16

Los diminutos huertos de junto al arroyo quedaron abrasados por la helada negra. No obstante, los hombres del pueblo descendieron obstinadamente a sus parcelas y sembraron las tierras de acederas, berros picantes, escarolas rizadas, guisantes tiernos, perifollos, puerros y zanahorias tempranas. Rosalino, el Encargado, aligeró el majuelo de raíces y rebrotes en los patrones injertados y el Nini, el chiquillo, se ocupó de eliminar los zánganos de las colmenas y seleccionar los conejos para la reproducción. Un sol, todavía clemente, estabilizó la temperatura, y bajo sus rayos los cereales terminaron de encañar y de granar y se secaron en pocos días. En el pueblo, acreció entonces la actividad. A toda hora, los hombres y las mujeres limpiaban las eras y preparaban los aperos para la trilla y, al atardecer, desinfectaban los graneros dispuestos para recibir el cereal. Sobre el cielo, de un azul intenso, volaron un día las cigüeñas nuevas de la torre anticipándose al dicho del difunto señor Rufo: «Por San Juan, las cigüeñas a volar». Así y todo, cada mañana, las miradas de los hombres del pueblo se concentraban en el Portón del Noroeste que en la primera decena del mes se mantuvo sereno y despejado. El Pruden decía a cada paso: «Lo que hace falta ahora es que no llueva». El difunto Centenario solía apostillar con su proverbial contundencia: «Agua en junio, trae infortunio». Y los hombres de la cuenca aguardaban el sol cada mañana con la misma vehemencia con que aguardaban la lluvia por Nuestra Señora de Sancho Abarca o por San Saturio. Sin embargo, entre el vecindario cundió un optimismo prematuro por San Basilio, el Magno. El hecho de haber salvado el cereal de la helada negra les imbuía una locuacidad desbordada. «Mal que bien, la cosecha va salvando» decían. Pero la señora Librada, más vieja o más precavida, advertía: «Aguarda a tener el trigo en la panera antes de hablar».


Por su parte, el tío Ratero no esperaba nada del tiempo. Su hermetismo era cada vez más hosco e irreductible. Durante el día apenas despegaba los labios y por las noches, al acostarse en las pajas, le decía invariablemente al Nini:


– Mañana habrá que bajar.


El niño le frenaba:


– Aguarde. Por San Vito se abre el cangrejo. -¿El cangrejo?


– Lo mismo viene buen año. ¿Quién sabe?


Una semana atrás, por Santa Orosia, las cosas estuvieron a punto de resolverse cuando Justo Fadrique, el Alcalde, que se había colocado una corbata verde y roja como en las grandes solemnidades, le dijo al Ratero a bocajarro en la taberna del Malvino:


– Ratero, ¿qué dirías si te ofreciera un jornal de treinta pesetas y mantenido?


El Ratero se pasó la punta de la lengua por los labios agrietados. Después se rascó ásperamente el cogote bajo la boina. Se diría que iba a exponer un largo razonamiento, pero sólo dijo:


– Según.


– ¿Según qué?


– Según.


– Mira, basta con que subas a las cuestas a hacer hoyas con los extremeños -señaló al Nini-:


Por supuesto, el chaval puede subir también y comer contigo.


El Ratero reflexionó unos instantes:


– Vale -dijo al fin.


Justo Fadrique se pellizcó mecánicamente la barbilla recién afeitada. Lo mismo hizo dos tardes atrás, en la ciudad, cuando el abogado le dijo: «Si ese sujeto no ha cambiado últimamente no hay razón alguna para someterle a un test y privarle de la patria potestad». Ahora, el Justito, miró al Ratero largamente y dijo con afectada indiferencia:


– Sólo te pongo por condición que dejes la cueva.


El Ratero levantó los ojos:


– La cueva es mía -dijo.


Justo Fadrique se acodó en la mesa y añadió pacientemente:


– Date a razones, Ratero. La casa de la Era Vieja renta veinte duros y tú vas a ganar ciento ochenta y mantenido. ¿Qué te parece?


La cueva es mía -repitió el Ratero.


Justo Fadrique estiró los antebrazos sobre el tablero y dijo haciendo un esfuerzo por suavizar la voz:


– Está bien, te la compro. ¿Qué quieres por ella?


– Nada.


– ¿Nada? ¿Ni mil?


– No


– Tendrá un precio; algo valdrá, digo yo. -Algo.


– ¿Cuánto? ¡Di!


El Ratero sonrió socarronamente: -La cueva es mía -dijo.


Justo Fadrique meneó la cabeza de un lado a otro y, al fin, fijó en el Ratero sus pupilas encolerizadas:


– Yo podría conseguir -dijo- que Luisito, el de Torrecillórigo, no te quitara las ratas. ¿Qué te parece?


El rostro del Ratero se transformó en un instante. Las aletillas de la nariz se dilataron y sus labios se apretaron hasta quedar exangües:


– Ya lo haré yo -dijo.


Justito se levantó:


– No tienes agallas -dijo-. En todo caso, piénsatelo. Si tú lo quieres, yo podría ayudarte.


A partir de entonces, el Ratero pasaba las horas vigilando el cauce. Vivía en un estado de exaltación reprimida y por las noches no acertaba a conciliar el sueño. Algunas mañanas ascendía al Pezón de Torrecillórigo y desde la cumbre oteaba incesantemente las márgenes del arroyo. Al anochecer se refugiaba en la taberna, o en los establos o en el poyo del taller del Antoliano. Y el Antoliano le decía: «Dos manos tienes, Ratero. Nadie necesita más». Y el Rosalino inclinaba la cabeza en dirección a Torrecillórigo y añadía: «Lo que es a mí me podía venir con ésas». El Malvino, en la taberna, le apremiaba: «El río es tuyo, Ratero. Antes de que él echara los dientes ya andabas tú en el oficio».


Mientras tanto, el Nini se desvivía resolviendo las dificultades de sus convecinos, pero rara vez el eliminar los zánganos de una colmena, o el capar un marra

no, o el seleccionarlos conejos defectuosos de un conejar le proporcionaba más allá de dos reales en junto. El Malvino le decía: «Fija una tarifa, leche. ¿No lo hacen así los médicos y los abogados?». El Nini se encogía de hombros y le miraba con tan grave aplomo que el Malvino se desconcertaba y terminaba por callar.


Por San Vito se abrió la veda del cangrejo y el Nini bajó al río con las arañas y los reteles. Cebó las arañas con lombrices y los reteles con tasajo, y al caer el sol llevaba embuchadas cinco docenas y los cangrejos seguían acudiendo al engaño con facilidad. Al echarse la noche, el niño prendió el farol y sustituyó el tasajo de los reteles por tripas de gallina. Los grillos cantaban en torno y sobre su cabeza, en el primero de los tres chopos, palmoteaba una lechuza. A medianoche, el Nini recogió los bártulos despertó a los perros y antes de regresar a la cueva dejó tendida en el arroyo una cuerda para la anguila. Los cangrejos se escurrían dentro del saco y producían un rumor húmedo y untuoso.


El tío Ratero le esperaba, acuclillado en la boca de la cueva bajo el candil.


– ¿Viste a ése? -dijo antes de que el Nini coronase la meseta de tomillos.


– No -dijo el niño.


El Ratero rumió algo entre dientes. Agregó:


– ¿Y los cangrejos?


– Once docenas y media -dijo el Nini. Y por primera vez en varias semanas el tío Ratero entreabrió los labios en una sonrisa.


– Si la Sime no baja este año todo irá bien -añadió el niño.


La Sime fue en tiempos su más fuerte competidora. La Sime pescaba a mano, remangándose las sayas, dejando al descubierto unos muslos blancos y amorcillados. El dedo índice de su mano derecha tenía la yema encallecida y era éste el que introducía sin recelo en las cuevas o entre las berreras y donde el cangrejo se agarraba con voraz fruición. Con una técnica tan simplista hubo años que la Simeona capturó más de quinientas docenas. Adolfo, el del coche de línea, llevaba luego los cangrejos a la ciudad, clasificados por tamaños, para venderlos en el mercado. Pero este año la Simeona se había espiritualizado. Se soltó el pelo sobre los hombros y se enfundó en una bata negra, larga hasta los pies. Su atuendo era el mismo que usara la Eufrasia cinco años antes, la primera Ofrecida que recogió en su casa el Undécimo Mandamiento. La Sime, como la Eufrasia, pasaría tres años con doña Resu, realizando las tareas más arduas y humillantes, preparándose para profesar. El Malvino, en la taberna, solía decir: «Es la manera de tener criada gratis». El cambio repentino de la Simeona despertó, empero, la codicia de los hombres del lugar, que aprovechaban cualquier coyuntura propicia para demandarla: «Sime, ¿qué harás del carro?». «Lo necesito» -respondía invariablemente la Simeona… «¿Y del borrico?» -agregaban. «Lo necesito también» -respondía ella. Ellos se rascaban la cabeza y preguntaban al fin: «¿Y puede saberse para qué necesitas un carro y un borrico para el monjío?». La Sime contestaba sin vacilar: «Para el dote». En los últimos tiempos, el Nini rehuía a la Simeona porque cada vez que la encontraba ella se agachaba y decía: «Humíllame». El niño denegaba con la cabeza: «Yo no sé de eso» -decía al fin. «Escúpeme» -añadía ella. El pequeño se negaba. «¿No oyes? -insistía ella-. Te digo que me escupas. Aprende a obedecer a las personas mayores.» El niño se resistía, pero, a veces, terminaba por simular que lanzaba un escupitajo. Ella no se conformaba: «Así no. Más grande y a la cara. ¿Oyes?». Otras veces, la Sime se tumbaba en el suelo y le suplicaba que la pisara. Poco a poco el niño empezó a experimentar un repeluzno supersticioso hacia la Simeona.


Últimamente a la muchacha le dio por presagiar su muerte y decía, retorciéndose las manos, que «la cosa iba a ser tan rápida que ni tiempo tendría para lavarse». Al Nini le hacía depositario de su última voluntad. «Atiende, Nini -decía-. Si yo muero quiero que el carro y el borrico sean para ti. El carro lo vendes y el importe me lo aplicas en misas. Del borrico, dispón. Lo puedes montar para salir al campo, pero cada vez que lo montes te acordarás de la Sime y me dirás una jaculatoria.» «¿Qué es eso, Sime?» -inquiría el niño. «¡Jesús! ¿Así andas? La jaculatoria es una pequeña oración. Tú dices: "Señor, perdona a la Simeona ". Nada más, ¿oyes? Pero cada vez que montes el borrico, ¿me entiendes?» «Sí, Sime, descuida» -asentía el niño. Ella se quedaba un momento pensativa. Luego agregaba: «O mejor todavía. Tú dirás cada vez que montes el burro: "Señor, perdona los pecados que la Sime cometiera con la cabeza, luego con las manos, luego con el pecho, luego con el vientre y así cada vez con una cosa hasta llegar a los pies". ¿Me entiendes, Nini?». El Nini la miraba serenamente. Al cabo dijo: «Sime, ¿es que con el vientre se pueden cometer pecados?». De pronto la Sime rompió a llorar. Tardó un rato en responderle. Al fin, dijo: «A ver, Nini, los más graves. El mío se llamaba Paquito y está en el camposanto junto a mi padre. ¿Es que no lo sabías?». «No, Sime», replicó el niño. Ella se echó el cabello para atrás en un ademán impaciente. Dijo: «Claro, eras muy crío entonces».


Pero por San Protasio y San Tribuno, la Sime enfermó de verdad y el Nini, al verla hundida en el jergón, recordó al Centenario muerto. Le dijo la muchacha:


– Óyeme, Nini. Si yo muero quiero que el carro y el borrico y el Duque sean para ti, ¿entiendes?


– Pero Sime… -apuntó el niño.


– Nada de Sime -cortó ella-. Si vo muriese el dote no lo voy a necesitar.


– Tú no vas a morirte, Sime. Ya se murió tu padre. -Calla la boca. Ningún padre se muere por uno, ¿oyes?


– Bueno, Sime -dijo el niño acobardado. Ella añadió:


– A cambio sólo te pido que no olvides lo que te dije, ¿recuerdas?


– Sí, Sime. Cada vez que suba al borrico le diré al Señor que perdone tus pecados empezando por la cabeza.


La Sime suspiró, aliviada:


– Está bien -dijo-. Ahora humíllame. No me queda mucho tiempo para lavarme. Tengo prisa. -¿Qué, Sime?


– ¡Escúpeme! -dijo ella.


– No, Sime.


Ella hizo unos rápidos visajes con la cara:


– ¿Es que no me oyes? ¡Escúpeme!


El niño reculaba hacia la puerta. En las afiladas facciones de la Simeona veía ahora al Centenario y a la abuela Iluminada muertos:


– Eso sí que no, Sime.


En este instante se filtró por las rendijas de la ventana un alarido agudo y quejumbroso. La Sime se quedó inmóvil, guiñando levemente los ojos en un nervioso parpadeo v de pronto, se cubrió el rostro con las manos y se arrancó a llorar histéricamente:


– Nini, ¿oíste? dijo entre dos sollozos-. Es el diablo.


El niño se aproximó.


– Es el búho, Sime, no te asustes. Caza ratones en el tejado.


Entonces ella se tumbó de espaldas, soltó una risotada y se puso a decir cosas incoherentes.


Por Santa Editruda y Santa Agripina, la Simeona se restableció. El Nini, el chiquillo, se la encontró en la Plaza, todavía pálida y vacilante, y por primera vez desde que se ofreció no le encareció que la humillara. El Nini le preguntó:


– ¿Estás bien, Sime? -Bien ¿por qué? -Por nada.


Se quedaron un rato frente a frente como observándose con reticencia.


Al fin, el Nini añadió:


– ¿No bajarás este año a cangrejos, Sime? -¡Huy, hijo! dijo ella-. Eso se acabó. Yo ya no

estoy para fiestas.


A partir de esa noche, los cangrejos empezaron a mostrarse esquivos con los reteles y las arañas del Nini. Era lo mismo que el tiempo se mantuviese que do o que soplara el sur o el noroeste. Al atardecer, los cangrejos abandonaban sus cuevas o sus cobijos bajo las berreras y merodeaban en torno a los reteles, pero sin decidirse a salvar el aro. El Nini, por más que se esforzaba, apenas conseguía atrapar más allá de una docena. Al llegar a la cueva le decía al tío Ratero:


– La Sime me echó mal de ojo.


El Ratero se rascaba insistentemente el cráneo bajo la boina:


– ¿Nada? -inquiría.


– Nada.


– Habrá que bajar entonces.


Mas el Nini, antes de destruir las camadas de primavera, prefirió volver a los lecherines y los lagartos. Hizo un esfuerzo por ampliar su clientela ofreciendo los lecherines de puerta en puerta. Una tarde se llegó donde el Furtivo, a pesar de que su sonrisa carnicera le aterraba.


– Matías -le dijo-. ¿No necesitarás tú lecherines para los conejos?


– ¿Lecherines? ¡Estás tú bueno, bergante! ¿Es que no sabes que largué los conejos de que empezó la peste?


El Nini parpadeaba desconcertado y, de repente, el Furtivo le agarró por el pescuezo y añadió, entornando los ojos como si le molestase la luz:


– A propósito, ¿no sabes tú quién fue el bergante que soltó el aguilucho del nido de la junquera?


– ¿Un aguilucho en la junquera? -inquirió el niño-. Las águilas no anidan en la junquera, Matías, tú lo sabes.


– Pues esta vez anidó, ya ves; y un hijo de perra cortó el alambre con que amarré la cría, ¿qué te parece?


El Nini alzó los hombros y sus pupilas resplandecieron de inocencia. Agregó Matías Celemín, soltándole y cruzando solemnemente los brazos sobre el pecho:


– Oye una sola cosa y a ver si aprendes de una vez por todas. Aún no sé quién es ese tal, pero si un día le agarro le voy a sacudir una mano de guantadas que no le van a quedar más ganas de entrometerse.

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