Las mujeres de César señala la llegada de copiosa documentación procedente de las fuentes antiguas, lo que significa que ahora estoy escribiendo acerca de una época muchísimo más conocida para los no eruditos que los períodos que abarcan los primeros libros de esta serie.
Sólo la riqueza de los documentos antiguos me ha permitido explayarme más de lleno en este volumen en lo concerniente al papel de las mujeres en la vida romana noble, pues la mayor parte de los eventos memorables acaecidos en la década de los 60 a. J.C. tuvieron lugar dentro de la ciudad de Roma. Así pues, ésta es una novela que trata de mujeres tanto como de política y de guerra, y estoy agradecida por la oportunidad de decir más cosas acerca de ellas que en los otros libros, particularmente porque los libros que aún han de venir deben regresar a hechos realizados por hombres en lugares remotos. Aun así, poco se conoce en realidad acerca de las mujeres de la nobleza de Roma, aunque todas las suposiciones que yo he hecho descansan en una investigación concienzuda. Muchos de los incidentes reales han sido confirmados, incluida la perla de Servilia y su carta de amor a César en aquel fatídico cinco de diciembre en el Senado, aunque lo único que sabemos acerca del contenido de la misma es que a Catón le repugnó cuando la leyó.
Algunos lectores pueden quedar decepcionados por el modo como he representado a Cicerón, pero me ciño a la época en lugar de a las modernas valoraciones de la valía de Cicerón; el hecho es que en su propio tiempo la actitud de sus contemporáneos no era tan halagadora hacia él como lo han sido actitudes posteriores.
Nunca ha sido mi costumbre utilizar esta nota como foro para disertaciones eruditas ni para defender mi interpretación de los acontecimientos. No obstante he cometido un pecado capital que realmente necesita que comente un poco aquí a saber el hecho de que yo haya escogido colocar el juicio de Cayo Rabirio «después» del 5 de diciembre del 63 a. J. C., y eso a pesar del testimonio personal de Cicerón en una carta a Ático (11-1) escrita desde Roma en junio del 60 a. J. C… En ella Cicerón enumera los discursos que pronunció siendo cónsul pues Ático se los ha pedido -presumiblemente para publicarlos.
Cuando Cicerón enumera sus discursos, cita el que hizo en defensa de Cayo Rabirio como el cuarto del año, al parecer mucho antes de que la conspiración de Catilina saliera a la luz. Y basándose por lo visto en esa evidencia, los historiadores y biógrafos posteriores -Plutarco, Suetonio, Casio Dio et allii- sitúan a Rabirio antes de Catilina, colocación que reduce el asunto de Rabirio a algo trivial y tonto. El único contemporáneo cercano, Salustio, no hace mención alguna de Rabirio. Si tuviéramos alguna de las cartas que Cicerón escribió espontáneamente durante su consulado, ése sería un argumento irrebatible. Pero no las tenemos. La referencia en Ático II-I es de casi tres años después, y se escribió cuando parecía que César llegaría a tiempo para presentarse como candidato a cónsul. También se escribió en el momento en que Publio Clodio estaba acosando a Cicerón con amenazas de procesarle por la ejecución de ciudadanos romanos sin juicio previo.
Ojalá yo pudiera decir que siempre creo a Cicerón, pero no es así. Particularmente cuando escribe reflexionando sobre acontecimientos que le afectaron -a él y a su dignitas- muy de cerca. Como todos los políticos y abogados desde que el mundo empezó -y presumiblemente hasta que termine-, Cicerón era un maestro consumado en el arte de manipular los hechos para quedar bien él ante los demás. Por muchas veces que se lea el pro Rabirio perduellionis es imposible captar con precisión pruebas concretas de lo que estaba ocurriendo, y mucho menos cuándo ocurría. Esto se complica más por dos hechos: el primero, que hay lagunas en el discurso que ha llegado hasta nosotros; y el segundo, que no está nada claro cuántas vistas tuvieron lugar. Ni tampoco, a pesar de las protestas de Cicerón en otro escrito, fue el pro Rabirio un gran discurso; si se lee después de las Catilinarias sale mal parado. Porque de haber acabado Cicerón la colección anual de discursos consulares con el pro Rabirio, ello le habría recordado a toda Roma que el juicio de Rabirio fue, para Cicerón, una espantosa indicación de que ningún hombre que hubiera ejecutado a ciudadanos sin juicio estaba a salvo de recibir justo castigo ante la ley. Cuando la carta a Ático fue escrita, en junio del 60 a. J.C., Cicerón estaba empezando a vivir presa del miedo a Publio Clodio y al procesamiento. Los discursos del año del cargo de Cicerón quedarían mucho mejor si terminasen con los cuatro discursos pronunciados contra Catilina. La memoria es mala. Nadie sabía eso con más certeza que Cicerón, que contaba con ello cada vez que defendía a un delincuente. Todos sus escritos después de su año como cónsul muestran a un hombre decidido a probar que sus acciones contra Catilina habían salvado la República, que él era verdaderamente pater patriae. Así, no me resultaría imposible creer que Cicerón alteró el orden de los discursos del 63 a. J.C. para enterrar a Rabirio en una relativa oscuridad y con ello intentar asegurarse de que éste no empañase el brillo de su lucha contra Catilina ni realzase las ejecuciones que tuvieron lugar el 5 de diciembre.
Hay quienes desprecian el hecho de «novelar la historia», pero como técnica de exploración y deducción históricas tiene algo que la recomienda, siempre y cuando el escritor esté empapado a fondo en la historia de la época de la que se ocupa. Yo en modo alguno puedo reivindicar un conocimiento exhaustivo de un Greenidge acerca del derecho romano de la época de Cicerón, ni el de una Lily Ross Taylor acerca de las Asambleas votantes de la República Romana, ni el de muchas otras autoridades modernas en este o aquel aspecto de la República Romana tardía. No obstante, he realizado mi propia investigación durante trece años antes de empezar a escribir El primer hombre de Roma, y de manera continuada desde entonces -¡cosa que a veces me hace desear poder volver a escribir aquellos primeros libros!-. Trabajo de la forma correcta, desde las fuentes antiguas hasta los eruditos modernos, y formo mi opinión a partir de mi propio trabajo, sin desechar opiniones y consejos de la moderna erudición.
El novelista trabaja enteramente a partir de una premisa muy simple: hacer que la narración tenga sentido para los lectores. Esto de ninguna manera es tan fácil como suena. Los personajes, todos históricos, tienen que ser verdaderos tanto en cuanto a la historia como en cuanto a la sicología. César, por ejemplo, no aparece en ninguna de las fuentes antiguas como un ser maniático, a pesar de los ostentosos ribetes que llevaba en las mangas largas cuando era joven. Nos ha llegado como un hombre que siempre tuvo un motivo muy bueno para sus actos. Colocar el juicio de Rabirio delante del de Catilina tiene resabios, si no de capricho, sí por lo menos de pura malicia por parte de César. También lo dota de clarividencia si, como argumentan muchos eruditos modernos, él «dirigió» el juicio de Rabirio para advertirle a Cicerón de adónde podía conducirles a él y al Senado un senatus consultum ultimum. César era un genio, sí, pero no estaba dotado de esa clase de presciencia. El servía a los acontecimientos y luego actuaba.
El problema de volver la vista atrás en la historia es que nosotros lo hacemos con la ventaja de la perspectiva del tiempo transcurrido. Nuestras interpretaciones de los hechos históricos tienden a deformarse por causa de nuestro conocimiento de lo que ocurrió a continuación; un conocimiento que las personas que viven desde dentro el momento no es posible que hayan tenido. La política moderna indica que aquellos que se hallaron implicados en la época meten la pata ciegamente de una decisión a otra, incluso después de oír abundantes consejos y de hacer un poco de examen de conciencia. Los grandes estadistas tienen capacidad de previsión, pero ni siquiera el más grande de todos ellos es capaz de ver el futuro del modo en que un clarividente lo entiende. En realidad el estamento político no ve futuro más allá de las próximas elecciones, y eso debió de ser particularmente cierto en los políticos durante la República Romana tardía. Ellos vivían en un ambiente cargado de acción, tenían sólo un breve año durante el cual dejar huella de su período de mandato, estaban sujetos a represalias que salían de la nada a partir de los enemigos políticos, y la ausencia de partidos políticos o de algo que se pareciera a un mecanismo de comité directivo iba en contra de las planificaciones, incluso a corto plazo. Los individuos intentaban hacer proyectos, pero a menudo sus propios seguidores eran reacios a lo que se consideraba una usurpación de los derechos e ideas de otro hombre.
Fue la bajada de la bandera roja del Janículo lo que primero me hizo pensar. Eso y el hecho de que hay fuertes indicios en las fuentes antiguas de que el jucio de Rabirio -o, como yo creo que fue, la apelación- ante las Centurias iba a dar como resultado una condena, a pesar de su apariencia patética y reverenciada ancianidad. ¿Por qué la bajada de la bandera iba a haber hecho que la Asamblea se disolviera de manera tan precipitada, y por qué iban a condenar las Centurias a un decrépito anciano por algo que había ocurrido treinta y siete años antes? ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Y cómo iba yo a hacer que el juicio resultase creíble para un conjunto de lectores que abarca desde formidables eruditos del mundo romano hasta aquellos que no saben absolutamente nada acerca de la República Romana?
El incidente de la bandera roja me obsesionaba. Por ejemplo, las fuentes antiguas dicen que Metelo Celer se trasladó a la cima del Janículo y ordenó personalmente que bajaran la bandera roja. Yo tengo la costumbre de medir el tiempo de las cosas: medir los pasos o recorrerlas. ¡Incluso en un taxi en la Roma moderna hay una buena caminata desde las cercanías de la Piazza del Popolo hasta un lugar situado más allá del hotel Hilton! Celer habría tenido que valerse de un viaje en transbordador, o atajar por el interior de las murallas Servias hasta el Pons Aemilia -el Pons Fabricius todavía lo estaban reconstruyendo-, tomar la vía Aurelia y luego el ramal hasta la fortaleza que se alzaba en la cima del Janículo. Uno imagina que fue un trayecto que no pudo hacer en menos de dos horas, aunque lo hiciera con buenos caballos. Esta es la clase de problema logístico al que yo me enfrento todo el tiempo al escribir una novela histórica, y es asombroso adónde pueden conducirme tales problemas. Si arriar la bandera roja fue idea de Celer, ¿tuvo él entonces que regresar a los saepta antes de hacer sonar la alarma, o podía legalmente delegar en otra persona para que estuviera atento al momento en que la bandera roja bajase? ¿Con cuánta facilidad habría podido verse la bandera roja si el sol se estaba poniendo en el cielo del oeste? ¿Acaso Celer simplemente fingió que la bandera roja había bajado? O si la estratagema había sido urdida de antemano por César y él, ¿por qué iba a tener que hacer el viaje? ¿Por qué no haber amañado un sistema de señales para alguien que estuviera ojo avizor desde el Janículo? Y, puesto que las banderas rojas siempre han estado asociadas al peligro desde tiempos inmemoriales, ¿por qué los romanos no izaban una bandera roja siempre que amenazaba algún peligro? ¿Por qué arriarla?
Todo lo cual queda reducido a la insignificancia cuando uno considera el resultado de bajar aquella bandera roja. La votación, aparentemente tan próxima a una conclusión, se abandonó inmediatamente; las centurias corrieron a casa para armarse contra el invasor. Ahora, a pesar de la mos maiorum, los romanos republicanos parecían ser una pandilla de mente muy independiente. Los malos humores se disparaban y los puños se alzaban con presteza, pero el pánico no era una reacción común cuando las cosas se ponían muy violentas. Antes del 21 de octubre el pueblo entero -salvo Cicerón- creía que Italia estaba en paz, y estaba bien entrado el mes de noviembre cuando a la mayoría de los hombres se les podía persuadir de que se tomasen verdaderamente en serio un levantamiento armado al norte de Roma.
Hay una solución que responde a estas enojosas preguntas acerca de la bandera roja con un mínimo de contrasentido: que su descenso provocó pánico instantáneo porque todo el tiempo que duró el juicio de Rabirio se sabía que Catilina estaba en Etruria con un ejército. Una buena proporción de los que se encontraban en los saepta depositando sus votos bien habrían recordado a Lépido y la batalla al pie del Quirinal, si no el advenimiento de Sila en el 82 a. J.C. Muchos seguramente deberían estar esperando que Catilina intentase un asalto sobre Roma. Aunque en el campo de batalla había ejércitos dispuestos contra él, parece cosa generalizada que se le aceptaba como un táctico militar superior entre algunos comandantes como Antonio Híbrido. Nunca ha supuesto una gran dificultad para un ejército deslizarse entre las filas de otro y atacar el objetivo más vulnerable. Debido a la ausencia de legiones dentro del territorio de la patria, la propia Roma siempre era muy vulnerable. Y quienes vivían en Roma eran muy conscientes de ello.
Si uno acepta que la bandera roja se arrió a causa de la presencia de Catilina en Etruria con un ejército, entonces el tiempo se entrecruza. El juicio de Rabirio debió de ocurrir después de que Catilina se unió a Manlio y a los rebeldes de Sila, presumiblemente cerca de Fésulas. Naturalmente, se puede argüir que Manlio por sí solo ya suponía suficiente amenaza, aunque con Catilina todavía en Roma -se marchó de ella el 8 de noviembre o después de esa fecha- hay que suponer que Manlio sufría el revés de marchar sin Catilina. Suposición debatible, por decir lo mínimo. La fecha en que Catilina se unió a Manlio habría sido más o menos entre el 14 y el 18 de noviembre -esta última es la fecha que se postula como aquélla en que Catilina y Manlio fueron declarados enemigos públicos.
Ahora el énfasis se traslada de Celer y la bandera roja a César y Labieno. El otro extremo de la escala del tiempo que se entremezcla es el 9 de diciembre, el último día del cargo de Labieno como tribuno de la plebe. Hay aproximadamente dieciséis días de intermedio entre mediados de noviembre y el apresamiento de los alóbroges en el puente Mulviano. Durante este tiempo el senatus consultum ultimum estaba en vigor, Catilina y Manlio fueron oficialmente declarados fuera de la ley y Roma se veía con cierto dilema en cuanto a quiénes exactamente estaban de parte de Catilina dentro de la ciudad. Se barajaron algunos nombres, pero nunca se dispuso de ninguna prueba; los conspiradores de dentro de Roma no participaban activamente. Lo más probable es que el juicio de Rabirio tuviera lugar durante aquellos dieciséis días más o menos y no después del 5 de diciembre y de la ejecución de los conspiradores.
Que yo haya preferido el 6 y no el 9 de diciembre -cuatro días en total- se debe a mi interpretación del personaje de César. El 5 de diciembre éste había hablado en la Cámara del Senado con contundente efecto, abogando por una clase de clemencia muy dura para los conspiradores. Uno de ellos era pariente suyo por matrimonio, el marido de la hermana de Lucio César. Por ello existía amicitia, a pesar del hecho de que unos años antes César había demandado al hermano del primer marido de Julia Antonia; aquél había sido un pleito civil, no una acusación criminal. En el caso de Léntulo Sura, César no hubiera podido hacer otra cosa más que pedir clemencia -y aunque todas las fuentes antiguas afirman que los consulares recomendaron la pena de muerte, no podemos suponer que Lucio César hiciera otra cosa más que abstenerse-. Fue Catón quien agitó la marea, y Catón era jefe de un puñado de hombres -¡entre los que se encontraba Cicerón!- que eran capaces de provocar a César hasta hacerle perder la paciencia y sacar el genio. Tenemos ejemplos de con qué rapidez, y con qué devastadoras consecuencias, podía sacar César su mal genio. También sabemos que César era capaz de actuar con tanta decisión y efectividad que dejaba a sus contemporáneos sin aliento. Cuatro días puede que no fueran suficientes para los demás, pero ¿acaso podemos decir lo mismo de César?
Por último, si se mira el pro Rabirio perduellionis desde el supuesto de que todo ello ocurrió entre el 6 y el 9 de diciembre, la única objeción impresionante es la lentitud de los litigios romanos. Pero si aceptamos el formato, descrito en Tito Livio, que se utilizó en el juicio de Horacio, entonces el juicio en sí ante los dos jueces habría sido un asunto muy breve, y la apelación de Rabirio ante las Centurias habría tenido lugar inmediatamente después.
Lo que sí sabemos es que había una fuerte reacción en contra entre el pueblo, incluso entre la primera clase, porque el Senado había ejecutado oficialmente a ciudadanos romanos sin celebrar previamente un juicio y sin que se les proclamara legalmente enemigos públicos. ¿No sería la época inmediatamente después de tales ejecuciones la única ocasión que las Centurias -tradicional y obstinadamente contrarias a condenar a hombres que eran juzgados por perduellio- pudieran haberse visto movidas a condenar a un hombre por matar a romanos sin juicio previo treinta y siete años atrás? Para mí, el hecho de que las Centurias estuvieran dispuestas a condenar a Rabirio es el argumento fundamental para creer que el juicio tuvo lugar justo después de la ejecución sumaria de los cinco conspiradores.
Por otra parte, el juicio de Rabirio, tal como tenemos noticia de él en las fuentes antiguas, parece trivial y caprichoso; tanto es así que los eruditos, tanto antiguos como modernos, se rascan la cabeza mientras intentan concederle la importancia que al parecer tuvo. Por otra parte, si trasladamos su celebración a los días que siguen inmediatamente al 5 de diciembre, todo cobra de repente perfecto sentido.
También resulta difícil creer que no hubiera ocurrido nada más aparte de las amenazas de Publio Clodio para sumir a Cicerón en semejantes sudores por el miedo a las consecuencias de aquellas ejecuciones. El Clodio del tribunato de la plebe, las bandas callejeras y la violencia en el Foro estaban aún por llegar; y tampoco en el 60 a. J.C. se tenía por cierto que Clodio fuera a ser capaz alguna vez de poner en práctica sus amenazas, pues sus intentos por cambiarse de la categoría de patricio a plebeyo habían fracasado. Al parecer no podían tener éxito sin la connivencia de César. Yo creo que algo muy anterior y mucho más desagradable predisponía a Cicerón a temer las amenazas de Clodio… o de cualquier otro. Pongamos a Rabirio después del 5 de diciembre y el terror de Cicerón resulta mucho más razonable. Además es en la época de su consulado cuando surge el odio de Cicerón hacia César. ¿Acaso un discurso en que se pedía clemencia habría bastado para provocar un odio que duró hasta la muerte de Cicerón? ¿Habría bastado el juicio de Rabirio si se hubiera celebrado antes de la conspiración de Catilina?
Que Cicerón esté muy callado acerca del juicio de Rabirio en sus escritos posteriores quizás no sea sorprendente, pero él, desde luego, tiende a eludir los asuntos que apaguen su lustre. En fecha tan tardía como el 58 a. J.C. todavía había muchos en Roma que deploraban la ejecución de ciudadanos sin juicio, y atribuían la culpa de ello a Cicerón más que a Catón. De ahí que Cicerón huyera al exilio antes de que la plebe pudiera procesarlo.
Y ahí lo tienen. Por atractiva que sea mi hipótesis en lo que se refiere a la lógica de los acontecimientos y a la sicología de los personajes involucrados, no soy tan tonta como para insistir en que estoy en lo cierto. Lo único que diré es que dentro de la esfera de lo que estoy intentando hacer, el juicio de Rabirio tal como lo he representado tiene perfecto sentido. A lo que todo se reduce es a si uno está preparado o no lo está para aceptar la cronología de Cicerón en aquella carta a Ático en junio del 60 a. J.C. Sus discursos consulares fueron publicados en el orden que él perfiló, supongo, porque todos los escritores posteriores lo siguen. Pero, ¿era ése el orden cronológico correcto, o Cicerón prefirió enterrar a Rabirio y asegurarse así de que las Catilinarias coronasen su carrera como cónsul y pater patriae?
A los puristas del latín les pido disculpas por utilizar la palabra boni como adjetivo y adverbio además de como sustantivo. Mantenerlo sólo como nombre habría aumentado inmensamente la torpeza de un estilo de prosa en inglés. Por el mismo motivo puede que haya otras infracciones de la gramática latina.
Por necesidad hay unas cuantas discrepancias cronológicas y de identidad sin mayor importancia, tales como la conversación entre Cicerón y Clodio mientras acompañan a un candidato electoral.
Y ahora unas palabras acerca de los dibujos.
He logrado conseguir cinco dibujos de mujeres, pero ninguno de ellos está autentificado. Durante la República a las mujeres no se las santificaba mediante retratos de bustos; los pocos que hubo no se pueden identificar porque ni perfiles en monedas ni descripciones en las fuentes antiguas han llegado hasta nosotros. A Aurelia y a Julia las he tomado a ambas de la estatua de cuerpo entero de una arpía de los jardines de Villa Albani; la he utilizado porque la estructura ósea del cráneo se parece asombrosamente a la de César. Confieso abiertamente que no me habría tomado la molestia con Julia de no haber sido porque algunos de mis lectores más románticos se morirán por saber cómo era, y yo preferiría que fuera propiamente romana en cuanto a la nariz, la boca y el peinado. Pompeya Sila está sacada de un busto de apariencia maravillosamente vacía que lo más probable es que date de los primeros tiempos del Imperio. Terencia es un busto de una matrona romana que se encuentra en la Ny Carlsberg Glypotek, en Copenhague. La más curiosa es Servilia. Los bustos de Bruto revelan todos una flaccidez muscular en el lado derecho del rostro; el busto que utilicé para dibujar a Servilia tiene idéntica flaccidez facial en el lado derecho.
César se me está haciendo más fácil, pues ahora puedo insertar algunas de las arrugas en el rostro maduro. Un parecido autentificado, desde luego. El joven Bruto está tomado de un busto del Museo de Nápoles que se parece tanto a un busto reconocido como auténtico de Bruto en edad madura conservado en Madrid que poca duda cabe en cuanto a quién es el joven del otro busto. Publio Clodio es una versión «rejuvenecida» de un busto que se dice que representa a un Claudio de los últimos tiempos de la República. Tanto a Catulo como a Bíbulo los he sacado de bustos sin identificar y son retratos de los tiempos republicanos. El de Catón es un parecido auténtico, pero está tomado de un busto de mármol de Castelgandolfo y no del famoso bronce hallado en el norte de África; es difícil en extremo dibujar copiando del bronce. Utilicé el busto de Cicerón del Museo Capitol porque tiene el aspecto de encontrarse en la cima de su fama, y sirve de maravilloso contraste con otro busto de Cicerón que utilizaré en un volumen posterior. El de Pompeyo es también de la edad adecuada, y es un retrato más atractivo que el famoso de Copenhague.
Dos comentarios más.
No he intentado representar el cabello de estas personas de una manera realista. En cambio les he dado forma de manera que el tipo de cabello, el corte y el peinado sean fáciles de distinguir.
El segundo comentario se refiere a los cuellos. Muy pocos de los bustos existentes conservan el cuello. Como la mayoría de las personas que dibujan bien, yo sólo sé hacerlo si copio del natural. Si el cuello no está, tengo unas dificultades terribles. Así que pido disculpas por algunos de los horribles cuellos que he dibujado.
Por último algunos agradecimientos. A mi editora de siempre, doctora Alanna Nobbs, de Macquarie University, Sidney, y a su esposo, el doctor Raymond Nobbs. A mis amigos de la Macquarie University. A Joseph Merlino, que me consiguió mi propio Mommsen en lengua inglesa. A Pam Crisp, Kaye Pendleton, Ria Howell, Yvonne Buffet, Fran Johnston y el resto del personal de «Out Yenna», con un voto de gratitud especial para Joe Nobbs, que me permite seguir funcionando con todo, desde brazos de sillones a máquinas de escribir. Mi reconocimiento al doctor Kevin Coorey, que me mantiene en funcionamiento cuando los huesos empiezan a desmoronarse. Y finalmente, pero no por ello menos importante, mi agradecimiento a mi mayor seguidor, mi querido esposo Ric Robinson.