Abadía des Fontaines
2:05 pm
De Roquefort abrió los ojos. La sien le palpitaba y se juró que el hermano Geoffrey pagaría por aquel ataque.
Se levantó del suelo y trató de aclarar la niebla de su cabeza. Oyó unos gritos frenéticos procedentes del otro lado de la puerta. Se secó la sien con la manga y la retiró manchada de sangre. Se dirigió al baño y mojó un trapo con agua para limpiar la herida.
Procuró cobrar fuerzas. Tenía que dar la impresión de control. Lentamente cruzó la habitación y abrió la puerta.
– Maestre, ¿está usted bien? -preguntó su nuevo mariscal.
– Venga usted adentro -dijo.
Los otros cuatro hermanos aguardaron en el pasillo. Eran conscientes de que no debían entrar en la cámara del maestre sin permiso.
– Cierre la puerta.
Su lugarteniente cumplió la orden.
– Fui golpeado hasta quedar inconsciente. ¿Cuánto hace que se han ido?
– Todo lleva en silencio aquí unos veinte minutos. Eso es lo que ha suscitado nuestros temores.
– ¿Qué quiere usted decir?
Una mirada de desconcierto apareció en el rostro del mariscal.
– Silencio. Nada.
– ¿Adonde fueron el senescal y el hermano Geoffrey?
– Maestre, estaban aquí con usted. Nosotros nos encontrábamos fuera.
– Mire a su alrededor. Se han ido. ¿Cuándo se fueron?
Más desconcierto.
– No lo hicieron en nuestra dirección.
– ¿Me está usted diciendo que no salieron por esta puerta?
– Les habríamos disparado si lo hubieran hecho, tal como usted ordenó.
Su cabeza estaba otra vez empezando a dolerle. Levantó el trapo húmedo hasta su cuero cabelludo y masajeó el nudo doloroso. Se preguntaba por qué Geoffrey había venido directamente aquí.
– Hay noticias de Rennes-le-Château -le dijo el mariscal.
Esta revelación despertó su interés.
– Nuestros dos hermanos dieron a conocer su presencia, y Malone, tal como usted había predicho, los esquivó en la carretera.
De Roquefort había deducido correctamente que la mejor manera de perseguir a Stephanie Nelle y Cotton Malone era dejarles creer que se habían librado de la persecución.
– ¿Y el tirador del cementerio de anoche?
– Esa persona huyó en motocicleta. Nuestros hombres vieron cómo lo perseguía Malone. Ese incidente, y el ataque contra nuestros hermanos en Copenhague, están claramente relacionados.
De Roquefort se mostró de acuerdo.
– ¿Alguna idea de quién puede ser?
– Aún no.
No le gustaba oír eso.
– ¿Y qué me dice de hoy?¿Adónde fueron Malone y Nelle?
– El chivato electrónico fijado al coche de Malone funcionó perfectamente. Fueron a Aviñón. Acaban de salir del sanatorio donde Royce Claridon está internado como paciente.
Estaba perfectamente al corriente de lo que se refería a Claridon, y ni por un momento pensaba que éste estuviera mentalmente enfermo, por lo cual tenía una fuente de información dentro del sanatorio. Un mes atrás, cuando el maestre envió a Geoffrey a Aviñón para mandar por correo el paquete a Stephanie Nelle, pensó que tal vez había establecido contacto luego con Claridon. Pero Geoffrey no efectuó ninguna visita al asilo. Sospechó que el segundo paquete, el enviado a Ernest Scoville a Rennes, aquel sobre del que tan pocas cosas sabía, era lo que había conducido a Stephanie Nelle y Cotton Malone hasta Claridon. Una cosa era segura. Claridon y Lars Nelle habían trabajado codo con codo, y cuando el hijo se metió en la búsqueda después de la muerte de Lars Nelle, Claridon le ayudó también. El maestre, evidentemente, sabía todo esto. Y ahora la viuda de Lars Nelle había ido directamente a Claridon.
Ya era hora de enfrentarse a ese problema.
– Me dirigiré a Aviñón dentro de media hora. Prepare a cuatro hermanos. Mantenga la vigilancia electrónica y advierta a nuestra gente de que no los detengan. Ese equipo tiene un largo alcance.
Pero seguía habiendo otro asunto, y recorrió atentamente la habitación con la mirada.
– Ahora, váyase.
El mariscal se inclinó, y luego se retiró de la cámara.
Se quedó de pie, un poco mareado todavía, y estudió la alargada habitación. Dos de las paredes eran de piedra, y las otras dos estaban revestidas de madera de arce y divididas en paneles simétricos. Un decorativo aparador dominaba una de las paredes; un tocador, otro aparador, una mesa y unas sillas, las otras. Pero su mirada se detuvo en la chimenea. Parecía el sitio más lógico. Sabía que en los tiempos antiguos no había ninguna habitación que poseyera una única manera de entrar y salir. Esta cámara en particular había alojado a maestres desde el siglo xvi, y, si recordaba correctamente, la chimenea era un añadido del siglo xvii, que había venido a reemplazar un hogar de piedra más antiguo. Raras veces era usada ahora, ya que se utilizaba la calefacción central en toda la abadía.
Se acercó y examinó la carpintería, luego examinó cuidadosamente el hogar, descubriendo unas débiles líneas blancas que se extendían perpendicularmente hacia la pared.
Se inclinó y miró más detenidamente el oscuro hogar. Con la mano torcida probó dentro del conducto de humos.
Y lo encontró.
Un pomo de vidrio.
Trató de girarlo, pero nada se movió. Empujó hacia arriba y luego hacia abajo. Nada. De manera que tiró de él, y el pomo cedió. No mucho, quizás unos cuatro centímetros, y se oyó un chasquido metálico. Soltó su presa y sintió algo resbaladizo sobre sus dedos. Aceite. Alguien se había preparado a conciencia.
Se quedó mirando fijamente la chimenea.
Una grieta aparecía en la pared del fondo. Empujó, y el panel de piedra se abrió hacia dentro. La abertura era lo bastante grande para permitir la entrada, de manera que se deslizó en el interior. Más allá de la puerta había un pasadizo de la altura de un hombre.
Se quedó allí de pie.
El estrecho corredor se extendía sólo un par de metros hasta una escalera de piedra que bajaba formando una estrecha espiral. Era imposible saber adónde conducía. Sin duda había otras entradas y salidas por toda la abadía. Él había sido mariscal durante veintidós años, y nunca había sabido nada de estas rutas secretas.
El maestre sí, lo cual explicaba que Geoffrey lo supiera también.
Golpeó repetidamente con el puño contra la piedra para desahogar su ira. Tenía que encontrar el Gran Legado. Toda su capacidad de gobernar se basaba en ese descubrimiento. El maestre había poseído el diario de Lars Nelle, como De Roquefort supo durante muchos años, pero no había habido manera de conseguirlo. Pensó que, con la desaparición del viejo, sus posibilidades aumentarían, pero el maestre había previsto sus movimientos y alejado el manuscrito. Ahora la viuda de Lars Nelle y un ex empleado suyo -un agente del gobierno, bien entrenado- estaban estableciendo contacto con Royce Claridon. Nada bueno podía salir de esta colaboración.
Procuró tranquilizar sus nervios.
Durante años había trabajado a la sombra del maestre. Ahora él era el maestre. Y no estaba dispuesto a permitir que un fantasma le dictara su camino.
Hizo algunas aspiraciones profundas de aquel malsano aire, y trató de recordar el Inicio. Año del Señor de 1118. Tierra Santa había sido finalmente arrebatada a los sarracenos y se habían establecido dominios cristianos, pero aún existía un gran peligro. De manera que nueve caballeros se unieron y prometieron al nuevo rey cristiano de Jerusalén que la ruta de llegada y partida de Tierra Santa sería segura para los peregrinos. Pero ¿Cómo podían nueve hombres de mediana edad, que habían hecho voto de pobreza, proteger la larga ruta que iba de Jaffa a Jerusalén, especialmente cuando centenares de bandidos estaban apostados en el camino? Más desconcertante aún, durante los primeros diez años de su existencia, no se sumaron nuevos caballeros, y las Crónicas de la orden no recogían nada sobre que los hermanos ayudaran a ningún peregrino. En vez de eso, los nueve hombres originales se ocuparon de una tarea más importante. Su cuartel general se encontraba bajo el antiguo templo, en una zona que antaño había servido como establos del rey Salomón, una cámara de infinitos arcos y bóvedas, tan grande que en un tiempo había albergado hasta dos mil animales. Ellos habían descubierto pasajes subterráneos excavados en la roca siglos antes, muchos de los cuales contenían rollos de escrituras, tratados, escritos sobre arte y ciencia, y muchas cosas más sobre la herencia judaico-egipcia.
Y el más importante hallazgo de todos.
Las excavaciones ocuparon toda la atención de aquellos nueve caballeros. Entonces, en 1127, cargaron barcos con su preciosa carga secreta y zarparon hacia Francia. Lo que ellos habían encontrado les valió fama, riqueza y poderosas alianzas. Muchos quisieron formar parte de su movimiento, y, en 1128, tan sólo diez años después de su fundación, se otorgó a los templarios por parte del papa una autonomía legal que no tenía parangón en el mundo occidental.
Y todo debido a lo que sabían.
No obstante, fueron cuidadosos con ese conocimiento. Sólo aquellos que alcanzaban el nivel superior gozaban del privilegio de saber. Siglos atrás, el deber del maestre era transmitir ese conocimiento antes de morir. Pero eso fue antes de la Purga. Después, los maestres buscaron, todo en vano.
Golpeó nuevamente el puño contra la pared.
Los templarios habían forjado por primera vez su destino en cavernas olvidadas con la determinación de unos zelotes. Él haría lo mismo. El Gran Legado estaba ahí. Se encontraba cerca. Lo sabía.
Y las respuestas estaban en Aviñón.
Aviñón
5:00 pm
Malone detuvo el Peugeot. Royce Claridon estaba esperando al borde de la carretera, al sur del sanatorio, exactamente donde había dicho. La desaliñada barba había desaparecido, al igual que las ropas y el jersey manchado. Iba bien afeitado, las uñas cuidadas y llevaba unos vaqueros y una camiseta de cuello redondo. Su largo cabello estaba alisado hacia atrás y recogido en una cola de caballo. Y había vigor en su paso.
– Se siente uno bien sin esa barba -dijo, subiendo al asiento trasero-. Para fingir ser un templario, tenía que parecerlo. Ya sabe usted que nunca se bañaban. La regla se lo prohibía. Nada de desnudez entre hombres y todo eso. Vaya panda maloliente debían de ser.
Malone puso la primera y se dirigió a la autopista. El cielo aparecía cubierto de nubes amenazadoras. Al parecer, el mal tiempo procedente de Rennes-le-Château estaba finalmente dirigiéndose hacia el este. A lo lejos, los rayos caían bifurcándose a través de las imponentes nubes, seguidos del retumbar de los truenos. Aún no había descargado, pero pronto lo haría. Intercambió miradas con Stephanie, y ella comprendió que el hombre del asiento trasero debía ser interrogado.
Se volvió hacia atrás.
– Señor Claridon…
– Llámeme Royce, madame.
– De acuerdo. Royce, ¿puede usted contarnos algo más de lo que estaba pensando Lars? Es importante que comprendamos.
– ¿No lo sabe?
– Lars y yo estuvimos distanciados los años previos a su muerte. No confiaba mucho en mí. Pero recientemente he leído sus libros y el diario.
– ¿Puedo preguntar entonces por qué está usted aquí? Él hace tiempo que se fue.
– Digamos sólo que me gustaría creer que Lars hubiera deseado que su trabajo fuera acabado.
– En eso tiene usted razón, madame. Su marido era un brillante erudito. Sus teorías tenían una base sólida y creo que habría tenido éxito. De haber vivido.
– Hábleme de esas teorías.
– Estaba siguiendo los pasos del abate Saunière. Ese cura era listo. Por un lado quería que nadie supiera lo que estaba haciendo. Por otro, dejó muchas pistas. -Claridon meneó la cabeza-. Dicen que se lo contó todo a su amante, pero ella murió sin decir jamás una palabra. Antes de su muerte, Lars pensó que finalmente hacía progresos. ¿Conoce usted la leyenda completa, madame?¿La auténtica verdad?
– Me temo que mi conocimiento se limita a lo que Lars escribió en sus libros. Pero había algunas referencias interesantes en su diario que él nunca publicó.
– ¿Podría ver esas páginas?
Ella pasó las páginas del diario, y luego se lo tendió a Claridon. Malone vio por el espejo retrovisor que el hombre leía con interés.
– Vaya maravillas -dijo Claridon.
– ¿Podría usted ilustrarnos? -preguntó Stephanie.
– Desde luego, madame. Como he dicho esta tarde, la ficción que Noël Corbu y otros fabricaron sobre Saunière era misteriosa y cautivadora. Pero para mí, y para Lars, la verdad era mejor aún.
Saunière inspeccionó el nuevo altar de la iglesia, encantado de las renovaciones. La monstruosidad de mármol había desaparecido, aquella vieja superficie convertida ahora en un montón de cascotes en el cementerio, y las columnas visigóticas, destinadas a otros usos. El nuevo altar era un objeto de sencilla belleza. Tres meses antes, en junio, había organizado un primoroso oficio de Primera Comunión. Hombres del pueblo habían transportado una estatua de la Virgen en solemne procesión a través de Rennes, regresando finalmente a la iglesia, donde la escultura fue colocada encima de una de las desechadas columnas del cementerio. Para conmemorar el acontecimiento, hizo grabar penitencia, penitencia, sobre la cara de la columna, con objeto de recordar a los feligreses la humildad, y misión 1891, para conmemorar el año de su ejecución colectiva.
El tejado de la iglesia finalmente había sido sellado, y las paredes exteriores, apuntaladas. El viejo púlpito había desaparecido y se estaba construyendo otro. Pronto sería instalado un suelo de baldosas a cuadros negros y blancos, y luego los nuevos bancos. Pero antes de eso, la infraestructura del suelo requería reparación. El agua filtrada del tejado había erosionado muchas de las piedras de la base. En algunos lugares había sido posible el remiendo, pero otras tenían que ser sustituidas.
Fuera, apuntaba una húmeda y ventosa mañana de septiembre, de manera que consiguió asegurarse la ayuda de una media docena de vecinos del pueblo. Su trabajo consistiría en romper algunas de las losas dañadas e instalar otras nuevas antes de que llegaran los soladores, dos semanas después. Los hombres estaban ahora trabajando en tres lugares distintos a lo largo de la nave. El propio Saunière estaba ocupándose de una piedra deformada ante los escalones del altar, que siempre se había balanceado.
Se había quedado desconcertado por el frasco de vidrio hallado a comienzos de año. Cuando fundió el sello de cera y abrió el papel enrollado, encontró, no un mensaje, sino trece filas de letras y símbolos. Cuando se los mostró al abate Gélis, el cura de un pueblo vecino, éste le dijo que aquello era un criptograma, y que en algún lugar entre las letras aparentemente carentes de sentido se escondía un mensaje. Todo lo que necesitaba era la clave matemática para descifrarlo, pero al cabo de muchos meses de intentos no se encontraba más cerca de resolverlo. Quería saber no sólo su significado, sino el motivo por el que había sido dejado con tanto secreto. Evidentemente, su mensaje era de gran importancia. Pero se necesitaría paciencia. Eso era lo que se decía a sí mismo cada noche después de fracasar una y otra vez en hallar la respuesta; y, si no otra cosa, al menos sí se mostraba paciente.
Agarró un martillo de mango corto y decidió ver si el grueso suelo de piedra podía ser partido. Cuanto más pequeños fueran los trozos, más fácil sería quitarlos. Se dejó caer de rodillas y descargó tres golpes sobre un extremo de la losa de noventa centímetros de largo. Inmediatamente aparecieron resquebrajaduras en toda su longitud. Nuevos golpes las convirtieron en grandes grietas.
Dejó el martillo a un lado y utilizó una barra de hierro para hacer palanca y aflojar los trozos más pequeños. Luego introdujo la palanca bajo un fragmento largo y estrecho y forzó el grueso pedazo, levantándolo de su cavidad. Con el pie, lo empujó a un lado.
Entonces observó algo.
Soltó la barra de hierro y acercó la lámpara de petróleo al descubierto subsuelo. Alargó la mano, quitó con cuidado los residuos, y vio que estaba contemplando una bisagra. Se inclinó un poco más, barriendo más polvo y restos, dejando al descubierto mayor cantidad de hierro oxidado, y manchándose de orín las puntas de los dedos.
La forma se iba perfilando.
Era una puerta.
Que conducía abajo.
Pero ¿Adónde?
Miró a su alrededor. Los demás hombres estaban enfrascados duramente en su trabajo, hablando entre sí. Dejó a un lado la lámpara y con calma repuso los trozos que acababa de quitar en la cavidad.
– El buen cura no quería que nadie supiera lo que había descubierto -dijo Claridon-. Primero el frasco de vidrio. Y ahora una puerta. Esa iglesia estaba llena de maravillas.
– ¿Adónde conducía la puerta? -quiso saber Stephanie.
– Ésa es la parte interesante. Lars nunca me lo contó todo. Pero después de leer su diario, ahora lo entiendo.
Saunière quitó la última de las piedras de la puerta de hierro del suelo. Las puertas de la iglesia estaban cerradas, y el sol hacía horas que se había puesto. Durante todo el día no había dejado de pensar en lo que yacía bajo aquella puerta, pero no había dicho ni una palabra de ello a los obreros, limitándose a darles las gracias por su trabajo y explicando que tenía intención de tomarse unos días de descanso, de manera que no haría falta que regresaran hasta la semana siguiente. Ni siquiera le había contado a su preciosa amante lo que había hallado, mencionando sólo que después de la cena quería inspeccionar la iglesia antes de irse a la cama. La lluvia ahora acribillaba el tejado.
A la luz de la lámpara de petróleo, calculó que la puerta de hierro tendría poco más de noventa centímetros de longitud y unos cuarenta y cinco de ancho. Se encontraba a nivel del suelo, y no tenía cerradura. Afortunadamente, su marco era de piedra, pero le preocupaban las bisagras, por lo que había traído un recipiente de aceite de lámpara. No era el mejor de los lubricantes, pero era todo lo que había podido encontrar en tan poco tiempo.
Mojó las bisagras con aceite y confió en que la adherencia producida por el paso del tiempo se aflojaría. Metió entonces la punta de una barra de hierro bajo uno de los bordes de la puerta e hizo palanca hacia arriba.
Ningún movimiento.
Presionó con más fuerza.
Las bisagras empezaron a ceder.
Movió la barra, trabajando el oxidado metal, y luego aplicó más aceite. Al cabo de varios intentos las bisagras gimieron y la puerta pivotó, abriéndose y quedándose fija, apuntando hacia el techo.
Encendió la linterna y la dirigió hacia la húmeda abertura.
Una estrecha escalera bajaba unos cuatro o cinco metros hasta un basto suelo de piedra.
Sintió que una oleada de excitación corría por su cuerpo. Había oído leyendas de otros curas sobre cosas que habían hallado. La mayor parte de ellas procedían de la Revolución, cuando los clérigos ocultaron reliquias, iconos y decoraciones a los saqueadores republicanos. Muchas de las iglesias del Languedoc fueron víctimas. Pero la de Rennes-le-Château se encontraba en un estado tal de deterioro que simplemente no había nada que saquear.
Quizás todos se habían equivocado.
Probó el escalón superior y decidió que habían sido excavados a partir de los cimientos de piedra de la iglesia. Lámpara en mano, se deslizó hacia abajo, descubriendo al frente un espacio rectangular, excavado también en la roca. Un arco dividía la sala en dos partes. Entonces descubrió los huesos. En las paredes exteriores se habían horadado unas cavidades como hornos, cada una de las cuales contenía un ocupante esquelético, junto con los restos de ropas, calzado, espadas y sudarios de entierro.
Alumbró con la linterna algunas de las tumbas cercanas y vio que cada una de ellas estaba identificada con un nombre cincelado. Todas eran de los D’Hautpoul. Las fechas iban desde el siglo xvi hasta el xviii. Contó las tumbas. En la cripta había un total de veintitrés. Sabía quiénes eran. Los señores de Rennes.
Más allá del arco central, un cofre al lado de una marmita de hierro llamó su atención.
Dio un paso adelante, con la lámpara en la mano, y quedó sorprendido al descubrir que algo reflejaba la luz. Al principio pensó que le engañaban sus ojos, pero enseguida comprendió que la visión era real.
Se inclinó.
El recipiente de hierro estaba lleno de monedas. Levantó una de ellas y vio que se trataba de monedas de oro francesas, muchas de ellas con una fecha: 1768. Ignoraba su valor, pero razonó que debía de ser considerable. Era difícil decir cuántas había en el caldero, pero cuando probó su peso descubrió que no podía mover ni un milímetro el recipiente.
Alargó la mano hacia el cofre, y vio que no estaba cerrado. Levantó la tapa y descubrió que su interior estaba lleno, a un lado, de diarios encuadernados en tela, y, al otro, de algo envuelto en una especie de hule. Cuidadosamente, hurgó con el dedo y decidió que, fuera lo que fuera lo que había dentro, era pequeño, duro y numeroso. Dejó la lámpara y desdobló el pliegue superior.
La luz de nuevo captó un centelleo.
Diamantes.
Quitó el resto del hule y se quedó sin respiración. El cofre escondía un joyero.
Sin la menor duda, los saqueadores de cien años atrás habían cometido un error cuando pasaron por alto la desvencijada iglesia de Rennes-le-Château. O quizás la persona o personas que eligieron el lugar como su escondrijo habían elegido sabiamente.
– La cripta existía -dijo Claridon-. En el diario que tiene usted ahí, acabo de leer que Lars encontró un registro parroquial de los años 1694 a 1726 que habla de la cripta, pero el registro no menciona su entrada. Saunière anotó en su diario personal que había descubierto una tumba. Escribió luego en otra entrada: «El año 1891 lleva a lo más alto el fruto de aquello de lo que uno habla.» Lars siempre pensó que esa entrada era importante.
Malone aparcó el coche a un lado de la carretera y se volvió para mirar a Claridon.
– Así que ese oro y las joyas fueron la fuente de los ingresos de Saunière. ¿Fue eso lo que empleó para financiar la remodelación de la iglesia?
Claridon se rió.
– Al principio. Pero, monsieur, aún hay más cosas en la historia.
Saunière se puso de pie.
Nunca había visto tanta riqueza junta. Vaya fortuna la que había llegado a sus manos. Pero tenía que rescatarla sin despertar sospechas. Y para hacerlo así, necesitaría tiempo. Y no debía permitir que nadie descubriera la cripta.
Se inclinó, recuperó la lámpara, y decidió que bien podía empezar aquella misma noche. Sacaría el oro y las joyas, ocultando ambas cosas en la casa parroquial. Cómo convertir aquello en moneda útil, podía decidirlo más tarde. Se retiró hacia la escalera, echando otra mirada a su alrededor mientras caminaba.
Una de las tumbas llamó su atención.
Se acercó y vio que el nicho contenía a una mujer. Sus vestiduras de entierro habían desaparecido prácticamente; sólo quedaban huesos y el cráneo. Acercó la lámpara y leyó la inscripción que había debajo:
Marie d’Hautpoul de Blanchefort
Estaba familiarizado con el personaje de la condesa. Era la última de los herederos D’Hautpoul. Cuando murió, en 1781, el control, tanto del pueblo como de las tierras de los alrededores, escapó de las manos de su familia. La Revolución, que llegó sólo ocho años más tarde, suprimió para siempre toda la propiedad aristocrática.
Pero había un problema.
Regresó rápidamente al nivel del suelo. Una vez fuera, cerró las puertas de la iglesia y, a través de una cegadora lluvia, dio la vuelta apresuradamente al edificio hasta el recinto parroquial y caminó entre las tumbas, cuyas lápidas parecían nadar en la viviente negrura.
Se detuvo ante una que buscaba y se inclinó.
Al brillo de la lámpara, leyó la inscripción.
– Marie d’Hautpoul estaba también enterrada fuera -dijo Claridon.
– ¿Dos tumbas para la misma mujer?
– Al parecer, pero su cuerpo estaba realmente en la cripta.
Malone recordó lo que Stephanie había dicho el día anterior sobre Saunière y su amante, que toquetearon las tumbas del cementerio, y luego arrancaron la inscripción de la lápida de la condesa.
– De manera que Saunière abrió la tumba del cementerio.
– Eso fue lo que Lars pensó.
– ¿Y estaba vacía?
– De nuevo, no lo sabremos nunca, pero Lars creía que ése era el caso. Y al parecer la historia apoyaría su conclusión. Una mujer de la categoría de la condesa jamás habría sido simplemente enterrada. La habrían dejado en la cripta, que es realmente donde fue hallado el cuerpo. La tumba de fuera era algo diferente.
– La lápida sepulcral era un mensaje -dijo Stephanie-. Eso lo sabemos. Por ello, el libro de Eugène Stüblein es tan importante.
– Pero si no conocías la historia de la cripta, la tumba del cementerio no despertaría tanto interés. Un monumento conmemorativo más, junto con todos los otros. El abate Bigou era listo. Ocultó su mensaje a la vista de todo el mundo.
– ¿Y Saunière lo descubrió? -preguntó Malone.
– Lars lo creía así.
Malone se volvió hacia delante y puso en marcha el vehículo para volver a la carretera. Recorrieron el último tramo de autopista, y luego torcieron al oeste y cruzaron las rápidas aguas del Ródano. Al frente se encontraban las fortificadas murallas de Aviñón, con el palacio papal alzándose en lo alto. Malone se apartó del concurrido bulevar y entró en el casco antiguo, pasando ante la plaza del mercado que albergaba la feria de libros que habían visitado. Tomó por un camino sinuoso que llevaba al palacio y aparcó en el mismo garaje subterráneo.
– Tengo una pregunta estúpida -dijo Malone-.¿Por qué simplemente alguien no cava bajo la iglesia de Rennes, o utiliza un radar de tierra para verificar la cripta?
– Las autoridades locales no lo permitirán. Piense en ello, monsieur. Si no hay nada ahí, ¿qué pasaría con la mística? Rennes vive de la leyenda de Saunière. Todo el Languedoc se beneficia de ello. Lo último que la gente desea es la prueba de que no hay nada. Se aprovechan del mito.
Malone buscó bajo el asiento y recuperó el arma que le había cogido a su perseguidor la noche pasada. Comprobó el cargador. Quedaban tres balas.
– ¿Es necesario eso? -preguntó Claridon.
– Me siento mucho mejor con ella.
Abrió la puerta y bajó, metiéndose el arma bajo la chaqueta.
– ¿Por qué tenemos que entrar en el Palacio de los Papas? -preguntó Stephanie.
– Ahí es donde está la información.
– ¿Le importaría explicarse?
Claridon abrió su puerta.
– Vengan y se lo mostraré.
Lavelanet, Francia
7:00 pm
El senescal detuvo el coche en el centro del pueblo. Él y Geoffrey habían estado viajando hacia el norte por una serpenteante carretera durante las últimas cinco horas. Deliberadamente habían pasado de largo las poblaciones más grandes de Foix, Quillan y Limoux, decidiendo en su lugar detenerse en una aldea, acurrucada en una protegida hondonada, donde parecían aventurarse pocos turistas.
Después de escapar de la cámara del maestre, salieron a través de los pasajes secretos próximos a la cocina principal, cuya puerta había sido inteligentemente escondida dentro de una pared de ladrillo. Geoffrey había explicado que el maestre le enseñó las rutas usadas durante siglos para escapar. Aunque, los últimos cien años, sólo habían sido conocidas por los maestres, y raras veces utilizadas.
Una vez fuera, rápidamente encontraron el garaje y se apropiaron de uno de los coches de la abadía, saliendo por la puerta principal antes de que los hermanos asignados al parque móvil regresaran de las plegarias del mediodía. Con De Roquefort inconsciente en sus aposentos y los suyos esperando que alguien abriera la cerrada puerta, se habían procurado una sólida ventaja.
– Ya es hora de que hablemos -dijo el senescal, indicando con su tono que no iba a haber más dilaciones.
– Estoy preparado.
Salieron del coche y se dirigieron a un café, donde una clientela de edad llenaba las mesas exteriores cobijadas por imponentes olmos. Sus hábitos de monje habían desaparecido, reemplazados por una ropa comprada una hora antes en una parada rápida. Apareció un camarero y pidieron. La tarde era cálida y agradable.
– ¿Te das cuenta de lo que hemos hecho? -preguntó-. Disparamos contra dos hermanos.
– El maestre ya me dijo que la violencia sería inevitable.
– Sé de dónde escapamos corriendo, pero ¿Adónde vamos corriendo?
Geoffrey buscó en su bolsillo y sacó el sobre que había mostrado a De Roquefort.
– El maestre me dijo que le diera eso a usted una vez que estuviéramos libres.
El senescal recogió el sobre y lo rasgó con una mezcla de anhelo e inquietud.
Hijo mío, y en muchos sentidos te consideraba así, sabía que De Roquefort te vencería en el cónclave, pero era importante que lo desafiaras. Los hermanos lo recordarán cuando llegue tu verdadero momento. Por ahora, tu destino está en otra parte. El hermano Geoffrey será tu compañero.
Confío en que antes de dejar la abadía hayas puesto a buen recaudo los dos volúmenes que han llamado tu atención los últimos años. Sí, me di cuenta de tu interés. Yo también los leí hace mucho tiempo. El robo de la propiedad de la orden es un serio quebrantamiento de la regla; pero no lo consideremos un robo, sino simplemente un préstamo, pues estoy seguro de que devolverás ambos libros. La información que contienen, junto con lo que ya sabes, es sumamente poderosa. Por desgracia, el rompecabezas no se resuelve solamente con ella. El enigma es más complicado, y eso es lo que tú debes descubrir ahora. Contrariamente a lo que podrías pensar, yo desconozco la respuesta. Pero no se puede permitir que De Roquefort obtenga el Gran Legado. Él sabe mucho, incluyendo todo lo que tú has conseguido extraer de nuestros registros, de manera que no subestimes su resolución.
Era vital que dejaras los confines de nuestra vida conventual. Te aguardan muchas cosas. Aunque yo escribo estas palabras durante las últimas semanas de mi vida, tan sólo puedo suponer que tu marcha no estará exenta de violencia. Haz lo que sea necesario para completar tu búsqueda. Los maestres han dejado durante siglos consejos a sus sucesores, incluyendo a mi predecesor. De todos, sólo tú posees el número necesario de piezas para completar el rompecabezas. Me habría gustado realizar este objetivo contigo antes de morir, pero no podía ser. De Roquefort nunca hubiera permitido nuestro éxito. Con la ayuda del hermano Geoffrey, ahora puedes triunfar. Te deseo la mejor de las suertes. Cuida de ti mismo y de Geoffrey. Sé paciente con el muchacho, porque hace solamente lo que yo le obligué por juramento.
El senescal levantó la mirada hacia Geoffrey y quiso saber.
– ¿Qué edad tienes?
– Veintinueve.
– Soportas mucha responsabilidad para ser tan joven.
– Me asusté cuando el maestre me dijo lo que esperaba de mí. No deseaba esta responsabilidad.
– ¿Por qué no me lo dijo él a mí directamente?
Geoffrey no respondió de inmediato.
– El maestre dijo que usted suele retirarse frente a la controversia y huye de la confrontación. No se conoce usted a sí mismo, hasta ahora, completamente.
Le escoció el reproche, pero la mirada de verdad e inocencia de Geoffrey imprimía gran énfasis a sus palabras. Y éstas eran ciertas. Nunca había sido alguien que buscara pelea, y había evitado todas las que había podido.
Pero esta vez no.
Se había enfrentado a De Roquefort, y le habría disparado mortalmente si el francés no hubiera reaccionado con rapidez. Esta vez tenía pensado luchar. Se aclaró la garganta de emoción y preguntó:
– ¿Qué se espera que haga?
Geoffrey sonrió.
– Primero, comeremos. Estoy hambriento.
El senescal sonrió.
– ¿Y luego qué?
– Sólo usted puede decírnoslo.
El senescal movió la cabeza ante la esperanza de Geoffrey. Realmente, ya había meditado su siguiente viaje hacia el norte de la abadía. Y una reconfortante decisión cobró forma cuando se dio cuenta de que había sólo un lugar adonde ir.
Aviñón
5:30 pm
Malone levantó la mirada hacia el Palacio de los Papas, que cubría buena parte del cielo. Él, Stephanie y Claridon estaban sentados a una mesa de café al aire libre en una animada plaza adyacente a la entrada principal. Procedente del cercano Ródano, un viento norteño barría la plaza -el mistral, lo llamaban los lugareños- y soplaba violentamente por toda la ciudad sin encontrar obstáculos. Malone recordó un proverbio medieval que hablaba de las pestilencias que otrora llenaron estas calles. «Ventoso Avignon; con el viento, odioso, sin el viento, venenoso.»¿Y cómo había llamado Petrarca a ese lugar? «El más apestoso de la Tierra.»
Por un folleto turístico se había enterado de que la masa de arquitectura que se alzaba ante él, a la vez palacio, fortaleza y santuario, era en realidad dos edificios… el viejo palacio construido por el papa Benedicto XII, iniciado en 1334, y el nuevo palacio levantado bajo Clemente VI, terminado en 1352. Ambos reflejaban la personalidad de sus creadores. El antiguo era una muestra de conservadurismo románico construido con poco estilo, mientras que el nuevo palacio rezumaba por todos sus poros un embellecimiento gótico. Por desgracia, ambos edificios habían sido asolados por el fuego y, durante la Revolución francesa, saqueados, sus esculturas destruidas y todos los frescos cubiertos de cal. En 1810, el palacio fue convertido en un cuartel. La ciudad de Aviñón asumió su control en 1906, pero la restauración se demoró hasta la década de 1960. Dos de sus alas eran ahora un centro de convenciones, y el resto una gran atracción turística que ofrecía solamente efímeros destellos de su antigua gloria.
– Ya es hora de entrar -dijo Claridon-. La última visita se inicia dentro de diez minutos. Tenemos que formar parte de ella.
Malone se puso de pie.
– ¿Qué vamos a hacer?
Un trueno retumbó lentamente por encima de sus cabezas.
– El abate Bigou, a quien Marie d’Hautpoul de Blanchefort le contó su gran secreto familiar, de vez en cuando visitaba el palacio y admiraba las pinturas. Eso fue antes de la Revolución, cuando aún había tantas expuestas. Lars descubrió que había una en particular que le encantaba. Cuando Lars sacó nuevamente a la luz el criptograma, también encontró una referencia a un cuadro.
– ¿Qué clase de referencia? -preguntó Malone.
– En el registro parroquial de la iglesia de Rennes-le-Château, el día en que se marchó de Francia para ir a España en 1793, el abate Bigou hizo una anotación final que decía… «En lisant les Règles de Charité.»
Malone silenciosamente tradujo: «Leyendo las reglas de la caridad.»
– Saunière descubrió esa particular anotación y la mantuvo en secreto. Felizmente, el registro nunca fue destruido, y Lars acabó por encontrarla. Al parecer, Saunière se enteró de que Bigou había visitado Aviñón a menudo. En la época de Saunière, finales del siglo xix, el palacio era ya sólo una concha vacía. Pero Saunière pudo fácilmente haber descubierto que había habido aquí un cuadro en la época de Bigou, Leyendo las reglas de la caridad, de Juan de Valdés Leal.
– Supongo que el cuadro seguirá dentro, ¿no? -preguntó Malone, mirando a través del extenso patio hacia la verja central del palacio.
Claridon negó con la cabeza.
– Hace mucho tiempo que desapareció. Destruido por el fuego hace cincuenta años.
Retumbaron más truenos.
– Entonces, ¿por qué estamos aquí? -preguntó Stephanie.
Malone arrojó unos euros sobre la mesa y desvió su mirada hacia otro café al aire libre situado un par de puertas más allá. En tanto que los demás clientes empezaban a marcharse anticipándose a la inminente tormenta, una mujer se sentó bajo un toldo y empezó a sorber una copa. La mirada de Malone se detuvo en ella sólo un instante, el suficiente para observar sus bonitos rasgos y ojos prominentes. Su piel era del color del café con leche, sus modales graciosos cuando un camarero le sirvió la comida. La había visto diez minutos antes, cuando se sentaron, y ya le había intrigado.
Ahora venía la prueba.
Agarró una servilleta de papel de la mesa, hizo una pelota y se la metió en el puño cerrado.
– En ese manuscrito no publicado -estaba diciendo Claridon-, el que le conté a usted que Noël Corbu escribió sobre Saunière y Rennes, que Lars encontró, Corbu hablaba sobre el cuadro y sabía que Bigou se refería a él en el registro parroquial. Corbu señaló también que una litografía del cuadro seguía en los archivos del palacio. Él la había visto. La semana previa a su muerte, Lars finalmente se enteró de dónde estaba en los archivos. Íbamos a entrar a echar una mirada, pero Lars jamás regresó a Aviñón.
– ¿Y no le dijo a usted dónde? -preguntó Malone.
– No, monsieur.
– No hay ninguna mención en el diario sobre el cuadro -dijo Malone-. Lo he leído de arriba abajo. Ni una palabra sobre Aviñón.
– Si Lars no le dijo a usted dónde está la litografía, ¿por qué vamos a entrar? -preguntó Stephanie-. No sabrá usted dónde mirar.
– Pero su hijo sí, el día antes de morir. Él y yo íbamos a entrar en el palacio a echar una mirada cuando regresara de las montañas. Pero, madame, como usted sabe…
– Él nunca volvió tampoco.
Malone observó que Stephanie contenía sus emociones. Era buena, pero no tanto.
– ¿Por qué no fue usted?
– Pensé que seguir vivo era más importante. De manera que me retiré al asilo.
– El muchacho murió en el alud -dejó claro Malone-. No fue asesinado.
– Eso no lo sabe usted. De hecho -dijo Claridon-, no sabe usted nada. -Paseó su mirada por la plaza-. Tenemos que darnos prisa. Son estrictos con la última visita. La mayor parte de los empleados son antiguos residentes de la ciudad. Muchos son voluntarios. Cierran las puertas puntualmente a las siete. No hay sistemas de seguridad o alarmas dentro del palacio. Nada de auténtico valor se exhibe ya, y además, los muros mismos son su mayor seguridad. Nos iremos separando del grupo y esperaremos hasta que todo esté tranquilo.
Echaron a andar.
Gotitas de lluvia cayeron sobre el cuero cabelludo de Malone. Dando la espalda a la mujer, que debía de estar aún sentada a cien metros de distancia, comiendo, abrió la mano y dejó que el mistral barriera la servilleta hecha una bola. Se retorció y fingió correr tras el papel perdido bailando a través de los adoquines. Cuando recuperó el supuestamente extraviado trozo de papel, miró de reojo hacia el café.
La mujer ya no estaba sentada a su mesa.
Se dirigía a grandes zancadas al palacio.
De Roquefort bajó los prismáticos. Se encontraba de pie en el Rocher des Doms, el más pintoresco lugar de Aviñón. Los hombres habían ocupado esa cima desde el neolítico. En tiempos de la ocupación papal, el gran afloramiento rocoso servía de amortiguador natural para el omnipresente mistral. Hoy en día en la cumbre de la colina, que estaba situada directamente al lado del palacio papal, había un parque con estanques, fuentes, estatuas y grutas. La vista era magnífica. Él había ido allí muchas veces cuando trabajaba en el cercano seminario, en su época previa a la orden.
Colinas y valles se extendían al oeste y al sur. Abajo, las aguas del Ródano se abrían paso impetuosamente bajo el famoso Pont St. Bénézet que antaño dividía el río en dos partes y conducía de la ciudad del papa a la del rey, al otro lado. Cuando, en 1226, Aviñón se puso de parte del conde de Toulouse contra Luis VIII durante la Cruzada Albigense, el rey francés destruyó por completo el puente. Con el tiempo se llevó a cabo la reconstrucción, y De Roquefort imaginó el siglo xiv cuando los cardenales lo cruzaron con sus mulas hasta sus palacios rurales de Villeneuve-les-Avignon. En el siglo xvi, lluvias e inundaciones habían vuelto a reducir el restaurado puente a cuatro tramos, que nunca fueron nuevamente extendidos hasta el otro lado, de manera que la estructura seguía incompleta. Otro fracaso de la voluntad en Aviñón, siempre había pensado él. Un lugar que parecía destinado a triunfar sólo a medias.
– Han entrado en el palacio -le dijo al hermano que se encontraba a su lado. Consultó su reloj. Casi las seis de la tarde-. Cierran a las siete.
Se llevó nuevamente los gemelos a los ojos, y miró hacia abajo, a unos cuatrocientos cincuenta metros, hasta la plaza. Habían viajado hacia el norte desde la abadía y llegaron cuarenta minutos antes. El chivato electrónico del coche de Malone había funcionado revelando un viaje a Villeneuve-les-Avignon, y luego vuelta a Aviñón. Al parecer, habían ido a recoger a Claridon.
De Roquefort había subido por el pasaje bordeado de árboles desde el palacio papal y decidió esperar allí, en la cumbre, que ofrecía una perfecta vista del casco antiguo. La fortuna le había sonreído cuando Stephanie Nelle y sus dos compañeros salieron del aparcamiento subterráneo directamente debajo, y luego tomaron asiento en un café al aire libre.
Bajó los gemelos.
El mistral le azotó con fuerza. El viento del septentrión aullaba barriendo las orillas, encrespando el río, empujando unas nubes tormentosas que se deslizaban vertiginosamente por el cielo aún más cerca.
– Al parecer tienen intención de quedarse en el palacio después de cerrar. Lars Nelle y Claridon hicieron eso una vez también. ¿Tenemos aún una llave de la puerta?
– Nuestro hermano en la ciudad conserva una para nosotros.
– Recupérala.
Mucho tiempo atrás se había asegurado una manera de entrar en el palacio a través de la catedral fuera de horas. Los archivos del interior habían despertado el interés de Lars, de manera que habían despertado el de De Roquefort. Por dos veces había enviado a unos hermanos a deslizarse allí durante la noche, tratando de averiguar lo que había atraído a Lars Nelle. Pero el volumen del material era apabullante y nada se pudo descubrir. Tal vez esta noche sabría algo más.
Volvió a aplicar su vista a las lentes. El papel se deslizó de los dedos de Malone, y él vio al abogado persiguiéndolo.
Entonces sus tres blancos se perdieron de vista.
9:00 pm
Malone sintió que una extraña sensación le recorría el cuerpo mientras paseaba por aquellas salas desnudas. A mitad del recorrido, durante la visita al palacio, se habían escabullido y Claridon los había conducido a un piso superior. Allí esperaron en una torre, tras una puerta cerrada, hasta las ocho y media, cuando la mayor parte de las luces interiores fueron apagadas y no se percibía ningún movimiento. Claridon parecía conocer el procedimiento, y estaba encantado de que la rutina del personal siguiera siendo la misma después de cinco años.
El laberinto de dispersos corredores, largos pasajes y salas vacías aparecía ahora iluminado sólo por aisladas fuentes de débil luz. Malone tan sólo podía imaginar cómo fueron antaño cuando estaban iluminados, sus paredes mostrando suntuosos frescos y tapices, todos llenos de personajes reunidos, bien para servir, o para pedir favores, al Sumo Pontífice. Enviados del Khan, el emperador de Constantinopla, incluso el propio Petrarca y santa Catalina de Siena, la mujer que finalmente convenció al último papa de Aviñón de que regresara a Roma, todos habían venido. La historia estaba profundamente arraigada allí, aunque solamente subsistían sus restos.
Fuera, la tormenta se había desatado finalmente y la lluvia empapaba el tejado con violencia, mientras los truenos hacían temblar los ventanales.
– Este palacio fue antaño tan grande como el Vaticano -susurró Claridon-. Todo ha desaparecido. Destruido por la ignorancia y la codicia.
Malone no estaba de acuerdo.
– Algunos dirían quizás que la ignorancia y la codicia fueron las causantes de su construcción.
– Ah, monsieur Malone, ¿es usted un estudioso de la historia?
– He leído un poco.
– Deje que le muestre algo.
Claridon los condujo a través de unos portales a otras salas más visitadas, cada una de ellas identificada con un cartel. Se detuvieron en un cavernoso rectángulo rotulado como el Grand Tinel, una cámara rematada por un techo de paneles de madera y en forma de bóveda de cañón.
– Ésta era la sala de banquetes del papa y podía albergar a centenares de personas -dijo Claridon, su voz resonando en las paredes-. Clemente VI colgaba tela azul, tachonada de estrellas doradas, en el techo para crear un arco celestial. En el pasado los frescos adornaron las paredes. Todo fue destruido por el fuego en 1413.
– ¿Y nunca fue reemplazado? -preguntó Stephanie.
– Los papas de Aviñón se habían ido para entonces, de manera que este palacio ya no tenía mayor importancia. -Claridon se movió hacia el otro lado-. El papa comía solo, allí, en un estrado sentado en un trono, bajo un dosel engalanado con terciopelo y armiño carmesí. Los invitados se sentaban en bancos de madera alineados contra las paredes… Los cardenales al este, los demás al oeste. Mesas de caballetes formaban una «U», y la comida era servida desde el centro. Todo bastante rígido y formal.
– Muy propio de este palacio -dijo Malone-. Es como pasear por una ciudad destruida, el alma del edificio arrasada por el bombardeo. Un mundo en sí mismo.
– Que era exactamente lo que buscaban. Los reyes franceses querían a sus papas lejos de todo el mundo. Sólo ellos controlaban lo que el papa pensaba y hacía, de modo que no era necesario que su residencia estuviera en un lugar abierto. Ninguno de aquellos papas visitó jamás Roma, pues los italianos los hubieran matado nada más verlos. De manera que los siete hombres que sirvieron aquí como papas construyeron su propia fortaleza y no cuestionaron el trono francés. Debían su existencia al rey, y estaban encantados en este retiro… su Cautiverio de Aviñón, como en la época del papado llamaban a este lugar.
En la siguiente sala, el espacio se volvió más limitado. La Cámara del Ornamento era el lugar donde el papa y los cardenales se reunían en consistorios secretos.
– Aquí es también donde se ofrecía la Rosa de Oro -dijo Claridon-. Un gesto particularmente arrogante de los papas de Aviñón. El cuarto domingo de Cuaresma, el papa honraba a una persona especial, generalmente un soberano, con la ceremonia de entrega de una rosa dorada.
– ¿No lo aprueba usted? -quiso saber Stephanie.
– Cristo no tenía necesidad de rosas doradas. ¿Por qué los papas sí? Tan sólo un ejemplo más del sacrilegio que todo este lugar reflejaba. Clemente VI compró la villa entera a la reina Juana de Nápoles. Formaba parte de un trato que ella hizo para obtener la absolución de su complicidad en el asesinato de su marido. Durante un centenar de años, criminales, aventureros, falsificadores y contrabandistas escapaban todos de la justicia refugiándose aquí, con tal de que rindieran adecuado homenaje al papa.
A través de otra cámara entraron en lo que estaba rotulado como la Sala del Venado. Claridon encendió una serie de tenues luces. Malone se entretuvo en la puerta el tiempo suficiente para mirar atrás, a través de la anterior cámara, al Grand Tinel. Una sombra parpadeó en la pared, suficiente para saber que no estaban solos. Sabía quién era. Una alta, atractiva, atlética mujer… de color, como Claridon había dicho antes en el coche. La mujer que los había seguido dentro del palacio.
– … aquí es donde los palacios nuevo y viejo se unen -estaba diciendo Claridon-. El viejo, detrás de nosotros; el nuevo, después de ese portal. Éste era el estudio de Clemente VI.
Malone había leído algo en el folleto turístico sobre Clemente, un hombre que disfrutaba de cuadros y poemas, sonidos agradables, animales raros y amor cortés. Al parecer había dicho: «Mis predecesores no sabían ser papas», de manera que transformó la vieja fortaleza de Benedicto en un lujoso palacio. Un perfecto ejemplo de las necesidades materiales de Clemente que ahora lo rodeaban en forma de imágenes pintadas en las paredes carentes de ventanas. Campos, bosquecillos y arroyos, todo ello bajo un cielo azul. Hombres con redes junto a un estanque atestado de lucios. Perros de aguas británicos. Un joven noble y su halcón. Un niño subido a un árbol. Céspedes, aves, bañistas. Predominaban los verdes y castaños, pero un vestido anaranjado, un pez azul y la fruta de los árboles añadía pinceladas de vivos colores.
– Clemente hizo pintar estos frescos en 1344. Fueron encontrados bajo la cal que los soldados aplicaron cuando el palacio se convirtió en un cuartel en el siglo xix. Esta habitación explica a los papas de Aviñón, especialmente a Clemente VI. Algunos lo llamaban Clemente el Magnífico. No tenía ninguna vocación para la vida religiosa. Suspensión de penitencias, revocación de excomuniones, remisión de los pecados, incluso reducción de los años de Purgatorio, tanto para los muertos como para los vivos… Todo estaba en venta. ¿Observa usted si falta algo?
Malone miró nuevamente los frescos. Las escenas de caza constituían un evidente escapismo -gente haciendo cosas divertidas-, con una perspectiva que se elevaba y planeaba, pero nada en particular le llamó la atención.
Entonces lo descubrió de golpe.
– ¿Dónde está Dios?
– Buen ojo, monsieur. -Los brazos de Claridon barrieron la estancia-. En ninguna parte de este hogar de Clemente VI aparece un símbolo religioso. La omisión es patente. Éste es el dormitorio de un rey, no de un papa, y eso era lo que los prelados de Aviñón se consideraban. Éstos fueron los hombres que destruyeron a los templarios. Empezando en 1307 con Clemente V, que fue, junto con Felipe el Hermoso, el conspirador, y terminando con Gregorio XI en 1378, estos corruptos individuos aplastaron a esa orden. Lars siempre pensó, y yo estoy de acuerdo con él, que esta sala demuestra lo que esos hombres valían realmente.
– ¿Cree usted que los templarios sobrevivieron? -preguntó Stephanie.
– Oui. Están ahí. Los he visto. Lo que exactamente son, lo ignoro. Pero están ahí.
Malone no podía decidir si la declaración era un hecho o sólo la suposición de un hombre que veía conspiraciones donde no las había. Todo lo que sabía era que les estaba acechando una mujer que era lo bastante diestra para plantar una bala sobre una cabeza en el tronco de un árbol, desde cuarenta y cinco metros de distancia, de noche, con un viento de casi setenta kilómetros por hora. Podría incluso haber sido la persona que le salvó el pellejo en Copenhague. Y ella era real.
– Vayamos al grano -dijo Malone.
Claridon apagó la luz.
– Síganme.
Cruzaron el viejo palacio hasta el ala norte y el centro de convenciones. Un rótulo indicaba que la instalación había sido creada recientemente por la ciudad como una forma de obtener ingresos para una futura restauración. Las antiguas salas del Cónclave, Cámara del Tesorero y la Gran Bodega habían sido equipadas con un graderío, un escenario y equipo audiovisual. Siguiendo más pasadizos cruzaron por delante de efigies de otros papas de Aviñón.
Claridon finalmente se detuvo ante una sólida puerta de madera, y probó el pomo, que se abrió.
– Buen Dios. Siguen sin cerrarla por la noche.
– ¿Y por qué no? -preguntó Malone.
– No hay nada de valor aquí aparte de información, y pocos son los ladrones que están interesados en ella.
Entraron en un espacio oscuro como boca de lobo.
– Esto fue antaño la capilla de Benedicto XII, el papa que concibió y construyó la mayor parte del viejo palacio. A finales del siglo xix, ésta y la habitación de arriba fueron convertidas en los archivos de la región. El palacio guarda sus archivos aquí también.
La luz que penetraba desde el pasillo revelaba una altísima habitación llena de estanterías, fila tras fila. Éstas cubrían también las paredes exteriores, una sección amontonada encima de otra, rodeadas por una galería con barandilla. Detrás de las estanterías se alzaban ventanas de arco, sus negros paneles salpicados por una constante lluvia.
– Cuatro kilómetros de estanterías -dijo Claridon-. Una grata abundancia de información.
– Pero ¿Sabe usted dónde buscar? -preguntó Malone.
– Espero que sí.
Claridon se metió en el pasillo central. Malone y Stephanie esperaron hasta que se encendió una lámpara a unos quince metros de distancia.
– Por aquí -gritó Claridon.
Malone cerró la puerta del corredor y se preguntó cómo la mujer iba a conseguir entrar sin ser descubierta. Encabezó la marcha hacia la luz y ambos encontraron a Claridon de pie junto a una mesa de lectura.
– Por fortuna para la historia -dijo Claridon-, todos los objetos del palacio fueron inventariados a comienzos del siglo xviii. Luego, a finales del xix, se hicieron dibujos y fotografías de lo que sobrevivió a la Revolución. Lars y yo nos fuimos también familiarizando con la manera en que estaba organizada la información.
– Y usted no vino a buscar después de la muerte de Mark porque pensaba que los caballeros templarios lo matarían, ¿verdad? -preguntó Malone.
– Me doy cuenta, monsieur, de que usted no da mucho crédito a esto. Pero le aseguro que hice lo correcto. Estos registros llevan siglos aquí, de manera que me pareció que podrían seguir descansando tranquilamente algún tiempo más. Seguir vivo parecía lo más importante.
– Entonces, ¿por qué está usted aquí ahora? -preguntó Stephanie.
– Ha pasado mucho tiempo. -Claridon se apartó de la mesa-. A nuestro alrededor están los inventarios del palacio. Me llevará sólo unos minutos mirar. ¿Por qué no se sientan y me dejan ver si puedo encontrar lo que queremos? -Sacó una linterna del bolsillo-. Es del asilo. Pensé que podíamos necesitarla.
Malone se deslizó en una silla, al igual que Stephanie. Claridon desapareció en la oscuridad. Desde donde estaban sentados, se podía oír ruido, mientras el rayo de luz de la linterna bailaba a través de la bóveda encima de sus cabezas.
– Esto es lo que mi marido hacía -dijo ella con un susurro-. Esconderse en un palacio olvidado, buscando tonterías.
Malone captó una punta de mordacidad en su voz.
– Mientras nuestro matrimonio se desmoronaba. Mientras yo trabajaba veinte horas al día. Eso es lo que él hacía.
El retumbar del trueno provocó estremecimientos tanto en Malone como en la sala.
– Era importante para él -dijo Malone manteniendo también bajo el tono de su voz-. Y quizás incluso se trataba de algo realmente importante.
– ¿Como qué, Cotton?¿El tesoro? Si Saunière descubrió esas joyas en la cripta, conforme. Una suerte así visita a la gente sólo muy de tarde en tarde. Pero no hay nada más. Bigou, Saunière, Lars, Mark, Claridon. Todos unos soñadores.
– Los soñadores muchas veces han cambiado el mundo.
– Esto es una búsqueda inútil de algo que no existe.
Claridon regresó de la oscuridad y dejó sobre la mesa una mohosa carpeta, llena de manchas producidas por la humedad. En su interior había un montón, de tres centímetros de espesor, de fotografías en blanco y negro y dibujos a lápiz.
– A pocos centímetros de donde dijo Mark. A Dios gracias, los viejos que dirigían este lugar cambiaron pocas cosas con el tiempo.
– ¿Cómo lo encontró Mark? -quiso saber Stephanie.
– Buscaba pistas durante los fines de semana. No dedicaba tanto tiempo a ello como su padre, pero venía a la casa de Rennes a menudo, y él y yo nos tomábamos un ligero interés en la búsqueda. En la universidad de Toulouse tropezó con cierta información sobre los archivos de Aviñón. Ató cabos, y aquí tenemos la respuesta.
Malone esparció el contenido por la mesa.
– ¿Qué estamos buscando?
– Yo nunca he visto el cuadro. Sólo cabe esperar que esté identificado.
Empezaron a seleccionar las imágenes.
– Ahí -dijo Claridon, con excitación en su voz.
Malone concentró su atención en una de las litografías, un dibujo en blanco y negro, amarilleado por el tiempo, sus bordes raídos. Una anotación hecha a mano en la parte de arriba rezaba don miguel de mañana leyendo las reglas de la caridad. [6]
La imagen era la de un hombre mayor, con una pizca de barba y un bigote poco poblado, sentado a una mesa, vestido con un hábito religioso. Mostraba un elaborado emblema cosido a una manga desde el codo hasta el hombro. Su mano izquierda tocaba un libro que se sostenía verticalmente, y tenía la derecha extendida, con la palma hacia arriba, a través de una mesa elaboradamente revestida, hacia un hombrecillo con hábito de monje sentado en un taburete bajo, y que se llevaba los dedos a los labios, indicando silencio. Un libro abierto descansaba en el regazo del hombrecillo. El suelo, que se extendía de un lado a otro, estaba dispuesto a cuadros, como un tablero de ajedrez, y en el taburete donde se sentaba el individuo aparecía escrito:
ACABOCE A°
de 1687
– Sumamente curioso -murmuró Claridon-. Miren aquí.
Malone siguió el dedo de Claridon y estudió la parte superior izquierda del dibujo, donde, en las sombras, detrás del hombrecillo se encontraban una mesa y una estantería. Encima aparecía un cráneo humano.
– ¿Qué significa todo esto? -le preguntó Malone a Claridon.
– Caridad significa también amor. El hábito negro que lleva el hombre de la mesa es de la Orden de los Caballeros de Calatrava, una orden militar española devota de Jesucristo. Puedo deducirlo por el dibujo de la manga. Acaboce es «acabamiento». La A° podría ser una referencia a alfa y omega, la primera y última letras del alfabeto griego… el comienzo y el fin. Y el cráneo? No tengo ni idea.
Malone recordó lo que Bigou supuestamente había escrito en el archivo parroquial poco antes de huir de Francia en dirección a España. Leyendo las reglas de la caridad.
– ¿Qué reglas hemos de leer?
Claridon estudió el dibujo bajo la débil luz.
– Observe algo sobre el hombrecillo del taburete. Mire su calzado. Sus pies están plantados sobre cuadros negros en el suelo, en diagonal uno con otro.
– El suelo parece un tablero de ajedrez -observó Stephanie.
– Y el alfil se mueve en diagonal, como indican los pies.
– ¿Así que el hombrecillo es un alfil? -preguntó Stephanie.
– No -dijo Malone, comprendiendo-. En el ajedrez francés, el alfil es el Bufón (Fou).
– ¿Es usted un aficionado al juego?
– He jugado un poco.
Claridon dejó descansar su dedo encima del hombrecillo del taburete.
– Aquí está el Bufón Sabio que aparentemente tiene un secreto que trata del alfa y la omega.
Malone comprendió.
– Cristo ha sido llamado así.
– Oui. Y cuando añade usted acaboce, tenemos «acabamiento de alfa y omega». Consumación de Cristo.
– Pero ¿Qué significa eso? -preguntó Stephanie.
– Madame, ¿podría ver el libro de Stüblein?
Ella buscó el volumen y se lo tendió a Claridon.
– Echemos otra ojeada a la lápida sepulcral. Ésta y el cuadro están relacionados. Recuerde, fue el abate Bigou el que dejó ambas pistas.
Dejó el libro abierto sobre la mesa.
– Tiene usted que conocer la historia para comprender esta lápida. La familia D’Hautpoul se remonta a la Francia del siglo xii. Marie se casó con François d’Hautpoul, el último señor feudal, en 1732. Uno de los antepasados de D’Hautpoul redactó un testamento en 1644, que registró debidamente y depositó en un notario de Espéraza. Cuando el antepasado murió, sin embargo, ese testamento no fue hallado. Luego, más de cien años después de su muerte, el perdido testamento apareció repentinamente. Cuando François d’Hautpoul fue a buscarlo, se le dijo por parte del notario que «no sería prudente deshacerse de un documento tan importante». François murió en 1753, y en 1780 el testamento fue finalmente entregado a su viuda, Marie. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Quizás porque ella era, para entonces, la única D’Hautpoul que quedaba. Pero murió un año más tarde y se dice que pasó el testamento, y la posible información que éste contenía, al abate Bigou como parte del gran secreto familiar.
– ¿Y eso fue lo que Saunière encontró en la cripta?¿Junto con las monedas de oro y las joyas?
Claridon asintió.
– Pero la cripta estaba oculta. De modo que Lars creyó que la falsa tumba de Marie en el cementerio albergaba la verdadera pista. Bigou debió de pensar que el secreto que él conocía era demasiado grande para no pasarlo. Estaba huyendo del país para no volver jamás, así que dejó un acertijo que indicaba el camino. En el coche, cuando usted me mostró por primera vez este dibujo de la lápida, se me ocurrieron muchas cosas.
Alargó la mano para coger un bloc y una pluma que descansaban en la mesa.
– Ahora sé que esta lápida está llena de información.
Malone estudió las letras y símbolos que había sobre las lápidas.
– La piedra de la derecha descansa plana sobre la tumba de Marie y no contiene el tipo de inscripción que normalmente aparece sobre las tumbas. Su lado izquierdo está escrito en latín. -Claridon escribió et in pax sobre el bloc-. Esto se traduce por «y en paz», pero está mal. Pax es el nominativo de paz y es gramaticalmente incorrecto después de la preposición in. La columna de la derecha está escrita en griego y es jerigonza. Pero he estado pensando en ello, y la solución finalmente se me ocurrió. La inscripción está realmente en latín, pero escrita en el alfabeto griego. Cuando lo conviertes en letras latinas, las E, T, I, N y A están bien. Pero la P es en realidad una R, la X se convierte en K, y…
Claridon garabateó sobre el bloc, luego escribió la traducción completa al pie:
ET IN ARCADIA EGO
– Y en Arcadia yo -dijo Malone, traduciendo del latín-. Eso no tiene sentido.
– Justamente -señaló Claridon-. Lo que nos llevaría a concluir que las palabras están ocultando alguna cosa.
Malone comprendió.
– ¿Un anagrama?
– Bastante corriente en tiempos de Bigou. A fin de cuentas, es dudoso que Bigou hubiera dejado un mensaje tan fácil de descifrar.
– ¿Y qué pasa con las palabras del centro?
Claridon las anotó en el bloc:
REDDIS REGIS CELLIS ARCIS
– Reddis significa «devolver», «restituir» algo cogido previamente. Pero también es el término latino para indicar «Rennes». Regis deriva de rex, que es «rey». Cella se refiere a un almacén. Arcis procede de arx… baluarte, fortaleza, ciudadela. De cada una puede deducirse mucho, pero juntas no tienen sentido. Está luego la flecha que conecta p-s en la parte de arriba con pre-cum. No tengo ni idea de lo que significa p-s. El pre-cum se traduce como «se ruega venir».
– ¿Y qué es ese símbolo que hay al pie? -preguntó Stephanie-. Parece un pulpo.
Claridon negó con la cabeza.
– Una araña, madame. Pero su significado se me escapa.
– ¿Y qué hay de la otra lápida? -quiso saber Malone.
– La de la izquierda se alzaba verticalmente sobre la tumba y era la más visible. Recuerde, Bigou sirvió a Marie d’Hautpoul durante muchos años. Fue extraordinariamente leal a ella y tardó varios años en encargar esta lápida, aunque casi cada línea de ella contiene un error. Los canteros de aquella época eran propensos a los errores. Pero ¿Tantos? De ninguna manera el abate hubiera permitido que quedaran así.
– ¿De manera que los errores forman parte del mensaje? -preguntó Malone.
– Así parece. Mire aquí. El nombre de ella está equivocado. Ella no era Marie de Negre d’Arles dame D’Hautpoul. Era Marie de Negri d’Ables d’Hautpoul. Muchas de las demás palabras están también equivocadas. Las letras están alzadas y caídas sin razón alguna. Pero fíjese en la fecha.
Malone estudió los números romanos:
MDCOLXXXI
– Según cabe suponer, la fecha de su muerte, 1681. Y eso sin tener en cuenta la «O», ya que no existe el cero en el sistema numérico romano, y la letra «O» no indicaba ningún número. Sin embargo, aquí aparece. Y Marie murió en 1781, no en 1681.¿Está ahí la «O» para dejar claro que Bigou sabía que la fecha estaba equivocada? Y su edad es errónea también. Tenía sesenta y ocho años, no sesenta y siete, como se señala, cuando murió.
Malone señaló el dibujo de la piedra derecha y los números romanos escritos al pie en un rincón: LIXLIXL.
– Cincuenta. Nueve. Cincuenta. Nueve. Cincuenta.
– Sumamente peculiar -dijo Claridon.
Malone volvió a mirar la litografía.
– No veo qué papel desempeña este cuadro.
– Es un rompecabezas, monsieur. Uno que no tiene una solución fácil.
– Pero la respuesta es algo que me gustaría saber -dijo una profunda voz masculina, desde la oscuridad.
Malone había estado esperando que entrara en acción la mujer, pero aquella voz no era la suya. Alargó la mano en busca de su arma.
– Quieto, Malone. Tiene armas apuntándole.
– Es el hombre de la catedral -dijo Stephanie.
– Ya le dije que nos volveríamos a encontrar. Y usted, monsieur Claridon. No resultaba muy convincente en el asilo. ¿Chiflado? Difícilmente.
Malone buscó en la oscuridad. El tamaño de la sala provocaba una confusión de ruidos. Pero distinguió unas formas humanas, de pie encima de ellos, ante la fila de estanterías, en la segunda pasarela de madera.
Contó cuatro.
– Estoy, sin embargo, impresionado por su conocimiento, monsieur Claridon. Sus deducciones sobre la lápida sepulcral parecen lógicas. Siempre creí que había mucho que aprender de esas inscripciones. Yo también he estado aquí antes revolviendo estas estanterías. Un empeño bastante dificultoso. Muchas cosas que explorar. Aprecio que usted haya reducido el campo. Leyendo las reglas de la caridad. ¿Quién lo hubiera pensado?
Claridon se santiguó y Malone percibió miedo en los ojos del hombre.
– Que Dios nos proteja.
– Vamos, monsieur Claridon -dijo la voz incorpórea-.¿Tenemos que involucrar al Cielo?
– Ustedes son sus guerreros. -La voz de Claridon temblaba.
– ¿Y qué le lleva usted a esa conclusión?
– ¿Quiénes, si no, podrían ser?
– Tal vez somos la policía. No. Usted no se creería eso. Quizás somos aventureros (buscadores) como usted. Pero no. Así que digamos, en aras de la simplicidad, que somos sus guerreros. ¿Cómo pueden ustedes tres ayudar a nuestra causa?
Nadie le respondió.
– La señora Nelle posee el diario de su marido y el libro de la subasta. Ella contribuirá con eso.
– Que le jodan -escupió la mujer.
Una detonación sorda, como un globo que estallase, resonó por encima de la lluvia y una bala dio contra la mesa a unos pocos centímetros de Stephanie.
– Mala respuesta -dijo la voz.
– Entrégueselos -dijo Malone.
Stephanie le miró airadamente.
– La próxima bala será para usted, Stephanie.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó la voz.
– Eso es lo que yo haría.
Una risita.
– Me gusta usted, Malone. Es todo un profesional.
Stephanie buscó en su bolso y sacó el diario.
– Arrójelos hacia la puerta, entre las estanterías -ordenó la voz.
Ella hizo lo que le mandaban.
Una forma apareció y los recogió.
Malone añadió silenciosamente un hombre más a la lista. Al menos había cinco en el archivo. Sintió el peso del arma en su cintura bajo la chaqueta. Por desgracia, no había forma de sacarla antes de que al menos uno de ellos recibiera un disparo. Y sólo le quedaban tres balas en el cargador.
– Su marido, señora Nelle, consiguió reunir buena parte de los hechos, y sus deducciones en cuanto a los elementos que faltaban fueron generalmente correctas. Tenía un notable intelecto.
– ¿Detrás de qué andan ustedes? -preguntó Malone-. Yo sólo me uní a esta fiesta hace un par de días.
– Buscamos justicia, Malone.
– ¿Y era necesario atropellar a un viejo en Rennes-le-Château para conseguirla?
Pensaba que removería el barril y vería lo que salía de él.
– ¿Y quién era ése?
– Ernest Scoville. Trabajaba con Lars Nelle. Seguramente usted le conocía.
– Malone, quizás un año de retiro ha embotado un poco sus habilidades. Espero que lo hiciera usted mejor interrogando cuando trabajaba a jornada completa.
– Como ya tiene usted el diario y el libro, ¿no debería marcharse?
– Necesito esa litografía. Monsieur Claridon, por favor, sea tan amable de dársela a mi colaborador, allí, más allá de la mesa.
Claridon evidentemente no deseaba hacerlo.
Otro ruido como el de una palmada, procedente de un arma con silenciador, y una bala se introdujo en la parte superior de la mesa.
– Detesto tener que repetirme.
Malone levantó el dibujo y se lo tendió a Claridon.
– Hágalo.
La hoja fue aceptada en una mano que temblaba. Claridon dio unos breves pasos más allá de la débil luz de la lámpara. El trueno retumbó en el aire e hizo temblar las paredes. La lluvia continuaba cayendo con furia.
Entonces se oyó un ruido diferente.
Un disparo.
Y la lámpara explotó con gran aparato de chispas.
De Roquefort oyó el disparo y vio el centelleo de la boca del arma cerca de la salida del archivo. Maldita sea. Había alguien más allí.
La habitación se sumió en la oscuridad.
– Moveos -les gritó a sus hombres sobre la segunda pasarela, y confió en que supieran lo que habían de hacer.
Malone se dio cuenta de que alguien había disparado contra la luz. La mujer. Había encontrado otra manera de entrar.
Cuando la oscuridad los envolvió, agarró a Stephanie y se dejaron caer al suelo. Confiaba en que los hombres que estaban sobre él hubieran sido pillados desprevenidos del mismo modo.
Sacó el arma de debajo de su chaqueta.
Dos disparos más partieron de abajo, y las balas hicieron correr a los hombres de arriba. Pasos precipitados resonaron sobre la plataforma de madera. Él estaba más preocupado por el hombre de la planta baja, pero no había oído nada de la dirección donde le viera por última vez, y tampoco sabía nada de Claridon.
Los pasos se detuvieron.
– Sea quien sea -dijo la voz del hombre-, ¿tiene usted que interferir?
– Yo podría hace la misma pregunta -dijo la mujer en un tono lánguido.
– Esto no es asunto suyo.
– No estoy de acuerdo.
– Atacó a mis dos hermanos en Copenhague.
– Digamos que aborté su ataque.
– Habrá represalias.
– Venga y cójame.
– Detenedla -gritó el hombre.
Unas formas negras corrieron por encima de sus cabezas. Los ojos de Malone se habían adaptado a la oscuridad y distinguió una escalera en el otro extremo de la pasarela.
Tendió el arma a Stephanie.
– Quédese aquí.
– ¿Adónde va?
– A devolver un favor.
Se agachó y avanzó, abriéndose paso entre las estanterías. Esperó, y luego agarró a uno de los hombres cuando saltaba del último peldaño. El tamaño y la forma del hombre le recordó a Cazadora Roja, pero esta vez Malone estaba preparado. Metió una rodilla en el estómago del hombre, y luego con la mano abierta le golpeó la nuca.
El hombre se quedó inmóvil.
Malone trató de penetrar la oscuridad con la mirada y oyó unos pasos que corrían por unos pasillos alejados.
– No. Por favor, déjeme.
Claridon.
De Roquefort se encaminó directamente hacia la puerta que conducía fuera de los archivos. Había bajado de la pasarela y sabía que la mujer querría hacer una retirada apresurada, pero sus opciones eran limitadas. Estaban sólo la salida hacia el corredor y otra, a través de la oficina del conservador. Pero el hombre que tenía apostado allí acababa de informar por la radio que todo estaba tranquilo.
Ahora sabía que la mujer era la misma persona que había interferido en Copenhague, y probablemente la misma de la noche anterior en Rennes-le-Château. Y esa idea lo espoleaba. Tenía que averiguar su identidad.
La puerta que conducía fuera de los archivos se abrió, para cerrarse después. Bajo la cuña de luz que penetró desde el pasillo pudo distinguir dos piernas yaciendo boca abajo en el suelo entre las estanterías. Se lanzó hacia delante y descubrió a uno de sus subordinados inconsciente, con un pequeño dardo clavado en el cuello. Este hermano había sido apostado en la planta baja y había recuperado el libro, el diario y la litografía.
Que no aparecían por ninguna parte.
Maldita fuera aquella mujer.
– Haced como os he dicho -les gritó a sus hombres.
Y corrió hacia la puerta.
Malone oyó la orden lanzada por el hombre, y decidió regresar al lado de Stephanie. No tenía ni idea de lo que aquellos individuos tenían que hacer, pero suponía que eso les incluía a ellos, y no era bueno.
Se agachó y se abrió paso a través de las estanterías, hacia la mesa.
– Stephanie -susurró.
– Aquí, Cotton.
Se deslizó a su lado. Todo lo que podía oír ahora era la lluvia.
– Debe de haber otra manera de salir de aquí -murmuró ella a través de la oscuridad.
Malone la liberó del arma.
– Alguien salió por la puerta. Probablemente la mujer. Yo sólo vi una sombra. Los otros deben de haber salido después de Claridon y pasado por otra salida.
La puerta de salida volvió a abrirse.
– Ése es él, saliendo -dijo.
Se quedaron y regresaron precipitadamente a través de los archivos. En la salida, Malone vaciló, no oyó ni vio nada, y entonces fue el primero en salir.
De Roquefort divisó a la mujer corriendo a lo largo de la galería. Ella se dio la vuelta y, sin perder el paso, disparó un tiro en su dirección.
Él se lanzó al suelo, y ella desapareció por una esquina.
De Roquefort se puso de pie y salió tras ella. Antes de que la mujer le disparara, había distinguido el diario y el libro en su mano.
Tenía que ser detenida.
Malone vio a un hombre, vestido con unos pantalones negros y un jersey oscuro de cuello vuelto, pistola en mano, que doblaba una esquina a cuarenta y cinco metros de distancia.
– Esto va a resultar interesante -dijo.
Ambos echaron a correr.
De Roquefort no cejó en su persecución. La mujer estaba sin duda tratando de abandonar el palacio, y parecía conocerlo bien. Cada giro que efectuaba era el correcto. Había obtenido con habilidad lo que venía a buscar, de modo que De Roquefort tenía que suponer que su vía de escape no había sido dejada al azar.
A través de otro portal, entró en un pasillo de bóveda nervada. La mujer se encontraba ya en el otro extremo, doblando una esquina. De Roquefort trotó hacia delante y descubrió una amplia escalera de piedra que conducía abajo. La Gran Escalinata De Honor. Antaño, bordeada de frescos, interrumpida por verjas de hierro y cubierta de alfombras persas, la escalera se había prestado a la solemne majestad de las ceremonias pontificias. Ahora las contrahuellas y paredes estaban desnudas. La oscuridad al pie, situado a unos veinticinco metros de distancia, era absoluta. Sabía que abajo había unas puertas de salida que daban a un patio. Oyó los pasos de la mujer mientras ésta descendía, pero no pudo distinguir su forma.
Se limitó a disparar.
Diez tiros.
Malone oyó lo que parecía un martillo golpeando repetidamente un clavo. Un disparo silenciado tras otro.
Se acercó más lentamente a una puerta situada a tres metros de distancia.
Unas bisagras crujieron en la base de la escalera, donde reinaba una absoluta oscuridad. De Roquefort reconoció el sonido de una puerta gimiendo al abrirse. La tormenta se hizo más intensa. Aparentemente su ráfaga de disparos a ciegas había fallado. La mujer estaba saliendo del palacio. Oyó pasos detrás de él, luego habló por el micro fijado a su camiseta.
– ¿Tenéis lo que yo buscaba?
– Lo tenemos -fue la réplica a través de su auricular.
– Estoy en la Galería del Cónclave. El señor Malone y la señora Nelle están detrás de mí. Encargaos de ellos.
Bajó corriendo por la escalera.
Malone vio al hombre del jersey de cuello vuelto abandonando el cavernoso corredor que se extendía entre ellos. Pistola en mano, corrió hacia delante, seguido por Stephanie.
Tres hombres armados se materializaron en la habitación a partir de otros portales, y les bloquearon el camino.
Malone y Stephanie se detuvieron.
– Por favor, tire el arma -dijo uno de los hombres.
No había forma de que pudiera derribarlos a todos antes de que él, o Stephanie, o ambos, fueran abatidos. De manera que soltó el arma, que cayó con estrépito al suelo.
Los tres hombres se acercaron.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Stephanie.
– Estoy abierto a cualquier sugerencia.
– No hay nada que ustedes puedan hacer -dijo otro de los hombres de cabello corto.
Se quedaron inmóviles.
– Dese la vuelta -ordenó el que mandaba.
Él se quedó mirando a Stephanie. Se había encontrado en aprietos en el pasado, algunos como aquel con el que se estaban enfrentando. Aunque consiguiera dominar a uno o a dos, seguía estando el tercer hombre, y todos iban armados.
Un ruido sordo fue seguido de un grito de Stephanie y su cuerpo se desplomó en el suelo. Antes de que pudiera hacer ningún movimiento hacia ella, la nuca de Malone recibió el impacto de algo duro, y todo ante él se desvaneció.
De Roquefort siguió a su presa, que corría a través de la Place du Palais, huyendo rápidamente de la vacía plaza y siguiendo un serpenteante camino a través de las desiertas calles de Aviñón. La cálida lluvia seguía cayendo en constantes cortinas. Los cielos repentinamente se abrieron, hendidos por un inmenso relámpago que momentáneamente iluminó la bóveda de oscuridad. El trueno sacudió el aire.
Dejaron atrás los edificios y se acercaron al río.
Él sabía que, justo delante, el Pont St. Bénézet se extendía a través del Ródano. A través de la tormenta vio a la mujer recorrer un camino, que se dirigía directamente a la entrada del puente. ¿Qué estaba haciendo?¿Por qué iba allí? No importaba, tenía que seguirla. Ella poseía el resto de lo que había venido a recuperar, y no pensaba irse de Aviñón sin el libro y el diario. Sin embargo, se preguntó qué daño estaría causando la lluvia a las páginas. Tenía el cabello pegado al cuero cabelludo, y la ropa al cuerpo.
Vio un centelleo a unos diez metros de distancia, al frente, cuando la mujer disparó un tiro contra la puerta que conducía a la entrada del puente.
Y desapareció dentro del edificio.
De Roquefort corrió hacia la puerta y cuidadosamente miró dentro. Un mostrador de billetes se alzaba a su derecha. Y a su izquierda se exhibían unos recuerdos en otros mostradores. Tres tornos de entrada daban paso al puente. El incompleto tramo hacía mucho tiempo que no servía, y ahora no era más que una atracción turística.
La mujer se encontraba a una distancia de veinte metros, corriendo por el puente, encima del río.
Entonces desapareció.
El hombre se apresuró y saltó por encima de los tornos, corriendo tras ella.
Una capilla gótica se alzaba en el extremo del segundo pilón. Sabía que se trataba de la Chapelle Saint-Nicholas. Los restos de san Bénézet, que fue originalmente el responsable de la construcción del puente, estuvieron antaño preservados aquí. Pero las reliquias se perdieron durante la Revolución, y sólo quedó la capilla… Gótica en la parte superior. Románica abajo. Que era adonde la mujer había ido. Bajando por la escalera de piedra.
Otro verdoso rayo centelleó sobre su cabeza.
Se quitó la lluvia de los ojos y se detuvo en el escalón superior.
Entonces la vio.
No abajo, sino otra vez arriba, corriendo hacia el extremo del cuarto tramo, lo cual la dejaría en medio del Ródano, sin ningún lugar a donde ir, ya que los tramos que conducían al otro lado del río habían sido arrastrados por la corriente trescientos años antes. Evidentemente ella había usado la escalera para ocultarse bajo la capilla como una manera de protegerse de cualquier disparo que él hubiera querido hacer.
De Roquefort se lanzó tras ella, rodeando la capilla.
No quería disparar. La necesitaba viva. Y, más importante aún, necesitaba lo que ella llevaba. De manera que hizo un disparo a su izquierda, a sus pies.
Ella se detuvo para hacerle frente.
Él se precipitó hacia delante, con el arma levantada.
La mujer se encontraba al final del cuarto tramo, sin otra cosa que la oscuridad y el agua tras ella. El estampido del trueno resonó en el aire. El viento soplaba en violentas ráfagas. La lluvia le golpeaba el rostro con violencia.
– ¿Quién es usted? -preguntó De Roquefort.
La mujer llevaba un maillot negro ajustado que hacía juego con su negra piel. Era delgada y musculosa, su cabeza cubierta por una capucha, dejando sólo su rostro visible. Llevaba un arma en la mano izquierda, y una bolsa de plástico en la otra. Suspendió la bolsa por encima del borde.
– No vayamos tan deprisa -dijo ella.
– Podría simplemente dispararle.
– Hay dos razones por las que usted no quiere hacer eso.
– La escucho.
– Una, la bolsa se caería al río y lo que usted realmente quiere se perdería. Y dos, soy cristiana. Usted no mata a los cristianos.
– No tengo ni idea de si es usted o no cristiana.
– De manera que nos quedamos con la razón primera. Dispáreme, y los libros irán a nadar en el Ródano. La rápida corriente se los llevará muy lejos.
– Al parecer buscamos la misma cosa.
– Es usted rápido.
Su brazo se extendía encima del borde, y De Roquefort consideró dónde era mejor dispararle, pero la mujer tenía razón… la bolsa estaría ya lejos antes de que él pudiera atravesar los tres metros que los separaban.
– Parece que estamos empatados -dijo él.
– Yo no diría eso.
La mujer soltó la presa y la bolsa desapareció en la negrura. Ella utilizó entonces su momento de sorpresa para levantar el arma y disparar, pero De Roquefort giró a la izquierda y se dejó caer sobre las húmedas piedras. Cuando se sacudió la lluvia de los ojos, vio que la mujer saltaba por encima del borde. Se puso de pie y se acercó corriendo, esperando ver al agitado Ródano pasar rápidamente, pero en vez de ello, bajo él, había una plataforma de piedra, a unos dos o tres metros más abajo, parte de un pilón que sostenía el arco exterior. Vio a la mujer coger de un tirón la bolsa y desaparecer bajo el puente.
Vaciló sólo un instante, y luego saltó, aterrizando sobre sus pies. Sus tobillos, no muy fuertes a su mediana edad, se resintieron del impacto.
Oyó rugir un motor y vio salir una lancha de debajo del extremo lejano del puente a toda velocidad hacia el norte. Levantó el arma para disparar, pero un destello le indicó que ella estaba disparando también.
Se lanzó nuevamente contra el húmedo suelo.
La motora quedaba ya fuera de su alcance.
¿Quién era aquella zorra? Evidentemente, sabía lo que era él, aunque no quién era, ya que no lo había identificado. Y al parecer también comprendía el significado del libro y el diario. Y, algo más importante, conocía cada uno de sus movimientos.
Se puso de pie y avanzó hasta situarse bajo el puente, al resguardo de la lluvia, donde la lancha había estado atracada. La mujer había planeado también una huida inteligente. Se disponía a encaramarse arriba otra vez, usando una escalera de hierro fijada a la parte exterior del puente, cuando algo llamó su atención en la oscuridad.
Se inclinó.
Un libro descansaba en el empapado suelo bajo el paso superior.
Se lo llevó a los ojos, esforzándose por ver lo que contenían las húmedas páginas, y leyó una serie de palabras.
Era el diario de Lars.
La mujer lo había perdido durante su apresurada huida.
Sonrió.
Poseía ahora una parte del rompecabezas -no todo, pero quizás lo suficiente-, y sabía cómo enterarse del resto.
Malone abrió los ojos, se tocó su dolorido cuello y decidió que al parecer no había nada roto. Se masajeó los doloridos músculos con la palma abierta y movió la cabeza para sacudirse la inconsciencia. Consultó su reloj. Las once y veinte de la noche. Llevaba sin sentido aproximadamente una hora.
Stephanie yacía a un par de metros de distancia. Se arrastró hacia ella, le levantó la cabeza y suavemente la zarandeó. Ella parpadeó y trató de concentrar su mirada en él.
– Duele -murmuró ella.
– Dígamelo a mí. -Paseó su mirada por la extensa sala. Fuera, la lluvia había amainado-. Tenemos que salir de aquí.
– ¿Qué hay de nuestros amigos?
– Si quisieran matarnos, lo habrían hecho. Creo que han acabado con nosotros. Tienen el libro, el diario y a Claridon. No somos necesarios. -Descubrió el arma allí al lado y se movió-. Ahí tiene la clase de amenaza que piensan que somos.
Stephanie se frotó la cabeza.
– Esto fue una mala idea, Cotton. No debería haber reaccionado después de que me enviaran ese diario. Si no hubiera llamado a Ernest Scoville, probablemente seguiría vivo. Y no debería haberle implicado a usted.
– Creo que yo insistí. -Malone se puso lentamente de pie-. Tenemos que irnos. En algún momento, el personal de limpieza tiene que pasar por aquí. Y no me veo respondiendo a preguntas de la policía.
Ayudó a Stephanie a levantarse.
– Gracias, Cotton. Por todo. Aprecio todo lo que ha hecho usted.
– Por lo que dice, parece como si esto hubiera acabado.
– Ha acabado para mí. Sea lo que fuera lo que Lars y Mark estaban buscando, tendrá que encontrarlo otra persona. Yo me voy a casa.
– ¿Y qué hay de Claridon?
– ¿Qué podemos hacer? No tenemos ni idea de adónde lo llevaron, o dónde podría estar. Y qué diríamos a la policía?¿Los caballeros templarios han secuestrado a un interno de un asilo local? Seamos realistas. Me temo que se habrá de arreglar solo.
– Sabemos el nombre de la mujer -dijo él-. Claridon mencionó su nombre: Casiopea Vitt. Nos dijo dónde está. En Givors. Podríamos ir a verla.
– ¿Y hacer qué?¿Darle las gracias por proteger nuestro pellejo? Creo que ella va por su cuenta también, y es sumamente capaz de manejarse sola. Como ha dicho usted, ya no somos importantes.
Tenía razón.
– Tenemos que volver a casa, Cotton. No hay nada que hacer aquí, para ninguno de los dos.
De nuevo acertaba.
Encontraron un camino de salida del palacio y regresaron al coche alquilado. Después de librarse de sus perseguidores en las afueras de Rennes, Malone sabía que no habían sido seguidos hasta Aviñón, por lo que supuso que, o bien había ya algunos hombres aguardándolos en la ciudad, lo cual era improbable, o bien se había utilizado alguna especie de vigilancia electrónica. Lo que quería decir que la persecución y los disparos antes de que consiguiera enviar el Renault al barro habían sido sólo un espectáculo circense concebido para despistarlo.
Que había funcionado.
Pero ya no eran considerados jugadores de fuera cual fuese el juego que se estaba desarrollando, de manera que Malone decidió que volvería a Rennes-le-Château y pasaría la noche allí.
El viaje les llevó un par de horas y cruzaron la puerta principal del pueblo justo antes de las dos de la mañana. Un fresco viento barría la cumbre y la Vía Láctea se extendía sobre sus cabezas mientras abandonaban a pie el aparcamiento. Ni una sola luz brillaba dentro de las murallas. Las calles seguían húmedas.
Malone estaba cansado.
– Descansaremos un poco y saldremos alrededor del mediodía. Estoy seguro de que habrá algún vuelo que pueda usted coger de París a Atlanta.
Ya en la puerta, Stephanie abrió la cerradura. Dentro, Malone encendió una lámpara en el estudio, e inmediatamente descubrió una mochila arrojada sobre una silla que ni él ni Stephanie habían traído.
Echó mano del arma que llevaba en su cintura.
Un movimiento procedente del dormitorio captó su atención. Un hombre apareció en la puerta y le apuntó con una Glock.
Malone hizo lo mismo con su arma.
– ¿Quién demonios es usted?
El hombre era joven, quizás treinta y pocos años, y tenía el mismo cabello corto y robusta complexión que Malone había visto en abundancia durante los últimos días. El rostro, aunque bello, se mostraba dispuesto para el combate -los ojos eran como mármoles negros-, y manejaba el arma con seguridad. Pero Malone captó una vacilación, como si el otro no estuviera seguro de si era amigo o enemigo.
– Le he preguntado quién es usted.
– Baja el arma, Geoffrey -dijo una voz procedente del dormitorio.
– ¿Está usted seguro?
– Por favor.
El arma bajó, y Malone hizo lo mismo con la suya.
Otro hombre salió de las sombras.
Era de largos miembros, hombros cuadrados y cabello castaño muy corto. También él sostenía una pistola, y Malone tardó sólo un instante en descubrir el familiar hoyuelo, morena piel y gentiles ojos de la foto que aún descansaba sobre la mesa a su izquierda.
Notó que Stephanie se quedaba sin aliento.
– Dios del Cielo -susurró la mujer.
Él estaba estupefacto también.
De pie ante él estaba Mark Nelle.
El cuerpo de Stephanie se estremecía. Su corazón latía desaforadamente. Por un momento tuvo que decirse a sí misma que debía respirar.
Su único hijo se encontraba allí, al otro lado de la habitación.
Quería correr hacia él, decirle cuan triste se había sentido por todas sus diferencias, cuánto se alegraba de verlo. Pero sus músculos no le respondían.
– Madre -dijo Mark-, tu hijo ha regresado de la tumba.
Ella captó la frialdad de su tono e instantáneamente sintió que su corazón era todavía duro.
– ¿Dónde has estado?
– Es una larga historia.
Ni una sombra de compasión suavizaba su mirada. Ella esperó a que él se explicara, pero no decía nada.
Malone se acercó a ella, puso una mano sobre su hombro y rompió la incómoda pausa.
– ¿Por qué no se sienta?
Ella se sentía como desconectada de su vida, un confuso batiburrillo que perturbaba sus pensamientos, y le estaba costando una barbaridad controlar su ansiedad. Pero, qué diantres, ella era la jefa de una de las unidades más altamente especializadas del gobierno de Estados Unidos. Se enfrentaba a crisis diariamente. Cierto, ninguna de ellas era tan personal como la que ahora se alzaba ante ella desde el otro lado de la habitación, pero si Mark quería que su primer encuentro fuera frío, entonces que así fuera, no les daría a ninguno de ellos la satisfacción de creer que la emoción la dominaba.
De modo que se sentó y dijo:
– Conforme, Mark. Cuéntanos tu larga historia.
Mark Nelle abrió los ojos. Ya no se encontraba a dos mil quinientos metros de altitud en los Pirineos franceses, calzando botas de clavos y llevando un piolet siguiendo un accidentado rastro en busca del escondite de Bérenger Saunière. Se encontraba dentro de una habitación de piedra y madera con un ennegrecido techo de vigas. El hombre que estaba ante él era alto y demacrado, con una pelusa gris por cabello y una barba plateada tan espesa como la lana. Los ojos del hombre tenían una peculiar tonalidad violeta que no recordaba haber visto nunca anteriormente en otra persona.
– Tenga cuidado -dijo el hombre en inglés-. Aún está débil.
– ¿Dónde estoy?
– En un lugar que durante siglos ha sido seguro.
– ¿Tiene un nombre?
– Abadía des Fontaines.
– Eso está a kilómetros de distancia de donde yo me encontraba.
– Dos de mis subordinados le estaban siguiendo y le rescataron cuando la nieve empezaba a engullirlo. Me han dicho que el alud fue bastante grande.
Aún podía oír cómo la montaña se sacudió, su cima desintegrándose como una gran catedral que se derrumbara. Una cresta entera se había desmoronado sobre él y la nieve había bajado como la sangre manando de una herida abierta. El frío aún le atenazaba los huesos. Entonces recordó haber caído dando tumbos. Pero ¿Había oído bien lo dicho por el hombre que se encontraba ante él?
– ¿Hombres que me estaban siguiendo?
– Yo lo ordené. Como hice con su padre a veces, antes que con usted.
– ¿Conocía usted a mi padre?
– Sus teorías siempre me interesaron. De manera que me creí en la obligación de conocerle, tanto a él como lo que sabía.
El joven trató de incorporarse de la cama, pero sintió en el costado izquierdo un dolor como una descarga eléctrica. Hizo una mueca y se agarró el estómago.
– Tiene usted algunas costillas rotas. Yo también me rompí alguna en mi juventud. Duele mucho.
Volvió a echarse atrás.
– ¿Me trajeron aquí?
El anciano asintió con la cabeza.
– Mis hermanos están entrenados en toda clase de recursos.
Se fijó en el hábito blanco y las sandalias de cuerda.
– ¿Es un monasterio?
– Es el lugar que ha estado usted buscando.
No estaba seguro de cómo responder a eso.
– Soy el maestre de los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de Salomón. Nosotros somos los templarios. Su padre nos buscó durante décadas. Usted también nos ha buscado. Así que decidí que había llegado finalmente la hora.
– ¿De qué?
– Eso le toca a usted decidirlo. Pero espero que elija unirse a nosotros.
– ¿Y por qué haría eso?
– Su vida, lamento decirlo, está sumida en un completo caos. Echa de menos a su padre más de lo que nunca confesaría, y eso que lleva muerto ya seis largos años. Ha estado alejado de su madre, lo cual resulta más duro de lo que había imaginado. Profesionalmente es usted profesor, pero no se siente satisfecho. Ha hecho algunos intentos de reivindicar las creencias de su padre, pero no ha podido realizar muchos progresos. Por eso está usted aquí, en los Pirineos… buscando la razón por la que el abate Saunière se pasó tanto tiempo ahí cuando estaba vivo. Saunière una vez exploró la región buscando algo. Seguramente usted encontró las facturas del alquiler de carruaje y caballo entre los papeles de Saunière, que prueban lo que pagó a los vendedores locales. Resulta sorprendente, ¿no?, que un humilde cura pudiera permitirse lujos tales como un carruaje y un caballo privados.
– ¿Qué sabe usted de mi padre y mi madre?
– Sé mucho.
– ¿No esperará que me crea que es usted el maestre de los templarios?
– Veo que esa premisa sería difícil de aceptar. Yo también tuve problemas con ello cuando los hermanos me abordaron hace décadas. ¿Por qué, de momento, no nos concentramos en curar sus heridas y nos tomamos eso con calma?
– Me quedé en aquella cama durante tres semanas -dijo Mark-. Después, mis movimientos quedaron restringidos a algunas partes de la abadía, pero el maestre y yo hablábamos a menudo. Finalmente, acepté quedarme y tomar los votos.
– ¿Y por qué hiciste semejante cosa? -preguntó Stephanie.
– Seamos realistas, madre. Tú y yo llevábamos años sin hablarnos. Papá estaba muerto. El maestre tenía razón. Me encontraba en un callejón sin salida. Papá buscaba el tesoro templario, sus archivos y a los propios templarios. Una tercera parte de lo que él había estado buscando me había encontrado a mí. Quería quedarme.
Para calmar su creciente agitación, Stephanie dejó que su atención derivara hacia el hombre más joven que se encontraba detrás de Mark. Una aureola de frescor se cernía sobre él, pero Stephanie también percibió en él interés, como si estuviera escuchando algunas cosas por primera vez.
– ¿Te llamas Mark Geoffrey? -preguntó, recordando cómo le había llamado antes.
Él asintió con la cabeza.
– ¿No sabías que yo era la madre de Mark?
– Sé muy poco de los otros hermanos. Es la regla. Ningún hermano le habla de sí mismo a otro. Formamos parte de la hermandad. De dónde venimos no importa, a efectos de lo que somos ahora.
– Suena impersonal.
– Yo lo considero iluminador.
– Geoffrey te mandó un paquete -dijo Mark-. El diario de papá. ¿Lo recibiste?
– Por eso estoy aquí.
– Lo tenía conmigo el día del alud. El maestre lo guardó cuando me hice hermano. Descubrí que había desaparecido después de morir él.
– ¿Tu maestre está muerto? -preguntó Malone.
– Tenemos un nuevo líder -explicó Mark-. Pero es un demonio.
Malone describió al hombre que se había enfrentado con él y Stephanie en la catedral de Roskilde.
– Ése es Raymond de Roquefort -dijo Mark-.¿Cómo es que lo conocéis?
– Somos viejos amigos -dijo Malone, contándoles algunas de las cosas que acababan de ocurrir en Aviñón.
– Claridon es probablemente prisionero de De Roquefort -dijo Mark-. Que Dios ayude a Royce.
– Estaba aterrorizado por los templarios -dijo Malone.
– Con ése tiene motivos.
– Aún no nos has dicho por qué te quedaste en la abadía durante los pasados cinco años -dijo Stephanie.
– Lo que buscaba estaba allí. El maestre se convirtió en un padre para mí. Era un hombre bueno, gentil, lleno de compasión.
Ella captó el mensaje.
– ¿A diferencia de mí?
– Ahora no es el momento de discutir eso.
– ¿Y cuándo será un buen momento? Pensaba que habías muerto, Mark. Pero estabas recluido en una abadía, mezclándote con templarios…
– Su hijo era nuestro senescal -dijo Geoffrey-. Él y el maestre nos gobernaban bien. Fue una bendición para nuestra orden.
– ¿Era el segundo en el mando? -preguntó Malone-.¿Cómo ascendiste tan deprisa?
– El senescal es elegido por el maestre. Sólo éste decide quién está calificado -dijo Geoffrey-. Y eligió bien.
Malone sonrió.
– Tienes un devoto.
– Geoffrey es una fuente abundante de información, aunque ninguno de nosotros llegará a saber nada por él hasta que esté preparado para contárnoslo.
– ¿Te importaría explicar eso? -preguntó Malone.
Mark habló, contándoles lo que había sucedido durante las últimas cuarenta y ocho horas. Stephanie escuchaba con una mezcla de fascinación e ira. Su hijo hablaba de la hermandad con reverencia.
– Los templarios -dijo Mark- salieron de un oscuro grupo de nueve caballeros, que supuestamente protegían a los peregrinos en el camino a Tierra Santa, llegando a formar un conglomerado intercontinental compuesto por decenas de miles de hermanos repartidos por nueve mil haciendas. Reyes, reinas y papas se acobardaban ante ellos. Nadie, hasta Felipe IV en 1307, consiguió desafiarlos. ¿Sabéis por qué?
– Su capacidad militar, supongo -aventuró Malone.
Mark negó con la cabeza.
– No era la fuerza lo que les daba solidez. Era el conocimiento. Poseían una información que nadie más conocía…
Malone lanzó un suspiro.
– Mark, no nos conocemos, pero es medianoche, estoy muerto de sueño y el cuello me duele terriblemente. ¿Podrías saltarte las adivinanzas e ir al grano?
– En el tesoro de los templarios había alguna prueba que estaba relacionada con Jesucristo.
La habitación quedó en silencio, y las palabras se afianzaron.
– ¿Qué clase de prueba? -quiso saber Malone.
– Lo ignoro. Pero se llama el Gran Legado. La prueba fue hallada en Tierra Santa, bajo el Templo de Jerusalén. Había sido escondida en algún momento entre mediados del siglo primero y el año 70 después de Cristo, cuando el templo fue destruido. Fue transportado por los templarios a Francia y nuevamente ocultado, en un lugar conocido sólo por los dignatarios más elevados. Cuando Jacques de Molay, el maestre templario de la época de la Purga, fue quemado en la hoguera en 1314, la ubicación de esa prueba desapareció con él. Felipe IV trató de descubrir su paradero, pero fracasó. Papá creía que los abates Bigou y Saunière, de Rennes-le-Château, habían tenido éxito. Estaba convencido de que Saunière había localizado realmente el escondrijo templario.
– Así lo creía también el maestre -dijo Geoffrey.
– ¿Veis lo que digo? -Mark miró a su amigo-. Se dicen las palabras mágicas y tenemos información.
– El maestre dejó bien claro que Bigou y Saunière estaban en lo cierto -dijo Geoffrey.
– ¿Sobre qué? -preguntó Malone.
– No lo dijo. Sólo que tenían razón.
Mark dirigió su mirada hacia ellos.
– Al igual que usted, Malone, yo he tenido mi ración de acertijos.
– Llámame Cotton.
– Un nombre interesante. ¿Cómo se lo pusieron?
– Es una larga historia. Te la contaré en algún momento.
– Mark -intervino Stephanie-. No creerás realmente que existe ninguna prueba definitiva relacionada con Jesucristo, ¿verdad? Tu padre nunca fue tan lejos.
– ¿Y cómo lo sabías? -La pregunta contenía amargura.
– Sé que él…
– Tú no sabes nada, madre. Ése es tu problema. Nunca supiste nada de lo que papá pensaba. Tú creías que todo lo que buscaba era una fantasía, que estaba desperdiciando su talento. Nunca lo quisiste lo suficiente para dejarle ser él mismo. Pensaste que buscaba fama y el tesoro. No. Él buscaba la verdad. Cristo ha muerto. Cristo ha resucitado. Cristo volverá. Eso es lo que le interesaba.
Stephanie consiguió controlar la avalancha de sentimientos y se dijo que no debía reaccionar ante aquellos reproches.
– Papá era un académico serio. Su trabajo tenía mérito; él nunca habló abiertamente sobre lo que realmente buscaba. Cuando descubrió Rennes-le-Château en los años setenta y le contó al mundo la historia de Saunière, eso fue simplemente una manera de ganar dinero. Lo que pueda, o no, haber sucedido allí es una buena leyenda. Millones de personas disfrutaron leyéndola, independientemente de los adornos que incorporaba. Tú fuiste una de las pocas personas que no lo hizo.
– Tu padre y yo tratábamos de comunicarnos, pese a nuestras diferencias.
– ¿Cómo?¿Diciéndole que estaba desperdiciando su vida, haciendo daño a su familia?¿Diciéndole que era un fracasado?
– De acuerdo, maldita sea, me equivoqué. -Su voz era un grito-.¿Quieres que lo diga otra vez? Me equivoqué. -Se incorporó en la silla, llena de energía por una desesperada resolución-. Lo jodí todo. ¿Eso es lo que querías oír? En mi mente, tú llevas muerto cinco años. Ahora estás aquí, y todo lo que quieres de mí es que admita que estaba equivocada. Estupendo. Si pudiera decirle eso a tu padre, lo haría. Si pudiera pedirle perdón, lo haría. Pero no puedo. -Las palabras brotaban con rapidez, por la emoción, y tenía intención de decirlo todo mientras tuviera el valor-. Vine aquí para ver lo que podía hacer. Para tratar de llevar a cabo lo que fuera que Lars y tú considerabais importante. Ésa es la única razón por la que vine. Pensé que finalmente estaba haciendo lo correcto. Pero deja ya de soltarme toda esa mierda beata. Tú también la jodiste. La diferencia entre nosotros es que yo he aprendido algo durante los últimos cinco años.
Se dejó caer otra vez contra el respaldo de la silla, sintiéndose mejor, aunque sólo ligeramente. Pero comprendió que la brecha entre ellos más bien se había ensanchado, y un repentino estremecimiento recorrió su cuerpo.
– Es medianoche -dijo Malone finalmente-.¿Por qué no dormimos un poco y volvemos a enfrentarnos con todo esto dentro de unas horas?
Domingo, 25 de junio
Abadía des Fontaines
5:25 am
De Roquefort cerró de golpe la puerta a sus espaldas. El hierro produjo un tremendo ruido metálico al chocar contra el marco, como un disparo de rifle, y la cerradura encajó.
– ¿Está todo preparado? -le preguntó a uno de sus ayudantes.
– Tal como usted especificó.
Bien. Ya era hora de salirse con la suya. Empezó a caminar a grandes zancadas por el corredor subterráneo. Estaban tres pisos por debajo del nivel del suelo, en una parte de la abadía ocupada por primera vez mil años atrás. Las sucesivas construcciones habían transformado las salas que lo rodeaban en un laberinto de cámaras olvidadas, ahora utilizadas principalmente para almacenar alimentos.
Había regresado a la abadía tres horas antes con el diario de Lars Nelle y Royce Claridon. La pérdida de Pierres Gravées du Languedoc, el libro de la subasta, constituía una pesada carga en su mente. Su única esperanza era que el diario y el propio Claridon le proporcionarían las suficientes piezas que le faltaban.
Y la mujer de color… Era un buen problema.
El mundo de De Roquefort era claramente masculino. Su experiencia con las mujeres, mínima. Eran una casta diferente, de eso estaba seguro; pero la hembra con que se había enfrentado en el Pont St. Bénézet parecía casi de otro mundo. En ningún momento había mostrado ni una pizca de miedo, y se movía con la astucia de una leona. Le había atraído directamente al puente, sabiendo con exactitud cómo pensaba efectuar su huida. Su único error había sido perder el diario. Tenía que descubrir su identidad.
Pero lo primero era lo primero.
Entró en una cámara rematada por vigas de pino que no habían sido modificadas desde los tiempos de Napoleón. El centro de la habitación estaba ocupado por una larga mesa, sobre la que yacía Royce Claridon, boca arriba, brazos y piernas atados con correas a unas estacas de acero.
– Monsieur Claridon, tengo poco tiempo y mucha necesidad de usted. Su cooperación lo hará todo más sencillo.
– ¿Qué espera que diga? -Sus palabras estaban teñidas de desesperación.
– Sólo la verdad.
– Sé muy poco.
– Vamos, no empecemos con una mentira.
– No sé nada.
De Roquefort se encogió de hombros.
– Le oí en el archivo. Es usted un pozo de información.
– Todo lo que dije en Aviñón se me ocurrió entonces.
De Roquefort hizo un gesto a un hermano que se encontraba al otro lado de la habitación. El hombre se adelantó y dejó una lata abierta sobre la mesa. Con tres dedos extendidos, el hermano recogió un pegajoso pegote blanco.
De Roquefort le quitó los zapatos y los calcetines a Claridon.
Éste levantó la cabeza para ver.
– ¿Qué está haciendo?¿Qué es eso?
– Manteca.
El hermano extendió la manteca por los desnudos pies de Claridon.
– ¿Qué hace?
– Seguramente conoce usted la historia. Cuando los templarios fueron arrestados en 1307, se usaron muchos métodos para obtener confesiones. Se arrancaban los dientes y en las cuencas vacías se echaba metal fundido. Se metían astillas bajo las uñas. El calor era utilizado de maneras muy imaginativas. Una de las técnicas empleadas consistía en untar de manteca los pies y luego acercarlos a la llama. Lentamente los pies se cocían, y la piel se iba desprendiendo como carne de un filete. Muchos hermanos sucumbieron a esa tortura. Incluso Jacques de Molay fue víctima de ella.
El hermano terminó con la manteca y se retiró de la habitación.
– En nuestras Crónicas, aparece el informe de un templario que, después de ser sometido a la tortura de los pies ardientes y confesar, fue trasladado ante sus inquisidores agarrando una bolsa que contenía los ennegrecidos huesos de sus pies. Se le permitió conservarlos como un recuerdo de su sufrimiento. Muy amable por parte de sus inquisidores, ¿no?
Se acercó a un brasero de carbón que ardía en un rincón. Había ordenado que lo prepararan una hora antes y sus brasas estaban ahora al rojo vivo.
– Supongo que pensaría usted que ese fuego era para calentar la cámara. Bajo el suelo, hace frío aquí, en las montañas. Pero hice preparar este fuego justamente para usted.
Hizo rodar el carrito con el brasero hasta situarlo a un metro de distancia de los desnudos pies de Claridon.
– La idea, me han dicho, es que el calor sea flojo y constante. No intenso… eso vaporizaría la grasa demasiado rápidamente. Igual que con un bistec, una llama lenta funciona mejor.
Los ojos de Claridon estaban abiertos de par en par.
– Cuando mis hermanos fueron torturados en el siglo xiv, se pensaba que Dios fortificaría al inocente para que pudiera soportar el dolor, de modo que sólo el culpable realmente confesaría. Del mismo modo (y de forma bastante conveniente, podría añadir) no se podía uno retractar de cualquier confesión extraída gracias a la tortura. Por lo que, cuando una persona había confesado, ahí se acababa el asunto.
Empujó el brasero hasta unos treinta centímetros de la desnuda piel.
Claridon lanzó un grito.
– ¿Tan pronto, monsieur? Aún no ha ocurrido nada. ¿No tiene usted ninguna resistencia?
– ¿Qué quiere usted?
– Un montón de cosas. Pero podemos empezar con el significado de Don Miguel de Mañana leyendo las reglas de la caridad.
– Hay una clave que relaciona al abate Bigou con la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul de Blanchefort. Lars Nelle encontró un criptograma. Él pensaba que la clave para resolverlo se encontraba en el cuadro.
Claridon estaba hablando deprisa.
– Ya oí todo eso en los archivos. Quiero saber lo que usted no llegó a decir.
– No sé nada más. Por favor, mis pies se están friendo.
– Ésa es la idea -dijo De Roquefort, buscando en su hábito y sacando el diario de Lars Nelle.
– ¿Lo tiene usted? -dijo Claridon con asombro.
– ¿Por qué le sorprende tanto?
– Su viuda. Ella lo poseía.
– Ya no.
Había leído la mayor parte de las anotaciones en el viaje de vuelta de Aviñón. Pasó las páginas hasta llegar al criptograma, y las mantuvo abiertas para que Claridon las pudiera ver.
– ¿Es eso lo que Lars Nelle encontró?
– Oui. Oui.
– ¿Cuál es el mensaje?
– No lo sé. De verdad. No lo sé. ¿No puede apartar el brasero? Por favor. Se lo suplico. Los pies me duelen terriblemente.
Decidió que una muestra de compasión podría aflojar la lengua más deprisa. Retiró el carrito unos treinta centímetros.
– Gracias. Gracias. -Claridon estaba respirando deprisa.
– Siga hablando.
– Lars Nelle encontró el criptograma en un manuscrito que Noël Corbu escribió en los años sesenta.
– Nadie ha encontrado nunca ese manuscrito.
– Lars lo hizo. Fue con un cura, al cual Corbu confió las páginas antes de morir en 1968.
Él sabía de Corbu por los informes que uno de sus predecesores había registrado. Aquel mariscal también había buscado el Gran Legado.
– ¿Qué hay del criptograma?
– El cuadro fue citado también por el abate Bigou, en el archivo parroquial, poco antes de que huyera de Francia con destino a España, de manera que Lars creyó que contenía la clave del rompecabezas. Pero murió antes de descifrarlo.
De Roquefort no poseía la litografía del cuadro. La mujer lo había cogido, junto con el libro de la subasta. No obstante, aquélla podía no ser la única reproducción. Ahora que sabía dónde buscar, encontraría otra.
– ¿Y qué sabía el hijo? Mark Nelle. ¿Cuál era su conocimiento?
– No mucho. Era profesor en Toulouse. Investigaba como pasatiempo los fines de semana. Nada serio. Pero estaba buscando el escondrijo de Saunière en las montañas cuando murió en una avalancha.
– No murió allí.
– Por supuesto que sí. Hace cinco años.
De Roquefort se acercó un poco más.
– Mark Nelle ha vivido aquí, en esta abadía, durante los últimos cinco años. Lo sacaron de la nieve y lo trajeron aquí. Nuestro maestre lo adoptó y lo convirtió en nuestro senescal. Quería también que fuera nuestro siguiente maestre. Pero, gracias a mí, fracasó. Mark Nelle huyó de estas paredes esta tarde. Durante los pasados cinco años registró nuestros archivos, buscando pistas, mientras usted se ocultaba, como una cucaracha de la luz, en un asilo mental.
– Dice usted tonterías.
– Digo la verdad. Aquí es donde permaneció, mientras usted se encogía de miedo.
– A usted y a sus hermanos eran a lo que yo temía. Y Lars también les tenía miedo.
– Tenía motivos para estar asustado. Me mintió varias veces, y yo detesto el engaño. Se le dio una oportunidad de arrepentirse, pero decidió seguir con las mentiras.
– Lo colgó usted de aquel puente, ¿verdad? Siempre supe eso.
– Era un no creyente, un ateo. Me parece que usted comprende que haré lo que sea necesario para conseguir mi objetivo. Yo llevo el manto blanco. Soy el maestre de esta abadía. Casi quinientos hermanos esperan mis órdenes. Nuestra regla es clara. Una orden del maestre es como si el propio Cristo la diera, porque fue Cristo el que dijo por boca de David: «Ob auditu auris obedivit mihi.» «Me obedeció en cuanto me oyó.» Eso también debería despertar temor en su corazón.
Hizo un movimiento con el diario.
– Ahora cuénteme lo que ese rompecabezas dice.
– Lars pensaba que revelaba el lugar de lo que Saunière encontró.
Alargó la mano hacia el carro.
– Se lo aseguro, sus pies se convertirán en simples muñones si no responde a mi pregunta.
Los ojos de Claridon se desorbitaron.
– ¿Qué debo hacer para demostrar mi sinceridad? Yo sólo conozco algunas partes de la historia. Lars era así. Compartía poco. Tiene usted su diario.
Un elemento de desesperación prestaba credibilidad a las palabras.
– Sigo escuchando.
– Sé que Saunière encontró el criptograma en la iglesia de Rennes cuando estaba sustituyendo el altar. También halló una cripta donde descubrió que Marie d’Hautpoul de Blanchefort no estaba enterrada fuera en el recinto parroquial, sino debajo de la iglesia.
Había leído todo aquello en el diario, pero quería saber más.
– ¿Cómo se enteró de eso Lars Nelle?
– Halló la información sobre la cripta en viejos libros descubiertos en Monfort-Lamaury, el feudo de Simón de Montfort, que describía la iglesia de Rennes con gran detalle. Luego encontró más referencias en el manuscrito de Corbu.
De Roquefort sintió un gran desprecio al oír el nombre de Simón de Montfort… Otro oportunista del siglo xiii que mandaba la Cruzada Albigense que asoló el Languedoc en nombre de la Iglesia. De no ser por él, los templarios hubieran conseguido su propio estado autónomo, lo cual hubiera seguramente evitado su posterior caída. El único fallo en la primera existencia de la orden había sido su dependencia al poder secular. El porqué los primeros maestres se sintieron obligados a vincularse tan estrechamente con la monarquía siempre le había causado perplejidad.
– Saunière se enteró de que su predecesor, el abate Bigou, había erigido la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul. Pensaba que lo que había inscrito en ella y la referencia que Bigou dejó en los archivos de la parroquia sobre el cuadro eran claves.
– Son ridículamente patentes.
– No para una mente del siglo xviii -dijo Claridon-. La mayor parte era analfabeta entonces. De modo que los códigos más sencillos, incluso las palabras mismas, hubieran sido bastante efectivos. Y realmente lo han sido… han permanecido ocultos todo este tiempo.
Algo de las Crónicas pasó como un rayo por la mente de De Roquefort. Algo de una época posterior a la Purga. La única pista conocida sobre la ubicación del Gran Legado. «¿Cuál es el mejor lugar para esconder un guijarro?» La respuesta de pronto se hizo evidente.
– En el suelo -murmuró.
– ¿Qué ha dicho usted?
Su mente volvió bruscamente a la realidad.
– ¿Puede usted recordar lo que vio en el cuadro?
La cabeza de Claridon subía y bajaba.
– Oui. Con todo detalle.
Lo cual le daba a aquel estúpido cierto valor.
– Y también tengo el dibujo -añadió Claridon.
¿Había oído bien?
– ¿El dibujo de la lápida sepulcral?
– Las notas que tomé en el archivo. Cuando las luces se apagaron, robé el papel de la mesa.
Le gustó lo que estaba oyendo.
– ¿Dónde está?
– En mi bolsillo.
Decidió hacer un trato.
– ¿Qué me dice de una colaboración? Ambos poseemos algún conocimiento. ¿Por qué no aunar nuestros esfuerzos?
– ¿Y en qué me beneficiaría eso a mí?
– El que sus pies queden intactos sería una inmediata recompensa.
– Tiene usted razón, monsieur. Eso me gusta mucho.
De Roquefort decidió apelar a lo que sabía que el hombre deseaba.
– Buscamos el Gran Legado por razones diferentes de las suyas. Una vez que se haya encontrado, estoy seguro de que cierta remuneración monetaria puede compensarle por sus molestias. -Luego dejó su postura clara como el cristal-. Y, además, no le dejaré ir. Y si consigue escapar, lo encontraré.
– Me parece que no tengo elección.
– Usted sabe que nos lo dejaron en nuestras manos.
Claridon no dijo nada.
– Me refiero a Malone y Stephanie Nelle. No hicieron ningún esfuerzo por salvarlo. En vez de ello, se salvaron a sí mismos. Oí que usted pedía ayuda en los archivos. Ellos también lo oyeron. No hicieron nada.
Dejó que sus palabras se afianzaran, esperando que había juzgado correctamente el débil carácter del hombre.
– Juntos, monsieur Claridon, tendríamos éxito. Yo poseo el diario de Lars Nelle y tengo acceso a un archivo que usted ni se lo imagina. Usted tiene la información de la lápida y sabe cosas que yo ignoro. Ambos queremos lo mismo, así que juntos lo descubriremos.
De Roquefort agarró un cuchillo que descansaba sobre la mesa entre las estiradas piernas de Claridon y cortó las ligaduras.
– Vamos, tenemos trabajo.
Rennes-le-Château
10:40 am
Malone seguía a Mark mientras se aproximaban a la iglesia de Santa María Magdalena. Allí no se celebraban servicios religiosos durante el verano. El domingo era, al parecer, un día muy popular entre los turistas, ya que una multitud se estaba apiñando ya ante la iglesia, tomando fotos y filmando en vídeo.
– Necesitaremos una entrada -dijo Mark-. No se puede entrar en esta iglesia sin pagar.
Malone entró en la Villa Betania y esperó en una corta cola. Fuera se encontraba Mark ante un jardín vallado donde se levantaban la columna visigótica y la estatua de la Virgen de las que les había hablado Claridon. Leyó las palabras penitencia, penitencia y misión 1891, grabadas en la cara de la columna.
– Nuestra Señora de Lourdes -dijo Mark, señalando la estatua-. Saunière estaba cautivado por Lourdes, que fue la primera aparición mariana de su época. Antes que Fátima. Quería que Rennes se convirtiera en un centro de peregrinación, de modo que hizo construir este jardín y diseñó la estatua y la columna.
Malone hizo un gesto hacia la gente.
– Y realizó su deseo.
– Cierto. Pero no por la razón que él imaginaba. Estoy seguro de que ninguna de las personas que están aquí hoy sabe que la columna no es la original. Es una copia, puesta ahí hace años. El original resulta difícil de leer. El clima se cobra su tributo. Está en el museo de la casa parroquial. Lo cual ocurre también con un montón de cosas de este lugar. Poco de ello procede de la época de Saunière.
Se acercaron a la puerta principal de la iglesia. Bajo el dorado tímpano, Malone leyó las palabras terribilis est locus iste. Del Génesis. «Terrible es este lugar.» Conocía la leyenda de Jacob, que soñó con una escalera por la que subían y bajaban ángeles y, al despertar de su sueño, murmuró las palabras -Terrible es este lugar-, y luego llamó a lo que había soñado Bethel, que significa «casa de Dios». Se le ocurrió otra idea.
– Pero en el Viejo Testamento, Bethel se convierte en rival de Jerusalén como centro religioso.
– Justamente. Otra pista sutil que Saunière dejó tras de sí. Hay incluso más en el interior.
Todos habían dormido hasta tarde, y se habían levantado hacía sólo treinta minutos. Stephanie había ocupado el dormitorio de su marido, y seguía allí dentro con la puerta cerrada cuando Malone sugirió que él y Mark se dirigieran a la iglesia. Quería hablar con el joven sin que Stephanie rondara cerca, y quería darle tiempo a ella para que se calmara. Sabía que estaba buscando pelea, y más tarde o más temprano su hijo iba a tener que enfrentarse con ella. Pero creía que retrasar esta inevitable situación podía ser una buena idea. Geoffrey se había ofrecido a venir, pero Mark le dijo que no. Malone había notado que Mark Nelle quería hablar a solas con él también.
Se adentraron en el pasillo.
La iglesia era de nave única y techo alto. Un espantoso diablo esculpido, en cuclillas, vestido con una túnica verde y haciendo una mueca sonriente bajo el peso de una pila de agua bendita, los saludó.
– En realidad es el demonio Asmodeo, no el diablo -dijo Mark.
– ¿Otro mensaje?
– Parece que usted lo conoce.
– Un custodio del secreto, si no recuerdo mal.
– Recuerda bien. Mire el resto de la fuente.
Encima de la pila de agua bendita cuatro ángeles, cada uno de ellos representando una parte separada del signo de la cruz. Debajo estaba escrito par ce signe tu le vaincras. Malone tradujo del francés. «Con este signo lo vencerás.»
Conocía el significado de estas palabras.
– Eso es lo que Constantino dijo cuando luchó por primera vez con su rival Majencio. Según la historia, parece que vio una cruz sobre el sol con dichas palabras blasonadas bajo él.
– Pero hay una diferencia. -Mark señaló las esculpidas letras-. No decía «lo» en la frase original. Sólo «Con este signo vencerás».
– ¿Es importante eso?
– Mi padre descubrió una antigua leyenda judía que hablaba de cómo el rey consiguió impedir que los demonios interfirieran en la construcción del Templo de Salomón. Uno de esos demonios, Asmodeo, era controlado mediante la obligación de cargar agua… el único elemento que despreciaba. De modo que el simbolismo encaja bastante bien. Pero el «lo» de la cita fue claramente añadido por Saunière. Algunos dicen que el «lo» es simplemente una referencia al hecho de que humedeciendo un dedo en el agua bendita y haciendo la señal de la cruz, como hacen los católicos, el demonio («lo») sería vencido. Pero otros han observado la situación de la palabra en la frase francesa Par ce signe tu le vaincras. La palabra le, «lo», representa la decimotercera y decimocuarta letras. 1314.
Recordó su lectura del libro sobre los templarios.
– El año en que Jacques de Molay fue ejecutado.
– ¿Coincidencia? -dijo Mark encogiéndose de hombros.
Se habían arremolinado unas veinte personas tirando fotos y admirando la chillona imaginería, que rezumaba una alusión oculta. Algunas vidrieras, sus reflejos avivados por el brillante sol, aparecían alineadas en las paredes exteriores, y él contempló las escenas. María y Marta en Betania. María Magdalena encontrando al Cristo resucitado. La resurrección de Lázaro.
– Es como una casa encantada teológica -susurró.
– Es una forma de decirlo.
Mark se acercó al suelo ajedrezado situado ante el altar.
– La entrada de la cripta está ahí, justo ante la reja de hierro forjado, oculta mediante las baldosas. Hace unos años algunos topógrafos franceses efectuaron un estudio con radar capaz de penetrar el suelo del edificio y consiguieron hacer algunos sondeos antes de que las autoridades locales los detuvieran. Los resultados mostraban una anomalía subterránea bajo el altar que bien podía ser una cripta.
– ¿No se hicieron excavaciones?
– No hubo manera de que lo permitieran. Demasiados riesgos para la industria turística.
Sonrió.
– Es lo mismo que Claridon dijo ayer.
Se instalaron en uno de los bancos.
– Una cosa es segura -susurró Mark-. No vamos a encontrar ningún tesoro aquí. Pero Saunière utilizó esta iglesia para comunicar lo que él creía. Y por todo lo que he leído sobre ese hombre, dicho acto encaja con su descarada personalidad.
Malone observó que nada de lo que le rodeaba era sutil. La excesiva coloración y el sobredorado echaban a perder toda posible belleza. Entonces otro aspecto se puso de manifiesto. No había nada coherente. Cada expresión artística, desde las estatuas a los relieves, pasando por las vidrieras, era individual… sin relación con el tema, como si la semejanza fuera de algún modo ofensiva.
Una extraña colección de santos esotéricos le miraba desde arriba con expresiones indiferentes, como si ellos también se sintieran embarazados por sus chillones detalles. San Roque mostraba un muslo llagado. Santa Germana dejaba caer un puñado de rosas de su delantal. Santa Magdalena sostenía una vasija de extraña forma. Por más que lo intentaba, Malone no conseguía sentirse cómodo. Había estado dentro de muchas iglesias europeas y la mayor parte de ellas rezumaba un profundo sentido del tiempo y la historia. Ésta parecía tan sólo repeler.
– Saunière dirigió cada detalle de la decoración -estaba diciendo Mark-. Nada se colocaba aquí sin su aprobación. -Señaló una de las estatuas-. San Antonio de Padua. Le oramos a él cuando buscamos algo perdido.
Malone captó la ironía.
– ¿Otro mensaje?
– Evidentemente. Mire las estaciones del Vía Crucis.
Las tallas empezaban en el púlpito, siete a lo largo de la pared norte y luego otras siete en el sur. Cada una era un bajorrelieve lleno de color que describía un momento de la crucifixión de Cristo.
Su brillante pátina y sus ingenuos detalles parecían insólitos para algo tan solemne.
– Son extrañas, ¿no? -preguntó Mark-. Cuando fueron instaladas en 1887, eran corrientes para esta zona. En Rocamadour, hay una serie casi idéntica. La casa Giscard de Toulouse hizo las unas y las otras. Estas estaciones han sido interpretadas de muchas maneras. Algunos conspiradores pretenden que tienen origen masónico o son realmente alguna especie de mapa del tesoro. Nada de eso es cierto. Pero hay mensajes en ellas.
Malone se fijó en algunos de los aspectos curiosos. El muchacho negro esclavo que sostenía el cuenco para lavarse las manos de Pilatos. El velo que llevaba Pilatos. Una trompeta que se hacía sonar cuando Cristo caía cargando la cruz. Tres platos de plata sostenidos en alto. El niño que se enfrentaba a Cristo, envuelto en un manto de tela escocesa. Un soldado romano tirando los dados por las vestiduras de Cristo, los números tres, cuatro y cinco visibles en las caras.
– Mire la estación catorce -dijo Mark, haciendo un gesto hacia la pared sur.
Malone se puso de pie y anduvo hacia la parte delantera de la iglesia. Las velas parpadeaban ante el altar, y enseguida observó el bajorrelieve de debajo. Una mujer -María Magdalena, supuso- llorando, arrodillada en una gruta ante una cruz formada por dos ramas. Un cráneo descansaba en la base de la rama, e inmediatamente Malone se acordó del cráneo de la litografía que viera la noche anterior en Aviñón.
Se dio la vuelta y examinó la imagen de la última estación del Vía Crucis, la número 14, que describía el cuerpo de Cristo transportado por dos hombres en tanto tres mujeres eran presa de las lágrimas. Tras ellos se levantaba una escarpadura rocosa sobre la cual pendía una luna llena en el cielo nocturno.
– Jesús transportado a la tumba -le susurró a Mark, que se le había acercado por detrás.
– Según la ley romana, a un crucificado nunca se le permitía ser enterrado. Esa forma de ejecución estaba reservada solamente para aquellos encontrados culpables de crímenes contra el imperio. La idea era que el acusado muriera lentamente en la cruz, que la muerte tardara en llegar varios días, y todos pudieran verlo. El cuerpo era abandonado a las aves carroñeras. Sin embargo, al parecer, Pilatos concedió el cuerpo de Cristo a José de Arimatea para que pudiera ser enterrado. ¿Se ha preguntado usted alguna vez por qué?
– No. La verdad es que no.
– Otros sí lo han hecho. Cristo murió la vigilia del Sabbath. No podía, según mandaba la ley, ser inhumado después de la puesta del sol. -Mark señaló a la estación 14-. Sin embargo, Saunière colgó esta representación, que evidentemente muestra al cuerpo transportado después del crepúsculo.
Malone seguía sin comprender el significado.
– ¿Y si en vez de ser transportado a la tumba, Cristo estuviera siendo sacado de ella, después del crepúsculo?
Malone no dijo nada.
– ¿Está usted familiarizado con los Evangelios Apócrifos? -preguntó Mark.
Lo estaba. Fueron encontrados en algún lugar junto al Nilo superior en 1945. Siete operarios beduinos estaban cavando cuando tropezaron con un esqueleto humano y una urna sellada. Pensando que contenía oro, abrieron la urna a golpes y encontraron trece códices encuadernados en piel. No exactamente un libro, sino un antepasado. Los textos, de bordes raídos, escritos con claridad, lo estaban en antiguo copto, sin duda compuesto por monjes que vivieron en un cercano monasterio basiliano durante el siglo iv. Contenían cuarenta y seis antiguos manuscritos cristianos, que databan del siglo ii, habiendo sido modelados los códices en el siglo iv. Algunos se perdieron posteriormente, utilizados para encender fuego o desechados, pero en 1947 el resto fue adquirido por un museo local.
Le contó a Mark lo que sabía.
– La respuesta de por qué los monjes enterraron los códices se encuentra en la historia -dijo Mark-. En el siglo iv, Atanasio, el obispo de Alejandría, escribió una carta que fue enviada a todas las iglesias de Egipto. Decretaba que sólo los veintisiete libros contenidos dentro del recientemente formulado Nuevo Testamento podían ser considerados Escrituras. Todos los demás, libros heréticos, debían ser destruidos. Ninguno de los cuarenta y seis manuscritos de aquella urna se ajustaba. De manera que los monjes del monasterio basiliano decidieron esconder los trece códices en vez de quemarlos, quizás esperando un cambio en la cúpula de la Iglesia. Por supuesto, no tuvo lugar ningún cambio. En vez de ello, la Cristiandad romana floreció. Pero, gracias al cielo, los códices sobrevivieron. Éstos son los Evangelios Apócrifos que ahora conocemos. En uno de ellos, el de Pedro, aparece escrito: «Y mientras declaraban las cosas que habían visto, nuevamente vieron a tres hombres aparecer de la tumba, y dos de ellos sostenían a uno.»
Malone volvió a contemplar la estación 14. Dos hombres sosteniendo a uno.
– Los Evangelios Apócrifos son textos extraordinarios -dijo Mark-. Muchos eruditos dicen ahora que el Evangelio de santo Tomás, que estaba incluido en ellos, puede ser lo más próximo que tenemos de las auténticas palabras de Cristo. Los primeros cristianos estaban aterrorizados por los gnósticos. La palabra viene del griego, gnosis, que significa «conocimiento». Los gnósticos eran simplemente personas informadas, pero la emergente versión católica del cristianismo acabó eliminando todo el pensamiento y enseñanzas gnósticas.
– ¿Y los templarios mantuvieron eso vivo?
Mark asintió.
– Los Evangelios Apócrifos, y otros textos que los teólogos de hoy jamás han visto, están en la biblioteca de la abadía. Los templarios eran de amplias miras cuando se trataba de las Escrituras. Se pueden aprender un montón de cosas de esas supuestamente heréticas obras.
– ¿Y cómo sabría nada Saunière de esos Evangelios? No fueron descubiertos hasta varias décadas después de su muerte.
– Quizás tuvo acceso a una información aún mejor. Deje que le muestre algo más.
Malone siguió a Mark de nuevo a la entrada de la iglesia y salieron al pórtico. Encima de la puerta había una caja tallada en la piedra sobre la que había pintadas unas palabras.
– Lea lo que está escrito debajo -dijo Mark.
Malone se esforzó en distinguir las letras. Muchas estaban difuminadas y eran difíciles de descifrar, y todas estaban en latín:
regnum mundi et omnem ornatum saeculi contempsi,
propter amorem dominin mei Jesu Christi: quem vidi,
quem amavi, in quem credidi, quem dilexi
– Traducido, quiere decir: «He sentido desprecio hacia el reino de este mundo, y todos sus ornamentos temporales, por el amor de mi Señor Jesucristo, al cual vi, a quien amé, en quien creí y al que adoré.» A primera vista, una interesante afirmación, pero hay algunos errores evidentes. -Mark hizo un gesto con la mano-. Las palabras soeculi, amorem, quem y cremini están todas mal escritas. Saunière se gastó ciento ochenta francos por esa talla y por las letras pintadas, lo cual era una suma considerable para su época. Lo sabemos porque tenemos las facturas. Se tomó muchas molestias para diseñar esta entrada, y sin embargo permitió que quedaran los errores de ortografía. Habría sido fácil enmendarlos, ya que las letras estaban sólo pintadas.
– ¿Quizás no lo advirtió?
– ¿Saunière? Era un tipo de fuerte personalidad. Nada se le escapaba.
Mark lo apartó de la entrada cuando otra oleada de visitantes penetraba en la iglesia. Se detuvieron cerca del jardín que contenía la columna visigoda y la estatua de la Virgen.
– La inscripción que hay sobre la puerta no es bíblica. Está contenida dentro de un responsorio escrito por un hombre llámalo John Tauler, a comienzos del siglo xiv. Los responsorios eran preces o versículos que se decían entre la lectura de las escrituras, y Tauler era muy conocido en tiempos de Saunière. De manera que es posible que a Saunière simplemente le gustara la frase. Pero es bastante insólito.
Malone se mostró de acuerdo.
– Los errores ortográficos podrían arrojar alguna luz sobre el motivo por el que Saunière lo utilizó. Las palabras pintadas son quem cremini «en el cual creí», pero la palabra debería haber sido credidi; sin embargo, Saunière permitió el error. ¿Podría significar eso que no creía en Él? Y luego lo más interesante de todo. Quem vidi. «Al cual vi.»
Malone vio instantáneamente su significado.
– Lo que fuera que encontró lo condujo a Cristo. Al cual vio.
– Eso es lo que papá pensaba, y yo estoy de acuerdo. Saunière parecía incapaz de resistirse a mandar mensajes. Quería que el mundo supiera lo que él sabía, pero era casi como si se diera cuenta de que nadie de su época lo comprendería. Y estaba en lo cierto. Nadie comprendió. Hasta cuarenta años después de su muerte nadie reparó en ello. -Mark miró por encima de la antigua iglesia-. Todo el lugar está lleno de inversiones. Las estaciones del Vía Crucis cuelgan de la pared en dirección contraria a la de cualquier otra iglesia del mundo. El diablo de la puerta… es lo contrario del bien. -Luego señaló a la columna visigótica situada a unos metros de distancia-. Cabeza abajo. Observe la cruz y las tallas en su cara.
Malone estudió la cara.
– Saunière invirtió la columna antes de grabar «Misión 1891» al pie y «Penitencia, Penitencia» en la parte de arriba.
Malone observó una «V» con un círculo en su centro, en el ángulo inferior derecho. Giró la cabeza y contempló la imagen invertida.
– ¿Alfa y omega? -preguntó.
– Algunos lo piensan. Papá también.
– Otra manera de llamar a Cristo.
– Correcto.
– ¿Por qué Saunière le dio la vuelta a la columna?
– Nadie hasta el presente ha aportado una buena razón.
Mark se apartó de la exposición del jardín y dejó que otros visitantes se lanzaran sobre las pinturas para fotografiarlas. Luego encabezó el camino hacia la parte trasera de la iglesia, llegando hasta un rincón del Jardín del Calvario, donde se encontraba una pequeña gruta.
– Esto es una réplica también. Para los turistas. La Segunda Guerra Mundial se llevó consigo el original. Saunière lo construyó con rocas que traía de sus correrías. Él y su amante viajaban durante días y siempre regresaban con un capacho lleno de piedras. Extraño, ¿no le parece?
– Depende de qué otra cosa hubiera en aquel capacho.
Mark sonrió.
– Era fácil traer un poco de oro sin despertar sospechas.
– Pero Saunière parece un individuo extraño. Es posible que se dedicara sólo a acumular piedras.
– Todo el mundo que viene aquí es un poco extraño.
– ¿Eso incluye a tu padre?
Mark le miró con semblante serio.
– Ni hablar. Entregó su vida a este lugar; amaba cada centímetro cuadrado de este pueblo. Este sitio era su hogar, en todos los sentidos.
– Pero ¿No el tuyo?
– Yo traté de seguir su camino. Pero no tenía su pasión. Tal vez comprendí que todo el asunto era fútil.
– Entonces, ¿por qué te escondiste en una abadía durante cinco años?
– Necesitaba la soledad. Pero el maestre tenía planes más grandes. De manera que aquí estoy. Un fugitivo de los templarios.
– ¿Qué estabas haciendo en las montañas cuando se produjo la avalancha?
Mark no le respondió.
– Estabas haciendo lo mismo que tu madre está haciendo aquí ahora. Tratando de expiar algo. No sabías que había personas observándote.
– Gracias a Dios que lo hicieron.
– Tu madre está sufriendo.
– ¿Usted y ella trabajaban juntos?
Malone observó el intento de esquivar la cuestión.
– Durante mucho tiempo. Es mi amiga.
– Es un hueso duro de roer.
– Dímelo a mí, pero puede hacerse. Está muy dolorida. Montones de culpas y remordimientos. Ésta podría ser una segunda oportunidad para ella y tú.
– Mi madre y yo emprendimos caminos separados hace mucho tiempo. Era lo mejor para los dos.
– Entonces, ¿qué estás haciendo aquí?
– Vine a casa de mi padre.
– Y al llegar viste que las bolsas de otra persona estaban allí. Nuestros dos pasaportes habían quedado con nuestras cosas. Seguramente los encontraste. Sin embargo, te quedaste.
Mark se dio la vuelta, y Malone pensó que se trataba de un esfuerzo por ocultar una creciente confusión. Se parecía a su madre más de lo que estaba dispuesto a admitir.
– Tengo treinta y ocho años y aún me siento como un niño -dijo Mark-. He vivido los últimos cinco años dentro del resguardado capullo de una abadía, gobernada por una estricta regla. Un hombre al que consideraba mi padre fue bueno conmigo, y yo me alcé hasta un nivel de importancia que jamás había conocido.
– Sin embargo, estás aquí. En medio de Dios sabe dónde.
Mark sonreía.
– Tú y tu madre necesitáis arreglar las cuentas.
El joven parecía sombrío, preocupado.
– La mujer que usted mencionó anoche, Casiopea Vitt. Sé quién es. Ella y mi padre discutieron durante años. ¿No deberíamos encontrarla?
Malone observó que Mark evitaba responder a las preguntas haciéndolas a su vez, algo muy parecido a su madre.
– Depende. ¿Es una amenaza?
– Resulta difícil decirlo. Parecía siempre andar por ahí, y a papá no le gustaba.
– Tampoco le gusta a De Roquefort.
– Estoy seguro.
– En los archivos, anoche, ella no se identificó, y De Roquefort ignoraba su nombre. De manera que si él tiene a Claridon, entonces sabe quién es ella.
– ¿No es problema de ella, entonces? -preguntó Mark.
– Me salvó la vida dos veces. Hay que avisarla. Claridon me dijo que vivía cerca, en Givors. Tu madre y yo nos marchábamos de aquí hoy. Creíamos que esta búsqueda había terminado. Pero las cosas han cambiado. Necesito hacer una visita a Casiopea Vitt. Creo que lo mejor sería hacerlo solo, por ahora.
– Está bien. Nosotros esperaremos aquí. De momento yo tengo que hacer una visita por mi cuenta. Llevo cinco años sin presentar mis respetos a mi padre.
Y Mark se marchó dirigiéndose a la entrada del cementerio.
11:05 am
Stephanie se sirvió una taza de café caliente y ofreció más a Geoffrey, pero éste lo rechazó.
– Sólo se nos permite una taza al día -declaró el joven.
Ella se sentó a la mesa de la cocina.
– ¿Está vuestra vida entera gobernada por la regla?
– Es nuestro estilo de vida.
– Creía que el secreto era importante para la hermandad también. ¿Por qué hablas de ello tan abiertamente?
– Mi maestre, que ahora reside con el Señor, me dijo que fuera sincero con usted.
Ella estaba perpleja.
– ¿Cómo es que tu maestre me conocía?
– Seguía muy de cerca la investigación de su marido. Eso fue mucho antes de llegar yo a la abadía, pero el maestre me habló de ello. Él y su marido de usted hablaron en varias ocasiones. El maestre era el confesor de su marido.
Aquella información la sorprendió.
– ¿Lars estableció contacto con los templarios?
– Realmente fueron los templarios los que lo establecieron con él. El maestre abordó a su marido, pero si su marido sabía que él formaba parte de la orden, nunca lo reveló. Quizás creyó que decirlo podía implicar el final del contacto. Pero probablemente lo sabía.
– El maestre debió de ser un hombre muy interesante.
La cara del joven se iluminó.
– Era un hombre sabio que trataba de hacer lo mejor para la orden.
Ella recordó su defensa de Mark de horas antes.
– ¿Ayudó mi hijo en ese empeño?
– Por ello fue elegido senescal.
– ¿Y el hecho de que fuera hijo de Lars Nelle no tuvo nada que ver con esa elección?
– Sobre eso, madame, no puedo decir nada. Me enteré de quién era el senescal sólo hace unas horas. Aquí, en esta casa. De modo que no lo sé.
– ¿No sabes nada de los demás?
– Muy poco, y a algunos de nosotros eso les cuesta. Otros lo revelan en la intimidad. Pero nos pasamos la vida juntos, próximos como en una prisión. Demasiada familiaridad podría convertirse en un problema. De modo que la regla nos prohíbe cualquier clase de intimidad con nuestros compañeros. Vivimos apartados, nuestro silencio reforzado a través del servicio de Dios.
– Parece difícil.
– Es la vida que elegimos. Esta aventura…, sin embargo. -Hizo un gesto negativo con la cabeza-. Mi maestre me dijo que descubriría muchas cosas nuevas. Tenía razón.
Ella sorbió un poco más de café.
– ¿El maestre estaba seguro de que tú y yo nos encontraríamos?
– Envió el diario esperando que usted vendría. También envió una carta a Ernest Scoville, donde se incluían páginas del diario que estaban relacionadas con usted. Esperaba que eso los haría venir a los dos. Sabía que Scoville en una ocasión cuidó de usted… Se enteró de eso por su marido. Pero comprendía que sus recursos, madame, eran grandes. De manera que quería que ustedes dos, junto con el senescal y yo mismo, encontráramos el Gran Legado.
Ella recordó ese término y su explicación de antes.
– ¿Cree realmente vuestra orden que hay más cosas en la historia de Cristo… cosas que el mundo ignora?
– No he conseguido, hasta el momento, un nivel de preparación suficiente para responder a su pregunta. Se requieren muchas décadas de servicio antes de ser puesto al corriente de lo que la orden sabe realmente. Pero la muerte, al menos para mí y por lo que me han enseñado hasta ahora, parece tener un evidente carácter definitivo. Muchos miles de hermanos murieron en los campos de batalla de Tierra Santa. Ninguno de ellos jamás se levantó y anduvo.
– La Iglesia católica llamaría a eso que acabas de decir herejía.
– La Iglesia es una institución creada por hombres y gobernada por hombres. Cualquier otra cosa creada por esta institución es también la creación del hombre.
Ella decidió tentar al destino.
– ¿Qué debo hacer, Geoffrey?
– Ayudar a su hijo.
– ¿Cómo?
– Él debe completar lo que su padre comenzó. No se le puede permitir a Raymond de Roquefort que encuentre el Gran Legado. El maestre se mostró categórico en este sentido. Por eso hizo planes con antelación. Por eso fui preparado.
– Mark me detesta.
– Él la quiere.
– ¿Y cómo sabes eso?
– El maestre me lo dijo.
– Él no tenía forma de saberlo.
– Él lo sabía todo.
Geoffrey buscó en el bolsillo de su pantalón y sacó un sobre sellado.
– Me dijo que le diera esto a usted cuando lo considerara apropiado. -Le tendió el arrugado paquete, y luego se puso de pie, separándose de la mesa-. El senescal y el señor Malone han ido a la iglesia. La dejaré sola.
Ella apreció el gesto. Era imposible saber qué emociones despertaría el mensaje, de manera que aguardó hasta que Geoffrey se hubo retirado al estudio, y entonces abrió el sobre.
Señora Nelle, usted y yo somos extraños, aunque pienso que sé muchas cosas de usted, todo por Lars, el cual me contó lo que le trastornaba su propia alma. Su hijo era diferente. Mantenía su tormento dentro, compartiendo muy poco. En unas pocas ocasiones conseguí enterarme de algo, pero sus emociones no eran tan transparentes como las de su padre. Quizás heredó ese rasgo de usted, ¿no? Y no tengo intención de ser irrespetuoso. Lo que seguramente está ocurriendo en este momento es serio. Raymond de Roquefort es un hombre peligroso. Se ve empujado por una ceguera que, a través de los siglos, ha afectado a muchos de nuestra orden. Es un hombre con un solo objetivo que nubla su visión. Su hijo luchó por el liderato y perdió. Desgraciadamente, Mark no posee la resolución necesaria para finalizar sus batallas. Iniciarlas parece fácil, continuarlas más fácil aún, pero resolverlas se ha demostrado difícil Sus batallas con usted. Sus batallas con De Roquefort. Sus batallas con su conciencia. Todo le pone a prueba. Yo pensé que la reunión de ustedes dos podía resultar decisiva para ambos. De nuevo, no la conozco a usted, pero creo que la comprendo. Su marido ha muerto y muchas cosas quedaron sin resolver. Quizás esta búsqueda responda finalmente a todas sus preguntas. Le ofrezco este consejo. Confíe en su hijo, olvide el pasado, piense solamente en el futuro. Habrá recorrido buena parte del camino para conseguir la paz. Mi orden es única en toda la Cristiandad. Nuestras creencias son diferentes, y eso se debe a lo que los hermanos originales aprendieron y transmitieron. ¿Nos hace eso menos cristianos?¿O más cristianos? Ninguna de las dos cosas, en mi opinión. Hallar el Gran Legado responderá a muchas preguntas. Pero me temo que suscitará muchas más. Corresponderá a usted y a su hijo decidir qué es lo mejor si ese momento crítico llega, y confío en que lo hará, porque tengo fe en ustedes dos. Una resurrección ha tenido lugar. Ha sido ofrecida una segunda oportunidad. Los muertos han resucitado y ahora caminan entre vosotros. Haga un buen uso de este prodigio, pero una advertencia: libere su mente de los prejuicios en los que ella se ha ido instalando confortablemente. Ábrase a una concepción más vasta, y razone utilizando procedimientos más seguros. Porque solamente entonces triunfará. Que el Señor esté con usted.
Una lágrima bajaba por su mejilla. Una extraña sensación, llorar. Algo que no podía recordar desde su infancia. Había sido muy bien educada, y poseía la experiencia que ofrecían décadas de trabajar en los niveles superiores del campo de la inteligencia. Su carrera había transcurrido manejando una situación difícil tras otra. Había tomado decisiones de vida o muerte en muchas ocasiones.
Pero nada de eso se aplicaba aquí. De alguna manera había abandonado el mundo del bien y del mal, de lo correcto y lo erróneo, lo blanco y lo negro, y entrado en un reino donde sus pensamientos más íntimos eran no sólo conocidos, sino realmente comprendidos. Este maestre, un hombre con el que nunca había hablado una palabra, parecía justamente comprender su dolor.
Pero tenía razón.
El retorno de Mark era una resurrección. Un glorioso milagro con infinitas posibilidades.
– ¿La han entristecido las palabras?
Stephanie levantó la mirada. Geoffrey se encontraba de pie en el umbral. Ella se enjugó las lágrimas.
– En cierto sentido. Pero, en otro, producen felicidad.
– El maestre era así. Conocía tanto la alegría como el dolor. Pero hubo mucho dolor, sin embargo, en sus últimos días.
– ¿Cómo murió?
– El cáncer se lo llevó hace dos noches.
– ¿Lo echas de menos?
– Fui criado solo, sin el beneficio de una familia. Monjes y monjas me enseñaron las cosas de la vida. Fueron buenos conmigo, pero ninguno de ellos me quería. De modo que es difícil crecer sin el amor de un padre.
Esa confesión penetró profundamente en el corazón de Stephanie.
– El maestre mostró gran bondad conmigo, quizás incluso amor, pero sobre todo puso su confianza en mí.
– Entonces no le decepciones.
– No lo haré.
Ella hizo un gesto con el papel.
– ¿Es para que me lo guarde?
Él asintió.
– Yo he sido sólo el mensajero.
Ella recobró el dominio de sí mima.
– ¿Por qué se fueron Mark y Cotton a la iglesia?
– Yo presentí que el senescal quería hablar con el señor Malone.
Ella se levantó de la silla.
– Quizás nosotros también deberíamos…
Un golpecito sonó en la puerta principal. Stephanie se puso tensa y su mirada se dirigió rápidamente al pomo sin cerrar. Cotton y Mark simplemente habrían entrado. Stephanie vio que Geoffrey también se ponía alerta y un arma aparecía en su mano. Ella se acercó a la puerta y atisbo a través de la mirilla.
Una cara familiar le devolvió la mirada.
Royce Claridon.
De Roquefort estaba furioso. Cuatro horas antes había sido informado de que, la noche que el maestre había muerto, el sistema de seguridad de los archivos había registrado una visita a las once y cincuenta y un minutos de la noche. El senescal se había quedado dentro doce minutos, y luego había salido con dos libros. Las etiquetas de identificación fijadas a cada volumen señalaban los dos tomos como un códice del siglo xiii que él conocía bien y el informe de un mariscal archivado en la última parte del siglo xix, que él también había leído.
Al interrogar a Claridon unas horas antes, no le había informado de su familiaridad con el criptograma contenido en el diario de Lars Nelle. Pero había uno incluido en el informe del anterior mariscal, juntamente con la ubicación de dónde había sido hallado el rompecabezas… En la iglesia del abate Gélis situada en Coustausa, no lejos de Rennes-le-Château. De su lectura recordó que el mariscal había hablado con Gélis poco antes de que el cura fuera asesinado, y se enteró de que Saunière había hallado también un criptograma en su iglesia. Cuando los comparó, los dos eran idénticos. Gélis al parecer resolvió el rompecabezas, y el mariscal fue informado de los resultados, pero la solución no quedó registrada y nunca fue hallada después de la muerte de Gélis. Tanto la gendarmería como el mariscal sospechaban que el asesino andaba tras algo de la cartera de Gélis. Seguramente, lo descifrado por Gélis. Pero ¿Fue el asesino Saunière? Es difícil decirlo. El crimen nunca fue resuelto. Sin embargo, teniendo en cuenta lo que De Roquefort sabía, el sacerdote de Rennes debería ser incluido en cualquier lista de sospechosos.
Ahora el informe del mariscal había desaparecido. Lo que quizás no resultaba tan malo, ya que poseía el diario de Lars Nelle, que contenía el criptograma de Saunière. Sin embargo, ¿era, tal como informaba el mariscal, el mismo que el de Gélis? No había forma de saberlo sin el informe del mariscal, que sin duda había sido sacado de los archivos por alguna razón.
Cinco minutos antes, mientras escuchaba gracias a un micrófono pegado a una ventana lateral cómo Stephanie Nelle y el hermano Geoffrey establecían un vínculo, se había enterado de que Mark Nelle y Cotton Malone iban camino de la iglesia. Stephanie Nelle había incluso llorado después de leer las palabras del antiguo maestre. Cuán conmovedor. El maestre había evidentemente planificado las cosas con anticipación, y todo este asunto se estaba rápidamente escapando de control. Necesitaba dar un tirón a las riendas y reducir la velocidad. De modo que mientras Royce Claridon trataba con los ocupantes de la casa de Lars Nelle, él iba a encargarse de los otros dos.
El chivato electrónico fijado al coche de alquiler de Malone había revelado que éste y Stephanie Nelle regresaron a Rennes desde Aviñón de madrugada. Mark Nelle debía de haber ido directamente allí desde la abadía, lo cual no resultaba sorprendente.
Después de lo ocurrido la noche anterior en el puente, De Roquefort pensó que Malone y Stephanie Nelle ya no eran importantes, por lo que sus hombres habían recibido la orden de limitarse a reducirlos. Matar a una alta funcionaria de Estados Unidos y a un ex agente norteamericano seguramente llamaría la atención. Había viajado a Aviñón para descubrir qué secreto guardaban los archivos del palacio, y para capturar a Claridon, no para despertar el interés de la inteligencia norteamericana. Había realizado los tres objetivos y conseguido además de premio el diario de Lars Nelle. Considerándolo todo, no era una mala noche de trabajo. Se había sentido incluso dispuesto a dejar marchar a Mark Nelle y a Geoffrey, ya que, lejos de la abadía, constituían una amenaza mucho menor. Pero tras enterarse de que faltaban esos dos libros, su estrategia había cambiado.
– Estamos en posición -dijo una voz en su oído.
– Quedaos quietos hasta que os diga -susurró por el micrófono de solapa.
Había traído a seis hermanos, que ahora estaban repartidos por el pueblo, mezclándose con la creciente multitud dominguera. El día era brillante, soleado y, como siempre, ventoso. Mientras que los valles del río Aude eran cálidos y tranquilos, las cumbres que los rodeaban estaban perpetuamente azotadas por vientos.
Subió a grandes zancadas por la rue principal hacia la iglesia de María Magdalena, sin hacer el menor esfuerzo por ocultar su presencia.
Quería que Mark Nelle supiera que estaba allí.
Mark se encontraba de pie ante la tumba de su padre. El monumento se hallaba en buenas condiciones, como lo estaban todas las tumbas, ya que el cementerio ahora parecía una parte integrante de la creciente industria turística de la ciudad.
Durante los primeros seis años después de la muerte de su padre, había atendido personalmente la tumba, visitándola casi cada fin de semana. También había cuidado de la casa. Su padre había sido popular entre los residentes de Rennes, pues trataba al pueblo con bondad y a la memoria de Saunière con respeto. Ésa era, tal vez, una razón por la que su padre había incluido tanta ficción sobre Rennes en sus libros. El misterio embellecido era una máquina de hacer dinero para toda la región, y los escritores que desmentían esa dimensión mística no eran apreciados. Como se sabía muy poco con seguridad sobre cualquier aspecto de la leyenda, quedaba mucho margen para la improvisación. También contribuía el hecho de que su padre era considerado como el hombre que había despertado la atención del mundo sobre la historia, aunque Mark sabía que un relativamente desconocido libro francés de Gérard de Sede, Le Trésor Maudit, publicado a finales de los sesenta, fue lo primero que despertó la curiosidad de su padre. Siempre había pensado que el título -El tesoro maldito- era adecuado, especialmente después de que su padre muriera repentinamente. Mark era un adolescente cuando leyó por primera vez el libro de su padre, pero fue años más tarde, cuando se encontraba en el curso de posgrado, afinando su conocimiento de la historia medieval y la filosofía religiosa, cuando su padre le habló de lo que estaba realmente en juego.
– El núcleo del cristianismo es la resurrección de la carne. Es el cumplimiento de la promesa del Viejo Testamento. Si los cristianos no han de resucitar algún día, entonces su fe es inútil. La no resurrección significa que los Evangelios son todos una mentira (la fe cristiana es solamente para esta vida), no hay nada más después. Es la resurrección lo que hace que todo lo realizado por Cristo valga la pena. Hay otras religiones que predican acerca del paraíso y la vida futura. Pero sólo el cristianismo ofrece un Dios que se convierte en hombre, muere por sus seguidores y después resucita de entre los muertos para gobernar eternamente. Piensa en ello -le había dicho su padre-. Los cristianos pueden tener un montón de creencias diferentes sobre muchos temas. Pero todos están de acuerdo en la resurrección. Es su universo constante. Jesús se alzó de entre los muertos sólo por ellos. La muerte fue conquistada sólo por ellos. Cristo está vivo y trabajando por su redención. El reino de los cielos los está esperando cuando ellos también se levanten de entre los muertos para vivir eternamente con el Señor. Así pues, hay un significado en cada tragedia humana, ya que la resurrección da esperanzas de un futuro.
Luego su padre hizo la pregunta que había flotado en su memoria desde entonces.
– ¿Y si eso no llegó a suceder?¿Y si Cristo simplemente murió, polvo al polvo?
Realmente, ¿y si?
– Piensa en todos los millones que fueron sacrificados en el nombre de Cristo. Durante la Cruzada Albigense solamente, quince mil hombres, mujeres y niños fueron quemados en la hoguera simplemente por negar las enseñanzas de la crucifixión. La Inquisición mató a millares más. Las Cruzadas a Tierra Santa costaron cientos de miles de vidas. Y todo por el supuestamente resucitado Cristo. Los papas, durante siglos, han utilizado el sacrificio de Cristo como una manera de motivar a los guerreros. Si la resurrección no ocurrió jamás, y por tanto no hay ninguna promesa de vida futura, ¿cuántos de aquellos hombres crees que se hubieran enfrentado a la muerte?
La respuesta era sencilla. Ni uno solo.
¿Y si la resurrección no hubiera ocurrido nunca?
Mark acababa de pasar cinco años buscando una respuesta a esa pregunta dentro de una orden que el mundo consideraba erradicada setecientos años antes. Sin embargo, había salido tan confuso como la primera vez que fue llevado a la abadía. ¿Qué se había ganado?
Y más importante aún, ¿qué se había perdido?
Se sacudió la confusión de la mente y volvió a concentrarse en la lápida de su padre. Él mismo había encargado la losa y contemplado cómo era colocada en su lugar una triste tarde de mayo. El cuerpo de su padre había sido encontrado una semana antes, colgando de un puente, a una media hora hacia el sur de Rennes. Mark estaba en casa, en Toulouse, cuando se produjo la llamada de la policía. Recordaba el rostro de su padre cuando identificó el cuerpo… la cenicienta piel, la abierta boca, los ojos sin vida. Una imagen grotesca que temía que jamás le abandonaría.
Su madre había regresado a Georgia poco después del funeral. Habían hablado poco entre ellos durante los tres días que ella estuvo en Francia. Él tenía veintisiete años, y acababa de empezar en la Universidad de Toulouse como profesor adjunto, no muy preparado para la vida. Pero se preguntaba ahora, once años más tarde, si estaba ya preparado. El día anterior hubiera matado a Raymond de Roquefort. ¿Qué había pasado con todo lo que le habían enseñado?¿Dónde estaba la disciplina que creía haber adquirido? Los fallos de De Roquefort era fáciles de comprender -un falso sentido del deber impulsado por el ego-, pero sus propias debilidades resultaban desconcertantes. En el lapso de tres días, había pasado de senescal a fugitivo. De la seguridad al caos. De tener un claro propósito al vagabundeo.
Y ¿para qué?
Sintió la presencia del arma bajo su chaqueta. La tranquilidad que ofrecía era algo incómoda… sólo otra sensación más, novedosa y extraña, que le daba seguridad.
Se apartó de la tumba de su padre y se deslizó hasta el lugar de reposo de Ernest Scoville. Conocía al solitario belga y le gustaba. El maestro al parecer también lo conocía, puesto que le había enviado una carta hacía sólo una semana. ¿Qué había dicho De Roquefort el día anterior sobre los dos correos? «Me he ocupado de uno de los destinatarios.» Al parecer, así era. Pero qué más había dicho. «Y no tardaré en hacerlo del otro.» Su madre estaba en peligro. Todos lo estaban. Pero no era mucho lo que se podía hacer. ¿Acudir a la policía? Nadie los creería. La abadía era muy respetada, y ni un solo hermano diría nada contra la orden. Todo lo que encontrarían sería un tranquilo monasterio dedicado a Dios. Existían planes para el encubrimiento de todas las cosas relacionadas con la hermandad, y ni uno solo de los hombres del interior de la abadía fallaría.
De eso estaba seguro.
No. Estaban solos.
Malone esperaba en el Jardín del Calvario a que Mark regresara del cementerio. No había querido entrometerse en algo tan personal, pues comprendía totalmente las perturbadoras emociones que el hombre estaría seguramente experimentando. Él tenía sólo diez años cuando su padre había muerto, pero la pena que sintió al saber que no volvería a ver a su padre nunca se había desvanecido. A diferencia de Mark, no había ningún cementerio donde él pudiera visitarlo. La tumba de su padre se encontraba en el fondo del Atlántico Norte, dentro del aplastado casco de un submarino hundido. Había intentado en una ocasión averiguar los detalles de lo que había ocurrido, pero todo el incidente estaba clasificado como información reservada.
Su padre había amado a la Marina y a Estados Unidos… Un patriota que gustosamente dio su vida por su país. Y esa idea siempre había enorgullecido a Malone. Mark Nelle, en cambio, había sido afortunado, pudiendo vivir muchos años con su padre. Llegaron a conocerse y a compartir la vida. Pero, en muchos sentidos, él y Mark eran parecidos. Sus dos padres se habían entregado por completo a su trabajo. Los dos habían desaparecido. Y para ninguna de las muertes existía una adecuada explicación.
Se quedó junto al Calvario y observó, mientras más visitantes entraban y salían en tropel del cementerio. Finalmente, descubrió a Mark, que seguía a un grupo de japoneses a través de la verja.
– Ha sido duro -dijo Mark cuando se acercó-. Lo echo de menos.
Malone decidió reanudar la conversación donde la había dejado.
– Tú y tu madre vais a tener que poneros de acuerdo.
– Flota un montón de malas vibraciones, y ver su tumba no ha hecho más que reavivarlas.
– Ella tiene su corazón. Está blindado, lo sé, pero, con todo, sigue ahí.
Mark sonrió.
– Parece que la conoce usted.
– He tenido alguna experiencia.
– Por el momento, necesitamos concentrarnos en lo que fuera que el maestre maquinó.
– Vosotros dos sabéis eludir una cuestión la mar de bien.
Mark volvió a sonreír.
– Viene con los genes.
Consultó su reloj.
– Son las once y media. Tengo que irme. Quiero hacer una visita a Casiopea Vitt antes del anochecer.
– Le haré un croquis. No es un viaje largo en coche desde aquí.
Salieron del Jardín del Calvario y giraron hacia la rue principal. A unos treinta metros de distancia, Malone descubrió a un hombre bajo, de aspecto robusto, que llevaba las manos metidas en los bolsillos de una chaqueta de piel, y se dirigía directamente a la iglesia.
Agarró a Mark por el hombro.
– Tenemos compañía.
Mark siguió su mirada y vio a De Roquefort.
Malone valoró rápidamente sus opciones mientras descubría a otros tres cabellos cortos. Dos de ellos estaban delante, en Villa Betania. El otro bloqueaba el callejón que conducía al aparcamiento.
– ¿Alguna sugerencia? -preguntó Malone.
Mark se adelantó hacia la iglesia.
– Sígame.
Stephanie abrió la puerta y Royce Claridon entró en la casa.
– ¿De dónde viene? -preguntó ella, haciendo un gesto a Geoffrey para que bajara el arma.
– Me cogieron en el palacio anoche y me condujeron en coche hasta aquí. Me encerraron en un piso, dos calles más allá, pero conseguí escaparme hace unos minutos.
– ¿Cuántos hermanos hay en el pueblo? -le preguntó Geoffrey a Claridon.
– ¿Quién es usted?
– Se llama Geoffrey -dijo Stephanie, esperando que su acompañante entendiera el hecho de ser tan escueta.
– ¿Cuántos hermanos hay aquí? -volvió a preguntar Geoffrey.
– Cuatro.
Stephanie se acercó a la ventana de la cocina y miró a la calle. Los adoquines estaban desiertos en ambas direcciones. Pero ella estaba preocupada por Mark y Malone.
– ¿Dónde están esos hermanos?
– No lo sé. Les oí decir que estaba usted en casa de Lars, de manera que vine directamente aquí.
A ella no le gustó esa respuesta.
– No pudimos ayudarle anoche. No teníamos ni idea de que le habían cogido. Nos golpearon hasta dejarnos inconscientes mientras tratábamos de atrapar a De Roquefort y a la mujer. Para cuando nos despertamos, todo el mundo se había ido.
El francés levantó las palmas.
– Está bien, madame, lo entiendo. No pudieron hacer nada.
– ¿Está De Roquefort aquí? -preguntó Geoffrey.
– ¿Quién?
– El maestre. ¿Está aquí?
– No se dieron nombres. -Claridon se volvió hacia ella-. Pero oí decirles que Mark está vivo. ¿Es cierto eso?
Ella asintió con la cabeza.
– Él y Cotton se fueron a la iglesia, pero deberían volver dentro de poco.
– Un milagro. Pensaba que había desaparecido para siempre.
– Los dos lo pensábamos.
La mirada de Claridon barrió la habitación.
– No he estado en el interior de esta casa desde hace algún tiempo. Lars y yo pasamos mucho tiempo aquí.
Ella le ofreció una silla junto a la mesa. Geoffrey se situó cerca de la ventana, y Stephanie observó un punto de tensión en su actitud por lo general fría.
– ¿Qué le pasó? -le preguntó a Claridon.
– Estuve atado hasta esta mañana. Me desataron para que pudiera hacer mis necesidades. Una vez en el baño, me encaramé por la ventana y vine directamente aquí. Seguramente me estarán buscando, pero no tenía ningún otro lugar al que ir. Salir de este pueblo es bastante difícil, dado que sólo hay un camino. -Claridon se movió nerviosamente en la silla-.¿Sería mucha molestia pedirle un poco de agua?
Ella se puso de pie y llenó un vaso del grifo. Claridon la ingirió de un trago. Ella volvió a llenar el vaso.
– Estaba aterrorizado por ellos -dijo Claridon.
– ¿Qué es lo que quieren? -preguntó ella.
– Buscan su Gran Legado, como dijo Lars.
– ¿Y qué les contó usted? -preguntó Geoffrey, con una pizca de desprecio en su voz.
– No les dije nada, pero ellos preguntaron muy poco. Me dijeron que mi interrogatorio tendría lugar hoy, después de que atendieran a otro asunto. Pero la verdad es que no llegaron a decir de qué se trataba. -Claridon miró a Stephanie fijamente-.¿Sabe lo que ellos quieren de usted?
– Tienen el diario de Lars, el libro de la subasta y la litografía del cuadro. ¿Qué más pueden desear?
– Creo que es a Mark.
Esas palabras visiblemente afectaron a Geoffrey, y se puso rígido.
Ella quiso saber.
– ¿Qué quieren de él?
– No tengo ningún indicio, madame. Pero me pregunto si en todo esto hay algo que merezca el derramamiento de sangre.
– Los hermanos han muerto durante casi novecientos años por lo que ellos creían -dijo Geoffrey-. Esto no es diferente.
– Habla usted como si fuera de la orden.
– Estoy sólo citando la historia.
Claridon se bebió su agua.
– Lars Nelle y yo estudiamos la orden durante muchos años. He leído esa historia de la que habla usted.
– ¿Qué ha leído usted? -preguntó Geoffrey, con asombro en su voz. -Libros escritos por personas que no saben nada. Escribieron sobre herejía y adoración de ídolos, sobre besarse mutuamente en la boca, sobre sodomía y sobre la negación de Jesucristo. Ni una sola palabra de ello es cierta. Todo mentiras concebidas para destruir a la orden y apoderarse de su riqueza.
– Ahora habla usted realmente como un templario.
– Hablo como un hombre que ama la justicia.
– ¿Eso no es ser un templario?
– ¿No deberían ser así todos los hombres?
Stephanie sonrió. Geoffrey era rápido.
Malone siguió a Mark al interior de la iglesia de María Magdalena. Se abrieron paso por el pasillo central, pasando por delante de nueve filas de bancos ocupados por una multitud de papamoscas, en dirección al altar. Allí Mark giró a la derecha y entró en una pequeña antecámara a través de una puerta abierta. Tres visitantes con sus cámaras se encontraban dentro.
– ¿Podrían ustedes excusarnos? -les dijo Mark en inglés-. Trabajo con el museo y necesitamos esta habitación durante unos momentos.
Nadie cuestionó su evidente autoridad y Mark cerró la puerta suavemente a sus espaldas. Malone miró a su alrededor. El espacio estaba iluminado de forma natural por la luz de una vidriera. Una fila de aparadores vacíos dominaba una de las paredes. Las otras tres eran todas de madera.
– Esto era la sacristía -dijo Mark.
De Roquefort estaba sólo a un minuto de caer sobre ellos, de manera que quería saber.
– ¿Imagino que tienes algo en mente?
Mark se adelantó hacia el aparador y buscó con la punta de sus dedos encima de la estantería superior.
– Como le dije, cuando Saunière construyó el Jardín del Calvario, construyó también la gruta. Él y su amante bajaban al valle y recogían piedras. -Mark continuó buscando algo-. Volvían con capachos llenos de rocas. Ahí está.
Mark retiró la mano y tiró del aparador, que se abrió para revelar un espacio sin ventanas.
– Éste era el escondite de Saunière. Fuera lo que fuese que trajera con aquellas rocas, estaba almacenado aquí. Pocos conocen esta cámara. Saunière la creó durante la remodelación de la iglesia. Los planos de este edificio, anteriores a 1891, lo muestran como una sala abierta.
Mark sacó una pistola automática de debajo de su chaqueta.
– Esperaremos aquí, y veremos qué ocurre.
– ¿Conoce De Roquefort esta cámara?
– Lo averiguaremos dentro de poco.
De Roquefort se detuvo frente a la iglesia. Era extraño que sus perseguidos se hubieran refugiado en el interior. Pero no importaba. Él iba a ocuparse personalmente de Mark Nelle. Su paciencia estaba tocando a su fin. Había tomado la precaución de consultar con sus colaboradores antes de marcharse de la abadía. No iba a repetir los errores del antiguo maestre. Su mandato tendría al menos la apariencia de una democracia. Afortunadamente, la huida del día anterior y los dos tiroteos habían movido a la hermandad hacia una postura concreta. Todos estaban de acuerdo en que el antiguo senescal y su cómplice debían ser devueltos a la abadía para recibir su castigo.
Y él tenía la intención de hacer la entrega.
Inspeccionó la calle.
La multitud crecía. Un día cálido había atraído a los turistas. Se volvió hacia el hermano que se encontraba detrás de él.
– Entra y evalúa la situación.
Hizo un gesto con la cabeza y el hombre avanzó.
De Roquefort conocía la arquitectura de la iglesia. Una única salida. Las vidrieras eran todas fijas, por lo cual tendrían que romper alguna para escapar. No veía gendarmes, lo que era normal en Rennes. Pocas cosas ocurrían aquí, excepto el gasto de dinero. Aquella comercialización le ponía enfermo. Si fuera decisión suya, todas las visitas turísticas de la abadía serían canceladas. Comprendía que el obispo discutiría esa acción, pero había decidido ya limitar el acceso sólo a unas pocas horas, los sábados, aduciendo la necesidad de los hermanos de un mayor aislamiento. Eso, el obispo lo comprendería. Estaba completamente resuelto a restaurar las viejas costumbres, unas prácticas que hacía mucho tiempo que habían sido abandonadas, rituales que antaño distinguieron a los templarios de todas las otras órdenes religiosas. Y para ello necesitaría que las puertas de la abadía estuvieran cerradas durante más tiempo del que estaban abiertas.
El hermano que había enviado al interior salió de la iglesia y fue a su encuentro.
– No están ahí -dijo el hombre al acercarse.
– ¿Qué quieres decir?
– He registrado la nave, la sacristía, los confesionarios. No están dentro.
De Roquefort no quería oír eso.
– No hay otra salida.
– Maestre, no están allí.
Su mirada se centró en la iglesia. Su mente barajaba posibilidades.
Entonces la respuesta se hizo clara.
– Vamos -dijo-. Sé exactamente dónde están.
Stephanie estaba escuchando a Royce Claridon, no como una esposa y madre en una misión importante para su familia, sino como la directora de una agencia gubernamental secreta que trataba rutinariamente con el espionaje y el contraespionaje. Había algo fuera de lugar. La repentina aparición de Claridon era demasiado oportuna. Ella no sabía muchas cosas de De Roquefort, pero sí lo suficiente para darse cuenta de que, o a Claridon se le había permitido escapar, o, peor aún, el susceptible hombrecillo sentado frente a ella estaba conchabado con el enemigo. En cualquiera de los dos casos, ella tenía que vigilar lo que decía. Geoffrey también, al parecer, había percibido algo, pues estaba respondiendo lacónicamente a las múltiples preguntas del francés… demasiadas preguntas para un hombre que acababa de sobrevivir a una experiencia de vida o muerte.
– La mujer de anoche en el palacio, Casiopea Vitt, ¿era el ingénieur que se mencionaba en la carta dirigida a Ernest Scoville? -preguntó Stephanie.
– Lo supongo. Es una diablesa.
– Tal vez nos salvó a todos.
– ¿Cómo? Más bien interfirió, como hizo con Lars.
– Está usted vivo ahora gracias a su interferencia.
– No, madame. Estoy vivo porque ellos quieren información.
– Lo que me estoy preguntando es por qué está usted aquí -dijo Geoffrey desde su posición en la ventana-. Escapar de De Roquefort no es fácil.
– Usted lo hizo.
– ¿Y cómo sabía usted eso?
– Hablaron de usted y de Mark. Al parecer hubo un tiroteo. Algunos hermanos fueron heridos. Están furiosos.
– ¿Dijo algo sobre su intención de matarnos?
Transcurrió un momento de incómodo silencio.
– Royce -dijo Stephanie-, ¿qué otras cosas andan buscando?
– Yo sólo sé que echaron de menos dos libros de su archivo. Eso salió en la conversación.
– Ha dicho usted hace un momento que no tenía ninguna pista de por qué querían al hijo de madame Nelle. -La sospecha se traslucía en el tono de Geoffrey.
– Y no la tengo. Pero sé que quieren los dos libros sustraídos.
Stephanie miró a Geoffrey y no vio ningún indicio de aquiescencia en la expresión del joven. Si realmente él y Mark poseían los libros que De Roquefort buscaba, en sus ojos no se apreciaba ningún reconocimiento.
– Ayer -dijo Claridon- usted me enseñó el diario de Lars y el libro…
– Que De Roquefort tiene.
– No. Casiopea Vitt le robó ambas cosas anoche.
Otra información nueva. Claridon conocía una barbaridad de cosas para ser un hombre al que sus captores supuestamente no daban gran importancia.
– De manera que De Roquefort necesita encontrarla -dejó claro Stephanie-. Igual que nosotros.
– Parece, madame, que uno de los libros que Mark cogió del archivo de la orden también contiene un criptograma. De Roquefort quiere recuperar ese libro.
– ¿Eso forma parte también de lo que usted oyó por casualidad?
Claridon asintió.
– Oui. Me creían dormido, pero estaba escuchando. Un mariscal, de la época de Saunière, descubrió el criptograma y lo reprodujo en el libro.
– No tenemos ningún libro -dijo Geoffrey.
– ¿Qué quiere usted decir?
El asombro se reflejaba en el rostro del hombrecillo.
– No tenemos ningún libro. Salimos de la abadía con mucha precipitación y no nos llevamos nada.
Claridon se puso de pie.
– Es usted un mentiroso.
– Atrevidas palabras. ¿Puede demostrar esa alegación?
– Es usted un hombre de la orden. Un guerrero de Cristo. Un templario. Su juramento debería bastar para impedirle mentir.
– ¿Y qué se lo impide a usted? -preguntó Geoffrey.
– Yo no miento. He pasado por una prueba muy dura. Me escondí en un asilo durante cinco años para evitar caer prisionero de los templarios. ¿Sabe usted lo que planeaban hacerme? Cubrirme los pies de grasa y ponerlos luego delante de un brasero al rojo vivo. Cocerme la piel hasta el hueso.
– No tenemos ningún libro. De Roquefort está persiguiendo una sombra.
– Pero eso no es así. Dos hombres recibieron disparos durante su fuga, y ambos dijeron que Mark llevaba una mochila.
Stephanie se animó ante aquella información.
– ¿Y cómo habrá sabido usted eso? -preguntó Geoffrey.
De Roquefort entró en la iglesia seguido del hermano que acababa de registrar su interior. Avanzó por el pasillo central y penetró en la sacristía. Tenía que conceder crédito a Mark Nelle. Pocos eran los que conocían la sala secreta de la iglesia. No formaba parte de las visitas, y sólo los muy estudiosos de Rennes podrían tener algún indicio de que existía dicho espacio oculto. Con frecuencia había pensado que los encargados del complejo no explotaban ese añadido de Saunière a la arquitectura de la iglesia -las habitaciones secretas siempre aumentan cualquier misterio-, pero había un montón de cosas sobre la iglesia, la ciudad y la historia que se resistían a toda explicación.
– Cuando viniste aquí antes, ¿estaba abierta la puerta de esta habitación?
El hermano negó con la cabeza y murmuró:
– Estaba cerrada, maestre.
Éste cerró suavemente la puerta.
– No permitas que entre nadie.
Se acercó al aparador y guardó su arma. Nunca había visto realmente la cámara secreta que había más allá, pero había leído suficientes relatos de anteriores mariscales que habían investigado Rennes para saber que existía una sala oculta. Si recordaba correctamente, el mecanismo se encontraba en la esquina derecha superior de la alacena.
Alargó la mano y localizó una palanca de metal.
Sabía que en cuanto tirara de ella, los dos hombres del otro lado serían alertados, y tenía que suponer que iban armados. Malone ciertamente podía arreglarse solo, y Mark Nelle había demostrado ya que no era un hombre al que se pudiera subestimar.
– Prepárate -dijo.
El hermano sacó una automática de cañón corto y apuntó hacia la alacena. De Roquefort tiró del pomo y rápidamente se echó hacia atrás, apuntando con el arma, esperando ver qué sucedía a continuación.
La alacena se abrió unos dedos y luego se detuvo.
Él permanecía en el borde derecho más alejado y, con el pie, hizo girar la puerta para abrirla totalmente.
La cámara estaba vacía.
Malone se encontraba junto a Mark dentro del confesionario. Habían esperado dentro de la habitación oculta durante un par de minutos, observando la sacristía a través de una diminuta mirilla estratégicamente colocada en la alacena. Mark había visto que uno de los hermanos entraba en la sacristía, contemplaba la habitación vacía y se marchaba. Esperaron unos segundos más, y luego salieron, observando desde la puerta cómo el hermano salía de la iglesia. No viendo a más hermanos dentro, rápidamente se precipitaron al confesionario y se ocultaron en él, justo cuando De Roquefort y el hermano regresaban.
Mark había supuesto que De Roquefort tendría conocimiento de la cámara secreta, pero que no compartiría dicho conocimiento con nadie si no era absolutamente necesario. Cuando descubrieron a De Roquefort esperando fuera, y enviando a otro hermano a investigar, se demoraron sólo un par de minutos, el tiempo suficiente para cambiar de situación, ya que en cuanto el explorador regresara e informara de que no aparecían por ninguna parte, De Roquefort inmediatamente sospecharía dónde se ocultaban. A fin de cuentas, sólo había una manera de entrar y salir de la iglesia.
– Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo -susurró Mark cuando De Roquefort y su secuaz entraban en la sacristía.
Malone sonrió.
– Sun Tzu era un hombre sabio.
La puerta de la sacristía se cerró.
– Esperemos unos segundos y saldremos de aquí -dijo Mark.
– Podría haber más hombres fuera.
– Estoy seguro de que los hay. Pero nos arriesgaremos. Tengo nueve balas.
– No empecemos un tiroteo, a menos que no quede más remedio.
La puerta de la sacristía permanecía cerrada.
– Tenemos que salir -dijo Malone.
Salieron del confesionario, torcieron a la derecha y se dirigieron a la puerta.
Stephanie se puso lentamente de pie, se acercó a Geoffrey y con calma cogió el arma que sostenía el joven. Luego se dio la vuelta, la amartilló y se precipitó hacia delante, aplicando el cañón a la cabeza de Claridon.
– Tú, asquerosa escoria. Estás con ellos.
Los ojos de Claridon se abrieron de par en par.
– No, madame. Le aseguro que no.
– Ábrele la camisa -dijo ella.
Geoffrey le arrancó los botones, dejando al descubierto un micrófono sujeto con cinta adhesiva al estrecho pecho.
– Vamos. Rápido. Necesito ayuda -gritó Claridon.
Geoffrey lanzó su puño contra la mandíbula de Claridon y envió al malévolo individuo al suelo. Stephanie se dio la vuelta, pistola en mano, y descubrió por la ventana a un cabello corto que corría hacia la puerta de la casa.
Una patada y la puerta se abrió de par en par.
Geoffrey estaba preparado.
Se situó a la izquierda de la entrada y, cuando el hombre penetraba, Geoffrey le hizo dar la vuelta. Stephanie vio un arma en la mano del individuo, pero Geoffrey con destreza mantuvo el cañón apuntando al suelo, giró sobre sus talones y proyectó al hombre contra la pared de una patada. Sin darle tiempo a reaccionar, le soltó otro puntapié en el abdomen que provocó un gañido. Cuando el hombre se desplomó hacia delante, la respiración le había abandonado, y Geoffrey lo hizo caer al suelo de un golpe en la columna vertebral.
– ¿Os enseñan eso en la abadía? -preguntó ella, impresionada.
– Eso y más.
– Salgamos de aquí.
– Aguarde un segundo.
Geoffrey se precipitó desde la cocina otra vez al dormitorio y regresó con la mochila de Mark.
– Claridon tenía razón. Tenemos los libros, y no podemos marcharnos sin ellos.
Stephanie descubrió un auricular en la oreja del hombre que Geoffrey había derribado.
Éste debía de estar escuchando a Claridon, y seguramente se hallaba en comunicación con los otros.
– De Roquefort está aquí -dijo Geoffrey.
Ella agarró el teléfono móvil del mármol de la cocina.
– Tenemos que encontrar a Mark y a Cotton.
Geoffrey se acercó a la abierta puerta de la casa y cuidadosamente atisbo en ambas direcciones.
– Supuse que habría más hermanos por aquí a estas alturas.
Ella avanzó un paso para ponerse a su lado.
– Quizás están ocupados en la iglesia. Iremos allí, siguiendo el muro exterior, a través del aparcamiento, apartándonos de la rue principal. -Le devolvió el arma-. Guárdeme las espaldas.
Él sonrió.
– Con sumo placer, madame.
De Roquefort contempló la vacía cámara secreta. ¿Dónde estaban aquellos dos? Sencillamente no había ningún otro lugar donde ocultarse dentro de la iglesia.
Volvió a colocar la alacena en su lugar.
El otro hermano seguramente había visto el momento de confusión que cruzó por su rostro cuando descubrieron que el lugar oculto estaba vacío. Pero eliminó toda duda de sus ojos.
– ¿Dónde están, maestre? -preguntó el hermano.
Meditando la respuesta, avanzó hacia la vidriera y atisbo a través de uno de los segmentos claros. Abajo, el Jardín del Calvario seguía concurrido por los visitantes. Entonces vio a Mark Nelle y Cotton Malone en el jardín y que giraban hacia el cementerio.
– Fuera -dijo con calma, dirigiéndose hacia la puerta de la sacristía.
Mark pensaba que el truco de la cámara secreta podía hacerles ganar suficiente tiempo para conseguir escapar. Confiaba en que De Roquefort hubiera traído consigo sólo un pequeño contingente de hermanos. Pero otros tres habían estado esperando fuera… Uno en la calle mayor, otro bloqueando el callejón que conducía al aparcamiento y finalmente un tercero posicionado ante la Villa Betania, impidiendo que la arboleda se convirtiera en una vía de escape. De Roquefort, al parecer, no había pensado en el cementerio como una posible escapatoria, ya que estaba cercado por un muro, con un precipicio de más de cuatrocientos metros al otro lado.
Pero allí era precisamente adonde Mark se dirigía.
Dio gracias al cielo por las múltiples exploraciones de altas horas de la noche que él y su padre habían efectuado en el pasado. Los vecinos fruncían el ceño ante esas visitas al cementerio después del crepúsculo, pero ése era el mejor momento, decía su padre. De manera que lo recorrieron muchas veces, buscando pistas, tratando de encontrar sentido a Saunière y su inexplicable comportamiento. En algunas de aquellas incursiones habían sido interrumpidos, de modo que improvisaron otra manera de salir que no fuera a través de la puerta de la calavera y las tibias.
Ya era hora de sacar partido de ese descubrimiento.
– Siento tener que preguntar cómo vamos a salir de aquí -dijo Malone.
– Es pavoroso, pero al menos el sol está brillando. Siempre que hice esto, era de noche.
Mark giró hacia la derecha y bajó precipitadamente por la escalera de piedra hasta la parte inferior del cementerio. Había unas cincuenta personas más o menos esparcidas por el lugar admirando las lápidas. Más allá del muro, el limpio cielo era de un azul brillante y el viento gemía como un alma en pena. Los días claros eran siempre ventosos en Rennes, pero el aire del cementerio permanecía quieto, pues la iglesia y la casa parroquial bloqueaban las ráfagas más fuertes, que procedían del sur y el oeste.
Se abrió paso hasta un monumento que se alzaba junto a la pared oriental, bajo un dosel de olmos que cubrían el suelo con sus largas sombras. Observó que la multitud se apiñaba principalmente en el nivel superior, donde se encontraba la tumba de la amante de Saunière. Saltó sobre una gruesa lápida y se encaramó al muro.
– Sígame -dijo mientras saltaba al otro lado, rodaba por el suelo y luego se ponía de pie, limpiándose la arenisca.
Miró hacia atrás mientras Malone se dejaba caer los dos metros y medio hasta el estrecho sendero.
Se encontraban en la base del muro, en un sendero rocoso que mediría algo más de un metro de ancho. Unas hayas y pinos de aspecto anómalo sostenían la pendiente situada más allá, batida por el viento, sus ramas retorcidas y entrelazadas, sus raíces empotradas en grietas entre las rocas.
Mark señaló a su izquierda.
– Este sendero termina justo ahí delante, después del château, sin ningún lugar adonde ir. -Se dio la vuelta-. Así que tenemos que ir por este lado. Nos lleva en dirección al aparcamiento. Hay una manera fácil de subir por ahí.
– No hay viento aquí, pero cuando demos la vuelta a esa esquina… -señaló Malone al frente- me imagino que soplará.
– Como un huracán. Pero no tenemos elección.
De Roquefort se llevó a un hermano con él cuando entró en el cementerio, en tanto los demás aguardaban fuera. Era inteligente lo que Mark Nelle había hecho: utilizar la cámara secreta como diversión. Probablemente se habían quedado dentro el tiempo suficiente para que su explorador abandonara la iglesia. Y luego se escondieron en el confesionario hasta que él mismo hubo entrado en la sacristía.
Dentro del recinto mortuorio se detuvo y tranquilamente examinó las tumbas, pero no veía a su presa. Le dijo al hermano que se quedara cerca de él, buscando a su izquierda, y De Roquefort se fue a la derecha, donde se tropezó con la tumba de Ernest Scoville. Cuatro meses antes, cuando tuvo noticias por primera vez del interés del antiguo maestre por Scoville, había enviado a un hermano a controlar las actividades del belga. Por medio de un dispositivo de escucha instalado en el teléfono de Scoville, su espía se había enterado de la existencia de Stephanie Nelle, de sus planes para visitar Dinamarca y luego Francia, así como de su intento de hacerse con el libro. Pero cuando se hizo evidente que a Scoville no le gustaba la viuda de Lars Nelle y estaba meramente engañándola, tratando de desbaratar sus esfuerzos, un coche lanzado a gran velocidad en la pendiente de Rennes resolvió el problema de su potencial interferencia. Scoville no era un jugador en el juego que se desarrollaba. Stephanie sí lo era, y, en aquel momento, no se podía permitir que nada estorbara sus movimientos. De Roquefort se había encargado personalmente de acabar con Scoville, sin involucrar a nadie de la abadía, ya que no podía permitirse explicar por qué era necesario aquel asesinato.
El hermano regresó del otro lado del cementerio e informó.
– Nada.
¿Dónde podían haber ido?
Su mirada descansó en el muro gris rojizo que formaba el borde exterior. Se acercó a un lugar donde la pared se alzaba sólo hasta la altura del pecho. Rennes estaba situada en la loma de una cumbre con laderas tan empinadas como las de una pirámide en tres de sus caras. Los objetos del valle de abajo se perdían en una neblina gris que envolvía la tierra, como algún lejano mundo liliputiense, y la cuenca, las carreteras y las poblaciones parecían como vistas en un atlas. El viento azotaba su rostro y le secaba los ojos. Plantó ambas manos sobre la pared, se izó e hizo balancear su cuerpo hacia delante. Miró a su derecha. El saliente rocoso estaba vacío. Entonces miró a la izquierda y captó una vislumbre de Cotton Malone girando desde el lado norte de la pared hacia el occidental.
Se dejó caer nuevamente hacia atrás.
– Están en un saliente, dirigiéndose hacia la Torre Magdala. Detenlos. Yo voy camino del belvedere.
Stephanie encabezó la marcha cuando ella y Geoffrey salieron de la casa. Un callejón calentado por el sol corría paralelamente al muro occidental y conducía al norte, hacia el aparcamiento, y más allá al dominio de Saunière. Geoffrey bullía de expectación y, para ser un hombre que parecía tener sólo veintiocho o veintinueve años, se había manejado con soltura profesional.
Sólo algunas casas diseminadas se levantaban en ese rincón de la villa. Pinos y abetos, formando grupos, se alzaban hacia el cielo.
Algo zumbó junto a su oído derecho y produjo un ruido metálico al rebotar contra la piedra caliza del edificio que estaba justo delante. Se dio la vuelta, descubriendo al cabello corto de la casa, que apuntaba desde unos cuarenta y cinco metros de distancia. Stephanie se escondió tras un coche aparcado, que se encontraba junto a la parte trasera de una de las casas. Geoffrey se dejó caer al suelo, rodó sobre sí mismo, se incorporó y luego disparó. La detonación, como un petardo, fue ahogada por el viento, que no paraba de aullar. Una de las balas encontró su blanco y el hombre lanzó un grito de dolor, luego se agarró el muslo y cayó al suelo.
– Buen disparo -dijo ella.
– No podía matarlo. Di mi palabra.
Se pusieron de pie y echaron a correr.
Malone siguió a Mark. La escarpadura rocosa, bordeada por espigas de hierba parda, se había estrechado, y el viento, que antes era sólo una molestia, se había convertido ahora en un peligro, azotándolos con la fuerza de una tempestad, su monótono soplo enmascarando cualquier otro ruido.
Se encontraban en el lado occidental de la villa. La elevada línea de sotos que había en la vertiente norte había desaparecido. Nada más que roca desnuda se extendía hacia el fondo, brillando bajo el ardiente sol de la tarde, salpicada por penachos de musgo y brezo.
El belvedere que Malone había cruzado dos noches antes, persiguiendo a Casiopea Vitt, se extendía a unos seis metros por encima de ellos. La Torre Magdala se levantaba allí delante y pudo ver a gente en lo alto de la misma admirando el distante valle. A él no le volvía loco la vista. Las alturas le afectaban la cabeza como el vino… Una de aquellas debilidades que había ocultado a los psicólogos del gobierno que en el pasado eran requeridos, de vez en cuando, para evaluarle. Arriesgó una mirada hacia abajo. Escasa maleza salpicaba el plano profundamente inclinado durante varios cientos de metros. Luego se extendía un breve saliente, y debajo de él empezaba una pendiente aún más pronunciada.
Mark se encontraba a unos tres metros por delante de él. Malone vio que miraba hacia atrás, se detenía, daba la vuelta y levantaba el arma, apuntando el cañón hacia él.
– ¿Es algo que he dicho? -gritó.
El viento zarandeó el brazo de Mark y sacudió el arma. Otra mano acudió para fijar el blanco. Malone captó la mirada en los ojos del hombre y se dio la vuelta, descubriendo a uno de los cabellos cortos, que venía directamente hacia ellos.
– No sigas, hermano -gritó Mark por encima del viento.
El hombre sostenía una Glock 17, parecida a la de Mark.
– Si esa arma se levanta, dispararé contra ti -dijo Mark, dejando las cosas claras.
La pistola del hombre se detuvo en su ascenso.
A Malone no le gustaba su apurada situación, y se apretó contra la pared con el fin de dejarles espacio para el duelo.
– No es tu batalla, hermano. Comprendo que tú simplemente estás haciendo lo que el maestre te ha ordenado. Pero si te disparo, aunque sólo sea en la pierna, caerás por el precipicio. ¿Merece la pena?
– Estoy obligado a obedecer al maestre.
– Él os está conduciendo hacia el peligro. ¿Has considerado siquiera lo que estás haciendo?
– No es responsabilidad mía.
– Salvar tu propia vida sí lo es -dijo Mark.
– ¿Me dispararía usted, senescal?
– Sin la menor duda.
– Lo que busca ustedes tan importante como para hacer daño a otro cristiano?
Malone observó que Mark meditaba la cuestión… y se preguntó si la resolución que descubría en sus ojos se correspondía con el coraje necesario para continuar. Él también se había enfrentado a un dilema similar… varias veces. Disparar contra alguien nunca resulta fácil. Pero a veces simplemente tenía que hacerse.
– No, hermano, no vale una vida humana.
Y Mark bajó el arma.
Por el rabillo del ojo, Malone captó el movimiento. Se volvió a tiempo de ver que el otro hombre se aprovechaba de la renuncia de Mark. La Glock empezó a levantarse mientras la otra mano del hombre acudía para sostener el arma, seguramente para ayudar a fijar el disparo que se disponía a hacer.
Pero no llegó a disparar.
Una detonación ahogada por el viento brotó a la izquierda de Malone y el cabello corto cayó hacia atrás cuando una bala se hundió en su pecho. Malone no pudo decir si el hombre llevaba un chaleco protector o no, pero eso carecía de importancia. El disparo, muy próximo, lo desequilibró y el fornido cuerpo se balanceó. Malone corrió hacia él, tratando de evitar su caída, y pudo captar una expresión de tranquilidad en sus ojos. Recordó la mirada de Cazadora Roja en lo alto de la Torre Redonda. Dos pasos más era todo lo que necesitaba para llegar a él, pero el viento empujó al hermano y el cuerpo rodó hacia abajo como un tronco.
Malone oyó un grito procedente de arriba. Algunos de los visitantes situados en el belvedere habían sido testigos al parecer de la suerte del hombre. Observó que el cuerpo seguía rodando, inmovilizándose finalmente en un saliente, bastante más abajo.
Se volvió hacia Mark, que aún tenía el arma levantada.
– ¿Estás bien?
Mark bajó finalmente la pistola.
– No, la verdad es que no. Pero tenemos que irnos.
Malone estuvo de acuerdo.
Se dieron la vuelta y bajaron corriendo por el pedregoso sendero.
De Roquefort subió corriendo por la escalera que conducía al belvedere. Oyó que una mujer gritaba y contempló la excitación cuando la gente acudió en tropel a la pared.
Se acercó y preguntó:
– ¿Qué ha pasado?
– Un hombre se ha caído por el precipicio. Rodó mucho rato.
Se abrió paso a codazos hasta el borde. Al igual que en el recinto mortuorio, la piedra tenía casi un metro de anchura, lo que hacía imposible ver la base de la pared exterior.
– ¿Dónde cayó? -preguntó.
– Allí -dijo un hombre señalando con el dedo.
De Roquefort siguió la indicación y descubrió a una figura de chaqueta oscura y pantalones claros allí abajo en la desnuda pendiente, inmóvil. Sabía quién era. Maldita sea. Plantó sus palmas sobre la áspera piedra y se izó por encima de la pared. Girando sobre su estómago, inclinó la cabeza a la izquierda y vio a Mark Nelle y Cotton Malone dirigiéndose hacia una corta pendiente que conducía al aparcamiento.
Se echó hacia atrás y se retiró a la escalera.
Apretó el botón de transmisión de la radio fijada a su cintura y susurró por el micro de solapa:
– Se dirigen hacia ti, al norte del muro. Contenlos.
Stephanie oyó un disparo. El ruido parecía venir del otro lado del muro. Pero eso no tenía sentido. ¿Por qué estaría alguien allí? Ella y Geoffrey se encontraban a unos treinta metros del aparcamiento…, que estaba lleno de vehículos, incluyendo a cuatro autobuses estacionados cerca de la torre del agua.
Aminoraron su avance. Geoffrey escondió el arma tras su muslo mientras seguían caminando tranquilamente.
– Allí -susurró Geoffrey.
Ella vio también al hombre. De pie en el otro extremo, bloqueando el callejón que daba a la iglesia. Se dio la vuelta, y descubrió a otro cabello corto subiendo por el callejón a sus espaldas.
Entonces divisó a Mark y a Malone, que salían corriendo del otro lado del muro y saltaban por encima de un murete.
Corrió hacia ellos y preguntó:
– ¿Dónde habéis estado?
– Hemos ido a dar un paseo -dijo Malone.
– He oído disparos.
– Ahora no -dijo Malone.
– Tenemos compañía -dejó claro Stephanie, señalando a los dos hombres.
Mark examinó la situación.
– De Roquefort está orquestando todo esto. Es hora de largarse. Pero no tengo las llaves de nuestro coche.
– Yo sí -dijo Malone.
Geoffrey alargó la mano para coger la mochila.
– Buen trabajo -dijo Malone-. Vámonos.
De Roquefort se abrió paso apresuradamente por delante de la Villa Betania e ignoró a los múltiples visitantes que se dirigían hacia la Torre Magdala, la arboleda y el belvedere.
Al llegar a la iglesia torció a la derecha.
– Están intentando irse en coche -le dijo una voz al oído.
– No lo impidas.
Malone dio marcha atrás en el aparcamiento y se deslizó entre los otros coches hasta el callejón que conducía a la rue principal. Observó que ningún cabello corto trataba de detenerles.
Eso le preocupó.
Les estaban conduciendo como ovejas.
Pero ¿Adónde?
Se metió por el callejón, pasó por delante de los quioscos de recuerdos y torció a la derecha para entrar en la rue principal, dejando que el coche se deslizara cuesta abajo hacia la puerta de la villa.
Una vez pasado el restaurante, la multitud se dispersó y la calle se despejó.
Allá delante, divisó a De Roquefort, de pie, en medio de la calle, bloqueando la puerta.
– Tiene intención de desafiarle -dijo Mark desde el asiento trasero.
– Bien, porque podemos jugar a ver quién se acobarda antes.
Suavemente descansó el pie encima del acelerador.
Sesenta metros y acercándose.
De Roquefort seguía clavado.
Malone no veía ningún arma. Aparentemente el maestre había llegado a la conclusión de que sólo su presencia sería suficiente para detenerles. Más allá, Malone veía que la carretera estaba limpia, pero había una brusca curva inmediatamente después de la puerta, y confió en que nadie decidiera tomarla por el otro lado durante los próximos segundos.
Apretó el pie.
Los neumáticos se agarraron al pavimento, y, con una sacudida, el coche salió disparado.
Treinta metros.
– Piensa matarle -dijo Stephanie.
– Si tengo que hacerlo…
Quince metros.
Malone mantuvo fijo el volante y miró directamente a De Roquefort mientras la forma del hombre se iba agrandando en el parabrisas. Se preparó para el impacto del cuerpo, y apeló a toda su fuerza de voluntad para no aflojar las manos sobre el volante.
Una forma apresurada saltó desde la derecha y empujó a De Roquefort fuera de la trayectoria del coche.
Pasaron rugiendo a través de la puerta.
De Roquefort comprendió lo que acababa de suceder y no se sintió feliz. Estaba totalmente preparado para desafiar a su adversario, listo para lo que pudiera venir, y le ofendía la intrusión.
Entonces vio quién le había salvado.
Royce Claridon.
– El coche le habría matado -dijo Claridon.
Apartó el hombre de su lado, y se puso de pie.
– Eso está por ver.
Luego preguntó lo que realmente quería saber:
– ¿Se enteró de algo?
– Descubrieron mi treta y me vi obligado a pedir ayuda.
De Roquefort resoplaba de cólera. De nuevo, nada había salido bien. Una idea agradable, sin embargo, cruzó por su cabeza.
El coche en que se habían marchado. El vehículo de alquiler de Malone.
Seguía equipado con un chivato electrónico.
Al menos sabría exactamente adonde se dirigían.
Malone condujo tan deprisa como se atrevió por la serpenteante pendiente. Luego torció al oeste por la carretera nacional y ochocientos metros después giró hacia el sur, en dirección a los Pirineos.
– ¿Adónde vamos? -le preguntó Stephanie.
– A ver a Casiopea Vitt. Iba a ir solo, pero creo que ya es hora de que todos nos conozcamos. -Necesitaba algo para distraerse-. Háblame de ella -le dijo a Mark.
– No sé gran cosa. Me enteré de que su padre era un rico contratista español, y su madre una musulmana de Tanzania. Es brillante. Licenciada en historia, arte y religión. Y es rica. Heredó montones de dinero y aún ha ganado más. Ella y papá discutieron muchas veces.
– ¿Sobre qué? -quiso saber Malone.
– Demostrar que Cristo no murió en la cruz es su misión. Hace doce años, el fanatismo religioso estaba considerado de manera muy diferente. La gente no estaba tan preocupada por los talibanes o Al Qaeda. Entonces, Israel era la zona conflictiva y Casiopea estaba furiosa porque los musulmanes eran pintados siempre como extremistas. Aborrecía la arrogancia del cristianismo y la actitud presuntuosa de los judíos. Su búsqueda era la búsqueda de la verdad, diría papá. Quería desmontar el mito y ver exactamente cuán parecidos fueron realmente Cristo y Mahoma. Base común… intereses comunes. Ese tipo de cosas.
– ¿No es exactamente lo mismo que tu padre quería hacer?
– Es lo que yo solía decirle.
Malone sonrió.
– ¿Cuánto falta para llegar a su château?
– Menos de una hora. Dentro de unos kilómetros, hemos de torcer al oeste.
Malone echó una mirada por los espejos retrovisores. Todavía no les seguía nadie. Bien. Redujo la velocidad cuando entraban en una población llamada St. Loup. Como era domingo, todo estaba cerrado excepto una gasolinera y un pequeño súper justo al sur. Salió de la carretera y se detuvo.
– Esperen aquí -dijo mientras bajaba del vehículo-. Tengo que ocuparme de algo.
Malone abandonó la carretera y condujo el coche por un sendero de gravilla que se internaba en el espeso bosque. Un rótulo indicaba que givors -una aventura medieval en el mundo moderno- se encontraba unos ochocientos metros más adelante. El viaje desde Rennes había durado menos de cincuenta minutos. La mayor parte del tiempo se habían dirigido hacia el oeste, pasando por delante de la fortaleza en ruinas de los cátaros de Montségur, enfilando luego hacia el sur en dirección a las montañas donde empinadas laderas resguardaban valles fluviales y altos árboles.
La avenida, de la amplitud de dos coches, estaba bien conservada y cubierta de frondosas hayas que proyectaban una ensoñadora quietud bajo sus alargadas sombras. La entrada se abría a un claro cubierto de hierba corta. El campo estaba atestado de coches. Esbeltas columnas de pinos y abetos bordeaban el perímetro. Se detuvo y todos bajaron. Un rótulo en francés e inglés anunciaba el lugar:
yacimiento arqueológico de givors.
bienvenidos al pasado. aquí, en givors, un lugar ocupado
por primera vez por luis ix, se está construyendo un castillo
utilizando los únicos materiales y técnicas de que disponían
los artesanos del siglo xiii.
una torre construida con mampostería era el verdadero
símbolo del poder de un señor, y el castillo de givors estaba
diseñado como una fortaleza militar de gruesos muros
y muchas torres esquineras.
los alrededores proporcionaban abundancia de agua, piedra
tierra, arena y madera, que era todo lo que se necesitaba
para su construcción.
canteros, talladores, albañiles, carpinteros, herreros
y alfareros están actualmente trabajando, viviendo y vistiendo
exactamente como lo hubieran hecho hace setecientos años.
el proyecto tiene financiación privada, y se ha calculado
que harán falta treinta años para terminar el castillo.
disfrute de este rato en el siglo xiii.
– ¿Casiopea Vitt lo financia todo ella sola? -preguntó Malone.
– La historia medieval es una de sus pasiones -dijo Mark-. La conocen bien en la Universidad de Toulouse.
Malone había decidido que lo mejor sería la aproximación directa. Seguramente Vitt ya contaba con que acabarían por localizarla.
– ¿Dónde vive?
Mark señaló hacia el oeste, donde las ramas de robles y olmos, cerradas como un claustro, daban sombra a otro callejón.
– El château es por ahí.
– ¿Estos coches son para los visitantes? -preguntó.
Mark asintió con la cabeza.
– Hacen el recorrido de las obras para generar ingresos. Yo cogí uno una vez, hace años, inmediatamente después de que empezara la construcción. Es impresionante lo que están haciendo.
Se dirigió hacia el camino que llevaba al château.
– Vayamos a saludar a nuestra anfitriona.
Anduvieron en silencio. A lo lejos, en el lado escarpado de una empinada ladera, descubrió la triste ruina de una torre de piedra, sus restos amarillentos por el musgo. El seco aire era cálido y quieto. Brezo púrpura, retama y flores silvestres alfombraban las pendientes a ambos lados del camino. Malone se imaginó el choque de las armas y los gritos de batalla que siglos atrás habrían retumbado por el valle cuando los hombres luchaban por su dominio. Sobre sus cabezas, pasó gritando estrepitosamente una bandada de cuervos.
A unos noventa o cien metros de distancia, camino abajo, divisó el château. Ocupaba una depresión abrigada que proporcionaba un evidente grado de intimidad. El ladrillo rojo oscuro y la piedra estaban dispuestos en simétricos dibujos sobre cuatro pisos, flanqueados por dos torres cubiertas de yedra y rematadas por inclinados tejados de pizarra. El verdor se esparcía por la fachada como el óxido por el metal. Huellas de un foso, actualmente lleno de hierbas y hojas, lo rodeaban por tres de sus lados. Esbeltos árboles se alzaban en la parte trasera y recortados setos de tejo guardaban su base.
– Menuda casa -dijo Malone.
– Del siglo xvi -aclaró Mark-. Me dijeron que compró el château y el yacimiento arqueológico que lo rodea. Ella lo llama la plaza Royal Champagne, por uno de los regimientos de caballería de Luis XV.
Había dos coches aparcados delante. Un Bentley Continental GT, último modelo -de unos 160.000 dólares, recordó Malone- y un Porsche Roadstar, barato en comparación. Había también una motocicleta. Malone se acercó a la moto y examinó el costado izquierdo del neumático trasero y el silenciador. El brillante cromado mostraba una rascadura.
Y él sabía precisamente cómo había ocurrido eso.
– Ahí es donde le disparé.
– Tiene toda la razón, señor Malone.
Éste se dio la vuelta. La cultivada voz procedía del pórtico. De pie ante la puerta abierta se encontraba una alta mujer, delgada como un chacal, con un cabello castaño largo hasta los hombros. Sus rasgos reflejaban una belleza leonina que recordaba a una diosa egipcia… frente estrecha, cejas poco pobladas, altos pómulos que le daban una expresión sombría, nariz chata. La piel era del color de la caoba, e iba vestida con una elegante camiseta sin mangas que dejaba al descubierto sus bronceados hombros y que remataba con una falda de seda estampada estilo safari, larga hasta la rodilla. Calzaba unas sandalias de cuero. El conjunto era informal pero elegante, como si se dispusiera a ir a dar un paseo por los Champs-Élysées.
La mujer le brindó una sonrisa.
– Le estaba esperando.
Su mirada se cruzó con la de Malone, y éste descubrió determinación en los profundos pozos de sus oscuros ojos.
– Eso es interesante, porque yo decidí venir a verla hace sólo una hora.
– Oh, señor Malone. Estoy convencida de que me encuentro en los primeros puestos de su lista de prioridades al menos desde hace dos noches, cuando disparó contra mi motocicleta en Rennes.
Él sentía curiosidad.
– ¿Por qué me encerró en la Torre Magdala?
– Esperaba emplear ese tiempo para marcharme con tranquilidad. Pero usted se liberó demasiado rápidamente.
– ¿Y por qué me disparó?
– No hubiera aprendido nada hablando con el hombre que usted atacó.
Malone observó el tono melodioso de su voz, seguramente pensado para desarmarlo.
– ¿O quizás no quería que yo hablara con él? De todos modos, gracias por salvarme en Copenhague.
Ella hizo un ademán para rechazar su gratitud.
– Habría usted encontrado la manera de escapar por sí mismo. Yo no hice más que acelerar el proceso.
Malone vio que la mujer miraba por encima de su hombro.
– Mark Nelle. Estoy encantada de conocerlo finalmente. Me alegro de ver que no murió en aquella avalancha -dijo Casiopea.
– Veo que le sigue gustando interferir en los asuntos de los demás.
– Yo no lo considero una interferencia. Simplemente estoy controlando los progresos de aquellos que me interesan. Como su padre. -Casiopea se adelantó, pasó por el lado de Malone y extendió la mano hacia Stephanie-. Y me alegro también de verla a usted. Conocía bien a su marido.
– Por lo que he oído, usted y Lars no eran muy amigos.
– No puedo creer que nadie dijera eso. -Casiopea miró a Mark con evidente picardía-. Decirle semejante cosa a su madre.
– No. No fue él -aclaró Stephanie-. Fue Royce Claridon quien me lo dijo.
– Bueno, ése es un tipo al que hay que vigilar. Depositar su confianza en ese individuo no le traerá más que problemas. Ya advertí a Lars en contra suya, pero no quiso escucharme.
– En eso estamos de acuerdo -repuso Stephanie.
Malone presentó a Geoffrey.
– ¿Es usted de la hermandad? -preguntó Casiopea.
Geoffrey no dijo nada.
– No, no esperaba que me respondiera. Sin embargo, es usted el primer templario al que he conocido de manera cortés.
– No es cierto -replicó Geoffrey, señalando a Mark-. El senescal es de la hermandad, y le conoció usted primero.
Malone se extrañó ante aquella información dada voluntariamente. Hasta entonces, el joven había mantenido cerrada la boca.
– ¿Senescal? Estoy segura de que ahí hay una historia interesante -dijo Casiopea-.¿Por qué no entran ustedes? Me estaban preparando el almuerzo, pero, cuando les vi, le dije al chambelán que pusiera más servicios. Ya deberían haber acabado con eso.
– Estupendo -exclamó Malone-. Estoy muerto de hambre.
– Entonces vayamos a comer. Tenemos mucho de qué hablar.
La siguieron al interior de la casa, y Malone se fijó inmediatamente en los caros cofres italianos, inusuales armaduras de caballero, soportes españoles de antorchas, tapices de Beauvais y pinturas flamencas. Todo un banquete para el experto.
Marcharon tras ella hasta un espacioso comedor revestido de cuero. La luz del sol entraba a través de unos ventanales adornados con elaboradas colgaduras y cubría la mesa de blanco mantel, y el suelo de mármol, de sombras verdosas. Del techo colgaba un candelabro eléctrico de doce brazos, apagado. Los sirvientes estaban colocando una reluciente cubertería de plata en cada lugar de la mesa.
El ambiente era impresionante, pero lo que llamó toda la atención de Malone fue el hombre que estaba sentado al otro extremo de la mesa.
Forbes Europe lo había clasificado como la octava persona más rica del continente, su poder e influencia en proporción directa con sus miles de millones de euros. Los jefes de Estado y la realeza lo conocían bien. La reina de Dinamarca lo consideraba, incluso, un amigo personal. Las instituciones benéficas de todo el mundo lo tenían como un generoso benefactor. Durante el último año, Malone lo había visitado tres días por semana… para hablar de política, de libros, del mundo, de que la vida es una porquería. Iba y venía de la propiedad del hombre como si formara parte de la familia, y, en muchos sentidos, Malone creía que lo era.
Pero ahora cuestionó seriamente todo aquello.
De hecho, se sentía como un estúpido.
Pero todo lo que Henrik Thorvaldsen podía hacer era sonreír.
– Ya era hora, Cotton. Llevo esperando dos días.