Capítulo 16

Jenny, Alyss y George llegaron poco después. Tal y como había prometido, Jenny traía consigo una hornada de pasteles recién hechos envueltos en un paño rojo. Los dejó con cuidado en el suelo bajo el manzano según los demás se arremolinaban a su alrededor. Incluso Alyss, con tanto aplomo y tan digna de forma habitual, parecía ansiosa por ponerle la mano encima a una de las obras maestras de Jenny.

—¡Vamos! —dijo George—. ¡Me muero de hambre!

Jenny negó con la cabeza.

—Deberíamos esperar a Horace —dijo, mientras echaba un vistazo a su alrededor en su busca, pero sin verle entre las multitudes de gente que pasaban.

—¡Venga, vamos! —suplicó George—. ¡He estado toda la mañana trabajando como un esclavo en una petición de última hora del barón!

Alyss elevó los ojos al cielo.

—Quizás deberíamos empezar —dijo—. Si no, comenzará una discusión legal y nos vamos a quedar aquí todo el día. Siempre podemos apartar dos para Horace.

Will sonrió. Ahora George no tenía nada que ver con el muchacho tímido que tartamudeaba durante la Elección. Era obvio que la Escuela de Escribanos le había hecho despuntar. Jenny sirvió dos pasteles a cada uno, dejando dos aparte para Horace.

—Empecemos, entonces —dijo.

Los demás atacaron con entusiasmo y enseguida entonaron sus alabanzas a los pasteles. La reputación de Jenny estaba bien fundada.

—Esto —dijo George de pie ante el resto al tiempo que abría los brazos como si se dirigiera a una corte imaginaria— no puede ser descrito como un simple pastel, su señoría. ¡Describir esto como un pastel sería una burda injusticia, cosa igual jamás vista por esta corte!

Will se volvió a Alyss.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —le preguntó.

Ella sonrió.

—Todos se ponen así con unos pocos meses de entrenamiento legal. Estos días, el principal problema con George es conseguir que se calle.

—Venga, George, siéntate —dijo Jenny poniéndose colorada pero no menos encantada—. Eres un completo idiota.

—Quizás, mi querida señorita. Pero ha sido la pura magia de estas obras de arte lo que ha trastocado mi mente. ¡Esto no son pasteles, son sinfonías! —elevó el medio pastel que le quedaba en un brindis burlesco—. Brindo por… ¡la sinfonía de pasteles de miss Jenny!

Alyss y Will se rieron con George, elevaron sus pasteles en respuesta y repitieron el brindis. Después, los cuatro aprendices rompieron a reír a carcajadas.

Fue una pena que Horace escogiera aquel preciso momento para llegar. Sólo él de entre ellos se encontraba abatido en su nueva situación. El trabajo era duro y sin tregua y la disciplina, férrea. Se esperaba aquello, por supuesto, y en circunstancias normales habría sido capaz de manejarlo. Pero ser el objetivo de los rencores de Bryn, Alda y Jerome estaba haciendo de su vida una pesadilla, literalmente. Los tres cadetes de segundo año le despertaban por la noche a todas horas y le arrastraban al exterior a realizar las tareas más humillantes y agotadoras.

La falta de sueño y la preocupación por no saber nunca cuándo podrían aparecer para atormentarle aún más estaban consiguiendo que se retrasase en sus trabajos escolares. Sus compañeros de cuarto, con la sensación de que si mostraban alguna comprensión hacia él pasarían a ser objetivos también ellos, le habían dejado de lado, así que se sentía solo por completo en su abatimiento. La única cosa a la que siempre había aspirado se estaba diluyendo tan rápidamente como un azucarillo en un vaso de agua. Odiaba la Escuela de Combate pero no era capaz de encontrar ninguna forma de salir de su aprieto sin avergonzarse ni humillarse aún más.

Hoy, el único día en que podía escaparse de las restricciones y las tensiones de la Escuela de Combate, llegaba para encontrarse con que sus antiguos compañeros se ocupaban ya de su festín y se sentía enfadado y herido por que no se hubieran preocupado por esperarle. No tenía ni idea de que Jenny había apartado algunos de los pasteles para él. Supuso que ya los había repartido y eso le hacía más daño que cualquier otra cosa. De todos sus antiguos compañeros, ella era de quien más cercano se sentía. Jenny siempre estaba alegre, siempre amistosa, siempre deseosa de escuchar los problemas de los demás. Se percató de que había estado deseando verla hoy de nuevo y ahora sentía que ella le había fallado.

Estaba predispuesto para pensar mal de los otros. Alyss siempre había parecido mantener las distancias con él, como si no fuese lo suficientemente bueno para ella, y Will se había pasado el rato jugándosela y huyendo después a ese árbol inmenso donde Horace no podía seguirle. Al menos, así era como Horace veía las cosas desde su estado vulnerable actual. Había olvidado, de forma conveniente, las veces que le había dado capones a Will o que le había inmovilizado haciéndole una llave en el cuello hasta que el muchacho, más pequeño, se veía obligado a gritar «¡me rindo!».

En lo que a George se refería, Horace nunca le había prestado mucha atención. El chico delgado era estudioso y se dedicaba a sus libros, y Horace siempre le había considerado una persona gris y sin interés. Allí estaba ahora actuando para ellos mientras todos se reían y comían pasteles y a él no le habían dejado nada, y, de pronto, los odiaba a todos.

—Bueno, esto está muy bien, ¿no? —dijo con amargura, y los demás se volvieron hacia él, a la vez que la risa se desvaneció de sus rostros.

Como era inevitable, Jenny fue la primera en recuperarse.

—¡Horace! ¡Aquí estás por fin! —dijo. Comenzó a moverse hacia él, pero la mirada fría de su rostro la detuvo.

—¿Por fin? —dijo él—. ¿Vengo unos minutos tarde y resulta que llego por fin? Y demasiado tarde porque ya os habéis zampado todos los pasteles.

No estaba siendo en absoluto justo con la pobre Jenny. Como la mayoría de los cocineros, una vez preparado un alimento, ella sentía poco interés por comérselo. Su verdadero placer era ver cómo los demás disfrutaban con los resultados de su obra y escuchar sus elogios. En consecuencia, ella no había comido ningún pastel. Se volvió entonces hacia los dos que había cubierto con una servilleta para guardárselos a él.

—No, no —dijo rápidamente—. ¡Todavía quedan! ¡Mira!

Pero la ira acumulada de Horace le impidió hablar o actuar racionalmente.

—Bueno —dijo con una voz cargada de sarcasmo—, quizás debería volver más tarde y daros tiempo para acabaros también ésos.

—¡Horace! —las lágrimas brotaron de los ojos de Jenny.

No tenía ni idea de lo que le pasaba a Horace. Todo lo que ella sabía era que su plan de una reunión agradable con sus viejos compañeros se estaba derrumbando.

George se adelantó entonces, observando a Horace con curiosidad. El chico alto y delgado ladeó la cabeza para estudiar más de cerca al aprendiz de guerrero, como si fue una exposición o una prueba en un juicio.

—No es obligatorio ser tan grosero —dijo en tono razonable.

Pero la razón no era lo que Horace quería oír. Enojado, echó al otro muchacho a un lado de un empujón.

—Apártate de mí —dijo—. Y cuida tu forma de hablarle a un guerrero.

—Tú no eres un guerrero aún —le dijo Will con desdén—. Aún eres sólo un aprendiz como el resto de nosotros.

Jenny hizo un leve gesto con las manos instando a Will a que dejase el tema. Horace, que se encontraba en pleno acto de servirse los pasteles restantes, miró lentamente hacia arriba. Evaluó a Will de arriba abajo durante un segundo o dos.

—¡Oh, jo! —dijo—. ¡Veo que el aprendiz de espía se encuentra hoy entre nosotros! —Miró para ver si los demás se reían con su ingenio. No lo hicieron y aquello sólo sirvió para hacerle más grosero—. Supongo que Halt te está enseñando a ir a hurtadillas, espiando a todo el mundo, ¿no? —Horace dio un paso al frente sin esperar una respuesta y señaló con el dedo la capa moteada de Will sarcásticamente—. ¿Qué es esto? ¿No tenías suficiente tinte para hacerla toda de un color?

—Es una capa de montaraz —dijo Will con calma, conteniendo el enojo que crecía en su interior.

Horace resopló con desdén mientras se metía en la boca la mitad de uno de los pasteles, proyectando migas al hacerlo.

—No seas tan grosero —dijo George.

Horace, con el rostro enrojecido, rodeó al aprendiz de escribano.

—¡Vigila tu lengua, chico! —dijo con brusquedad—. ¡Sabes que le estás hablando a un guerrero!

—Un aprendiz de guerrero —repitió Will con firmeza, haciendo hincapié en la palabra «aprendiz».

Horace se sonrojó aún más y observó a ambos con enfado. Will se puso en tensión al notar que el grandullón estaba a unto de lanzar un ataque. Pero había algo en la mirada de Will y en su posición de guardia que hizo que Horace se lo pensara dos veces. No había visto nunca esa mirada de desafío. En el pasado, si amenazaba a Will, siempre veía temor. Esta confianza recién descubierta le había confundido un poco.

En su lugar, se volvió de nuevo a George y le propinó un fuerte empujón en el pecho.

—¿Te parece esto grosero? —dijo mientras el muchacho alto y delgado se tambaleaba hacia atrás.

George movió los brazos como las aspas de un molino en un intento por evitar la caída. De forma accidental, le dio un golpe de soslayo en un costado a Tirón. El pequeño poni, que pastaba pacíficamente, se encabritó de pronto tirando de las bridas.

—Quieto, Tirón —dijo Will, y Tirón se calmó de inmediato.

Pero entonces Horace se fijó en él por primera vez. Avanzó y miró más de cerca al poni lanudo.

—¿Qué es esto? —preguntó con una incredulidad de mofa—. ¿Se ha traído alguien un perro grande y feo a la fiesta?

Will apretó los puños.

—Es mi caballo —dijo tranquilo.

Podía aguantar los ataques despectivos de Horace hacia él, pero no se iba a quedar ahí viendo cómo insultaba a su caballo.

Horace soltó una carcajada.

—¿Un caballo? —dijo—. ¡Eso no es un caballo! ¡En la Escuela de Combate montamos caballos de verdad! ¡No perros peludos! ¡Creo que además parece necesitar un buen baño! —arrugó la nariz y fingió que olisqueaba a Tirón de cerca.

El poni miró de reojo a Will. Sus ojos parecían decir «¿quién es este zoquete grosero?». Entonces Will, escondiendo la sonrisa perversa que se intentaba dibujar en su rostro, dijo con indiferencia:

—Es un caballo de montaraz. Sólo un montaraz puede montarlo.

Horace se rió de nuevo.

—¡Mi abuela podría montar ese perro peludo!

—Es posible que ella pudiera —dijo Will—, pero apostaría a que tú no.

Antes incluso de que hubiera terminado el desafío, Horace estaba ya desatando las bridas. Tirón miró a Will y el muchacho habría jurado que el caballo le asentía ligeramente.

Horace se subió en un fácil balanceo a la grupa de Tirón. El poni permaneció quieto, inmóvil.

—¡Así de fácil! —alardeó Horace. Entonces clavó los talones en los costados de Tirón—. ¡Vamos, perrito! Vamos a dar una carrera.

Will vio la conocida contracción preparatoria de los músculos de las patas y el cuerpo de Tirón. Acto seguido el poni saltó con las cuatro patas en el aire, se retorció de forma violenta, cayó sobre las patas delanteras y lanzó los cuartos traseros al cielo.

Horace voló como un pájaro durante varios segundos. Golpeó de plano en la tierra sobre su espalda. George y Alyss miraban con placentera incredulidad mientras el bravucón permanecía tendido en el suelo durante un segundo o dos, aturdido y sin aliento. Jenny fue a acercarse para ver si estaba bien. Entonces su boca adoptó un gesto de determinación y se detuvo. Horace lo había pedido a gritos, pensó.

Hubo una posibilidad, sólo una, de que todo el incidente se hubiera acabado ahí. Pero Will no pudo resistir la tentación de decir la última palabra.

—Tal vez sería mejor que le pidieras a tu abuela que te enseñase a montar —dijo muy serio.

George y Alyss consiguieron ocultar sus sonrisas pero, desafortunadamente, fue Jenny quien no logró detener la risita que se le escapó.

En un instante, Horace se puso en pie, el rostro oscuro por la ira. Miró a su alrededor, vio una rama caída del manzano y la agarró, blandiéndola por encima de la cabeza mientras corría hacia Tirón.

—¡Yo os enseñaré a ti y a tu maldito caballo! —gritó furioso, amenazando a Tirón con el palo como un loco.

El poni dio un saltito quitándose de en medio y, antes de que Horace pudiera atacar de nuevo, Will se le tiró encima.

Aterrizó sobre la espalda de Horace y su peso y la fuerza de su salto acabaron con ambos en el suelo. Rodaron envueltos en un forcejeo, tratando de ganar ventaja el uno sobre el otro. Tirón, alarmado al ver a su dueño en peligro, relinchó nervioso y se encabritó.

Una de las sacudidas desordenadas de los brazos de Horace golpeó con sonoridad en la oreja de Will. Consiguió entonces liberar su brazo derecho y le dio un fuerte puñetazo en la nariz a Horace.

La sangre descendía por la cara del muchachote. Will tenía los brazos fuertes y bien musculados después de sus tres meses de entrenamiento con Halt. Pero Horace también asistía a una dura escuela. Dirigió un puñetazo al estómago de Will, que lanzó un grito entrecortado mientras expulsaba el aire de su interior.

Horace se levantó pero Will, en un movimiento que le había mostrado Halt, dibujó con las piernas un arco amplio, barriéndole los pies a Horace y haciéndole caer de nuevo.

«Siempre ataca primero», le había inculcado Halt a base de repetírselo durante las horas que habían estado practicando el combate sin armas. Entonces, mientras el otro muchacho se golpeaba otra vez contra el suelo, Will se abalanzó sobre él, en un intento de sujetarle los brazos entre sus rodillas.

En ese momento, Will sintió un férreo agarrón de la parte de atrás del cuello y notó que le levantaban en el aire, como a un pez en un anzuelo, retorciéndose y protestando.

—¿Qué está pasando aquí entre vosotros dos, gamberros? —dijo una voz fuerte y enojada en su oído.

Will se giró y se dio cuenta de que le sostenía sir Rodney, el maestro de combate. Y el corpulento guerrero parecía enfadado en extremo. Horace se levantó y se puso firme. Sir Rodney soltó el cuello de Will y el aprendiz de montaraz cayó al suelo como un saco de patatas. Después, se puso también firme.

—¡Dos aprendices —dijo enfadado sir Rodney—, en plena gresca como dos gamberros y estropeando el día de fiesta! ¡Y, para empeorar las cosas, uno de ellos es mi propio aprendiz!

Will y Horace movieron los pies, la cabeza gacha, incapaces de sostener la furiosa mirada del maestro de combate.

—Muy bien, Horace, ¿qué pasa aquí?

Horace movió de nuevo los pies y se puso rojo. No contestó. Sir Rodney miró a Will.

—Muy bien, ¡tú, el chico del montaraz! ¿De qué va te esto?

Will vaciló.

—Sólo una pelea, señor —masculló.

—¡Eso ya lo veo! —gritó el maestro de combate—. ¡No soy un idiota, ¿sabes?! —se detuvo un momento, por si alguno de los dos muchachos tenía algo que añadir. ;

Ambos permanecían en silencio. Sir Rodney suspiró de la exasperación. «¡Chicos! Cuando no te están dando la lata se están peleando, y cuando no se están peleando, están robando o rompiendo algo.»

—Muy bien —dijo finalmente-—. Se terminó la pelead. Estrechaos la mano y se acabó —hizo una pausa y, como ninguno de los muchachos se movió para darse la mano, rugió en su tono del patio de armas—: ¡Hacedlo de una vez!

Impulsados a ello, Will y Horace se estrecharon la marión reticentes. Pero cuando Will miró a Horace a los ojos, vio que la cuestión distaba mucho de haberse acabado.

«Ya terminaremos en otra ocasión», decía la mirada de enfado en los ojos de Horace.

«Cuando tú quieras», respondieron los ojos del aprendiz de montaraz.

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