionado; no había considerado que César fuese una sanguijuela.

– ¿Con seis mil talentos? -César se echó a reír-. ¡Créeme, canciller, eso no me haría el hombre más rico de Roma! No, parte de ese dinero tendrá que ser para mis amigos y aliados, Marco Craso y Cneo Pompeyo Magnus. Yo puedo obtener los decretos, pero no sin el apoyo de ellos. Y nadie espera favores de romanos concedidos a extranjeros sin una abultada recompensa. Lo que haga yo con mi parte es cosa mía, pero te diré que no tengo ningún deseo de instalarme en Roma y pasar mi vida como Lúculo.

– ¿Los decretos serán irrecusables?

– Oh, sí. Yo mismo los redactará.

– Entonces el precio total son ocho mil talentos de oro, seis mil de los cuales deben pagarse por adelantado y dos mil dentro de un año -dijo Aristarco al tiempo que se encogía de hombros-. Muy bien entonces, Cayo César, así sea. Estoy de acuerdo con tu precio.

– Todo el dinero ha de pagarse directamente al banco de Lucio Cornelio Balbo en Gades, a su nombre -dijo César levantando una ceja-. El lo repartirá de una manera que prefiero conservar en secreto. Debo protegerme, compréndelo, así que ningún dinero se pagará a mi nombre ni a nombre de mis colegas.

– Comprendo.

– Muy bien, entonces, Aristarco. Cuando Balbo me informe de que la transacción se ha llevado a cabo, tendrás tus decretos, y el rey Ptolomeo podrá por fin olvidarse de que el anterior rey de Egipto hizo alguna vez un testamento que dejaba Egipto en herencia a Roma.

– ¡Oh, dioses! -dijo Craso cuando César le informó de aquellos hechos unos días después-. ¿Cuánto me toca a mí?

– Mil talentos.

– ¿De oro o de plata?

– De oro.

– ¿Y a Magnus?

– Lo mismo.

– ¿Y tú te quedas con cuatro y dos más el año que viene?

César echó hacia atrás la cabeza al reírse.

– ¡Abandona toda esperanza de los dos mil talentos pagaderos el año que viene, Marco! Una vez que Aristarco vuelva a Alejandría, se acabó. ¿Cómo vamos a cobrar sin ir a la guerra? No, seis mil talentos me pareció un precio justo para que Auletes pague por su seguridad, y Aristarco lo sabe.

– Con cuatro mil talentos de oro puedes equipar por lo menos a diez legiones.

– Sobre todo si las equipa Balbo. Pienso volver a nombrarlo praefectus fabrum mío otra vez. En cuanto llegue noticia de Gades de que el dinero egipcio ha sido depositado allí, se pondrá en camino hacia la Galia Cisalpina. Tanto Lucio Pisón como Marco Craso, por no decir el pobre Bruto, se verán de pronto ganando dinero procedente de la venta de armamento.

– Pero, ¿diez legiones, Cayo?

– No, no, para empezar sólo dos más de las que hay. La mayor parte del dinero pienso invertirla. Éste va a ser un ejercicio que se financiará solo de principio a fin, Marco. Tiene que serlo. El que controla la bolsa controla la empresa. Ha llegado mi hora. ¿Acaso puedes creer, aunque sólo sea por un momento, que alguien que no sea yo va a controlar esta empresa? ¿El Senado?

César se puso en pie y levantó los brazos hacia el techo con los puños apretados; Craso vio de pronto lo espesos que eran los músculos en aquellos brazos engañosamente delgados, y notó que el pelo de la nuca se le erizaba. ¡Qué poder tenía aquel hombre!

– ¡El Senado no es nada! ¡Los boní no son nada! ¡Pompeyo Magnus no es nada! ¡Yo voy a llegar tan lejos como tenga que llegar para convertirme en el Primer Hombre de Roma durante el resto de mi vida! ¡Y después de mi muerte se dirá de mí que fue el romano más grande que jamás ha vivido! ¡Nada ni nadie me detendrá! ¡Lo juro por todos mis antepasados, hasta la diosa Venus!

– Bajó los brazos; el fuego y el poder se apagaron. César se sentó en la silla y miró a su viejo amigo con tristeza-. ¡Oh, Marco, lo único que tengo que hacer es llegar al final de este año! -dijo.

Tenía la boca seca. Craso tragó saliva.

– Lo harás -aseguró.

Publio Vatinio convocó la Asamblea Plebeya y le anunció a la plebe que él legislaría para quitarle a César la mancha de ser agrimensor.

– Por qué estamos desperdiciando a un hombre como Cayo César en un trabajo que quizás encaje muy bien con el talento de nuestro Bíbulo, el contemplador de estrellas, pero que está infinitamente por debajo de un gobernador y general del calibre de Cayo César? Nos demostró en Hispania lo que es capaz de hacer, pero eso es una minucia. ¡Quiero ver cómo se le da la oportunidad de hundir los dientes en una empresa digna de su temple! Hay algo más en la tarea de gobernar que el mero hecho de hacer la guerra, y hay más en el oficio de ser general que el mero hecho de estar sentado en una cómoda tienda de campaña. Hace una década o más que la Galia Cisalpina no recibe un gobernador decente, con el resultado de que los dálmatas, los liburnos, los iapudes y todas las demás tribus de Iliria la han convertido en un lugar muy peligroso para que los romanos vivan en él. Por no hablar de que la administración de la Galia Cisalpina es un desastre. Las sesiones jurídicas no se celebran a tiempo, si es que se celebran, y las colonias con derechos latinos del otro lado del Po se están yendo a pique.

»¡Os estoy pidiendo que le concedáis a Cayo César la provincia de la Galia Cisalpina junto con Iliria desde el momento en que este proyecto de ley sea ratificado! -gritó Vatinio, cuyas atrofiadas piernas quedaban escondidas por la toga y cuyo rostro estaba tan abultado que el tumor de la frente parecía haber desaparecido-. ¡Además pido que Cayo César sea confirmado por este cuerpo como procónsul en la Galia Cisalpina y en Iliria hasta el mes de marzo de dentro de cinco años! Y que se despoje al Senado de toda autoridad para alterar ni una sola de todas las disposiciones que hagamos en esta Asamblea! ¡El Senado ha abrogado el derecho que tenía de conceder provincias proconsulares porque no sabe hallar mejor trabajo para encomendarle a un hombre como Cayo César que el de medir las rutas del ganado trashumante de Italia! ¡Que el contemplador de las estrellas mida montones de estiércol, pero que Cayo César estudie otras perspectivas mejores!

El proyecto de ley de Vatinio había sido presentado ante la plebe y permaneció en la plebe contio tras contio; Pompeyo habló a favor, Craso habló a favor, Lucio Cotta habló a favor… y Lucio Pisón habló a favor.

– No logro convencer ni a uno solo de nuestros cobardes tribunos para que interponga el veto -le dijo Catón a Bíbulo temblando de ira-. Ni siquiera he podido convencer a Metelo Escipión. ¿Puedes creerlo? ¡Lo único que me contestan es que les gusta vivir! ¡Les gusta vivir! ¡Oh, ojalá siguiera yo siendo tribuno de la plebe! ¡Ya les enseñaría yo!

– Estarías muerto, Marco. El pueblo lo quiere así, no sé por qué. Sólo que yo creo que él es la apuesta arriesgada. Pompeyo fue una jugada segura. César es una apuesta arriesgada. ¡Los caballeros creen que tiene suerte, ese montón de supersticiosos!

– Lo peor de todo es que tú sigues atascado con lo de las rutas del ganado trashumante. Vatinio tuvo mucho cuidado en señalar que uno de los dos haría ese trabajo tan necesario.

– Y yo lo haré -dijo Bíbulo con altivez.

– ¡Tenemos que detener a César como sea! ¿Hace algún progreso Vetio?

Bíbulo suspiró.

– No tantos como yo esperaba. Ojalá fueras un organizador de planes más eficaz, Catón, pero no lo eres. Era una buena idea, pero Vetio no es precisamente el material más prometedor con el que trabajar.

– Hablaré con él mañana.

– ¡No, no lo hagas! -intervino Bíbulo alarmado-. Déjalo de mi cuenta.

– Por cierto, Pompeyo va a hablar en la Cámara para abogar porque la casa le conceda a César todo lo que quiera. ¡Bah!

– No conseguirá la legión extra que quiere, eso seguro.

– ¿Por qué será que a mí me parece que sí?

Bíbulo sonrió con acritud.

– ¿Por la suerte de César? -preguntó.

– Sí, no me gusta esa actitud. Le hace parecer bendito. Pompeyo sí que habló en favor de los proyectos de ley de Vatinio para concederle a César un magnífico mando proconsular, pero sólo para pedir que incrementasen la dotación.

– Me ha llamado la atención el hecho de que, debido a la muerte de nuestro estimado consular Quinto Metelo Celer, la provincia de la Galia Transalpina no haya recibido ningún nuevo gobernador -le dijo el Gran Hombre a los senadores-. Cayo Pontino continúa teniéndola en nombre de este cuerpo, y al parecer con la satisfacción del mismo, aunque no con la aprobación de Cayo César, ni la mía, ni la de ningún otro experto comandante de tropas. A vosotros os pareció bien concederle un agradecimiento a Pontino por encima de nuestras protestas, pero yo os digo ahora que Pontino no es lo suficientemente competente para gobernar la Galia Transalpina. Cayo César es un hombre de enorme energía y eficiencia, como os ha demostrado su gobierno de Hispania Ulterior. Lo que sería una tarea demasiado grande para la mayoría de los hombres no es lo suficientemente grande para él, como tampoco lo sería para mí. Yo propongo a esta Cámara que a Cayo César se le conceda el gobierno de la parte más lejana a nosotros de la provincia de la Galia así como el de la más cercana, y que se le conceda también la legión que pide. Hay en ello muchas ventajas. Un solo gobernador para esas dos provincias será capaz de mover sus tropas por donde necesite en todo el territorio, sin verse obligado a hacer distinción entre las fuerzas de una u otra provincia. La Galia Transalpina lleva tres años en estado de revuelta, y que haya una sola legión para controlar esas turbulentas tribus es ridículo. Combinando las dos provincias bajo ese único gobernador, Roma se ahorrará el gasto de más legiones.

Catón estaba agitando la mano; César, en la silla presidencial, sonrió ampliamente y le concedió la palabra.

– Marco Porcio Catón, tú tienes la palabra.

– ¿Es que estás tan confiado, César? -rugió Catón-. ¿Tan confiado que crees que puedes invitarme a hablar con impunidad? ¡Bien, puede que sea así, pero por lo menos mi protesta contra esta idea de forjar un imperio quedará permanentemente registrada en nuestras actas! ¡Con qué lealtad habla y qué espléndido se muestra el nuevo yerno en favor del suegro! ¿A esto es a lo que ha quedado reducida Roma, a la compraventa de hijas? ¿Es así como vamos a alineamos políticamente, comprando o vendiendo una hija? ¡El suegro en esta infame alianza ya ha usado a su valido, el que tiene el forúnculo, para asegurarse un proconsulado que yo y el resto de verdaderos patriotas de Roma nos esforzamos denodadamente porque se le negase! ¡Ahora el yerno quiere contribuir dándole otra provincia a tata! ¡Un hombre, una provincia! Eso es lo que dice la mos maiorum. Padres conscriptos, ¿no veis el peligro? ¿No comprendéis que si accedéis a la petición de Pompeyo estáis poniendo al tirano en esta fortaleza con vuestras propias manos? ¡No lo hagáis! ¡No lo hagáis!

Pompeyo había escuchado con cara de aburrido; César con aquella fastidiosa expresión de ligera guasa.

– A mí me da lo mismo -dijo Pompeyo-. Yo hago la sugerencia por el mejor motivo. Si el Senado de Roma ha de conservar su derecho a distribuir las provincias entre los gobernadores, pues entonces será mejor que así lo haga. Podéis ignorarme, padres conscriptos. ¡Haced libremente lo que os plazca! Pero si lo hacéis, Publio Vatinio llevará el asunto ante la plebe, y ésta le concederá a Cayo César la Galia Transalpina. Lo único que digo es que más vale que hagáis vosotros el trabajo en lugar de permitir que lo haga la plebe. Si le concedéis vosotros a Cayo César la Galia Transalpina, entonces seréis vosotros quienes controlaréis la concesión. Podréis renovar la comisión cada día de año nuevo, o no, como gustéis. Pero si el asunto va a la plebe, el mando de Cayo César en la Galia Transalpina será de cinco años. ¿Es eso lo que queréis? Cada vez que el pueblo o la plebe aprueba una ley en lo que antes solía ser competencia del Senado, están quitando un bocado de poder senatorial. ¡A mí no me importa! Sois vosotros los que decidís.

Aquélla era la clase de discurso que Pompeyo pronunciaba mejor, llano y sin adornos, y eran los mejores precisamente por eso. La Cámara pensó en lo que Pompeyo había dicho y reconoció que en ello había su parte de verdad, así que votó a favor de que se le concediese al cónsul senior la provincia de la Galia Transalpina durante un año, desde el próximo día de año nuevo hasta el siguiente, y que se renovaría o no a gusto del Senado.

– ¡Tontos! -chilló Catón cuando la votación ya había terminado-. ¡Sois unos tontos redomados! ¡Hace unos momentos tenía tres legiones, ahora le habéis dado cuatro! ¡Cuatro legiones, tres de las cuales son veteranas! ¿Y qué va a hacer con ellas este canalla de César? ¿Utilizarlas para pacificar sus provincias, en plural? ¡No! ¡Las utilizará para marchar sobre Italia, para marchar sobre Roma, para nombrarse a sí mismo rey de Roma!

No fue un discurso inesperado, ni especialmente hiriente tratándose de Catón; en realidad ninguno de los presentes, ni siquiera entre las filas de los boni, creyó a Catón. Pero César se encolerizó, indicación de las tremendas tensiones bajo las que había vivido durante meses, que ahora se liberaban porque ya tenía lo que necesitaba.

Se puso en pie, con el rostro de piedra, los orificios nasales dilatados y los ojos destellantes.

– ¡Puedes gritar todo lo que quieras, Catón! -dijo con voz de trueno-. ¡Puedes gritar hasta que el cielo se desplome y Roma desaparezca debajo de las aguas! ¡Sí, todos vosotros podéis chillar, balar, vociferar, gemir, gimotear, criticar, murmurar, quejaros! ¡Pero no me importa! ¡Tengo lo que quería y lo he conseguido a pesar de vuestra resistencia! ¡Ahora sentaos y callad, hombrecillos patéticos! ¡Tengo lo que quería, y si me obligáis, lo utilizaré para aplastar vuestras cabezas!

Se sentaron y se callaron, llenos de rabia.

Bien fuera porque aquella protesta contra lo que César consideraba injusticia fuera la causa, o bien lo fuera la acumulación de numerosos insultos, algunos referidos al matrimonio, el hecho fue que desde aquel día la popularidad del cónsul senior y de sus aliados empezó a declinar. La opinión pública que, muy enfadada porque el hecho de que Bíbulo se dedicase ahora a la contemplación del cielo le había dado a César las dos Galias, cambió ahora de rumbo hasta quedar revoloteando en actitud claramente de aprobación ante Catón y Bíbulo, que se apresuraron a aprovechar la ventaja.

También lograron comprar al joven Curión, a quien Clodio había liberado de su promesa y estaba deseando hacerle la vida difícil a César. A la menor oportunidad se subía a la tribuna o a la plataforma del templo de Cástor y se ponía a satirizar sin piedad a César y a su sospechoso pasado… y además de un modo irresistiblemente entretenido. Bíbulo también entró en la refriega haciendo exponer en el tablón de anuncios del Foro inferior ingeniosas anécdotas, epigramas, notas y edictos -añadiendo así insulto sobre injuria, pues el tablón de anuncios había sido idea de César-.

Pero las leyes se promulgaron a pesar de todo; la segunda ley de tierras, las diversas leyes que juntas formaban las leges Vatiniae, por las cuales se le concedían a César las provincias, y muchas más medidas sin relevancia, aunque útiles, que César llevaba años impaciente por poner en práctica. Al rey Ptolomeo XI Theos Filopator Filadelfo, llamado Auletes, se le confirmó en el trono egipcio y se le nombró amigo y aliado del pueblo romano. Cuatro mil talentos permanecían en el banco de Balbo, en Gades, pues a Pompeyo y a Craso ya se les había pagado, y Balbo, junto con Tito Labieno, se apresuró a trasladarse al norte de la Galia Cisalpina para comenzar el trabajo. Balbo iba a ocuparse de adquirir armamento y equipo -comprándoselo, siempre que fuera posible, a Lucio Pisón y a Marco Craso-, mientras que Labieno empezó a reclutar la tercera legión para la Galia Cisalpina.

Con la idea de hacer una guerra en el nordeste y a lo largo de la cuenca del Danubio, a César la Galia Transalpina le parecía un fastidio. No había hecho volver a Pontino, aunque detestaba a aquel hombre, pues César prefería ocuparse de los problemas que surgían a lo largo del Ródano por medios diplomáticos. El rey Ariovisto de los suevos germanos era una nueva fuerza surgida en la Galia Transalpina; ahora tenía dominio sobre la zona comprendida entre el lago Leman y las márgenes del río Rin, que separaba la Galia Transalpina de Germania. Los secuanos originalmente habían invitado a Ariovisto a que cruzase a su territorio con la promesa de que recibiría un tercio de las tierras que ellos poseían. Pero los suevos cruzaban el gran río y llegaban en tales cantidades que Ariovisto en seguida exigió dos tercios del territorio secuano. El efecto dominó había llevado aquellos alborotos hasta los eduos, que hacía años que habían recibido el título de amigos y aliados de Roma. Luego los helvecios, un clan de la gran tribu de los tigurinos, comenzaron a salir del hermetismo de su montaña para buscar una vida más clemente a una altitud menor en la propia Galia Transalpina.

Amenazaba la guerra, tanto que Pontino estableció un campamento más o menos permanente no lejos del lago Leman y se instaló con su única legión a esperar los acontecimientos.

El ojo clínico de César discernió que la clave de aquella situación era Ariovisto, de modo que en nombre del pueblo romano empezó a parlamentar con los representantes del rey germano, con el objetivo de conseguir un tratado que haría que lo que era de Roma siguiera siendo de Roma, contendría a Armovisto y calmaría a las enormes tribus gálicas a las cuales estaban provocando la incursión germana. El hecho de que al hacer tal cosa estuviera infringiendo los tratados que Roma ya tenía con los eduos era algo que a César no le preocupaba lo más mínimo. Era más importante establecer una situación que significase el menor peligro posible para Roma.

El resultado fue un decreto senatorial que nombraba al rey Ariovisto amigo y aliado del pueblo romano; iba acompañado de abundantes regalos que César le hizo personalmente al líder de los suevos, y surtió el efecto deseado. Tácitamente confirmado en su actual posición, Ariovisto podía arrellanarse en su asiento y dar un suspiro de alivio, al ser su avanzadilla gálica un hecho reconocido por el Senado de Roma.

A César no le había resultado difícil obtener ninguno de los dos decretos de amistad y alianza; innatamente conservador y contrario a los enormes gastos que ocasionaba la guerra, el Senado rápidamente comprendió que confirmar a Ptolomeo Auletes en su trono significaba que hombres como Craso no podrían tratar de hacerse con Egipto, y que confirmar a Ariovisto suponía que la guerra en la Galia Transalpina se había evitado. Apenas fue necesario que Pompeyo hablase.

En medio de aquella decreciente popularidad, César adquirió su tercera esposa, Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón. Con sólo dieciocho años, resultó ser exactamente la clase de esposa que él necesitaba en aquel momento de su carrera. Igual que su padre, era alta y morena, una muchacha muy atractiva que poseía una calma y dignidad innatas que a César le recordaban a su madre, la cual era prima hermana de la abuela de Calpurnia, una Rutilia. Inteligente y muy instruida, enormemente agradable, nunca exigente, encajó en la vida de la domus publica con tanta facilidad como si hubiera estado allí siempre. De edad muy parecida a la de Julia, fue una compensación por haber perdido a ésta. En particular para César.

Este, desde luego, la había tratado con gran experiencia. Una de las grandes desventajas de los matrimonios concertados, en particular de aquellos que se concertaban de una manera rápida, era el efecto que causaban en la nueva esposa. Calpurnia llegó a su marido como una desconocida, y como era una persona reservada, la timidez y la vergüenza construyeron un muro. Al comprender esto César se propuso demoler aquel muro. La trató de un modo muy parecido a como había tratado a Julia, con la diferencia de que ella era su esposa, no su hija. Le hacía el amor con ternura, con consideración y con alegría; los demás contactos que tenía con ella también eran tiernos, considerados y alegres.

Cuando su padre, que estaba encantado, le había dado la noticia de que iba a casarse con el cónsul senior y pontífice máximo, Calpurnia se había amedrentado. ¿Cómo iba a arreglárselas? ¡Pero él era tan agradable, tan considerado! Cada día le hacía un regalo de alguna clase, un brazalete o un pañuelo, unos pendientes, unas sandalias bonitas que él hubiera visto brillar en un puesto del mercado. Una vez, al pasar, le dejó caer en el regazo una cosa -aunque ella no sabía cuánta práctica tenía César en hacer eso-. La cosa se movía y luego emitió un pequeño maullido… ¡Oh, le había regalado un gatito! ¿Cómo sabía César que ella adoraba los gatos? ¿Cómo sabía él que su madre, la de Calpurnia, los odiaba y nunca le había permitido tener uno?

Calpurnia se llevó aquella bolita de pelo color naranja a la cara y, con los ojos brillando, sonrió radiante a su marido.

– Es un poco pequeño todavía, pero dámelo en el año nuevo y lo haré castrar -dijo César, que se encontró a sí mismo absurdamente complacido por la expresión de gozo de la muy atractiva cara de Calpurnia.

– Lo llamaré Félix -dijo ella sin dejar de sonreír.

Su marido se echó a reír.

– ¿Afortunado porque es fértil? En el año nuevo ese nombre será una contradicción, Calpurnia. Si no lo castramos, nunca se quedará en casa para hacerte compañía, y yo tendré un gato callejero más para darle un puntapié con la bota cuando vaya de noche por la calle. Llámalo Spado, es más apropiado.

Sin soltar el gatito, Calpurnia se levantó, rodeó el cuello de César con un brazo y le dio un beso en la mejilla.

– No, se llama Félix.

César volvió la cabeza de manera que el beso le cayera en la boca.

– Soy un hombre afortunado -dijo a continuación.

– ¿De dónde lo has sacado? -dijo ella, que sin saberlo había imitado a Julia al besar uno de aquellos abanicos blancos que César tenía al lado de los ojos.

Parpadeando para alejar las lágrimas, César la rodeó con los dos brazos.

– Tengo ganas de hacer el amor contigo, esposa, así que deja a Félix en el suelo y ven conmigo. Tú me haces más fácil la vida.

Pensamiento que le repitió a su madre algo más tarde.

– Ella hace que sea más fácil vivir sin Julia.

– Sí, es verdad. Una persona joven en la casa es necesaria, por lo menos para mí. Me alegro de que para ti también lo sea.

– No son iguales.

– En absoluto, y eso es bueno.

– Le ha gustado el gatito más que las perlas.

– Ésa es una excelente señal.

– Aurelia frunció el entrecejo-. Será difícil para ella, César. Dentro de seis meses tú te marcharás y pasará años sin verte.

– ¿La esposa de César? -preguntó él.

– Si le ha gustado el gatito más que las perlas, dudo que su fidelidad flaquee. Lo mejor sería que la fecundases antes de marcharte: un bebé la mantendría ocupada. Sin embargo, esas cosas no pueden predecirse, y no he observado que tu devoción por Servilia haya disminuido. Cualquier hombre tiene energías limitadas, César, incluso tú. Acuéstate con Calpurnia más a menudo, y con Servilia con menos frecuencia. Parece que tú engendras niñas, así que me preocupa menos que sea un niño.

– ¡Mater, eres una mujer dura! Éste es un consejo sensato que no tengo intención de seguir.

Aurelia cambió de tema.

– He oído que Pompeyo fue a ver a Marco Cicerón y le rogó que hiciera lo posible por convencer al joven Curión para que cese sus ataques en el Foro.

– ¡Estúpido! -exclamó César frunciendo el entrecejo-. Le dije que sólo le diera a Cicerón una idea falsa de su propia importancia. El salvador de la patria está a favor de los boni últimamente. Le produce un placer exquisito rechazar cualquier ofrecimiento que nosotros le hagamos. No quiso ser uno de los hombres del comité, no quiso ser legado en la Galia el año que viene, ni siquiera aceptó mi ofrecimiento de enviarlo a realizar un viaje a expensas del Estado. ¿Y ahora qué hace Magnus? ¡Le ofrece dinero!

– El rechazó el dinero, desde luego.

– A pesar de sus crecientes deudas. ¡Nunca he visto otro hombre tan obsesionado por poseer villas!

– Significa eso que tú le soltarás a Clodio el año que viene?

Los ojos de César se posaron con mucha frialdad en su madre.

– Desde luego que le soltaré a Clodio.

– ¿Qué diablos le dijo Cicerón a Pompeyo para que estés tan enfadado?

– El mismo tipo de cosas que dijo durante el juicio de Híbrido. Pero, desgraciadamente, Magnus mostró las suficientes dudas sobre mí como para permitir que Cicerón crea que tiene oportunidad de alejarlo de mí.

– Eso lo dudo, César. No es lógico. Julia reina.

– Sí, supongo que tienes razón. Magnus se beneficia de todos los factores que hay en juego, no le convendría que Cicerón conozca todo lo que él piensa.

– Si yo estuviese en tu lugar me preocuparía más por Catón. Bíbulo es el más organizado de los dos, pero Catón es quien tiene la influencia -dijo Aurelia-. Es una lástima que Clodio no pudiera eliminar a Catón además de a Cicerón.

– ¡Eso, con toda seguridad, me guardaría muy bien las espaldas durante mi ausencia, mater! Pero, por desgracia, no veo cómo puede hacerse.

– Piénsalo. Si pudieras eliminar a Catón te sacarías todos los dientes que tienes clavados en el cuello. El es la fuente principal de tus males.

Las elecciones curules se celebraron en el mes de quintilis, un poco más tarde de lo habitual, y los candidatos favoritos fueron definitivamente Aulo Gabinio y Lucio Calpurnio Pisón. Hicieron una extenuante campaña electoral, pero fueron lo bastante astutos como para no darle a Catón la ocasión de que los acusase a gritos de haber sido sobornados. La caprichosa opinión pública se volvió de nuevo en contra de los boni; el resultado de las elecciones prometía ser bueno para los tres hombres que formaban el triunvirato.

En ese punto, a escasos días de las elecciones curules, Lucio Vetio salió sigilosamente de debajo de su piedra. Se acercó al joven Curión, cuyos discursos en el Foro iban principalmente dirigidos a Pompeyo por entonces, y le dijo que se había enterado de que había una conspiración para asesinar a éste. Luego continuó preguntándole al joven Curión si estaba dispuesto a unirse a la conspiración. Curión escuchó atentamente y fingió tener interés. Después de lo cual se lo contó a su padre, pues él no tenía índole de conspirador ni de asesino. El viejo Curión y su hijo estaban siempre picados, pero sus diferencias no iban más allá del vino, los desmanes sexuales y las deudas; cuando amenazaba el peligro, las filas de los Escribonio Curión se apretaban.

El viejo Curión informó inmediatamente a Pompeyo, y éste convocó a sesión al Senado. Al cabo de unos momentos Vatio fue llamado a declarar. Al principio el desgraciado caballero lo negó todo, pero luego se vino abajo y dio algunos nombres: el hijo del futuro candidato consular Léntulo Spinther, Lucio Emilio Paulo y Marco Junio Bruto, ahora conocido como Cepión Bruto. Aquellos nombres sonaron tan poco convincentes que nadie podía creerlo; el joven Spinther no era ni miembro del club de Clodio ni célebre por sus indiscreciones; el hijo de Lépido tenía un viejo historial de rebelión, pero no había hecho nada desde su vuelta del exilio, y la idea de Bruto como asesino resultaba ridícula en sí misma. Tras lo cual Vetio anunció que un escriba de Bíbulo le había llevado una daga de parte del cónsul junior, que estaba recluido en su casa. Después a Cicerón se le oyó decir que era una vergüenza que Vetio no tuviera otro sitio de donde sacar una daga, pero en la Cámara todos comprendieron la importancia de aquel gesto: era el modo que tenía Bíbulo de decir que el proyectado crimen contaba con su apoyo.

– Tonterías -gritó Pompeyo muy seguro-. El propio Marco Bíbulo se tomó la molestia de advertirme en el mes de mayo de que se estaba tramando una conspiración para asesinarme. Bíbulo no puede estar implicado.

Llamaron al joven Curión. Este les recordó a todos que Paulo se encontraba en Macedonia, y apostrofó todo el asunto como una sarta de mentiras. El Senado se inclinaba a estar de acuerdo, pero le pareció prudente detener a Vetio para someterlo a posteriores interrogatorios. Había allí demasiadas resonancias de Catilina; nadie quería cargar con el oprobio de ejecutar a ningún romano, ni siquiera a Vetio, sin antes someterlo a juicio, así que no se permitió que aquella conspiración aumentase y se saliese del control del Senado. Obediente a los deseos del Senado, César, como cónsul senior, ordenó a sus lictores que llevasen a Lucio Vetio a las Lautumiae y lo encadenasen a las paredes de la celda, pues ése era el único modo de impedir que escapase de aquella insegura prisión.

Aunque en la superficie el asunto parecía completamente incongruente, César experimentó cierto desasosiego; aquélla era una ocasión, le decía su instinto de conservación, en la que deberían hacerse todos los esfuerzos posibles por tener al pueblo informado de las novedades. Así que después de despedir a los padres conscriptos, reunió al pueblo y le informó de lo que había ocurrido. Y al día siguiente hizo llevar a Vetio a la tribuna para someterlo a un interrogatorio público.

Esta vez la lista de conspiradores que dio Vetio fue completamente diferente. No, Bruto no había estado involucrado. Sí, se le había olvidado que Paulo estaba en Macedonia, a lo mejor estaba equivocado en cuanto al hijo de Spinther, puede que se tratase del hijo de Marcelino… al fin y al cabo Spinther y Marcelino eran ambos Cornelios Léntulos, y también futuros candidatos consulares. Procedió a sacar a relucir nuevos nombres: Lúculo, Cayo Fanio, Lucio Ahenobarbo y Cicerón. Todos boni o personas que coqueteaban con los boni. Asqueado, César devolvió a Vetio a las Lautumiae.

No obstante, a Vatinio le pareció que había que tratar a Vetio con más dureza, así que lo llevó otra vez a la tribuna y lo sometió a una inquisición despiadada. Esta vez Vetio insistió en que tenía los nombres correctos, aunque añadió dos más: nada menos que aquel pilar, completamente respetable, del sistema, el yerno de Cicerón, Pisón Frugi, y el senador Juvencio, conocido básicamente por su vaguedad. La reunión se disolvió después de que Vatinio propuso presentar un proyecto de ley en la Asamblea Plebeya a fin de llevar a cabo una investigación formal de lo que estaba rápidamente dándose en llamar el caso Vetio.

Por entonces nada de aquello tenía sentido, aparte de que se infería la idea de que los boni estaban lo bastante hartos de Pompeyo como para conspirar para asesinarlo. No obstante, ni siquiera el más perceptivo análisis de la vida pública podía desenredar la confusión de los hilos que Vetio había… ¿tejido? No, atado en forma de complicados nudos.

El propio Pompeyo creía ahora en la existencia de una conspiración, pero no se convencía de que los boni fueran los responsables. ¿No le había advertido Bíbulo? Pero si los boni no eran los culpables, ¿quién lo era? Así que acabó como Cicerón, convencido de que una vez que Vatinio pusiera en marcha su investigación sobre el caso Vetio, la verdad saldría a la luz.

Había otra cosa que corroía a César, cuyo pulgar izquierdo le daba pinchazos. Si no sabía otra cosa, por lo menos sí era consciente de que Vetio lo odiaba. Así que, ¿adónde conduciría exactamente el caso Vetio? ¿Estaría dirigido a él de alguna manera tortuosa? ¿O a clavar una caña entre Pompeyo y él? Por ello César decidió no esperar el mes o más que había de transcurrir antes de que empezase la investigación oficial. Volvería a hacer subir a la tribuna a Vetio para otro interrogatorio público. El instinto le decía que era vital hacerlo cuanto antes. Puede que así el nombre de Cayo Julio César no saliera en aquel asunto.

Pero no había de ser así. Cuando los lictores de César se presentaron procedentes de las Lautumiae, venían solos, de prisa y con las caras lívidas. A Lucio Vetio lo habían encadenado a la pared de su celda, pero estaba muerto. Alrededor del cuello se le veían las marcas de unas manos grandes y fuertes, y alrededor de los pies las marcas de una desesperada lucha por aferrarse a la vida. Como estaba encadenado, a nadie se le ocurrió ponerle un centinela; quienquiera que fuera el que había ido por la noche para silenciar a Lucio Vetio, había entrado y salido sin ser visto.

Catón, que se encontraba en un estado de ánimo de agradable expectación, sintió que la sangre le desaparecía del rostro y se alegró profundamente de que la atención de la muchedumbre se centrase en el enojado César, que daba bruscas instrucciones a sus lictores para que investigaran a aquellos que se hubieran encontrado en las cercanías de la prisión. Cuando los que se encontraban a su alrededor habrían deseado volverse hacia él para pedirle opinión sobre lo que estaba sucediendo, se encontraron con que Catón había desaparecido. Y corría demasiado como para que Favonio pudiera mantenerse a su paso.

Entró violentamente en casa de Bíbulo y se encontró a aquel personaje sentado en el peristilo, con un ojo en el cielo sin nubes y el otro en sus visitantes, Metelo Escipión, Lucio Ahenobarbo y Cayo Pisón.

– ¿Cómo te atreves, Bíbulo? -rugió Catón.

Los cuatro hombres se dieron la vuelta como uno solo, con la boca abierta.

– ¿Cómo me atrevo a qué? -le preguntó Bíbulo, evidentemente atónito.

– ¡A asesinar a Vetio!

– ¿Qué?

– César acaba de mandar a buscarlo a las Lautumiae para llevarlo a la tribuna, y lo han encontrado muerto. ¡Estrangulado, Bíbulo! Oh, ¿por qué lo has hecho? ¡Yo nunca habría dado mi consentimiento, y tú lo sabías! ¡Los trucos políticos son una cosa, especialmente cuando van dirigidos en contra de un perro como César, pero el asesinato es despreciable!

Bíbulo había escuchado aquello como si estuviera a punto de desmayarse; cuando Catón terminó, él se puso en pie con poca firmeza y le tendió una mano.

– ¡Catón, Catón! ¿Me conoces tan poco? ¿Por qué iba yo a asesinar a un desgraciado como Vetio? Si no he asesinado a César, ¿por qué iba a asesinar a nadie?

La rabia murió en los ojos grises de Catón, que parecía inseguro; luego tendió una mano a su vez.

– ¿No has sido tú?

– No he sido yo. Estoy de acuerdo contigo, siempre lo he estado y siempre lo estaré. El asesinato es despreciable.

Los otros tres se estaban recuperando de la impresión; Metelo Escipión y Ahenobarbo se reunieron con Catón y Bíbulo, mientras Cayo Pisón se recostaba en la silla y cerraba los ojos.

– ¿Vetio está muerto de verdad? -preguntó Metelo Escipión.

– Eso dijeron los lictores de César. Y yo les creí.

– ¿Quién habrá sido? -preguntó Ahenobarbo-. ¿Y por qué?

Catón se acercó a una mesa en la que se hallaban un jarro de vino y unas copas y se sirvió un trago.

– Realmente creí que habías sido tú, Marco Calpurnio -dijo; y vació la copa-. Lo siento. Debí haberme dado cuenta de que no podía ser así.

– Bueno, sabemos que no hemos sido nosotros -dijo Ahenobarbo-, así que, ¿quién ha sido?

– Tiene que ser César -dijo Bíbulo mientras se servía vino.

– ¿Y qué gana con ello? -preguntó Metelo Escipión frunciendo el entrecejo.

– Ni siquiera yo puedo decirte eso, Escipión -le respondió Bíbulo. En aquel momento su mirada se posó en Cayo Pisón, el único que seguía sentado. Un horrible miedo lo invadió; respiró tan hondo que se hizo audible-. ¡Pisón! -exclamó de pronto-. ¡Pisón, tú no!

Los ojos inyectados en sangre, hundidos en el carnoso rostro de Cayo Pisón, lanzaban llamaradas de desprecio.

– ¡Oh, no seas ingenuo, Bíbulo! -dijo con hastío-. ¿De qué otro modo iba a tener éxito esta idiotez? ¿Creíais de verdad Catón y tú que Vetio tendría la desfachatez y las agallas de cumplir sin fallar nuestro plan? Odiaba a César, sí, pero también le tenía terror. ¡Sois unos aficionados! Llenos de nobleza y de elevados ideales, tejéis conspiraciones que no tenéis ni la astucia ni el talento necesarios para llevar a cabo… ¡A veces me dais asco!

– ¡El sentimiento es recíproco! -dijo Catón con los puños doblados.

Bíbulo le puso la mano en el brazo a Catón.

– No lo empeores, Catón -dijo; la piel del rostro se le había vuelto gris-. Nuestro honor ha muerto junto con Vetio, y todo gracias a este ingrato.

– Se puso en pie con trabajo-. Sal de mi casa, Pisón, y no vuelvas nunca.

Al levantarse bruscamente volcó la silla; Cayo Pisón paseó la mirada de un rostro a otro y luego escupió deliberadamente sobre las losas a los pies de Catón.

– ¡Vetio era mi cliente -dijo-, y me considerasteis lo bastante bueno para que lo entrenase en su papel! Pero no lo bastante bueno para daros consejo. ¡Bueno, pues de ahora en adelante lucharéis vosotros solos vuestras propias peleas! Y no tratéis de incriminarme tampoco, ¿me oís? ¡Si soltáis aunque sea en voz baja una sola palabra, yo declararé contra todos vosotros!

Catón se dejó caer sentado sobre la albardilla de la fuente que jugaba al sol, cuyos chorros de agua reflejaban una miríada de arco iris; se cubrió la cara con las manos y se balanceó adelante y atrás, llorando.

– ¡La próxima vez que vea a Pisón, lo aplastaré! -dijo Ahenobarbo con fiereza-. ¡El muy canalla!

– La próxima vez que veas a Pisón te mostrarás muy educado con él -le dijo Bíbulo mientras se limpiaba las lágrimas-. ¡Oh, nos hemos quedado sin honor! Ni siquiera podemos hacérselo pagar a Pisón. Si lo hacemos, nos veremos en el exilio.

La sensación que causó la muerte de Lucio Vetio fue mala porque fue misteriosa; el brutal asesinato le prestaba una aureola de verdad a lo que quizás de otro modo hubiera podido ser considerado una patraña y no se le habría concedido mayor importancia. Alguien se había confabulado para asesinar a Pompeyo el Grande, Lucio Vetio sabía quién era ese alguien, y ahora a Lucio Vetio lo habían silenciado para siempre. Aterrorizado porque Vetio había pronunciado su nombre -y también el nombre de su leal y cariñoso yerno-, Cicerón le echaba la culpa a César, y muchos de los boni de poca importancia siguieron su ejemplo. Bíbulo y Catón rehusaron hacer comentarios, y Pompeyo iba de consternación en consternación. La lógica decía en voz muy alta que el caso Vetio en realidad no tenía significado ni base, pero aquellos que se veían implicados no estaban nada predispuestos a pensar con lógica.

La opinión pública cambió una vez más y se puso en contra del triunvirato, y parecía probable que así permaneciera. Los rumores sobre César proliferaban. A su pretor Fufio Caleno lo abuchearon en el teatro durante los ludi Apollinares; las habladurías decían que César, por medio de Fufio Caleno, tenía intención de anular el derecho que tenían las Dieciocho a ocupar los asientos reservados justo detrás de los senadores. Los juegos de gladiadores organizados por Aulo Gabinio fueron escenario de más cosas desagradables.

Convencido ahora de que sus tácticas religiosas eran el mejor camino, Bíbulo atacó. Pospuso las elecciones curules y populares hasta el decimoctavo día de octubre, y lo publicó en un edicto sobre la tribuna, la plataforma del templo de Cástor y el tablón de anuncios para los avisos públicos. No sólo se estaba levantando un hedor en el Foro inferior por causa del cadáver de Lucio Vetio, dijo Bíbulo, sino que además él había visto una enorme estrella fugaz en la parte no idónea del cielo.

A Pompeyo lo invadió el pánico. Ordenó a su tribuno de la plebe domesticado que convocase una reunión de la plebe, y allí el Gran Hombre estuvo hablando largo y tendido acerca de la irresponsabilidad que Bíbulo estaba demostrando de un modo más descarado del que se muestran las estrellas en los cielos nocturnos. Como él era augur, informó a la pesimista muchedumbre, les juraría que no había nada malo en los auspicios. Bíbulo se lo estaba inventando todo para hacer caer a Roma. Luego, el Gran Hombre convenció a César para que convocase al pueblo y hablase en contra de Bíbulo, pero César no fue capaz de encontrar el entusiasmo necesario para poner el fuego acostumbrado en sus palabras y no logró situar de su parte a la multitud. Lo que hubiera debido ser una petición exaltada para que el pueblo lo siguiera hasta la casa de Bíbulo y allí suplicar que éste pusiera fin a aquella tontería, salió de la boca de César sin pasión alguna. El pueblo prefirió marcharse a su propia casa.

– Lo cual sencillamente manifiesta su buen juicio -le dijo César a Pompeyo durante la cena en la domus publica-. Estamos abordando esto de un modo equivocado, Magnus.

Muy deprimido, Pompeyo estaba reclinado con el mentón apoyado en la mano izquierda; se encogió de hombros.

– ¿Equivocado? -preguntó con aire lúgubre-. Lo que pasa es que no hay modo alguno de abordarlo, ése es el problema.

– Lo hay, para que lo sepas.

Uno de aquellos ojos azules se volvió hacia César, aunque la mirada que lo acompañó fue escéptica.

– Dímelo ahora mismo, César.

– Estamos en quintilis y es época de elecciones, ¿correcto? Los juegos se están celebrando ahora, y media Italia ha venido para divertirse. Casi ninguno de esos que forman la multitud del Foro en el momento oportuno es de los asiduos. ¿Cómo saben lo que ha pasado? Oyen hablar de auspicios, de cónsules juniors que contemplan el cielo, de hombres asesinados en prisión y de unas estupendas trifulcas entre las facciones que ocupan los cargos de las magistraturas de Roma. Te miran a ti y me miran a mí y ven una parte. Luego miran a Catón y oyen hablar de Bíbulo, y ven otra parte. Debe de parecer más raro que un ritual pisidio.

– ¡Huh! -murmuró Pompeyo mientras apoyaba otra vez la barbilla en una mano-. Gabinio y Lucio Pisón van a perder, eso es lo único que yo sé.

– Sin duda tienes razón, pero sólo si fueran a celebrarse ahora las elecciones -le dijo César, vivo y enérgico otra vez-. Bíbulo ha cometido un error, Magnus. Debería haber dejado en paz las elecciones. Si se hubiesen celebrado ahora, ambos cónsules, con toda seguridad, habrían sido de los boni. Al posponerlas nos ha concedido tiempo y la oportunidad de recuperar nuestra posición.

– No podremos recuperar nuestra posición.

– Si producimos agitación acerca del último edicto, estoy de acuerdo. Pero dejemos de alborotar al respecto. Aceptemos la proposición como legítima, como si de todo corazón aprobásemos el edicto de Bíbulo. Luego nos ponemos a trabajar para recuperar nuestra influencia entre el electorado. En octubre volveremos a gozar de su favor, Magnus, espera y verás. Y en octubre tendremos los cónsules de nuestra facción, Gabinio y Lucio Pisón.

– ¿Realmente lo crees así?

– Estoy absolutamente seguro de ello. ¡Vuelve a tu villa de Albana con Julia, Magnus, por favor! Deja de preocuparte por la política de Roma. Yo estaré atento hasta que le entregue a la Cámara mi legislación para impedir que los gobernadores de las provincias esquilen a sus rebaños, lo cual no sucederá hasta dentro de dos meses. Ahora intentaremos pasar inadvertidos, no diremos nada y no haremos nada. Eso hará que Bíbulo y Catón no puedan despotricar contra nosotros. También haré callar al joven Curión. El interés se apaga cuando no ocurre nada.

Pompeyo se echó a reír con disimulo.

– He oído que el joven Curión realmente te metió el puño por el culo el otro día.

– ¿Al referirse a los acontecimientos del consulado de Julio y César en lugar del consulado de César y Bibulo? -preguntó César sonriendo.

– Lo del consulado de Julio y César es verdaderamente bueno.

– ¡Oh, sí, muy ocurrente! Yo también me reí mucho cuando lo oí. Pero hasta eso puede que funcione en nuestro favor, Magnus. Dice algo que el joven Curión hubiera debido detenerse a pensar antes de decir: que Bíbulo no es un cónsul y que yo he tenido que hacer de ambos cónsules a la vez. En octubre eso se hará muy evidente para los electores.

– Me animas enormemente, César -dijo Pompeyo suspirando. Luego pensó en otra cosa-. Por cierto, parece que Catón ha tenido una grave desavenencia con Cayo Pisón. Metelo Escipión y Lucio Ahenobarbo se han puesto de parte de Catón. Me lo ha dicho Cicerón.

– Tenía que suceder en cuanto Catón descubriera que Cayo Pisón hizo matar a Vetio -dijo César con seriedad-. Bíbulo y Catón son tontos, pero son unos tontos honorables en lo que se refiere al asesinato.

Pompeyo estaba boquiabierto.

– ¿Cayo Pisón fue quien lo hizo?

– Claro. Y tuvo razón al hacerlo. Vetio no era amenaza para nosotros si estaba vivo. Pero con Vetio muerto, se me puede echar a mí la culpa. ¿No intentó Cicerón convencerte de eso, Magnus?

– Pues…

– murmuró Pompeyo, que se puso colorado.

– ¡Precisamente! El caso Vetio ocurrió para hacer que tú desconfiases de mí. Luego, cuando interrogué públicamente a Vetio, Cayo Pisón vio que la estratagema iba a fracasar. De ahí la muerte de Vetio, que evitaba cualquier conclusión excepto las que se basasen en la pura especulación.

– Pues sí que desconfié de ti -reconoció Pompeyo malhumorado.

– Y es muy natural. ¡No obstante, Magnus, recuerda que me eres mucho más útil vivo que muerto! Es cierto que si tú murieras yo heredaría gran parte de tu gente. Pero si vives, todos tus hombres me apoyarán. Yo no abogo por la muerte.

Como la plebe y los magistrados plebeyos no funcionaban bajo los auspicios, el edicto de Bíbulo no pudo impedir que se llevaran a cabo las elecciones de los ediles plebeyos ni de los tribunos de la plebe. Estas se celebraron a finales de quintilis, como estaba programado, y Publio Clodio resultó elegido presidente del nuevo Colegio de los Tribunos de la Plebe. Lo cual no fue ninguna sorpresa; la plebe era muy dada a admirar a un patricio que tenía tanto interés en renunciar a su condición de patricio y convertirse en tribuno de la plebe sólo para conseguir ese cargo. Además Clodio tenía abundantes clientes y seguidores debido a su generosidad, y su matrimonio con la nieta de Cayo Graco le había aportado muchos miles más. En él la plebe veía a alguien que la apoyaría en contra del Senado; si apoyase al Senado, nunca habría renunciado a su condición de patricio.

Desde luego los boni consiguieron que tres de sus tribunos de la plebe fueran elegidos, y Cicerón tuvo tanto miedo de que Clodio lograse juzgarle por el asesinato de ciudadanos romanos sin un juicio previo que había gastado abundantes cantidades de dinero para asegurar la elección de su devoto admirador Quinto Terencio Culeo.

– No es que me preocupe mucho ninguno de ellos -le dijo Clodio a César, sin aliento a causa de la excitación-. ¡Los tiraré a todos al Tíber!

– Estoy seguro de que lo harás, Clodio.

Aquellos oscuros y un poco enloquecidos ojos destellaban.

– ¿Tú te crees que eres mi amo, César? -le preguntó Clodio con brusquedad.

Pregunta que provocó una carcajada de César.

– ¡No, Publio Clodio, no! Yo no te insultaría, ni soñaría con eso, y mucho menos me lo creería. Un Claudio, ¡aunque sea plebeyo!, no se pertenece más que a sí mismo.

– En el Foro dicen que te pertenezco.

– ¿Te importa a ti lo que digan en el Foro?

– Supongo que no, siempre que no me perjudique.

– Clodio se desenroscó de un súbito brinco y se puso en pie-. Bueno, sólo quería estar seguro de que no te creías mi dueño, así que ya me voy.

– Oh, no me prives aún de tu compañía -le dijo César gentilmente-. Siéntate otra vez, anda.

– ¿Para qué?

– Por dos motivos. El primero, que me gustaría saber qué planes tienes para tu año. El segundo, que me gustaría ofrecerte cualquier ayuda que pudieras necesitar.

– ¿Es esto una artimaña?

– No, simplemente es un interés auténtico. Y también espero, Clodio, que tengas suficiente sentido común para darte cuenta de que mi ayuda podría suponer la diferencia entre que tus leyes sean legales o no.

Clodio lo pensó en silencio y luego hizo un gesto de asentimiento.

– Ya lo comprendo -dijo-, y hay una parte en la que me podrías ayudar.

– Di en cuál.

– Necesito establecer mejores contactos con romanos auténticos. Me refiero a los tipos insignificantes, al rebaño. ¿Cómo podemos saber los patricios lo que quieren si no conocemos a ninguno? Y esto precisamente es lo que te diferencia a ti tanto de los demás. Tú conoces a todo el mundo, desde los que se encuentran más arriba hasta los que están más abajo. ¿Cómo lo has conseguido? Enséñame cómo hacerlo -le pidió Clodio.

– Conozco a todo el mundo porque nací y crecí en Subura. Cada día me rozaba con los tipos insignificantes, corno tú los llamas. Por lo menos no detecto en ti aires de superioridad ni paternalismo. Pero, ¿por qué quieres conocer a los humildes? No te serán de utilidad, Clodio. Sus votos no tienen importancia.

– Pero son muchos.

¿Qué andaba buscando? Aparentando que su interés era sólo debido a la cortesía, César se recostó y se quedó contemplando a Publio Clodio. ¿Lo mismo que Saturnino? No, no era de ese tipo. ¿Malicia? Ciertamente. ¿Qué podía hacer Clodio? Pregunta para la que César confesó que no encontraba respuesta. Clodio era un innovador, una persona completamente fuera de la ortodoxia que quizás llegaría adonde nadie había llegado antes. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Esperaba arrastrar a miles y miles de seres insignificantes al Foro para intimidar al Senado y a la primera clase y obligarles a hacer lo que aquellos tipos insignificantes quisieran? Pero eso solamente ocurriría si tenían la barriga vacía, y aunque el precio del grano era elevado en aquel momento, la ley de Catón impedía que el precio fuera impuesto a los humildes. Saturnino había visto una multitud de grandes proporciones y había tenido la inspiración de utilizarla para fomentar su propio objetivo, que era gobernar Roma. Pero cuando llamó a la multitud para cumplir sus órdenes, ésta no acudió. Así que Saturnino murió. Si Clodio intentaba imitar a Saturnino, la muerte también sería su destino. Haber conocido a los tipos insignificantes durante mucho tiempo -¡qué manera tan extraordinaria de describirlos!- le proporcionaba a César una visión de las cosas que ninguno de los personajes importantes de su propia clase podría tener nunca. Incluido Publio Clodio, nacido y criado en el Palatino. Bien, quizás Claudio quisiera ser como Saturnino, pero si era así lo único que descubriría era que a los tipos insignificantes no se les podía agrupar en masa con fines destructivos. Sencillamente, ellos no tenían inclinaciones políticas.

– El otro día me encontré en el Foro con alguien a quien tú conoces -le comentó Clodio poco después-. Cuando intentabas convencer a la multitud para que te siguieran a la casa de Bíbulo.

César sonrió con ironía.

– Una estupidez por mi parte -dijo.

– Eso es lo que dijo Lucio Decumio.

El rostro impasible de César se iluminó.

– ¿Lucio Decumio? ¡Pues ése sí que es un tipo insignificante maravilloso! Si quieres saber cosas de los tipos insignificantes, Clodio, acude a él.

– ¿A qué se dedica?

– Es un vilicus, el custodio del colegio de encrucijada que mi madre ha albergado desde antes de que yo naciera. Está un poco deprimido últimamente porque él y su colegio no tienen una posición oficial.

– ¿En casa de tu madre? -preguntó Clodio arrugando el entrecejo y la frente.

– En su ínsula. Donde el Vicus Patricii se junta con Subura Minor. Hoy día el colegio se ha convertido en una taberna, pero siguen reuniéndose allí.

– Le haré una visita a Lucio Decumio -dijo Clodio con aires de gran satisfacción.

– Me gustaría que me contases lo que planeas hacer como tribuno de la plebe -le dijo César.

– Empezaré por hacer cambios en la lex Aelia y en la lex Fufia, eso seguro. Permitir que cónsules como Bíbulo utilicen las leyes religiosas como artimañas políticas es de lunáticos. Cuando yo acabe con ellas, la lex Aelia y la lex Fufia no tendrán ningún atractivo para los que son como Bíbulo.

– ¡Eso lo aplaudo! Pero, de verdad, acude a mí para que te ayude a redactarlo.

Clodio sonrió con malicia.

– Quieres que haga una ley retrospectiva, ¿verdad? ¿Quieres que en el futuro sea ilegal contemplar el cielo tanto antes como después de la ley?

– ¿Para reforzar mi propia legislación? -César adoptó una expresión altanera-. Ya me las arreglaré sin una ley retroactiva. ¿Qué más?

– Quiero condenar a Cicerón por ejecutar a ciudadanos romanos sin haberlos juzgado, y enviarlo al exilio permanente.

– Excelente.

– Además pienso reinstaurar los colegios de encrucijada y otras clases de hermandades que tu primo Lucio César hizo que quedaran fuera de la ley.

– Para eso es para lo que quieres ir a ver a Lucio Decumio. ¿Y qué más?

– Hacer que los censores se comporten como es debido.

– Eso es interesante.

– Prohibir que los empleados del Tesoro se metan en negocios de comercio privado.

– Ya era hora.

– Y darle grano al pueblo completamente gratis.

César dejó escapar el aire entre los dientes.

– ¡Oh! Admirable, Clodio, pero los boni nunca permitirán que te salgas con la tuya.

– Los boni no tendrán más remedio que conformarse -dijo Clodio con el rostro lúgubre.

– Cómo te las arreglarás para financiar un subsidio de grano completamente gratis? El gasto sería prohibitivo.

– Legislando la anexión de la isla de Chipre. No olvides que Egipto y todas sus posesiones, principalmente Chipre, fueron legados a Roma en el testamento del rey Ptolomeo Alejandro. Tú revocaste lo de Egipto al lograr que el Senado concediese a Ptolomeo Auletes la permanencia en el trono egipcio, pero no hiciste el decreto extensivo a su hermano, el de Chipre. Eso significa que, según ese viejo testamento, Chipre sigue perteneciendo a Roma. Nunca hemos ejecutado el testamento, pero yo pienso hacerlo. Al fin y al cabo ya no hay reyes en Siria y Egipto no puede ir a la guerra solo. Debe de haber miles y miles de talentos por todo el palacio de Pafos esperando a que Roma los recoja.

Aquello le salió muy virtuoso, cosa que complació a Clodio inmensamente. César era un tipo muy agudo; él sería el primero en olerse la duplicidad. Pero César no sabía nada del antiguo rencor que Clodio le guardaba a Ptolomeo el Chipriota. Cuando los piratas capturaron a Clodio, éste les había dicho que le pidieran a Ptolomeo el Chipriota un rescate de diez talentos, tratando así de emular la conducta de César cuando los piratas lo habían capturado. Ptolomeo el Chipriota se había limitado a echarse a reír y luego se había negado a pagar más de dos talentos por el pellejo del almirante Publio Clodio, alegando que no valía más de eso. Un insulto mortal para Clodio.

Bien, Ptolomeo el Chipriota estaba a punto de pagar una suma considerablemente mayor de dos talentos para satisfacer la sed de venganza de Clodio. El precio sería todo, absolutamente todo lo que poseyera, desde su regencia hasta el último clavo dorado de las puertas.

De haber conocido César aquella historia, no le habría importado; estaba demasiado ocupado pensando en otro tipo de venganza.

– ¡Qué idea tan espléndida! -dijo en tono afable-. Tengo precisamente la persona adecuada a quien confiar una misión tan delicada como la anexión de Chipre. No se puede enviar a alguien que le tenga afición a robar, pues si fuera así Roma acabaría recibiendo menos de la mitad de lo que allí se encuentra, y entonces el subsidio del grano no se podría llevar a cabo. Y no puedes ir tú en persona. Tendrás que legislar una misión especial para anexionar Chipre, y yo tengo la persona indicada para ese trabajo.

– ¿Ah, sí? -preguntó Clodio cogido de improviso.

– Encomiéndaselo a Catón.

– ¿A Catón?

– Desde luego que sí. ¡Tiene que ser Catón! ¡El encontrará hasta el último dracma perdido en el rincón más oscuro, llevará las cuentas con una precisión inmaculada, hará inventario hasta de la última joya, de la última copa de oro, de cada estatua y de cada pintura… el Tesoro recibirá el lote completo! -le dijo César sonriendo como el gato que está a punto de romperle el cuello al ratón-. ¡Tienes que hacerlo, Clodio! Roma necesita que Catón haga ese trabajo! ¡Tú necesitas que Catón haga ese trabajo! Encomiéndale la misión a Catón, y obtendrás gratis todo el dinero necesario para pagar el subsidio del grano.

Clodio se marchó dando alaridos y dejó a César pensando que acababa de lograr la obra que le resultaba personalmente más satisfactoria desde hacía años. Aquel que se oponía a toda misión especial, Catón, se encontraría acorralado en un rincón mientras Clodio le apuntaba con una lanza desde todas las direcciones. Aquello era la belleza de la Belleza, como solía referirse Cicerón a Clodio, haciendo un juego de palabras con su apodo, Pulcher. Sí, Clodio era muy inteligente. Había visto de inmediato las ventajas de encomendarle aquella misión a Catón. Otro hombre quizás le ofreciera a Catón algún pretexto, pero Clodio no lo haría. Catón no tendría más remedio que obedecer a la plebe, y estaría ausente durante dos o tres años. Catón, que últimamente aborrecía ausentarse de Roma por miedo a que sus enemigos se aprovechasen de su ausencia. Sólo los dioses sabían los estragos que Clodio planeaba para el año siguiente, pero aunque no hiciera nada más por complacer a César que eliminar a Cicerón y a Catón, César, por su parte, no se quejaría.

– ¡Voy a obligar a Catón a anexionar Chipre! -le dijo Clodio a Fulvia cuando llegó a casa. Luego le cambió la expresión y puso mala cara-. Tendría que habérseme ocurrido a mí, pero ha sido idea de César.

A aquellas alturas Fulva ya sabía exactamente cómo manejar los cambios de humor más veleidosos de Clodio.

– ¡Oh, Clodio, eres verdaderamente un hombre brillante! -lo arrulló ella al tiempo que lo adoraba con los ojos-. ¡César está acostumbrado a servirse de otras personas, pero ahora eres tú el que lo está utilizando a él! Creo que deberías seguir sirviéndote de César.

Interpretación que le pareció muy bien a Clodio, que sonrió muy satisfecho y empezó a felicitarse a sí mismo por ser tan perspicaz.

– Y lo utilizaré, Fulvia. César puede redactar algunas de mis leyes.

– Las religiosas, desde luego.

– ¡Te parece que yo debería pagárselo haciéndole uno o dos favores?

– No -le dijo Fulvia con calma-. César no es tan tonto como para esperar favores de un patricio como él… y tú eres patricio de nacimiento, lo llevas en la sangre.

Fulvia se levantó de un modo un poco torpe para estirar las piernas; el nuevo embarazo empezaba a hacer que se sintiera pesada, cosa que ella encontraba que era un fastidio. Justo cuando Clodio estuviera en la cima de su cargo de tribuno, ella caminaría como un ánade. No es que tuviera intención de que las molestias de tener un bebé fueran a impedir su presencia en el Foro. De hecho, la idea de escandalizar a Roma de nuevo apareciendo en público embarazada de ocho o nueve meses se le hacía deliciosa. Y los dolores del parto tampoco la retendrían más de un día o dos. Fulvia era de las afortunadas: le resultaba fácil el embarazo y dar a luz. Después de haber estirado las doloridas piernas, sonrió y se tumbó de nuevo al lado de Clodio justo cuando Décimo Bruto entraba jubiloso a causa de la victoria de Clodio en las votaciones.

– Tengo un nombre: Lucio Decumio -dijo Clodio.

– ¿Como fuente de información sobre los tipos insignificantes, quieres decir? -preguntó Décimo Bruto mientras se tumbaba en el canapé de enfrente.

– Eso es.

– ¿Quién es?

Décimo Bruto se puso a picar de un plato de comida.

– El custodio de un colegio de encrucijada en Subura. Y un gran amigo de César, según dice Lucio Decumio, que jura que le cambiaba los pañales a César e hizo toda clase de diabluras con él cuando César era niño.

– ¿Y qué? -preguntó Décimo Bruto en tono escéptico.

– Que conocí a Lucio Decumio y me cayó bien. Y yo también le caí bien a él -dijo Clodio, y bajando la voz hasta hablar en un conspiratorio susurro añadió-: Por fin he hallado el camino para introducirme en las filas de los humildes… o por lo menos en el segmento de los humildes que pueden sernos útiles.

Los otros dos se olvidaron de la comida y se inclinaron hacia adelante.

– Lo único que ha demostrado Bíbulo este año es hasta qué punto la constitucionalidad puede ser una mofa -continuó Clodio-. En nombre de la ley ha puesto al triunvirato fuera de ella. Toda Roma se da cuenta de que lo que ha hecho en realidad ha sido utilizar un truco religioso, pero ha funcionado. Las leyes de César están en peligro. ¡Pues bien, pronto yo haré que esa clase de trucos sea ilegal! Y una vez que lo haga, no habrá ningún impedimento para que yo promulgue mis leyes legalmente.

– Eso si convences a la plebe para que las apruebe primero -dijo con desprecio Décimo Bruto-. ¡Puedo nombrarte a una docena de tribunos de la plebe frustrados por ese factor! Por no hablar del veto. Hay por lo menos otros cuatro hombres en tu colegio a los que les encantará vetarte.

– ¡Ahí es donde Lucio Decumio va a sernos de extraordinaria utilidad! -exclamó Clodio con evidente excitación-. ¡Vamos a conseguir entre los humildes tal número de seguidores que intimidarán a nuestros oponentes en el Senado y en el Foro hasta el punto de que nadie tendrá el valor suficiente para interponer el veto. Ninguna ley que a mí me interese promulgar dejará de aprobarse!

– Saturnino intentó eso y fracasó -dijo Décimo Bruto.

– Saturnino consideró a los humildes como una multitud, nunca supo cómo se llamaba ninguno de ellos ni bebió en su compañía -explicó Clodio con paciencia-. Dejó de hacer precisamente lo que un demagogo de éxito debe hacer: ser selectivo. Yo no quiero ni necesito enormes multitudes de humildes. Lo único que quiero son algunos grupos de auténticos granujas. Cuando le eché una mirada a Lucio Decumio me di cuenta de que había encontrado a un verdadero granuja. Nos fuimos a una taberna de la vía Nova y estuvimos charlando. Principalmente acerca de su resentimiento por haber sido descalificado corno colegio religioso. Afirmó que había sido un asesino en su juventud, y yo le creí. Pero lo que a mí me resulta más inoportuno es que dejó escapar que bastantes colegios de encrucijada, incluido el suyo, han estado dirigiendo una especie de montaje de protección durante… ¡oh, durante siglos!

– ¿Un montaje de protección? -preguntó Fulvia sin acabar de comprender.

– Venden protección contra robos y atracos a comerciantes y fabricantes.

– ¿Protección contra quién?

– ¡Contra ellos mismos, desde luego! -dijo Clodio riéndose-. Si no pagan, les dan una paliza. Si no pagan, les roban la mercancía. Si no pagan, les destruyen la maquinaria. Es perfecto.

– Estoy fascinado -dijo con voz pausada Décimo Bruto.

– Es muy simple, Décimo. Nosotros usaremos las hermandades de encrucijada como nuestras tropas. No hay necesidad de llenar el Foro con inmensas multitudes. Lo único que necesitamos es tener bastantes allí presentes en todo momento. Doscientos o trescientos a lo sumo, creo yo. Por eso tenemos que averiguar cómo están reunidos, dónde y cuándo se agrupan. Luego tenemos que organizarlos como un pequeño ejército: con listas y todo.

– ¿Cómo les pagaremos? -preguntó Décimo Bruto. Era un joven astuto y capaz en extremo, a pesar de su aspecto de idiota vicioso; la idea de trabajar para hacerles la vida difícil a los boni y a todos los demás que tuvieran aburridas inclinaciones conservadoras le resultaba inmensamente atrayente.

– Les pagaremos comprándoles el vino con nuestro propio dinero. Una cosa que he aprendido es que un hombre sin educación hará cualquier cosa por ti si le pagas las copas.

– No basta -dijo con énfasis Décimo Bruto.

– Me doy buena cuenta de ello -dijo Clodio-. También les pagaré legislando dos cosas. Una: legalizar de nuevo todos los colegios, cofradías, clubs y fraternidades. Dos: imponer un subsidio para que obtengan el grano gratis.

– Besó a Fulvia y se levantó-. Ahora vamos a aventurarnos por Subura, Décimo, donde veremos al viejo Lucio Decumio y empezaremos a establecer nuestros planes para cuando yo asuma el cargo el décimo día de diciembre.

César promulgó la ley para impedir las extorsiones de los gobernadores en las provincias durante el mes de sextilis, lo suficientemente después de los acontecimientos acaecidos el mes anterior como para que los ánimos se hubieran calmado. Incluido el suyo.

– No actúo por espíritu de altruismo ni le pongo objeciones a que un gobernador capaz se enriquezca de una manera aceptable -le dijo a la Cámara, que estaba medio llena-. Lo que hace esta lex Iulia es impedir que un gobernador le haga trampas al Tesoro y proteger al pueblo de esa provincia de la rapacidad. Durante más de cien años el gobierno de las provincias en las provincias ha sido una deshonra. Se vende el derecho a la ciudadanía. Se venden exenciones de pagar impuestos, aranceles y tributos. El gobernador se lleva consigo a medio millar de parásitos para desangrar aún más los recursos de las provincias. Se libran guerras por el único motivo de asegurar un desfile triunfal al regreso del gobernador a Roma. Si se niegan a entregar a una hija o un campo de grano, a aquellos que no son ciudadanos romanos se les somete al azote de espinos, y a veces se les decapita. No se realiza el pago de las provisiones y del material militar. Se fijan los precios de manera que beneficien al gobernador, a sus banqueros o a sus secuaces. Se alienta la práctica de la usura. ¿Tengo que seguir? -César se encogió de hombros-. Marco Catón dice que mis leyes no son legales debido a las actividades de mi colega consular, que se dedica a contemplar el cielo. No he dejado que Marco Bíbulo se interpusiera en mi camino y tampoco dejaré que lo haga en este proyecto de ley. Sin embargo, si este cuerpo se niega a darle un consultum de aprobación, no lo llevaré ante el pueblo. Como podéis ver por el número de cubos que tengo a mis pies, es un cuerpo de ley enorme. Sólo el Senado tiene la fortaleza necesaria para leerlo con detenimiento, sólo el Senado aprecia la difícil situación que atraviesa Roma en lo concerniente a sus gobernadores. Esta es una ley senatorial, debe recibir la aprobación del Senado.

– Sonrió mirando en dirección a Catón-. Podríais decir que le estoy entregando un regalo al Senado… Si lo rechazáis, el Senado morirá.

Quizás fuera que quintilis había actuado como catarsis, o quizás que el grado de rencor y rabia había sido tal que la pura intensidad de la emoción no podía mantenerse ni un momento más; fuera por el motivo que fuese, la ley de César contra la extorsión encontró aprobación universal en el Senado.

– Es magnífica -dijo Cicerón.

– No tengo ninguna queja ni con la más pequeña subcláusula -opinó Catón.

– Hay que felicitarle -reconoció Hortensio.

– Es tan exhaustiva que durará para siempre -fue la opinión de Vatia Isáurico.

Así que la lex lulia repetundarum fue a la Asamblea Popular acompañada de un senatus consultum de consentimiento, y se promulgó como ley a mitad de setiembre.

– Estoy complacido -le dijo César a Craso en medio del torbellino del Macellum Cuppedenis, lleno a rebosar de visitantes procedentes del campo que estaban en la ciudad para los ludi Romani.

– No es para menos, Cayo. Cuando los boni no pueden encontrar nada malo, debería uno exigir que se le concediera un nuevo tipo de triunfo sólo por haber hecho una ley perfecta.

– Los boni tampoco pudieron encontrar nada malo en mi ley de tierras, pero eso no impidió que se me opusieran a ella -le recordó César.

– Las leyes de tierras son diferentes. Hay demasiadas rentas y contratos de alquiler en juego. La extorsión por parte de los gobernadores en sus provincias encoge los ingresos del Tesoro. Me parece, sin embargo, que no debías haber limitado tu ley contra la extorsión solamente a la clase senatorial. Los caballeros también se dedican a la extorsión en las provincias.

– Pero sólo con el consentimiento de los gobernadores. Sin embargo, cuando yo sea cónsul por segunda vez promulgaré una ley dirigida a los caballeros. Es un proceso demasiado largo el de redactar leyes contra la extorsión como para poder hacer más de una por consulado.

– ¿Es que piensas ser cónsul por segunda vez?

– Desde luego: ¿Tú no?

– Pues en realidad no me importaría -dijo Craso con aire pensativo-. Todavía me encantaría ir a la guerra contra los partos y ganarme por fin mi triunfo. Pero no podré hacerlo a menos que sea cónsul otra vez.

– Lo serás.

Craso cambió de tema.

– ¿Te has decidido ya acerca de la lista completa de legados y tribunos para la Galia? -le preguntó a César.

– Más o menos, aunque no del todo.

– Entonces, ¿querrías llevarte a mi Publio contigo? Me gustaría que aprendiera contigo el arte de la guerra.

– Me encantará contar con él.

– Tu elección de legado con condición de magistrado más bien me tiene atónito… ¿Tito Labieno? Nunca ha hecho nada.

– Excepto ser mi tribuno de la plebe, es lo que me estás dando a entender -dijo César con ojos chispeantes-. ¡No te creas que poseo esa clase de estupidez, mi querido Marco! Conocí a Labieno en Cilicia cuando Vatia Isáurico era gobernador. Le gustan los caballos, cosa que es bastante rara en un romano. Necesito un comandante de caballería realmente capacitado, porque las tribus que van a caballo son muy numerosas allí donde voy. Labieno será un comandante de caballería muy bueno.

– ¿Todavía tienes intención de marchar Danubio abajo hacia el Euxino?

– Cuando yo termine, Marco, las provincias de Roma llegarán hasta Egipto. Si tú ganas contra los partos cuando seas cónsul por segunda vez, Roma poseerá el mundo entero desde el océano Atlántico hasta el río Indo.

– Dejó escapar un suspiro-. Supongo que eso significa que también tendré que someter a la Galia Transalpina en un momento u otro.

Craso pareció golpeado por un rayo.

– ¡Cayo, estás hablando de algo que necesitará de diez años para llevarse a cabo, no cinco!

– Ya lo sé.

– ¡El Senado y el pueblo te crucificarán! ¿Librar una guerra de agresión durante diez años? ¡No lo ha hecho nunca nadie!

Mientras estaban parados hablando, la multitud pasaba en remolinos a su alrededor, en una masa siempre cambiante y muchos saludaban alegremente a César, quien respondía con una sonrisa y a veces hacía alguna pregunta para interesarse por algún miembro de la familia, por un empleo o por un matrimonio. Aquello nunca había dejado de fascinar a Craso. ¿A cuántas personas de Roma conocía César? No siempre eran romanos. Esclavos con gorros de libertos, judíos que llevaban el solideo, frigios con turbante, galos de cabello largo, sirios con la cabeza rapada. Si toda aquella gente tuviera voto, César nunca dejaría el cargo. Pero César siempre trabajaba dentro de las formas tradicionales. ¿Sabrán los boni qué parte de Roma tiene César en la palma de la mano?. No, no tienen ni la menor idea. Si lo supieran, Bíbulo no se habría dedicado a contemplar el cielo. Aquella daga que Bíbulo le había enviado a Vetio habría sido utilizada. César estaría muerto. ¿Pompeyo Magnus? ¡Nunca!

– ¡Estoy harto de Roma! -gritó César-. Durante casi diez años he estado encarcelado aquí… ¡estoy impaciente por marcharme! ¿Diez años en el campo de batalla? ¡Oh, Marco, ésa es una perspectiva deliciosa! Hacer algo que es mucho más natural para mí que ninguna otra cosa, recogiendo una cosecha para Roma, ensalzando mi dignitas, y no tener que aguantar los gimoteos y las críticas de los boni. En el campo de batalla soy yo el que tiene la autoridad, nadie puede contradecirme. ¡Es maravilloso!

Craso se echó a reír entre dientes.

– Menudo autócrata estás hecho.

– Igual que tú.

– Sí, pero la diferencia es que yo no quiero gobernar el mundo entero, sólo la parte económica. Las cifras son tan concretas y exactas que los hombres se asustan sólo de verlas a menos que tengan un auténtico talento para ello. Mientras que la política y la guerra son muy difuminadas. Todo hombre piensa que si tiene suerte puede ser el mejor en cualquiera de ellas. Yo no me meto con la mos maiorum y dos tercios del Senado tienen mi misma clase de autocracia, así de simple.

Pompeyo y Julia regresaron a Roma con carácter más o menos permanente a tiempo de ayudar a Aulo Gabinio y a Lucio Calpurnio Pisón a hacer campaña para las elecciones curules el decimoctavo día de octubre. Como César no había visto a su hija desde que se casó con Pompeyo, se sorprendió un poco. Aquélla era una joven matrona confiada, vital, chispeante e ingeniosa, no la dulce y gentil adolescente que conservaba en su imaginación. Su compenetración con Pompeyo era asombrosa, aunque César no sabía quién era el responsable de aquello. El antiguo Pompeyo había desaparecido; el nuevo Pompeyo era un hombre muy instruido que se embelesaba con la literatura, que hablaba con mucha erudición de este pintor o de aquel escultor, y que no mostró el más mínimo interés en interrogar a César acerca de sus propósitos militares para los próximos cinco años. ¡Y encima Julia era la que mandaba! Por lo visto, y sin avergonzarse de ello lo más mínimo, Pompeyo se había rendido a la dominación femenina. ¡Nada de prisiones entre severos bastiones picentinos para Julia! Si Pompeyo iba a alguna parte, Julia también iba. ¡Como las sombras de Fulvia y Clodio!

– Voy a construir un teatro de piedra para Roma en un terreno que he comprado situado entre las saepta y las cuadras para carros -dijo el Gran Hombre-. Este asunto de instalar teatros temporales de madera cinco o seis veces al año siempre que hay juegos importantes es una absoluta locura, César. No me importa que la mos maiorum diga que el teatro es decadente e inmoral, el hecho es que Roma se vuelca para asistir a las representaciones, y cuanto más groseras mejor. Julia dice que el mejor monumento en memoria de mis conquistas que yo podría dejarle a Roma sería un enorme teatro de piedra con un precioso peristilo y una columnata adyacente, y una cámara lo bastante grande como para dar cabida al Senado en uno de los extremos. Así, dice ella, puedo saltarme la mos maiorum: un templo inaugurado para el Senado en uno de los extremos, y justo encima del auditorio un delicioso templito dedicado a Venus Victrix. Bueno, tiene que ser a Venus, puesto que Julia es descendiente directa de Venus, pero ella sugirió que sea la Venus victoriosa en honor a mis conquistas. ¡Qué pollita más inteligente! -terminó amorosamente Pompeyo al tiempo que acariciaba la mata de pelo de su esposa, que lucía un peinado muy a la moda. Y que estaba, pensó César muy divertido, insufriblemente orgullosa de sí misma.

– Parece ideal -dijo César, seguro de que no le escuchaban.

Y así fue. Julia habló.

– Mi león y yo hemos hecho un trato -dijo sonriéndole a Pompeyo como si compartieran muchos miles de secretos-. Yo elegiré los materiales y los decorados para el teatro, y mi león los del peristilo, la columnata y la nueva Curia.

– Y detrás vamos a construir una modesta villa, junto a los cuatro templos -añadió Pompeyo-, por si alguna vez vuelvo a quedarme plantado en el Campo de Marte durante nueve meses. Estoy pensando en presentarme a cónsul otra vez cualquier día de estos.

– Las grandes mentes piensan igual -dijo César.

– ¿Eh?

– Nada.

– ¡Oh, tata, deberías ver el palacio albano de mi león! -exclamó Julia con la mano dentro de la de Pompeyo-. Es verdaderamente asombroso, exactamente igual que la residencia de verano del rey de los partos, dice él.

– Se volvió hacia su abuela-. Avia, ¿cuándo vas a venir allí a pasar una temporada con nosotros? ¡Tú nunca sales de Roma!

– ¡Su león, por favor! -bufó Aurelia cuando habló con César después de que la dichosa pareja se marchó al recién decorado palacio de las Carinae-¡Lo adula de un modo desvergonzado!

– La técnica de Julia no se parece en nada a la tuya, mater -le dijo César con gravedad-. Dudo que yo te haya oído alguna vez dirigirte a mi padre por ningún otro nombre que no fuera el suyo: Cayo Julio. Ni siquiera lo llamabas César.

– Las palabras de amor son una tontería.

– Estoy tentado de apodar a Julia Leo Domitrix.

– La domadora de leones.

– Eso hizo que por fin Aurelia sonriera-. ¡Bueno, desde luego está claro que es ella la que blande el látigo y la silla!

– Pero con mucha ligereza, mater. Se adviene en ella el carácter de los Césares, su descaro es realmente muy sutil. Ha convertido a Pompeyo en su esclavo.

– Hicimos un buen trabajo el día que los presentamos. Pompeyo te guardará bien las espaldas cuando tú estés ausente en campaña.

– Eso espero. Y también confío en que logre convencer a los electores de que Lucio Pisón y Gabinio deberían ser cónsules el año que viene.

Y se convenció a los electores; Aulo Gabinio salió elegido cónsul senior, y Lucio Calpurnio Pisón su colega junior. Los boni habían trabajado desesperadamente para evitar el desastre, pero César había estado en lo cierto. Tan firmemente a favor de los boni en quintilis, la opinión pública ahora estaba a favor de los hombres del triunvirato. Ni todos los bulos del mundo acerca de los matrimonios de hijas vírgenes con hombres lo bastante viejos como para ser sus abuelos pudieron hacer cambiar de opinión a los votantes, que prefirieron cónsules triunvirales a los sobornos, probablemente porque Roma estaba vacía de votantes rurales, que eran quienes tendían a contar con los sobornos para tener más dinero que gastar durante los juegos.

Aun careciendo de pruebas consistentes, Catón decidió procesar a Aulo Gabinio por corrupción electoral. Esta vez, no obstante, no tuvo éxito; aunque acudió a todos los pretores que simpatizaban con su causa, ninguno accedió a celebrar el juicio. Metelo Escipión le sugirió que lo llevase directamente ante la plebe y que reuniese una Asamblea para solicitar, y obtener, una ley que acusase a Gabinio de soborno.

– ¡Como ningún tribunal ni pretor está dispuesto a acusar a Aulo Gabinio, es deber de los Comicios el hacerlo! -gritó Metelo Escipión a la multitud agrupada en el Foso de los Comicios.

Quizás porque aquel día hacía mucho frío y lloviznaba, había poca concurrencia, pero de lo que no se percataron ni Metelo Escipión ni Catón fue de que Publio Clodio pensaba utilizar aquella reunión como un ensayo de su organización, que estaba fructificando rápidamente, para convertir a los colegios de encrucijada en tropas de Clodio. El plan era utilizar sólo a aquellos miembros que tenían aquel día libre en sus trabajos, y limitar su número a menos de doscientos. Decisión que significaba que Clodio y Décimo Bruto habían necesitado proveerse únicamente de dos colegios, uno el que atendía Lucio Decumio y el otro el que atendía su más íntimo aliado.

Cuando Catón se adelantó para dirigirse a la Asamblea, Clodio bostezó y estiró los brazos, gesto que aquellos que llegaron a percibirlo interpretaron como que a Clodio le encantaba ser ahora miembro de la plebe y podía estar en el Foso de los Comicios durante una reunión de la plebe.

Pero no significaba nada parecido. En cuanto Clodio hubo terminado de bostezar, unos ciento ochenta hombres saltaron a la tribuna y arrancaron de ella a Catón, lo arrastraron al fondo del recinto y empezaron a apalearlo sin piedad. El resto de los setecientos miembros de la plebe captaron la indirecta y desaparecieron, dejando a un espantado Metelo Escipión con los otros tres tribunos de la plebe dedicados a la causa de los boni. Ningún tribuno de la plebe poseía lictores ni ninguna otra clase de guardaespaldas personales; horrorizados e indefensos, lo único que los cuatro podían hacer era mirar.

Las órdenes eran darle un buen escarmiento a Catón, pero dejarlo de una pieza, y éstas se obedecieron al pie de la letra. Los hombres desaparecieron entre la suave lluvia después de haber hecho bien su trabajo; Catón yacía inconsciente y ensangrentado, pero sin ningún hueso roto.

– ¡Oh, dioses, creí que habían acabado contigo! -le dijo Metelo Escipión a Catón cuando Ancario y él consiguieron que Catón volviera en sí.

– Pero, ¿qué he hecho? -preguntó Catón, a quien le zumbaba la cabeza.

– Has desafiado a Gabinio y a los triunvires sin tener nuestra inviolabilidad tribunicia. Hay un mensaje en todo esto, Catón: deja en paz a los triunvires y a sus marionetas -le dijo Ancario con aire lúgubre.

Mensaje que también recibió Cicerón. Cuanto más se acercaba el momento de que Clodio entrase en posesión de su cargo, más aterrorizado se sentía Cicerón. Las constantes amenazas de Clodio acerca de que iba a procesarle le llegaban regularmente, pero todas sus apelaciones a Pompeyo sólo encontraron ausentes afirmaciones de que Clodio no iba en serio. Privado de Ático -que se había marchado a Epiro y a Grecia-, Cicerón no pudo encontrar a nadie que se interesase por él lo suficiente como para ayudarle. Así que cuando Catón fue agredido en el Foso de los Comicios y se corrió la voz de que Clodio era el responsable, el pobre Cicerón perdió todas las esperanzas.

– ¡La Belleza va a atraparme y a Sampsiceramus ni siquiera le importa! -se quejó a Terencia, cuya paciencia se iba agotando tanto que estuvo tentada de coger el objeto contundente más cercano y ponérselo por corona-. ¡No entiendo nada a Sampsiceramus! Siempre que hablo con él en privado me cuenta lo deprimido que está… pero luego lo veo en el Foro con esa infantil esposa suya colgada del brazo y se deshace en sonrisas.

– ¿Por qué no pruebas a llamarle Pompeyo Magnus en lugar de ese ridículo nombre? -dijo Terencia en tono exigente-. Si sigues así, con esa lengua que tienes en la boca, un día seguro que se te va a escapar.

– ¿Y qué importa? ¡Estoy acabado, Terencia, acabado! ¡La Belleza me mandará al exilio!

– Me sorprende que no te hayas puesto de rodillas para besarle los pies a esa ramera de Clodia.

– Conseguí que Ático lo hiciera por mí, pero fue inútil. Clodia dice que no tiene poder sobre su hermanito.

– Porque preferiría que le besases los pies tú personalmente, ése es el motivo.

– ¡Terencia, no estoy y nunca he estado metido en un asunto con la Medea del Palatino! Tú que siempre eres tan sensata, ¿por qué insistes en seguir adelante con esa tontería? ¡Mira a sus amigos! Todos son lo bastante jóvenes como para ser sus hijos… ¡mi queridísimo Celio! ¡Aquel muchacho tan agradable! ¡Ahora contempla extasiado a Clodia y se le cae la baba por ella igual que la mitad de las mujeres de Roma se extasían y babean al contemplar a César! ¡César! ¡Otro patricio ingrato!

– Probablemente él tenga más influencia sobre Clodio que Pompeyo -le ofreció ella-. ¿Por qué no acudes a él?

El salvador de la patria se puso en pie.

– ¡Preferiría pasarme el resto de mi vida en el exilio! -dijo entre dientes.

Cuando Publio Clodio asumió su cargo el décimo día de diciembre, toda Roma esperaba con el aliento entrecortado. También estaban así los miembros del círculo más íntimo del club de Clodio, en particular Décimo Bruto, que era el general de las tropas de los colegios de encrucijada de Clodio. El Foso de los Comicios no era lo bastante grande para dar cabida a la enorme multitud que se congregó en el Foro aquel primer día para ver lo que Clodio iba a hacer, así que éste trasladó la reunión a la plataforma del templo de Cástor y anunció que legislaría que cada ciudadano romano varón recibiera cinco modii de trigo gratis al mes. Sólo la parte de la multitud -una parte diminuta- perteneciente a los colegios de encrucijada que Clodio había reclutado sabía lo que se avecinaba; la noticia cayó por completa sorpresa en los oídos que escuchaban.

El clamor que se levantó se oyó hasta en las colinas y en las puertas Capena, y ensordeció a los senadores que estaban de pie en las escaleras de la Curia Hostilia al tiempo que captaban con la mirada la extraordinaria vista de miles de objetos que se lanzaban al aire: gorros de la libertad, zapatos, cinturones, trozos de comida, cualquier cosa que la gente, presa de júbilo, pudiera lanzar hacia arriba. Y el vitoreo continuó y continuó, y parecía que no cesaría nunca. De algún lugar aparecieron flores en todas las manos; Clodio y sus deslumbrados nueve colegas tribunos de la plebe quedaron de pie en la plataforma del templo de Cástor bajo una lluvia de flores; Clodio, radiante, apretaba las manos por encima de la cabeza. De pronto se agachó y empezó a arrojar las flores a la multitud, riéndose como un loco.

Catón lloraba; todavía mostraba las marcas de la brutal paliza recibida.

– Esto es el principio del fin -dijo entre lágrimas-. ¡No podemos permitir pagar todo ese trigo! Roma quedará en la bancarrota.

– Bíbulo está contemplando el cielo -dijo Ahenobarbo-. Esta nueva ley del grano de Clodio será nula, como todas las demás que se han aprobado este año.

– ¡Oh, a ver si aprendes a tener sentido común! -le dijo César, que se encontraba lo bastante cerca para oírlo-. Clodio no es ni la décima parte de estúpido que tú, Lucio Domicio. El lo mantendrá todo en contio hasta el día de año nuevo. Nada irá a votación hasta que acabe diciembre. Además, sigo albergando mis dudas acerca de la táctica de Bíbulo en lo que se refiere a la plebe. Sus reuniones no se celebran bajo los auspicios.

– Me opondré -dijo Catón mientras se secaba los ojos.

– Catón, si lo haces estarás muerto muy pronto -le dijo Gabinio-. Quizás por primera vez en su historia Roma tiene un tribuno de la plebe sin los escrúpulos que ocasionaron la caída de los hermanos Graco ni la soledad que llevó a la muerte a Sulpicio. No creo que nada ni nadie pueda acobardar a Clodio.

– ¿Qué se le ocurrirá a continuación? -preguntó Lucio César, que tenía la cara blanca.

A continuación se le ocurrió un proyecto de ley para restablecer la completa legalidad a los colegios, hermandades, fraternidades y clubs de Roma. Aunque no gozó de tanta popularidad entre la multitud como lo del grano gratis, fue tan bien recibido que después de aquella reunión los hermanos de los colegios de encrucijada, que gritaban hasta quedarse roncos, sacaron a Clodio en hombros en medio de grandes vítores. Y después Clodio anunció que él haría completamente imposible que alguien como Marco Calpurnio Bíbulo molestase al gobierno nunca más. Las leyes Aelia y Fufia habían de ser enmendadas para permitir que se celebrasen reuniones del pueblo y de la plebe y la aprobación de leyes mientras un cónsul permaneciera en su casa contemplando el cielo; para invalidar esas leyes, o reuniones, el cónsul tendría que demostrar la aparición de un auspicio adverso dentro del día en que la reunión tuviera lugar. Los asuntos no podrían suspenderse debido a la posposición de las elecciones. Ninguno de los cambios sería retroactivo, no protegían al Senado ni a sus deliberaciones y tampoco afectaban a los tribunales.

– Está reforzando las Asambleas a costa del Senado -dijo Catón con tristeza.

– Sí, pero por lo menos no ha ayudado a César -repuso Ahenobarbo-. ¡Apuesto a que será una decepción para los triunvires!

– ¡Nada de decepción! -intervino bruscamente Hortensio-. ¿No habéis reconocido todavía el sello de César en esa legislación? La ley llega lo bastante lejos, pero no más allá de lo que permite la tradición y las costumbres. César es mucho más listo que Sila. No hay impedimentos para que un cónsul se quede en su casa contemplando el cielo, sólo se define la manera de pasar por encima cuando lo haga. ¿Y qué le importa a César la supremacía del Senado? ¡En el Senado no es donde radica el poder de César, nunca fue así y nunca lo será!

– ¿Dónde está Cicerón? -preguntó de pronto Metelo Escipión-. No lo he visto en el Foro desde que Clodio asumió su cargo.

– Y sospecho que no lo verás -dijo Lucio César-. Está convencido de que si va oirá cómo se le acusa.

– Lo cual es muy posible -dijo Pompeyo.

– ¿Tú estás de acuerdo en que se le acuse, Pompeyo? -preguntó el joven Curión.

– No levantaré mi escudo para impedirlo, de eso puedes estar seguro.

– ¿Por qué no estás ahí abajo lanzando vítores, Curión? -le preguntó Apio Claudio-. Creía que mi hermanito y tú erais uña y carne.

Curión suspiró.

– Me parece que estoy haciéndome mayor -repuso.

– Probablemente retoñarás como una alubia muy pronto -dijo Apio Claudio con una sonrisa agria.

Comentario que Curión comprendió en la siguiente reunión convocada por Clodio, en la que éste anunció que iba a modificar las condiciones bajo las cuales funcionaban los censores de Roma: el padre de Curión era censor.

Ningún censor, dijo Clodio, podrá borrar de las listas del censo a ningún miembro del Senado ni a ningún miembro de la primera clase sin un juicio completo y como es debido, y ha de existir además el consentimiento por escrito de los dos censores. El ejemplo que Clodio puso fue de mal agüero para Cicerón: afirmó que el padrastro de Marco Antonio, Léntulo Sura -quien se tomó considerables molestias en señalar que había sido ejecutado ilegalmente por Marco Tulio Cicerón con el consentimiento del Senado-, había sido borrado del censo senatorial por el censor Léntulo Clodiano por razones que se basaban en la venganza personal. «¡No habría más purgas senatoriales y ecuestres!”, exclamó Clodio.

Con cuatro leyes diferentes para ser discutidas durante el mes de diciembre, Clodio dejó ahí su programa legislativo… y dejó a Cicerón en la antesala del terror, muy inseguro. ¿Acusaría o no acusaría a Cicerón? Nadie lo sabía, y Clodio no lo decía.

Desde abril la ciudad de Roma no le había puesto los ojos encima al cónsul junior, Marco Calpurnio Bíbulo. Pero el último día de diciembre, cuando el sol se deslizaba hacia su pequeña muerte diaria, salió de su casa y fue a dejar el cargo, que apenas lo había visto tampoco.

César lo miró mientras se acercaba con su escolta de boni y los doce lictores, que llevaban las fasces por primera vez desde hacía más de ocho meses. ¡Cómo había cambiado! Siempre había sido un hombre pequeño, pero ahora parecía haber encogido y haberse encorvado, y caminaba como si algo le estuviera royendo los huesos. Su rostro, pálido y afilado, no mostraba ninguna expresión, salvo una mirada de frío desprecio que brilló en aquellos ojos plateados cuando se posaron momentáneamente en el cónsul senior; hacía más de ocho meses que no veía a César, y lo que vio, evidentemente, lo consternó. El había encogido. César había crecido.

– ¡Todo lo que ha hecho Cayo Julio César este año es nulo y está vacío! -les gritó a los congregados en el Foso de los Comicios; pero la única respuesta que obtuvo fue que los miembros de aquella asamblea lo miraron fijamente con pétrea desaprobación. Se estremeció y no dijo nada más.

Después de las plegarias y los sacrificios, César se adelantó y prestó juramento de que había cumplido con sus deberes como cónsul senior lo mejor que había sabido, y que había hecho todo lo que había podido. Luego pronunció su despedida, acerca de lo cual llevaba días pensando y aún no sabía qué decir. De manera que decidió hacerlo breve y no decir nada que tuviera que ver con aquel terrible consulado que entonces terminaba.

– Soy un patricio romano de la gens Julia, y mis ancestros han servido a Roma desde los tiempos del rey Numa Pompilio. Yo, a mi vez, he servido a Roma: como flamen Dialis, como soldado, como pontífice, como tribuno de los soldados, como cuestor, como edil curul, como juez, como pontífice máximo, como praetor urbanus, como procónsul en Hispania Ulterior y como cónsul senior. Todo in suo anno. Me he sentado en el Senado de Roma exactamente durante un poco más de veinticuatro años, y he podido ver cómo su poder se debilitaba como inevitablemente la vida obliga a debilitarse a un hombre muy anciano. Porque el Senado es un hombre muy, muy anciano.

«La cosecha viene y va. Abundancia un año, hambruna el siguiente. De modo que he visto los graneros de Roma llenos y también los he visto vacíos. He conocido la primera dictadura auténtica de Roma. He visto a los tribunos de la plebe reducidos a meras cifras, y los he visto campando por sus fueros. He visto el Foro Romano bajo la tranquila y fría luz de la luna, blanqueado y silencioso como una tumba. He visto el Foro Romano bañado en sangre. He visto la tribuna erizada de cabezas de hombres. He visto la casa de Júpiter Optimo Máximo caer en llameantes ruinas, y la he visto volver a levantarse. Y he visto el surgimiento de un poder nuevo, el de los soldados empobrecidos, sin concesiones y sin tierras, que después de licenciarse han de mendigarle a su patria una pensión, y con demasiada frecuencia he visto cómo esa pensión se les negaba.

«He vivido momentos importantes, porque desde que nací, hace de ello cuarenta y un años, Roma ha padecido espantosas convulsiones. Las provincias de Cilicia, Cirenaica, Bitinia-Ponto y Siria se han añadido al imperio de Roma, y las provincias que ya poseía se han modificado tanto que son irreconocibles. Durante mi vida el mar Medio se ha dado en llamar el Mare Nostrum. Es Nuestro Mar de una punta a la otra.

“La guerra civil se ha paseado a grandes zancadas arriba y abajo de Italia, no una vez, sino siete veces. A lo largo de mi vida, por primera vez un romano condujo a sus tropas contra la ciudad de Roma, su patria, aunque Lucio Cornelio Sila no fue el último que lo hizo. Pero en toda mi vida ningún enemigo extranjero ha puesto el pie en suelo italiano. Un poderoso rey que peleó contra Roma durante veinticinco años sufrió la derrota y la muerte. Aunque le costó a Roma las vidas de cien mil ciudadanos. Aun así, no le costó a Roma tantas vidas como le han costado las guerras civiles.

»He visto morir a hombres de un modo heroico, los he visto morir desvariando, los he visto morir diezmados, los he visto morir crucificados. Pero siempre me conmueve muchísimo la aflicción de hombres excelentes y el infortunio de hombres mediocres.

»Lo que Roma ha sido, es y será depende de nosotros, los romanos. Amados de los dioses, nosotros somos el único pueblo de la historia del mundo que comprende que una fuerza se expande en dos direcciones: hacia adelante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, hacia la derecha y hacia la izquierda. Así los romanos han disfrutado de una clase de igualdad con sus dioses de la que ningún otro pueblo ha gozado. Porque ningún otro pueblo lo comprende. Debemos hacer, pues, un gran esfuerzo por comprendernos a nosotros mismos, por comprender lo que nuestra posición en el mundo exige de nosotros, por comprender que las rencillas internas y los rostros vueltos obstinadamente hacia el pasado nos harán caer.

»Hoy yo paso de la cima de mi vida, el año de mi consulado, para dedicarme luego a otras cosas. Diferentes cimas, porque nada permanece igual. Yo soy romano desde el principio de Roma, y antes de que yo muera el mundo conocerá a este romano. Le rezo a Roma. Rezo por Roma. Soy romano.

– Se puso sobre la cabeza el borde de la toga bordada de púrpura-. Oh, todopoderoso Júpiter Optimo Máximo… si es que quieres que me dirija a ti por ese nombre; si no, te aclamaré con cualquier otro nombre que quieras oír; tú, que tienes el sexo que prefieras, tú que eres el espíritu de Roma; te ruego que continúes llenando a Roma y a todos los romanos con tus fuerzas vitales, rezo porque tú y Roma lleguéis a ser aún más poderosos, rezo porque siempre hagamos honor a las condiciones de nuestros acuerdos con vosotros, y te suplico de todos los modos que son legales que honres esos mismos tratados. ¡Viva Roma!

Nadie se movió. Nadie habló. Los rostros estaban impasibles.

César se dirigió al fondo de la tribuna y con elegancia inclinó la cabeza ante Bíbulo.

– Juro ante Júpiter Óptimo Máximo, Júpiter Feretrio, Sol Indigeta, Telo y Jano Clusivio que yo, Marco Calpurnio Bíbulo, cumplí con mi deber como cónsul junior de Roma al retirarme a mi casa como indicaban los Libros Sagrados, y que allí estuve verdaderamente contemplando el cielo. Juro que mi colega en el consulado, Cayo Julio César, es nefas porque él violó mi edicto…

– ¡Veto! ¡Veto! -gritó Clodio-. ¡Ese no es el juramento!

– Entonces pronunciaré mi discurso sin jurarlo -dijo a voces Bíbulo.

– ¡Veto tu discurso, Marco Calpurnio Bíbulo! -rugió Clodio-. ¡Interpongo mi veto para que salgas de tu cargo sin concederte la oportunidad de que justifiques todo un año de la más completa inercia! ¡Vete a tu casa, Marco Calpurnio, y contempla el cielo! ¡El sol acaba de ponerse sobre el peor cónsul de la historia de la República! ¡Y da gracias a tus estrellas de que yo no decida legislar que se borre tu nombre de los fasti y se sustituya por el consulado de Julio César!

Vil, tétrico, desabrido, pensó César asqueado; dio media vuelta para marcharse, sin esperar a que nadie lo alcanzara. A la puerta de la domus publica pagó generosamente a sus lictores, les agradeció aquel año de leales servicios y luego le preguntó a Fabio si él y los demás estarían dispuestos a acompañarle a la Galia Cisalpina durante su proconsulado. Fabio aceptó en nombre de todos.

La casualidad hizo que Pompeyo y Craso coincidieran juntos no mucho más atrás de la alta figura de César, que desaparecía entre la penumbra de un bajo y brumoso crepúsculo.

– Bueno, Marco, a nosotros nos fue mejor cuando fuimos cónsules juntos de lo que les ha ido a César y a Bíbulo, aunque no nos caíamos muy bien -dijo Pompeyo.

– Ha tenido mala suerte al heredar a Bíbulo como colega en todas las magistraturas senior. Tienes razón, a nosotros nos fue mejor a pesar de todas nuestras diferencias. Por lo menos acabamos nuestro año amigablemente, y ninguno de los dos cambió como hombre. Mientras que este año ha cambiado a César enormemente. Es menos tolerante, más despiadado, más frío, y no me gusta nada ver eso.

– ¿Y quién puede culparle? Había algunas personas decididas a hacerlo pedazos como fuera.

– Pompeyo anduvo despacio en silencio durante un breve trecho, y luego habló de nuevo-. ¿Has comprendido su discurso, Craso?

– Creo que sí. Por lo menos superficialmente. Pero lo que hay debajo, ¿quién sabe qué es? Todo lo que expone contiene muchos significados.

– Confieso que yo no lo he entendido. Me ha parecido… oscuro. Como si nos estuviera advirtiendo. ¿Y qué quiere decir eso de que él le enseñará al mundo quién es él?

Craso volvió la cabeza y esbozó una sonrisa asombrosamente grande y generosa.

– Tengo el presentimiento, Magnus, de que algún día lo averiguarás.

En los idus de marzo las señoras de la domus publica celebraron una cena. Las seis vírgenes vestales, Aurelia, Servilia, Calpurnia y Julia se reunieron en el comedor dispuestas a pasar un rato muy agradable.

Haciendo el papel de anfitriona -Calpurnia nunca habría soñado con usurpar esa función-, Aurelia sirvió toda clase de exquisiteces que consideró atractivas, incluyendo golosinas pegajosas de miel con muchas nueces para las niñas. Cuando acabó la cena enviaron a Quintilia, a Junia y a Cornelia Merula a jugar fuera, en el peristilo, mientras las damas arrimaban las sillas unas a otras para tener mayor intimidad y se relajaban ahora que no había áridos oídos infantiles escuchando.

– César lleva ya dos meses en el Campo de Marte -dijo Fabia, que parecía cansada y preocupada.

– Y lo que es más importante, Fabia, ¿cómo le va a Terencia? -le preguntó Servilia-. Ya hace varios días que Cicerón huyó.

– Oh, bien, tan sensata como siempre, aunque yo creo que sufre más de lo que aparenta.

– Cicerón ha hecho mal en marcharse -dijo Julia-. Ya sé que Clodio hizo aprobar esa ley que prohíbe la ejecución de ciudadanos sin un juicio, pero mi le… Magnus dice que ha sido un error por parte de Cicerón marcharse voluntariamente. El cree que si Cicerón se hubiera quedado, Clodio no habría tenido el valor suficiente para promulgar una ley específica en la que se mencionara a Cicerón. Pero como Cicerón no estaba aquí, le ha resultado fácil. Magnus no logró convencer a Clodio para que no lo hiciera.

Aurelia tenía una expresión escéptica, pero no dijo nada: la opinión que tenía Julia de Pompeyo y la de Aurelia eran demasiado diferentes para que una joven enamorada la sometiera a examen.

– ¡Qué raro que saqueasen y quemasen su hermosa casa! -dijo Arruntia.

– Ese ha sido Clodio, sobre todo ahora que va con toda esa gente rara de la que, al parecer, se rodea estos días -dijo Popilia-. ¡Es tan… loco!

Servilia habló.

– He oído que Clodio va a erigir un templo en el lugar donde estaba la casa de Cicerón.

– ¡Con Clodio como sumo sacerdote, sin duda! ¡Bah! -dijo con enojo Fabia.

– El exilio de Cicerón no puede durar -dijo Julia muy convencida-. Magnus ya está trabajando para que se le perdone.

Servilia reprimió un suspiro y dejó que su mirada se encontrase con la de Aurelia. Se miraron con completo entendimiento, aunque ninguna de ellas era lo bastante imprudente como para exteriorizar la sonrisa que llevaban dentro.

– ¡Por qué sigue César en el Campo de Marte? -preguntó Popilia mientras se ajustaba la gran tiara de lana sobre la frente, lo que hizo ver a las demás que la presión le dejaba una marca roja en la delicada piel.

– Todavía estará allí durante bastante tiempo -le contestó Aurelia-. Tiene que asegurarse de que sus leyes permanezcan en las tablillas.

– Tata dice que Ahenobarbo y Memmio están aplastados -añadió Calpurnia mientras alisaba el pelo naranja de Félix, que dormitaba en su regazo. Recordaba lo bueno que había sido César al pedirle que fuera a alojarse con él en el Campo de Marte de vez en cuando. Aunque ella estaba demasiado bien educada y era demasiado consciente de qué clase de hombre era su marido como para estar celosa, no obstante la complacía enormemente que no hubiera invitado a Servilia al Campo de Marte ni una sola vez. Lo único que le había dado a Servilia era una estúpida perla. Mientras que Félix estaba vivo; Félix podía corresponder a su amor.

Perfectamente consciente de lo que Calpurnia estaba pensando, Servilia se aseguró de que su rostro permaneciera enigmático. Yo soy mucho mayor y sé mucho más, conozco el dolor de la separación. Yo ya me he despedido. No lo veré durante años. Pero esa pequeña marrana nunca será tan importante para él como lo soy yo. ¡Oh, César!, ¿por qué? ¿Tanto significa la dignitas?

Cardixa entró sin ceremonias.

– Se ha ido -dijo llanamente al tiempo que apretaba los enormes puños.

La habitación quedó en silencio.

– ¿Por qué? -preguntó Calpurnia, quien se puso muy pálida.

– Han llegado noticias de la Galia Transalpina. Los helvecios están emigrando. Se ha marchado a Ginebra con Burgundo, y viajan rápidos como el viento.

– ¡No me he despedido! -gritó Julia, y empezó a derramar lágrimas-. ¡Estará ausente durante tanto tiempo! ¿Y si no volvemos a verlo nunca? ¡Con tantos peligros!

– César es como éste -dijo Aurelia al tiempo que le metía a Félix un dedo desolado en el costado-. Tiene cien vidas.

Fabia volvió la cabeza hacia donde las tres niñas vestidas de blanco jugaban entre risitas y se perseguían.

– Les prometió que les permitiría ir a decirle adiós. ¡Oh, cuánto van a llorar!

– ¿Y por qué no habrían de llorar? -dijo Servilia-. Igual que nosotras, son mujeres de César. Condenadas a quedar atrás y esperar a que nuestro amo y señor vuelva a casa.

– Sí, así son las cosas -dijo Aurelia con firmeza, y se levantó para coger el jarro de vino dulce-. Como soy la de más edad entre las mujeres de César, propongo que mañana vayamos todas a cavar en el jardín de Bona Dea.

Загрузка...