A partir del encuentro con Alfredo Insúa y de la viaticación, el Tano empezó a pensar más que nunca en los seguros. Y en la muerte. De alguna manera la muerte estaba instalada en el ambiente. Dos aviones habían bajado las Torres Gemelas como a un castillo de naipes, y nadie podía salir de su asombro. El día del atentado los chicos estaban en casa, la caída coincidió con el Día del Maestro así que nadie tenía clase, pero a media mañana se fueron a un cumpleaños. "Averigua si no se suspende por lo de las Torres", le dijo a Teresa. "¿Y eso qué tiene que ver?, si fue en Nueva York", preguntó ella y salió con sus hijos al cumpleaños que los esperaba. Y el Tano tuvo otra vez la casa vacía para seguir pensando.
Él tenía su póliza de vida en Troost. Pero su póliza no tenía cláusula de retiro anticipado. Era una póliza tipo que hacían en todo el mundo para los ejecutivos de esa compañía. Y él estuvo de acuerdo, nunca previo que pudiera necesitarla antes. Creyó que todo seguiría como hasta entonces. O mejor. Cada cambio de trabajo a lo largo de su vida profesional había sido para ganar un sueldo mayor y un trabajo de mayor responsabilidad y desafío. Tampoco tenía sida, ni ninguna otra enfermedad con certeza de muerte, con las que negociaba Alfredo Insúa el descuento de seguros de vida. Y si tenía, no lo sabía. Pero todas las vidas tienen certeza de muerte, pensó. Una muerte en algún momento, tal vez en el momento justo, tal vez inoportuna, pero cierta. Se sentó frente a la computadora. A través de la ventana vio llegar a Teresa, que se puso a cambiar arbustos secos en su jardín por plantas recién compradas. Las plantas todavía tenían las bolsas plásticas del vivero Green Life. "Green Life", leyó a través de la ventana. Llamó su padre, le preguntó cómo iban esos nuevos proyectos. "Óptimos", mintió. "No se puede esperar menos de vos, tenes buena escuela", le dijo, y lo invitó a viajar a Cariló en octubre para alquilar juntos sus casas de veraneo para enero. "¿Este año van a Cariló, no?" "Claro", volvió a mentir. Cortó. Entró en la página de su cuenta bancaria. Tipeó su nombre y su clave. Miró los saldos. Los anotó en su calculadora, los sumó. Sumó la plata que tenía en una cuenta afuera. Bonos, que habían perdido gran parte de su valor de cotización gracias al aumento del riesgo país. Si pudiera esperarlos, seguramente los cobraría, pero dudaba de esa espera. Buscó en la computadora su planilla Excel de presupuesto de gastos. Dividió el importe de la sumatoria de sus saldos por el de sus gastos mensuales. Quince meses. En quince meses, al mismo ritmo de gastos, empezarían a tener problemas. Todos. Él, Teresa y los chicos. Ni pensar en sacar el importe necesario para pagar la casa que alquilaban en Cariló todos los veranos. Y el verano estaba cerca. Avanzó uno a uno por los distintos renglones del presupuesto. Especuló con qué gasto podría eliminar. Podría dejar de pagar el colegio, como había hecho finalmente Martín Urovich a principios de año. O eliminar la mucama, como Ronie Guevara. Pero él no era ni Martín Urovich ni Ronie Guevara. Si dejaba de pagar las expensas aparecería en el listado de morosos. Y si seguía viviendo en Altos de la Cascada, no era viable que sus hijos no fueran a las actividades deportivas, no tomaran clases de tenis, que Teresa no fuera al gimnasio o recibiera una sesión semanal de masajes. Cine, ropa, música, vinos, todo era necesario si querían seguir manteniendo la vida que llevaban. Y el Tano no se imaginaba llevando otra vida. El exilio de Martín Urovich le parecía una estupidez, una más dentro de las muchas en las que su amigo basaba el manejo de su vida. Para salirse del sistema Martín elegía hacerlo en otro país, en otro continente, escuchando hablar otra lengua. Allí mandaría a sus hijos al colegio del Estado, no tendría mucama, alquilaría una casa mucho más chica que la suya, no iría al cine ni tomaría clases de tenis. Pero allí era Miami, lo suficientemente lejos como para que nadie viera la caída. Aunque el lugar donde terminara parando Urovich fuera más feo que La Paternal, era Miami. Una cobardía de su parte, pensó el Tano. La peor cobardía. El no podía dejar que su familia cayera ni acá ni en ningún lugar del mundo. No se trataba de que la caída no se viera sino de no dejarse caer. Él tenía que poder otra cosa. Volvió a hacer la cuenta: quince meses. Tal vez menos si los bonos seguían bajando y no se atrevía a venderlos. Quince. Con una póliza de vida de quinientos mil dólares que no se podía tocar porque el siniestro no se producía. El no valía tanto, lo sabía. Pero por política de la empresa todos los Chief GeneraldeTroost a nivel mundial debían estar asegurados en esa suma. Y el Tano, a su salida, negoció la continuidad de esa póliza por un año y medio más. El plazo estaba a punto de cumplirse. En tres meses se cumpliría un año y medio de que fuera despedido por los holandeses. Un año y medio sin trabajar. Un año y medio esperando que lo llamaran de alguna consultora, mandando currículums, esperando respuestas. Un año y medio. Quince meses. Quinientos mil dólares. Y él, sin fecha de muerte cierta.