AGOSTO DE 1962

10 Los lotófagos

Serge escuchaba el aburrido y monótono tono de voz del sargento Burke pasando lista. Miró a su alrededor a Milton y a Gonsálvez y a las caras nuevas que ahora ya conocía desde que había regresado de nuevo a Hollenbeck. Recordaba cómo solía aburrirle Burke al pasar lista. Seguía aburriéndole igual pero ya no le molestaba.

Los cinco meses, de enero a junio, transcurridos en la División de Hollywood se le antojaban ahora un recuerdo grotesco y almibarado de algo que le parecía que jamás había sucedido. Si bien tenía que confesar que había resultado instructivo. En Hollywood todo el mundo es un hipócrita, un marica o un embaucador, le había advertido un compañero. Al principio, su encanto y su alegría le entusiasmaron y se acostó con algunas de las más hermosas muchachas que jamás había visto, rubias de raso, pelirrojas de seda; las morenas las evitaba porque eso era lo único que tenía en la División de Hollenbeck. No todas eran aspirantes a actrices aquellas encantadoras muchachas que acudían a Hollywood procedentes de todas partes, pero todas anhelaban algo. Él jamás se molestó en averiguar qué. Mientras le anhelaran a él unas cuantas horas, o por lo menos lo fingieran, era lo único que les pedía.

Y después todo empezó a aburrirle, sobre todo la intensa mirada de los juerguistas cuando empezó a conocerles. Compartía un apartamento con otros dos policías y jamás podía acostarse antes de las tres de la madrugada porque la luz azul estaba encendida, lo cual indicaba que alguno de ellos había tenido suerte y que, por favor, les concediera un poco más de tiempo. Tenían mucha suerte sus compañeros de habitación, que eran igualmente apuestos y saludables y expertos manipuladores de mujeres. Había aprendido de ellos y, siendo un compañero de habitación, le había agradado la juerga cuando la juerga era una pálida temblorosa criatura todo labios y pecho y ojos. Ni siquiera importaba que comiera constantemente semillas de sésamo y hablara del prometedor trabajo de modelo que la lanzaría a las páginas centrales del Playboy. Y había otra que, en medio de los ardorosos preliminares del amor, le había dicho: "Serge, cariño, ya sé que eres un policía, pero sé que eres bueno y no te importará que fume primero un poco de hierba, ¿verdad? Lo hace todo mucho mejor. Debieras probarlo. Seríamos mejores amantes". Pensó en dejarla que lo hiciera pero las semillas de sésamo eran un delito de menor cuantía mientras que la marihuana era un auténtico delito y temía permanecer allí mientras ella lo hacía y, además, le había anulado el ego y el deseo al manifestarle que necesitaba un poco de euforia. Cuando ella desapareció en la alcoba en busca de la marihuana, se puso los zapatos y la chaqueta y franqueó silenciosamente la puerta experimentando dolor en las ingles.

Había montones de otras chicas, camareras y oficinistas, algunas vulgares, pero estaba Esther, que era la chica más bonita que jamás había conocido. Esther que había llamado a la policía para quejarse de los mirones que la molestaban constantemente; sin embargo, su apartamento se encontraba situado en la planta baja y ella se vestía con las cortinas descorridas porque "le encantaba la brisa fresca". Pareció sorprenderse seriamente cuando Serge le aconsejó que por la noche corriera las cortinas o bien se trasladara a un apartamento alto. Todo había empezado con mucho apasionamiento por parte de ambos, pero ella era extraordinaria, con sus labios húmedos y cara y manos. Sus ojos también estaban húmedos y su torso en buena parte también, especialmente su exuberante busto. Una fina capa de sudor en modo alguno desagradable la cubría en el transcurso del acto amoroso de tal manera que dormir con Esther era como un baño de vapor, sólo que no resultaba tan terapéutico porque aunque una noche entera con Esther le dejaba agotado, no se sentía limpio por dentro tal como le sucedía cuando abandonaba las salas de vapor de la academia de la policía. Tal vez fuera porque Esther no le abría los poros. Su calor no era purgador.

Su estilo de amar había empezado de una manera extraña y después algunas de sus grotescas improvisaciones empezaron a molestarle levemente. Un impúdico sábado se emborrachó en el apartamento de ella y ella también se emborrachó a pesar de que sólo había bebido la cuarta parte de lo que él se bebió. Hizo frecuentes viajes al dormitorio y él no le preguntó la razón. Después, aquella misma noche, cuando se estaba disponiendo a tomarla y ella parecía estar dispuesta, se dirigieron tambaleándose hacia la cama y de repente las cosas que 1c estaba murmurando a través de la niebla de la borrachera empezaron a resultarle coherentes. No era la sarta habitual de obscenidades y escuchó perplejo lo que le estaba sugiriendo. Después no fue pasión sino frenesí lo que vio en sus húmedos ojos; la vio acercarse medio desnuda al armario y extraer varios pertrechos, algunos de los cuales los entendió y otros no. Le dijo que la pareja de la casa de al lado, Phil y Nora, que a él le había parecido una pareja simpática, estaba preparada a pasar una "noche fabulosamente excitante". Cuando él quisiera, vendrían y empezaría todo.

AI abandonar el apartamento de Esther momentos más tarde, ésta empezó a gritarle una sarta de grotescos insultos que le hicieron estremecerse de náusea.

Algunas noches más tarde, su compañero Harry Edmonds le preguntó por qué estaba tan abatido y a pesar de que él le contestó que todo iba bien, comprendió que se sentía desgraciado porque en Hollywood la vida era superficial y complicada. La más simple llamada de rutina resultaba imposible allí. Los informes de robos se convertían con frecuencia en sesiones terapéuticas con neuróticos desgraciados que tenían que ser sometidos a duras sesiones de psicoanálisis para poder determinar el auténtico valor de un reloj de pulsera o de un abrigo de pieles robado por un ladrón de Hollywood, que la mayoría de las veces resultaba ser tan neurótico como su víctima.

A las nueve y diez de aquella noche, Serge y Edmonds recibieron una llamada indicándoles que acudieran a un apartamento de Wilcox, no lejos de la comisaría de Hollywood.

– Es una casa bastante divertida -dijo Edmonds, un joven policía con las patillas demasiado largas y unos bigotes que a Serge le parecían ridículos en él.

– ¿Has recibido llamadas de aquí otras veces? -preguntó Serge.

– Sí, la encargada es una mujer. Una lesbiana creo. Por lo que se ve, sólo alquila los apartamentos a mujeres. Siempre hay peleas aquí. Generalmente, entre la encargada y algún amigo de alguna inquilina. Si las chicas quieren dar fiestas de mujeres, jamás se opone.

Serge, con el cuaderno de notas de veinte por veintiocho centímetros, llamó a la puerta de la administración con la linterna.

– ¿Ha avisado usted? -le preguntó a una mujer delgada vestida con jersey que sostenía una toalla manchada de sangre en una mano y un cigarrillo en la otra.

– Entre -dijo ella -. La chica con la que quiere hablar está aquí dentro.

Serge y Edmonds siguieron a la mujer a través de un cuarto de estar de vistosos colores verde oro y azul hasta la cocina. Serge pensó que el jersey negro y los ajustados pantalones le sentaban muy bien. Aunque llevaba el cabello corto, lo lucía con mechas plateadas y muy bien peinado. Supuso que debía tener unos treinta y cinco años y se preguntó si sería verdad lo que Edmonds le había dicho de que era lesbiana, Pero nada de Hollywood podía ya sorprenderle, pensó.

La temblorosa morena se encontraba junto a la mesa de la cocina sosteniéndose otra toalla, llena de hielo, contra la mejilla izquierda. Tenía el ojo derecho hinchado y cerrado y el labio inferior se le estaba volviendo azul si bien no presentaba un corte muy grave. Serge supuso que la sangre debía proceder de la nariz aunque ésta no sangraba ahora y no parecía que estuviera rota. No debía ser una nariz muy bonita en condiciones normales, pensó, y le miró las piernas cruzadas que estaban bien formadas pero ambas rodillas aparecían arañadas. Una media rota le colgaba de la pierna izquierda y le había caído sobre el zapato pero ella estaba demasiado triste para preocuparse por ello.

– Se lo ha hecho su amigo -dijo la encargada que les señaló dos sillas de hierro con tapizado de cuero que rodeaban una mesa ovalada.

Serge abrió el cuaderno de notas pasando los informes de hurtos y robos y arrancó un impreso de informe de delitos.

– ¿Riña de amantes? -preguntó.

La morena tragó saliva y se secó los ojos llenos de lágrimas con la toalla manchada de sangre.

Serge encendió un cigarrillo, se reclinó en la silla y esperó a que ella se serenara comprendiendo vagamente que era posible que no fuera un melodrama completo dado que las lesiones eran reales y probablemente bastante dolorosas.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó finalmente al advertir que ya eran las diez y su restaurante favorito prefería que comieran antes de las diez y media cuando los clientes de pago ocupaban casi todo el espacio del mostrador.

– Lola St. John -dijo ella sollozando.

– Es la segunda vez que este bastardo te pega, ¿verdad, cariño? -le preguntó la encargada -. Dale a los oficiales el mismo nombre que usabas cuando te hicieron el último informe.

– Rachel Sebastian -dijo ella frotándose suavemente el labio magullado y examinando la toalla.

Serge borró el Lola St. John y escribió el otro nombre encima.

– ¿Le denunció la última vez que la golpeó?

– Le hice arrestar.

– ¿Y después retiró las acusaciones y se negó a encausarle?

– Le quiero -dijo ella rozándose el labio con la rosada punta de la lengua.

Una joya exquisita se formó en el ángulo de cada ojo mezclándose con el maquillaje.

– Antes de que nos metamos en líos, ¿va usted a demandarle esta vez?

– Esta vez ya estoy harta. Lo haré. Lo juro por todo lo que es santo.

Serge le echó una mirada a Edmonds y empezó a rellenar las casillas del impreso de delitos.

– ¿Cuántos años tiene usted?

– Veintiocho.

Ya era la tercera mentira. ¿O la cuarta quizás? Cuando terminara el informe, contaría las mentiras.

– ¿Profesión?

– Actriz.

– ¿Qué otra cosa hace usted? Entre actuación y actuación, quiero decir.

– A veces hago de encargada de noche y recepcionista en el restaurante Fredcrick's, de Culver City.

Serge lo conocía. Escribió "frecuentadora de coches" en el espacio dedicado a la ocupación de la víctima.

La encargada se levantó y cruzó la cocina dirigiéndose a la nevera. Llenó una toalla limpia con cubitos de hielo y se acercó a la maltrecha mujer.

– Este hijo de perra no vale nada. No quiero que vuelva, cariño. Te quiero a ti como inquilina pero este hombre no puede volver a este edificio.

– No te preocupes, Terry, no volverá -dijo ella aceptando la toalla y apretándola contra la mandíbula.

– ¿Sólo la había golpeado anteriormente en una ocasión? -preguntó Serge empezando la parte narrativa del informe y pensando que ojalá le hubiera sacado punta al lápiz en la comisaría.

– Bueno, en realidad, le hice detener otra vez -dijo ella -. Creo que soy un buen bocado para los hombres altos y bien parecidos.

Sonrió y parpadeó con el ojo que no tenía cerrado mirando a Serge y éste supuso que quería darle a entender que era lo suficientemente alto para su gusto.

– ¿Qué nombre utilizó entonces? -le preguntó Serge pensando que debía ser muy mayor pero tenía unas piernas bonitas y estómago completamente liso.

– Esta vez usaba el de Constance Deville, creo. Tenía contrato con la Universal bajo este nombre. Espere un momento, eso fue en el sesenta y uno. No creo… Dios mío, me cuesta trabajo pensar. Este hombre me habrá dejado algo suelto con sus golpes. Vamos a ver.

– ¿Ha bebido esta noche? -preguntó Edmonds.

– Empezó en un bar. -dijo ella asintiendo -. Creo que usaba mi verdadero nombre -añadió ella en tono de duda.

– ¿Cuál es su verdadero nombre? -le preguntó Serge.

– Dios mío, me duele la cabeza -gimió ella -. Felicia Randall.

– ¿Quiere ver a su médico? -le preguntó Serge sin mencionar que había servicios médicos de urgencia gratis para las víctimas de algún delito porque no le apetecía llevarla al hospital y volver a acompañarla a casa.

– No creo que me haga falta un méd… Espere, ¿he dicho Felicia Randall? ¡Dios todopoderoso! Éste no es mi verdadero nombre. Nací y me crié con el nombre de Dolores Miller. Hasta los dieciséis años, fui Dolores Miller. ¡Dios todopoderoso! ¡Casi me había olvidado de mi verdadero nombre! Casi me había olvidado de quién soy -dijo mirando asombrada a los dos hombres.

Más adelante aquel mismo mes, mientras patrullaba por el Boulevard Hollywood hacia las tres de la madrugada en compañía de un compañero de ojos soñolientos llamado Reeves, Serge examinó detenidamente a la gente que paseaba a aquella hora por las calles de la capital de la belleza. La mayoría homosexuales, naturalmente, y ya estaba empezando a reconocer a algunos de ellos tras verles noche tras noche mientras merodeaban en busca de individuos que estuvieran cumpliendo el servicio militar. Había también montones de otros vividores que a su vez merodeaban en busca de los homosexuales no por placer sino por dinero que obtenían de la manera que fuera. A ello se debían los numerosos ataques, robos y asesinatos y hasta el momento de amanecer Serge se veía obligado a intervenir en los asuntos de aquellos desgraciados hombres y aún siguió sintiendo náuseas una semana más tarde cuando regresó a Alhambra y volvió a alquilar su antiguo apartamento. Habló con el capitán Sanders de la División de Hollenbeck y éste accedió a tramitarle el traslado a Hollenbeck porque dijo que recordaba a Serge como un excelente oficial joven.

Burke ya estaba terminando y nadie le estaba escuchando; en este momento, Serge ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Decidió que esta noche conduciría él. No le apetecía encargarse de los informes, por consiguiente conduciría. Milton siempre le dejaba hacer exactamente lo que quería. Le gustaba trabajar con Milton e incluso le gustaba la forma lenta y deliberada de hablar de Burke. Había supervisores peores. Le agradaba encontrarse de nuevo en su vieja comisaría.

A Serge estaba empezando incluso a gustarle la zona. No era Hollywood, más bien era todo lo contrario de la belleza. Era aburrida y vieja y pobre con sus altas casas estrechas como lápidas sepulcrales y el olor de los mataderos de Vernon. Era el lugar al que acudían los inmigrantes al llegar desde México. Era el lugar en el que permanecían la segunda y la tercera generación que no habían conseguido mejorar su suerte. Sabía ahora de las muchas familias rusas, los hombres con barba y túnica y las mujeres con la cabeza cubierta, que vivían entre las calles Lorena e Indiana tras haber sido desalojados de sus pisos para destinar la zona a la construcción de viviendas baratas. Había buen número de chinos aquí en Boyle Heights y los restaurantes chinos ofrecían menús españoles. Había muchos japoneses y las mujeres mayores aún llevaban sombrillas. También estaban los viejos judíos, claro, pocos ahora, y a veces nueve viejos judíos se veían obligados a recorrer la avenida Brooklyn y alquilar al final a un borracho mexicano para formar unminyan de diez y poder iniciar las plegarias en el templo. Estos viejos pronto morirían, las sinagogas se cerrarían y Boyle Heights sería distinto sin ellos. Había buhoneros árabes vendiendo por las calles ropas y alfombras. Hasta había gitanos que vivían cerca de Broadway Norte donde todavía habitaban muchos italianos y había la iglesia india de la calle Hancock cuya feligresía estaba integrada principalmente por pimas y navajos. Había muchos negros en las urbanizaciones de Ramona Gardens y Aliso Village a los que los mexicanos soportaban a regañadientes, y también estaban los mexicano-americanos que constituían el ocho por ciento de la población de la División de Hollenbeck. Pocas familias anglosajonas-protestantes permanecían aquí, por ser muy pobres.

Había muy pocos embaucadores en la zona de Hollenbeck, pensó Serge, mientras aminoraba la marcha en la avenida Brooklyn para aparcar frente al restaurante favorito de Milton. Casi todo el mundo es exactamente lo que parece. Resultaba muy reconfortante trabajar en un lugar en el que casi todo el mundo es exactamente lo que parece.

11 El veterano

– Esta noche se cumplirán dos años desde que vine a Universidad -dijo Gus -. Recién salido de la academia. Parece imposible. El tiempo ha pasado.

– Ya te correspondería un traslado, ¿verdad? -le preguntó Craig.

– De sobra. Espero figurar en la próxima lista de traslados.

– ¿Dónde quieres ir?

– No me importa.

– ¿Otra zona negra?

– No, me gustaría cambiar. Un poco más al Norte quizás.

– Yo me alegro de haber venido aquí. Se aprende rápido aquí -dijo Craig.

– Ten cuidado de no aprender demasiado rápido -le dijo Gus y aminoró la marcha del Plymouth esperando coincidir con el semáforo rojo porque estaba empezando a cansarse de conducir. Había sido una noche muy tranquila y los policías se aburrían en los coches tras varias horas de patrullar monótonamente. Sólo eran las nueve y media. No debieran haber comido tan pronto, pensó Gus. La noche se les haría más larga.

– ¿Has estado presente alguna vez en un tiroteo? -le preguntó Craig.

– No.

– ¿Y en una auténtica pelea?

– Tampoco -dijo Gus -. Una auténtica pelea no. Algunos bastardos un poco belicosos pero no una auténtica pelea.

– Has tenido suerte.

– Sí -dijo Gus y, por unos momentos, volvió a experimentar la misma sensación de siempre pero ya había aprendido a dominarla. Ahora ya no se asustaba sin motivo. Las veces que tenía miedo, era con motivo. Una noche trabajó con un viejo policía que le dijo que, en veintitrés años de servicio, jamás se había visto envuelto en una pelea y ni siquiera había disparado jamás en acto de servicio ni estado cerca de la muerte, a excepción de algunas persecuciones en coche, y que no creía que un policía tuviera que mezclarse en tales cosas, a no ser que deliberadamente las buscara. La idea resultaba tranquilizadora sólo que aquel policía se había pasado la carrera en Valle Oeste y en la División de Van Nuys, lo cual equivalía casi a un retiro y sólo había permanecido en Universidad unos meses, por traslado disciplinario. Sin embargo, pensó Gus, habían pasado dos años y él había escapado de la confrontación que tanto temía. ¿Pero seguiría teniendo ahora tanto miedo?, se preguntó. El uniforme azul y la placa y las interminables decisiones y arbitrajes en los problemas de otras personas (cuando no conocía realmente las respuestas pero, por las calles, a media noche, no estaba más que él, por lo que se había visto obligado a tomar decisiones por otros y en algunas ocasiones algunas vidas habían dependido de sus decisiones), sí, estas decisiones y el uniforme azul y la placa le habían proporcionado una confianza que jamás había soñado llegar a poseer. Aunque seguía experimentando algunas dudas atormentadoras con respecto a sí mismo, su vida había cambiado profundamente con todo ello y se sentía más feliz que nunca.

Si podía trasladarse a una tranquila zona blanca, sería probablemente más feliz a no ser que le perturbaran sentimientos de culpabilidad por estar allí. Pero si estaba seguro de que disponía del valor necesario y ya no tenía nada más que demostrarse a sí mismo, entonces podría trasladarse a Highland Park y estar más cerca de casa y sentirse finalmente satisfecho. Pero todo eso eran tonterías, desde luego, porque si algo le había enseñado el trabajo de policía era que la felicidad es un sueño de locos y de niños. La satisfacción razonable resultaba un objetivo más idóneo.

Empezó a pensar en las anchas caderas de Vickie y en el cambio que podían producir diez quilos de más en una muchacha bonita como Vickie hasta el extremo de haber llegado a imaginar algunas veces que las pocas ocasiones en que se hacían el amor se debían a que ella estaba terriblemente asustada de otro embarazo, cosa de que no podía culparla, o quizás fuera porque ella iba resultándole cada vez menos atractiva. No era simplemente la voluminosidad que había transformado un cuerpo esbelto hecho para la cama, no era simplemente eso, era el derrumbamiento de la personalidad que sólo podía atribuir a una juvenil y apresurada boda y a tres hijos que eran demasiado para una muchacha sin voluntad con una inteligencia inferior a la normal, que siempre había dependido de los demás y que ahora se apoyaba tanto en él.

Pensó que tendría que quedarse con el niño toda la noche si ella no había mejorado del resfriado y experimentó una ligera oleada de cólera purificadora, pero sabía que no tenía derecho a enojarse con Vickie que fue la muchacha más bonita que jamás se interesó por él. Al fin y al cabo, él no era precisamente un trofeo que adorar. Se miró en el espejo retrovisor y vio que su cabello color arena ya era muy fino y había tenido que modificar una anterior suposición; sabía que sería calvo mucho antes de llegar a los treinta y ya tenía unas finas arrugas alrededor de los ojos. Se burló de sí mismo por sentirse decepcionado ante la gordura de Vickie. Pero no era eso, pensó. No era eso en absoluto. Era ella.

– Gus, ¿tú crees que los policías están en mejor situación de comprender la delincuencia que, no sé, los penalistas o funcionarios judiciales o los investigadores del comportamiento?

– Dios mío -se echó a reír Gus -. ¿Qué clase de pregunta es ésa? ¿Es la pregunta de un test?

– Pues lo es -dijo Craig -. Estoy estudiando psicología en Long Beach State y mi profesor está muy bien preparado en criminología. Cree que los policías son orgullosos y clasistas y que desprecian a otros expertos porque creen que son los únicos que entienden realmente de delitos.

– Es una suposición acertada -dijo Gus.

Se recordó a sí mismo que aquel iba. a ser el último semestre que podría permitirse descansar porque pronto perdería la costumbre de no ir a clase. Si quería obtener el título, tendría que volver a clase el próximo semestre sin falta.

– ¿Estás de acuerdo? -le preguntó Craig.

– Creo que sí.

– Pues yo sólo hace unos meses que he salido de la academia y no pienso que los policías sean clasistas. Sigo conservando a mis antiguos amigos.

– Yo también tengo los míos -dijo Gus -. Pero ya verás al cabo de un año cómo empezarás a considerarles de una manera algo distinta. Ellos no lo saben, ¿comprendes? Y los criminólogos tampoco. Los policías ven el cien por cien de la delincuencia. Nosotros vemos a los que no son delincuentes y a los verdaderos delincuentes mezclados en delitos. Vemos a testigos de delitos y a víctimas de delitos y les vemos durante e inmediatamente después de producirse los delitos. Vemos a los malhechores durante e inmediatamente después y a veces a las víctimas antes de que se produzcan los delitos y sabemos que van a ser víctimas y vemos antes a los malhechores y sabemos que van a ser malhechores. No podemos hacer nada a pesar de que sabemos lo que va a suceder por la experiencia que tenemos. Nosotrossabemos. Díselo a tu profesor y creerá que quien necesita un psicólogo eres tú. Tu profesor los ve en un tubo de ensayo y en una institución y cree que son delincuentes estos desgraciados fracasados que él estudia, pero lo que no comprende es que muchos miles de personas que han alcanzado el éxito están mezcladas con el delito tanto como sus pobres fracasados. Si supiera realmente la cantidad de delitos que se producen no sería tan presuntuoso. Los policías somos unos snobs pero no somos presuntuosos porque estos conocimientos no le hacen a uno sentirse satisfecho de sí mismo, sino que más bien le aterran.

– Jamás te había oído hablar tanto, Gus -dijo Craig mirando a Gus con renovado interés y Gus sintió la necesidad de seguir hablando de estas cosas porque no solía hablar mucho de ellas exceptuando con Kilvinsky, cuando él estaba. Había aprendido todas estas cosas de Kilvinsky y la experiencia le había demostrado que Kilvinsky tenía razón.

– No se puede superar nuestra proximidad de trato con la gente -dijo Gus -. Les vemos cuando nadie les ve, cuando nacen y mueren y fornican y están ebrios-. Ahora Gus sabía que era Kilvinsky quien hablaba y él estaba usando palabras textuales de Kilvinsky; al utilizar las palabras de este hombre, le pareció un poco como si Kilvinsky estuviera presente y fue una sensación agradable -. Vemos a las gentes cuando despojan a otras personas de objetos de valor y cuando han perdido la vergüenza o están muy avergonzadas y nos enteramos de secretos que sus maridos y esposas ni siquiera conocen, secretos que tratan incluso de ocultarse a sí mismas y, qué diablos, cuando uno se entera de cosas así acerca de personas que no están recluidas en una institución, de personas que están fuera y a las que puedes ver actuar todos los días, entonces es cuando uno sabe. Es natural que se convierta uno en clasista y se asocie con otros que también saben. Es lógico.

– Me gusta oírte hablar, Gus -dijo Craig-. Normalmente estás tan callado que había llegado a pensar que quizás yo no te gustaba. Ya sabes, nosotros los novatos nos preocupamos por todo.

– Lo sé -dijo Gus conmovido ante la juvenil franqueza de Craig.

– Es útil escuchar a un oficial experimentado hablar de estas cosas -dijo Craig y a Gus le resultó muy difícil reprimir una sonrisa al pensar que Craig ya le consideraba un veterano.

– Puesto que estoy filosofando, ¿quieres una definición de la brutalidad de la policía?

– De acuerdo.

– La brutalidad de la policía significa actuar tal como actuaría seguramente una persona prudente normal, sin la autodisciplina de un policía, bajo las tensiones del trabajo policial.

– ¿Es una de las definiciones del Jefe?

– No, lo dijo Kilvinsky.

– ¿Es el que escribió el libro sobre la supervisión de la policía?

– No, Kilvinsky era un gran filósofo.

– No he oído hablar de él.

– Acerca del castigo, dijo Kilvinsky: "Nosotros no pretendemos castigar a los delincuentes encerrándoles en instituciones, sólo pretendemos separarnos de ellos cuando su desviación aparece inmutablemente escrita en dolor y sangre". Kilvinsky estaba un poco bebido cuando dijo esto. Normalmente era mucho más mundano.

– ¿Le conociste?

– Aprendí a su lado. También decía: "No me importa que se le proporcionen al sinvergüenza mujeres y drogas toda la vida mientras le mantengamos encerrado". En realidad, Kilvinsky hubiera superado al más ardiente de los liberales en materia de reformas de prisiones. Pensaba que éstas tenían que ser lugares muy agradables. Pensaba que era estúpido e inútil y cruel pretender castigarles o tratar de rehabilitar a la mayoría de la gente con "la norma", tal como él lo llamaba. Ya tenía planeada la forma en que sus instituciones penales salvarían a la sociedad, dejando aparte el dinero y el esfuerzo que ello costaría.

– Tres-A-Trece, Tres-A-Trece -dijo la locutora -. Vean al hombre, riña familiar, veintiséis, treinta y cinco, Hobart Sur.

– Bueno, resulta agradable hablar en una noche tranquila -dijo Gus -pero el deber nos llama.

Craig confirmó la recepción de la llamada mientras Gus giraba al Norte y después al Este en dirección a Hobart.

– Me gustaría haber tenido a este Kilvinsky de profesor -dijo Craig -. Creo que me hubiera gustado.

– Le hubieras apreciado mucho-dijo Gus.

Al apearse del coche radio, Gus advirtió que había sido una noche insólitamente tranquila tratándose de un jueves. Escuchó unos momentos pero la calle bordeada de casas particulares de un solo piso a ambos lados aparecía absolutamente en silencio. El jueves, preparación de la actividad del fin de semana, era normalmente una noche muy bulliciosa y entonces recordó que los cheques de la beneficencia no llegarían hasta al cabo de unos días. Sin dinero, la gente se estaba quieta aquel jueves.

– Creo que es la casa de atrás -dijo Craig iluminando con la linterna la parte derecha de la fachada de una casa de estuco rosa. Gus vio el porche iluminado y siguió a Craig por el camino que conducía a la casa de atrás donde un negro sin camisa emergió de las sombras con un palo de base-ball en la mano y Gus extrajo el revólver y lo sostuvo fuertemente sin saber por qué. El hombre arrojó el bastón al suelo.

– No dispare. Yo soy quien Ies ha llamado. Yo he llamado. No dispare.

– Dios mío -dijo Gus al ver al negro medio borracho acercarse a ellos agitando las grandes manos por encima de su cabeza.

– Le podíamos haber matado por haber aparecido con este palo -le dijo Craig cerrando la funda de su arma.

Gus no podía encontrar la funda y tuvo que utilizar las temblorosas dos manos para guardar el revólver y no podía hablar, no se atrevía a hablar porque Craig comprendería, cualquiera comprendería, que se había asustado sin motivo. Le humillaba comprobar que Craig se había asombrado simplemente y ya le estaba dirigiendo preguntas al negro borracho mientras a él su corazón le martilleaba sangre en los oídos de tal manera que ni siquiera podía entender la conversación hasta que el negro dijo:

– He golpeado al muy cerdo con e! palo. Está tendido allí. Creo que le he matado y pagaré el precio.

– Enséñenoslo -le ordenó Craig, y Gus les siguió a ambos hasta la parte posterior de la casa que era rosa como la de delante pero se trataba cíe una casa de madera, no de estuco, y Gus aspiró aire profundamente para acallar los latidos de su corazón. En el patio posterior, encontraron a un negro delgado con la cabeza como una bola ensangrentada tendido boca abajo y golpeando el suelo con un huesudo puño al tiempo que gemía débilmente.

– Creo que no le he matado -dijo el negro borracho -. Estaba seguro de que estaba muerto.

– ¿Puede levantarse? -preguntó Craig, acostumbrado ya a las escenas de sangre y sabiendo que la mayoría cíe la gente puede perder gran cantidad de sangre y que, a no ser que las heridas sean de un determinado tipo, puede funcionar generalmente bastante bien con ellas.

– Me duele -dijo el hombre del suelo y giró apoyándose en un codo. Gus vio que también estaba borracho y el hombre les sonrió estúpidamente y les dijo:

– Lléveme al hospital a que me cosan, ¿querrán, oficiales?

– ¿Llamo una ambulancia? -dijo Craig.

– En realidad no le hace falta -dijo Gus con la voz ya más tranquila -pero es mejor que sí. Nos llenaría todo el coche de sangre.

– No quiero causar ninguna molestia, oficiales -dijo el hombre ensangrentado -. Sólo quiero que me cosan.

"¿Y si le hubiera matado?", pensó Gus, mientras la voz de Craig resonaba por el estrecho pasadizo seguida de una explosión de ruido. Una voz de mujer retumbó por el aire y Craig ajustó el volumen y repitió su solicitud de una ambulancia. "Algún día me asustaré así y mataré a alguien y lo disimularé bien de la misma manera que lo hubiera disimulado en este caso porque un hombre había emergido de entre las sombras con un bastón levantado." Craig se había asombrado nada más; ni siquiera extrajo el arma y él en cambio había estado presionando el gatillo y gracias a Dios no amartilló el arma inadvertidamente porque, de lo contrario, seguro que le hubiera matado. "El percutor se movía hacia atrás en doble efecto, se movía, y, Dios mío, si Craig no hubiera estado delante de mí, sé que le hubiera matado." Su cuerpo había reaccionado independientemente de su cerebro. Tendría que pensar en ello más tarde. Esto podría ser lo que le salvara si se presentaba un verdadero peligro. "Si éste se presenta, espero que se presente de improviso", pensó, sin previo aviso, como un hombre emergido de entre las sombras. "Entonces es posible que me salve el cuerpo", pensó.

Latiendo su corazón más despacio, Gus pensó que había prescindido de su programa de carreras durante una semana y que no debía hacer tal cosa porque, si se pierde el impulso, uno lo deja. Decidió acudir a la academia y correr esta misma noche cuando terminara el servicio. Sería una noche bonita y desde luego no habría nadie en la pista a excepción quizás de Scymour, un curtido oficial motorizado que era un hombre tosco de enorme estómago, anchas caderas y una cara como arcilla erosionada por haber montado en moto más de veinte años. Algunas veces, Gus encontraba a Seymour corriendo por la pista de la academia de la policía a las tres de la madrugada, resoplando y sudando. Después de la ducha, vestido con el uniforme azul, pantalones de montar, botas negras y casco blanco, entonces Seymour tenía un aspecto formidable e incluso no parecía tan grueso. Conducía la moto con soltura y podía hacer maravillas con la pesada máquina. Había sido amigo de Kilvinsky y cómo había disfrutado Gus de las carreras nocturnas cuando Kilvinsky estaba a su lado y cómo descansaban ambos sobre el césped. Le gustaba escuchar a Kilvinsky y a Seymour hablando de los viejos tiempos del departamento de policía cuando las cosas eran más sencillas, cuando el bien y el mal eran algo definitivo. Recordaba cómo fingía estar tan cansado como Kilvinsky cuando habían cubierto las quince vueltas completas a la pista y se trasladaban a la sala de vapor y después a las duchas aunque, en realidad, el hubiera podido correr otras quince vueltas sin cansarse. Era una bonita noche hoy. Sería agradable tenderse sobre la fresca hierba y correr, correr. Esta noche intentaría correr ocho quilómetros, ocho quilómetros a toda marcha, y después no le haría falta un baño de vapor. Se ducharía, regresaría a casa y dormiría hasta la tarde del día siguiente si no hacía demasiado calor para dormir y si Vickie no le necesitaba para que la ayudara a cambiar una bombilla situada demasiado arriba para que ella pudiera alcanzarla tras haber sufrido vértigos al encaramarse a una silla. O para que la ayudara a ir de compras porque resultaba imposible ir sola de compras hoy en día, aunque se dejaran los niños con los vecinos, porque los mercados son tremendamente complicados y no se puede encontrar nada y a veces se sienten deseos de gritar, sobre todo cuando se piensa que hay que volver a una casa con tres niños y, "Dios mío, Gus, ¿y si quedo embarazada otra vez? Llevo cinco días de retraso. Sí, estoy segura, segura".

– La ambulancia ya está en camino -dijo Craig, avanzando ruidosamente por el pasadizo y Gus tomó mentalmente nota de sugerirle a Craig que usara zapatos con suela de goma o por lo menos que les quitara el hierro de los tacones porque incluso patrullando uniformados resulta útil andar silenciosamente en muchas ocasiones. Ya bastante difícil resultaba tenerlo que hacer con un tintineante llavero, un crujiente Sam Browne y una agobiante porra.

– ¿Por qué le ha golpeado? -preguntó Craig y ahora el ensangrentado hombre ya se había sentado y se lamentaba porque, al parecer, el dolor le estaba penetrando a través de la euforia de la borrachera.

– Le dije que se lo haría la próxima vez que le pillara con Tillie. La última vez que volví a casa pronto, les pillé durmiendo en la cama la borrachera de mi whisky y allí estaban ellos tan cómodamente, Tillie desnuda a su lado y esta cosa todavía dentro de ella y yo me acerqué y la estiré y le desperté y le dije que si volvía a hacerlo otra vez le partiría la cabeza y esta noche al volver a casa los he pillado otra vez y lo he hecho.

– Me lo merezco, Charlie -dijo el hombre ensangrentado-. Tienes razón. Tienes razón.

Gus escuchó el silbido de la sirena de la ambulancia que se acercaba y miró el reloj. Cuando terminaran el informe de la detención sería la hora de acabar el servicio y se iría a la academia y correría y correría.

– No te preocupes, Charlie, no dejaré que te detengan -dijo el hombre ensangrentado -. Eres el mejor amigo que he tenido.

– Me temo que Charlie tendrá que ir a la cárcel, amigo -dijo Craig ayudando al hombre ensangrentado a levantarse.

– Yo no firmaré ninguna denuncia -advirtió el hombre ensangrentado y después esbozó una mueca al encontrarse de pie y tocarse con cuidado la cabeza.

– Da lo mismo que lo haga como que no -dijo Gus -. Es un delito y vamos a meterle en la cárcel para el caso de que muriera usted uno de estos días.

– No te preocupes, Charlie -dijo el hombre ensangrentado -. No me moriré por tu culpa.

– Podrá hablar mañana con los investigadores acerca de la posibilidad de no llevar a efecto la denuncia -le dijo Gus mientras se dirigían hacia la parte de delante-. Pero esta noche su amigo irá a la cárcel.

La deslumbradora y parpadeante luz roja de la sirena anunció la llegada de la ambulancia aunque el conductor ya había apagado el sonido. Gus encendió la linterna para mostrarle al conductor la casa y la ambulancia se aproximó al bordillo de la acera para que se apeara el auxiliar. Éste tomó al hombre ensangrentado del brazo al tiempo que el conductor abría la portezuela.

– No te preocupes, Charlie, yo no voy a demandarte -dijo el hombre ensangrentado -. Y cuidaré de Tillie mientras estés en la cárcel, Y no te preocupes por ella. ¿Lo oyes?

12 Enema

A Roy le latió el corazón al escuchar sonar el teléfono a través del auricular que mantenía fuertemente apretado contra el oído. La puerta del despacho de la patrulla de policías secretos estaba cerrada y sabía que los componentes del turno de noche no empezarían a llegar hasta dentro de media hora por lo menos. Decidió llamar a Dorothy desde un teléfono del departamento de policía para ahorrarse el precio de la conferencia. Bastante trabajo le costaba pagar el alquiler de dos sitios y mantenerse tras enviarle la asignación mensual a Dorothy. Después había los plazos del coche y resultaba claro que pronto tendría que vender el Thunderbird y decidirse por un coche más barato ya que éste era uno de los pocos lujos que podía permitirse.

Casi se alegró de que no estuviera en casa y estaba a punto de colgar cuando escuchó el inconfundible timbre de la inconfundible voz de Dorothy que a menudo hacía que un simple saludo sonara como una pregunta.

– ¿Diga?

– Hola, Dorothy, espero no haberte molestado.

– ¿Roy? Estaba duchándome.

– Ah, perdona, llamaré luego.

– No te preocupes. Me he puesto la bata. ¿Qué sucede?

– ¿Es la bata dorada que te compré para tu último cumpleaños?

– Ya estábamos separados cuando celebré mi último cumpleaños, Roy. Fue el año anterior cuando me regalaste la bata dorada, ésta es otra.

– Ah. ¿Cómo está Becky?

– La viste la semana pasada, Roy. Está igual.

– Maldita sea, Dorothy, ¿no puedes tener conmigo ni una sola palabra amable?

– Sí, Roy, pero por favor no empecemos con lo mismo. El divorcio será definitivo dentro de ochenta y nueve días y nada más. No volveremos contigo.

Roy tragó saliva y las lágrimas asomaron a sus ojos. No habló durante varios segundos hasta que estuvo seguro de que podía dominarse.

– ¿Roy?

– Sí, Dorothy.

– Roy, es inútil.

– Por Dios, Dorothy, haré todo lo que tú digas. Por favor, vuelve a casa. No lo hagas.

– Hemos estado hablando de eso una y otra vez.

– Estoy terriblemente solo.

– ¿Un hombre tan guapo como tú? ¿Un Apolo de cabello dorado y ojos azules como Roy Fehler? No tenías muchas dificultades en encontrar compañía cuando estábamos juntos.

– Por Dios, Dorothy, sólo sucedió una o dos veces. Ya te lo conté todo.

– Lo sé, Roy. No era eso. No eras muy infiel para lo que acostumbran a hacer los hombres. Pero es que dejó de importarme. Ya no me importas, ¿lo entiendes?

– Por favor, dame a la niña, Dorothy -dijo Roy sollozando entrecortadamente y el dique se rompió y empezó a llorar sobre el micrófono volviéndose hacia la puerta temeroso de que entrara temprano alguno de los policías secretos y humillado por haberlo hecho y permitir que Dorothy lo oyera.

– Roy, Roy, no lo hagas. Ya sé que estás sufriendo sin Becky.

– Dámela, Dorothy -dijo Roy respirando audiblemente y secándose la cara con la manga de la camisa de sport a cuadros anaranjados que llevaba por encima del cinturón para ocultar el revólver y las esposas.

– Roy, yo soy su madre.

– Te pagaré lo que quieras, Dorothy. Mi padre me ha dejado dinero en el testamento. Carl me insinuó una vez que si cambiaba de idea y entraba a trabajar en el negocio de la familia, podría entrar en posesión del mismo. Lo conseguiré. Y te lo daré a ti. Lo que sea, Dorothy.

– ¡Yo no vendo a mi niña, Roy! ¿Cuándo vas a crecer?

– Me iré a vivir con mamá y papá. Mamá podría cuidar de Becky mientras yo trabajo. Ya he hablado con mamá. Por favor, Dorothy, no sabes cuánto la quiero. La quiero mucho más que tú.

El teléfono permaneció en silencio unos momentos y Roy temió que ella hubiera colgado pero después escuchó que le decía:

– Es posible, Roy. Es posible que a tu manera sea verdad. Pero no creo que la quieras por ella misma. Es porque ves en ella algo más. Pero no importa quién la quiera más. El caso es que una niña, sobre todo una niña pequeña, necesita una madre.

– Está mi madre…

– Maldita sea, Roy, ¿quieres callarte y dejar de pensar siquiera por una vez en ti mismo? Quiero decirte que Becky necesita una madre, una madre verdadera, y sucede que yo soy esta madre. Mi abogado te ha dicho y yo te he dicho que tienes derecho a visitarla. Podrás conseguir todo lo que sea razonable. Seré muy liberal a este respecto. Creo que no he sido muy exigente en la solicitud de manutención de la niña. Y desde luego la pensión para asistencia acordada no me parece demasiado exagerada.

Roy respiró profundamente tres veces y una sensación de humillación le recorrió el cuerpo. Se alegraba de haber decidido hacerle el último ruego por teléfono porque temía que pudiera suceder aquello. Se había sentido tan aturdido a lo largo de todo el proceso del divorcio que ya le resultaba imposible controlar las más simples emociones.

– Eres muy generosa, Dorothy -dijo finalmente.

– Te deseo la mejor suerte, Dios sabe que es verdad.

– Gracias.

– ¿Puedo darte un consejo, Roy? Creo que te conozco mejor que nadie.

– ¿Por qué no? En estos momentos, soy vulnerable a todo. Si me dices que me caiga muerto, es probable que lo haga.

– No lo harás, Roy. Estarás bien. Escucha, matricúlate y vete a otro sitio. Estudiaste criminología tras haber cambiado dos o tres veces de asignatura principal. Me dijiste que sólo ibas a ser policía cosa de un año y ya hace más de dos y no estás nada cerca de conseguir el título. Eso no tendría nada ele malo si te gustara ser policía. Pero yo creo que no. Nunca le ha gustado de verdad.

– Es mejor que trabajar para ganarse la vida.

– Por favor, no gastes bromas ahora, Roy. Es el último consejo desinteresado que te daré. Matricúlate. Aunque ello signifique volver a la tienda de tu padre. Peor podrían irte las cosas. No creo que tengas éxito como policía. Nunca estuviste contento de todos los aspectos de tu trabajo.

– Quizás nunca esté contento con nada.

– Quizás, Roy. Quizás. De todas maneras, haz lo que creas mejor, te veré a menudo cuando vengas a ver a Becky.

– De eso puedes estar segura.

– Adiós, Roy.

Roy se sentó sobre el desordenado escritorio del despacho y empezó a fumar a pesar de haber sufrido una grave indigestión y de sospechar que padecía una úlcera incipiente. Se terminó el primer cigarrillo y utilizó la colilla para encender otro. Sabía que se le agravaría el ardor de estómago pero no importaba. Pensó por unos momentos en la Smith and Wesson de cinco centímetros que descansaba ligeramente apoyada sobre su cadera y que le hacía tan agudamente consciente del hecho de que, por primera vez en su carrera de policía, trabajaba en una misión de paisano. Por primera vez advirtió cuánto había estado deseando que le asignaran aquella misión y cómo había saltado de alegría cuando el comandante de guardia le había pedido si le importaría trabajar en la patrulla secreta durante treinta días. Empezó a sentirse un poco mejor y consideró que era estúpido y melodramático pensar en la Smith & Wesson tal como acababa de hacer. Las cosas no estaban todavía tan mal. Todavía le quedaba esperanza.

Giró la cerradura y la puerta se abrió de golpe; Roy no reconoció al hombre medio calvo y chillonamente vestido que entró con un cinturón de arma colgado del hombro y una bolsa de papel en la mano.

– Hola -dijo Roy levantándose y esperando que no se le notara en la cara que había llorado.

– Hola -dijo el hombre tendiéndole la mano -, debes ser nuevo.

– Me llamo Roy Fehler, esta vez actuaré de paisano. Es la tercera noche que vengo.

– ¿Ah, sí? Yo me llamo Frank Gant. He estado libre de servicio desde el lunes. Ya me dijeron que pediríamos prestado a alguien -. Tenía una mano recia y le estrechó la suya con fuerza -. No creía que hubiera nadie dentro. Generalmente, el primer individuo del turno de noche que llega deja abierta la puerta.

– Perdón -dijo Roy -, la próxima vez la dejaré abierta.

– No te preocupes. ¿Ya conoces a los demás muchachos?

– Sí. Tú eras el único que todavía no conocía.

– Lo bueno siempre se guarda para lo último -dijo Gant sonriendo y colocando la bolsa de papel encima de un archivador metálico.

– Es la comida -dijo señalando la bolsa -. ¿Tú te la traes también?

– No, las dos noches pasadas me la he comprado.

– Es mejor que te la traigas -dijo Gant -. Comprobarás que no resulta muy ventajoso trabajar vestido de paisano. Cuando te quilas el uniforme azul, pierdes los sitios para comer. Tenemos que pagarnos las comidas o traérnoslas de casa. Yo me la traigo. Trabajar de paisano ya es bastante caro.

– Creo que yo también lo haré. No puedo permitirme gastar mucho dinero estos días.

– Pues tendrás que gastar un poco -dijo Gant sentándose junto a la mesa y abriendo el cuaderno de notas para apuntar la fecha de tres de agosto.

– Nos dan unos cuantos dólares a la semana para trabajar y normalmente los gastamos la primera noche. A partir de entonces, tienes que utilizar tu propio dinero si quieres trabajar. Yo procuro no gastar demasiado. Tengo cinco hijos.

– Estoy de acuerdo contigo -dijo Roy.

– ¿Te han dado dinero?

– Anoche trabajamos un bar por infracción de la ley del alcohol -dijo Roy -. Anoté dos dólares pero en realidad gasté cinco. Perdí tres en el negocio.

– Así es el trabajo de paisano -dijo Gant suspirando-. Es estupendo y, si te gusta trabajar, te encantará estar aquí pero los muy bastardos no nos dan suficiente dinero para manejar.

– Me gustaría trabajar de paisano con regularidad. Tal vez fuera ésta una buena ocasión de demostrar lo que puedo hacer.

– Lo es -dijo Gant -abriendo un abultado "dossier" de papel manila y sacando unos impresos que Roy ya sabía que eran informes -. ¿Cuánto tiempo hace que estás en Central, Roy? Me parece que no te había visto nunca.

– Unos cuantos meses. Vine de Newton.

– Allí en la selva, ¿eh? Apuesto a que estás contento de haberte marchado.

– Quería cambiar.

– Cualquier cambio es mejor cuando uno sale de allí. Yo también trabajé en Newton pero fue antes de que empezaran a producirse los desórdenes de los Derechos Civiles. Ahora que a los negros se les ha prometido el Cielo no es lo mismo trabajar allí. Yo no volveré nunca.

– Es un problema muy complicado -dijo Roy encendiendo otro cigarrillo y frotándose su ardiente estómago mientras emitía una nube de humo gris a través de la nariz.

– También tenemos a algunos negros en Central, pero no muchos. En la zona Este y en las urbanizaciones de viviendas baratas, generalmente, y algunos otros desperdigados. Demasiado comercio e industria en la zona del centro para que puedan proliferar.

– Quisiera ayudarte con estos papeles -dijo Roy sintiéndose irritado y molesto tal como siempre le sucedía cuando alguien hablaba así de los negros.

– No te preocupes. Son antiguos informes secretos con continuación. No sabrías qué escribir. ¿Por qué no miras el libro de prostitutas? Es bueno conocer a las habituales. O leer algunos de los informes de detenciones para ver cómo se atrapa a la gente. ¿Has atrapado ya a alguna prostituta?

– No, estuvimos siguiendo a un par anoche pero después las perdimos. Hemos estado trabajando los bares sobre todo. Detuvimos a un tabernero por servir a un borracho pero es la única detención que hemos practicado durante estas noches.

– Bueno, pues ahora que ha vuelto Gant empezaremos a trabajar.

– ¿No serás un sargento, verdad? -le preguntó Roy advirtiendo que todavía no estaba seguro de quiénes eran los policías de servicio y quiénes los supervisores. Todo el ambiente era muy poco etiquetero y muy distinto al de la patrulla.

– Qué va -dijo Gant echándose a reír -. Debiera serlo pero no puedo pasar el maldito examen. Lo he estado fallando catorce años. Soy un policía exactamente igual que tú.

– Aquí no está uno muy seguro de la cadena de mandos -dijo Roy sonriendo.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando?

– Casi tres años -dijo Roy y después temió que Gant le obligara a puntualizar los meses porque dos años y tres meses no eran ciertamente "casi tres años".

– Es distinto en la secreta, ¿verdad? Llamar al sargento por su nombre y todo eso. Muy distinto de la patrulla, ¿eh? Esto es un grupo cerrado. El trabajo de paisano tiene que serlo. Es un trabajo más íntimo. Estarás en estrecho contacto con toda clase de gentes. Verás toda clase de depravaciones que jamás te habías imaginado y algunas que ni siquiera podrás imaginar cuando las veas. Sólo le dejan trabajar a un individuo dieciocho meses en esta mierda. Demasiado sórdido, eso y la clase de vida que uno se ve obligado a llevar. Metido en los bares toda la noche, emborrachándose y jugando con las mujeres. ¿Estás casado?

– No -dijo Roy y fue presa de un nuevo espasmo de indigestión que le hizo frotarse otra vez el estómago.

– Las prostitutas no atraen a nadie o por lo menos ya no debieran cuando uno lleva cerca de ellas mucho tiempo y las conoce. Pero hay muchas mujeres bonitas en algunos de estos bares, mujeres solas en busca de compañía, ya sabes, simples aficionadas, de las que lo hacen gratis, y nosotros también andamos siempre por estos bares. Es bastante tentador. Lo único que nos exige a los hombres el sargento Jacovitch es que no perdamos el tiempo en otras cosas. Si encontramos algo bonito, es mejor que concertemos una cita para nuestra noche libre. Jake dice que si nos pilla tonteando en algún bar con una mujer, es mejor que sea una prostituta profesional porque, de lo contrario, nos expulsará del equipo.

– En estos días se está tramitando mi divorcio. No pienso demasiado en mujeres ahora -dijo Roy y esperó que Gant le preguntara cuándo sería definitivo el divorcio o bien que hiciera algún otro comentario acerca de su problema porque experimentó una repentina necesidad de hablar con alguien, con cualquier persona, y tal vez Gant hubiera pasado también por aquel trance. Había muchos policías en las mismas condiciones.

– ¿Conoces bien la zona, Roy? -le preguntó Gant, decepcionándole.

– Muy bien.

– Bueno, puedes estudiar el plano de alfileres de la pared -dijo Gant señalando vagamente hacia la pared mientras comenzaba a escribir una hoja que más tarde se pasaría a máquina y constituiría un informe secreto.

– ¿Qué trabajaremos esta noche, prostitutas?

– Prostitutas, sí. Tenemos que pillar a unas cuantas. No liemos hecho muchas cosas últimamente. Quizás algunos maricas. Trabajamos maricas cuando nos hace falta material. Son los más fáciles.

Roy escuchó voces y poco después cruzó la puerta Phillips, un hombre joven y moreno de cabello enmarañado y bigotes erizados.

– Hola a todos -dijo dejando sobre la mesa un estuche de gemelos v portando un equipo de trasmisores portátiles bajo el brazo.

– ¿Para qué es todo eso? -preguntó Gant-. ¿Algún negocio importante esta noche?

– Quizás -dijo Phillips dirigiéndose a Roy -. Justo antes de volver a casa anoche, recibimos una llamada del informante de Ziggy comunicándonos que esta noche iban a proyectarse en La Cueva unas películas pornográficas. Podríamos trabajar este sitio.

– Por Dios, Mickey, el propietario nos conoce a todos. ¿Cómo vamos a trabajar? He practicado tantas detenciones allí que me reconocerían aunque fuera disfrazado de gorila.

– Un disfraz de gorila sería un traje normal en aquel cuchitril -dijo Phillips.

– ¿Conoces La Cueva? -le preguntó Gant a Roy.

– ¿El tugurio de maricas de la Main? -preguntó Roy recordando una llamada por riña que había recibido para acudir allí la primera noche de trabajar en la División Central.

– Sí, pero no se trata sólo de maricas. Hay lesbianas, sádicos, masoquistas, adictos a las drogas, prostitutas, embaucadores, vividores, timadores de todas clases y sujetos metidos en toda clase de líos. ¿Quién va a trabajar por nosotros, Phillips?

– ¿No lo adivinas? -dijo Phillips dirigiéndole a Roy una sonrisa.

– Ah, claro -dijo Gant-. Por estas calles todavía no te conoce nadie.

– He estado allí de uniforme una vez -dijo Roy porque le molestaba la idea de tener que ir solo a La Cueva.

– En uniforme no eres más que un hombre sin rostro – dijo Gant -. Nadie te reconocerá de paisano. Sabes una cosa, Phillips, creo que al viejo Roy se le dará muy bien por allí.

– Sí, los maricas enloquecerán por este cabello rubio – dijo Phillips, riéndose.

Entró la otra pareja del turno de noche. Símeone y Ranatti eran vecinos además de compañeros y se dirigían juntos al trabajo. El sargento Jacovitch vino el último y Roy, que todavía se sentía forastero y no estaba acostumbrado a la rutina del equipo de la secreta, se dedicó a leer informes de detenciones mientras los demás realizaban trabajo de oficina sentados junto a la alargada mesa del desordenado despacho. Todos eran jóvenes, no mucho mayores que él, exceptuando a Gant y al sargento Jacovitch que eran de mediana edad. Todos vestían más o menos igual, con camisas de sport de vistosos colores por encima de los pantalones y cómodos pantalones de algodón, que daba igual que se ensuciaran o rompieran al encaramarse a un árbol o bien arrastrarse pegados a una valla a través de la penumbra, tal como había necho la noche anterior cuando habían seguido a una prostituta y a su amigo hasta la casa de éste, pero los habían perdido al entrar ambos en el viejo edificio de apartamentos porque fueron descubiertos por un negro de elevada estatura y peinado con "proceso" que, sin duda, debía estar vigilando. Roy observó que todos llevaban zapatos de suela suave o bien de goma para poder serpear, atisbar, y curiosear; Roy no estuvo seguro de que pudiera llegar a gustarle trabajar dieciocho meses de paisano porque respetaba la intimidad de los demás. Creía que aquella vigilancia secreta sabía a fascismo y creía que la gente, que demonio, era digna de confianza y que había muy poca gente mala a pesar de lo que pudieran decir los policías cínicos. Después recordó la observación de Dorothy que le había dicho que aquel trabajo jamás le había gustado pero, qué demonio, pensó, el trabajo de paisano sería interesante. Por lo menos durante un mes.

– Trae aquí los informes de arrestos, Roy -le dijo Jacovitch desplazando a un lado su silla-. Es mejor que te sientes aquí y escuches toda esta porquería mientras lees las mentiras de estos informes.

– ¿Qué mentiras? -preguntó Ranatti, un apuesto joven de ojos líquidos que lucía una camisa polo con una funda de arma de bandolera encima. La chaqueta de algodón azul marino de manga larga la había colgado cuidadosamente del respaldo de la silla y la vigilaba con frecuencia para asegurarse de que no rozara el suelo.

– El sargento cree que a veces exageramos en nuestros informes de detenciones -le dijo Simeone a Roy.

Parecía más joven que Ranatti, con las mejillas sonrosadas y las orejas algo despegadas.

– Yo no diría eso -dijo Jacovitch-. Pero he mandado a una docena de hombres a Ruby Shannon y vosotros sois los únicos que habéis conseguido algo.

– ¿Pero de qué estás hablando, Jalee? ¿Conseguimos pillarla o no?

– Sí -dijo Jacovitch mirando primero a Ranatti y después a Simeone-. Pero ella me dijo que la engañasteis. Ya sabéis que el lugarteniente no quiere detenciones por engaño.

– No fue ningún engaño, Jake -dijo Simeone-; ella se encaprichó del viejo Rosso -dijo señalando a Ranatti con el dedo y sonriendo.

– Desde luego es curioso -dijo Jacovitch-. Generalmente, huele a los policías a una manzana de distancia y Ranatti consiguió engañarla. Miradle, parece que no haya roto nunca un plato.

– No, mira, Jake -dijo Ranatti-. La detuvimos legalmente, de veras que sí. La trabajé a mi inimitable estilo.

Interpreté el papel de elegante italiano de sala de apuestas y ella se lo tragó. Jamás soñó que pudiera ser una trampa.

– Otra cosa, Ruby no tiene la costumbre de perseguir a la gente -dijo Jacovitch -. Tú dices que te buscó, ¿verdad, Rosso?

– Te aseguro que me tocó la bocina -dijo Ranatti levantando la mano derecha algo gordezuela en dirección al techo -. La apretó dos veces con el pulgar y el dedo índice antes de que le pusiera el hierro alrededor de las muñecas.

– No os creo a ninguno de los dos, bastardos -les dijo Jacovitch a los dos sonrientes jóvenes -. El lugarteniente Francis y yo estuvimos recorriendo la semana pasada los lugares frecuentados por las prostitutas y nos detuvimos a hablar con Ruby en el cruce de la Quinta con Stanford. Ella mencionó al guapo policía italiano que la había detenido con engaños. Afirma que se limitó a colocarte una mano sobre la rodilla y que tú la detuviste inmediatamente por conducta inmoral.

– Mira, jefe, yo soy inmoral de la rodilla para arriba. ¿Acaso no crees estas historias de los amantes latinos?

Todos se echaron a reír y Jacovitch se volvió hacia Roy:

– Lo que quiero decirles a estos hombres es que se dejen de engaños. Tenemos un lugarteniente que es muy explícito en lo concerniente a la legalidad de las detenciones. Si la prostituta no dice las palabras oportunas o no le tienta a uno con manifiestos propósitos inmorales, no hay base legal para una detención.

– ¿Y qué si te manosea en busca del arma, Jake? -preguntó Simeone encendiendo un grueso cigarro que resultaba cómico en sus labios regordetes -. Si lo hace, yo digo que se la debe detener por conducta inmoral. Y puede adornarse un poco el informe.

– Maldita sea, Sim, nada de adornos. Eso es lo que quiero que comprendáis. Mira, yo no soy todo el espectáculo, yo no soy más que uno de los payasos. El jefe dice que tenemos que realizar un trabajo de policía honrado.

– De acuerdo, Jake, pero la labor de paisano es un trabajo de policía distinto -dijo Gant interviniendo en la conversación por primera vez.

– Mira -dijo Jacovitch exasperado -. ¿Quieres realmente atrapar a estas prostitutas? Si lo haces mediante un informe falso de arresto y cometes perjurio para demostrar su culpabilidad, no vale la pena. Siempre habrá prostitutas. ¿Por qué arriesgar el empleo por un miserable delito sin importancia? Y puesto que hablamos de eso, el jefe está un poco molesto por algunas de las vigilancias que habéis estado practicando siguiendo a la prostituta hasta la casa del cliente y escuchándola ofrecerle al individuo una sesión a la francesa por diez dólares.

– ¿Ah, sí? -dijo Simeone ahora sin sonreír-. Hicimos una así la semana pasada. ¿Qué tiene de malo?

– El lugarteniente me ha dicho que se trasladó a un edificio de apartamentos en el que una pareja de vosotros hizo una detención de esta clase. No ha dicho que fueras tú, Sim, pero ha dicho que el maldito sitio tenía una pared de hormigón sin ventanas en la parte donde parece ser que los oficiales escucharon el ofrecimiento.

– Maldita sea -dijo Gant levantándose de repente y cruzando la estancia para dirigirse donde se encontraba su bolsa de la comida y sacando de la misma otro cigarro -. ¿Pero qué se cree que es eso el maldito lugarteniente, una clase de discusiones universitarias en la que se respetan todas las reglas? Jamás le he criticado, Jake, pero, ¿sabes que una noche me preguntó si había estado bebiendo? ¿Te lo imaginas? Preguntarle a un policía de paisano si ha estado bebiendo. Yo le dije sí, lugarteniente, qué otra cosa cree que tengo que hacer cuando trabajo un bar. Después me preguntó si siempre pagamos nuestras borracheras y si aceptamos bocadillos de los taberneros que saben que somos policías. Quiere un rebaño de abstemios santurrones con el dinero de la comida prendido a la ropa interior con un alfiler. Yo dejo la sección si este individuo sigue aguijoneándonos así.

– Cálmate, por el amor de Dios -dijo Jacovitch mirando temerosamente hacia la puerta-. Es nuestro jefe. Le debemos un poco de lealtad.

– Este individuo quiere hacer méritos, Jake -dijo Simeone-. Quiere ser el capitán más joven de la policía. Hay que vigilar a estos tipos, se sirven de los demás como de abono para florecer ellos.

Jacovitch miró a Pioy con impotencia y Roy estuvo seguro de que más tarde Jacovitch le rogaría que guardara silencio acerca de todo lo que había escuchado en la sala de la sección. Era un pobre ejemplo de supervisor si dejaba así las cosas, pensó Roy. Nunca hubiera debido permitirles ir tan lejos pero, ya que lo había consentido, debiera darles una lección. El lugarteniente era el funcionario principal y si Roy fuera el principal esperaría que su sargento no permitiera que los hombres le insultaran.

– Hablemos de otra cosa, amotinados -dijo Jacovitch nerviosamente, quitándose las gafas y limpiándolas aunque a Roy le parecieron completamente limpias.

– ¿Os habéis enterado de la cantidad de marinos que detuvieron los oficiales de paisano de Hollywood el último fin de semana? -preguntó Simeone y Roy pensó que Jacovitch se alegraba de que la conversación hubiera cambiado de rumbo.

– ¿Qué pasa en Hollywood? -preguntó Gant.

– ¿Qué es lo que pasa siempre? -dijo Simeone -. Que está lleno de afeminados. Tengo entendido que detuvieron a veinte marinos en redadas de afeminados el último fin de semana. Van a notificárselo al general de Camp Pendleton.

– Esto me fastidia -dijo Gant -. Yo estuve en el cuerpo pero las cosas eran distintas entonces. Hasta los marinos son distintos ahora.

– Sí, me han dicho que hay tantos marinos afeminados y que detienen a tantos que los bromistas de Camp Pendleton afirman que temen ser vistos comiéndose un plátano -dijo Ranatti-. Se lo comen de lado como una mazorca de maíz.

– ¿Alguien ha tenido ocasión de trabajar en el informe secreto del Blasones del Regente? -preguntó Jacovitch.

– Quizás podríamos utilizar al interino para esto -dijo Ranatti señalando a Roy-. Creo que la única manera será trabajar el tugurio. Nosotros lo vigilamos. Yo subí con una escalera de mano hasta el balcón del segundo piso y vi la habitación en la que aquellas dos prostitutas reciben visitas pero no pude acercarme lo suficiente a los cristales.

– Lo malo es que seleccionan mucho las visitas -dijo Simeone -. Creo que tienen a uno o dos botones que trabajan para ellas y les envían los clientes. Quizás Roy podría ir y entonces podríamos demostrarlo definitivamente.

– Roy es demasiado joven -dijo Gant-. Necesitamos a alguien que sea mayor, como yo, por ejemplo, pero hace tanto tiempo que ando por ahí que probablemente una de las prostitutas me reconocería. ¿Y tú, Jake? Eres mayor y bien parecido. Te convertiremos en un elegante forastero y las pillaremos.

– Podría estar bien -dijo Jacovitch pasándose los dedos por el cabello negro algo escaso-. Pero al jefe no le gusta demasiado que los sargentos actúen. Veré qué le parece.

– Los Apartamentos Clarke están ampliando las operaciones también -dijo Ranatti-. Ahora los apartamentos seis, siete y ocho tienen "camas calientes". Sirn y yo estuvimos apostados allí anoche y en menos de una hora debimos ver a estas tres prostitutas recibir a doce o trece clientes uno detrás de otro. El cliente se detiene primero en el mostrador de recepción por lo que este sitio estará ganando una fortuna.

– Una "cama caliente" puede dar para mucho -dijo Jacovitch asintiendo.

– Estas tres están muy ocupadas, desde luego. Ni siquiera se molestan en cambiar las sábanas -dijo Ranatti.

– Antes era un sitio serio -dijo Gant-. Yo tenía la costumbre de reunirme allí con alguna mujer después del trabajo, siempre que tenía suerte. Lástima que se hayan mezclado con la prostitución. El encargado del edificio es un buen hombre.

– El vicio da mucho dinero -dijo Jacovitch mirándoles -. Puede corromper a cualquiera.

– Oíd, chicos, ¿sabéis lo que hizo Harwell en los retretes del teatro Garthwaite? -preguntó Simconc.

– Harwell es un policía secreto del turno del día-le dijo Jacovitch a Roy-. Es tan psicópata como Simeone y Ranatti. Todos tenemos nuestra cruz.

– ¿Qué ha hecho esta vez? -preguntó Gant, terminando de garrapatear unas notas en la página de un papel amarillo de tamaño legal.

– Trabajaba el retrete como consecuencia del informe secreto recibido del director y descubre un agujero recién hecho entre las paredes de los lavabos v se sienta en el último excusado sin bajarse los pantalones y empieza a fumarse un puro; pronto se acerca un afeminado, se dirige inmediatamente al agujero e introduce el miembro por el agujero en dirección a Harwell. López estaba mirando desde detrás de la instalación de acondicionamiento de aire de la pared Este y podía observarlo todo muy bien porque le habíamos dicho al director que quitara todas las puertas de los excusados para desalentar a los afeminados. Dijo que cuando el miembro del sujeto asomó por el agujero, el viejo Harwell sacudió la ceniza del grueso puro que se estaba fumando, sopló el extremo encendido hasta ponerlo al rojo vivo y después lo aplastó directamente contra la punta del miembro del individuo. Dijo que el afeminado seguía gritando tendido en el suelo cuando se marcharon.

– Este bastardo es un psicópata -murmuró Jacovitch -. Ya es su segundo desaguisado. Yo tenía mis dudas acerca de él. Es un psicópata.

– ¿No habéis oído hablar del agujero de los vestuarios de señoras de los Almacenes Bloomfield? -preguntó Ranatti-. El mirón lo introdujo en el agujero cuando una mujer se estaba cambiando de ropa y ella va y le clava una aguja de sombrero y se lo atraviesa y el hijo de perra aún estaba allí clavado cuando llegó la policía.

– Hace años que me lo contaron -dijo Phillips -. Creo que algún policía se debió inventar esta historia para contarla en el cuarto de armarios.

– Pero la de Harwell es verdad -dijo Simeone-. López me lo dijo. Dijo que tuvieron que marcharse precipitadamente. Harwell quería detener al afeminado. Imagínate, después de casi quemarle, aún quería meterle en la cárcel. López le dijo: "Vayámonos de aquí y el afeminado no sabrá que se lo ha hecho un policía".

– A este bastardo le echarán cualquier día -murmuró Jacovitch.

– Mira, hay que tener sentido del humor en este trabajo – dijo Ranatti sonriendo -. Te volverías loco de lo contrario.

– Me hubiera gustado verlo -dijo Gant-. ¿El afeminado era blanco?

– Casi -dijo Simeone -. Era italiano.

– Serás cerdo -dijo Ranatti.

– Recordad muchachos que hoy es noche de basura -dijo Jacovitch.

– Qué asco -dijo Simeone-. Se me había olvidado. Dios mío, hoy que llevo ropa buena.

– En las noches de basura ayudamos a los del tumo de día -le dijo Jacovitch a Roy -. Hemos accedido a revolver los cubos de la basura a última hora la noche antes de la recogida semanal de basura. Los del turno de día nos indican las direcciones de los lugares en que se sospecha que se hacen apuestas y nosotros rebuscamos en los cubos.

– Soy un hombre B -murmuró Ranatti -. B de basura.

– Hasta ahora nos ha dado muy buen resultado -le dijo Jacovitch a Roy -. Hemos encontrado fichas de apuestas en los cubos de la basura de tres sitios. Con ello ya pueden trabajar los del turno de día.

– Y yo vuelvo a casa oliendo como un camión de la basura -dijo Ranatti.

– Una noche estábamos revolviendo los cubos de la basura en la parte de atrás del restaurante del Gato Rojo Sam -dijo Simeone sonriéndole a Jacovitch -y encontramos la cabeza de un cerdo. El maldito cerdo tenía una cabeza de león. El viejo Gato Rojo tiene la especialidad de las comidas "soul". Nosotros nos llevamos la cabeza y la dejamos aquí para Jake. La metimos en su armario y nos fuimos a casa. A la noche siguiente, vinimos a trabajar pronto para estar presentes cuando abriera el armario y aquella es la maldita noche en que habían trasladado al nuevo lugarteniente sin saberlo nosotros. Y le habían asignado el armario de Jake. Abrió la puerta y no dijo absolutamente nada. ¡Nada! Nadie dijo nada. ¡Todos fingimos que estábamos escribiendo notas o lo que fuera y no dijimos nada!

– Me dijo más tarde que había creído que se trataba de un ritual de iniciación del nuevo comandante -dijo Jacovitch encendiendo un cigarrillo y tosiendo fuertemente-. Tal vez por eso es tan duro con nosotros.

– No hablemos más de él. Me deprime -dijo Gant -. ¿Estáis dispuestos a trabajar, muchachos?

– Esperad un momento antes de marcharos -dijo Jacovitch-. Esta noche estamos preparando una cosa importante. Vamos a tomar La Cueva a la una de la madrugada. Sé que habréis oído rumores al respecto porque aquí resulta imposible guardar un secreto. Sea como fuera, de fuentes dignas de crédito nos hemos enterado de que esta noche va a tener lugar en La Cueva la proyección de una película pornográfica. No puedo entenderlo a no ser que a Frippo, el propietario, le vayan mal los negocios. El caso es que nos lo han dicho y el maldito sitio va a ser sorprendido esta noche. ¿Sabes algo de La Cueva, Roy?

– Un poco -dijo Roy asintiendo.

– Últimamente les hemos estado dando muchos palos -dijo Jacovitch -. Con que les sorprendamos otra vez, creo que podremos quitarles el permiso de venta de bebidas alcohólicas. Podría ser esta noche. Vosotros, muchachos, dejad lo que estéis haciendo y reunios aquí conmigo a eso de la media noche. Nos han prestado una docena de policías uniformados de las patrullas y van a ayudarnos dos parejas de oficiales de los servicios administrativos. Parece que el espectáculo cinematográfico empezará hacia la una y Roy estará dentro. En cuanto empiece la película, Roy, tú dirígete distraídamente hacia los retretes. Ya nos ha dicho nuestro informante que nadie entrará ni saldrá por la puerta principal cuando empiece. Saca un cigarrillo por la ventana y agítalo. Estaremos apostados fuera en un lugar desde el que podamos ver la ventana. Entonces utilizaremos la llave y entraremos por la puerta principal.

– ¿Tienen una llave de este sitio? -preguntó Roy.

– Sí -dijo Ranatti sonriendo-. Está en aquel rincón.

Le señaló un poste de metal de un metro veinte de altura con una pesada bandeja de acero soldada en su extremo y mangos soldados a cada lado para que cuatro hombres pudieran trasladarlo.

– No debiera haber dificultades -dijo Jacovitch-. No creo que te encuentres con ningún problema, pero en caso afirmativo, si sucediera algo inesperado -que descubrieran que eres policía o cualquier otro peligro -toma un taburete de la barra, una jarra de cerveza, lo que sea, y arrójalo contra la ventana frontal. Entonces entraremos inmediatamente. Pero no habrá dificultades.

– ¿Me siento allí y tomo un trago? -preguntó Roy.

– Sí. Pide una cerveza y bebe de la botella -dijo Ranatti-. No te atrevas a beber en un vaso en un lugar tan asqueroso. ¿Oye, Sim, Dawn La Vere sigue frecuentando La Cueva?

– La vi por allí la semana pasada -dijo Simeone asintiendo-. Cuidado con esta mujer, Roy. Es la prostituta más lista que jamás he conocido. Sabe distinguir a un policía inmediatamente. Si sospecha que eres policía, empezará a actuar. Se sentará a tu lado, te rodeará la cintura con el brazo y te buscará el arma y las esposas apoyándote el pecho bajo la axila para distraerte. Te buscará el llavero y lo tocará si puede para ver si tienes llaves de cajas telefónicas o de esposas. Buscará si tienes dos billeteros porque sabe que la mayoría de policías llevan dos billeteros, uno para su propio dinero y otro para la placa. Te aconsejo que dejes la placa y el arma con Gant antes de entrar.

– No sé -dijo Jacovitch -. Es mejor que vaya armado. No quisiera que le hicieran daño.

– Otra cosa, no dejes que Dawns te bese -le dijo Ranatti riéndose-. Le gusta arrimarse mucho a los individuos con los que trabaja. Es una prostituta muy cariñosa, pero padece enfermedades venéreas y tuberculosis.

– Estropeada por los dos extremos -dijo Simeone asintiendo-. Ya para siempre.

– Se traga veinte individuos en una noche -dijo Ranatti -. Dawn me dijo una vez que ya no se acuesta siquiera. Parece que la mayoría de individuos prefieren trabajo de cabeza y para ella resulta más fácil. Ni siquiera tiene que desnudarse.

– ¿Es lesbiana? -preguntó Gant.

– Sí -contestó Ranatti -. Vive por Alvarado con una compañera gorda. Me dijo una vez que ya no puede soportar acostarse con un hombre.

– Un policía secreto se entera de los problemas de todas estas chicas -le dijo Phillips a Roy-. Llegamos a conocer tan bien a esta gente.

– ¿Quieres que Roy trabaje conmigo? -le preguntó Gant a Jacovitch.

– Esta noche quiero que trabajéis los cuatro juntos -dijo Jacovitch -, no quiero que os entretengáis en algo y no podáis acudir a La Cueva cuando llegue la hora. Los cuatro saldréis juntos. Podéis tomar dos coches pero decidid lo que vais a hacer hasta la media noche y hacedlo juntos. Phillips trabajará conmigo.

– Vamos por la Sexta a ver si Roy sabe trabajar a una ramera de calle -les dijo Gant a Ranatti y Simeone que ya estaban sacando sus pequeñas linternas portátiles del cajón de un archivador.

– Noche de basura y llevo puesta una camisa nueva -refunfuñó Ranatti abrochándose la camisa cuidadosamente.

Roy observó que le sentaba bien y que la funda de arma quedaba completamente oculta. Se preguntó si sería conveniente adquirir una funda de bandolera. Decidió esperar. Sólo trabajaría de paisano este mes y quizás pasara mucho tiempo antes de que le asignaran un trabajo permanente de paisano. Desde luego, seguro que alguien le reclamaría muy pronto. Vehículos de delitos, la secreta, alguien le querría. Estaba seguro de que le resultaba claro a todo el mundo que él era un policía excepcionalmente bueno, pero el trabajo de policía era transitorio y sabía que tendría que pensar en los cursos que iba a seguir aquel semestre. Le parecía haber perdido el ímpetu en este sentido. "Quizás -pensó -me tome unas vacaciones este semestre."

Tomaron dos coches. Gant conducía un Chevrolet verde en dos tonos que los oficiales secretos habían procurado camuflar de la mejor manera posible colocando neumáticos de mayor tamaño que el corriente en la parte de atrás. Alguien había suspendido del espejo un muñeco peludo y Gant Ie dijo a Roy que Simeone era el responsable de haber pegado calcomanías universitarias en toda la ventanilla posterior. Roy pensó, sin embargo, que seguía pareciendo un coche barato de la policía secreta camuflado. Según Gant, el Departamento se mostraba muy tacaño en la entrega de fondos para operaciones secretas.

Gant acompañó a Roy hasta el aparcamiento en el que éste tenía su coche particular.

– Escucha, Roy -le dijo Gant -, Estaremos en el solar que se encuentra detrás del edificio amarillo de apartamentos al Norte de la Sexta, justo al salir de la avenida Towne. Pasa por allí para ver dónde estamos. Entonces baja unas cuantas manzanas por la Sexta y seguramente verás a una o dos prostitutas, aunque sea temprano. Si consigues pillarla, llévala al punto de reunión.

– Muy bien -dijo Roy.

– ¿Estás seguro de que aprendiste anoche qué se necesita para atrapar a una prostituta? -le preguntó Gant.

– Ofrecimiento de sexo a cambio de dinero -dijo Roy -. Parece muy sencillo.

– Muy bien, Roy, pues, adelante -dijo Gant-. Si ves a una prostituta que sospechas que pueda ser un hombre disfrazado de mujer, no te metas con él. Pasa de largo y busca otra. No trabajamos los maricas en solitario. Son los bastardos más peligrosos e imprevisibles que te puedas imaginar. Limítate a las mujeres: auténticas mujeres.

– De acuerdo -dijo Roy impaciente por empezar.

Era una noche oscura y estar por las calles de la ciudad vestido de paisano era como salir por primera vez. Resultaba misterioso y emocionante. El corazón empezó a latirle con fuerza.

– Adelante, muchacho -le dijo Gant -. Ten cuidado, de todos modos.

Roy notó que tenía las manos pegajosas y que el volante le resultaba resbaladizo al girar al Este en dirección a la calle Sexta. No era por estar solo porque en realidad no lo estaba; Gant, Ranatti y Simeone se encontraban apostados a pocas manzanas de distancia. Pero salía por primera vez a la calle sin la seguridad de la placa y el uniforme azul y, a pesar de conocer muy bien aquella calle, todo le parecía extraño. Un oficial secreto pierde la comodidad de la gran placa de latón, pensó. Recupera identidad propia. Sin el uniforme azul, se convierte en un simple hombre que debe actuar de morador de las calles. Su seguridad se estaba esfumando. ¿Sería algo más que nerviosismo? Se apoyó una mano sobre el pecho y midió los latidos. ¿Sería miedo?

Roy descubrió a una prostituta callejera en la esquina de la Quinta con Stanford. Era una negra muy delgada y de piernas rectas y, por su mirada ansiosa, Roy adivinó que debía ser adicta a las drogas. Le sonrió al verle conducir lentamente a su lado.

– Hola, rubito -dijo acercándose al coche de Roy por la parte del asiento del pasajero y mirando hacia adentro.

– Hola -dijo Roy esbozando una sonrisa forzada y maldiciendo en silencio el temblor de su voz.

– ¿No te he visto por aquí alguna otra vez? -le preguntó ella sin dejar de sonreír con su desagradable sonrisa de mala dentadura, mirando y estudiando el coche de tal manera que a Roy le pareció que había sospechado inmediatamente.

– Es la primera vez que vengo -contestó Roy-. Un amigo me habló de este sitio. Me dijo que lo pasaría bien.

– ¿Cómo te ganas la vida, nene? -le dijo ella sonriendo.

– Seguros.

– Es curioso, a mí me pareces un policía -le dijo ella taladrándole con la mirada.

– ¿Un policía? -preguntó él con una risa entrecortada -. Yo no, desde luego.

– Tienes la pinta exacta de un joven policía -le dijo ella sin parpadear mientras él se ruborizaba levemente.

– Mira, ya me estás poniendo nervioso con tanto hablar de la policía -dijo Roy -, ¿puedo divertirme sí o no?

– Quizás -contestó ella -. ¿Qué te propones?

Roy recordó la advertencia que la noche anterior le había hecho Jacovitch acerca de las trampas y sabía que ella trataba de conseguir que él hiciera el ofrecimiento.

– ¿No lo sabes? -dijo procurando esbozar una sonrisa picara pero sin saber qué tal le habría salido.

– Dame una tarjeta, nene. Es posible que algún día quiera hacerme un seguro.

– ¿Una tarjeta?

– Una tarjeta de la empresa. Dame una tarjeta de la empresa.

– Mira, estoy casado. No quiero que sepas mi nombre. ¿Qué es lo que quieres hacerme, un chantaje? -dijo Roy felicitándose a sí mismo por su rapidez de pensamiento y tomando mentalmente nota de pedir prestadas algunas tarjetas de una compañía de seguros para futuras operaciones.

– De acuerdo -le dijo ella sonriendo tranquila-. Arranca tu nombre de la tarjeta o táchalo con la pluma que llevas en el bolsillo de la camisa. Pero déjame ver que llevas tarjetas.

– No llevo ninguna -dijo Roy-. Venga, vayamos al negocio.

– Bueno -dijo ella-, de acuerdo. Pero mi negocio es cuidar de mi negocio. Un agente de seguros que no lleva un millón de tarjetas en el bolsillo es un agente muy pobre.

– Conque soy un pobre agente de seguros. Qué le vamos a hacer -dijo Roy abatido mientras ella se volvía para marcharse.

– Ni siquiera eres un buen policía secreto -le dijo ella con una mueca por encima del hombro.

– Perra -dijo Roy.

– Cochino irlandés de ojos azules -dijo la prostituta.

Roy giró a la derecha al llegar a la calle siguiente, bajó en dirección Sur hacia la Séptima y regresó de nuevo a la Sexta aparcando el coche a media manzana de distancia y con los faros apagados y vio a la prostituta hablar con un negro de elevada estatura con sombrero de fieltro gris (pie asintió con la cabeza y bajó rápidamente la manzana dirigiéndose hacia una prostituta gorda con traje de raso verde que Roy no había visto antes. Ésta corrió al interior del edificio y habló con dos mujeres que se encontraban en la puerta a punto de salir. Roy se dirigió hacia el punto de reunión donde encontró a Gant sentado en el asiento de atrás del coche de Ranatti y Simeone.

– Es mejor ir a otra parte -dijo Roy-. Estoy muy visto.

– ¿Que ha pasado? -preguntó Gant.

– Una prostituta huesuda vestida de marrón me ha reconocido por haber trabajado de uniforme en esta zona -mintió Roy-. Es inútil, aquí estoy quemado.

– Vayamos al parque y atrapemos rápido a uno o dos homosexuales -dijo Ranatti -. Ya hace varios días que no detenemos a ninguno.

Tras dejar su propio coche en el aparcamiento de la comisaría, Roy se reunió con Gant en el coche de la policía secreta y se dirigieron al parque. Roy se sentía decepcionado porque hasta entonces no había conseguido practicar ninguna detención de paisano, pero supuso que actuaría con éxito más tarde, en La Cueva, y ahora se le ocurrió pensar que no tenía la menor idea de cómo se detenía a un homosexual.

– ¿Cuáles son los elementos para la detención de un afeminado? -preguntó Roy.

– Es más fácil que la detención de una prostituta -dijo Gant conduciendo con soltura entre el tráfico de primeras horas de la noche-. Si hace un ofrecimiento inmoral en un lugar público. O si te sigue y te busca. Pero, por lo que a mí respecta, no tienes por qué dejar que un hombre te toque. Si parece como que va a tocarte, le agarras la mano y ya está detenido. Diremos en el informe de la detención que te tocó las partes privadas. Me importa un comino lo que diga Jacovitch de las detenciones legales y de los adornos de los informes de detenciones, yo no dejo que me toque nadie a no ser que lleve un vestido de mujer y esté seguro de que debajo del vestido hay un cuerpo de mujer.

– Quizás se puede arreglar con el ofrecimiento verbal -dijo Roy.

– Sí, se puede. Pero algunos afeminados son muy agresivos, Les dices hola y te arrean un puñetazo. Espero que no tengas que someterte a estas porquerías. Trabajar afeminados ya resulta bastante fastidioso de por sí. Pero quizás no tengamos que trabajarlos. Quizás podamos pillarles en la trampa.

– He oído hablar mucho de latrampa. ¿Qué es? -preguntó Roy sintiéndose un poco incómodo ante la perspectiva de tenor que trabajar homosexuales.

– Es lo que nosotros llamamos un punto de ventaja -dijo Gant acelerando por la subida de la calle Sexta frente al Central Receiving Hospital-. Hay muchos sitios frecuentados por homosexuales, como los lavabos públicos. Pues bien, en algunos de estos sitios se instalan unos respiraderos cubiertos con tela metálica muy densa o algo así desde donde podamos observar los retretes. En muchos sitios quitan las puertas de los retretes para facilitarnos el trabajo. Entonces nos sentamos en la trampa, tal como nosotros lo llamamos, y vigilamos los lavabos. Desde luego hay tecnicismos legales como la causa probable y las investigaciones exploratorias, pero ya te lo diré cuando hagamos el informe de la detención -si hacemos alguno. A veces, utilizamos equipos portátiles de transmisión y elegimos a un individuo sentado en la trampa con la radio, si ve a algún homosexual actuando en el retrete, nos lo comunica en voz baja a través de la radio y nosotros entramos. Deja que te haga algunas advertencias acerca de los homosexuales. No sé lo que te imaginas pero puedo decirte que un homosexual puede parecer cualquier cosa. Puede ser un hombre fornido y viril con mujer e hijos y un buen empleo, puede ser un profesional, un cura o incluso un policía. Hemos pillado a gentes de todas clases en estas trampas. Hay toda clase de gentes con rarezas y, en mi opinión, un individuo que tenga esta rareza en particular y que tenga que satisfacerla ocasionalmente, más tarde o más temprano buscará un lavabo público o cualquier otro lugar frecuentado por homosexuales. Creo que forma parte de la emoción. He hablado con montones de afeminados y muchos de ellos dicen que necesitan de vez en cuando actuar en lugares así aunque puedan satisfacer sus inclinaciones en la intimidad y con un amigo discreto. No sé por qué, pero lo hacen. Como ya te he dicho, aquí puedes encontrarte con un homosexual con aspecto de lo más respetable, un hombre casado o algo parecido que, cuando descubre que eres un representante de la ley, pierde los estribos. De repente se imagina el gran escándalo en el que mamá y los niños y todos sus amigos se enteran a través de la primera plana del Times de que el viejo Herbíe es en realidad un afeminado. Eso es lo que pasa por su estúpido cerebro. Por consiguiente, ándate con cuidado porque si fueras a detenerle por asesinato no estaría tan aterrorizado ni resultaría tan peligroso. El muy cerdo es probable que intente matarte para escapar. Te aconsejo que no dejes que te hagan daño a cambio de una cochina detención por delito de menor cuantía que no tiene ningún valor ante los tribunales. ¿Sabes que le dan por término medio a un afeminado? Unos cincuenta dólares de multa y nada más. Tendría que haber sido detenido antes muchas veces para pasarse una temporada en la cárcel. Pero estos afeminados no lo saben y, al no saberlo, no piensan en ello cuando se les detiene. En lo único que piensan es en escapar. Y de todos modos tienen la cabeza algo trastornada, de lo contrario no entrarían en el primer sitio que encontraran, por lo tanto, ándate con cuidado.

– Lo haré -dijo Roy notando que el corazón volvía a latirle apresuradamente. No había pensado en los peligros del trabajo de policía secreto. Cuando se enteró de que iba a serlo, se imaginó vagamente mujeres y bebida. Pensó que nunca se había visto envuelto en una verdadera pelea en los dos años que llevaba de policía. Había tenido que ayudar a un compañero a inmovilizar en el suelo a un hombre algunas veces, consiguiendo aplicarle las esposas sin demasiada dificultad. Pero jamás había abatido a un hombre ni nadie le había abatido a él. Y un policía secreto no llevaba porra.

– ¿Llevas látigo? -preguntó Roy.

– Ya lo creo -dijo Gant levantándose la camisa y mostrándole a Roy el enorme látigo negro de cola de castor que llevaba oculto bajo el cinturón.

– Quizás tendría que comprarme uno -dijo Roy.

– Creo que sí -dijo Gant asintiendo -. Los policías secretos se ven metidos en unos líos muy grandes y estas llaves de retorcimiento de muñeca de uno contra dos que te enseñan en la academia nunca dan buen resultado cuando estás forcejeando con un afeminado en el suelo mojado de orina de un retrete o luchando con algún alcahuete en el oscuro vestíbulo de algún hotel, cuando tu compañero no sabe dónde demonios estás.

– La verdad, este trabajo no parece demasiado bueno -dijo Roy sonriendo débilmente.

– Yo sólo te cuento lo peor que puede sucederle a uno -dijo Gant -. Son las cosas que Ies pasan a los jóvenes atolondrados como Ranatti y Simeone. Pero si te atienes a lo que hacen los viejos experimentados como yo, no te sucederá nada. No haremos tantas detenciones como estos individuos pero volveremos a casa enteros todas las noches.

Gant aparcó el coche de la policía a media manzana de distancia del parque y se dirigieron andando hacia el seto vivo de la parte Sur del estanque de patos donde encontraron a Ranatti y Simeone tendidos sobre la hierba fumando y arrojando maíz tostado a un negro ganso silbador que aceptaba el tributo pero les desdeñaba la caridad.

– Nadie aprecia nada por nada -dijo Ranatti señalando con el cigarrillo al orgulloso ganso que, cansado del maíz tostado, se dirigía hacia la orilla.

– ¿Trabajamos o utilizamos latrampa? -les preguntó Gant.

– Lo que quieras -dijo Simeone encogiéndose de hombros.

– ¿Tú qué quieres hacer, Roy? -preguntó Gant.

– Yo soy demasiado novato para saberlo -dijo Roy-. ¿Si trabajamos, significa que tendremos que andar por ahí y fingir ser afeminados?

– Basta que finjas estar dispuesto -dijo Simeone-. No hace falta que te contonees ni que hagas tintinear las monedas del bolsillo del pantalón. Paséate por aquí y habla con los afeminados que te parezca. Generalmente uno o dos de nosotros trabajarnos entre los árboles y los otros dos esperan en otro sitio. Si consigues un ofrecimiento, acompañas al afeminado al lugar en que están esperando los otros dos. Dile que tienes un coche cerca o un escondrijo o lo que te parezca. Llévale donde estemos nosotros, entonces le agarraremos todos. Un solo hombre nunca puede atrapar a un afeminado.

– Ya se lo he advertido -dijo Gant.

– Pero si te molesta actuar de afeminado, cosa que comprendo muy bien -dijo Ranatti -porque yo tampoco he podido soportarlo nunca -bueno, entonces podemos ir a la trampa. Aquí sólo tendrás que vigilar su conducta inmoral. No hace falta que te mezcles con ellos para nada, como sucede cuando se les trabaja.

– Pues hagamos eso -dijo Roy.

– ¿Vosotros dos, dentro o fuera? -le preguntó Simeone a Gant.

– Fuera. ¿Qué te parece?

– ¿Tú qué le has pedido? -dijo Ranatti.

– "Respeta a los mayores" -dijo Gant, al tiempo que echaban a andar por el parque.

Era una cálida noche do verano y una ligera brisa refrescó la cara de Roy al abandonar el estanque de los patos. Muchos de los patos estaban dormidos y, aparte el curso regular del tráfico cercano, todo estaba tranquilo y en silencio.

– Es un sitio bonito -dijo Roy.

– ¿El parque? -dijo Ranatti-. Sí. Pero está lleno de afeminados y de ladrones y de toda clase de sinvergüenzas. No hay gente honrada que se atreva a andar por ahí tras haber oscurecido.

– Excepto los de la policía secreta -dijo Simeone.

– Ha dicho gente honrada -le recordó Gant.

– De vez en cuando alguna buena persona que no conoce la ciudad puede venir aquí por la noche con la familia pero pronto se dan cuenta de la situación. Solían cerrar los retretes por la noche pero un inteligente administrador del parque decidió dejarlos abiertos. Los retretes abiertos atraen a los afeminados como moscas.

– Moscas afeminadas -dijo Simeone.

– Por aquí solíamos detener a unos cien afeminados por noche. Ahora pueden detenerse mil. Quizás podamos conseguir que cierren de nuevo los retretes.

– Es por allí -le dijo Gant a Roy señalando una achaparrada construcción de estuco junto a un grupo de olmos que susurraban al viento, más intenso ahora.

– Roy, tú y yo esperaremos detrás de aquellos olmos de allí -dijo Gant -. Cuando salgan de la trampa, les veremos y correremos hacia ellos para ayudarles.

– Una vez -dijo Simeone -sólo estábamos dos y pillamos a ocho afeminados dentro. Uno estaba tragando el miembro de otro y los otros seis estaban por allí acariciando todo lo que pudieron encontrar.

– Un verdadero círculo de juerga -dijo Ranatti-. Salimos de la trampa y no sabíamos qué hacer contra ocho. Finalmente, Sim descubrió un montón de tejas junto al cobertizo de herramientas y asomó la cabeza y gritó: "Todos ustedes están bajo arresto". Cierra la puerta y corre hacia el montón de tejas y empieza a arrojarlas contra la puerta cada vez que uno de ellos intenta salir. Creo que lo pasaba muy bien. Yo corrí a la caja telefónica de la esquina e hice una llamada de ayuda y cuando llegaron los blanco y negros todavía teníamos a los ocho afeminados atrapados allí. Pero la pared del edificio parecía como si la hubiera acribillado a balazos una ametralladora.

– Es lo que te he dicho antes, quédate conmigo y no te metas en líos -dijo Gant dirigiéndose hacia los árboles donde iban a esperar-. ¿Por qué no entras con ellos un rato, Roy? Podrás ver lo que pasa.

Ranatti se quitó el llavero del bolsillo y abrió el candado de un gran cobertizo de herramientas adosado al edificio. Roy penetró en el cobertizo seguido de Ranatti que cerró la puerta después. El cobertizo estaba completamente a oscuras a excepción de un rayo de luz que se filtraba a través de un boquete de la pared a unos tres metros y medio de altura cerca del techo del cobertizo. Ranatti tomó a Roy por el codo y le guió a través de la oscuridad señalándole un peldaño y una plataforma de un metro, aproximadamente, que conducía a la mancha de luz. Roy se adelantó y miró a través de la densa malla de tela metálica hacia el interior de los lavabos. El cuarto debía ser de unos nueve metros por seis, pensó Roy. Se imaginó que las dimensiones podrían ser un motivo para la defensa en caso de que tuviera que presentarse ante los tribunales por una detención practicada en aquel lugar. Había cuatro urinarios y cuatro inodoros detrás de éstos, separados por tabiques metálicos. Roy observó que no había puertas frente a cada una de las separaciones y vio que había varios agujeros perforados en los tabiques metálicos que separaban los retretes.

Esperaron en silencio varios minutos y después Roy escuchó pasos por el camino de hormigón que conducía a la puerta principal. Un viejo vagabundo encorvado entró cargado con un bulto y lo abrió una vez en el interior. El vagabundo sacó cuatro botellas de vino y tragó el poco que quedaba en cada una de ellas. Después volvió a guardar las botellas en el bulto y Roy se preguntó qué valor podrían tener. El viejo se acercó tambaleándose al último de los inodoros, se quitó la sucia chaqueta, cayó de lado contra la pared, se enderezó y se quitó el estropeado sombrero de su cabeza tremendamente hirsuta. El vagabundo se bajó los pantalones y se sentó en un solo movimiento y una tremenda explosión gaseosa retumbó por el lavabo.

– Vaya por Dios -susurró Simeone -. Hemos tenido suerte.

La peste se extendió inmediatamente por toda la estancia.

– Dios mío -dijo Ranatti -, menuda peste.

– ¿Esperabas una florería? -le preguntó Simeone.

– Es un trabajo humillante -murmuró Roy dirigiéndose hacia la puerta para respirar un poco de aire puro.

– Bueno, el viejo ladrón ya ha robado papel higiénico suficiente para toda la semana -dijo Simeone en voz alta.

Roy volvió a mirar hacia el retrete y vio al vagabundo sentado todavía en el inodoro, recostado contra la pared lateral y roncando fuertemente. Un gran rollo de papel higiénico sobresalía por la parte de arriba de su vieja camisa.

– ¡Eh! -gritó Simeone-. ¡Despierta, trapero! ¡Despierta!

El vagabundo se estiró, parpadeó dos veces y volvió a cerrar los ojos.

– Todavía no duerme fuerte -dijo Ranatti-. ¡Eh! ¡Viejo! ¡Despierta! ¡Levántate y sal de aquí!

Esta vez el vagabundo se estiró, gruñó y abrió los ojos sacudiendo la cabeza.

– ¡Sal de aquí, cerdo!-dijo Simeone.

– ¿Quién ha dicho eso? -preguntó el vagabundo, asomándose hacia adelante y tratando de mirar al otro lado del tabique de separación.

– Soy yo. ¡Dios! -dijo Ranatti-. Sal de aquí inmediatamente.

– ¿Te crees muy listo, hijo de perra, eh? Espera un momento.

Mientras el vagabundo se subía dificultosamente los pantalones, Roy escuchó unas pisadas e hizo su aparición en los retretes un hombre pálido y de aspecto nervioso con calva incipiente y gafas verdes ahumadas.

– Un afeminado -le susurró Ranatti a Roy.

El hombre miró en cada compartimiento y al no ver más que al poco interesante vagabundo en el último de ellos, se encaminó al urinario del extremo más alejado de la habitación.

El vagabundo no se abrochó el cinturón por la hebilla sino que se limitó a anudárselo alrededor de la cintura. Se puso apresuradamente el estropeado sombrero y recogió el bulto. Después vio al hombre de pie en el último urinario. El vagabundo dejó el bulto en el suelo.

– Hola, Dios -dijo el vagabundo.

– ¿Perdón? -dijo el hombre de pie en el urinario.

– ¿No es usted Dios? -preguntó el vagabundo-. ¿No me ha dicho que me fuera de aquí? Puede que yo no sea gran cosa, pero ningún hijo de perra me dice a mí que me marche de un water público, hijo de perra.

El vagabundo dejó el bulto en el suelo con deliberada lentitud mientras el aterrorizado hombre se subía la cremallera de los pantalones. Mientras el hombre se deslizaba hacia la puerta pisando el resbaladizo suelo de los retretes, el vagabundo arrojó una botella de vino que fue a estrellarse contra el dintel de la puerta e inundó al hombre de fragmentos de vidrio. El vagabundo se acercó a la puerta para contemplar a su enemigo en fuga, después se volvió para recoger el bulto, se lo echó a la espalda y abandonó los retretes con una sonrisa triunfal.

– A veces tiene uno ocasión de hacer una buena acción en este trabajo -dijo Simeone encendiendo un cigarrillo que le hizo pensar a Roy que ojalá éste no fumara en la agobiante atmósfera oscura del cobertizo.

Habían pasado unos cinco minutos cuando se escucharon otros pasos. Un hombre alto y musculoso de treinta y tantos años entró y se dirigió hacia el lavabo pasándose cuidadosamente un peine por su ondulado cabello castaño sin mirar a la izquierda. Después se examinó el ancho cuello de una camisa verde de sport lucida bajo un bonito jersey ligero color limón. A continuación se dirigió hacia los compartimentos y estudió el interior de los mismos. Se dirigió posteriormente al urinario que previamente había sido ocupado por el hombre pálido, se desabrochó la cremallera de los pantalones y se quedó allí sin orinar. Ranatti hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza en dirección hacia Roy pero Roy no podía creer que fuera un afeminado. El hombre permaneció en el urinario casi cinco minutos estirando de vez en cuando el cuello en dirección a la puerta cuando escuchaba algún ruido. Roy creyó por dos veces consecutivas que iba a entrar alguien y comprendió naturalmente qué estaba esperando el hombre; experimentó un estremecimiento en el cogote y decidió que no iba a mirar cuando entrara otro, no sentía curiosidad por mirar porque ya estaba empezando a experimentar ligeras náuseas. Siempre le había parecido que los afeminados tenían que poseer un aspecto inconfundible y le repugnaba ver a aquel hombre de aspecto normal y no quería mirar. Después entró un hombre mayor. Roy no le vio hasta que hubo franqueado la puerta y avanzó cautelosamente hacia el urinario del otro extremo de la hilera. El hombre debía tener unos setenta años y vestía elegantemente con un traje rayado azul de hombros naturales y chaleco a juego y una corbata azul de seda sobre una camisa azul pálido. Tenía el cabello blanco perla peinado con esmero. Tenía las manos levemente surcadas de venas y se quitó nerviosamente una hilacha invisible del impecable traje. Miró al hombre alto del otro urinario y sonrió; la luz arrancó destellos de su alfiler de corbata de plata y a Roy le asaltó una oleada de náuseas, no imperceptible como antes sino de las que revuelven el estómago, cuando el hombre mayor con las manos todavía junto a las ingles fuera del alcance de la vista de Roy, recorrió todos los urinarios hasta quedar junto al hombre alto. Rió suavemente y el hombre alto se rió también diciéndole:

– Es demasiado viejo. Roy le susurró incrédulamente a Ranatti: -¡Es un hombre mayor! ¡Dios mío, es un hombre mayor! -Y qué creías -murmuró secamente Ranatti -, los afeminados también se hacen viejos.

El hombre mayor se marchó tras ser rechazado por segunda vez. Se detuvo junto a la puerta pero al final se marchó abatido.

– En realidad, no ha cometido ningún acto inmoral -le susurró Simeone a Roy-. Se ha limitado a permanecer de pie junto a él en el urinario. Ni siquiera se ha movido. No se le puede detener.

Roy pensó "al diablo con ello"; ya había visto bastante y decidió reunirse con Gant sobre la fresca y saludable hierba, al aire libre, cuando escuchó voces y pies arrastrándose y decidió ver quién entraba. Escuchó a un hombre decir algo en rápido español y a un niño contestar. Lo único que Roy entendió fue "sí, papá". Después Roy escuchó al hombre alejarse de la puerta y escuchó otras voces de niños hablando en español. Un niño de unos seis años entró en los retretes sin mirar al hombre alto, corrió hacia un inodoro, se volvió de espaldas a los observadores, se bajó los pantalones cortos hasta el suelo dejando al descubierto su moreno y regordete trasero y orinó en el inodoro al tiempo que canturreaba una canción infantil. Roy sonrió por unos momentos pero después recordó al hombre alto. Vio la mano del hombre alto moverse frenéticamente junto a la entrepierna y después vio al hombre salir del urinario y masturbarse mirando al niño, pero regresó inmediatamente al urinario al escuchar la aguda risa de un niño atravesar el silencio desde el exterior. El niño se subió los pantalones y salió corriendo de los retretes sin dejar de canturrear y Roy le escuchó gritar: "¡Carlos! ¡Carlos!" a otro niño que le contestó desde la distancia al otro lado del parque. El niño no había visto al hombre alto que ahora refunfuñaba en su sitio al tiempo que su mano se movía más frenéticamente que antes.

– ¿Lo ves? Nuestro trabajo vale la pena -dijo Simeone sonriendo maliciosamente-. Atrapemos a este bastardo.

Al trasponer los tres la puerta del cobertizo, Simeone silbó y Gant se acercó corriendo desde el bosquccillo de ondulantes olmos. Roy vio a un hombre y tres niños cruzar la extensión de oscuridad a través de la hierba portando bolsas de compra. Casi habían salido clel parque.

Simeone entró el primero en los retretes con la placa en la mano. El hombre miró a los cuatro oficiales secretos y quiso subirse desmañadamente la cremallera de los pantalones.

– ¿Le gustan los niños? -le dijo Simeone sonriendo -. Apuesto a que tiene usted también algunos mascadores cíe chicle. ¿Qué te apuestas, Rosso? -dijo volviéndose a Ranatti.

– ¿Qué es eso? -preguntó el hombre, pálido como la cera y temblándole la mandíbula.

– ¡Contésteme! -le ordenó Simeone -. ¿Tiene hijos? ¿Y mujer?

– Ya me iba -dijo el hombre dirigiéndose hacia Simeone que volvió a empujarle contra la pared del retrete.

– No es necesario -dijo Gant que observaba desde la puerta.

– No quiero hacerle daño -dijo Simeone -. Sólo quiero saber si tiene mujer e hijos. Casi siempre tienen. ¿Verdad, hombre?

– Sí, claro. ¿Pero por qué me detienen? Dios mío, yo no he hecho nada -dijo mientras Simeone le esposaba las manos a la espalda.

– Siempre hay que esposar a los afeminados -le dijo Simeone a Roy sonriendo -. Siempre. Sin ninguna excepción.

Mientras abandonaban el parque, Roy caminó al lado de Gant.

– ¿Qué te parece trabajar afeminados, muchacho? -preguntó Gant.

– No me gusta demasiado -contestó Roy.

– Mira allí -le dijo Gant señalándole el estanque donde un joven delgado con ajustados pantalones color café y una camisa de encaje anaranjada avanzaba junto al borde del agua.

– Así es como creía yo que eran todos los afeminados -dijo Roy.

El joven se paraba a cada nueve metros más o menos, se arrodillaba, se persignaba y rezaba en silencio. Roy contó seis genuflexiones antes de verle alcanzar la calle y desaparecer entre los peatones.

– Muchos de ellos son muy devotos. Éste trataba de resistir la tentación -dijo Gant encogiéndose de hombros y ofreciéndole a Roy un cigarrillo que éste aceptó -. Son los sujetos más promiscuos que puedas imaginarte. Están tan descontentos que siempre andan en busca de algo. Ahora ya comprendes por qué preferimos trabajar prostitutas, jugadores y bares. Y, recuerda, puedes pasarlas moradas trabajando afeminados. Por si fuera poco toda la comedia que hay que hacer, es el trabajo más peligroso que existe.

La mente de Roy retrocedió en el tiempo, a la universidad. Se acordó de alguien. ¡Claro!, pensó de repente, al recordar los modales amanerados del profesor Raymond. ¡Jamás se le había ocurrido! ¡El profesor Raymond era afeminado!

– ¿Podemos trabajar prostitutas mañana por la noche? -preguntó Roy.

– Claro, muchacho -dijo Gant riéndose.

Hacia la medianoche, Roy ya empezaba a cansarse de permanecer sentado en el despacho observando a Gant escribir mientras hablaba de base-ball con Phillips y el sargento Jacovitch. Ranatti y Simeone no habían regresado de acompañar al homosexual a la cárcel pero Roy escuchó a Jacovitch mencionar sus nombres en el transcurso de una conversación telefónica, maldecir al colgar y murmurarle algo a Gant mientras Roy examinaba informes secretos en la otra habitación.

Ranatti y Simeone llegaron precipitadamente pasada la medianoche.

– ¿Dispuestos a invadir La Cueva? -dijo Ranatti sonriendo.

– He recibido una llamada, Rosso -dijo Jacovitch pausadamente-. Una prostituta ha llamado preguntando por el sargento. Ha dicho que se llamaba Rosie Redfield y que vosotros le habéis arrancado la instalación eléctrica del coche y le habéis deshinchado los neumáticos.

– ¿Nosotros? -dijo Ranatti.

– Os ha nombrado a vosotros -dijo Jacovitch serenamente a los dos jóvenes que no parecían haberse sorprendido demasiado.

– Es la prostituta que se cree la dueña de la Sexta y Alvarado -dijo Simeone-. Ya te hablamos de ella, Jake. La detuvimos tres veces el mes pasado, se le consolidaron las tres causas y obtuvo libertad condicional inmediata. Hemos hecho todo lo posible para intentar lograr que actúe en otra zona. Pero si hasta hemos recibido dos demandas contra su presencia en esta esquina.

– ¿Sabíais dónde aparcaba el coche? -preguntó Jacovitch.

– Sí, lo sabemos -admitió Ranatti -. ¿Ha dicho que nos vio manipular el coche?

– No, de lo contrario, tendría que aceptar una demanda contra vosotros. ¿Lo comprendéis, verdad? Se llevaría a cabo una investigación. Ella sospecha que habéis sido vosotros.

– No estábamos jugando -dijo Simeone -. Hemos hecho todo lo posible para librarnos de esta perra. No es una simple prostituta, es una estafadora, una vividora y lo que quieras. Es una cochina perra que trabaja para Silver Shapiro y éste es un cochino alcahuete, un opresor y sabe Dios qué otras cosas.

– Ni siquiera voy a preguntaros si lo habéis hecho -dijo Jacovitch-, pero os advierto por última vez contra esta clase de procedimientos. Debéis manteneros estrictamente dentro de los límites señalados por la ley y las reglamentaciones del Departamento.

– ¿Sabes una cosa, Jake? -preguntó Ranatti dejándose caer pesadamente sobre una silla y colocando su píe con zapato de suela de goma sobre una mesa de máquina de escribir-. Si nos atuviéramos a eso, no detendríamos ni a un solo sinvergüenza a la semana. Las malditas calles no resultarían seguras ni siquiera para nosotros.

Faltaban cinco minutos para la una cuando Roy aparcó su coche particular en la esquina de la Cuarta con Broadway caminando a pie hacia la Mayor en dirección a La Cueva. Era una noche templada pero experimentó un estremecimiento al detenerse a esperar el semáforo verde. Sabía que el resto del equipo estaba preparado y que ya había tomado posiciones y sabía que no le acechaba ningún peligro, pero iba desarmado y se sentía terriblemente solo y vulnerable. Franqueó temerosamente la puerta ovalada de La Cueva y permaneció parado unos momentos acomodando los ojos a la oscuridad, golpeándose la cabeza contra una estalactita de yeso que colgaba junto a la segunda entrada. El espacioso interior aparecía abarrotado de gente y él se abrió camino hacia el bar empezando a sudar; encontró sitio libre entre un homosexual pelirrojo y de mirada lasciva y una prostituta negra que le miró y, al parecer, no debió encontrarle tan interesante como el hombre calvo que tenía a su izquierda y que restregaba nerviosamente el hombro contra su voluminoso pecho.

Roy fue a pedir whisky con soda pero se acordó de Ranatti y pidió una botella de cerveza. Hizo caso omiso del vaso, secó con la mano la boca de la botella y bebió directamente de la misma.

Roy vio varias mesas y reservados ocupados por lesbianas acariciándose unas a otras, besándose los hombros y los brazos. Las parejas de homosexuales varones llenaban buena parte del local y al disponerse una de ellas a bailar, una hombruna camarera les ordenó sentarse indicándoles el letrero de "No se baila". Había prostitutas de todas clases, algunas de las cuales eran claramente hombres disfrazados de mujer, sin embargo la negra que se encontraba a su lado era sin lugar a dudas una mujer, pensó él, al verla soltarse una de las tiras del hombro para que el calvo pudiera contemplar más a sus anchas los grandes globos morenos.

Roy vio a un grupo de chaquetas de cuero detrás de un enrejado que había atraído a un grupo de mirones y se abrió paso entre las personas que se agolpaban en los pasillos y que golpeaban contra las mesas con los vasos a los estridentes sones de un escandaloso jukebox. Al llegar al enrejado, miró y vio a dos jóvenes con largas patillas y cinturones de cadena, disputando un combate de fuerza de brazo sobre una tambaleante mesa con una vela encendida a cada lado para quemar el dorso de la mano del vencido. A la derecha de Roy, dos hombres contemplaban fascinados el espectáculo desde un reservado. Uno era rubio y parecía un universitario. El otro presentaba un aspecto no menos aseado y poseía espeso cabello negro. Parecían tan desplazados como Roy suponía que parecía él pero cuando el rizado vello de la mano de uno de los luchadores empezó a chamuscarse a la llama de la vela, el joven rubio le pellizcó el muslo a su acompañante que le correspondió con un jadeo de excitación y al quemar carne la vela, este último agarró la oreja de su amigo rubio y la retorció con violencia. Al parecer no lo observó nadie más que Roy mientras los mirones veneraban la llama chamuscadora de carne.

Roy regresó a la barra y pidió otra cerveza y una tercera. Ya era casi la una y media y empezaba a pensar que la información debía de haber sido falsa cuando de repente se desconectó el jukebox y el público guardó silencio.

– Cierren la puerta -gritó el barman, un velloso gigante que anunció al público -: Ahora empieza el espectáculo. Nadie podrá salir hasta que termine.

Roy observó a la camarera lesbiana encender el proyector cinematográfico que se encontraba colocado sobre una mesa junto al enrejado que dividía las dos partes de la sala. La pared blanca sería la pantalla de proyección y el público estalló en carcajadas al irrumpir en la pantalla un dibujo animado sin sonido del Pájaro Carpintero.

Roy estaba tratando de imaginarse el significado de todo aquello cuando el Pájaro Carpintero fue sustituido de repente por dos aceitosos hombres desnudos luchando sobre una pringosa estera de un ruinoso gimnasio. Los chaquetas de cuero del otro lado de la sala lanzaron vítores pero la escena cambió de pronto a dos mujeres desnudas, una joven y medianamente atractiva y la otra gorda y mayor. Se mordisqueaban, se besaban y acariciaban sobre una cama deshecha escuchándose susurros procedentes de las mesas de las lesbianas, pero la escena volvió a cambiar y esta vez apareció el patio posterior de una casa en el que una mujer en traje de baño fruncido copulaba oralmente con un hombre grueso vestido con shorts color kaki; la mayoría del público se rió sin lanzar vítores. Volvieron a aparecer los luchadores varones que provocaron más gruñidos y maullidos entre los chaquetas de cuero. Al producirse una avería y desenfocarse la imagen en el transcurso de una escena crucial del obsceno combate, a Roy le sorprendió ver al calvo, que previamente había mostrado interés por la prostituta negra, quitarse el zapato marrón y golpear frenéticamente la barra al tiempo que gritaba:

– ¡Arréglenlo! ¡Aprisa, arréglenlo, maldita sea!

Tras lo cual abandonó a la prostituta y se reunió con los chaquetas de cuero del otro lado.

Estaban todavía tratando de reparar la avería, cuando Roy se deslizó a lo largo de la barra en dirección al lavabo de hombres. Cruzó la puerta sin ser observado y se encontró en un corredor escasamente iluminado; vio un letrero que rezaba "Señoras" a la izquierda y otro que decía "Caballeros" a la derecha. Penetró en el lavabo de hombres, aspiró olor inconfundible a marihuana y encontró a un chaqueta de cuero saliendo del retrete junto a la ventana abierta.

Roy fingió lavarse las manos mientras el joven, con botas adornadas y chaqueta de cuero, se ajustaba la cadena que le rodeaba la cintura. Tenía una cabeza enorme con el cabello despeinado y unos enmarañados bigotes castaño claros.

Roy se demoró unos momentos con la toalla de papel pero no pudo acercarse a la ventana para hacer la señal.

Finalmente, el chaqueta de cuero le miró.

– En estos momentos no me interesa, rubito -le dijo con una mirada lasciva -. Búscame más tarde. Dame tu número de teléfono.

– Vete al diablo -le dijo Roy enfurecido olvidándose de la ventana por unos momentos.

– ¿Estás un poco enfadado? Eso me gusta -dijo el chaqueta de cuero apoyándose los puños a las caderas y dando la sensación de ser más vigoroso -. Puede que me intereses -le dijo sonriendo obscenamente.

– Quédate donde estás -le advirtió Roy al sádico que avanzaba soltándose la cadena de la cintura.

En aquel momento y por primera vez en su vida, Roy supo lo que era el miedo auténtico, el miedo desesperado que le debilitaba, le abrumaba, le arrollaba y le paralizaba. El pánico se apoderó de él y jamás comprendió claramente cómo o había hecho, pero supo más tarde que había propinado un puntapié a su asaltante justo en el momento en que la cadena se retorció y le pasó cerca del puño. El chaqueta de cuero lanzó un grito y cayó al suelo tocándose la ingle con una mano, con la otra, sin embargo, agarró la pierna de Roy y mientras éste trataba frenéticamente de librarse de la presa, la cara con bigotes se acercó a su pierna y él notó unos dientes; pudo librarse cuando los dientes se cerraron en su pantorrilla. Escuchó rumor de tela rasgada y vio un fragmento de tela de sus pantalones colgando de la boca del bigotudo, después le saltó por encima para alcanzar la zona del retrete y pensó que los demás chaquetas de cuero debían haber escuchado el grito. Arrojó una papelera metálica contra los cristales de la ventana y saltó por ésta yendo a caer a un camino de hormigón metro y medio más abajo y siendo alcanzado allí por la luz de la linterna de un policía uniformado.

– ¿Es usted el oficial de la secreta que estamos esperando? -le susurró.

– Sí, vámonos -dijo Roy corriendo hacia la fachada de La Cueva donde ya vio acercarse a una docena de uniformes azules. El coche de la secreta se detuvo zumbando frente al bar y Gant y Ranatti se apearon del mismo con "la llave" y la introdujeron en la puerta de dos hojas de La Cueva mientras Roy cruzaba la acera y se sentaba en el guardabarros del coche de la secreta sintiendo deseos de vomitar.

Roy se apartó pensando que se encontraba demasiado indispuesto para volver a penetrar en aquel nauseabundo lugar; observó finalmente cómo la puerta se soltaba de los goznes y acercarse una furgoneta. Ahora había por lo menos como quince trajes azules formando una V perfecta y Roy estaba jadeando y pensaba que ahora iba a vomitar mientras contemplaba la sólida cuña de cuerpos insertarse en la entrada de La Cueva. La línea azul desapareció muy pronto en el interior y se acercaron otros policías corriendo y abriéndose paso hacia el interior. Los borrachos fueron arrojados expertamente al interior de la furgoneta por parte de dos fornidos policías provistos de guantes negros. Los otros fueron empujados en distintas direcciones y Roy, sosteniéndose un pañuelo contra la boca les observó desparramarse por la calle, todos grises y morenos y sin rostro ahora que se habían apagado las luces de la entrada y que los colores chillones y la frivolidad se habían extinguido. Roy se preguntó cuándo dejarían de salir pero al cabo de cinco minutos aún seguían fluyendo hacia la calle, rumorosos y sudorosos. Roy pensó que podía aspirar el olor que despedían mientras los que no habían sido detenidos alcanzaban la acera y se alejaban rápidamente calle arriba y calle abajo. Pronto vio Roy a dos policías ayudar a salir al oso de la chaqueta de cuero comprimiéndose todavía la ingle. Roy estuvo a punto de decirles que le detuvieran pero observó que le metían en la furgoneta y guardó silencio mientras seguía observando la escena con desagradable fascinación hasta que la calle quedó tranquila y la catártica cuña azul de los policías se apartó de la entrada de La Cueva. La furgoneta se puso en marcha en el momento en que Ranatti, Simeone y Gant custodiaban al propietario y a dos camareras y cerraban con candado la puerta rota.

– ¿Qué pasa, muchacho? -preguntó Gant acercándose a Roy que seguía sosteniéndose el pañuelo contra la boca.

– He tenido una pequeña pelea aquí dentro.

– ¿De veras? -le preguntó Gant apoyando ambas manos sobre los hombros de Roy.

– No me encuentro bien -dijo Roy.

– ¿Te han lastimado? -le preguntó Gant abriendo mucho los ojos para examinar la cara de Roy.

– Me encuentro mal -dijo Roy sacudiendo la cabeza -. Será porque acabo de verle meter una lavativa azul al orificio anal más cochino del mundo.

– ¿Sí? Pues acostúmbrate, muchacho -dijo Gant -. Todo lo que has visto aquí dentro será legal muy pronto.

– Vayámonos de aquí -gritó Simeone ya al volante del coche de la secreta. Señaló hacia un camión amarillo de limpieza de calles que avanzaba lentamente por la calle Mayor. Roy y Gant penetraron en el coche apretujándose entre los detenidos y Simeone y Ranatti.

Roy asomó la cabeza por la ventanilla mientras se alejaban y observó que el camión de la limpieza arrojaba un chorro de agua hacia la calle y la acera a la altura de La Cueva. La máquina silbaba y rugía y Roy la vio limpiar la suciedad.

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