Joseph Wambaugh
Los nuevos centuriones

PRINCIPIOS DEL VERANO DE 1960

1 El corredor

Tendido y agotado, Serge Duran contemplaba embobado a Augustus Plebesly que corría inexorablemente alrededor de la pista. "Es un nombre ridículo -pensó Serge -Augustus Plebesly. Es un nombre ridículo para un enano canijo que sabe correr como un maldito antílope."

Plebesly corría codo con codo y al mismo ritmo que el oficial Randolph, el temido encargado del adiestramiento de la policía. Si Randolph aceptaba el reto, no se detendría jamás. Veinte vueltas completas a la pista. Veinticinco. Hasta que no quedaran más que cuarenta y nueve cadáveres en atuendo de gimnasia y cuarenta y nueve charcos de vómitos. Serge ya había vomitado una vez y sabía que iba a repetirlo.

– ¡Levántate, Durán! -tronó una voz desde arriba.

Los ojos de Serge se concentraron en una masa borrosa de pie junto a él.

– ¡Levántate! ¡Levántate! – rugió el oficial Randolph, que había mandado detenerse al desventurado y fatigado grupo de cadetes.

Tambaleándose, Serge se levantó y se acercó renqueando a sus compañeros de clase mientras el oficial Randolph corría para alcanzar a Plebesly. Porfirio Rodríguez retrocedió y propinó a Serge una palmada en el hombro.

– No te rindas, Sergio -dijo Rodríguez jadeando -. Sigue con ellos, hombre.

Serge no le hizo caso y avanzó vacilando, presa de la angustia. "Es como un tramposo de Tejas -pensó-. Teme que le avergüence frente a losgabachos. Si yo no fuera mexicano, me dejaría tendido hasta que me creciera hierba de las orejas."

Si por lo menos pudiera recordar cuántas vueltas completas a la pista habían corrido. Veinte era el record que habían alcanzado hasta hoy, y hoy hacía calor, por lo menos treinta y cinco grados. Y hacía bochorno. Sólo llevaban cuatro semanas en la academia de la policía. Todavía no estaban en forma. Randolph no se atrevería a hacerles correr hoy más de veinte vueltas. Serge se inclinó hacia adelante y concentró su atención en colocar un pie delante del otro.

Al cabo de otra media vuelta, no pudo soportar por más tiempo el ardor del pecho. Saboreó algo extraño y se atragantó de pánico; iba a desmayarse. Pero, afortunadamente, Roy Fehler escogió precisamente aquel momento para caerse de cara provocando la caída de otros ocho cadetes de la policía. Serge le dio silenciosamente las gracias a Fehler, que sangraba por la nariz. La clase había perdido su ímpetu y se produjo una pequeña insubordinación al ir cayendo los cadetes de rodillas, doblándose uno tras otro. Sólo Plebesly y unos pocos más permanecieron de pie.

– ¡Vosotros queréis ser policías de Los Ángeles! -gritó Randolph-. ¡No servís ni para lavar los coches de la policía! ¡Y os garantizo una cosa: si no os levantáis dentro de cinco segundos, jamás subiréis a uno!

Uno a uno, los malhumorados cadetes fueron levantándose y pronto estuvieron todos de pie, exceptuando a Fehler, que intentaba sin éxito detener la hemorragia nasal, tendido de espaldas con su apuesto rostro ladeado hacia el blanco sol. El pálido cabello de Fehler cortado en cepillo aparecía veteado de polvo y sangre. El oficial Randolph avanzó hacia él.

– Muy bien, Fehler, ve a tomarte una ducha y ponte en contacto con el sargento. Te llevaremos al Central Receiving Hospital para que te examinen con rayos X.

Serge miró temerosamente a Plebesly, que estaba efectuando algunas flexiones de rodillas para conservar la soltura. "Oh no -pensó Serge-, ¡aparenta estar cansado, Plebesly! ¡Sé humano! ¡Qué estúpido eres, vas a contrariar a Randolph!"

Serge advirtió que el oficial Randolph observaba a Plebesly, pero el instructor se limitó a decir:

– Muy bien, alfeñiques. Basta de correr por hoy. Tendeos de espaldas y haremos unos cuantos levantamientos.

Con alivio, la clase empezó la menos penosa sesión de gimnasia y autodefensa. Serge hubiera deseado no ser tan corpulento. Le hubiera gustado que le emparejaran con Plebesly para poder triturar al muy bastardo cuando practicaran presas de policía.

Tras varios minutos de levantamientos, elevación de piernas e incorporaciones, Randolph gritó:

– ¡Está bien, uno y dos! ¡Adelante!

La clase formó un círculo y Serge volvió a encontrarse emparejado con Andrews, el hombre que avanzaba a su lado en formación. Andrews era corpulento, más corpulento incluso que Serge, e infinitamente más duro y fuerte. Al igual que Plebesly, Andrews parecía estar decidido a hacerlo lo mejor que pudiera y el día anterior casi había estado a punto de asfixiar a Serge sumiéndole en la inconsciencia cuando practicaban ejercicios de estrangulación. Al recuperarse, Serge agarró ciegamente a Andrews por la camisa y le murmuró una violenta amenaza que más tarde no pudo recordar al calmarse su cólera. Para su asombro, Andrews se excusó, con una mirada de miedo en su ancho y llano rostro, al advertir que había lastimado a Serge. Se disculpó tres veces el mismo día y su expresión se iluminó cuando Serge le aseguró al final que no estaba resentido. "No es más que un Plebesly más crecido -pensó Serge -. Estos tipos aplicados son todos iguales. Son tan tremendamente serios que no se les puede odiar como se debiera."

– Muy bien, ahora cambio -gritó Randolph -, Esta vez dos y uno.

Cada hombre cambió con su compañero. Esta vez Andrews interpretaba el papel de sospechoso y la misión de Serge era controlarle.

– Muy bien, probemos otra vez el "camine" -gritó Randolph-. Y hacedlo bien esta vez. ¿Preparados? ¡Uno!

Serge tomó la ancha mano de Andrews al contarse uno pero advirtió que la presa del camine se había desvanecido en la oscuridad intelectual que provocan transitoriamente quince o más vueltas completas por la pista.

– ¡Dos!-gritó Randolph.

– ¿Esto es el camine, Andrews? -murmuró Serge al ver a Randolph ayudar a otro cadete que parecía estar aún más confuso.

Andrews respondió girando su propia mano en la posición de camine y parpadeando para que Randolph pensara que Serge le estaba retorciendo dolorosamente la mano y que se trataba por tanto de un camine como era debido. Al pasar, Randolph asintió satisfecho al comprobar el dolor que Serge estaba infligiendo.

– No te estoy haciendo daño, ¿verdad? -susurró Serge.

– No, estoy bien -dijo Andrews sonriendo y dejando al descubierto sus grandes dientes separados.

"No se puede odiar a estos individuos serios", pensó Serge, y miró a su alrededor tratando de descubrir a Plebesly entre el sudoroso círculo de cadetes vestidos de gris. No había más remedio que admirar el control que el presumido ejercía en su delgado y pequeño cuerpo. En la primera prueba de calificación física, Plebesly había realizado veinticinco barbillas perfectas y cien incorporaciones en ochenta y cinco segundos y había amenazado con batir el record de la academia en la carrera de obstáculos. Eso es lo que más temía Serge. La carrera de obstáculos, con la temida pared que le derrotaba con sólo mirarla.

Era inexplicable que le asustara aquella pared. Era un atleta, o por lo menos lo había sido, seis años antes en la Escuela Superior de Chino. Había practicado el fútbol tres años y aunque no fuera un portento era rápido y bien coordinado teniendo en cuenta su talla. Y su talla era inexplicable, un metro ochenta y ocho, huesos grandes, ligeramente pecoso, con cabello y ojos castaño claro -por lo que en su familia se bromeaba diciendo que no podía ser un chico mexicano, por lo menos de la familia Durán, en la que todos eran especialmente morenos y de baja estatura-, y si su madre no hubiera sido del antiguo país y no hubiera dispuesto de un repertorio de chistes verdes, hubieran podido gastarle bromas con observaciones acerca del rubio gigante gabacho propietario de la pequeña tienda de comestibles en la que durante años ella había comprado harina y maíz para las tortillas que elaboraba. Su madre jamás había colocado sobre la mesa familiar tortillas compradas en la tienda. Y de repente se preguntó por qué estaría ahora pensando en su madre y de qué servía pensar en los muertos.

– Muy bien, sentaos -gritó Randolph, que no necesitó repetir la orden.

La clase de cuarenta y ocho cadetes, menos Roy Fehler, se dejó caer sobre la hierba alegremente sabedora de que les quedaba un descanso por delante, a menos que uno no fuera elegido como víctima para las demostraciones de Randolph.

Serge estaba en tensión. Randolph solía escoger a hombres corpulentos para efectuar las demostraciones de presas. El instructor era un hombre de talla media pero musculoso y duro como un cañón de fusil. Al parecer, formaba parte del juego sacudir al cadete más de lo necesario o hacerle gritar como consecuencia de una presa de mano, brazo o pierna. La clase se reía nerviosamente ante la tortura pero Serge decidió que la próxima vez que Randolph le utilizara para una demostración de unos a doses, no iba a soportar un trato más duro de lo necesario. Sin embargo, aún no se le había ocurrido qué iba a hacer. Deseaba aquel trabajo. Ser policía resultaría una manera interesante de ganar cuatrocientos ochenta y nueve dólares mensuales. Se tranquilizó al ver que Randolph había escogido a Augustus Plebesly como víctima.

– Muy bien, ya habéis aprendido la estrangulación -dijo Randolph-. Es una buena presa cuando se aplica correctamente. Si se aplica mal, no sirve para nada. Ahora voy a mostraros una variante de esta estrangulación.

Randolph se situó detrás de Plebesly, rodeó el cuello de éste con su macizo antebrazo y comprimió el delgado cuello entre el hueco de su brazo.

– Ahora estoy aplicando presión a la arteria carótida -anunció Randolph -. El antebrazo y el bíceps están obstaculizando el aporte de oxígeno al cerebro. Se moriría rápidamente si aplicara presión.

Al decirlo, aplicó presión y los grandes ojos azules de Plebesly parpadearon dos veces y se desorbitaron de terror. Randolph soltó la presa, sonrió y le propinó a Plebesly una palmada en la espalda para indicarle que había terminado.

– Muy bien, uno en dos -gritó Randolph-. Sólo nos quedan unos minutos. ¡Vamos! Quiero que practiquéis esto.

Al rodear cada hombre número uno el cuello del número dos que esperaba, Randolph gritó:

– Levantad el codo. Tenéis que conseguir levantarle la barbilla. Si mantiene la barbilla baja, os vencerá. Levantadle la barbilla y aplicad la presa. Con cuidado no obstante. Y sólo un segundo.

Serge sabía que Andrews procuraría no lastimarle tras el estallido del otro día. Vio que Andrews lo estaba procurando así, con su grueso brazo rodeándole el cuello y apenas flexionado y, sin embargo, el dolor fue increíble. Instintivamente, Serge agarró el brazo de Andrews.

– Perdona, Durán -dijo Andrews con mirada preocupada.

– No te preocupes -dijo Serge entrecortadamente-. ¡Es una presa tremenda!

Al llegar los doses en unos, Serge levantó la barbilla de Andrews. No había lastimado a Andrews en ninguna de las anteriores sesiones de adiestramiento. No pensaba que fuera posible lastimar a Andrews. Comprimió la garganta entre el hueco de su brazo, atrayendo la muñeca hacia sí y persistiendo varios segundos. Las manos de Andrews no se levantaron tal como habían hecho las suyas. Debía estar aplicándola mal, pensó.

Serge levantó el codo y aumentó la presión.

– ¿Lo estoy haciendo bien? -preguntó Serge tratando de ver el rostro levantado de Andrews.

– ¡Suéltale, Durán! -gritó Randolph.

Serge retrocedió asombrado y soltó a Andrews que cayó pesadamente al suelo con el rostro enrojecido, los ojos medio abiertos y vidriosos.

– No quería hacerlo -barboteó Serge.

– ¡Os dije que con cuidado, muchachos! -dijo Randolph mientras Andrews se levantaba-. Con esta presa pueden provocarse daños en el cerebro. Si se impide el aporte de oxígeno al cerebro durante un período de tiempo demasiado prolongado, puede lastimarse a alguien, incluso matársele.

– Lo siento, Andrews -dijo Serge, tranquilizándose al ver que el hombre corpulento le dirigía una débil sonrisa -. ¿Por qué no me golpeaste el brazo o me diste un puntapié o algo así? No sabía que te estaba lastimando.

– Quería que hicieras bien la presa -dijo Andrews -y al cabo de unos segundos me he desmayado.

– Hay que tener muchísimo cuidado con esta presa -gritó Randoplli-. No quiero que ninguno de vosotros se lastime ya antes de graduarse en la academia. Pero puede que aprendáis algo de esto. Cuando salgáis de aquí, iréis a lugares donde los individuos no temen ni la placa ni la pistola. Es fácil que os hundan la placa en la carne y os aseguro que esta placa ovalada os haría daño cuando os la extranjeran. Esta presa en particular es posible que os salve. Si aprendéis a aplicarla correctamente, podréis poner fuera de combate a cualquiera y algún día es posible que podáis salvar así el pellejo. Muy bien, ¡uno en dos otra vez!

– Ahora podrás resarcirte -le dijo Serge a Andrews, que se estaba aplicando masaje a la parte lateral del cuello y tragaba con dificultad.

– Tendré cuidado -dijo Andrews rodeando con su enorme brazo el cuello de Serge -. Fingiremos que te estoy asfixiando -dijo Andrews.

– De acuerdo -dijo Serge.

El oficial Randolph fue pasando de una a otra pareja de cadetes, modificando la presa de asfixia, levantando codos, girando muñecas, enderezando torsos, hasta que se hartó.

– Muy bien, sentaos, muchachos. Hoy no hacemos más que perder el tiempo.

La clase cayó sobre la hierba como un enorme insecto gris de muchas patas y todos los cadetes esperaron un arranque de cólera de Randolph, que paseaba en círculo, formidable con su polo amarillo, shorts azules y zapatillas negras de gimnasia muy cerradas.

Serge era más corpulento que Randolph, y Andrews mucho más. Y sin embargo, todos parecían de baja estatura a su lado. Debía ser por los trajes de gimnasia, pensó, por aquellos pantalones holgados que tan mal les sentaban y por aquellas camisetas grises tan feas y siempre empapadas de sudor. Y también por los cortes de pelo. Los cadetes llevaban el pelo corto al estilo militar, lo cual hacía que los jóvenes parecieran todos de baja estatura y de menos edad.

– Es difícil incluirlo todo en la sesión de autodefensa -dijo Randolph rompiendo finalmente el silencio y sin dejar de pasear manteniendo los brazos cruzados mientras contemplaba la hierba-. Hace mucho calor y os exijo mucho.

A veces os exijo demasiado. Tengo mi propia teoría acerca del adiestramiento físico de los policías y ya es hora de que os la explique.

"Muy amable por su parte, bastardo", pensó Serge frotándose el costado que todavía le dolía como consecuencia de las veinte vueltas a la pista. Estaba justo empezando a poder respirar profundamente sin toser y sin que le dolieran los pulmones.

– La mayoría de vosotros no sabe qué es luchar contra otro individuo -dijo Randolph -. Estoy seguro de que todos tuvisteis ocasión de pelear en la escuela superior y que habéis mantenido alguna que otra riña en otros lugares. Un par de vosotros sois veteranos de Corea y creéis que lo habéis visto todo, y aquí Wilson ha pertenecido a los Guantes de Oro. Pero ninguno de vosotros sabe realmente qué es luchar con otro hombre, sin exclusión de ninguna presa, y ganar. Tendréis que estar dispuestos a hacerlo constantemente. Y tendréis que ganar. Os voy a enseñar una cosa. ¡Plebesly, ven aquí!

Serge sonrió al ponerse Plebesly de pie y acercarse corriendo al centro del círculo. Sus redondos ojos azules no denotaban cansancio y contemplaban pacientemente al instructor, dispuestos a sufrir una dolorosa presa de brazo con retorcimiento de codo o cualquier otro castigo que el oficial Randolph tuviera a bien infligirle.

– Acércate, Plebesly -dijo Randolph agarrando al hombrecillo por el hombro y murmurándole algo al oído durante algunos segundos.

Serge se recostó apoyándose sobre los codos y experimentando una sensación de felicidad al imaginar que Randolph iba a utilizar el resto de la clase de instrucción en demostraciones. Los músculos estomacales de Serge se relajaron y una alegre oleada de sosiego recorrió todo su ser. Se adormeció ligeramente soñando que recorría la pista. De repente, vio que Randolph le estaba mirando fijamente.

– ¡Tú, Durán, y tú, Andrews, venid aquí!

Serge luchó por unos momentos contra un transitorio acceso de cólera pero después se acercó con aire abatido al centro del círculo, recordando que la última vez que no había conseguido dominar una presa complicada fue castigado a dar tres vueltas completas a la pista. Quería ser policía pero no iba a recorrer otra vez aquella pista. Por lo menos este día no, ni ahora.

– He escogido a Durán y Andrews porque son corpulentos -dijo Randolph -. Ahora quiero que vosotros dos le coloquéis a Plebesly las manos a la espalda y le esposéis. Fingid que le esposáis pero colocadle en posición de esposar. Él es el sospechoso y vosotros sois los policías. ¡Adelante!

Serge miró a Andrews tratando de concertar con éste un plan para pillar a Plebesly que retrocedía describiendo un movimiento circular con las manos junto a los costados, alejándose de los dos corpulentos hombres. Justo como en el Cuerpo, pensó Serge. Siempre los juegos. Primero en el campamento y después en Camp Pendleton. La guerra de Corea ya hacía un año que había terminado cuando él se incorporó y sin embargo hablaban como si estuvieran a punto de subir a bordo de un barco de un momento a otro en aguas del Pacífico.

Andrews arremetió contra Plebesly que casi consiguió escapar pero fue agarrado por la camiseta. Serge saltó sobre la espalda de Plebesly y el hombrecillo se dobló bajo los casi cien quilos de Serge. Pero después empezó a retorcerse y a girar y de repente Serge se encontró debajo de Plesly y Andrews se echó sobre la espalda de Plebesly presionando con el peso combinado de sí mismo y de Plebesly sobre las doloridas costillas de Serge.

– Apártale, Andrews -resolló Serge-. ¡Retuércele la muñeca!

Serge consiguió incorporarse pero Plebesly le rodeaba firmemente el cuerpo con sus brazos y piernas por la espalda, como una ventosa, con el suficiente peso como para hacer caer a Serge hacia atrás, sobre Plebesly, que empezó a jadear pero no le soltó. Andrews consiguió soltar los dedos del hombrecillo pero las fuertes piernas de éste siguieron haciendo presa y Serge se sentó vencido, con el implacable mono colgado de su torso.

– Aplícale una presa de asfixia, maldita sea -murmuró Serge.

– Ya lo procuro, pero estoy demasiado cansado -susurró Andrews mientras Plebesly hundía el rostro en la sudorosa espalda de Serge.

– Muy bien, es suficiente -ordenó Randolph.

Plebesly soltó instantáneamente a Serge, se puso en pie de un salto y corrió hacia su puesto del círculo formado sobre la hierba.

Serge se levantó y durante unos segundos le pareció como si la tierra se ladeara. Después se dejó caer al suelo al lado de Andrews.

– La razón de todo ello era demostrar un hecho -gritó Randolph al extendido y quebrado circulo de cadetes -. Le he dicho a Plebesly que resistiera. Nada más. Que resistiera y no les permitiera que le sujetaran los brazos. Habéis observado que él no ha luchado. Se ha limitado a resistir. Y Andrews y Durán le doblan los dos la talla. Jamás hubieran conseguido maniatar a este hombre. Y es posible que se les hubiera escapado. Han estado gastando doble energía para vencer su resistencia y no han podido. Pues bien, cada uno de vosotros se encontrará con este tipo de problema montones de veces. Puede ser que el hombre esté decidido a no dejarse esposar. O es posible que luche. Habéis visto las dificultades que el pequeño Plebesly les ha causado a dos hombres corpulentos y ni siquiera ha luchado. Lo que yo quiero deciros es que, por las calles, este tipo de peleas son pruebas de resistencia. Suele ganar el que sabe resistir. Por eso os exijo tanto. Cuando salgáis de aquí, habréis adquirido resistencia. Si os puedo enseñar una presa de brazo y la de asfixia, es posible que ello sea suficiente. Ya habéis visto lo que puede hacer la asfixia. La dificultad estriba en podérsela aplicar al individuo mientras se debate y se defiende. No puedo enseñaros autodefensa en trece semanas.

"Todas estas estupideces de Hollywood no son más que eso: estupideces. Si intentáis lanzar un golpe a la barbilla de alguien, lo más probable es que le golpeéis la parte superior de la cabeza y os rompáis la mano. No utilicéis nunca puños, vosotros usad la porra y procurad romperle una muñeca o una rodilla tal como os hemos enseñado. Si utiliza un cuchillo, utilizad vosotros la pistola y ponedle fuera de combate. Pero si no disponéis de porra y la situación no permite la fuerza mortal, entonces será mejor que podáis resistir al hijo de perra. Por eso se ven en los periódicos estas fotografías de seis policías sujetando a un individuo. Cualquier individuo o incluso una mujer puede vencer a varios policías limitándose a oponer resistencia. Es terriblemente difícil agarrar a un hombre que no desea que le agarren. Pero explicádselo a un jurado o a la gente que lee en los periódicos que un detenido ha sido golpeado por dos o tres policías dos veces más corpulentos que él. Querrán saber por qué recurristeis a golpearle la cabeza. Por qué no utilizasteis una bonita llave de judo y le inmovilizasteis. En las películas es cosa de nada."

"Y ya que estamos hablando de eso, hay algo más que el cine ha hecho por nosotros; ha creado esa leyenda de que inmovilizamos al hombre disparándole en la cadera y todas estas tonterías. Bueno, yo no soy vuestro instructor de tiro pero todo se relaciona con la autodefensa. Habéis estado aquí o suficiente para saber lo difícil que resulta dar en un blanco fijo, cuánto más en uno que se mueve. Los de vosotros que cumplan los veinte años de servicio echarán de menos al maldito hombre de papel cada vez que acudáis aquí para vuestra clasificación mensual de tiro. Y sólo es un hombre de papel. Él no dispara a su vez. La luz es buena y la adrenalina no os ha convertido el brazo en una varilla de regaliz, tal como sucede en la lucha. Y sin embargo cuando consigáis disparar contra alguien y tengáis la suerte de acertar, escucharéis decir a un miembro del jurado forense: ¿Por qué no disparó para herirle? ¿Era necesario matarle? ¿Por qué no le hizo saltar la pistola de la mano de un disparo? -. La cara de Randolph había adquirido una coloración rojo intenso y dos anchas corrientes de sudor rodaban a ambos lados de su cuello. Cuando vestía de uniforme, lucía tres barras de servicio en la manga, lo cual indicaba que llevaba por lo menos quince años en el Departamento. A Serge le resultaba difícil creer que tuviera más de treinta años. No tenía ni un solo cabello gris y su físico era perfecto -. Lo que yo quiero que aprendáis de mi clase es lo siguiente: resulta muy difícil someter a un hombre con una pistola, una porra o una presa y no digamos ya con las manos. Manteneos en forma y podréisresistir más que él. Agarrad al bastardo como podáis. Si no podéis, golpeadle con un ladrillo o con lo que sea. Sujetad al hombre y estaréis enteros el día que llegue el veinte aniversario y firméis los papeles del retiro. Por eso os exijo tanto."

2 Tensión

– No sé por qué estoy tan nervioso- dijo Gus Plebesly -. Ya nos han hablado de la entrevista de tensión. Es para intimidarnos.

– Tranquilízate, Gus -dijo Wilson, que se encontraba apoyado contra la pared y fumaba procurando no echarse ceniza sobre su uniforme kaki de cadete.

Gus admiró el brillo de los zapatos negros de Wilson. Wilson había sido marino. Sabía cómo limpiar zapatos con saliva y sabía instruir a las tropas y sabía marcar el ritmo. Era el jefe del escuadrón de Gus y poseía muchas de las cualidades que Gus creía que sólo podían adquirirse en el servicio militar. Gus pensó que ojalá fuera un veterano y hubiera visitado lugares; entonces tendría tal vez más confianza. Tendría que tenerla. Era el número uno de su elase en adiestramiento físico pero, en este momento, no estaba seguro de poder hablar durante la entrevista de tensión. En la escuela superior había esperado muchas veces atemorizado el momento de pronunciar un informe oral. En cierta ocasión había consumido en la universidad medio cuartillo de ginebra diluida en gaseosa antes de pronunciar una alocución de tres minutos en una clase de oratoria en público. Y consiguió hacerlo bien. Esperaba poderlo hacer también ahora. Pero estos hombres eran oficiales de policía. Profesionales. Descubrirían el alcohol en sus ojos, en su manera de hablar y de andar. No podía engañarles con un truco tan ingenuo.

– De veras pareces nervioso -dijo Wilson ofreciéndole a Gus un cigarrillo de la cajetilla que guardaba en el calcetín, estilo GI.

– Muchas gracias, Wilson -murmuró Gus rechazando el cigarrillo.

– Mira, estos individuos se limitarán a someterte a pruebas psicológicas -dijo Wilson -. He hablado con un sujeto que se graduó en abril. No hacen más que pincharte. Acerca del adiestramiento, de tu habilidad en el tiro o de tu categoría académica. Pero, qué demonios, Plebesly, tú estás bien en todo y, en adiestramiento, ocupas los primeros lugares. ¿Qué pueden decir?

– Fíjate en mí -dijo Wilson-. Mi manera de disparar es tan pésima que igual soy capaz de arrojar el arma contra el maldito blanco. Probablemente me harán trizas. Puedes estar seguro de que me echarán si no acudo al campo de tiro a la hora de comer y hago un poco de práctica extra. Es un asco pero no estoy preocupado. ¿Te das cuenta de la falta que hacen los policías en esta ciudad? Y dentro de cinco o seis años va a ser mucho peor. Todos estos sujetos que vinieron al terminar la guerra cumplirán los veinte años de servicio. Te digo que seremos capitanes antes de que hayamos recorrido todo el Departamento.

Gus estudió a Wilson, que era un hombre de baja estatura, de más baja estatura incluso que Gus. Debía haberse estirado para alcanzar el mínimo de metro setenta, pensó Gus, pero era fornido, fuertes bíceps y hombros de luchador, con la nariz rota. Había luchado con Wilson en las clases de autodefensa y le había resultado asombrosamente fácil abatir y controlar a Wilson. Wilson era mucho más fuerte pero Gus era más ágil y sabía perseverar.

Gus había comprendido lo que el oficial Randolph Ies había dicho y creía que si podía resistirse a sus contricantes no tenía por qué sentir miedo. Le sorprendía el buen resultado que ello le había dado hasta ahora en las clases de adiestramiento. ¿Pero qué le haría un hombre como Wilson, ex-luchador, en una pelea auténtica? Gus jamás había golpeado a un hombre, ni con los puños ni con nada. ¿Qué le sucedería a su espléndida resistencia cuando un hombre como Wilson le hundiera su pesado puño en el estómago o le lanzara uno a la mandíbula? Había sido un corredor de primera categoría en sus años de bachillerato pero siempre había evitado los deportes de contacto. Nunca había sido una persona agresiva. ¿Qué demonios le había inducido a pensar que podría ser policía? Claro que la paga era muy buena, y además había que tener en cuenta el seguro y la pensión. En el banco jamás hubiera podido esperar algo así. Había odiado aquel triste empleo mal remunerado y casi se había echado a reír cuando el funcionario de operaciones le había asegurado que al cabo de cinco años podría alcanzar a percibir lo que él, el funcionario de operaciones, ganaba, que era menos de lo que ganaba un policía que empezara en Los Ángeles. Y así había llegado hasta donde se encontraba. Ocho semanas y todavía no le habían atrapado. Pero es posible que lo hicieran en esta entrevista de tensión.

– Sólo hay una cosa que me tiene preocupado -dijo Wilson -. ¿Sabes qué es?

– ¿Qué? -preguntó Gus secándose las húmedas manos en las perneras de su uniforme kaki.

– Los esqueletos. Me han dicho que a veces hacen crujir los huesos en las entrevistas de tensión. Sabes que dicen que la investigación de los antecedentes de todos los cadetes prosigue varias semanas después de haber entrado éstos en la academia.

– ¿Sí?

– Me han dicho que a veces utilizan las entrevistas de tensión para decirle a un individuo que ha sido rechazado. Algo así como "El investigador de antecedentes ha descubierto que perteneció usted a la Asociación Nazi de Milwaukee. Queda usted eliminado, muchacho". Porquerías así.

– Creo que no debo preocuparme por mis antecedentes -dijo Gus sonriendo débilmente -. He vivido en Azusa toda la vida.

– Vamos, Plebesly, no irás a decirme que jamás has hecho nada. Todos los de la clase tienen algo en los antecedentes. Alguna cosilla que no quieren que el Departamento averigüe. Vi las caras el día en que el instructor dijo: "Mosley, preséntate al lugarteniente". Y Mosley jamás volvió a la clase. Y después Ratcliffe se fue de la misma manera. Averiguaron algo acerca de ellos y los echaron. Desaparecieron así por las buenas. ¿Has leído alguna vez Diecinueve ochenta y cuatro?

– No, pero sé de qué se trata -dijo Gus.

– Aquí se sigue el mismo principio. Saben que ninguno de nosotros se lo ha dicho todo. Todos tenemos un secreto. Tal vez puedan arrancárnoslo sometiéndonos a tensión. Pero tú no pierdas la calma y no les digas nada. Todo irá bien.

A Gus le dio un vuelco el corazón cuando se abrió la puerta del despacho del capitán y emergió Roy Fehler, alto, erguido, tan confiado como siempre. Gus le envidió por su seguridad y apenas escuchó a Fehler decir:

– El siguiente.

Entonces Wilson le empujó hacia la puerta y él miró su imagen reflejada en el espejo de la máquina de cigarrillos y los lechosos ojos azules eran los suyos pero apenas reconoció aquel pálido y delgado rostro. Su escaso cabello color arena le resultaba conocido pero aquellos estrechos y blancos labios no eran los suyos y cruzó la puerta y se encontró frente a los tres inquisidores que le estaban observando desde detrás de una mesa de conferencias. Reconoció al lugarteniente Hartley y al sargento Jacobs. Sabía que el tercer hombre debía ser el comandante, el capitán Smithson, que Ies había dirigido una alocución en su primer día de academia.

– Siéntese, Plebesly -dijo el lugarteniente Hartley, sin sonreír.

Los tres hombres murmuraron en voz baja breves momentos y revisaron un legajo de papeles que tenían delante. El lugarteniente, un rubicundo hombre calvo con labios color ciruela, esbozó de repente una amplia sonrisa y dijo:

– Bien, hasta ahora lo está usted haciendo muy bien en la academia, Plebesly. Podría mejorar el tiro pero en clase es usted excelente y en adiestramiento se encuentra entre los mejores.

Gus advirtió que el capitán y el sargento Jacobs también estaban sonriendo, pero sospechó alguna trampa cuando el capitán le dijo:

– ¿De qué vamos a hablar? ¿Tendría la bondad de hablarnos de usted?

– Sí, señor -dijo Gus procurando acomodarse a aquella inesperada amabilidad.

– Muy bien, pues, adelante, Plebesly -dijo el sargento Jacobs con una mirada divertida -, Háblenos de usted. Le escuchamos.

– Háblenos de sus estudios -dijo el capitán Smithson al cabo de varios segundos de silencio -. Su "dossier" personal dice que asistió usted a la escuela semisuperior dos años. ¿Practicaba usted el atletismo?

– No, señor -graznó Gus-. Mejor dicho, intenté las carreras. Pero no tenía tiempo.

– Apuesto a que era usted un corredor de velocidad -dijo el lugarteniente sonriendo.

– Sí, señor. Y también intenté las carreras de obstáculos -dijo Gus procurando devolverle la sonrisa -. Pero tenía que trabajar y preparar quince asignaturas, señor. Tuve que dejar las carreras.

– ¿Cuál era su asignatura principal? -preguntó el capitán Smithson.

– Administración comercial -dijo Gus deseando haber añadido "señor" y pensando que un veterano como Wilson jamás olvidaría añadir un "señor" a todas las frases, pero él no estaba acostumbrado a aquella situación casi militar.

– ¿Qué clase de trabajo realizaba usted antes de incorporarse al Departamento? -preguntó el capitán Smithson, ojeando el "dossier" -. ¿"Oficina de correos", verdad?

– No, señor. Banco. Trabajaba en un banco. Estuve cuatro años. Desde que terminé la escuela superior.

– ¿Qué le hizo desear ser policía? -le preguntó el capitán tocándose su enjuta y bronceada mejilla con un lapicero.

– La paga y la seguridad -contestó Gus y después añadió rápidamente -: y es una buena carrera, una profesión. Y hasta ahora me gusta.

– Los policías no tienen pagas muy buenas -dijo el sargento Jacobs.

– Es más de lo que nunca he ganado, señor -dijo Gus decidiendo mostrarse sincero-. Jamás había ganado nada que se aproximara a cuatrocientos ochenta y nueve mensuales, señor. Y tengo dos hijos y otro en camino.

– Sólo tiene veintidós años -dijo el sargento Jacobs emitiendo un silbido-. ¡Qué familia está usted haciendo!

– Nos casamos inmediatamente después de terminar la escuela.

– ¿Tiene intención de terminar sus estudios universitarios? -le preguntó el lugarteniente Hartley.

– Sí, señor -dijo Gus -. Escogeré como asignatura principal la ciencia policíaca, señor.

– La administración comercial es un buen campo de estudios -dijo el capitán Smithson -. Si le gusta, siga con ella. El Departamento puede hacer buen uso de los especialistas en administración comercial.

– Sí, señor -dijo Gus.

– Nada más, Plebesly -dijo el capitán Smithson -. Siga trabajando en tiro. Puede mejorarlo. Y haga pasar al siguiente cadete, por favor.

3 El universitario

Roy Fehler no tenía más remedio que confesar que le gustó escuchar a dos de sus compañeros de clase mencionar su nombre en el transcurso de una conversación susurrada durante la pausa para fumar, después de la clase. Escuchó al cadete murmurar "intelectualmente", reverentemente, pensó él, tras haber alcanzado la mayor puntuación en la clase de redacción de informes dirigida por el oficial Willis. La parte académica del adiestramiento no se le antojaba nada difícil y de no haber sido por algunas dificultades en el campo de tiro y por su falta de resistencia en el adiestramiento físico, hubiera sido probablemente el mejor cadete de su clase y hubiera ganado la Smith & Wesson que siempre se entregaba al mejor cadete de la promoción. Sería una tragedia, pensó, que alguien como Plebesly ganara el revólver simplemente por correr más rápido o disparar mejor que Roy.

Estaba esperando ansiosamente que entrara el sargento Harris en el aula para las tres horas de clase de derecho penal. Era la parte más interesante del adiestramiento a pesar de que Harris no fuera un profesor excepcional. Roy había adquirido un ejemplar delDerecho Penal de California, de Fricke, y lo había leído dos veces en el transcurso de las dos últimas semanas. Había retado a Harris en distintas cuestiones y creía que Harris estaba más alerta últimamente temiendo ser puesto en un aprieto por su adelantado alumno. La clase guardó bruscamente silencio.

El sargento Harris avanzó hacia la parte frontal del aula, extendió las notas sobre el atril y encendió el primero de los varios cigarrillos que iba a fumar durante su conferencia. Tenía una cara como de hormigón poroso pero Roy pensó que lucía bien el uniforme. El traje azul de lana, hecho a medida, resultaba especialmente bien en los hombres altos y delgados y Roy se preguntó qué aspecto tendría él cuando luciera el uniforme azul y el Sam Browne negro.

– Vamos a seguir con la búsqueda y captura de pruebas -dijo Harris, rascándose la zona calva de la coronilla de su cabello color herrumbre.

– A propósito, Fehler -dijo el sargento Harris-, tenía usted razón ayer al decir que el testimonio no confirmado de un cómplice es suficiente para demostrar el corpus delicti, Sin embargo, no basta para demostrar la culpabilidad.

– No, claro que no -dijo Roy dándole las gracias a Harris con un movimiento de cabeza por aquel reconocimiento.

No estaba seguro de que Harris apreciara el significado de alguna que otra pregunta bien planteada que hiciera trabajar el cerebro. Era el estudiante el que animaba la clase. Lo había aprendido del profesor Raymond, que le había animado a especializarse en criminología cuando vagaba sin rumbo entre las ciencias sociales, sin poder encontrar una especialidad que le interesara realmente. Y fue el profesor Raymond quien le rogó que no abandonara sus estudios superiores porque había animado mucho las tres clases a que había asistido dirigidas por aquel hombrecillo grueso de ardientes ojos castaños. Pero estaba cansado de los estudios superiores; incluso los estudios independientes con el profesor Raymond habían empezado también a cansarle. Se le había ocurrido de repente una noche de insomnio cuando la presencia de Dorothy y del embarazo de ésta le había oprimido hasta el extremo de inducirle a abandonar los estudios e incorporarse al departamento de policía durante un año o dos hasta que aprendiera algo acerca del delito y de los delincuentes que tal vez no supiera un criminólogo.

Al día siguiente presentó la instancia en el ayuntamiento preguntándose si sería conveniente que telefoneara a su padre o esperara a ser admitido, cosa que sucedería al cabo de unos tres meses, si pasaba todas las pruebas y sobrevivía a la investigación del carácter que le constaba no le plantearía ningún problema. Su padre estaba terriblemente decepcionado y su hermano mayor, Cari, le había recordado que su educación había producido en el negocio de la familia un déficit de nueve mil dólares, teniendo en cuenta que no podría esperar a terminar los estudios para contraer matrimonio y que, de todos modos, un criminólogo sería de muy escasa utilidad en un negocio de abastecimiento de restaurantes. Roy le había dicho a Cari que devolvería hasta el último céntimo, y tenía intención de hacerlo así, pero resultaba difícil vivir con el salario inicial de un policía, que no oorrespondía a los cuatrocientos ochenta y nueve dólares anunciados teniendo en cuenta lo que se deducía para la pensión, el Auxilio de la Policía, la Liga Protectora de la Policía, la Unión del Crédito de la Policía, que prestaba el dinero para los uniformes, impuesto sobre los ingresos y plan médico. Pero se prometió a sí mismo pagarle a Cari y a su padre hasta el último céntimo. Y terminaría los estudios y después sería criminólogo, sin llegar jamás a ganar el dinero que su hermano Cari ganaría pero siendo mucho más feliz.

– Ayer hablamos de casos famosos como Calían, Rochin y otros -dijo el sargento Harris-. Y hablamos de Mapp contra Ohio que cualquier novato comprendería que fue una búsqueda y captura ilegal y mencioné cómo parece a veces que los tribunales acechan a la espera de casos malos como el de Mapp contra Ohio para restringir un poco más el poder de la policía. Ahora que son ustedes policías o casi policías Ies interesarán las decisiones dictadas por los tribunales en el sector de la búsqueda y captura. Estarán molestos, confundidos y, en general, aturdidos constantemente y escucharán críticas en el cuarto de los armarios por el hecho de ser la mayoría de fallos más importantes; ¿cómo puede esperarse que un policía de servicio tome una decisión repentina en el calor de un combate y después las vírgenes vestales del Potomac le supongan segundas intenciones y otras estupideces? Pero en mi opinión, esta manera de hablar es contraproducente. A nosotros sólo deben interesarnos los tribunales supremos de los Estados Unidos y California, y un par de tribunales con apelaciones. Por consiguiente, no se preocupen por los extravagantes fallos que un juez pueda dictar. Aunque se trate de un caso suyo y deseen ganarlo. ITay posibilidades de que el acusado sea agarrado de nuevo y podamos meterle en cintura. Y el fallo del juez termina en el tribunal. No tendrá nada que ver con el próximo caso en el que intervengáis.

"Ya sé que ayer les dejó perplejos el problema de la búsqueda en un arresto legal. Sabemos que podemos iniciar una búsqueda, ¿cuándo?", dijo el sargento Harris señalando vagamente con el cigarrillo encendido hacia el fondo de la sala. Roy no se molestó en volverse hacia la voz que contestó: -Cuando se dispone de un auto de registro o cuando se tiene permiso para practicar el arresto legal.

Roy sabía que la voz pertenecía a Samuel Isenberg, el único cadete que Roy temía que pudiera competir con él intelectualmente.

– Exacto -dijo el sargento Harris, emitiendo una nube de humo por la nariz -. La mitad de ustedes jamás obtendrá ni un solo auto de registro en toda su carrera. La mayoría de los doscientos mil arrestos que practicamos en un año se hacen sobre la base de la existencia de un motivo razonable que nos induzca a creer que se ha cometido un delito o bien por haberse cometido un crimen en presencia del oficial. ¡Tropezarán ustedes con crímenes y criminales y tendrán que disparar! Tendrán que moverse y no esperar seis horas para obtener un auto de registro. Por este motivo no vamos a referirnos a esta clase de búsqueda. He reservado la otra clase de búsqueda para hoy porque, para mí, es la más arriesgada: se trata de la justificación de registro para un arresto legal. Si los tribunales nos impiden algún día esta clase de búsquedas, puede decirse que estaremos casi fuera de combate.

Isenberg levantó la mano y el sargento Harris asintió con la cabeza mientras daba una increíble chupada al cigarrillo. Lo que casi era una colilla de tamaño mediano le estaba quemando los dedos. La apagó mientras Isenberg decía:

– Señor, ¿podría repetir el registro de una casa a tres mil metros de distancia de la casa del acusado?

– Me lo estaba temiendo -Harris sonrió, se encogió de hombros y encendió otro cigarrillo -. No debiera mencionar estos casos. Hice lo que critico que hacen otros oficiales, revolver casos controvertidos y predecir una desgracia. Muy bien, me limité a decir que aún no se había establecido lo que significa bajo el control del acusado en términos de registro de un local con fines de arresto. El tribunal ha decretado en su infinita sabiduría que un arresto a tres mil metros de distancia de la casa no confería a los oficiales el derecho a penetrar en la casa y registrar por la teoría según la cual el acusado posee el control de la casa. Además, mencioné que en otro caso una persona que se encontraba a mil ochocientos metros de distancia fue considerada con derecho a control de un determinado coche. Y después mencioné un tercer caso en que unos oficiales arrestaron a unos corredores de apuestas en su coche a media manzana de distancia y el tribunal consideró razonable el registro del coche y de la casa. Pero no se preocupen por estas tonterías. Ni siquiera debiera haberlo mencionado porque soy básicamente optimista. Siempre veo el vaso medio lleno, no medio vacío. Algunos policías predicen que llegará un día en que los tribunales nos arrebatarán el derecho a buscar motivos para un arresto, pero eso nos dejaría cojos. No creo que suceda. Creo que un día de éstos el Hechicero Mayor de Washington y sus ocho pequeños aprendices se reunirán y todo se aclarará.

La clase se rió y Roy empezó a experimentar aburrimiento. Harris no podía evitar criticar al Tribunal Supremo, pensó Roy. No había escuchado a ningún profesor discutir cuestiones de derecho sin lanzar alguna que otra indirecta al Tribunal. Harris parecía un hombre razonable pero probablemente se sentía obligado a hacerlo también. Hasta ahora, todos los casos que Roy había leído, tan duramente criticados por sus profesores, a Roy le habían parecido justos e inteligentes. Se basaban en principios libertarios y a él no le parecía leal decir que aquellos fallos ponderados no eran realistas.

– Muy bien, muchachos, no me aparten del tema. Teníamos que hablar de los motivos de registro para un arresto legal. Qué les parece éste: dos oficiales observan un taxi mal aparcado frente a un hotel. El pasajero, un hombre, se apea del asiento frontal. Una mujer sale del hotel y se acomoda en el asiento de atrás. Otro hombre que no acompañaba a la mujer se acerca y se acomoda al lado de la mujer en el asiento de atrás. Dos policías observan la acción y deciden investigar. Se aproximan y ordenan a los ocupantes del vehículo que se apeen. Observan que el hombre aparta la mano de la juntura del asiento y respaldo de atrás. Los oficiales apartan el respaldo de atrás y descubren cigarrillos de marihuana. El hombre fue declarado culpable. ¿Fue esta decisión confirmada o negada por el tribunal de apelaciones? ¿Alguien quiere aventurar una respuesta?

– Negada -dijo Guminski, un delgado sujeto de cabello tieso y como de unos treinta años que Roy suponía que debía ser el mayor de los cadetes de la clase.

– ¿Lo ven? Ustedes, muchachos, ya piensan como policías – dijo Harris riéndose -. Ya están dispuestos a creer que los tribunales se dedican a fastidiarnos constantemente. Bien, pues se equivocan. La culpabilidad fue confirmada. Pero hubo algo que no he mencionado y que contribuyó a este fallo. ¿Qué suponen ustedes que fue?

Roy levantó la mano y al asentir Harris con la cabeza, preguntó:

– ¿Qué hora era?

– Muy bien -dijo el sargento Harris-. Debe usted haber imaginado que se trataba de una hora insólita. Hacia las tres de la madrugada. Pero, ¿por qué motivo podían registrar el taxi?

– Por causa justificada de arresto legal -contestó Roy sin levantar la mano y sin esperar a que Harris asintiera con la cabeza.

– ¿A quién pretendían detener? -preguntó Harris.

Roy sintió haber contestado con tanta rapidez. Comprendió que le estaban atrapando.

– No al acusado ni a la mujer -contestó lentamente mientras su cerebro trabajaba sin descanso-, ¡al taxista!

La clase estalló en carcajadas pero fue acallada por un movimiento de la mano manchada de nicotina de Harris. Harris sonrió dejando al descubierto sus grandes dientes amarillentos y dijo:

– Adelante, Fehler, ¿qué razonamiento ha seguido usted?

– Podían detener al taxista: estacionamiento indebido – dijo Roy -. Es una infracción; y después podían encontrar motivo para un arresto legal.

– No está mal -dijo Harris -. Me gusta verles discurrir, aunque se equivoquen.

Hugh Franklin, el alumno de anchos hombros que se encontraba sentado al lado de Roy en las mesas alfabéticamente dispuestas, se rió más alto de lo conveniente en la opinión de Roy. No debía gustarle a Franklin, Roy estaba seguro. Franklin era un típico ejemplar americano. Había cursado la escuela secundaria, según le había dicho en las conversaciones que mantuvieron durante los primeros días de academia. Después, tres años en la marina, donde había jugado al base ball y recorrido Oriente pasándolo muy bien; y ahora al departamento de policía, al no poder incorporarse al base-ball profesional de clase D.

– ¿Por qué está equivocado Fehler? -preguntó Harris a la clase, y a Roy le molestó que se pidiera a toda la clase que atacara su respuesta. ¿Por qué no explicaba Harris el motivo en lugar de pedirles a los demás que hicieran comentarios? ¿Sería posible que Harris estuviera deseando ponerle en un aprieto? Quizá no le gustaba tener en clase a un alumno que estudiaba por su cuenta derecho penal y que no se limitaba a aceptar ciegamente las interpretaciones legales que procedían de los puntos de vista de la policía.

– Sí, Isenberg -dijo Harris y, esta vez, Roy se volvió para no perderse la aburrida forma que tenía Isenberg de contestar a las preguntas.

– Dudo que el registro del taxi constituyera un motivo justificado para arrestar al conductor por aparcamiento indebido -dijo Isenberg cuidadosamente, mirando con sus negros ojos de oscuros párpados primero a Harris, después a Roy y otra vez al profesor-. Es cierto que el conductor cometió una infracción de tráfico y que podía ser citado, y una penalización de tráfico es técnicamente un arresto, pero, ¿cómo podía registrarse el taxi por contrabando? Eso no tione nada que ver con una infracción de tráfico, ¿verdad?

– ¿Me lo pregunta a mí? -dijo Harris.

– No, señor; es la respuesta que doy.

Isenberg sonrió tímidamente y a Roy le molestó la fingida humildad de Isenberg. Sentía lo mismo en relación con Plebesly y con la modestia de éste cuando alguien admiraba sus habilidades atléticas. Creía que ambos eran orgullosos. Isenberg acababa de abandonar el ejército. Se preguntó por qué se incorporarían al Departamento tantos hombres que simplemente buscaban un empleo y cuántos habría, como él, que se sintieran inducidos a ello por motivos más serios.

– ¿El motivo de registro era para detener e interrogar a alguien? -preguntó Harris.

– No, no creo -dijo Isenberg carraspeando nerviosamente -. No creo que nadie estuviera bajo arresto en el momento en que el oficial descubrió el contrabando. El oficial podía detener e interrogar a personas por la noche y en circunstancias insólitas según Ciske contra Sanders, y no creo que hubiera nada de extraño en el hecho de que les ordenara apearse del taxi. Los oficiales sospechaban con razón que sucedía algo insólito. Al extender el acusado la mano hacia la parte posterior del asiento, creo que ello hubiera podido definirse como acto furtivo.

La voz de Isenberg siguió sonando y varios alumnos, incluyendo a Roy levantaron la mano.

Harris no miró más que a Roy.

– Adelante, Fehler -dijo Harris.

– No creo que los oficiales tuvieran derecho a ordenarles apearse del taxi. Y ¿cuándo fueron detenidos, tras descubrirse los narcóticos? ¿Qué hubiera sucedido si se hubieran apeado del taxi y hubieran echado a andar? ¿Hubieran tenido los oficiales derecho a detenerles?

– ¿Qué dice a esto, Isenberg? -preguntó Harris encendiendo otro cigarrillo con un deslucido encendedor de plata -. ¿Podían los oficiales ordenarles que se detuvieran antes de descubrir el contrabando?

– Sí, creo que sí -dijo Isenberg mirando a Roy, que le interrumpió.

– Entonces ¿es que estaban bajo arresto? -preguntó Roy -. Debían estar bajo arresto si los oficiales podían impedirles que se alejaran. Y si estaban bajo arresto, ¿qué delito habían cometido? La marihuana no se encontró hasta varios segundos después de tenerles ya bajo arresto.

Roy sonrió con indulgencia para dar a entender a Isenberg y a Harris que no había querido molestar a Isenberg al demostrar que éste estaba en un error.

– El caso es que no estaban bajo arresto, Fehler -dijo Isenberg dirigiéndose personalmente a Roy por primera vez-. Tenemos derecho a detener e interrogar. La persona tiene obligación de identificarse y de explicar qué está haciendo. Y podemos recurrir a cualquier medio para someterla. Pero no la hemos detenido por ningún delito. Si explica qué está haciendo, y es algo razonable, la soltamos. Creo que esto es lo que significaba Giske contra Sanders. Por consiguiente, en este caso, los oficiales detuvieron, interrogaron y descubrieron la marihuana en el transcurso de su investigación. Entonces y sólo entonces los sospechosos fueron puestos bajo arresto.

Roy comprendió, por la expresión de Harris, que Isenberg tenía razón.

– ¿Cómo podía demostrarse que otra persona no había ocultado la marihuana detrás del asiento? -preguntó Roy sin poder evitar un tono de resentimiento en su "voz.

– Debiera haber mencionado que el taxista había declarado haber limpiado la parte trasera del vehículo a primeras horas de la noche porque un pasajero que se encontraba indispuesto había vomitado -dijo Harris -. Y nadie se había acomodado en el asiento de atrás hasta que subieron la mujer y el hombre.

– Esto ya es distinto -dijo Roy tratando de que Harris justificara su anterior interpretación.

– Bien, ésta no era la cuestión que me interesaba -dijo Harris-. Quería que alguien analizara en este caso la cuestión del registro previo al arresto e Isenberg lo ha hecho muy bien. Lo han entendido todos, ¿verdad?

– Sí, señor -dijo Roy -, pero el caso hubiera sido completamente distinto si el taxista no hubiera declarado haber limpiado la parte de atrás del vehículo aquella misma noche. Yo creo que era un detalle importante.

– Sí, Fehler -dijo el sargento Harris suspirando -. Tenía usted razón en parte. Yo lo debiera haber mencionado, Fehler.

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