CUARTA PARTE

XLV

De Roquefort se sentó en el asiento del pasajero y se concentró en la pantalla del GPS. El chivato fijado al coche de alquiler de Malone funcionaba perfectamente, la señal se recibía muy bien. Uno de los hermanos conducía mientras Claridon y otro hermano ocupaban el asiento trasero. De Roquefort seguía irritado por la interferencia de Claridon allá en Rennes. No tenía intención de morir y se hubiera finalmente apartado del camino del coche, pero quería comprobar si Cotton Malone era capaz de pasar por encima de él.

El hermano que había caído al vacío estaba muerto, recibiendo un disparo en el pecho antes de caer. Un chaleco de Kevlar había impedido que la bala le causara algún daño, pero en la caída el hombre se había roto el cuello. Afortunadamente, ninguno de ellos llevaba identificación, pero el chaleco era un problema. Un equipo como ése indicaba sofisticación, aunque nada vinculaba al muerto con la abadía. Todos los hermanos conocían la regla. Si alguno de ellos era muerto fuera de la abadía, sus cuerpos quedarían sin identificar. Al igual que el hermano que había saltado de la Torre Redonda, la baja de Rennes terminaría en un depósito de cadáveres regional, siendo destinados sus restos finalmente a una fosa común. Pero antes de que eso sucediera, el procedimiento exigía que el maestre enviara a un clérigo, el cual reclamaría aquellos restos en el nombre de la Iglesia, ofreciéndose para proporcionar un entierro cristiano sin coste alguno para el Estado. Nunca había sido rechazado ese ofrecimiento. Además de no despertar sospechas, ese gesto garantizaba que el hermano recibiría un adecuado entierro.

No se había apresurado a salir de Rennes, dedicándose primero a registrar las casas de Lars Nelle y Ernest Scoville sin hallar nada. Sus hombres le habían informado de que Geoffrey llevaba una mochila, que había tendido a Mark Nelle en el aparcamiento. Seguramente en su interior se encontraban los dos libros robados.

– ¿Tenemos alguna idea de adónde fueron? -preguntó Claridon desde el asiento trasero.

De Roquefort señaló la pantalla.

– Lo sabremos dentro de poco.

Tras el interrogatorio del hermano herido que había podido escuchar la conversación de Claridon dentro de la casa de Lars Nelle, De Roquefort supo que Geoffrey había dicho muy poco, sospechando evidentemente de las motivaciones de Claridon. Enviar a Claridon allí había sido un error.

– Usted me aseguró que podía encontrar esos libros.

– ¿Y para qué los necesitamos? Tenemos el diario. Deberíamos concentrarnos en descifrar lo que tenemos.

Tal vez, pero le preocupaba el hecho de que Mark Nelle hubiera elegido precisamente aquellos dos volúmenes de entre los miles que había en los archivos.

– ¿Y si contuvieran información distinta de la del diario?

– ¿Sabe usted con cuántas versiones de la misma información me he topado? La historia entera de Rennes es una serie de contradicciones amontonadas una encima de otra. Deje que explore sus archivos. Dígame lo que usted sabe y veamos lo que, juntos, tenemos.

Una buena idea, pero por desgracia -contrariamente a lo que él había dejado que la orden creyera- él sabía muy poco. Había estado contando con que el maestre dejara el requerido mensaje para su sucesor, donde la más codiciada información era siempre transmitida de líder a líder, como se llevaba haciendo desde los tiempos de De Molay.

– Ya tendrá usted la oportunidad. Pero primero debemos ocuparnos de esto.

Volvió a pensar en los dos hermanos fallecidos. Sus muertes serían consideradas por la comunidad como un presagio. Para ser una orden religiosa volcada en la disciplina, la hermandad era asombrosamente supersticiosa. Una muerte violenta no era corriente… y, sin embargo, se habían producido dos en pocos días. Su jefatura podía ser cuestionada. «Demasiado, demasiado deprisa», sería el grito. Y él se vería obligado a escuchar todas las objeciones, ya que abiertamente había desafiado el legado del último maestre, en parte porque aquel hombre había ignorado los deseos de los hermanos. Le pidió al conductor que interpretara la imagen del GPS.

– ¿A qué distancia está su vehículo?

– Unos doce kilómetros.

Contempló por la ventanilla del coche la campiña francesa. Antaño, ninguna vista del paisaje hubiera sido completa a menos que una torre se alzara en el horizonte. En el siglo xii, más de una tercera parte de las propiedades templarias se encontraban en aquella tierra. Todo el Languedoc debía de haberse convertido en un Estado templario. Había leído sobre esos proyectos en las Crónicas. Cómo se habían levantado estratégicamente fortalezas, puestos avanzados, depósitos de suministros, granjas y monasterios, cada uno de ellos conectado con los demás mediante una serie de caminos. Durante doscientos años la fuerza de la hermandad había sido cuidadosamente preservada, y cuando la orden no consiguió mantener su feudo en Tierra Santa, entregando finalmente otra vez Jerusalén a los musulmanes, el objetivo había sido triunfar en el Languedoc. Todo seguía su curso cuando Felipe IV descargó su golpe mortal. Curiosamente, Rennes-le-Château nunca aparecía mencionada en las Crónicas. La población, en todas sus anteriores encarnaciones, no desempeñaba ningún papel en la historia templaria. Había habido fortificaciones templarias en otras partes del valle del Aude, pero ninguna en Rhedae, que era como se llamaba entonces la cumbre ocupada. Sin embargo, ahora el pequeño pueblo parecía ser un epicentro, y todo a causa de un ambicioso sacerdote y un inquisitivo norteamericano.

– Nos estamos aproximando al coche -dijo el conductor.

De Roquefort había exigido prudencia. Los otros tres hermanos que había traído consigo a Rennes estaban regresando a la abadía, uno de ellos con una herida superficial en el muslo después de que Geoffrey le disparara. Eso hacía tres hombres heridos, más otros dos muertos. Había mandado aviso de que quería celebrar un consejo cuando regresara a la abadía, el cual calmaría cualquier descontento, pero primero necesitaba saber dónde había ido su presa.

– Está ahí delante -dijo el conductor-. A cincuenta metros.

Miró por la ventanilla y se extrañó por la elección de refugio que habían hecho Malone y compañía. Resultaba raro que hubieran venido aquí.

El conductor detuvo el coche, y todos bajaron.

Estaban rodeados de coches aparcados.

– Trae la unidad portátil.

Caminaron y, unos veinte metros después, el hombre que sostenía el receptor se detuvo.

– Aquí.

De Roquefort se quedó mirando fijamente el vehículo.

– Ése no es el coche en el que salieron de Rennes.

– La señal es fuerte.

De Roquefort hizo un gesto. El otro hermano buscó debajo del vehículo y encontró el chivato.

De Roquefort hizo un gesto negativo con la cabeza y contempló las murallas de Carcasona, que se alzaban hacia el cielo, a diez metros de distancia. Antaño, la zona cubierta de hierba que se extendía ante él había constituido el foso de la ciudad. Ahora servía de aparcamiento para miles de visitantes que llegaban a diario a ver una de las últimas ciudades amuralladas supervivientes de la Edad Media. Aquellas piedras, ahora amarilleadas por el tiempo, se alzaban ya cuando los templarios vagaban por los alrededores. Habían sido testigos de la Cruzada Albigense y de las múltiples guerras posteriores. Y ni una sola vez se había abierto una brecha en ellas… Realmente un monumento a la fortaleza.

Pero decían algo sobre la inteligencia también.

Él conocía la leyenda, de cuando los musulmanes controlaron la ciudad durante un breve período en el siglo viii. Finalmente, los francos llegaron del norte para recuperar la plaza, y, fieles a su estilo, establecieron un largo asedio. Durante una salida, el rey musulmán fue muerto, lo que dejó la tarea de defender las murallas a su hija. Ésta era inteligente, y supo crear la ilusión de que contaban con un mayor número de soldados, ordenando a los pocos que poseía que se trasladaran de torre en torre y embutieran de paja las ropas de los muertos. La comida y el agua acabaron finalmente por escasear en ambos bandos. Finalmente, la hija ordenó que cogieran el último cordero y le hicieran comer el último saco de trigo. Entonces hizo arrojar el animal por encima de las murallas. El cordero se estrelló en la tierra y de su panza brotó un chorro de grano. Los francos quedaron conmocionados. Después de un asedio tan largo, al parecer los infieles seguían poseyendo suficiente comida para darla de comer a sus corderos. De manera que se retiraron.

Era una leyenda, estaba seguro, pero constituía una interesante historia de ingenio.

Y Cotton Malone había demostrado ingenio también colocando el dispositivo electrónico en otro vehículo.

– ¿Qué es esto? -quiso saber Claridon.

– Nos han despistado.

– ¿No es éste su coche?

– No, monsieur. -Se dio la vuelta y empezó a volver a su vehículo. ¿Adonde habían ido? Entonces se le ocurrió. Se detuvo-.¿Sabía Mark Nelle de la existencia de Casiopea Vitt?

Oui -dijo Claridon-. Él y su padre discutían con ella.

¿Era posible que se hubieran dirigido allí? Vitt había interferido tres veces últimamente, y siempre en beneficio de Malone. Quizás presentía a un aliado.

– Vamos.

E inició otra vez el camino del coche.

– ¿Qué hacemos ahora? -quiso saber Claridon.

– Rezar.

Claridon aún no se había movido.

– ¿Para qué?

– Para que mi intuición sea correcta.

XLVI

Malone estaba furioso. Henrik Thorvaldsen había dispuesto de mucha más información sobre todo, y sin embargo no había dicho absolutamente nada. Señaló con un dedo a Casiopea.

– ¿Es amiga suya?

– Hace mucho que la conozco.

– Cuando Lars Nelle vivía. ¿La conocía usted entonces?

Thorvaldsen asintió.

– ¿Y estaba al corriente Lars de su relación?

– No.

– De modo que lo tomaba por un estúpido también.

En su voz se reflejaba la ira.

El danés parecía obligado a abandonar toda actitud defensiva. A fin de cuentas, estaba acorralado.

– Cotton, comprendo su irritación. Pero uno no puede ser siempre franco. Hay que tener en cuenta muchos aspectos. Estoy seguro de que cuando usted trabajaba para el gobierno de Estados Unidos hacía lo mismo.

Malone no se tragó el anzuelo.

– Casiopea no perdía de vista a Lars. Éste era consciente de su presencia, y, a sus ojos, era una molestia. Pero la verdadera tarea de ella era protegerle.

– ¿Y por qué no se limitaba a decírselo?

– Lars era un hombre obstinado. Era más sencillo para Casiopea vigilarle discretamente. Por desgracia, no podía protegerle de sí mismo.

Stephanie dio unos pasos hacia delante, su rostro preparado para la confrontación.

– De eso nos advertía su perfil. Motivos cuestionables, alianzas variables, engaño.

– Me ofende que diga eso. -Thorvaldsen la miró airadamente-. Especialmente dado que Casiopea ha cuidado de ustedes dos también.

Sobre ese punto, Malone no podía discutir.

– Debería habérnoslo dicho.

– ¿Con qué fin? Por lo que puedo recordar, ambos tenían intención de venir a Francia… en especial usted, Stephanie. Así que, ¿qué habría ganado? En vez de ello, me aseguré de que Casiopea estuviera aquí, por si ustedes la necesitaban.

Malone no estaba dispuesto a aceptar esa engañosa explicación.

– Por un lado, Henrik, podía usted habernos puesto en antecedentes sobre Raymond de Roquefort, al que evidentemente ustedes dos conocían. En vez de ello, tuvimos que ir a ciegas.

– Hay poco que contar -dijo Casiopea-. Cuando Lars estaba vivo, todo lo que los hermanos hacían era vigilarlo también. Yo nunca establecí contacto real con De Roquefort. Eso sólo ha sucedido durante los últimos dos días. Sé tanto sobre él como ustedes.

– Entonces, ¿cómo se anticipó a sus movimientos en Copenhague?

– No lo hice. Simplemente le seguí a usted.

– Nunca advertí su presencia.

– Soy experta en lo que hago.

– No lo fue tanto en Aviñón. La descubrí en el café.

– ¿Y qué me dice de su truco con la servilleta, dejándola caer para poder ver si yo le seguía? Quería que usted supiera que yo estaba allí. En cuanto vi a Claridon, supe que De Roquefort no andaba muy lejos. Ha vigilado a Royce durante años.

– Claridon nos habló sobre usted -dijo Malone-, pero no la reconoció en Aviñón.

– Nunca me ha visto. Lo que sabe es sólo lo que Lars Nelle le contó.

– Claridon nunca mencionó ese hecho -dijo Stephanie.

– Hay muchas cosas que estoy segura de que Claridon se olvidó de mencionar. Lars nunca se dio cuenta, pero Claridon era más un problema para él de lo que yo jamás fui.

– Mi padre la odiaba a usted -dijo Mark, con un deje de desdén en su voz.

Casiopea se lo quedó mirando con frío semblante.

– Su padre era un hombre brillante, pero no muy instruido en la naturaleza humana. Su visión del mundo era simplista. Las conspiraciones que buscaba, las que usted exploró después de su muerte, son mucho más complicadas de lo que cualquiera de ustedes pueda imaginar. Ésta es una búsqueda del conocimiento que ha llevado a muchos hombres a la muerte.

– Mark -dijo Thorvaldsen-, lo que Casiopea dice sobre tu padre es cierto, y estoy seguro de que te das cuenta.

– Era un hombre bueno que creía en lo que hacía.

– Cierto que lo era. Pero también se guardaba muchas cosas para sí. Tú nunca supiste que él y yo éramos amigos íntimos, y lamento que tú y yo no llegáramos a conocernos. Pero tu padre quería que nuestros contactos fueran confidenciales, y yo respeté su deseo incluso después de su muerte.

– Podría usted habérmelo dicho a mí -le reprochó Stephanie.

– No, no podía.

– Entonces, ¿por qué nos lo cuenta ahora?

– Cuando usted y Cotton salieron de Copenhague, yo vine directamente aquí. Comprendí que acabarían ustedes por encontrar a Casiopea. Por eso precisamente ella estaba en Rennes hace dos noches… para atraerles. Originalmente, yo iba a quedarme en un segundo plano y ustedes no se enterarían de nuestra relación, pero cambié de opinión. Esto ha ido demasiado lejos. Tienen ustedes que saber la verdad, de manera que estoy aquí para contársela.

– Muy amable por su parte -dijo Stephanie.

Malone miró fijamente los hundidos ojos del viejo. Thorvaldsen tenía razón. Había jugado a tres bandas muchas veces. Y Stephanie también.

– Henrik, llevo sin tomar parte en este tipo de juego más de un año. Me marché porque no quería seguir participando. Reglas fatales, pocas probabilidades. Pero en este momento, tengo hambre y, debo confesarlo, siento curiosidad. Así que comamos, y usted nos lo contará todo sobre esa verdad que tenemos que conocer.


El almuerzo era conejo asado sazonado con perejil, tomillo y mejorana, junto con espárragos frescos, una ensalada y un budín de pasas rematado con helado de vainilla. Mientras comía, Malone trató de valorar la situación, Su anfitriona parecía estar sumamente a gusto, pero él no se dejó impresionar por su cordialidad.

– Usted desafió a De Roquefort anoche en el palacio -le dijo a la mujer-.¿Dónde aprendió sus habilidades?

– Soy autodidacta. Mi padre me transmitió su audacia, y mi madre me bendijo con una capacidad de comprensión de la mente masculina.

Malone sonrió.

– Algún día quizás haga suposiciones erróneas.

– Me alegro de que se preocupe usted por mi futuro. ¿Hizo usted alguna vez «suposiciones erróneas» como agente?

– Muchas veces, y morían personas por ello de vez en cuando.

– ¿El hijo de Henrik figura en esa lista?

Le ofendió el golpe, particularmente considerando que ella no sabía nada de lo que había ocurrido.

– Al igual que aquí, a la gente se le daba mala información. Y mala información da lugar a malas decisiones.

– El joven murió.

– Cai Thorvaldsen se hallaba en el lugar equivocado en un momento inoportuno -dejó claro Stephanie.

– Cotton tiene razón -dijo Henrik dejando de comer-. Mi hijo murió porque no fue advertido del peligro que le rodeaba. Cotton estaba allí, e hizo lo que pudo.

– No quería dar a entender que tuvo la culpa -aclaró Casiopea-. Era sólo que parecía ansioso por decirme cómo debía llevar mis asuntos. Simplemente pregunté si él era capaz de llevar los suyos. A fin de cuentas, abandonó.

Thorvaldsen soltó un suspiro.

– Tiene usted que perdonarla, Cotton. Es brillante, artística, una cognoscenta en música, coleccionista de antigüedades. Pero heredó de su padre su falta de modales. Su madre, Dios tenga en su seno su preciosa alma, era más refinada.

– Henrik se imagina que es mi padre adoptivo.

– Tiene usted suerte -dijo Malone, examinándola cuidadosamente- de que yo no la derribara de un tiro de esa motocicleta en Rennes.

– No esperaba que escapara usted tan rápidamente de la Torre Magdala. Estoy convencida de que los gestores del complejo se sentirán muy trastornados por la pérdida de aquel marco de ventana. Era original, según tengo entendido.

– Estoy esperando oír esa verdad de la que ha hablado -le dijo Stephanie a Thorvaldsen-. Me pidió usted en Dinamarca que mantuviera la mente abierta sobre usted y lo que Lars consideraba importante. Ahora vemos que su implicación es mucho mayor de lo que ninguno de nosotros imaginaba. Seguramente podrá usted comprender nuestras sospechas.

Thorvaldsen dejó a un lado su tenedor.

– De acuerdo. ¿Hasta qué punto conoce usted el Nuevo Testamento?

«Una extraña pregunta», pensó Malone. Pero sabía que Stephanie era una católica practicante.

– Entre otras cosas, contiene los cuatro Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan), que nos hablan sobre Jesucristo.

Thorvaldsen asintió.

– La historia establece claramente que el Nuevo Testamento, tal como lo conocemos, fue escrito durante los primeros cuatro siglos después de Cristo, como una manera de universalizar el incipiente mensaje cristiano. A fin de cuentas, eso es lo que significa católico… «universal». Recuerden, a diferencia de hoy, en el mundo antiguo, política y religión eran la misma cosa. Como el paganismo declinaba y el judaísmo se replegaba sobre sí mismo, la gente empezó a buscar algo nuevo. Los seguidores de Jesús, que eran simplemente judíos que adoptaban una perspectiva diferente, crearon su propia versión de la Palabra, pero también lo hicieron los carpocratianos, los esenios, los naasenios, los gnósticos y un centenar de otras sectas. La razón principal por la que la versión católica sobrevivió, mientras otras desfallecían, era su capacidad para imponer su creencia universalmente. Invistió las Escrituras de tanta autoridad que con el tiempo nadie pudo cuestionar jamás su validez sin ser acusado de hereje. Pero hay muchos problemas con el Nuevo Testamento.

La Biblia era un tema favorito de Malone. La había leído, así como muchos análisis históricos, y estaba al corriente de sus contradicciones. Cada Evangelio era una oscura mezcla de hechos, rumores, leyendas y mitos que había sido sometida a innumerables traducciones, alteraciones y redacciones.

– Recuerden, la emergente Iglesia cristiana se desarrolló en el mundo romano -terció Casiopea-. A fin de atraer seguidores, los padres de la Iglesia tenían que competir no sólo con una diversidad de creencias paganas, sino también con sus propias creencias judías. Del mismo modo, tenían que situarse aparte. Jesús tenía que ser algo más que un simple profeta.

Malone se estaba impacientando.

– ¿Qué tiene esto que ver con lo que está ocurriendo aquí?

– Piense lo que significaría para la Cristiandad hallar los huesos de Cristo -dijo Casiopea-. Esta religión gira alrededor de Cristo muriendo en la cruz, resucitando y ascendiendo a los cielos.

– Esa creencia es cuestión de fe -dijo con calma Geoffrey.

– Tiene razón -corroboró Stephanie-. La fe, no los hechos, la define.

Thorvaldsen negó con la cabeza.

– Quitemos ese elemento de la ecuación por un momento, ya que le fe también elimina la lógica. Piensen en ello. Si existió un hombre llamado Jesús, ¿cómo los cronistas del Nuevo Testamento sabrían nada de su vida? Consideremos sólo el dilema del idioma. El Antiguo Testamento estaba escrito en hebreo. El Nuevo lo estaba en griego, y todas las fuentes materiales, si es que existieron alguna vez, habrían estado en arameo. Luego está el tema de las fuentes mismas.

»Mateo y Lucas hablan de la tentación de Cristo en el desierto, pero Jesús estaba solo cuando eso ocurrió. Y la plegaria de Jesús en el Huerto de Getsemaní. Lucas dice que la pronunció después de alejarse de Pedro, Santiago y Juan «como a un tiro de piedra». Cuando Jesús regresó, encontró a sus discípulos dormidos e inmediatamente fue arrestado, y luego crucificado. No hay ninguna mención de Jesús diciendo una palabra sobre su plegaria en el huerto o la tentación en el desierto. Sin embargo, conocemos ambas cosas con todo detalle. ¿Cómo?

»Todos los Evangelios hablan de unos discípulos que huyen ante el arresto de Jesús (de modo que ninguno de ellos estaba allí); no obstante aparecen detallados relatos de la crucifixión en los cuatro. ¿De dónde surgen estos detalles? De lo que los soldados romanos hicieron, de lo que Pilatos y Simón hicieron, ¿cómo se enteraron los escritores de los Evangelios? Los fieles dirían que esa información procedía de la inspiración divina. Pero esos cuatro Evangelios, estas supuestas Palabras de Dios, se contradicen mucho más de lo que concuerdan. ¿Por qué permitiría Dios semejante confusión?

– Quizás no nos corresponde a nosotros cuestionarlo -indicó Stephanie.

– Vamos -dijo Thorvaldsen-. Hay demasiados ejemplos de contradicciones para que nosotros las descartemos como casualidades. Echemos una mirada en términos generales. El Evangelio de Juan menciona muchas cosas que los otros tres (los llamados Evangelios sinópticos) ignoran completamente. El tono en el de Juan es también diferente; el mensaje, más refinado. El de Juan es como un testimonio enteramente diferente. Pero algunas de las contradicciones más precisas se inician con Mateo y Lucas. Éstos son los únicos dos que dicen alguna cosa del nacimiento y la ascendencia de Jesús, e incluso en eso entran en conflicto. Mateo dice que Jesús era un aristócrata, que descendía del linaje de David, perteneciendo por ello a la línea de sucesión real. Lucas está de acuerdo con la ascendencia de David, pero señala unos orígenes más humildes. Marcos siguió una dirección completamente diferente y creó la imagen de un pobre carpintero.

»El nacimiento de Cristo es igualmente contado desde perspectivas diferentes. Lucas dice que lo visitaron pastores. Mateo los llamó “magos, hombres sabios”. Lucas dice que toda la familia vivía en Nazaret y viajó a Belén para el nacimiento en un pesebre. Mateo dice que la familia era acomodada y vivía en Belén, donde nació Jesús… No en un pesebre, sino en una casa.

»Pero en la crucifixión es donde aparecen las mayores contradicciones. Los Evangelios ni siquiera se ponen de acuerdo sobre la fecha. Juan dice que fue el día antes de Pascua. Los otros tres hablan del día siguiente. Lucas describe a Jesús como un hombre manso. “Un cordero.” Mateo, todo lo contrario: para él, Jesús “no trae la paz, sino la espada”. Incluso las palabras finales del Salvador varían. Mateo y Marcos dicen que fueron: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Lucas dice: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Juan es más simple: “Consumado es.”

Thorvaldsen hizo una pausa y sorbió un poco de vino.

– Y la leyenda misma de la resurrección está repleta de contradicciones. Cada Evangelio tiene diferentes versiones de quién acudió a la tumba, de lo que se encontró allí… Ni siquiera los días de la semana están claros. Y en cuanto a las apariciones de Jesús después de la resurrección… Ninguno de los relatos coincide en ese punto. ¿No creen ustedes que Dios debería al menos haberse mostrado razonablemente coherente con su Palabra?

– Las variaciones en los Evangelios han sido tema de millares de libros -aclaró Malone.

– Cierto -dijo Thorvaldsen-. Y las contradicciones han estado ahí desde el comienzo… ampliamente ignoradas en los tiempos antiguos, dado que rara vez los cuatro Evangelios aparecen juntos. En vez de ello, fueron diseminados individualmente por toda la Cristiandad… funcionando mejor una leyenda en un lugar que en otro. Lo cual, en sí mismo, contribuye mucho a explicar las diferencias. Recuerden, la idea que hay detrás de los Evangelios era demostrar que Jesús era el Mesías predicho en el Antiguo Testamento… No ha de ser una irrefutable biografía.

– ¿No fueron quizás los Evangelios sólo un registro de lo que había sido transmitido oralmente? -preguntó Stephanie-.¿No era de esperar una serie de errores?

– Sin duda -dijo Casiopea-. Los primeros cristianos creían que Jesús regresaría pronto, y que el mundo terminaría, de modo que no vieron ninguna necesidad de escribir nada. Pero al cabo de cincuenta años, como el Salvador no había retornado, se hizo importante conmemorar la vida de Jesús. Fue entonces cuando se escribió el primero de los Evangelios, el de Marcos. Mateo y Lucas vinieron después, alrededor del 80 después de Cristo. Juan llegó mucho más tarde, casi al final de la primera centuria. Por eso es tan diferente de los otros tres.

– Si los Evangelios hubieran sido totalmente coherentes, ¿no sería incluso más sospechoso? -preguntó Malone.

– Estos libros son algo más que simplemente incoherentes -declaró Thorvaldsen-. Son, literalmente, cuatro versiones diferentes de la Palabra.

– Es cuestión de fe -repitió Stephanie.

– Ya estamos de nuevo con eso -intervino Casiopea-. Siempre que aparece un problema con los textos bíblicos, la solución es fácil. «Es cuestión de fe.» Señor Malone, usted es abogado. Si los testimonios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueran ofrecidos ante un tribunal como prueba de la existencia de Jesús, ¿lo declararía así un jurado?

– Desde luego, todos ellos mencionan a Jesús.

– Ahora bien, si ese mismo tribunal fuera requerido para que estableciera cuál de esos cuatro libros es correcto, ¿cuál sería su fallo?

Malone conocía la respuesta adecuada.

– Todos son exactos.

– ¿Cómo resolvería usted las diferencias entre los testimonios?

Esta vez no respondió, porque no sabía qué decir.

– Ernest realizó un estudio una vez -dijo Thorvaldsen-. Lars me habló de ello. Determinó que había de un diez a un cuarenta por ciento de variación entre los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas en cualquier pasaje que uno se molestara en comparar. Cualquier pasaje. Y con Juan, que no es uno de los sinópticos, el porcentaje es mucho mayor. De manera que la pregunta de Casiopea es correcta, Cotton. ¿Tendrían esos testimonios valor probatorio alguno, más allá de establecer que un hombre llamado Jesús pudiera haber vivido?

Malone se sintió obligado a decir:

– ¿No podrían todas esas contradicciones explicarse por la existencia de unos cronistas que simplemente se tomaron libertades con la tradición oral?

Thorvaldsen asintió.

– Esa explicación tiene sentido. Pero lo que hace difícil aceptarla es esa fea palabra, «fe». Ya ve, para millones de personas, los Evangelios no son la tradición oral de unos judíos radicales que establecen una nueva religión, tratando de asegurar conversos, añadiendo y restando a su leyenda todo lo que hace falta para su época particular. No. Los Evangelios son La Palabra de Dios, y la resurrección es su piedra angular. Porque su Señor lo mandó a Él para que muriera por ellos, y para que resucitara físicamente y ascendiera a los cielos… Eso es lo que los sitúa aparte de todas las otras religiones emergentes.

Malone se dio la vuelta para mirar a Mark.

– ¿Creían esto los templarios?

– Hay un elemento de gnosticismo en el credo templario. El conocimiento se transmitía a los hermanos por fases, y sólo los dignatarios más elevados de la orden estaban al corriente de todo. Pero ninguno ha recibido ese conocimiento desde la pérdida del Gran Legado durante la Purga de 1307. Todos los maestres que vinieron después de esa época se vieron privados del archivo de la orden.

Malone quería saber.

– ¿Qué piensan de Jesucristo hoy?

– Los templarios dan el mismo valor al Antiguo que al Nuevo Testamento; los profetas judíos del Antiguo Testamento anunciaron la venida del Mesías, y los autores del Nuevo relataron su llegada.

– Es como con los judíos -dijo Thorvaldsen-, de los que puedo hablar puesto que soy uno de ellos. Los cristianos durante siglos han dicho que los judíos no supieron reconocer al Mesías cuando vino, por lo que Dios creó un nuevo Israel en forma de la Iglesia cristiana… para ocupar el lugar del Israel judío.

– «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» -murmuró Malone, citando lo que Mateo dijo sobre la disposición de los judíos a aceptar esa vergüenza.

Thorvaldsen asintió.

– Esa frase ha sido utilizada durante dos milenios como una razón para matar judíos. ¿Qué podía esperar de Dios un pueblo después de rechazar a su propio hijo como el Mesías? Palabras que algún ignorado redactor de Evangelios escribió, por la razón que fuera, se convirtieron en la llamada de los asesinos.

– De manera que lo que los cristianos hicieron finalmente -dijo Casiopea- fue separarse de ese pasado. Llamaron a la mitad de la Biblia el Antiguo Testamento, y a la otra mitad, el Nuevo. Uno para los judíos, el otro para los cristianos. Las doce tribus de Israel del Antiguo fueron reemplazadas por los doce apóstoles del Nuevo. Paganos y creyentes judíos fueron integrados y modificados. Jesús, a través de los escritos del Nuevo Testamento, cumplió las profecías del Antiguo, demostrando con ello su pretensión mesiánica. Un paquete bien envuelto (el mensaje adecuado, adaptado al auditorio idóneo), todo lo cual permitió al cristianismo dominar completamente al mundo occidental.

Aparecieron criados, y Casiopea les hizo una señal de que quitaran los platos del almuerzo. Se llenaron nuevamente los vasos con vino y se sirvió el café. Cuando los últimos sirvientes se retiraron, Malone le preguntó a Mark:

– ¿Creen verdaderamente los templarios en la resurrección de Cristo?

– ¿Cuáles? -dijo Mark.

Una extraña pregunta. Malone se encogió de hombros.

– Los de hoy… por supuesto -siguió Mark-. Con pocas excepciones, la orden sigue la doctrina tradicional católica. Se han efectuado algunos ajustes para adaptar la regla, como todas las órdenes monásticas han tenido que hacer. Pero en 1307? No tengo ni idea de en qué creían. Los cronistas de aquella época son enigmáticos. Como he dicho, sólo los dignatarios superiores de la orden podrían haber hablado sobre este tema. La mayoría de los templarios era analfabeta. Incluso el propio Jacques de Molay quizás no sabía leer ni escribir. Sólo unos pocos dentro de la orden controlaban lo que muchos pensaban. Por supuesto, el Gran Legado existía entonces, por lo que imagino que ver era creer.

– ¿Qué es el Gran Legado?

– Me gustaría saberlo. Esa información se ha perdido. Los cronistas no hablan mucho de ella. Yo supongo que es una prueba de lo que la orden creía.

– ¿Por eso la buscan? -preguntó Stephanie.

– Hasta hace poco, realmente no la buscaban No ha habido mucha información relativa a su paradero. Pero el maestre le dijo a Geoffrey que pensaba que papá iba en el buen camino.

– ¿Por qué lo desea De Roquefort tan desesperadamente? -le preguntó Malone a Mark.

– Hallar el Gran Legado, dependiendo de su contenido, bien podría alimentar el resurgimiento de la orden en la escena mundial. Ese conocimiento podría cambiar también fundamentalmente la Cristiandad. De Roquefort quiere un castigo por lo que le ocurrió a la orden. Quiere que la Iglesia católica sea denunciada como hipócrita y el nombre de la orden limpiado.

Malone estaba estupefacto.

– ¿Qué quieres decir?

– Una de las acusaciones lanzadas contra los templarios en 1307 fue la de idolatría. Alguna especie de cabeza de carnero que la orden supuestamente veneraba, nada de lo cual fue probado jamás. Sin embargo, aun ahora, los católicos rezan habitualmente a imágenes, siendo la Sábana Santa de Turín una de ellas.

Malone recordó lo que uno de los Evangelios decía sobre la muerte de Cristo -«después de que le hubieron bajado, lo envolvieron en una sábana»-, simbolismo tan sagrado que un papa posterior decretó que la misa debería decirse siempre sobre un mantel de lino. El Sudario de Turín, que Mark mencionaba, era una tela de punto de espiga sobre la cual aparecía la imagen de un hombre: de más de metro ochenta de estatura, nariz aguileña, cabello largo hasta los hombros partido por el centro, larga barba, con heridas de crucifixión en sus manos, pies y cuero cabelludo y la espalda llena de cicatrices producidas por los latigazos.

– La imagen que hay en el sudario -dijo Mark- no es la de Cristo. Es la de Jacques de Molay. Fue arrestado en octubre de 1307 y, en enero de 1308, clavado a una cruz en el Temple de París de una manera semejante a la de Cristo. Se burlaban de él porque no creía en Jesús como Salvador. El gran inquisidor de Francia, Guillaume Imbert, fue el que orquestó esa tortura. Posteriormente, De Molay fue envuelto en un sudario de lino que la orden guardaba en el Temple de París para emplear en las ceremonias de iniciación. Sabemos ahora que el ácido láctico y la sangre del traumatizado cuerpo de De Molay se mezclaron con el incienso de la tela y grabaron la imagen. Hay incluso un equivalente moderno. En 1981, un paciente de cáncer en Inglaterra dejó una huella similar de sus miembros sobre la ropa de cama.

Malone recordó que, a finales de los ochenta, la Iglesia finalmente rompió con la tradición y permitió un examen microscópico y del carbono catorce para establecer la antigüedad de la Sábana Santa de Turín. Los resultados indicaron que no había ni trazos ni pinceladas. La imagen está impresa directamente sobre la tela. La datación demostró que ésta no procedía del siglo i, sino de un período indeterminado entre finales del xiii y mediados del xiv. Pero muchos discutieron esos hallazgos, argumentando que la muestra había sido contaminada, o procedía de una posterior reparación de la tela original.

– La imagen del sudario encaja físicamente con la de De Molay -dijo Mark-. Hay descripciones suyas en las Crónicas. En la época que fue torturado, su cabello había crecido mucho y su barba estaba descuidada. La tela que envolvía el cuerpo de De Molay fue sacada del Temple de París por uno de los parientes de Geoffrey de Charney. De Charney fue quemado en la hoguera en 1314 junto con De Molay. La familia conservó la tela como una reliquia y más tarde observó que una imagen se había formado en ella. El sudario inicialmente apareció en un medallón religioso en 1338, y fue exhibido por primera vez en 1357. Cuando se mostró, la gente inmediatamente asoció aquella imagen con la de Cristo, y la familia de De Charney no hizo nada para disuadir esa creencia. Eso siguió hasta finales del siglo xvi, cuando la Iglesia tomó posesión del sudario, declarándolo acheropita (no hecho por mano humana) y considerándolo una reliquia sagrada. De Roquefort quiere recuperar el sudario. Pertenece a la orden, no a la Iglesia.

Thorvaldsen hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Eso es una insensatez.

– Eso es lo que pretende.

Malone observó la expresión de enojo en la cara de Stephanie.

– Esta lección bíblica ha sido fascinante, Henrik. Pero sigo esperando saber la verdad sobre lo que está pasando aquí.

El danés sonrió.

– Es usted un regalo para el oído.

– Atribúyalo a mi efervescente personalidad -dijo Stephanie, y le mostró su teléfono-. Deje que me explique con claridad. Si no obtengo algunas respuestas dentro de los próximos minutos, voy a llamar a Atlanta. Ya estoy harta de Raymond de Roquefort, de modo que vamos a revelar públicamente esta pequeña búsqueda del tesoro y terminar con esta tontería.

XLVII

Malone puso mala cara ante la declaración de intenciones de Stephanie. Se había estado preguntando cuándo se acabaría la paciencia de la mujer.

– No puedes hacer eso -le dijo Mark a su madre-. Lo último que nos hace falta es que el gobierno de Estados Unidos se involucre.

– ¿Por qué no? -preguntó Stephanie-. Esa abadía debería ser asaltada. Sea lo que sea lo que están haciendo ahí, ciertamente no es nada religioso.

– Al contrario -dijo Geoffrey con una voz trémula-. Reina allí una gran piedad. Los hermanos están dedicados al Señor. Sus vidas se consagran a su adoración.

– Y mientras tanto aprenden a manejar explosivos, el combate cuerpo a cuerpo y cómo disparar un arma como un tirador experto. Una pequeña contradicción, ¿no?

– En absoluto -declaró Thorvaldsen-. Los templarios originales estaban dedicados a Dios, y constituían una formidable fuerza de combate.

Stephanie evidentemente no estaba impresionada.

– Esto no es el siglo xiii. De Roquefort tiene tanto un plan como el poder para imponer ese plan a otros. Hoy llamamos a eso un terrorista.

– No has cambiado nada -dijo despreciativamente Mark.

– No, no he cambiado. Sigo creyendo que las organizaciones secretas con dinero, armas y llenas de resentimiento son un problema. Mi trabajo es tratar con ellas.

– Esto no te concierne.

– Entonces, ¿por qué tu maestre me involucró a mí?

«Buena pregunta», pensó Malone.

– No comprendiste nada mientras papá estaba vivo, y sigues sin comprender.

– Entonces, ¿por qué no me sacas del error?

– Señor Malone -intervino Casiopea con cordialidad-, ¿le gustaría a usted visitar el proyecto de restauración del castillo?

Al parecer su anfitriona quería hablar con él a solas. Lo que le parecía estupendo… Él también quería hacerle algunas preguntas.

– Me encantaría.

Casiopea empujó su silla hacia atrás y se puso de pie ante la mesa.

– Entonces deje que se lo muestre. Eso le dará a todo el mundo aquí tiempo para hablar… cosa que, evidentemente, es necesaria. Por favor, siéntanse ustedes como en casa. Malone y yo regresaremos dentro de un ratito.


Malone siguió a Casiopea al exterior. La tarde era magnífica. Pasearon nuevamente por el sombreado sendero, hacia el aparcamiento y el lugar donde se estaba llevando a cabo la construcción.

– Cuando hayamos acabado -le dijo Casiopea-, se alzará un castillo del siglo xiii exactamente tal como se levantaba hace setecientos años.

– Vaya empeño.

– Me encantan los grandes empeños.

Entraron en el recinto de la construcción a través de una amplia puerta de madera y pasearon por lo que parecía ser un granero con paredes de arenisca que albergaba un moderno centro de recepción. Más allá reinaba el olor del polvo, de los caballos y de los residuos, donde se apiñaba aproximadamente un centenar de personas.

– Todos los cimientos del perímetro han sido ya colocados y el muro de contención occidental va por buen camino -dijo Casiopea, señalando con el dedo-. Hemos iniciado las torres esquineras y los edificios centrales. Pero lleva tiempo. Tenemos que hacer los ladrillos, traer la piedra, trabajar la madera y elaborar el mortero exactamente como se hacía hace setecientos años, utilizando los mismos métodos y herramientas, incluso llevando las mismas ropas.

– ¿Y comen la misma comida?

Ella sonrió.

– Hacemos concesiones a la vida moderna.

Lo guió a través de la obra y subieron por la pronunciada pendiente de una loma hasta un modesto promontorio, donde se podía abarcar el conjunto con claridad.

– Vengo aquí con frecuencia. Unos ciento veinte hombres y mujeres están empleados ahí a tiempo completo.

– Menuda nómina.

– Un pequeño precio a pagar para que se vea la historia.

– Su apodo, Ingénieur. ¿Es así como la llaman?¿Ingeniero?

– El personal me puso ese mote. Estoy versada en técnicas de construcción medieval. He diseñado todo el proyecto.

– ¿Sabe usted? Por un lado, es usted una hembra arrogante. Por otro, puede resultar bastante interesante.

– Comprendo que mi comentario durante el almuerzo, sobre lo que pasó con el hijo de Henrik, fue inadecuado. ¿Por qué no me devolvió el golpe?

– ¿Para qué? Usted no sabía de qué demonios estaba hablando.

– Trataré de no volver a juzgarlo.

Malone dejó escapar una risita.

– Lo dudo. Y no soy tan susceptible. Hace tiempo que desarrollé una piel de lagarto. Has de hacerlo, si quieres sobrevivir en este negocio.

– Pero usted ya está retirado.

– Bueno, uno nunca lo deja realmente. Sólo estás fuera de la línea de fuego más tiempo.

– ¿Así que está usted ayudando a Stephanie Nelle simplemente como amigo?

– Chocante, ¿no?

– En absoluto. De hecho, es totalmente coherente con su personalidad.

Ahora él sintió curiosidad.

– ¿Cómo está usted al corriente de mi personalidad?

– En una ocasión, Henrik me pidió que me involucrara. Aprendí mucho sobre usted. Tengo amigos en su antigua profesión. Todos ellos hablaban muy bien de usted.

– Me alegra saber que la gente me recuerda.

– ¿Y sabe usted muchas cosas de mí? -quiso saber ella.

– Apenas un esbozo.

– Tengo mis peculiaridades.

– Entonces usted y Henrik deben llevarse bien.

Ella sonrió.

– Ya veo que lo conoce bien.

– ¿Y cuánto hace que lo conoce usted?

– Desde la infancia. Él conocía a mis padres. Hace muchos años, me habló de Lars Nelle. Lo que Lars estaba buscando me fascinó. De manera que me convertí en el ángel guardián de Lars, aunque él me veía como el diablo. Por desgracia, no pude ayudarle el último día de su vida.

– ¿Dónde estaba usted?

Ella movió la cabeza negativamente.

– Él se había dirigido al sur, a las montañas. Yo estaba aquí cuando Henrik llamó y me dijo que habían encontrado el cuerpo.

– ¿Se suicidó?

– Lars era un hombre triste, eso estaba claro. Y también se sentía frustrado. Todos aquellos aficionados que se habían apoderado de su trabajo, tergiversándolo hasta hacerlo irreconocible. El rompecabezas que él trataba de resolver ha seguido siendo un misterio durante mucho tiempo. De manera que sí, es posible.

– ¿De qué lo estaba usted protegiendo?

– Muchos trataron de inmiscuirse en su investigación. La mayoría de ellos eran buscadores de tesoros, algunos oportunistas, pero finalmente aparecieron los hombres de Raymond de Roquefort. Afortunadamente, siempre pude ocultarles mi presencia.

– De Roquefort es ahora el maestre.

La mujer arrugó el ceño.

– Lo cual explica sus renovados esfuerzos en la búsqueda. Ahora es el amo de todos los recursos templarios.

Ella aparentemente no sabía nada sobre Mark Nelle y sobre dónde había estado éste viviendo los últimos cinco años, de manera que Malone se lo contó, y luego dijo.

– Mark perdió ante De Roquefort en la elección del nuevo maestre.

– ¿Así que esto es personal entre ellos?

– Sin duda, en parte sí.

«Pero no todo», pensó Malone, mientras bajaba la mirada y contemplaba cómo un carro tirado por un caballo se abría camino a través de la seca tierra hacia una de las paredes en construcción.

– La obra que se está ejecutando hoy está dedicada a los turistas -dijo ella, observando su interés-. Parte del espectáculo. Regresaremos al trabajo en serio mañana.

– El cartel de la entrada dice que la obra tardará treinta años en terminarse.

– Fácilmente.

Ella tenía razón. Poseía muchas peculiaridades.

– Dejé intencionadamente el diario de Lars para que De Roquefort lo encontrara en Aviñón -soltó de pronto Casiopea.

Esa revelación dejó estupefacto a Malone.

– ¿Por qué?

– Henrik quería hablar con los Nelle en privado. Por eso estamos aquí. Dijo también que era usted un hombre de honor. Yo confío en muy pocas personas en este mundo, pero Henrik es una de ellas. De manera que voy a cogerle a él la palabra y contarle a usted algunas cosas que nadie más sabe.


Mark escuchó la explicación de Henrik Thorvaldsen. Su madre parecía interesada también, pero Geoffrey se limitó a clavar la mirada en la mesa, casi sin parpadear, como en trance.

– Ya es hora de que comprenda usted lo que Lars creía -le dijo Henrik a Stephanie-. Contrariamente a lo que pueda haber pensado, no era ningún chalado persiguiendo un tesoro. Tras sus investigaciones se escondía un propósito serio.

– Ignoraré su insulto, ya que quiero oír lo que tiene que decir.

Una mirada de irritación se deslizó por los ojos de Thorvaldsen.

– La teoría de Lars era sencilla, aunque de hecho no era suya. Ernest Scoville formuló la mayor parte de ella, que implicaba una original visión de los Evangelios especialmente de aquellos que tratan de la resurrección. Casiopea ya insinuó algo de esto.

«Empecemos con el de Marcos. Fue el primero de los Evangelios, escrito alrededor del año 70, quizás el único Evangelio que los primeros cristianos poseyeron después de la muerte de Cristo. Contiene setenta y cinco versículos, aunque sólo ocho de ellos están dedicados a la resurrección. Esta notabilísima serie de acontecimientos sólo mereció una breve mención. ¿Por qué? La respuesta es simple. Cuando se escribió el Evangelio de Marcos, la historia de la resurrección aún tenía que aparecer, y el Evangelio termina sin mencionar el hecho de que los discípulos creyeran que Jesús había sido resucitado de entre los muertos. En vez de ello, nos cuenta que los discípulos huyeron. Sólo aparecen mujeres en la versión de Marcos, y ellas ignoran una orden de decir a los discípulos que vayan a Galilea para que el Cristo resucitado pueda encontrarse con ellos allí. En vez de ello, las mujeres también están confusas y huyen, sin decir a nadie lo que han visto. No hay ángeles; sólo un joven vestido de blanco que con calma anuncia: “Él ha resucitado.” Nada de guardias, ni sudarios, y ningún Señor resucitado.

Mark sabía que todo lo que Thorvaldsen acababa de decir era cierto. Había estudiado ese Evangelio con gran detalle.

– El testimonio de Mateo vino una década más tarde. Para entonces, los romanos habían saqueado Jerusalén y destruido el Templo. Muchos judíos habían huido al mundo de habla griega. Los judíos ortodoxos que se quedaron en Tierra Santa consideraban a los nuevos judíos cristianos un problema… tanto como lo eran los romanos. Existía hostilidad entre los judíos ortodoxos y los emergentes cristianos de origen judío. El Evangelio de Mateo estaba probablemente escrito por uno de esos desconocidos escribas judeocristianos. El Evangelio de Marcos había dejado muchas preguntas sin responder, por lo que Mateo cambió la historia para que encajara con su agitada época.

»Ahora, el mensajero que anuncia la resurrección se convierte en un ángel. Desciende en medio de un terremoto, su aspecto como de un relámpago. Los guardianes caen fulminados. La piedra ha sido quitada de la tumba, y un ángel está sentado sobre ella. Las mujeres siguen presas del miedo, pero éste rápidamente se transforma en gozo. Contrariamente a las del relato de Marcos, las mujeres aquí corren a contar a los discípulos lo que ha sucedido y realmente se encuentran con el resucitado Cristo. Aquí, por primera vez, es descrito el Señor resucitado. Y qué hicieron las mujeres?

– Le cogieron los pies y se postraron ante Él -dijo Mark suavemente-. Más tarde, Jesús se apareció a sus discípulos y proclamó que «me ha sido dada toda potestad en el Cielo y en la Tierra». Y les dice que estará para siempre con ellos.

– Vaya cambio -dijo Thorvaldsen-. El Mesías judío llamado Jesús se ha convertido ahora en Cristo para el mundo. En Mateo, todo es más vivido. Milagroso, también. Después aparece Lucas, alrededor del año 90. Para entonces, los judíos conversos al cristianismo se han alejado mucho más del judaísmo, de modo que Lucas modificó radicalmente la historia de la resurrección para adaptarla a este cambio. Las mujeres están en la tumba otra vez, pero ahora la encuentran vacía y van a decírselo a los discípulos. Pedro regresa y encuentra solamente el desechado sudario. Entonces Lucas cuenta una historia que no aparece en ningún otro lugar de la Biblia. Se refiere a Jesús que viaja disfrazado, se encuentra con algunos discípulos camino de Emaús, comparte una comida y luego, cuando es reconocido, se desvanece. Hay también un posterior encuentro con todos los discípulos donde ellos dudan de la realidad de su carne, por lo que come con ellos y después desaparece. Y solamente en Lucas encontramos el relato de la ascensión de Jesús a los cielos. ¿Qué ocurrió? La Ascensión ha sido añadida ahora al Cristo resucitado.

Mark había leído un parecido análisis de la Escritura en los archivos templarios. Durante siglos, hermanos doctos habían estudiado la Palabra, señalando errores, valorando contradicciones y efectuando hipótesis sobre los múltiples conflictos entre los nombres, fechas, lugares y hechos.

– Luego está Juan -siguió Thorvaldsen-. El Evangelio escrito que más lejos está de la vida de Cristo, alrededor del año 100. Hay muchos cambios en este Evangelio; es casi como si Juan hablara de un Cristo totalmente diferente. Nada de nacimiento en Belén… Donde Jesús nace es en Nazaret. Los otros tres hablan de un ministerio de tres años; Juan, sólo de uno. La última Cena, en Juan, tuvo lugar el día antes de la Pascua… La crucifixión, el día en que el cordero pascual era sacrificado. Esto es diferente de los otros Evangelios. Juan también trasladó la expulsión de los mercaderes del Templo del día después del Domingo de Ramos a una época temprana en el ministerio de Cristo.

»En Juan, María Magdalena va sola a la tumba y la encuentra vacía. Y entonces ella ni siquiera considera la posibilidad de una resurrección, sino que piensa que el cuerpo ha sido robado. Sólo cuando regresa con Pedro y los demás discípulos, ella ve a dos ángeles. Entonces éstos se transforman en el propio Jesús.

»Miren cómo este detalle, sobre quién estaba en la tumba, cambió. El joven de Marcos vestido de blanco se convierte en el ángel deslumbrante de Mateo, que Lucas extiende hasta dos ángeles y que Juan modifica para hacer de ellos dos ángeles que se transforman en Cristo. Y fue visto el resucitado Señor en el huerto el primer día de la semana, como los cristianos siempre han dicho? Marcos y Lucas dicen que no. Mateo, que sí. Juan dice que no al principio, pero María Magdalena le ve más tarde. Lo que ocurrió está claro. Con el tiempo, la resurrección fue hecha cada vez más milagrosa para acomodarse al cambiante mundo.

– Supongo -dijo Stephanie- que no se adhiere usted al principio de la infalibilidad de la Biblia, ¿verdad?

– No hay nada que sea literal en la Biblia. Es una leyenda infestada de contradicciones, y la única manera en que éstas pueden ser explicadas es gracias a la fe. Eso tal vez funcionó hace mil años, o incluso quinientos, pero ya no resulta aceptable. La mente humana hoy en día cuestiona. Su marido cuestionó.

– ¿Qué tenía intención de hacer Lars?

– Lo imposible -murmuró Mark.

Su madre le miró con una extraña comprensión en sus ojos.

– Pero eso nunca lo detuvo. -Habló en voz baja y melodiosa, como si acabara de descubrir una verdad que había permanecido oculta mucho tiempo-. Si no otra cosa, era un maravilloso soñador.

»Pero sus sueños tenían fundamento -continuó Mark-. Los templarios antaño supieron lo que papá quería saber. Aún hoy, leen y estudian la Escritura que no forma parte del Nuevo Testamento. El Evangelio de san Felipe, la Carta de Bernabé, los Hechos de Pedro, la Epístola de los Apóstoles, el Libro Secreto de Juan, el Evangelio de María, el Didakhé. Y el Evangelio de santo Tomás, que es para ellos quizás lo más próximo que tenemos de lo que Jesús pudo haber dicho realmente, ya que no ha sido sometido a innumerables traducciones. Muchos de estos llamados textos heréticos son reveladores. Y eso fue lo que hizo especiales a los templarios. La verdadera fuente de su poder. Ni la riqueza ni el poder, sino el conocimiento.


Malone se encontraba de pie bajo la sombra de unos altos álamos que salpicaban el promontorio. Soplaba suavemente una fresca brisa que amortiguaba la intensidad de los rayos del sol, recordándole una tarde de otoño en la playa. Estaba esperando a que Casiopea le dijera lo que nadie más sabía.

– ¿Por qué dejó que De Roquefort se hiciera con el diario de Lars?

– Porque era inútil.

Una chispa de diversión bailaba en sus oscuros ojos.

– Creía que contenía los pensamientos privados de Lars. Una información nunca publicada. La clave de todo -dijo Malone.

– Algo de eso es cierto, pero no es la clave de nada. Lars lo creó sólo para los templarios.

– ¿Sabía eso Claridon?

– Probablemente no. Lars era un hombre muy reservado. No contaba nada a nadie. Dijo una vez que sólo los paranoicos sobrevivían en su campo de trabajo.

– ¿Y cómo sabe usted eso?

– Henrik estaba al corriente. Lars nunca hablaba de los detalles, pero le habló a Henrik de sus encuentros con los templarios. En alguna ocasión pensó realmente que estaba hablando con el maestre de la orden. Charlaron varias veces, pero finalmente De Roquefort entró en escena. Y éste era totalmente distinto. Más agresivo, menos tolerante. De manera que Lars escribió el diario para que De Roquefort se concentrara en él… bastante parecido a la información errónea que el propio Saunière empleaba.

– ¿Habría sabido esto el maestre templario? Cuando Mark fue llevado a la abadía, llevaba consigo el diario. El maestre se lo guardó, hasta hace un mes, cuando se lo envió a Stephanie.

– Es difícil decirlo. Pero si le mandó el diario, es posible que el maestre calculara que De Roquefort trataría nuevamente de hacerse con él. Al parecer quería que Stephanie se implicara, de modo que, ¿qué mejor manera de atraerla que con algo irresistible?

Inteligente, tuvo que admitirlo. Y funcionó.

– El maestre seguramente creía que Stephanie utilizaría los considerables recursos que tiene a su disposición para ayudar a la búsqueda -dijo Casiopea.

– No conocía a Stephanie. Demasiado testaruda. Lo intentaría por su cuenta primero.

– Pero usted estaba aquí para ayudar.

– Qué suerte la mía.

– Oh, no es para tanto. En otro caso, nunca nos hubiéramos conocido.

– Como he dicho, qué suerte la mía.

– Lo tomaré como un cumplido. De lo contrario, podría herir mis sentimientos.

– Dudo de que sea tan fácil.

– Se las arregló usted bien en Copenhague -dijo ella-. Y luego nuevamente en Roskilde.

– ¿Estaba usted en la catedral?

– Durante un rato, pero me marché cuando empezó el tiroteo. Habría sido imposible para mí ayudar sin revelar mi presencia, y Henrik quería mantenerla en secreto.

– ¿Y si yo hubiera sido incapaz de parar a aquellos hombres de dentro?

– Oh, vamos. ¿Usted? -Le brindó una sonrisa-. Dígame una cosa. ¿Le sorprendió mucho que el hermano saltara de la Torre Redonda?

– No es algo que uno vea cada día.

– Cumplió su juramento. Al verse atrapado, decidió morir antes que arriesgarse a descubrir a la orden.

– Supongo que usted estaba allí debido a que yo mencioné a Henrik que Stephanie iba a venir para una visita.

– En parte. Cuando me enteré del repentino fallecimiento de Ernest Scoville, supe por algunos de los ancianos de Rennes que había hablado con Stephanie y que ella se disponía a venir a Francia. Son todos ellos entusiastas de Rennes, y se pasan el día jugando al ajedrez y fantaseando sobre Saunière. Cada uno de ellos vive su propia fantasía conspirativa. Scoville se jactaba de que tenía intención de hacerse con el diario de Lars. Stephanie no le caía bien, aunque le había hecho creer a ella lo contrario. Evidentemente, él tampoco era consciente de que el diario carecía de importancia. Su muerte suscitó mis sospechas, de manera que establecí contacto con Henrik y me enteré de la inminente visita de Stephanie a Dinamarca. Decidimos que yo también debía ir allí.

– ¿Y Aviñón?

– Yo tenía una fuente de información en el asilo. Nadie creía que Claridon estuviera loco. Falso, poco de fiar, oportunista… Eso seguro. Pero loco, no. De modo que vigilé hasta que usted regresó para reclamar a Claridon. Henrik y yo sabíamos que había algo en los archivos del palacio, aunque no exactamente qué. Como Henrik dijo en el almuerzo, Mark nunca conoció a Henrik. Mark era mucho más difícil de tratar que su padre. El hijo sólo buscaba de vez en cuando. Algo, tal vez, para mantener viva la memoria de su padre. Y lo que pudiera haber hallado, lo guardaba totalmente para sí mismo. Él y Claridon conectaron durante un tiempo, pero era una asociación poco estable. Luego, cuando Mark desapareció en la avalancha y Claridon se retiró al asilo, Henrik y yo abandonamos.

– Hasta ahora.

– La búsqueda está otra vez en marcha, y en esta ocasión puede que haya algún lugar adonde ir.

Malone esperó a que ella se explicara.

– Tenemos el libro con el dibujo de la lápida y también tenemos Leyendo las reglas de la caridad. Juntos, quizás seamos realmente capaces de determinar lo que Saunière encontró, ya que somos los primeros en tener tantas piezas del rompecabezas.

– ¿Y qué haremos si encontramos algo?

– ¿Como musulmana? Me gustaría contárselo al mundo. ¿Cómo realista? No lo sé. La histórica arrogancia del cristianismo da asco. Para él, todas las demás religiones son una imitación. Asombroso, realmente. Toda la historia occidental está modelada según sus estrechos preceptos. Arte, arquitectura, música, escritura, hasta la misma sociedad se convirtió en sirviente del cristianismo. Este movimiento tan simple en última instancia formó el molde a partir del cual se elaboró la civilización occidental, y podía estar todo basado en una mentira. ¿No le gustaría a usted saber?

– No soy una persona religiosa.

Los delgados labios de la mujer se fruncieron ligeramente en otra sonrisa.

– Pero es usted un hombre curioso. Henrik habla de su coraje e intelecto en términos reverentes. Un bibliófilo con una memoria eidética. Buena combinación.

– Y sé cocinar también.

Ella soltó una risita.

– No me engaña usted. Hallar el Gran Legado significaría algo para usted.

– Digamos que ése sería un hallazgo sumamente insólito.

– Muy bien. Lo dejaremos así. Pero si tenemos éxito, esperaré con ansia ver su reacción.

– ¿Tanta confianza tiene en que hay algo que encontrar?

Ella barrió con los brazos hacia el distante perfil de los Pirineos.

– Está allí, sin duda. Saunière lo encontró. Nosotros podemos hacerlo también.


Stephanie consideró nuevamente lo que Thorvaldsen había dicho sobre el Nuevo Testamento, y quiso dejar claras las cosas.

– La Biblia no es un documento literal.

Thorvaldsen negó con la cabeza.

– Un gran número de fes cristianas se mostraría en desacuerdo con esa afirmación. Para ellas, la Biblia es la Palabra de Dios.

Ella miró a Mark.

– ¿Creía tu padre que la Biblia no era la Palabra de Dios?

– Discutimos esa cuestión muchas veces. Yo era, al principio, un creyente, y nos enfrentábamos. Pero llegué a pensar como él. Es un libro de relatos. Gloriosos relatos, concebidos para indicar a la gente el camino de una vida virtuosa. Hay incluso grandeza en esas historias… si uno practica su moral. No pienso que sea necesariamente la Palabra de Dios. Ya es suficiente que las palabras sean una verdad intemporal.

– Elevar a Cristo a la categoría de deidad fue simplemente una manera de elevar la importancia del mensaje -dijo Thorvaldsen-. Después de que la religión organizada asumiera el poder en los siglos tercero y cuarto, se añadieron tantas cosas a la leyenda que resulta imposible saber cuál era su núcleo. Lars quería cambiar todo eso. Quería descubrir lo que los templarios poseyeron antaño. Cuando hace años se enteró de la existencia de Rennes-le-Château, inmediatamente pensó que el Gran Legado de los templarios era lo que Saunière había localizado. De manera que dedicó su vida a resolver el rompecabezas de Rennes.

Stephanie seguía sin estar convencida.

– ¿Y qué le hace pensar que los templarios llegaron a ocultar algo?¿Acaso no fueron arrestados con rapidez?¿Cómo tuvieron tiempo de esconder nada?

– Estaban preparados -dijo Mark-. Las Crónicas dejan claro este punto. Lo que Felipe IV hizo no carecía de precedentes. Un centenar de años antes había tenido lugar un incidente con Federico II, el sacro emperador romano germánico. En 1228, llegó a Tierra Santa como excomulgado, lo cual quería decir que no podía mandar una cruzada. Los templarios y los hospitalarios permanecían leales al papa y se negaron a seguirlo. Sólo los Caballeros Teutónicos, alemanes, se pusieron de su parte. Finalmente, negoció un tratado de paz con los sarracenos, que creó una Jerusalén dividida. El Monte del Templo, que era donde los caballeros templarios tenían su cuartel general, fue cedido por ese tratado a los musulmanes. De modo que puede usted imaginar lo que los templarios opinaban de él. Era un amoral como Nerón, y odiado universalmente. Trató incluso de secuestrar al maestre de la orden. Finalmente, abandonó Tierra Santa en 1229, y cuando se dirigió al puerto de Acre, los lugareños le arrojaron desperdicios. Odiaba a los templarios por su deslealtad, y, cuando regresó a Sicilia, se apoderó de las propiedades templarias y efectuó arrestos. Todo ello estaba registrado en las Crónicas.

– ¿De manera que la orden estaba preparada? -preguntó Thorvaldsen.

– La orden ya había visto lo que un gobernante hostil podía hacerle. Felipe IV era parecido. De joven había solicitado su ingreso como miembro de la orden, y había sido rechazado, de manera que albergaba un resentimiento de toda la vida hacia la hermandad. Aunque, a comienzos de su reinado, los templarios realmente salvaron a Felipe cuando éste trató de devaluar la moneda francesa y el populacho se rebeló. Huyó buscando refugio en el Temple de París. Posteriormente, se sintió agradecido a los templarios. Pero los monarcas nunca quieren deber nada a nadie. De manera que, efectivamente, en octubre de 1307, la orden estaba preparada. Por desgracia, no aparece registrado nada que nos explique detalladamente lo que se hizo. -La mirada que Mark dirigió a Stephanie era penetrante-. Papá dio su vida para tratar de resolver este misterio.

– Le encantaba buscar, ¿no? -dijo Thorvaldsen.

Aunque respondiendo al danés, Mark continuaba con la mirada fija en ella.

– Era una de las pocas cosas que realmente le producían alegría. Quería complacer a su mujer, y a sí mismo, y, por desgracia, no podía hacer ni una cosa ni otra. De manera que eligió. Decidió dejarnos a todos.

– Nunca quise creer que se suicidara -le dijo ella a su hijo.

– Pero eso nunca lo sabremos, ¿verdad?

– Quizás puedan saberlo -dijo Geoffrey. Y por primera vez el joven levantó la mirada de la mesa-. El maestre dijo que ustedes podrían saber la verdad de su muerte.

– ¿Qué sabes tú? -preguntó ella.

– Sólo sé lo que el maestre me dijo.

– ¿Qué te dijo él sobre mi padre?

La ira se había apoderado del rostro de Mark. Stephanie no recordaba haberle visto descargar esa emoción contra nadie que no fuera ella.

– De eso tendrá usted que enterarse por su cuenta. Yo lo ignoro. -La voz era extraña, hueca y conciliadora-. El maestre me dijo que fuera tolerante con sus emociones. Dejó claro que usted es mi superior, y que yo no debía mostrarle más que respeto.

– Pero parece que tú eres el único que tiene respuestas -dijo Stephanie.

– No, madame. Yo sólo tengo indicios. Las respuestas, según me dijo el maestre, deben venir de todos ustedes.

XLVIII

Malone siguió a Casiopea a una habitación de techo alto y paredes revestidas con paneles de los que colgaban tapices junto con corazas, espadas, cascos y escudos. Una chimenea de mármol negro dominaba la alargada sala, que estaba iluminada por una reluciente araña. Los demás se les unieron desde el comedor, y Malone observó expresiones de seriedad en todas sus caras. Bajo una serie de ventanas con parteluces había instalada una mesa de caoba por encima de la cual se veían libros, papeles y fotografías.

– Ya es hora de que veamos si podemos llegar a algunas conclusiones -dijo Casiopea-. Sobre la mesa está todo lo que tenemos sobre el tema.

Malone les habló a los demás del diario de Lars y de cómo parte de la información en ella contenida era falsa.

– ¿Incluye eso lo que dijo sobre sí mismo? -quiso saber Stephanie-. Este joven -y señaló a Geoffrey- me mandó páginas del diario… unas páginas que su maestro cortó. Hablaban de mí.

– Sólo usted puede saber si lo que dejó escrito en ellas era cierto o no -dijo Casiopea.

– Tiene razón -intervino Thorvaldsen-. La información del diario no es, en general, verdadera. Lars lo escribió como un cebo para los templarios.

– Otro aspecto que usted olvidó convenientemente mencionar en Copenhague -dijo Stephanie con un tono de voz que indicaba que estaba una vez más irritada.

Thorvaldsen se mostraba impávido.

– Lo importante es que De Roquefort considera auténtico el diario.

La espalda de Stephanie se puso rígida.

– Usted, hijo de puta, podíamos haber sido asesinados tratando de recuperarlo.

– Pero no lo fueron. Casiopea no les perdía de vista.

– ¿Y eso hace que usted tuviera razón?

– Stephanie, ¿no ha ocultado usted nunca información a uno de sus agentes? -preguntó Thorvaldsen.

Ella se contuvo.

– Tiene razón -dijo Malone.

Ella se dio la vuelta y se enfrentó a él.

– ¿Cuántas veces me contó usted sólo parte de la historia, Stephanie? -prosiguió Malone-.¿Y cuántas veces me quejé más tarde de que eso podía haber hecho que me mataran?¿Y qué me decía usted? «Acostúmbrese a ello.» Pues aquí lo mismo, Stephanie. No me gusta esto más que a usted, pero me he acostumbrado.

– ¿Por qué no dejamos de discutir y vemos si podemos llegar a algún consenso sobre lo que Saunière pudo haber hallado? -sugirió Casiopea.

– ¿Y por dónde propone usted que empecemos? -preguntó Mark.

– Yo diría que la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul de Blanchefort sería un excelente punto de partida, ya que tenemos el libro de Stüblein que Henrik compró en la subasta. -Hizo un gesto señalando la mesa-. Abierto por el dibujo.

Todos se acercaron y contemplaron la imagen.

– Claridon se explicó sobre esto en Aviñón -dijo Malone, y les habló de la errónea fecha de la muerte (1681 como opuesta a 1781), de los números romanos (MDCOLXXXI), que contenían un cero, y de la restante serie de números romanos (LIXLIXL) grabada en el rincón inferior derecho.

Mark cogió un lápiz de la mesa y escribió 1681 y 59, 59, 50 sobre un taco de papel.

– Ésa es la conversión de esos números. Estoy ignorando el cero en el 1681. Claridon tiene razón: los romanos desconocían el cero.

Malone señaló las letras griegas de la piedra de la izquierda.

– Claridon dijo que se trataba de palabras latinas escritas en el alfabeto griego. Transformó la inscripción y obtuvo Et in arcadia ego. «Y en Arcadia yo.» Pensó que podía ser un anagrama, ya que la frase tiene poco sentido.

Mark estudió las palabras con mucha atención, y luego le pidió a Geoffrey la mochila, de la que sacó una toalla bien doblada y apretada. Con cuidado, desenvolvió el bulto y dejó al descubierto un pequeño códice. Sus hojas estaban dobladas, y luego cosidas juntas y encuadernadas… Pergamino, si Malone no se equivocaba. Nunca había visto uno tan cerca.

– Esto procede de los archivos templarios. Lo encontré hace unos años, inmediatamente después de convertirme en senescal. Había sido escrito en 1542 por uno de los escribas de la abadía. Es una excelente copia de un manuscrito del siglo xiv y narra cómo los templarios se reformaron después de la Purga. Trata también de la época entre diciembre de 1306 y mayo de 1307, cuando Jacques de Molay estuvo en Francia, y poco se sabe de su paradero.

Mark abrió con cuidado el antiguo volumen y con delicadeza pasó las páginas hasta encontrar lo que estaba buscando. Malone vio que la escritura latina era una serie de bucles y florituras, las letras unidas sin levantar la pluma de la página.

– Escuchen esto.

Nuestro maestre, el reverendísimo y devotísimo Jacques de Molay, recibió al enviado del papa el 6 de junio de 1306 con la pompa y cortesía reservadas para los personajes de alto rango. El mensaje indicaba que Su Santidad el papa Clemente V había convocado al maestre De Molay a Francia. Nuestro maestre trató de cumplir esa orden, haciendo todos los preparativos, pero antes de salir de la isla de Chipre, donde la orden había establecido su cuartel general, nuestro maestre se enteró de que el superior de los Hospitalarios también había sido convocado, pero se había negado alegando la necesidad de permanecer con su orden en época de conflicto. Esto suscitó grandes sospechas en nuestro maestre, que consultó con sus hombres de confianza. Su Santidad había también dado instrucciones a nuestro maestre de que viajara de incógnito y con un pequeño séquito. Esto despertaba aún más preguntas, ya que ¿Por qué tenía que preocuparse Su Santidad de cómo viajaba nuestro maestre? Entonces le trajeron a nuestro maestre un curioso documento titulado De Recuperatione Terrae Sanctae. El manuscrito había sido escrito por uno de los hombres de leyes de Felipe IV y esbozaba una nueva y gran cruzada que sería dirigida por un rey guerrero designado para recuperar Tierra Santa de los infieles. Esta proposición era una afrenta directa a los planes de nuestra orden e hizo que nuestro maestre pusiera en duda sus llamadas a la corte del rey. Nuestro maestre hizo saber que desconfiaba grandemente del monarca francés, aunque sería tan insensato como inapropiado expresar esa desconfianza más allá de los muros de nuestro Templo. Con una actitud de prudencia, pues no era un hombre descuidado, y recordaba la traición de antaño de Federico II, nuestro maestre hizo planes para que nuestra riqueza y conocimiento pudieran ser protegidos. Rezaba para que estuviera equivocado, pero no veía ninguna razón para no estar preparado. Fue llamado el hermano Gilbert de Blanchefort y se le ordenó que se llevara el tesoro del Temple. Nuestro maestre le dijo luego a De Blanchefort: «Nosotros, los que estamos en la jefatura de la orden, podríamos estar en peligro. De manera que ninguno de nosotros ha de saber lo que vos sabéis, y vos debéis aseguraros de que lo que sabéis sea transmitido a otros de la manera apropiada.» El hermano De Blanchefort, como era un hombre culto, se dispuso a realizar su misión y discretamente ocultó todo lo que la orden había adquirido. Cuatro hermanos fueron sus aliados y utilizaron cuatro palabras, una para cada uno de ellos, como señal suya, et in arcadia ego. Pero las letras no son más que un anagrama del verdadero mensaje. Disponiéndolas adecuadamente aparece lo que su tarea implicaba. i tego arcana dei.

– «Yo oculto los secretos de Dios» -dijo Mark, traduciendo la última línea-. Los anagramas eran corrientes en el siglo xiv también.

– Entonces, ¿De Molay estaba preparado? -preguntó Malone.

Mark asintió.

– Vino a Francia con sesenta caballeros, ciento cincuenta florines de oro y doce monturas cargadas de plata sin acuñar. Sabía que iban a surgir problemas. El dinero había de ser empleado para comprar su huida. Pero este tratado contiene alguna cosa de la que se sabe poco. El oficial al mando del contingente templario en el Languedoc era Seigneur de Goth. El papa Clemente V, el hombre que había convocado a De Molay, se llamaba Bertrand de Goth. La madre del papa era Ida de Blanchefort, y estaba emparentada con Gilbert de Blanchefort. De manera que De Molay poseía buena información confidencial.

– Eso siempre ayuda -comentó Malone.

– De Molay también sabía algo sobre Clemente V. Antes de su elección como papa, Clemente se encontró con Felipe IV. El rey tenía el poder de entregar el papado a quien deseara. Antes de dárselo a Clemente, impuso seis condiciones. La mayor parte tenía que ver con que Felipe pudiera hacer lo que le viniera en gana, pero la sexta se refería a los templarios. Felipe quería que la orden se disolviera, y Clemente accedió.

– Un tema interesante -dijo Stephanie-, pero lo que parece más importante, de momento, es lo que el abate Bigou sabía. Él es el hombre que realmente encargó la lápida sepulcral de Marie. ¿Habría tenido noticia de una posible relación entre el secreto de la familia de Blanchefort y los templarios?

– Sin la menor duda -dijo Thorvaldsen-. A Bigou le informó del secreto familiar la propia Marie d’Hautpoul de Blanchefort. El marido de ésta era un descendiente directo de Gilbert de Blanchefort. Una vez que la orden fue suprimida y los templarios empezaron a arder en la hoguera, Gilbert de Blanchefort no le habría contado a nadie el lugar donde estaba escondido el Gran Legado. De manera que ese secreto familiar tenía que estar relacionado con los templarios. ¿Qué otra cosa podía ser?

Mark asintió.

– Las Crónicas hablan de carros cubiertos de heno moviéndose por la campiña francesa, todos en dirección sur, camino de los Pirineos, escoltados por hombres armados disfrazados de campesinos. Todos menos tres consiguieron realizar el viaje sin incidentes. Por desgracia, no aparece mención alguna de su destino final. Sólo una pista en todas las Crónicas: «¿Cuál es el mejor lugar para esconder un guijarro?»

– En medio de un montón de piedras -dijo Malone.

– Eso es lo que el maestre dijo también -corroboró Mark-. Para la mentalidad del siglo xiv, la ubicación más evidente era la más segura.

Malone contempló nuevamente la reproducción de la lápida sepulcral.

– De modo que Bigou hizo grabar esta lápida, que, en código, dice que oculta los secretos de Dios, pero se tomó la molestia de colocarla a la vista de todo el mundo. ¿Con qué objeto?¿Qué estamos pasando por alto?

Mark metió la mano en su mochila y sacó otro volumen.

– Éste es un informe del mariscal de la orden escrito en 1897. El hombre estaba investigando a Saunière y tropezó con otro cura, el abate Gélis, de un pueblo cercano, que encontró un criptograma en su iglesia.

– Como Saunière -dijo Stephanie.

– Correcto. Gélis descifró el criptograma y quiso que el obispo tuviera conocimiento de lo que había descubierto. El mariscal se hizo pasar por representante del obispo y copió el rompecabezas, pero se guardó la solución para sí.

Mark les mostró el criptograma, y Malone estudió las líneas de letras y símbolos.

– ¿Alguna especie de clave numérica?

Mark asintió.

– Es imposible hacerlo sin la clave. Hay miles de millones de combinaciones posibles.

– Había uno de éstos en el diario de tu padre también -dijo Malone.

– Lo sé. Papá lo encontró en un manuscrito no publicado de Noël Corbu.

– Claridon nos habló de eso.

– Lo cual quiere decir que De Roquefort la tiene -dijo Stephanie-. Pero ¿No forma parte de la ficción del diario de Lars?

– Cualquier cosa que Corbu tocó debe ser visto con sospecha -dijo Thorvaldsen-. Embelleció la historia de Saunière para promocionar su maldito hotel.

– Pero está el manuscrito que él escribió -dijo Mark-. Papa siempre creyó que contenía la verdad. Corbu fue muy amigo de la amante de Saunière hasta que ella murió en 1953. Muchos creían que le había contado cosas. Por eso Corbu nunca publicó el manuscrito. Contradecía su versión novelizada de la historia.

– Pero seguramente el criptograma del diario es falso, ¿no? -dijo Thorvaldsen-. Eso habría sido exactamente lo que De Roquefort hubiera querido del diario.

– No podemos hacer más que esperar -dijo Malone, mientras descubría una reproducción de Leyendo las reglas de la caridad sobre la mesa.

Levantó la reproducción, del tamaño de una carta, y estudió lo escrito debajo del hombrecillo, con hábito de monje, subido a un taburete que se llevaba el dedo a los labios, indicando silencio:


ACABOCE A°

de 1681


Algo no cuadraba, e instantáneamente comparó la imagen con la litografía.

Las fechas eran diferentes.

– Me he pasado la mañana aprendiendo cosas sobre ese cuadro -informó Casiopea-. Descubrí esa imagen en internet. El cuadro fue destruido por el fuego a finales de los años cincuenta, pero, antes de eso, la tela había sido limpiada y preparada para su exhibición. Durante el proceso de restauración se descubrió que 1687 era realmente 1681. Pero, por supuesto, la litografía fue realizada en una época en que la fecha estaba oculta.

Stephanie hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Esto es un rompecabezas sin respuesta. Todo cambia a cada minuto.

– Están haciendo ustedes justamente lo que el maestre quería -dijo Geoffrey.

Todos le miraron.

– Dijo que en cuanto se asociaran ustedes, todo se revelaría.

Malone estaba confuso.

– Pero tu maestre nos advirtió específicamente de que tuviéramos cuidado con el ingeniero.

Geoffrey señaló a Casiopea.

– Quizás deberían ustedes tener cuidado con ella.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Thorvaldsen.

– Su raza luchó contra los templarios durante dos siglos.

– De hecho, los musulmanes derrotaron a los hermanos y los echaron de Tierra Santa -declaró Casiopea-. Y los musulmanes andalusíes mantuvieron a raya a la orden en España, cuando los templarios trataron de extender su esfera de influencia hacia el sur, más allá de los Pirineos. De manera que su maestre tenía razón. Cuidado con el ingeniero.

– ¿Qué haría usted si encontrara el Gran Legado? -le preguntó Geoffrey a Casiopea.

– Depende de lo que se encuentre.

– ¿Por qué importa eso? El Legado no es suyo, sea lo que sea.

– Es usted muy atrevido para ser un simple hermano de la orden.

– Aquí hay mucho en juego, y lo menos importante es su propósito de demostrar que el cristianismo es una mentira.

– No recuerdo haber dicho mi propósito.

– El maestre lo sabía.

La cara de Casiopea se puso tensa… La primera vez que Malone veía un síntoma de agitación en su expresión.

– Su maestre no sabía nada de mis motivos.

– Y manteniéndolos ocultos -replicó Geoffrey-, no hace usted otra cosa que confirmar sus sospechas.

Casiopea se enfrentó a Henrik.

– Este joven podría ser un problema.

– Fue enviado por el maestre -dijo Thorvaldsen-. No deberíamos cuestionarlo.

– Él nos traerá problemas -declaró Casiopea.

– Tal vez -repuso Mark-. Pero forma parte de esto, así que acostúmbrese a su presencia.

Ella se quedó tranquila y serena.

– ¿Confía usted en él?

– No importa -dijo Mark-. Henrik tiene razón. El maestre confiaba en él, y eso es lo que cuenta. Aunque el buen hermano pueda ser irritante.

Casiopea no insistió en el tema, pero en sus cejas estaba escrita la sombra de un motín. Y Malone no estaba necesariamente en desacuerdo con su impulso.

Dirigió de nuevo su atención a la mesa y contempló fijamente las fotografías tomadas en la iglesia de María Magdalena. Observó el jardín con la estatua de la Virgen y las palabras misión 1891 y penitencia, penitencia grabadas en la cara de la invertida columna visigoda. Repasó las fotos en primer plano de las estaciones del Vía Crucis, deteniéndose un momento en la estación n.° 10, en la que un soldado romano se estaba jugando la túnica de Cristo, los números, tres, cuatro y cinco visibles en las caras de los dados. Luego hizo una pausa en la estación 14, que mostraba el cuerpo de Cristo trasladado al amparo de la oscuridad por dos hombres.

Recordó lo que Mark había dicho en la iglesia, y no pudo dejar de preguntarse:¿Iban hacia la tumba o salían de ella?

Movió negativamente la cabeza.

¿Qué demonios estaba sucediendo?

XLIX

5:30 pm

De Roquefort encontró el yacimiento arqueológico de Givors, que estaba claramente señalado en el mapa Michelin, y se acercó con cierta precaución. No quería anunciar su presencia. Aunque Malone y compañía no estuvieran allí, Casiopea Vitt le conocía. De manera que al llegar ordenó al conductor que cruzara lentamente a través de un campo cubierto de hierba que servía de aparcamiento, hasta encontrar el Peugeot del modelo y el color que recordaba, con una etiqueta adhesiva en el parabrisas indicando que era de alquiler.

– Están aquí -dijo-. Aparca.

El conductor hizo lo que le mandaban.

– Iré a explorar -les dijo a los otros dos hermanos y a Claridon-. Esperad aquí y manteneos fuera de la vista.

Bajó del coche. Era a última hora de la tarde, y el disco color sangre de sol veraniego iba desapareciendo gradualmente por encima de las paredes de arenisca que los rodeaban. Hizo una profunda inspiración y saboreó el fresco y tenue aire, que le recordaba la abadía. Evidentemente habían ganado altitud.

Un rápido examen visual le permitió descubrir un sendero bordeado de árboles sumido en largas sombras, y decidió que aquella dirección parecía la mejor, pero permaneció fuera del sendero, caminando entre los altos árboles, sobre un tapiz de flores y brezo que alfombraba el suelo color violeta. La tierra de los alrededores había sido antaño propiedad templaria. Una de las mayores encomiendas de los Pirineos había ocupado la cima de un cercano promontorio. De hecho era un arsenal, uno de los diversos lugares donde los hermanos trabajaban día y noche elaborando las armas de la orden. Conocía aquella gran destreza que había conseguido unir madera, cuero y metal para crear unos escudos que no se podían hender fácilmente. Pero la espada había sido el verdadero amigo del hermano caballero. Los barones con frecuencia amaban a sus espadas más que a sus esposas, y trataban de conservar la misma durante toda la vida. Los hermanos albergaban una pasión similar, que la regla alentaba. Si se esperaba de un hombre que ofrendara su vida, lo menos que podía hacerse era dejarle llevar el arma de su elección. Las espadas templarias, sin embargo, no eran como las de los barones. Nada de empuñaduras adornadas con oro, o engastadas con perlas. Nada de pomos de cristal que contuvieran reliquias. Los hermanos caballeros no necesitaban de tales talismanes, ya que su fuerza procedía de su devoción a Dios y la obediencia de la regla. Su compañero había sido su caballo, siempre un animal rápido e inteligente. A cada caballero se le asignaban tres monturas, que eran alimentadas, almohazadas y ataviadas a diario. Los caballos fueron uno de los recursos por los que la orden prosperó, y los purasangres, los palafrenes y especialmente los corceles respondían al afecto de los hermanos caballeros con una incomparable lealtad. Había leído la historia de un hermano que regresó al hogar desde una de las Cruzadas y no fue abrazado por su padre, pero sí fue instantáneamente reconocido por su fiel semental.

Y los caballos eran siempre sementales.

Montar una yegua era impensable. ¿Qué era lo que había dicho un caballero? «La mujer con la mujer.»

Siguió andando. El olor a moho y humedad de las ramitas caídas estimuló su imaginación, y casi le pareció oír los pesados cascos que antaño habían aplastado los tiernos musgos y flores. Trató de oír algún sonido, pero interfería el chasquido de los grillos. Estaba atento a la vigilancia electrónica, pero hasta el momento no había percibido ninguna señal. Continuó su camino a través de los altos pinos, separándose del sendero, adentrándose en el bosque. Sentía calor en la piel, y el sudor le goteaba de la frente. Allá arriba, el viento gemía entre las grietas de las rocas.

Monjes guerreros, en eso se convirtieron los hermanos.

Le gustaba aquel término.

El propio San Bernardo de Clairvaux justificaba toda la existencia de los templarios glorificando la matanza de los infieles. «Ni el dar la muerte ni el morir, cuando se hace por el amor de Cristo, contiene nada criminal, sino más bien merece gloriosa recompensa. El soldado de Cristo mata con seguridad y muere de la forma más segura. No lleva la espada sin motivo. Es el instrumento de Dios para el castigo de los malvados y para la defensa de los justos. Cuando mata a malvados, no es un homicida, sino un malicida, y se le considera un ejecutor legal de Cristo.»

Se sabía bien esas palabras. Se enseñaban a todos los novicios. Las había repetido en su mente mientras veía morir a Lars Nelle, Ernest Scoville y Peter Hansen. Todos eran herejes. Hombres que se interponían en el camino de la orden. Ahora había algunos nombres más que añadir a esa lista. Los de los hombres y mujeres que ocupaban el château que aparecía ente él, más allá de los árboles, en una resguardada hondonada entre una sucesión de riscos rocosos.

Había sabido cosas del château gracias a la información que había ordenado reunir antes de salir de la abadía. Antaño residencia real en el siglo xvi, una de las múltiples casas de Catalina de Médicis, había escapado a la destrucción durante la Revolución gracias a su aislamiento. De manera que seguía siendo un monumento al Renacimiento, una pintoresca masa de torretas, agujas y tejados perpendiculares. Casiopea Vitt era evidentemente una mujer adinerada. Mansiones como ésta requerían grandes sumas de dinero para comprarlas y mantenerlas, y él dudaba de que ella realizara visitas guiadas aquí como una forma de complementar sus ingresos. No, ésta era la residencia privada de un alma reservada, un alma que por tres veces había interferido en su aventura. Un alma que debía ser vigilada.

Pero él también necesitaba los dos libros que Mark Nelle poseía.

De modo que ni hablar de actos precipitados.

El día estaba cayendo rápidamente, y profundas sombras empezaban ya a engullir el château. Su mente barajaba todas las posibilidades.

Tenía que estar seguro de que estaban todos dentro. Su actual posición estaba demasiado cerca. Pero descubrió un pequeño grupo de hayas a unos doscientos metros de distancia que proporcionaría una vista despejada de la puerta principal.

Tenía que suponer que esperaban su llegada. Después de lo que había pasado en la casa de Lars Nelle, seguramente sabían que Claridon estaba trabajando para él. Pero quizás no suponían que fuera a llegar tan pronto. Lo cual era estupendo. Necesitaba regresar a la abadía. Lo estaban esperando. Se había convocado un consejo que exigía su presencia.

Decidió dejar a los dos hermanos en el coche para que vigilaran. Eso sería suficiente por ahora.

Pero volvería.

L

8:00 pm

Stephanie no podía recordar la última vez que ella y Mark se habían sentado a hablar. Quizás desde que él era un adolescente. Así de profunda era la sima que se interponía entre ellos.

Ahora se habían retirado a una sala en lo alto de una de las torres del château. Antes de sentarse, Mark había abierto cuatro ventanas, permitiendo que el penetrante aire del atardecer los refrescara.

– Lo creas o no, pienso en ti y en tu padre cada día. Amaba a tu padre. Pero en cuanto se tropezó con la historia de Rennes, su atención se desvió completamente. Este asunto se convirtió en su obsesión. Y en aquella época, eso me ofendió.

– Eso puedo comprenderlo. De veras. Lo que no entiendo es por qué le obligaste a elegir entre tú y lo que él consideraba importante.

Su tono acerado la hirió, y tuvo que obligarse a conservar la calma.

– El día que lo enterramos, me di cuenta de lo equivocada que había estado. Pero no podía hacer que volviera.

– Aquel día sentí odio hacia ti.

– Lo sé.

– Sin embargo tú te limitaste a huir a casa y me dejaste en Francia.

– Pensé que era donde tú deseabas estar.

– Así era. Pero durante los últimos cinco años he tenido un montón de tiempo para reflexionar. El maestre fue mi guía, aunque sólo ahora me doy cuenta de lo que quería decir con muchos de sus comentarios. En el Evangelio de santo Tomás, Jesús dice: «El que no odia a su padre y a su madre como yo no puede ser mi discípulo.» Y luego dice: «El que no ama a su padre y a su madre como yo no puede ser mi discípulo.» Estoy empezando a comprender estas afirmaciones contradictorias. Yo te odiaba, madre.

– Pero ¿me amas también?

El silencio se alzó entre ellos, y eso le desgarró el corazón a la mujer.

Finalmente él dijo:

– Eres mi madre.

– Eso no es una respuesta.

– Es todo lo que vas a conseguir.

Su cara, al igual que la de Lars, era un compendio de sentimientos encontrados. Ella no insistió. Su oportunidad de exigir algo había pasado hacía mucho tiempo.

– ¿Sigues siendo la jefa del Magellan Billet? -preguntó Mark.

Ella agradeció el cambio de tono.

– Por lo que yo sé, todavía. Pero probablemente he tentado la suerte los últimos días. Cotton y yo no hemos pasado inadvertidos.

– Parece un buen hombre.

– El mejor. Yo no quería implicarle, pero él insistió. Trabajó para mí mucho tiempo.

– Es bueno tener amigos así.

– Tú tienes uno también.

– ¿Geoffrey? Es más mi oráculo que un amigo. El maestre le hizo jurar lealtad hacia mí. ¿Por qué? No lo sé.

– Te defendería con su vida. Eso está claro.

– No estoy acostumbrado a que la gente sacrifique su vida por mí.

Stephanie recordó lo que el maestre había dicho en su nota dirigida a ella, sobre que Mark no poseía la resolución para terminar sus batallas. Le contó exactamente lo que el maestre había escrito. Él escuchaba en silencio.

– ¿Qué habrías hecho si te hubieran elegido maestre? -quiso saber ella.

– Una parte de mí se alegró de haber perdido.

Ella estaba asombrada.

– ¿Por qué?

– Soy profesor de universidad, no un líder.

– Eres un hombre que está en medio de un conflicto importante. Un conflicto que otros hombres esperan ver resuelto.

– El maestre tenía razón sobre mí.

Ella le miró con no disimulada consternación.

– Tu padre se avergonzaría de oírte decir eso.

Esperó que su ira estallara, pero Mark guardó silencio, y ella pudo oír el chasquido producido por los insectos de fuera.

– Probablemente he matado a un hombre hoy -dijo Mark con un susurro-.¿Cómo se habría sentido papá por eso?

Ella había estado esperando que lo mencionara. Mark no había dicho una palabra sobre lo que había sucedido desde que salieron de Rennes.

– Cotton me lo contó. No tenías elección. Al hombre se le ofreció una opción, y decidió desafiarte.

– Vi cómo caía rodando. Es extraña esa sensación que pasa por tu cuerpo al saber que acabas de quitar una vida.

Ella esperó a que se explicara.

– Me sentía contento de que el gatillo se hubiera encallado, pues yo había sobrevivido. Pero otra parte de mí estaba abochornada porque el otro hombre no.

– La vida es una elección tras otra. Él eligió equivocadamente.

– Tú haces eso todos los días, ¿verdad? Tomar esa clase de decisiones…

– Todos los días.

– Mi corazón no es lo bastante fuerte para eso.

– ¿Y el mío sí?

La ofendía su suposición.

– Dímelo tú, madre.

– Hago mi trabajo, Mark. Aquel hombre eligió su destino; no tú.

– No. De Roquefort lo eligió. Le envió a aquel precipicio sabiendo que habría un enfrentamiento. Él hizo la elección.

– Y ése es el problema con tu orden, Mark. La lealtad ciega no es cosa buena. Ningún país, ningún ejército, ningún líder, que insistiera en semejante estupidez, ha sobrevivido jamás. Mis agentes toman sus propias decisiones.

Transcurrió un momento de tenso silencio.

– Tienes razón -murmuró él finalmente-. Papá se habría avergonzado de mí.

Ella decidió arriesgarse.

– Mark, tu padre se fue. Lleva muerto mucho tiempo. Para mí, tú lo has estado durante cinco años. Pero ahora estás aquí. ¿No hay lugar en tu interior para el perdón?

Su súplica estaba impregnada de esperanza.

Él se levantó de la silla.

– No, madre, no lo hay.

Y salió de la habitación.


Malone había buscado refugio fuera del château, bajo una sombreada pérgola cubierta de verdor. Sólo los insectos perturbaban su tranquilidad, y se dedicó a observar cómo los murciélagos revoloteaban a través del cada vez más oscuro cielo. Un poco, antes, Stephanie le había llevado aparte para contarle que una llamada suya a Atlanta, pidiendo un completo dossier sobre su anfitriona, había revelado que el nombre de Casiopea Vitt no aparecía en ninguna de las bases de datos sobre terroristas que mantenía el gobierno de Estados Unidos. Su historia personal era corriente, aunque la mujer era medio musulmana, y eso, en estos tiempos, significaba una bandera roja de alerta. Era propietaria de una corporación multinacional, con sede en París, que realizaba operaciones comerciales en muchos campos, y tenía recursos del orden de miles de millones de euros. Su padre había fundado la compañía y ella heredó el control, aunque no se implicaba mucho en sus operaciones diarias. Era también la presidenta de una fundación holandesa que trabajaba en estrecha cooperación con Naciones Unidas en la lucha internacional contra el sida y el hambre en el mundo, particularmente en África. Ningún gobierno extranjero la consideraba una amenaza.

Pero Malone no estaba seguro.

Nuevas amenazas surgían a diario, y de los lugares más extraños.

– Le veo muy ensimismado.

Levantó la mirada, descubriendo a Casiopea más allá de la pérgola. La mujer llevaba una ropa de montar negra ajustada que le sentaba muy bien.

– Pues estaba pensando en usted.

– Me siento halagada.

– Yo no lo estaría. -Malone hizo un gesto señalando su indumentaria-. Me estaba preguntando adónde iba.

– Trato de montar un poco cada mañana. Me ayuda a pensar.

Penetró en el cercado.

– Hice construir esto hace años como un tributo hacia mi madre. A ella le encantaba el aire libre.

Casiopea se sentó en un banco frente a él. Malone comprendió que había un propósito en su visita.

– Vi antes que tenía usted sus dudas sobre todo esto. ¿Es porque se niega a cuestionar su Biblia cristiana?

Malone no quería realmente hablar de ello, pero Casiopea parecía ansiosa.

– En absoluto. Es porque usted decidió cuestionar la Biblia. Parece que todo el mundo implicado en esta búsqueda tiene intereses personales. Usted, De Roquefort, Mark, Saunière, Lars, Stephanie. Hasta Geoffrey, que es un poquito raro, por decir algo, tiene sus planes.

– Deje que le diga algunas cosas y quizás verá que esto no es personal. Al menos, en mi caso.

Malone lo dudaba, pero quería oír lo que ella tenía que decir.

– ¿Sabía usted que en toda la historia sólo se han encontrado los restos de un hombre crucificado en Tierra Santa?

No lo sabía.

– La crucifixión era ajena a los judíos. Lapidaban, quemaban, decapitaban o estrangulaban para ejecutar la pena capital. La ley mosaica sólo permitía que un criminal que ya hubiera sido ejecutado colgara de un madero como un castigo adicional.

– «Porque el que es colgado es maldecido por Dios» -dijo, citando el Deuteronomio.

– Veo que conoce usted el Antiguo Testamento.

– Tenemos un poco de cultura allá en Georgia.

Ella sonrió.

– Pero la crucifixión era una forma corriente de ejecución romana. Varro, en el año 4 antes de Cristo, crucificó a más de dos mil. Floro, en el 66, mató a cerca de cuatro mil. Tito en el año 70 ejecutó a cinco mil en un día. Sin embargo, sólo se han hallado los restos de un único crucificado. Eso fue en 1968, justo al norte de Jerusalén. Los huesos databan del siglo primero, lo cual causó revuelo en un montón de gente. Pero el muerto no era Jesús. Se llamaba Yehochanan, medía en torno al metro y sesenta y siete y tendría entre veinticuatro y veinticinco años. Sabemos eso por la información escrita en su osario. Además, había sido atado a la cruz, no clavado, y no tenía rota ninguna de sus piernas. ¿Comprende usted la importancia de ese detalle?

Sí lo comprendía.

– Por asfixia, así es como uno moría en la cruz. La cabeza acababa por caer hacia delante, y se producía la privación de oxígeno.

– La crucifixión era una humillación pública. Las víctimas no deberían morir demasiado pronto. Para retrasar la muerte, se colocaba un trozo de madera bajo el cuerpo para poder sentar a la víctima en él, o un calzo en los pies sobre el que pudiera apoyarse. De esa forma, el acusado podía sostenerse y respirar. Al cabo de unos días, si la víctima no había agotado sus fuerzas, los soldados le rompían las piernas. De esa manera, ya no podía seguir apoyándose. La muerte llegaba rápidamente después.

Malone recordó los Evangelios.

– Una persona crucificada no podía deshonrar el Sabbath. Los judíos querían que los cuerpos de Jesús y los dos criminales ejecutados con Él fueran bajados al crepúsculo. De manera que Pilatos ordenó que se les rompieran las piernas a los dos criminales.

Ella asintió.

– «Pero cuando llegaron al lado de Jesús y vieron que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas.» Eso es de Juan. Siempre me he preguntado por qué Jesús murió tan rápidamente. Sólo llevaba colgado unas pocas horas. Generalmente, se tardaba días en morir. Y por qué los soldados romanos no le rompieron las piernas de todos modos, sólo para asegurarse de que moría? En vez de ello, dice Juan, le atravesaron el costado con una lanza y de la herida salió sangre y agua. Pero Mateo, Marcos y Lucas no mencionan este hecho.

– ¿Qué quiere usted decir con eso?

– De las decenas de miles que fueron crucificados, sólo se han encontrado los restos de uno de ellos. Y la razón es sencilla. En tiempos de Jesús, el entierro era considerado un honor. No existía mayor horror que el que tu cuerpo fuera abandonado a los animales. Todos los castigos supremos de Roma (ser quemado vivo, arrojado a las bestias o la crucifixión) tenían algo en común. No quedaba ningún cuerpo para enterrar. Las víctimas de la crucifixión eran dejadas colgando para que las aves las picotearan hasta dejar limpios sus huesos, y luego lo que quedaba era arrojado a una fosa común. Sin embargo, los cuatro Evangelios están de acuerdo en que Jesús murió en la novena hora, las tres de la tarde, y luego fue bajado de la cruz y enterrado.

Malone empezaba a comprender.

– Los romanos no habrían hecho eso.

– Ahí es donde la historia se complica. Jesús fue condenado a muerte, con el Sabbath a unas pocas horas. Sin embargo ordenaron que muriera por crucifixión, una de las maneras más lentas de matar a una persona. ¿Cómo podía pensar alguien que estuviera muerto antes del crepúsculo? El Evangelio de Marcos cuenta que hasta Pilatos se sorprendió de una muerte tan rápida, y le preguntó al centurión si todo estaba en orden.

– Pero ¿No fue torturado Jesús antes de ser clavado a la cruz?

– Jesús era un hombre fuerte en la flor de la vida. Estaba acostumbrado a recorrer grandes distancias bajo el calor. Sí, sufrió los azotes. Según la ley, debía recibir treinta y nueve latigazos. Pero en ninguna parte de los Evangelios se dice que le administraran realmente ese número. Y, después de su tormento, se sentía aún, al parecer, lo bastante fuerte para dirigirse a sus acusadores de una manera enérgica. De manera que existen pocas pruebas de que estuviera débil. Con todo, muere al cabo de tres horas solamente (sin que le hubieran roto las piernas) tras haber sido supuestamente alanceado en el costado.

– La profecía del Éxodo. Juan habla de ella en su Evangelio. Dice que todas estas cosas sucedieron para que se cumpliera la Escritura.

– El Éxodo habla de las restricciones de la Pascua y de que no se puede sacar ninguna clase de carne fuera de la casa. Tenía que ser comida en su interior, sin romper los huesos. Eso nada tiene que ver con Jesús. La referencia de Juan es un débil intento de continuidad con el Antiguo Testamento. Por supuesto, como he dicho, los otros tres Evangelios no mencionan en ningún momento lo de la lanza.

– Me imagino que lo que quiere usted decir, entonces, es que los Evangelios no son veraces.

– Ninguna información contenida en ellos tiene sentido. Están en contradicción, no sólo con ellos mismos, sino con la historia, la lógica y la razón. Nos hacen creer que un hombre crucificado, sin que le rompan sus piernas, muere al cabo de tres horas, y entonces se le permite el honor de ser enterrado. Por supuesto, desde un punto de vista religioso, tiene perfecto sentido. Los primeros teólogos trataban de atraer seguidores. Necesitaban elevar a Jesús de la categoría de hombre a la de Cristo Dios. Los evangelistas escribieron en griego y habrían conocido la historia helénica. Osiris, el consorte de la diosa Isis, murió a manos de Seth en un viernes, y luego resucitó tres días más tarde. ¿Por qué no Cristo también? Desde luego, para que Cristo se alzara de entre los muertos, tendría que haber habido un cuerpo identificable. Unos huesos pelados por los pájaros, y arrojados a una fosa común, no lo habrían sido. De ahí el entierro.

– ¿Eso era lo que Lars Nelle estaba tratando de probar?¿Que Cristo no se alzó de entre los muertos?

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No tengo ni idea. Todo lo que sé es que los templarios saben cosas. Cosas importantes. Lo suficiente para transformar una banda de nueve oscuros caballeros en una fuerza internacional. El conocimiento fue lo que alimentó su expansión. El conocimiento que Saunière redescubrió. Yo quiero ese conocimiento.

– ¿Y cómo podría haber ninguna prueba de nada, de un modo u otro?

– Tiene que haberla. Ya ha visto usted la iglesia de Saunière. Dejó un montón de pistas, y todas apuntan en la misma dirección. Debe de haber algo ahí… lo suficiente para convencerle a él de que debía seguir animando a los templarios en su búsqueda.

– Estamos soñando -dijo Malone.

– ¿Seguro?

Malone observó que finalmente la tarde se había disuelto en la oscuridad, y las colinas y bosques que los rodeaban formaban una masa compacta.

– Tenemos compañía -susurró Casiopea.

Él esperó a que la mujer se explicara.

– Durante mi paseo a caballo, me dirigí a uno de los promontorios. Allí divisé a dos hombres. Uno al norte, el otro al sur. Vigilando. De Roquefort le ha encontrado.

– No pensaba que el truco con el chivato lo retrasara mucho tiempo. Debió de suponer que vendríamos aquí. Y Claridon le habría mostrado el camino. ¿La vieron a usted?

– Lo dudo. Fui muy cuidadosa.

– Esto podría ser peligroso.

– De Roquefort es un hombre con prisa. Es impaciente, particularmente si se siente engañado.

– ¿Se refiere usted al diario?

Ella asintió.

– Claridon se dará cuenta de que está lleno de errores.

– Pero De Roquefort nos encontró. Estamos a un paso de él.

– Debe de saber muy poco. Por lo demás, ¿por qué preocuparse? Simplemente utiliza sus recursos y busca por sí mismo. No, él nos necesita.

Sus palabras tenían sentido, como todo lo demás que ella decía.

– Salió usted a caballo esperando encontrarlos, ¿no?

– Pensé que me estaban vigilando.

– ¿Siempre se muestra tan suspicaz?

Ella se dio la vuelta para quedarse de frente.

– Sólo cuando la gente tiene intención de hacerme daño.

– Me imagino que habrá usted considerado alguna línea de acción.

– Oh, sí. Tengo un plan.

LI

Abadía des Fontaines

Lunes, 26 de junio

12:40 am

De Roquefort estaba sentado ante el altar en la capilla principal, ataviado una vez más con su manto blanco. Los hermanos llenaban los bancos delante de él, cantando unas palabras que databan del Inicio. Claridon se encontraba en los archivos, examinando documentos. El maestre había dado instrucciones al archivero de que permitiera al pícaro loco el libre acceso a todo lo que pidiera… pero también que mantuviera una estrecha vigilancia sobre él. El informe procedente de Givors era que el château de Casiopea Vitt parecía dormido por la noche. Un hermano vigilaba desde delante, el otro por detrás. De modo que, como era poco lo que se podía hacer, decidió atender a sus deberes.

Una nueva alma iba a ser recibida en la orden.

Setecientos años atrás, cualquier iniciado hubiera sido de nacimiento legítimo, libre de deudas y físicamente apto para librar combates. La mayoría eran solteros, pero también se había permitido la condición honorífica a casados. Los criminales no constituían un problema, así como tampoco los excomulgados. A ambos se les permitía la redención. El deber de todo maestre había sido asegurarse de que la hermandad crecía.

La regla era clara: «Si cualquier caballero secular desea dejar la masa de gente caída en la perdición y abandonar este siglo, no se le negará el ingreso.» Pero eran las palabras de san Pablo las que habían formado la norma moderna de la iniciación: «Acoge al espíritu si procede de Dios.» Y el candidato que se arrodillaba ante él representaba su primer intento de ejecutar este mandato. Le disgustaba que semejante ceremonia gloriosa tuviera que celebrarse en plena noche tras unas puertas cerradas. Pero ése era el estilo de la orden. Su legado, el de De Roquefort -lo que él quería que apareciera anotado en las Crónicas mucho después de su muerte, -sería un retorno a la luz del día.

Los cánticos se detuvieron.

Se levantó del sillón de roble que había servido desde el Inicio de posición preeminente del maestre.

– Buen hermano -le dijo al candidato, que estaba arrodillado ante él, las manos sobre una Biblia-, pides una cosa grande. De nuestra orden, tú sólo ves una fachada. Nosotros vivimos en esta resplandeciente abadía, comemos y bebemos bien. Tenemos ropa, medicinas, educación y realización espiritual. Pero vivimos bajo unos severos mandamientos. Es duro convertirse en el siervo de otro. Si deseas dormir, tal vez te despierten. Si estás levantado, quizás te ordenen que te eches. Quizás no desees ir a donde te manden, pero tendrás que hacerlo. Difícilmente harás nada de lo que deseas. ¿Podrás soportar todas esas privaciones?

El hombre, de una edad próxima a los treinta años, con el cabello ya cortado, y su pálida cara recién afeitada, levantó la mirada y dijo:

– Sufriré todo aquello que agrade al Señor.

Sabía que el candidato era alguien típico. Había sido hallado en la universidad años atrás, y uno de los preceptores de la orden había vigilado los progresos del hombre mientras se informaba de su árbol genealógico e historia personal. Cuantas menos ataduras, mejor: por suerte, el mundo abundaba en almas a la deriva. Finalmente, se establecía el contacto directo, y, si el individuo se mostraba receptivo, era poco a poco iniciado en la regla, y se le hacían las preguntas realizadas a los candidatos durante siglos. ¿Estaba casado?¿Comprometido?¿Había hecho algún voto o adquirido un compromiso con alguna otra orden religiosa?¿Tenía deudas que no podía pagar?¿Alguna enfermedad oculta?¿Estaba agradecido a algún hombre o mujer por alguna razón?

– Buen hermano -le dijo De Roquefort al candidato-, en nuestra compañía, no debes buscar riquezas, ni honor, ni nada material. En vez de ello, debes buscar tres cosas. Primera, renuncia y rechazo a los pecados del mundo. Segunda, vivir al servicio de nuestro Señor. Y tercera, ser pobre y penitente. ¿Prometes a Dios y a Nuestra Señora que durante todos los días de tu vida obedecerás al maestre de este Templo?¿Que vivirás en castidad, y sin tener propiedad personal?¿Que observarás las costumbres de esta casa?¿Que nunca abandonarás esta orden, ni por decisión o por debilidad, ni en los tiempos malos ni en los buenos?

Estas palabras habían sido usadas desde el Inicio, y De Roquefort recordaba cuando le habían sido dirigidas a él, treinta años antes. Aún podía sentir la llama que se había encendido en su interior… un fuego que ahora quemaba con violenta intensidad. Ser un templario era importante. Significaba algo. Y estaba decidido a asegurarse de que cada candidato que vistiera el hábito durante su mandato comprendiera esa devoción.

Se enfrentó al hombre arrodillado.

– ¿Qué dices tú, hermano?

– Por amor a Dios, lo haré.

– ¿Comprendes que se te puede exigir la vida?

Y después de lo que había ocurrido los últimos días, esta pregunta parecía aún más importante.

– Sin duda.

– ¿Y por qué ofrecerías tu vida por nosotros?

– Porque mi maestre lo ordene.

La respuesta correcta.

– ¿Y harías esto sin objeción?

– Poner objeciones sería violar la regla. Mi tarea es obedecer.

De Roquefort hizo un gesto al pañero, que sacó de un cofre de madera un largo trozo de tela de sarga.

– Levántate -le dijo al candidato.

El joven se puso de pie, ataviado con un hábito de lana negro que cubría su delgado cuerpo de la cabeza a los pies desnudos.

– Quítate el hábito -le dijo, y el joven se sacó la prenda por la cabeza.

Debajo, el candidato iba vestido con una camisa blanca y pantalones negros.

El pañero se acercó con la tela y se mantuvo de pie a su lado.

– Te has quitado el sudario del mundo material -explicó De Roquefort-. Ahora te abrazamos con la tela de nuestra hermandad y celebramos tu renacimiento como un hermano de la orden.

Hizo un gesto y el pañero se adelantó y envolvió al candidato con la tela. De Roquefort había visto a muchos hombres llorar en este momento. Él mismo había tenido que esforzarse para contener sus emociones cuando la misma tela le envolvió en el pasado. Nadie sabía cuál era la antigüedad de ese sudario, pero había permanecido reverentemente en el cofre de la iniciación desde el Inicio. Conocía bien la historia de una de las primeras telas. Había sido usada para envolver a Jacques de Molay después de que el maestre fuera clavado a una puerta en el Temple de París. De Molay había permanecido echado dentro de la tela durante dos días, incapaz de moverse por sus heridas, demasiado débil para levantarse incluso. Mientras estaba así, las bacterias y los productos químicos de su cuerpo habían manchado las fibras y generado una imagen, que cincuenta años más tarde empezó a ser venerada por crédulos cristianos como el cuerpo de Cristo.

Siempre había considerado eso muy apropiado.

El maestre de los Caballeros del Temple -la cabeza de una supuesta orden herética- se convertía en el molde a partir del cual todos los posteriores artistas reproducían la cara de Cristo.

Levantó los ojos para mirar a la asamblea.

– Tenéis ante vosotros a nuestro más reciente hermano. Lleva el sudario que simboliza el renacimiento. Es un momento que todos hemos experimentado, un momento que nos une a todos nosotros. Cuando me elegisteis como maestre, os prometí un nuevo día, una nueva orden, una nueva dirección. Os dije que, en el futuro, dejaría de haber unos pocos que supieran más que muchos. Os prometí que encontraría nuestro Gran Legado.

Dio un paso adelante.

– En nuestros archivos, en este momento, se encuentra un hombre que posee el conocimiento que necesitamos. Por desgracia, mientras nuestro anterior maestre no hacía nada, otros, ajenos a la orden, han estado buscando. Yo personalmente seguí sus esfuerzos, observé y estudié sus movimientos, esperando la hora en que nos uniríamos a esa búsqueda. -Hizo una pausa-. Ese momento ha llegado. Tengo a algunos hermanos más allá de estas paredes que están buscando en este momento, y les seguirán algunos más de vosotros.

Mientras hablaba, dejó que su mirada se desviara a través de la iglesia hacia el capellán. Éste era un italiano de semblante solemne, el prelado jefe, el clérigo ordenado de más alto rango de la orden. El capellán dirigía a los sacerdotes, aproximadamente una tercera parte de los hermanos, hombres que escogían una vida dedicada solamente a Cristo. Las palabras del capellán tenían mucho peso, especialmente dado que el hombre hablaba muy poco. Al principio, en el momento de reunirse el consejo, el capellán había expresado en voz alta su preocupación por las recientes muertes.

– Se está usted moviendo demasiado deprisa -declaró el capellán.

– Estoy haciendo lo que la orden desea.

– Está haciendo lo que usted desea.

– ¿Hay alguna diferencia?

– Habla usted como el antiguo maestre.

– En ese aspecto tenía razón. Y aunque yo estaba en desacuerdo con él en muchísimas cosas, le obedecía.

Se sentía ofendido por la franqueza del joven, especialmente delante del consejo, pero era consciente de que había muchos hermanos que respetaban al capellán.

– ¿Qué quería usted que hiciera?

– Preservar la vida de los hermanos.

– Los hermanos saben que pueden ser llamados a entregar su vida.

– Esto no es la Edad Media. No estamos librando una cruzada. Estos hombres se han consagrado a Dios y jurado su obediencia a usted como prueba de su devoción. No tiene usted derecho a quitarles la vida.

– Trato de encontrar nuestro Gran Legado.

– ¿Con qué fin? Hemos podido pasar sin él durante setecientos años. No es importante.

De Roquefort se sintió escandalizado.

– ¿Cómo puede usted decir semejante cosa? Es nuestra herencia.

– ¿Y qué podría significar eso hoy?

– Nuestra salvación.

– Ya estamos salvados. Los hombres de aquí poseen todos unas almas buenas.

– Esta orden no se merece el destierro.

– Nuestro destierro es autoimpuesto. Estamos contentos con él.

– Yo no.

– Ésta es su lucha, no la nuestra.

Su ira iba creciendo.

– No tengo intención de ser desafiado.

– Maestre, aún no hace una semana, y se ha olvidado ya de dónde vino.

Mirando fijamente al capellán, intentó penetrar los rasgos de la rígida cara. Pensaba hacer lo que había dicho. No iba a ser desafiado. El Gran Legado tenía que ser hallado. Y las respuestas estaban con Royce Claridon y con aquellos que se encontraban ante el château de Casiopea Vitt.

De manera que ignoró la inescrutable mirada del capellán y se concentró en la multitud que estaba sentada ante él.

– Hermanos, recemos por el éxito.

LII

1:00 am

Malone se encontraba en Rennes, paseando por el interior de la iglesia de María Magdalena. Los detalles chillones le producían la misma sensación de incomodidad. La nave estaba vacía, salvo por un hombre que estaba de pie ante el altar, vestido con casulla. Cuando el hombre se dio la vuelta, el rostro le resultó familiar.

Bérenger Saunière.

– ¿Por qué está usted aquí? -preguntó Saunière con una voz estridente-. Ésta es mi iglesia. Mi creación. De nadie más. Sólo mía.

– ¿Y cómo es que es suya?

– Yo corrí el riesgo. Sólo yo.

– ¿Riesgo de qué?

– Aquellos que desafían al mundo siempre corren riesgos.

Entonces observó un agujero abierto en el suelo, justo delante del altar, y unos escalones que conducían a la oscuridad.

– ¿Qué hay ahí? -preguntó.

– El primer escalón en el camino de la verdad. Dios bendiga a todos aquellos que han guardado esa verdad. Dios bendiga su generosidad.

La iglesia que lo rodeaba repentinamente se desvaneció y se encontró en medio de una plaza arbolada que se extendía ante la embajada de Estados Unidos de Ciudad de México. La gente corría en todas direcciones, y los sonidos de los cláxones, el rechinar de los neumáticos y el rugir de los motores diesel no paraban de crecer.

Entonces se oyeron disparos.

Procedían de un coche que había frenado hasta detenerse. De él salían unos hombres. Disparaban contra una mujer de mediana edad y un joven diplomático danés que estaba disfrutando de su almuerzo en la sombra. Los infantes de Marina que guardaban la embajada reaccionaron, pero estaban demasiado lejos.

Él echó mano de su arma y disparó.

Cayeron cuerpos al pavimento. La cabeza de Cai Thorvaldsen reventó cuando las balas que iban dirigidas contra la mujer le dieron a él. Malone disparó a los dos hombres que habían iniciado el tiroteo, y entonces sintió que una bala le rasgaba el hombro.

El dolor hería sus sentidos.

Manaba sangre de la herida.

Se tambaleó, pero consiguió disparar a su atacante. La bala penetró en la oscura cara, que nuevamente se convirtió en la de Bérenger Saunière.

– ¿Por qué me disparó usted? -preguntó con calma Saunière.

Aparecieron las paredes de la iglesia reformada y las estaciones del Vía Crucis. Malone vio un violín sobre uno de los bancos. Un plato de metal descansaba sobre las cuerdas. Saunière flotó y esparció arena sobre el plato. Entonces deslizó un arco por las cuerdas y, cuando sonaron unas agudas notas, la arena se dispuso ella sola en un dibujo distinto.

Saunière sonreía.

– Cuando el plato no vibra, la arena permanece inmóvil. Si cambia la vibración, se crea otro dibujo. Uno diferente cada vez.

La estatua del sonriente Asmodeo cobraba vida, y la forma diablesca abandonaba la pila de agua bendita de la puerta principal y se dirigía hacia él.

– Es terrible este lugar -decía el demonio.

– No eres bienvenido aquí -gritaba Saunière.

– Entonces, ¿por qué me incluiste?

Saunière no respondía. Otra figura emergió de las sombras. Era el hombrecillo del hábito de monje de Leyendo las reglas de la caridad. Seguía con el dedo en los labios, indicando silencio, y transportaba el taburete en el que aparecía escrito acaboce a° 1681.

El dedo se apartaba y el hombrecillo decía:

– Yo soy el alfa y el omega, el comienzo y el fin.

Entonces el hombrecillo se desvanecía.

Aparecía una mujer, su cara oculta, vestida con ropas oscuras, sin adornos.

– Usted conoce mi tumba -decía.

Marie d’Hautpoul de Blanchefort.

– ¿Tiene usted miedo a las arañas? -preguntaba-. No le harán daño.

Sobre su pecho aparecían números romanos, brillantes como el sol. LIXLIXL. Bajo los símbolos se materializaba una araña, el mismo dibujo de la lápida sepulcral de Marie. Entre sus tentáculos había siete puntos. Pero los dos espacios próximos a la cabeza estaban vacíos. Con el dedo, Marie trazaba una línea desde su cuello, por el pecho, a través de las resplandecientes letras, hasta la imagen de la araña. Y aparecía una flecha allí donde habían estado sus dedos.

La misma flecha de dos puntas de la lápida sepulcral.

Él estaba flotando. Alejándose de la iglesia. A través de las paredes, saliendo al patio y al jardín de flores, donde la estatua de la Virgen se levantaba sobre la columna visigótica. La piedra ya no tenía aquel color gris deslustrado por el tiempo y el clima. En vez de ello, brillaban las palabras penitencia, penitencia y misión 1891.

Asmodeo reaparecía. El demonio decía:

– Con este signo lo vencerás.

Ante la columna visigótica se encontraba el cuerpo de Cai Thorvaldsen. Bajo él, un trozo de grasiento asfalto, de color carmesí por la sangre. Sus miembros estaban extendidos en retorcidos ángulos, como los de Cazadora Roja tras tirarse de la Torre Redonda. Sus ojos abiertos de par en par, como encandilados por el shock.

Oyó una voz. Aguda, seca, mecánica. Y vio un televisor con un hombre de bigote informando de las noticias, hablando sobre la muerte de una abogada mexicana y un diplomático danés, desconociéndose las causas de los asesinatos.

Y las secuelas posteriores.

– Siete muertos… Nueve heridos.

Malone se despertó.

Había soñado con la muerte de Cai Thorvaldsen anteriormente -en realidad, muchas veces-, pero nunca en relación con Rennes-le-Château. Su mente estaba al parecer llena de unos pensamientos que había encontrado difícil evitar cuando trataba, dos horas antes, de caer dormido. Finalmente había conseguido desaparecer, cómodamente instalado en una de las múltiples habitaciones del château de Casiopea Vitt. Ésta le había asegurado que sus gorilas, fuera, estarían vigilando y preparados por si De Roquefort decidía actuar durante la noche. Pero él se mostró de acuerdo con su valoración. Estaban a salvo, al menos hasta el día siguiente.

De manera que se durmió.

Pero su mente había seguido tratando de resolver el rompecabezas.

La mayor parte del sueño se desvaneció, pero recordaba la última parte… el locutor de la televisión informando del ataque en Ciudad de México. Se enteró más tarde de que Cai Thorvaldsen había estado saliendo con la abogada mexicana. Se trataba de una impetuosa y brava dama que investigaba a un misterioso cártel. La policía local se enteró de que había habido amenazas que ella ignoraba. La policía había estado en la zona, pero curiosamente ninguno de ellos andaba por allí cuando los pistoleros salieron de aquel coche. Ella y el joven Thorvaldsen estaban sentados en un banco, tomando su almuerzo. Malone andaba cerca, de regreso a la embajada, con una misión en la ciudad. Había usado su automática para abatir a los dos atacantes antes de que otros dos se dieran cuenta de que estaba allí. Nunca llegó a ver al tercero y cuarto hombres, uno de los cuales le metió una bala en el hombro izquierdo. Antes de caer inconsciente, consiguió disparar a su atacante, y el último hombre fue abatido por uno de los infantes de Marina de la embajada.

Pero no antes de que un montón de balas llovieran sobre un montón de personas.

Siete muertos… Nueve heridos.

Se incorporó en la cama.

Acababa de resolver el rompecabezas de Rennes.

LIII

Abadía des Fontaines

1:30 am

De Roquefort pasó la tarjeta magnética por el lector y se abrió el pestillo electrónico. Entró en los brillantemente iluminados archivos y se abrió paso a través de las estrechas estanterías, hasta donde estaba sentado Royce Claridon. En la mesa, delante de Claridon, había montones de escritos. El archivero, sentado a un lado, observaba pacientemente, tal como le habían ordenado hacer. De Roquefort hizo un gesto para que el hombre se retirara.

– ¿Qué ha podido descubrir? -le preguntó a Claridon.

– Los materiales que usted me indicó son interesantes. Nunca llegué a darme cuenta de hasta qué punto creció esta orden después de la Purga de 1307.

– Hay muchas cosas en nuestra historia.

– Descubrí una narración de cuando Jacques de Molay fue quemado en la hoguera. Muchos hermanos al parecer contemplaron ese espectáculo en París.

– Caminó hacia la hoguera el 13 de marzo de 1314, con la cabeza alta, y le dijo a la multitud: «Es más que justo que en un momento tan solemne, cuando a mi vida le queda tan poco tiempo, deba revelar el engaño que se ha practicado y hablar a favor de la verdad.»

– ¿Ha memorizado usted sus palabras? -preguntó Claridon.

– Es un hombre que merece la pena conocer.

– Muchos historiadores atribuyen a De Molay la desaparición de la orden. Se dice que era débil y complaciente con el poder.

– ¿Y qué dicen los textos que usted ha leído sobre él? -quiso saber De Roquefort.

– Que parecía fuerte y decidido e hizo planes antes de viajar de Chipre a Francia el verano de 1307. De hecho se anticipó a lo que Felipe IV había planeado.

– Nuestra riqueza y conocimiento fueron salvaguardados. De Molay se aseguró de eso.

– El Gran Legado. -Claridon asintió.

– Los hermanos se aseguraron de que sobreviviera. De Molay se encargó de ello.

Los ojos de Claridon parecían fatigados. Aunque era una hora tardía, De Roquefort funcionaba mejor de noche.

– ¿Ha leído usted las palabras finales de De Molay?

Claridon asintió con la cabeza.

– «Dios vengará nuestra muerte. No transcurrirá mucho tiempo antes de que la desgracia caiga sobre los que nos han condenado.»

– Se estaba refiriendo a Felipe IV y Clemente V, que conspiraron contra él y contra nuestra orden. El papa murió menos de un mes más tarde, y Felipe sucumbió siete meses después. Ninguno de los herederos de Felipe dio a luz a un hijo varón, por lo que el linaje real Capeto se extinguió. Cuatrocientos cincuenta años más tarde, durante la Revolución, el rey francés fue encarcelado, al igual que De Molay, en el Temple de París. Cuando la guillotina finalmente le cortó la cabeza a Luis XVI, un hombre sumergió su mano en la sangre del rey muerto y lanzó un capirotazo a la multitud, gritando: «Jacques de Molay, has sido vengado.»

– ¿Uno de los suyos?

De Roquefort asintió.

– Un hermano… llevado por la emoción del momento. Estaba allí, vigilando que la monarquía francesa fuera eliminada.

– Esto significa mucho para usted, ¿no?

No estaba particularmente interesado en compartir sus sentimientos con aquel extraño, pero quiso dejar las cosas claras.

– Soy maestre.

– No. Hay más cosas. Más que esto.

– No sabía que usted fuera todo un analista, además de agente de campo.

– Usted se puso delante de un coche a toda velocidad, desafiando a Malone a que le atropellara. Y también me habría usted quemado la carne de mis pies sin ningún remordimiento.

– Monsieur Claridon, miles de mis hermanos fueron arrestados… Todo ello por la codicia de un rey. Varios cientos fueron quemados en la hoguera. Irónicamente, sólo la mentira los hubiera librado. La verdad era su sentencia de muerte, ya que la orden no era culpable de ninguna de las acusaciones lanzadas contra ella. Esto es intensamente personal.

Claridon alargó la mano en busca del diario de Lars Nelle.

– Tengo algunas malas noticias. He leído gran parte de las notas de Lars, y hay algo que no va bien.

A De Roquefort no le gustó esa afirmación.

– Hay errores. Las fechas están mal. Las localizaciones difieren. Algunas fuentes están anotadas incorrectamente. Cambios sutiles, pero que, para un ojo adiestrado, son evidentes.

Por desgracia, De Roquefort no era lo bastante erudito para saber la diferencia. De hecho, él había esperado que el diario contribuiría a aumentar su conocimiento.

– ¿Se trata simplemente de errores de registro?

– Al principio, así lo creí. Luego, a medida que descubría más y más, empecé a dudar de ello. Lars era un hombre meticuloso. Hay un montón de información en el diario que yo ayudé a acumular. Esto es intencionado.

De Roquefort alargó la mano hacia el diario y pasó las páginas hasta encontrar el criptograma.

– ¿Y qué pasa con esto?¿Es correcto?

– No tengo manera de saberlo. Lars nunca me contó que hubiera descubierto la secuencia matemática que lo explica.

De Roquefort estaba preocupado.

– ¿Me está usted diciendo que el diario es inútil?

– Lo que estoy diciendo es que hay errores. Incluso algunas de las anotaciones del diario personal de Saunière están equivocadas. Yo mismo leí algunas de ellas hace mucho tiempo.

De Roquefort estaba confuso. ¿Qué estaba pasando allí? Recordó el último día de la vida de Lars Nelle, lo que el norteamericano le había dicho.

No podría usted encontrar nada, aunque lo tuviera ante sus narices.

Allí, de pie entre los árboles, se había sentido ofendido por la actitud de Nelle, pero admiraba el coraje del hombre… considerando que había una cuerda enrollada alrededor de su cuello. Unos minutos antes había observado cómo el norteamericano ataba la cuerda a uno de los montantes del puente, y luego aseguraba el nudo. Nelle se había subido entonces de un salto a la pared de piedra y mirado fijamente al oscuro río de abajo.

Él había seguido a Nelle todo el día, preguntándose qué estaba haciendo en los altos Pirineos. El pueblo cercano no tenía ninguna relación con Rennes-le-Château ni con ninguna de las investigaciones conocidas de Lars Nelle. Ahora se estaba aproximando la medianoche y la oscuridad envolvía el mundo a su alrededor. Sólo el borboteo del agua que corría bajo el puente perturbaba el silencio de las montañas.

Salió del follaje a la carretera y se acercó al puente.

Me estaba preguntando si acabaría usted por dejarse ver -dijo Nelle dándole la espalda-. Supuse que un insulto le haría salir.

– ¿Sabía que estaba ahí?

Estoy acostumbrado a que los hermanos me sigan. -Nelle finalmente se dio la vuelta hacia él y señaló la cuerda que llevaba en torno al cuello-. Si no le importa, me disponía a suicidarme.

Al parecer, la muerte no le asusta.

Yo morí hace mucho tiempo.

– ¿No teme usted a su Dios? Él no permite el suicidio.

– ¿Qué Dios? El polvo al polvo, ése es nuestro destino.

– ¿Y si estuviera usted equivocado?

No lo estoy.

– ¿Y qué pasa con su búsqueda?

No ha traído más que desgracias. Y por qué le preocupa mi alma?

No me preocupa. Pero lo de su búsqueda ya es otra cuestión.

Ustedes me han estado vigilando mucho tiempo. Incluso su maestre ha hablado conmigo. Por desgracia, la orden tendrá que continuar la búsqueda… sin que yo le indique el camino.

– ¿Era usted consciente de que lo vigilábamos?

Naturalmente. Los hermanos han tratado durante meses de conseguir mi diario.

Ya he dicho que es usted un hombre extraño.

Soy un hombre miserable que simplemente ya no quiere continuar viviendo. Una parte de mí lamenta esto. Por mi hijo, al que quiero. Y por mi mujer, que me ama a su manera. Pero ya no tengo deseos de seguir viviendo.

– ¿Y no hay maneras más rápidas de morir?

Nelle se encogió de hombros.

Detesto las armas, y el veneno me parece ofensivo. Desangrarme hasta la muerte no resulta atractivo, así que opté por colgarme.

De Roquefort se encogió de hombros.

Parece egoísta.

– ¿Egoísta? Le diré lo que es egoísta. Lo que la gente me ha hecho. Creen que en Rennes se oculta todo, desde la reencarnada monarquía francesa hasta alienígenas procedentes del espacio. ¿Cuántos investigadores nos han visitado con su equipo para profanar la tierra? Se han derribado paredes, cavado agujeros, excavado túneles. Incluso se han abierto tumbas y exhumado cadáveres. Los escritores han considerado todas las absurdas teorías imaginables… Todo para hacer dinero.

Estaba atónito ante aquel extraño discurso de un suicida.

He sido espectador mientras los médiums celebraban sesiones y los clarividentes tenían conversaciones con los muertos. Se ha fabulado tanto que, de hecho, la verdad resulta aburrida. Me obligaron a escribir ese galimatías. Tenía que aprovecharme de su fanatismo para vender libros. La gente quería leer tonterías. Es ridículo. Hasta yo me reía de mí mismo. ¿Egoísmo? Todos esos retrasados mentales son los que deberían llevar esa etiqueta.

– ¿Y cuál es la verdad sobre Rennes? -preguntó él con calma.

Estoy seguro de que le gustaría saberla.

De Roquefort decidió probar otro enfoque.

– ¿Se da cuenta de que es usted la única persona que podría resolver el rompecabezas de Saunière?

– ¿Que podría? Digamos mejor que lo he resuelto.

Recordó el criptograma que había visto en el informe del mariscal guardado en los archivos de la abadía, el que los curas Gélis y Saunière encontraron en sus iglesias, el que Gélis tal vez había muerto resolviéndolo.

– ¿No podría usted decírmelo?

Había casi una súplica en esta pregunta, una súplica que no le gustó.

Es usted como todos los demás… en busca de respuestas fáciles. ¿Dónde hay un desafío en eso? A mí me llevó años descifrar esa combinación.

Y supongo que la puso por escrito.

Eso ya lo descubrirá usted.

Es usted un hombre arrogante.

No, soy un hombre trastornado. Hay una diferencia. Ya ve, todos esos oportunistas que vinieron por su propio interés, para marcharse sin nada, me enseñaron algo.

Él esperó una explicación.

No hay absolutamente nada que encontrar.

Está usted mintiendo.

Nelle se encogió de hombros.

Tal vez, o tal vez no.

De Roquefort decidió dejar a Lars Nelle con su tarea.

Que encuentre usted la paz.

Se dio la vuelta y comenzó a irse.

Templario -gritó Nelle.

De Roquefort se detuvo y se dio la vuelta.

Voy a hacerle un favor. No se lo merece, porque lo que hicieron todos ustedes, los hermanos, fue crearme molestias. Pero tampoco su orden se merecía lo que le pasó. De modo que le daré una pista. Sólo usted la tendrá, y, si es inteligente, podría incluso resolver el rompecabezas. ¿Tiene papel y lápiz?

De Roquefort se acercó nuevamente a la pared, buscó en su bolsillo y sacó un pequeño bloc de notas y una pluma, que tendió a Nelle. El viejo garabateó algo, y luego le arrojó la pluma y el bloc a su lado.

Buena suerte -dijo Nelle.

Luego el norteamericano saltó por encima del pretil del puente. De Roquefort oyó cómo la cuerda se tensaba, así como un breve y rápido chasquido cuando el cuello se rompió. Acercó entonces el bloc a sus ojos y a la débil luz de la luna leyó lo que Lars Nelle había escrito.


ADI Ó S STEPHANIE


La mujer de Nelle se llamaba Stephanie. Movió la cabeza negativamente. Ninguna pista. Sólo un saludo final de un marido a su esposa.

Ahora ya no estaba tan seguro.

Decidió que dejar la nota junto con el cuerpo corroboraría el suicidio. De manera que tiró de la cuerda, izó el cadáver y metió el papel en el bolsillo de la camisa de Nelle.

Pero ¿Habían sido realmente aquellas palabras una pista?

– La noche en que Nelle murió, me dijo que había resuelto el criptograma y me ofreció esto.

Cogió un lápiz de la mesa y escribió adiós stephanie en un bloc.

– ¿Y eso es una solución? -preguntó Claridon.

– No lo sé. Nunca pensé que lo fuera, hasta este momento. Si lo que está usted diciendo es verdad, que el diario contiene errores deliberados, entonces lo dejaron para que nosotros lo encontráramos. Yo busqué ese diario mientras Lars Nelle estaba vivo, y luego después con su hijo. Pero Mark Nelle lo tenía guardado. Luego, cuando el hijo apareció aquí, en la abadía, me enteré de que llevaba el diario consigo el día de la avalancha. El maestre se apoderó de él y lo guardó bajo llave hasta hace sólo unas semanas. -Recordó el aparente paso en falso de Casiopea Vitt en Aviñón. Ahora sabía que no había sido ningún error-. Tiene usted razón. El diario carece de valor. Se había previsto que lo tuviéramos. -Señaló el bloc. -Pero quizás estas dos palabras tengan algún significado.

– O quizás sea también una información errónea, ¿no?

Lo cual era posible.

Claridon las estudió con evidente interés.

– ¿Qué fue lo que dijo exactamente Lars cuando le dio esto?

Se lo contó con precisión, terminando con:

– Una pista que puede ayudarle. Si es inteligente, podría incluso resolver el rompecabezas.

– Recuerdo algo que Lars me mencionó en una ocasión.

Claridon buscó encima de la mesa hasta que encontró unos papeles doblados.

– Éstas son notas que tomé en Aviñón a partir del libro de Stüblein referente a la lápida sepulcral de Marie d’Hautpoul. Mire aquí. -Claridon señaló una serie de números romanos: MDCOLXXXI-. Esto fue cincelado en la piedra, y es probablemente la fecha de su muerte, 1681. Y eso es descontando la «O», ya que no existe el cero en la numeración romana. Pero Marie murió en 1781, no en 1681. Y su edad es un error también. Tenía sesenta y ocho años, no sesenta y siete, como se indica, cuando murió.

Claridon cogió el lápiz y escribió 1681, 67 y adiós stephanie en el bloc.

– ¿Observa usted algo?

De Roquefort miró fijamente el escrito. No veía nada sobresaliente, pero nunca había sido muy experto en rompecabezas.

– Tiene usted que pensar como un hombre del siglo xviii. Bigou fue la persona que encargó la lápida sepulcral. La solución sería sencilla en un aspecto, pero difícil en otro, debido a las infinitas posibilidades. Divida la fecha de 1681 en dos números… 16 y 81. Uno más seis igual a siete. Ocho más uno igual a nueve. Siete, nueve. Sesenta y siete. No puede invertir el siete, pero el seis se convierte en un nueve cuando se le da la vuelta. De modo que siete y nueve otra vez. Cuente las letras en lo que le escribió Lars. Siete para adiós (goodbye). Nueve para stephanie. Creo que le dejó una pista.

– Abra el diario por el criptograma y pruebe.

Claridon pasó las páginas y encontró el dibujo.

– Hay varias posibilidades. Siete, nueve. Nueve, siete. Dieciséis. Uno, seis. Seis, uno. Empezaré con la más obvia. Siete, nueve.

De Roquefort observó mientras Claridon contaba a través de las filas de letras y símbolos, deteniéndose en la séptima, luego en la novena, anotando el carácter mostrado. Cuando terminó, aparecía itegoarcanadei.

– Es latín -dijo, viendo las palabras-. «I tego arcana dei.» Tradujo: «Oculto los secretos de Dios.»

Maldita sea.

– Ese diario es inútil -exclamó De Roquefort-. Nelle creó su propio rompecabezas.

Pero otra idea brotó en su cerebro. El informe del mariscal. También éste contenía un criptograma, obtenido a partir del abate Gélis. Supuestamente resuelto por el cura. Un criptograma que el mariscal había indicado que era idéntico al que Saunière encontró.

Tenía que hacerse con él.

– Hay otro dibujo en los libros que tiene Mark Nelle.

Los ojos de Claridon estaban encendidos.

– Me imagino que va usted a ir por él.

– Cuando salga el sol.

LIV

Givors, Francia

1:30 am

Malone estaba de pie en el salón, la espaciosa habitación iluminada por lámparas, los demás apiñados en torno a la mesa. Los había despertado a todos unos minutos antes.

– Conozco la respuesta -le dijo.

– ¿Del criptograma? -quiso saber Stephanie.

Él asintió con la cabeza.

– Mark me habló de la personalidad de Saunière. Resuelto y temerario. Y estoy de acuerdo con lo que dijo usted el otro día, Stephanie. La iglesia de Rennes no es ningún indicador del tesoro. Saunière nunca hubiera dado esa información, pero no pudo resistirse a señalar alguna cosita. El problema es que uno necesita un montón de piezas para formar el rompecabezas. Por suerte, tenemos la mayoría de ellas.

Alargó la mano para coger el libro Pierres Gravées du Languedoc, abierto todavía por las lápidas de Marie d’Hautpoul.

– Bigou es el individuo que dejó las verdaderas pistas. Se disponía a huir a Francia para no regresar jamás, de manera que ocultó criptogramas en ambas iglesias y dejó dos lápidas grabadas sobre una tumba vacía. Está la fecha errónea de muerte de 1681, la edad equivocada, sesenta y siete, y miren esos números romanos del pie (LIXLIXL): cincuenta, nueve, cincuenta, nueve, cincuenta. Si lo suma todo tiene ciento sesenta y ocho. Hizo también referencia al cuadro Leyendo las reglas de la caridad en el registro parroquial. Recuerden, en la época de Bigou, la fecha no estaba disimulada. De modo que habría sido 1681, no 1687. Hay un dibujo aquí. Señaló al grabado de la lápida sepulcral.

– Miren la araña grabada al pie. Había siete puntos colocados deliberadamente entre las patas, dejando dos espacios en blanco. ¿Por qué no incluir un punto entre todas? Miremos luego lo que hizo Saunière en el jardín ante la iglesia. Coge la columna visigoda, la vuelve cabeza abajo y graba misión 1891 y penitencia, penitencia en su cara. Sé que esto sonará absurdo, pero la verdad es que he soñado la relación que hay entre todas estas cosas.

Todo el mundo sonrió, pero nadie le interrumpió.

– El año pasado, Henrik, cuando Cai y los demás fueron muertos en Ciudad de México… Sueño con ello de vez en cuando. Es difícil apartar estas imágenes de la cabeza. Hubo un montón de muertos y heridos aquel día…

– Siete muertos. Nueve heridos -murmuró Stephanie.

La misma idea pareció pasar espontáneamente por cada una de las mentes de los reunidos, y Malone pudo ver comprensión, especialmente en el rostro de Mark.

– Cotton, podría estar usted en lo cierto. -Mark se sentó a la mesa-. 1681. Sumemos los primeros dos dígitos y luego los dos siguientes. Siete, nueve. El grabado de la columna. Saunière la volvió cabeza abajo para enviar un mensaje. La erigió en 1891, pero si se invierte esa fecha, da 1681. La columna está invertida para llevarnos en la dirección correcta. Siete, nueve, otra vez.

– Cuente ahora las letras -dijo Malone-. Siete en «misión» (mission). Nueve en «penitencia» (penitence). Eso es algo más que simple coincidencia. Y el ciento sesenta y ocho de los números romanos sobre la lápida sepulcral. Ese total está ahí por algún motivo. Sume uno a seis y a ocho, y tendrá siete y nueve. El patrón aparece por todas partes.

Alargó la mano en busca de una imagen en color de la estación n.° 10 del interior de la iglesia de María Magdalena.

– Miren aquí. Donde el soldado romano está arrojando los dados para jugarse la túnica de Cristo. Miren la cara del dado. Un tres, un cuatro y un cinco. Cuando Mark y yo estuvimos en la iglesia, me pregunté por qué habían sido elegidos estos números en particular. Mark, tú dijiste que Saunière supervisaba personalmente cada detalle que se incorporaba a esa iglesia. De manera que escogió esos números por una razón. Creo que lo importante aquí es la secuencia. El tres es primero, luego el cuatro y luego el cinco. Tres más cuatro siete, cuatro más cinco, nueve.

– Así que siete y nueve resuelven el criptograma -dijo Casiopea.

– Hay una forma de averiguarlo.

Mark hizo un gesto y Geoffrey le tendió la mochila. Mark abrió con cuidado el informe del mariscal y encontró el dibujo.

Se puso entonces a aplicar la secuencia siete, nueve, moviéndose a través de las trece líneas de letras y símbolos. A medida que lo hacía, anotaba cada carácter seleccionado:


TEMPLIERTRESORENFOUIAULAGUSTOUS


– Es francés -dijo Casiopea-. El idioma de Bigou.

Mark asintió.

– Las entiendo.

Añadió espacios para que el mensaje tuviera sentido:


TEMPLIER TRESOR EN FOUI AU LAGUSTOUS


– El tesoro templario puede ser hallado en Lagustous -tradujo Malone.

– ¿Dónde está Lagustous? -preguntó Henrik.

– No tengo ni idea -dijo Mark-. Y no recuerdo mención alguna de semejante lugar en los archivos templarios.

– He vivido en esta región toda mi vida -dijo Casiopea-, y no conozco ese lugar.

Mark parecía frustrado.

– Las Crónicas hablan específicamente de que los carros trasladaban el Legado a los Pirineos.

– ¿Por qué el abate hubiera puesto las cosas tan fáciles? -preguntó con calma Geoffrey.

– Tiene razón -dijo Malone-. Bigou podría haber incorporado una salvaguarda para que resolver la secuencia no fuera suficiente.

Stephanie parecía desconcertada.

– Yo no diría que esto ha sido fácil.

– Sólo porque las piezas están tan esparcidas, y algunas se han perdido para siempre -dijo Malone-. Pero en tiempos de Bigou existía todo, y él erigió la lápida para que todos lo vieran.

– Pero Bigou protegió su apuesta -dijo Mark-. El informe del mariscal indica específicamente que Gélis encontró un criptograma idéntico al de Saunière en su iglesia. Durante el siglo xviii, Bigou ejerció su ministerio en esa iglesia, así como en Rennes, de manera que escondió una señal en cada una.

– Confiando en que una persona muy curiosa encontraría alguna de ellas -dijo Henrik-. Que es precisamente lo que ha pasado.

– De hecho, Gélis resolvió el rompecabezas -dijo Mark-. Eso lo sabemos. Se lo dijo al mariscal. Dijo también que tenía sospechas sobre Saunière. Luego, unos días más tarde fue asesinado.

– ¿Por Saunière? -quiso saber Stephanie.

Mark se encogió de hombros.

– Nadie lo sabe. Siempre pensé que el mariscal podía ser sospechoso. Desapareció de la abadía semanas después del asesinato de Gélis, y no reveló en su informe la solución del criptograma.

Malone señaló el bloc.

– Ahora lo tenemos. Pero hemos de encontrar ese «Lagustous».

– Es un anagrama -dijo Casiopea.

Mark asintió.

– Igual que sobre la lápida sepulcral donde Bigou escribió «Et in arcadia ego» como un anagrama de «I tego arcana dei». Pudo haber hecho lo mismo aquí.

Casiopea estaba estudiando el bloc y de pronto su mirada irradió conocimiento.

– Lo sabe, ¿verdad? -preguntó Malone.

– Creo que sí.

Todos esperaron.

– En el siglo décimo un opulento barón llamado Hildemar conoció a un hombre llamado Agulous. Los parientes de Hildemar tomaron a mal la influencia de Agulous sobre él en oposición a su familia. Hildemar cedió todas sus tierras a Agulous, el cual convirtió el castillo en una abadía a la que se unió el propio Hildemar. Mientras estaban arrodillados en oración en la capilla de la abadía, Agulous e Hildemar fueron asesinados por unos sarracenos. Ambos fueron finalmente canonizados por los católicos. Hay un pueblo allí todavía. A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí: St. Agulous.

Alargó la mano en busca de una pluma y convirtió «lagustous» en «St. Agulous».

– Había propiedades templarias allí -dijo Mark-. Una gran encomienda, pero desapareció.

– Ese castillo, que se convirtió en abadía, sigue allí -dejó claro Casiopea.

– Tenemos que ir -dijo Henrik.

– Eso podría ser un problema -replicó Mark-. Nuestra anfitriona permitió a De Roquefort que se hiciera con el diario de papá. En cuanto comprenda que ese objeto es inútil, su actitud cambiará.

– Tenemos que salir de aquí sin ser descubiertos -indicó Mark.

– Somos muchos -dijo Henrik-. Lograr algo así sería un desafío.

Casiopea sonrió.

– Me gustan los desafíos.

LV

7:30 am

De Roquefort se abrió camino a través del bosque de altos pinos, el suelo bajo sus pies plateado por el blanco brezo. Un perfume de miel flotaba en el aire matutino. Las rocas de arenisca roja que lo rodeaban aparecían envueltas por una fina niebla. Un águila penetraba y salía de la niebla, merodeando en busca de su desayuno. De Roquefort había tomado el suyo con los hermanos, en medio del tradicional silencio, mientras les eran leídas las Escrituras.

Tenía que dar crédito a Claridon. Éste había descifrado el criptograma con la combinación de siete y nueve, y revelado el secreto. Por desgracia, el mensaje era inútil. Claridon le dijo que Lars Nelle había encontrado un criptograma en un manuscrito no publicado de Noël Corbu, el hombre que había difundido gran parte de la ficción que corría sobre Rennes a mediados del siglo xx. Pero ¿Había modificado Nelle el rompecabezas?¿O lo había hecho Saunière?¿Fue la frustrante solución lo que llevó a Lars Nelle a suicidarse? Todo aquel esfuerzo, y cuando finalmente conseguía descifrar lo que Saunière había dejado, no le decía nada. ¿Era eso lo que Nelle quería decir cuando declaró: «No hay absolutamente nada que encontrar»?

Era difícil de saber.

Pero, maldita sea, iba a averiguarlo como fuera.

Un cuerno sonó en la lejanía procedente del castillo. El trabajo diario iba a empezar. Allá delante, descubrió a uno de sus centinelas. Había hablado con el hombre por teléfono móvil durante el viaje hacia el norte desde la abadía, y por él supo que todo estaba tranquilo. A través de los árboles divisó el château, a un par de cientos de metros de distancia, bañado por un filtrado sol matutino.

Se acercó al hermano, que le informó de que, una hora antes, un grupo de once hombres y mujeres habían llegado a pie. Todos vestidos de época. Llevaban en el interior desde entonces. El segundo centinela había informado de que la parte trasera del edificio se mantenía tranquila. Nadie había entrado o salido. Mucho movimiento interior se había producido dos horas antes… luces en las habitaciones, actividad de los sirvientes. La propia Casiopea Vitt salió en un momento dado al exterior y se dirigió a los establos; luego volvió.

– Hubo actividad también alrededor de la una de la madrugada -le informó el hermano-. Se encendieron luces en los dormitorios, y luego en una habitación de abajo. Aproximadamente una hora más tarde, las luces se apagaron. Parece que todos han estado despiertos durante un rato, y luego se han vuelto a dormir.

Quizás su noche había sido tan reveladora como la de él.

– Pero ¿No salió nadie de la casa?

El hombre negó con la cabeza.

Buscó la radio en su bolsillo y comunicó con el jefe del equipo de diez caballeros que había traído consigo. Aparcaron sus vehículos a un kilómetro y medio de distancia y fueron andando a través del bosque hacia el château. Les había ordenado que rodearan silenciosamente el edificio y luego esperaran sus instrucciones. Le informaron de que los diez hombres estaban en posición. Contando los dos que ya estaban aquí, y a él mismo, trece hombres armados… Más que suficientes para llevar a cabo la tarea.

Era irónico, pensó. Los hermanos estaban una vez más en guerra contra un sarraceno. Setecientos años atrás, los musulmanes derrotaron a los cristianos y recuperaron Tierra Santa. Ahora otra musulmana, Casiopea Vitt, se había entrometido en los asuntos de la orden.

– Maestre.

Su atención se desvió al château y su entrada principal, de donde estaba saliendo gente, todos vestidos con los atuendos campesinos de la Edad Media. Los hombres con sencillas sobrepellices marrones sujetas con cuerdas alrededor de la cintura, las piernas enfundadas en calzas oscuras, los pies cubiertos por calzados ligeros. Algunos exhibían brazaletes atados a sus tobillos. Las mujeres llevaban largos vestidos grises y refajos atados en torno de las caderas con cordeles de delantal. Sombreros de paja, gorros de alas anchas…, y la cabeza cubierta con una capucha. El día anterior, había observado que todos los obreros del yacimiento de Givors llevaban ropas de época, como parte de la atmósfera anacrónica que el lugar estaba concebido para evocar. Una pareja de obreros empezó a empujarse mutuamente con buen humor mientras el grupo se dirigía lentamente hacia el sendero que conducía a la construcción.

– Quizás se trata de una especie de reunión -dijo el hermano que se encontraba junto a él-. Han venido al château y ahora van a la obra.

De Roquefort estuvo de acuerdo. Casiopea Vitt supervisaba personalmente el proyecto de Givors, de modo que era razonable suponer que algunos trabajadores se reunían con ella.

– ¿Cuántos entraron?

– Once.

Contó. Había salido el mismo número. Estupendo. Era hora de actuar. Se acercó la radio a los labios y ordenó:

– Entrad.

– ¿Cuáles son nuestras órdenes? -preguntó la voz al otro extremo de la línea.

De Roquefort estaba cansado de jugar con su oponente.

– Haced todo lo necesario para contenerlos hasta que yo llegue.


Entró en el château por la cocina, una enorme sala repleta de objetos de acero inoxidable. Habían transcurrido quince minutos desde que diera la orden de tomar la mansión, y la operación se había llevado a cabo sin un disparo. De hecho, los ocupantes estaban desayunando cuando los hermanos se abrieron paso por la planta baja. Había hombres apostados en todas las salidas y ante las ventanas del comedor, con el fin de desbaratar toda esperanza de huir.

Estaba encantado. No quería llamar la atención.

Mientras cruzaba las múltiples habitaciones, admiró las paredes cubiertas de brocados llenos de color, pintados techos, cinceladas pilastras, arañas de cristal y muebles enfundados con damascos de diferentes tonos. Casiopea Vitt tenía buen gusto.

Encontró el comedor y se preparó para enfrentarse con Mark Nelle. Los demás serían asesinados y sus cuerpos enterrados en el bosque, pero Mark Nelle y Geoffrey serían devueltos a la abadía para disciplinarlos. Necesitaba dar ejemplo con ellos. La muerte del hermano en Rennes debía ser vengada.

Cruzó un espacioso vestíbulo y entró en el comedor.

Los hermanos rodeaban la habitación, sus armas en la mano. Recorrió con la mirada la larga mesa y registró seis caras.

Ninguna de las cuales reconoció.

En lugar de ver a Cotton Malone y Stephanie Nelle, Mark Nelle, Geoffrey y Casiopea Vitt, los hombres y mujeres reunidos en torno de la mesa eran unos extraños, vestidos todos con vaqueros y camisas.

Trabajadores del yacimiento de la construcción.

Maldita sea.

Habían escapado ante sus mismas narices.

Contuvo su creciente ira.

– Retenedlos aquí hasta que regrese -le dijo a uno de los caballeros.

Salió de la casa y anduvo con calma hacia el sendero arbolado que se dirigía al aparcamiento. A esta temprana hora del día había sólo unos pocos vehículos. Pero el coche de alquiler de Cotton Malone, que estaba aparcado allí cuando él llegó, había desaparecido.

Meneó la cabeza.

Ahora estaba perdido, sin ninguna idea de adonde habrían ido.

Uno de los hermanos que había dejado en el interior del château salió corriendo de detrás del edificio. De Roquefort quiso saber por qué el hombre había abandonado su puesto.

– Maestre -dijo el hombre-, una de las personas de dentro del château me ha dicho que Casiopea Vitt les pidió que vinieran al château temprano hoy, vestidos con su atuendo de trabajo. Seis de ellos cambiaron sus ropas y ella les dijo a todos que disfrutaran de su desayuno.

– Todo eso ya lo había supuesto. ¿Qué más?

El hombre le tendió un teléfono móvil.

– El mismo empleado me ha dicho que le habían dejado una nota diciendo que vendría usted. Cuando lo hiciera, él tenía que entregarle a usted este teléfono, junto con esto.

Lo desplegó y leyó el pedazo de papel.

La respuesta ha sido hallada. Llamaré antes de la puesta de sol para informarle.

Necesitaba saber.

– ¿Quién escribió esto?

– El empleado ha dicho que lo dejaron durante el intercambio de ropas juntamente con las instrucciones de que se le diera directamente a usted.

– ¿Cómo lo has conseguido?

– Cuando él mencionó su nombre, simplemente le dije que yo era usted y él me lo tendió.

¿Qué estaba pasando aquí?¿Había un traidor entre sus enemigos? Al parecer, así era. Como no tenía la menor idea de adonde habían ido, no tenía alternativa.

– Retira a los hermanos y regresemos a la abadía.

LVI

10:00 am

Malone se maravilló ante los Pirineos, que eran bastante parecidos a los Alpes en cuanto a aspecto y majestad. Separando a Francia de España, las crestas parecían extenderse hasta el infinito, cada uno de aquellos mellados picos rematado por un deslumbrante manto de nieve; las elevaciones menores, una mezcla de verdes laderas y despeñaderos de color púrpura. Entre las cimas se encontraban valles soleados, profundos y amenazadores, lugares frecuentados antaño por Carlomagno, los francos, los visigodos y los árabes.

Habían cogido dos coches… el suyo de alquiler y el Land Rover de Casiopea, que ella siempre tenía aparcado donde las obras de construcción. Su salida del château había sido inteligente -la estratagema, al parecer, había funcionado, pues no se veían perseguidores- y, una vez fuera, registraron cuidadosamente los vehículos en busca de cualquier dispositivo electrónico de seguimiento. Malone empezó a tener confianza en Casiopea. Era imaginativa.

Una hora antes, cuando se dirigían a las montañas, se detuvieron y compraron ropa en un mercado de las afueras de Aix-les-Thermes, que abastecía de comida a excursionistas y esquiadores. Sus túnicas multicolores y largas batas habían provocado miradas de extrañeza, pero ahora iban vestidos con vaqueros, camisas, botas y chaquetas de piel, listos para lo que pudiera presentarse.

St. Agulous se encontraba encaramado en el borde de un precipicio, rodeado de colinas que formaban terrazas, al final de una estrecha carretera que serpenteaba montaña arriba a través de un paso difuminado por las nubes. El pueblo, no mucho mayor que Rennes-le-Château, era una masa de edificios de arenisca gastada por el tiempo que parecían haberse fundido con la roca.

Malone se detuvo, evitando entrar en la población, manteniéndose en un estrecho sendero de tierra. Casiopea le seguía. Ambos bajaron de sus vehículos al frío aire de la montaña.

– No creo que sea una buena idea que entremos todos -dijo-. Éste no parece un lugar que reciba un montón de turistas.

– Tiene razón -dijo Mark-. Papá siempre se acercaba a estos pueblos con cautela. Dejen que Geoffrey y yo lo hagamos. Un par de excursionistas. Eso no es nada insólito en verano.

– ¿No cree usted que yo causaría una buena impresión? -preguntó Casiopea.

– Causar impresión no es problema para usted -dijo Malone, sonriendo-. Conseguir que la gente olvide esa impresión, eso ya es otra cosa.

– ¿Y quién le ha puesto a usted al mando? -quiso saber Casiopea.

– Yo lo he hecho -declaró Thorvaldsen-. Mark conoce estas montañas. Habla la lengua. Dejemos que vayan él y el hermano.

– Entonces, no faltaba más -dijo ella-. Que vayan.


Mark iba delante cuando él y Geoffrey cruzaron tranquilamente la puerta principal y entraron en una pequeña plaza sombreada por árboles. Geoffrey llevaba todavía la mochila con los dos libros, de manera que su aspecto era el de un par de excursionistas que habían salido a dar un paseo por la tarde. Las palomas volaban en círculo por encima de la jungla de negros tejados de pizarra, luchando con las ráfagas de viento que soplaban a través de las hendiduras y empujaban las nubes hacia el norte, por encima de las montañas. De una fuente en el centro de la plaza, cubierta de verdín por el paso del tiempo, manaba agua. No había nadie a la vista.

Una calle adoquinada que salía de la plaza estaba bien conservada y recibía a trechos la luz del sol. El golpeteo de unas pezuñas anunció la aparición de una peluda cabra, que se desvaneció por otra callejuela lateral. Mark sonrió. Como tantos otros pueblos de esa región, aquél no era un lugar donde mandara el reloj.

El único vestigio de cualquier posible gloria del pasado procedía de la iglesia, que se alzaba al final de la plaza. Un tramo de amplias escaleras bajas conducía a una iglesia románica. El edificio en sí, no obstante, era más bien gótico, su campanario de extraña forma octogonal, algo que inmediatamente llamó la atención de Mark. No recordaba haber visto otro igual en la región. El tamaño y grandeza de la iglesia revelaba una prosperidad y un poder perdidos.

– Resulta interesante que una pequeña población como ésta tenga una iglesia de este tamaño -dijo Geoffrey.

– He visto otras parecidas. Hace quinientos años, esto era un floreciente mercado. Una iglesia así habría sido imprescindible.

Apareció una joven. Las pecas le daban un aire de campesina. Sonrió, y luego entró en una pequeña tienda de comestibles. A su lado había lo que parecía ser una estafeta de Correos. Mark se preguntó sobre el extraño capricho del destino que había al parecer preservado a St. Agulous de los sarracenos, los españoles, los franceses y los cruzados francos que pusieron fin al catarismo.

– Empecemos por ahí -dijo, señalando a la iglesia-. El cura puede ser de utilidad.

Entraron en una compacta nave rematada por un techo salpicado de estrellas, de un vívido azul. No había estatuas que decoraran las sencillas paredes de piedra. Del altar colgaba una cruz de madera. Gastadas tablas, cada una de ellas al menos de sesenta centímetros de ancho, cubrían el suelo y crujían a cada paso. Donde la iglesia de Rennes se veía animada por detalles de mal gusto, en esta nave reinaba una quietud poco usual.

Mark observó el interés de Geoffrey por el techo. Sabía lo que el hermano estaba pensando. El maestre había usado una túnica azul con estrellas doradas los últimos días de su vida.

– ¿Coincidencia? -quiso saber Geoffrey.

– Lo dudo.

De las sombras próximas al altar surgió un anciano. Sus encorvados hombros apenas cubiertos por un holgado hábito marrón. Caminaba con un paso entrecortado que le recordó a Mark una marioneta colgando de cordeles.

– ¿Es usted el sacerdote? -le preguntó al hombre en francés.

Oui, monsieur.

– ¿Cómo se llama esta iglesia?

– La capilla de St. Agulous.

Mark observó que Geoffrey se adelantaba unos pasos, hasta el primer banco ante el altar.

– Es un lugar tranquilo.

– Los que vienen aquí se pertenecen sólo a sí mismos. Es un sitio tranquilo.

– ¿Cuánto tiempo hace que es usted el cura?

– Oh, hace muchos años. No parece que nadie más quiera servir aquí. Pero a mí me gusta.

Mark recordó lo que sabía.

– En esta zona, antaño, se escondían los bandoleros españoles, ¿no es verdad? Entraban en España, aterrorizaban a las gentes, robaban en las granjas, y luego regresaban silenciosamente a las montañas, a salvo, aquí en Francia, lejos del alcance de las autoridades españolas.

El cura asintió.

– Para saquear España tenían que vivir en Francia. Y ni una sola vez tocaron a un francés. Pero eso fue hace un montón de tiempo.

Mark continuó estudiando el austero interior de la iglesia. Nada sugería que el edificio albergara un gran secreto.

– Abate -dijo-, ¿ha oído usted alguna vez el nombre de Bérenger Saunière?

El anciano lo pensó un instante, y luego negó con la cabeza.

– ¿Es un nombre que alguien haya mencionado alguna vez en este pueblo? -insistió Mark.

– No acostumbro a escuchar las conversaciones de mis feligreses.

– Tampoco quiero decir que lo haga. Pero es un nombre que usted recordaría si alguien lo mencionase, ¿no?

De nuevo negó con la cabeza.

– ¿Cuándo fue construida esta iglesia?

– En 1732. Pero el primer edificio fue erigido en el siglo xiii. Muchos más vinieron posteriormente. Desgraciadamente, no queda nada de esas primeras edificaciones.

La atención del anciano se dirigió a Geoffrey, que seguía merodeando cerca del altar.

– ¿Le molesta? -preguntó Mark.

– ¿Qué está buscando?

«Buena pregunta», pensó Mark.

– Quizás está orando y desea estar cerca del altar, ¿no?

El abate se volvió hacia él.

– Miente usted muy mal.

Mark se dio cuenta de que el viejo que se encontraba ante él era mucho más inteligente de lo que quería dar a entender su interlocutor.

– ¿Por qué no me dice usted lo que quiero saber? -preguntó Mark.

– Es usted igual que él.

Mark tuvo que esforzarse por ocultar su sorpresa.

– ¿Conocía usted a mi padre?

– Vino a esta región muchas veces. Hablamos a menudo.

– ¿Le dijo a usted algo?

El cura movió negativamente la cabeza.

– Usted lo sabrá mejor.

– ¿Sabe usted lo que debo hacer?

– Su padre me dijo que si alguna vez venía usted aquí, debería saber ya lo que tenía que hacer.

– ¿Sabe usted que está muerto?

– Naturalmente. Me lo dijeron. Se quitó la vida.

– No necesariamente.

– Eso es fantasear. Su padre era un hombre desgraciado. Vino aquí buscando, pero, por desgracia, no encontró nada. Eso lo frustró. Cuando me enteré de que se había suicidado, no me sorprendí. No había paz para él en esta tierra.

– ¿Habló con usted de estas cosas?

– Muchas veces.

– ¿Por qué me mintió usted sobre que nunca había oído el nombre de Bérenger Saunière?

– No le mentí. Nunca había oído ese nombre.

– ¿Mi padre no se lo mencionó nunca?

– Ni una sola vez.

Otro enigma se alzaba ante él, tan frustrante e irritante como Geoffrey, que ahora estaba regresando a su lado. La iglesia que lo rodeaba evidentemente no contenía respuestas, de modo que preguntó:

– ¿Qué me dice de la abadía de Hildemar, el castillo que éste cedió a St. Agulous en el siglo xiii?¿Queda en pie algo de eso?

– Oh, sí. Esas ruinas aún existen. Arriba en las montañas. No lejos de aquí.

– ¿Ya no es una abadía?

– Santo Dios, no. Nadie la ocupa desde hace trescientos años.

– ¿Mencionó alguna vez mi padre ese lugar?

– Lo visitó muchas veces, pero no encontró nada. Lo cual no hizo más que aumentar su frustración.

Tenían que irse. Pero quería saber.

– ¿Quién es el dueño de las ruinas de la abadía?

– Fueron compradas hace años. Por un danés. Un tal Henrik Thorvaldsen.

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