17

Un despiadado sol de fuego se elevó sobre los tesos por la Preciosa Sangre de Nuestro Señor y abrasó la salvia y el espliego de las laderas. En tan sólo veinticuatro horas, el termómetro rebasó los treinta y cinco grados y la cuenca se sumió en un enervante sopor canicular. Los cerros se resquebrajaron bajo los ardientes rayos y el pueblo, en la hondonada, quedó como aprisionado por un aura de polvo sofocante. En tomo crepitaban los trigos maduros, mientras los corros de cebada ya segados, con las morenas esparcidas por los rastrojos, denotaban un anticipado relajamiento otoñal. Bajo el bochorno, la vida languidecía y el infernal silencio de las horas centrales apenas se rompía por el piar lastimero de los gorriones entre los altos carrizos del arroyo. Al ponerse el sol, una caricia tibia descendía de las colinas y las gentes del pueblo aprovechaban la pausa para congregarse a las puertas de las casas y charlar quedamente en pequeños grupos. De los campos ascendía el seco aroma del bálago envuelto en el fúnebre lenguaje de las aves nocturnas, mientras las polillas golpeaban rítmicamente las lámparas o revoloteaban incansables en torno a ellas en órbitas desiguales. Del Cerro Merino llegaban los silbidos de los alcaravanes y, a su conjuro, los cínifes se desprendían de la maleza del río y bordoneaban por todas partes con agresiva contumacia. Era el fin del ciclo y los hombres al encontrarse en las calles polvorientas se sonreían entre sí y sus sonrisas eran como una arruga más en sus rostros requemados por el sol y los vientos de la meseta.


No obstante, por San Miguel de los Santos, los cuetos amanecieron envueltos en una pegajosa neblina que fue acentuándose a medida que el día ensanchaba. Y el Pruden, al advertirlo, cruzó el puentecillo de troncos y ascendió penosamente la cárcava y, una vez en la meseta de tomillos, llamó al Nini a grandes voces:


– Nini, rapaz -dijo cuando éste apareció en la boca de la cueva, desperezándose-, esa calina no me gusta. ¿No amagará el nublado?


El Loy olisqueaba los talones del hombre y la Fa, alebrada junto al niño, se dejaba acariciar a contrapelo por su sucio pie desnudo. El Nini oteó el horizonte, los cerros ligeramente neblinosos y, finalmente, sus ojos se detuvieron en el azor, aleteando sobre el Pezón de Torrecillórigo. Al cabo de un rato, descendió por la cárcava al cauce sin decir palabra. El Pruden y los perros le seguían con la misma confiada docilidad que siguen al médico los parientes de un enfermo grave. Una vez en el arroyo, el Pruden desató la lengua y en tono plañidero le dijo al Nini que los trigos secos y raspinegros no aguantarían la piedra. El niño aparentaba no oírle, se ensalivó el dedo corazón y observó atentamente de qué lado se secaba antes. Luego se introdujo entre los carrizos y las espadañas y analizó detenidamente los esbeltos tallos. Las hormigas aladas trepaban incansablemente por ellos y al alcanzar el extremo tornaban a descender. El Pruden lo contemplaba ahora silencioso y expectante y cuando el niño salió de entre los carrizos le consultó con la mirada:


– Hay niebla y la brisa es sur -dijo el niño pausadamente-. Las hormigas de alas andan en danza. Si antes de mediodía no cambia el viento, de aquí a mañana tronará. Harías bien en avisar a la gente.


Mas al Pruden nadie le hizo caso. Le dijo el Rosalino:


– Antes de San Auspicio no empiezo.


– El Nini dice… -apuntó el Pruden.


– Aunque lo diga María Santísima -atajó el Encargado. Sin embargo, un cuarto de hora más tarde, cuando el Frutos dio el pregón desde la Plaza pidiendo agosteros para el Pruden, los hombres reprimieron un estremecimiento. Tan sólo el Rosalino, para desalojar la inquietud de su pecho, comentó:


– Aviva, Pruden, que te se quema el arroz.


Pero a media tarde irrumpió sobre el Cerro Merino una nubecilla blanca y tras ella otras nubes más densas y apelmazadas. Los hombres del pueblo no quitaban ojo al cerro y al oscurecer, Justito, el Alcalde, dio orden al Frutos de preparar los cohetes contra el nublado. A esas horas el cielo se había encapotado totalmente y el Pruden, con la Sabina, el Mamertito, el Rabino Chico y el Críspulo -el chico mayor del Antoliano- terminaban de amontonar en morenas el trigo de su parcela. Un viento cálido se desató al ponerse el sol e hizo ondear los campos sin segar y provocó violentas tolvaneras en los caminos. El cielo se mostraba cada vez más sombrío y el Nini despachó en un momento el frangollo preparado por el Ratero y se acuclilló a la puerta de la cueva. La noche se había echado de repente y la atmósfera era cada vez más pesada e irrespirable. Empero, no llovía aún, ni tronaba, y el primer resplandor del rayo asustó al chiquillo. La Fa levantó de golpe la cabeza y rutó cuando el estrépito del trueno descendió dando tumbos cárcava abajo. Un hedor a azufre se mezcló con el seco aroma del bálago y de la mies madura. El tío Ratero asomó a la boca de la cueva, miró a lo alto, a lo oscuro, y dijo:


– Buena se prepara.


Al Loy se le erizaron los pelos del espinazo y al elevarse en el cielo el primer cohete, apuntando al gran vientre tenebroso de la nube, ladró airadamente sin saber a qué. El estampido del cohete semejó al agudo grito de un niño en una acalorada discusión de adultos. Tras él, el cielo se abrió en una luz vivísima que hizo destellar la cadena de tesos como si fueran de plata. El trueno siguió a la luz sin transición y fue un trallazo fulminante y quebrado como un latigazo.


– Va a ser peor que la de San Zenón. ¿No recuerda? -dijo el Nini.

Un segundo cohete fue lanzado desde la Plaza y a éste siguieron otro y otro, sin interrupción ni método, a la desesperada. Se diría un cazador disparando chinas con un tiragomas contra una manada de elefantes. Un nuevo relámpago inundó la cuenca de una claridad lívida y al estruendo del trueno siguió el gemido del huracán barriendo los cuetos y los campos, levantando densos remolinos de polvo que se empinaban hacia el cielo, girando en espirales inverosímiles. Al ceder el viento empezaron a caer las primeras gotas; eran unas gotas prietas, turgentes, como uvas, que restallaban en la tierra reseca y al fraccionarse en minúsculas partículas, se evaporaban de nuevo sin dejar huella. Dijo el Ratero tras el Nini:


– Más vale así.


– ¿Qué vale más?


– El agua.


– ¿El agua?


– En seco sería peor.


El niño denegó con la cabeza sin cesar de mirar abajo, a las casas del pueblo:


– Será lo mismo -dijo sentenciosamente-. Tal como están los trigos será lo mismo.


Los relámpagos desgarraban el firmamento por todas partes, encadenándose en una suerte de fantástico duelo. Los truenos horrísonos del noroeste se confundían con las exhalaciones del sudeste y con el repiqueteo del pedrisco que rebotaba sobre la piel tirante del teso como palillos batientes sobre el parche de un tambor. Eran granos del tamaño de huevos de paloma, pero, pese a su volumen, el viento los arrastraba para amontonarlos allí donde un matojo o una quebrada del cueto les prestaba su abrigo.


– Se han juntado dos nublados -dijo el niño.


– Dos -respondió el Ratero.


– Como en el cincuenta y tres por San Zenón, ¿no recuerda?


– Lo mismo.


Poco a poco cedía la canícula y se elevaba de los campos castigados el tonificante vaho de la tierra húmeda. La granizada remitía a intervalos y entonces, a la cruda luz de las exhalaciones, el Nini distinguía a los hombres oscuros, como mudos muñecos, moviéndose alocadamente en la Plaza. Ya no era sólo el Frutos, sino el Justito, y el José Luis, y el Virgilio, y el Antoliano, y el Matías, y el Rabino Grande, y todos los hombres del pueblo quienes rivalizaban en lanzar al aire los cohetes en un desesperado intento por ahuyentar la amenaza. Mas los cohetes, cuando ascendían, eran una efímera estela, sin brillo ni potencia, que estallaban sordamente contra un cielo bajo y opresivo. La cuenca, en derredor, asumía una apariencia fantasmagórica a la cárdena luminosidad de los relámpagos y la torre de la iglesia, el pajero, la Cotarra Donalcio, el Pezón de Torrecillórigo, los chopos de la ribera eran, bajo aquella luz extraña, como cómplices de una turbia pesadilla. A ratos, los ramalazos de granizo formaban una cerrada cortina, tupida e impenetrable. El Nini decía:


– Es aún peor que la del cincuenta y tres.


El Ratero, inmóvil tras él, en las tinieblas replicaba:


– Peor.


La furia del cielo se desató sobre la cuenca y durante cinco horas se prolongaron las luminarias de las exhalaciones, los sordos retumbos de los truenos, el martilleo contumaz de la piedra sobre los campos. A las cuatro de la madrugada cesó repentinamente de llover y las nubes se concentraron al norte, sobre el Pezón de Torrecillórigo, y una luna alta y húmeda rasgó súbitamente los últimos flecos de la borrasca. La tierra toda que abarcaba la vista parecía cubierta de nieve y los granizos, al deshacerse en el suelo, producían un rumor viscoso, como el de los cangrejos dentro de la sera. De cuando en cuando, tras el Pezón de Torrecillórigo, aún se abría el cielo en una culebrilla incandescente, pero el retumbo del trueno tardaba ahora en llegar y era algo redondo, uniforme, sin aristas.


El Nini bajó al pueblo tan pronto amaneció. La cárcava estaba húmeda y resbaladiza y el niño se desvió por la ladera para sujetar sus pies en los tomillos. Abajo los campos parecían muertos. La huerta y los tres chopos de la ribera erguían tímidamente su patética desnudez y los graznidos de las chovas en los vanos del campanario hacían más ostensible el gran silencio. Los trigos, arracimados desordenadamente por la violencia cambiante del ciclón se acostaban mansamente sobre el lodo. A trechos, entre las espigas decapitadas, rebrillaban las charcas. Por los caminos y junto a las linderas vacían los cadáveres de los trigueros y las alondras, rígidos sobre los granos de trigo y los cascabillos desparramados. Los barbechos del Poderoso emanaban unas alacres fumarolas, como las que despedían los sembrados en los días soleados del invierno tras una noche de helada. Un pesado hedor a cieno entremezclado con el del bálago se cernía sobre los campos. Dos urracas, envalentonadas con el desastre, jugueteaban sobre el viejo potro, esponjándose al sol.


Al entrar en el pueblo, el Nini sintió el llanto resignado de las mujeres a través de los postigos. Al pie de la trasera del Pruden, medio enterrada en el cieno, había una golondrina. En el alero, asomando sus cabecitas blanquinegras por la abertura del nido, piaban incansablemente las crías. Las callejas estaban desiertas y en los relejes había más barro que en pleno invierno. En la Plaza, la señora Clo barría briosamente los dos escalones de acceso al estanco. En la tapia de adobes, bajo las bardas del corral, un cartelón de letras desiguales decía: «¡Vivan los quintos del 5ó!». El Ley se detuvo, olisqueando en el zaguán del José Luis y el Nini le silbó tenuemente. La señora Clo le vio entonces, se apoyó en la escoba y le dijo moviendo la cabeza de arriba abajo y mordiéndose el labio inferior:


– Nini, hijo. ¿Qué te parece este castigo? -Ya ve.

– ¿Es que somos tan malos, Nini, como para merecer esto?


– Eso será, señora Clo.


Frente a los establos, salpicado de barro, estaba el automóvil del Poderoso y en la misma esquina don Antero y varios desconocidos hablaban dramáticamente con los hombres del pueblo. El Justito, y el José Luis, y el Matías Celemín, y el Rabino Chico, y el Antoliano, y el Agapito, y el Rosalino, y el Virgilio se encontraban allí, los ojos patéticamente abiertos, las espaldas vencidas como bajo el peso de un enorme fardo. Y don Antero, el Poderoso, decía:


– El seguro por descontado. Pero no hay que dormirse, Justo. Hoy mismo debe salir un pliego solicitando créditos y moratorias. De otro modo será la ruina, ¿oyes?


El Justito asintió débilmente:


– Por mí no ha de quedar, don Antero, ya lo sabe usted.


El Nini pasó de largo, los perros pegados a sus pies, pero antes de alcanzar el majuelo, oyó la voz tartajosa del Antoliano:


– Yo… yo no tengo seguro, don Antero.


Y la de Matías Celemín, el Furtivo, extrañamente fúnebre:


– Tampoco yo.


Un rumor de voces arrastradas se unió a la del Furtivo como un coro: «Ni yo», «ni yo», «ni yo».


Ya en el camino del majuelo, el Pruden le salió al paso. Pareció brotar de la tierra como un fantasma:


– Nini -dijo-. Tengo el trigo en morenas y no se ha desgranado -hablaba como disculpándose-:


Yo…


El niño habló sin detenerse:


– No trilles hasta que seque -dijo-. Pero tampoco lo retrases no sea que se nazca.


El Pruden le sujetó por un hombro:


– Aguarda -dijo-. Aguarda. ¿Tú crees que puedo yo ponerme a trillar delante de la miseria de los demás?


El Nini se encogió de hombros. Dijo, mirándole serenamente a los ojos:


– Eso es cosa tuya.


El Pruden se frotó las manos sin entusiasmo, tratando de dominar su nerviosidad. Luego hundió la derecha en el bolsillo y le tendió una peseta:


– Toma, Nini, por lo de ayer -dijo-. Más te daría, pero tengo aún que pagar tres jornaleros, hazte cuenta.


Bordeando el majuelo, desnudo por el pedrisco, el Nini se llegó al cauce. Poco más allá, del otro lado de los chopos, se encontró con Luis, el de Torrecillórigo. El muchacho le sonreía con sus dientes blanquísimos sin dejar de azuzar al perro.


– Dale, dale.


– ¿Qué haces?


– ¡Otra! ¿No lo ves? Cazar. ¿Crees tú que por este año se puede hacer otra cosa en el campo?


Le señalaba los trigos rotos, acostados en el barro: los dilatados campos convertidos en un pajonal estéril:


– ¿También en Torrecillórigo?


El hombre flanqueaba el arroyo a compás de la marcha del perro, entre los carrizos quebrados. Dijo:


– La nube no dejó tiesa una espiga. El niño observó al perro moteado:


– Ese perro no se aplica -dijo.


– ¿Lo hacen mejor los tuyos?


El niño señaló la cabeza jadeante de la Fa:


– Ésta es vieja y está tuerta, pero el cachorro ya las conoce y el año que viene se aplicará.


El muchacho de Torrecillórigo se echó a reír y se golpeó varias veces la bota con el extremo de la pincha de hierro:


– También el mío es nuevo -dijo. -El año ya tiene.


– Por San Máximo lo cumple. ¿En qué lo has conocido?


– En los ojos. Y en la boca. ¿Cómo se llama? -Lucero, ¿te gusta?

El niño denegó con la cabeza.


– ¿Por qué no te gusta el nombre?


– Es largo.


– ¿Largo? ¿Cómo se llaman los tuyos? -La perra Fa.


– ¿Y el cachorro?


– Loy.


El hombre volvió a reír:


– Para llamar a un perro cualquier nombre es bueno -agregó displicentemente.


De pronto, el muchacho levantó los ojos y su risa se fue contrayendo en la boca hasta convertirse en una mueca de estupor. El Nini oyó los pasos apresurados y alzó los ojos y vio al tío Ratero, aplastando en largas zancadas las cañas desmayadas del trigal. Llevaba la pincha en alto y gritaba algo inarticulado que no llegaban a ser palabras. Al alcanzar el borde del arroyo no se detuvo. Saltó en el agua, chapoteando como impulsado por una fuerza irracional y se echó sobre el muchacho con el hierro en alto. El Nini apenas tuvo tiempo de incorporarse, asirle de la raída americana y tirar hacia atrás con todas sus fuerzas, mas el muchacho de Torrecillórigo prendía ya la muñeca del Ratero manteniendo su pincho distante, mientras voceaba: «Date a razones, ¡coño!». Pero el Ratero mascullaba palabrotas y murmuraba obcecadamente: «Las ratas son mías. Las ratas son mías». De súbito, la Fa se arrancó sobre el muchacho, mordiéndole sañudamente las pantorrillas, pero el Lucero, a su vez, se lanzó sobre la perra y ambos animales se enzarzaron, mientras el Loy, el cachorro, ladraba desconcertado, sin saber qué partido tomar. El Nini, persuadido de la imposibilidad de separar a los hombres, los seguía en las evoluciones que provocaba la lucha, los ojos desorbitados intentando aplacarlos con sus voces, pero el Ratero no lo oía. Una fuerza ciega le empujaba y como para darse coraje se repetía una y otra vez: «Las ratas son mías. Las ratas son mías». Los perros peleaban aviesamente, se mordían con enconado ensañamiento mostrando sus colmillos blanquísimos, sin cesar de gruñir. En una ocasión rodaron por el barrizal hechos un ovillo y el Ratero tropezó en ellos y cayó entre los trigos, el cuerpo de su adversario montado sobre él. El muchacho de Torrecillórigo trató de reducirle hincándole las rodillas en los bíceps y en su tenso esfuerzo murmuraba: «Da-te-a-ra-zo-nes-co-ño», pero el Ratero le ganó la acción, se arqueó sobre el estómago y le lanzó hacia atrás golpeándole luego con las botas en el vientre. Los dos hombres se incorporaron, observándose de soslayo, jadeando, las pinchas levantadas, mientras los perros seguían ferozmente enlazados. Fue el Ratero quien de nuevo tomó la iniciativa, pero el muchacho atajó su golpe con el hierro y durante unos momentos cruzaron sus pinchos y las chispas saltaron al aire. El Ratero, la espalda rebozada de barro, observaba ahora a su adversario, con los párpados entornados como una alimaña y amagó con el pincho dos veces y le lanzó luego una patada brutal que le alcanzó en el pecho y le derrumbó sobre las mieses acostadas. El Ratero corrió hacia él, pero el muchacho, en un esguince felino, esquivó el cuerpo y el Ratero cayó de bruces sobre el fango. Al ponerse en pie su jadeo era áspero, acongojado, como un rugido. De vez en cuando repetía como un autómata: «Las ratas son mías, las ratas son mías». Una gruesa costra de barro le cubría el rostro y sus ojos adquirían, entre los párpados ennegrecidos de tierra, una viveza singular El muchacho de Torrecillórigo, doblado por la cintura, aguardaba serenamente una nueva ofensiva y su mirada penduleaba entre los ojos del Ratero y la pincha que sujetaba entre sus dedos crispados. Otra vez, el Ratero se arrojó sobre él, la cabeza gacha, el pincho hacia la garganta, mas el muchacho desvió a. tiempo la trayectoria del hierro, que no le produjo más que un rasguño en la mejilla que súbitamente se llenó de sangre. También la Fa sangraba por las orejas y el lomo, pero el animal no cejaba en su empuje. Los cuerpos de los perros desaparecían a veces entre la espesura de las pajas acostadas, para reaparecer siete metros más allá peleando con el mismo encarnizamiento. El Loy, pasado el desconcierto inicial, se pegó a las piernas del niño, erizados los pelos del espinazo, estremecidos sus miembros por un extraño temblor. Los hombres se habían enzarzado de nuevo, los pinchos en alto, murmurando maldiciones ininteligibles. El muchacho de Torrecillórigo tenía las mejillas cubiertas de sangre y por los agrietados labios entreabiertos se veía la boca reseca, aspirando el aire a bocanadas, como un pez moribundo. En un esfuerzo trató de herir a su contrincante, pero apenas si el filo del pincho pudo rasgar la chaqueta de pana del Ratero quien, al sentir en la piel el cosquilleo del metal y aprovechando el pasajero desmayo del otro, descargó un golpe contundente de abajo arriba y el hierro se hundió en el costado de su adversario hasta la empuñadura. Todo fue instantáneo como un relámpago. Las manos del muchacho se distendieron y el pincho, al caer, quedó oculto en el barro. El Ratero se separó de él resollando y, entonces, el muchacho de Torrecillórigo avanzó hacia el Nini torpemente, dando traspiés, los ojos desorbitados y, al pretender hablar, un borbotón de sangre le cortó la palabra. Permaneció unos segundos inmóvil, tambaleándose, y, al cabo, cayó del lado derecho y cerró los ojos como si descansara. Aún se estremecieron sus piernas convulsivamente dos o tres veces. Luego le sobrevino un nuevo vómito, y como si quisiera impedirlo, volvió el rostro lentamente y ocultó sus facciones en el fango.


El Nini levantó los ojos espantados hacia el Ratero, pero éste, resollando aún, se aproximó al cadáver y rescató su pincho de hierro. Después se encaminó a donde los perros se revolcaban, sujetó al Lucero por la piel del cuello y de un tirón lo separó de la Fa. El animal intentó en vano morderle la muñeca, revolviéndose furioso, pero el Ratero le acuchilló tres veces el corazón sin piedad y, finalmente, lanzó su cadáver sobre el del muchacho.


La Fa gañía doloridamente y se lamía sin cesar las mataduras del lomo cuando el Ratero se acercó al cauce y lavó la sangre del pincho meticulosamente.


El Nini se sentó en el ribazo y se acodó en los muslos. La Fa se llegó a él y se alebró a sus pies temblando, en tanto el Loy miraba rutando los dos cadáveres cuyas heridas se iban llenando paulatinamente de moscas.


Al regresar el tío Ratero junto al Nini, media docena de buitres aparecieron de improviso volando muy altos sobre el Pezón de Torrecillórigo. El niño miró al Ratero que jadeaba aún y el Ratero dijo a modo de explicación:


– Las ratas son mías.


El Nini señaló con el dedo al muchacho de Torrecillórigo y dijo:


– Está muerto. Habrá que dejar la cueva. El Ratero sonrió socarronamente:


– La cueva es mía -dijo.


El niño se levantó y se sacudió las posaderas. Los perros caminaban cansinamente tras él y al doblar la esquina del majuelo volaron ruidosamente dos codornices. El Nini se detuvo:


– No lo entenderán -dijo.


– ¿Quién? -lijo el Ratero.


– Ellos -murmuró el niño.


Tras el alcor se veía flotar el campanario de la iglesia y en torno a él fueron surgiendo, poco a poco, las pardas casas del pueblo, difuminadas entre la calina.

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