Capítulo 8

Poco después, por la tarde, a Halt por fin se le acabaron las tareas para Will. Echó un vistazo alrededor de la cabaña, advirtiendo los brillantes utensilios de cocina, la inmaculada chimenea, el suelo minuciosamente barrido y la alfombra sin una mota de polvo. Una pila de leña descansaba junto a la chimenea y otra, cortada en trozos más cortos, llenaba el cesto de mimbre junto al hornillo de la cocina.

—Mmm. No está mal —dijo—. No está nada mal.

Will sintió una oleada de satisfacción ante los parcos elogios, pero antes de que pudiera sentirse complacido consigo mismo, Halt añadió:

—¿Sabes cocinar, chico?

—¿Cocinar, señor? —preguntó Will, inseguro. Halt elevó la mirada hacia algún ser superior invisible.

—¿Por qué los jóvenes siempre responden a una pregunta con otra pregunta? —se cuestionó. Acto seguido, al no recibir réplica, continuó—: Sí, cocinar, preparar alimentos de forma que se puedan comer. Hacer la comida. Supongo que sabes lo que son los alimentos, lo que es la comida, ¿no?

—Ss-sí —respondió Will, cuidándose de eliminar de la palabra cualquier entonación de pregunta.

—Bien, como te conté esta mañana, esto no es un gran castillo. Aquí, si queremos comer, tenemos que cocinar nosotros —le dijo Halt.

Ahí estaba ese «nosotros» de nuevo, pensó Will. Todas y cada una de las veces que Halt había dicho «nosotros debemos» parecía haberse traducido como «tú debes».

—No sé cocinar —admitió Will, y Halt aplaudió y se frotó las manos.

—¡Pues claro que no sabes! La mayoría de los chicos no sabe. Así que tendré que enseñarte cómo se hace. Vamos.

Le precedió en el camino a la cocina e introdujo a Will en los misterios culinarios: pelar y cortar cebollas, escoger una pieza de ternera de la despensa de la carne, trocearla en cubos perfectos, cortar verduras, dorar la ternera en una sartén muy caliente y, por último, añadir un generoso chorreón de vino tinto y un poco de lo que Halt llamó sus «ingredientes secretos». La resulta fue un estofado de olor sabroso que hervía a fuego lento en lo alto del hornillo.

Después, mientras esperaban a que la cena estuviese lista, se sentaron en la veranda al atardecer y charlaron tranquilamente.

—El Cuerpo de Montaraces se fundó hace más de ciento cincuenta años, con el rey Herbert en el trono. ¿Sabes algo de él? —Halt miró de reojo al muchacho, que se sentaba a su lado, lanzando la pregunta con rapidez para ver su respuesta.

Will dudó. Recordaba vagamente el nombre por las clases de Historia en la Sala, pero no era capaz de evocar ningún detalle. De todas formas, decidió intentar salir de aquello con un engaño. No quería parecer demasiado ignorante en su primer día con su nuevo maestro.

—Ah… sí —dijo—, el rey Herbert. Nos hablaron de él en clase.

—¿En serio? —dijo el montaraz explayándose—. ¿Me podrías, quizás, contar algo sobre él? —se recostó y cruzó las piernas, acomodándose.

Will buscó desesperadamente en su memoria, en un intento por recordar aunque sólo fuera un nimio detalle sobre el rey Herbert. Ese rey había hecho algo… pero ¿qué?

—Era… —vaciló, al tiempo que simulaba poner en orden sus pensamientos— el rey. —eso era todo de cuanto estaba seguro y observó al montaraz para ver si podía dejarlo ya. Halt, simplemente, le miró e hizo un gesto con la mano para que continuara—. Era el rey… hace ciento cincuenta años —dijo Will en un intento por parecer seguro de lo que hacía.

Halt le sonrió y le hizo más gestos para que siguiese.

—Mmm… bueno, creo recordar que fue quien fundó el Cuerpo de Montaraces —dijo expectante, y Halt levantó las cejas en un gesto de sorpresa burlona.

—¿En serio? Lo recuerdas, ¿verdad? —dijo, y Will pasó un momento terrible cuando se percató de que Halt simplemente había dicho que se fundó durante su reinado, no necesariamente que él lo fundase.

—Ahhh, bueno, cuando he dicho que fundó el Cuerpo de Montaraces, quería decir que él era el rey cuando se fundó —dijo.

—¿Hace ciento cincuenta años? —inquirió Halt.

Will asintió con énfasis.

—Exacto.

—Bueno, resulta llamativo teniendo en cuenta que eso te lo he contado yo hace apenas un minuto —dijo el montaraz bajando las cejas sobre los ojos como nubes de tormenta. Will pensó que habría sido mejor no haber dicho nada. Finalmente, el montaraz prosiguió en un tono más suave—: Chico, si no sabes algo, no intentes colarme una mentira. Dime simplemente «no lo sé», ¿está claro?

—Sí, Halt —dijo Will con la mirada baja. Se produjo un silencio y entonces dijo—: ¿Halt?

—¿Sí?

—Sobre el rey Herbert… en realidad, no lo sé —admitió Will.

El montaraz soltó un pequeño gruñido.

—Vaya, jamás lo habría imaginado —dijo—, pero estoy seguro de que lo recordarás cuando te diga que fue el que expulsó a los clanes del norte de vuelta hasta las Highlands a través de la frontera, ¿no?

Y, por supuesto, en cuanto lo mencionó, Will se acordó. Pero pensó que sería inapropiado decirlo. El rey Herbert era conocido como el «Padre del reino moderno de Araluen». Había agrupado los cincuenta feudos en una poderosa unión para derrotar a los clanes del norte. Will vio entonces el modo de recuperar algo de crédito ante los ojos de Halt. Si mencionaba el título de «Padre del reino moderno de Araluen», quizás el montaraz…

—A veces se le conoce como el Padre del reino moderno de Araluen —estaba diciendo Halt, y Will se dio cuenta de que había tardado mucho—. Creó la unión entre los cincuenta feudos, que es la estructura que aún hoy tenemos.

—Me parece que ya recuerdo —terció Will. Pensó que añadir «me parece» contribuía a que no sonase a comentario a toro pasado.

Halt le miró con una ceja enarcada y prosiguió.

—En aquel momento, el rey Herbert sintió que, para permanecer seguro, el reino necesitaba una fuerza de inteligencia eficaz.

—¿Una fuerza inteligente? —dijo Will.

—Inteligente no. De inteligencia. Aunque es una ayuda si tu fuerza de inteligencia es también inteligente. La inteligencia consiste en saber lo que tus enemigos, o tus potenciales enemigos, van a hacer. Qué están planeando. Qué están pensando. Si conoces de antemano ese tipo de cosas, lo normal es que seas capaz de urdir un plan para detenerlos. Por eso fundó el Cuerpo de Montaraces: para mantener informado al reino. Para actuar como los ojos y los oídos del reino.

—¿Cómo hacéis eso? —preguntó Will con un creciente interés.

Halt percibió el cambio de tono y un momentáneo brillo de aprobación iluminó sus ojos.

—Mantenemos los ojos y los oídos abiertos. Patrullamos el reino, y más allá. Escuchamos. Observamos. Informamos.

Will asintió para sí, pensando. Después, preguntó:

—¿Es ésa la razón por la que os podéis hacer invisibles?

De nuevo, el montaraz sintió ese instante de aprobación y satisfacción. Pero se aseguró de que el muchacho no lo percibiese.

—No podemos hacernos invisibles. La gente cree que sí. Lo que nosotros hacemos es que sea difícil vernos. Hacerlo de forma apropiada requiere años de aprendizaje y práctica, pero tú ya tienes algunas de las habilidades necesarias.

Will levantó la vista, sorprendido.

—¿Las tengo?

—Cuando cruzaste anoche el patio del castillo utilizaste las sombras y el balanceo de las ramas para ocultarte, ¿no?

Will asintió. Nunca había conocido a nadie que entendiera de verdad su habilidad para moverse desapercibido. Halt continuó.

—Empleamos los mismos principios: fundirse con el paisaje. Utilizarlo para ocultarnos, convertirnos en parte de él.

—Entiendo —dijo Will despacio.

—El truco está en asegurarse de que nadie más lo hace —le contó Halt.

Por un instante, Will pensó que el montaraz había hecho una broma, pero cuando le miró, Halt tenía el mismo rostro serio de siempre.

—¿Cuántos montaraces hay? —preguntó. Halt y el barón se habían referido más de una vez al Cuerpo de Montaraces, pero Will sólo había visto a uno, y ése era Halt.

—El rey Herbert instauró el Cuerpo con cincuenta, uno por cada feudo. Yo estoy asignado a éste y mis colegas lo están a los otros cuarenta y nueve castillos a lo largo del reino. Además de proporcionar información sobre enemigos potenciales, los montaraces son los guardianes de la ley —dijo Halt—. Patrullamos nuestro feudo asignado y nos aseguramos de que se obedece la ley.

—Pensé que eso lo hacía el barón Arald —terció Will.

Halt sacudió la cabeza.

—El barón es un juez —dijo—. La gente le hace llegar sus quejas para que él pueda resolverlas. Los montaraces imponen la ley. Llevamos la ley al pueblo. Si se ha cometido un crimen, buscamos las pruebas. Estamos especialmente capacitados para ello ya que a menudo la gente no se da cuenta de que andamos por allí. Investigamos para ver quién es el responsable.

—¿Qué pasa después? —preguntó Will.

Halt se encogió ligeramente de hombros.

—A veces informamos al barón del feudo y éste arresta y enjuicia al individuo. Otras veces, si la cosa es urgente, sólo… nos encargamos de ello.

—¿Qué hacemos? —preguntó Will, antes de poder contenerse.

Halt le dedicó una larga mirada de consideración.

—No mucho si llevamos unas pocas horas como aprendiz —respondió—. Los que llevamos veinte años o más como montaraces solemos saber qué hacer sin preguntar.

—Ah —dijo Will, con el correspondiente escarmiento.

Halt continuó.

—También, en época de guerra, actuamos como tropas especiales: guiamos a los ejércitos, exploramos por delante de ellos, vamos tras las líneas enemigas para causar daño, etcétera —observó al muchacho—. Es mucho más interesante que trabajar en el campo —Will asintió. Quizás la vida de aprendiz de montaraz iba a tener su atractivo después de todo.

—¿Qué clase de enemigos? —preguntó. Al fin y al cabo, el castillo de Redmont no había entrado en guerra desde hacía tanto como él era capaz de recordar.

—Enemigos de dentro y de fuera —le contó Halt—. Gente como los saqueadores del mar de Skandia o Morgarath y sus wargals.

Will se estremeció al tiempo que recordaba algunos de los relatos más escabrosos sobre Morgarath, señor de las Montañas de la Lluvia y la Noche. Halt asintió sombrío al ver la reacción de Will.

—Sí —dijo—, Morgarath y sus wargals son sin duda gente de la que preocuparse. Por eso el Cuerpo de Montaraces los mantienen vigilados. Queremos saber si se están organizando, si se están preparando para la guerra.

—De todos modos —dijo Will, más para quedarse tranquilo que por cualquier otra razón—, la última vez que atacaron, los ejércitos de los barones les hicieron papilla.

—Es cierto —reconoció Halt—. Pero sólo porque les habían avisado del ataque… —hizo una pausa y miró a Will significativamente.

—¿Fue un montaraz? —preguntó el muchacho.

—Correcto. Fue un montaraz quien trajo la noticia de que los wargals de Morgarath se encontraban en camino… Después guió a la caballería a través de un vado secreto para que pudieran rodear al enemigo.

—Fue una gran victoria —dijo Will.

—Sin duda lo fue. Y todo gracias a la vigilancia y la habilidad del montaraz, y su conocimiento de los senderos secretos y las trochas.

—Mi padre murió en esa batalla —añadió Will en voz más baja, y Halt le dedicó una curiosa mirada.

—¿Es eso cierto? —dijo.

—Fue un héroe. Un caballero poderoso —continuó Will.

El montaraz hizo una pausa, casi como si estuviera decidiendo si decir algo o no decirlo. Luego, simplemente respondió:

—No estaba al corriente de eso.

Will fue consciente de un sentimiento de decepción. Por un momento, tuvo la sensación de que Halt sabía algo sobre su padre, que podía contarle la historia de su heroica muerte. Se encogió de hombros.

—Por eso tenía tantas ganas de ir a la Escuela de Combate —dijo por fin—, para seguir sus pasos.

—Tú tienes otras cualidades —le dijo Halt, y Will recordó cómo el barón le había dicho exactamente lo mismo la noche anterior.

—Halt… —dijo. El montaraz asintió para animarle a continuar—. Me estaba preguntando… el barón dijo que me elegiste, ¿no?

Halt asintió de nuevo, sin decir nada.

—Y ambos decís que yo tengo otras cualidades: cualidades que me hacen apropiado para ser un aprendiz de montaraz…

—Es cierto —dijo Halt.

—Bueno… ¿cuáles son?

El montaraz se recostó hacia atrás y juntó las manos tras su cabeza.

—Eres ágil, eso es bueno en un montaraz —comenzó—. Y, como hemos dicho, sabes moverte en silencio. Eso es muy importante. Eres de pies rápidos e inquisitivo…

—¿Inquisitivo? ¿En qué sentido? —preguntó Will. Halt le miró con dureza.

—Siempre haciendo preguntas. Queriendo saber siempre las respuestas —le explicó—. Por eso hice que el barón te pusiera a prueba con ese trozo de papel.

—Pero ¿cuándo te fijaste en mí por primera vez? Quiero decir, ¿cuándo fue la primera vez que pensaste en seleccionarme? —quiso saber Will.

—Ah —dijo Halt—, supongo que fue cuando te vi robar esos dulces de la cocina del maestro Chubb.

La boca de Will se abrió del asombro.

—¿Me viste? ¡Pero si eso fue hace siglos! —un pensamiento le vino súbito a la mente—. ¿Dónde estabas?

—En la cocina —dijo Halt—, cuando entraste estabas demasiado ocupado como para verme.

Will sacudió la cabeza con gesto de asombro. Se había asegurado de que no había nadie en la cocina. Entonces recordó de nuevo cómo Halt, enfundado en su capa, era capaz de volverse prácticamente invisible. Se percató de que para ser un montaraz necesitaba algo más que aprender a cocinar y limpiar.

—Me impresionó tu habilidad —dijo Halt—. Pero hay algo que me impresionó mucho más.

—¿Qué fue? —preguntó Will.

—Más tarde, cuando el maestro Chubb te interrogó, vi que dudaste. Ibas a negar haber robado los dulces. Entonces te vi admitirlo. ¿Recuerdas? Te dio un golpe en la cabeza con su cuchara de madera.

Will sonrió abiertamente y se rascó pensativo la zona donde fue golpeado. Aún podía oír el ¡crack! de la cuchara al alcanzarle.

—Me pregunto si debería haber mentido —admitió.

Halt movió la cabeza con mucha lentitud.

—Oh no, Will. Si hubieras mentido, nunca te habrías convertido en mi aprendiz.

Se puso en pie y se estiró al tiempo que se volvía para entrar y dirigirse hacia el estofado, que hervía a fuego lento sobre el hornillo.

—Vamos a comer ya —dijo.

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