Por San Dámaso, la señora Clo, la del Estanco, mandó razón al Nini y le condujo hasta la pocilga: -Tienta, hijo; ya está metido en arrobas, creo yo. El niño midió el marrano:
– Tiene una cuarta de lomo -dijo.
Pero llovía y nada se podía hacer. Para San Nicasio escampó, mas el Nini oteó el cielo y dijo:
– Deje, señora Clo, todavía hay blandura. Hemos de aguardar a que el cielo arrase.
Desde que tuvo uso de razón, el Nini siempre oyó decir que la señora Clo, la del Estanco, era la tercera rica del pueblo. Delante estaban don Antero, el Poderoso, y doña Resu, el Undécimo Mandamiento. Don Antero, el Poderoso, poseía las tres cuartas partes del término; doña Resu y la señora Clo sumaban, entre las dos, las tres cuartas partes de la cuarta parte restante y la última cuarta parte se la distribuían, mitad por mitad, el Pruden y los treinta vecinos del lugar. Esto no impedía a don Antero, el Poderoso, manifestar frívolamente en su tertulia de la ciudad que «por lo que hacía a su pueblo, la tierra andaba muy repartida». Y tal vez por que lo creía así, don Antero, el Poderoso, no se andaba con remilgos a la hora de defender lo suyo y el año anterior le puso pleito al Justito, el Alcalde, por no trancar el palomar en la época de sementera. Bien mirado, no pasaba año sin que don Antero, el Poderoso, armara en el pueblo dos o tres trifulcas, y no por mala fe, al decir del señor Rosalino, el Encargado, sino porque los inviernos en la ciudad eran largos y aburridos y en algo había de entretenerse el amo. De todos modos, por Nuestra Señora de las Viñas, la fiesta del pueblo, don Antero alquilaba una vaca de desecho para que los mozos la corriesen y apalearan a su capricho, y de este modo se desfogasen de los odios y rencores acumulados en sus pechos en los doce meses precedentes.
Tres años atrás, con motivo de esta circunstancia, el Nini estuvo a punto de complicar las cosas. Y a buen seguro, algo gordo hubiera ocurrido sin la intervención de don Antero, el Poderoso, que aspiraba a hacer del niño un peón ejemplar. El caso es que el Nini, compadecido de los desgarrados mugidos de la vaca en la alta noche, se llegó a las traseras de don Antero, el Poderoso, y le dio suelta. En definitiva de bien poco sirvió su gesto, ya que cuando el animal tomó al redil, tras una accidentada captura en el descampado, llevaba un cuerno tronzado, el testuz sangrante y el lomo literalmente cubierto de mataduras. Pero aún pudo embrollarse más el asunto, cuando Matías Celemín, el Furtivo, apuntó aviesamente: «Esto es cosa del bergante del Nini». Menos mal que don Antero conocía ya sus habilidades y su ciencia infusa y le dijo al señor Rosalino, el Encargado: «¿No es el Nini el hijo del Ratero, el de la cueva, ese que sabe de todo y a todo hace?». «Ése, amo» -dijo el señor Rosalino. «Pues déjale trastear y él día qué cumpla los catorce le arrimas por casa.»
Durante él invierno, helaba dé firme y don Antero, el Poderoso, asomaba poco por el pueblo. Tampoco la señora Clo ni él Undécimo Mandamiento asomaban por sus tierras en invierno ni en verano, ya qué las tenían dadas en arriendo. Pero mientras doña Resu cobraba sus rentas puntualmente en billetes dé banco, lloviera o no lloviera, helara o apedreara, la señora Clo, la del Estanco, cobraba en trigo, en avena o en cebada si las cosas rodaban bien y en buenas palabras si las cosas rodaban mal o no rodaban. Y en tanto él Undécimo Mandamiento no se apeaba del «Doña», la estanquera era la señora Clo a secas: y mientras él Undécimo Mandamiento era enjuta, regañona y acre, la señora Clo, la del Estanco, era gruesa, campechana y efusiva: y mientras doña Resu, el Undécimo Mandamiento, evitaba los contactos populares y su única actividad conocida era la corresponsalía de todas las obras pías y la maledicencia, la señora Clo, la del Estanco, era buena conversadora, atendía personalmente la tienda y él almacén y sé desvivía antaño por la pareja dé camachuelos, y hogaño por su marido, el Virgilio, un muchacho rubio, fino é instruido, qué sé trajo dé la ciudad y del qué él Malvino, el Tabernero, decía que había colgado el sombrero.
El Nini, el chiquillo, tuvo una intervención directa en el asunto dé los camachuelos. Los pájaros sé los envió a la señora Clo, todavía pollos, su cuñada, la de Mieres, casada con un empleado dé Telégrafos. Ella los encerró en una hermosa jaula dorada, con los comederos pintados dé azul, y les alimentaba con cañamones y mijo, y por la noche introducía en la jaula un ladrillo caliente forrado dé algodones para que los animalitos no echasen en falta él calor materno. Ya adultos, la señora Clo sujetaba entre los barrotes dé la jaula una hoja de lechuga y una piedrecita de toba, aquélla para aligerarles él vientre y ésta para qué se afilasen él pico. La señora Clo, en su soledad, charlaba amistosamente con los pájaros y, si se terciaba, los reprendía amorosamente. Los camachuelos llegaron a considerarla una verdadera madre y cada vez que se aproximaba a la jaula él macho ahuecaba él plumón asalmonado dé la pechuga como si sé dispusiera a abrazarla. Y ella decía melifluamente: «¿A ver quién es él primero que me da un besito?». Y los pájaros sé alborotaban, peleándose por ser los primeros en rozar su corto pico con los gruesos labios de la dueña. Aún advertía la señora Clo si regañaban entre sí: «Mimos, no, ¿oís? Mimos, no».
Para San Félix dé Cantalicio haría cuatro años, él Nini regaló a la señora Clo un nido vacío de pardillos, advirtiéndola que los camachuelos procreaban en cautividad y la mujer experimentó un júbilo tan intenso como si le anunciara qué iba a ser abuela. Y, en efecto, una mañana al despertar, la señora Clo observó estupefacta qué la hembra yacía sobré él nido y cuando ella sé aproximó a la jaula no acudió a darle él beso acostumbrado.
El animalito no cambió dé postura mientras duró la incubación y al cabo dé unos días aparecieron en él nido cinco pollitos sonrosados y la señora Clo, enternecida, se precipitó a la calle y comenzó a pregonar la novedad a los cuatro vientos. Mas fue la suya una ilusión efímera, pues a las pocas horas morían dos de las crías y las otras tres comenzaron a abrir y cerrar él pico con tales apremios que se diría que les faltaba aire que respirar. La señora Clo envió razón al Nini y, aunque el niño, en las horas que siguieron, vigiló atentamente a los pájaros y se esforzó por hacerles ingerir bayas silvestres y semillas de todas clases, de madrugada murieron los otros tres pequeños camachuelos y la señora Clo, inconsolable, marchó a la ciudad, donde su hermana, para tratar de olvidar. Doce días más tarde regresó, y el Nini, que estaba junto a la Sabina, que había quedado al encargo de la tienda, observó que los ojos de la señora Clo resplandecían como los de una colegiala. Le dijo a la Sabina con torpe premura: «Para San Amancio estás de boda, Sabina; él se llama Virgilio Morante y es rubio y tiene los ojos azules como un dije».
Y cuando el Virgilio Morante llegó al pueblo, tan joven, tan crudo, tan poca cosa, los labriegos le miraron con desdén y el Malvino empezó a decir en la taberna que el muchachito era un espabilado que había colgado el sombrero. Pero de que el Virgilio se tomó dos vasos y se arrancó por «Los Campanilleros» e hizo llorar al tío Rufo, el Centenario, de sentimiento, cundió entre todos la admiración y un lejano respeto, y así que le echaban la vista encima le decían:
– Anda, Virgilín, majo, tócate un poco.
Y él les complacía o, si acaso, argumentaba:
– Hoy no, disculpadme. Estoy afónico.
Y durante la matanza, las conversaciones en casa de la señora Clo dejaron de tener sentido.
La gente acudía allí sólo por el gusto de oír cantar a Virgilín Morante. Y hasta el Nini, el chiquillo, que desde el fallecimiento de la abuela Iluminada ejercía de matarife, se sentía un poco disminuido.
Por San Albino el cielo arrasó y el Nini bajó al pueblo y paseó el cerdo de la señora Clo durante una hora y le dictaminó una dieta de agua y salvado. Dos días más tarde cayó sobre el pueblo una dura helada. Por entonces los escribanos y los estorninos ya habían mudado la pluma, luego era el invierno y los terrones rebrillaban de escarcha y se tomaron duros como el granito y el río bajaba helado, y cada mañana el pueblo se desperezaba bajo una atmósfera de cristal, donde hasta el más leve ruido restallaba como un latigazo.
Al llegar el Ratero y el Nini con el alba, donde la señora Clo, reinaba en la casa un barullo como de fiesta. De la ciudad habían bajado los sobrinos y también estaban allí la Sabina y el Pruden y su chico, el Mamertito, y la señora Librada, y Justito, el Alcalde, y el José Luis, el Alguacil, y el Rosalino, el Encargado, y el Malvino, y el Mamés, el Mudo, y el Antoliano y el señor Rufo, el Centenario, con su hija la Simeona, y al entrar ellos, el Virgilio se había arrancado con mucho sentimiento y todos escuchaban boquiabiertos y al concluir le ovacionaron y el Virgilio, para disimular su azoramiento, distribuyó entre la concurrencia unos muerdos de pan tostado y unas copas de aguardiente. La lumbre chisporroteaba al fondo y sobre la mesa y los vasares la señora Clo había dispuesto, ordenadamente, la cebolla, el pan migado, el arroz y el azúcar para las morcillas. Al pie del fogón, donde se alineaban por tamaños los cuchillos, había un barreñón, tres herradas y una caldera de cobre brillante para derretir la manteca.
En el corral, los hombres se despojaron de las chaquetas de pana y se arremangaron las camisas a pesar de la escarcha y de que el aliento se congelaba en el aire. El Centenario, en el centro del grupo, arrastraba pesadamente los pies y se frotaba una mano con otra mientras salmodiaba: «En martes ni tu hijo cases ni tu cerdo mates». La señora Clo se volvió irritada al oírle: «Déjate de monsergas. Y si no te gusta, te largas». Luego se fue derecha a su marido, que se había arremangado como los demás y mostraba unos bracitos blancos y sin vello, y le dijo: «Tú no, Virgilio. Podrías enfriarte».
El Antoliano abrió la cochiguera y tan pronto el marrano asomó la cabeza le prendió por una oreja con su mano de hierro y le obligó a tumbarse de costado, ayudado por el Malvino, el Pruden y el José Luis. Los chiquillos, al ver derribado el cochino fue bramaba como un condenado y a cada berrido se le formaba en torno al hocico una nube de vapor-, se envalentonaron y comenzaron a tirarle del rabo y a propinarle puntapiés en la barriga. Luego, entre seis hombres, tendieron al animal en el banco y el Nini le auscultó, trazó una cruz con un pedazo de yeso en el corazón y cuando el tío Ratero acuchilló con la misma firmeza con que clavaba la pincha en el cauce, el niño volvió la espalda y fue contando, uno a uno, los gruñidos hasta tres. De pronto, el Pruden voceó:
– ¡Ya palmó!
El Nini, entonces, dio media vuelta, se aproximó al cerdo y, con dedos expeditos, introdujo una hoja de berza en el ojal sanguinolento para reprimir la hemorragia y, finalmente, abrió la boca del animal y le puso una piedra dentro.
Los hombres hacían corro en derredor de él y las mujeres cuchicheaban más atrás. Se oyó apagadamente la voz de la Sabina:
– ¡Qué condenado crío! Cada vez que lo veo así me recuerda a Jesús entre los doctores.
El Nini procuraba ahuyentar el recuerdo de la abuela Iluminada para no cometer errores. Diestramente forró el cadáver del animal con paja de centeno y la prendió fuego; tomó una brazada ardiendo y fue quemando meticulosamente las oquedades de los sobacos, las pezuñas y las orejas. Se alzó un desagradable olor a chamusquina y, al concluir, el Mamertito, el chico del Pruden, y los sobrinos de la señora Clo descalzaron al bicho y comieron las chitas.
Había llegado el momento de la prueba, no porque el sajar al cerdo fuera tarea difícil, sino porque en esta coyuntura la referencia a la abuela Iluminada era inevitable. Al Nini le tembló ligeramente la mano que empuñaba el cuchillo cuando el Malvino voceó a su espalda:
– ¡Ojo, Nini, tu abuela en este trance nunca hizo mierda!
El niño trazó mentalmente una línea equidistante de las mamas y tiró la bisectriz de la papada al ano sin vacilar. Luego, al dividir delicadamente la telilla intestinal de un solo tajo, le rodeó un murmullo de admiración. El hedor de los intestinos era fuerte y nauseabundo y él los volcó en herradas distintas y, para terminar, introdujo en la abertura dos estacas haciendo cuña. Al cabo, el Antoliano y el Malvino le ayudaron a colgar el marrano boca abajo. Del hocico escurría un hilillo de sangre fluida que iba formando un pequeño charco rojizo sobre las lajas escarchadas del corral.
La señora Clo se aproximó al Nini, que se lavaba las manos en una herrada, y le dijo cálidamente:
– Trabajas más aprisa y más por lo fino que tu abuela, hijo.
El Nini se secó en los pantalones. Preguntó:
– ¿Habrá que bajar al descuartizado, señora Clo? Ella tomó una herrada de cada mano: -
Deja, para eso ya me apaño -dijo.
Se dirigió hacia la casa donde acababan de entrarlos hombres y desde la puerta voceó, ladeando un poco la cabeza:
– Pasa a comer un cacho con los hombres, Nini.
En la cocina los invitados hablaban y reían sin fundamento, excepto el tío Ratero que miraba a unos y otros estúpidamente, sin comprenderlos. Las narices y las orejas eran de un rojo bermellón, pero ello no impedía que los hombres se pasaran la bota y la bandeja sin descanso. De súbito, el Pruden, sin venir a qué, o tal vez porque por San Dámaso había llovido y ahora lucía el sol, soltó una risotada y después se dirigió al Nini en un empeño obstinado por comunicarle su euforia:
– ¿Es que no sabes reír, Nini? -dijo. -Sí sé.
– Entonces, ¿por qué no ríes? Échate una carcajada, leche.
El niño le miraba fija, serenamente: -¿A santo de qué? -dijo.
El Pruden tomó a reír, esta vez forzadamente. Luego miró a uno y otro, como esperando apoyo, mas como todos rehuyeran su mirada, bajó los ojos y añadió oscuramente:
– ¡Qué sé yo a santo de qué! Nadie necesita un motivo para reír, creo yo.