12

A partir de San Gregorio Nacianceno el canto de los grillos se hacía en la cuenca un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado que imprimía a los sembrados, al leve cauce del arroyo, a las míseras barracas de barro y' paja, a los hoscos tesos que festoneaban el horizonte, una suerte de nerviosa vibración que se ensanchaba en ondas crecientes, como una marea, en los crepúsculos, para amainar en las horas centrales del día o de la noche. Mas en todo caso el canto de los grillos tenía un volumen y una densidad, se filtraba por todos los resquicios, ponía un fondo estridente a todas las faenas, pero los hombres y las mujeres del pueblo lo desdeñaban; era un algo, como el aire o el pan, que sostenía su ritmo vital sin que ellos se apercibiesen. Tan sólo la Columba, la del Justito, se llegaba en ocasiones a su marido, las manos abiertas, crispadas sobre el pecho, y sollozaba:


– Esos grillos, Justo. Esos grillos no me dejan respirar.


Por lo demás, la irrupción de los grillos significaba para el pueblo el comienzo de una larga expectativa.


Los sembrados aricados y escardados, verdegueaban en la distancia como una firme promesa y los hombres miraban al cielo insistentemente, pues del cielo bajaban el agua y la sed, la helada y las parásitas y, en definitiva, a estas alturas, únicamente del cielo podía esperarse la granazón de las espigas y el logro de la cosecha.


Con la irrupción de los grillos la Columba, la del Justito, solía avisar al Nini para separar la gallina y confiar los polluelos al pollo capón. De ordinario no le pagaba el servicio, porque, según la Columba, el dinero en el bolsillo de los rapaces sólo servía para maliciarles; se conformaba con darle de merendar una pastilla de chocolate y un pedazo de pan y, luego, charlaba con él a distancia, junto al arcén del pozo, y así que el niño marchaba la invadía una sensación de desasosiego, como un picor inconcreto que iba extendiéndose por todo el cuerpo. Claro que esto le ocurría cada vez que se arrimaba a cualquiera de sus convecinos, razón por la cual la Columba terminó por no relacionarse con nadie. En puridad, la Columba echaba en falta su infancia en un arrabal de la ciudad y no transigía con el silencio del pueblo, ni con el polvo del pueblo, ni con la suciedad del pueblo, ni con el primitivismo del pueblo. La Columba exigía, al menos, agua corriente, calles asfaltadas y un cine y un mal baile donde matar el rato. Al Justito, su marido, le traía de cabeza. Le decía:


– Justo, así que me levanto de la cama, sólo de ver el mundo vacío me dan ganas de devolver.


El Justito se desazonaba:


– ¿Y dónde vamos a ir que más valgamos?


A la Columba le blanqueaban mucho los ojos:


– ¡Al infierno! ¡Donde sea! ¿No se fue el Quinciano?


– Valiente ejemplo, el Quinciano, de peón a Bilbao a morirse de hambre.


– Mejor muerta de hambre en Bilbao que de hartura en este desierto, ya ves.


Para la Columba, el pueblo era un desierto y la arribada de las abubillas, las golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el chasquido frenético del chotacabras, el monótono y penetrante concierto de los grillos en los sembrados, ni el seco ladrido del búho nival.


Con el Nini, la Columba no congeniaba. Se le antojaba un producto más de aquella tierra miserable y cada vez que se lo encontraba lo miraba con desdén y desconfianza. De ahí que la Columba no recurriera al Nini sino en circunstancias extremas como en caso de catar la colmena, o capar el marrano, o separar la gallina y confiar la pollada al pollo capón. Mas ella concretaba sobre el Justito su soledad y su desamparo:


– ¿Y el Longinos, di? ¿No se marchó el Longinos? ¿Y quién había más desgraciado que él en estos contornos?


– Ése es otro cantar. El Longinos se fue con su hermana a León. Ése fue a mesa puesta.


– Eso, di que sí. Todos tienen sus razones menos nosotros.


Sin embargo, cada vez que Fito Solórzano, el Jefe, le decía lo de las cuevas, Justito, el Alcalde, veía surgir un punto de luz en el horizonte:


– Si el Jefe, me ayudara- -decía-. Pero antes he de acabar con las cuevas.


La Columba se excitaba:


– Lo que es yo iba a andarme con contemplaciones.


– Tú, tú…, tú todo lo arreglas de boquilla. ¿Qué harías tú, di?


– Pondría un cartucho y prendería. Verás con qué garbo se arrancaba el Ratero.


– ¿Y si no se arranca?


– Tampoco se pierde nada, mira.


Justito, el Alcalde, no obstante, tropezó dos mañanas antes, en la Plaza, con la señora Clo, la del Estanco, y ella le llamó a un aparte:


– Justito -le dijo-. ¿Es cierto que queréis largar al Ratero de su cueva? ¿Qué mal hace ahí?


– Ya ve, señora Clo. Un día se hunde y tenemos en el pueblo una desgracia.


Ella dijo:


– Arréglasela; eso es bien fácil.


La roncha de la frente de Justito, el Alcalde, enrojeció a ojos vistas:


– En realidad, no es eso, señora Clo. En realidad, es por los turistas, ¿sabe? Luego vienen los turistas y salen con que vivimos en cuevas los españoles, ¿qué le parece?


– Los turistas, los turistas… ¡déjeles que digan misa! ¿No van ellos por ahí enseñando las pantorras y nadie les dice nada?


Por si esto fuera poco, el José Luis, el Alguacil, le hizo ver un día al Justito la imposibilidad de volar por las bravas la cueva del Ratero. El José Luis, después de un prolongado parlamento con el Juez de Torrecillórigo, llegó a la conclusión de que el Ratero, sin soltar una peseta, era el dueño de su cueva.


– ¿Dueño? -dijo perplejo el Justito-. ¿Puede saberse a quién ha pagado dos reales por ella?


El José Luis adoptó una actitud de suficiencia:


– ¡Dinero! -dijo-. Para la Ley no solamente vale el dinero, Justo, no la fastidiemos. También cuenta el tiempo.


– ¿El tiempo?


– A ver. Atiende, tú tienes una cosa un tiempo y un día, sin más que correr el tiempo, te haces el amo de ella. Así como suena.


El Justito frunció el entrecejo y la roncha le palpitó como una cosa viva:


– ¿Aunque la hayas robado?


– Aunque la hayas robado.


– Estamos apañados, entonces -dijo el Justito desoladamente.


A partir del pleito de la cueva, la Columba empezó a mirar al Nini torcidamente, como a su más directo, encarnizado enemigo. Así y todo, el Nini, el chiquillo, parecía ignorar tal disposición y jamás se le pasó por las mientes que pudiera llegar un día en que tuviese que adoptar una resolución tan arriesgada como la de verter un bidón de gasolina en el pozo del Justito. Sin embargo, las cosas vinieron rodadas, y cuando por San Bernardino de Sena, la Columba mandó razón al Nini, como cada año, para separar la gallina, el niño acudió sin recelo, desplumó el pecho del pollo capón, le arrimó una mata de ortigas y lo depositó luego en el cajón sobre los pollos inquietos para que se calmase. La gallina, mientras tanto, le miraba hacer estúpidamente tras los barrotes de la jaula, como si nada de todo aquello fuera con ella. Pero así que el niño terminó, la Columba en vez de darle el pan y el chocolate, como de costumbre, se le quedó mirando con la misma estúpida expresión que la gallina. La Columba decía a veces que el Nini tenía cara de frío incluso de Virgen a Virgen, fechas en que más arreciaba la canícula. El Malvino explicaba que eso les pasa a todos los que piensan mucho, porque mientras los sesos trabajan la cabeza se caldea y la cara se queda fría, ya que las calorías del cuerpo están tasadas y si las pones en un sitio de otro sitio has de quitarlas. El Rabino Grande, cuando estaba presente, apoyaba al tabernero y recordaba que cuando don Eustasio de la Piedra, que era un sabio, le tentaba las vértebras a su padre, tenía también cara de frío. Pero el Nini, ahora ante la mirada impasible de la Co lumba sólo acertó a decir:


– Bueno; esto está listo.


Entonces ella pareció despertar, le puso al niño la mano sobre el hombro y le dijo:


– Nini, ¿por qué no os largáis de la cueva?


– No -dijo hoscamente el niño.


– ¿No os largáis o no puede saberse?


– Las dos cosas.


– ¡Las dos cosas, las dos cosas! -le zamarreó la Columba y su voz airada fue subiendo gradualmente de tono-: Un día el reuma te roerá los huesos por vivir bajo tierra y entonces no podrás abrir la boca ni menear un pie.


El Nini no se inmutó:


– Mira los conejos -dijo serenamente.


La Columba, entonces, perdió los estribos, levantó la mano y le propinó al niño dos solemnes bofetones. Después, como si ella fuera la ofendida, se llevó las dos manos a las mejillas y empezó a llorar con bruscas sacudidas.


Esa misma noche, el Nini robó un bidón de gasolina del sotechado del Poderoso y lo vació en el pozo del Justito. A la mañana, como de costumbre, la Columba se bebió un vaso de agua en ayunas y, al concluir, chascó la lengua:

– Esta agua tiene gusto -dijo.


– Vaya por Dios -dijo pacientemente el Justito. -Te digo que tiene gusto -insistió la Columba. Y al arrimar la nariz a la herrada, al Justito le temblaban visiblemente los dedos:


– ¿Sabes que tienes razón? El agua esta huele a gasolina.


Prendió un fósforo y el líquido de la herrada ardió furiosamente y el Justito comenzó a golpearse el pecho con los puños y a reír con gruesas carcajadas. Parecía muy alterado al coger la bicicleta y le dijo a la Columba con muchos aspavientos:


– De esto nada, ¿oyes? Hay petróleo aquí abajo. Voy a avisar al Jefe. Esto es más importante que las cuevas. Pero mientras no venga el Jefe, ni una palabra, ¿oyes?


Por la tarde se presentó el Jefe en el coche pequeño.


El sol aún no se había ocultado pero a esas horas ya se sentían los agudos silbidos de los alcaravanes en la falda del Cerro Merino y los grillos aturdían con su canto frenético desde las tierras.


El Justito, con manos temblorosas, hizo la demostración y el Jefe, al ver arder la herrada, se sintió recorrido por un frío paralizante que, paradójicamente, le hacía sudar a chorros por la calva:


– Bueno, bueno… -dijo al fin con un nervioso guiño de complicidad- esto tiene que verlo un técnico. Esto puede ser un hallazgo. Ni yo mismo puedo prever las consecuencias. Mañana volveré. Hasta tanto, mucha discreción.


Ya anochecido, el pueblo entero se estacionó ante la casa del Justito. Rosalino, el Encargado, tomó la palabra y dijo que tenían noticias de que había estado allí de incógnito el señor Gobernador y que el Antoliano y el Rabino Chico habían visto el coche y que algo importante debía ocurrir en el pueblo y que Justo era su Alcalde y tenía el deber de informarles.


Tras su discurso, el encendido clamor de los grillos descendió de los cerros como un aroma sofocante y lo inundó todo, y Justo, el Alcalde, vaciló y, al fin, dijo:


– Nada, no ocurre nada, os lo digo yo.


Pero la señora Librada, la madre de la Sabina, la del Pruden, chilló con su vocecita estentórea:


– Vamos, Justo, no te hagas de rogar.


Y dijo la Dominica, la del Antoliano:


– Eso está muy feo, Justo.

Y Justo se volvió a ella:


– ¿Cuál está feo, Dominica?


Y Dominica dijo:


– Hacerse de rogar.


Entonces el Justito levantó las manos en actitud conciliadora y dijo: «Está bien». Y con afectada parsimonia se llegó al pozo, extrajo un acetre de agua y le prendió fuego. Las llamas ascendieron caracoleando hacia el alto ciclo oscurecido y el Justito sacó de lo hondo del pecho el vozarrón de Alcalde y dijo:


– ¡Amigos! De la Cotarra Donalcio al Pezón de Torrecillórigo hay un mar de petróleo aquí debajo. El Jefe lo ha dicho así. Mañana seremos ricos. Ahora sólo os pido una cosa: calma y discreción.


Un alarido de entusiasmo coreó sus palabras. Los hombres y las mujeres se estrujaban, volaban al aire las sucias boinas caponas y el Pruden se despojó de la raída americana de pana parda y brincaba sobre ella como enloquecido. De vez en cuando se apartaba y decía: «Pisa, Dominica. Debajo está la fortuna. Hay que abrigarla». Y Mamés, el Mudo, babeando se dirigió al Alcalde, como si fuera a echar un discurso, pero sólo dijo: «Je» y por la comisura de la boca le escurría una espuma amarillenta. Y volvió a repetir: «Je». Entonces la Sabina, como trastornada, voceó: «¡El Mudo ha hablado! ¡El Mudo ha hablado!». Y la señora Librada, negra y fruncida como una uva pasa, dijo: «Es un milagro. El Mudo ha hablado». Y el Virgilio, encaramado en los hombros del Malvino, chilló: «¡Frutos, los cohetes!». El Frutos, el Jurado, regresó del Ayuntamiento en un santiamén y los cohetes rasgaron las tinieblas del cielo con su estela iluminada y detonaban en lo alto con una explosión breve, como abortada. La señora Clo avanzaba hacia la Sabina a trompicones, abriéndose paso entre el gentío, pero al ver al Virgilio en los hombros del Malvino le voceó: «Baja, Virgilio. Te vas a caer». Luego le preguntó a la Sabina: «Sabina, ¿es cierto que habló el Mudo?», y la Sabina dijo: «Ha dicho `olé"; todos lo oyeron». Doña Resu, a sus espaldas, se santiguó. Tan sólo el Guadalupe y sus hombres parecían descentrados en aquella algarabía, cerrados en corro, cabizbajos. El Capataz, al fin, se abrió paso a empellones y se encaró con el Justito. Dijo oscuramente:


– ¿Y nosotros, Justo? ¿Qué vamos a sacar nosotros de todo esto?


El Alcalde exultaba. Le dijo:


– Os daremos una parte, claro. Aquí hay petróleo para todos. Os traeréis vuestras mujeres y vuestros hijos y viviréis con nosotros.


Nadie durmió aquella noche en el pueblo y, a la mañana, tan pronto se presentó el señor Gobernador con dos hombres graves y enigmáticos en el coche grande, la multitud excitada y soñolienta hizo corro en derredor de ellos. Mas cuando Justito prendió un fósforo y lo arrimó al acetre y el fósforo se apagó, se difundió en torno un murmullo de decepción. El Justito había empalidecido, pero aún insistió tres veces con el mismo resultado, hasta que, finalmente, el señor Gobernador le invitó a entrar en la casa con la herrada y los dos hombres graves y enigmáticos. Al salir, el gentío le rodeó expectante, y el señor Gobernador, a quien Justito empujaba por las posaderas, se encaramó torpemente al brocal del pozo y dijo con voz engolada:


– Campesinos: habéis sido objeto de una broma cruel. No hay petróleo aquí. Pero no os desaniméis por ello. Tenéis el petróleo en los cascos de vuestras huebras y en las rejas de vuestros arados. Seguir trabajando y con vuestro esfuerzo aumentaréis vuestro nivel de vida y cooperaréis a la grandeza de España. ¡Arriba el campo!


Nadie aplaudió. Al descender del arcén del pozo el señor Gobernador se pasó nerviosamente un pañuelo blanquísimo por la calva reluciente, propinó un golpecito amistoso al Justito y murmuró: «Lo siento». Luego levantó la voz y dijo: «De veras que lo siento». Y dirigiéndose a los dos señores graves y enigmáticos, dijo, señalándoles el automóvil: «Cuando gusten». Un mecánico uniformado les abrió la portezuela y el coche grande se perdió en el camino tras una nube de polvo.

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