El tío Ratero se reclinó, aplastó una oreja contra el suelo y auscultó insistentemente las entrañas de la tierra. Al cabo se incorporó, apuntó con el pincho de hierro la hura junto al cauce y dijo:
– Aquí la hay.
La perra agitó el muñón y olfateó con avidez la boca de la hura. Finalmente se alebró, la pequeña cabeza ladeada, y quedó inmóvil, al acecho.
– Ojo, chita -dijo el Ratero y de un solo golpe hundió el pincho de hierro a un metro de la ribera.
La rata cruzó rauda junto al hocico del animal, escabulléndose, con un rumor de hojarasca, entre los carrizos resecos de la orilla.
El Nini voceó:
– ¡Hala con ella!
La Fa se arrancó como una centella tras la rata. El hombre y el niño corrían por el ribazo, estimulando con sus gritos al animal. Se originó una persecución accidentada entre los despojos de los carrizos y la corregüela. La perra, en su frenesí, quebraba los frágiles tallos de las espadañas, y las mazorcas se desplomaban sobre el riachuelo y la corriente las agitaba mansamente en un movimiento de vaivén. La perra, de pronto, se detuvo. El tío Ratero y el Nini conocían su situación exacta por las esbeltas espadañas erectas, allí donde concluía la oquedad abierta entre la maleza.
– Tráela, Fa -dijo el Nini.
Las espadañas se agitaron un momento, se oyó un sordo rumor de lucha y, al cabo, un breve gruñido, y el tío Ratero dijo:
– Ya la tiene.
La perra regresó junto a ellos, con la rata atravesada en la boca, moviendo el rabo cercenado jubilosamente. El tío Ratero le quitó a la perra la rata de la boca.
– Es un buen macho -dijo.
Los dientes de la rata asomaban bajo el hocico en una demostración de agresividad inútil.
Desde San Zacarías el hombre y el niño bajaban al cauce cada mañana. Esto fue así desde que el Nini tuvo uso de razón. Había que aprovechar la otoñada y el invierno. En estas estaciones, el arroyo perdía la fronda, y las mimbreras y las terreras; la menta y la corregüela formaban unos resecos despojos entre los cuales la perra rastreaba bien. Tan sólo los carrizos, con airosos plumeros, y las espadañas con sus prietas mazorcas fijaban en el río una muestra de permanencia y continuidad. Las ralas junqueras de las orillas amarilleaban en los extremos, como algo decadente, abocado también a sucumbir. Sin embargo, año tras año, al llegar la primavera, el cauce reverdecía, las junqueras se estiraban de nuevo, los carrizos se revestían de hojas lanceoladas y las mazorcas de las espadañas reventaban inundando los campos con las blancas pelusas de los vilanos.
La pegajosa fragancia de la hierbabuena loca y la florecilla apretada de las berreras, taponando las sendas, imposibilitaban a la perra todo intento de persecución. Había llegado el momento de la veda y el tío Ratero, respetando el celo de las ratas, se recogía en su cueva hasta el próximo otoño.
El tío Ratero no pretendía exterminar a las ratas. En ocasiones, si la perra hacía una muestra y él observaba a la entrada de la hura cuatro yerbajos resecos, la disuadía:
– Está anidando, vamos.
La perra se retiraba sin oponer resistencia. Entre ella, el Nini y el tío Ratero existía una tácita comprensión. Los tres sabían que destruyendo las camadas no conseguirían otra cosa que quedarse sin pan. Las ratas se reproducían cada seis semanas y de cada parto echaban cinco o seis crías. En definitiva, una camada suponía, por lo bajo, cuarenta reales que no eran cosa de desdeñar. Análoga actitud pasiva adoptaba la Fa si la cueva se abría bajo el nivel del agua, a sabiendas de que su participación era inútil. En esos casos, el tío Ratero había de valerse por sí mismo. Colocaba la mano derecha en el cieno del fondo adaptando la concavidad de la palma a las dimensiones de la hura; luego pinchaba con la izquierda y el brusco chapoteo de la rata al huir le advertía su presencia. A poco sentía en la piel un cosquilleo viscoso y entonces cerraba de golpe su mano poderosa e izaba triunfante a la superficie la presa asida por el morro. Le bastaba un violento tirón del rabo para quebrarle el espinazo.
Por San Sabas le mordió una rata al tío Ratero. Para entonces hacía casi cuatro semanas que en el pueblo había concluido la sementera. El señor Rufo, el Centenario, solía decir:
«Después de Todos los Santos, siembra trigo y coge cardos» y los campesinos ponían un cuidado supersticioso en no rebasar esa fecha. Y este año, como si obedecieran una consigna, flameaba en cada parcela, clavado en una estaca, boca abajo, el cadáver de un cuervo. Los grajos merodearon dos días desconcertados por las inmediaciones y finalmente levantaron el vuelo en dirección norte Virgilín Morante, el de la señora Clo, se reía en la taberna:
– Los de Torrecillórigo nos lo van a agradecer -decía.
Pero se fueron los cuervos y, a cambio, la lluvia empezó a demorar. Y decía el Rosalino, el Encargado de don Antero, el Poderoso:
– Si no llueve para Santa Leocadia habrá que resembrar.
Y el Pruden, a quien las adversidades afinaban la suspicacia, le contestó que el mal era para los pobres, puesto que utilizando la máquina, como hacían ellos, bien poco costaba hacerlo. El señor Rosalino, que alcanzaba con la cabeza y sin empinarse las primeras ramas de los chopos de la ribera soltó una carcajada:
– A voleo no siembran ya más que los mendigos y los tontos -dijo.
Por la tarde, el Pruden se había presentado en la cueva desolado:
– Nini, no llueve, ¿qué demonios haríamos para llover?
– Esperar -dijo el niño gravemente. Y el Pruden bajó los ojos porque la serena mirada del Nini le confundía.
Por San Sabas, cuando la rata le mordió un dedo al tío Ratero, flotaba en el cielo quedo de otoño un sol rojo y turgente como un globo. De la parte del pueblo una tibia calina se fundía con el humo rastrero de la paja quemada en los hogares. El alcotán palomero se cernía sobre el campanario agitando frenéticamente las alas, pero sin avanzar ni retroceder.
El niño oteó el cielo en la línea de los cerros y dijo:
– Lo mismo llueve mañana.
– Lo mismo -dijo el Ratero, y se sentó pesadamente en el ribazo.
El tío Ratero abrió la alforja y sacó medio pan con tocino dentro. Lo partió y ofreció la mitad al niño. Luego fue dividiendo el tocino y llevándose los pedazos a la boca pinchados en la punta de la navaja.
– ¿Duele eso? -dijo el niño.
El Ratero se miró el dedo encallecido con los tres puntazos sanguinolentos:
– No duele ya -dijo.
Detrás de la telera que abonaba las tierras de Justito, el Alcalde, sonó el cascabeleo del rebaño del Rabino Grande, el Pastor. El Moro, el perro, se había anticipado y les miraba comer moviendo resignadamente la cola. Al cabo de un rato se aproximó a la perra y la Fa le gruñó mostrándole los colmillos.
El Rabino Grande traía el poncho de piel de oveja sobre un hombro y dijo después de mirar al sol:
– ¿Es qué no queda ya en el cielo una gota de agua?
Lió un cigarrillo sin aguardar respuesta, lo prendió, dio dos profundas chupadas y se quedó mirando para el chisquero de yesca con resentimiento:
– ¿Pues no salen ahora con que hay que pagar por esto? -dijo.
El tío Ratero ni le miró. Agregó el Rabino Grande: -Antes lo tiro al río, ya ves tú.
Fumaba de pie, apoyado en la cayada, inmóvil, la vista en el infinito, como una estatua. Las esquilas de las ovejas sonaban en derredor. Dijo el Ratero súbitamente:
– ¿Viste a ése?
Señalaba con el dedo pulgar en dirección a Torrecillórigo.
– Aún no salió este año -dijo el Pastor sin alterar la postura
– Malvino le vio -dijo el Ratero.
– No es cierto eso.
– Malvino le vio -insistió el Ratero.
En la taberna, Malvino le había advertido la víspera: «Ojo con ése, Ratero; viene a quitarte el pan. Antes de que él naciera ya andabas tú en el oficio».
El Rabino Grande, el Pastor, lanzó la colilla al río.
Dijo, después de mucho pensarlo:
– Ponme un par de ratas, tú, anda. A siete reales, ¿verdad?
– A ocho -dijo el Nini.
– Bien, pero dame aquel macho.
El tío Ratero se incorporó, se estiró perezosamente y oteó a lo largo del cauce, protegiéndose del sol con la mano.
Dijo el Pastor enojado:
– Te digo que no salió, Ratero. ¿No basta con mi palabra?
– Malvino le vio -insistió entre dientes el Ratero.
El Rabino Grande palpó golosamente los lomos de las ratas antes de guardarlas. Dijo al marchar:
– Que pinte bien.
Al caer el sol, el hombre y el niño regresaron al pueblo. La calina se adensaba sobre las casas, y los sembrados y los barbechos endurecidos crujían bajo los pies. La perra, aspeada, caminaba tras ellos cansinamente. Las palomas del Justito ya se habían recogido, y apenas cuatro rapaces animaban con sus juegos las yertas calles del pueblo.
En la taberna, por contra, había cierta animación. Una desnuda bombilla derramaba su luz amarillenta sobre las mesas. Frutos, el Jurado, jugaba en la del fondo su interminable partida de dominó con Virgilín Morante, el marido de la señora Clo, que canturreaba maquinalmente y subrayaba los finales de estrofa golpeando el tablero con las fichas.
Dijo el Pruden apenas les vio:
– Malvino, pon un vaso para el Ratero.
Era un hecho anómalo, pues el Pruden tenía fama de mezquino. Pero el Pruden esta noche parecía soliviantado. Tomó al Nini nerviosamente por el pescuezo y le explicó confusamente algo sobre un plan de regadío de que hablaba el diario y que alcanzaría hasta el pueblo. Dijo impulsivamente al niño, según se sentaba en el banco del fondo:
– Date cuenta, Nini, si llueve como si no. Cuando el Pruden quiera agua no tiene más que levantar la compuerta y ya está. ¿Te das cuenta? Dejaremos de vivir aperreados mirando al cielo todo el día de Dios.
Se hizo una larga pausa. Tan sólo se sentían los golpes de la fichas de dominó y, enlazándolos, el reiterado estribillo de Virgilín Morante. Al cabo, dijo el Centenario con su voz chillona desde la esquina opuesta:
– Si los planes hicieran cundir los trigos, a estas horas no quedaría sitio en las paneras.
Se abrió otra pausa. El Pruden miraba fijamente al Nini, pero el Nini no despegó los labios. Dijo con soma un hombre con los hombros encogidos, en la mesa inmediata:
– Pon dos vasos. Antes de que llegue el agua vamos a terminar con el vino.
Fuera era va oscuro y una luna glauca y enfermiza asomó tras el Cerro Colorado y fue elevándose lánguidamente sobre un cielo alto, extrañamente mineralizado.