Capítulo 4

—¿Will? ¿Will qué? —preguntó Martin, exasperado, al tiempo que leía por encima las hojas de papel con los detalles escritos de los candidatos.

Era el secretario del barón desde hacía sólo cinco años y no sabía nada de la historia de Will. Se dio cuenta de que no figuraba ningún apellido en los papeles del chico y, asumiendo que se le había pasado por alto el error, se enfadó consigo mismo.

—¿Cuál es tu apellido, muchacho? —preguntó con severidad.

Will le miró, dubitativo, odiando la situación.

—Yo… no tengo… —comenzó, pero el barón intercedió compasivo.

—Will es un caso especial, Martin —dijo con calma y una mirada que le decía al secretario que dejara el tema. Se volvió hacia Will, a la vez que sonreía para alentarle—. ¿Qué escuela te gustaría solicitar, Will? —preguntó.

—Escuela de Combate, por favor, mi señor —contestó intentando parecer seguro en su elección.

El barón frunció el ceño y Will sintió que sus esperanzas se desvanecían.

—¿La Escuela de Combate, Will? ¿No crees que eres… un poquito bajo? —preguntó el barón con amabilidad.

Will se mordió el labio. Casi se había convencido de que si lo deseaba con la suficiente fuerza, si creía lo bastante en sí mismo, le aceptarían; a pesar de sus obvios inconvenientes.

—Aún no he dado el estirón, señor —dijo desesperado—. Todo el mundo lo dice.

El barón se pellizcó el barbudo mentón con el pulgar y el índice mientras contemplaba al chico que tenía delante. Miró a su maestro de combate.

—¿Rodney? —dijo.

El alto caballero avanzó, estudió a Will por un instante o dos y sacudió lentamente la cabeza.

—Me temo que es demasiado bajo, mi señor —dijo.

Will sintió que una mano fría le aferraba el corazón.

—Soy más fuerte de lo que parece, señor —dijo, pero al maestro de combate no le afectó la súplica. Miró al barón, descontento a las claras por las circunstancias, y meneó la cabeza.

—¿Alguna otra elección, Will? —preguntó el barón. Su voz era amable, incluso preocupada.

Will dudó un largo rato. Nunca había considerado ninguna otra posibilidad.

—¿La Escuela de Doma, señor? —preguntó por fin.

La Escuela de Doma cuidaba y entrenaba los poderosos caballos de combate que montaban los caballeros del castillo.

Al menos era un nexo con la Escuela de Combate, pensó Will. Pero Ulf, el maestro de doma, ya estaba negándolo con la cabeza antes incluso de que Arald solicitara su opinión.

—Necesito aprendices, mi señor —dijo—, pero éste es demasiado pequeño. Jamás controlaría a uno de mis caballos de combate. Le tirarían al suelo nada más verle.

Will contemplaba ahora al barón a través de un velo acuoso. Luchó desesperadamente por evitar que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Aquélla sería la peor humillación: ser rechazado por la Escuela de Combate y desmoronarse después llorando como un crío delante del barón, los maestros y sus compañeros.

—¿Qué habilidades tienes, Will? —le preguntó el barón.

Se estrujó el cerebro. No se le daban bien las clases y los idiomas, como a Alyss. No era capaz de dar forma a letras claras, perfectas, como hacía George. Ni tampoco tenía el interés de Jenny por la cocina.

Y estaba claro que no tenía los músculos y la fuerza de Horace.

—Soy un buen escalador, señor —dijo por fin, viendo que el barón aguardaba a que dijera algo. Se percató al instante de que había sido un error. Chubb, el cocinero, le miró enfadado.

—Muy bien, sabe escalar. Recuerdo cuando trepó por un desagüe hasta mi cocina y robó una bandeja de dulces que se estaba enfriando en el alféizar de la ventana.

Will se quedó con la boca abierta ante aquella injusticia. ¡Había ocurrido dos años atrás! Quiso decir que era un crío entonces y que fue una simple travesura. Pero el maestro escribano tomó también la palabra.

—Y justo la pasada primavera escaló hasta nuestro estudio del tercer piso y soltó dos conejos durante uno de nuestros debates legales. De lo más perturbador. ¡Desde luego!

—¿Conejos, dice, maestro escribano? —dijo el barón, y Nigel asintió enfáticamente.

—Un macho y una hembra, mi señor, si usted me entiende —contestó—. ¡De lo más perturbador, sin duda!

Sin que Will lo viera, la muy seria lady Pauline ocultó su boca con una de sus elegantes manos. Pudo haber estado disimulando un bostezo, pero cuando retiró la mano las comisuras de sus labios apuntaban aún hacia arriba.

—Bueno, sí —dijo el barón—, todos sabemos cómo son los conejos.

—Y, como ya he dicho, mi señor, era primavera —prosiguió Nigel, por si acaso el barón no lo había cogido.

Lady Pauline soltó una tos impropia de una dama. El barón miró en su dirección, con cierta sorpresa.

—Creo que nos hacemos a la idea, maestro escribano —dijo, y volvió la vista a la figura desesperada que permanecía en pie frente a él.

Will mantuvo la barbilla alta y miró al frente. En ese momento el barón sintió lástima por el joven chaval. Pudo ver las lágrimas que brotaban de sus inquietos ojos marrones, contenidas sólo por una determinación infinita. «Fuerza de voluntad», pensó abstraído, reconociendo el mérito del muchacho. No disfrutaba obligando al chico a pasar por todo aquello, pero había que hacerlo. Suspiró para sus adentros.

—¿Podría alguno de ustedes sacar partido a este muchacho? —preguntó.

Contra su deseo, Will dejó que su cabeza girara y mirara suplicante a la fila de maestros, rezando por que alguno de ellos transigiera y le aceptase. Uno por uno y en silencio, todos menearon la cabeza.

Sorprendentemente, fue el montaraz quien rompió el horroroso silencio de la estancia.

—Hay algo que debería saber sobre este muchacho, mi señor —dijo.

Will jamás había oído hablar a Halt. Su voz era grave y baja, con el ligero deje del acento de Hibernia aún perceptible al pronunciar las erres.

Avanzó y entregó en mano al barón un papel dos veces doblado. Arald lo desdobló, estudió las palabras allí escritas y frunció el ceño.

—¿Estás seguro de esto, Halt? —dijo.

—Totalmente, mi señor.

El barón dobló de nuevo el papel y lo colocó sobre su mesa. Tamborileó pensativo con los dedos en el escritorio y dijo:

—Tendré que pensar en ello esta noche.

Halt asintió y retrocedió, dando al hacerlo la sensación de que se desvanecía contra el fondo. Will le miró inquieto, preguntándose qué información le habría pasado al barón el misterioso personaje. Como la mayoría de la gente, Will había crecido pensando que era mejor evitar a los montaraces. Se trataba de un grupo reservado, arcano, rodeado de un velo de misterio e incertidumbre, y esa incertidumbre conducía al temor.

A Will no le gustaba la idea de que Halt supiese algo sobre él, algo que sintió que era lo bastante importante como para traerlo hoy, de entre todos los días, a la presencia del barón. La hoja de papel descansaba ahí, tentadoramente cerca pero increíblemente lejos.

Advirtió el movimiento que se estaba produciendo a su alrededor y que el barón hablaba al resto de la gente en la estancia.

—Enhorabuena a todos aquellos que habéis sido seleccionados hoy aquí. Es un gran día para todos vosotros, así que podéis disfrutar del resto de la jornada libre y pasarlo bien. Las cocinas os servirán un banquete en vuestras habitaciones y tenéis libertad durante todo el día para salir por el castillo y el pueblo.

»Lo primero que haréis mañana por la mañana será presentaros a vuestros nuevos maestros y, si me aceptáis un consejo, os aseguraréis de ser puntuales —sonrió a los otros cuatro y se dirigió a Will con un tono de comprensión en su voz—: Will, mañana te haré saber lo que he decidido para ti —se volvió hacia Martin y le hizo un gesto para que acompañara a los nuevos aprendices a la salida—. Gracias a todos —dijo, y abandonó la estancia por la puerta tras su escritorio.

Los maestros le siguieron y Martin acompañó a los antiguos pupilos a la puerta. Charlaban emocionados, aliviados y encantados de haber sido admitidos por los maestros que habían escogido.

Will se quedó rezagado del resto, vacilando mientras pasaba por delante de la mesa sobre la que aún descansaba la hoja de papel. La miró por un momento, como si de alguna forma fuera capaz de entender las palabras escritas en el anverso. Tuvo entonces la misma sensación que había percibido antes, que alguien le estaba vigilando. Levantó la vista y se encontró contemplando los oscuros ojos del montaraz, que permanecía detrás del alto respaldo del sillón del barón, casi invisible en su extraña capa.

Will se estremeció en un repentino escalofrío de temor y se apresuró a salir de la estancia.

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