Por Nuestra Señora de la Luz brotaron las centellas en el prado y el Nini se apresuró a enviar razón al Rabino Grande para que alejara las ovejas, pues según sabía por el Centenario, la oveja que come centellas cría galápago en el hígado y se inutiliza. Aquella misma tarde, el Pruden informó al niño que los topos le minaban el huerto e impedían medrar las acelgas y las patatas. Al atardecer el Nini descendió al cauce y durante una hora se afanó en abrir en el suelo pequeñas calicatas para comunicar las galerías. El Nini sabía, por el abuelo Román, que formando corriente en las galerías el topo se constipa y con el alba abandona su guarida para cubrirlas. El Nini trabajaba con parsimonia, como recreándose, y, en su quehacer, se guiaba por los pequeños montones de tierra esponjosa que se alzaban en derredor. La Fa, repentinamente envejecida, le veía hacer jadeando desde un sombrajo de carrizos, mientras el Loy, el cachorro canela, correteaba en la cascajera persiguiendo a las lagartijas.
Al día siguiente, San Erasmo y Santa Blandina, antes de salir el sol, el niño bajó de nuevo al huerto. La calina difuminaba las formas de los tesos que parecían más distantes, y en las plantas se condensaba el rocío. Junto al ribazo voló ruidosamente una codorniz, en tanto los grillos y las ranas que anunciaban alborozadamente la llegada del nuevo día, iban enmudeciendo a medida que el niño se aproximaba. Ya en el huerto, el Nini se apostó en un esquinazo junto al arroyo, y, apenas transcurridos diez minutos, un rumor sordo, semejante al de los conejos embardados, le anunció la salida del topo. El animal se movía torpemente, haciendo frecuentes altos, y, tras una última vacilación, se dirigió a una de las calicatas abiertas por el niño y comenzó a acumular tierra sobre el agujero arrastrándola con el hocico. El Loy, el cachorro, al divisarlo, se agachó sobre las manos y le ladró furiosamente, brincando en extrañas fintas, pero el niño lo apartó, regañándole, tomó el topo con cuidado y lo guardó en la cesta. En menos de una hora capturó tres topos más y apenas el resplandor rojo del sol se anunció sobre los cuetos y tendió las primeras sombras el Nini se incorporó, estiró perezosamente los bracitos y dijo a los perros: «Andando». Al pie del Cerro Colorado, el José Luis, el Alguacil, abonaba los barbechos y poco más abajo, en la otra ribera del arroyo, el Antoliano ataba pacientemente las escarolas y las lechugas para que blanqueasen. Desde el pueblo llegaba el campanilleo del rebaño y las voces malhumoradas y soñolientas de los extremeños en el patio del Poderoso.
Veinte metros río abajo, al alcanzar los carrizos, se arrancó inopinadamente el águila perdicera. Era un hecho anómalo que el águila pernoctase en los juncos y el Nini no tardó en descubrir el nido burdamente construido sobre una zarza con cuatro palos entrelazados recubiertos con una piel de lebrato. Dos pollos, uno de mayor tamaño que otro, le enfocaban sus redondos ojillos desconfiados, levantando sus corvos picos en actitud amenazadora. El niño sonrió, arrancó un junco y se entretuvo un rato provocándolos, aguijoneándoles hasta hacerles desesperar. Arriba, en el azul del cielo, el águila madre describía grandes círculos, por encima de su cabeza.
El Nini silenció su descubrimiento, pero cada tarde descendía a la junquera para observar el progreso de los pollos, las evoluciones de la madre que, de vez en cuando, retornaba al nido apresando entre sus garras rapaces un lagarto, una rata o una perdiz. A cada incursión, el águila, encaramada en lo alto de la zarza, oteaba desafiante y majestuosa los alrededores, antes de desollar la pieza para entregársela a sus crías. El niño, oculto entre los juncos, espiaba sus movimientos, la avidez descompuesta de los aguiluchos devorando la presa, la orgullosa satisfacción del águila madre antes de remontarse de nuevo en la altura. De este modo los aguiluchos iban emplumando y desarrollándose, hasta que una tarde el Nini descubrió que el más pequeño había desaparecido del nido y el grande había sido amarrado con un alambre al tronco del zarzal. Mientras cortaba la atadura precipitadamente, pensó en Matías Celemín, el Furtivo, y, a poco, ya no pensó en nada porque el águila picaba en vertical sobre él desde una altura de trescientos metros y la Fa y el Loy ladraban mirando a lo alto sin cesar de recular. El águila, en su descenso, apenas rozó el nido sujetó entre sus garras la cría liberada, y se remontó de nuevo con ella en dirección al monte.
Dos días más tarde, el Triunfo de San Pablo, salió el norte y el tiempo refrescó. Los crepúsculos eran más fríos y los grillos y las codornices amortiguaron sus conciertos vespertinos. Al día siguiente, San Medardo, amainó el viento y, al atardecer, el cielo levantó y sobre el pueblo se cernió una atmósfera queda y transparente. Ya noche cerrada, asomó la luna, una luna blanca y lejana, que fue alzándose gradualmente sobre los tesos. Cuando el Ratero v el Nini llegaron a la taberna, el Chuco, el perro del Malvino, ladraba airadamente a la luna desde el corral y sus ladridos tenían una resonancia cristalina. El Malvino se descompuso. Dijo:
– ¿Que le ocurre a este animal esta noche?
Poco a poco, sin acuerdo previo, fueron llegando a la cantina todos los hombres del pueblo. Entraban diseminados, uno a uno, la negra boina capona calada hasta las orejas y antes de sentarse en los bancos miraban en torno medrosos y desconfiados. Tan sólo, de tiempo en tiempo, se sentía el golpe de un vaso sobre una mesa o una airada palabrota. La atmósfera iba llenándose de humo y cuando el Pruden apareció en la puerta, veinte rostros curtidos se volvieron a él patéticamente. El Pruden vaciló en el umbral. Parecía muy pálido e inseguro. Dijo.
– Mucho brillan los luceros, ¿no amagará la helada negra?
Le respondió el silencio y, al fondo, el enconado y metódico ladrido del Chuco, en el corral. El Pruden miró en torno antes de sentarse y entonces oyó el juramento del Rosalino, el Encargado, a sus espaldas y, al volverse, el Rosalino le dijo:
– Si yo fuera Dios pondría el tiempo a tu capricho sólo por no oírte.
Tras la oscura voz del Rosalino, el silencio se hizo más espeso y dramático. El José Luis, el Alguacil, rebulló inquieto antes de decir:
– Malvino, ¿no podrías callar ese perro?
Salió el tabernero y desde dentro se oyó el puntapié y el aullar dolorido del animal en fuga. En la estancia pareció aumentar la tensión al regresar el Malvino. Dijo, brumosamente, Guadalupe, el Capataz, al cabo de un rato:
– ¿Dónde se ha visto que hiele por San Medardo?
Los cuarenta ojos convergieron ahora sobre él y Guadalupe, para ahuyentar su turbación, apuró el vaso de golpe. Malvino se llegó a él con la frasca y se lo llenó sin que el otro lo pidiera. Dijo luego, con la frasca en la mano, encarándose ya, decididamente, con lo inevitable:
– Eso no. Va para veinte años de la helada de Santa Oliva, ¿os recordáis? El cereal estaba encañado y seco y en menos de cuatro horas todo se lo llevó la trampa.
El hechizo se rompió de pronto:
– No llegarían a diez fanegas lo que cogimos en el término -añadió el Antoliano.
Justito, el Alcalde, desde la mesa del rincón voceó:
– Eso ocurre una vez. Un caso así no volveremos a verlo.
El Antoliano accionaba mucho con sus manazas en la mesa inmediata explicándole al Virgilio, el de la señora Clo, el desastre:
– Las argayas estaban chamuscadas, ¿oyes? Lo mismo que si el fuego hubiera pasado sobre ellas. Lo mismo. Todo carbonizado.
El tabernero llenaba los vasos, y las lenguas, al principio remisas, iban entrando en actividad. Se diría que mediante aquella ardiente comunicación esperaban ahora conjurar el peligro. De pronto, dominando las conversaciones, se oyó de nuevo el lastimero aullido del Chuco en el patio.
Dijo el Nini:
– El perro ese ladra como si hubiera un muerto.
Nadie le respondió y los aullidos del Chuco, cada vez más modulados, recorrieron las mesas como un calambre. El Malvino salió al patio. Su blasfemia se confundió con el llanto quejumbroso del perro y el portazo del Furtivo al entrar. Dijo Matías Celemín, resollando como si terminara de hacer un largo camino:
– Buena está cayendo. Los relejes están tiesos como en enero. En la huerta no queda un mato en pie. ¿A qué viene este castigo?
De todos los rincones se elevó un rumor de juramentos reprimidos. Sobre ellos retumbó la voz del Pruden excitada, vibrante:
– ¡Me cago en mi madre! -chilló-. ¿Es esto vivir? Afana once meses como un perro y, luego, en una noche…-Se volvió al Nini. Su mirada febril se concentraba en el niño, expectante y ávida-: Nini, chaval -agregó-, ¿es que ya no hay remedio?
– Según -dijo el chiquillo gravemente.
– Según, según… ¿según qué?
– El viento -respondió el niño.
El silencio era rígido y tenso. Las miradas de los hombres convergieron ahora sobre el Nini como los cuervos en octubre sobre los sembrados. Inquirió el Pruden:
– ¿El viento?
– Si con el alba vuelve el norte arrastrará la friura y la espiga salvará. La huerta va es más difícil -dijo el niño.
El Pruden se puso en pie y dio una vuelta entre las mesas. Andaba como borracho y reía ahora como un estúpido:
– ¿Oísteis? elijo-. Aún hay remedio. ¿Por qué no ha de salir el viento? ¿No es más raro que hiele por San Medardo y sin embargo, está helando? ¿Por qué no ha de salir el viento?
Cesó repentinamente de reír y observó en torno esperando el asentimiento de alguien, pero repasó todos los rostros, uno a uno, y no vio más que una nube de escepticismo, una torva resignación allá en lo hondo de las pupilas. Entonces volvió a sentarse y ocultó el rostro entre las manos. Tras él, el Antoliano le decía al Ratero a media voz: «No hay ratas, la cosecha se pierde, ¿puede saberse qué coños nos ata a este maldito pueblo?». El Rabino Chico tartamudeó: «La tic… La tierra -dijo-. La tierra es como la mujer de uno». El Rosalino gritó desde el otro extremo: «¡Tal cual, que te la pega con el primero que llega!». Mamés, el Mudo, hacía muecas junto al Furtivo, unas muecas aspaventeras como cada vez que se ponía nervioso. Matías Celemín voceó de pronto: «¡Calla Mudo, leche, que mareas!». El Frutos, el Jurado, dijo entonces: «¿Y si cantara el Virgilio?». Y, como si aquello fuera una señal, vocearon simultáneamente de todas las mesas: «¡Venga, Virgilio, tócate un poco!». Agapito, el Peatón, empezó a palmear el tablero acompasadamente con las palmas de las manos. El Justito, que desde hacía dos horas bebía sin parar del porrón, levantó su voz sobre los demás: «¡Dale, Virgilio, la que sea sonará!» y el Virgilio carraspeó por dos veces y se arrancó por «El Farolero» y el Agapito y el Rabino Grande batieron palmas y, a poco, el Frutos, el Guadalupe, el Antoliano y el José Luis se unieron a ellos. Minutos más tarde, la taberna hervía y las palmas se mezclaban con las voces enloquecidas entonando desafinadamente viejas y doloridas canciores. El humo llenaba la estancia y Malvino, el tabernero, recorría las mesas y colmaba los vasos y los porrones sin cesar. Fuera, la luna describía sigilosamente su habitual parábola sobre los tesos y los tejados del pueblo y la escarcha iba cuajando en las hortalizas y las argayas.
El tiempo había dejado de existir y al irrumpir en la taberna la Sabina, la del Pruden, los hombres se miraron ojerosos y atónitos, como preguntándose la razón por la que se encontraban allí congregados. El Pruden se frotó los ojos y su mirada se cruzó con la mirada vacía de la Sabina y, entonces, la Sabina gritó:
– ¿Puede saberse qué sucede para que arméis este jorco a las cinco de la mañana? ¿Es que todo lo que se os ocurre es alborotar como chicos cuando la escarcha se lleva la cosecha? -Avanzó dos pasos y se encaró con el Pruden-: Tú, Acisclo, no te recuerdas ya de la helada de Santa Oliva, ¿verdad? Pues la de esta noche aún es peor, para que lo sepas. Las espigas no aguantan la friura y se doblan como si fueran de plomo.
Repentinamente se hizo un silencio patético. Parecía la taberna, ahora, la antesala de un moribundo donde nadie se resolviera a afrontar los hechos, a comprobar si la muerte se había decidido al fin. Una vaca mugió plañideramente abajo, en los establos del Poderoso y como si esto fuera la señal esperada, el Malvino se llegó al ventanuco y abrió de golpe los postigos. Una luz difusa, hiberniza y fría se adentró por los cristales empañados. Pero nadie se movió aún. Únicamente al alzarse sobre el silencio el ronco quiquiriquí del gallo blanco del Antoliano, el Rosalino se puso en pie y dijo: «Venga, vamos». La Sabina sujetaba al Pruden por un brazo y le decía: «Es la miseria, Acisclo, ¿te das cuenta?». Fuera, entre los tesos, se borraban las últimas estrellas y una cruda luz blanquecina se iba extendiendo sobre la cuenca. Los relejes parecían de piedra y la tierra crepitaba al ser, hollada como cáscaras de nueces. Los grillos cantaban tímidamente v desde lo alto de la Cotarra Donalcio llamaba con insistencia un macho de perdiz. Los hombres avanzaban cabizbajos por el camino y el Pruden tomó al Nini por el cuello y a cada paso le decía: «¿Saldrá el norte, Nini? ¿Tú crees que puede salir el norte?». Mas el Nini no respondía. Miraba ahora la verja y la cruz del pequeño camposanto en lo alto del alcor y se le antojaba que aquel grupo de hombres abatidos, adentrándose por los vastos campos de cereales, esperaba el advenimiento de un fantasma. Las espigas se combaban, cabeceando, con las argayas cargadas de escarcha y algunas empezaban ya a negrear. El Pruden dijo desoladamente, como si todo el peso de la noche se desplomara de pronto sobre él: «El remedio no llegará a tiempo».
Abajo, en la huerta, las hortalizas estaban abatidas, las hojas mustias, chamuscadas. El grupo se detuvo en los sembrados encarando el Pezón de Torrecillórigo y los hombres clavaron sus pupilas en la línea, cada vez más nítida, de los cerros. Tras la Cotarra Donalcio la luz era más viva. De vez en cuando, alguno se inclinaba sobre el Nini y en un murmullo le decía: «Será tarde ya, ¿verdad, chaval?». Y el Nini respondía: «Antes de asomar el sol es tiempo. Es el sol quien abrasa las espigas». Y en los pechos renacía la esperanza. Pero el día iba abriendo sin pausa, aclarando los cuetos, perfilando la miseria de las casas de adobes y el cielo seguía alto y el tiempo quedo y los ojos de los hombres, muy abiertos, permanecían fijos, con angustiosa avidez, en la divisoria de los tesos.
Todo aconteció de repente. Primero fue un soplo tenue, sutil, que acarició las espigas; después, el viento tomó voz y empezó a descender de los cerros ásperamente, desmelenado, combando las cañas, haciendo ondular como un mar las parcelas de cereales. A poco, fue un bramido racheado el que sacudió los campos con furia y las espigas empezaron a pendulear, aligerándose de escarcha, irguiéndose progresivamente a la dorada luz del amanecer. Los hombres, cara el viento, sonreían imperceptiblemente, como hipnotizados, sin atreverse a mover un solo músculo por temor a contrarrestar los elementos favorables. Fue el Rosalino, el Encargado, quien primero recuperó la voz y volviéndose a ellos dijo:
– ¡El viento! ¿Es que no lo oís? ¡Es el viento!
Y el viento tomó sus palabras y las arrastró hasta el pueblo, y entonces, como si fuera un eco, la campana de la parroquia empezó a repicar alegremente y, a sus tañidos, el grupo entero pareció despertar y prorrumpió en exclamaciones incoherentes y Mamés, el Mudo, babeaba e iba de un lado a otro sonriendo y decía: «Je, je». Y el Antoliano y el Virgilio izaron al Nini por encima de sus cabezas y voceaban:
– ¡Él lo dijo! ¡El Nini lo dijo!
Y el Pruden, con la Sabina sollozando a su cuello, se arrodilló en el sembrado y se frotó una y otra vez la cara con las espigas, que se desgranaban entre sus dedos, sin cesar de reír alocadamente.