Capítulo 22

Will estaba practicando en el prado abierto detrás de la cabaña de Halt. Había colocado cuatro blancos a diferentes distancias, alternaba los tiros de forma aleatoria entre los cuatro y nunca disparaba dos veces seguidas al mismo. Halt le había preparado el ejercicio antes de marcharse a las oficinas del barón para discutir un despacho real que había llegado.

—Si tiras dos veces al mismo blanco —le había dicho—, empezarás a confiar en el primer tiro para determinar tu dirección y elevación. De esa manera, nunca aprenderás a tirar por instinto. Siempre necesitarás hacer primero un tiro de prueba.

Will sabía que su profesor tenía razón. Pero aquello no hacía que el ejercicio fuera más fácil. Para hacerlo más difícil, Halt había estipulado que no debería dejar pasar más de cinco segundos entre cada tiro.

Con el gesto torcido por la concentración, soltó las últimas cinco flechas de una tanda. Una detrás de otra, en rápida sucesión, cruzaron el prado como rayos, alcanzando los blancos con un ruido sordo. Will, su carcaj vacío por décima vez aquella mañana, se detuvo para supervisar los resultados. Asintió satisfecho. Cada flecha había alcanzado un objetivo, y la mayoría de ellas se concentraba en el anillo interior de la diana. Era una tanda de una calidad excepcionalmente alta, y le demostraba el valor de la práctica constante. No debería saberlo, por supuesto, pero ya había pocos arqueros en el reino, aparte del Cuerpo de Montaraces, capaces de igualarle. Ni siquiera los arqueros del ejército del rey estaban entrenados para conseguir individualmente tal velocidad y precisión. Los habían entrenado para disparar en grupo, soltando una nube de flechas sobre una fuerza de ataque. En consecuencia, su entrenamiento se centraba más en las acciones coordinadas, de forma que todas las flechas se soltaran de forma simultánea.

Acababa justo de dejar el arco, antes de recuperar sus flechas, cuando el sonido de una pisada a su espalda le hizo volverse. Se sorprendió un poco de ver a tres aprendices de la Escuela de Combate mirándole, sus sobrevestas rojas les convertían en alumnos de segundo año. No reconoció a ninguno de ellos, pero asintió en un saludo amable.

—Buenos días —dijo—. ¿Qué os trae por aquí?

No era usual encontrar aprendices de la Escuela de Combate tan lejos del castillo. Se fijó en los gruesos mimbres que llevaban y decidió que debían de haber salido a dar un paseo. El más cercano de ellos, un muchacho rubio, guapo, sonrió y dijo:

—Estamos buscando al aprendiz del montaraz.

Will no pudo evitar devolverle la sonrisa. Al fin y al cabo, la capa de montaraz que vestía le identificaba inequívocamente como un aprendiz de montaraz. Pero quizás el aprendiz de la Escuela de Combate sólo estaba siendo educado.

—Bien, le habéis encontrado —dijo—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

—Traemos un mensaje de la Escuela de Combate para ti —respondió el muchacho.

Como todos los alumnos de la Escuela de Combate, era alto y estaba bien musculado, como sus acompañantes. Se acercaron a él y Will retrocedió un paso de forma instintiva. Tuvo la sensación de que se encontraban demasiado cerca. Más cerca de lo necesario para darle un mensaje.

—Es sobre lo que pasó en la caza del jabalí —dijo uno de los otros.

Éste era pelirrojo, tenía la cara repleta de pecas y una nariz que mostraba distintos signos de haberse roto, probablemente en una de las luchas de entrenamiento que siempre estaban practicando los estudiantes de la Escuela de Combate. Will, incómodo, se encogió de hombros. Había algo en el ambiente que no le gustaba. El muchacho rubio aún sonreía, pero ni el pelirrojo ni su tercer compañero, el más alto de los tres, tenían el aspecto de estar pensando que hubiera algo por lo que sonreír.

—Ya sabéis —dijo Will—, la gente dice muchas cosas sin sentido sobre eso. Yo no hice mucho.

—Lo sabemos —dijo bruscamente el pelirrojo, enfadado, y Will de nuevo dio un paso atrás a la vez que todos se acercaban un poco más.

En ese momento, el entrenamiento de Halt estaba haciendo saltar las alarmas en su cabeza. «Nunca dejes que la gente se te acerque demasiado», le había dicho, «si lo intentan, ponte en guardia, sin importar quiénes sean o cuan amistosos creas que son».

—Pero cuando vas por ahí fanfarroneando y contándole a todo el mundo que has salvado a un aprendiz grande y torpe de la Escuela de Combate, nos pones a todos en ridículo —acusó el muchacho alto.

Will le miró con el gesto torcido.

—¡Jamás he dicho eso! —protestó—. Yo…

Y en ese momento, mientras Bryn le distraía, Alda hizo su jugada, en un avance rápido mientras aferraba el saco abierto para lanzarlo sobre la cabeza de Will. Era la misma táctica que habían empleado con Horace con tanto éxito, pero Will estaba ya en guardia y, según el otro muchacho se movió, él sintió el ataque y reaccionó.

De forma inesperada, se lanzó adelante hacia Alda, rodando en una voltereta que le llevó por debajo del saco y después trazó con sus piernas un círculo que barrió las de Alda debajo de él, de modo que mandó al grandullón despatarrado a la hierba. Pero ellos eran tres y le resultaron demasiados enemigos de los que cuidarse. Había evitado a Alda y a Bryn, pero según terminó de rodar y se puso en pie, completando su movimiento, Jerome hizo zumbar su vara y le golpeó en la espalda a la altura de los hombros.

Con un grito de dolor y susto, Will se balanceó hacia delante al tiempo que Bryn movía su vara en círculo y le golpeaba en el costado. Para entonces, Alda ya se había puesto en pie, furioso por la forma en que Will le había evitado, y golpeó a éste en el hombro.

El dolor era insoportable y, con un sollozo de agonía, Will cayó de rodillas.

Al instante, los tres aprendices de la Escuela de Combate avanzaron y le rodearon, atrapándole entre ellos, las pesadas varas en alto para seguir la paliza.

—¡Ya basta!

La inesperada voz los detuvo. Will, agazapado en el suelo a la espera de que empezase la paliza, con los brazos sobre la cabeza, levantó la vista y vio a Horace, maullado y apaleado, de pie unos metros más allá. Sostenía en su mano derecha una de las espadas de madera de las prácticas de la Escuela de Combate. Tenía un ojo amoratado y un hilo de sangre brotaba de su labio. Pero en sus ojos había una mirada de odio y pura determinación que, por un momento, hizo vacilar a los tres muchachos. Entonces se dieron cuenta de que eran tres y la espada de Horace no era, después de todo, más arma que las varas que ellos llevaban. Se olvidaron de Will por un momento, se abrieron en abanico y fueron a rodear a Horace con sus gruesas varas en ristre para atacar.

—El nene nos ha seguido —dijo Alda.

—El nene quiere otra paliza —añadió Jerome.

—Y el nene la va a recibir —dijo Bryn sonriendo confiado, pero entonces un grito de miedo se desprendió de sus labios al tiempo que una fuerza seca y repentina golpeaba contra la vara, la sacudía de su mano y la mandaba rodando al suelo a varios metros de distancia.

Un grito similar a su derecha le dijo que lo mismo le había pasado a Jerome.

Confuso, Bryn miró en derredor, hacia donde yacían las dos varas, observando con un sentimiento de congoja que una flecha de astil negro atravesaba cada una de ellas.

—Yo creo que de uno en uno es más justo, ¿no os parece? —dijo Halt.

Bryn y Jerome sintieron una oleada de terror cuando levantaron la vista y vieron al montaraz de rostro adusto de pie en las sombras a diez metros de distancia, otra flecha ya engarzada en la cuerda de su enorme arco.

Sólo Alda mostró algún signo de rebeldía.

—Éste es un problema de la Escuela de Combate, montaraz —dijo en un intento por salir bravuconeando de la situación—. Será mejor para ti mantenerte al margen.

Will, incorporándose despacio, contempló la ira oscura que ardía profunda en los ojos de Halt ante las arrogantes palabras. Por un segundo, se sintió mal por Alda, luego sintió el dolor punzante en su espalda y sus hombros y cualquier pensamiento compasivo se borró al momento.

—Así que un problema de la Escuela de Combate, ¿eh, hijito? —dijo Halt con una peligrosa voz grave.

Avanzó, cubriendo la distancia entre Alda y él mientras se deslizaba en unos pocos y engañosos pasos veloces. Antes de que Alda se diera cuenta, Halt se hallaba apenas a un metro de distancia. Quieto, el aprendiz permanecía desafiante. La mirada oscura del rostro de Halt era inquietante, pero, visto de cerca, Alda se percató de que él le sacaba más de una cabeza al montaraz y su confianza creció de nuevo. Todos estos años le había hecho aflorar los nervios el hombre misterioso que ahora estaba frente a él. Nunca se había dado cuenta del personaje enclenque que en realidad era.

Aquél fue el segundo error del día por parte de Alda. Halt era pequeño, pero enclenque era una palabra que no cuadraba con él. Además, Halt había dedicado toda una vida a luchar contra adversarios mucho más peligrosos que un aprendiz de segundo año de la Escuela de Combate.

—A mí me parece que estabais atacando a un aprendiz de montaraz —dijo Halt con calma—. Creo que eso también lo convierte en un problema del Cuerpo de Montaraces, ¿no?

Alda se encogió de hombros, confiando ahora en que él sería más que capaz de manejar cualquier cosa que el montaraz pudiese hacer.

—Lo puedes convertir en tu problema si quieres —dijo adoptando su voz un aire despectivo—. Me da igual de una u otra forma.

Halt asintió varias veces mientras digería aquel discurso. Entonces respondió.

—Bien, entonces creo que lo haré mi problema, pero esto no lo voy a necesitar.

Según lo dijo, devolvió la flecha a su carcaj y lanzó con suavidad el arco a un lado, dándose la vuelta al hacerlo. Inconscientemente, los ojos de Alda siguieron el movimiento y al instante sintió un dolor agudo cuando Halt lanzó una patada hacia atrás con el borde de la bota, alcanzó el pie del aprendiz entre el puente y el tobillo y se lo dobló. A la vez que Alda se inclinaba hacia delante para cogerse el pie lesionado, el montaraz pivotó sobre su talón izquierdo y su codo derecho golpeó ascendente contra la nariz de Alda, irguiéndole de nuevo y logrando que se tambalease hacia atrás, los ojos llenos de dolor. Por un segundo o dos las lágrimas nublaron su visión y percibió un ligero pinchazo bajo la barbilla. Cuando se aclaró la vista, se encontró con que los ojos del montaraz estaban sólo a unos pocos centímetros de los suyos. No había ira en ellos. En cambio, se topó con una mirada de absoluto desprecio y desdén que en cierto modo daba mucho más miedo.

La sensación del pinchazo se acentuó un poco más y, cuando trató de mirar hacia abajo, Alda soltó un jadeo de temor. El cuchillo largo de Halt, afilado y puntiagudo, se encontraba justo bajo su barbilla, presionando ligeramente en la carne blanda de su garganta.

—No vuelvas nunca a hablarme así, chico —dijo el montaraz en una voz tan baja que Alda tuvo que aguzar el oído para escuchar sus palabras—. Y nunca vuelvas a ponerle la mano encima a mi aprendiz. ¿Entendido?

Alda, toda su arrogancia perdida, su corazón latiendo de terror, no pudo decir nada. El cuchillo pinchó un poco más fuerte contra su garganta y sintió un cálido hilo de sangre deslizarse cuello abajo. Los ojos de Halt centellearon de pronto, como el carbón en una hoguera con un soplo repentino.

—¿Entendido? —repitió, y Alda respondió ronco.

—Sí… señor.

Halt retrocedió al tiempo que envainaba de nuevo el cuchillo en un movimiento natural. Alda se dejó caer al suelo, masajeándose el tobillo herido. Estaba seguro de que tenía lesionados los tendones. Ignorándole, Halt se volvió para enfrentarse a los otros dos aprendices de segundo año. Se habían ido aproximando el uno al otro de modo instintivo y le vigilaban temerosos, inseguros de lo que iba a hacer a continuación. Halt señaló a Bryn.

—Tú —dijo, sus palabras cargadas de desprecio—, coge tu vara.

Temeroso, Bryn se desplazó hacia donde su vara yacía en el suelo, la flecha de Halt aún incrustada hacia la mitad de su longitud. Sin quitarle los ojos de encima al montaraz, temiendo algún truco, se puso de rodillas mientras su mano palpaba la hierba hasta que tocó la vara. Entonces se incorporó, inseguro, sujetándola con la mano izquierda.

—Ahora, devuélveme mi flecha —ordenó el montaraz, y el chico alto, de piel morena, se apresuró a retirar la flecha, avanzando lo suficientemente cerca para dársela, tenso en cada músculo mientras aguardaba algún movimiento sorpresivo del montaraz.

Halt, sin embargo, tan sólo tomó la flecha y la devolvió a su carcaj. Bryn retrocedió deprisa fuera de su alcance. Halt soltó una pequeña y despreciativa risa. Luego, se volvió a Horace.

—Entiendo que éstos son los tres que te han causado esas magulladuras, ¿no? —preguntó.

Por un momento, Horace no dijo nada, luego se dio cuenta de que su continuo silencio era ridículo. No había ninguna razón por la que debiera seguir protegiendo a los tres matones. Nunca hubo una razón.

—Sí, señor —dijo con decisión.

Halt asintió a la vez que se frotaba la barbilla.

—Ya me lo imaginaba —dijo—. Bien, he oído rumores de que eres bastante bueno con la espada. ¿Qué te parece una práctica de combate con este héroe que tengo aquí delante de mí?

Una lenta sonrisa se extendió por el rostro de Horace según entendió lo que le estaba sugiriendo el montaraz. Avanzó.

—Creo que me gustaría.

Bryn retrocedió un paso en un intento por alejarse.

—¡Un momento! —gritó—. No esperarás que yo…

No fue más lejos. Los ojos del montaraz refulgieron otra vez con esa luz peligrosa y dio medio paso adelante al tiempo que bajaba la mano, de nuevo, hasta la empuñadura del cuchillo saxe.

—Tienes una vara. Igual que él. Así que empieza de una vez —le ordenó con una voz grave y peligrosa.

Asumiendo que estaba atrapado, Bryn se giró para enfrentarse a Horace. Ahora que era cuestión de uno contra uno, se sintió mucho menos confiado en cuanto a vérselas con el muchacho más joven. Todo el mundo había oído hablar del manejo natural de la espada, casi asombroso, que tenía Horace.

En la decisión de que el ataque era la mejor defensa, Bryn avanzó y soltó un mandoble descendente a Horace. Éste lo detuvo fácilmente. Paró los siguientes dos golpes de Bryn con igual facilidad. Luego, según bloqueaba el cuarto golpe de Bryn, deslizó su hoja de madera hacia abajo por toda la longitud de la vara del otro muchacho justo antes de que las dos armas se separaran. No había guarda alguna que protegiera la mano de Bryn del movimiento y la espada de prácticas de madera noble le golpeó en los dedos de forma muy dolorosa. Dejó caer el palo pesado con un grito de agonía, mientras daba un salto hacia atrás y estrujaba la mano herida bajo el otro brazo. Horace se quedó quieto, preparado para continuar.

—No he oído que nadie ordenase parar —dijo Halt con gentileza.

—¡Pero… me ha desarmado! —lloriqueó Bryn.

Halt le sonrió.

—Sí que lo ha hecho. Pero estoy seguro de que te permitirá coger tu vara y empezar de nuevo. Vamos.

Bryn miró de Halt a Horace y de vuelta otra vez. No vio pena en ninguno de los dos rostros.

—No quiero —dijo en voz muy baja.

A Horace le resultaba difícil cuadrar este personaje que se arrastraba con el matón despectivo que le había estado amargando la vida durante los últimos meses. Halt pareció evaluar la afirmación de Bryn.

—Su protesta será tenida en cuenta —dijo alegremente—. Ahora prosiga, por favor.

La mano de Bryn palpitaba de dolor. Pero incluso peor que el dolor era el miedo de lo que se avecinaba, la certeza de que Horace le castigaría sin piedad. Se agachó y alcanzó temeroso la vara, sus ojos fijos en Horace. El muchacho más joven esperó con paciencia a que Bryn estuviese listo, entonces amagó de pronto hacia delante.

Bryn dio un grito de miedo y tiró a un lado la vara. Horace meneó la cabeza disgustado.

—¿Quién es el nene ahora? —preguntó.

Bryn no le miró a la cara. Reculó con la mirada gacha.

—Si se va a comportar como un crío —sugirió Halt—, supongo que tendrás que darle una azotaina.

Una sonrisa se extendió por el rostro de Horace. Brincó hacia delante y agarró a Bryn por el pescuezo, dándole la vuelta. Se puso entonces a atizarle en el trasero con la parte plana de la espada de instrucción, una y otra vez, persiguiéndole alrededor del prado mientras Bryn intentaba zafarse del implacable castigo. Bryn aulló y saltó y sollozó, pero el agarrón de Horace en su cuello era firme y no había escape. Finalmente, cuando Horace sintió que había correspondido a todo el acoso, los insultos y el dolor que había sufrido, le dejó ir.

Bryn se tambaleó y cayó con las manos y las rodillas en tierra, sollozando de miedo y de dolor.

Jerome había visto las evoluciones con horror, sabedor de que llegaba su turno. Comenzó a alejarse poco a poco, con la esperanza de escapar mientras la atención del montaraz se encontraba distraída.

—Da un paso más y te atravieso con una flecha.

Will intentó modular su voz en el tono tranquilo y amenazador que había empleado Halt. Había retirado varias de sus flechas del blanco más cercano y ahora tenía una lista, colocada en la cuerda del arco. Halt miró hacia atrás dando su aprobación.

—Buena idea —dijo—. Apunta a la pantorrilla izquierda. Es una herida muy dolorosa —echó un vistazo hacia donde yacía Bryn, que sollozaba en el suelo a los pies de Horace—. Creo que ya ha tenido bastante —afirmó. Entonces señaló a Jerome—. Tu turno —le dijo con brevedad.

Horace recogió la vara que Bryn había tirado y se acercó a Jerome, ofreciéndosela. Jerome retrocedió.

—¡No! Él… —gritó con los ojos como platos—. ¡No es justo!

—Por supuesto, claro que no es justo —reconoció Halt en un tono razonable—. Ya veo que tú crees que lo justo es tres contra uno. Comienza de una vez.

Will había oído a menudo el dicho de que una rata acorralada llega a presentar batalla. Jerome se lo demostró entonces. Se lanzó al ataque y, para su sorpresa, Horace se fue al suelo ante la lluvia de golpes que le dirigió. La confianza del matón comenzó a aumentar conforme avanzaba. No consiguió percatarse de que Horace estaba bloqueando cada golpe con suma facilidad. Los mejores golpes de Jerome nunca tuvieron las más mínima apariencia de ir a romper la defensa de Horace. Como si el aprendiz de segundo año hubiera estado golpeando un muro de piedra.

Entonces, Horace dejó de retroceder. Se puso rápido en pie bloqueando el último golpe de Jerome con una muñeca de hierro. Permanecieron pecho contra pecho durante unos pocos segundos y luego Horace comenzó a empujar a Jerome hacia atrás. Su mano izquierda agarró la muñeca derecha de Jerome, manteniendo sus armas trabadas. Los pies de éste se deslizaron sobre la hierba blanda según Horace le empujaba hacia atrás, más y más. Acto seguido, pegó un empellón final y mandó a Jerome al suelo.

Éste había visto lo que le había pasado a Bryn. Sabía que rendirse no era una opción. Se puso en pie y se defendió desesperadamente mientras Horace iniciaba su propio ataque.

Jerome se vio obligado a retroceder ante un torbellino de mandobles derechos, de revés, laterales y descendentes. Logró bloquear alguno de los golpes pero la velocidad vertiginosa del ataque de Horace le derrotó. Le llovieron los golpes en las espinillas, los codos y los hombros, casi a voluntad. Horace pareció concentrarse en las partes más huesudas, que le dolerían más. En alguna ocasión utilizó la punta redonda de la espada para darle estocadas a Jerome en las costillas, con la fuerza justa para magullarle sin romperle ningún hueso.

Por fin, Jerome había recibido lo suficiente. Se giró para huir de la arremetida, tiró la vara y cayó al suelo, las manos unidas por encima de la cabeza para protegerse. Su trasero se quedó elevado en el aire de forma incitante y Horace se detuvo y miró interrogador a Halt. El montaraz hizo un pequeño gesto hacia Jerome.

—¿Por qué no? —dijo—. Una oportunidad así no se presenta todos los días.

Pero incluso él se estremeció ante la tremenda patada en el trasero que soltó Horace. Jerome, con la nariz abajo, hundida en la tierra, se deslizó por lo menos un metro de la fuerza que llevaba.

Halt recogió la vara que había dejado caer Jerome. La estudió por un momento, probando su peso y equilibrio.

—La verdad es que, como arma, no vale mucho —dijo—. Tienes que echarle imaginación para saber por qué la escogieron —entonces le tiró la vara a Alda—. Manos a la obra —ordenó.

El muchacho rubio, agazapado aún en la hierba cuidándose el tobillo lesionado, observó la vara con incredulidad. La sangre le corría por la cara desde la nariz destrozada. Nunca volvería a ser tan bien parecido, pensó Will.

—¡Pero… pero… estoy herido! —protestó al tiempo que se levantaba renqueando con torpeza. No podía creer que Halt le obligara a pasar por el castigo que acababa de presenciar.

Halt hizo una pausa, estudiando al muchacho como si aquel hecho no se le hubiera ocurrido a él. Por un momento, un rayo de esperanza brilló en la mente de Alda.

—Sí que lo estás —dijo el montaraz—. Sí que lo estás.

Pareció un poco decepcionado y Alda comenzó a creer que el sentido del juego limpio de Halt le iba a ahorrar el tipo de castigo que se les había dispensado a sus amigos. Entonces el rostro del montaraz se despejó.

—Espera un momento —dijo—. Horace también lo está. ¿No es así, Will?

Will sonrió.

—Sin duda, Halt —dijo, y la mínima esperanza de Alda se desvaneció sin dejar rastro.

Halt se volvió entonces a Horace y le preguntó con seriedad burlona:

—¿Estás seguro de que no estás muy malherido para continuar, Horace?

Horace sonrió. Fue una sonrisa que nunca alcanzó sus ojos.

—Mmm, creo que me las puedo arreglar —dijo.

—¡Bien, arreglado entonces! —dijo Halt alegremente—. ¿Podemos continuar, por favor?

Y Alda supo que no habría escapatoria tampoco para él. Se irguió frente a Horace y comenzó el duelo final.

Alda era el mejor espada de los tres matones, y al menos le plantó cara a Horace durante algunos minutos, pero conforme se fueron tanteando el uno al otro con golpe y contragolpe, estoque y parada, enseguida se dio cuenta de que Horace le superaba. Su única oportunidad, tuvo la sensación, era intentar algo inesperado.

Se desenganchó, cambió el agarre de la vara, sujetándola con las dos manos como un bastón, y lanzó una serie de golpes de gancho rápidos de izquierda y derecha con ella.

Por un segundo cogió a Horace por sorpresa y éste cayó hacia atrás. Pero se recuperó con una velocidad felina y lanzó un golpe descendente sobre Alda. El aprendiz de segundo año intentó una parada normal de bastón, cogiendo la vara por ambos extremos, para bloquear el golpe de la espada con la parte del medio. En teoría era la táctica correcta. En la práctica, la espada de instrucción de nogal curtido rompió la vara y dejó a Alda sujetando dos cortos palos inútiles. Totalmente desconcertado, los dejó caer y se quedó indefenso ante Horace.

Horace miró al que había sido su torturador durante tanto tiempo y después a la espada en su mano.

—No necesito esto —dijo entre dientes, y dejó caer la espada.

El derechazo que lanzó no hubo de atravesar más de veinte centímetros hasta la mandíbula de Alda. Pero llevaba la carga de su hombro y cuerpo, y de los meses de sufrimiento y soledad a su espalda, la soledad que sólo una víctima de intimidación puede conocer.

Los ojos de Will se abrieron un poco más al tiempo que Alda perdía los pies y volaba hacia atrás, para caer sobre la tierra junto a sus dos amigos. Pensó en las veces que se había peleado con Horace en el pasado. Si hubiera sabido que el otro muchacho era capaz de arrear un puñetazo como aquél, nunca lo habría hecho.

Alda no se movía. Lo más probable era que no se moviese en algún tiempo, pensó Will. Horace retrocedió sacudiendo sus nudillos magullados y soltó un suspiro de satisfacción.

—No tiene ni idea de lo bien que me he sentido —dijo—. Gracias, montaraz.

Halt hizo un gesto de reconocimiento con la cabeza.

—Gracias por echar una mano cuando atacaron a Will. Y, por cierto, mis amigos me llaman Halt.

Загрузка...